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REVISTA DE CRÍTICA LITERARIA LATINOAMERICANA Año XXX, Nº 60. Lima-Hanover, 2do. Semestre de 2004, pp. 311-332 EN BUSCA DEL GAUCHO PERDIDO Rosalba Campra Università di Roma “La Sapienza” 1. Gauderio: algo más que un nombre En 1771, Alonso Carrió de la Vandera, español aposentado en América –sobre todo en Lima– desde hace más de treinta años, ob- tiene el nombramiento de segundo comisionado para el arreglo de correos y ajuste de postas entre Montevideo, Buenos Aires y Lima. En la orilla montevideana se encuentra con los Gauderios, y los describe así: Estos son unos mozos nacidos en Montevideo y en los vecinos pagos. Ma- la camisa y peor vestido procuran encubrir con uno o dos ponchos, de que hacen cama con los sudaderos del caballo, sirviéndoles de almohada la silla. Se hacen de una guitarrita, que aprenden a tocar muy mal y a cantar desentonadamente varias coplas, que estropean, y muchas que sacan de su cabeza, que regularmente ruedan sobre amores. Se pasean a su arbitrio por toda la campaña [...] y pasan las semanas enteras tendi- dos sobre un cuero, cantando y tocando. Si pierden el caballo o se lo ro- ban, les dan otro o lo toman de la campaña. [...] Se convienen un día pa- ra comer la picana de una vaca o novillo: le lazan, derriban y bien trin- cado de pies y manos le sacan, cuasi vivo, toda la rabadilla con su cuero, y haciéndole unas picaduras por el lado de la carne, la asan mal, y me- dio cruda se la comen ... 1 . La figura es nítida por demás: lo que define a los gauderios es la prescindencia de las reglas de la vida civil (ociosidad, vestimen- ta descuidada, nomadismo, desprecio por la propiedad ajena, ma- neras salvajes). El único elemento presumiblemente positivo, el canto, se ve rebajado sin ambages: estos mozos desentonan, sus temas de improvisación son monótonos, sus instrumentos musica- les son de mala calidad (es evidente aquí el uso del diminutivo “guitarrita” no con la función neutra de indicación del tamaño, si- no como marca de una apreciación despectiva). Una primera versión de este trabajo fue presentada en la sección dedicada a “Argentina, siglo XX: problemático y febril” de los Cursos Internacionales Ibe- roamericanos, Jarandilla de la Vera, julio 1999.

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REVISTA DE CRÍTICA LITERARIA LATINOAMERICANA Año XXX, Nº 60. Lima-Hanover, 2do. Semestre de 2004, pp. 311-332

EN BUSCA DEL GAUCHO PERDIDO•

Rosalba Campra Università di Roma “La Sapienza”

1. Gauderio: algo más que un nombre

En 1771, Alonso Carrió de la Vandera, español aposentado en América –sobre todo en Lima– desde hace más de treinta años, ob-tiene el nombramiento de segundo comisionado para el arreglo de correos y ajuste de postas entre Montevideo, Buenos Aires y Lima. En la orilla montevideana se encuentra con los Gauderios, y los describe así:

Estos son unos mozos nacidos en Montevideo y en los vecinos pagos. Ma-la camisa y peor vestido procuran encubrir con uno o dos ponchos, de que hacen cama con los sudaderos del caballo, sirviéndoles de almohada la silla. Se hacen de una guitarrita, que aprenden a tocar muy mal y a cantar desentonadamente varias coplas, que estropean, y muchas que sacan de su cabeza, que regularmente ruedan sobre amores. Se pasean a su arbitrio por toda la campaña [...] y pasan las semanas enteras tendi-dos sobre un cuero, cantando y tocando. Si pierden el caballo o se lo ro-ban, les dan otro o lo toman de la campaña. [...] Se convienen un día pa-ra comer la picana de una vaca o novillo: le lazan, derriban y bien trin-cado de pies y manos le sacan, cuasi vivo, toda la rabadilla con su cuero, y haciéndole unas picaduras por el lado de la carne, la asan mal, y me-dio cruda se la comen ...1.

La figura es nítida por demás: lo que define a los gauderios es la prescindencia de las reglas de la vida civil (ociosidad, vestimen-ta descuidada, nomadismo, desprecio por la propiedad ajena, ma-neras salvajes). El único elemento presumiblemente positivo, el canto, se ve rebajado sin ambages: estos mozos desentonan, sus temas de improvisación son monótonos, sus instrumentos musica-les son de mala calidad (es evidente aquí el uso del diminutivo “guitarrita” no con la función neutra de indicación del tamaño, si-no como marca de una apreciación despectiva).

• Una primera versión de este trabajo fue presentada en la sección dedicada a “Argentina, siglo XX: problemático y febril” de los Cursos Internacionales Ibe-roamericanos, Jarandilla de la Vera, julio 1999.

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La relación etimológica entre “gauderio” y “gaucho” no es cier-ta2, pero sí es cierto que estas designaciones, a partir del siglo XVIII, coexisten y se contaminan, hasta que se impone, en el XIX, la de “gaucho”, aunque lastrada con la misma carga negativa: un holgazán gozador situado al margen de la sociedad3.

¿Cómo puede ser que este vagabundo desentonado se transfor-me en una imagen mítica que, desde los textos escolares a las ver-siones actuales de la historieta (aun las más irreverentes), aparez-ca propuesto como ejemplo de generosidad, valor, amor a la tierra, libertad individual, y sobre todo, encarnación de la poesía?

Uno de los reconocidos poderes de la literatura (y no por reco-nocido menos sorprendente) es el de crear figuras que asumen la función de referencia ejemplar para la realidad. Así ha sucedido con el gaucho: al pronunciar esta palabra, la imagen que se pre-senta no es la de un ser histórico, sino la de un personaje de fic-ción, y particularmente el protagonista del poema de Hernández, Martín Fierro. Pero la paradoja va más allá: en ese gaucho que sólo subsiste a través de la literatura (dado que la realidad se en-cargó eficazmente de borrarlo) una nación ha reconocido (o preten-dido, o ansiado reconocer) la encarnación de valores en los que to-ma forma su identidad.

Los críticos han subrayado la asombrosa capacidad identifica-toria de la literatura gauchesca, es decir ese conjunto de textos que tienen como protagonista al gaucho, y que para expresarse se sir-ven en medida variable de sus peculiaridades lingüísticas, a pesar de que hayan sido escritos por autores no gauchos. Esta irradia-ción se funda, a mi parecer, en el efecto acumulativo de la lectura de las obras del género. Sabemos (yo misma lo he repetido en va-rias ocasiones) que no hay lectura aislada, no hay texto que hable sólo por sí mismo: leemos dentro de sistemas. Toda lectura es una superposición, según ejes que a veces nacen de la casualidad, y a veces han sido determinados por las autoridades culturales que explícita o implícitamente aceptamos. Por la escuela, la universi-dad, la crítica; en fin, por otros libros. Y a menudo nuestra lectura va a contrapelo del orden cronológico en que los textos han sido publicados.

En el caso del sistema formado por la gauchesca, no es infre-cuente leer Don Segundo Sombra, que es de 1926, antes de los Diálogos patrióticos de Bartolomé Hidalgo, escritos entre 1820 y 1822, o bien regresar al Martín Fierro, escrito por José Hernández en la segunda mitad del XIX, después de haber leído el relato de Borges Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874), publicado unos setenta años después. Lecturas y relecturas contribuyen a formar una especie de constelación en que cada texto se ilumina (o se distorsiona) con los reflejos (o las sombras) del otro. Eso es lo que ha permitido, en el caso del gaucho, un proceso retrospectivo de desrealización.

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Las reflexiones que siguen respetan (aproximadamente) el or-den cronológico de publicación de los textos, pero son menos respe-tuosas, quizá, del canon definido por las historias de la literatura, que señalan la codificación del género en los poemas de Hidalgo (Diálogo patriótico interesante, Nuevo diálogo patriótico, Relación que hace el gaucho Ramón Contreras a Jacinto Chano de todo lo que vio en las fiestas mayas de Buenos Aires en 1822 –1820-1822); consagran al Martín Fierro de José Hernández (Ida, 1872; Vuelta, 1879) como texto ejemplar; y establecen el cierre virtual del ciclo con el Santos Vega de Rafael Obligado (1885).

A estas obras canónicas creo que vale la pena agregar textos menos clasificables como forma, más fluctuantes como registro pe-ro, por distintas razones, igualmente significativos (aunque por obvios motivos de espacio no pueda dedicar aquí a cada uno de ellos la atención que requeriría): Facundo de Sarmiento (1845), una obra a medio camino entre el ensayo, la historia y la ficción, y que si bien no puede considerarse como perteneciente a la literatu-ra gauchesca, dedica al gaucho capítulos insoslayables; poemas como Fausto de Estanislao del Campo (1866), que por sus ribetes cómicos ha sido generalmente marginado en los estudios sobre el género; o bien como Santos Vega o Los Mellizos de la Flor de Asca-subi (1872), que acumula descripciones de costumbres campestres e historias de delitos, malones y cautivas; ensayos como El paya-dor de Leopoldo Lugones (1916); novelas como Don Segundo Som-bra de Ricardo Güiraldes (1926); relatos breves de fuerte densidad intertextual como Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874) de Borges (1949); hasta llegar a la intensa y recatada denuncia de El payador perseguido de Atahualpa Yupanqui (1972) o la recreación paródica de la historieta de Roberto Fontanarrosa Las aventuras de Inodoro Pereyra ¡El renegau! (desde 1973 a la fecha). Una lista que no pretende trazar un recorrido histórico, ni establecer un cor-pus exhaustivo, ni definir excelencias. A lo sumo, un repertorio de lecturas que han ido conformando mi personal constelación de la literatura gauchesca, y que invito a compartir4.

2. Facundo: el sentido de un título

El título original del libro que hoy todos conocemos simplemen-te como Facundo era, según la grafía que Sarmiento preconizaba en la época, Civilización I Barbarie. Vida de Juan Facundo Quiro-ga. I Aspecto Físico, Costumbres y Abitos de la República Arjenti-na. Hoy Civilización y barbarie ha pasado a ser sólo un subtítulo, pero en la voluntad del autor se trataba de indicar en esa antino-mia un punto de partida para descifrar la realidad del país. Sin embargo, ambiguamente, la conjunción que separa esos dos térmi-nos, al mismo tiempo propone (como enseñan las gramáticas) su inescindibilidad. En ese título fulgura la fascinación que, a pesar

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de todas las negaciones, la pretendida “barbarie” ejerce sobre Sarmiento. Se trata, precisamente, de la fascinación de figuras como la del gaucho que, no obstante aparezca como un elemento perturbador en el programa de “civilización” (es decir, en la pers-pectiva de Sarmiento, de europeización), representa también un paradigma de destrezas y virtudes.

La inmensidad del espacio argentino es para Sarmiento el ori-gen de una serie de desviaciones de la vida social: el predominio de la fuerza bruta, la desaparición del concepto de justicia, el abuso de quienes se encuentran en una situación de poder. La única po-sibilidad de supervivencia para el habitante de ese espacio desme-surado es entonces “luchar individualmente con la naturaleza”, va-liéndose como único recurso de su “maña personal”5.

Sin embargo, reconoce Sarmiento, la capacidad del gaucho va más allá de la mera “maña” (una habilidad o facilidad relacionada con la astucia, el engaño). Se trata más bien, en una situación de necesidad, del desarrollo de destrezas admirables:

Es preciso ver a estos españoles, por el idioma únicamente y por las con-fusas nociones religiosas que conservan, para saber apreciar los caracte-res indómitos y altivos que nacen de esta lucha del hombre aislado con la naturaleza salvaje [...], es preciso ver estas caras cerradas de barbas, estos semblantes graves y serios como los de los árabes asiáticos, para juzgar del compasivo desdén que les inspira la vista del hombre seden-tario de las ciudades, que puede haber leído muchos libros, pero que no sabe aterrar un toro bravío y darle muerte, que no sabrá proveerse de caballo a campo abierto, a pie y sin el auxilio de nadie, que nunca ha pa-rado un tigre ... (39)

Destrezas admirables, sí. Pero inútiles. Frente al entusiasmo que sin duda despierta la estampa de este ser humano libre y au-tosuficiente en un Sarmiento que habla de la pampa sólo por refe-rencias librescas, gana la partida, de todos modos, la negación de un mundo cuyos valores no son compatibles con la idea de “civili-zación”. Sarmiento encuentra entonces para hablar del gaucho un tono en el que nos parece advertir el eco de Carrió de la Vandera criticando a los gauderios:

El gaucho no trabaja; el alimento y el vestido lo encuentra preparado en su casa; uno y otro se lo proporcionan sus ganados, si es propietario; la casa del patrón o pariente, si nada posee. Las atenciones que el ganado exige, se reducen a correrías y partidas de placer. La hierra, que es como la vendimia de los agricultores, es una fiesta cuya llegada se recibe con transportes de júbilo; allí, es el punto de reunión de todos los hombres de veinte leguas a la redonda, allí la ostentación de la increíble destreza en el lazo. (41)

El juicio de Sarmiento es, sin embargo, más solapadamente in-apelable que el de Carrió de la Vandera. Si en el Lazarillo de cie-gos caminantes se condenaba al gauderio en cuanto holgazán, en el Facundo, por el contrario, se indican las faenas campestres ejecu-

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tadas por el gaucho (arreo, hierra), pero la condena es la misma: “El gaucho no trabaja”. Si esta sentencia precede una lista de ta-reas efectuadas con regularidad, lo que se está condenando no es el ocio, sino la satisfacción al parecer vituperable que puede procurar el propio trabajo.

Consideraciones análogas se pueden hacer sobre las figuras a las que Sarmiento dedica el segundo capítulo de Facundo, presen-tadas como “especialidades notables” (50): el rastreador, el ba-queano, y sobre todo, el cantor. El rastreador, capaz de identificar en los campos la causa de cualquier huella, es “conspicuo”, “extra-ordinario” (50), “venerable” (52), dotado de “una dignidad reserva-da y misteriosa” (51): una “sublime criatura” (53) merecedora de la “reputación fabulosa” de que goza (52). El baqueano, cuya habili-dad peculiar consiste en encontrar su rumbo en cualquier parte, es considerado por Sarmiento como “el topógrafo más completo” que se pueda desear (53), pero además de eso es “modesto y reservado”, “fiel a su deber” (54); en fin, un “personaje eminente” (53). El can-tor, por su parte, es un resultado natural de la imponencia del pai-saje (cfr. 45, 46, 48, 50). Para definirlo no bastan los superlativos:

Aquí tenéis la idealización de aquella vida de revueltas, de civilización, de barbarie y de peligros. El gaucho cantor es el mismo vate, el trovador de la Edad Media. (59)

Esto no quita, sin embargo, que como en el caso del trabajo, a la enunciación de excelencias se superponga la retórica del menos-precio inaugurada por El Lazarillo de ciegos caminantes, en una alternancia que no teme la contradicción:

Por lo demás, la poesía original del cantor es pesada, monótona, irregu-lar, cuando se abandona a la inspiración del momento. Más narrativa que sentimental, llena de imágenes tomadas de la vida campestre, del caballo y de las escenas del desierto, que la hacen metafórica y pomposa. Cuando refiere sus proezas o las de algún afamado malévolo, parécese al improvisador napolitano, desarreglado, prosaico, elevándose a la altura poética por momentos, para caer de nuevo al recitado insípido y casi sin versificación [...]. Entre éstas [poesías populares] hay muchas composi-ciones de mérito, y que descubren inspiración y sentimento. (62)

Debo reconocer que, para poner en evidencia esta especie de clímax que va del rastreador al cantor, me he salteado a sabiendas una figura que está al acecho en cada una de éstas, y que Sar-miento coloca después del baqueano: el “gaucho malo”, “divorciado con la sociedad, proscripto por las leyes” (58), en el que todo gau-cho puede transformarse en cualquier momento. Y sin embargo, en la descripción de sus fechorías campea a la vez el respeto de Sar-miento por la suma de saberes que el gaucho pone en acción en el momento mismo de cometerlas, por la existencia de un código de honor, por los valores de la amistad que los demás paisanos reco-nocen.

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Creo que en esta suma de admiraciones y rechazos, que se con-tradicen apenas enunciadas, y al mismo tiempo ambiguamente so-breviven las unas dentro de las otras, está ya en germen la formu-lación mítica del gaucho como controvertida (y controvertible) figura de identidad.

3. Fausto: amor, humor y protesta

La contraposición enunciada por Sarmiento entre la vida urba-na como fundamento (y a la vez resultado) de la civilización y la vida rural como engendradora de barbarie parecería orientar, aunque disminuida en intensidad conflictiva, la trama del Fausto de Estanislao del Campo. Un gaucho, Anastasio el Pollo (nombre que en distintas composiciones ha asumido del Campo como homenaje a Ascasubi, “Aniceto el Gallo”), cuenta a su amigo Lagu-na su paso por Buenos Aires, su entrada al teatro Colón, y las es-cenas sorprendentes a las que allí ha asistido: la aparición del dia-blo, su pacto con un viejito, enamorado inútilmente de una rubia deslumbrante, al que transforma en un “donoso mocetón” (v. 416), las desgracias consiguientes a estos amores: en fin, la representa-ción del Faust de Gounod, que él toma por hechos de la vida real6. Así resumido, el poema parecería destacar, en un registro paródi-co, la ingenuidad del gaucho, objeto de una burla más o menos condescendiente. Y ésa ha sido, en efecto, la interpretación casi unánime de la crítica7.

Lo que sucede es que, a pesar de que Fausto precede en seis años al Martín Fierro, su interpretación se hace siempre a partir del poema de Hernández, señalado por el canon como núcleo fun-dante de la gauchesca, y por lo tanto como parangón insoslayable. Una vez canonizado ese texto, los demás, que han contribuido a configurar su posición, pierden consistencia: sólo se los lee en fun-ción del texto nuclear. Por eso el poema de Estanislao del Campo ocupa un lugar marginal: porque el único tono que, partiendo de Martín Fierro, se admite en el género, es el lamento o el desafío. Y así es que elementos para mi modo de ver fundamentales en la es-tructura significativa del texto (en cuanto delinean para el gaucho una figura que va más allá del arquetipo social) han sido conside-rados “digresiones”. Es cierto que las tan mentadas digresiones ocupan buena parte del poema: los gauchos Anastasio el Pollo y Laguna encuentran tiempo para detenerse a admirar la naturale-za, reflexionar sobre los símbolos que propone, evaluar el peso del destino no sólo el de los gauchos. Doce estrofas se dedican al ama-necer sobre el mar, con acentos de simplicidad estremecedora:

¿Sabe que es linda la mar? ¡La viera de mañanita Cuando agatas la puntita Del sol comienza a asomar!

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Usté ve venir a esa hora Roncando la marejada, Y ve en la espuma encrespada Los colores de la aurora (vv. 433-440).

Una extensión un poco menor –siete estrofas– merece la puesta de sol; la evocación de los efectos del amor desdichado se extiende por quince; el lamento por la fugacidad del placer ocupa nueve es-trofas ... ¿No hemos acaso leído en El Lazarillo de ciegos caminan-tes que las coplas de los gauderios “regularmente ruedan sobre amores” (135)? ¿No nos aseguraba Sarmiento en Facundo que “existe un fondo de poesía que nace de los accidentes naturales del país”? (45) ¿Y no nos parece reconocer en la actitud de Anastasio el Pollo la estampa del gaucho contemplativo dibujada por el mismo Sarmiento (aunque allí se trate de la contemplación de la hierra): “El gaucho llega [...] al paso lento y mesurado de su mejor parejero [...]; y para gozar mejor del espectáculo, cruza la pierna sobre el pescuezo del caballo” (41, énfasis del autor).

Lo que hace Estanislao del Campo, pues, es atreverse a poner en escena lo que antes de él Carrió de la Vandera o Sarmiento, y después Hernández, afirman como condición distintiva del gaucho, pero sin detenerse a probarla: su condición de “cantor”. Si la esen-cia del gaucho es la poesía, ¿no representa acaso una vistosa inco-herencia negar calidad gauchesca al Fausto precisamente porque sus personajes se comportan concretamente como poetas? Desde este punto de vista, las “digresiones” dejan de ser tales y cumplen en cambio una función probatoria en la construcción de una figura compleja.

Pero Fausto, además, exhibe un discurso dirigido por el humor –y el humor, como sabemos, es sospechoso. La complejidad del tex-to reside también en la elección de un punto de vista distanciado que, si bien parece proponer una representación despectiva del gaucho como personaje ingenuo, en realidad sirve precisamente para proponer una mirada inaugural, desprejuiciada, y por eso mismo, crítica, sobre la sociedad que ese gaucho describe cándi-damente. Lo que resulta ridiculizado no es, pues, el gaucho, sino la realidad urbana que él observa: la gente amontonada como hacienda en la entrada del teatro, la agresividad, la estafa8. De manera semejante, lo que en Fausto anticipa y confirma las posi-ciones de denuncia sobre la suerte del gaucho presentes en Martín Fierro, es relegado por los críticos a una función más o menos or-namental, reduciendo el texto a “un limpio ejercicio poético”9.

Es verdad que la protesta carece del papel estructurante que tiene en el poema de Hernández: se trata sólo de un elemento en-tre otros, y no determina la vida del personaje. Pero precisamente por presentarse como innecesaria para la acción, como alusión no desarrollada, más aún, negada por el interlocutor (“¡Vaya un la-mentarse! ¡ahijuna!/ Y eso es de vicio, aparcero”, vv. 131-132) con-

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fiere a la denuncia un relieve particular dentro de las valencias ideológicas del texto:

Hace como una semana Que he bajao a la ciudá Pues tengo necesidá De ver si cobro una lana; Pero me andan con mañana, Y no hay plata, y venga luego (vv. 111-116). [...] - Con el cuento de la guerra Andan matreros los cobres. - Vamos a morir de pobres Los paisanos de esta tierra (vv. 121-124).

Confirman la preocupación de Estanislao del Campo otros textos relacionados con el género, como “Gobierno gaucho” (1870). En un sueño dictado por la borrachera “Anastasio el Pollo” enuncia una utopía de justicia para el gaucho:

Vaya largando terreno, sin mosquiar, el ricachón, [...] es injusto y albitrario que tenga media campaña sólo porque tuvo maña para hacerse arrendatario [...] Y si es razón permitir que el pueblero vaya y venga justo es que el gaucho no tenga que dar cuenta adónde va sino que con libertá vaya adonde le convenga10.

Denuncia, sí, pero dentro de un sueño, podría objetarse. Yo creo, sin embargo, que al presentar a un gobierno que reconozca los derechos del gaucho como una especie de disparate, Estanislao del Campo está explorando otras formas con que hacer visibles las exigencias de una parte relegada de la Argentina. La figura de identidad adquiere entonces una luz autoirónica, que, al parecer, sólo hoy estamos en condiciones de aceptar (como puede verse en la entusiasta recepción obtenida por la historieta de Fontanarro-sa), y a partir de la cual podríamos releer estos textos del pasado.

4. Fierro: el destino del canto

Primera década del siglo XX. Las exportaciones crecen, la Ar-gentina se europeíza (por los gustos de las enriquecidas clases al-tas, pero también por la llegada de tres millones de extranjeros). El escritor catalán Santiago Rusiñol visita el país y comenta:

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No hemos visto ningún país de todos los que conocemos, en que los artis-tas y los poetas alejen más el espíritu de su tierra natal. Por cada escri-tor que vaya vestido con las tradiciones de la pampa, hay ciento que vi-ven con Verlaine, con Baudelaire, con el señor Pelletan, con D’Annunzio, con los decadentes, y sueñan desde su rancho con el Maxim’s...11.

Es en este ambiente donde Lugones pronuncia en 1913, en el teatro Odeón de Buenos Aires, una serie de conferencias que lle-varán al redescubrimiento por parte del público culto, ya que el público del campo no lo había olvidado nunca, de Martín Fierro. Cuando leí El payador. Hijo de la pampa –significativo título con que, tres años más tarde, se publicaron estas conferencias– me di cuenta de que era a través de él, aunque uno no lo hubiera leído, que se producía el acercamiento a Martín Fierro. Y es que en El payador se ha cristalizado una imagen del poema de Hernández como gran poema épico comparable a los de la tradición europea, y en consecuencia, de su protagonista como héroe épico: el gaucho como un ser seguramente imperfecto, pero de todos modos superla-tivo. Imagen en la que un país puede encontrar atractivo espejar-se, ya que se trata de una suma de virtudes imperecederas, enrai-zadas en el carácter mestizo. El gaucho es ejemplo de “orgullo, que heredó con la sangre fidalga, y la independencia del indio antece-sor”12, y ejemplo también de individualismo, serenidad, cortesía, melancolía, lealtad, hospitalidad, “prodigalidad sin tasa de sus bienes y de su sangre” (45), en fin, “un tipo de hombre libre” (44), gracias a quien fue posible la existencia de la Argentina:

... todo cuanto es origen propiamente nacional viene de él. La guerra de la independencia que nos emancipó; la guerra civil que nos constituyó; la guerra con los indios que suprimió la barbarie en la totalidad del te-rritorio; la fuente de nuestra literatura; las prendas y defectos funda-mentales de nuestro carácter; las instituciones más peculiares, como el caudillaje, fundamento de la federación, y la estancia que ha civilizado el desierto: en todo esto destácase como tipo. Durante el momento más solemne de nuestra historia, la salvación de la libertad fue una obra gaucha. (71)

Pero todo esto no sería nada si el gaucho no estuviera dotado además de una virtud invalorable: la de no existir. En distintas ocasiones Lugones comenta la desaparición del gaucho, estigmati-zando a los responsables, pero el tono de añoranza no disimula el alivio:

Su desaparición es un bien para el país, porque contenía un elemento in-ferior en su parte de sangre indígena; pero su definición como tipo na-cional acentuó en forma irrevocable, es decir, étnica y socialmente, nuestra separación de España, constituyéndonos una personalidad pro-pia (57).

Por otra parte, las virtudes que tan dadivosamente se le reco-nocen al gaucho sirven para que los responsables de su desapari-

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ción puedan ahorrarse los sentimientos de culpa. Basta concederle un epitafio como éste donde la retórica de Lugones despliega todos sus fuegos artificiales:

El gaucho aceptó su derrota con el reservado pesimismo de la altivez. Ya no necesitaba de él la patria injusta, y entonces se fue el generoso. Heri-do al alma, ahogó varonilmente su gemido en canciones. Dijérase que lo hemos visto desaparecer tras los collados familiares, al tranco de su ca-ballo, despacito, porque no vayan a creer que es de miedo, con la última tarde que iba parpadeando como el ala de la torcaz, bajo el chambergo lóbrego y el poncho pendiente de los hombros en decaídos pliegues de bandera a media asta. Y sobre su sepultura que es todo el suelo argenti-no donde se combatió por la patria, la civilización, la libertad, podemos comentar su destino, a manera de epitafio, con su propio elogio homérico a la memoria de los bravos:

“Ha muerto bien. Era un hombre”. (73)

Sin duda, allí está prefigurada la estampa de Don Segundo Som-bra. ¿Pero es ésa la estampa de Martín Fierro? Sobre tanta exalta-ción expresa sus provocadoras dudas Borges:

Para nosotros, el tema del Martín Fierro ya es lejano y, de alguna mane-ra, exótico; para los hombres de milochocientos setenta y tantos, era el caso vulgar de un desertor, que luego degenera en malevo13.

Pero será mejor preguntarle al poema. Un gaucho, Fierro, nos cuenta su historia. Vive feliz en su rancho, pero la felicidad se aca-ba cuando lo enrolan a la fuerza para luchar en la frontera contra los indios. En los tres años que pasa allí sufre tantas vejaciones que decide desertar. Cuando regresa encuentra su rancho trans-formado en una tapera: sus hijos y su mujer, empujados por las privaciones, se han ido quién sabe dónde. A partir de ese momen-to, este gaucho que “padre y marido ha sido/ empeñoso y diligente” (vv. 111-112)14, decide “ser más malo que una fiera” (v. 1014), y lleva inmediatamente a cabo su decisión, matando en duelo a un negro, luego a otro gaucho, hasta que debe enfrentarse con una partida que lo anda rastreando. La lucha es tan desigual, que uno de los policías, Cruz, decide pasarse de su lado. Cuando quedan so-los y triunfantes los dos, Cruz, gaucho que las circunstancias han transformado en policía, cuenta su historia, que es como la de Fie-rro una historia de expoliación e injusticia. Conscientes de que un cambio de situación para los gauchos es imposible, deciden aban-donar el espacio donde los alcanza “la facultá del Gobierno” (v. 2190) e irse a vivir entre los indios.

¿Un malevo, como sugiere Borges? ¿Un melancólico poeta, como quiere Lugones? Creo que la simple enunciación de la trama mues-tra que el gaucho representado por Hernández es, sí, un cantor (está improvisando ante nosotros la narración de su vida) y ha ac-tuado, sí, fuera de la ley (ha matado a un número respetable de

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semejantes) pero su canto no es de resignación ni su marginalidad una culpa personal.

Lecturas tan distintas se apoyan, creo, en un particular desfa-saje entre la palabra que narra y los hechos narrados. La figura de Martín Fierro es contradictoria para nosotros porque lo es para él mismo. Martín Fierro, como personaje, es sólo sujeto de una re-memoración: también él es, para sí mismo, una figura del pasado, una figura mítica. La fuerza del poema de Hernández está en su carácter de autobiografía, en la ficción de una voz presente ante el lector, de quien se requiere una actitud de escucha:

Aquí me pongo a cantar Al compás de la vihuela Que el hombre que lo desvela Una pena estrordinaria, Como la ave solitaria Con el cantar se consuela (vv. 16).

Martín Fierro enumera él también, como sus críticos, los adje-tivos que lo definen, pero sin necesidad ni posibilidad de probarlos: la prueba está en el pasado, en su memoria, en sus versos. Dice, por ejemplo, “Mi gloria es vivir tan libre/ Como el pájaro del cielo” (vv. 91-92). Pero cuando lo estamos escuchando, la única libertad que le ha quedado es la de errar en un espacio ajeno ... Porque Martín Fierro no es un desertor, sino, como ha bien visto Martínez Estrada, un desterrado: un desterrado en su propio país. En reali-dad, una sola cosa posee Martín Fierro: su palabra (de allí la orgu-llosa insistencia en el hecho de ser “cantor”)15. Una palabra que le sirve para reconstruir su vida como una “vida ejemplar”.

Pero recordemos un hecho estructural que en el Martín Fierro resulta fundante: al llegar a la decisión de irse a vivir entre los in-dios, otra voz, externa pero con el mismo tono de la de Martín Fie-rro, se hace cargo de la narración:

En este punto el cantor Buscó un porrón pa consuelo, Echó un trago como un cielo Dando fin a su argumento, Y de un golpe al estrumento Lo hizo astillas contra el suelo (vv. 2269-2274).

Martín Fierro, entonces, no es él mismo, ni su voz es la suya si-no, según esta perspectiva, el “otro” del sujeto que lo enuncia: en los perturbadores versos finales de la Ida Martín Fierro se revela como un vacío que puede ser determinado desde afuera. Para al-gunas tendencias críticas, esto lo transforma en víctima no sólo de la privación del espacio, la familia, el caballo, la libertad, sino también, más solapadamente, de la usurpación de la palabra16.

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En realidad, la estructura y la significación del Martín Fierro, sus sustituciones y fracturas, se originan en una doble vertiente: las convenciones del género y las condiciones de la narración auto-biográfica. En lo que respecta a las convenciones, si se sitúa el tex-to en el sistema de la gauchesca, la presencia de una voz que en-marca la voz de Martín Fierro resulta previsible, en cuanto ins-cripta en una tradición también presente en Estanislao del Campo y ya codificada por Hidalgo: la existencia de un narrador que nos revela que no estamos asistiendo a un encuentro entre dos gau-chos, sino a una representación de la que el narrador mismo es responsable.

Pero lo que sobre todo se debería tomar en cuenta al debatir el uso de la voz (de las diferentes voces) en el Martín Fierro es que, de todos modos, no hay autobiografía –tanto ficcional como docu-mental– que no sea la historia de otro: ese otro perteneciente a un pasado que el relato consigna a una dimensión mitológica. Tam-bién quien se enuncia a sí mismo lo hace bajo el signo de la otre-dad: la que el yo crea y a la vez disimula al intentar representarse. La palabra del yo no puede ser sino una selección, suma de exhibi-ciones y silencios.

Si se consideran las ambigüedades insoslayables de toda escri-tura en primera persona, el enmarque de la palabra de Martín Fierro en la palabra de otro narrador (que identificamos como un portavoz de Hernández) se señala como un juego particular dentro de las sustituciones ínsitas en la forma misma de la autobiografía. La voz del narrador de Martín Fierro, aun siendo distinta de la de su personaje, expresa, como en la autobiografía documental, una tensión irreductible entre mismidad y distancia. Allí se genera la búsqueda de visibilidad, y el ser contradictorio, y la densidad de persona del personaje.

Al narrador pues, se debería atribuir la selección de los recuer-dos por parte del personaje. Lo que Martín Fierro elige narrar de su pasado (lo que el narrador le hace elegir) no parece tener más objetivo que recuperar una época perdida que, a través de una evo-cación paradisíaca, se materializa bajo el signo de la abundancia y la gratuidad. Las fatigosas actividades diarias de los gauchos (la doma, el arreo, la hierra) aparecen en el teatro de la memoria co-mo una especie de fiesta:

Y ansí sin sentir pasaban Entretenidos el día (vv. 191-192).

Aquello no era trabajo Más bien era una junción (vv. 223-224).

Carrió de la Vandera y Sarmiento habían condenado la holga-zanería del gaucho como un efecto de la facilidad de la vida en la pampa; Lugones había visto en ella la herencia inevitable del mes-

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tizaje entre indio y español (“A esta índole contradictoria, en la cual predominaba, no obstante, el romanticismo, sus dos anteceso-res habían legado sendos defectos: el ocio y el pesimismo”, El pa-yador, 45). Por primera vez, con el poema de Hernández, lo que se representa a través de la vida del gaucho es en cambio un sistema de valores en el que el trabajo no es visto como condena bíblica, si-no como ámbito donde ejercer las propias destrezas, ver reconocida la propia individualidad, desarrollar el sentido de comunidad, y por todo esto, como ocasión de placer. Es decir, una imagen de la vida como plenitud, a pesar de sus estrecheces concretas. Pero los arbitrios de la autoridad expulsan al gaucho de su paraíso, deján-dolo desamparado en un espacio hostil. A las pláticas alrededor del fogón, “Con el juego bien prendido/ Y mil cosas que contar” (vv. 195-196) se sustituye la imposibilidad de comunicación. Los indios sólo son capaces de gruñidos y bramidos animalescos, los gringos hablan una lengua incomprensible, y las figuras de la autoridad, a pesar de que se sirvan de la misma lengua que el gaucho, son tan incomprensibles como los extranjeros.

Me parece entonces que otra de las razones de esa potenciali-dad de identificación del Martín Fierro de la que hablaba al prin-cipio de estas reflexiones reside precisamente en el uso de la moda-lidad lingüística gauchesca que, al ser percibida como natural y sin mediaciones, crea en su lector la certidumbre (o tal vez la ilusión) de compartir un mundo. Al “escuchar” la voz de Martín Fierro y comprenderla nos estamos poniendo de su lado, estamos aceptando la razón de su protesta y la añoranza de su arcadia.

Y es así que su voz no ha dejado nunca de oírse. Los gauchos contemporáneos de Hernández se lo hacían leer en las pulperías, como resulta en los pedidos de ejemplares del Martín Fierro junto con los fósforos, la cerveza y las latas de sardinas17. Una prueba de la necesidad que se experimentaba –por lo menos en las provin-cias– de seguir escuchando la palabra de Martín Fierro la da El payador de Lugones:

Había en la entonces remota comarca de Sumampa [...] un mozo llama-do Serapio Suárez que se ganaba la vida recitando el Martín Fierro en los ranchos y en las aldeas. Vivía feliz y no tenía otro oficio; lo cual de-muestra que la poesía era uno... (80)

También puede considerarse una prueba de esta supervivencia el hecho de que Horacio Guarany le ponga música al poema18. Pero tal vez no hagan falta más demostraciones que las que nos propor-ciona nuestra propia memoria, donde los versos de Martín Fierro forman un repertorio con el que comentar la vida.

5. El payador: un perseguido

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En el mismo año de aparición de la primera parte de Martín Fierro, Hilario Ascasubi publica en París su Santos Vega, el poema que había ido escribiendo durante más de veinte años de su vida azarosa. Un título engañoso si se quiere, pues al no ser enunciado completamente, como sucede por lo general, parecería atribuir al payador el papel protagónico. El título completo, Santos Vega o Los Mellizos de La Flor, señala una escisión que responde a la dis-tancia marcada en el texto entre el payador legendario, Santos Ve-ga, que desempeña solamente la función de narrador y el protago-nista de las aventuras narradas que es, éste sí, “un 'malevo' capaz de cometer todos los crímenes”19.

El autor explicita en las palabras al lector que preceden los más de 13.000 versos de su obra, tanto sus intenciones como los temas que desarrollará: destacar las virtudes del gaucho “más o menos como fue antes de perder mucho de su faz primitiva por el contacto con las ciudades” (30), contar las aventuras de un mal-hechor, ensalzar la figura del payador Santos Vega, “especie de 'mito' de los paisanos” (ibid.), bosquejar la vida en las estancias, describir las costumbres del campo ...

La extensión desmesurada, la minuciosidad dictada por la nos-talgia, lo farragoso de la historia no han contribuido sin duda a dar a este Santos Vega un papel en la construcción de esa figura de identidad en que se estaba transformando el gaucho. Pero tal vez el problema reside sobre todo en que el poema de Ascasubi crea una contradicción en el sistema. Por una parte, responde a la ecuación gaucho = malevo; por otra, niega implícitamente al paya-dor el carácter de poeta espontáneo que la tradición le reconoce y que Martín Fierro propone como imagen paradigmática:

Yo no soy cantor letrao Mas si me pongo a cantar No tengo cuándo acabar Y me envejezco cantando; Las coplas me van rotando Como agua de manantial (vv. 4954).

El poema de Ascasubi, en la presentación del payador Santos Ve-ga, asegura por el contrario su condición culta:

El más viejo se llamaba Santos Vega el payador gaucho el más concertador, que en ese tiempo privaba de escrebido y de letor (vv. 4650).

No pretendo aquí dirimir estos problemas, sino simplemente señalar la necesidad de prestar oídos a estas voces disonantes, de modo de trazar un relevamiento que tenga en cuenta la heteroge-neidad de la propuesta en vez de relegarla al campo de lo imper-

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fecto: más allá del problema de las digresiones, de las incoheren-cias o la superposición de acciones secundarias indicadas por la crítica, la imperfección del Santos Vega de Ascasubi estribaría en no concordar con una imagen simplificada y exaltante. Que es, en cambio, la imagen nítidamente propuesta por el Santos Vega de Obligado:

Cuando la tarde se inclina Sollozando al occidente Corre una sombra doliente Sobre la pampa argentina. Y cuando el sol ilumina Con luz brillante y serena Del ancho campo la escena, La melancólica sombra Huye besando su alfombra Con el afán de la pena (vv. 1-10)20.

La soledad de la pampa, el gaucho como sombra melancólica, doliente ... Es fácil ver que El payador de Lugones, si bien dedica-do a Martín Fierro, reproduce en realidad la figura definida por el poema de Obligado; una figura perteneciente al pasado, reducida a un estatuto fantasmal:

Cuando, en las siestas de estío, Las brillazones remedan Vastos oleajes que ruedan Sobre fantástico río, Mudo, abismado y sombrío, Baja un jinete la falda Tinta de bella esmeralda, Llega a las márgenes solas ... ¡Y hunde su potro en las olas, Con la guitarra a la espalda! (vv. 51-60).

La mudez: este parece ser el destino final del payador. Martín Fierro, en los versos finales de la Ida, hace astillas su guitarra; Santos Vega, en la payada con el diablo, imagen del inmigrante que transformará la Argentina, resulta vencido y se diluye junto con su guitarra dentro de un espejismo. El carácter de “sombra”, insistentemente atribuido al gaucho por Obligado, migrará enton-ces al título de la novela de Güiraldes, Don Segundo Sombra, como implícito símbolo de la condición final del gaucho.

Habrá que esperar a El payador perseguido para que vuelva a oírse la voz de un hombre que en nuestro siglo vive y narra, a su manera y según la mudanza de los tiempos, una suerte análoga a la del gaucho Martín Fierro. Pero aquí la narración autobiográfica no es artificio de autor culto que asume y reinventa la palabra del payador - como sucede en los casos anteriores - sino que busca transmitir, con la forma y la sustancia de la primera persona, las experiencias vividas por su autor, Atahualpa Yupanqui. Este es el

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nombre que Héctor Roberto Chavero eligió para dar voz a los pai-sanos de su tierra, en una elaboración etimológica que es también una mitología: Ata: venir; Hu: de lejos; Alpa: tierra; Yupanqui: pa-ra contar, decir, has de narrar21.

En la historia de este payador, Yupanqui reelabora el dato au-tobiográfico (su origen mestizo; los trabajos de la más variada índole, hachero, tipógrafo, peón de panadería, corrector de prue-bas, arriero; las persecuciones políticas de que fue objeto) obte-niendo la misma densidad representativa que Noé Jitrik adjudica a Martín Fierro: "esa voz entona infatigablemente la relación de la desdichada suerte de un pueblo, de una raza, de un hombre"22, Y como en el Martín Fierro, la elección del registro de la oralidad obliga al lector a la posición del oyente, compartiendo el espacio, el tiempo, e idealmente, las vicisitudes del cantor:

Con permiso via a dentrar aunque no soy convidao pero en mi pago, un asao no es de naides y es de todos (vv. 1-4)23.

Redescubre Yupanqui la modalidad sentenciosa de la lengua, y a través del esquema estrófico que el Martín Fierro nos ha acos-tumbrado a identificar como forma natural de la improvisación del gaucho (la estrofa de seis versos octosílabos) construye una figura a la vez sabia y rebelde:

Aunque mucho he padecido No me engrilla la prudencia. Es una falsa experiencia vivir temblándole a todo. Cada cual tiene su modo; la rebelión es mi cencia (vv. 66-71).

El personaje que se dibuja es el de alguien orgulloso de su indivi-dualidad, pero a la vez atento a la responsabilidad colectiva:

Si alguien me dice señor, agradezco el homenaje; mas, soy gaucho entre el gauchaje y soy nada entre los sabios. Y son pa’ mí los agravios que le hacen al paisanaje (vv. 90-95).

El motivo del trabajo constituye una constante dentro del sistema de la gauchesca, pero su representación en El payador perseguido ha cambiado de signo: por primera vez se pone de manifiesto la conciencia respecto a la explotación. Si Martín Fierro, en un eco de la actitud paternalista de Hernández, aceptaba su condición subal-terna como algo natural, este payador en alguna medida responde al itinerario ideológico de Yupanqui, que en política fue yrigoyenis-

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ta, después comunista y finalmente se afirmó en posiciones de iz-quierda aunque sin reconocerse en ningún partido:

El trabajo es cosa buena, es lo mejor de la vida; pero la vida es perdida trabajando en campo ajeno. Uno trabaja de trueno y es para otros la llovida (vv. 102-107).

Otra constante de la gauchesca, el canto, se desarrolla según la doble línea que ha tendido Martín Fierro. Por una parte, el canto representa un modo de mitigar la desventura:

La vida, la más oscura, la que tiene más quebrantos, hallará siempre en el canto consuelo pa' su tristura (vv. 586-589).

Pero si el canto de este payador perseguido tiene carácter de con-suelo es precisamente porque sirve para denunciar la persecución. Desde este punto de vista, la voz de El payador perseguido, en tan-to que expresa una necesidad colectiva de justicia, es infinitamen-te renovable:

Cantor que cante a los pobres ni muerto se ha de callar. Pues ande vaya a parar el canto de ese cristiano, no ha de faltar el paisano que lo haga resucitar (vv. 444-449).

Me doy cuenta de que, para destacar una continuidad que tiene su punto de partida en Martín Fierro, quizá he desmerecido la ori-ginalidad de la voz de Atahualpa Yupanqui. Sin embargo, como anota certeramente Dorra, aquí “la repetición es a la vez confirma-ción y desvío”, 24 y el rastreo que en el texto emprende la memoria abre caminos nuevos. La dialéctica entre pobreza y jactancia, entre tragedia y triunfalismo que ya ha señalado Dorra, la amorosa y do-lorida evocación de la naturaleza, la alta densidad metafórica de El payador perseguido se inscriben en una visión del mundo volun-tariamente limitada a la experiencia posible para el personaje, y en la limitación misma encuentran la fuerza de su acento. El cie-rre del poema “¡Tal vez alguno se acuerde/ que aquí cantó un ar-gentino!” al entregar su palabra a la memoria de todos, enuncia esa esperanza de una voz incesante.

6. Gaucho: algo más que un espejo

Y con esto hemos llegado al final del recorrido. O mejor dicho, de mi recorrido. Porque precisamente de eso se trata: de la memo-

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ria. De la selección que la memoria opera sobre el material que ofrecen estos textos. Pero en mi caso se trata de una memoria pro-fesional, que trata de ir más allá de la suma de reminiscencias y olvidos que han ido construyendo a partir del gaucho de la litera-tura una imagen de identidad nacional. Me temo que nadie, hoy, a menos que las circunstancias lo obliguen, se enfrentaría con los 13.000 versos del Santos Vega de Ascasubi...

“La memoria escoge por razones que no conocemos y que sin embargo son las razones de nuestra identidad”, afirma Dorra (126). También se podría decir que, del mismo modo que lo que más fácilmente recordamos son las palabras de una canción, otra de las razones por las que la memoria escoge un texto es porque escucha su voz, o por lo menos la presume. Por eso Martín Fierro se ha instalado en un lugar inconmovible: porque aunque nunca lo hayamos oído, nuestra memoria concede a ese personaje ficcional un estatuto de persona como lo concede al payador de Atahualpa, sin detenerse en su carácter de documento. Y por eso, la musicali-zación del Martín Fierro que propone Horacio Guarany es casi ple-onástica. El canto de Martín Fierro está ya todo entero en la voz que Hernández ha sabido inventarle, o reconocerle.

Estos textos, pues, no sólo han propuesto actitudes ejemplares, sino también un modo ejemplar de denuncia, gracias a la elección de un registro que es el de la voz presente. Sin embargo, también han propuesto una idealización desrealizante, generada por las sombras melancólicas que imperan en los versos de Obligado o en las evocaciones de Lugones.

Y de todo esto resulta una contaminación obligada. El Martín Fierro de la imagen de identidad es a la vez, aunque cada figura niegue a la otra, el Santos Vega de Obligado ulteriormente mitifi-cado por Lugones. Es un efecto de lo que yo llamaría la porosidad de las lecturas. En la perspectiva que estamos analizando aquí, no importa el conocimiento efectivo y directo de un texto. Basta esa especie de sedimentación que se produce por la palabra de otros, por la orientación de los programas escolares, por el contagio de las canciones folclóricas, las historietas, el cine.

Por eso los especialistas pueden seguir desmontando el mito, y no pasa nada: la memoria común sigue sus propios caminos. El único que, en esta perspectiva, ha obtenido un efecto, es Alberto Fontanarrosa con Las aventuras de Inodoro Pereyra ¡El renegau! Porque como Martín Fierro, como el payador de Atahualpa, este personaje de historieta que es además una declarada conciencia crítica nos obliga a escuchar su voz, y nos permite incluir su pala-bra en nuestra modelización del mundo25.

La primera aventura de Inodoro, “Cuando se dice adiós”, coloca a este nuevo gaucho en la situación codificada cien años antes por Martín Fierro: el choque de un gaucho fugitivo con la partida de soldados, la ayuda de uno de éstos, impresionado por el valor de

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ese gaucho que lucha solo contra todos, la invitación a huir juntos a las tolderías.

Pero ya la aventura ha pasado por un filtro. A pesar de todas sus reservas hacia el personaje del gaucho, Borges no sólo ha re-flexionado constantemente sobre el tema a través de sus ensayos, sino que a su manera ha reescrito, en Biografía de Tadeo Isidoro Cruz, la misma escena. La reescribe, sin embargo, proponiendo al lector otra clase de acercamiento mítico. La historia que aquí se cuenta es la de Tadeo Isidoro Cruz. Con una salvedad:

Mi propósito no es repetir su historia. De los días y noches que la com-ponen, sólo me interesa una noche [...] (Lo esperaba, secreta en el porve-nir, una lúcida noche fundamental: la noche en que vio por fin su propia cara, la noche en que por fin escuchó su nombre. Bien entendida, esa no-che agota su historia; mejor dicho, un instante de esa noche, porque los actos son nuestro símbolo). Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es. [...] A Tadeo Isidoro Cruz, que no sabía leer, ese conocimiento no le fue revelado en un libro, se vio a sí mismo en un entrevero y un hombre26.

No lo sabemos, pero empezamos a intuirlo, y la lectura de la línea final nos da la certeza. Ese Tadeo Isidoro Cruz de quien Bor-ges nos propone la minuciosa biografía es el Cruz sin nombre de pila del Martín Fierro, y el instante resplandeciente y terrible de su encuentro consigo mismo consiste en el encuentro con el delin-cuente en quien Cruz verá espejada su suerte:

Comprendió su íntimo destino de lobo, no de perro gregario; comprendió que el otro era él. Amanecía en la desaforada llanura; Cruz arrojó por tierra el quepis, gritó que no iba a consentir el delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear contra los soldados, junto al desertor Martín Fierro. (57)

Cuántos espejos en el mundo de la gauchesca. Cruz (o mejor di-cho el Tadeo Isidoro Cruz de Borges) reconoce su identidad en Fie-rro. ¿En dónde encontrará su identidad Inodoro Pereyra? Su nom-bre refleja paródicamente el del protagonista del relato de Borges, pero la historia que se refleja (o parece reflejarse) es en cambio la de Martín Fierro, y también ésta aparece sutilmente distorsiona-da. En el texto de Fontanarrosa es Cruz (o más bien dicho un sol-dado sin nombre) quien propone “¿Qué le parece si juimos a las tolderías?”27. La desolada respuesta de Inodoro crea una divergen-cia total respecto al modelo:

¿Sabe lo que pasa? Que esto ya me parece que lo leí en otra parte y yo quiero ser original. (19)

¿Donde ha leído su vida Inodoro Pereyra? En el Martín Fierro

de Hernández? ¿En el relato de Borges? Cualquiera sea la respues-

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ta, el resultado de esa conciencia es elegir un camino todavía no transitado. La escena final de “Cuando se dice adiós” muestra dos figuras, dos minúsculas siluetas que sobre sus caballos se alejan en direcciones opuestas por la línea que dibuja el horizonte. Van hacia el espacio indefinido más allá de los bordes de la página, que es hacia donde van los personajes de toda lectura. Es decir, ese es-pacio donde la memoria, con su trabajo a la vez vagabundo y terco los elige como punto de partida para otras aventuras: entre ellas, la de la identidad. NOTAS

1. Alonso Carrió de la Vandera (Concolorcorvo). El lazarillo de ciegos caminan-tes (Lima 1775 o 1776, con lugar y fecha de impresión Gijón 1773), edición, prólogo y notas de Emilio Carilla. Barcelona: Labor, 1973, pp. 134-135.

2. Algunos, como F.O. Assunçao, P. Groussac, R. Rojas, R.A. Laguarda, etc., propenden por esta derivación, mientras E. Carilla, entre otros, la rechaza. Sobre la cuestión véase la nota 19 de E. Carilla en A. Carrió de la Vandera. El Lazarillo... cit., p. 134.

3. Sobre los usos y connotaciones de la palabra “gaucho”, véase J.B. Rivera. La primitiva literatura gauchesca. Buenos Aires: Jorge Alvarez, 1968, pp. 24-27; Josefina Ludmer. El género gauchesco. Un tratado sobre la patria. Bue-nos Aires: Sudamericana, 1988, pp. 27-31.

4. He afrontado más detalladamente algunos de los temas que siguen en “Miti-ficación y distancia en la poesía gauchesca”, en América. Cahiers du CRICCAL, 11 (Le gaucho dans la littérature argentine), Université de la Sorbonne Nouvelle Paris III, 1992; “Gauchos, inmigrantes, compadritos: ar-gentinos” (Seminario en los Cursos Internacionales de Verano de la Univer-sidad de Extremadura, julio 1998), en Revolución y Cultura, IV, 6, noviem-bre diciembre 1998; “Martín Fierro. Entre otros”, en José Hernández, Martín Fierro, coordinación de Elida Lois y Angel Núñez, Colección Archi-vos (ALLCA XX), 2001.

5. Domingo Faustino Sarmiento. Facund., Buenos Aires: Jackson, 1947, p. 28. Todas las citas se corresponden con esta edición.

6. Estanislao del Campo. Fausto. Buenos Aires: Eudeba, 1963. Todas las citas se corresponden con esta edición. En éste como en los demás casos, indico el n° de verso entre paréntesis en el texto.

7. También la edición de Eudeba del Fausto, ilustrada por Oski (que me parece haber inspirado en alguna medida a los gauchos de Fontanarrosa) subraya el aspecto paródico del texto. Sobre esta tendencia interpretativa, véase el panorama que ofrece Josefina Ludmer en El género gauchesco cit., p. 256, nota 54. Son sólo unos pocos –Anderson Imbert entre ellos y, obviamente, la misma J. Ludmer– quienes proponen una lectura menos superficial.

8. Sobre el uso particular del distanciamiento en Fausto, remito a Francesco Tarquini. “Trasgressione e coscienza del linguaggio nella poesia gauchesca: il Fausto di Estanislao del Campo”, en Lingua e Stile (Bologna), XI, 3, se-tiembre 1976.

9. Es la definición propuesta por Capítulo. La historia de la literatura argenti-na. Buenos Aires: CEAL, 1968, fasc. 15, p. 358. J. Ludmer, por su parte, a pesar de su cuidadoso análisis, considera que en Fausto “Se desmienten, o se muestran como cuentos, los ejes de la gauchesca anterior: los encuentros, el tema de los caballos, la guerra, la pobreza del gaucho, el tono del lamen-

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to” (El género gauchesco cit., p. 261). Desde este punto de vista las reflexio-nes sobre el amor, el destino etc. aparecen como reminiscencias o topoi cul-tos y se borra el valor de denuncia de “Gobierno gaucho”, que cito más ade-lante.

10. E. Del Campo. “Gobierno Gaucho”, recogido en Poesías. Buenos Aires: 1870. Cito según la transcripción en Capítulo, 15, cit. pp. 348-349.

11. Santiago Rusiñol. Un viaje al Plata. Madrid: Prieto y Cía. Editores, 1911, p. 92. Cito según la transcripción de Jorge Abelardo Ramos. Revolución y Con-trarrevolución en la Argentina Vol. III, La Bella Epoca. Buenos Aires: Edi-ciones del Mar Dulce, 1970, p. 180.

12. Leopoldo Lugones. El payador. Hijo de la pampa. Buenos Aires: Otero y Co., 1916, p. 44. Todas las citas se corresponden con esta edición.

13. Jorge Luis Borges (con la colaboración de Margarita Guerrero). El “Martín Fierro”. Buenos Aires: Columba, 1953, p. 68.

14. José Hernández. Martín Fierro, en Antología de la poesía gauchesca. Ma-drid: Aguilar, 1972. Todas las citas remiten a la Ida y se corresponden con esta edición.

15. Sobre el valor del canto han escrito páginas esclarecedoras Noé Jitrik (“El tema del canto en el Martín Fierro de José Hernández”, en El fuego de la es-pecie. Buenos Aires: Siglo XXI, 1971) y Raúl Dorra (“Martín Fierro: la voz como forma de un destino nacional”, en La voz y la letra. Puebla: Plaza y Valdés, Universidad de Puebla, 1997).

16. Para Josefina Ludmer, por ejemplo, el género gauchesco se constituye gra-cias a una triple explotación: “a) utilización del “delincuente” gaucho por el ejército patriota; b) utilización de su registro oral (su voz) por la cultura le-trada: género gauchesco. Y en adelante: c) utilización del género para inte-grar a los gauchos en la ley “civilizada” (liberal y estatal) (El género gau-chesco cit., pp. 178). He tratado más detenidamente este problema, así como el de las implicaciones del uso de la forma autobiográfica en “Martín Fierro. Entre otros”, cit. y en “Autobiografía como invención”, Critica del testo, II, 2, 1999 (Viella, Dipartimento di Studi Romanzi, Università di Roma “La Sa-pienza”).

17. Citado por Ricardo Rojas. “Los gauchescos”, en Historia de la literatura ar-gentina (1917). Buenos Aires: Losada, 1948, vol. II, p. 521.

18. Horacio Guarany canta Martín Fierro, disco Philips 6347071 (5701), 3ra. Ed., s.f.

19. Hilario Ascasubi. Santos Vega o Los Mellizos de la Flor. Buenos Aires: So-pena, 1953, p. 30. Todas las citas se corresponden con esta edición.

20. Rafael Obligado. Santos Vega, en Poesías. Buenos Aires: Espasa Calpe, 1961. Todas las citas se corresponden con esta edición.

21. Encuentro esta etimología en Ulyses Petit de Murat. “Atahualpa Yupanqui, caminante lírico”, prólogo a Atahualpa Yupanqui, Antología. Barcelona: No-varo, 1973, p. 22.

22. Noé Jitrik. “El tema del canto en el Martín Fierro de José Hernández” cit., p. 13.

23. Atahualpa Yupanqui. El payador perseguido y canciones varias, selección y notas de Mario Benedetti. Buenos Aires: Espasa Calpe, 1996, p. 11. Todas las citas se corresponden con esta edición.

24. R. Dorra, “El payador y sus regiones”, en Entre la voz y la letra. cit., p. 101. 25. Me he referido más detenidamente a este personaje de Fontanarrosa en “In-

tertextual/intratextual. El sistema de la narrativa hispanoamericana”, en Saúl Yurkievich (ed.). Identidad cultural de Iberoamérica en su literatura.

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Madrid: Alhambra, 1986 y especialmente en “Gauchos, inmigrantes, compa-dritos: argentinos” cit.

26. J. L. Borges, "Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874)", en El Aleph, Buenos Aires: Emecé, 1973, pp. 53 y 55, énfasis del autor. Todas las citas se corresponden con esta edición.

27. Roberto Fontanarrosa. “Cuando se dice adiós” (1973), en Veinte años con Inodoro Pereyra. Buenos Aires: Ediciones de la Flor, 1998, p. 19. Todas las citas se corresponden con esta edición.

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