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REVISTA DE CRÍTICA LITERARIA LATINOAMERICANA Año XXXV, No. 70. Lima-Hanover, 2º Semestre de 2009, pp. 183-210 NACIONALISMO Y EXCEPCIÓN CULTURAL EN EL PROYECTO HISTORIOGRÁFICO DE RICARDO ROJAS Daniel Mesa Gancedo Universidad de Zaragoza El lugar que Ricardo Rojas (1882-1957) ocupa en la historia del nacionalismo argentino ha sido ya bastante bien estudiado 1 y a cual- quiera que se anime a recorrer las más de 3000 páginas de su Histo- ria de la literatura argentina, publicada entre 1917 y 1922, se le hace evidente que esta obra es la principal herramienta para definir dicho lugar. Los cuatro volúmenes de su edición original 2 constituyen, en su contexto de producción, un proyecto militante de construcción de la identidad nacional. Aunque no está a mi alcance reconstruir el contexto en el que se desarrolla la ideología nacionalista de Rojas, parece bastante establecido que ésta constituye un ejemplo para- digmático de la variante liberal y democrática, distinta del proyecto nacionalista de otros contemporáneos, como Lugones o Manuel Gálvez, quienes –con interés igualmente singular en el papel de la literatura 3 –, representan la vertiente autoritaria y reaccionaria. Por otro lado, suele integrarse a Rojas entre los defensores del “naciona- lismo cultural”, que todos los especialistas recomiendan no confun- dir con el “nacionalismo político”, aunque a veces resulte difícil tra- zar la línea divisoria entre uno y otro. En el contexto argentino, una de las divergencias capitales entre ambos tipos de nacionalismo la constituye la xenofobia: el nacionalismo político es claramente xenófobo y reprueba las modificaciones sociales que entre 1880 y 1920 está provocando la inmigración masiva. El nacionalismo cultu- ral, sin ignorar el alcance del fenómeno inmigratorio, propone que el ámbito cultural puede ser el espacio común en el que podrán fundir- se las diferencias de origen de la población, mediante un adecuado trabajo educativo. En ese contexto, a este nacionalismo de signo li- beral le interesa hacer un uso del término raza que excluye las con- notaciones biológicas, para identificarlo con componentes étnicos o culturales en el más amplio sentido 4 .

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REVISTA DE CRÍTICA LITERARIA LATINOAMERICANA Año XXXV, No. 70. Lima-Hanover, 2º Semestre de 2009, pp. 183-210

NACIONALISMO Y EXCEPCIÓN CULTURAL EN EL PROYECTO HISTORIOGRÁFICO DE RICARDO ROJAS

Daniel Mesa Gancedo Universidad de Zaragoza

El lugar que Ricardo Rojas (1882-1957) ocupa en la historia del nacionalismo argentino ha sido ya bastante bien estudiado1 y a cual-quiera que se anime a recorrer las más de 3000 páginas de su Histo-ria de la literatura argentina, publicada entre 1917 y 1922, se le hace evidente que esta obra es la principal herramienta para definir dicho lugar. Los cuatro volúmenes de su edición original2 constituyen, en su contexto de producción, un proyecto militante de construcción de la identidad nacional. Aunque no está a mi alcance reconstruir el contexto en el que se desarrolla la ideología nacionalista de Rojas, parece bastante establecido que ésta constituye un ejemplo para-digmático de la variante liberal y democrática, distinta del proyecto nacionalista de otros contemporáneos, como Lugones o Manuel Gálvez, quienes –con interés igualmente singular en el papel de la literatura3–, representan la vertiente autoritaria y reaccionaria. Por otro lado, suele integrarse a Rojas entre los defensores del “naciona-lismo cultural”, que todos los especialistas recomiendan no confun-dir con el “nacionalismo político”, aunque a veces resulte difícil tra-zar la línea divisoria entre uno y otro. En el contexto argentino, una de las divergencias capitales entre ambos tipos de nacionalismo la constituye la xenofobia: el nacionalismo político es claramente xenófobo y reprueba las modificaciones sociales que entre 1880 y 1920 está provocando la inmigración masiva. El nacionalismo cultu-ral, sin ignorar el alcance del fenómeno inmigratorio, propone que el ámbito cultural puede ser el espacio común en el que podrán fundir-se las diferencias de origen de la población, mediante un adecuado trabajo educativo. En ese contexto, a este nacionalismo de signo li-beral le interesa hacer un uso del término raza que excluye las con-notaciones biológicas, para identificarlo con componentes étnicos o culturales en el más amplio sentido4.

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El inicio de la escritura nacionalista de Rojas se produce hacia 1909 con el libro titulado, justamente, La restauración nacionalista y está relacionado con un proyecto educativo (Informe sobre educa-ción es el subtítulo de esa obra) en el que la constitución de un ca-non literario argentino ocupa un lugar pragmático, a tal punto que puede decirse que una primera fase de esa escritura nacionalista culmina con un gesto, en principio, extra-textual: la creación de la primera cátedra de literatura argentina (1913). Digo “en principio” porque esa extra-textualidad es, obviamente, relativa: al margen de que la creación de la cátedra implicaría, como es de suponer, una serie de textos legales, conlleva también –lo que es más importante para mi propósito actual– la implementación de unos contenidos que se plasmarán, primero, en la creación de una colección canónica, la “Biblioteca Argentina”5, y posteriormente en la escritura de la Historia de la literatura argentina6.

La difícil excepcionalidad argentina

Desde el principio, Rojas se muestra consciente de uno de los problemas básicos, en el contexto hispanoamericano, para la cons-trucción de una historia literaria nacional: el de la lengua. La coinci-dencia idiomática es uno de los primeros escollos porque, contra to-do propósito nacionalista, no se puede identificar lengua y literatura sin disolver la diferencia nacional o –en términos más actuales– la “excepcionalidad cultural”. En el inicio de Eurindia Rojas da con una formulación sintética del problema: “La literatura argentina no se halla escrita en idioma argentino. Análoga disparidad ocurre en los otros pueblos del Nuevo Mundo” (E: 39). También se hace eco de esa dificultad desde las primeras páginas de su Historia:

Definir la extensión de nuestro dominio literario dentro de los vastos domi-nios internacionales del idioma patrio, tendrá que ser una de las cuestio-nes que plantee y resuelva la historia crítica de nuestra literatura. (HLA, I: 31)

Rojas afronta decididamente esa dificultad y, a diferencia de otros proyectos historiográfico-literarios casi contemporáneos (como el de Luis Alberto Sánchez para el caso del Perú), identifica lo “ar-gentino” con la “lengua castellana” y excluye, como “pre-argentino” todo lo escrito en idiomas indígenas7. La historia literaria de las na-ciones hispanoamericanas no puede estar apoyada en un principio filológico: aunque las palabras son esenciales para llegar a atrapar el objeto que interesa a Rojas, la “conciencia nacional”, lo verdadera-mente importante y definidor es la “conciencia” misma, el fin al que conducirá el medio verbal8. Si el himno o la constitución son “nacio-

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nales” a pesar de estar escritos en español, también la literatura (y la conciencia que ella expresa) podrán ser nacionales, independiente-mente del idioma que utilicen, puesto que esa “nacionalidad” tiene un significado trascendente9.

Asumido el idioma como un a priori de la argentinidad (y, por tanto, excluido de la definición de ésta), lo propiamente argentino será, entonces, no tanto cuestión de idioma como de “raza”, en el sentido cultural (laxo) en el que conviene comprender este concep-to en el contexto del nacionalismo liberal, como ya se dijo: “Hay, pues, una raza de almas, y ésta es la que interesa a la cultura” (E: 146). Resultado de otros factores distintos del idioma10, ese con-cepto psicologizante de “raza” se confunde con el de “genio o carácter del pueblo”, o directamente con el concepto de “pueblo”, “comunidad nacional” o con el de conjunto de “hombres de la mis-ma cuna patria”:

Con este último significado empleo aquí la palabra raza (de radix, radicis) tomándola en el sentido de pueblo o comunidad nacional, hombres de origen o “raíz” común por la cuna patria, cuando no por el tronco atávico. Dicha palabra se refiere al origen antropológico cuando se concreta a la especie, y al origen geográfico cuando designa a la nacionalidad. Así la ra-za tórnase, de tipo anatómico que es para el antropólogo, en tipo psicoló-gico para la concepción del historiador. (HLA, I: 87)

La (discutible)11 definición etimológica del concepto de raza otor-ga a la argumentación un carácter “telúrico-natural” que no es fortui-to en el sistema de Rojas. Por el momento, digamos que si la etimo-logía se presenta como garantía científico-positiva, en el discurso de Rojas cobra, además, un valor metafórico-ideológico, en la medida que pretende alejarse de un discurso (el antropológico) que podría llevarlo a derivas racistas12 que no le interesan.

El proceso evolutivo que Rojas pretende establecer en el orden de la cultura implica, en el orden de la civilización y del tipo huma-no, aparentemente, no una superación de estadios de inferior cali-dad sino una integración, relacionable con el proceso de Auf-hebung de cuño hegeliano13. Una innegable concepción mesiánica le lleva a imaginar la perfección de la argentinidad en el “argentino del futuro”14, del cual tiene una concepción inclusiva (cfr. Chanady): todos los tipos anteriores que han ocupado el territorio argentino –o, más ampliamente, de las Indias– se fundirán en él y en él podrán (y deberán) integrarse igualmente todas las posibles nuevas in-fluencias15. La base de ese argentino futuro es el indio y éste es un punto que no se puede soslayar en Rojas: su invención de la argen-tinidad deriva de una reivindicación indianista que a veces resulta un tanto distorsionada. En la Historia se esfuerza por definir su in-

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dianismo como una tesis geográfica, telúrica, más que étnica: para él indianismo viene de las Indias como territorio y no del indio como tipo, que no es sino una especie de emanación del territorio, ulte-riormente modificada16. En la definición de su indianismo se da la misma “laxitud” que en su definición de raza, y no es distinta la que afecta al hispanismo, aunque vaya en sentido opuesto: si el india-nismo deriva de la tierra, el hispanismo de Rojas no tiene, por el contrario, una fijación geográfica, sino que es el componente que permanece en el idioma:

Cuando alguna vez he preconizado yo el hispanismo, no he entendido proponer a España por modelo, sino “caracterizar” lo que de España so-brevive en nuestras inteligencias, por virtud necesaria del idioma. Cuando alguna vez he preconizado también el indianismo, no he entendido propo-ner a los indios por modelo, sino “caracterizar” lo que de las Indias (es de-cir América) sobrevive en nuestra sensibilidad, por virtud atávica del medio físico sobre el hombre. (HLA, I: 103)

En Eurindia el planteamiento indianista será más osado: llegará a considerarse a sí mismo “como un indio ignorante” (E: 114), lo que no pasa de ser una licencia retórica. Pero además, contra toda evi-dencia histórica (y, por tanto, haciendo uso del discurso amnésico o del error metódico que caracterizara Renan en su conferencia de 1882 sobre el nacionalismo), afirma que “La emancipación fue una reivindicación nativista, es decir, indígena, contra el civilizador de procedencia exótica” (E: 20). Es éste un error de base, quizá el error fundador del nacionalismo argentino en el discurso de Rojas.

Y es que, en realidad, a Rojas se le plantea un dilema clásico: el del lugar del indigenismo en un país sin indios (a fortiori, en un país que nace a partir del exterminio de los indios, una de esas cosas que es necesario y bueno olvidar, de las que hablaba Renan). De ahí que prefiera hablar de “indianismo” y remitirlo a la “tierra”. Aunque en ocasiones Rojas alude a los indios, parece dejarlos fuera de la histo-ria (tal como él la esquematiza), o, en el mejor de los casos, los con-funde o los “transfigura” en el gaucho17. Pero ni siquiera, aun enten-diendo “indígena” como “gaucho”, la afirmación de Rojas referida a la emancipación se sostiene, y permanece como un error irreducti-ble. La “reivindicación emancipadora” surgió del espacio “criollista”, un espacio en el que poco a poco Rojas va integrando su naciona-lismo, tras el gesto inicial de excluir al indio –con su idioma pre-argentino, no se olvide–18. En beneficio de Rojas cabe decir que ese “error” no aparece en la Historia sino en el mucho menos riguroso y hasta en ocasiones fantasioso “libro de meditaciones” (E: 12) que es Eurindia, máxima plasmación del ideal de fusión y trascendencia de la teoría más allá de los límites de “lo argentino”:

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[...] Eurindia abarca lo nativo y lo extranjero, dilatando lo nativo a todo lo americano. Lo abarca para diferenciarlo y asimilarlo, reteniendo lo que es esencial y fecundo, para eliminar lo restante. Estas son disciplinas de me-ditación y de estudio, con propósitos progresivos y creadores. Tomar fragmentariamente una parte de la tradición americana y creer que en ella reside toda la Patria, me parece un error. Ni lo indio, ni lo gauches-co, ni lo español, separadamente, contienen todo el espíritu nacional. (E: 260)

Basta con haber llegado a este punto para detectar que el pro-yecto de Rojas puede encontrarse viciado, además de por esa in-corporación incómoda –y hasta interesadamente errónea– de “lo in-dio”, por una argumentación circular, desde la perspectiva exclusi-vamente metodológica, que hace mutuamente dependientes la idea de raza y la de literatura: la literatura es considerada como “docu-mento de vida espiritual de una raza”, pero, a su vez, la raza se defi-ne como el “sujeto pensante de una literatura”19. De tal modo, resulta difícil establecer una prelación “filosófica” (como Rojas querría) entre literatura y raza y decidir cuál ha creado a cuál.

Sea como sea, y a pesar de su primordial propósito nacionalista, es importante notar que Rojas no excluye de su concepción de la historia literaria la posibilidad de integración ulterior de la literatura nacional en un ámbito más amplio. De hecho, lo argentino –en el planteamiento de Rojas– quizás sólo pueda definirse por contraste en ese marco más amplio20. Las historias de las literaturas nacionales son un trabajo propedéutico:

Creo, además, que una buena historia literaria de la América española, o una buena antología continental, no podrá lograrse sino cuando la obra de crítica regional se haya realizado, y cuando cada una de las regiones entre a colaborar, con aporte propio, en la obra general. (HLA, VII: 259)

Posteriormente, en Eurindia, reconocerá Rojas que esa integra-ción está más favorecida por el idioma que por el territorio (dos de los componentes clave de la nacionalidad). El territorio permite hablar de “literaturas regionales” y matiza la peculiaridad de cada “literatura nacional”21. El espacio hispanoamericano puede com-prenderse como una macro-nación que comparte el importante factor del idioma, pero además tiene “unidad de origen, homoge-neidad de cultura y sincronismo de evolución histórica” (E: 63). No puede hablarse, entonces, de “literatura americana”, porque no la unifica ni el “factor filológico” ni el “factor histórico”22, pero, en cambio –y el salto es importante dado el objetivo de Rojas– no es descabellado suponer la existencia de una “literatura hispanoame-ricana”, como propone en la conclusión y resumen utópico de su proyecto:

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No sería arbitrario, pues, considerar a toda la América española como una sola nación, y a sus literaturas locales como expresión regional de un solo proceso literario más vasto, ligado por el parentesco de la raza y por la comunidad del idioma. (E: 63) La historia literaria de cada nación americana, sistematizada por un criterio de nacionalidad como yo lo preconizo, no excluye su refundición crítica en más vasto sistema si nos atenemos a la comunidad social de dichas na-ciones en América. El idioma castellano daría unidad al conjunto, y cabría dentro de él la división por Estados, como formas regionales de una sola literatura. (E: 67)

Si esa “una sola nación” fuera Eurindia, su “una sola literatura” sería el objeto latente de la investigación de Rojas. Alguna vez, Bor-ges, para reírse del afán universalista del saber, que define ese uni-verso desde el lugar propio, ironizó sobre la posibilidad de una histo-ria de la literatura bantú23. Si esa literatura tal vez es inexistente, ello no habría de ser obstáculo para historiarla: también Groussac deci-dió que no existía la literatura argentina y Rojas le dedicó las más de 3000 páginas que aquí nos están ocupando24. Pero tal vez, el objeto secreto y nunca detectado de esas páginas sea una entelequia más sutil: la literatura euríndica.

En cualquier caso, el contexto constituido por esa macro-nación y esa macro-literatura es el ámbito adecuado para valorar en sus justos términos la “excepcionalidad” o peculiaridad de lo argentino y la literatura argentina:

Para juzgar la literatura argentina, creo que la debemos comparar con la de esas naciones, análogas a la nuestra, y no con la de pueblos milena-rios. Los más altos nombres de la cultura universal deben ser la meta de nuestro largo porvenir, pero no pueden ser el parangón de nuestro breve pasado. (E: 92-93)

Surge aquí la cuestión de las proporciones, que afecta desde el origen a la Historia de Rojas, según se hizo presente, esta vez, en la crítica de Borges25: un “breve pasado” se despliega en el extenso dis-curso de Rojas, pero esa expansión tiene por objeto prefigurar –quizá, incluso, mágicamente, convocar– el “largo porvenir”, que, sobre el tapiz de la eternidad, equiparará finalmente la literatura argentina a la de otros “pueblos milenarios”. Así pretende Rojas evitar un error de valoración: las literaturas americanas son “caso nuevo” (E: 97) en la historia de la cultura y por eso merecen la construcción de un marco de referencia también nuevo.

En ese contexto hay que entender también su matizada objeción a la confusión de la literatura argentina con la española, que parece

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quedar –¿por “milenaria”?– al margen de ese gran cuadro literario hispanófono, lo cual redunda en una propuesta institucional concreta:

El criterio de tal agrupación [de literatura española y argentina en la Biblio-teca Nacional] hállase aparentemente justificado por la comunidad del idioma y por la escasa importancia internacional de nuestra literatura; pues es evidente que, tratándose de la Biblioteca “nacional” por antonomasia, la obra del pensamiento “nacional” debiera tener un sitio aparte. Si la man-tiene el Estado y a ella viene la producción universal, es para contribuir a la formación de nuestra propia cultura, pero es claro que para servir a su función especial debiera catalogarse separadamente la producción argen-tina, aunque más no fuera que para documentar su insignificancia (si al-guien opina así), o para facilitar las tareas de la investigación histórica y de la crítica. (HLA, VIII: 382n)

Todo el proyecto de Rojas (con alguna matización de carácter ar-gumental) busca, evidentemente, una coherencia que vincule su es-critura y la “manipulación” de la historia de la literatura con la cons-trucción de una imagen nacional y de su proyección institucional-estatal. De ahí que sea asumible incluso el riesgo de descubrir la in-significancia del objeto, si con ello se logra establecer su existencia.

De la tierra al genio

Aun cuando, según acaba de verse, puedan diluirse a posteriori en una entidad (y subsecuentemente en una historia) más amplia, para Rojas la identidad argentina y su literatura son objetos enraizados. Conviene ahora reconstruir el sustrato filosófico que sostiene esta concepción en Rojas. La condición idealista de su proyecto implica un rechazo radical del materialismo (que juzgaba uno de los defectos contemporáneos) y, postulando una visión utópica tanto de la nación como de la literatura, avanza hasta territorios que cabría considerar, sin pudor, espiritualistas o incluso místicos26. A partir del fatalismo que le lleva a admitir la necesidad del hecho social, idéntica a la del hecho natural (HLA, III: 83), deriva Rojas una línea explicativa que habrá de articular esencialmente su obra historiográfica: la analogía con la natu-raleza o lo que podríamos llamar su discurso telúrico.

El punto de partida de este discurso es el organicismo de cuño romántico: para Rojas, la literatura, como la nación, es un cuerpo vi-vo. Esa visión es idealista, puesto que se basa en una imagen o ana-logía, no en una definición estricta de la materia de ese cuerpo u ob-jeto de estudio, materialismo inaccesible al discurso de Rojas. Al margen de que una tal concepción organicista alimente el paradigma tradicional de los estudios históricos (también histórico-literarios) en la medida que se enfrentan a su objeto como una sucesión del tipo nacimiento-crecimiento-desarrollo-decadencia-muerte27, una segun-

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da implicación no resulta menos importante: ese cuerpo cultural, como todo cuerpo, debe ofrecer una composición unitaria, armóni-ca, integrada, esto es orgánica28. Rojas así lo recoge en las páginas finales de su Historia y en diversos lugares de Eurindia:

Una literatura nacional –según la tesis de la presente Historia– es no sólo una serie de creaciones individuales, sino la expresión orgánica de una conciencia nacional. (HLA, VIII: 609) Una literatura nacional es la expresión de una conciencia nacional. Cuanto más vieja, definida y coherente sea la cultura de una nación, más orgánico será el carácter de su literatura [...]. (E: 97) [...] ni [la] nomenclatura, ni los ciclos en sí mismos, son lo importante para mí, sino la unidad orgánica que ellos revelan en todo el proceso de nuestra cultura. (E: 157)

A partir de esa doble condición del ideal de cultura (fatalismo + unidad), Rojas irá matizando ese que he llamado discurso telúrico hasta convertirlo en una estrategia retórica fundamental en la com-posición de su Historia, porque le permitirá identificar nación con tie-rra29 y, de ahí, dar el salto al concepto clave de espíritu de la tierra, cuya manifestación perfecta es la literatura.

Cabe señalar que en esa estrategia retórica de tipo telúrico se in-tegran metáforas tradicionales del discurso histórico-literario, como es el concepto de corriente30. Si en algunos lugares parece usar Rojas la expresión sin mayores connotaciones31, en otros la analogía es explí-cita y minuciosamente desarrollada, lo que demuestra el propósito de Rojas de construir un discurso integrado y, a su vez, orgánico:

Yo he visto en un valle andino, entre Cacheuta y Uspallata, bajar de la montaña un río blanco, y desde lo alto de un cerro que se llama de Plata ir a desembocar en el río Mendoza, cuyas aguas son turbias como disuelto barro. Al entrar las aguas blancas en el cauce negro, ambas corrientes van paralelas, entre las márgenes comunes; pero a medida que el río mayor va alejándose de su afluente, las dos aguas van confundiendo sus colores, hasta refundirse en un solo matiz. Así son las corrientes históricas del pensamiento. A las mías les he trazado cauce propio, a fin de llevarlas, desde su fuente originaria, con su propio caudal, a afluir en el río mayor de nuestra historia. (HLA, VI: 744)32

Pero Rojas no se limita a explotar metáforas tradicionales, sino que también aprovecha la “inversión” de otras metáforas: si la tierra puede ser leída como un “libro”, la historia misma (y, con más razón, la historia literaria y la literatura) puede ser interpretada como un te-rritorio. En las páginas de la Historia, afirma Rojas:

Se ha dicho que la tierra es como un libro abierto a la mirada del geólogo que sabe leer en sus estratos rotos, la revelación del génesis planetario. Así podríamos decir que la historia, en los restos bibliográficos del pasado,

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se hace tangible como la tierra, y el vidente descubre en sus páginas las huellas reveladoras de una formación social. (HLA, III: 12-13)

Suele el geólogo descorar la tierra de su manto aluviónico –piel de ese cuerpo– para estudiar los suelos genésicos –tegumento y hueso de esa anatomía prodigiosa. Pues así quisiera yo despojar en el mapa, a esta parte de América, del manto actual que la divide en naciones y provincias, a fin de penetrar en esa constitución espiritual más profunda, que es el subsuelo de su historia. (HLA, V: 24)

El texto-cultura es visto, entonces, como tierra-territorio. De ahí surge ese que Rojas llama el “símbolo de la tierra”, que, junto con el del “árbol” y el del “templo”, constituyen la tríada analógica funda-mental que sostiene su proyecto histórico-estético:

Eso es lo que me place llamar “El símbolo de la tierra”. A la mirada super-ficial o vulgar, la tierra parece una masa homogénea creada bruscamente y poblada luego por el hombre. Pero viene la ciencia geológica, que, des-pués de haber explorado las entrañas del globo, descubre las capas de varias creaciones sucesivas; y mientras la ciencia analítica va describiendo terrenos despedazados, faunas extintas, floras fosilizadas, la matemática astronómica vuelve a tomar ese globo en su unidad reduciéndolo al valor de una masa, y la geografía humana toma a la tierra y al hombre juntos, reduciéndolos al valor de una civilización. (E: 88)

De ahí que su proyecto se articule reiteradamente en una suce-sión de capas, equivalentes a las “grandes corrientes espirituales”, a las que su esfuerzo interpretativo intentará dar coherencia. No obs-tante, el desenlace primará lo espiritual por sobre las corrientes, y convertirá a este “geólogo literario” en una especie de Orfeo que vuelve del infierno de la oscuridad pre-nacional para traer esa espe-cie de flor azul que es el Volksgeist revelado en la literatura33.

Pero antes de llegar a ese desenlace conviene seguir la pista que sugiere la última metáfora vegetal, tomada de Novalis, que acabo de utilizar, como una nueva manifestación del organicismo romántico que alienta en el discurso de Rojas. El discurso telúrico se transfor-ma en ocasiones, sutilmente, en un discurso botánico porque le in-teresa subrayar el carácter vital, vivo, del objeto que está estudiando. Así irá surgiendo el segundo símbolo capital: el del “árbol”34. Una de sus primeras apariciones es solidaria con el “símbolo de la tierra”, a partir de la polisemia del término “hojas”: así como las de los árboles fecundan la tierra, las de los libros alimentan “el bosque perenne que es la patria”35.

El diseño cabal del símbolo del árbol, no obstante, se produce en Eurindia. Tras alguna ocasional aparición de otras imágenes vegeta-les para ilustrar la visión global que Rojas tiene del campo literario que ha ido cartografiando36, Rojas culmina su discurso botánico apli-

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cando lo que él llama símbolo al concepto de nación –ya absoluta-mente mediado por la literatura– con una alegoría en la que recupera el tono mesiánico-milenarista (utópico) que es, en suma, la conclu-sión de su argumentación:

Para hacer más visible esta idea, he concebido el símbolo del árbol: las nacionalidades son entidades superorgánicas semejantes, en su misterio de vida, a lo que son los árboles; la civilización humana, en su conjunto, una selva. Si aplicamos este símbolo del árbol a los ciclos ya mencionados de nuestra cultura, podemos decir que los primitivos (folklore indígena, poesía payadoresca, literatura criolla) son las raíces, que se nutren en la tierra nativa, penetrando hasta el subsuelo de la más profunda tradición local; los coloniales (teocracia cristiana, casticismo español, seudoclasi-cismo latino), son el tronco, por donde la savia histórica, sube, entre la le-ña sustentadora y la áspera corteza, tronco de círculos seculares; los pa-tricios (revolucionarios, proscriptos, organizadores de la democracia) son las ramas que se abren en la copa libre, fuertes, elásticos en el vendaval del desierto, hasta dar, en su trabazón, individualidad y sombra al árbol simbólico; y los modernos (cosmopolitismo, individualismo, nacionalismo americano), son ya la fronda rumorosa, de hojas innumerables, cuyo mati-zado verdor anuncia la estación de las flores y de los frutos. (E: 112-113)

Si los primitivos son la raíz, desde luego, constituyen por eso el núcleo mismo del concepto de “raza”, que apareció antes (HLA, I: 87) etimológica e interesadamente explicado como derivado de ra-dix, y por tanto, integrado perfectamente en este discurso organicis-ta. Mediado por otras partes del árbol simbólico, queda aún por es-cribir el capítulo fundamental de esta Historia de la literatura: el del “fruto cierto” aún no logrado, el “joven poeta futuro”, el Esperado al que tantas páginas de exploración convocan y quieren guiar a un tiempo37.

La deriva mesiánica que acaba de insinuarse, armoniza con el an-timaterialismo idealista de Rojas. Se une también a la importancia concedida a la tierra como fundamento y base de la literatura, que debe ser explorada en profundidad. Por fin, considerando esos dos factores en relación con la teleología utópica que caracteriza a la concepción natural de su objeto de estudio, Rojas habría de verse conducido, casi “necesariamente”, hacia una conclusión espiritualis-ta, en ocasiones casi mística, que se cifra el “símbolo del templo”38, pero que ha ido preparándose con el desarrollo de otras imágenes también muy importantes.

En Eurindia, el carácter mesiánico, mistérico y místico de la His-toria, adquiere tintes extremos. Allí Rojas confiesa paladinamente su “animismo”:

Yo creo que la tierra y los astros son seres vivos, animados cada uno por un alma que pertenece a las más altas jerarquías angélicas, “los ángeles

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caídos” (caídos en el infierno de la materia de que hablan las religiones). [...] Hijas del ángel planetario son las almas de las Naciones, encarnadas en ciudades o en continentes para cumplir una parte de la tarea universal que salvará a los dioses caídos. Hijas de aquellas almas son las razas. (E: 135)

En esas páginas finales del volumen que supone la conclusión y resumen del proyecto historiográfico de Rojas culmina su discurso espiritualista, equiparando la Historiacon una catedral, alegoría mo-numental que se desarrolla y explica:

Cuando hube concluido mi “Historia de la literatura argentina”, vi que ella podía asimilarse a la imagen de una catedral. Tiene ese monumento una “Introducción”, a manera de pórtico o de atrio, y el ámbito interior se divi-de en tres naves: “Los gauchescos”, “Los coloniales”, “Los proscriptos”, atravesados por “Los modernos”. “Los coloniales” y “Los gauchescos” son las naves laterales, mientras la central, “Los proscriptos”, cruza a “Los modernos”, marcando el sitio del cimborrio, donde se alza luminosa la cúpula, que es la doctrina estética americana. (E: 167)

Pero el propio Rojas se encarga de insistir en que su discurso es más que una mera transposición metafórica. En Eurindia vincula la triple alegoría o metáfora continuada y estricta (tierra-árbol-templo) con una especie de “revelación” personal que él mismo relaciona con el pitagorismo y que constituye la condición necesaria para su-perar todos los componentes instrumentales de su proyecto:

En esos tres símbolos: la Tierra, el Árbol y el Templo, se ha recreado a so-las mi fantasía, durante varios años de meditación; y si aquí los presento reunidos no es por capricho retórico, sino por gratitud espiritual, pues ellos fueron iluminadores para mí, como desearía que llegasen a serlo para quien me leyere con ánimo de poseer, no fórmulas verbales, sino verdades fecundas. La Tierra me dio el símbolo de la materia; el Árbol me dio el símbolo de la vida; el Templo me dio el símbolo del Arte. Cuando encontré estos símbolos fue para mí como si me los hubieran ins-pirado las universales musas de Pitágoras, y me creí uno de aquellos alumnos a quienes el maestro, en su escuela de Crotona, les hacía intuir la unidad de todas las cosas. [...] Así iniciado en la verdad pitagórica, penetré en la unidad de nuestro genius loci y ascendí del territorio a la raza, de la raza a la tradición, de la tradición a la cultura, llevando por guía al idioma, signo de la conciencia, tal como la documentaron nuestras letras. Ahora estamos en un punto de nuestra argumentación en que podríamos desechar ciclos y cronologías, nomenclaturas retóricas, minucias bi-bliográficas o biográficas, para atenernos a la síntesis espiritual que buscábamos. Todo aquello es andamiaje que el arquitecto podría ahora voltear. (E: 168)

La larga cita merece la pena, creo, porque revela que el propio trabajo historiográfico tiene un componente espiritual análogo al del

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objeto que ha pretendido estudiar. Si esto puede hoy parecer poco científico, condice, no obstante, con la idea organicista e idealista que Rojas tiene de su tarea. De ahí que ya no extrañe el delirio místi-co que se roza en las últimas páginas de Eurindia: Rojas, el iniciado, se siente capaz de iniciar a otros novicios en su religión nacionalista:

Entrará conmigo el neófito en el recinto ideal, donde están el Arca y el Li-bro, las Tablas de la ley, los íconos y las músicas rituales, las apariencias todas del Arte. [...] Pero es inútil entrar, si después del adoctrinamiento de los capítulos anteriores, el lector no ha sentido que en su alma se desper-taba el indio antes dormido. Las disciplinas de esa árida catequesis son previamente necesarias: para emancipar el espíritu; para que muera el hombre viejo, nutrido de prejuicios exóticos; para que nazca el hombre nuevo, alimentado de emociones nativas. (E: 264)

Con esa curiosa mezcla de discurso indianista y discurso paulino (hombre viejo / hombre nuevo), el espiritualismo mistificante de Ro-jas encuentra un excipiente perfecto en el (también) romántico con-cepto del genius loci, que acabamos de ver citado. Si vale la expre-sión, ese “espíritu del lugar” es uno de los tópicos del “espíritu de época” (Zeitgeist) idealista39. Rojas establece en Eurindia una defini-ción detallada del concepto, a sabiendas de que es pieza clave en su proyecto:

Hay en los diversos lugares de la tierra misteriosas influencias espirituales, como de númenes invisibles, cuya presencia mística suele hacerse más perceptible en ciertos sitios: -grutas, selvas, fuentes-, al menos para la in-tuición de algunas almas excepcionales. Esto es lo que llamaron el genius loci los antiguos; el genio de los lugares simbolizado a veces por el ícono del tótem en los pueblos primitivos, más agudos que los pueblos “civiliza-dos” en su visión oculta de la naturaleza. (E: 121)

A continuación, aplica el concepto a su propósito y al lugar que más le interesa, con un tono, nuevamente, milenarista:

Esa influencia espiritual de “los dioses” a través de la tierra crea la unidad emocional de una raza, la continuidad histórica de una tradición, el tipo social de una cultura. Los dioses de América se manifestaron en tiempo de los Incas; pero se alejaron de la tierra amedrentados por los crímenes del conquistador militar y por los exorcismos del evangelista católico. Vol-vieron otra vez a manifestarse en tiempo de los Libertadores, y se alejaron más tarde, aquí en la Argentina, corridos por el sensualismo del coloniza-dor industrial y por la hostilidad del sabio materialista. Veo, sin embargo, claros indicios de que los dioses de América rondan otra vez muy cerca de nosotros, sugiriendo nuevas formas estéticas y morales, como si quisieran abandonar su destierro metafísico para reentrar en el necesario tormento de la historia. (121)

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El “espíritu del lugar”, en su recurrente epifanía, viene, entonces, a resultar la síntesis perfecta de dos de los conceptos clave en la historiografía literaria inspirada en Taine, como es la de Rojas, a pe-sar de sus reparos40: raza (carácter = genius) y medio (ambiente = locus) y un argumento esencial para el planteamiento nacionalista. Por eso, aunque la expresión no es tan frecuente como en Eurindia, no deja de aparecer desde las primeras páginas de la Historia, equi-parado a las “fuerzas invisibles” que actúan sobre el hombre y cons-tituyen, entonces, el sustrato elemental de toda posibilidad de cultu-ra41. En Eurindia, esas fuerzas, más específicamente, serán el “ger-men raizal” que anima el “misterio de vida” (114) o el elemento que, como se vio, ofrece unidad al proyecto42.

Pero Rojas no se conforma tampoco con el uso desplazado de la expresión: en reiteradas ocasiones afirma que su propósito tiene que ver con el descubrimiento de lo que llamará “numen angélico” (E: 98), que llegará a identificarse con la “argentinidad” y finalmente con la propia idea de Eurindia, a la que considera directamente como “uno de esos dioses americanos” (E: 122) o “un espíritu angélico que se nos manifiesta en la tierra, en el hombre, en la tradición y en la cultura, enviando a nuestra conciencia reflejos de su propia luz espi-ritual” (E: 122).

El rescate de ese “espíritu de la tierra” servirá de revulsivo a la cultura nacional, rescatándola del materialismo (E: 18), pero, yendo más lejos, la manifestación concreta del genius loci se encuentra en el espíritu de algunos individuos privilegiados: los próceres43. Se ve, así, cómo la teoría del genius loci no es simple metáfora: se mani-fiesta en hombres y en los textos que ellos dejan. De ese modo, el “espíritu del lugar” se convierte en “espíritu nacional” a partir del ge-nio de unos pocos privilegiados44.

Rojas como “genio” del lugar (patrio)

Ello tiene su proyección sobre la valoración del propio trabajo. Tras revelar la importancia que tiene en el proyecto de Rojas el con-cepto de genius loci, conviene atender a otro aspecto clave de su escritura: el egocentrismo o, si se quiere, la estrategia para presen-tarse como el sujeto que ha sido capaz de poner de manifiesto ese genius particular que llamará argentinidad (o Eurindia) o incluso, en ocasiones, el propósito de mostrarse como el sujeto que puede con-siderarse a sí mismo el “genio” del lugar (patrio).

La importancia de esta exploración y su conexión con el tema más amplio del nacionalismo queda garantizada por la confesión del autor, que concibe “la personalidad nacional del mismo modo que la personalidad individual” (E: 98). De ahí que sea oportuno atender a

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las inscripciones de la “personalidad individual” del autor en una obra que aspira a perfilar el carácter de la “personalidad nacional”. Ello se refleja en un discurso autobiográfico que no deja de estar presente en la Historia, a pesar de que explícitamente Rojas renuncia a ocuparse de los autores que le son contemporáneos porque eso quedaría fuera de su propósito histórico-científico45.

En la escritura de la Historia, la inscripción autobiográfica adquie-re los tonos de una autoexaltación orgullosa que subraya la condi-ción casi “misional” del trabajo emprendido. Cuando llega al final de su redacción, los términos son inequívocos al respecto de la valora-ción que le merece su tarea:

Las páginas de Los modernos ponen término a mi Historia de la literatura argentina, fruto del más ingente esfuerzo que haya realizado por la cultura de mi país. Sólo yo sé lo que ella vale como sacrificio cívico y prueba de voluntad. Pero había formulado a mi patria el voto de donársela, y he ne-cesitado para cumplirlo la pasión de un cenobita y la fe de un suplicante. Con análoga ingenuidad labraban las piedras de su ofrenda los artesanos de la Edad Media cuando levantaron sus catedrales. (HLA, VII: 12)

Se va aquilatando, así, la conciencia orgullosa de Rojas y hasta la coherencia metafórico-alegórica de su escritura, mediante la apari-ción del símbolo de la catedral. En cuanto a los esfuerzos concretos, se jactará el autor, por ejemplo, de “haber juntado aquí todo lo esen-cial de la bibliografía colonial rioplatense, y haberlo clasificado de acuerdo con un plan que estimo sólidamente fundado [...]” (HLA, III: 11). Insistirá en que la mayoría de los documentos que maneja de ese periodo han sido “exhumados por [su] propia labor” (HLA, III: 13), y aprovechará la ocasión, acto seguido, para lanzar una anda-nada contra una crítica que presumía ya injusta y mezquina (con re-lación a la magnitud de su impulso)46. Rojas, en suma, construye una imagen de sí mismo como “héroe cultural” que debe enfrentarse a circunstancias muy precarias. Su esfuerzo tiende a corregir una es-pecie de caos primigenio, provocado por la desidia47.

Los tesoros que ha podido ir recogiendo en su “misión” son pruebas de esa condición “heroica” que sugiero. No dejará Rojas, entonces, de consignar que posee “[...] un códice peruano del siglo XVII, en el cual la pluma prolija de un monje anónimo, entre copiosas noticias de varia curiosidad y amenidad, cifró en notación arcaica textos de música litúrgica y tonadas para acompañar los romances” (E: 186). Como su tarea va más allá de lo meramente literario le pa-rece oportuno anotar también que posee “[...] un Santo Tomás, una Virgen del Rosario, un retrato y varios Cristos de esta procedencia [los talleres locales], adquiridos por mí en nuestras provincias del Norte” (E: 226): son los iconos de su fe argentinista.

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Pero hay que señalar que especial orgullo le suscita su colección de documentos del Inca Garcilaso, cuya figura le da ocasión para evocar, con cierto detalle, el contenido de esa colección y las cir-cunstancias de su creación, íntimamente ligada al origen de su vo-cación (y por tanto de su proyecto), al punto que parece encontrar una cierta identificación y, al subrayar una “íntima simpatía america-na”, una equiparación –salvando las distancias– de ambos como fi-guras representativas de la “americanidad”:

La fascinante gloria del Inca Garcilaso de la Vega, me atrajo desde el co-mienzo de mi vocación, con íntima simpatía americana. Su cuna legenda-ria, y las persecuciones de su libro providencial, me sedujeron tanto como la melancolía de su alma y la amenidad de su estilo. Busqué ediciones de sus obras, y guardo de los Comentarios una traducción francesa de 1715, con ilustraciones antiguas*, de la cual he extraído dos figuras que aquí pu-blico. Guardo también su retrato, lo que sobre él se ha escrito y un ejem-plar de toda su obra, en pequeños volúmenes, que perteneció a la biblio-teca de don Antonio Cánovas. Y cuando en 1908 viajé por España, pere-grinando por las viejas ciudades maternas de nuestra cultura colonial, me detuve en Córdoba y visité la mezquita, en cuyo bosque de columnas mo-riscas, reposan los restos del inca inmortal. (HLA, III: 217-218)48

Desde luego que en el esfuerzo de Rojas tan importantes son los documentos (a los que podríamos denominar ahora lugares del ge-nio) que ha podido compilar como los documentos que él mismo ha logrado producir para albergar ese genius local, cosa que no deja de señalar en cuanto tiene ocasión49.

El discurso histórico-científico de Rojas queda hilvanado, enton-ces, con un discurso autobiográfico de carácter egocéntrico que se dirige a la construcción de su figura como la de un “héroe cultural” (quizá de segundo grado, si entendemos que figuras como la del In-ca Garcilaso o Sarmiento son “de primero”), restaurador de una esencia, si no perdida, en todo caso no revelada. Como tal “héroe”, se identifica, sin duda, con esas “almas excepcionales” (E: 121) que hacen lo que hay que hacer y poseen la intuición especial para cap-tar la presencia de los “númenes invisibles” que definen la nacionali-dad50. Hay que precisar, no obstante, que del mismo modo que al-gunas de esas “almas privilegiadas” tienen una especie de percep-ción extrasensorial en el espacio “telúrico”, Rojas capta el genius loci como pocos lo han hecho en el espacio “simbólico” que constituye el magma –el “caos primitivo”, informe hasta su llegada– de la cultu-ra. Pero esta analogía se convierte en algo tanto más significativo cuanto que Rojas, llegado el momento, equipara la magnitud de su esfuerzo intelectual a la intuición del “indígena primordial”, atri-buyéndose, así, la genealogía simbólica que precisa para legitimar su trabajo:

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Yo también, como un indio ignorante, sé que habita en el árbol de mi símbolo un espíritu animador; ese espíritu es lo que he llamado “argentini-dad”, numen de nuestra tierra y de nuestra raza, tótem de su tradición y de su arte. (E: 114)

Conclusión: errores y círculos viciosos

Esa equiparación de su condición con la del “indio ignorante” es una interesante modulación del idealismo de estirpe romántica que preside la tarea de Ricardo Rojas y supone una nueva torsión de la verdad, otro “error necesario” para apuntalar la legitimidad de su prédica nacionalista. Este marco ideológico, cultural, de carácter li-beral, concede un lugar inestable tanto a la raza como al idioma, sólo superable mediante una estrategia simbólica. Resulta importan-te recordar, en cuanto a la lengua, que el castellano es, para Rojas, un a priori en la definición de la literatura argentina; sólo aquellos textos que estén escritos en ese idioma podrán considerarse “argen-tinos”. Se borra así, de un golpe, toda pretensión de remontar la ar-gentinidad literaria a la época prehispánica; no hay, para Rojas, lite-ratura argentina antes de los españoles. Pero, por otro lado, el hecho de que el idioma no sea “propio” y exclusivo, sino compartido por otras naciones, hará que Rojas privilegie como rasgo definidor de la “argentinidad” la raza.

En el uso del concepto de raza, por otro lado, Rojas sigue el im-pulso de su época: no se trata de una definición biológica, sino, co-mo se ha dicho, etno-cultural, con visos vagamente espiritualistas. Su presencia en la argumentación de Rojas, más precisamente, abrirá las puertas a un protagonista esencial del relato de esta Histo-ria: el genius loci. Principio de carácter idealista-romántico, sintetiza al menos dos elementos nacionales: carácter y territorio. Por otro lado, la visión personalista que de esa figura tiene Rojas, permitirá proyectarlo sobre la figura de algunos individuos concretos, sin des-cartar la proyección sobre la propia persona, lo que propicia una imagen del sujeto del discurso –el propio Rojas– como héroe cultu-ral, que debe hacer lo necesario para la instauración de un dominio llamado “literatura argentina”.

Así, la presencia del genius loci como protagonista del proceso de configuración nacional sirve, además, para aquilatar el dinamismo y la organicidad del proyecto de Rojas. Esto se refleja, concretamen-te, en el hecho de que mientras que durante toda su argumentación la idea del genius loci ha sido fundamental, en el momento de la conclusión parece invertirse implícitamente la imagen para revelar que todo el discurso de Rojas ha ido orientado hacia la construcción

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de un locus genii: el territorio, el campo cultural, de la argentinidad. Pero la inversión no es sólo simbólica: el locus es también el texto, el documento, el lugar de revelación del genio (individual, del autor que ha sabido detectarlo; colectivo, como contenido de ese discurso). Y Rojas explota la imagen del lugar textual al proponer como alegoría suprema de su proyecto la equiparación de la doctrina de Eurindia (constituida por la Historia y por la obra homónima) con una catedral. Si para Baudelaire, la naturaleza era un templo, para Rojas, lo es la historia, y también su Historia, en definitiva: un espacio para la epi-fanía de una potencia espiritual, un templo de palabras (no lejano –por cierto–, sobre todo en la descripción que en Eurindia se hace de la disposición de los diferentes espacios –naves, crucero, cúpula– que lo integran, de la tradición de los teatros de la memoria). Pero este planteamiento circular, que invierte el genius loci en locus genii e identifica a este último con la obra, ya estaba explícito (aunque quizá inadvertido) en el establecimiento de las relaciones entre raza y lite-ratura: para Rojas la primera es el “sujeto pensante” de la segunda, pero su existencia sólo puede documentarse en el despliegue de es-ta segunda. Quizá es que la caída en el “círculo vicioso” no es sino el riesgo más común de la entrada en el “círculo hermenéutico”. Las anteriores son dos manifestaciones de ese procedimiento, quizá in-consciente en Rojas, pero que puede intuirse también por la fre-cuencia en que su argumentación se mueve en planteamientos de carácter dialéctico (la imagen del círculo, vicioso o hermenéutico, no puede pensarse sin esa dinámica). Rojas, idealista post-hegeliano, plantea su discurso como una constante Aufhebung del estado de cosas dado. Algunos ejemplos de ese movimiento lo constituyen sus afirmaciones de que la endeblez de la cultura prehispánica en Argen-tina hace más fácil la superación de lo hispánico, que es el estadio necesario en el proceso evolutivo51. También, la oposición “egoísmo indiano / exotismo cosmopolita” del colono (HLA, IV: 698) es una contradicción dialéctica que habrá de ser superada por la integra-ción de ambos principios en lo “argentino futuro”. En relación con esta contradicción cabe situar también la convicción de Rojas sobre la posibilidad de integrar al inmigrante en su noción de argentinidad: la fusión lograda en el periodo colonial entre los indios y los españo-les anticipa, a su juicio, la fusión entre el criollo y el inmigrante; pero, de modo aún más importante: el mero hecho de que el origen de la nación se sitúe ideológicamente fuera de la patria, en la generación de los proscritos o expatriados, amplía el concepto mismo de nación y provoca una tensión dialéctica que permite prever su revelación también en los individuos nacidos fuera de esa patria y asimilados por ella. Por fin, no menos importante será la superación de la

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dialéctica fundadora de la argentinidad tal como se encuentra en el primer genio del lugar, Sarmiento: no hay “civilización / barbarie”, sino “barbarie gaucha / barbarie cosmopolita”, las cuales habrán de ser superadas también en esa civilización futura52. En Rojas, esa civi-lización tiene un nombre: Eurindia. Se trata de la máxima realización del espíritu (del lugar, si se quiere), tal como lo sueña el idealismo de Rojas. Supone, por eso, la conclusión lograda, el concepto-síntesis final de su proyecto, la utopía en que se superan todas las diferen-cias y anula, asumiéndolas, las tensiones antiguas.

NOTAS:

1. Véanse, entre otros, Dalmaroni, Delaney, Dubatti, Floria, Ighina, Rama y Reta-moso.

2. Los datos aparecen en la bibliografía final. A partir de este momento me refe-riré a la Historia con las siglas HLA, seguidas del número del volumen, en ro-manos, y la página en la edición utilizada. Para el caso de Eurindia, la otra obra de Rojas que consideraré en este estudio, me valgo de la sigla E, seguida del número de página.

3. Basta recordar la polémica desencadenada por Lugones en torno al Martín Fierro (vid. Altamirano) o señalar, por ejemplo, que, para Gálvez, en su intere-santísimo Diario de Gabriel Quiroga, como recuerda Dalmaroni (27), “escribir, escribir novelas y publicar regularmente, es argentinizar” (27).

4. Es un concepto laxo, que tiene mucho que ver con las advertencias de Renan en 1882, quien ya señalaba que “raza” no es lo mismo para el antropólogo que para el historiador-filólogo y concluye: “La race, comme nous l’entendons, nous autres, historiens, est donc quelque chose qui se fait et se défait”.

5. Cfr. HLA, VIII: 648-649. 6. En apéndice al tomo VIII de la Historia, Rojas hace una historia de su relación

con la invención-creación de la literatura argentina, remontándose a sus “años de bachillerato” y extendiéndose hasta todos los proyectos contemporáneos a la redacción de la historia (y hasta la revisión de 1946) pasando, desde luego, por la fundación de la Cátedra de Literatura Argentina en 1913, incluyendo resúmenes de los programas por él impartidos (hasta ese mismo año de 1946) y la descripción exhaustiva de los trabajos del Instituto de Literatura Argentina, también fundado por Rojas en 1922.

7. “Tal cosa quiere decir que he de considerar como literatura argentina, tan sólo aquella que se halla escrita en lengua castellana, por ser esta la lengua de nuestra nacionalidad. Sería tan absurdo considerar como “nacionales” las obras escritas en los idiomas indígenas, si las hubiera, porque sólo expresar-ían un sentimiento regional preargentino” (HLA, I: 124).

8. “El idioma es signo caracterizante de nacionalidad, pero no el único, ni ha de estudiárselo con prescindencia de los otros, pues siendo las palabras simples símbolos del pensamiento, su vida depende de la asociación de las ideas y del ritmo del sentimiento: así la psicología y la cultura de cada pueblo imponen a su idioma en función literaria, contenido propio y arquitectura personal” (E: 59).

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9. “Lo que hace de mí un argentino –mi vida, mi sensibilidad, mis ideales– es lo

que me diferencia de un español de España o de un americano de otras regio-nes de América [...]. El pueblo argentino –individualizado ya por su tierra, su tradición y su cultura– no necesita crearse una lengua nueva para manifestar su genio social, y al hacerlo en castellano pone en su literatura un contenido nuevo, distinto del de España y diverso del de otras naciones americanas. Si el idioma es sensible a la psicología de cada escritor (y ese es lo que llamamos un estilo), con mayor razón lo es a la psicología de un pueblo, como se lo ve en las literaturas regionales, que, aun dentro de cada Nación, dan matiz ge-ográfico a la literatura de esa Nación. Tal es lo que ha ocurrido en el castellano de América, con léxico, ideario, ritmo y construcción característicos, aunque dentro del idioma común, que así alcanza valor de símbolo en cada literatura nacional” (E: 61).

10. “Ya he dicho que el idioma es un factor de nacionalidad, a la vez que signo expresivo de su literatura nacional. Cuando el idioma común, como en nuestro caso, ha sido creado por otro pueblo, ha de buscarse sus caracteres de na-cionalidad en el genio mismo del pueblo que lo adoptara por aprendizaje colo-nial; y es evidente que la tierra americana, las lenguas indígenas, las mestiza-ciones étnicas, las instituciones democráticas, la cultura internacional nos han dado un carácter propio, distinto del de la Nación colonizadora” (E: 42).

11. Joan Corominas comienza la extensa entrada que dedica al vocablo “raza” en su diccionario etimológico considerándolo derivado “probable” de ratio, -onis. Tras discutir la historia de otras propuestas, considera que la sugerencia de radix (que documenta con algunas autoridades) es “de imposibilidad evidente”.

12. Aunque Rojas intentó siempre evitar la contaminación xenófoba de su concep-to de “argentinidad”, no logró sin embargo evitar absolutamente un discurso “suprematista”, como cuando considera al “gaucho” un producto de la lucha del hombre con el medio y “una nueva prueba de la superioridad mental del hombre ario” (HLA, II: 631). También Wentzlaff-Eggebert (610 n.) repara en es-te lugar.

13. En el sentido de superación de la cosa dada que, al tiempo, la conserva en un estadio de comprensión más elevado. Duque propone traducir el término co-mo “asunción”: “Aufheben significa a la vez suprimir, conservar y elevar. [...] Se ha elegido el verbo “asumir” porque: 1) implica en castellano un “hacerse cargo”, y no un abandono (como parece sugerir “suprimir”) ni un “ir más allá” de la cosa considerada (como en “superar” o “sobrepasar”) [...]” (Duque 327-328n). Para el contexto cultural americano, había empleado el término Leopol-do Zea, que propone como traducciones “absorción” o “asimilación” (Zea 23): “En la filosofía de la historia de Hegel se hace patente el Aufhebung, el asimilar lo que se ha sido para poder ser otra cosa”. Significativamente, aquí se plan-tea, siguiendo a Ortega y Gasset, cómo la resistencia a ese movimiento dialéc-tico ha sido una falla histórica de todos los pueblos hispanos. “Hegel y Améri-ca” (Ortega 1966, 563-576) fue uno de los textos clave escritos por Ortega en su segunda estancia argentina en 1928 (Martínez de Codes 72-74).

14. Esa idea de la “futuridad” argentina es orteguiana (como señala Rama, 51), según se ve en el ensayo anteriormente citado y en otros como “Destinos

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étnicos” (Ortega 1966, 376-379) o “La pampa…promesas” (Ortega 1966, 635-641), también derivados de la segunda estancia en Argentina.

15. “El indio, que pereció, vive en el gaucho; el gaucho, que está pereciendo, so-brevive en el criollo actual, y los tres vivirán en el argentino futuro. Este no será la negación de sus precursores; será su perfección. El gaucho marca un paso de ascensión sobre el indio; el argentino del porvenir, lo marcará sobre el gau-cho. Si así no fuese, habría fracasado por retardo anacrónico nuestra civiliza-ción. Pero si el progreso se extraviara, y el argentino futuro quisiese matar en sí a sus precursores de la tierra nativa, entonces fracasará asimismo por falta de adaptación a su propio medio y al genio de su propia individualidad. El pueblo argentino será una síntesis de esos tipos humanos anteriores, en acor-de con las nuevas influencias europeas, extranjeras, cosmopolitas: pero no puede ser un europeo, un extranjero, un cosmopolita, porque entonces ya no sería un argentino” (HLA, II: 563-564).

16. “La tesis de mi indianismo es que la tierra forja la raza; ésta revela un espíritu local a través del hombre; y aquella fuerza “divina” de los elementos primor-diales, llega a manifestarse en un tipo nacional de cultura” (HLA, I: 57); “He declarado más de una vez que tomo la palabra indianismo en su primitivo sen-tido geográfico, no étnico. La derivo del suelo de las Indias, que dio su nombre al habitante identificado con ella, y no del “indio” que hallaron los conquista-dores españoles, aunque no lo excluyo al indio como precursor del gaucho, ni a éste como precursor del criollo actual en su maridaje con la tierra indiana” (HLA, I: 57 n.).

17. “Ricardo Rojas, uno de los argentinos más profundamente aquejado de “pa-sión” americana, necesitó más que ninguno del indio para sus representacio-nes, pero –fiel a su “argentinidad”, según su palabra, y reflejo exacto de las condiciones históricas de su país– fue a buscar al indio, o sólo lo admitió, donde no podía estar corporalmente: en el pasado o el presente semi-mitológico o folklórico, y aún allí de paso a una póstuma alegoría compósita, donde no estaría ya, ni siquiera en imagen, solo, sino fundido o confundido con otros. Concibió y admitió al indio únicamente para su estética” (Canal Fei-joo 223-224).

18. Es una tensión que han detectado otros críticos: Soto afirma su “progresivo recogimiento en una devoción más hispano-indigenista que criollista” (317). Pero el mismo crítico contextualiza esa devoción hacia 1913, en una polémica con José Ingenieros, cuyos postulados, más progresistas, defendían ya en-tonces la integración de la inmigración: “Al lado de ese pronunciamiento y otros análogos [de Ingenieros], la americanidad de Rojas se desvaneció en un ansia noble e idealista, si bien desprovista de vigencia” (Soto 323). Rojas, no obstante, parece ir en esa dirección en sus obras de la década del 20, Historia y Eurindia, hasta el punto que el segundo título podría entenderse como un in-tento de dotar de nueva vigencia a su propósito, con integración del compo-nente europeo. Soto también reconoce que “Rojas no prescindía del criollo, por supuesto, pero cargaba el acento en el desagravio del indio” (319). Final-mente, reconoce que el “indianismo” es un recurso de la verdadera enemiga de Rojas contra el exotismo, que a veces revela componentes indeseados:

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“Chocaba el ingrediente racista, exasperado como sostén de un nacionalismo político en pugna con el credo democrático del autor” (Soto 322).

19. “[...] la literatura es el documento de su vida espiritual. Por eso los historiado-res de cada literatura nacional en otros pueblos, han comenzado por definir su respectiva raza, como sujeto pensante de esa literatura” (HLA, I: 86). También Wentzlaff-Eggebert, al comentar la definición de la argentinidad (616) se ha dado cuenta de esa circularidad, expresada también en otros lugares: “Perte-necen, pues, a la literatura argentina, todas las obras literarias que han nacido de ese núcleo de fuerzas que constituyen la argentinidad, o que han servido para vigorizar este núcleo” (HLA, I: 34) / “[...] me propongo historiar las emo-ciones, los sentimientos, las pasiones, las ideas, las sensaciones y los ideales argentinos, tomando como signos de estos estados de alma nuestra literatura” (HLA, I: 59).

20. Así lo ve Chanady (599), planteando una oposición aún de mayor alcance: “Rojas’s exlplicitly inclusive model of identity (the crisol, Eurindia) is apparently transformed into a differential model in which argentinidad is opposed to nati-ve, American and European conciousness [...]”.

21. “Si el idioma es sensible a la psicología de cada escritor (y ese es lo que lla-mamos un estilo), con mayor razón lo es a la psicología de un pueblo, como se lo ve en las literaturas regionales, que, aun dentro de cada Nación, dan matiz geográfico a la literatura de esa Nación. Tal es lo que ha ocurrido en el caste-llano de América, con léxico, ideario, ritmo y construcción característicos, aunque dentro del idioma común, que así alcanza valor de símbolo en cada li-teratura nacional” (E: 61). La construcción del “territorio” como concepto ide-ológico (i.e., como modelo) está bien comentada por Ighina.

22. “No hay, pues, objetivamente una literatura americana en cuanto al factor fi-lológico; tampoco la hay en cuanto al factor histórico, porque si imaginamos a toda la América literaria como un solo fenómeno y la vemos evolucionar a través de los siglos, descubrimos en ella tres épocas: primero la precolombina, con su difusa poliglotía sin letras; luego la colonial, con sus tres metrópolis hostiles entre sí; finalmente la autonómica, con sus cronologías locales diver-gentes. No encontramos, en el factor histórico, ni unidad ni homogeneidad, ni sincronismo que permitan reducir tan variados fenómenos sociales a la expre-sión de una sola literatura” (E: 63).

23. “7/12/1954: [...] Comenta también [Borges]: “La gente dice que la Historia de la filosofía (¡o el Diccionario!) de Ferrater Mora es buena porque en ella figuran las filosofías de España y de la América Latina. Es una idea muy casera [...]. La gente que elogia a ciertas Historias de la literatura en diez tomos, diciendo: “Todo está” y “el autor lo sabe todo”, suelen señalar, en la misma frase, que hay un volumen suplementario sobre la literatura nacional, escrito por Giusti u otra autoridad indígena. Es como una fotografía a la que le pegaran un pedazo para añadir personas que no salieron, o un cuadro alegórico al que se le agre-garan, para exponerlo en Buenos Aires, las figuras de San Martín y de Belgra-no. Ha de haber una edición bantú, con un tomo sobre la literatura bantú, fir-mado por una autoridad caníbal, desnuda y retinta” (Bioy Casares 111).

24. Lo recordó Borges en “El arte de injuriar” (1933): “[...] Empeñado en la demoli-ción de Ricardo Rojas, ¿qué hace Groussac? Esto que copio y que todos los

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literatos de Buenos Aires han paladeado. Es así como, verbigracia, después de oídos con resignación, dos o tres fragmentos en prosa gerundiana de cierto mamotreto públicamente aplaudido por los que apenas lo han abierto, me considero autorizado para no seguir adelante, ateniéndome, por ahora, a los sumarios o índices de aquella copiosa historia de lo que orgánicamente nunca existió. Me refiero especialmente a la primera y más indigesta parte de la mole (ocupa tres tomos de los cuatro): balbuceos de indígenas o mestizos… [...] (Borges 1936, 101-102). Cita el fragmento, más por extenso Wentzlaff-Eggebert (603-604), quien, además, de subrayar como Groussac omite men-cionar la obra que censura, identifica también el lugar original de la crítica (el volumen Crítica literaria, Buenos Aires, 1924).

25. Que se refiere al “paradójico doctor Rojas (cuya historia de la literatura argen-tina es más extensa que la literatura argentina [...]” en su inicio de la reseña de A Short History of German Literature (Methuen, London, 1943), de Gilbert Wa-terhouse (Borges 1932, 213).

26. Quienes conocieron a Rojas no dejaron de señalar ese componente: “Había algo de arúspice en su prédica y mucho de sacerdote en su ademán.” (Monner Sans 269); “Había en Rojas un instinto sacerdotal, que él solía reconocer com-placido; a este instinto uníase una virtud videncial” (Moya 308); “Rojas trans-mitía la visión esotérica de ambas [“argentinidad” y “americanidad”] mediante un lenguaje de iniciado” (Soto 331).

27. En Rojas es también explícito el paralelo: “Como los seres biológicos, estas entidades metafísicas nacen lentamente, alcanzan su plenitud de vida, y luego mueren para ser reemplazadas por otras que son a veces de su misma proge-nie” (E: 98).

28. Baste citar sólo este lugar: “Por ejemplo, “orgánico” es concepto que se re-monta a un pasaje (capítulo VIII) de la Poética de Aristóteles; otros preceden-tes de él son la “unidad en la variedad” de los neoclásicos y la “forma interior” de los neoplatónicos. Pero sólo Herder, Goethe, Schelling y los Schlegel han sabido llevar a sus últimas consecuencias la metáfora orgánica y usarla con-secuentemente en su crítica; a Inglaterra llega con Coleridge. Desarrollo poste-rior del concepto de lo orgánico es la idea de que una obra de arte constituye un sistema de tensiones y equilibrios. T.S. Eliot y, posteriormente, I.A. Ri-chards alegan una y otra vez el pasaje capital de la Biographia Literaria de Co-leridge, donde se describe la imaginación como el equilibrio o reconciliación entre cualidades opuestas o discordantes. Pero esta fórmula ni es neoclásica ni original de Coleridge, sino mera reproducción de las palabras de algunos de los más románticos tratadistas alemanes; el paralelo más próximo se da en Schelling, a quien Coleridge había estudiado y por el que sentía, al tiempo de escribir la Biographia (1817), admiración tal, que se creía, al menos por enton-ces, simple expositor de su filosofía” (Wellek I, 13).

29. Remito al estudio de Ighina sobre la construcción del “territorio”. 30. Contemporáneo al proyecto de Rojas es una de las primeras historias literarias

“integrales” u orgánicas de la literatura hispanoamericana, el opúsculo de Leopold Wagner titulado, significativamente, Die Spanisch-Amerikanische Lite-ratur in ihren Hauptströmungen (1924). Algunos años después que Rojas, Pe-dro Henríquez Ureña (1949) compondría otra obra capital de la historiografía li-

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teraria hispanoamericana y la titularía Las corrientes literarias en la América Hispánica (1ª ed. en inglés: 1945).

31. “He partido, pues, del documento literario en toda su latitud expresiva, para buscar las grandes corrientes espirituales de nuestra historia [...]” (E: 89).

32. En otras ocasiones, las “corrientes” metafóricas que iluminan su proyecto son marinas: “Así la influencia espiritual de los tiempos se me mostró como una fuerza continua, a la manera del ritmo oceánico, que siendo vario en la suce-sión de las olas, es uno solo en el agua homogénea del mar” (HLA, VIII: 614).

33. “[...] descendiendo por ellas [las corrientes espirituales] a la esencia misma de nuestro ser colectivo, y una vez en posesión de lo que me parece la verdad –aquello que Fichte llamaba “el principio primitivo y divino de la patria”–, he vuelto como de un viaje por el Hades, trayendo esta luz con que pretendo ilu-minar las venideras formas estéticas de la cultura argentina” (E: 89).

34. El único al que Chanady atiende, lo que relativiza el alcance de su interpreta-ción.

35. “Como fronda de bosque en otoño, las hojas resecadas de esos viejos libros, caen ante los ojos del moderno historiador, pero ellas ruedan a fecundar la tie-rra paridora donde toma su savia ese bosque perenne que es la patria. Y ha de llegar el día de la anhelada primavera, cuando en la verde fronda renovada, se oiga cantar nuestra alma definitiva como un ave en el alba, y la humanidad re-conozca que otra voz nueva se une a las terrenales armonías de la belleza uni-versal” (HLA, IV: 700).

36. Cuando habla de la rareza de las obras logradas, afirma: “[...] pero así también suele pasarle a la planta del rosal que pone la mayor parte de su savia en la hojarasca y la leña, para concentrar la menor en la belleza sucinta de unas po-cas flores” (E: 91).

37. No me parece exagerada esta interpretación si se tienen presentes líneas co-mo las que siguen: “He aquí el secreto de este libro, y la virtud fecunda de su teoría para las vocaciones literarias del porvenir, especialmente para aquel jo-ven poeta futuro a quien la patria aguarda como la mejor presea de su destino. Y el más alto objeto de mi obra quedaría satisfecho, si ella ha de servir al Es-perado para que no extravíe su ruta, para que resuma su tradición, para que la renueve en arte perdurable, trascendiendo por la patria a la humanidad” (HLA, VIII: 629-630). No queda claro si Wentzlaf-Eggebertf es irónico cuando señala a Borges como ese “Poeta Esperado”: “Dass Argentinien spätestens mit J. L. Borges der von Rojas erträumte Vorstoss in die Weltliteratur geglückt ist, wird niemand bestreiten” (618).

38. En este punto, cabría señalar que Rojas se muestra como un estricto contem-poráneo de las preocupaciones “modernistas” en su más amplio sentido (des-de el Baudelaire de “Correspondences” al Darío de “La dea” (en Prosas profa-nas), sin olvidar a Stefan George.

39. Vernon Lee (seud. de Violet Paget, Boulogne, 1856-Florencia, 1935), por ejem-plo, tal vez una de las mayores defensoras del concepto en el ámbito de la estética, lo usa como título de uno de sus libros: Genius Loci: Notes on Places (1899).

40. “No acepto yo las premisas de exclusiva determinación materialista formula-das por Taine, y creo además que su método excesivamente preciso fallaría

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aplicado a fenómeno tan difuso y precario como el de la novísima literatura ar-gentina. Nuestro territorio enorme desierto, su población escasa y heterogé-nea, la vida pragmática, la tradición reciente, la lengua trasplantada, las in-fluencias cosmopolitas, habrían desconcertado en nuestro caso al propio Tai-ne, aunque declaro que sus ideas me han ayudado a comprender estos fenó-menos de la cultura” (E: 97).

41. “Es cosa bien averiguada que el territorio de una nación no adquiere personer-ía en la historia de la cultura sino gracias al hombre que lo habita. Si hay en la tierra fuerzas invisibles, modeladoras de la civilización, es evidente que tales fuerzas necesitan del hombre para manifestarse. El genius loci obrará enton-ces plasmando al habitante según su medio, hasta crear una raza; y plasman-do ese medio según su raza, hasta crear una nacionalidad” (HLA, I: 85).

42. Curiosamente, aislará como “expresión genuina del genius loci” “la creación coreográfica” (E: 170), aunque el ejemplo que da no es argentino: “Pude sen-tirlo sobre el Tibidabo, con el Mediterráneo delante y el azul del cielo latino so-bre mi cabeza, una tarde que al aire libre vi formarse la ronda riente de una sardana, bailada por el pueblo con toda la unción con que se realiza un rito cívico”.

43. Recupera así el concepto del genius loci su componente de “espíritu protec-tor”. En el caso de la Argentina, el primero de todos esos “genios” es el de Sarmiento: “[...] conciencia viva, personificada y agorera de su Patria, en todas las direcciones posibles del tiempo, del espacio y del espíritu” (HLA, V: 339), “[...] conciencia de nuestra raza, hecha hombre para revelarnos la memoria de lo que ha sido y la profecía de lo que será. Parece que llevara dentro de sí el pasado, el presente y el porvenir argentinos [...]” (HLA, V: 349). No obstante, otros “espíritus protectores” alientan en esta obra: “Yo conocí a Mitre en su casa de la calle San Martín, cuando era el último gran varón que nos quedaba de los tiempos heroicos. He vuelto varias veces a aquella casa ilustre mientras componía este libro, y al volver a ella se me avivaba el recuerdo de esa prime-ra visita que emocionó mi juventud. Ungido por la gloria de la independencia cuyos archivos exhumara, y por la gloria de la proscripción, en la cual fue pa-ladín armado y conductor elocuente; pronunciada ya la magna oración del ju-bileo; sereno en su vejez, confiado en la grandeza de su país, díjome sobre su vida coronada y sobre mi vocación incipiente, graves palabras que no he olvi-dado, y cuyo espíritu anima las páginas de esta Historia” (HLA, VI: 741-742). Hay también un componente genealógico en su idea del “genio del lugar”: “De los López puede decirse que en su estirpe está el “espíritu familiar” de la Ar-gentina: “Lucio Vicente López [...] era hijo de don Vicente Fidel López, el famo-so historiador de quien he hablado en Los proscriptos, y nieto de don Vicente López y Planes, el glorioso cantor de quien he hablado en Los coloniales; compuso el padre la Historia de la República Argentina, el abuelo compuso el Himno de la emancipación, y ambos fueron hacedores de la nacionalidad” (HLA, VIII: 397). Es quizá el lugar donde Rojas se acerca más a la idea tradi-cional en su tiempo que identifica la historia de la patria con la historia de unas cuantas familias patricias.

44. Por ello, es responsabilidad del Estado-nación difundir esos textos: “No diré que Sarmiento deba ser un ejemplo, porque tales vidas, ni se imitan ni se igua-

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lan. Pero creo que debe ser su genio nuestro patrimonio y su obra nuestra en-señanza. El país debe conocerla y amarla. El Estado debe fomentar cuánto realice la difusión de su espíritu. Él asumió en su sensibilidad, con la piedad de un Cristo, el dolor de los seres argentinos, hombres o cosas; que éstos ahora le asuman en su conciencia, para que su gloria sea inmortal. Acto de patrio-tismo es reconstituir aquella vida, para poder volver a verla, para poderla ver constantemente, para saber que ella no ha muerto, para saber que siempre perdurará” (HLA, V: 351).

45. “La historia literaria de los autores que han producido la revolución modernista y la caracterización del teatro nacional, así como la fundación de mi cátedra de literatura argentina o el arraigo popular de la novela, ya no sería historia pa-ra mí, sino crónica de mi generación o autobiografía de quien escribe estas páginas” (HLA, VII: 10-11). No obstante, incluirá como apéndice la historia de esa cátedra y del Instituto de Literatura Argentina, escrita por él mismo, o también la historia de otros proyectos propios escrita por algún colaborador (Juan Roldán, su socio en la empresa de la “Biblioteca Argentina”). Ya Monner Sans advirtió en la Historia “[...] cierta propensión al uso desmedido de refe-rencias que, en primera persona, le concernían” (282).

46. “La crítica ilustrada dirá si, en los documentos literarios que aquí gloso y orde-no –muchos de ellos exhumados por mi propia labor–, supe descubrir las ver-daderas capas de nuestra cultura colonial, y la ley de su oscuro desenvolvi-miento. Pues de la crítica ilustrada espero el juicio, y no de esa otra que se complace, como el rapaz del suburbio, en arrojar contra los árboles de un huerto cerrado, las piedrecillas del arroyo…” (HLA, III: 13).

47. “Ninguna institución [...] se había impuesto esa tarea. Yo la he realizado con todas las dificultades propias de labor tan ingente. [...] Había previsto la obje-ción de los perezosos y de los necios, mas, a pesar de ellos, afronté mi em-presa por su parte más difícil, buscando agotar la materia y darle la solidez de sistema que de tal esfuerzo resultaría” (E: 85). En relación con esta “cuestión heroica” conviene recordar que Rojas había publicado en 1922 (el mismo año del último tomo de la Historia) Los arquetipos. Seis oraciones: Belgrano, Güe-mes, Sarmiento, Pellegrini, Ameghino, Guido Spano (Buenos Aires, La Facul-tad). El número de conferencias y los epítetos que, según recuerda Monner Sans, adscribe a cada uno de esos arquetipos invitan a evocar el modelo de Carlyle: “En 1922, Ricardo Rojas publicó seis conferencias bajo el título de Los arquetipos. Los consagró a “Belgrano, el patricio; Güemes, el caudillo; Sar-miento, el educador; Pellegrini, el estadista; Ameghino, el sabio, y Guido Spa-no, el poeta” (Monner Sans 297). Más adelante siguió completando esa espe-cie de panteón con El Santo de la Espada. Vida de San Martín (Buenos Aires, Anaconda, 1933) y El Profeta de la Pampa. Vida de Sarmiento (Buenos Aires, Losada, 1945). Los datos bibliográficos se encuentran, por ejemplo, en Dubatti.

48. El asterisco en esta cita indica el lugar de inclusión por parte de Rojas de una nota al pie en la que aún se precisan más esas conexiones autobiográficas: “Paseábame una mañana de invierno de 1907, por la piaza Castello de Turín, cuando me detuve ante un puesto de libros viejos, al aire libre, junto al vetusto castillo. Allí encontré la versión francesa [de los Comentarios reales, de 1715] a que me refiero, en dos tomos, con bellas láminas de acero [...]” (HLA, III: 217 n.).

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En Eurindia también dará noticia precisa de sus tesoros bibliográficos y de las peripecias que le han permitido formarse una más adecuada visión de la ar-gentinidad. Ya se recordó cómo percibió –fuera de Argentina, en el Tibidabo– una manifestación “genuina” del genius loci. Sin duda, análoga experiencia, más “entrañada” hubo de tener en su propio país: “Varios pucaras quedan in-tactos en puntos estratégicos de la quebrada de Humahuaca: así Calete y Ya-coraite, por ejemplo, cuyas imponentes moles he tenido la emoción de con-templar [...]” (E: 198).

49. “[...] El País de la Selva [1907], libro mío, [descubre] la emoción y leyenda del bosque santiagueño” (E: 101); “[Pascual de Rogatis] compuso “Zupay”, inspi-rado en mi libro El País de la Selva, con temas indígenas y onomatopeyas lo-cales” (E: 193); “La revista Música de América, cuyo programa tuve el placer de redactar, ha sido la tribuna que más valientemente ha preconizado las doc-trinas de Eurindia en la música [...]” (E: 193).

50. Si en algunos pasajes estas alusiones son indirectas y forman parte del dis-curso espiritualista que antes comenté, en otros lugares de Eurindia la valora-ción de la “intuición” propia es explícita: “Debo confesar que debí a una brus-ca intuición el descubrimiento de la razón a que el fenómeno “literario” obe-decía como signo expresivo de una cultura. Así, de pronto, el caos primitivo fue ordenándose en mundos ideales y en sistemas lógicos, de donde provino la división de la obra [la Historia de la literatura argentina] en cuatro tomos, pues cada uno corresponde a una serie de documentos con unidad de tema, de ideario, de técnica y de sentimiento” (E: 87).

51. “Otra observación sumaria podemos hacer sobre “los coloniales”, y es que la literatura de ese período argentino, comparada con la de otros virreinatos his-panoamericanos, resulta ser la más endeble por el número y calidad de sus autores. [...] Pero este juicio favorable a las otras comarcas americanas, lo es desde el punto de vista europeo, desde el punto de vista español; pues a más rica y variada literatura colonial, correspondió una organización más antigua de la cultura española en el pueblo americano que la producía. De ahí la per-sistencia de esa cultura teocrática y escolástica, en otros países más rancios del continente, y la solidez con que esos virreinatos resistieron a la revolución liberal de 1810” (HLA, IV: 697)

52. “No queremos ni la barbarie gaucha ni la barbarie cosmopolita. Queremos una cultura nacional como fuente de una civilización nacional; un arte que sea la expresión de ambos fenómenos. Eurindia es el nombre de esta ambición” (E: 21).

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