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hp://lja.mx/guardagujas marzo 2011/n° 22 edith bertha aldana C on la premisa de que Los mundos narra- dos son pequeñísimos en la página pero se amplifican en la imaginación, Alberto Chimal presenta 83 novelas. Historias, cuentos, viñetas, retratos, miradas, esbozos, ensayos, ráfagas… Los textos que inte- gran este libro se cobijan a la sombra del térmi- no “novelas”, explica Chimal que no lo son en el sentido convencional, ya que los textos reunidos en este libro comparten la característica de no rebasar las seis líneas, cada uno de estos mundos no requiere más que unos cuantos renglones para construir una conversación con el lector, la des- cripción de un universo posible. En las cinco sec- ciones de 83 novelas [Muchedumbre (1), Libros, Muchedumbre (2), Aventuras y Muchedumbre (3)], bajo el pretexto de que el significado original de la palabra “novella” era: nota pequeña, aviso breve, Alberto Chimal despliega la inteligencia de la economía, la malicia narradora de la brevedad. Otra peculiaridad de este libro es que el tiraje im- preso de es de 150 ejemplares, una edición al cui- dado de Raúl Berea y Erika Mergruen (de la edito- rial La Guillotina, un proyecto de libros libres), 83 novelas no se venderá, es más un libro para descar- garse, totalmente gratis, a través de la red. En su blog (lashistorias.com.mx) Alberto Chi- mal explica: “Algo que no dice el prólogo, porque no hace falta: todos los textos del libro fueron escritos y publicadas inicialmente en Twitter. Entonces aparecieron entre muchas otras no- tas, por igual intentos de cuento que enlaces o conversaciones, y fueron leídas por quien seguía mi cuenta y estaba en línea cuando las fui publi- cando, lo que sucedió a lo largo de varios meses del año pasado. Esta experiencia de publicación y lectura inicial sirvió para lo que hice después: reunir los textos que querían ser historias, revi- sarlos, desechar casi todos, ordenar los que que- daron para crear el libro. La experiencia inicial es irrepetible, y no se queda en los textos en sí: éstos pasan del espacio en movimiento y fugaz de Twitter a asentarse en otros, y buscan ser leí- dos como historias a secas, y no como historias hechas de tal modo o concebidas en tal lugar. “En estos días que se discute la escritura en Twier, algunas personas desprecian todo lo que se escribe allá comparándolo con lo que pueden hallar en un libro impreso. La comparación me parece injusta porque ninguna cuenta de Twier es una obra “terminada” en el sentido tradicional: por el contrario, es un espacio virtual que puede servir como laboratorio de escritura literaria (y esto, en todo caso, no es siquiera una obligación impuesta por el medio sino una elección). Twier sirve para intentar y equivocarse, para lanzar ver- siones diversas de una idea o argumento a posibles lectores, para interactuar con ellos y modificar o añadir o descartar. Y si bien un texto siempre tiene una relación con su contexto, y con su medio, creo que esa relación puede modificarse: que la escri- tura –que ciertas escrituras– pueden pasar de un medio a otro y continuar leyéndose. 83 novelas, como otros libros que sin duda habrá o incluso hay ya por allí, intenta ser una prueba de eso”. Antropología 1 Los miembros de la meta-secta se afi- liaban a todas las otras iglesias y cada semana se reunían a comparar notas, dioses, ritos. Suicidio Como el universo se repite, le bastó esperar la eternidad menos unos años para impedir aquel coito de sus pa- dres. La prueba Esperó un segundo con los ojos cerra- dos. Los abrió: como todas las veces anteriores, el mundo volvió a existir instantáneamente. Vida real Las malas historias salen de la oficina, comen, regresan. Se consuelan: pien- san que un solo dios debe ser el culpa- ble de todas. Pathos En el instante en que la aplastan, la mosca acaba de dar con las palabras justas para contar la belleza y la trage- dia de su vida. Brutalidad Con el corazón en la boca vio llegar a la policía. Se salvó porque hizo un es- fuerzo y se lo tragó entero. Sorpresa El náufrago metió el mensaje en la bo- tella. Luego no pudo sacar la mano. Crónica Dando vuelta en una esquina, apenas, una mujer me miró con asombro. No sé cómo, supe: había visto en mi cara los rasgos de un muerto suyo. Espiritual 13 La Virgen del Completo inunda de tal amor las casas, las iglesias y los cora- zones que ya nada más puede entrar en ellos, nunca. Espiritual 15 La Virgen de los Locos revela secretos inútiles, como el número en el catálo- go Pantone del color del cielo en un día de 1825. O la hora de tu muerte. alberto chimal: 83 novelas Del experimento de Alberto Chimal, reproduci- mos diez de las 83 novelas: En el sitio hp://www.lashistorias.com.mx/ pue- des descargar 83 novelas en formato PDF, Epub (para la mayoría de los lectores de libros electró- nicos) y Mobi (para Kindle). La paralizante timidez de la infancia y ado- lescencia de alguien que crece creyéndose fea sin realmente serlo, convertida, casi a la mitad de la treintena, en una especie de recelo ante cualquier gesto de ternura

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guardagujas veintidos (27) marzo 2011 suplemento de La Jornada Aguascalientes

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http://lja.mx/guardagujas marzo 2011/n° 22

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Con la premisa de que Los mundos narra-dos son pequeñísimos en la página pero se amplifican en la imaginación, Alberto

Chimal presenta 83 novelas.Historias, cuentos, viñetas, retratos, miradas,

esbozos, ensayos, ráfagas… Los textos que inte-gran este libro se cobijan a la sombra del térmi-no “novelas”, explica Chimal que no lo son en el sentido convencional, ya que los textos reunidos en este libro comparten la característica de no rebasar las seis líneas, cada uno de estos mundos no requiere más que unos cuantos renglones para construir una conversación con el lector, la des-cripción de un universo posible. En las cinco sec-ciones de 83 novelas [Muchedumbre (1), Libros, Muchedumbre (2), Aventuras y Muchedumbre (3)], bajo el pretexto de que el significado original de la palabra “novella” era: nota pequeña, aviso breve, Alberto Chimal despliega la inteligencia de la economía, la malicia narradora de la brevedad.

Otra peculiaridad de este libro es que el tiraje im-preso de es de 150 ejemplares, una edición al cui-dado de Raúl Berea y Erika Mergruen (de la edito-rial La Guillotina, un proyecto de libros libres), 83 novelas no se venderá, es más un libro para descar-garse, totalmente gratis, a través de la red.

En su blog (lashistorias.com.mx) Alberto Chi-mal explica: “Algo que no dice el prólogo, porque no hace falta: todos los textos del libro fueron escritos y publicadas inicialmente en Twitter. Entonces aparecieron entre muchas otras no-tas, por igual intentos de cuento que enlaces o conversaciones, y fueron leídas por quien seguía mi cuenta y estaba en línea cuando las fui publi-cando, lo que sucedió a lo largo de varios meses del año pasado. Esta experiencia de publicación y lectura inicial sirvió para lo que hice después: reunir los textos que querían ser historias, revi-sarlos, desechar casi todos, ordenar los que que-daron para crear el libro. La experiencia inicial es irrepetible, y no se queda en los textos en sí: éstos pasan del espacio en movimiento y fugaz de Twitter a asentarse en otros, y buscan ser leí-dos como historias a secas, y no como historias hechas de tal modo o concebidas en tal lugar.

“En estos días que se discute la escritura en Twitter, algunas personas desprecian todo lo que se escribe allá comparándolo con lo que pueden hallar en un libro impreso. La comparación me parece injusta porque ninguna cuenta de Twitter es una obra “terminada” en el sentido tradicional: por el contrario, es un espacio virtual que puede servir como laboratorio de escritura literaria (y esto, en todo caso, no es siquiera una obligación impuesta por el medio sino una elección). Twitter sirve para intentar y equivocarse, para lanzar ver-siones diversas de una idea o argumento a posibles lectores, para interactuar con ellos y modificar o añadir o descartar. Y si bien un texto siempre tiene una relación con su contexto, y con su medio, creo que esa relación puede modificarse: que la escri-tura –que ciertas escrituras– pueden pasar de un medio a otro y continuar leyéndose. 83 novelas, como otros libros que sin duda habrá o incluso hay ya por allí, intenta ser una prueba de eso”.

Antropología 1Los miembros de la meta-secta se afi-liaban a todas las otras iglesias y cada semana se reunían a comparar notas, dioses, ritos.

SuicidioComo el universo se repite, le bastó esperar la eternidad menos unos años para impedir aquel coito de sus pa-dres.

La pruebaEsperó un segundo con los ojos cerra-dos. Los abrió: como todas las veces anteriores, el mundo volvió a existir instantáneamente.

Vida realLas malas historias salen de la oficina, comen, regresan. Se consuelan: pien-san que un solo dios debe ser el culpa-ble de todas.

PathosEn el instante en que la aplastan, la mosca acaba de dar con las palabras justas para contar la belleza y la trage-dia de su vida.

BrutalidadCon el corazón en la boca vio llegar a la policía. Se salvó porque hizo un es-fuerzo y se lo tragó entero.

SorpresaEl náufrago metió el mensaje en la bo-tella. Luego no pudo sacar la mano.

CrónicaDando vuelta en una esquina, apenas, una mujer me miró con asombro. No sé cómo, supe: había visto en mi cara los rasgos de un muerto suyo.

Espiritual 13La Virgen del Completo inunda de tal amor las casas, las iglesias y los cora-zones que ya nada más puede entrar en ellos, nunca.

Espiritual 15La Virgen de los Locos revela secretos inútiles, como el número en el catálo-go Pantone del color del cielo en un día de 1825. O la hora de tu muerte.

alberto chimal: 83 novelasDel experimento de Alberto Chimal, reproduci-mos diez de las 83 novelas:

En el sitio http://www.lashistorias.com.mx/ pue-des descargar 83 novelas en formato PDF, Epub (para la mayoría de los lectores de libros electró-nicos) y Mobi (para Kindle).

La paralizante timidez de la infancia y ado-lescencia de alguien que crece creyéndose fea sin realmente serlo, convertida, casi a la mitad de la treintena, en una especie de recelo ante cualquier gesto de ternura

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Victoria conoce a Alberto en una exposición. A ella los cuadros no le gustan, pero finge que sí mientras habla con él, porque piensa, viéndolo tan atento a una tedio-

sa y excesivamente cara serie de lienzos, que le gustan. Él le confesará mucho después, otra noche, ya cerca de su boda, que en realidad tampoco le gustaban para nada, de hecho le parecían atrocidades, pero fingió estar absorto en ellos, para no tener que tartamudear, todo él nervioso, al hablarle mirán-dola de frente. Al saber la verdad, ambos se ríen muchísimo.

Casados, dijeron, vamos a ser muy felices. De verdad así lo creen, por eso ella acepta su proposición casi de inmediato. A Victoria le gusta Alberto, alto, más bien flaco, con bigote deci-monónico y ojos enfáticos tras las gafas de pasta. A él le gusta ella, trigueña, pálida y temblorosa. La paralizante timidez de la infancia y adolescencia de alguien que crece creyéndose fea sin realmente serlo, convertida, casi a la mitad de la treinte-na, en una especie de recelo ante cualquier gesto de ternura, como tomarla de la mano a la salida del cine, o apartar un me-chón de cabello de sus ojos: ¿Eres tú? ¿Vas a quererme tú?

Hubo largas conversaciones, desde esa noche en la galería hasta la víspera de la boda. Victoria al desnudo en distintas etapas, un egotismo que a Alberto no le resultó abrumador ni molesto; revela las complejas capas dérmicas de la fami-lia de la que proviene. A Nicolás siempre lo quisieron más, dice, estoy segura. Es el mayor, el primogénito. Mi madre siempre lo prefirió a él. De mi papá no me acuerdo, murió cuando yo era niña, pero ahora que lo pienso, a lo mejor también lo habría preferido, ¿entiendes lo que te digo? Al-berto asiente, comprensivo; la generación de sus padres inevitablemente hace diferencias entre sus hijos mientras crecen, de ninguna manera acepta el concepto “moderno” del amor incondicional y por lo mismo, para obtener lo que desean, juegan a los favoritismos, es una parte integral de lo que son. Yo no haré diferencias entre mis hijos, dice Victoria con rastros de ese ancestral encono prendido con pinzas en su voz, como mi mamá con Nicolás y conmigo. Alberto asiente, le frota la espalda, se duerme con ella.

Alejandra, la mujer de Nicolás, está embarazada de nuevo. Es el tercero, ya. Tienen una parejita menor a los cuatro años, ambos tan bonitos como ella, tan desenvueltos y simpáticos como el papá. Nicolás es un padre orgulloso, su madre es una abuela orgullosa. Victoria es la tía que los adora aunque les tiene muy escasa paciencia (son tan necios como Nicolás, ar-

helenamiguel cane

gumenta, si no ganan, empatan); en pruebas para el vestido de novia, resiente que sólo se hable de la preñez de su fértil cu-ñada. Trata de mantener la postura, y la cordura, mientras su madre muestra numerosas fotografías que lleva en el bolso a la costurera, que se distrae, hace los “huy” y “ay” de rigor, elogia a los polluelos de Nicolás profusamente, mientras la abuelita irradia carisma y elación. Si pudiera, le dice a Alberto otro día, mi madre llevaría a los hijos de mi hermano colgados de la muñeca como adornos de una puta pulsera.

Mamá, dice Victoria mientras pasa las páginas de viejos álbumes fotográficos, donde la infancia feliz de Nicolás está documentada con mimo, tú a mí no me quieres. Ay, hija de mi vida, la madre, con una pulsera que tintinea en su muñe-ca izquierda, en ella engarzados en oro los primeros dien-tes de Nicolás y sus hijos, se palpa el cabello más o menos corto, funcional y cano, de señora-de-cierta-edad, rol que ha ejercido con ostentosa eficiencia por más de dos décadas. Tú siempre estás enojada sin razón. Claro que te quiero. ¿Cómo no te voy a querer, si eres mi hija? La otra inhala, exhala, ¿por qué, entonces, sólo hay fotos de Nicolás? Mira, mira. Nicolás de pirata, Nicolás de pastorcito en la fiesta de su escuela, Ni-colás en su bicicleta, Nicolás en la playa, Nicolás, Ni-co-lás. ¿Y yo, mamá? ¿Y yo? La madre mira al cielo, hace un gesto que ruega por paciencia como regalo divino, Victoria la ha visto hacerlo tantas veces antes, que cree que ya es un reflejo. Claro que hay fotografías tuyas, Victoria. ¡Las cosas que di-ces! Mira, ahí estás, ¿lo ves? Una niña que no sonríe, de ojos graves, recelosa ya desde los ocho años, de que su amor es de segunda, vale menos que el del niño con capa de Batman a su lado. Ni siquiera el baño de purpurina en su diadema de Mujer Maravilla ilumina el rostro que en viejo papel Kodak está por desvanecerse. ¿Cómo no voy a quererte, repite, si soy tu madre? Por el amor de Dios, Victoria, hazme caso, no hay una madre en el mundo que no quiera a sus hijos.

Le relata esto a Alberto por la noche, en la cama, mientras él le acaricia no las manos ni la espalda sino los muslos en ángu-lo, esta semana ovula, llevan la cuenta. Yo no voy a ser como ella, te lo juro, Alberto. Él vacila, no recuerda una infancia que fuera decepcionante, sus padres son tótems buenos en una ciudad de provincias y fueron considerados con él mientras crecía. Claro, la diferencia radica en que no tiene hermanos y fue un hijo tardío; eso explica por qué a veces le parecen un tanto descabellados estos brotes de amargura largamente

Oyó crujir la madera en el piso y las paredes. Dio un brinco de la cama y corrió en busca de su perro antes que cayera el librero so-

bre la mesa. Las lámparas danzaban en el techo, todo comenzó a dar vueltas y los cuadros se rompieron al caer al igual que los adornos. Era de madrugada, las voces de los vecinos la consternaron. Corrían por los pasillos, bajaban las escaleras. Actuó lo más rápido que pudo, tomó a su perro en los brazos y bajo con su padre. A cada paso sentía las escaleras derribarse. Desde las ventanas del quinto piso observó los pos-tes de luz moverse y algunas personas en la calle. La colonia del valle se convertía en un círculo infinito de llanto y terror. Las alarmas de los autos sincroni-zaron el escenario, así mismo la alarma del centro co-mercial escandalosa, hizo llorar a los niños.

Dijo que las vecinas se atropellaban entre ellas al bajar. Todo seguían moviéndose y las paredes ame-nazaban con ser verticales. Al llegar al segundo piso se fue la luz. Los gritos aumentaron y el perro se asus-tó, lo abrazó más fuerte. Los vecinos que iban tras de ellos entraron en un pánico tal que la señora del se-tecientos cuatro se desmayó. Los barandales seguían oscilando. A la salir miró hacia arriba, el movimiento de los árboles la marearon así como la tierra. Todo giraba, las voces se difuminaban con el sonido de las alarmas y un radio mal ecualizado. Ella dijo que vio luces por todas partes, que la gente se hacía cada vez más grande y lejana. El perro inquieto brincó de sus brazos y corrió asustado a la avenida. Fue tras él, el pavimento ondulaba bajo sus pies, tropezó. Llamó a su perro pero esté no escuchó. Al llegar a Félix Cue-vas una camioneta roja lo atropelló. Al mismo tiem-

kiyauitlludim cervantes

po que gritó la tierra dejó de moverse. La camione-ta se detuvo delante del cuerpo del cocker spaniel. Kiyauitl se acercó y buscó alguna herida, en vez de ello encontró que de su estómago salían lunetas, co-laciones, dulces por montón. Algunas personas se acercaron asombradas a tomar alguno. Ella los aleja-ba como podía, luchaba con las niñas del doscientos cuatro aferradas a querer llevarse gomitas agridulces. Aventó al fastidioso y obeso niño del cuatrocientos cuatro. El perro tenía la mirada fija en Kiyauitl. Las alarmas dejaron de sonar y amaneció. Todos regresa-ron a sus casas. Ella no, se quedó esperando a que ce-rrara la herida de su perro. También me dijo que fue un sábado a las tres de la mañana. Estaba llorando cuando me contó, le dije que no pasaba nada, y que a ningún perro le salían dulces de la panza. Estaba llo-rando por qué escuchó en la televisión que las lluvias atraen los temblores y se sentía culpable porque llo-vía todos los días. En dado caso no era su culpa, si no de su abuela que le metió ideas en la cabeza. Como sea, ella sigue teniendo miedo, luego se comporta como niña y me fastidia. No sé si casarme con una mujer o tengo que cuidar a una hija, es completamen-te dependiente e infantil, no sé por qué la quiero. La mayor parte del tiempo es excéntrica y dice que habla con la luna, es bastante seria y casi no come.

Lo que yo crea no importa, siempre ha sido rara, te cuento esto por qué ya no sé qué hacer. Sigue dicien-

do que todo se nos va a venir abajo, que moriremos aplastados por un árbol o el departamento de arri-ba. Qué tenemos que creerle a su abuela; una vieja loca. Puedes creer, un día me dijo que eran brujas, que sus ancestros eran del imperio azteca y no sé que más pendejadas. Qué las runas y sus caracoles no mentían, que cuando Kiyauitl llora nace una tor-menta. Sus ancestros le dijeron que nos espera una catástrofe mayor a la del ochenta y cinco y debíamos prepáranos. Antes di que no me habló de sacrificios humanos, me hubiera largado. De cualquier manera hoy tampoco tengo ganas de verla, debe estar echa un mar de llanto a estas horas. Ve ya está lloviendo de nuevo. No importa si mañana llegó y le explicó que me quede contigo, ella pensará que me fui con otra mujer. Mejor será dormir temprano, mañana tengo mucho trabajo y el transito se pone pesado.

Pese a qué estoy consciente que no es más que una estupidez no puedo dejar de imaginarme como debe de estar. En su cama, hecha un bollo con el pe-rro a lado, maldiciéndome por no verme. Cuando ya estaba adentrándome en el sueño, subió mi gato al pecho y empezó a maullar. Lo ignoré y me di la vuelta. Insistió y quería meterse entre las sábanas. A falta de ganas y mucho sueño deje que se acurrucara entre mis brazos. Al cerrar los ojos, vi la imagen de Kiyauitl mirándome. Trate de dormir.

El gato brincó de la cama. Oí crujir la madera y las paredes. Los libros cayeron al piso, el este-reo y la televisión sacaron chispas. Logré escu-char algunos gritos. Las paredes se vinieron aba-jo, abracé al gato mientras sentía como el piso se hundía bajo mis pies.

Para Ix

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contenida en su mujer. No habla, mientras Victoria concluye su reclamación, suspira y extiende su ca-bello oscuro sobre la almohada; como un tren, que pasa en la distancia, lo oye venir.

Cuando Alejandra termina de servir el pastel del primer cumpleaños de su tercer hijo, anuncia con voz dulcítona que está embarazada de nuevo. Yo soy la sierva del Señor, dice, hágase en mí su volun-tad. Victoria, con un bocado de panqué esponjoso y merengue atorado en las mandíbulas discreta-mente trabadas la escucha. Rápidamente la suegra hace una auténtica fiesta del comentario e insiste en que ya no haga nada más, ella y Victoria – toda-vía con el pastel ahogándola, suavecito- se ocupa-rán de atender a los invitados, repartir las golosi-nas, recoger una inmensa pila de platos de cartón, lidiarán con las fieras y las devolverán agotadas a sus madres al final del convivio; ostensiblemente sonrojada por tanta alharaca pero feliz como su es-tado indica, Alejandra vuelve grácil a su pedestal como gentil diosa de la procreación con antepasa-dos nórdicos (secretamente, Victoria sospecha que a su madre le encanta la sola idea de tener nietos rubilindos y ojiazules), mientras que su cuñada siente cómo repatean frenéticos en su interior, para escapar de la constricción impuesta por las buenas maneras, la envidia, el resentimiento y la desazón. Alberto la mira de lejos, mientras juega con los so-brinos y advierte que algo pasa, cuando ve cómo su mujer aprieta los labios, casi sin darse cuenta.

El doctor sonríe paternal y asegura que tanto Victoria como Alberto son perfectamente fértiles, que no hay motivo alguno al menos de orden bio-lógico para que no puedan quedar embarazados, como se ha puesto de moda decir, así, en plural, aunque sea la mujer la que manifiesta en su cuer-po modificado el avance de la gestación. Será cosa de que se relajen, sugiere el médico, un obstetra mayor, muy célebre en su profesión, con aspecto confiable, barba blanca y voz engolada, que si bien se dirige a ambos, enfatiza con los ojos a Victoria, que lleva rato estrujándose las manos en su rega-zo. Dejen de llevar cuentas, de marcar fechas en el calendario. Eso no los hará concebir más rápido, muchachos. Mejor vayan de vacaciones a alguna playa o a alguna montaña y descansen. Dejen que este sea un proceso más natural. El bebé llegará en su momento. Alberto asiente, él lleva algún tiempo pensando lo mismo, pero tal vez si lo oye de boca del ginecólogo más prestigiado de la ciu-dad, ella haga caso. Piensa que podrían ir a algún lugar tranquilo, tomarse la proverbial luna de miel que llevan un par de años postergando. Lo plantea cuando están solos en casa y Victoria, de-jándolo mudo, accede, baja la guardia, ni siquiera pone su trabajo como una excusa para no tomarse esos días que sugiere. Sí, vámonos. Alejandra sale de cuentas entre el veinte y el veintitrés. No quie-ro estar aquí cuando suceda.

Nicolás y Alejandra tienen una hija recién nacida y por supuesto, la abuela se vuelca en ella como en los otros tres hermanitos. Victoria finge ser repenti-namente ciega, sorda, muda y estúpida cada vez que su madre llama y los menciona. No es culpa de los niños, se dice a sí misma, esforzándose por resultar convincente cuando lo hace; ni siquiera se atreve a decírselo a Alberto, que no vacilaría en señalarle lo idiota de tenerle celos a sus sobrinos. Tampoco, la verdad sea dicha, es culpa de Alejandra, que genui-namente es afectuosa con ella y ha tratado de mil maneras, de apoyarla en lo que llama “la búsque-da del bebé”. Alejandra es, por donde se vea, una buena persona, y es horrendo de mi parte desear verla recoger sus dientes con dedos rotos cada vez que empieza con sus rollos dizque optimistas para embarazarte. Pero no puedo evitarlo. No es culpa de Nicolás tampoco, si toda la vida ha sido así. La

culpa de todo es de la arpía esa. No la llames así, no seas cruel, dice Alberto mientras busca un sitio donde aparcar el coche y Victoria algún pretexto para escabullirse, pese a ya estar ahí, de comer una paella de domingo en casa de su madre. Pero no, es cierto, él tiene razón, tampoco es su culpa. Victoria sólo quiere, quiere, quiere, ay cómo quiere, no pien-sa en otra cosa que no sea tener un hijo y el que no suceda, finalmente no es culpa de nadie.

La niña aparecida en el sueño se llama Helena. Eso y su rostro, es lo más vívido que Victoria re-cuerda al despertarse, con la certeza de que ha sido más real que cualquier cosa experimentada en cualquier momento de vigilia, más real, inclu-so, que los casi imperceptibles surcos que deja la almohada en su piel. Helena. Alberto la escucha, por primera vez entusiasmada con algo en los años que llevan juntos. Le habla de un sendero que se bifurca en un jardín, un lugar donde yo ya estuve aunque no recuerdo dónde es; vamos juntas de la mano y ella me dice su nombre: Helena. Alberto le besa la mano, mientras Victoria describe los ojos de la niña soñada, castaños y grandes, su sonri-sa, tiene los dientes como los tuyos, los grandes del frente, ¿sí sabes cómo?, y su mano en la mía, pude sentirla. Es nuestra hija, así va a ser. Alberto asiente, claro que sí. Helena, el rostro por el que zarparán mil naves en pos de un óvulo perentorio y perezoso, que tal vez ahora, con esa certeza, se deje capturar y convertir en la pequeña con la que su futura madre habló una vez en un sueño.

Nada de sonogramas ni ecografías, amniocen-tésis, ni cosas de esas. Si antes los niños se espera-ban de una manera tradicional, eso es lo que Vic-toria quiere, específicamente. Un embarazo a la antigua. El médico, aunque algo sorprendido por esta idea, no duda en acceder a su deseo, tras aus-cultarla y escuchar el latido de un corazón donde debe ser, no encuentra motivo para sospechar de problemas: desde su detección, en lo que él calcu-la sería la tercera o cuarta semana desde el primer retraso Victoria es una mujer encinta de lo más ordinario: mareos y ascos matutinos, algunos antojos no muy excéntricos (paletas heladas de limón y grosella), aumento gradual de peso, aver-sión a la sal. No quiere, dice, no necesita averiguar el sexo del bebé de antemano. Sabe que va a tener una niña, Alberto coincide con ella en todo, para el galeno es una actitud tan descabellada como encantadora, son primerizos, y ambos parecen te-ner una idea clara y perfecta del producto a llegar, en una fecha que calculan, será a principios de ju-nio. Parto natural, sin raquea, ni cesárea, la joven madre dice que no quiere perderse de nada.

Alejandra, que se halla en el sexto mes de gesta-ción de lo que será su quinto hijo con Nicolás, será un niño, se muestra instantáneamente solidaria y afectuosa con ella, ahora son hermanas en la mis-ma orden, la de la maternidad perpetua y su madre demuestra su aprobación. Ya era hora, hija; Victo-ria, por primera vez en toda su vida, se siente real-mente feliz, más aún que en aquél tiempo, cuando aceptó casarse con Alberto. Esta es la verdadera dicha en el porvenir, supone, mientras se apunta en las clases del método Lamaze que ha recomendado su cuñada, veterana en estos menesteres y ahora convertida en benévola gurú. Alberto, por su par-te, nota un cambio en la dinámica entre Victoria y su madre: los recelos y rabietas habituales des-aparecen, para dar paso a un endeble dètente entre ambas. Incluso, la madre ha encontrado razón para regañar y/o criticar a Nicolás, ostensiblemente su preferido, en presencia de Victoria, algo antaño inaudito: ¿no puedes hacer algo para controlar a tus fieras, Nicolás? ¡Estos niños están muy mal-criados!, mientras recoge los fragmentos de una bombonera de cristal cortado y otro día, sotto voce:

¡Dios nos valga, el quinto! Tu hermano se casó con una coneja. Basta con mirarla para dejarla cargada. Victoria no habla, sólo sonríe y oprime la mano de su marido al estar acostados el uno junto al otro por las noches, mientras dentro Helena crece y ella come natillas con galleta María, lee libros sobre el embarazo y cómo criar al bebé durante el primer año de vida y trata de soñar de nuevo con la radian-te sonrisa de su hija. Esta es la dicha.

El día llega abrupto, antes de la fecha estipulada. Tranquilos, dice el doctor, la mayor parte de las madres primerizas se adelanta algunos días. No pasa nada, de veras-, con una fuente rota, zapatos mojados y contracciones cada diez minutos, luego cada siete y luego, cinco. Alberto conduce con mu-cho cuidado (esto lo hemos ensayado antes, no nos va a sorprender, yo no me pongo nervioso) hasta la clínica, ultramoderna y de última, donde aguardan médico y equipo. La recomendaron Nicolás y Ale-jandra, ahí han nacido sus hijos, cinco, sanos, per-fectos, bellísimos. La habitación, soleada y amplia, se llenará de flores – amigos, familiares, personal de la revista, colegas de Alberto- y es ahí donde vienen las enfermeras, inmaculadas, sonrientes a ayudarla a pasar a una camilla con ruedas; la sala de partos está en el mismo piso, todo esterilizado y listo para el alumbramiento. Helena está por llegar, anuncia-da por un intenso dolor en el área pélvica, un es-pasmo que, pese a haber leído extensamente sobre él, e incluso anticiparlo, sacude a Victoria con un horror inesperado, ¿qué pasa, qué me pasa? ¿Le va a pasar algo a Helena? Calma, calma, el médico fija sus ojos en los suyos, mientras le separa las rodi-llas con firmeza ¿hiciste ejercicios de respiración? Este es el momento para que ¡No puedo, no pue-do, Alberto, sabes que no puedo! ¡No dejes que le pase nada al bebé! Él dice algo para reconfortarla, pero Victoria no oye; el dolor pasa de estar dentro de ella, a ser un tsunami que la traga por completo: al cabo de casi hora y media de empujar, dolor es el tiempo detenido, la luz blanca de neón, los enor-mes ojos de las enfermeras, la mano de Alberto en la suya, su alarido agudo y taladrante en pulmones y garganta, la aguja que se acerca a su antebrazo, el mundo entero.

Luz. Techo blanco. Entre las piernas, sensación de ardor. Hay flores, muchas flores. Volver es como flotar desde el fondo de una piscina a una superfi-cie distorsionada. Tiempo dislocado, la boca reseca, como tras una cena de cenizas ¿Helena? Murmura el nombre, pero no lo dice, ve a su madre, cariátide en un sillón cerca de la puerta, de perfil, inmóvil. Al-berto en pie junto a la cama, el rostro desencajado, mirada esquiva. No. El médico junto a él, con una expresión que Victoria nunca ha visto en otra per-sona, nunca antes. ¿Qué pasa, qué es? Los ve que intercambian miradas, algo quieren decirle, aunque parecen no saber cómo, ¿Dónde está mi bebé? Se apartan de la cama ¿Helena?, le muestran algo que parece una cuna, con un domo transparente; el mé-dico dice algo que no alcanza a oír y Alberto, como su madre, ahora mira hacia otra parte. Ella pone sus pies en el suelo, hace tierra, da pasos torpes hacia las paredes de acrílico de la cuna. No se oye ruido algu-no, como si sobre la habitación cayera una campana de cristal mientras Victoria, madre perpleja, extien-de sus manos, sus dedos, para acariciar suave, tier-namente, el cascarón cuajado de piedras preciosas del enorme y hermoso huevo que acaba de parir.

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[email protected]: edilberto aldán / joel grijalva

la deliciosa indigencia

Hoy es la segunda noche, y no pasó nada. Aunque en realidad, han sido todas las noches desde hace buen tiempo. Prác-

ticamente todas las noches llega. Pero no estoy seguro. Me refiero al señor.

Un señor que esculca las bolsas de basura. Anoche lo vi. Vergonzosamente, lo confundí

con un perro; salí de la casa y escuché detrás de las columnitas que cercan la entrada de la casa que alguien hurgaba entre las bolsas. El sonido daba a entender que se trataba de un perro. Chisto con los dientes para espantarlo, y cuando me dirijo al carro para salir, veo que se trataba de un hombre.

Muy probablemente de mi edad. Una vida com-pletamente distinta a la mía. Ni mejor, ni peor, dis-tinta, con las obvias, abrumadoras y siempre des-esperantemente injustas diferencias económicas. Una persona de mi edad estaba de cuclillas frente a un grupo de bolsas abiertas. Hurgaba. Buscaba.

Con toda la frialdad del mundo puedo decir que todos realizamos ese acto. Buscar. Desde las pala-bras que podrán darle sentido a esto que escribo, hasta el amor de nuestras vidas, hasta la madre o el padre perdidos, hasta la cantidad suficiente de dinero como para salir de vacaciones o sentir-se realmente rico y vivir en la opulencia, hasta el espíritu que divaga en nuestro interior, hasta la creencia en un más allá, hasta las respuestas que profieren sentido a la vida, el universo, el todo, lo que hacemos es buscar. Algunos buscan con ma-yor holgura, facilidad, pero sobre todo, tranquili-dad. La tranquilidad de que lo que buscas no sur-ge de un impulso por sobrevivir, sino del simple hecho de que provienes de una condición social que te permite el lujo del ocio. El ocio de buscar.

Los demás, como este señor, buscan para sub-sistir. Para que el día de mañana tenga algo qué comer. No sé qué tan difícil sea la vida de este se-ñor. Sé que es más difícil que la mía, mucho más

difícil, mucho más reveladora de la injusticia social que mi condición, misma que, obviamente, lo que menos revela es una injusticia social. Pero lo que sí sé es que este señor tuvo que recurrir a una labor considerada humillante. Pero creo que para él to-dos los días son días normales, de trabajo. Norma-les para él, como son normales mis días de trabajo, y los de la señora que se levanta a las cinco de la mañana a preparar los tacos de guisado que vende-rá toda la mañana, desde el joven que estudia por las noches y por las mañanas atiende una tienda de autoservicio, desde el narcotraficante que despier-ta para lidiar –de las maneras tan dramáticas o es-pectaculares como queramos imaginar—con los pendientes del día, desde el político, el académico izquierdoso renegado con una columna en un pe-riódico de poca circulación, desde el carpintero, el talabartero, y así sucesivamente. El día de este indigente es el día normal de su vida. Sin embargo, desde nuestro punto de vista, trabaja en algo que no consideramos digno. Consideramos que esta persona llegó hasta abajo, “tocó fondo”. Está en la ruina. Volteamos la cara cuando presenciamos algo así. O nos indignamos como buenos imbéci-les e incluso criticamos la condición de aquellos que tienen que pedir dinero en la calle para comer. Desconfiamos de sus discursos y les llamamos artimañas. Las usan para convencernos, apelar a nuestra buena conciencia, con un relato fantásti-co pero realista, para que nosotros aflojemos unas cuantas monedas.

Hacemos lo mismo, nosotros, los que no tene-mos que recurrir a buscar cosas de valor en una bolsa de basura para vivir. Puedo decir con toda la seguridad del mundo que ninguna de estas per-sonas, indigentes, “personas en situación de calle” tendrá la oportunidad de leer este texto. Y aunque podría dirigírselo a ellos, es demasiado poco pro-bable que estas personas tengan el interés por al-

guien que se interesó en sus vidas, en sus circuns-tancias, y que no pretende señalar con el dedo de la moral o la injusticia social o la actitud reaccionaria absolutamente nada de lo que concierne a sus vi-das. Simplemente pienso en ellos. Porque muchos, muchos de ellos, forman parte de mi vida.

Este señor busca basura que puede adquirir valor.

Visto de otro modo, busca valores. Esto es, objetos que pueda intercambiar, que posean el valor suficiente como para ser intercambiados por dinero.

Creo que tiene un sistema. Anoche que lo vi me di cuenta que dura prácticamente toda la noche haciendo eso. Se estaciona en cada montoncito de la basura que todos los vecinos de la calle tiramos (como si fuera el reducto de todo un archivo de desechos que fuimos acumulando-desacumulan-do con el paso de los días). Se pone de rodillas y abre las bolsas, mete las manos en la basura, probablemente ahí un pañal, probablemente acá orillas de pizzas, condones usados, cajas de medi-cina, comida echada a perder, sobras, envolturas y muchas, muchas botellas y latas.

Probablemente, el que busca en los escombros de mi basura tiene la intención de encontrarse con latas. Aluminio para canjear. Quizá sea otro tipo de valores. Porque en la basura, incluso, en-contramos cosas de valor.

Desarrolla un sistema que religiosamente si-gue todas las semanas, para acumular los valores que nosotros desacumulamos. Dejamos de lado, o quizá se debe a que no exprimimos todo el va-lor que tienen. Malgastamos lo que gastamos: signo de los tiempos. Acumulamos cantidades enormes de basura al año, y estas pasan por un filtro que se dedica a recuperar el resto de valor que tienen las cosas que tiramos.

Es que a veces me encontraba con que los pe-rros hurgaban en la basura. Por eso confundí a este señor con un perro.

Este señor no es un perro. No es ni más ni me-nos que cualquier otro ser humano, aunque sí me gustaría vivir en un mundo donde las perso-nas no tienen que buscar sustento en el desecho de los otros. Además, pienso esto: si este señor viniera de una condición económica mejor, pro-bablemente estaría resolviendo problemas com-plejos en una empresa. Implementando sistemas para mejorar la productividad o reducir los cos-tos a partir del aprovechamiento de los recursos. ¿Se fijan cómo funcionan las cosas?