“campo de batalla somos”: saberes en conflicto y...

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REVISTA DE CRÍTICA LITERARIA LATINOAMERICANA Año XXXVI, N o 72. Lima-Boston, 2 do semestre de 2010, pp. 369-391 “CAMPO DE BATALLA SOMOS”: SABERES EN CONFLICTO Y TRANSGRESIONES BARROCAS EN E L PEZ DE ORO Juan Carlos Galdo Texas A&M University Resumen El presente artículo aborda el estudio de El pez de oro (1957), de Gamaliel Churata, desde una perspectiva que intenta dar cabida a sus elementos hete- rogéneos. El texto de Churata es elocuente en su denuncia del colonialismo; sin embargo, en vista de su complejidad, presenta una serie de retos de interpre- tación. Una posible entrada, que se explora en estas páginas, va más allá de sus conexiones con el pensamiento religioso andino, el indigenismo y las van- guardias, y vincula El pez de oro con la producción cultural del barroco latino- americano. Palabras clave: Gamaliel Churata, indigenismo, barroco americano, heterogenei- dad, literatura peruana. Abstract This article tackles the study of El pez de oro (1957), by Gamaliel Churata, from a perspective that strives to take into account its heterogeneous elements. Churata’s text is eloquent in its denunciation of colonialism; yet, its complexity presents a series of challenges to interpretation. A possible route, which is ex- plored here, goes beyond its connections with Andean religious thought, indi- genismo and the avant-garde, and links El pez de oro with the Latin American Baroque cultural production. Keywords: Gamaliel Churata, indigenismo, Latin American Baroque, heteroge- neous literature, Peruvian literature. Libro excesivo, de culto, objeto de recientes revaloraciones a raíz de la celebración de los 50 años de su publicación, El pez de oro (1957) continúa siendo un texto desconocido no sólo por la inmen- sa mayoría de lectores, sino también por buena parte de la crítica especializada. Su autor, Gamaliel Churata (seudónimo de Arturo Pe- ralta: Arequipa, 1897-Lima, 1969), cobró fama por haber estado a la cabeza del grupo Orkopata, colectivo artístico puneño de inspiración

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REVISTA DE CRÍTICA LITERARIA LATINOAMERICANA Año XXXVI, No 72. Lima-Boston, 2do semestre de 2010, pp. 369-391

“CAMPO DE BATALLA SOMOS”: SABERES EN CONFLICTO

Y TRANSGRESIONES BARROCAS EN EL PEZ DE ORO

Juan Carlos Galdo Texas A&M University

Resumen

El presente artículo aborda el estudio de El pez de oro (1957), de Gamaliel Churata, desde una perspectiva que intenta dar cabida a sus elementos hete-rogéneos. El texto de Churata es elocuente en su denuncia del colonialismo; sin embargo, en vista de su complejidad, presenta una serie de retos de interpre-tación. Una posible entrada, que se explora en estas páginas, va más allá de sus conexiones con el pensamiento religioso andino, el indigenismo y las van-guardias, y vincula El pez de oro con la producción cultural del barroco latino-americano. Palabras clave: Gamaliel Churata, indigenismo, barroco americano, heterogenei-dad, literatura peruana.

Abstract This article tackles the study of El pez de oro (1957), by Gamaliel Churata, from a perspective that strives to take into account its heterogeneous elements. Churata’s text is eloquent in its denunciation of colonialism; yet, its complexity presents a series of challenges to interpretation. A possible route, which is ex-plored here, goes beyond its connections with Andean religious thought, indi-genismo and the avant-garde, and links El pez de oro with the Latin American Baroque cultural production. Keywords: Gamaliel Churata, indigenismo, Latin American Baroque, heteroge-neous literature, Peruvian literature.

Libro excesivo, de culto, objeto de recientes revaloraciones a raíz

de la celebración de los 50 años de su publicación, El pez de oro (1957) continúa siendo un texto desconocido no sólo por la inmen-sa mayoría de lectores, sino también por buena parte de la crítica especializada. Su autor, Gamaliel Churata (seudónimo de Arturo Pe-ralta: Arequipa, 1897-Lima, 1969), cobró fama por haber estado a la cabeza del grupo Orkopata, colectivo artístico puneño de inspiración

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vanguardista que publicó entre los años de 1926 y 1930 el ya legen-dario Boletín Titikaka. Poco después, Churata se establece en Bolivia, donde participa activamente en la vida intelectual de ese país y don-de en un lapso de tres décadas completaría El pez de oro.

¿Qué es El pez de oro? El libro se propone como una indagación, una inmersión en la epistemología andina y ocupa un lugar singular en la genealogía de contradiscursos erigidos en América Latina des-de la Conquista. Ciertamente para Churata “la historia no comienza en Grecia” (Mignolo, “Herencias coloniales y teorías postcolonia-les” 16), ni tampoco subordina el conocimiento y los modos de re-presentación indígenas a otros de procedencia europea1. Por el con-trario, la tesis de Churata consiste en demostrar que la cultura andi-na se adelanta y supera en todos los ámbitos a la civilización occi-dental. De origen más antiguo que las grandes civilizaciones de la antigüedad clásica –para fundamentar esta afirmación Churata hace eco de las especulaciones sobre la perdida Atlántida y rastrea hasta allí la procedencia de los incas–, la sociedad del Tahuantinsuyo se eleva como un modelo alternativo de alcances universales. Es claro que en El pez de oro se articula una respuesta al pensamiento euro-centrista y a la realidad de dominación postcolonial; aun así la origi-nalidad de Churata no radica en su tesis que, bajo el influjo de Spengler y su tan famosa como influyente idea de “la decadencia de Occidente”, haría suya la corriente indigenista. La originalidad de Churata consiste en los pasos que da, en las fuentes de las que abre-va, en la estructura que forja para arribar a esta conclusión. Para ello, provisto de un conocimiento tan enciclopédico como hete-rogéneo, se pasa revista a un vastísimo material que comprende una serie de saberes acumulados hasta ese momento en la historia de Oriente y Occidente. La forma del texto es entonces, como el pez mismo, de naturaleza anfibia y asume consecutiva o simultáneamen-te las características de un tratado filosófico o teológico, de una obra dramática, de un poema épico, de un ensayo científico o de

1 La cita de Mignolo no está en relación directa con la obra de Churata, pe-ro sí es pertinente en función de la resistencia epistémica anticolonial que pro-pugna la obra del escritor andino. Existe también en Churata una afinidad con los planteamientos de la “filosofía de la liberación” de Enrique Dussel. Como la del filósofo argentino, la obra del escritor peruano “tiene conciencia expresa de su periferidad y exclusión, pero al mismo tiempo tiene una pretensión de mun-dialidad” (Dussel 71).

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una teogonía, de una crónica o de un diario íntimo. Texto proteico, enciclopédico, que desafía cualquier clasificación genérica, está es-crito en un castellano arcaizante con un fuerte componente aimara y quechua, en el que tan pronto se pasa del registro épico al balbuceo místico, de la primera a la tercera persona gramatical, de un narra-dor a otro, de un género a otro, de una lengua a otra2.

En vista de la amplitud de registros, a mi juicio resulta insufi-ciente leer El pez de oro como un texto que en lo fundamental con-tinúa el “indigenismo de vanguardia” propulsado en los años 20 por el grupo Orkopata a través del Boletín Titikaka (como es insuficiente leer al Vallejo de Poemas humanos en el vanguardismo, o confinar a Arguedas en el [neo]indigenismo). Naturalmente, esto no significa que Churata haya perdido el impulso trasgresor inicial y aún son palpables varios de los procedimientos que lo emparentan con una poética vanguardista, que guarda afinidad sobre todo con la de los modernistas brasileños. La misma poética del exceso seguirá rigien-do su obra, sin embargo ésta ahora se manifestará tanto por sus neologismos como por sus anacronismos, tanto por su irracionalis-mo como por su erudición escolástica, y menos por la apuesta por lo nuevo que por su inmersión en un pasado mítico que reelabora y coloca en el centro de su literatura. En El pez de oro está ausente esa celebración de la modernidad que caracterizó al Boletín Titikaka (Vich 321), y los cambios que se reclaman son mucho más radicales que las meras reformas ortográficas que el propio Churata alentó en las páginas del Boletín.

En medio de la complejidad estructural y semántica anterior-mente aludida, hay a lo largo del texto, sin embargo, una insistencia reiterada en la indivisible unidad del ser, una insistencia que contri-buye a sostener la tensión dramática del texto y que podría resumir-se en una frase como la siguiente: “En mi caos está coagulando el oro” (57). Como en Rousseau, el modelo de esta unidad hay que encontrarlo en la Naturaleza y uno de los lemas de El pez de oro es el de la unidad en la totalidad. En contraste con Europa, América se concibe como el territorio de lo orgánico, mientras aquella es el rei-

2 “Obra transgenérica” (146), la llama Helena Usandizaga, mientras que en opinión de Ricardo González Vigil, su autor “es un escritor sumamente com-plejo y heteróclito, difícil de clasificar, [que] compartió la actitud de Mariátegui de fusionar revolución, vanguardia y proyecto nacional” (242).

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no de lo artificial en el que preside la máquina (“y ya nada tienen qué hacer, puesto todo lo hace su Vicario: la máquina” [198], se lee en el texto junto con otros pasajes de similar modulación antimo-derna). Lo que hace Churata, como lo hicieron una buena parte de los escritores e intelectuales indigenistas, es invertir en su discurso los términos del sistema valorativo. Así, Europa deviene en el locus de la barbarie, y en un esquema donde lo racional se opone a lo ins-tintivo, el indio se convierte en el salvaguarda de este último domi-nio que a su vez se eleva al rango de auténtica cultura que ha per-manecido viva entre los comuneros indígenas bajo la forma de una “moral” del instinto (89) o conciencia instintiva.

Todos los mitos y leyendas de El pez de oro inciden en lo mismo: hay que leer en los caracteres del libro de la Naturaleza. El mismo Churata denuncia la falencia de un registro letrado que hubiera po-sibilitado la conservación y desarrollo de una cultura autónoma en lenguas vernáculas (en indio). ¿Dónde buscar este conocimiento en-tonces más allá de una moral del instinto? ¿Desde dónde partir a fal-ta de un registro letrado? La respuesta hay que buscarla en los mitos: “Se me ocurre el mito materia sinfónica de pueblo”, escribe Churata en el Khori-Khellkhata-Khori-Challwa (letras de oro de EL PEZ DE ORO, en aymara), “y que allí donde hacinan necesidades con voluntad melódica, pronto la creatura toma carnatura de timbal y retiñe y anda. Eso El PEZ DE ORO en el plasma unigénito” (135). Churata es entre otras cosas un indigenista sui generis porque se aleja radicalmente de los modelos privilegiados por las narrativas indigenistas (la ficción de denuncia social de origen naturalista y/o realista, o el ensayo indigenista a lo Valcárcel o Uriel García), o por la poesía nativista al uso hasta muy entrado el siglo XX. El autor de El pez de oro no es un paisajista3, no se limita a “citar” mitos y leyen-das, como lo hacen, por ejemplo, Alcides Arguedas en Raza de bronce o Ciro Alegría en El mundo es ancho y ajeno. Más bien los incorpora y los recrea de manera similar a como lo hacen Miguel Ángel Asturias, José María Arguedas o Augusto Roa Bastos, es decir, aquellos es-critores que asimilaron las innovaciones técnicas –sobre todo las

3 En la certera definición de Leopoldo Alas “Clarín”, “el escritor paisajista

es el que ve en la naturaleza el panorama y también el modelo de la retórica” (60). Así por ejemplo, para Clarín, José María Pereda es un escritor paisajista mientras que Galdós no lo es.

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provenientes de las vanguardias, tanto en poesía como en prosa– a estructuras de pensamiento nativas, y a los que Ángel Rama llamó escritores-transculturadores (véase Bosshard 532).

“Ya no se puede, ni se debe, considerar a América problema político, geográfico o comercial solamente. El suyo antes de todo es un problema del SER” (31), se lee en la “Homilia del Khori Chall-wa”, el capítulo introductorio donde a modo de obertura se expo-nen los temas generales que se desarrollan de distinta manera a lo largo del texto. Es una formulación que hace recordar aquella otra famosa de Mariátegui acerca de que el problema del indio es uno eminentemente económico y no cultural o racial, como hasta enton-ces se argumentaba. Churata le da un giro ontológico, lo que no sig-nifica que al mismo tiempo desdeñe cualquier consideración históri-ca4. Se trata más bien de una cuestión de énfasis y de modelos de interpretación distintos. Así, por ejemplo, empieza notando que la retórica nativista de quienes encabezaron la Independencia (los líde-res criollos o castizos, como los llama él) no oculta su fondo hispa-no al punto de que compara a Bolívar con el Cid, y declara que la obra de las Casas y la gesta revolucionaria de Túpac Amaru no tu-vieron continuadores (31-32). Lo que ha primado es el “hispanoa-mericanismo” o “arechismo”5, que se opone al legado del Tahuan-tinsuyo, y por eso Churata analoga la Independencia americana con la Conquista (al respecto hay que recordar que muchos de los dere-chos adquiridos por la nación indígena durante el periodo de la Co-lonia se desvanecieron con el advenimiento de la República). ¿Dónde deben buscarse las bases de este nuevo y al mismo tiempo arcaico imaginario nacional?: la respuesta nuevamente está en los mitos (33), los mismos que funcionan como un Archivo que no sólo almacena conocimiento, sino también, y esto es lo más impor-tante, que produce conocimiento. Veamos algunos ejemplos.

En “Pueblos de piedra” se recrean una serie de mitos y leyendas que a manera de cuadros o “estampas” ilustran la tesis central del libro. Lo esencial, nos dirán estas leyendas una y otra vez, está en lo antiguo. Los animales y los seres míticos proveen modelos de con-

4 Para las semejanzas entre Churata y Mariátegui, véase González Vigil. 5 Término derivado del nombre del visitador José de Areche, quien imple-

mentó una serie de medidas en desmedro de la población indígena y ordenó la ejecución de Túpac Amaru en 1781.

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ducta, valores o anti-valores inspirados en un ethos que se ha conser-vado en la cultura popular mestiza y en la población indígena. Así el Runa wayna o Antiguo ejemplifica los valores de la intuición y el irracionalismo que vive en un perpetuo estar, por lo que el Runa wayna (hombre joven en quechua) es simultáneamente el “hombre nuevo”. Entre los animales, el llamo es un modelo de lubricidad, es decir de fecundidad, el Anu o perro, lo es de fidelidad, mientras que en el Koo-khena, un humano con cabeza de llamo, se funden am-bos: “es la fuerza fértil, pero que no debe ser gobernada por la ca-beza; que es la madre de la crueldad inútil” (208). Un ser como el Waksallu, que a diferencia del resto de los seres de la creación no acude a tiempo al llamado de Wirakocha, será por mandato de éste “el único pájaro del Titikaka que permanezca solo” (197). El Waksa-llu es equiparado al “sabio”, a aquel que renunciando a su parte animal únicamente cuenta con “la sabiduría de la cabeza”, lo cual lo condena a la soledad, a la esterilidad. Es decir, como representante de la racionalidad cartesiana queda fuera de las normas de sociabili-dad y reciprocidad del mundo andino. Su soledad, a diferencia de la del Khori-Challwa, no será genésica.

“Pachamama” es un retablo en el que se evocan escenas domés-ticas de un mundo armónico que se desenvuelve a la vera protectora del Titicaca. La Pachamama encarna en la lavandera que dialoga con el Khori-Puma, en la hilandera que le transmite el mandato de crear: “El que sabe hilar / tiene la fuerza (153), le dice en un Harawi. Las metáforas son maternales; de plenitud, de fecundidad, de música. Aquí, en este “Tawantinsuyo fluyente” (151), el ser humano encuen-tra su morada perenne, y es ella, la Pachamama, quien le transmite su fecundidad: “Madre me ordenó henchir el santo germen del si-lencio” (155). En posesión de este silencio el Khori-Puma se eleva por los astros (recuerda al viaje de Altazor, sólo que éste no ascien-de, sino que cae) y dialoga con el Khawra-ñaira –ojos del llamo, como se conoce en aymara a la constelación del Centauro–. No hay vértigo en este viaje, no hay apremio, puesto que “el orden tiene otro origen que la necesidad” (159). Finalmente en su periplo se en-cuentra con Colón, cuya presencia enmarca el relato de la Pacha-mama. Mediante uno de sus típicos procedimientos de inversión se sostiene que Colón “fue el descubierto”, puesto que llega a una civi-lización más antigua, que se origina en la perdida Atlántida. La Pa-chamama permite que Colón se encuentre con ella y que así el inva-

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sor tenga la oportunidad de descubrirse a sí mismo. De tal modo cobra sentido la cita de éste que sirve de epígrafe al capítulo: “creen que vine del cielo”.

En “Españoladas” (uno de los más breves de los retablos), el elemento dramático, teatral, se manifiesta claramente, puesto que el grueso de la sección consiste en diálogos en los que en clave didác-tica se escenifica la lucha interior en la que se debate el mestizo, en-carnado en la figura del Khori Puma, entre su parte española, sim-bolizada en la figura del Diablo, y su herencia indígena. Lo español –“lo que no es español no es nada” (174), dice la voz del diablo-español– ha ejercido su dominio basado en el poder militar y sobre todo en el poder letrado. Lo español es de ascendencia cainita (lo “cárneo” español) mientras que lo indígena, como lo estuvo Abel, está cerca de la tierra y de sus frutos: “española materia frente a la cereal magia del Imperio” (175). Sin embargo, la confrontación de-cisiva se da en la esfera de la palabra. Churata es consciente de que la palabra encierra poder y que es usada para interpelar a los sujetos que oprime. Palabras que “afirman como un puntapié; desnucan como un combazo” (175), y que se han transmitido desde tiempos del dominio colonial español y han tenido una continuidad ininte-rrumpida durante la República. Son palabras “machas”, usadas por los conquistadores y por sus descendientes directos, los gamonales, “algo así tan macho como el ¡karrajuska!” (175). A esta palabra híbrida, que Churata consigna en el guión lexicográfico como un neologismo derivado del vocablo carajo, le opone el vocablo que-chua hama (o kaka, en aymara), que significa excremento. Así, el ex-cremento –no tanto el concepto como sus realizaciones fonéticas– tiene cualidades, angélicas, infantiles, vitales, seminales, al punto que se lo compara con el soma sánscrito.

Pareciera esta última una comparación sorprendente, pero no lo es, porque está más cerca de las funciones elementales del cuerpo, es decir, en la concepción de Churata, del orden natural de las cosas. Sin duda una concepción de esta clase puede ser mejor entendida a la luz de lo investigado por Mijaíl Bajtín en sus célebres estudios so-bre la cultura del carnaval en la Edad Media. Como es sabido, el teórico ruso vio en la exaltación de las funciones corporales del bajo vientre una de las características más saltantes de este “mundo al revés” carnavalesco de raigambre popular que se desarrolló desde la antigüedad, que convivió junto y en tensión con la tradición culta y

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letrada del Renacimiento, y en el que se encuentran los fundamen-tos del género moderno de la novela. Hama y kaka, son además, “palabras humildes”, no sólo tienen una cualidad angélica, sino también evangélica porque están cerca de los pobres y contienen el germen de la liberación. Hay que desintoxicarse de “latines, tatacu-ras, khellkheres” (178), es decir, liberarse de la Iglesia (tatacuras y latines), khellkheres (tinterillos), y Karajus (gamonales). Esta batalla exterior también es interior puesto que se libra en la subjetividad dividida del mestizo –“campo de batalla somos” (180)– quien ante esta disyuntiva se decanta en favor de la parte indígena, del camino del Haipuñi.

“Mama Kuka” es un retablo clave, en él se condensan tanto las ideas como los procedimientos principales del texto. Un diálogo en-tre un médico (el Dr. Fausto, Occidente) y su exaltado paciente (el poseso, América) en el que éste último termina por convencer al primero de la superioridad de su saber antiguo: “¿Qué las teogonías si no leyendas? Mirado con cierta agudeza, ellas revelan en qué gra-do los primitivos grupos humanos sabían más que los actuales de lo que llamamos las verdades de la vida” (215). Un saber que no pro-viene del “sabio” letrado, sino que es expresado en la visión mágica del Laykha, el sacerdote aymara que interpreta los secretos de la vi-da en las hojas de coca, la cual “enfrenta al hombre con la ciencia del bien y del mal” (224). La analogía bíblica es clara, al punto que párrafos después el narrador se pregunta: “¿No será ella la hierba que polariza el bien y el mal en el mito paradisíaco, y cuyos frutos harán ‘dioses’ de los hombres, según la profecía serpal?” (247). Esta interrogante tiene un antecedente célebre en Antonio León Pinelo, quien ubicó el paraíso terrenal en el Perú y especuló que los frutos del árbol prohibido provenían no de la coca, sino de la granadilla, en cuyas flores, según ciertas tradiciones eclesiásticas, se observan los símbolos de la Pasión de Cristo6. La Mama Kuka posibilita a la “conciencia múltiple” (220) que caracteriza al hombre moderno re-conectarse con la organicidad que tanto anhela: “¡Que el hombre es discontinuo, inevitablemente, pues así lo han establecido los Diez mandamientos de Divino Famélico; más entre segmento y segmen-

6 Relieves con los símbolos de la Pasión y representaciones del árbol de la

vida se han conservado en algunas iglesias altiplánicas. Veáse en Gisbert, El paraíso de los pájaros parlantes 155-165.

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to, tiene a la Mama Kuka para recobrar su unidad!” (259), organici-dad que normó la existencia en tiempos prehispánicos, puesto que “para los Inkas la coca estaba destinada a alimentar el alma” (241).

A la mónada de Leibniz, al logos platónico (¿entiendes Plato?, ¿entiendes Saulo?; tal será la constante interpelación a la que los someta la voz o voces narrativas), a “los imperativos categóricos del peine Emannuel” (250), se opone la irracionalidad de la vida, la lo-cura, el sentimiento vital, el conocimiento no-sistemático. Si cabe un paralelo con este modo de conocimiento, será no con los filósofos –ni siquiera Schopenhauer o Nietzsche, la excepción quizá sea Unamuno–, sino con los poetas, en especial con los poetas místicos: San Juan de la Cruz, Fray Luis de León, Santa Teresa (“Amo a Te-resa de Jesús, casi con involuntaria gana y porque la amo creo cono-cerla”, 247). Sólo en ellos, como en el laykha, la vía de conocimiento es esencialmente metafísica y al mismo tiempo indesligable de la ex-periencia corporal. A fin de cuentas, será la coca la que “impelerá al hombre a penetrar en el hombre...” (247).

Si en “Mama Kuka” se develan los secretos de un “conocimien-to chamánico” (Usandizaga 161) que anuncia el milenio de El Pez de Oro y con él de “la sabiduría santa de la bestia (249), en “Puro andar” este pacto ritual termina de sellarse con el viaje mítico del héroe a los infiernos: “Y bajé a los infiernos, bien que nó [sic] pul-sando la heptacorde sino el khirkhinchu del Laykha” (264). Es aquí, en el mundo del Chullpa-tullu donde el héroe recibe el mandato de los ancestros indígenas por boca del Hiwa-Hila (el que manda sobre los muertos): regresar al hombre, es decir, volver al indio, lo cual implica restablecer la cadena con la violentamente truncada civiliza-ción inca. Las chullpas en mención, claro está, remiten al mundo de los muertos de la cultura aymara, el “ayacllapan (pueblo de los muertos)” al que hace mención en su crónica Guamán Poma (Gis-bert, El paraíso de los pájaros parlantes 21).

Al término de su descenso a ultratumba, debe regresar para lle-var este mensaje, puesto que en su periplo –“Somos los que andan” (269)– ha oído “las voces viejas” que lo instruyen en las bases de una ontología andina, en la que, en consonancia con la cosmovisión de los pueblos amerindios, rige un principio dual que es dialéctico, complementario y comunal. “La unidad no es el Uno; la unidad es posible en todos o en muchos”, se afirma en el texto de Churata. Es decir, si “el punto de partida ontológico absoluto primero, es para

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Plotino, lo Uno” (Dussel 32), un “Uno” que luego se divide en el maniqueísmo cuerpo/alma, a éste se le opone un sistema cognitivo ternario –Paya (dos), Maya (uno) y Kimsa (tres)– de origen aymara. La población prehispánica ha permanecido en estado de Sullu (em-brión), la semilla genésica que permanece en estado intemporal y que se encuentra pronta a ser revitalizada por acción del Khori-Puma y de su hijo, el Khori-Challwa.

Hay que tener presente, sin embargo, que, para formular su tesis, el narrador no sólo se apoya en la continuidad vida-muerte de la cosmovisión andina (y de otras culturas orientales antiguas como la egipcia), sino también en un determinismo biológico e histórico que no deja lugar a dudas y cuya incidencia en El pez de oro no debería llamar a escándalo a nadie. A modo de ejemplo véase en el siguiente fragmento hacia el final del libro: “Las vivencias de la célula están en el paisaje: eso patria y cultura celular. Que el aymara es la roque-ña dureza de una erizada costilla de granito; que el kheswa man-surrón como babosa brisa que babean sus maizales? Sí; porque son idiomas de montañas y cielo, vivencias de célula, sus paisajes” (531). El “ineluctable determinismo de la materia” (531) que asegura la inmortalidad de la célula está refrendado por la ciencia del “brujo arcaico”, la misma que se opone a la idea del hombre de ciencia moderno7. Churata es un hijo de su tiempo y este determinismo de herencia positivista es asimismo discernible en la obra de sus con-temporáneos, tal como se puede apreciar en la obra literaria y jurídi-ca de López Albújar, en la filológica de Luis Alberto Sánchez, o en las voluminosas monografías regionales con las que la obra cumbre de Churata guarda también un aire de familia. De hecho, El pez de oro se puede leer como uno de esos multidisciplinarios volúmenes monográficos, llamados también “álbumes” que proliferaron duran-te la primera mitad del siglo XX. Piénsese en obras de inspiración etnográfica como Nuestra comunidad indígena (1924) de Hildebrando Castro Pozo, o la Monografía del departamento de Puno (1925) del pune-ño Emilio Romero. Y repárese también que a diferencia de Castro Pozo, Romero, López Albújar y otros que separaron su quehacer

7 “Con apretada entraña el brujo sigue tras el lloro de los deudos y siente, como éstos, que el ‘muerto’ llega vivo a la tumba. Vese que si no ha discurrido científicamente, ha experimentado con-ciencia, que si el cuerpo se forma por las células, y condición de éstas es ser germinales, por que las formas que con-forman desaparezcan, pueden haber desaparecido ellas” (El pez de oro 528).

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científico del literario (inspirado en gran parte en la reelaboración de mitos y leyendas andinos), en Churata este enorme esfuerzo intelec-tual y creativo se cristaliza en un solo texto, lo cual sin duda le ga-rantiza esa cuota de originalidad que con justicia reclamaba para sí8.

Esta originalidad se pone explícitamente de manifiesto en un re-velador pasaje del diálogo que entablan el Chullpa-tullu, con un Duende: “Está acá uno [el Khori-Puma] que se propone violar el misterio del Chullpa-tullu; y anota observaciones de lo que por ver-dad estima de nuestras vidas. No persigue con ellas modestas inves-tigaciones etnológicas. Su ambición es más ávida; elevar los valores del esqueleto humano a categorías estéticas; algo (disculpad si a ta-maño ejemplo acudo) así como el Dante con la teología que hizo inmortal en su poema” (296). Lo que prima entonces en la concep-ción de El pez de oro es la labor del artista, un artista mestizo que no sólo recibe conocimiento, sino que también lo imparte, fiel a la lec-ción nietzscheana de que el creador se opone al sabio (recuérdese que, para Nietzsche, Zaratustra era sobre todo un artista). Para re-forzar esta idea se cita a Spinoza: “La sabiduría no se preocupa de la muerte sino de la vida” (298), pero en un movimiento que es carac-terístico del texto vuelve a reciclar todos estos materiales en función de un profetismo telúrico: “¿A quién responde este animal traspasa-do por las corrientes telúricas? Llámanle el Khori-Puma” (299-300). El que escribe estos retablos del Laykhakuy es el visionario ameri-cano –el Laykha–; el relato del pez de oro es su epopeya central, y la elaboración del texto es la dilatada performance de ese ritual.

Es interesante notar cómo en El pez de oro se hace converger la leyenda fundacional de Wirakocha con aquella que da título al libro.

8 “A la edad bibliográfica de 7 Ensayos pertenecen los libros más serios y fundamentales de nuestra literatura”, escribe Churata, dejando en claro la aten-ción que presta a los escritores de su generación. “De la inquietud que revelan: Iniciación de la República, de Basadre; Ante el Problema Agrario Peruano, de Solís; Monografía de Puno, de Romero; Historia de la Literatura del Perú, de Luis Alberto Sánchez, puede decirse que es la de mayor sentido constructivo y definitorio suscitada por generación alguna, sobre todo si se considera que nuestras revo-luciones –Emancipación y República– son primordialmente episodios sin géne-sis ideológica nativa” (“Elogio de José Carlos Mariátegui”, en Antología y valora-ción 291). Discrepo con lo afirmado a este respecto por Miguel Ángel Huamán para quien la producción de Churata “escapa –a nuestro juicio–, a las limitacio-nes y determinaciones de sus contemporáneos” (51).

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“Este mito proveniente de la región del lago Titicaca no había sido –hasta donde se sabe– fijado por escrito, por lo que resulta imposi-ble averiguar en qué medida Churata lo transformó al trasladarlo a la literatura”, escribe Marco Thomas Bosshard, “sin embargo, el naci-miento del Pez de Oro como resultado de una relación amorosa en-tre un puma y una sirena se corresponde con toda una serie de ico-nografías precolombinas: relaciones entre mamíferos de presa y an-fibios parecen señalar siempre el ocaso del mundo viejo y el co-mienzo de una nueva era; es decir, el pachakuti” (522). Es posible que Churata se haya inspirado en la iconografía a la que hace men-ción Bosshard. De hecho, varios de los números del Boletín Titikaka fueron ilustrados con dibujos de artefactos culturales precolombi-nos, lo que deja en claro la fascinación que ejercieron en una época de descubrimientos y divulgación de restos arqueológicos. No obs-tante, sin desestimar su importancia, quizá convenga dirigir ahora nuestra atención a los mitos prehispánicos tal como fueron reelabo-rados en el arte virreinal.

En su admirable estudio Iconografía y mitos indígenas en el arte, Tere-sa Gisbert ha explicado cómo bajo las nuevas condiciones de domi-nación colonial estos mitos sufrieron un proceso de transcultura-ción que se plasmó en lo que se conoce hoy en día como “estilo mestizo”. Así, por ejemplo, a la Pachamama se le sobrepuso la Vir-gen María, a los de la divinidad solar el Dios-padre cristiano, y los atributos del Illapa (rayo) fueron asimilados por la imagen de San-tiago. Hubo varios otros casos de sincretismo, como el de Tunupa, al que Churata hace breve, pero significativa mención (El pez de oro 28). Tunupa o Thunapa fue una deidad colla que con la conquista inca primero se asimiló al Wirakocha quechua y que en su proceso de cristianización terminó identificado con las figuras de San Barto-lomé y posteriormente de Santo Tomás. Asociadas al mito de Tu-nupa (cuyo cuerpo muerto depositado en una balsa dio origen al río Desaguadero) aparecen Quesintuu y Umantuu, dos mujeres-peces que derivan su nombre de la fauna nativa del lago Titicaca. Estas sirenas indias que tentaron carnalmente al héroe se fundieron con las de la tradición greco-latina, a las que la interpretación cristiana había asignado una valoración negativa asociada con la sensualidad y la lascivia. Son estas sirenas las que, talladas en piedra, se pueden apreciar hasta el día de hoy en los templos altiplánicos –como en la

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catedral de Puno– tocando la vihuela o el charango9. La sirena, a su vez, se vincula con el ídolo de Copacabana, el dios de los peces, a quien en un principio los cronistas equipararon con Dagón, divini-dad filistea mitad hombre mitad pez. Su culto, como es sabido, fue superpuesto por el de María, a quien se venera en la imagen de la Virgen de Copacabana.

El proceso de sincretismos al que Churata somete a sus materia-les –donde ahora lo preponderante es lo indígena, pero en donde también intervienen elementos de la tradición cristiana bíblica y del humanismo renacentista–, es muy similar al que realizaron las po-blaciones indígenas para mantener vivas sus tradiciones durante el extenso periodo de dominación colonial. Y es que, junto con los re-latos de la tradición oral que se conservaron en las prácticas cotidia-nas de la población andina, floreció un arte de resistencia que tuvo como uno de sus centros de irradiación más importantes la cuenca del lago Titicaca. No estoy sugiriendo con ello que Churata delibe-radamente adoptara las mismas estrategias que los alarifes y pintores indígenas y mestizos, sino que en sus procedimientos, en su modo de procesar los materiales de procedencia diversa, y en las circuns-tancias socio-culturales que lo impulsan a escribir existe una situa-ción análoga. Al fin y al cabo, tanto el retablo (el San Marcos) de los artesanos andinos, como los retablos profusamente decorados con motivos indígenas e hispanos que adornan las más bellas iglesias co-loniales, constituyen una muestra por excelencia de un arte sincréti-co que surge precisamente de esta clase de intercambios10.

9 Si bien es cierto que esta iconografía aparece de manera preponderante en

la arquitectura, también está presente en tejidos, keros y en el folclore. “Quesin-tuu y Umantuu son las sirenas indias del lago aunque se nos presenten en la arquitectura barroca con la forma grecorromana, imagen con la cual forzosa-mente tuvieron que identificarse” (Iconografía y mitos indígenas en el arte 48).

10 Recojo aquí la definición a la que arriba Emilio Mendizábal Losack a par-tir de las observaciones de Arguedas en su minucioso estudio sobre las cajas de imaginero ayacuchanas: “Con el nombre de ‘retablo’ […], se designa un conjun-to bastante heterogéneo de objetos, procedentes de diversas regiones del Perú, y aún de Bolivia, y comprendidos en una cronología que abarca más de dos si-glos. Debe recordarse que también son denominados ‘retablos’ las cajas que se producen después de 1941, con motivos sugeridos por la clientela de las urbes, o por sus intermediarios, cajas que no pueden agruparse ni por su temática, ni por sus dimensiones, en categorías” (Mendizábal Losack 109-110).

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Este sincretismo se pone también de manifiesto en otro tema re-currente en la iconografía del arte virreinal mestizo: el de la restau-ración inca, tema que ha quedado registrado en los lienzos de las dinastías incas y en los retratos de los caciques. “La realidad es que la pintura, dibujo y grabado, desde Guamán Poma, expresa en de-terminadas ocasiones la protesta ante la realidad social imperante”, escribe Gisbert, “se trata de un arte comprometido con ciertos idea-les. Eclosiona en 1781 cuando los caudillos se hacen retratar con las insignias reales” (Iconografía y mitos indígenas 13). Una eclosión similar se propugna en las páginas de El pez de oro: aquí también el tema de la restauración inca es central, según queda de manifiesto en el en-frentamiento final con el Wawako narrado en “Morir de América”. Lo que se avizora como inevitable es otra “tempestad en los An-des”, similar a la que alentara el primer Valcárcel, quien, como nos lo recuerda Arguedas (195), propuso en su obra la restauración del Imperio Incaico11. Qué mejor lugar para empezar esta restauración que desde el Titicaca, cuna de los fundadores míticos del Imperio y fondo de “ruinas de viejas ciudades atlantas” (31), donde empezó y donde volverá a decidirse todo. “Entre esas ruinas”, escribe Chura-ta, “fue a buscar escenario El PEZ DE ORO para escudriñar las raíces de su trino, que viene a anunciar que no es muriendo como se vive” (31).

Rechazada la República criolla, la mirada de Churata se vuelca a la cultura indígena, al Tahuantinsuyo, pero éste no se concibe como un pasado remoto, estático, cuyos últimos vestigios habría que bus-carlos en las narraciones del Inca Garcilaso y sobre todo de Guamán Poma de Ayala. Como una raíz –o una célula– se halla vi-vo en un estrato superior de profundidad, de continuo estar. Tal como lo enuncia el Khori-Challwa, revolucionar es religar, y este “regreso a las raíces” (472) acontece simbólicamente en el texto en la épica de los mitos. En consecuencia, en El pez de oro operan dos procesos simultáneos (a la vez opuestos y complementarios). En el primero se confrontan los modos cognitivos de los Andes y Occi-dente a partir de un sistema de oposiciones binarias. En el segundo se arriba a un modelo sincrético a partir de una amplia red de relatos procedentes de ambas tradiciones y en donde, como no puede ser

11 Al respecto, Ricardo Kaliman ha hecho referencia a El pez de oro como a

una “utopía de restauración dinástica” (cit. en Usandizaga 151).

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de otra manera, interviene la imaginación de Churata y se filtra el “inconsciente político” de su contexto histórico. La apuesta futura del autor es por la restauración del idioma y del sistema jurídico na-tivo cuya manifestación más elevada se dio durante el incario (pro-yecto al que se opuso el Estado peruano), pero en la construcción de su texto intervienen, para ponerlo en palabras de Arguedas, “las invariables fuerzas en conflicto y síntesis: lo español y lo indio” (“Notas elementales sobre el arte popular religioso y la cultura mes-tiza de Huamanga”, en Formación de una cultura nacional indoamericana 158). No es entonces el de Churata un “modelo cognitivo andino” intocado en el tiempo desde la Conquista. Es más bien la obra de un escritor mestizo, alimentada por las corrientes artísticas y los de-bates ideológicos de su época y por la voracidad intelectual e icono-clasia propias de un autodidacta12.

En la estructura de El pez de oro repercuten ciertamente las cate-gorías –o “categoremas”, como las denomina Churata– de origen nativo, aquellas que incluyen el llamado pensamiento Pachamama (madre tierra), el Tinkuy (complementariedad o síntesis de los con-trarios), el Ahayu Watan (“naturaleza con alma”), el Pukllay (espíritu lúdico y festivo), entre otras13. El complejo y sofisticado sistema cosmogónico inca, su alta organización social así como el corpus nativo de relatos y mitos pre y posthispánicos así lo avalan. Varios

12 “Este es el signo más frecuente del educado por sí mismo: quererlo apri-

sionar todo en un haz” (Antología y valoración 287), escribió Churata en su “Elo-gio de José Carlos Mariátegui”. En este ensayo esclarecedor, su autor sintetiza varios de los tópicos que desarrolla en El pez de oro, verbigracia: la exaltación de la América indígena; la oposición entre civilización y cultura (ámbito del “hom-bre instintivo”, al que adscribe a Mariátegui), entre el Perú orgánico, afincado en el Ande “mitológico” y la sociedad criolla de la costa aquejada del perricho-lismo inmovilizador del que hablara Sánchez (concepto que recuerda al de “arechismo” utilizado por Churata en las páginas de El pez de oro). Churata, por supuesto, reiteradamente reivindica su autodidactismo en El pez de oro, como cuando escribe: “Yo me precio de una permanente fagia; mis curiosidades son de troglodita, si no hay librillo, sicalíptico o nó [sic] que no haya devorado, en pudiendo mi centavo” (254).

13 Véase en Churata “El pez de oro, o dialéctica del realismo psíquico, alfabe-to del incognoscible” (Antología y valoración 11-36); Pantigoso “Estructuras míti-cas y rituales de la visión andina ultraórbica” (El ultraorbicismo en el pensamiento de Gamaliel Churata 221-235); y en Huamán “Pukllay. Tercer mundo o el contexto de lo alternativo” (Fronteras de la escritura. Discurso y utopía en Churata 77-101).

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son los trabajos que leen la obra cumbre de Churata casi exclusiva-mente desde estas categorías y han elaborado intrincadas hipótesis al respecto14. Están también presentes, aunque éstas últimamente tienden a soslayarse por completo, las de una herencia occidental contestataria que reacciona contra la tradición logocéntrica del Ilu-minismo con las que sintoniza Churata. Sobre todo aquí, como en muchas otras páginas de El pez de oro, y sólo para nombrar una, re-percute con nitidez el eco del Zaratustra de Nietzsche. No sólo por su vitalismo exacerbado de sus páginas, sino también por esa heren-

14 En su estudio sobre El pez de oro, Miguel Ángel Huamán sostuvo que “Churata ha organizado su estructura externa de retablo en función del modelo de pensamiento social y religioso andino, el mismo que ha sido estudiado en los dibujos de los cronistas Pérez Bocanegra y Juan Santacruz Pachacuti por Zui-dema […]. El esquema de organización de dichos elementos se estructura verti-calmente a partir de la dualidad, de manera que se presentan cuatro pares de arriba para abajo siendo los elementos de la izquierda signados por la carga masculina y los de la derecha por la carga femenina” (53). El tinkuy “encuentro tensional de contrarios” (64), complementariamente con el kuti “alternancia de contrarios” (64), serían los conceptos andinos que subyacen en la composición de El pez de oro. Manuel Pantigoso (306) encuentra arbitraria la lectura de Hua-mán y a su vez propone otra estructura –a mi juicio no menos arbitraria– en la que la dualidad hombre-mujer (sol-luna) se articula “a través del movimiento ondulante de la ‘Khatari-Paca’, que cruza y entrecruza (la Cruz del Sur siempre presente) todos los capítulos” (307). En su detallado estudio, Bosshard también encuentra que estas hipótesis están elaboradas “a menudo un poco arbitra-riamente”, pero que “no carecen de plausibilidad” (521), aunque descuidan la incidencia de la magia puesta de manifiesto en el subtítulo del libro de Churata. Bosshard centra su análisis en el “mito” del pez de oro y de paso ofrece un es-clarecedor resumen de la obra que a continuación transcribo: “El primer capí-tulo de El pez de oro ejerce una especie de función generadora, que consiste en establecer un trasfondo de motivos y tópicos indigenistas. Es por eso que la estructura monista hallada en el texto se esclarece mejor analizando este mismo capítulo, “El Pez de Oro”, porque contiene en nuce todas las temáticas relevan-tes que son expandidas y profundizadas en los capítulos siguientes: Allí están la fertilidad, que es motivo del capítulo “Pachamama”; la violencia de la conquista y de la colonia, que se corresponde con “Españoladas”, la mitología andina (“Pueblo de piedra”), la medicina y el chamanismo andino (“Mama Kuka”), el mundo de los muertos (“Puro andar”), la pérdida del hijo (“Los sapos negros”), el indio como bestia (“Thumos”) y también el intento sintetizador de fundar un estado indígena” (522). Hay varios puntos que Bosshard esclarece con solven-cia en su estudio, entre ellos: el rechazo del dualismo platónico en Churata, su afinidad con los modernistas brasileños, su rol pionero como transculturador y hasta sus posibles nexos con el postmodernismo.

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cia entre positivista y metafísica, por su lucha con el lenguaje (que también se parece mucho a la “batalla infernal con el lenguaje” que libró Arguedas), y por la ausencia deliberada de un sistema coheren-te de pensamiento que caracteriza la obra del filósofo alemán. Sin embargo, es en la obra de Oswald Spengler, quien a su vez recoge de la tradición irracionalista de Nietzsche y Schopenhauer, donde los puntos de contacto con Churata se hacen más evidentes.

La filosofía de la historia de Spengler resulta particularmente atractiva para el escritor andino porque se distancia de la abstrac-ción de los “grandes relatos” y se concentra en el “problema de la vida”. En su obra magna, Spengler denuncia que la llamada “historia universal” no ha sido otra cosa que la historia de Occidente, habiendo condenado así a la marginación a otras civilizaciones y culturas, tal como sucedió con las que florecieron en la América prehispánica. Estas culturas en el modelo spengleriano se conciben como organismos vivos que cumplen un ciclo vital, pero que no abarcan a la humanidad entera. Sin duda no podía dejar de tener re-sonancia, como la tuvo el surrealismo, esta revaloración del mito, del irracionalismo, de la importancia del sentimiento y la intuición; esta insistencia en lo orgánico así como el rechazo a la idea del pro-greso lineal. Todo dentro de un marco con pretensiones científicas, pero que ulteriormente subordina el conocimiento a la intuición poética. Esta concepción de la historia como una manera de pensar esencialmente mítica en oposición al sentido occidental de la histo-ria, así como la serie de oposiciones binarias que traza (aldea/urbe, naturaleza/historia, alma/intelecto, y finalmente cultura/civiliza-ción) encuentran cabida en las páginas de El pez de oro. Un modelo como el spengleriano no contradice el recurso al mito en Churata, al contrario, apuntala su base epistemológica, además de ofrecerle un modelo narrativo y una validación estética, puesto que para el autor de La decadencia de Occidente, una obra de esta magnitud requiere de “una mirada de artista” (242), como la de un Dante o un Goethe. En el milenio del pez de oro anunciado por el rugido del Khori-Puma resuena ese “milenio de historia cultural orgánica”, caracteri-zado por un “sumergirse en el alma antigua” (242) que Spengler va-ticinó para la agónica, pero aún redimible cultura de Occidente.

En el vasto palimpsesto que compone El pez de oro, Churata re-escribe la historia mítica americana a partir de categorías de pensa-miento nativas que sobrepone a aquellas que tienen un equivalente

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en el discurso crítico de Occidente. Estas últimas denuncian el eu-rocentrismo y atacan el racionalismo, pero a la vez se inscriben en una tradición metafísica –que va desde de Platón a Hegel en la filo-sofía y desde Rousseau a Lévi-Strauss en el campo de las “ciencias humanas”– que se pone en guardia “contra la amenaza de la escritu-ra” (Derrida 132). El texto de Churata tampoco escapará a esta vo-cación esencialista: en todo momento se estará a la búsqueda de un origen, de un significado trascendental, de una verdad. La diferencia fundamental estriba, sin embargo, en que el autor de El pez de oro reacciona contra “la violencia de la escritura” que se ejerce contra las poblaciones aborígenes desde la Conquista y por ello instaura (o mejor dicho restaura) el logos en el paradigma de lo oral15. Churata, a diferencia de Arguedas, en quien sucede lo contrario, parte de la es-critura y arriba a la oralidad. Esta es una diferencia fundamental en-tre la obra de uno y otro, las cuales guardan grandes similitudes, pe-ro también marcados contrastes.

Como los jeroglíficos de Melquíades en Cien años de soledad, la lec-tura de El pez de oro supone por parte del lector una labor de desci-framiento. Esto último nos lleva nuevamente a otra cuestión central: el rol de la oralidad en El pez de oro. “Afirmamos como hipótesis analítica que la escritura de El pez de oro es esencialmente oral” (35); “Churata escribía como hablaba” (37), sostiene Miguel Ángel Huamán en su importante estudio sobre el escritor andino (dados a elegir, uno estaría tentado más bien a afirmar lo contrario: esto es, que Churata hablaba como escribía). Más que con los usos de la oralidad en Churata, cuya importancia no se pone en duda, afirma-ciones como las anteriores están en relación con lo que Jorge Mar-cone denominó “la ideología de la oralidad”, a partir de “su descu-brimiento moderno y postmoderno”. Estos discursos sobre la orali-dad buscan autorizarse a sí mismos mediante la apelación a una su-puesta naturalidad y transparencia, y son, de acuerdo con Marcone, una muestra “del fonocentrismo prevalente en los estudios literarios hispanoamericanistas” (131)16. De tal modo volvemos a confrontar las mismas oposiciones binarias que Derrida analizó en los diálogos

15 Para la violencia de la escritura y el concepto de “literaturas alternativas”,

véase Lienhard. 16 Véanse en especial los caps. I (“Del ‘descubrimiento’ moderno y post-

moderno de la oralidad”) y III (“Del discurso de la oralidad y la escritura”).

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socráticos de Platón, donde la inmediatez de lo oral se eleva como logos en perjuicio de la mera tecné o registro artificial de la escritura.

Nada más artificial que El pez de oro en la tradición literaria del Perú (y con una afirmación de este tipo ciertamente no me propon-go escatimar sus logros, sino apuntar hacia su diferencia). Esta dife-rencia pasa, entre otras cosas, por el “enciclopedismo” de Churata al que se hizo alusión al inicio de este ensayo. Lejos de constituir una muestra de elitismo, este bagaje letrado proviene en buena medida de fuentes populares y heterodoxas que la voz narrativa reivindica. Así lo demuestra cuando invoca lúdicamente a la autoridad del Al-manaque Bristol (90, 268, 271), o cuando a propósito de algunas ideas de Bergson revela como su fuente de información el Reader’s Digest, “ese prodigioso Museum, de que yo y no pocos analfabetos nos abastecemos” (108). El lector como analfabeto, el escritor de la periferia como analfabeto que canibaliza el saber impreso a su al-cance, y que también reclama para sí la autoridad del Hatan (o Hatam), el filólogo aymara.

En vista de todo lo discutido hasta aquí, quizá la escritura de El pez de oro pueda ser entendida con mayor provecho si la pensamos desde lo que se conoce como el barroco americano en su manifesta-ción andina. Memorablemente, José Lezama Lima llamó al barroco americano “un arte de la contraconquista” (80), que alcanzó sus dos grandes síntesis en lo hispano-incaico y lo afro-hispano. Por otro lado, postular el texto de Churata dentro de los cauces del barroco andino no es en rigor una novedad. De hecho, algunas de las prime-ras lecturas hicieron alusión directa o indirectamente a ello17. La lec-

17 Al respecto véase el cuadro sinóptico sobre la recepción crítica en

Huamán (29). Un caso similar al de Churata es el de Martín Adán, en quien se da un tránsito de una temprana poética vanguardista –el del Adán de La casa de cartón– a otra que se pone de manifiesto en el poeta de Travesía de extramares y en el ensayista de De lo barroco en el Perú. Con ese Adán hay una innegable afinidad de estilo y no sólo de estilo, porque en lo desmesurado de su proyecto encuen-tra un paralelo con El pez de oro. Como Churata, Adán, también renunció a su nombre civil para inscribir en el nuevo la naturaleza y alcances de su proyecto vital. En su seminal ensayo sobre El pez de oro, Ricardo González Vigil ha nota-do con perspicacia éstas y otras similitudes, aunque en opinión de González Vigil la obra cumbre de Churata se inscribe aún dentro de los parámetros de la vanguardia. Pero quizá el texto más cercano en espíritu a El pez de oro sea el Apologético en favor de don Luis de Góngora (1662), publicado por Juan de Espinosa Medrano, conocido como El Lunarejo. Si el Apologético es una defensa elocuente,

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tura de El pez de oro, al menos mi lectura, semeja la experiencia que relata Lezama a propósito de su descripción de los templos del alti-plano: “Si contemplamos el interior de una iglesia de Juli, o una de las portadas de la catedral de Puno, ambas en el Perú, nos damos cuenta que allí hay una tensión” (82-83). Esta “tensión” que señala Lezama podría vincularse asimismo con el ethos disidente del Barro-co de Indias que de acuerdo con Mignolo surge en la sociedad civil –sobre todo en la élite criolla desplazada por los peninsulares– co-mo muestra palpable de lo que el teórico de origen argentino de-nomina la “herida colonial” (The Idea of Latin America 60-62).

Este ethos rebelde y contestatario que anticipa al de la Emancipa-ción republicana no va a ser muy distinto al que aproximadamente un siglo más tarde irrumpa entre los sectores letrados de provincia. En ciudades de los Andes como Cuzco o Puno, las cuales habían quedado en la periferia del proyecto modernizador impulsado desde la costa, se empieza a reclamar una refundación del Estado peruano que esta vez sí incluiría, aunque fuera simbólicamente, la participa-ción de las etnias quechua y aymara. En El pez de oro, este ethos viene acompañado de un pathos agonístico, de ese “plutonismo” que junto con la “tensión” –que en algún momento llevará a la voz narrativa a apostrofar al mestizo del siguiente modo: “Es preciso que te deci-das; o te partas” (180)– son las características distintivas que dis-cierne Lezama en el barroco americano.

No obstante, en un pasaje de la “Homilía del Khori-Challwa”, Churata justamente ponía en duda la naturaleza sincrética de los templos erigidos durante el Virreinato en el Altiplano (y que él, a diferencia de Lezama, sin duda sí contempló en persona), por con-siderar que la jerarquía colonial imposibilitaba una verdadera inser-ción del componente indígena. Un escrúpulo similar lo lleva a decir –sabemos que la homilía fue la última parte que escribió del texto– que él no pensaba que El pez de oro ofreciera aquel modelo de litera-tura indígena que él mismo reclamaba ya que, como lo señala con acierto Dorian Espezúa Salmón “el intento de Churata por formular una literatura indígena pasa por rechazar los discursos indigenistas,

erudita y en clave polémica de la poesía de Góngora y de sus cultores america-nos, El pez de oro, es defensa y elogio de la primacía de lo americano, del Tahu-antinsuyo y la civilización indígena, en defensa ante sus detractores occidenta-les, que la ubican en el estrato de la barbarie.

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el suyo propio, por considerarlos no indios” (147)18. Opiniones co-mo éstas, lejos de desacreditar la hipótesis de una escritura híbrida, la refuerzan. Churata rechaza el sincretismo así como rechaza el in-digenismo, pero en la práctica, de nuevo, lo que produce Churata es un texto híbrido que lleva inscritos en él las huellas del indigenismo y del arte mestizo de los Andes. De allí también que en la “Homilia del Khori-Challwa” el narrador invoque como uno de sus paradig-mas la figura de Guamn Poma y que este parentesco se retome en toda su dimensión hacia el final del texto. ¿Qué otra cosa, si no, constituyen los preceptos del “buen gobierno” enunciados tanto por el Khori-Phuma (el Inca) como por su hijo el Khori-Challwa (el Principe) quienes legislan como un Pachacútec, como un Salomón?

En conclusión, El pez de oro es una máquina de generar relatos que incorpora a su andamiaje narrativo una gama tan amplia como heterogénea de materiales provenientes de la tradición oral y de la escrita. Sus distintos elementos mantienen una constante tensión entre sí que no se resuelve, mientras se busca la armonía perdida en medio de la proliferación y el caos. Esto mismo es lo que encon-tramos en el arte del barroco andino y en las literaturas heterogéne-as de la región.

BIBLIOGRAFÍA

Arguedas, José María. Formación de una cultura nacional indoamericana [1975]. Méxi-

co D. F.: Siglo XXI, 1998.

18 Coincido plenamente en este punto con la siguiente apreciación de Es-

pezúa Salmón: “Churata es un escritor indigenista que reclama una literatura indígena, para ello plantea las cuestiones previas para su desarrollo, que estaría basado esencialmente en lo indio, en hacer de América un mundo indio en su forma de expresión (el idioma que él no domina) y en la propia expresión (la idiosincrasia o los símbolos culturales)” (147). Espezúa Salmón reflexiona tam-bién con agudeza acerca de las limitaciones del proyecto indigenista, y sobre cuestiones de hibridación, diglosia y heteroglosia pertinentes a la escritura de El pez de oro y sobre las que el mismo Churata discurre en la “Homilía del Khori-Challwa”. Véase el interesante capítulo que este crítico puneño le dedica a Chu-rata (135-149) en su libro Entre lo real y lo imaginario. Una lectura lacaniana del dis-curso indigenista.

Page 22: “CAMPO DE BATALLA SOMOS”: SABERES EN CONFLICTO Y ...as.tufts.edu/romancestudies/rcll/pdfs/72/369-390-Galdo.pdf · guardias, y vincula El pez de oro con la producción cultural

JUAN CARLOS GALDO

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