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El Mollete Literario Noviembre 15, 2016, Número 39, Tercera Época Director: Carlos Ramírez indicadorpolitico.mx [email protected] Por Nallely Pérez (“Ene Riaño”) pág. 3 De pluma y pincel: Javier Córdova, la Onda no era lo que fue

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El Mollete LiterarioNoviembre 15, 2016, Número 39, Tercera ÉpocaDirector: Carlos Ramírez

indicadorpolitico.mx [email protected]

Por Nallely Pérez (“Ene Riaño”) pág. 3

De pluma y pincel:Javier Córdova, la Onda

no era lo que fue

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El Mollete Literario

Todo cambia si lo dejas caminar

Algunas de las mentes más brillantes lo son tras un arduo camino anda-do, ya sea que perseveraron en su lucha por obtener lo que deseaban hasta perfeccionarse, o tomaron otro sendero que los llevó al lugar donde final-mente se sintieron cómodos para pasar el resto de sus vidas.

Un ejemplo de esto nos lo cuenta Natalia Martínez, quien nos indica que “el bloqueo del escritor” es una excusa cuando ya no encontramos cómo explotar una idea; lo mismo nos cuenta Javier Córdova, quien de la onda de la Onda, vio en el lienzo un nuevo papel y en el pincel su nueva pluma.

Pero hay que dejar un dato claro: no todos tienen esa suerte. No todos terminan donde quieren, pese a las ganas:

A George Orwel varias veces le rechazaron su obra Rebelión en la gran-ja, una excusa fue: “Es imposible vender historias de animales en Estados Unidos”. Mientras estaba con vida, a John Kennedy Tool le negaron varias veces la que ahora es considerada una de las mejores obras del siglo XX, La conjura de los necios. Su madre, Thelma, no paró hasta ver publicada la obra de su hijo quien terminó con su vida a los 32 años gracias a un ban-quete de monóxido de carbono. Para ello buscó a Walker Percy (prestigiado filósofo y escritor) quien, con desgana, abrió el manuscrito y tras avanzar en la historia olvidó aquello por lo que no aceptaba a la insistente madre: leer a un autor muerto, del que nadie sabe, es tiempo perdido. Quedó fascinado.

El miedo y la ignorancia son fáciles de actuar y con ellas se puede justificar todo. La vida no se encarga de ponernos donde debemos, somos nosotros.

El lenguaje es sabor que entrega al labio la entraña abierta a un gusto extraño y sabio.

Jorge Cuesta

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18192021

De pluma y pincel: Javier Córdova, la Onda no era lo que fuePor Nallely Pérez (“Ene Riaño”)

Letras TorcidasPor César Cañedo

SilencioPor Dr. Pluma

ParábolaPor SG. Quimor

Cuatro ideas para desmitificar el bloqueo del escritorPor Natalia Martínez

La muerte tiene permiso cuando la violencia es leyPor Paul Martínez

Archivo > Exportar > KnausgårdPor José Camarena

DATINGPor Canuto Roldán

Poema de amor fibonacciPor Luis Villalón

We are the robortsPor Ximena Cobos

Mtro. Carlos RamírezPresidente y Director [email protected]

Lic. José Luis RojasCoordinador General Editorial

[email protected]

Monserrat Méndez PérezJefa de Edición y Diseño

Consejo Editorial+

René Avilés Fabila

Wendy Coss y LeónCoordinadora de Relaciones Públicas

Raúl UrbinaAsistente de la Dirección General

El Mollete Literario es una publicación mensual editada por el Grupo de Editores del Estado de México, S. A. y el Centro de Es-

tudios Políticos y de Seguridad Nacional, S. C. Editor responsable: Carlos Javier Ramírez Hernández. Todos los artículos son de res-ponsabilidad de sus autores. Oficinas: Durango 223, Col. Roma,

Delegación Cuauhtémoc, C. P. 06700, México D.F. Reserva 15670.Certificación en trámite por la Asociación Interactiva para el

Desarrollo Productivo, A. C.

El Mollete Literario

ÍndiceEditorial

Literatura con amor Por Luy

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El Mollete Literario

De pluma y pincel:

Javier Córdova, la Onda no era lo que fue

Algo sucedió ayerCorría el año de 1985 cuando el escritor y pintor Javier Córdo-

va (1955) partió de la Ciudad de México, urbe que lo vio nacer y a la cual ha plasmado devota y empedernidamente tanto en papel como en acrílico. La causa de su exilio no se debió al gran temblor sino a la proliferación de ratas de cuatro patas que a ini-cios de ese año invadieron la Casa del Lago Juan José Arreola, lugar en el que, al tiempo que tomaba talleres de cuento au plein air, se desempeñaba como coordinador de prensa e ilustrador de Ediciones Lacustres. Durante la fumigación se negó a cobrar y emprendió el paso al norte del país a fotografiar el salvaje desier-to de Sonora, “no perseguí el dinero, perseguí el arte, ser artista”, afirma.

Por Nallely Pérez (“Ene Riaño”)

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El Mollete Literario

Córdova pertenece a una generación literaria, inmediata al Infrarrealismo, que en el segundo lustro de los setenta optó por una narrativa continuadora, por así decirlo, de la llamada por Margo Glanz Literatura de la Onda. Fue, de algún modo, discípulo de Gustavo Sainz (1940-2015), a quien define como “hábil, gran maestro, ejemplo e inteligente”. Lo conoció tras asistir de oyente a las cátedras de literatura que impartía en la FCPyS, a partir de ese momento y hasta el cisma de La Semana de Bellas Artes, tras el que tomaron rumbos distintos, el autor de Gazapo (1965) fue para Javier una figura imprescindible.

Blood rock o ahora va la nuestraA la luz de la mensajería instantánea

es fácil creer que los sesenta y setenta fue-ron lo mismo: hippies. No es así, en muy corto tiempo los cambios que la juventud experimentó en sus modos fueron verti-ginosos incluso en nuestro país tercerpla-netario, como los demás. La tumba (1965) de José Agustín, quien irónico es el único que queda vivo, y Pasto verde (1968) de Par-ménides García fueron un parteaguas pa-sajero, como el del Mar Rojo. Hablar de la Onda dicta, diría Abraham Simpson, no pensar en una Post Onda y, en efecto, no se trata de ver en la escritura de Javier Córdova un expositor de ésta última mis-ma que, además, formalmente no existe; no, su forma de narrar prefigura también el discurso speed que más tarde experi-mentaría la novela hispanoamericana, tal

es el caso de Opio en las nubes (1992) del co-lombiano Rafael Chaparro Madiedo.

El autor del relato “Rapsodias apoca-lípticas” sostiene “el proceso de mi vida fue ver cómo mi país dejaba de ser nacional y pasaba a las transnacionales”. Creció en una unidad habi-tacional en el seno de una familia burbuja, en su paso de la niñez a la adolescencia poco a poco el ruido de fondo dejó de ser la Sonora Santanera y los tríos, El sargento pimienta, ese que pintaba sin cesar al lado de El submarino amarillo en las macetas, dio paso a la lectura de De perfil y a la entonces reciente traducción que Juan Tovar hizo de Carlos Castaneda. Con melancolía sos-tiene que tras la revolución juvenil “hemos desgraciado la familia. El arte ha roto esa bandera”.

Enfundado en camisa, pants y tenis que por las manchas de acrílico delatan ha estado pintando toda la mañana, re-cuerda que su padre intentó disuadirlo de su vocación literaria y plástica “te vas a morir de hambre, vas a ser un marihuano”, le sentenciaba mientras estudiaba en el CCH Vallejo, donde comenzó a in-clinarse por el arte gracias al Taller de Lectura y Redacción para el que hizo distintos proyectos como el film en una súper Ocho de un corto al estilo teatro pánico de Fernando Arrabal. Su madre, el ángel de su hogar, no era psicoanalista como Violeta, la progenitora del prota-gonista de De perfil. La obra de Córdo-va no emula, como la de José Agustín o Parménides, imágenes de una película de Angélica María ni recuerda a Avandaro;

es, más bien, una especie de En el camino citadino, en el que El Loco va a toda máqui-na por la capital mexicana, lugar a donde precisamente Kerouac anhelaba llegar.

cdMX: aquí culebra y calle son lo mismo

El Loco y la Pituca se aman, cuento novelado escrito en 1976 que en 1981 lo hiciera acreedor al Premio Funda-ción Mérida, describe frenéticamente las aventuras de un grupo de outcast su-mergido en el bajo mundo callejero de la Ciudad de México, una pandilla de delincuentes juveniles. Javier Córdova asegura que más que una novela, estas páginas fueron concebidas a modo de “cómic, [El Loco] muere y reaparece”.

La obra, que después de haber sido ga-lardonada no fue publicada de inmediato debido a que sufrió de censura porque incluía una que otra palabra altisonante, según la explicación dada en ese entonces por Elena Poniatowska, no es precisa-mente autobiográfica. En ella Javier está presente en dos personajes, El Loco, quien asegura es una especie de alter ego que se atreve a hacer cosas que el escritor sólo imaginaba, así como en el narrador, que amigo y testigo de la pasión de la pareja de amantes viaja con ellos en compañía de su inseparable máquina de escribir.

Publicada en 1987 por Editorial Universo, El Loco y la Pituca se aman fue recientemente relanzada por el sello in-dependiente tapatío Ediciones el Viaje (2016), hecho que llena de gusto al es-critor quien considera que ésta es en realidad la primera edición de la obra, ya que él se mantuvo ajeno de la pro-moción de la misma cuando ésta salió a la venta a finales de los ochenta. La verdadera protagonista de la historia es, según su autor, “la ciudad: el movimiento, la vertiginosidad, las personas trashumantes”. La Pituca le fue inspirada por una mujer que conoció de niño, trabajaba en una fábrica de zapatos “era hermosa, libre y vio-lenta”, precisa con elocuencia.

es que sólo soy un poema escrito con sangre sobre tu piel

Mientras sorbe un mocachino bajo el sol inclemente de Guadalajara, donde ra-dica desde hace ya bastante tiempo debido

Portada de El Loco y la Pituca se aman (El Viaje, 2016).

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El Mollete Literario

a que su esposa es oriunda de dicha ciudad, Javier Córdova hace un re-cuento de lo que fue su juventud y la literatura de ese entonces. Al cuestionarlo acerca de su relación con José Agustín, autor entre otras obras de La contracultura en México, apunta que lo conoció: “en la calle Gabriel Mancera [en la colonia Del Va-lle], fuimos a buscarlo [Rafael Vargas y yo], él estaba en un balcón escribiendo a máquina con hojas de papel volando a su alrededor, tocamos el interfón, nos recibió y habló con nosotros como si nos conociera de toda la vida (...) cuando salió de la cárcel por posesión de enervantes fui a visitarlo a Cuatla, le llevé de obsequio una pintura gigante de la lengua de los Rolling Stones”.

Curiosamente la sensación que da charlar con él es similar, pareciera que es un viejo conocido. Javier brinda sus anécdotas y detalla, mientras fuma un cigarrillo, cómo fue su experiencia en el Taller de Poesía Sintética (TapPoSin), el cual surgió en las clases de Sainz:

“No reuníamos en un depa de la Zona Rosa, propiedad de Roberto Ortega, hijo del director de la revista Su otro yo. Eran jornadas maratónicas, tertulias de fines de semanas, no había drogas du-ras, sólo alcohol y mota. No estaba Sainz, sólo los chicos, Arturo Trejo Villafuerte, José Buil (di-rector de Perfume de Violetas), Víctor Navarro, Raúl Renán, Agustín Monrreal, Rafael Vargas, que trabajaba con Jaime García Terrés, y quien me invitó a trabajar con él”.

En este sentido relata la desapari-ción de uno de los integrantes del alu-dido grupo, el duranguense Joel Piedra, quien además de su amigo cercano fue novio de su hermana menor. Era el se-xenio de José López Portillo, la época de la Guerra Sucia, él estudiaba medicina y de pronto se esfumó; razón por la cual sus allegados publicaron en un periódi-co el relato “Cabeza de piedra” que tra-ta de la historia de un joven músico; con dicho mensaje cifrado esperaban encon-trarlo pero no fue así, nunca volvieron a saber de él, de modo que lo único que les restó fue publicar de manera póstu-ma el libro Espolón de piedra (1979).

A la sazón de los 80´sPese a su cercanía a la FCPyS, al con-

cluir sus estudios de bachillerato se ma-

triculó en la escuela de artes plástica La Esmeralda, que por entonces se ubicaba atrás de la iglesia de San Hipólito, cerca de la Alameda, donde también se encon-traba la librería de Polo Duarte, lugar en el que recuerda se podían adquirir autén-ticas rarezas bibliográficas, como Quince uñas y Casanova, aventureros, novela histórica picaresca de Leopoldo Zamora Plowes. De inmediato entró en contacto con figuras del arte pictórico, como lo fue Gilberto Aceves Navarro, con quien tomó clases de dibujo en San Carlos. Por esta época se abre pasó en exposiciones colectivas, una de ellas en la Facultad de Medicina, así logra conjun-tar su pasión literaria y plástica, realiza ilus-traciones en Revista UNAM y redacta para la Dirección de Literatura (INBA).

Tras concluir la universidad, el joven Javier entra de lleno en la vida cultural, pu-blica los cuentos “Dos de nosotros”, “Cero absoluto”, “Sueño número 9” y “En el ca-mino” en Nexos, Revista Futura, Revista de Be-llas Artes y Revista UNAM, respectivamente. Asimismo, publica en la Gaceta conversacio-nes con pintores nacionales y extranjeros. Eran épocas de esplendor, precisa, en ese entonces el arte era redituable y pone de ejemplo a un joven escritor peruano que vi-vía de la venta de un fanzine llamado Lam-bo. “Había pago por los cuentos y por las lecturas”.

nadie se muevaLa cercanía que mantenía con Gus-

tavo Sainz hizo montara en el Museo Carrillo Gil un mural efímero a propó-sito de la presentación de Compadre Lobo

(1982). Recuerda estas fechas como “el boom de Sainz”, quien fundó y dirigía La Semana de Bellas Artes, suplemento ilustra-do por los hermanos Castro Leñero que lunes a lunes se obsequiaba a nivel nacio-nal, e incluso en algunas universidades de Estados Unidos. Córdova recuerda así el motivo que orilló a dicho escritor al exilio en 1982, la desaparición de di-cha publicación, episodio que el propio Gustavo narró en El juego de las sensaciones elementales. En este sentido apunta:

“El 6 de enero lo echan, llegan por todos los ejemplares, todo por hablar en un cuento de la cicatriz en forma de media luna que tenía en la parte inferior de un seno la estrafalaria cuñada de López Portillo, la cual se contaba tenía cinco porches plateados y que mandó a tirar un muro para meter un piano en un hotel parisino”.

Las vueltas del tiempoLos representantes de la Onda poco a

poco nos abandonan, Sainz pereció el año pasado, y René Avilés murió apenas hace un mes; semanas atrás antes de que ocu-rriera su deceso, Javier Córdova recordó cuando éste llegó a la Casa del Lago y al ver a Javier escribiendo le dijo “tú te quedas”.

Así, mientras llega el momento de re-leer a los autores que les prosiguieron en estilo, este artista llamado Javier Córdova —quien ha impartido cursos de muralismo mexicano en Arizona y ha creado cerca de cinco mil piezas, las cuales ha expuesto en diferentes galerías de la Perla Tapatía y distintas partes del país— pinta sin parar y escribe pero ahora con pincel.

Córdova y amigos en Bellas Artes (1982).

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El Mollete Literario

Por César Cañedo@chocorrols

[email protected]

CALAVERITA

A Ernestito lo llevó

la huesuda entre las muelas,

y le dijo, mi niño, ¡te la vuelas!,

ya leíste a todo joto,

ya leíste la historia gay

te crees de las letras rey

en plumas de flor de loto.

Pero hay algo que te falta

y yo te lo voy a dar,

en el infierno sin par

te dejaré el culo roto.

A Ernesto Reséndiz

Vas a sentir el dolor

del juicio en el orificio

y no habrá dentista cerca

que te ponga una amalgama.

Te morirás poco a poco

aferrado a mi macana,

que en cuestiones del amor

en las que soy muy versada

más puede la muerte terca

que la pasiva letrada.

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El Mollete Literario

Moderniscuir

La celeste unidad que presuponeshará brotar de ti mundos diversosRubén Darío, Ama tu ritmo de Prosas profanas

Partido de tortícolis el versoreclama la presencia que más ama,pájaro merodeado pero terso,levantisca anopróxima en tu cama.Eres tarzán de inusitada rama,intrépida jugada que da el cierzo,hemorroidal de una partida sana,macha sin par de todo mi universo. Úneme a ti de mística reviraceleste designar de amor poetopara cantar una ilusión que expiraporque de género no se está quietoy me incomoda que me pida y piracallar el odio y solventar la irapor un amor que me soñó incompleto,saldar la carne que bajó del gueto,diferencia suprema para el retode amar sin ton para cambiar de mira.

Perfórmate y conviérteme en esclavade resistencia de cadenas norma,marchan las putas lúbricas de lavapara voltear esta jodida formade amar, de ser, de estar, de enamorarsecontrasexual contratextual vengarsepara el que, clara, nunca se conforma.Poppers, cristales, salivar lubricas,gimes en el espacio del deseo,llenas mi laberinto de Teseoy el cuarto entero de soñar maricas,no me penetras con las partes canonsino el pulgar bien enchufado anon.

No me enamoras para entrar en mono,estereofón poliamoradamente,que no me exige ser del mismo tonoy así variar deliberadamentepara jugar los pelos en disputadel rol que ya sin rol es sólo ruta.Butler duerme feliz, gana dineroy su capilla crece en pelo güero,¿dónde estamos sin voz las subalternas?cambiándonos las medias por las piernas, cuerpos torcidos, mentes en abyecto,limitar estereópito trayectode un discurso radículo y abiertoque confunde lo viable con lo incierto,mas abriste un camino sin retornocuestionar hasta el bollo sin el horno,y pensaste una escuela divertidapara cambiar el punto de partida,no reniego la trama, sí lo fijo,de fijar en lo queer un crucifijo,talismánico errar del cuirtriarcadoque pretende instaurar pontificado.

Abramos, pues, la cama y la memoria,del monótono el velo descorramosque piensa sin cambiar de trayectoriay dobla la violencia de sus amos, digno eres, triunfal de diferencia,por ser persona y resistir tu esencia.

Ilustración: María BazanaTécnica Tinta

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El Mollete Literario

Hazlo ahora…Muere con tus ojos llenos de tristeza ahoga-

da, pues ahora ni el llanto se atreve a asomar; con desesperación las lágrimas deseaban esca-par y sin embargo las mantuviste escondidas, encerradas por años. No permitas que se queden ahí y se vayan contigo a aquel lugar donde nun-ca volverán a ver la luz.

Muere con un gesto de tristeza y melanco-lía, no por lo que dejas atrás, si no por lo que ya no podrás hacer. En este acto perentorio sólo recuerda que es mejor hacerlo ahora, mejor para ti, mejor para todos.

Piénsalo bien, te es imposible caminar con normalidad, estás acorralado al igual que un cordero rodeado por lobos hambrien-tos. Tu paso está cercado y no puedes moverte. Tus manos ya no responden, la soga te asfixia, siempre te ha asfixiado, no te ha dejado respirar un solo segundo en toda tu vida, y entre más ja-las y te aferras, más se tensa el nudo. No te afe-rres a una vida con la cual ya no puedes lidiar.

Morirás en este instante, aunque en reali-dad ya estabas muerto desde hace mucho tiempo, obligado a caminar contra tu voluntad por una senda que te era extraña, ajena, impropia; tu maquinación de una vida feliz era muy distinta. No obstante, te ataron, te arrastraron hacia una vida que detestabas; sencillamente fuiste vejado, mutilado y asesinado.

Atenuaron todo cuanto habías logrado: tus huellas fueron borradas, tus actos señalados, nunca fuiste parte de nada, parte de nadie.

En silencioPor Dr. Pluma

En esta hora de angustia, cuando desciende el telón, cuando un abrumador deseo de tristeza se allana sobre ti, faltan motivos para seguir con vida y los hay de sobra para no hacerlo. El curso de las cosas así lo amerita, el momento es el más idóneo de los que te puedes encontrar en la soporífera cadena del tiempo. Mira a tra-vés de la ventana y te darás cuenta que nada en absoluto cuanto existe te ata a este mundo. Todo se ha perdido en el vacío y el rezago, se ha quedado sepultado en el olvido, en aquel cami-no intransitable de la memoria de donde jamás volverán a resurgir.

Ahora te encuentras distante, alejado de aquel lugar donde solías ser feliz; ya no hay salida, acabas de cruzar el punto sin retorno y no hay tiempo de arrepentirse. Con los ojos cerrados das el siguiente paso y con aprensión caminas sin saber bien hacia dónde te diriges. Tal vez una caricia, el toque lastimoso de una armonía fúnebre, una lágrima que recorre tu piel, todo, todo lo que te rodea puede hacerte daño y puede matarte. El olvido puede acabar con tu existencia al igual que una palabra o una bala; el resultado es el mismo.

Muere lejos, muere aquí. Has vivido para el mundo y nadie se ha detenido a observarte, a procurarte y preocuparse por ti. Con un antece-dente de esa naturaleza, qué podría atarte a esta vida que no sea aquel resentimiento infame, un odio que tarde o temprano causará estragos en ti y cuyas consecuencias ya las conoces, porque ya las vives.

Ahora es distinto, es tu voluntad la que está a punto de cumplirse. Eres tú quien quiere morir, no son ellos los que deciden por ti, no son ellos los que dictan. Eres tú quien dispone. Son las escasas fuerzas que provienen del corazón las que suplican abandonar esta existencia terrenal, mucho más dolorosa que cualquier enfermedad, aquella extraña sensación que te carcome por dentro.

Llorarán por tu partida, sí, lo harán, todos los humanos lloran y también todos derraman lágrimas de hipocresía, llenas de vaguedad y mentira.

Después de un tiempo de nueva cuenta se ol-vidarán de ti; al fin y al cabo, será exactamente igual que antes, cuando estabas ahí pero no en su mundo, no con ellos.

Muere ahora que puedes, cierra las cortinas y no permitas que la soledad te inhiba. Obstruye el paso de las extrañas razones del exterior. Ya no hay tiempo, sólo hazlo y poco a poco dejarás de sentir. Ya no reirás, ni llorarás. Todo volverá a la normalidad, regresarás a aquel lugar donde nada ni nadie perturbaban tu tranquilidad…

Solamente hazlo, deja de escribir, arroja lejos aquella pluma que siempre te acompañó, esconde este papel donde nadie pueda hallarlo. Tal vez en un futuro estas líneas serán leídas por alguien que al igual que tú anhela morir. Levántate de aquel rincón oscuro, cierra los ojos y deja de sentir, muere bien, muere aquí, muere ahora y en silencio.

Hace tiempo encontré un pequeño escrito escondido en una vieja caja de madera; por alguna extraña razón sentí miedo al verla. Adentro, un pergamino amari-llento que emanaba cínicamente un pérfido olor. Uno no va por la vida encon-

trando, desenrollando y leyendo pergaminos, pero quien corre con esa suerte juro que no deja pasar la oportunidad. Desprendí el listón y la hoja se abrió. Después de tanto cavilar caí en cuenta que tal vez ese sería el subterfugio adecuado, el que con ansia estaba esperando…

**********

Ilustración: Brenda OlveraTécnica Tinta

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El Mollete Literario

En el vecindario donde de peque-ño yo vivía existía un loco. Como quizá existen en la mayoría de

vecindarios de otras ciudades; sin em-bargo, éste en específico, era un loco peculiar.

Era un cliché de la demencia urba-na, de esa locura indigente común en ese tipo de personas. Su apariencia tam-bién era un cliché: mezcla de indigente y sabio andrajoso; de loco melancólico.

De pequeños todos le temíamos, nos parecía que además de cobijado por sus sucias mantas lo estaba por un aire de amenaza, de ladrón de niños, de asesino serial. ¿Recuerdan a Ted Kaczynski, el “Una Bomber”? Cuando ya adulto vi su foto en los diarios, pensé: Se parece tanto al viejo loco que pasaba por nuestra calle.

Y como era de esperar, conforme fui-mos creciendo, aquél temor infantil se trans-formó en curiosidad, luego en desprecio.

Ya adolescentes, cuando lo veíamos caminar por la acera de enfrente le lan-zábamos piedras, palos, o si la economía personal lo permitía, fuegos artificiales. Él, huía mirándonos con ojos asustados, nunca con rencor. Estoy seguro que en la humanidad no ha existido alguien que no haya realizado algo en su ado-lescencia que le causara vergüenza des-pués, la primera borrachera, el primer intento de seducción, o alguna malicio-sa travesura contra el prójimo. Yo tengo mi repertorio.

A finales del 2010 llegué a esa etapa de la vida en la que los jóvenes creemos que alcanzamos la madurez, y abando-né el hogar de mis padres para ir a tra-bajar al extranjero, una vez concluidos mis estudios universitarios. Fue durante

arábola

unas vacaciones que de regreso a casa, y mientras ayudaba a mi abuelo a cam-biar el aceite de su viejo Chevrolet, que el viejo loco pasó por ahí, arrastrando sus múltiples cobijas, al igual que sus pies. Se le veía más encorvado, más su-cio, y ahora era seguido por cuatro pe-rros cuyo deplorable aspecto era similar al de su dueño.

Todavía vive el viejo loco –expresé para mi.

Mi abuelo levantó la mirada por un momento, observó la encorvada figura y regresó su concentración al delgado chorro de aceite color dorado que ver-tía en el receptáculo del motor. Sacudió levemente la cabeza y sonrió. —¿Sabes su historia?

—¿Del viejo? No, sólo que decían que estaba loco.

Mi abuelo asintió sin quitar la vista del delgado hilo de aceite. —Y puede que sí. Cuando tú lo conociste no era tan viejo, sólo que la miseria en que vivía lo hacía verse así –levantó la boca del reci-piente y lo tapó–. Cuando tú jugabas en la calle tenías… ¿Qué? ¿Ocho años?

—Siete –corregí yo. Mi abuelo entre cerró los ojos, gesto

que denotaba que hacía cálculos menta-les. —Mmmh, mil novecientos ochenta y seis, sí, eran otros tiempos, los niños podían jugar en la calle y lo peor que les podía pasar era que se cayeran de la bicicleta o se agarran a trompadas.

Reí levemente, era cierto, en estos días era extraño ver niños jugar en la calle.

—Pues para ese entonces él ya tenía unos veinte años viviendo por aquí. Y nun-ca olvidaré el día que apareció en la calle.

—¿Y eso? ¿Porqué?

La expresión de mi abuelo cambió n poco, se tornó seria, como si de pronto esos recuerdos que antes eran piezas de un rompecabezas comenzaron a embo-nar uno con otro, y a darle significado a un enigma.

Bajó el capo del auto, lo cerró con cuidado y girando se recargó en la parte delantera del auto. Observó con atención el envase de aceite, como si de pronto hubiera encontrado algo muy in-teresante en él.

—Mil novecientos sesenta y seis, teníamos poco de haber llegado a esta casa. Tu abuela estaba embarazada de tu tía Claudia, que en paz descanse, tu padre nació un año después –hizo una pausa, tal vez por el recuerdo de mi tía que había muerto dos años atrás en un accidente automovilístico–. La colonia contaba con pocas casas. Recuerdo que estaba la nuestra, la de los Molina, la de los Cortés allá por la esquina y en las otras cuadras habría quizá dos o tres por calle, todas separadas por lotes baldíos, pero eso sí, las calles estaban ya pavi-mentadas y bien señaladas.

Mi abuelo se agachó y depositó el envase en el suelo, se enderezó y me-tió las manos en los bolsillos. Miró con atención al anciano que se alejaba se-guido de sus perros. —Un día de pron-to apareció ese hombre. Estábamos los seis, tu abuela y yo, los Molina que ya tenían a sus hijos Pedro y Armando, y los Cortés que estaban recién casados. Platicábamos afuera de nuestra coche-ra, justo aquí, justo dónde está el auto ahorita, pero en aquél entonces era una Chevrolet Chevelle del año, ah, como me gustaba ese auto, y lo que me costó

PPor SG. Quimor

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El Mollete Literario

comprarlo –sonrió levemente–. Y en-tonces vemos a este hombre caminando apresuradamente hacia nosotros, cami-naba… como extraviado, mirando para todos lados y en su cara tenía una expre-sión de… espanto.

—Tu abuela dijo que el hombre ve-nía drogado, ya sabes que en esa década sólo se hablaba de los hippies y de las drogas que usaban para alucinar, pero tu abuela nunca ha sido muy observa-dora. No vio lo que yo vi, era… algo inadecuado en aquél hombre, algo… fuera de lugar.

Yo sonreí, mi abuelo era muy dado a contar la vida aderezando los relatos reales con pizcas de suspenso y misterio.

—Se aproximó a nosotros, y las mu-jeres se colocaron a nuestras espaldas buscando protección. Los otros hom-bres se pusieron tensos, yo no, no por-que me creyera muy hábil para pelear, más bien porque el tipo no me parecía amenazante… además, su ropa…

—¿Qué tenía su ropa?Mi abuelo se encogió de hombros

y miró de nuevo hacia la calle, hacia el lugar por dónde se había alejado el an-ciano y sus perros.

—Eran extrañas, los colores, el ma-terial, el corte.

—¿Cómo si fuera un disfraz?Él sacudió la cabeza y su frente se

cubrió de arrugas. —No, no, eran, como ropas normales, pero…

—¿Pasada de moda?Me miró a los ojos y sonrió, pero su

sonrisa parecía más un gesto de timidez, como si se fuera a disculpar por la que iba a ser su respuesta. —Más bien ade-lantada de moda.

Mi gesto, una mezcla de incredu-lidad y de incomprensión debió de ser muy claro, porqué mi abuelo trató de recobrar su postura.

—Bueno, no sé, era diferente –y cla-vó su mirada en mi ropa. A sus ojos re-gresó esa expresión pensativa, similar a la que asumió cuando comenzó su relato.

—Llegó hasta nosotros y guardando distancia primero nos miró a todos con una expresión de sorpresa, como si no-sotros fuéramos los extraños. Nos estu-dió por unos segundos, es decir, nuestras ropas, luego miró mi Chevrolet Cheve-

lle. Le dije “Buenas tardes” y él no me respondió, sólo se quedó ahí, respirando como si hubiera corrido una buena dis-tancia. Por fin nos preguntó dónde esta-ba, le respondí el nombre de la calle, y él miró hacia todos lados, como tratando de ubicarse. Era joven, quizá más joven de lo que nosotros éramos en aquel en-tonces, y yo tenía ya unos cuarenta años.

—¿Y qué pasó?Mi abuelo rió, pero levemente, una

de esas risa que parecen un ladrido, y en este caso su risa parecía además, for-zada.

—Nos preguntó el año en el que es-tábamos.

—Vaya! –exclamé yo–. A lo mejor se quedó trepado como dices por alguna droga, tú sabes, en un viaje.

Mi abuelo miró de nuevo hacia el lugar por dónde se había alejado el an-ciano. —Noooo, digo, sí, así lo pensé yo esa primera vez, cuando lo conocimos, pero luego, unos días después, me dijo algo más.

—¿Qué?—Bueno, primero, antes de retirarse

nos preguntó por una dirección, una ca-lle, y un número, es decir, el número de una casa, un domicilio.

—¿Y?—Y bueno, que le dije que la calle

estaba tres cuadras abajo, pero que el domicilio no existía, que esa calle era nueva y no había casas aún, que el do-micilio no existía. Así que se dio la vuel-ta y se dirigió hacia esa calle, preguntán-dose en voz alta una y otra vez lo mismo.

—¿Qué?—¿Porqué entré en el agujero?—¿El agujero?—Hey –afirmó mi abuelo sacudien-

do la cabeza–. Y así se alejó, dejándonos a todos aliviados que se largara con su cara de miedo y sus ropas raras. Cla-ro que al poco rato ya estábamos bro-meando sobre él.

Mi abuelo guardó silencio por algu-nos segundos, y concentró su mirada en el pavimento.

—Algo me dice que ahí no acaba la historia.

Él sacudió levemente su cabeza man-teniendo su expresión pensativa. —Sí, así es. Por un par de días olvidamos a ese

hombre y volvimos a nuestra rutina dia-ria. Fue al tercer día que yo salí a caminar, mi doctor insistió en que debía de ejerci-tarme, hacer algo de movimiento y que dejara de fumar. No dejé de fumar, pero sí decidí aquél día comenzar a dar por lo menos algunas vueltas por la colonia ca-minando. Así que salí. Le di un beso a tu abuela y me guardé la cajetilla de cigarros en la bolsa. Caminé un par de cuadra, y sin pensar o planearlo me dirigí hacia

Ilustración: Brenda OlveraTécnica Tinta

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El Mollete Literario

la calle por la que aquél hombre había preguntado. Y ahí estaba, con la misma ropas extrañas que le habíamos visto dos días atrás, sentado sobre la banqueta, con las piernas recogidas, las abrazaba como lo hacen los niños. Tendría unos treinta años aquél hombre, pero parecía un niño asustado. Me detuve por unos segundos, pensé en darme la vuelta y regresar, pero luego dije, “que carajos, porque le tengo miedo a ese loco” y continué caminando

acercándome a él. “Buenas tardes” le dije, “¿Cómo va?”. Y él me miró sorprendido, pero no respondió el saludo. Así que me detuve, más por curiosidad, por ver qué le podía sacar de información para con-tarle a tu abuela. “¿Qué hace por aquí?”, le pregunté. “Aquí vivo”, me respondió mirando hacia un lote baldío que no tenía nada de hierba, que estaba limpio, y que no podía tener alguna casucha improvisa-da. “¿Cómo que aquí vive?”, le pregunté.

“Bueno, aquí viviré”, me contestó, “o aquí estará mi casa”, me dijo volviendo a mi-rar el lugar ese. “¿Compró este terreno?”. “No”, me dijo, “mi papá lo compró… o lo comprará”.

Yo no entendí, pero me quedó claro que aquél hombre estaba mal de la ca-beza. “¿Ya comió?”. Le pregunté. “No”, me respondió. “Ahorita le traigo algo de comer”, le dije, y me regresé a la casa y le llevé un plato con comida que se de-voró como si no hubiera comido desde el día que lo vimos por primera vez.

—Esa fue mi rutina casi diaria. Salía a caminar por la tarde, y llevaba conmi-go algo de comer. Diario lo encontraba ahí, sentado en el mismo lugar, aunque estuviera lloviendo, o hiciera mucho sol. Poco a poco sus ropas raras se hicieron viejas, se desgastaron, pero no se movió, o por lo menos yo lo encontraba siempre en el mismo lugar, a lo mejor se movía a otros terrenos con hierbas más altas para ir al baño o a dormir, pero nunca lo supe, siempre lo encontraba ahí, toma-ba el alimento que le llevaba, que creo era su única comida en todo el día, me daba las gracias y se quedaba sentado en aquel lugar con la mirada perdida.

Un día me senté a su lado mientras él comía, “¿Qué le pasó, amigo?, ¿Porqué terminó así?”, le pregunté. Él dejó de co-mer y miró hacia el suelo y se quedó un rato así, pensando. Fue mucho el tiempo que le tomó, tanto que pensé que se ha-bía desconectado de la realidad, y estaba a punto de levantarme para regresar a casa cuando dijo: “Si le digo no me lo va a creer, va a pensar que estoy loco”. “No, nomás cuénteme”, le respondí.

Se quedó otro rato mirando el piso, luego se soltó: “Yo andaba por aquí, ca-minando por la calle por la tarde, y pues me metí en un terreno, allá arriba, calles arriba, un terreno que pensaba decirle a mi padre que compráramos, porque llevaba muchos años sin fincarse”. Se quedó callado unos minutos, entrecerró los ojos mirando hacia la nada. “Ese día hacía mucho calor, mucho, y el terreno tenía hierbas muy altas. Yo sólo quería ver que dimensiones tenía el terreno, si estaba completamente plano, y justo cuando llegué al centro, ahí, en un como claro de la hierba estaba aquél círculo”.

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El Mollete Literario

“¿En el piso?”, le pregunté yo mientras en mi cabeza trataba de ubicar de cuál terreno hablaba, ya que en la calle a la que él se refería todo era un gran terre-no en sí, toda las cuatro cuadras a la re-donda eran terrenos sin fincar en aquel año. “No, es por eso que le digo que va a decir que estoy loco… había un círculo, pero en…”, y levantó la mano y dibujó un circulo frente a él, “en el aire, como un agujero en el día”. “¿Un agujero en el día?”, le pregunté. “Sí, en nuestro día, como si en nuestro día hubiera un hoyo delante, como una ventana, una puerta flotando, y era grande, como de mi ta-maño, negro, oscuro, o… más bien sin color”. En aquél momento me quedó claro que el tipo sí estaba loco como lo pensamos la primera vez que lo vimos, pero no me podía levantar así, brusca-mente, yo lo había invitado a hablar, ahora había que escuchar su relato. “Y al principio me dio miedo, le busqué una explicación, pensé que era una sombra, una alucinación, alguna otra cosa. Así que me acerqué y… lo toqué… y sen-tí… como una descarga eléctrica, pero agradable, como una caricia”, dijo son-riendo con una expresión aturdida en su mirada, era la expresión de quién recuerda. “¿Y luego que hizo?”, le pre-gunté, y la expresión soñadora en su mirada despareció, y ahora parecía tris-te. Se quedó callado por un largo rato, hasta que finalmente me dijo: “Luego metí la mano, luego el brazo, luego… lo crucé, y terminé aquí”.

—No entiendo –le dije a mi abuelo.—Yo tampoco entendí, pero enton-

ces me entregó algo, y me dijo: “Sé que no me cree, y que si le sigo explicando qué hago aquí llamará a la policía, pero tenga, guarde esto, algún día entenderá que quise decir, algún día esto le dará sentido a lo que le conté.

—¿Y que era? –le pregunté interesado.Mi abuelo volvió a mostrar esa ex-

presión pensativa como si buscara algo en sus recuerdos. —No me acuerdo, era algo pequeño, cuadrado, algo que me pareció extraño, así que me lo traje para la casa y lo guardé, creo que por ahí está, en la caja verde de metal, esa que mi padre tenía de cuando estuvo en el ejército. Si es que en cuarenta y cuatro

años no se ha perdido.—¿Pero no recuerdas que era? –insistí.Él sacudió la cabeza. —Déjame bus-

carlo, porque ya me entró la curiosidad, nomás lo encuentro y te aviso.

Fue la última vez que hablé con él. Al día siguiente tomé un vuelo muy tem-prano de regreso a Houston. Por un par de días pensé en la historia del anciano loco, prometiéndome llamar a mi abue-lo para preguntarle si había encontrado el objeto, pero el trabajo y lo cotidia-no me hicieron olvidar por un tiempo aquella conversación.

Mi abuelo murió dos meses después de mi visita, en el mismo lugar dónde tu-vimos nuestra última charla. Estaba re-visando el agua de la batería de su auto cuando su corazón se rindió, un infarto. Mi padre me dijo que no sufrió, que ese tipo de accidentes cardiovasculares sue-len ser rápidos, aquello me tranquilizó, saber que lo último que el abuelo hacía fue lo que más le gustaba hacer, trabajar en su auto.

Viajé para asistir al funeral, y me quedé un par de días más para acom-pañar a mi padre que se veía un poco afectado. Aproveché aquél tiempo para esculcar entre los objetos de mi abuelo, recordando su historia ante cada artícu-lo que tocaban mis manos.

Dentro de un cajón con camisas de cuello ancho encontré aquella caja ver-de metálica que había pertenecido a mi bisabuelo, la que él había dicho usó para guardar aquél objeto que el hombre le había entregado cuarenta y cuatro años atrás. La abrí experimentando una emoción infantil.

Primero encontré una serie de car-tas y telegramas que olían a historia. Las fechas me parecían a mí, un millennial, increíblemente antiguas, aunque fueran ridículamente cercanas: 1950, 1960, 1970. Y debajo de esos objetos que utili-zaban los nuestros para comunicarse en una época donde la espera era parte de la cotidianidad se encontraba un objeto electrónico común en estos días, pero imposible en aquellos.

Al mirar aquél objeto pensé que qui-zá mi abuelo era un cruel pero pacien-te bromista, una de esas personas que saben como gastar buenas bromas a los

suyos, bromas bien planeadas, elabo-radas y pacientemente llevadas acabo. Pero aquél no era el recuerdo que tenía de él, ningún miembro de la familia lo recordaba así. Él siempre fue más bien serio, de un humor formal, rayando en la elegancia.

Ahí, fuera totalmente de lugar, gas-tado por el tiempo, decolorado por el paso de los años, cubierto de una capa de polvo que sólo décadas de paciente espera puede acumular, estaba un telé-fono celular, “EL” teléfono celular, in-ventado por Steve Jobs en el año 2007. Un IPhone.

¿Estaba acaso yo dejándome llevar por mi imaginación? ¿No estaba equi-vocado y el mencionado objeto era otro, oculto en otro lugar? ¿O había sucum-bido en meses recientes mi abuelo a la demencia senil, y guardado aquél ob-jeto en ese cofre, e inventado la histo-ria? ¿Podía alguna otra persona haber escondido el teléfono ahí? Todo esto era probable, pero la historia, lo contado por aquél hombre, las ropas que decían portaba, el agujero en el aire, su terque-dad de estar sentado frente a la que dijo sería su casa… años hacia delante.

Pensé en aquél hombre, y en su descabellada historia, imaginé aquél momento: él, cruzando un portal para terminar en un tiempo al que no perte-necía, pero en el mismo lugar, tratando de entender como había llegado, no ahí, si no entonces, y quedándole como úni-co recurso, el sentarse a esperar a que el tiempo lo alcanzara frente a la que sería años adelante su casa.

Y también recordé a Francisco, aquél amigo y vecino a quién desde que ingresé a la universidad no volví a ver, pero que sé vive aún por aquí. Recordé que el anciano indigente no solía ha-blar con ninguno de nosotros, ni con los adultos del vecindario, pero a Francis-co siempre le gritaba cuando lo veía, le gritaba una única y repetida frase, una frase que nos hacía reír y nos motivaba a burlarnos de nuestro vecino.

—¡No entres al agujero Paco, nunca entres cuando lo veas!

Nunca se nos ocurrió cuestionar como sabía su nombre.

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El Mollete LiterarioPor Natalia Martínez

Cuatro ideas para desmitificar el bloqueo del escritor

Si escribes, seguro que en algún momento habrás

sufrido ese síndrome de todos conocidos: el blo-

queo del escritor. Hasta ayer todo marchaba, es-

tabas trabajando en tu novela y la historia fluía sin es-

fuerzo. Pero hoy ni una palabra brota de ti y todas las

ideas parecen haberse esfumadode tu cabeza, como si te

las hubieran borrado.

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El Mollete Literario Sabes lo que sucede: estás blo-queado. Y lo sabes porque te han hablado del bloqueo desde que co-menzaste a escribir. De alguna ma-nera, lo del bloqueo del escritor es una especie de profecía autocum-plida, sabías que un día llegaría y, al final, acaba por llegar. Pues te-nemos buenas noticias para ti. El bloqueo del escritor no existe.

Es un mito, como el de la ins-piración o el del talento innato. Algo que se supone que les pasa a los escritores, algo en lo que nos gusta creer porque, cuando nos sucede, nos sentimos escritores de verdad. Si estamos bloqueados, es-tamos desempeñando bien nuestro papel de creadores, encajamos en el rol. Así que aunque el bloqueo sea una contrariedad, todo va bien. Es como si un tenista sólo se reco-nociera tenista cuando desarrolla epicondilitis (codo de tenista). O el oficinista sólo se supiera oficinista cuando sufre el síndrome del túnel carpiano.

Pero mientras que esas enfer-medades son reales, el bloqueo del escritor no lo es. Ahora mis-

mo estarás echándote las manos a la cabeza y diciendo «¿Cómo que el bloqueo del escritor no es real? ¿Y los miles de escritores que lo sufren, qué?» Tranquilo, en reali-dad lo que sucede es que llamamos bloqueo del escritor a algo que no es tal. Usamos un nombre genérico para camuflar ciertos problemas de escritura y no tener que enfrentar-nos a ellos. Vamos a verlo.

El bloqueo forma parte del pro-ceso de escritura

En el fondo, el bloqueo del es-critor no es más que una parte más del proceso creativo. Una parte del proceso de escritura a la que todo escritor debería acostumbrarse y saber cómo gestionar. Simplemen-te, tu cerebro se está tomando el tiempo que necesita para crear, para resolver problemas con la tra-ma, para profundizar en la motiva-ción de los personajes, etc.

Una novela no surge de la nada. Detrás de ella hay un enorme es-fuerzo intelectual y creativo, y ese esfuerzo requiere su tiempo. Tienes que dártelo. No percibas el bloqueo como un problema, sino como una

oportunidad. De él van a salir co-sas buenas, sólo es que tu cerebro se toma su tiempo en materializar-las. Lo que sucede es que el escri-tor, cuando se percibe bloqueado, entra en pánico. Precisamente por todo lo que ha oído contar sobre el bloqueo, por todas esas novelas y películas donde aparece un escritor que se dio a la bebida porque ya no podía escribir y al que su mu-jer acaba abandonando; por todo eso, el escritor se deja llevar por la ansiedad.

En el fondo, lo que pasa es que tienes miedo de que ese bloqueo sea algo permanente que te impida volver a escribir. Pero eso no suele suceder. Para gestionar esa ansie-dad, puedes hacer varias cosas:

1.- Hacer otra cosa: no te empe-cines y cambia de actividad. Pue-des dejar de escribir durante dos o tres días y aprovechar ese tiempo para hacer deporte, pasear o salir con tus amigos.

2.- Leer: al sumergirte en otras historias encontrarás formas de re-solver los escollos de la que tú estás escribiendo. Leer es el mejor curso

“Algo que se supone que les pasa a los escritores, algo en lo que nos gusta creer porque, cuando nos sucede, nos senti-mos escritores de verdad. Si estamos bloqueados, estamos desempeñando bien nuestro papel de creadores, encaja-mos en el rol. Así que aunque el bloqueo sea una contrariedad, todo va bien”.

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El Mollete Literario

de escritura que puedes hacer.3.- Practicar la escritura li-

bre: la escritura libre consiste en escribir de forma ininterrumpida durante un periodo de tiempo pre-fijado, sin un tema preestablecido y sin prestar atención a la ortografía y la gramática. Pruébala y te sor-prenderán sus resultados.

En secreto, mientras haces algu-na de estas cosas, tu cerebro segui-rá trabajando en tu historia y, voi-là, enseguida tu historia te llamará con fuerza de nuevo.

No te has preparado bienYa hemos dicho que el bloqueo

del escritor forma parte del propio proceso de escritura, pero también es verdad que con un buen traba-jo previo de planificación es muy difícil que llegue a darse. Muchas veces lo que esconde el bloqueo es la falta de una adecuada prepara-ción. Muchos escritores se ponen a escribir sin trazar un plan pre-vio. Confían en que la historia se desarrolle sola, en que ella les irá guiando. La realidad es que eso no suele suceder, sobre todo en el caso de los escritores noveles.

Es vital que crees una estructu-ra previa para tus historias, donde tengas claro sus tres fases básicas (planteamiento, desarrollo y desen-lace), así como cuál es el conflicto al que se enfrenta el protagonista. Con esas ideas claras, te resultará más fácil avanzar sin detenerte. Sobre todo es muy importante sa-ber cómo va a finalizar tu historia. El final es la estrella polar que te guiará. Si lo tienes claro, sabrás en todo momento hacia dónde tienes que conducir la historia si pierdes el camino.

Otras veces el bloqueo del es-critor lo que trasluce es una falta de preparación más profunda. No es que no te hayas tomado el tiem-po de crear un esbozo de su histo-ria, es que desconoces los recursos y las técnicas que debes emplear para llevarla a cabo. Es como si quisieras construir una casa sin

saber cómo hacer los cimientos o levantar un muro. Puedes dibujar los planos de la casa en un papel, pero cuando tengas que empezar a edificar te quedarás parado. Por suerte hoy en día tienes a tu alcan-ce cientos de webs, libros y cursos de escritura que pueden suplir esa carencia.

Pero, ojo, porque a menudo el bloqueo esconde otros problemas. Puede ser que, simplemente, lo pongas como excusa para no po-nerte a escribir y dedicarte a otras cosas menos exigentes. Lo mejor es que te crees una rutina de trabajo y trates de ceñirte a ella. Escribe incluso aunque no tengas ganas y no dejes que la idea de bloqueo te paralice.

Has perdido la conexión con la historia

También puede ocurrir que pierdas la conexión con la histo-ria. No es que estés bloqueado, es que simplemente la historia que estabas escribiendo ha dejado de interesarte. A veces este problema se relaciona con el del punto ante-rior y simplemente se trata de que no lo estás desarrollando bien. Has perdido el hilo por falta de traba-jo previo o por falta de los conoci-mientos precisos para escribir bien una buena historia. Si eso es lo que te sucede, ya sabes cómo solucio-narlo.

Pero si lo que pasa es que la historia ha dejado de parecerte in-teresante tienes que asumirlo. En ocasiones esa idea que nos parecía tan fascinante acaba por demos-trarnos que no lo es. No hay forma de construir con ella una novela que pueda interesar a un lector. En ese caso lo mejor es que la dejes en barbecho y empieces con otra. De-jar pasar el tiempo ayuda, porque nos da una nueva perspectiva y nos permite continuar sin problemas.

Te faltan ideasEn ocasiones, el bloqueo viene

no cuando estás escribiendo una novela, sino cuando has acabado y

buscas tu siguiente historia. Pasan los días y no se te ocurre nada, así que empiezas a desesperarte. De inmediato una frase surge en tu ca-beza: estoy bloqueado. No, lo que sucede es que no has sabido apro-vechar las épocas de bonanza.

De la misma manera en que a menudo la escritura se ralentiza, otras, por el contrario, parece que no puedes dar abasto a escribir to-das las ideas que se te ocurren. Pues bien, ese es el momento de trabajar para prevenir que sobrevenga un bloqueo. Cuando tengas una etapa de efervescencia creativa, invierte una fracción de tu tiempo de escri-tura en tomar notas y hacer esbo-zos con todas esas ideas que manan sin cesar. Ese también es trabajo de escritor, así que hazlo. De esta ma-nera, cuando te quedes sin ideas tendrás un arsenal de las que echar mano. Y, mientras te pones a escri-bir y las desarrollas, seguro que se te ocurren más.

no te engañesEn resumen, el bloqueo del es-

critor lo que suele ocultar es lo que podíamos llamar la vagancia del escritor. Si no te molestas en for-marte, si no te tomas el trabajo de planificar tu novela, si no inviertes tiempo en anotar y archivar las ideas que se te ocurren para nue-vas historias… no te sorprendas de encontrarte bloqueado. Pero ahora ya sabes que lo del bloqueo es sólo una forma de ocultarte la verdad sobre tus problemas de escritura. Y ocultar las cosas nunca es el cami-no para resolverlas. Por lo tanto, en lugar de quedarte parado, lamen-tándote porque sufres un bloqueo, ponte las pilas y empieza a traba-jar.

Si quieres saber más sobre es-critura, te invitamos a pasarte por Sinjania.com donde tenemos un blog lleno de consejos, manua-les de descarga gratuita y, por su-puesto, cursos de escritura. Te es-peramos.

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El Mollete Literario

Por Paul Martí[email protected]

@sparringloto

cuando la violencia es ley

¿Cómo distinguimos lo que es moralmente acep-table de lo que resulta intolerable para una vida en sociedad? La construcción de un ethos social supone la convención de al menos la mayoría de sus miembros en la definición de lo que es bueno y lo que resul-ta perjudicial para el desarrollo del grupo. Aunque se dan a través de largos procesos culturales, en ge-neral se puede argumentar que las determinaciones que una sociedad va tomando sobre lo que considera bueno o perjudicial están estrechamente ligadas a los usos y prácticas de dicha sociedad.

La muerte tiene permiso

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El Mollete Literario

A grandes rasgos podríamos decir que los valores, las reglas y en último caso las leyes que rigen a una sociedad determinada, son reflejo de las acciones que sus miembros realizan, y que el he-cho de que así sea es parte fundamental para la convivencia de un grupo.

De esta manera una sociedad acep-ta las reglas que considera moralmente plausibles, redacta las leyes para que sean el resguardo de los valores que di-cha sociedad pondera como correctos. En una situación ideal deberíamos po-der afirmar que las relaciones de convi-vencia entre sus miembros son susten-tadas por las leyes que la rigen, es decir, por aquellas reglas que dicha sociedad se ha autoimpuesto a fin de permitirse vivir conjuntamente.

Sin embargo ¿qué es lo que sucede cuando comienza a aparecer una dis-crepancia entre las leyes que rigen una sociedad y las prácticas que en ella se realizan?

La muerte tiene permiso es un cuento de Edmundo Valadés, publicado por primera vez en 1955, ambientado en el México postrevolucionario, nos narra con singular sencillez cómo un grupo de campesinos acude con las autorida-des agrarias, luego de haber sido igno-rados por la autoridad correspondiente, para denunciar una serie de agravios producidos por parte de su presidente municipal.

Los “ingenieros”, como los presenta Valadés, se ven implicados sin quererlo, en un dilema ético, pues ellos deberán decidir sobre si es plausible que los cam-pesinos cobren justicia por propia mano o no. El desenlace de esta historia re-sulta cuando menos escalofriante. Los campesinos habían ya cobrado justicia por cuenta propia.

Edmundo Valadés propone, con una simpleza que pasma, un dilema en extremo complejo. ¿Qué es más impor-tante, conservar la regla que permite la cohesión de la comunidad o intentar rescatar el sentido esencial de los valores

sobre los que se sostiene dicha sociedad?En La muerte tiene permiso se plantea

la siguiente situación: los campesinos de San Juan de las Manzanas acuden a que-jarse de su presidente municipal, quien una y otra vez ha cometido atropellos y felonías en contra de sus gobernados, quienes terminan por cansarse “de estar a merced de tan mala autoridad”.

¿Es correcto justificar una regla por sí misma? Pretender que una ley sea buena por sí misma sería igual a cons-truir sobre un vacío. Los campesinos de Valadés argumentan haber acudido a distintas autoridades, de quienes no han conseguido sino ser desoídos una y otra vez, son ellos quienes denuncian el va-cío cuando dicen: “como nadie nos hace caso, que a todas las autoridades hemos visto y pos no sabemos dónde andará la justicia”.

El vacío que denuncian los campe-sinos es el de la Justicia, el valor de lo justo se ha perdido en San Juan de las Manzanas y entonces ¿Cómo debería-mos responder ante el vacío de un valor sustancial del convenio social? Se pre-guntan los “ingenieros”. La discusión parece sencilla y sin embargo no lo es, se proponen básicamente tres puntos a discutir:

¿Quién puede modificar la regla? Generalmente las sociedades contem-plan en su constitución la producción de instituciones que contengan la posibili-dad de modificar las reglas que las rigen. Este es el argumento que esgrimen los “ingenieros” de Valadés en un primer momento, “somos civilizados, tenemos instituciones; no podemos hacerlas a un lado. —Sería justificar la barbarie, los actos fuera de la ley”.

¿Se puede justificar un acto fuera de la regla para subsanar otro acto que también infringe la regla? Una vez que se produce un vacío en las bases todo se cimbra. En el cuento de Edmundo Va-ladés se presenta un vacío en la Justicia, sin embargo este vacío no es el único, al desaparecer una definición clara sobre

lo que es la Justicia, también aparece un vacío cuando se intenta definir la Bar-barie, que anteriormente estaba bien definido por ser aquello “fuera de la ley”, son los mismos “ingenieros” quie-nes responden a sus propios cuestiona-mientos, —¿Qué peores actos fuera de la ley que aquellos que los campesinos denuncian de su presidente municipal? ¿Dónde está la Justicia, dónde está la Barbarie en San Juan de Las Manzanas?

¿Sobre qué valor se puede justificar el acto de infringir la regla? Cuando todo se derrumba no hay más solución que intentar recomenzar desde las ba-ses. El gesto es sencillo, como todo lo profundo en este cuento: Quien preside la asamblea, un antiguo campesino, ele-va una voz “inapelable”. La asamblea ha de decidir lo que será justo para los campesinos y el presidente municipal de San Juan de las Manzanas. La conven-ción renovada reestablece el valor de la Justicia.

El final que nos ofrece Valadés es sorprendente y revelador. Sorprende y completa la estructura circular del cuen-to, la asamblea decide dar permiso a los campesinos para que den muerte a su presidente municipal. Revela cuando los campesinos anuncian que de hecho, ya han cobrado justicia por su mano, “des-de ayer”.

La reflexión que propone Edmun-do Valadés resulta escalofriantemente puntual para el México actual. La sen-sación de que se pierde el sentido de las instituciones sobre las que se sostiene la sociedad mexicana parece ser cada vez mayor. El final del cuento debería ad-vertirnos que las sociedades producen las leyes a partir de las acciones que sus miembros ejecutan, y no del modo contrario. Habrá entonces que pregun-tarnos ¿Hasta dónde y cómo se verán institucionalizados los actos violentos que sacuden nuestra cotidianidad? ¿Qué tanto permiso le estamos dando a la muerte?

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El Mollete Literario

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Knausgård

El posmodernismo nos llegó un poco tarde porque ya que lo vamos en-tendiendo, nos vamos dando cuenta que no existe. Más grave: que no sirve, aun-que existiera. Lo que se esconde miste-riosamente detrás de esta necesidad de construir dogmas para analizar lo que en realidad no queremos comprender es esa constante tentación de hacerlo, esa imposibilidad de negarse al impulso de llamarle a las cosas por nombres que no las identifican —con prefijos como meta, inter, infra y exo— como si diario fuera un génesis y cada lectura, fenóme-no o expresión requiriera de su nombra-miento para “ser”.

Dicho mejor y más simple: “La His-toria es por lo tanto la experiencia de la Necesidad, y esto es lo único que puede impedir su tematización o cosificación como mero objeto de representación o como un código maestro entre otros”.1 Parece que estamos tentados por la nada, lo que no implica que la tentación no exista, es real. Es real y es obscura. Esa misma tentación es la que percibo en la literatura de Karl Ove Knausgård cuando escribe sobre sí mismo, o sea, sobre nada.

Porque cuando se arroja tanta luz sobre un objeto sucede la obscuridad: mucha luz y la ausencia de luz es, en-tonces, lo mismo. Knausgård no escribe una autobiografía, sólo arroja luz sobre su vida en forma de escritura a lo largo de seis tomos de su lucha (Mi lucha, así

1 Esto lo menciona Fredric Jameson en sus Documentos de cultura, documentos de bar-barie.

Por José Camarena

tituló a la concatenación de experien-cias vertidas en seis larguísimos libros). La crítica lo ha recibido con premios y brazos abiertos, con comparaciones ma-jestuosas; las ventas lo han tratado muy bien y las entrevistas lo abordan como al escritor de moda que no esperaba la fama pero que con sus libros se ha con-vertido en la primera gran catedral de la literatura del siglo XXI.

De lo anterior me quedo, primero, con las comparaciones: su obra es a la manera de un Proust o un Sebald. Y aquí se llega a la primera encrucijada: se confunde a una novela autobiográfica extensa con otras novelas autobiográfi-cas extensas. Una cosa es que recuerde a Proust cuando acomodas los tomos en el librero, unos junto a otros, y ocupan el mismo espacio. Una cosa es que haya un trabajo de la memoria y de la indivi-sible fórmula autor/personaje como en Sebald. Otra cosa es que literariamente hablen de lo mismo, que se les analice como lo mismo, que se cosifiquen como lo mismo.

Para cosificar la representación de la obra de los tres autores que he men-cionado basta decir que Proust y Sebald son individuos manifestándose por un colectivo, en una época crítica de ideo-logía que les sirve de marco, de tema y de pretexto. Proust escribió sobre la cul-tura francesa, sobre los cogollitos de la clase media alta, media burguesa de su tiempo, sobre la vida artística de su épo-ca. y escribió también sobre el tiempo, la identidad y la memoria. Sebald escri-bió sobre la naturaleza social de sus años alemanes y europeos, sobre la tendencia al pesimismo que lo rodeaba y sobre el olvido.

Knausgård es un colectivo manifes-tándose por su individuo. Se presenta como el resultado lógico de su constitu-ción familiar, de los amigos que lo ro-dean, pero no de una época o de una circunstancia de la sociedad en la que vive o de un espíritu nacionalista o crí-tico. Es la historia anodina de la nada. Por eso es atractiva, por eso confunde y las personas —los lectores, los críticos, los periodistas— comienzan a etiquetar la obra del noruego como posmoderna, metanarrativa o vertiginosa. Yo simple-

mente diría que es transparente.En la Universidad de Hiroshima lo-

graron crear a una rana transparente. Los médicos utlizaron mutaciones ge-néticas sobre ranas albinas para poder tener una rana a la cual ver sin necesi-dad de abrirla. Así se llegó a una nue-va conquista de lo visible; nuestro ojo es cada vez más absoluto. Knausgård hace un poco eso con su vida: la hace visible sin alguna intención ideológica, simplemente por el ánimo de rebuscar en la narración de uno mismo rastros de identidad. Algo parecido a lo que hizo la película Boyhood, que contaba tanto que dejaba de ser historia para pasar a ser mera tranpsarencia y situaciones.

Es en este punto donde se llega a la nada y a su necesidad. El posmodernis-mo nos abrió el pensamiento para dar-nos cuenta de que la tentación de la nada cada vez es más ya un pecado, una ac-ción ominosa. La(s) novela(s) de Knaus-gård son atractivas porque a pesar de que existen, sirven. Entonces, es plausible de-cir, para mí, que esta obra es la primera realidad de lo que se trata la literatura del siglo XXI, ya sin rebabas, ya totalizada. En ese sentido, entonces, más que pare-cerse a otras novelas de otros grandes au-tores, se parece más a un blog:

Era imposible discutir con quienes estaban en conflicto con mi libro. No seguí las reacciones, pero sabía que había mucha indignación moral por el nivel de privacidad que expuse. No hice entrevistas, pero la ofensiva llegó a una cota imposible, había tanta crítica y la gente en los periódicos se volvió loca; las cosas que había omitido salieron a la luz. Al final fui a un pro-grama de radio, hablé y llegó el silencio, porque me habían convertido en un monstruo y habían decidido que no tenía ninguna sensibilidad. Pero los rumores sobre el libro fueron muy distintos de las reacciones individuales, porque si lo habías leído sabías que no era un proyecto malvado que hice para ganar dinero. Al final la gente lo leyó y dejó de indignarse. Socialmente fue una trans-gresión, ahora, ese muro ha caído, se ha movido un poco. Pero esto es todo muy difícil porque es personal, y da igual lo que diga, me estoy defendiendo.2

2 Entrevista a Karl Ove publicada el 8 de mayo del 2015 por Andrea Aguilar en: http://cultura.elpais.com/cultura/2015/05/07/ba-belia/1430999545_578570.html

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El Mollete Literario

Canuto Roldán

[email protected]

PERFILHay que tener buena dicciónpara decir el cuerpo.Hay que saber acariciar para escribir la vozporque leer es siempreun acto terrorista o reconciliador.

UBICACIÓNPor fin llegas al barrio.Andamos entre baches, perros sucios y olor a mota.Te miro.En efecto, eres mucho más alto que yo.Me imagino recostado entre tus brazos gruesos.El motor de un tráiler retumba intermitente en la pista.

ENTRÓNMis labios buscan tu alimentoy aunque el frío calame hago espacio en tu entraña,pistilo ardiente.Me hinco,abro tus heridas,estiro la lengua,establezco mi hambre entre tus huecos,jauría que se abre paso,derrumbe de gritos y placeres.Somos un himno incendiariode sonidos y labios en que ardemos,como los huesos de un monstruo que se cree extinto;como los rezos para un dios que ya no vuelve.

Te hincas para oficiar la herida.Ahí,te haces espacio en mis entrañas,tus labios buscan mi alimentoen el nudo de brazos y de piernas,la angustia anonadada del placer.Repito tu nombre hasta anidarlo en los poros.Practico en tus labios para mejorar mi dicción.Y te pregunto ¿qué hay de terrible en esta ternura?Nada. Contestas.Y el vecino golpea el suelo con la escoba. No le gusta el concierto demi carne hecha pregunta ytu carne hecha respuesta.

DATING

NO DATESLuego de la danza de los cuerpos,de la muerte como una mansa oscuridadde súplica y gemido,la bomba caecomo un ángel vengador y arruina el edificio de esa soledadque todo lo perdona.Te vas.La cita rápida terminó su turno.

Aquí es así, entre los dientes,se escapa lo realcomo algo que nunca es nuestro.La lenguacincelante,sigilosay audaz busca otra cosa que no sean palabras,busca el flujo de nuestros pliegues.

El fuego llueve tras la leche patriarcal(se oye una cumbia asesina a lo lejosMátala mátala mátala mátala)y devora a la explosiva nubede recuerdos.

Muerta mi boca, llena mi soledad,saliva mi hambreen las frases de tu piel,murmulla en la hondura de tu nombre.Lleno de ti,tu cuerpo es una voz que llama.

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El Mollete Literario

Hey

¿Qué tal?

¿Tu nombre?

Eres hermosa

Hay que conocernos mejor

Me gustaría mucho terminar dentro de ti

Pasar toda la noche en ele ese de hablando sobre suicidio

Que tengas un retraso, orines en un palito y confirmar nuestra futura y desagradable paternidad

Discutir las ventajas y la gran belleza estética del aborto

Consumirás fuertes pastillas gástricas

Bebé muerto en el toilet

Sin un puntapié

¡Libertad!

¿Follar?

¿Eh..?

¡Sí!

Poema de amor fibonacci

Ilustración: Brenda OlveraTécnica Tinta

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El Mollete Literario

Por Ximena Cobos

We are the robots

Ana y Gabriel vivían en un departamento con vista a la ave-nida Revolución, tenían un gato gris azulado que ella pidió con gran insistencia desde que durmieron por primera vez ahí, en su nuevo hogar, así de cursi como se escuchaba; ha-bía plantas en el balcón, una silla medio reclinada que trajo Gabriel una tarde después de varios días de observar a Ana tomar el sol en el suelo; y aún no tenían refrigerador.

Gabriel tocaba en una banda de free jazz con la que ensayaba casi todos los días sin horario fijo y dirigía una orquesta en el conservatorio al que iba cada mañana, muy puntual, de 9:00 am a 1:00 pm. Por su parte, Ana pasaba el tiempo sin Gabriel trabajando en los artículos que iban fluyendo ahora que tenía la tranquilidad de su propio hogar. Tomaba té e intentaba dejar los cigarrillos. Ambos querían comprar un perro, se decidieron por una lavadora.

Sus ensayos afortunadamente nunca hicieron de aquel nuevo matrimonio algo pesado. Ana acudía desde que se hicieron novios a todas las presentaciones de la banda y, al-gunos días inquietos, le gustaba entrar en la sala de ensayos del conservatorio por sorpresa, colocarse oculta por las luces apagadas en la zona de butacas, tomar fotos para practi-car las tomas con luz interior como pretexto para admirar los movimientos de Gabriel. A veces lo esperaba al final del ensayo con una botella de tinto, pero le gustaba más guar-dar esos momentos para sí misma y quedarse con el gusto de verlo ser en un lugar en el que ella no existía. Su amor era una especie de sueño recurrente bien definido; hacían el amor todas las noches y en cualquier momento por todos los rincones de la casa.

Una tarde, Gabriel telefonearía al departamento, con toda la calma del mundo, desde un número privado, para decir que no llegaría a comer, algo se había complicado con la banda, una discusión que no supo cómo explicarle a Ana. Llegó a las once de la noche y sin apetito, se bañó antes

de entrar en la cama, tardando poco más de una hora. ¿Qué hacía en la ducha durante tanto tiempo? Ana se que-dó pensando cerca de diez minutos, hasta que el sueño pudo más. Cuando eran novios, Gabriel la había dejado plantada un par de veces, casi siempre porque tenía una cruda que no lo dejaba ni despertar, así que una mentira mal armada, la falta de apetito, una ducha extra larga y un sueño bien pesado no podían alterar en gran medida su confianza en él; después de todo, Ana seguía pensando que casarse no era poner un grillete al otro o colocarle un GPS, se lo repitió antes de dormir. A la mañana siguiente, Gabriel se levantó con el buen humor de siempre, entonces ella se sintió aliviada. Hicieron el desayuno juntos, se sen-taron en esa mesita para dos que ocupaba poco espacio del departamento y platicaron tan tranquilamente que ni se le ocurrió un reclamo nimio por la noche anterior.

En la semana, Ana acudió a verlo a la sala de ensayos. Todo era normal, incluso parecía que Gabriel tenía una actitud más relajada; él, siempre tan correcto y exigente, soltaba carcajadas y bromeaba como si estuviera en una parrillada o en un bar con sus amigos. La sorpresa le hizo no querer esperarlo a la salida, prefirió ir por comida, nada especial que hiciera parecer que celebraban algo. Toda la semana fue tranquila, nada fuera de lo normal; cualquier señal de que algo estaba mal había quedado atrás. Pero el jueves, Gabriel volvió a telefonear a Ana para avisarle que no alcanzaba a llegar a casa a la hora de siempre, que era

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El Mollete Literario

Ilustración: Brenda OlveraTécnica Tinta

mejor que ella comiera sola y que no lo esperara despierta, que esta vez tardaría un poco más en el ensayo porque que-rían probar una pieza nueva. Por la noche, exactamente a la misma hora que la vez anterior, se escucharon sus llaves tratando de abrir la puerta; entró directo a la ducha, se estu-vo ahí un largo rato y al salir, sin más, con toda normalidad, se metió a la cama y se perdió en un sueño profundo que, insistía Ana en su cabeza, no solías tener.

Esta vez ella no pudo cerrar los ojos por varias horas. Sentía que empezaba a no entender lo que pasaba en rea-lidad, a no comprender siquiera que algo verdaderamente estaba sucediendo en su matrimonio; trató de calmarse, de alejar cualquier intento de sospecha, de controlar los latidos de su corazón y de no parecer histérica. Por la mañana todo se veía ir bien, Gabriel la despertó con un beso en la frente y, aunque ella no quería levantarse, salió de la cama e hizo huevos para desayunar, aunque olvidó poner la cafetera. Al sentarse, él tomó su mano delicadamente, la llevó hasta sus labios y la besó ligeramente, luego la miró a los ojos y le son-rió lo justo para formar el cuadro perfecto que calmaría las ansias que la colmaban. Entonces, tratando de normalizar su actitud, Ana habló de la próxima publicación de lo que era el primer artículo escrito desde que llegaron a aquel de-partamento, aunque no pudo evitar abrazarlo y preguntar si aún la amabas justo antes de que él cerrara la puerta.

Durante dos meses, Gabriel hizo exactamente lo mismo cada semana. Todos los jueves, a la misma hora, llamaba desde un número privado; por la noche, abría la puerta con puntualidad de inglés, tomaba una ducha larga y se metía a la cama para quedar dormido en segundos, sin que nada lo lograra despertar. Ana se sentía a punto de reventar, creía que cada semana aquel día al que intentó no prestar aten-ción alguna se repetía y se repetía en un espiral descendiente que no paraba, como una especie de castigo por no haber reaccionado en el momento, como si la vida la hubiera atra-pado en un solo surco, a manera de disco rayado, el peor momento de duda e incertidumbre, una y otra vez; la pun-zada miniatura en su estómago cada vez era mayor. Un día, simplemente, Gabriel dejó de llamar.

Entre sus nervios, una especie de enojo contenido y la intriga de todo lo que hacía Gabriel ahora, sintió el peso de su ausencia más de una vez por semana. Los días se suce-dían sin que Ana consiguiera averiguar algo de lo que estaba sucediendo, hasta que una de tantas noches Gabriel entró en la habitación con una gabardina y una bufanda atada al cuello. Tomó esa ducha larga y al salir se metió a la cama con la bufanda puesta. El insomnio que se había convertido en el nuevo habitante en el cuerpo de Ana la dejó percibir, toda la noche, un rechinido que creyó venía de Gabriel. A la mañana siguiente, con la luz entrando por la ventana, notó un color amarillento en la piel de Gabriel. No tomó más que una taza de café antes de salir y el gato se erizó cuando apenas le pasó cerca. Ana continuaba sin poder decir nada, sin pedir explicaciones, construyendo realidades, opciones, preguntas, respuestas que sólo ella se daba.

No sabía si dormía más cuando Gabriel no llegaba a

casa, pues le parecía que como parte de la histeria que se le despertó tras soportar sin un sólo reclamo aquel cambio de actitud escuchaba ese rechinido insistente, desesperante, un sonido como de mecanismo descom-puesto que sólo la hacía apretar la mandíbula hasta co-menzar a rechinar ella también.

Un día de aquellos en que Gabriel sí llegó a dormir al departamento, se despertó más tarde de lo habitual, salió de la habitación con esa absurda gabardina y la bufanda que ya no se quitara ni para dormir desde la primera noche en que entró con ella a la casa. Fue hasta el estudio balbuceando quién sabe qué cosa, el gato se alteró y salió corriendo hasta el balcón. Revolvió pape-les y dejó un desorden tras de sí. Tomó el estuche de su saxofón y salió sin mirar ni una sola vez a Ana, que tras pasar una mala noche más, intentaba beber algo en la mesita que hacía mucho que no usaban juntos.

Una semana y media no llegó a dormir, ni a comer, ni siquiera a darse un baño. La secretaria del director del conservatorio marcó al departamento, dijo que no se había presentado a una cita pactada hacía meses. Los chicos de la banda comenzaron a marcar y Ana tuvo que inventarse una excusa; Gabriel tenía una fiebre por infección estomacal que no cedía y no podía ponerse al teléfono, pero pronto se comunicaría con ellos en per-sona. Cuando pocos días después dejó de sonar hasta el celular, Ana supuso que Gabriel se había dignado a aparecer ante cualquiera que no fuera ella, o eso imaginaba.

Aquel sonido rechínate era cada vez más constan-te por las noches, así se le quitó la idea de que venía del interior de Gabriel. Hasta que una madrugada, el gato lanzó maullidos enfurecido, el sonido se hizo más agudo, más cercano y acelerado. Ana salió apresurada-mente del cuarto, encendió la luz de la sala y vio al gato erizado y a punto de lanzarse sobre Gabriel, pálido, casi transparente, que, en un rincón de la sala, habla-ba apresuradamente nada inteligible, cubierto hasta los labios con la misma gabardina y la bufanda que termi-naron por hartar al fin a Ana.

Esa noche se quedó en casa, no se dio ningún baño y permaneció en el único sillón de la sala. Ana no supo si dormía, se veía tan alterado que ni se acercó a él, sólo atinó a quitarle al gato de encima llamándolo con su cena, lo encerró en el baño de su cuarto y se acostó a dormir. Al amanecer, Gabriel salió huyendo, lo supo por el azotarse de la puerta a las ocho de la mañana.

Ella intentaba hacer sus cosas, no quería contarle a nadie o más bien seguía sin saber a quién. Era algo muy delicado, su matrimonio se estaba yendo por el balcón dónde tomaban café por las mañanas y seguía sin entender qué era lo que verdaderamente estaba su-cediendo, no ya en su vida, sino en la de él.

Una tarde sonó el teléfono, era ese número privado, el corazón le latió a Ana como si fuera a reventarle en dos segundos. Al tomar la bocina lo que sonó no era

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El Mollete Literario

Gabriel, pero sí una voz conocida de una mujer preguntan-do por él, no quiso dejar recado ni decir quién era. Gabriel llegó tres minutos después sin darle tiempo a ella de colgar si quiera la bocina, pero si atinó por fin a gritar su nombre; la mirada que obtuvo fue triste, sabía que aquel hombre que amaba y con quien había decidido pasar toda la vida estaba dentro de ese cuerpo desquiciado, tembloroso y balbuceante que entraba a casa cada vez con menor frecuencia. Al inten-tar acercársele Gabriel se alejó como asustado. Esa extraña transparencia en su piel la dejó pasmada, se veían cosas ra-ras a través de aquel sujeto que no supo bien reconocer. El rechinar que no escuchaba hace tanto volvió hasta sus oídos.

Gabriel permaneció dos días sin salir del estudio, Ana ocasionalmente iba a tocar la puerta para ofrecerle comida o algo de beber, nunca obtenía respuesta, apenas sabía que estaba vivo por el rechinar constante y el ruido que produ-cía algún libro al caer, también porque el gato, si pasaba cerca de la puerta se alteraba. Algunas veces llegó a inten-tar tumbar la puerta enfurecida, nunca logró nada. Un día sonó el teléfono, era otra vez ese número privado; Gabriel salió corriendo como si supiera quién llamaba y antes de que Ana pudiera contestar se lo llevó consigo temblando y se encerró nuevamente en el estudio, de ahí salieron una especie de gritos de una voz que ya no se reconocía de Ga-briel. Aventó el teléfono a la sala sin abandonar aquel sitio y, aunque ella apenas pudo ver su mano, notó que también se transparentaba.

Desesperada y enfurecida, Ana tocó desquiciadamente hasta que por fin él se rindiera, pateó la puerta sin importar que algún vecino escuchara todo, Esta vez, Gabriel tenía que ceder y así fue. Al abrir, el chillido maquinal se escu-chó más suyo, su frente dejaba ver algo como engranes que funcionaban con mucho trabajo. Se acercó a Gabriel y lo abrazó sin comprender lo que veía; él ya no podía hablar, ni un solo sonido parecido a las palabras salió de eso que Ana siempre pensó era su garganta, sus últimas frases me-dianamente claras habían sido para aquella persona detrás del teléfono, para Ana ya no funcionaba el instrumento de su voz. Gabriel dejó que le quitara la bufanda y la gabardi-na por primera vez, cayó una foto de Gabriel junto a una mujer que Ana reconoció enseguida, la había visto algunas veces entre las butacas de la sala de ensayos. Por supuesto se enfureció, pegó con fuerza en la puerta y se dirigió a la sala a punto del llanto.

Gabriel salió despacio hacía la sala, no podía moverse bien, se deterioraba a cada hora con mayor rapidez; intentó tomarle el brazo y Ana lo lanzó con fuerza al rechazarlo, fue a dar sin remedio al piso. Ahí, tendido de costado, frío y rechinando, lo único que seguía pareciendo vivo eran sus ojos. Quién sabe cómo Ana dejó el coraje de lado, se agachó hacia él, lo ayudó a llegar hasta la cama y le quitó el resto de la ropa para que estuviera más cómodo.

Así fue como Ana descubriría una suerte de mecanismo que parecía hacerlo funcionar, se veía tan lleno de engra-nes, de piezas, escurría aceite y había partes que estaban luchando por destrabarse. En el lugar del corazón tenía algo

parecido a una pequeña bombilla, igual a un viejo radio de bulbos. Lo amarillo de la luz dejaba suponer que se fundía. Le miró todo ese cuerpo que no se distinguía humano, y aun así sus ojos le seguían mirando igual a aquella ocasión en que se encontraron frente a frente, por primera vez, en un beso torpemente acomodado. Rechinaba tanto que ya no sabía qué hacer, parecía que explotaría en cualquier mo-mento. Ana intentaba buscar algo que apagara todo, una cosa que quitar para que se regularizara el funcionamiento, una tuerca que ajustar o un tornillo, pero nada. En lugar de eso halló una llave negra incrustada en su garganta. Al parecer, aquello era lo que primero no lo dejó tocar, después lo hizo no poder hablarle.

Se quedó junto a él recostada en la cama, sintiendo la pe-sadez de un cuerpo que parecía desaparecer, de una piel que creí que existía. A ratos le lanzaba preguntas que no podía responder. Cómo librarlo de la llave, dónde iba, qué accio-naba, si eso lo salvaría, pero no pudo resolverlo sola. Gabriel no logró emitir ya ni un sólo sonido vocálico, cada que lo intentaba algo parecía quebrarse, la llave se veía más ato-rada entre piezas que iban dejando de luchar por moverse. La única forma en que pudo sacarla fue cuando lo rompió.

Tomó su saxofón, la luz de la bombilla se había apaga-do por completo, sus ojos abiertos ya no tenían nada de él, las piezas no se movieron más. Ya no podía pasar nada, no había daño alguno que hacerle, así que Ana quiso sacar la llave, tal vez tenía una esperanza guardada. Por eso lo gol-peó lo suficientemente duro con la boquilla como para no hacer un hoyo enorme, tan sólo que la dejara sacar la llave con facilidad sin desarmarlo.

La guardó por varios días. Trató de hacer algo con el cuerpo de Gabriel, pero no tenía ni idea de dónde colocarlo o qué pasaría. Cómo le diría a la gente que no lo volvió a ver jamás. Daba vueltas por el departamento, dejó escapar al gato para no darle de comer, lavaba todo lo que se en-contraba, acomodaba cualquier cosa que notara fuera de su lugar, se mordió las uñas hasta terminarlas; entraba y salía del cuarto donde yacía aquello que fue Gabriel, prendía y apagaba la luz, una y otra vez, pero todo seguía igual, tan real, tan plenamente acontecido. De tanto mirar aquella masa fría y dura, descubrió que lo que siempre pensó era su ombligo, en realidad tenía la entrada de la llave. La metió con cuidado por miedo a que no fuera a embonar, la giró y aquel cuerpo se abrió como un misterio, todo el mecanismo se vino abajo, se hizo miles de piezas pequeñitas que nunca lograría volver a armar, que jamás harían un Gabriel de nuevo. Ana comenzó a juntarlas, una a una hasta dejar la cama vacía de Gabriel; las guardó en el estuche del saxofón, lleno hasta el tope… Nunca encontró las instrucciones que seguro también él buscaba por toda la casa desde aquella vez que decidió voltear de cabeza el estudio. Ahora Ana lo conserva en una esquina de su cuarto, ha ido amontonando libros a su alrededor para olvidarlo y no vive más en aquel departamento que daba a avenida Revolución.