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marc levy

El primEr día

Traducción de Zahara García González y José miguel González marcén

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Prólogo

—¿Dónde empieza el alba?

Tenía justo diez años cuando, enfrentándome a mi timi-dez enfermiza, hice esta pregunta. El profesor de ciencias se dio la vuelta con aspecto abatido, se encogió de hombros y continuó copiando los deberes del día sobre la pizarra, como si yo no existiera. Agaché la cabeza sobre mi pupitre de alum-no fingiendo ignorar las miradas crueles y burlonas de mis camaradas que, sin embargo, no estaban más instruidos en la materia que yo. ¿Dónde empieza el alba? ¿Dónde se acaba el día? ¿Por qué millones de estrellas iluminan la bóveda celes-te sin que nosotros podamos ver o conocer los mundos a los que pertenecen? ¿Cómo empezó todo?

Cada noche, a lo largo de mi infancia, en cuanto mis pa-dres se dormían, yo me levantaba para ir de puntillas hasta la ventana, pegaba mi cara a las persianas y escrutaba el cielo.

Me llamo Adrianos, pero hace ya mucho tiempo que todo el mundo me llama Adrian, excepto en el pueblo donde nació mi madre. Soy astrofísico, especializado en las estrellas extra-solares. Mi oficina está situada en Gower Court, en el recinto de la Universidad de Londres, departamento de astronomía,

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aunque casi nunca estoy ahí. La Tierra es redonda, el espacio es curvo, y para intentar penetrar en los misterios del Universo te tiene que gustar moverte, recorrer el planeta sin cesar, ha-cia las comarcas más desiertas, en busca del mejor punto de observación, de la oscuridad total, lejos de las grandes ciuda-des. Imagino que lo que me empuja desde hace tantos años a renunciar a vivir como la mayoría de la gente, con una casa, mujer e hijos, es la esperanza de encontrar un día una res-puesta a la pregunta que jamás ha dejado de ocupar mis sue-ños: ¿dónde empieza el alba?

Si ahora inicio la redacción de este diario es con otra es-peranza: la de que alguien halle un día estas páginas y, con ellas, el coraje de explicar su historia.

La humildad más sincera para un científico es aceptar que nada es imposible. Hoy comprendo lo lejos que estaba de esta humildad hasta la noche en que conocí a Keira.

Lo que me ha tocado vivir en estos últimos meses ha im-pulsado hasta el infinito el campo de mis conocimientos y ha desbaratado todo lo que creía saber sobre el nacimiento del mundo.

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El primer día 11

Primer cuaderno

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El primer día 13

El sol asomaba por el extremo este de África. El yacimiento arqueológico del valle del Omo ya debería de haber empezado a iluminarse con los primeros resplandores anaranjados del alba, pero aquella mañana no se parecía a ninguna otra. Sen-tada sobre un murete de tierra seca, asiendo fuertemente su taza de café para calentarse las manos, Keira escrutaba la línea del horizonte aún oscuro. Algunas gotas de lluvia rebotaban contra el suelo árido, levantando aquí y allá partículas de pol-vo. Corriendo hacia ella, un niño acudió a su encuentro.

—¿Ya te has levantado? —preguntó Keira al joven hom-brecito mientras con un gesto de la mano le despeinaba los cabellos.

Harry asintió.—¿Cuántas veces te he dicho que no corras por el área de

excavaciones? Si tropiezas, puedes echar por tierra semanas enteras de trabajo. Podrías romper algo, y todo lo que hay aquí es irremplazable. ¿Ves esas zonas delimitadas con cor-deles? Pues bien, imagina que se trata de un enorme almacén de porcelana al aire libre. Ya sé que no es el mejor espacio de juegos para un niño de tu edad, pero no tengo nada mejor que ofrecerte.

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—No es mi espacio de juegos, ¡es el tuyo! Y tu almacén... Yo diría que es más bien un viejo cementerio.

Harry señaló con el dedo el frente de nubes que avanzaba hacia ellos.

—¿Qué es eso? —preguntó el chico.—Nunca había visto un cielo como éste, pero seguro que

no presagia nada bueno.—¡Sería genial que lloviera!—Querrás decir que sería una catástrofe. Vete ya mismo a

buscar al jefe de equipo, preferiría poner la zona de investiga-ción a cubierto.

El pequeño echó a andar para luego quedarse inmóvil a unos pocos pasos de Keira.

—Esta vez tienes una buena razón para correr. ¡Venga, rá-pido! —le ordenó ella agitando la mano.

A lo lejos, el cielo se oscurecía cada vez más. Un golpe de viento arrancó el trozo de tela que protegía uno de los túmulos.1

—Sólo faltaba esto —masculló Keira mientras bajaba del murete.

Tomó el sendero que llevaba al campamento y a medio camino se encontró con el jefe de equipo, que iba a su en-cuentro.

—Si va a llover, habrá que tapar todas las parcelas que podamos. Refuerza las cuadrículas,2 moviliza a todos nues-tros hombres y, si es necesario, pide ayuda en el pueblo.

—Esto no es lluvia —respondió el jefe de obra, resignado—,

1. Montículo de piedras.

2. Sistema de división de un terreno de excavaciones que se utiliza

para situar los hallazgos con precisión.

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y no hay nada que podamos hacer; los aldeanos ya se están marchando.

Arrastrada por el chamal, una gigantesca tormenta de pol-vo avanzaba hacia ellos. En tiempos normales, este potente viento que atraviesa el desierto de Arabia Saudita sopla en dirección al golfo de Omán, al este, pero ya no vivimos en tiempos normales, y la trayectoria del viento destructor había virado hacia el oeste. Ante la alarmada mirada de Keira, el jefe de equipo continuó sus explicaciones.

—Acabo de oír la alerta difundida en la radio: la tormenta ya ha barrido Eritrea, ha atravesado la frontera y viene direc-ta hacia nosotros. Está arrasando con todo. Lo único que podemos hacer es huir hacia las cumbres y ponernos a cu-bierto en las cavernas.

Keira protestó, no podían abandonar así el yacimiento.—Señorita Keira, esas osamentas por las que siente tanto

apego han permanecido enterradas aquí durante miles de años; volveremos a excavar, se lo prometo, pero para eso te-nemos que seguir vivos. No perdamos más tiempo, ya no nos queda mucho.

—¿Dónde está Harry?—Ni idea —respondió el jefe de equipo mirando a su alre-

dedor—, esta mañana no lo he visto.—¿Es que no ha ido a avisarte?—No. Como ya le he dicho, he oído las noticias por la ra-

dio, he dado la orden de evacuación y justo después he veni-do a buscarla.

Ahora el cielo era negro. A pocos kilómetros de ellos, la nube de arena avanzaba como una inmensa ola entre cielo y tierra.

Keira dejó caer su taza de café y empezó a correr. Aban-

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donó el sendero para bajar por la colina hasta la orilla del río, abajo de todo. Resultaba casi imposible mantener los ojos abiertos. El polvo levantado por el viento le arañaba la cara y, cada vez que gritaba el nombre de Harry, tragaba arena y creía ahogarse. Sin embargo, no se rindió. A través de aquel manto gris cada vez más espeso, consiguió distinguir la tien-da a la que el chiquillo iba a despertarla cada mañana para ir a contemplar con ella la salida del sol desde lo alto de la co-lina.

Apartó la tela; la tienda estaba vacía. El campamento te-nía el aspecto de un poblado fantasma, sin un alma. A lo lejos todavía se podía ver a los aldeanos escalar las laderas para llegar hasta las grutas situadas cerca de las cumbres. Keira inspeccionó las tiendas vecinas, gritando sin descanso el nombre del niño, pero tan sólo el rugido de la tormenta res-pondía a sus llamadas. El jefe de equipo la agarró y la arras-tró casi a la fuerza. Keira miraba hacia las alturas.

—¡Ya no nos queda tiempo! —chilló él a través de la corti-na de polvo que le cubría la cara.

Cogió a Keira y, pasándole el brazo por encima, la guió hacia la orilla del río.

—¡Corra, maldita sea! Corra.—¡Harry!—Seguramente se habrá refugiado en alguna parte. Y, aho-

ra, cállese y péguese a mí.Una avalancha de polvo los perseguía, ganándoles terreno

a cada instante. Más abajo, el río se hundía entre dos altas paredes rocosas. El jefe de equipo encontró una cavidad y rápidamente condujo a Keira a su interior.

—¡Aquí! —dijo empujándola hacia el fondo.Había faltado muy poco. Arrastrando tierra, guijarros y

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despojos arrancados a la vegetación, la ola rompiente pasaba por encima de su improvisado refugio. Dentro, Keira y su jefe de equipo se acurrucaron en el suelo.

La gruta se sumió en una oscuridad total. El rugido de la tormenta era ensordecedor. Las paredes empezaron a tem-blar y ambos se preguntaron si todo se vendría abajo y los sepultaría para siempre.

—Tal vez encuentren nuestros huesos dentro de millones de años; tu húmero contra mi tibia, tus clavículas junto a mis omóplatos. Los paleontólogos llegarán a la conclusión de que éramos una pareja de agricultores (o tú un pescador del río y yo su mujer) enterrados aquí. Y, evidentemente, la ausencia de ofrendas en nuestra sepultura no hará que nos ganemos su consideración. ¡Nos clasificarán en la categoría de los esque-letos de schmocks3 y nos pasaremos el resto de la eternidad en el fondo de una caja de cartón sobre las estanterías de un museo cualquiera!

—Realmente, no es momento de hacer bromas, no le veo la gracia —refunfuñó el jefe de equipo—. Además, ¿qué es eso de los schmocks?

—Son las personas como yo, que trabajan para hacer co-sas que después a todo el mundo le importan un bledo y que ven todos sus esfuerzos tirados por tierra en pocos segundos, sin poder hacer nada.

—Bueno, pues más vale ser dos schmocks con vida que dos schmocks muertos.

—¡Es una manera de verlo!...El rugido duró todavía unos interminables minutos. A pe-

3. Schmock es un término yiddish que se utiliza de forma peyorativa

para designar a una persona idiota, detestable e insignificante. (N. de la t.)

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sar de que de vez en cuando se desprendían pedazos de tie-rra, su refugio parecía aguantar bien.

La luz del día penetró de nuevo en la gruta; la tormenta se alejaba. El jefe de equipo se puso en pie y tendió la mano a Keira para ayudarla a levantarse, pero ella la rechazó.

—¿Te importaría cerrar la puerta al salir? —dijo—. Voy a quedarme aquí, no estoy segura de querer ver lo que nos es-pera fuera.

El jefe de equipo la miró decepcionado.—¡Harry! —gritó de pronto Keira, y se precipitó al exte-

rior.No había nada más que desolación. Los arbustos que bor-

deaban la ribera del río habían sido decapitados; la orilla, normalmente ocre, ahora tenía el color marrón de la tierra que la recubría. El río arrastraba montones de lodo hacia el delta, situado unos kilómetros más allá. Ni una sola tienda se tenía en pie en el campamento. El poblado de chozas tampo-co había resistido a los embates del viento. Las viviendas ha-bían sido trasladadas decenas de metros y habían acabado hechas añicos contra las rocas y los troncos de los árboles. En lo alto de la colina, los aldeanos abandonaban sus refu-gios para averiguar qué era lo que había ocurrido con su ga-nado, con sus cultivos. Una mujer del valle del Omo lloraba, abrazando a sus hijos entre sus brazos; un poco más lejos, los miembros de otra tribu se reagrupaban. Ni rastro de Harry. Keira miró a su alrededor; tres cadáveres yacían sobre el mar-gen del río. Le sobrevino una arcada.

—Debe de estar escondido en alguna cueva, no se inquie-te, lo encontraremos —dijo el jefe de equipo obligándola a desviar la mirada.

Keira se colgó de su brazo y empezaron a subir juntos la

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colina. Sobre la meseta donde se encontraba el terreno de excavación, las cuadrículas habían desaparecido completa-mente, el suelo estaba cubierto de restos, la tormenta lo había destruido todo. Keira se agachó para coger unos prismáticos del suelo. Les quitó el polvo maquinalmente y los probó para ver si todavía funcionaban, pero los cristales del aparato esta-ban irremediablemente dañados. Un poco más lejos, el trípo-de de un teodolito se encontraba patas arriba. De repente, en medio de toda aquella devastación, apareció la carita espan-tada de Harry.

Keira corrió a su encuentro y lo cogió en brazos. Aquello no era para nada habitual; aunque a veces Keira era capaz de expresar con palabras su afecto hacia aquellos que la habían sabido cautivar, jamás se abandonaba al menor gesto de ter-nura. Sin embargo, esa vez estrechaba a Harry con tanta fuerza que el niño casi buscaba liberarse de su abrazo.

—Me has dado un buen susto —dijo ella mientras le lim-piaba al niño la tierra que se le había quedado pegada a la cara.

—¿Que yo te he dado un susto? Después de todo lo que acaba de pasar, ¿yo soy quien te ha dado un susto? —repitió Harry desconcertado.

Keira no respondió. Enderezó la cabeza y contempló lo que quedaba de su trabajo: nada. Incluso el murete de tierra seca sobre el que se había sentado aquella misma mañana se había desmoronado, barrido por el chamal. En unos pocos minutos, todo se había perdido.

—Bueno, parece que al final tu almacén se ha llevado un buen golpe —dijo Harry.

—... mi almacén de porcelana —murmuró Keira.Harry deslizó su mano en la de Keira. Esperaba que ella se

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escabullera, como siempre. Keira daría un paso adelante con el pretexto de haber visto algo importante, tan importante que iba a comprobar en seguida de qué se trataba, y entonces, más tarde, acariciaría el cabello del niño, como para disculparse por no haber sabido ser cariñosa. Aquella vez, la mano de Keira retuvo aquella otra mano que se le ofrecía sin malicia y sus dedos se estrecharon en torno a la palma de Harry.

—No ha quedado nada —dijo ella casi sin voz.—Pero puedes volver a excavar, ¿no?—Ya es imposible.—Sólo tienes que cavar más hondo —protestó el chiquillo.—Aunque cavara más hondo, ahora ya todo está perdido.—Y entonces, ¿qué va a pasar?Keira se sentó con las piernas cruzadas sobre la tierra de-

vastada; Harry la imitó, respetando el silencio de la joven.—¿Vas a abandonarme? Vas a marcharte, ¿es eso?—Ya no tengo en qué trabajar.—Podrías ayudar a reconstruir el poblado. Todo está des-

trozado. Y a vosotros la gente de aquí os ha ayudado mu-cho.

—Sí, supongo que podríamos hacer eso durante algunos días, algunas semanas incluso, pero después, tienes razón, tendremos que irnos.

—¿Por qué? Aquí eres feliz, ¿no?—Más de lo que lo he sido nunca.—¡Entonces tienes que quedarte! —sentenció el chico.El jefe de equipo se acercó hasta ellos. Keira miró a Harry

y le hizo una señal para que entendiera que debía dejarlos solos. Harry se alejó algunos pasos.

—¡No vayas al río! —le dijo Keira al muchacho.—¿Y a ti eso qué más te da, si te vas a marchar?

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—¡Harry! —imploró Keira.Pero el niño se dirigía ya en la dirección que ella acababa

precisamente de prohibirle.—¿Van a abandonar el trabajo? —preguntó sorprendido el

jefe de equipo.—Creo que muy pronto no nos va a quedar otra opción.—No hay por qué desanimarse, basta con ponerse otra vez

manos a la obra. No será precisamente por falta de buena voluntad.

—Ojalá. No es un problema sólo de voluntad, sino de me-dios. Ya casi no tenemos dinero para pagar a los hombres. La única esperanza que me quedaba era hacer algún hallazgo muy pronto para que renovaran los fondos. Me temo muchísimo que, desde este momento, estamos técnicamente en el paro.

—¿Y el pequeño? ¿Qué es lo que piensa hacer con él?—No lo sé —respondió Keira, destrozada.—Usted es su única familia desde que murió su madre.

¿Por qué no se lo lleva a su país?—No conseguiría la autorización. Lo pararían en la fronte-

ra y lo retendrían en un campo durante semanas antes de devolverlo aquí.

—¡Y pensar que en su país dicen de nosotros que somos unos salvajes!

—¿No podrías tú ocuparte de él?—Ya me cuesta bastante encontrar con qué mantener a mi

familia, dudo mucho que mi mujer aceptara otra boca más que alimentar. Además, Harry es un mursi, pertenece a los pueblos del Omo; nosotros somos amharas. Todo es muy di-fícil. Usted fue quien le cambió el nombre, Keira, quien le enseñó su lengua durante estos tres últimos años, usted le ha adoptado, por decirlo de alguna manera. Ahora es su respon-

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sabilidad. No pueden abandonarlo por segunda vez, no se recuperaría nunca.

—¿Y cómo querías que lo llamara? Había que darle un nombre; ¡cuando yo lo recogí ni siquiera hablaba!

—En vez de discutir, lo primero que tendríamos que hacer es ir a buscarlo. Por la cara que llevaba cuando se ha ido hace un momento, dudo mucho que reaparezca así como así.

Los colegas de Keira se reagruparon alrededor del terreno de excavación. La atmósfera era muy tensa; todos eran cons-cientes de la importancia de los destrozos. Se volvieron hacia Keira en espera de sus instrucciones.

—¡No me miréis así, no soy vuestra madre! —soltó la ar-queóloga.

—Hemos perdido todas nuestras cosas —protestó un miem-bro del equipo.

—En el poblado ha habido muertos, he visto tres cuerpos en el río —respondió Keira—, me importa tres pepinos tu saco de dormir.

—Tenemos que ocuparnos de enterrar los cadáveres cuan-to antes —sugirió otro—. No hay necesidad de que una epide-mia de cólera venga a sumarse a nuestros problemas.

—¿Algún voluntario? —preguntó Keira, dubitativa.Nadie levantó la mano.—Entonces vayamos todos —decidió Keira.—Sería mejor esperar a que sus familias fueran a buscar-

los, debemos respetar las tradiciones.—El chamal se ha pasado por el forro cualquier tipo de

respeto; retiremos los cadáveres antes de que contaminen el agua —insistió Keira.

El cortejo se puso en marcha.

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El primer día 23

La triste tarea les ocupó el resto de la jornada. Retiraron los cuerpos del río, cavaron tumbas a una buena distancia de la orilla y las recubrieron todas con un pequeño montículo de piedras. Cada uno rezaba a su manera, según sus creencias, pensando en aquellos con quienes habían compartido aque-llos tres últimos años. Al atardecer, los arqueólogos se reu-nieron alrededor de un fuego. Las noches eran frías y ya no quedaba nada para protegerse de las bajas temperaturas. Por turnos, uno hacía guardia mientras los otros dormían cerca de la hoguera.

Al día siguiente, el equipo prestó auxilio a los aldeanos. Los niños habían sido agrupados. Las mujeres mayores de la tribu cuidaban de ellos, las más jóvenes recogían todo lo que pudiera servir para reconstruir las viviendas. Ni siquiera ha-cía falta hablar de la ayuda mutua, era una realidad evidente; todo el mundo estaba ocupado haciendo algo, y todos sabían de forma natural qué debían hacer. Algunos talaban árboles, otros reunían ramas para reconstruir las chozas, otros se-guían recorriendo los campos, esforzándose por recuperar las cabras y las vacas que la tormenta no había matado.

La segunda noche, los aldeanos acogieron al equipo de arqueólogos y compartieron con ellos su escasa comida. A pesar de la tristeza, del duelo que acababa de comenzar, bai-laron y cantaron para agradecer a los dioses que hubieran salvado a aquellos que todavía seguían con vida.

Los días siguientes fueron idénticos. Dos semanas más tar-de, aunque la naturaleza mostrara todavía las marcas del dra-ma, el poblado casi había recobrado su apariencia normal.

El jefe de la tribu les dio las gracias a los arqueólogos. Keira le pidió que la recibiera en privado. A pesar de que las miradas de los aldeanos dejaron bien claro que no les hacía ninguna

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gracia que una extranjera entrara en su choza, el jefe aceptó la visita por agradecimiento. Tras escuchar la petición de su invi-tada, juró que si Harry volvía a aparecer, él mismo cuidaría del niño hasta el retorno de Keira; a cambio, ella había hecho la promesa de volver. El jefe le hizo comprender que la conversa-ción se había acabado. Sonrió. Harry podía seguir escondido todo lo que quisiera, pero no debía de andar demasiado lejos: aquellas últimas noches, un extraño animal había venido a ro-bar víveres mientras el poblado dormía, y las huellas del mero-deador se parecían enormemente a las de un chiquillo.

Al noveno día después de la tormenta, Keira reunió a su equipo y anunció que había llegado el momento de abando-nar África. La radio estaba estropeada, así que no podían contar más que con ellos mismos. Tenían dos posibilidades. La primera, caminar hasta el pequeño poblado de Turmi, donde, con un poco de suerte, encontrarían un transporte que los condujera más al norte, hacia la capital. Llegar a Turmi sería peligroso, no se podía hablar propiamente de que hubiera una carretera y se verían obligados a escalar para atravesar ciertos pasos. Otra opción sería bajar por el río ha-cia el valle inferior; en unos días llegarían al lago Turkana. Después de atravesarlo, desembarcarían en el lado keniata, en Lodwar, donde encontrarían un pequeño aeródromo. Había aviones que hacían vuelos regulares desde allí para abastecer la región; seguro que algún piloto acabaría por aceptar llevarlos a bordo.

—El lago Turkana, ¡sí, claro, es una idea estupenda!... —ex-clamó uno de los colaboradores.

—¿Acaso prefieres trepar por las montañas? —preguntó Keira, alterada.

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El primer día 25

—Catorce mil es más o menos el número de cocodrilos que abarrotan las aguas de tu lago salvador. Durante el día hace un calor tórrido, y las tormentas de esa zona son las más violentas de todo el continente africano. Con el poco equipamiento que nos queda, casi sería mejor suicidarnos ahora mismo, ¡así como mínimo no perderíamos tiempo y sufriríamos menos!

No había una solución milagrosa. La arqueóloga propuso votar a mano alzada. La ruta del lago fue adoptada por una-nimidad, a excepción de una persona. El jefe de equipo ha-bría estado encantado de acompañarlos, pero debía subir ha-cia el norte para reunirse con su familia. Ayudados por los aldeanos, el grupo empezó a reunir algunas provisiones. La salida quedó programada para el día siguiente a primera hora de la mañana.

Keira no durmió en toda la noche. Se revolvió cien veces sobre su jergón. En cuanto cerraba los ojos se le aparecía el rostro de Harry. No dejaba de pensar en el día en que, vol-viendo de una excursión a diez kilómetros del campamento, se había encontrado con él. Harry estaba solo, abandonado ante una cabaña. Nadie a la vista y aquel niño que la miraba fijamente, encerrado en su silencio. ¿Qué podía hacer? ¿Con-tinuar su camino como si no pasara nada? Se sentó a su lado, pero el niño siguió sin decir nada. Al asomar la cabeza por la puerta de su lamentable chabola, Keira descubrió que su ma-dre acababa de morir. Preguntó al chiquillo para averiguar si tenía familia, si había algún lugar al que pudiera llevarle, pero él seguía mudo; ni una queja, tan sólo aquella mirada intensa y persistente. Keira se quedó durante largas horas a su lado, sin decir una palabra. Después se levantó y continuó su viaje. De camino, le pareció ver que el niño la seguía a una cierta

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distancia y que se escondía cada vez que ella se daba la vuel-ta. Pero cuando se acercaban al campamento, ya no había ni rastro de él. Al día siguiente, cuando el jefe de equipo le anunció que alguien les había robado comida, Keira se sintió aliviada.

Tuvieron que pasar varias semanas para que el uno y el otro volvieran a verse. Keira había dado la orden de que cada noche dejaran cerca de su tienda un poco de comida y algo para beber. Y, cada noche, el jefe de equipo protestaba: era una manera perfecta de atraer a los predadores. Sin embargo, lo que Keira quería domesticar no tenía nada de animal sal-vaje, sólo era un niño abandonado y aterrado.

Cuanto más tiempo pasaba, más se entregaban los pensa-mientos de Keira al insólito comportamiento del niño. Por la noche, dentro de su tienda, acechaba los ruidos de pasos de aquel al que ya había bautizado como Harry. ¿Por qué aquel nombre? No tenía ni idea, le había venido a la mente en sue-ños. Una noche, Keira corrió el riesgo de esperar ante la caja donde había mandado dejar la comida del niño. Aquella vez había puesto incluso un cubierto y el conjunto casi tenía el aspecto de una mesa puesta para cenar, plantada en medio de ninguna parte.

Harry apareció por el sendero que trepaba desde el río. Con la cabeza y los hombros bien altos, su aspecto era orgu-lloso. Cuando llegó, Keira lo saludó con la mano y empezó a comer. Él dudó un instante, pero al final se sentó frente a ella. De este modo compartieron aquella primera cena al raso y Keira empezó a enseñarle a Harry sus primeras lecciones de vocabulario. El niño no repitió ninguna palabra, pero al día siguiente, en el momento de la cena, recitó todas las que ha-bía oído la noche anterior, sin equivocarse ni una sola vez.

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El primer día 27

No fue hasta más adelante, ese mismo mes, cuando Harry se mostró por primera vez a pleno día. Keira cavaba cuidado-samente la tierra, esperando por fin descubrir algo, cuando el chico se le acercó. El momento que vino después fue de lo más singular. Sin preocuparse de si Harry la entendía o no, Keira le explicó cada uno de sus gestos, por qué era tan im-portante para ella buscar sin descanso aquellos minúsculos fragmentos fosilizados, cómo cada uno de ellos tal vez fuera testimonio de la forma en que el hombre apareció sobre nues-tro planeta.

Harry volvió al día siguiente a la misma hora, y aquella vez pasó toda la tarde en compañía de la arqueóloga. Hizo lo mismo los días siguientes, llegando siempre con una puntua-lidad desconcertante (Harry no tenía reloj). Pasaron las se-manas y, sin que nadie supiera decir cuándo pasó exactamen-te, el pequeño ya no volvió a marcharse del campamento. Antes de cada comida, al mediodía y por la noche, recibía sin refunfuñar el obligado curso de vocabulario que le dispensa-ba Keira.

Aquella noche, ella habría querido volver a oír sus pasos una vez más, como cuando el niño rondaba alrededor de su tienda esperando a que ella le diera permiso para entrar. Le habría contado una leyenda africana, conocía muchas.

¿Cómo marcharse de viaje al día siguiente, sin ni siquiera haber vuelto a verlo? Marcharse sin decir una palabra es peor que un abandono; el silencio es una traición. Keira apretó en su mano el regalo que un día le había hecho Harry. Al extre-mo de un cordel de cuero que no abandonaba jamás el con-torno de su cuello pendía un extraño objeto. De forma trian-gular, era liso y duro como el ébano; también tenía su color,

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aunque ¿realmente había sido tallado en esa madera? Keira no lo sabía. El objeto no se parecía a ningún adorno tribal; ni siquiera el jefe del poblado había podido definir su origen. Cuando Keira se lo mostró, el anciano agachó la cabeza. Ig-noraba de qué se trataba, tal vez no debería seguir guardándo-lo junto a ella. Sin embargo, era un regalo de Harry... Cuando Keira le preguntó sobre su procedencia, el chico le explicó que lo había encontrado un día sobre un islote situado en medio del lago Turkana. Fue mientras descendía con su pa-dre por el cráter de un antiguo volcán extinto desde hacía si-glos, allí donde la tierra rebosa de un limo fértil, donde había encontrado aquel tesoro.

Keira se lo volvió a poner sobre el pecho y cerró los ojos, buscando un sueño que no acudía a su encuentro.

Al alba, reunió su equipaje y despertó a sus colegas. Les esperaba un largo trayecto. Después de un frugal desayuno, la cuadrilla se puso en marcha. Los pescadores les habían dado dos piraguas: cada una de ellas podía acoger a cuatro personas, pero en varios momentos tendrían que volver a tie-rra firme y transportar a mano las embarcaciones para esqui-var las cataratas.

Todos los aldeanos se reunieron en la ribera. Sólo un jo-ven hombrecito faltó a la cita. El jefe de equipo estrechó a Keira entre sus brazos sin ser capaz de disimular la emoción. Después se embarcaron a bordo de las canoas; los niños se metieron en el agua para ayudarlos a alejarse de la orilla y la corriente hizo el resto, arrastrándolos suavemente.

A lo largo de las primeras millas recorridas no dejaron de ver manos agitándose desde los campos vecinos. Keira se mantuvo en silencio, buscando con la mirada al muchacho al que todavía esperaba ver. Cuando el río se bifurcó, justo an-

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tes de perderse entre dos altas paredes rocosas, sus últimas esperanzas se desvanecieron. Ya estaban demasiado lejos.

—Tal vez sea mejor así —sugirió Michel, un colega francés de Keira, aquél con el que mejor se entendía.

Ella habría querido responderle, pero tenía un nudo en la garganta.

—Volverá a su vida —continuó Michel—. No te preocupes. No tienes nada de lo que sentirte culpable; sin ti Harry pro-bablemente habría muerto de hambre. Además, el jefe del po-blado te ha prometido que se ocuparía de él.

Y, de repente, cuando el río se hundía todavía un poco más, la silueta de Harry apareció sobre un minúsculo arenal. Keira se levantó tan bruscamente que la embarcación estuvo a punto de volcar. Michel restableció el equilibrio; sus otros dos colegas refunfuñaron. Completamente sorda a sus repri-mendas, Keira no tenía ojos más que para el chiquillo en cu-clillas que la miraba desde lejos.

—¡Volveré, Harry, te lo juro! —gritó ella.El niño no respondió. ¿Habría llegado a oírla?—Te he buscado por todas partes —chillaba Keira todo lo

fuerte que podía—. No quería irme sin volver a verte. Te voy a echar de menos, mi hombrecito —dijo entre sollozos—. Te voy a echar muchísimo de menos. Te juro que volveré, tienes que creerme, ¿me oyes? Te lo suplico, Harry, hazme un gesto, una pequeña señal para que sepa que me oyes.

Sin embargo, el niño no hacía ningún gesto, ni el menor signo. Su silueta desapareció poco después por un recodo del río y la joven arqueóloga no llegó a ver la mano del niño ofreciéndole un débil adiós.

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