la partida inconclusa: indigenismo y testimonio...

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REVISTA DE CRÍTICA LITERARIA LATINOAMERICANA Año XXXIV, No. 68. Lima-Hanover NH, 2º Semestre de 2008, pp. 121-141 LA PARTIDA INCONCLUSA: INDIGENISMO Y TESTIMONIO Elena Altuna Consejo de Investigación Universidad Nacional de Salta Propongo examinar las posibles relaciones entre los géneros del indigenismo literario andino y el testimonio, tomando como punto de confluencia entre ambos la textualización de las migraciones rurales a los centros urbanos, producidas con singular intensidad desde mediados del siglo XX en adelante. La propuesta consiste en re- flexionar en qué medida la incorporación de la categoría del “sujeto migrante” a la vasta problemática de las comunidades andinas en el marco de la modernización tecno-industrial incide en la transforma- ción del canon de la novela indigenista. El grado de contacto permi- tiría postular un cambio al interior del sistema, o bien la consolida- ción sin más de otro género –el testimonial– cuyo carácter de litera- tura “alternativa” lo desligaría del indigenismo, al perder “literarie- dad” a favor de la “verdad” implícita en esta clase de textos. Mi perspectiva se sitúa en el ámbito de los estudios culturales la- tinoamericanos; contempla las categorías literarias de “heterogenei- dad” y “sujeto migrante” de Antonio Cornejo Polar (1982, 1989,1994, 1995, 1996), así como las reelaboraciones de las mismas a propósito de su inscripción en procesos culturales más amplios, de Raúl Bue- no Chávez (2001, 2004). Esta rápida mención al marco teórico-crítico del que me nutro permite (al menos eso espero) plantear la noción de cambio en sistemas históricamente situados, permeables y diná- micos. Como se advierte, mi interés tiene que ver con una historio- grafía literaria latinoamericana que pretende examinar “la turbadora simultaneidad de opciones literarias contradictorias y beligerantes, inclusive dentro del cauce del arte hegemónico, y por supuesto la coexistencia, aún más inquietante, de varias literaturas paralelas y punto menos que autónomas”, según la concibe Antonio Cornejo Polar (1989: 19).

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REVISTA DE CRÍTICA LITERARIA LATINOAMERICANA Año XXXIV, No. 68. Lima-Hanover NH, 2º Semestre de 2008, pp. 121-141

LA PARTIDA INCONCLUSA: INDIGENISMO Y TESTIMONIO

Elena Altuna Consejo de Investigación

Universidad Nacional de Salta

Propongo examinar las posibles relaciones entre los géneros del indigenismo literario andino y el testimonio, tomando como punto de confluencia entre ambos la textualización de las migraciones rurales a los centros urbanos, producidas con singular intensidad desde mediados del siglo XX en adelante. La propuesta consiste en re-flexionar en qué medida la incorporación de la categoría del “sujeto migrante” a la vasta problemática de las comunidades andinas en el marco de la modernización tecno-industrial incide en la transforma-ción del canon de la novela indigenista. El grado de contacto permi-tiría postular un cambio al interior del sistema, o bien la consolida-ción sin más de otro género –el testimonial– cuyo carácter de litera-tura “alternativa” lo desligaría del indigenismo, al perder “literarie-dad” a favor de la “verdad” implícita en esta clase de textos.

Mi perspectiva se sitúa en el ámbito de los estudios culturales la-tinoamericanos; contempla las categorías literarias de “heterogenei-dad” y “sujeto migrante” de Antonio Cornejo Polar (1982, 1989,1994, 1995, 1996), así como las reelaboraciones de las mismas a propósito de su inscripción en procesos culturales más amplios, de Raúl Bue-no Chávez (2001, 2004). Esta rápida mención al marco teórico-crítico del que me nutro permite (al menos eso espero) plantear la noción de cambio en sistemas históricamente situados, permeables y diná-micos. Como se advierte, mi interés tiene que ver con una historio-grafía literaria latinoamericana que pretende examinar “la turbadora simultaneidad de opciones literarias contradictorias y beligerantes, inclusive dentro del cauce del arte hegemónico, y por supuesto la coexistencia, aún más inquietante, de varias literaturas paralelas y punto menos que autónomas”, según la concibe Antonio Cornejo Polar (1989: 19).

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Mariátegui y su deslinde

Toda reflexión sobre el indigenismo debe incluir una discusión que se encuentra en la base del sistema y que fue planteada por Jo-sé Carlos Mariátegui en “Las corrientes de hoy. El indigenismo”, en 1928, en sus Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana. En ese artículo afirma que no se trata de concebir al indigenismo como una corriente puramente estética, sino intrínsecamente rela-cionada con la política, la economía y la sociología. Cabe recordar que el autor está indagando en los componentes de la nacionalidad, que sí encuentra presentes en el nativismo uruguayo o en el criollis-mo argentino, por lo que algunas de sus afirmaciones deben inscri-birse en la corriente epocal de búsqueda de las “auténticas” repre-sentaciones. Situado en esa instancia de imposibilidad del Perú de conciliar culturas radicalmente divididas por los prejuicios raciales y de clase y por el latifundismo, el crítico enuncia su conocido deslin-de entre una literatura “indigenista” producida por mestizos y una literatura “indígena”, que se dará cuando los propios actores estén en condiciones de producirla.

Mariátegui abre un compás de espera al tratar la inserción del mundo indígena serrano en el ámbito de la modernidad costeña. Observa que: “el indio, en su medio nativo, mientras la emigración no lo desarraiga y deforma”, se encuentra “detenido, paralizado” an-te el desafío de una civilización dinámica, pero conserva sus cos-tumbres y su actitud ante el universo, de modo que los “residuos” que en él persisten, “son los de su propia historia” (1969: 345). La posibilidad de la migración es concebida negativamente, tal vez por-que vislumbra una renovada situación de sujeción en un escenario de modernización, una subalternidad que cambia de espacio y que se acentúa por el riesgo de perder aquello que le otorga identidad a los comuneros: los “residuos” de su historia1. Si bien la perspectiva es discutible, pues no considera los mecanismos de resistencia y respuestas creativas de los indígenas a lo largo del coloniaje, se tra-ta de una encrucijada propia de aquellos años, por lo que Mariátegui sólo puede ver una salida de la parálisis a través del cambio de ré-gimen de tenencia de la tierra.

El indigenismo canónico

El desgarramiento que produce el encuentro entre dos univer-sos socioculturales diferentes en el sistema de la literatura indigenis-ta fue, como se sabe, caracterizado como heterogéneo por Antonio Cornejo Polar (1978). Esta categoría proporcionó la herramienta in-terpretativa del funcionamiento de sistemas que comprometen al

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menos dos culturas, en los que uno de los componentes del circuito comunicacional no se corresponde con el resto. Si nos atenemos a las fases de evolución elaboradas por Tomás Escajadillo, el indige-nismo “ortodoxo” corresponde a un primer momento de emergencia y consolidación2. Veamos, al respecto, la caracterización epigonal que de esta instancia elabora Rubén Bareiro Saguier:

El indigenismo literario se expresa a través de novelas de tesis, en las cua-les los elementos funcionan en el interior de un esquema más o menos fi-jo, donde los explotados y explotadores ocupan los dos polos. El indio, con su sumisión proverbial, no se rebela sino excepcionalmente contra su opresor. El patrón de hacienda, el gran propietario, es en muchos casos un “yanqui”, representante de una compañía imperialista. Puede contar con la ayuda de tres personajes-tipos: el capataz, el cura y el jefe político o militar. (Bareiro Saguier en Escajadillo 1976: 99)

Esta aproximación constituye una verdad a medias –y en el sen-tido de su esquematismo fue criticada por Escajadillo (1994: 50)– ya que si las notas referidas se encuentran en Raza de bronce (1919) de Alcides Arguedas y Huasipungo (1934) de Jorge Icaza, novelas don-de la comunidad se abroquela sobre sí misma, mientras es amena-zada desde el exterior por un elemento foráneo que obrará como motor de la ulterior rebelión, en la tercera de las novelas que con-forman el canon: El mundo es ancho y ajeno (1941) de Ciro Alegría, el esquema se diluye en pos de una mayor complejidad.

En ella el espacio de la comunidad se amplía; a la migración for-zada de los comuneros de Rumi hacia Yanañahui se suman otras traslaciones, que hablan del fracaso de la dispersión hacia ámbitos donde los serranos continúan siendo explotados. Sólo Benito Castro parece escapar a ese sino, en un periplo espacial e ideológico. Su estancia en Lima lo pone en contacto con militantes obreros, a tra-vés de los cuales se alfabetiza y comienza a informarse de las rebe-liones que en distintos puntos de la sierra llevan adelante decenas de comunidades entre 1915 y 1925. Esa toma de conciencia acerca de una realidad “nacional” le permite, posteriormente, inducir a los antiguos comuneros de Rumi a actuar en defensa de sus intereses. La modernización de las costumbres ancestrales no es introducida por un elemento extraño al núcleo, sino por un comunero que, pasa-dos tres lustros, regresa a su lugar de origen y retoma su rol en el conjunto: “Desde el momento en que se fue, estuvo regresando y al fin volvía.” (1973: 459). La desaparición final de la comunidad y la pérdida consecuente del sentido de pertenencia señalan que el plan-teo no acaba de resolver la tensión entre modernidad y atraso; lo

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que sí queda claro para el lector es que la comunidad, tal como era cuando su alcalde Rosendo Maqui la guiaba, era “mejor”.

El interés por el destino de la comunidad ha seguido otras deri-vas para el momento en que escribe Ciro Alegría. En efecto, a la cuestión indígena de las áreas serranas se le suma otra realidad, la de miles de comuneros migrantes que han pasado a habitar las ba-rriadas de Lima o Chimbote. De allí que el “problema” se inscriba ahora en una realidad más amplia: la de la explotación de millares de seres en un país del Tercer Mundo y su relación con el contexto na-cional. Acertadamente, Tomás Escajadillo vislumbra en esta temática la “transformación del referente del indigenismo” (1994: 64)3. Para el tema que me interesa, esta novedad constituye un elemento básico para producir un cambio sistémico. Se trata de un elemento “mi-grante” de la serie socioeconómica a la serie literaria: la categoría del indio urbano, que viene a modificar las ya tratadas del campesino y del colono, lo que sugiere que otras transformaciones (además de la del referente) están operando en el sistema: la fractura de la ideolo-gía espacial colonizadora: campo versus ciudad y las modalidades sociolingüísticas que, en definitiva, arrastran la problemática hacia el plano de las estructuras novelísticas.

La empresa arguediana

Contribuye a la modificación sistémica la aparición de Los ríos profundos (1958) de José María Arguedas, uno de cuyos núcleos semánticos lo constituye el tema del forasterismo. Esta condición se diseña en el capítulo II, “Los viajes”, referido a las vivencias de Er-nesto junto a su padre, un abogado de provincias que recorre los pueblos sin asentarse en ninguno: ”Pero mi padre decidía irse de un pueblo a otro, cuando las montañas, los caminos, los campos de juego, el lugar donde duermen los pájaros, cuando los detalles del pueblo empezaban a formar parte de su memoria.“ (1973: 28). La ín-dole itinerante, que la figura del padre proyecta sobre la conducta del niño, permite avanzar más allá de los términos planteados entre el mundo de la modernidad y el de la naturaleza, fundamentalmente porque profundiza en este último al dar expresión a la heterogenei-dad inherente al espacio serrano4.

No obstante este logro, será la última obra de Arguedas, El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971), la que nos proporcionará el cali-bre de la violencia que entraña todo proceso de migración5. Este “li-siado y desigual relato”, como lo define su autor en carta al editor Gonzalo Losada (1975:275), pautado por la presencia de los “Dia-rios”6 que van datando su deterioro anímico y su creciente limitación ante la escritura, posee la fuerza de lo heteróclito, vertida a través de

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esa estructura del sentir, en términos de Raymond Williams (1997: 150), que constituye la materia del relato. En el “Segundo Diario” es-cribe con desasosiego: “Pero ahora no puedo empalmar el capítulo III de la nueva novela, porque me enardece y no entiendo a fondo lo que está pasando en Chimbote y en el mundo. [...] Sí, pues. Creo no conocer bien las ciudades y estoy escribiendo sobre una. Pero qué ciudad? ´¡Chimbote, Chimbote, Chimbote!´.” (1975: 89 y 91).

El proyecto de José María Arguedas, gestado en el seno de la tremenda inestabilidad emocional que lo fisura, se lleva sin embargo a cabo. El mundo de Chimbote, el puerto de pesca de anchovetas más grande del Perú concentra, por la década del sesenta, una in-migración de múltiples proveniencias, que va poblando los arenales de barriadas precarias. La atmósfera de “hervor” humano se presen-ta con especial crudeza en el escenario de los prostíbulos:

Negros, zambos, injertos, borrachos, cholos insolentes o asustados, chi-nos flacos, viejos; pequeñas tropas de jóvenes, españoles e italianos cu-riosos, caminaban en el “corral”. Hacían marchas y contramarchas; pasa-ban por la puerta de los cuartuchos, mirando, deteniéndose un poco. Las prostitutas, vestidas de trajes de algodón, aparecían sentadas en el fondo de los cuartos, sobre cajones bajos. Casi todas permanecían con las pier-nas abiertas, mostrando el sexo, la “zorra”, afeitada o no. [...] El “corral” malamente alumbrado por dos focos altísimos, atornillados en la punta de un poste de madera sin cepillar, algo torcido, recibía directamente el olor de las fábricas y del mar. (1975: 47-48)

El ámbito, elaborado de manera expresionista, se presenta dis-torsionado por el alumbrado miserable, cargado de olores y de la presencia ominosa de las prostitutas en exhibición hierática en los cuartuchos, visión que parece fascinar y a la vez rechazar a los se-rranos. El mundo de las mujeres se muestra igualmente desquiciado al llegar el día, cuando abandonan los prostíbulos y ascienden hacia sus chabolas, bajo el sol del arenal, a veces maldiciendo una preñez indeseada. Pero, a diferencia de la noche y el abajo, ahora hablan: sus frases revelan idiolectos diferentes, sus cuerpos pueden doblar-se, caer, arrodillarse o danzar, en un desahogo extraño de retorno hacia un pasado difuso, un mundo de arriba, serrano:

...se sacó el sombrero, enarcó el brazo como para bailar, hizo brillar la cin-ta del sombrero, moviéndolo, y con la melodía de un carnaval muy anti-guo, cantó, bailando:

Culebra Tinoco culebra Chimbote culebra asfalto culebra Braschi cerro arena culebra Challwa pejerrey, anchovita, culebra,

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carritera culebra camino de bolichera en la mar, culebra, fila alcatraz, fila huanay culebra (1975: 54)

La repetición de “culebra” –inserción de la cosmovisión andina para nombrar al mundo circundante– así como los vocablos que-chuas, muestran a través de ese estado de la lengua la interferencia de dos idiomas y dos realidades, la segunda de las cuales precisa ser interpretada por la primera, en un recorrido metonímico que hace del pasado-allá un presente-acá concebido en términos de “desgra-cia”. La escena prolonga su alucinada violencia en el diálogo entre la bailarina y el hombre:

La mujer lo tomó de la cintura. Volvió a cantar con otro tono y otra letra y obligó a bailar al obrero eventual:

Gentil gaviota islas volando culebra, culebra, cerro arriba, culebra, cerro abajo, culebra, bandera peruana culebra.

–¿Bandera piruana culebra? –le interrumpió el hombre–. ¿Puta eres? –Animal, en barriada San Pedro nunca putas. Yo canto en cerro arena:

Bandera peruana rojo blanco culebra culebra culebra...

El hombre le dio un puntapié. –Yo licenciado ejército –dijo. (1975: 55)

La extensión de las citas permite advertir cómo se unen y se re-chazan mundos tangenciados: el de la prostitución y la cosificación de la mujer, y el del ejército –representante del estado-nación– como institución que habilita la violencia dirigida hacia las gentes que par-ticipan de un destino común (aunque no comunitario).

La novela hilvana siempre dos planos: diario y relato, lengua que-chua y castellano adaptado, el mundo de arriba y el mundo de abajo, la sierra y la costa, la fractura idiomática del migrante y la pureza líri-ca de los parlamentos de los zorros, en español o en quechua, se-guido de su traducción, la inmediatez que supone el mensaje, cris-pado por la necesidad de ser comprendido, y la totalidad del tiempo que se desprende de los diálogos de los zorros (cfr. Lienhard 1981: 32). En este sentido, el carnaval antiguo que danza y canta la mujer con nuevas y viejas palabras, halla su continuidad en el diálogo de los zorros, inmediatamente después de esa escena; su tema: la pa-labra y el canto (o: la escritura y la oralidad): “EL ZORRO DE ABAJO: La palabra es más precisa y por eso puede confundir. El canto del pato de altura nos hace entender todo el ánimo del mundo.” (1975:

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56). Martín Lienhard llama la atención respecto de que la mayoría de los episodios novelescos toman la forma de un “rito bailado”, propio de la cosmovisión andina. Y señala:

La irrupción violenta de la “oralidad y gestualidad popular”, su papel no ancilar sino estratégico en El zorro permite hablar de la transformación ra-dical del “molde” de la novela burguesa, decimonónica o vanguardista. Con El zorro aparece en el Perú un nuevo tipo, “colectivo”, de novela ur-bana, quizás “imposible”, hecho a partir de las cosmovisiones, los discur-sos plurales y la ritualidad tradicionales y contemporáneos de “los de aba-jo”. (1992:68)7

¿Cómo se otorga forma novelística a este amasijo de la moderni-dad que representa Chimbote, su organización económica, política y social, la circulación del dinero, las mafias, la llegada de migrantes que, a esas alturas, se deben contentar con trabajos eventuales; en fin, cómo surge una nueva e inestable identidad “barrial”? Para tratar el primero de los temas, Arguedas acude a dos personajes: el jefe de planta de la fábrica de harina de pescado y un joven “visitante”, un interpelador risueño y enigmático –un zorro–, a quien aquel explica de qué modo se manipula a los obreros:

Entonces “calculamos y dijimos”: los criollos son todavía más ansiosos de vicios que los serranos. Son como yo, pero no tienen frenos. A los pobre-citos serranos les haremos enseñar a nadar, a pescar. Les pagaremos unos cientos y hasta miles de soles y ¡carajete! Como no saben tener tanta plata, también les haremos gastar en borracheras y después en putas y también en hacer sus casitas propias que tanto adoran estos pobrecitos. (1975: 103)

Estas palabras dejan ver la mezcla de desprecio y condescen-dencia con que son considerados y tratados los serranos en el nue-vo espacio; la inversión de los valores tradicionales de los pueblos andinos se produce por un nuevo factor de presión, ya no los hacendados, sino los industriales, las grandes compañías interna-cionales, deforman la faz indígena del Perú. El segundo aspecto –cómo se conforma una nueva identidad luego de la migración– se noveliza a través del personaje de Balazar, presidente de la barriada de San Pedro, quien ha alcanzado popularidad entre los vecinos de-bido a su mejor conocimiento del castellano, lengua de prestigio in-corporada a retazos mediante un proceso del que no está exento la violencia, si se atiende a la circunstancia de que se migra desde un espacio no prestigioso. En el afán de incorporarse socialmente, Ba-lazar acude a cultismos o a términos a los que atribuye un significa-do distinto, basándose en su sonoridad, e interpola en el castellano adaptado giros que responden al patrón sintáctico quechua. Ese

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pastiche de lenguas revela su trabajosa internalización en el pasaje espasmódico donde el “yo” que enuncia es, a la vez, un “nosotros” y un “él”:

Desde el discurso que pronunció en el nuevo cementerio para pobres, fe-lizmente “habelitado” allí, al pie del médano de San Pedro, él creía haber progresado mucho en los manejos del “política actuación”, y de la “labia contundencia”. “Yo, quizás –pensó; ya no podía pensar en quechua– pue-de ser capaz, en su exestencia de mí, no seré ya forastero en este país tie-rra donde hemos nacido. Premera vez e premera persona colmina ese hazaña defícil en so vida exestencia”. (1975: 237-238)

Pero, qué representa la irrupción de Chimbote como polo indus-trial y económico en un país atravesado por profundas barreras ra-ciales y culturales? Es, por cierto, un nuevo escenario, hostil y cam-biante, todavía un no-lugar que, sin embargo, puede ser contempla-do desde la perspectiva que brinda, hacia el final de la novela, don Cecilio, habitante de la barriada La Esperanza, al padre Cardozo:

...Tengo mi poco de instrucción oficial. Usted dice “miserable tradicional” es decir ¿desde sus padres, abuelos? –Sí, compañero, eso. Equivoco, padre compañero. Más bien es como reventazón de miseria y pelea reunido. Aquí en Chimbote, la mayor parte gente barriadas nos hemos, más o menos, igualado en la miserable miserableza que será más pesadazo en sus apariencias, padre, que en las alturas sierra, porque aquí está reunido la gente desabandonada del Dios y mismo de la tierra, por-que ya nadies es de ninguna parte-pueblo en barriadas de Chimbote. (1975: 252)

La reflexión del personaje expresa lúcidamente la pérdida de un sentido de territorialidad tradicional y la formación en ciernes de una “pertenencia”, a través de una lengua forzada a dar de sí lo que el vocabulario (ausente) no provee: “miseria”, “miserable miserableza”, refuerzan el campo semántico de la pérdida y la orfandad. Pero tam-bién la lengua permite decir la esperanza que anima a los poblado-res, las posibilidades de trabajo en mercados y tiendas y el deseo de emergencia8. En este sentido, puede considerarse que uno de los logros mayores de El zorro de arriba y el zorro de abajo radica en la presentación de una situación casi sin desarrollo, un estado existen-cial irresuelto, como esa lengua que opera por contagio de sonidos y que no alcanza todavía el grado de bilingüismo9.

El testimonio urbano

Contemporáneamente, la antropología comenzaba a ocuparse de las migraciones a las ciudades. En 1964 se publica la versión caste-

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llana de Los hijos de Sánchez. Autobiografía de una familia mexicana (1ª edición 1961) de Oscar Lewis, libro no sólo discutido por su tesis acerca del fatalismo que entrañaba la “cultura de la pobreza”, sino también calificado como “obsceno y denigrante” por los miembros de la Sociedad Mexicana de Geografía10. Leída a casi cinco déca-das, la obra conserva su impulso inicial y su seducción narrativa. En la “Introducción”, Lewis señala que las brechas existentes en una sociedad jerárquica como la mexicana, así como la atención puesta exclusivamente en cuestiones indígenas, llevaron a desconocer el universo de “los habitantes pobres de las ciudades”; por ello, en-tiende que se trata de una oportunidad única para los antropólogos de “desarrollar una literatura propia”. Como no deja de advertirse, el término “literatura” no es tomado de manera difusa; el autor señala: “En la actualidad, aún la mayor parte de los novelistas están tan ocupados sondeando el alma de la clase media que han perdido el contacto con los problemas de la pobreza y con las realidades de un mundo que cambia” (1966: xiii-xiv). Quizás haya sido esa mezcla de “vocero” y “novelista” que el antropólogo asume para sí en el relato la que aseguró el éxito de lectura de Los hijos de Sánchez, pero tales atributos seguramente incidieron en la discusión que en décadas posteriores tuvo lugar entre los intelectuales académicos respecto del locus del antropólogo, su rol como sujeto mediador, en el marco de las lecturas posmodernas del testimonio11.

En 1969, Casa de las Américas lanzó la convocatoria de su pre-mio anual de literatura, delineando las características tipológicas de un nuevo género, el testimonio12. El carácter fronterizo de este géne-ro se muestra no solamente a través de la absorción de diferentes tipos discursivos, que lo relacionan con el reportaje, la autobiografía, la biografía, la novela, sino además en esa apuesta a la “objetividad y fidelidad” que parece ir en desmedro de lo literario. Sin embargo, esta opción parece atenuarse en la propia convocatoria del premio, al exigírsele al testimonio “una superior calidad literaria” frente al me-ro reportaje.

La aparición y circulación de textos como Biografía de un cima-rrón (1966) de Miguel Barnet, “Si me permiten hablar...” Testimonio de Domitila, una mujer de las minas de Bolivia, de Moema Viezzer (1977), ¡Aquí también, Domitila!, testimonios recopilados por David Acebey (1985) y Me llamo Rigoberta Menchú, de Elizabeth Burgos Debray (Premio Casa de las Américas 1983) plantearon, como seña-lé, una serie de cuestiones referidas al carácter de la “transcripción”, a la “mediación” de la escritura por parte de un intermediario que se diferencia así del emisor del testimonio, a la intencionalidad “estéti-

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ca” o “verdadera” (donde “lo verdadero” se define por contraposi-ción a “lo ficcional”), al carácter “literario” del montaje, etc.13

En el Perú, entretanto, surgieron testimonios de gran calidad, en el sentido en que, más allá de cualquier debate, las historias de vida que en ellos se relataban impresionaban por su profunda humani-dad. Me refiero específicamente a Gregorio Condori Mamani. Auto-biografía (1977: primera edición bilingüe, 1979: segunda edición en castellano), de Ricardo Valderrama Fernández y Carmen Escalante Gutiérrez quienes, con el soporte de la historia oral y del testimonio directo, “hacen oír” la historia de Gregorio, nativo de Acopía que termina migrando al Cusco y trabajando como cargador en condi-ciones de extrema pobreza14. Más impactantes, por la amplitud del fenómeno en término de estadísticas, son los testimonios que giran alrededor de la enorme transformación de Lima, a propósito de la migración de miles de serranos15. Algunos títulos de testimonios re-velan el equilibrio entre dos términos: la ciudad y los migrantes. Es el caso de Habla la ciudad, de varios autores, editado por la Universi-dad Nacional Mayor de San Marcos y la Municipalidad de Lima en 1986, así como del más reciente y excepcional libro de Víctor Vich, El discurso de la calle. Los cómicos ambulantes y las tensiones de la modernidad en el Perú, del 2001. En este libro, Vich se interpela a sí mismo como investigador, relata su propio itinerario por Lima, su amistad con los cómicos ambulantes y el descubrimiento de los mensajes que trasmiten en sus “performances”. Los textos recopila-dos dialogan con la interpretación que realiza Vich en función de cómo estos ex migrantes generan un discurso de resistencia, de tác-ticas de inserción en la sociedad, de estrategias para sobrevivir en un medio y una profesión cargados de altibajos, de su capacidad de organización y también de adaptación a las situaciones cambiantes de la vida en Lima. Varios preconceptos son desconstruidos en El discurso de la calle. Me limito a señalar aquellos que de alguna ma-nera suturan la escisión expuesta por José Carlos Mariátegui en 1928. Observa Vich:

En conclusión, la modernidad no es aquí un discurso negado ni mucho menos que se pretenda evadir proponiendo una alternativa radical, extre-ma y autónoma [...] Como lo demuestran las performances que he analiza-do, el proyecto de la modernidad tiene que ser visto como parte integral de las dinámicas de la cultura latinoamericana y no como una fuerza ex-traña a ella [...] Por ello, para los sectores populares, se trata de utilizar al-gunas herramientas de la modernidad pero intentando combinarlas con elementos que vienen de distintos órdenes culturales y de esa “heteroge-neidad multitemporal” que es característica de la identidad latinoamerica-na. (2001: 64)

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El autor considera que la migración andina hacia las ciudades es un acto de modernización que recoge “fragmentos” (o residuos) de varios sistemas de valores culturales y que supone la construcción de identidades grupales complejas; así, por ejemplo, el “progreso” no es entendido como un individualismo liberal, sino como un senti-miento de solidaridad con raíces en la reciprocidad andina y con la-zos parentales o de paisanaje. En el mismo sentido, el acceso a la cultura “letrada” puede ser una opción dable, pero no es la única, como sostiene uno de los cómicos ambulantes al afirmar el conoci-miento aprendido en la “universidad de la calle”. En suma, se trata de un discurso menos sujeto al disciplinamiento de las instituciones. Observa Vich:

...la complejidad de este discurso radica en que todas las dicotomías que representa (antes/ahora, aquí/allá, oralidad/escritura, costa/sierra, espa-ñol/quechua, biblioteca/calle, etc.) se asocian más con la reproducción de un discurso social letrado que con prácticas personales, nada excluyen-tes, de un sujeto que las maneja simultáneamente, no en síntesis, no sin tensión, con un discurso abiertamente político y mostrando el espesor de una densa capa de significados. (2001: 87-88)

La polifonía urbana

Me interesa centrarme en Taquile en Lima. Siete familias cuen-tan..., publicado por José Matos Mar, con la colaboración de un equipo de antropólogos, en 1986. Tres grandes segmentos o capítu-los (I.“Así era la comunidad”. II.“Siete familias en Lima. 1955-1984” y III.“Epílogo” sobre “Los limeños nuevos”) permiten organizar la mate-ria narrativa ubicando los dos polos, Taquile y Lima, espacios que se entrecruzan con la línea temporal cronológica. En la “Presentación”, José Matos Mar informa que entre 1950 y 1953 realizó estudios an-tropológicos en la zona del lago Titicaca donde se encuentra la isla de Taquile, comunidad quechua cerrada hasta ese momento a facto-res exógenos. En 1955, contando con la ayuda de Matos Mar, varios taquileños se trasladaron a Lima, incorporándose a ella como parte del estrato popular urbano. Estos primeros migrantes, a su vez, apo-yaron el traslado de otros taquileños, resultando que hacia 1982 ya existía una pequeña comunidad formada por ocho familias emparen-tadas entre sí, que contaba con miembros más jóvenes, nacidos en la capital y socializados en sus instituciones educativas. Ese mismo año, quienes seguían relacionados con el antropólogo y sus tareas, sugirieron entrevistas a aquellos que habían vivido la experiencia de la migración. Matos Mar destaca la ingerencia en este proyecto de Cayetano Flores, asistente del antropólogo durante la primera visita

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a Taquile en 1950, llegado a Lima en 1955 y puente posterior, en 1982, entre el investigador y las familias.

Encontramos aquí un dato sustancial: el conocimiento entre el antropólogo y los taquileños abarca dos grandes periodos: tres años primero y dos años después, sin contar que la relación nunca se in-terrumpió debido a que Cayetano trabajó en la Universidad de San Marcos. Todo lo cual conduce a una primera constatación: el testi-monio es el resultado de una prolongada relación entre informantes y antropólogo (el caso de Arguedas constituiría el ejemplo conspicuo de tal relación), lo que supone un pacto de confianza y una elección mutuas sostenidos en el tiempo. El hecho de haber gestionado Ma-tos Mar trabajo en la ciudad para algunos migrantes da pruebas de su compromiso, pero además lo convierte en “agente intercultural”. En cuanto a la elección del método, el antropólogo señala que lo llamativo fue la memoria que los taquileños tenían de su comunidad, por lo que se decidió que la vía de expresión más rica era una:

... multibiografía, es decir un conjunto de biografías armónicamente rela-cionadas en el tiempo y en el espacio. Los informantes, mediante una flui-da y concordante exposición, en primera persona, establecen un contra-punto de perspectivas y actitudes. La presentación elegida permite en-marcar los testimonios en su dimensión social y cultural, sin que se pier-dan los rasgos individuales de cada personalidad. (1986: 14)

Taquile en Lima es un relato testimonial polifónico. Esta particula-ridad permite afirmar los rasgos propios del “sujeto migrante”, lo que de acuerdo con Raúl Bueno Chávez, “implica entender el fenómeno de la migración del campo a la ciudad como producido por un sujeto esencialmente colectivo, que ’habla’ como grupo, incluso cuando lo hace a través de individuos, para expresar problemas y esperanzas afines u homologables.” (2004: 62). Pero Taquile en Lima es, tam-bién, un producto literario, afirmación que supone esta reflexión: si la condición literaria necesita de un lector que procese –de acuerdo con los parámetros sociohistóricos– lo que lee como “literatura”, el carácter auténtico del testimonio deja de ser crucial, para pasar a constituir uno más de los componentes que entran en juego a la hora de su puesta en discurso. Las secuencias que organizan el relato, apuntadas más arriba, responden a una tradición cultural que en-cuentra en el modelo de la novela polifónica contemporánea el cau-ce que otorga coherencia y progresión a los testimonios. En este or-den, Elzbieta Sklodowska argumenta que:

...la novela contemporánea hispanoamericana continúa su propia tradición de adaptación camaleónica al contexto manteniendo su función dominan-te dentro del sistema literario de origen europeo [...] la novela no cumple la

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profecía de su tantas veces anunciada muerte, sino –al contrario– emerge renovada para responder a las exigencias de su momento histórico, tal como lo había hecho desde sus orígenes: encubriendo una forma literaria bajo una máscara referencial/testimonial. (1992: 94-95)

Un factor que requirió extremo cuidado fue el lingüístico. Los in-formantes eran originariamente hablantes del quechua y sólo al lle-gar a la ciudad, ya adultos, aprendieron el castellano. La transcrip-ción mantuvo en lo posible elementos de la oralidad –el patrón sin-táctico quechua, el uso de la -i en lugar de la -e, como parte de una estrategia tendiente a preservar el clima de la situación comunicati-va. El caso es indicador de que continúa operando la heterogenei-dad discursiva, si bien en un grado menor al señalado por Cornejo Polar respecto del narrador en norma culta del indigenismo orto-doxo. Básicamente, tiende a desaparecer el paternalismo idiomático que el narrador imponía disociando su lengua de la del indígena. En ese sentido, la “plasticidad cultural” de la que habló Ángel Rama es un proceso compartido por el antropólogo (que debe aprender el quechua) y el testimoniante (que debe aprender el castellano). En otro plano, correspondiente al de la heterogeneidad de mundos, la problemática es enfocada hacia el proceso de adaptación e integra-ción del migrante al ambiente capitalino, así como a su incidencia en la modificación del rostro urbano. Por eso, concluye José Matos Mar que:

Los taquileños que llegaron del lago Titicaca en los años 1950 ya no son los mismos. Pero la Lima que los recibió, ha cambiado tanto como ellos. Estos migrantes son cada vez más urbanos y menos campesinos, en una capital que se hace cada día más andina porque recoge, ahora, activa-mente, los múltiples legados culturales y sociales que constituyen el rom-pecabezas de nuestra identidad. Esta Lima de hoy es el teatro de un gi-gantesco desborde histórico, social y cultural. (1986: 16)

Subyace en esta consideración una distancia grande con el indi-genismo “ortodoxo” de un Alcides Arguedas o de un Icaza: el indí-gena sale de su medio y llega a otro, al que modifica en diversos grados. Se trata de un pasaje que hace del migrante un sujeto hete-rogéneo y heterogeneizante, puesto que, como señala Bueno Chá-vez: “impulsa las distintas heterogeneidades periféricas hacia los centros de América Latina, donde, adensadas, se encargan ellas de destacar la heterogeneidad de más bulto: la que opone las culturas aborígenes e indomestizas a las culturas occidental y occidentaliza-das.” (2004: 63).

¿Qué se cuenta en Taquile en Lima? Las historias nos hablan del estado de la comunidad en 1950, el relato de fundación mítico tras-mitido generacionalmente y la apropiación de tierras por parte de

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mestizos que aprovechan la carencia de títulos de propiedad de los taquileños. Este despojo da origen a un juicio, en la época de Sán-chez Cerro, que la comunidad pone en manos de un comunero, Pru-dencio, y que es ganado por los indígenas en 1941. En la historia emerge la figura de Prudencio como líder de las acciones de recupe-ración de la tierra, que abusa de la confianza depositada en él por sus compañeros, pero la aparición de los títulos de propiedad, en 1954, frena su ambición. La necesidad de conseguir dinero para hacer efectiva la adquisición de las tierras provoca el éxodo hacia la ciudad. La “Segunda Parte” presenta la importancia de las institu-ciones formales en la ampliación del imaginario campesino; actores de este proceso son los niños escolarizados. Las vivencias del ayer, que retornan a través de los huaynos, o la memoria de la comunidad en momentos en que las familias pasan a ocupar espacios en los “Pueblos Jóvenes” y quedan en situación de defender su terreno de otros ocupantes, señalan lo que de agresivo conlleva el pasaje a la periferia urbana. Sin embargo, y a pesar de los inconvenientes, la esperanza de los mayores se concentra en los hijos; todos los ex migrantes quieren que hablen castellano, que estudien en la univer-sidad o en institutos terciarios. Por su lado, en el curso de sólo dos décadas Taquile ha cambiado. Algunos migrantes retornaron, otros invirtieron en artesanías, otros compraron pequeñas propiedades de tierra o se integraron al circuito de la exportación de productos y la isla se abre al turismo. La siguiente generación, nacida en la ciudad, revierte la situación de marginación inicial; ahora se sienten orgullo-sos de “ser serranos”. Los “nuevos limeños”, por otra parte, asumen una identidad de clase: “Soy de la clase baja porque recién todavía estamos surgiendo” (1986: 474).

La experiencia de la migración tiene un carácter comunitario. En efecto, casi todas las familias están relacionadas por lazos parenta-les, en una suerte de identidad primera que, si bien cambiante, man-tiene su funcionalidad a través de la rememoración del pasado en sus conversaciones, así como en las ocasiones de música y baile. Las tensiones no desaparecen, sin embargo, expuestos como se hallan los migrantes a diferentes instancias del Estado. Por ejemplo, ciertas apreciaciones respecto del sindicalismo muestran la fractura entre un estrato “letrado” (estudiantes y profesores universitarios, agrupaciones sindicales) y un estrato de trabajador semialfabetizado. De otro lado, estas limitantes generan tácticas de adaptación muy fuertes. Por ejemplo, cuando un grupo se presenta ante Belaúnde Terry para solicitar beneficios para Taquile, lo hace con sus trajes típicos. Voluntariamente exponen un aire “exótico” que les permita obtener lo deseado, lo que obra a la vez como elemento cohesio-

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nante del grupo, que recrea los “residuos de su propia historia”. Las situaciones narradas dejan advertir que se ha conformado una clase popular sumamente elástica en sus componentes, por lo que la me-moria de “ser taquileño” posibilita un auto-reconocimiento que es vital para producir un nuevo proceso heterogeneizador.

¿Cambio sistémico o literatura alternativa?

El somero recorrido por Taquile en Lima remite, entonces, al des-linde planteado por Mariátegui: el testimonio indígena, sea de mi-grantes o no, es parte de una literatura indígena, no de una literatura indigenista16. “Es parte”, en la medida en que quienes otorgan su testimonio se autoidentifican como indígenas que han atravesado situaciones que dinamizaron y enriquecieron esa identidad primera. Los testimoniantes pertenecen, entonces, tanto a la comunidad ta-quileña como al universo urbano de la pobreza.

De otro lado, el devenir de las sociedades nacionales ha mostra-do que no existen actualmente comunidades cerradas a los meca-nismos de la globalización, lo que torna imposible pensar un espacio “originario”. En todo caso, a la ilusión occidental de un lugar no con-taminado por la civilización, le corresponde, como respuesta creati-va, un “montaje”: el traje típico, el instrumento autóctono, la artesa-nía de carácter industrial. En términos de sociología de la cultura, se trata de comportamientos culturales que puede cubrir el espectro de “lo arcaico” (la recreación del lugar originario, según el imaginario de la modernidad) o de “lo residual”, esto es, la actualización de ele-mentos del pasado que continúan actuando efectivamente en el pre-sente (Williams 1997: 144).

En lo que concierne a la “heterogeneidad” que habita tanto en el sistema de la literatura indigenista como en el “sujeto migrante”, ésta parece haber dado lugar a un nuevo proceso heterogeneizante, al incorporar los sujetos sectores de su cultura de proveniencia y adap-tarlos a la nueva situación. Ejemplo de ello es la presencia de un sentido “comunitario” que se recrea en un ámbito espacial aguda-mente heterogéneo: los “Pueblos Jóvenes” o barriadas, en las que se procura mantener vivo ese sentido a través de la formación de centros barriales, clubes deportivos, iglesias y lugares de esparci-miento. La heterogeneidad que deviene de esta novedosa situación se relaciona con los diversos orígenes de los migrantes, parte de cu-yas costumbres se readaptan en el espacio compartido, así como con su acceso a niveles restringidos de la vida urbana; sea como or-denanzas, limpiadores o vendedores ambulantes, el lugar social del migrante andino continúa siendo, al menos por el momento, el del subalterno.

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La migración es un proceso que en algún momento se interrumpe para permanecer latente, cuando el sujeto alcanza ciertas segurida-des: un trabajo estable, la posibilidad de una jubilación paga, el ac-ceso de los hijos a la educación, la vivienda (recordemos la frase del personaje de El zorro de arriba y el zorro de abajo: “sus casitas pro-pias que tanto adoran estos pobrecitos”). En rigor, ese estado se completa con una estabilidad emocional que opera en una zona de liminalidad en la que los recuerdos no duelen, ni el presente es ago-biante porque existe un proyecto.

La heterogeneidad de mundo, aquella que exponía a una comu-nidad a su desaparición, hoy se ve reducida por la experiencia de vida en un Pueblo Joven, donde confluyen gentes de todas partes. Para algunos migrantes la barriada es el destino final. Para otros, el proceso se reinicia cuando emerge el deseo de retorno al lugar de origen, ya transformado por acción de los propios migrantes. Estos son los “sujetos heterogéneos y heterogeneizantes”. El retorno no se proyecta como una utopía pues, en la mayoría de los casos, los via-jes periódicos, las visitas de los familiares, han ido dando cuenta de los cambios ocurridos en la comunidad. Nadie espera volver a una comunidad cristalizada en el tiempo, pues en efecto la partida no ha sido definitiva, sino en gran medida inconclusa.

La noción de heterogeneidad trabajada por Cornejo Polar refería, además, al circuito comunicacional; en él, la figura del narrador culto mantenía la distancia frente al mundo narrado y su idioma, lo que sugeriría una equivalencia con la figura actual del antropólogo que gestiona el testimonio. Sin embargo, puede afirmarse que no hay testimonio mientras no exista un diálogo intercultural parejo, mien-tras los actores no reconozcan sus diferencias y las acepten como parte de un contrato dialogal. En el caso revisado, el carácter de “traductor” de Matos Mar se complementa con el rol del “mediador cultural”, factor que alienta la migración y atenúa el impacto de lo desconocido, brindando ayuda a los migrantes. En cuanto a la “for-ma” que asume el relato testimonial, se preserva el modelo de relato occidental de carácter polifónico, lo que posibilita una recepción “li-teraria” por parte del lector.

Pero, cuál es el proyecto que anima a este tipo de producción contemporánea? Aquí el concepto de focalización es fundamental: no hay en rigor unas militancia indigenista, sino un adelgazamiento de esta función, actualmente menos prejuiciosa, menos paternalista, por cierto, aunque no “neutra”. A Matos Mar le interesan, además, otros problemas: el desborde citadino y la nunca contestada cues-tión de la identidad nacional. En ese marco inscribe el problema para él básico: la migración, a la que dedica su libro.

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En cuanto al plano de la historia, conviene señalar una modifica-ción sustancial en la relación rural/urbano. El indigenismo canónico fijó su mirada sobre lo rural, imaginando un programa reivindicativo que, por cierto, no contemplaba la migración producida décadas después. Y aunque personajes como Benito Castro, que van y vuel-ven, intenten modificar la mentalidad del comunero en aquellas zo-nas que cooptan su propio desarrollo, su proyecto se frustra en tan-to es prácticamente individual. En el testimonio, por el contrario, se despliegan dos espacios vividos a través de experiencias comunita-rias –aunque heterogéneos, puesto que los estereotipos continúan funcionando con éxito: “cholo serrano” es una frase despreciativa que difícilmente tenga respuesta en un niño recién llegado de la sie-rra, habrá que esperar años para que la respuesta se transforme en orgullo de serlo.

¿Es posible entonces hablar de un “indigenismo urbano” produc-to del testimonio del migrante? Antonio Cornejo Polar lo sugirió en el capítulo II de Escribir en el aire (1994) y al parecer se estaba ya cum-pliendo. Así, pues, a la pregunta inicial de si el testimonio del migran-te constituye una literatura alternativa o revela un cambio en el sis-tema del indigenismo (y todavía sin la evidencia que toda literatura epigonal supone), podría arriesgarse esta respuesta: son más las ra-zones para ver la presencia y transformación de la heterogeneidad, marca del sistema, que para pensar en términos de “alternativo”. Ya los formalistas señalaron los cambios producidos en la serie literaria y los cambios en contacto con otras serie de la vida. Sería, pues, el indigenismo urbano un caso de adelgazamiento del término “indige-nismo” a favor del rasgo predominante de la migración: la presencia de dos lugares incorporados a la existencia del sujeto y que coexis-ten en la memoria y en la práctica diaria de la supervivencia.

En suma, reconociendo la existencia de dos géneros, el indige-nismo y el testimonio, ambos con un alto grado de canonicidad, es la incorporación de la temática de las migraciones rurales a la ciudad canalizada a través del método testimonial, el factor que permite plantear la problemática del cambio sistémico. La existencia actual de un “indigenismo urbano” propone el cambio al interior del sistema del indigenismo: sujetos productores de heterogeneidad, cuyas ac-ciones modifican el paisaje urbano, pero también los lugares de ori-gen; destinos que no están predeterminados sino lanzados al albur de las circunstancias, movilidad social moderada. Aspectos todos que transforman y revierten el “modelo radial de cultura” (Bueno Chávez 2004:63). Y, en cuanto al testimonio, es su puesta en discur-so lo que le otorga literariedad y permite su traslapamiento con el sistema del indigenismo, aunque lo paratextual instale el pacto veri-

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dictorio. También lo hizo, en sus intervenciones, el narrador de la novela indigenista.

NOTAS:

1. Obsérvese la similitud en el uso del vocablo “residuos” con las postulaciones de Williams respecto del carácter todavía activo en el presente de lo residual (Williams 1997: 144).

2. Dice Escajadillo: “... la evolución del ’indigenismo’, me llevó a un elemental esquema que proclama dos momentos fundamentales: el primero, que abar-caría la gran mayoría de las obras del género, que prefiero denominar ‘indige-nismo ortodoxo’, y una segunda fase de evolución que comprende mucho menos obras, para la cual empleo la denominación ‘neo-indigenismo’” (1994: 34).

3. Más aún, en el estudio que este crítico dedica a la novela en 1983 se advierte la importancia del tema de los “comuneros emigrados emigrados”. Destaca que cinco capítulos están dedicados a la trayectoria y destino final de los co-muneros que migran hacia la hacienda de clima medio, el fundo cocalero, la mina, la cauchería o la capital de la nación. Cfr. Escajadillo 1983: caps. II y IV.

4. Podría incluirse en este recorrido a Yawar fiesta (1941), ejemplo de apertura hacia un espacio mayor que la comunidad: una capital de provincia de la sie-rra. Además, por la tematización de la figura del migrante. En “La novela y el problema de la expresión literaria en el Perú”, publicado en 1950 en la revista Mar del Sur, Arguedas señala al respecto: “Otro personaje reciente que apare-ce en Yawar Fiesta es el provinciano que migra a la capital. La invasión de Li-ma por los hombres de provincias se inició en silencio; cuando se abrieron las carreteras tomó las formas de una invasión precipitada. Indios, mestizos y te-rratenientes se trasladaron a Lima y dejaron a sus pueblos más vacíos e inac-tivos, desangrándose. En la capital los indios y mestizos vivieron y viven una dolorosa aventura inicial; arrastrándose en la miseria de los barrios sin luz, sin agua y casi sin techo, para ir ‘entrando’ a la ciudad, o convirtiendo en ciudad sus amorfos barrios, a medida que se transformaban en obreros o empleados regulares. ¿Hasta qué punto estos invasores han hecho cambiar el tradicional espíritu de la Capital?”. (1974 [1950]: 166).

5. Martín Lienhard observa “... su difícil clasificación dentro de la novela indige-nista. Parece posible, sin embargo, ver en El zorro una etapa ulterior de ésta, documentada hasta ahora por esta obra única [...] Por primera vez entra así en la novela peruana de referente costeño una visión no costeña, sino serrana, y que podría ser la de los millones de serranos domiciliados en la costa, colecti-vidad que carecía de voz en el campo de la literatura escrita.” (1981: 15 y 18).

6. Un agudo análisis de la escritura de los diarios en relación con el relato puede verse en Ortega, Julio, “Discurso del suicida”. Revista ANTHROPOS, Nº 128, enero de 1992: 60-62.

7. Vale la pena transcribir la relación que establece Lienhard entre esta novela con la serie testimonial: “La publicación de un testimonio colectivo como Habla la ciudad [...] sugiere por otro lado que el enfoque propiamente docu-

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mental de El zorro ha sido un estímulo importante para los estudios sociales actuales.” (1992: 68).

8. Por su parte, Mario Vargas Llosa elabora un juicio lapidario: “El habla de los personajes es el mayor fracaso de la novela.” Por cierto, me permito disentir con el mismo, de acuerdo con la perspectiva que desarrollo. Véase Vargas Llosa, Mario, “Literatura y suicidio: el caso Arguedas”. Revista Iberoamericana. Nos. 110-111. Enero-Junio 1980: 3-28.

9. Soy conciente de que se debiera incluir en este segmento el análisis de un texto fundamental para el estudio de las relaciones entre indigenismo y migra-ción. Se trata de Porqué se fueron las garzas de Gustavo Alfredo Jácome, pu-blicada en Otavalo (Ecuador) en 1979. Su compleja estructura, su polifonía y la copresencia de géneros discursivos podrían ubicarla cómodamente en el sis-tema como “neoindigenista”; de otro lado, la temática de la migración es des-plegada en la novelización de varios espacios: la comunidad, la ciudad, la na-ción. La salida al extranjero y el posterior retorno del protagonista, Andrés Tu-patauchi, a Imbaquí, permiten desplegar el conflicto ínsito a la migración: Quién es aquel que vuelve hecho “otro”, quién es aquel que no sabe quién es. Me limito pues, a destacar su importancia y a señalar las convergencias entre esta novela y las disquisiciones últimas de Raúl Bueno Chávez (2001).

10. Véase en la edición de 1966 la “Nota preliminar”. 11. En 1952 Ricardo Pozas había publicado Juan Pérez Jolote. Biografía de un

tzotzil, novela que es producto de las investigaciones del antropólogo en la re-gión de Chamula, estado de Chiapas. Si bien se aclara que el personaje cen-tral es un “representante de su comunidad” (elemento básico del “testimonio”) el texto asume plenamente una condición novelística evidente incluso en los párrafos finales.

12. Véase la entrada “testimonio” en el Diccionario de la literatura cubana (La Habana: Letras Cubanas, 1984, tomo I.

13. No es mi propósito tratar los debates e interpelaciones que tuvieron lugar res-pecto del género testimonial. Para una revisión del tema, véase: René Jara y Hernán Vidal Editores, Testimonio y Literatura. Minneapolis, Minnesota: Institu-te for the Study of Ideologies and Literature, 1986; Hugo Achúgar Compilador, En otras palabras, otras historias. Montevideo: Universidad de la República, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, 1994; Elzbieta Sklo-dowska, Testimonio hispanoamericano. New York: Peter Lang, 1992, así como el número 36 de la Revista de Crítica Literaria Latinoamericana. Lima-Perú, 2do. Semestre de 1992, dedicada al testimonio.

14. Para un análisis del texto, véase Jesús Díaz Caballero, “Para una lectura del etno-testimonio peruano de los años setenta”. En: José Antonio Mazzotti y U. Juan Zevallos Aguilar, coord., Asedios a la heterogeneidad cultural. Libro de homenaje a Antonio Cornejo Polar. Philadelphia: Asociación Internacional de Peruanistas, 1996: 339-363.

15. Señala José Luis Romero que en el Perú, en la década de 1920 los serranos comenzaron a bajar a la capital. En 1940 Lima sobrepasaba el medio millón de habitantes. En treinta años, el número creció de 600.000 a 2.900.000 (cfr. 1986: 322-3218).

16. Julio Noriega ha estudiado las manifestaciones literarias de los migrantes an-dinos. Me permito transcribir un largo fragmento, en apoyo de la situación del

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migrante como “agente activo” de transformación cultural en ámbitos mayores al de la comunidad de origen. Dice Noriega: “...marginal y casi clandestina-mente, ingresa una parte de esta gran ola migrante al mundo letrado. Su pre-sencia problematiza la historia, incluyendo la literaria, por supuesto. Dejando de ser personajes estereotipados o simplemente motivos novelescos, los via-jeros quechuas en la ciudad se convierten en productores literarios, en una mezcla híbrida de oralidad-escritura, en una especie de simbiosis entre autor y personaje al mismo tiempo, ya sea por medio de un largo proceso de educa-ción y el consiguiente cambio de nombre en ciertos casos o, sencillamente, valiéndose de intermediarios, traductores o escribientes. Los que se valen de estos intermediarios o escribientes en la escritura de sus textos –testimonios– son en su mayoría analfabetos, contadores de experiencias heroicas y trasmi-sores que reactualizan viejos mitos y leyendas orales quechuas. En cambio, aquellos que lograron educarse bajo el modelo occidental –el único en reali-dad– escriben poesías en quechua, adaptando el alfabeto español y, no pocas veces, alterando o transgrediendo las normas del sistema de escritura occi-dental de acuerdo con sus necesidades y las exigencias del idioma nativo.” (en Mazzotti y Cevallos Aguilar coordinadores, Op.cit, 1996: 314).

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1 Obsérvese la similitud en el uso d el vocablo “r esiduos” co n las postulaciones d e Williams resp ecto del carácter todaví a activo en el presente de lo r esidual (William s 1997: 144).

2 Dice Escaj adillo: “... la evolución d el ’i ndigenismo’, m e llevó a un el emental esquema que proclam a dos mom entos fundamentales : el primero, que abarcaría l a gran mayoría de las obras del g énero, q ue pr efiero d enomi nar ‘i ndigenismo ortodoxo’, y una segunda fase d e evolución que comprend e m ucho menos obras, p ara la cual empleo l a d enomi nació n ‘neo-i ndigenismo’” (1994: 34) .

3 Más aún, en el estudio que este crítico dedica a la novel a en 1983 se advierte l a importancia d el tema de los “comuneros emigrados emigrados”. D estaca q ue ci nco capítulos están dedi cados a la trayectoria y destino fi nal d e los comuneros q ue migran haci a la haciend a de clima m edio, el fundo cocal ero, la mina, l a cauchería o la capital d e la nación. C fr. Escaj adillo 1983: caps . II y IV .

4 Podría incluirse en este recorrido a Yawar fiesta (1941), ejemplo de ap ertura hacia un esp acio mayor que la com unidad: una capital de provincia de la sierra. Adem ás, por la tematización de la figur a del migrante. En “La novel a y el problema de la expresión literaria en el Perú”, publicado en 1950 en la revista Mar del Sur, Arguedas señala al resp ecto: “Otro personaj e reciente que aparece en Yawar Fiesta es el provinciano que migra a la capital. La i nvasión d e Lima por los hombr es d e provincias se inició en silencio; cuando se abrieron l as carreter as tomó las formas de una i nvasió n precipitada. Indios, mestizos y terratenientes se trasladaro n a Lima y dej aron a sus pueblos m ás vacíos e inactivos, d esangrándose. E n la capital los i ndios y m estizos viviero n y viven una dolorosa avent ura i nicial ; arrastrándose en l a miseria de los barrios si n luz , si n ag ua y casi sin techo, par a ir ‘entrando’ a la ci udad, o co nvirtiendo en ciud ad sus amorfos b arrios, a m edida q ue se trans formaban en obreros o empl eados r egular es. ¿H asta q ué punto estos invasores han hecho cambiar el tradicio nal espíritu de la C apital?”. (1974 [1950]: 166).

5 Martín Lienhard observa “. .. su di fícil clasifi cación d entro de la novela i ndigenist a. Parece posible, sin embargo, ver en El zorro una etap a ulterior de ésta, do cum entad a hasta ahora por esta obra úni ca [.. .] Por primera vez entra así en la novela peruana d e refer ente costeño una visió n no costeña, si no serrana, y q ue podría ser l a d e los millones d e serranos domiciliados en la costa, colectividad que car ecía de voz en el campo d e la literatura escrita.” (1981: 15 y 18) .

6 Un agudo análisis de la escritur a de los diarios en r elació n co n el relato p ued e verse en Ortega, Julio, “Discurso d el suicida”. Revista ANTHROPOS, N º 128, enero de 1992: 60-62.

7 Vale la p ena transcribir la r elació n que establece Lienhard entre esta novela con la serie testimoni al: “La p ublicación d e un testimonio col ectivo como H abla la ciud ad [. ..] sugier e por otro lado que el enfoque propiamente docum ental de El zorro ha sido un estímulo importante para los estudios sociales actuales.” (1992: 68).

8 Por su parte, Mario Vargas Llosa elabora un j uicio lapidario: “El habl a de los personajes es el m ayor fr acaso de la novel a.” Por cierto, me permito disentir con el mismo, de acuerdo con l a persp ectiva que desarrollo. Véase Vargas Llosa, Mario, “Literat ura y sui cidio: el caso Ar guedas”. Revista Ib eroamericana . Nos. 110-111. Enero-Junio 1980: 3-28.

9 Soy conci ente de que se debi era i ncl uir en este segmento el análisis d e un texto fundam ental para el estudio d e las relaciones entre i ndigenismo y migración. Se trata d e Porqué s e fueron l as garzas d e Gustavo Alfr edo Jácome, p ublicad a en Otavalo (Ecuador) en 1979. Su compl eja estruct ura, su polifonía y l a copresenci a de géneros discursivos podrían ubicarla cómodamente en el sistema com o “neoindigenista”; de otro lado, la temática de la migración es d esplegad a en la novelización de varios esp acios: la comunidad , la ci udad, la nación. La salida al extranj ero y el posterior retorno del protagonista, Andrés T upatauchi, a Imb aquí , permiten d esplegar el confli cto íns ito a la migración: Qui én es aq uel q ue vuelve hecho “otro”, q uién es aq uel q ue no sab e q uién es. Me limito pues, a d estacar su importancia y a señalar las co nvergenci as entre esta novela y las disquisicio nes últimas de Raúl Bueno C hávez (2001).

10 Véase en la edición de 1966 l a “Nota preliminar”.

11 En 1952 Ricardo Pozas había p ublicado Juan Pérez Jolote. Biografía de un tzotzil, novela q ue es producto de las i nvestigaciones d el antropólogo en la r egión de Chamul a, estado d e C hiapas . Si bien se aclara que el personaje central es un “r epresentante d e su com unidad” (elemento bási co del “testimonio”) el t exto asume plenam ente una co ndición novelística evidente i ncl uso en los p árrafos finales .

12 Véase l a entrada “testimonio ” en el Diccionario de la literatura cubana (La Hab ana: Letras C ubanas , 1984, tomo I.

13 No es mi propósito tratar los debates e i nterpel aciones q ue tuvieron lugar r especto del género testimoni al. Para una revisión del tem a, véase: René Jara y Her nán Vid al Editores, Testimonio y Literatura . Mi nneapolis, Minnesota: Institute for the Study of Ideologies and Literatur e, 1986; H ugo Achúgar Compilador, En otras palabras , otras historias. Mo ntevideo: Universidad d e la República, F acultad de Humanidad es y Ciencias de l a Ed ucación, 1994; Elzbiet a Sklodowska, Testimonio hispano americano. New York: Pet er Lang , 1992, así como el núm ero 36 d e la Revista de Crítica Liter aria Latinoam ericana. Lim a-Perú, 2do. Semestre de 1992, d edicada al testimonio.

14 Para un análisis d el texto, véase Jesús Díaz Cab allero, “Par a una lectura del etno-testimonio p eruano d e los años setenta”. En: José Antonio Mazzotti y U. Juan Zevallos Aguilar, coord., Asedios a la het erogeneid ad cultural. Libro de hom enaje a Antonio Cornejo Polar. Phil adelphia: Asoci ación Inter nacional de Per uanistas, 1996: 339-363.

15 Señal a José Luis Rom ero que en el Perú, en l a décad a de 1920 los serranos comenzaron a bajar a la capital. En 1940 Lima sobrep asaba el medio millón de habitantes . En treinta años, el núm ero cr eció de 600.000 a 2.900.000 (cfr. 1986: 322-3218).

16 Julio Noriega ha estudi ado las mani fest aciones literarias de los migrantes andinos . Me permito transcribir un largo fragmento, en apoyo de la situación del migrante como “agente activo” de transformación cultural en ámbitos mayores al de la comunidad de origen. Dice Noriega: “.. .marginal y casi cl and estinamente, ingresa una parte de esta gran ola migrante al mundo letrado. Su presencia problematiza l a historia, incluyendo la literaria, por sup uesto. Dejando de ser personajes est ereotipados o simplemente motivos novelescos, los vi ajeros q uechuas en l a ciud ad se co nvierten en productores literarios, en una mez cla híbrida d e oralidad -escritura, en una especie de simbiosis entre autor y personaje al mismo tiempo, ya sea por m edio de un largo proceso de ed ucació n y el consig uiente cambio d e nombre en ci ertos casos o , sencillamente, vali éndose de interm ediarios, trad uctores o escribientes. Los q ue se val en de estos i ntermediarios o escribientes en l a escritura de sus textos –testimonios– so n en su mayoría anal fab etos, co ntadores de exp eriencias heroicas y trasmisores q ue r eactualizan vi ejos mitos y leyend as orales q uechuas . En cambio, aq uellos q ue lograron ed ucarse bajo el modelo o ccidental –el úni co en r ealidad– escriben poesí as en quechua, adapt ando el al fabeto español y, no po cas veces , alter ando o transgrediendo las norm as del sistema de escritura occidental de acuerdo con sus necesid ades y las exigencias del idioma nativo.” (en Mazzotti y C evallos Aguilar coordinadores, Op .cit, 1996: 314).