poesías (selección) dámaso.poesías...detén, oh dios, tu llamarada roja. de «oscura noticia»...

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P P o o e e s s í í a a s s ( ( S S e e l l e e c c c c i i ó ó n n ) ) Dámaso Alonso Edición: eBooket www.eBooket.com

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Page 1: Poesías (Selección) Dámaso.Poesías...Detén, oh Dios, tu llamarada roja. De «Oscura noticia» 11 ORACIÓN POR LA BELLEZA DE UNA MUCHACHA Tú le diste esa ardiente simetría de

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Edición: eBooket www.eBooket.com

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SUEÑO DE LAS DOS CIERVAS

¡Oh terso claroscuro del durmiente! Derribadas las lindes, fluyó el sueño. Sólo el espacio. Luz y sombra, dos ciervas velocísimas, huyen hacia la hontana de aguas frescas, centro de todo. ¿Vivir no es más que el roce de su viento? Fuga del viento, angustia, luz y sombra: forma de todo. Y las ciervas, las ciervas incansables, flechas emparejadas hacia el hito, huyen y huyen. El árbol del espacio. (Duerme el hombre) Al fin de cada rama hay una estrella. Noche: los siglos. Duerme y se agita con terror: comprende. Ha comprendido, y se le eriza el alma. ¡Gélido sueño! Huye el gran árbol que florece estrellas, huyen las ciervas de los pies veloces, huye la fuente. ¿Por qué nos huyes, Dios, por qué nos huyes? Tu veste en rastro, tu cabello en cauda, ¿dónde se anegan? ¿Hay un hondón, bocana del espacio, negra rotura hacia la nada, donde viertes tu aliento? Ay, nunca formas llegarán a esencia, nunca ciervas a fuente fugitiva. ¡Ay, nunca, nunca!

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VIENTO DE NOCHE El viento es un can sin dueño, que lame la noche inmensa. La noche no tiene sueño. Y el hombre, entre sueños, piensa. Y el hombre sueña, dormido, que el viento es un can sin dueño, que aúlla a sus pies tendido para lamerle el ensueño. Y aun no ha sonado la hora. La noche no tiene sueño: ¡alerta, la veladora!

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CÓMO ERA ¿Cómo era, Dios mío, cómo era? Juan Ramón Jiménez. La puerta franca. Vino queda y suave. Ni materia ni espíritu. Traía una ligera inclinación de nave y una luz matinal de claro día. No era de ritmo, no era de armonía ni de color. El corazón la sabe, pero decir cómo era no podría porque no es forma, ni en la forma cabe. Lengua, barro mortal, cincel inepto deja la flor intacta del concepto en esta clara noche de mi boda, y canta mansamente, humildemente la sensación, la sombra, el accidente, mientras Ella me llena el alma toda. De «Poemas puros. Poemillas de la ciudad»

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CALLE DEL ARRABAL Se me quedó en lo hondo una visión tan clara, que tengo que entornar los ojos cuando intento recordarla. A un lado, hay un calvero de solares en frente, están las casas alineadas porque esperan que de un momento a otro la Primavera pasará. Las sábanas, aún goteantes, penden de todas las ventanas, el viento juega con el sol en ellas y ellas ríen del juego y de la gracia. Y hay las niñas bonitas que se peinan al aire 1ibre. Cantan los chicos de una escuela la lección. Las once dan. Por el arroyo pasa un viejo cojitranco que empuja su carrito de naranjas. De «Poemas puros. Poemillas de la ciudad»

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MADRIGAL DE LAS ONCE Desnudas han caído las once campanadas. Picotean la sombra de los árboles las gallinas pintadas y un enjambre de abejas va rezumbando encima. La mañana ha roto su collar desde la torre. En los troncos, se rascan las cigarras. Por detrás de la verja del jardín, resbala, quieta, tu sombrilla blanca. De «Poemas puros. Poemillas de la ciudad»

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GOTA PEQUEÑA, MI DOLOR Gota pequeña, mi dolor. La tiré al mar. Al hondo mar. Luego me dije: ¡A tu sabor ya puedes navegar! Más me perdió la poca fe... La poca fe de mi cantar. Entre onda y cielo naufragué. Y era un dolor inmenso el mar. De «Poemas puros. Poemillas de la ciudad»

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CANCIONCILLA Otros querrán mausoleos donde cuelguen los trofeos, donde nadie ha de llorar, y yo no los quiero, no (que lo digo en un cantar) porque yo morir quisiera en el viento, como la gente de mar en el mar. Me podrían enterrar en la ancha fosa del viento. Oh, qué dulce descansar ir sepultado en el viento como un capitán del viento como un capitán del mar, muerto en medio de la mar. De «Oscura noticia»

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AMOR ¡Primavera feroz! Va mi ternura por las más hondas venas derramada, fresco hontanar, y furia desvelada, que a extenuante pasmo se apresura. ¡Oh qué acezar, qué hervir, oh, qué premura de hallar, en la colina clausurada, la llaga roja de la cueva helada, y su cura más dulce, en la locura! ¡Monstruo fugaz, espanto de mi vida, rayo sin luz, oh tú, mi primavera, mi alimaña feroz, mi arcángel fuerte! ¿Hacia qué hondón sombrío me convida, desplegada y astral, tu cabellera? ¡Amor. amor, principio de la muerte! De «Oscura noticia»

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DESTRUCCIÓN INMINENTE A una rama de avellano ¿Te quebraré, varita de avellano, te quebraré quizás? ¡Oh tierna vida, ciega pasión en verde hervor nacida, tú, frágil ser que oprimo con mi mano! Un chispazo fugaz, sólo un liviano crujir en dulce pulpa estremecida, y aprenderás, oh rama desvalida, cuánto pudo la muerte en un verano. Mas, no; te dejaré... Juega en el viento, hasta que pierdas, al otoño agudo, tu verde frenesí, hoja tras hoja. Dame otoño también, Señor, que siento no sé qué hondo crujir, qué espanto mudo. Detén, oh Dios, tu llamarada roja. De «Oscura noticia»

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ORACIÓN POR LA BELLEZA DE UNA MUCHACHA Tú le diste esa ardiente simetría de los labios, con brasa de tu hondura, y en dos enormes cauces de negrura, simas de infinitud, luz de tu día; esos bultos de nieve, que bullía al soliviar del lino la tersura y, prodigios de exacta arquitectura, dos columnas que cantan tu armonía. ¡Ay, tú, Señor, le diste esa ladera que en un álabe dulce se derrama miel secreta en el humo entredorado! ¿A qué tu poderosa mano espera? Mortal belleza eternidad reclama ¡Dale la eternidad que le has negado! De «Oscura noticia»

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MUJERES Oh, blancura. ¿Quién puso en nuestras vidas de frenéticas bestias abismales este claror de luces siderales estas nieves, con sueño enardecidas? Oh dulces bestezuelas perseguidas. Oh terso roce. Oh signos cenitales. Oh músicas. Oh llamas. Oh cristales. Oh velas altas, de la mar surgidas. Ay, tímidos fulgores, orto puro, quién os trajo a este pecho de hombre duro, a este negro fragor de odio y olvido? Dulces espectros, nubes, flores vanas... ¡Oh tiernas sombras, vagamente humanas, tristes mujeres, de aire o de gemido! De «Oscura noticia»

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INSOMNIO Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas). A veces en la noche yo me revuelvo y me incorporo en este nicho en el que hace 45 años que me pudro, y paso largas horas oyendo gemir al huracán, o ladrar los perros, o fluir blandamente la luz de la luna. Y paso largas horas gimiendo como el huracán, ladrando como un perro enfurecido, fluyendo como la leche de la ubre caliente de una gran vaca amarilla. Y paso largas horas preguntándole a Dios, preguntándole por qué se pudre lentamente mi alma, por qué se pudren más de un millón de cadáveres en esta ciudad de Madrid, por qué mil millones de cadáveres se pudren lentamente en el mundo. Dime, ¿qué huerto quieres abonar con nuestra podredumbre? ¿Temes que se te sequen los grandes rosales del día, las tristes azucenas letales de tus noches? De «Hijos de la ira»

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PREPARATIVOS DE VIAJE Unos se van quedando estupefactos, mirando sin avidez, estúpidamente, más allá, cada vez más allá, hacia la otra ladera otros voltean la cabeza a un lado y otro lado, sí, la pobre cabeza, aún no vencida, casi con gesto de dominio, como si no quisieran perder la última página de un libro de aventuras, casi con gesto de desprecio cual si quisieran volver con despectiva indiferencia las espaldas a una cosa apenas si entrevista, mas que no va con ellos. Hay algunos que agitan con angustia los brazos por fuera del embozo, cual si en torno a sus sienes espantaran tozudos moscardones azules o cual si bracearan en un agua densa, poblada de invisibles medusas. Otros maldicen a Dios, escupen al Dios que los hizo y las cuerdas heridas de sus chillidos acres atraviesan como una pesadilla las salas insomnes del hospital, hacen oscilar como viento sutil las alas de las tocas y cortan el torpe vaho del cloroformo. Algunos llaman con débil voz a sus madres las pobres madres, las dulces madres entre cuyas costillas hace ya muchos años que se pudren las tablas del ataúd. Y es muy frecuente que el moribundo hable de viajes largos, de viajes por transparentes mares azules, por archipiélagos remotos, y que se quiera arrojar del lecho porque va a partir el tren, porque ya zarpa el barco. (Y entonces se les hiela el alma a aquellos que rodean al enfermo. Porque comprenden.) Y hay algunos, felices, que pasan de un sueño rosado, de un sueño dulce, tibio y dulce, al sueño largo y frío.

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Ay, era ese engañoso sueño, cuando la madre, el hijo, la hermana han salido con enorme emoción, sonriendo, temblando, llorando, han salido de puntillas, para decir: «¡Duerme tranquilo, parece que duerme muy bien!» Pero, no: no era eso. ... Oh sí; las madres lo saben muy bien: cada niño se duerme de una manera distinta... Pero todos, todos se quedan con los ojos abiertos. Ojos abiertos, desmesurados en el espanto último, ojos en guiño, como una soturna broma, como una mueca ante un panorama grotesco, ojos casi cerrados, que miran por fisura, por un trocito de arco, por el segmento inferior de las pupilas. No hay mirada más triste. Sí, no hay mirada más profunda ni más triste. Ah, muertos, muertos, ¿qué habéis visto en la esquinada cruel, en el terrible momento del tránsito? Ah, ¿qué habéis visto en ese instante del encontronazo con el camión gris de la muerte? No sé si cielos lejanísimos de desvaídas estrellas, de lentos cometas solitarios hacia la torpe nebulosa inicial, no sé si un infinito de nieves, donde hay un rastro de sangre, una huella de sangre inacabable, ni si el frenético color de una inmensa orquesta convulsa cuando se descuajan los orbes, ni si acaso la gran violeta que esparció por el mundo la tristeza como un largo perfume de enero, ay, no sé si habéis visto los ojos profundos, la faz impenetrable. Ah, Dios mío, Dios mío, ¿qué han visto un instante esos ojos que se quedaron abiertos? De «Hijos de la ira»

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MUJER CON ALCUZA ¿Adónde va esa mujer, arrastrándose por la acera, ahora que ya es casi de noche, con la alcuza en la mano? Acercaos: no nos ve. Yo no sé qué es más gris si el acero frío de sus ojos, si el gris desvaído de ese chal con el que se envuelve el cuello y la cabeza o si el paisaje desolado de su alma. Va despacio, arrastrando los pies desgastando suela, desgastando losa, pero llevada por un terror oscuro, por una voluntad de esquivar algo horrible. Sí, estamos equivocados. Esta mujer no avanza por la acera de esta ciudad, esta mujer va por un campo yerto, entre zanjas abiertas, zanjas antiguas, zanjas recientes y tristes caballones, de humana dimensión, de tierra removida de tierra que ya no cabe en el hoyo de donde se sacó, entre abismales pozos sombríos, y turbias simas súbitas llenas de barro y agua fangosa y sudarios harapientos del color de la desesperanza. Oh sí, la conozco. Esta mujer yo la conozco: ha venido en un tren en un tren muy largo ha viajado durante muchos días y durante muchas noches: unas veces nevaba y hacía mucho frío, otras veces lucía el sol y remejía el viento arbustos juveniles en los campos en donde incesantemente estallan extrañas flores encendidas. Y ella ha viajado y ha viajado, mareada por el ruido de la conversación, por el traqueteo de las ruedas y por el humo, por el olor a nicotina rancia.

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¡Oh!: noches y días, días y noches, noches y días, días y noches, y muchos, muchos días, y muchas, muchas noches. Pero el horrible tren ha ido parando en tantas estaciones diferentes, que ella no sabe con exactitud ni cómo se llamaban, ni los sitios, ni las épocas. Ella recuerda sólo que en todas hacía frío, que en todas estaba oscuro, y que al partir, al arrancar el tren ha comprendido siempre cuán bestial es el topetazo de la injusticia absoluta, ha sentido siempre una tristeza que era como un ciempiés monstruoso que le colgara de la mejilla, como si con el arrancar del tren le arrancaran el alma, como si con el arrancar del tren le arrancaran innumerables margaritas, blancas cual su alegría infantil en la fiesta del pueblo como si le arrancaran los días azules, el gozo de amar a Dios y esa voluntad de minutos en sucesión que llamamos vivir. Pero las lúgubres estaciones se alejaban, y ella se asomaba frenética a las ventanillas, gritando y retorciéndose, sólo para ver alejarse en la infinita llanura eso, una solitaria estación un lugar señalado en las tres dimensiones del gran espacio cósmico por una cruz bajo las estrellas, y por fin se ha dormido, sí, ha dormitado en la sombra, arrullada por un fondo de lejanas conversaciones por gritos ahogados y empañadas risas, como de gentes que hablaran a través de mantas bien espesas, sólo rasgadas de improviso por lloros de niños que se despiertan mojados a la media noche, o por cortantes chillidos de mozas a las que en los túneles les pellizcan las nalgas, ... aún mareada por el humo del tabaco.

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Y ha viajado noches y días, sí, muchos días y muchas noches. Siempre parando en estaciones diferentes, siempre con un ansia turbia, de bajar ella también, de quedarse ella también, ay, para siempre partir de nuevo con el alma desgarrada para siempre dormitar de nuevo en trayectos inacabables. ... No ha sabido cómo. Su sueño era cada vez más profundo, iban cesando, casi habían cesado por fin los ruidos a su alrededor: sólo alguna vez una risa como un puñal que brilla un instante en las sombras, algún chillido como un limón agrio que pone amarilla un momento la noche. Y luego nada. Sólo la velocidad, sólo el traqueteo de maderas y hierro del tren, sólo el ruido del tren. Y esta mujer se ha despertado en la noche, y estaba sola, y ha mirado a su alrededor, y estaba sola y ha comenzado a correr por los pasillos del tren, de un vagón a otro, y estaba sola, y ha buscado al revisor, a los mozos del tren, a algún empleado, a algún mendigo que viajara oculto bajo un asiento, y estaba sola y ha gritado en la oscuridad, y estaba sola, y ha preguntado en la oscuridad, y estaba sola, y ha preguntado quién conducía, quien movía aquel horrible tren. Y no le ha contestado nadie, porque estaba sola, porque estaba sola. Y ha seguido días y días, loca, frenética, en el enorme tren vacío, donde no va nadie,

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que no conduce nadie. ... Y ésa es la terrible, la estúpida fuerza sin pupilas, que aún hace que esa mujer avance y avance por la acera, desgastando la suela de sus viejos zapatones, desgastando las losas, entre zanjas abiertas a un lado y otro, entre caballones de tierra, de dos metros de longitud, con ese tamaño preciso de nuestra ternura de cuerpos humanos. Ah, por eso esa mujer avanza (en la mano, como el atributo de una semidiosa, su alcuza), abriendo con amor el aire, abriéndolo con delicadeza exquisita, como si caminara surcando un mar de cruces, o un bosque de cruces, o una nebulosa de cruces, de cercanas cruces, de cruces lejanas. Ella, en este crepúsculo que cada vez se ensombrece más se inclina va curvada como un signo de interrogación con la espina dorsal arqueada sobre el suelo. ¿Es que se asoma por el marco de su propio cuerpo de madera como si se asomara por la ventanilla de un tren, al ver alejarse la estación anónima en que se debía haber quedado? ¿Es que le pesan, es que le cuelgan del cerebro sus recuerdos de tierra en putrefacción, y se le tensan tirantes cables invisibles desde sus tumbas diseminadas? ¿O es que como esos almendros que en el verano estuvieron cargados de demasiada fruta conserva aún en el invierno el tierno vicio guarda aún el dulce álabe de la cargazón y de la compañía, en sus; tristes ramas desnudas, donde ya ni se posan los pájaros? De «Hijos de la ira»

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MONSTRUOS Todos los días rezo esta oración al levantarme: Oh Dios, no me atormentes más. Dime qué significan estos espantos que me rodean. Cercado estoy de monstruos que mudamente me preguntan igual, igual que yo les interrogo a ellos. Que tal vez te preguntan, lo mismo que yo en vano perturbo l silencio de tu invariable noche con mi desgarradora interrogación. Bajo la penumbra de las estrellas y bajo la terrible tiniebla de la luz solar, me acechan ojos enemigos, formas grotescas me vigilan, colores hirientes lazos me están tendiendo: ¡son monstruos, estoy cercado de monstruos! No me devoran. Devoran mi reposo anhelado, me hacen ser una angustia que se desarrolla a sí misma, me hacen hombre, monstruo entre monstruos. No, ninguno tan horrible como este Dámaso frenético, como este amarillo ciempiés que hacia ti clama con todos sus tentáculos enloquecidos, como esta bestia inmediata transfundida en una angustia fluyente, no, ninguno tan monstruoso como esta alimaña que brama hacia ti, como esta desgarrada incógnita que ahora te increpa con gemidos articulados, que ahora te dice: «Oh Dios, no me atormentes más, dime qué significan estos monstruos que me rodean y este espanto íntimo que hacia ti gime en la noche. De «Hijos de la ira»

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DE PROFUNDIS Si vais por la carretera del arrabal, apartaos, no os inficione mi pestilencia. El dedo de mi Dios me ha señalado: odre de putrefacción quiso que fuera este mi cuerpo, y una ramera de solicitaciones mi alma, no una ramera fastuosa de las que hacen languidecer de amor al príncipe sobre el cabezo del valle, en el palacete de verano, sino una loba del arrabal, acoceada por los trajinantes, que ya ha olvidado las palabras de amor, y sólo puede pedir unas monedas de cobre en la cantonada. Yo soy la piltrafa que el tablajero arroja al perro del mendigo, y el perro del mendigo arroja al muladar. Pero desde la mina de las maldades, desde el pozo de la miseria, mi corazón se ha levantado hasta mi Dios, y le ha dicho: Oh Señor, tú que has hecho también la podredumbre, mírame, Yo soy el orujo exprimido en el año de la mala cosecha, yo soy el excremento del can sarnoso, el zapato sin suela en el carnero del camposanto, yo soy el montoncito de estiércol a medio hacer, que nadie compra y donde casi ni escarban las gallinas. Pero te amo, pero te amo frenéticamente. ¡Déjame, déjame fermentar en tu amor, deja que me pudra hasta la entraña, que se me aniquilen hasta las últimas briznas de mi ser, para que un día sea mantillo de tus huertos! De «Hijos de la ira»

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3A. PALINODIA: DETRÁS DE LO GRIS Ah, yo quiero vivir dentro del orden general de tu mundo. Necesito vivir entre los hombres. Veo un árbol: sus brazos ya en angustia o ya en delicia lánguida proclaman su verdad: su alma de árbol se expresa, irreductiblemente única. Pero el hombre que pasa junto a mí el hombre moderno con sus radios, con sus quinielas, con sus películas sonoras con sus automóviles de suntuosa hojalata o con sus tristes vitaminas, mudo tras su etiqueta que dice «comunismo» o «democracia» dice, con apagados ojos y un alma de ceniza ¿que es?, ¿quién es? ¿Es una mancha gris, un monstruo gris? Monstruo gris, gris profundo, profundamente oculta sus amores, sus odios, gris en su casa, gris en su juego, en su trabajo, gris, hombre gris, de gris alma. Yo quiero, necesito, mirarle allá a la hondura de los ojos, conocerle, arrancarle su careta de cemento, buscarle por detrás de sus tristes rutinas. Por debajo de sus fórmulas de lorito real (¡Pase usted! ¡Tanto gusto!), aventarle sus tumbas de ceniza huracanarle su cloroformo diario. Un día llegará en que lo gris se rompa, y tus bandos resuenen arcangéíicos, oh gran Dios. Dime, Dios mío, que tu amor refulge detrás de la ceniza. Dame ojos que penetren tras lo gris la verdad de las almas, la hermosa desnudez de tu imagen: el hombre. De «Hombre y Dios»

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HOMBRE Y DIOS Hombre es amor. Hombre es un haz, un centro donde se anuda el mundo. Si Hombre falla otra vez el vacío y la batalla del primer caos y el Dios que grita «¡Entro!» Hombre es amor, y Dios habita dentro de ese pecho y profundo, en él se acalla; con esos ojos fisga, tras la valla, su creación, atónitos de encuentro. Amor-Hombre, total rijo sistema yo (mi Universo). ¡Oh Dios, no me aniquiles tú, flor inmensa que en mi insomnio creces! Yo soy tu centro para ti, tu tema de hondo rumiar, tu estancia y tus pensiles. Si me deshago, tú desapareces. De «Hombre y Dios»

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A UN RÍO LE LLAMAN CARLOS

(Charles River, Cambridge, Massachusetts) Yo me senté en la orilla; quería preguntarte, preguntarme tu secreto; convencerme de que los ríos resbalan hacia un anhelo y viven; y que cada uno nace y muere distinto (lo mismo que a ti te llaman Carlos). Quería preguntarte, mi alma quería preguntarte por qué anhelas, hacia qué resbalas, para qué vives. Dímelo, río, y dime, di, por qué te llaman Carlos. Ah, loco, yo, loco, quería saber qué eras, quién eras (genero, especie) y qué eran, qué significaban «fluir», «fluido», «fluente»; qué instante era tu instante cuál de tus mil reflejos, tu ;reflejo absoluto yo quería indagar el último recinto de tu vida tu unicidad, esa alma de agua única, por la que te conocen por Carlos. Carlos es una tristeza, muy mansa y gris, que fluye entre edificios nobles, a Minerva sagrados y entre hangares que anuncios y consignas coronan. Y el río fluye y fluye, indiferente. A veces, suburbana, verde, una sonrisilla de hierba se distiende, pegada a la ribera. Yo me he sentado allí, sobre la hierba quemada del invierno para pensar por qué los ríos siempre anhelan futuro, como tú lento y gris. Y para preguntarte por qué te llaman Carlos. Y tu fluías, fluías, sin cesar, indiferente y no escuchabas a tu amante extático que te miraba preguntándote como miramos a nuestra primera enamorada para saber si le fluye un alma por los ojos, y si en su sima el mundo será todo luz blanca o si acaso su sonreír es sólo eso: una boca amarga que besa. Así te preguntaba: como le preguntamos a Dios en la sombra de los quince años, entre fiebres oscuras y los días—qué verano— tan lentos. Yo quería que me revelaras el secreto de la vida y de tu vida, y por qué te llamaban Carlos. Yo no sé por qué me he puesto tan triste, contemplando

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el fluir de este río Un río es agua, lágrimas: mas no sé quién las llora. El río Carlos es una tristeza gris, mas no sé quién la llora. Pero sé que la tristeza es gris y fluye. Porque sólo fluye en el mundo la tristeza. Todo lo que fluye es lágrimas. Todo lo que fluye es tristeza, y no sabemos de dónde viene la tristeza. Como yo no sé quién te llora, río Carlos, como yo no sé por qué eres una tristeza ni por qué te llaman Carlos. Era bien de mañana cuando yo me he sentado a contemplar el misterio fluyente de este río, y he pasado muchas horas preguntándome, preguntándote. Preguntando a este río, gris lo mismo que un dios; preguntándome, como se le pregunta a un dios triste: ¿qué buscan los ríos?, ¿qué es un río? Dime, dime qué eres, qué buscas, río, y por qué te llaman Carlos. Y ahora me fluye dentro una tristeza, un río de tristeza gris, con lentos puentes grises, como estructuras funerales grises. Tengo frío en el alma y en los pies. Y el sol se pone. Ha debido pasar mucho tiempo. Ha debido pasar el tiempo lento, lento, minutos, siglos, eras. Ha debido pasar toda la pena del mundo, como un tiempo lentísimo. Han debido pasar todas las lágrimas del mundo, como un río indiferente. Ha debido pasar mucho tiempo, amigos míos, mucho tiempo desde que yo me senté aquí en la orilla, a orillas de esta tristeza, de este río al que le llamaban Dámaso, digo, Carlos. Dunster House, febrero de 1954. De «Hombre y Dios»

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SONETO SOBRE LA LIBERTAD HUMANA Qué hermosa eres, libertad. No hay nada que te contraste. ¿Qué? Dadme tormento. Más brilla y en más puro firmamento libertad en tormento acrisolada. ¿Que no grite? ¿Mordaza hay preparada? Venid: amordazad mi pensamiento. Grito no es vibración de ondas al viento: grito es conciencia de hombre sublevada. Qué hermosa eres, libertad. Dios mismo te vio lucir, ante el primer abismo sobre su pecho, solitaria estrella. Una chispita del volcán ardiente tomó en su mano. Y te prendió en mi frente, libre llama de Dios, libertad bella. De «Hombre y Dios»