guardagujas 47

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http://lja.mx/guardagujas marzo 2012, n° 47 Deux routes La madrugada suelta un hálito continuo, olor a frutos astrales, a desnudo tormentoso, al pan horneado de la sombra. Es posible que ese perfume sea el mismo en distintas geografías, que pisemos las mismas cenizas y seamos los mismos transeúntes. Es posible también que las jacarandas en flor o la guadaña del invierno hayan desenhebrado ya tus ojos de los míos. Que dos caminos de espeso silencio estén inanimados. dos poemas Loving so Despertar si es posible, metáfora de surco que hace la lluvia de tanto palpar sus gotas la tierra antes enjuta. Abrir los ojos así, de afilada humedad en los remedos de tormenta. Abrir los labios al espectro, desplegar sentidos de alas espléndidas arremolinándose en la idea luminosa de serte. Amar así acontece como la traducción de un invierno en la fuente que no sirve. zaira eliee espinosa germán treviño

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SUPLEMENTO DE LA JORNADA AGUASCALIENTES

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Page 1: GUARDAGUJAS 47

http://lja.mx/guardagujas

marzo 2012, n° 47

Deux routes

La madrugada suelta un hálito continuo, olor a frutos astrales, a desnudo tormentoso, al pan horneado de la sombra.Es posible que ese perfume sea el mismoen distintas geografías, que pisemos las mismas cenizasy seamos los mismos transeúntes.Es posible también que las jacarandas en flor o la guadaña del inviernohayan desenhebrado ya tus ojos de los míos. Que dos caminos de espeso silencio estén inanimados.

dos poemas

Loving so

Despertar si es posible, metáfora de surco que hace la lluvia de tanto palpar sus gotas la tierra antes enjuta.Abrir los ojos así, de afilada humedad en los remedos de tormenta. Abrir los labios al espectro, desplegar sentidos de alas espléndidas arremolinándose en la idea luminosa de serte. Amar así acontece como la traducción de un invierno en la fuente que no sirve.

zaira eliette espinosa

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http://lja.mx/guardagujas

Si uno quiere, el mar se lo come poco a poco. Entierras tus miedos en la arena y ahí permanecen hasta que son arrastrados por las olas. Se mezclan con la sal y los peces, se hacen mar: el mar guarda tantos miedos.

[En pocos días pasó de cuatro a cien células. Es un embrión, apenas un disco milimétrico susceptible de fracturarse en cualquier momento. Hace un mes era dos entes, en dos sexos distintos. Se unieron. Fue un largo viaje. Detuvo el sangrado. Es la alegría de ellos. No tiene conciencia de esto. Espera que todo valga la pena].

Diana prepara la comida. En un pueblito costero se come pescado lo menos posible. Hoy: lapa con verduras en jugo de limón. Diana, mujer encinta desde hace dos meses, espera a Salvador, hombre desaseado desde hace uno. Llega-ron a Pichilinguillo hará un mes, después de enterarse de las cuatro semanas de embarazo. Se aferraron a la idea de que su hijo nacería cerca del mar. Que-rían un nacimiento puro: misticismos que sólo ellos entienden. Buscaron una playa virgen y tranquila, se despidieron de amigos y familia prometiendo su regreso en un año, juntaron sus escasos ahorros, empacaron lo menos posible y recorrieron la costa hasta llegar al hotel “La Perla”. Pasaron una semana ahí, luego encontraron una casa de dos cuartos. Guardaron su ropa y partieron de nuevo. Ahora Diana ya sabe cómo se prepara la lapa y Salvador aprende el oficio de pescador.

La gente del pueblo los mira con extrañeza. Nadie se muda a Pichilinguillo. Está bien quedarse un tiempo; turistas bohemios pasan algunos días ahí en busca de la inspiración divina, pero no más. Diana se siente devorada por esa curiosidad, incluso apatía, cuando sale de su casa para ir a la única tienda o sólo a mojar sus pies, sentada en la arena. Su casa queda a cien metros de la playa; arrastra cuatro o cinco miradas cada que recorre esa distancia.

Salvador sale muy temprano. En la cantina de “La Perla” conoció a Jeremías, un pescador local muy famoso: el único que pasa una semana mar adentro, a solas; la mayoría de las veces regresa con la mitad de la pesca ya podrida. Dice Jeremías que eso no importa, que es cosa de tontos. Pescas y vendes, pescas y vendes, no hay más. El placer está en el silencio que ofrece el mar. Es eso lo que le enseña a Salvador: disfrutar la quietud de algo tan grande que puede comérselo en cualquier momento. Los otros pescadores se burlan de ellos: Salvador es débil y lento, Jeremías flaco y viejo. Comparten algo más que una lancha: el deseo por naufragar en ese silencio.

Desde que Salvador llegó, todo lo que sabe del mar es por boca de Jere-mías. Tiempo de lluvias, muy peligroso para zarpar. Espera, con la poca paciencia que le ha aprendido, a que el clima mejore para empezar con el estudio del silencio.

Por hoy fue suficiente. Practicó el anudado de redes y tiene los dedos más negros que la corteza de una lapa. Es hora de regresar a su casa y saber qué ha preparado Diana para comer.

[Ya hay manchones de piel. Casi mide el centímetro. Se forman sus ojos, sus orejas y su nariz; el cerebro y el corazón ya dan señales de vida. También la médula espinal: impulsos nerviosos de un sistema aún inservible. Un em-brión náufrago en el vientre de su madre. No sabe esto ni entiende nada; tam-poco sabe si vale la pena intentarlo. Está en lo cierto: la gente no le llamaría, siquiera, feto].

Los ahorros se terminan y Salvador aún no sale al mar. La madre de Diana, poderosa empresaria de un mercado municipal, le manda mil pesos a la se-mana con uno de los surtidores de pescado. Cada viernes el sobre llega a la casa de dos cuartos. El primero llevaba una nota: “Ni una palabra a Salvador”. Diana entendió. Justifica el dinero con trabajos inexistentes: atender turistas en las palapas, pelar mariscos, cuidar niños de pescadores sin esposas: ayuda a los demás a cambio de unos pesos. Salvador le cree; no sabe que ella no cruza palabra ni con la dueña de la única tienda en esos kilómetros de costa.

Jeremías se impacienta. Ya enseñó a Salvador todo lo necesario para so-brevivir en al mar. Dicen los sabios, ésos náufragos retirados que dejaron sus islas para instalarse en la cantina, que las lluvias no durarán más de una se-mana. Él no duda de su palabra. Pide paciencia a su aprendiz.

Le sorprende la rapidez con que ha dominado todos los trucos de los pesca-dores. También conoce los tipos de peces que hay en la zona, incluso algunas marcas y modelos de motores para lanchas. Pero eso es cosa fácil, piensa Jere-mías. Cualquiera resiste una semana en altamar. Lo más complejo, eso de lo que todavía no le habla, tardará en comprenderlo.

Le asombra su interés por el silencio. Piensa en contarle sobre el miedo: la realidad debajo de las olas; el culpable de los exilios ultramarinos. Aún no está listo, se dice a sí mismo el lanchero de barba blanca. Paga las cervezas con un billete mojado y lo manda a cuidar a su esposa.

Para Salvador todo está en paz. En estos dos meses ha aprendido tanto del silencio, sin siquiera conocerlo aún. Jeremías es el padre que siempre soñó: lo

ha hecho tan hombre, y sin obligarlo a trabajar. Espera ser un ejemplo similar para el niño cuyo nombre no decide aún. Le molesta que Diana trabaje, pero sabe que valdrá la pena. Cuando por fin zarpe, y acaricie las fibras del mar y su mutismo, estará tranquilo, sereno. Por ahora no desviará su atención de ello. Una semana, le dijo Jeremías. Que lo perdone su esposa, pero esto que hace es para el bien de su familia; no es necesario que lo entienda, ya se lo agradecerá después. Abre la puerta de su casa y no la ve. Escucha un saco desplomarse en el segundo cuarto.

[Cinco centímetros; quince gramos. Es varón, pero aún no se nota por com-pleto. No escucha ni siente nada. Está orgulloso: ya es un feto y se lo debe a sí mismo. Si las cosas siguen así, no tardará en acostumbrarse a ese sitio. Por momentos el calor lo sofoca, pero la humedad de la fosa le regresa la frescura. Traga un líquido espeso; está bien, le da fuerza para moverse y, hasta ahora, nadie se ha quejado de eso].

Diana observa el mar por la ventana. Le gusta imaginarse, perdida, andando por la línea casi invisible del horizonte. Baja su vista. Ahora le da por acariciar su vientre aunque todavía no esté tan abultado. No habrá doctores, será a la antigua: vale la pena. Sabe que los verdaderos dolores aún no llegan. Los que siente ahora son acaso caricias sutiles, un trámite necesario para acostum-brarse a la molestia constante que se avecina. Su vista se clava de nuevo en la ambigua curvatura que marca el fin del cielo.

Aunque el desmayo del mes pasado no tenga explicación, intuye que todo está bien dentro de ella.

Los viejos sabios se equivocaron y las lluvias duraron tres semanas más. Salvador ya salió al mar. Diana espera que él regrese con una pesca abun-dante. Según los lancheros, después de tan mal clima los peces se asustan. Jeremías no cree eso. Aseguró, antes de llevarse a Salvador, que volverían con las redes llenas. Diana agradece el esfuerzo de su esposo. Hará tres días que se despidieron y desde entonces no ha dormido bien. No es angustia, es una emoción inmensa: imagina a Salvador en medio del mar, jalando las redes, oprimido por el sol asfixiante que lo azota, lo tortura, le escupe, todo al mismo tiempo, luchando inquebrantablemente contra esa inmensidad. Imagina también a Jeremías, detrás de él, dejando que haga todo el trabajo. En pocos meses se volvió tan hombre, tan responsable. Cuando llegue el si-guiente sobre lo regresará sin abrirlo. Ahora ella escribirá la nota: “Ya no lo necesitamos, gracias”.

Anochece y sigue en la ventana.El sonido de las olas llega hasta su casa. Le gustaría que su hijo lo escucha-

ra, que supiera que están ahí sólo por él.

[Parece una mosca dormida: sus ojos son dos grandes óvalos, cerrados. Ya reconoce, por el tacto, la fosa en la que se encuentra. Pasa de los cien gramos. Ya no hay calor, todo está helado. Se mueve su cápsula y siente frío, se expulsa un líquido y siente frío, jala del lazo (que aún no descubre qué hace ahí) y siente frío. Quizá por eso construyó ese manto: el lanugo. Peludo. Calienta. A veces, mientras palpa por milésima vez las paredes, siente una fuerza que lo absorbe. Se aferra débilmente a sus murallas o al lazo y permanece donde mismo. Entonces esa energía desaparece y todo regresa a la normalidad].

Cada día que pasa habla menos con Diana. Lo encuentra normal, Jeremías le dijo que no se asustara. Toda escapada al mar es para aprender algo nuevo, en silencio. Pescar, en realidad, pasa a segundo plano.

El último mes Jeremías le ha hablado de las consecuencias: el silencio del mar te inducirá a otro silencio: el tuyo. Todavía no lo descubre. El de las aguas parece conocerlo, pero ya no es lo que busca.

Quieto, sentado en la barca, tercer día mar adentro. Jeremías, a su espal-da, permanece callado desde que zarparon. La pesca siempre la postergan para los últimos días. El sol ya le tostó la piel. Una pregunta: qué hacer con tanto vacío de palabras. La lancha se mueve: Jeremías, sorpresivamente, rompe el silencio.

[El lanugo ha sido útil para mantenerlo cálido. Descubrió, en su pecho, una maquinita que no para de bombear agua caliente. Quema por dentro. Tam-bién siente, cada vez más, los movimientos de eso que lo contiene y no le gus-

lanugodarío zalapa solorio

Pero no es miedo, exactamente miedo…es algo distinto…, el miedo viene de fuera.

Alessandro Baricco

Cuento ganador del Premio Juan Rulfo de la FeriaNacional del Libro y la Lectura de Michoacán, convocado

por la SEE y la Fundación Juan Rulfo en el 2011

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[email protected]

tan. Preferiría todo en calma, como antes. La fuerza que lo jala llega con más frecuencia. Las paredes de la fosa le sirven para sostenerse y no ser arrastra-do. Ya no le gusta estar ahí. Piensa que un día, mientras duerma, esa inercia desconocida irá por él y se lo llevará para siempre. Está asustado, pero recuer-da el esfuerzo que ha hecho por seguir así: vivo. No se dará por vencido, la cosa extraña no se lo llevará a ningún lado].

Ya se los dijo, era necesario. Jeremías fue claro con ellos: el mar se está tragan-do a su hijo y no hay nada que puedan hacer. Salió de la casa de dos cuartos y se dirigió a su lancha. Era de noche. Entró en el mar y se perdió a la vista de las estrellas. Durante un mes Salvador no supo nada de él.

Ahora no hablan, se sienten culpables. Todo empieza hacia sí mismos. Dia-na, por su parte, se arrepiente de ser tan crédula y tragarse esas ideas, ahora estúpidas, de los nacimientos puros. Recuerda su pueblo, piensa en la clínica. Si estuviera allá podría ir a que la revisaran en cualquier momento y le dijeran que no hay nada malo. Pero no, se encuentra en medio de la nada. Por qué no se dio cuenta antes, por qué estuvo siempre a la expectativa de otras cosas, pensando en Salvador todo el tiempo. Quizá, si hubiese hecho el intento de hablar con la gente del pueblo, alguien le habría dicho lo que pasaba. Ellos no tienen la culpa, piensa. Es ella la única responsable. Se pregunta si las miradas de indiferencia eran más bien de lástima.

Salvador es más duro consigo. Pasa horas frente al mar, sudando odio; le reclama el haberlo seducido, engañado. Cree que todo es un plan bien cons-truido. Incluso, llega a sospechar de Jeremías, de su ausentismo. Amanece tumbado en la arena, cansado, casi dormido. El sol le arrebata el escaso sue-ño, también multiplica su odio. Se arrepiente. Todas esas palabras lo atra-paron y ya es imposible revertir el daño. Recuerda los incontables días en el mar y se siente sucio; una culpa negra le cubre todo el cuerpo, miles de lapas podridas adheridas a su piel.

Entonces llega la culpa hacia el otro. Se abandonan, se odian, se quieren ver muertos.

[Los óvalos por fin se abrieron: percibe la luz. Tiene más pelo en el cuerpo pero no se ha deshecho del lanugo. Medio kilo, treinta centímetros, múscu-los, casi desarrollados: es todo un hombre, fuerte, hermoso. Escucha, a lo lejos, una distorsión que va y viene. Millones de agujas clavándose, sin fin, en el piso. El choque de dos cuerpos que nunca dejan de pelear. Cuando el sonido es más fuerte, llega la fuerza extraña que quiere devorarlo. Cierra los ojos y se agarra de lo primero que encuentra su mano. Vaya desarrollo: abrir los ojos para cerrarlos del miedo. Se está cansando].

Culpa a Diana de todo. Está dentro de ella, a final de cuentas. Debió sentir algo, un dolor, un desgarro. Dónde queda la famosa intuición de las mujeres, por qué no dijo nada. Es su hijo quien está muriendo.

Pide otra cerveza y, cruzando la puerta, ve la barba blanca de Jeremías apa-recer en la cantina. Pierde la cabeza, rompe la botella que está frente a él, y la arroja con los ojos cerrados. Es débil: el envase apenas recorre tres metros. Jeremías se le acerca sin decir nada. Los sabios de la cantina observan, en silencio, cómo se encuentran y, ojos llorosos, se abrazan fraternalmente. Dos olas solitarias coincidiendo en medio del océano.

Salieron de la cantina. Están frente al mar, como antes. No se dicen nada: no es necesario. Dentro de Salvador nace un pequeño universo con un solo fin: fustigar a Diana.

Busca una respuesta, algo que le explique qué está pasando. Pequeñas me-dusas llegan con las olas y se van con ellas. Es tarde, el sol está muerto. Nunca bebió tanto como en las últimas semanas. Jeremías se incorpora y camina por la playa. Salvador lee en su espalda que debe seguirlo. Suben a la lancha. Desaparecen en la inmensidad, junto a las medusas.

En la casa de dos cuartos Diana sigue enmarcada en la ventana. Salvador es el culpable, piensa, mientras acaricia, con más fervor, el pequeño bulto en su vientre. Los únicos responsables son él y su estúpida búsqueda del silencio. Mañana envenenará la lapa.

Mañana Salvador estará solo.Mañana habrá sangre en las sábanas.

[Un kilo: creció mucho, le resulta difícil moverse. Su piel se volvió opaca y gruesa. Ya controla su temperatura pero se aferra a no deshacerse del lanugo. Se siente fuerte, poderoso. Esa fosa ya le viene chica, es hora de pensar en un cambio. A pesar de que escucha con más claridad lo que pasa al otro lado, la fuerza extraña ya no le resulta amenazadora ni mucho menos y ya se acos-tumbró al ruido de las agujas clavándose contra el piso. Siente algo que no puede explicar. Es una presión en el pecho, algo aleteando dentro de él. Hace tiempo que no escucha de cerca aquel sonido grueso que sentía tan propio, el eco de su origen. Sin encontrar una explicación, se siente responsable de esa ausencia. Pero qué puede hacer, hasta ahora es un milagro que no esté muerto: hace poco, cuando la fuerza extraña aún lo asustaba, en su intento por no ser devorado, arrancó un trozo de pared; todo retumbó y escuchó, muy próximo, un tono agudo que se extendió largo rato. En verdad: es un milagro que siga vivo].

No sabe nada de su hijo desde hace mes y medio pero está seguro de que no hay lugar para la culpa, no para ésa. Aunque tiene el tiempo encima, no se irá

de esa isla hasta que encuentre su miedo. Jeremías le advirtió todo esto cuan-do subieron a la lancha: si quieres alguna esperanza para tu hijo, lo harás, no tienes opción.

Ya hizo suyo el silencio del mar, lo encontró en el momento preciso en que una ola estaba por impactarse contra la arena; él estaba a dos kilómetros de la costa. Luego vino el suyo, el que guardaba dentro. Lo entendió la noche que partieron: el mar es apenas una ilusión; la verdadera inmensidad, a la que debe temer, le cabe dentro de un ojo. Es tan grande que puede perderse en sí mismo. Consiste en buscarse para siempre.

Jeremías, antes de irse de nuevo, le dijo del miedo. Debe, en esa totalidad que ya reconoce como propia, encontrar la aguja más pequeña, la que está clavada en el punto exacto donde convergen y bifurcan sus pesadillas, sus traumas, sus pánicos. Es eso, y nada más, lo que salvará a su hijo de ser devo-rado por el mar. Sólo él puede hacerlo. El riesgo: comerse a sí mismo.

Diana, en la casa de dos cuartos, envenena lapa todos los días. Ha sangra-do demasiado, ya perdió toda esperanza. Cuando despierta, inmediatamente voltea hacia su vientre: quiere ver al feto, desfigurado, yerto en la cama, entre sus piernas: muerto. Pero no pasa. Ya no sale a mojar sus pies ni se queda horas frente a la ventana: el mar le da asco. Más de una vez ha pensado en largarse de Pichilinguillo; ya no lo cree necesario.

Mandó al hijo de un pescador en busca del hombre que le llevaba los so-bres. Sabía que el tipo no desaprovecharía la oportunidad y que, después de llevarle el último, se gastaría el dinero de cada semana en la cantina. Su in-tuición funcionó esta vez. El niño regresó a contarle lo que ella ya sabía. Es duro, pero cruza el pueblo con tal de llegar a la cantina de “La Perla”. Saca al hombre ebrio y, dejando atrás las risas de los sabios, lo lleva arrastrando a la casa de dos cuartos. Cuando él está un poco consciente, Diana lo amenaza con matarlo, cuchillo en mano, si no regresa cada semana con esos sobres.

El pobre tipo salió, regresó a la cantina y tomó una cerveza en silencio. Después de terminarla (en tres tragos), contó lo sucedido a los sabios. Pri-mero se rieron. Ahora están callados, sus caras secas reflejan miedo o lás-tima, lo mismo da.

[Cortó el lazo; supo que era lo único que lo unía a la fosa. Un kilo y medio, cuarenta y dos centímetros. Ojos oscuros, piel rosácea, pero oculta: el lanugo lo habita por completo. Pequeñas garras brotaron en sus dedos y le ayudan, cada que se desespera, a rasgar todo lo que le rodea. No sabe que regresó, afuera, el sangrado que él detuvo hace nueve meses. Si supiera de genética se daría asco, quizá. La fuerza extraña, que creyó menguada, regresó para llevárselo. Ya no pelea por ello, está muy cansado. Decidió entregarse. La ba-talla que libra ahora es por no ser desmembrado. Se irá, pero entero].

Sin odio, caminó hasta cubrirse por el agua. Nunca supo dónde estaba. Encontró la aguja y la extirpó. Como toda estructura sin piedra angular, Salvador se derrumbó, fragmentándose interminables veces. Encontró su miedo y no pudo tenerlo de frente más de un segundo. Tres días después lo encontraron unos lancheros. Dejaron su cadáver frente a la casa de dos cuartos, hinchado por el agua. Nadie se atrevió a llamar a Diana. Lleva una noche al aire libre.

La dueña de la única tienda lo ve cuando va rumbo a la iglesia. Se dirige a la puerta, ignora la peste, da dos golpecitos y, minutos después, Diana asoma su corpulencia con una panza desfigurada, grotesca, monstruosa, por delante.

Entre las dos alzan el cuerpo, ya descompuesto, y lo meten en la casa. Igno-ran los trozos de piel amarilla y putrefacta que le arrancan al agarrarlo, el par de lapas, podridas igual, que salen de su ropa y el agua verdosa que escurre de todas sus cavidades. Lo dejan en el segundo cuarto, luego Diana se para a un costado de la entrada en señal de despedida. Me llamo Juana, dice la tendera. Cuando esta cosa salga, será usted la que me ayude a quemarlo, responde Diana, manos en el vientre. Al cruzar la puerta, la mujer pisa un pequeño charco de sangre, atado por hilos del mismo color a las piernas de Diana. Ca-mina dejando huellas rojas que el viento no tarda en cubrir con arena.

Hay tres cuerpos en esa casa, pero sólo está segura de la vida de uno. Llora días enteros. No se atreve a cruzar la puerta de la habitación donde está Sal-vador y suplica, con el corazón en la mano, o lo que le queda de él, que el ser que la habita, por llamarlo de algún modo, salga lo antes posible de su cuerpo.

A Jeremías ya no se le verá por esa zona. Se fue a una playa más virgen, bus-cando las respuestas a los misterios del mar que aún no descifra. No sabe qué pasó con Salvador. Tiene confianza en que derrumbó su miedo y salvó a su hijo, regresó con Diana y olvidaron todo. Se cree un buen hombre.

[Punto de apoyo: la parte más oscura de la fosa. Perdió. Es hora de descubrir qué hay del otro lado. Las agujas se escuchan cada vez más cercanas].

Sentada en el piso, recargada en la pared, piernas abiertas, Diana parece flo-tar en un lago de sangre que cubre todo el cuarto. Voltea hacia la ventana y se pierde, por última vez, en la leve curvatura, casi invisible, que está al final del horizonte, en esa línea donde al mar se le termina lo inmenso.

Los cuartos son, ahora, dos tumbas.

[Afuera: todo es nublado. Restos de carne bajo sus uñas. Pelaje rojo por la sangre en que se remoja. De no ser por el lanugo, moriría de frío en ese momento].

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La línea de la vida, la de la cabeza, la del corazón, los montes y sus planetas. Creo que la quiromancia, la adivinación vía la lectura de las manos, es la más conoci-da; tal vez porque sólo se necesita lo que

se trae puesto, salvo trágicas excepciones.Si en realidad todo estuviera escrito en la pal-

ma de la mano, no faltaría quien ofreciera cirugías plásticas para modificar el destino o algún rasgo de la personalidad. Inclusive se podría modificar el sexo de los hijos por venir, o bien evitar tenerlos si así estaba destinado o viceversa. O tal vez sería más sencillo: bastaría tomar una pluma o un marcador indeleble para escribir cómo se nos antojaría ser, cómo desearíamos vivir y en qué momento morir. Y acaso la inmortalidad sería una línea que diera vueltas sobre sí misma en la muñeca, por supuesto, al infinito.

De cierta manera es algo que hacemos día a día: escribir nuestra historia. Pero no en su totalidad porque, bien mirado, hay limitaciones en el len-guaje, en la estructura elegida o en el género lite-rario. Si se observa el entorno, hay gente que elige un manual, un tratado científico o un instructivo, y están también quienes tienden a la oda, la novela, el ensayo o algún híbrido. Y sí, por qué no, al simple slogan o al contenido de una caja de cereal.

En la quiromancia no sólo se pone atención a las líneas de las manos sino a la forma de éstas: si son grandes o pequeñas, cuadradas o alargadas, o si los dedos son huesudos o regordetes, flexibles o no.

Imagino que son las manos son como los libros: de pasta dura o de edición de bolsillo; habrá vi-das que son incunables y otras de papel reciclado, blanqueado, colorido o texturizado. Y no dudo que existan los impresos en acetato o los que fueron preciosamente iluminadospor los amanuenses. O los que han sido escritos a lápiz y que el tiempo se encargará de desvanecer del todo hasta que el si-lencio tras la muerte sea doble.

Es inevitable, en todo impreso o manuscrito existen las terribles erratas. Así ocurre en mi libro personal, pues llevo meses con el síndrome del tu-nel carpiano en la mano izquierda. Confieso que temo que el libro de esta mano se quede mudo,

como ocurre con un libro que ha sido víctima del agua y se deteriora lenta e irreversiblemente. Nun-ca había pensado en la posibilidad de hacer todo con una sola mano, y ahora se presenta como la imposibilidad de escribir. Imagino que tal vez mis libros impresos y en dictamen son sólo vestigio del libro en esta palma deteriorada; o bien esta palma es el libro de caligrafía y ejercicios que usabamos cuando pequeños para aprender a escribir, y yo seré analfabeta.

Pero la desgracia no es tal; todo depende del punto de vista que, supongo, se encuentra en algún renglón de estas manos o en alguno de sus mon-tes, porque entonces recuerdo que hay gente que no tiene esta mano ni esta otra, y su vida, su his-toria, está escrita acaso en un libro imaginario o en la tradición oral de los hados. Así, recuerdo que millones de manos han dejado de existir desde que la civilización surgió: millones de libros se han per-dido como habitantes de una segunda biblioteca de Alejandría.

Pienso que mi libro no es tan importante, sólo son un grupo de garabatos de líneas enrojecidas, receptáculos de polvo y células muertas. Pero temo quedarme en silencio, temo llegar al punto final donde Dios es una mano inmensa, sin líneas, sólo silencio, donde la palabra escrita no ha visto la luz.

editores: edilberto aldán / joel grijalva

Durante un mes me he sumergido en la última década del siglo XIX (1880-1900), siglo al que generalmente aso-ciamos las corrientes literarias del ro-manticismo, realismo y naturalismo,

sin duda las más consolidadas desde el punto de vista del canon literario. Sin embargo, pocos se han detenido en un grupo que por su cercanía al nuevo siglo, y su propuesta irreverente, desató la incomo-didad de propios y extraños: los decadentes. Las reacias mentes positivistas del XIX no podían dar crédito a la síntesis de toda una época: esta suerte de rebeldes idealistas que insistían en “la moderni-dad de las formas”.

No fue un grupo de alcohólicos, viciosos, haraga-nes, pervertidos sexuales, morales o anarquistas —en el mejor de los casos—, no, fueron los primeros modernos. Los decadentistas abrieron la puerta a todos los “ismos” que vendrían a instaurarse en los albores del siglo XX. Y si no hubiera sido porque fragmentaron su movimiento llamando simbolis-tas a los poetas mayoritariamente (seguro el lector recordará a Verlaine, Baudelaire, Mallarme), y de-cadentistas a los narradores (aquí ubicará a: Villers de L’isle Adam, J.K. Huysmans y Marcel Schwob), tal vez estaríamos diciendo en esta columna otras cosas. Pero a pesar del lado oscuro adjudicado in-justamente a estos primeros vanguardistas, es inne-gable que ellos resumieron el ocaso de una cultura y el nacimiento de formas inéditas; les tocó la ingrata misión de ser los incómodos, los inclasificables en lo preestablecido, los: “nacidos del sobrehastío de

una civilización”. Así , como bien lo anuncia Anato-le Baju, su más radical miembro: “los decadentistas no son exactamente una escuela literaria, pues su misión no es la de fundar, sino principalmente la de destruir, demoler las antiguallas […]” para aislar “el exótico virus melancólico-pesimismo-naturalista”. No carecían de humor negro, de ironía y sorna mu-chos de sus escritos, una delicia para desarticular el mundo y criticar al pequeño burgués instaurado, solamente, en las novelas sentimentales.

No ausentes de compromiso social o político apostaron por el arte “que no tiene partido; es, de hecho, el único punto de integración de todas las opiniones (Luc Vajarnet)”. Su lucha estética insis-tía en corromper la viejas formas con esa vocación al desorden, a la irreverencia para desestabilizar al agonizante siglo. Fueron duramente castigados al asociarlos de manera simplista a la anarquía y al idealismo, cuando en realidad ellos, como bien los señala Remy de Gourmount, tenían bien claro que: “Dejando de lado la vida social, queda un dominio en el cual parece que el idealismo podría reinar sin perjuicio para desarrollo de la patanería demagógi-

ca: el arte. Pero hablar de arte hoy en día es de una ironía demasiado cruel: tiempo atrás el arte fue li-bre, luego fue protegido, hoy es tolerado y mañana será prohibido. Practiquémoslo todavía, en secreto, en catacumbas, como los primeros cristianos y los últimos paganos”.

No sin cierta sonrisa releo una y otra vez esta sentencia decadentista y pienso en nuestro contex-to, en “nuestro arte actual” cobijado bajo el canon conservador o las demandas de consumo, ofrecien-do seudo literatura que bajo la idea de realismo y naturalismo, “como la vida misma”, enmascaran con más efectividad la realidad. La violencia repre-sentada —censurada y maquillada— no es ni la sombra de lo que “verdaderamente” sucede “afue-ra”, para que el burgués del siglo XXI disfrute sin perturbarse demasiado, sin pensar demasiado, sin asustarse demasiado.

Cuánta falta hacen los verdaderos subversivos, no los que le llevan la contraria a todo por snobis-mo, sino aquellos que toman conciencia y desde ahí van levantando ideas, propuestas, renovando, cuestionando. Seres que admitan que “Un indivi-duo es un mundo; cien individuos hacen cien mun-dos, todos igualmente legítimos”. El arte, aún, nos ofrece esa legitimidad ya sea creándolo o consu-miéndolo. Dejemos pues que cada cual tome lo que quiera, no impongamos arbitrariamente estéticas, permitamos destruir y construir, seamos de pron-to un poco decadentes y asumamos la ingrata tarea de ver en lo diferente o en lo renovado el principio sano de toda evolución.

ser un pocodecadentes

qué sabe nadiececilia eudave

“Cuando no ando en las nubes, ando como perdido” afirmó An-tonio Porchia en una de sus Voces y yo me quedo pensando, como en las nubes, hasta dónde podré

llegar y no perderme, encontrarme entre las nubes. Y así pasa, se flota entre una sentencia y otra, entre un aforismo y otro, entre una voz, la única fragmen-tada, las voces de Antonio Porchia.

Poco se sabe de este poeta nacido en Italia y que desde muy joven radicó en Argentina, pero qué mejor homenaje saber poco de alguien que con poco expresó demasiado. La fuerza del silencio es contundente en la lectura de sus aforismos, “Una cosa, hasta no ser toda, es ruido, y toda, es silencio”.

Aquí, se descubre el alma con el deseo de conocer otra al alejarse, otra que segura de la existencia, se pronuncia: “No me llevaré tu alma. Me bas-ta saber que la tienes”.

Y el diálogo, al leer la voz en muchas, pequeñas voces, de Porchia, es con uno mismo, honesto, au-téntico, profundo, “Éramos yo y el mar. Y el mar estaba solo y solo yo. Uno de los dos faltaba”.

Porque en la poesía de Porchia no se distinguen corazón y razón, sentimiento y pensamiento, pues comulgan de tal manera que a través de uno se lle-ga al otro. Uno revela lo que el otro oculta, luego la sorpresa, la luz que deslumbra de repente en lo

más recóndito del alma para, poco a poco, con discreción, comenzar a ilu-minar emociones y razones ocultas, desconocidas, “En tanto uno apren-de, ignora por dónde aprende”.

Al igual que Porchia, a mí “Siempre me fue más fácil amar que elogiar”, por eso nombro más al corazón que a la lengua, y cuando me preguntan por qué leo, respondo que para vivir con fantasmas, “Quien no llena su mundo de fantasmas, se queda solo”.

vivir con fantasmas

zoomsofía ramírez

la quiromancia

métodos de adivinaciónerika mergruen

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tripulaciónZaira Eliette Espinosa (Monterrey, Nuevo León, 1977). Comenzó sus estudios en la Facultad de Filosofía y Letras de la UANL aunque luego los transfirió al extranjero, residiendo alrededor de ocho años en diferentes ciudades de Canadá y los Estados Unidos. En México su poesía y artículos han sido publicados en varias revistas culturales y literarias. Sus textos han sido incluidos en: Bu-zón, Antología de Poesía Joven Grupo Gatos de Azo-tea (Conarte, 1998), Buzón II (Conarte-CNCA, 1999), Borealis Poesía Latinoamericana en Canadá (Verbum Veritas-La Cita Trunca, Canadá, 2002). Fue becaria del Centro de Escritores de Nuevo León 2007 en el rubro de poesía. Su poemario Hierba de los días está por publicarse en la colec-ción VersoVlanco de la UANL. Actualmente es trabaja para la revista PD. y coordina desde el 2008 el ciclo de poesía Verso Norte junto con la UANL.

Darío Zalapa Solorio (Paracho, Michoacán, 1990). Autor de Personas desde el fondo de la la-guna (SECUM, 2010), Premio Michoacán de Literatura 2010 en la categoría de Ópera Prima Narrativa. En 2011 recibió el Premio de Cuento Juan Rulfo (SEP/Fundación Juan Rulfo), es se-leccionado nacional para el “Curso de Creación Literaria” por parte de la Fundación para las Le-tras Mexicanas y obtiene mención honorífica en el Premio Estatal de Cuento Eduardo Ruiz. Aparece en la antología Turbulencia Dos Mil Once, Narrativa Michoacana Actual (Ficticia, 2011), y en las revis-tas Rojo Amate y la Revista de Literatura Mexicana Contemporánea, entre otras. Becario del SECREA en 2012-2013. Jefe de proyectos en la Sociedad de Escritores Michoacanos A.C.

Cecilia Eudave (Guadalajara, Jalisco). Doctora en Lenguas Romances (Montpellier, Francia). Es autora de los libros: Técnicamente humanos, Inven-ciones enfermas, Registro de Imposibles, Países Inexis-tentes y Bestiaria vida, entre otros. Actualmente es profesora e investigadora en la Universidad de Guadalajara. Su libro más reciente es Para viajeros improbables, editado por Arlequín.

Sofía Ramírez (Aguascalientes, 1971). Estudió letras hispánicas en la Universidad Autónoma de Aguascalientes y una maestría en literatura mexi-cana. Actualmente es la directora de Casa Terán. Es autora de La sonrisa de un condenado a muerte y La casa callada. Su libro más reciente: La edad vulnerable, Ramón López Velarde en Aguascalientes.

Erika Mergruen (Ciudad de México). Ha publi-cado los poemarios Marverde; El Osario y El sueño de las larvas; los libros de cuento Las reglas del jue-go y La piel dorada y otros animalitos, así como La ventana, el recuerdo como relato con el que obtuvo el premio Autobiografías, Diarios y Testimonios de Mujeres Mexicanas, DEMAC 2001-2002.

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La fotografía de portada es de Germán Treviño

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