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REVISTA DE CRITICA LITERARIA LATINOAMERICANA Año XXIX, Nº 58. Lima-Hanover, 2do. Semestre de 2003, pp. 215-236 ORALIDAD Y RELOCALIZACIÓN DE SUJETO EN LA PRODUCCIÓN DE DOS ESCRITORAS CHILENAS Raquel Olea Universidad de Santiago de Chile Y se asienta donde quiere el Nuevo Capital. Cambia el sentido de las palabras: Quien hasta ahora hablaba con esperanza Queda atrás, avejentado. –Pier Paolo Passolini, “La glicina” de La religión de mi tiempo. Poesía y globalización El llamado a escribir sobre “Poesía y globalización” sugiere múltiples preguntas acerca de lo que podría interpretarse como de- manda o deseo editorial en relación al tema propuesto: escribir de poesía en la época de la globalización, escribir acerca de la globali- zación de la poesía, pensar lo específico de la poesía afectada por el fenómeno de la globalización. También podría convocar a pensar la relación (im)posible de ambos términos. Interrogar la relación que pueda establecerse entre poesía y glo- balización es interrogar el sentido de compatibilizar la lectura y los sentidos de la producción poética y el lugar de la poesía en el contex- to de las contingencias culturales producidas por el fenómeno de la transnacionalización económica. Más allá de contribuir a expandir un significante de poder en el que se ha convertido la globalización y que lo fagocita (casi) todo –¿qué podría quedar fuera de la pregunta por la globalización, en la actualidad?–, la propuesta construye una pregunta por sus efectos en la producción de lenguajes estéticos en su sentido más duro, es decir, en lo propiamente literario del lengua- je. Si la globalización como efecto de la expansión capitalista con- firma que las empresas transnacionales –las editoriales en lo que se refiere a literatura– han convertido el planeta en un supermercado, al crear una infraestructura mundial de producción, distribución y control de los productos, me inclino por la intención de averiguar las nuevas condiciones que propicia la globalización para pensar lo lite-

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REVISTA DE CRITICA LITERARIA LATINOAMERICANA Año XXIX, Nº 58. Lima-Hanover, 2do. Semestre de 2003, pp. 215-236

ORALIDAD Y RELOCALIZACIÓN DE SUJETO EN LA PRODUCCIÓN DE DOS ESCRITORAS CHILENAS

Raquel Olea Universidad de Santiago de Chile

Y se asienta donde quiere el Nuevo Capital. Cambia el sentido de las palabras: Quien hasta ahora hablaba con esperanza Queda atrás, avejentado. –Pier Paolo Passolini, “La glicina” de La religión de mi tiempo.

Poesía y globalización

El llamado a escribir sobre “Poesía y globalización” sugiere múltiples preguntas acerca de lo que podría interpretarse como de-manda o deseo editorial en relación al tema propuesto: escribir de poesía en la época de la globalización, escribir acerca de la globali-zación de la poesía, pensar lo específico de la poesía afectada por el fenómeno de la globalización. También podría convocar a pensar la relación (im)posible de ambos términos.

Interrogar la relación que pueda establecerse entre poesía y glo-balización es interrogar el sentido de compatibilizar la lectura y los sentidos de la producción poética y el lugar de la poesía en el contex-to de las contingencias culturales producidas por el fenómeno de la transnacionalización económica. Más allá de contribuir a expandir un significante de poder en el que se ha convertido la globalización y que lo fagocita (casi) todo –¿qué podría quedar fuera de la pregunta por la globalización, en la actualidad?–, la propuesta construye una pregunta por sus efectos en la producción de lenguajes estéticos en su sentido más duro, es decir, en lo propiamente literario del lengua-je.

Si la globalización como efecto de la expansión capitalista con-firma que las empresas transnacionales –las editoriales en lo que se refiere a literatura– han convertido el planeta en un supermercado, al crear una infraestructura mundial de producción, distribución y control de los productos, me inclino por la intención de averiguar las nuevas condiciones que propicia la globalización para pensar lo lite-

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rario y su factibilidad o resistencia a las leyes del mercado; hablar de globalización en relación a un producto, sea este concreto o simbólico, es situarlo en las condiciones de producción y distribución impuestas por el “libre mercado,” es decir, reducirlo a su calidad de producto comercializable sin fronteras.

Me sitúo en las antípodas de la pregunta para reflexionar sobre cierta irreductible localización de lo poético, como una forma de re-sistir a los mercados globales en cuanto lenguaje re-ligado a un es-tado particularizado de lengua que insiste en su opacidad y que más bien se resiste a la transparencia de la comunicación masivamente universal que exige la lengua del mercado globalizado.

Me inclino por interrogar las tensiones que el término (globaliza-ción) introduce en territorios homogeneizados, privados de identidad; en ese contexto, lo propiamente literario insiste en el derecho a una recepción especializada que reconoce lo legítimo de una opacidad lo-calizada en ciertas singularidades de lenguaje, al margen de rendi-mientos económicos operados por la claridad que fabrica un best-seller de alta distribución, pero de otro tiempo de lectura, texto desti-tuible y desechable por efecto de la misma demanda que lo produce. Lo literario irrumpe como oferta intempestiva que procede del lugar, que no siempre –más bien nunca– responde a las expectativas de los consumos, sino que los violenta, los descoloca, provocando sus leyes. La localización de lo literario no es, por cierto, geográfica o te-rritorial en el sentido geopolítico, pero sí refiere a una particular y específica comunidad que busca situarse en el territorio de la pala-bra como espacio de una pertenencia. Sus rendimientos no son cal-culables, ni predecibles, tampoco cuantificables por los instrumen-tos de medición deducible de la pregunta fácil y directa; lo literario no es encuestable ; el signo lingüístico reclama ahí su lugar poético de bien de uso más que de objeto de cambio, su calidad figurada, su ambigüedad y su poder de sugerir y simbolizar.

¿A cuál de las alternativas planteadas sería preciso colgarse pa-ra responder a una pregunta que bien podría evitarse en la medida que re-edita, ella misma, la pregunta mercadista, hecha desde los sistemas de transnacionalización del saber? Aunque quisiera conti-nuar pensando en modos imprevisibles de circulación fuera de los controles que programan las políticas de marketing, quizás lo inte-resante –en esta pregunta– podría estar en interrogar en lo poético de la lengua un lugar de refracción a los controles que la sociedad global busca ejercer también sobre los lenguajes y los saberes.

De mayor productividad resulta construir con ambos términos una interrogante que haga de la relación una sospecha, una conflic-tividad que posibilite pensar ¿en qué condiciones se hace posible re-lacionar términos de tan diversa procedencia?, términos cuya ma-yor relación puede darse en su colisión. ¿Cómo pensar uno de estos términos en relación con el otro, si poco o nada común tienen sus procedencias, sus despliegues, sus lógicas discursivas, sus retóricas y sus significaciones culturales; sus públicos, sus proyecciones? ¿O

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es qué habría que construir esa relación? ¿Qué mandato coercitivo de una nueva forma de poder mundial podría obligar a la literariedad (o a su lectura) a ingresar en la economía fagocitante de toda dife-rencia que parece propiciar la globalización de los mercados?

Prefiero entender este llamado como una provocación a cons-truir la sospecha y la interrogante sobre un binomio que construye un imposible, el de hacer legibles las particularidades del lenguaje poético en la in-diferencia de una abstracción generalizadora que se adecúa a las leyes con que se rigen los mercados. Me inclino por practicar una política de la diferencia al exaltar lo propio del lengua-je poético y sus formas particulares de producir significación en un registro que la impide servir a las lógicas de la comunicabilidad uni-formadora cuya retórica no hace sino reciclar viejas fórmulas de ex-clusión al renovar simulaciones de (correcta) convivencia. No pare-ce necesario proponer construcciones binominales que construyen oposiciones para pensar las producciones estéticas, sin interrogar previamente las condiciones que hacen posible esa necesidad de ar-ticular lenguajes no siempre articulables, puesto que los significan-tes cargados de valoración producen jerarquizaciones que no siem-pre buscan ser desmanteladas. Pensar la poesía y la globalización parece proponer una política de lectura que, acríticamente, homolo-ga ambos significantes, como si la producción de significaciones y sentidos de las particulares estructuras y formaciones de lenguaje no estuvieran relacionadas cultural y lingüísticamente a una parti-cular superficie de inscripción; de esa relación surge, al menos en parte, su singular irreproductibilidad.

Una convicción surge del imperativo de este llamado, la pregun-ta se sitúa centralizada; sólo desde el centro del poder que controla las localizaciones que figuran la globalización es posible producir y pensar la totalidad, algo distinto sucede al intentar pensar el mismo problema desde el lugar que no puede aspirar a la mirada panóptica que otorga el estar situado en el centro máximo del poder. Desde otras localizaciones, la pregunta se hace, si no imposible, al menos más conflictiva.

Resisto la propuesta trabajando la producción de localizaciones de hablas en dos escritoras chilenas, Carmen Berenguer y Diamela Eltit, quienes en lo particular y distinto de su trabajo realizan un producción de escritura movida por un deseo de localizar sujetos y producir hablas singulares, lenguas particulares que se inscriben social y culturalmente situadas. De escrituras y estilos claramente diferenciados tanto por sus opciones de género literario, narradora Eltit, poeta Berenguer, tienen en común haber emergido en una so-ciedad sometida a represión y censura por efectos de la dictadura militar que oprimió la sociedad chilena durante 17 años. En ese con-texto, ambas autoras posicionadas fuera del poder produjeron tex-tos y lenguajes minoritarios cuyas voluntades políticas insistieron e insisten en trabajar lenguas mestizas como modo de producir inter-rogantes radicales a los poderes institucionales que han continuado

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la política histórica de exclusiones localizadas en sujetos y hablas subalternas: indígenas, populares femeninas, con que los centros metropolitanos han construido su dominio en lo latinoamericano. Las escritoras mencionadas sitúan en esa tríada una red semiótica que potencia en la escritura la construcción de un discurso cultural de resistencia a las discursividades oficiales que, en reiteradas alianzas, han perpetuado formas de sometimiento y exclusión de di-chas localizaciones.

Ambas autoras trabajan en su escritura la productividad de hablas localizadas, de sujetos minoritarios: proscritos, expatriados y expropiados de su pertenencia ciudadana y comunitaria; margina-dos del poder y marginales a los requerimientos del control que sobre los sujetos ejerce la palabra oficial. Ambas autoras producen una relocalización de sujeto por medio de la operación que en la escritura producen hablas para transformarlas en lenguaje.

Una distinción entre habla y lenguaje se hace necesaria en esta reflexión. Uso la referencia al “habla” como una modalidad de uso de la lengua que refiere al registro de una específica situación de sujeto, o de comunicación privada de lo público, mientras el lenguaje refiere al uso de un sistema de signos compartido y utilizado por comunida-des sociales.

Lo que interesa de esta distinción es que el lenguaje, a diferencia del habla, se constituye en potencial político de representación de una comunidad en lo que puede articularse como posicionamientos de sujetos sociales y sus relaciones de intercambio en la economía del poder. Ambas autoras, en su operación de escritura, producen lenguajes y sujetos sociales históricamente expropiados por los po-deres dominantes.

Resistencia y "Nuevo Poder"

Uno de los intelectuales más lúcidos de la década del setenta, Pier Paolo Passolini, llamó “Nuevo Poder” a la globalización del capi-talismo y sus efectos expansivos sobre la cultura, particularmente a la creciente producción de disolución de la nación:

Escribo “Poder” con P mayúscula […] porque no sé en qué consiste este Nuevo Poder y quién lo representa. Tan sólo sé que existe. Ya no lo re-conozco en el Vaticano, ni en los poderes democratacristianos, ni en las fuerzas armadas. Tampoco lo reconozco ya en la gran industria, porque ya no está constituida por un cierto número limitado de grandes indus-triales; a mí, al menos, me parece más bien como un todo ( industriali-zación total), y, admás, como un todo no italiano (transnacional) (1).

Una de las formas de resistencia a ese “Nuevo poder” consistía para él en impulsar la voluntad política que productiviza las singu-laridades de la lengua local que él situaba con extrema fuerza en el lenguaje dialectal. Una abusiva extensión de la noción de lo dialectal a particularidades de las formas de expresión propias de una comu-

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nidad podría situarse en la oralidad localizada en sujetos minorita-rios, la oralidad actúa como un irreductible expresivo que concentra formas de resistencia a los designios arrasadores del poder unifor-mador de la globalidad, irreductible que se condensa también en la literariedad de formas más amplias de concebir lo poético. Gran parte de la escritura crítica de este autor estuvo dedicada a difamar la homogeneización y uniformidad del mundo que producía la nueva universalización de la cultura surgida del poder globalizado y sus producciones destinadas a un receptor intercambiable, e indiferente, producto él mismo de la cultura globalizante despojado de sus tradi-ciones, y de lo propio del sistema de representaciones de una lengua cimentada en sus particulares configuraciones históricas y sociales.

La posición no refiere, por cierto, a una defensa territorial ni me-nos localista de la lengua poética, sino más bien a enunciar una ad-vertencia a ciertas glorificaciones de moda que en su lógica de lo nuevo transforman en olvido las precedencias y procedencias.

Es en relación con el binomio poesía y globalización que hago es-te alcance, pues prefiero interrogar sospechosa o indagatoriamente aquello que podría permanecer intransferible al triunfalismo de la globalización, porque quizás sea en lo que esquiva la mirada abarca-dora de lo global donde la lengua particular se detiene con la propie-dad privativa de una sospecha, la que se soporta en una indagación dubitativa y una cierta y productiva indignación que hace emerger una lengua particular de resistencia, para (desear) que algo se de-vuelva a la experiencia intransferible del sujeto. En lo particular de esa lengua de resistencia, de sus operaciones de producción, de den-sidad crítica y de intensidad comunicativa, perdura una esperanza de refugio a lo que depara ese nuevo poder.

Carmen Berenguer: Biografía. Poesía y localizaciones de sujeto.

La producción de la poeta chilena Carmen Berenguer emerge a lo público con una insistencia en lo particular de su contexto de pro-ducción; lenguaraz, (i)localizada en los bordes de los lenguajes insti-tucionales, su escritura se niega a caer en la trampa de la abarca-dora (in)diferencia que favorece hegemonías. Su último libro, Naciste Pintada (2000), se propone trabajar sus sentidos en concepciones proliferantes de registros poéticos ya puestos a prueba en sus pri-meros textos –Boby Sands desfallece en el muro (1983), Huellas de siglo (1986), A media asta ( 1986), Sayal de pieles (1989).

Naciste Pintada intensifica interrogantes territoriales y locales que van desde la biografía personal a una particular construcción historiográfica –y también biográfica– de la poesía chilena. El texto insiste en la pregunta, ya enunciada con anterioridad, por los espa-cios de la poesía; la escritura reitera su tendencia a una relocaliza-ción en el suelo del significante y de lo particular de la materia de la lengua como modo de significar, pregunta situacional que tensiona

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la posición que abre la pregunta por la globalización, en su voluntad de abarcar la espacialidad de lo actual –el mundo–; lo pretencioso del término pone una primera sospecha en cuanto a la violencia de un dominio invasivo, expandido hacia una amplia red de significacio-nes.

Al respecto, la escritura de Berenguer se sitúa imprecisa, lugar en el que trabaja lo poético y lo narrativo, y produce a su vez la im-precisión de una textualidad que no se deja clasificar por las retóri-cas de los géneros, tampoco por la institucionalidad de los nombres. El texto explora su lugar de escritura como metáfora de un poder sin lugar delimitado que busca su ubicación, produce su itinerario.

Naciste Pintada, enunciado propio de la expresión popular, dice de algo o de alguien que porta en sí misma su destino, su teleología; “naciste pintada” dícese de quien nació hecha para un fin… Propia de la cotidianidad, la expresión se refiere al acceso posible a un lugar supuestamente anhelado, marca la dirección de un recorrido. Enun-ciado agorero, acumula una productividad que Berenguer amplía a los atavíos de la escritura, al color local que la cita recoge. Al chillido colorinche de las palabras sin genealogía. Escribir el relato de la ex-periencia en los contextos del acontecer poético, político y social constituye una de las singulares marcas del texto, proponerse como escritura de biografía(s) cruzada(s) .

La lectura se abre con varias pre-figuraciones a seguir, las que propician diversas operaciones de lectura: 1) construir una promesa (del texto) de resignificación del destino de la poesía; 2) producir la investidura del texto biográfico; y, 3) interrogar en el lenguaje y sus atavíos la producción de lo poético. Todas se hacen posibles.

Texto portador de un designio, Naciste Pintada ingresa a la lite-ratura con la voluntad de indagar en una (posible) re-localización de la poesía chilena y de su actualidad en un nuevo contexto. En un tiempo en que los efectos de la dictadura y la invasión del “libre mercado” han puesto en suspensión los modos de representación, Naciste Pintada hurga en lenguas de esa imposibilidad: testimonios prisioneros, relatos quebrados, narrativas caducas, poéticas coti-dianas. Apropiarse de los signos de los tiempos y revertirlos en hablas que no pretenden hacer de ello ni un relato histórico ni una verdad poética. La escritura retoma críticamente la autoridad de una palabra literaria que si bien ya no reconoce antiguos derroteros, no deja de insistir en la práctica de lo poético.

Esta asignación de lugar percibida en el texto –indicio también que invita a la lectura como abertura de sentido– trabaja en la am-bigüedad de una escritura que interroga sus mezclas de lenguajes (extraliterarios y poéticos). De este modo, se deslocalizan marcas y jerarquías en las disputas por la territorialidad dentro de las refe-rencias genealógicas de la poesía chilena. La poeta escribe posicio-nada de la (con)fusión de formas y apariencias que serán una cons-tante en la conducción de su itinerario escritural hacia la designa-ción de la función y fundamento de la escritura. En sus textos ante-

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riores Berenguer ha trabajado una poética de lo callejero cotidiano situado en recovecos urbanos que asilan lo expatriado de las nuevas formas de convivencia impuestas por globalizaciones y colonizacio-nes mercadistas. Su gesto quisiera salvar hablas proscritas por el poder de lo “políticamente correcto“, hablas traficadas, tramitadas y recorridas por la hablante; oralidades mestizas, lenguas barriales, onomatopéyicas; habladas fugaces y aglutinantes de signos cultu-rales sin destino fijado.

En este texto, la metáfora de la casa funciona como espacio condensante de significaciones locales, biográficas, familiares, ba-rriales, volviéndose así productiva para interrogar la historia litera-ria, la historia urbana y la historia política chilena de las décadas recién pasadas.

La figura de la casa ha sido en la historia de la literatura chilena (y latinoamericana) un territorio simbólico de la narrativa nacional. La casa como figura ha sido símbolo voluntarista de representación de orden social en una nación de papel que creía avanzar según las leyes de la modernidad. La narrativa de la casa ha servido históri-camente para afianzar el discurso conservador del orden "hacendal" y su sustento en el discurso de la familia. Podrían históricamente ci-tarse, entre otras, tres novelas emblemáticas de esta alianza políti-co-cultural: Casa grande de Luis Orrego Luco (1908), Casa de cam-po de José Donoso (1976), Casa de los espíritus de Isabel Allende (1977). Aunque elaboran una crítica contingente, estas novelas legi-timan el asentamiento del orden de parentesco, lo que puede leerse en la linealidad del relato y en los modos de establecer las coordena-das de sus formas críticas; sedimento del orden económico capitalis-ta, el orden de clase, contribuye a la exclusión de lo mestizo, lo de(s)generado, lo “pintado”. Tal como el orden familiar se sostiene en el orden sexual de los géneros, la metáfora de la casa aglutina en su poder representacional el poder del discurso de un proyecto de na-ción que se ha fundado en el orden blanco. La casa representa el es-pacio de la gran familia nacional concebida desde discursos que pue-den aceptar el desorden, pero sin poner en riesgo los fundamentos que siempre han dominado los discursos colonizados.

El transcurso de ese orden tuvo su quiebre radical, más que en el proyecto socialista de la Unidad Popular, en el golpe militar de 1973, con lo que simbólicamente se derrumba el proyecto de la nación in-dependiente: el orden económico "hacendal" que lo sostenía fue sus-tituido violentamente por las nuevas formas implantadas por un capitalismo de carácter transnacional. Emerge, entonces, en el es-cenario de la narrativa transicional, otra figuración de la casa. La casa patronal de la hacienda chilena es sustituida por la casa de tortura, a partir de la cual el nuevo poder –en su lógica dictatorial y neocapitalista– reprime y suprime aquello que no le sirve, proceso que el escritor Carlos Cerda registrara en su novela Casa Vacía (1997).

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Pero, antes, en la periferia de la “casa grande” y del discurso de la prosperidad de la economía hacendal, se encontraban los cultores de la novela social; entre ellos, Nicomedes Guzmán y Alberto Rome-ro escribieron el conventillo y la casa pobre del barrio bajo, expan-diendo ese deseo de orden a la pobreza y sus formas culturales, en parte transgresoras y en parte aquiescentes de lo dominante. Los autores de la novela social tuvieron a su cargo la denuncia de lo ex-cluido, la cartografía del margen, el afuera barrial sin poder. Tam-bién, José Donoso, en su novela El lugar sin límites, incursionó en la crisis del régimen "hacendal" y su control de los cuerpos sexualiza-dos con la escenificación del prostíbulo rural como lugar de gestación de una torcedura de ese orden, el cuerpo homosexual. La diferencia de Donoso es su desbaratamiento irónico y gozoso del seudo-triunfo de la tradición "hacendal", lanza el primer envío del desarme de la normativa heterosexual por la vía de poner en escena la rebelión de los cuerpos subordinados al orden de la casa patronal: La Manuela, la Japonesa, la Japonesita, Pancho (el macho camionero), repre-sentan la apertura de los cuerpos al irreductible poder del deseo. Los autores mencionados, entre otros, escribieron el inicio de una caída del orden representado en la metáfora de la casa, particularmente por la escenificación de hablas minoritarias.

Berenguer al escribir la figura de la casa como cita y recurso retórico de la crisis de la nación realiza una ocupación, una toma de terreno, una expropiación de esa locación representacional de un or-den del relato, la entrega a la poesía, para desconstruir la forma de simbolización con escrituras y discursos fragmentados, con regis-tros lingüísticos pintarrajeados por lo popular bastardo, con lo fe-menino simbolizado en lo explícito y abierto del deseo. Apropiada del lugar ocupado, su escritura interroga ese orden para productivizar un desorden en la cartografía nacional. Tres Casas organizan el len-guaje de la escritura de Naciste Pintada que localiza preguntas a la poesía, a la memoria, a los lenguajes y a los modos de construir el relato. Desde esa situacionalidad Berenguer construye una escritu-ra biográfica que produce indicios, marca itinerarios, cartografías poéticas y culturales urbanas de Santiago y Valparaíso, de la calle, las plazas, la casa; de las ruinas, los escombros y las diversas for-mas de producir habitares escriturarios y culturales. El texto pro-duce un etnografía poética en un registro múltiple que trama si-multáneamente diversas procedencias y precedencias; la biografía, la crónica policial, el recado la carta, el testimonio; escrituras, todas, localizadas en un afuera de la canónica mayor de la literatura. La poeta está donde pasa lo que escribe, en el adentro y en el afuera, en lo público y lo privado como un todo inseparable, la escritura es la huella por donde la sujeto que escribe ha pasado. La poeta (mujer) pasa por lo que escribe y lo escrito ha pasado por ella, por los cuer-pos de una y de todas armando una biografía multiplicada en histo-ria social. Más allá del testimonio, la escritura es cuerpo del sujeto que se construye en la narración de los cuerpos (Brenda, la abuelita,

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Carmen, Berta, la Chinoska) en los espacios de la noche el mar y el puerto.

Magníficas son las páginas de “Casa de la Poesía” donde, en “Breve narración”, los “motivos nacionales” y “los motivos íntimos” se fusionan dentro de un mismo relato social, cultural y político, fi-jando en los años sesenta el lugar de la utopía y su pérdida:

Había una toma de la Santa Adriana. Los niños cantaban “El Zapate-rito clava, clava, clava sin cesar”. Revolución en Cuba. En el Bosco se reunían los poetas y los Veinte poemas de Amor, era la cita obligada de un muchacho enamorado, Neruda era plagiado en callejones oscuros donde se besaban las parejas furtivamente. Los pitucos bailaban chic to chic en las Brujas y en el Oasis del Barrio Alto. El Hula Hula llegó en una de esas pascuas, sosteniéndose en la cintura de avispas de las muchachas jóvenes, Paul Anka saludaba desde el balcón del Hotel Ca-rrera a las muchachas quinceañeras; fueron los primeros gritos eufóri-cos de la época, la música en inglés invadía las radios y la figura em-blemática de la moda la entregaban los noticieros de Chile Films. El centro de reunión social era el cine […]. Jorge Alessandri caminaba igual que su padre de la Moneda a la calle Phillips. Salvador Allende había perdido una candidatura. Terremoto en el Sur. Se anunciaba la llegada del sol con Eduardo Frei. Los misiles iban a Cuba. Y John Kennedy dramatizaba la situación. Llegó la tele a Chile, vimos el pri-mer hombre pisar, saltar y brincar en la luna. Fin del romanticismo na-cional (139).

El sentido de lo biográfico se da en el texto por la proliferación del Yo que habita la escritura. Lo dice Jaime Lizama (2), agudo lector de la obra de Berenguer: “cohabitar, vivir y deambular justo en el in-terregno de Plaza Italia, ha provocado que Naciste Pintada, la obra más polivalente de esta autora sea, al mismo tiempo, quizás su tex-to más biográfico. Biografía no en el sentido mimético de un texto que habla a cada momento de un yo y de sus peripecias más o me-nos ególatras, sino de una escritura que se ha hecho y construido desde un espacio físico personal y de construcciones testimoniales (50). Berenguer sabe que la realidad se fuga, lo que la inviste es el texto que la habla y esta será como el texto la construya. Berenguer sustituye la escritura de la casa burguesa (“grande” o “de campo”) por un domicilio textual, igual sea casa de pensión, de familia, casa de putas, casa de tortura, de la poesía. Es la poética de un tiempo desbordado de proyecto, asolado y desolado por la invasión neolibe-ral.

"Casa cotidiana", "Casa inmóvil" y "Casa de la poesía" resignifi-can en el texto los espacios de posicionamientos de cuerpos sociales y culturales castigados por los poderes locales y globales dominan-tes en la conjunción de la cita visionaria de Passolini, el “Nuevo po-der”.

La escritura situada en un espacio acotado (cer©ado) hace in-eludible el ingreso a un texto signado por un estatuto público que pone en crisis la tradicional oposición público/privado. La escritura asume una exclusión, un quedar fuera de comparecencia, una fija-

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ción espacial por la que produce un lugar aparte, situado en el espa-cio desde el cual la escritora habla. El primer ingreso, “Casa cotidia-na”, se realiza a través del poema mismo. Bajo el sugerente nombre de “Ruinas”, se señaliza un lugar de escritura temporalmente mar-cado por la noche de la historia latinoamericana, la que, ya sin aura romantizada, no es cualquier noche. “La noche no es la noche ideal” sino bastante diferente: “La noche de la novela triste es cuando las luces se apagan y aparecen las sombras criminales/ en las esquinas de los bares, de las casas”. Esta figuración de la noche se soporta y se remonta históricamente a una cita poética: “Chile aparece como un inmenso caballo muerto, tendido en las laderas de los Andes bajo un gran revuelo de cuervos,/ Vicente Huidobro”. Luego, se insiste en la cita: “El poeta inglés pudo decir: ‘Algo huele a podrido en Dina-marca’, pero nosotros más desgraciados que él, nos veremos obliga-dos a decir: Todo huele a podrido en Chile. Vicente Huidobro".

Si el lugar demarcado como espacio de la escritura se lee como el lugar desde donde la escritura poética inicia una constitución de lu-gar, bajo el signo del crimen, de la muerte y la podredumbre. Chile aparece como un inmenso cadáver (caballo muerto), es decir, un después, mientras las sombras del crimen aparecen en las esquinas de los bares, de las casas. Entonces, en este escenario, ¿cómo escri-bir? ¿Qué escribir en esta globalización? ¿Desde dónde? ¿Es posible escribir después de la historia reciente? En esta última pregunta re-suena la vieja cita de Theodor Adorno, ¿puede haber poesía después de Auschwitz?

La pregunta ineludible sitúa la escritura poética de Berenguer en la operación de la sustitución, en que hablar de lo biográfico, de las casas, de la ciudad y los cuerpos; en las anécdotas cotidianas y en la crónica local es estar hablando la literatura, es estar escribiendo la historia; el acto de abrir una nueva mirada de mirona protegida por la tradición que se desecha: “Esta es una imagen chascona detrás de los vidrios/ Esta imagen soy yo a través de los vidrios”. Mediada por la transparencia que la oculta, la poeta ve, la poeta vela. Desde ese lugar la escritura poética, se transforma en trazo cartográfico de una ruina moderna:

A mi derecha está el parque Bustamante […]. Al costado del parque se ha construido el edificio más alto de Chile. Es un celular gigante de la CTC. […] Entel es el Penacho KITSCH que ilumina. (Y más allá aún, donde el invento no alcanza a contarse: se parece a los barrios bajos de Los Angeles). […] La ciudad ayer parisina, antier española, tiene soca-vadamente una intención moderna de ciudad, después de la moderni-dad” (22-23).

La escritura se sitúa porfiadamente en lo más local de lo urbano, las plazas, el barrio, para reducirse en “La Casa” que como cons-trucción localizada, productiviza la metáfora del lugar que contiene el relato y la historia; ahí se sitúa e interroga el lugar de la escritura poética, en la poesía chilena. Las menciones a las plazas y cines de

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barrio, hoy mayoritariamente desaparecidos, marcan persistente-mente una voluntad escritural de localizarse, de situarse en lo pro-pio como circunstancia de una escritura que precisamente se aven-tura a interrogar la circunstancia de las referencias internas y ex-ternas como si una y otra confluyeran en un imposible. Berenguer preserva ese imposible, lo nombra, lo despliega, lo desplaza. La in-sistencia y la sustitución parecen ser las operaciones con las que elabora el sentido de su escritura.

En la escena de los ochenta, y desde los inicios de su quehacer poético, Berenguer se ha distinguido por la producción de una escri-tura que, precisamente, interroga la sorpresa que le suscita cierta perversión de lo local provocada por el “progreso,” dentro de una ur-be que funde pobreza y modernidad.

Huellas de siglo (1986) escribe la fragilización de la ciudad inva-dida en su identidad. En los horizontes de referencia de la sujeto poé-tica, la ciudad emerge como espacio de tensión, producto de la con-vergencia de sujetos y poderes signados por sus “Entremuros, Con-tramuros, Extramuros, Entreghettos, Entrejuegos”. Berenguer es-cribe una ciudad donde los espacios se han violentado: “Las identi-dades resquebrajadas se han vuelto errabundas en una ciudad que mezcla lo moderno, lo seudo moderno, en una caótica escenografía de miserias y dependencias que se develan y se encubren simultá-neamente, también por el uso de ciertos recursos lingüísticos que pertenecientes a las hablas coloquiales chilenas efectúan transpo-siciones de los significados dichos” (3).

En Naciste Pintada, Berenguer articula su propia pregunta por la poesía chilena, para sacarla del lugar oficializado en el canon masculino, lugar que no puede fijar ni espacio, ni discurso, ni utopía, ni identidad posible. La nación ya ha dejado de ser un proyecto, una utopía, un discurso. La metáfora de la casa despliega una producti-vidad de sentido en varias direcciones. La casa espacio doméstico, femenino afuera del poder público, condensa múltiples significacio-nes en su red semántica. Así, emergen referencias a los modos de habitar espacios y lenguas. La relación con la historia pasa por la casa, lugar de reclusión. En la casa de tortura se ensaya la memo-ria y la historia reciente. Berenguer la escribe desde la oralidad del testimonio de mujeres prisioneras para significar en ese gesto la re-productibilidad serializada de los cuerpos oprimidos. La casa disputa ahí el espacio significante de un signo privado y múltiple y a su paso construye un relato poético de lo chileno que sin aspirar a construir una nación propone un texto en el que se domicilian la historia de la segunda mitad del siglo XX. La escritura de lo femenino aglutina la significación de un periplo y un viaje: “Como la ciudad y el templo, la casa está en el centro del mundo, es la imagen del universo,” dicen los estudiosos de los símbolos. Al organizar un texto en torno a la fi-gura de la casa Berenguer busca un hábitat un locus donde asir su lengua. La lectura organiza una pregunta local por lo propio de la

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lengua, el texto responde: “Era una muchacha cuya posesión era haber creado una lengua sucia” (99).

La insistencia de Berenguer en la producción de lengua desde hablas particulares tiene su gesto más reciente en la reedición de tres de sus textos anteriores (Bobby Sands desfallece en el muro, 1983, Huellas de siglo, 1986 y A media asta, 1989). Bajo el sugeren-te título de “La gran hablada”, enunciado que irónicamente produce una resonancia monumental que nos es conocida en la poesía chile-na como soporte de la firma del “vate” que se arroga la representa-ción de la lengua de la tribu. El texto de Berenguer, por el contrario enfrenta el lugar difícil de la poesía como texto más duramente si-tuado en un afuera de la tribu del poder, desplegando en ello formas de interrogación al facilismo de la transparencia y la comunicabili-dad sin espesor a que acostumbra el mercado global y las proposi-ciones de lenguajes mediáticos. La escritura ve en la poesía el placer de la ilegibilidad, de lo oscuro de las figuraciones que parece inade-cuado con los mandatos del éxito, de la venta, pero además exige un lector más dispuesto y más expuesto a dejarse conducir por el len-guaje antes que por los significados, por el decir negando, ocultando, sustituyendo, inventando, repitiendo. Por eso la ironía de Berenguer al nombrar su libro más reciente como Gran Hablada legitima un modo de construir un texto en los registros de una oralidad desmem-brada, huidiza, vitalizada por el uso y el recurso al fragmento y al juego gozoso de decir por decir, de decir para no ser oída por el poder, de regocijarse en el puro ruido de los significantes.

Berenguer ha legitimado su lugar de escritora como poeta que desde los ochenta persiste en una firma que permanece en una zona fronteriza que la desaloja del margen pero que tampoco la conduce al centro. Su lugar nómade y recolector toma algo, sólo algo de la li-teratura, algo de la música popular y/o culta, mucho de la calle, y mucho de las experiencias de los sujetos de hablas descarriadas, bastardas. Berenguer se asoma a los lugares, mironea, y se va; quizás vuelva, o más bien siempre vuelve a los mismos amores, los de su lengua y su biografía, los de las hablas desastradas por el de-salmado paisaje de la cultura del consumo del mercado global que se expande y empuja los bordes cada vez más afuera. La textualidad de Berenguer reclama insistentemente un derecho anárquico a la independencia, un lugar otro al de las oficialidades, un derecho a desplazarse por la calle y por la casa, metáforas de lo cortado del poder, de lo que quedó en otra parte en esta transición que ha con-sensuado autoritariamente las formas de la ciudadanía. Berenguer señorea en el paseo peatonal. Situada en el descentrado lugar de la Plaza Italia, límite de la ciudad donde la poeta vive, mira e incursio-na en lo público, desde allí callejea, se asoma al centro, va y vuelve produce las hablas dialectales, produce su perorata de loca, de expa-triada, de pordiosera. Su flaneo chileno, así lo enuncia un poema de Huellas de siglo: “viajamos por la entrepierna de la ciudad”.

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Al pensar la producción literaria de la Transición chilena el lugar que ocupa la firma de esta poeta que se sitúa como mujer, pero no escribe poesía femenina, que se desmarca de las tradiciones poéti-cas o antipoéticas de los padres poderosos, y mucho menos se acer-ca al cultismo de alguna nueva o novísima producción, su lectura construye la cartografía de un flujo que circula fuera de los binaris-mos centro/periferia, masculino/femenino, culto/popular, para pro-ducir una multiplicidad que corta ligamentos y busca con más insis-tencia cada vez su decir en la irreductibilidad del significante, jugan-do con la materialidad de la lengua local para ocupar con su chas-queo el espacio de la poesía chilena actual.

Diamela Eltit: “Es Chile entero y a pedazos”. Re-localización de hablas minoritarias y producción de discurso crítico.

Diamela Eltit es autora de una importante y reconocida produc-ción narrativa, su obra puede ser –y ha sido– objeto de lecturas múltiples. En esta oportunidad, mi lectura estará orientada a pro-ducir el sentido de la relación de su escritura con las oralidades loca-les y la producción de discurso crítico que de ella se hace posible.

En 1989, Diamela Eltit publica El Padre mío (1989), un texto polémico, de gran productividad estética y literaria, y de particular resistencia a las clasificaciones. El Padre mío recoge en tres mo-mentos, distanciados cada uno por el curso de un año cronológico, el habla de un sujeto vagabundo, habitante de un eriazo urbano. En la presentación que antecede el texto, la autora relata la forma de su encuentro con el Padre mío, y la experiencia de su diferencia con respecto a los otros sujetos de indigencia entre los que éste tendría su comunidad. Los otros, dice, “estaban prácticamente desposeídos de lenguaje oral” , para luego agregar, "El padre mío era diferente. Su vertiginosa circular presencia lingüística no tenía principio ni fin”. Más adelante, la autora vuelve a insistir que “en cada uno de los encuentros que sostuvimos, estaba en completo estado de deli-rio”.

De más está decir que el trabajo textual de Eltit consiste en la producción del lenguaje del delirio. Habla delirante y oralidad son constitutivos del texto El padre mío; “viajando iracundo por las pa-labras” a la manera del texto beckettiano. La imagen de un sujeto que viaja por la palabra, con el poder que le otorga la contundente intensidad de la ira, viene, en esta lectura, a instalar la ira como significante que, de manera más o menos recurrente, inscribe una productividad pertinente a gran parte del texto literario de Eltit. Texto que invita, entonces, a leer la palabra de la ira.

En su ya abundante producción, Eltit materializa la productivi-dad de oralidades desmarcadas de los estatutos auspiciado por la lengua oficial de Chile, sea esta formal o informal, culta o inculta, pero sin dejar de ser por eso lenguaje que encuentra su inscripción en diversos estratos de la sociedad. Hacer referencia a oralidades en

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este texto quiere decir hacer referencia a hablas, para señalizar con ello ciertas localizaciones de sujeto. En la figura del Padre Mío, Eltit textualiza la específica particularidad de un habla que tiene su ins-cripción social y también su reclusión en el lenguaje de la medicina psiquiátrica. Ivette Malverde (4) la ha leído como habla de un esqui-zofrénico, es decir, el delirio como habla enferma parece no concernir a lo público. Así, Eltit opera su socialización localizada en el cuerpo indigente del Padre Mío, adjudicándole un plus de sentido cultural:

Después de Beckett me surgió otra imagen... Es Chile pensé. Chile en-tero y a pedazos; jirones de diarios, fragmentos de exterminio, sílabas de muerte, pausas de mentira, frases comerciales, nombres de difuntos. Es una honda crisis del lenguaje, una infección en la memoria, una desarticulación de todas las ideologías.

El texto da cuenta por cierto de la crisis del lenguaje y de las formas de representación operadas en la sociedad chilena por el trauma histórico que significó el golpe militar y posteriormente la dictadura. Padre mío registra la dificultad de narrar la experiencia que produjo la clausura de las libertades, la represión y la censura a las formaciones de lenguaje ajenas al poder, lectura que refiere a los silenciamientos y clausuras padecidas durante el tiempo del autori-tarismo.

Entre las múltiples operaciones que Eltit ha realizado en su pro-ducción narrativa (interrogaciones al género de la novela, a la lógica de la gramática, a los lugares de la autoría, a las convenciones de género literario y sexual, a la producción de significaciones conteni-distas, entre otras), quisiera, en esta lectura, detenerme en la pro-ductividad que la producción de hablas adquiere en sus textos, como forma de interrogar, por una parte, la prepotencia de los lenguajes instituidos y sus implantaciones de poder/saber en las formaciones sociales. Por otra parte, deseo realizar el ejercicio de construir una política de lectura que re-localiza los lenguajes en los que esta auto-ra insiste, como una forma de productiva resistencia frente a la centralidad del poder y al presentismo de lo global, que transforma toda otra forma del tiempo en olvido y todo espacio local en ruina y desecho.

En lo extenso de su trayectoria, la obra de Eltit posibilita reali-zar una lectura de la producción particularizada de hablas. Esto se constituye como enunciado de un pensamiento cultural de levanta-mientos locales frente a los arrasamientos con que lo global irrumpe e interrumpe las luchas por ciertas continuidades de la historia y de las memorias sociales y culturales, tanto mediante las tecnologías de las comunicaciones como vía las exclusiones de lo público de esos cuerpos parlantes. Digo parlantes en el sentido más estridente que se pudiera otorgar a ese significante; estridencia de voces social-mente destempladas, discordantes, ruidosas y molestas, hablas que explicitan la amenaza que implica cualquier forma de "caotización" de las regulaciones y mecanismos de control, pero que además es-

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cenifican sujetos disruptores de la norma; sujetos que, en suma, se vuelven resistentes a los controles de funcionamiento en los espa-cios globalizados.

La re-localización de hablas, en tanto proposición de lectura, opera consistentemente como modo de sostener el registro de la ora-lidad al interior de un proyecto de escritura cuya organización simbólica tiene una proliferación de sentido más amplia, pero que se vuelve inasible a cualquier lectura que busque producir un sistema de significación totalizante en su escritura.

El Padre mío quizás signifique uno de los productos de máxima provocación en la escritura de Eltit en este propósito suyo de produ-cir una marginalidad privada de acceso a las formaciones de poder, poder que, sin embargo, la escritura escenifica al constituirla en len-guaje público. Esta política escritural se hace productiva en la in-terrogación que allí se ejerce a las formas como los sujetos se cons-tituyen en la sociedad actual. Eltit responde con una operación de producción de significación a través de la producción de hablas y sus efectos como lenguaje.

El gesto estético-político con el que Eltit organiza un itinerario que va del habla al lenguaje puede leerse desde sus primeras nove-las. Pienso en la estrategia que produce y legitima el “cagüin” de mujeres, como oralidad politizada en la producción de estrategias femeninas de confusión y desvío, cuestión que, por ejemplo, en Por la Patria (1985) está al servicio de organizar la avanzada marginal hacia la ciudad tomada por el poder totalitario. Al final de la novela, la pluralización de las hablas “libertas” de La Rucia, Berta y Flora se hace verosímil mediante la ocupación del espacio social con la arenga que da reconocimiento a los lenguajes excluidos de la cultura dominante: “Se levanta el coa, el lunfardo, el giria, el pachuco, al caló, caliche slang, calao, replana. El argot se dispara y yo”. La épi-ca de la marginalidad, que Por la Patria construye, adquiere una productividad al pasar por la carnavalización de los lenguajes, lo que se escenifica a través del tráfico singularizado de las hablas margi-nales. Similar operación se despliega en Los vigilantes (1994), donde tanto la producción de habla de la madre vigilada y de la falta de habla del hijo hace productivo el gesto análogo de producción de len-guaje. En particular, el hijo, “tonto” y castrado (con reminiscencias faulknerianas), y recluido en las marcas del padre, enuncia: “mi cuerpo habla, mi boca está adormilada”. Esta falta de habla está inscrita dentro de la exclusión corporal que, anterior a toda produc-ción significante, porta el habla del idiota: “Ah si hablara. miren cómo sería si yo por fin hablara”; luego, insiste: “me voy lejos pen-sando algunas palabras para mi boca que no habla”. Por su parte, la escritura de la madre, bajo sometimiento del padre, escribe el habla de esa falta de habla, –más que del habla de la mujer. Especí-fica, y con la misma voluntad política, el habla de la madre relocali-za lo particular de un habla avasallada por la fagocitación de los

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discursos de saberes oficiales que han cautelado el lugar cultural de esa función social, sean científicos, sociales, o morales.

En este sentido, en Los trabajadores de la muerte (1998), la construcción de lo materno, como marginalidad poderosa, opera a partir de la productividad del habla, la cual enuncia la fuerza del de-seo de venganza. Su densidad material cobra su mayor intensidad en el habla del hijo: “Afilada daga de tu madre”; éste, a su vez, cons-tituye producto de ese deseo. La metáfora del filo –de la lengua y de la daga– tiene en este enunciado la doble productividad de ser, en ambos casos, instrumento de muerte real o simbólica. Es el doble filo de la lengua como daga y de la daga como lengua, cita de la tra-gedia griega que Eltit inscribe ya en el acto de la concepción. Esto, con la irrupción de la venganza de la mujer, interrumpe el orden del poder y del discurso familiar. La madre, símbolo de una memoria vi-viente, “permanece viva sólo para recordar” y recupera en ello un antiguo poder. Por su parte, el hijo produce de forma similar, pero en otro registro que el de El Padre mío, el habla de la psicosis masculi-na, la que, tramada en la red semiótica de la triangulación familiar, confirma una vez más la voluntad política de una escritura cuyo discursividad crítica pasa por la operación de agenciamiento del habla en lenguaje. Las hablas recluidas en lo privado, fuera del po-der hegemonizado por los lenguajes institucionales, adquieren en el texto literario el poder semántico de producción de marcas de signi-ficación que burlan mandatos y controles de acceso a las circulacio-nes discursivas, abriendo nuevos tránsitos políticos para aquellos lenguajes no ordenados desde las jerarquías verbales.

Las referencias textuales podrían multiplicarse, imposible darle lugar a todas en este texto, pero por una afición personal no puedo dejar de mencionar el cuento "Consagradas", género secundario en la producción de la autora. En este texto, dos mujeres, una madre y una hija, hablan según un registro lingüístico que enuncia una doble exclusión, un doble posicionamiento minoritario, a causa de su habla popular y de una especularidad clausurada en el adentro del lengua-je de la casa: “mi madre me ladra” dice la hija, o anonadada frente al no saber que esperar, escucha un “espérate no más”. Se registran así giros lingüísticos populares y campesinos que la centralidad ur-bana ha ido excluyendo de la modernidad y desechando del trámite social. El habla de la madre “desastra” (en lenguaje popular, metá-fora de la violación) a la hija, para luego reclamarle, “andas toda de-sastrada”. Estos giros domésticos y locales enuncian una densa red de significaciones, ligadas al posicionamiento socio-cultural de las construcciones subjetivas que Eltit, con coherencia estética, ha trabajado y sostenido en su producción literaria. He señalado estos pocos ejemplos, entre los muchos posibles, para señalar que una poética de la oralidad recorre el texto de Eltit como una política es-critural que localiza registros de voces territorializadas mayorita-riamente en la economía de intercambios privados. Eltit produce voces, hablas que, al ser constituyentes del espacio literario, ingre-

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san a lo público, inscribiendo la producción de una heterogeneidad de lenguajes (y sujetos) sociales vueltos incontrolables para el tejido del poder.

La producción de lenguaje popular con que suplementariamente carga las hablas de las reclusiones, sociales o mentales, opera, a mi entender, una política de resistencia estratégica. Eltit produce per-sistentemente una re-localización de hablas, enunciando el efecto de un arrasamiento padecido por el lenguaje, producto de sucesivas formas de implantamiento de poder a través de los mandatos a cier-tas normativas de uso y a la exclusión de otras. Si antes fue la im-plantación de una lengua extranjera y luego la lengua del totalita-rismo político, hoy son las invasiones mercadistas y comunicaciona-les de lo globalizado y de las tecnologías del habla.

El gesto de Eltit ejerce una conmoción cultural allí, en la mate-rialidad de la lengua al interrogar los supuestos éticos y estéticos de un sistema que aparenta una limpieza pública y una estabilidad so-cial que se oculta tras los propios ocultamientos del lenguaje. La propia autora lo ha declarado como una política persistente en la producción de sentidos de su obra: “quizás deposito mi único gesto posible de rebelión política, de rebeldía social al poner una escritura en algo refractaria a la comodidad, a los signos confortables”.

En Chile lo popular de la lengua y de los sujetos, ha sido siempre un signo de incomodidad para el poder, especialmente si su inscrip-ción pública es operada por la mediación del lugar del saber literario. Eltit, en su literatura, hace proliferar esa incomodidad, al interior de ese campo de poder.

Las lecturas más diseminadas de la refracción de la escritura de Eltit a los ordenes dominantes han estado orientadas a describir su función primordial en la producción de respuestas a las políticas de la “regimentación del decir” (5), las cuales, en los años de dictadura, normaron uniformemente la sociedad chilena. Sin embargo, en su producción posterior a la dictadura, percibo un mismo gesto de in-sistencia, el que puede tener un sentido más profundo que la res-puesta a esa contingencia histórica. Sin pretender destituir esas lecturas, busco intensificar y ampliar el sentido cultural de esta operación, como posicionamiento político permanente de resistencia a la práctica de la exclusión con que las sociedades latinoamerica-nas han administrado su asimilación a lo central. El excedente esté-tico –y de estilo– con que opera Eltit tiene, en este sentido, una sig-nificación que, más allá de las contingencias políticas, desbarata al-go que tiene un origen más antiguo en el tramado cultural de un con-tinente que fue colonizado desde el lenguaje. Este proceso coloniza-dor implicó el ejercicio recurrente de una política de sustitución de las hablas locales y de destitución de los signos propios de su cultu-ra, para así implantar la ley de la lengua de la clase blanca y su or-den. Es evidente que esta lengua aún rige los ordenamientos de lo público a través de la conservación de paisajes recintos de lenguaje reservados a poderes disciplinarios académicos, comerciales o socio-

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políticos, codificados por ideologías que, aunque en pugna, revelan una misma lógica de dominio por la palabra.

La escritura de Eltit se ubica frente al dominio simbólico en un lugar de resistencia, al construir mundos donde la ocupación del es-pacio narrativo se opera más por la productividad de hablas des-prestigiadas, perdidas, bastardas, y no tanto por la producción de personajes en el sentido común de esta operación literaria. En su narrativa, sujetos innominados, aislados y desconectados de las re-des sociales, re-localizan los lenguaje de una temporalidad otra, dife-renciada del curso de la historia oficial. Intento leer la re-localización de hablas en Eltit como forma de construcción de un itinerario polí-tico capaz de sostener una hipótesis: que la producción de lenguaje se yergue como formación política eficaz en la constitución del suje-to social, y en el enfrentamiento a los poderes dominantes. De esa manera, creo leer la afirmación de Foucault que dice que el hombre “además de un animal viviente es una existencia política”, siendo la política el lugar donde se cursa el intercambio del poder mediante el lenguaje. Giorgio Agamben, por su parte, se refiere al lenguaje públi-co como un tránsito hacia el poder: “No es pues un azar que un pa-saje de la política sitúe el lugar propio de la polis en el paso de la voz al lenguaje”. Lo reafirma en la cita a Aristóteles: “sólo el hombre en-tre los vivientes posee el lenguaje”. La voz es signo del dolor y del placer y, por eso, la tienen también el resto de los vivientes (su na-turaleza ha llegado, en efecto, hasta la sensación del dolor y el pla-cer y a transmitírselas unos a otros), pero el lenguaje existe para manifestar lo inconveniente y lo conveniente, así como lo justo y lo injusto. Y es propio de los hombres, con respecto a los demás vivien-tes, el tener sólo ellos el sentido del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto y de las demás cosas del mismo género, y la comunidad de estas cosas es la que constituye la casa y la ciudad. El paso de lo privado a lo público está marcado por la propiedad o no de un len-guaje.

Hacer públicas las hablas de voces "deprivadas", es decir, cons-tituir con ellas lenguaje, estatuir en la escritura su valor de uso, jun-to con producir legitimidades culturales de hablas y de cuerpos in-audibles, constituye una de las mayores insistencias en sus textos.

La literariedad que Eltit trabaja escribe un pronunciamiento lo-cal, en la re-localización pública de hablas populares, sean éstas familiares o sociales, clausuradas en el adentro o excluidas en la va-gancia urbana, situadas en identidades femeninas o en cuerpos masculinos.

La construcción de uno de los soportes de su escritura a partir de la producción de hablas populares inscribe, en la actualidad, un ges-to de resistencia a la globalización de los lenguajes y a la hegemonía de la comunicabilidad sostenida por las políticas de la información, de la claridad y de la constitución de narrativas fácilmente traduci-bles a la uniformidad de la lengua del mercado global.

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Ha sido la lectura de la última novela de Eltit, Mano de Obra (2002), el texto que, en la producción de violencia significante, hace imperativa esta hipótesis cuando deposita justamente ahí, en el problema del lenguaje, su más certera crítica a la forma de implan-tación política del poder de la sociedad neoliberal. La novela produce la situación de sobreexplotación del sujeto, donde las formas actua-les de ejercicio de bio-poder se extreman hasta desarticularlo de toda relación comunitaria (privada o pública), hasta aislarlo en un en-mudecido ensimismamiento que lo despoja de potencia política pro-ducto de la despotenciación de su habla.

La novela produce el sujeto de la mano de obra, símbolo de una regresión post-laboral y un desamparo social. Abstraído en su que-hacer, reproducido en serie, el empleado del “supermercado” se constituye asolado y doblemente enmudecido en el habla de la inte-rioridad o en el exabrupto ineficaz. Mano de obra es una novela chi-lena localizada en la memoria del discurso obrero público y en la particularidad del lenguaje soez. Cada uno de los capítulos (episo-dios) se introduce con el nombre de periódicos (órganos de lenguaje de las luchas sociales) que documentan el itinerario de ascenso de las clases trabajadoras en Chile (“Verba Roja, Santiago, 1918”; “Luz y Vida, Antofagasta, 1919”; “Nueva Era Valparaíso, 1925”). El gesto político que Eltit ejerce, en la primera parte, consiste en es-cribir la discontinuidad de la historia social, la disolución de una cla-se, el desmantelamiento de su discurso. El relato se vuelve expre-sión de una recurrencia desesperanzada, escenificando un no sujeto público, su suspensión radical como parte de un proyecto represen-tacional de comunidad.

En la segunda parte, “Puro Chile (1970)”, nombre del último pe-riódico obrero antes del golpe militar de 1973, el enfático despliegue de una expresividad incontinente, sin poder de interlocución, opera como catarsis. La pérdida de lenguaje y, por lo tanto, la imposibili-dad de discurso público, se expresa en el recurso a la grosería, signo de una inmolación social, significada en el decir de un lenguaje va-ciado de sentido.

Eltit trabaja con rigor los efectos de la bio-política, es decir, de la brutal forma de penetración del poder en los cuerpos y en las vidas de las personas, en la época del “nuevo poder” y sus mecanismos (in)visibles de control. La novela Mano de obra trabaja un nuevo su-jeto (des)socializado en la pérdida del lenguaje. Sin habla, sin discur-so público, el trabajador pierde su estatuto social de sujeto, se transforma sólo en mano de obra, en esclavitud. Parodia de sujeto, el sujeto fuera del lenguaje emerge a partir de la pérdida de su arti-culación como clase dentro de la globalizada economía neoliberal.

La pregunta por lo local que esta lectura intenta productivizar lee en Eltit la revelación una amenaza que tiene lugar en el lenguaje, amenaza que toca el cuerpo social en su más radical posibilidad de ejercer una práctica política.

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La narrativa de Eltit ejerce la defensa de una irrestricta zona de lenguaje, en vías de desaparición a causa del arrasamiento global con que opera la economía del mercado. Esta defensa se escenifica, por una parte, en la producción de las hablas minoritarias y, por otra, en el efecto de desocialización del sujeto producto de la brutal disolución de lo particular de su lenguaje, siendo el lenguaje el que construye la clase, la pertenencia comunitaria y los códigos de arti-culación de una resistencia política.

En Mano de obra, Eltit escenifica el desecho de sujeto que es el sujeto sin lenguaje, un producto de la sociedad neoliberal, donde sin habla, sin clase, sin nombre, se halla vencido por el sistema: pura mano de obra sin discurso social. El tejido social se deshace y se rin-de al orden del “Nuevo poder” que penetra en los cuerpos hasta de-jarlos sin habla. La más actual alerta de la escritura de Eltit es pro-ducir la parodia de sujeto que es el sujeto sin lenguaje, deslenguado, el sujeto desocializado por la expoliación de su lenguaje. Sin respues-tas políticas articuladas en lenguaje público, situado en la polis, el exabrupto, la grosería, la chuchada chilena, emergen como único re-siduo (in)eficaz frente a las retóricas ideológicas: las sustituye.

Mano de obra instala el sujeto de una crisis política, sujeto de la falta de proyecto político, inmovilizado entre la retención de un habla interior y solitaria y el flujo incontinente de la máxima exte-rioridad que es la grosería, la cual ya no requiere de interlocutor. Su escritura produce un sujeto que no interpela sino que, en la lectura, apela a hacerse cargo de un sujeto en desborde mediante la violen-cia verbal. La productividad de su escenificación tiene un rendimien-to político, haciendo operar la memoria social de un sujeto popular que, en las afueras de las comunicaciones oficiales, despliega forma-ciones de poder imposibles de ser absorbidas por lo dominante. Julio Ramos, en su lectura de El infarto del alma (1994), apela a la com-prensión de la vagancia como forma de validar los recorridos no fijos con que se constituyen las hablas excluidas. Su vagancia es su es-trategia de inasibilidad por el poder: “¿Dónde, pues, detienen su tránsito y encuentran albergue las palabras, los nombres que evoca un loco? ¿Para qué habríamos de albergarlas, detenerlas y aliviarlas de su fulgor? Su errancia multiplica ciertamente las perplejidades” (Ramos 7).

A modo de conclusión

La detención de las hablas fugitivas, vagabundas, sin colocación en el sistema de los lenguajes instituidos, se hace productiva al ejer-cer una re-localización de la lengua popular, que Eltit nombra como “Chile, entero y a pedazos” y que Berenguer ha señalado como “Gran Hablada”. En ambos casos, la productividad de multiplicida-des que se yerguen en resistencia a la uniformidad de lo global, que no se dejan reducir y que sigue inventando el mundo, los mundos que los sujetos habitan en las provocaciones de la oralidad, como flujo

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que altera el orden (sintáctico, semántico), tiene un rendimiento es-tratégico a partir de la ambigüedad, del enmascaramiento que mu-da, que cambia de lugar, que persiste en los recursos de la interrup-ción, del corte y el giro abrupto, que trabaja con la alteración que produce el tono que baja y sube para molestar a la audiencia. Habla que da acogida al murmullo, al pelambre y la habladuría, la oralidad se hace difícil de regimentar y, también, de traducir: es local y es fu-gaz, y, por tanto, resiste la lógica de lo dominante y su recurso a la regla y al reglamento escrito y legalizado.

Al otorgarles estatuto de lenguaje en la escritura, las hablas habladas modifican su lugar de exclusión mediante la representati-vidad cultural con que las inviste lo literario, en el sentido en que Agamben habla del lenguaje como incursión en la vida de la polis, en la política y, por lo tanto, como formación estratégica con respecto a otras formaciones de poder. Este hálito de resistencia en la escri-tura se constituye como finta al poder editorial; a través de dicho desvío, se cuela para relocalizar y otorgarles a sus hablas estatuto de lengua pública, capaz de ocupar la polis con una carga simbólica que viene de otra parte, del afuera de cualquier bando, de cualquier banda, de cualquier ordenanza.

Retornando a la inicial pregunta por lo local y los lenguajes lite-rarios vuelvo al decir de Pier Paolo Passolini, quien padeció la expe-riencia de la pérdida de lo local producto de “la culturización del ‘Nuevo Poder’ de la sociedad de consumo, el poder más centralista y por tanto más fascista en esencia que recuerda la historia” (Escritos corsarios).

El posicionamiento de estas escritoras coincide con una concep-ción de productoras de pensamiento que a través de la literatura otorgan a la escritura localizada la facultad de convertir la escritura en intérprete, en el trámite de algunos otros. En la particular dife-rencia de sus escrituras, tanto Eltit como Berenguer, han construi-do ese lugar cultural para sus textos.

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