guardagujas 40

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Que para qué una cama sin oficio, sin hombre, sin labios. uarda ujas g g http://lja.mx/guardagujas diciembre 2011, n° 40 A noche, los perros del terreno que está junto a mi casa, ladraban y corrían des- esperados. Estaba en mi oficina con la luz prendida, fumando un cigarrillo de madrugada que solo puede disfrutarse después de varios meses de abandonar el vicio. Apagué la luz. Traté de enfocar la mirada. Era imposible. So- lamente podía escuchar a los perros, a las cabras y a la vaca, en una alharaca imposible de descifrar en la oscu- ridad. Los escuché un rato más, hasta que se consumió el cigarrillo y otro más. ¿Qué habría pasado? Hace unas semanas castraron a mi perra. Mi esposa me platicó el encuentro con la veterinaria: Me ense- ñaron el útero y los ovarios, parecían pequeñas cani- cas. Me platicó dónde crecían los perritos y luego me enseñó como debían navegar en el interior de Nico. No importa… pues ya está hecho. Ahora debemos darle estas medicinas durante ocho días y evitar que suba, baje, salte, se pare en dos patas, se coma los mue- bles. Paseos nada más afuera del fraccionamiento. Me recomendaron cinco minutos cada dos horas. Para su- birla tenemos que cargarla. La mañana siguiente a la pelea nocturna e invisible de los perros, me asomé por la ventana para mirar el terreno vecino y descubrí que un cachorro mordis- queaba la carne de un cadáver. Le tomé una fotogra- fía. ¿Estaba comiéndose a una de las cabras? No, lo dudaba. De ser una de las cabras los dueños habrían sacrificado a los perros. El perrito mordisqueaba in- tensamente. ¿Y si era un hombre? ¿Un estudiante per- dido en la mala borrachera del domingo? No, no eran ropas lo que mordisqueaba. Era piel. El cadáver estaba pintado de un rojo opaco y todavía tenía carne. Bajé a desayunar. Los días después de la operación de Nico, he teni- do que cargar por momentos el equivalente al peso de un garrafón de agua. Quisiera que eso se tradujera en ejercicio pero la verdad, cargarla es tan breve, que no cuenta. Si Nico quiere subirse al sillón, debo detenerla y subirla en brazos. Si quiero entrar a mi oficina a tra- bajar, tengo que subir las escaleras con ella al segundo piso. Si tengo que bajar a comer, a desayunar, a recibir al cartero, tengo que bajar con ella en brazos. Aunque tiene el espíritu de un cachorro, su cuerpo está defini- tivamente cansado porque duerme durante horas, en- roscada en sí misma, consciente de la necesidad de que su cuerpo se recupere. No siempre puedo detenerla. Es tan rápida y tan tramposa que sube y baja del sillón re- pentinamente, como un accidente travieso. Entonces la saco a ciertas horas del día al jardín, ha mordisqueado a un joven limón que no estoy seguro pueda sobrevivir a la convalecencia de un cachorro. Mientras cargo a mi perra convaleciente, a Nico, miro por la ventana cómo un perro adulto termina con los restos del cadáver. Busca carne en el hocico. Entonces me doy cuenta de las dimensiones. No es tan grande el cadáver. Es un perro comiéndose a otro perro. Anoche, probablemente, un perro hambriento entró al terreno en búsqueda de una jugosa vaca y los perros hicieron lo que debían hacer: proteger su territorio, proteger a los otros animales de sus dueños, matar al intruso. Luego miro a los ojos a mi perra, que está en mis brazos y hago una mueca. Le pregunto: ¿Tú me vas a proteger si entran otros perros a comerse nuestra comida? La perra parpadea y bosteza. Qué comodidad. Escribir un texto parece, a veces, como tratar con los perros. Hay textos como animales, que están ahí para proteger a nuestras vacas, nuestras cabras y nues- tros sembradíos metafísicos. La jauría de textos se re- produce y nacen los cachorros. El texto nos acompaña durante varios años, unos doce o quince, depende de la raza. Cuando son jóvenes, ladran por nuestra aten- ción y juegan, dan vueltas, desentierran los cadáveres del jardín, se roban los huesos y los esconden bajo un pequeño limonero. Cuando envejecen duermen en nuestros sillones, en la entrada de nuestra casa, en los tapetes y si salimos a caminar, nos acompañan silen- ciosamente mientras olisquean la mierda de otros tex- tos. Los textos atacan a los textos ajenos qué, como un intruso hambriento, buscan un alimento espiritual. Los textos aburridos acaban con la casa. Cuando los textos enferman, entonces los llevamos cargando en los brazos y no podemos alebrestarlos por- que puede que rompan sus cuerpos en un descuido. Los textos enfermos bostezan, se enroscan y duermen aún cuando no les importa si nosotros no podemos de- jarlos. Abren medianamente los ojos para vernos cami- nar y fumar, mientras esperamos a que sanen para que puedan acompañarnos en las caminatas de tedio y ejer- cicio. Esperamos su compañía para seguir lentamente al final, después de varios años, de nuestra vida juntos. Escribir un texto como cuidar a un perro herido

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guardagujas cuarenta suplemento de La Jornada Aguascalientes (11) diciembre 2011

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Que para qué una cama sin oficio, sin hombre, sin labios.

uarda ujasg ghttp://lja.mx/guardagujas

diciembre 2011, n° 40

Anoche, los perros del terreno que está junto a mi casa, ladraban y corrían des-esperados. Estaba en mi oficina con la luz prendida, fumando un cigarrillo de madrugada que solo puede disfrutarse

después de varios meses de abandonar el vicio. Apagué la luz. Traté de enfocar la mirada. Era imposible. So-lamente podía escuchar a los perros, a las cabras y a la vaca, en una alharaca imposible de descifrar en la oscu-ridad. Los escuché un rato más, hasta que se consumió el cigarrillo y otro más. ¿Qué habría pasado?

Hace unas semanas castraron a mi perra. Mi esposa me platicó el encuentro con la veterinaria: Me ense-ñaron el útero y los ovarios, parecían pequeñas cani-cas. Me platicó dónde crecían los perritos y luego me enseñó como debían navegar en el interior de Nico. No importa… pues ya está hecho. Ahora debemos darle estas medicinas durante ocho días y evitar que suba, baje, salte, se pare en dos patas, se coma los mue-bles. Paseos nada más afuera del fraccionamiento. Me recomendaron cinco minutos cada dos horas. Para su-birla tenemos que cargarla.

La mañana siguiente a la pelea nocturna e invisible de los perros, me asomé por la ventana para mirar el terreno vecino y descubrí que un cachorro mordis-queaba la carne de un cadáver. Le tomé una fotogra-fía. ¿Estaba comiéndose a una de las cabras? No, lo dudaba. De ser una de las cabras los dueños habrían sacrificado a los perros. El perrito mordisqueaba in-tensamente. ¿Y si era un hombre? ¿Un estudiante per-dido en la mala borrachera del domingo? No, no eran ropas lo que mordisqueaba. Era piel. El cadáver estaba pintado de un rojo opaco y todavía tenía carne. Bajé a

desayunar. Los días después de la operación de Nico, he teni-

do que cargar por momentos el equivalente al peso de un garrafón de agua. Quisiera que eso se tradujera en ejercicio pero la verdad, cargarla es tan breve, que no cuenta. Si Nico quiere subirse al sillón, debo detenerla y subirla en brazos. Si quiero entrar a mi oficina a tra-bajar, tengo que subir las escaleras con ella al segundo piso. Si tengo que bajar a comer, a desayunar, a recibir al cartero, tengo que bajar con ella en brazos. Aunque tiene el espíritu de un cachorro, su cuerpo está defini-tivamente cansado porque duerme durante horas, en-roscada en sí misma, consciente de la necesidad de que su cuerpo se recupere. No siempre puedo detenerla. Es tan rápida y tan tramposa que sube y baja del sillón re-pentinamente, como un accidente travieso. Entonces la saco a ciertas horas del día al jardín, ha mordisqueado a un joven limón que no estoy seguro pueda sobrevivir a la convalecencia de un cachorro.

Mientras cargo a mi perra convaleciente, a Nico, miro por la ventana cómo un perro adulto termina con los restos del cadáver. Busca carne en el hocico. Entonces me doy cuenta de las dimensiones. No es tan grande el cadáver. Es un perro comiéndose a otro perro. Anoche, probablemente, un perro hambriento entró al terreno en búsqueda de una jugosa vaca y los perros hicieron lo que debían hacer: proteger su territorio, proteger a los otros animales de sus dueños, matar al intruso. Luego miro a los ojos a mi perra, que está en mis brazos y hago una mueca. Le pregunto: ¿Tú me vas a proteger si entran otros

perros a comerse nuestra comida? La perra parpadea y bosteza. Qué comodidad.

Escribir un texto parece, a veces, como tratar con los perros. Hay textos como animales, que están ahí para proteger a nuestras vacas, nuestras cabras y nues-tros sembradíos metafísicos. La jauría de textos se re-produce y nacen los cachorros. El texto nos acompaña durante varios años, unos doce o quince, depende de la raza. Cuando son jóvenes, ladran por nuestra aten-ción y juegan, dan vueltas, desentierran los cadáveres del jardín, se roban los huesos y los esconden bajo un pequeño limonero. Cuando envejecen duermen en nuestros sillones, en la entrada de nuestra casa, en los tapetes y si salimos a caminar, nos acompañan silen-ciosamente mientras olisquean la mierda de otros tex-tos. Los textos atacan a los textos ajenos qué, como un intruso hambriento, buscan un alimento espiritual.

Los textos aburridos acaban con la casa. Cuando los textos enferman, entonces los llevamos

cargando en los brazos y no podemos alebrestarlos por-que puede que rompan sus cuerpos en un descuido. Los textos enfermos bostezan, se enroscan y duermen aún cuando no les importa si nosotros no podemos de-jarlos. Abren medianamente los ojos para vernos cami-nar y fumar, mientras esperamos a que sanen para que puedan acompañarnos en las caminatas de tedio y ejer-cicio. Esperamos su compañía para seguir lentamente al final, después de varios años, de nuestra vida juntos.

Escribir un texto como cuidar a un perro herido

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un mico sale por el lavabo de laliteratura mexicana

No puedo asegurarlo, pero tampoco veo lo contrario: incluso en vida, Francisco Ta-rio (1911–1977) no contó con una cantidad grande lectores. Posibles razones: escribió sobre micos que salen misteriosamente de

los lavabos cuando lo que estaba en boga era el criollismo, la recuperación de la identidad mexicana por medio de lo indígena; no participó en grupos literarios ni en revistas, sus textos aparecían directamente en libros o plaquettes (cuadernillos) de tirajes reducidos; no había crítica social en su trabajo, al contrario, le llegó a dedicar un libro al pre-sidente Miguel Alemán, y eso, en la literatura mexicana, es sumamente anómalo: la mayoría de los escritores del siglo XX han hecho un ataque mordaz a la sociedad y al siste-ma político desde todos los flancos posibles. Podría apostar que sus ediciones, salvo Una violeta de más (Joaquín Mor-tiz, 1969) pudieron ser patrocinadas por él mismo, al menos en parte, lo que, por consecuencia tiene una distribución y, por tanto, un impacto editorial pequeño. No deja de llamar la atención que sólo sus allegados hacen registro de su obra. No aparecen, o al menos yo no las hallé, reseñas de alguien más, digamos, lejano al autor. Al no haber reediciones de sus libros durante su vida, da la impresión de que no fue, por así decirlo, un best seller. De hecho, pese a que eran muy difíciles de encontrar, las primeras ediciones todavía para finales de los noventa eran posibles de adquirir (salvo Aquí abajo, que en ese justo momento no tenía dinero, y un libro –100 ejemplares– con ilustraciones de Juan Soriano, logré hacerme de su producción casi completa en aquellos años).

Más que abordar “lo extraño” del autor y su obra, me in-teresa señalar las formas de difusión de este autor y su obra. Porque, creo, más efectivo que un alud de excelentes críti-cas literarias, un sistema publicitario y de edición resultaría más contundente.

Lo dicho: Francisco Tario fue un escritor que no ejerció cabalmente la “carrera”: su vida social se limitaba a memo-rables y pequeñas veladas literarias con algunos amigos donde leía cuentos o tocaba el piano. Y su obra no obedecía a los intereses de la época. Mientras otros escritores comen-zaron a batallar por darse a conocer, Tario grababa una ver-sión radiofónica de Drácula para consumo personal. Pero, por suerte, por el carisma del personaje que era el autor y lo excéntrico de su obra, a lo largo del tiempo ha contado con un puñado de lectores que lo han rescatado. Y qué lectores: José Luis Martínez, Octavio Paz, Ricardo Bernal, Roberto Coria, Alberto Chimal, Alejandro Toledo, Juan José Arreo-la, Juan Soriano, Lola Álvarez Bravo, Joaquín Díez–Cane-do, Bernardo Ruiz, Mario González Suarez, Gabriel Gar-cía Márquez, Daniel González Dueñas, Edmundo Valadés, Vicente Francisco Torres, María del Carmen Millán, entre otros, han tenido a bien hacer algún texto sobre el autor, reeditarlo, compilarlo, recomendarlo, colaborar con él, etc. Caso contrario a, digamos, Sthendal, quien en su época no fue valorado por el grupo intelectual pero la constante de-manda de su trabajo por parte de los lectores obligó a los críticos a reconsiderarlo. No. Tario no pasó casi por los lec-tores. Su nicho estuvo directamente entre el gremio de es-critores y editores.

La táctica para publicitar -tanto en un sentido comercial como en uno más académico- la obra de Tario, ha sido til-dándolo de “excéntrico”, “raro”, ¿Lo es? No lo creo. No aho-ra. De hecho lo veo muy cercano a Rulfo y a Arreola, que hoy en día son parte indiscutible del canon de la literatura mexicana. Quizá, de la literatura en español. El problema es la recepción. Arreola y Rulfo publican en los cincuenta, una década después de Tario (sus dos primeros libros están fechados en 1943), y son percibidos como experimentales, en parte, pero sobre todo como crítica social, uno, e indi-genista o criollista el otro. Se habló mucho sobre la estruc-turación de Pedro Páramo, provocando polémicas, pero lo trastocado del pueblo no pareció inquietar a muchos: “re-trataba” una idiosincrasia mexicana, mística. Lo mismo Arrela con La Feria. Por lo que fueron aceptados inmedia-tamente como parte del movimiento cultural que ahonda-ba sobre la identidad nacional, tema de larga tradición que abarca desde el Ulises Criollo, de Vasconcelos, el Laberinto

de la Soledad, de Octavio Paz, la Suave Patria, de Ramón López Velarde, hasta Fenomenología del relajo, en literatura y filosofía; pero también, en el cine, porque casi toda la épo-ca de oro se dedicó a reconstruir la revolución mexicana. Tario no. Tario hablaba de ataúdes sentimentales, gallinas vengativas, un perro fiel. Después, conforme las crisis so-ciales y económicas se fue minando nuestro patriotismo y con la inserción de nuestro país en un mundo global, nues-tras lecturas tuvieron otras perspectivas, otras necesidades. ¡El horror que causó Díaz Ordaz en aquel informe donde mencionó a México como una hermosa chinampa que de-bería permanecer aislada para no contaminarse! Entonces, ya después del fervor, nuevos lectores de Rulfo y de Arreola han detectado otro tipo de influencias: Kafka y la literatura fantástica oriental, por mencionar algunas. Recuerdo una exposición en el Palacio de Bellas Artes sobre Rulfo. Se ex-hibieron objetos personales, entre ellos, parte de su biblio-teca: fácilmente podrían ser del acervo de Borges.

De hecho, el humor tan celebrado en Tario no está au-sente en Arreola, como lo demuestra, entre otros, el cuento Baby HP; y sobre Rulfo, Felipe Garrido ha escrito un gran ensayo en torno a su humor, nada blanco.

Seymour Menton, en su Antología del cuento latinoameri-cano, señala una generación de escritores paralela a la de los criollistas: los cosmopolitas. Según él, abarca desde 1899 (para incluir al autor de Ficciones) hasta los nacidos en 1920 (yo abriría más el margen para incluir a Amparo Dávila, del 29). Toman aspectos del cubismo, el surrealismo, el exis-tencialismo (una versión previa al de Sartre) y el realismo mágico. Y ahí caben muy bien Rulfo, Arreola y Tario: hacen buena tercia, ¿no?

El punto, a mi parecer, es que la crítica literaria nacional ha obedecido más a lógicas sociológicas que a estilísticas. Ejemplo: los Contemporáneos, que de entrada, ellos mis-mos no se autonombraron así pero fueron agrupados por la circunstancia de la participación en una revista con este nombre, y son colocados como contrarios a los estriden-tistas. Los asaltabraguetas contra los… ¿cómo les decían? Porque también los Contemporáneos tenían una forma despectiva de llamar a los del movimiento de Maples Arce. ¿Entonces, ya son contrarios? ¿Archienemigos? ¿Los Mon-tesco contra los Capuleto? Desde la perspectiva que per-mite la distancia, se encuentran más vasos comunicantes entre ambos grupos que disyuntivas. Ambos, minoritarios, tenían la vista puesta en Europa, en las vanguardias; nin-guno de los dos estaba respondiendo a la visión, digamos, muralista, del México postrevolucionario (el campesino, la lucha de clases, los héroes patrios, las adelitas, el socialismo, la lucha contra el yanqui, etc), rompen con la métrica e in-corporan gestos nuevos a la lírica nacional. Con Tario pasó algo similar. No fue absorbido por la crítica (y por tanto no entró a la Academia, no aparece en planes de estudios, no se recomienda en las preparatorias, difícilmente aparece en las antologías; como sí Rulfo) convirtiéndose, así, en un autor “raro”. Raro. Y bajo esa etiqueta (literaria y mercadotécni-ca) de excentricidad logró sobrevivir. El ejemplo paradig-mático es el titulo de los ensayos que coordinó Alejandro Toledo sobre la obra de Tario y de Feslisberto Hernández: Dos escritores secretos. ¿Secretos? ¿Cómo es o qué caracterís-ticas debe tener un escritor para ser secreto? ¿Secretos? Sí, por supuesto, por su poca difusión y por lo aparentemente aislado de su obra. Pero queda un problema: no es un raro ni dos ni tres. Y esto ya lo ha señalado Mario González Sua-rez en su prologo a los cuentos completos de Tario: en la literatura mexicana hay una constelación de autores que no acaban de encajar en lo que se entiende por literatura nacio-nal: Julio Torri, Guadalupe Dueñas, Arqueles Vela, Francis-co Tario, Daniel Sada, Emiliano González, Mario Bellatin, Gerardo Deniz, Pedro F. Miret. Y no queda ahí, porque al no estar del todo incorporados, nuevos autores quedan como flotando, como sin antecedentes: ¿Dónde habría que colocar a Mario González Suarez, a Alberto Chimal, Gilma Luque, Edgar Omar Avilés, Gabriela Torres Olivares? No

No dio conferencias magistrales,no hablóconcienzudamente sobre la identidad nacional, no tratóde retratar una clase social a la cual no pertenecía,no habló sobre larevoluciónmexicana, no fueagregado culturalni embajadorde ningún lugar,no criticó la obra desus contemporáneos o al menos no dejó registro de ello,no es un escritor“serio”. No esta vivo. Y desde donde quiera que esté se está burlando denosotros.

sergio loo

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estoy diciendo que se pueda trazar una línea genealógica per-fecta, pero sí que son muchos, demasiados autores que quedan por ahí dispersos ¿La academia qué hace al respecto?

Desde la academia, al parecer, lo verdaderamente extraño sería adecuarse para darle cabida, irónicamente, a los autores, dándoles un lugar más propio para ser analizados, difundidos, investigados, etc.

Desde otra perspectiva, la comercial, lo excéntrico, no cabe duda: vende. Yo mismo fui afortunada victima. Conocí la existencia de Francisco Tario por comentarios sobre su extra-vagancia, por su humor negro, por lo inconseguible de sus li-bros. Como adolescente ansioso de su primera relación sexual, como la experimentación con las drogas, algo de ilícito o meri-torio tenía conseguir algo de este autor. Yo lo quería. Todavía no había internet, aclaro. Conseguí Una violeta de más en la colección Letras Mexicanas, costaba alrededor de $20. Estaba una pila completa en una de las librerías del Fondo de Cultura Económica. No lo pensé: compré dos, y uno lo vendí al triple. Volví a menos de la semana a conseguir más ejemplares pero ya no los hubo. No he vuelto a verlos a la venta. El libro no me defraudó. Definitivamente no me defraudó. Macabro en su ternura, con una prosa exacta, inquietante, nada efectista: había que conseguir más de él.

Mis libros favoritos son La noche, Equinoccio, Una violeta de más y El caballo asesinado.

La Noche es, quizá, su mejor libro, el más redondo, el más sórdido y humorístico. “La noche del ataúd”, “La noche del buque náufrago”, “La noche de la gallina”, “La noche de los cincuenta libros”, “La noche del traje gris”, “La noche del loco”… El cuento más bajo es simplemente bueno, muy bue-no. Hubiera bastado este solo libro para rescatarlo cien años después de su nacimiento.

Una violeta de más resulta perturbador. Sin salirse de cierto estilo, va del cuento gótico al humor grotesco y después a las imágenes melancólicas. Desorbitados y serenos, “Un huerto frente al mar”, “Ortodoncia”, “El mico”, “El balcón”, “La vuel-ta a Francia”… Qué buenos cuentos.

Equinoccio, su libro de aforismos y sentencias, por su par-te, es el más mordaz. Hay una combinación entre vitalismo, lirismo y desdén por la raza humana, su cultura y éticas que se presenta como casual, jocosa. Para muestra, un botón: “Bueno, ¿y si usted nunca ha probado fortuna? Pues entonces pruébela hoy mismo sin falta, arrojándose desde el balcón más alto de su casa.”, “¿Nunca ha pensado incendiar su casa con su familia dentro? ¿Por qué no lo ha hecho?”.

El caballo asesinado son tres obras de teatro que mezclan el teatro del absurdo, la novela gótica y el género de ciencia ficción ¿Cómo se sostiene algo así? ¿quién más ha manejado esta mezcolanza? Uno como lector (espectador para los po-cos que acudieron a la puesta en escena de la obra que le da nombre al libro en los ochentas) no sabe a qué atenerse: la realidad puede ser el velo de cualquier cosa.

Bien, no me retracto pero sí matizo: Tario pertenece a la generación de escritores cosmopolitas que marca Menton y a la cual pertenecen Rulfo y Arreloa, pero sí, dentro del propio grupo, es de los más “raritos”.

Aunque contemporáneos, Rulfo, Arreola y Tario escriben desde distintos méxicos. A grandes rasgos: Rulfo desde los poblados casi abandonados y Arreola desde una pequeña ciudad, Guadalajara. Ambos, incluso en sus textos más bien pertenecientes al realismo mágico, pensando en “Luvina” o “El Guardagujas”, por dar ejemplos paradigmáticos, parten o responden a un contexto claro: corrupción, abandono, pobre-za. Tario no. Tario no sólo evita localizar su narrativa en sitios reales (salvo la novela Aquí abajo, que incluso da el detalle de la colonia Peralvillo en el Distrito Federal, y en Acapulco en el sueño, cuyos textos están localizados mediante la participación de las fotografías de Lola Álvarez Bravo y el propio titulo, hay una declarada renuencia a situar las acciones de sus relatos en lugares específicos). Podría pensar que Tario parte desde Mé-xico, sí, pero desde el México de Miguel Alemán Valdés, el de los años cuarenta y cincuenta, la conformación de las urbes, las carreteras, los letreros de neón, la vida nocturna, el cine de oro, las grandes estrellas de cine y radio, Acapulco. Y, aquí po-dríamos emparentarlo con otros dos creadores mexicanos que sólo en esas circunstancias prósperas, aunque sea sólo para algunos, se podrían dar: Juan García Esquivel y Francisco Ga-bilondo Soler “Cri Cri”. No antes ni después se han logrado personajes como estos.

Francisco Peláez Vega, hijo de asturianos no padeció pobreza. Fue apoyado por sus padres durante la juventud cuando dijo no querer trabajar, así, tal cual. Probó suerte

en el futbol donde demostró ser carismático, lo suficiente como para posar en una campaña publicitaria para los ci-garros Campeón (¡qué deportista!), pero no para detener goles; después se entusiasmó por el piano, pero, al parecer, no trabajó como intérprete. Al mismo tiempo escribía. Y ya se dijo, probablemente él mismo costeaba algo de sus pu-blicaciones ¿O verdaderamente la librería Robredo publicó con sus propios recursos dos libros de un autor inédito el mismo año? ¿Por qué, aunque ya sin el sello de Robredo aparece el tercer libro de Tario, Equinoccio, con un diseño editorial parecido y, sobre todo, el mismo dibujo de la ca-lavera? Aunque casado y con dos hijos, una temporada vi-vió por su cuenta en Acapulco ¿Cómo se mantuvo? Su casa, donde vivía Carmen Farell, su esposa, estaba en la calle de Etla, en la colonia Condesa del Distrito Federal, que en esa época no era exactamente proletaria (Octavio Paz y Elena Garro eran sus vecinos). Recibió un dinero de sus padres y lo invirtió en un cine. Esa es la información de su situación económica que se maneja. Probablemente no sepamos da-tos cruciales pero, da la impresión, vivió desahogadamente, lo bastante como para desentenderse de hacer críticas so-ciales o políticas dentro y fuera de su obra y sí, en cambio, transgredir lo bonito, las buenas costumbres, el buen pen-sar, tan propio de las clases acomodadas.

Su biografía también es parte del kit propagandístico del excéntrico. Sólo hay una entrevista, en un periódico de Lla-nes, España, en los setenta, poco antes de fallecer. Lo demás son recuerdos (exagerados, fidedignos, borrosos, contradic-torios) de sus allegados. En Retrato a Voces González Dueñas y Alejandro Toledo hacen un magnifico mosaico donde en-samblan varios testimonios hasta crear al personaje llamado Francisco Tario.

En todo caso, lo que más me gusta de Francisco Tario es que no es Carlos Fuentes. No dio conferencias magistrales, no habló concienzudamente sobre la identidad nacional, no trató de retratar una clase social a la cual no pertenecía, no habló sobre la revolución mexicana, no fue agregado cultural ni embajador de ningún lugar, no criticó la obra de sus con-temporáneos o al menos no dejó registro de ello, no es un escritor “serio”. No está vivo. Y desde donde quiera que esté se está burlando de nosotros.

Casualmente, justo en el centenario de su del nacimiento de su padre, Julio Farell, uno de los hijos del escritor, encuen-tra (¡oh!) algunos cuentos inéditos: novedades editoriales. Aparece la nota por parte de CONACULTA cubriendo este hallazgo. Algo así como que estos papeles mecanografiados se encontraban en un mueble que Tario se llevó de México a Llanes, donde murió en 1977, y nadie había tenido la curiosi-dad de abrir el cajón. El mueble, según la declaración, acaba de ser regresado al país. Y aquí fue el descubrimiento. La nota de CONACULTA ahonda: el mueble es rústico, de fino acabado. Los cuentos serán publicados este año. Qué sorpresas tan con-memorativas.

Sin duda es buen momento para reeditarlo. Pero no por ello creo que sea reivindicado en la literatura

mexicana. La razón: no será editado por alguna casa editorial importante que lo difunda masivamente. En 2003 Lectorum sacó sus cuentos completos (incluyendo el bonus track de “Ja-cinto Merengue” uno de los inéditos encontrados este año en el mueble rústico de fino acabado, curiosamente). Y no digo que no sea importante esa publicación, ni que dicho sello ca-rezca de mérito, pero no es Alfaguara, donde están los cuentos completos de Arreola; o Planeta, Anagrama o Fondo de Cul-tura Económica, donde se pueden encontrar los libros de Rul-fo con tirajes grandes y reimpresiones constantes. De hecho, después de su aparición en 1943, este año fue reeditada Aquí Abajo por parte de CONACULTA. El ejemplar cuesta arriba de $200 (¿Cuánto cuesta hoy en día Pedro Paramo?) y el tiraje es de mil ejemplares, el mismo que el de Tierra Adentro para autores jóvenes, noveles varios de ellos. En este nivel estamos. En ese nivel, a decir verdad, siempre ha estado, porque las ree-diciones (Entre tus dedos helados y otros cuentos, publicado por la UAM; Una violeta de más, reeditado por CONACULTA; Equinoccio, por el INBA, UAM y Casa Juan Pablos; La puerta en el muro, por la UNAM; Acapulco en el sueño, por Televisa) han logrado que no se pierda la obra del autor, mas no llevar-lo a un público general. Dato curioso: El jardín secreto, novela póstuma, fue publicada por Joaquín Mortiz en 1991, pero casi todo su tiraje fue a dar a la guillotina. Es decir, independiente-mente a la crítica reivindicativa del autor, de la cual este texto forma parte, las cartas ya están echadas editorialmente: Tario seguirá siendo un autor secreto, accesible a unos cuantos.

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editores: edilberto aldán / joel grijalva

Me pidieron que hiciera la pre-sentación del libro Memoria de la escritora puertorrique-ña Rosario Ferre. La hice, por supuesto, pero no es el tema

de sus memorias de lo que quiero hablar, sino de la ref lexión que surgió al escribir sobre el tema. Más allá de entenderlo como un género literario ligado a la autobiografía, me asalta-ron algunas ideas más encaminadas a enten-der ese proceso o capacidad para recordar co-sas. Y en realidad, no el recordar “cosas”(vaya usted a saber qué cantidad de apelativos cabría en esa palabra que abarca prácticamente todo) sino en cómo evocamos esas “cosas”. Porque al parecer, esa llamada del recuerdo, no es sino pura falsedad, pura ficción filtrada entre lo que verdaderamente fue y lo que creemos fue. Así, toda memoria es una puesta en escena de una vida maquillada, enmascarada. ¿Por qué? ¿Qué sentido tiene embellecer o empobrecer, exagerar o alterar algún vago acontecimiento del pasado? ¿Cuál es el sentido real de escribir o contar algo para un otro ajeno a ese suceso, un otro que deberá creerme?

Con temor a equivocarme, pero finalmen-te qué sabe nadie, me atrevo a suponer que la memoria es una necesidad: la de prolongarnos, para no extinguirnos, ya no sólo en lo etéreo sino en nosotros mismo. Buscamos detener el tiempo en hojas (memoria escrita), en estímu-los (memoria sensorial), en un lenguaje común y sus referentes (memoria colectiva), buscamos

no dejar de ser aún cuando ya no estemos en ninguna parte. Y pienso en el personaje de libro La invención de Morel, del genial Bioy Cásares, intentado sumarse a la memoria visual de una isla desierta, con sus habitante holográficos, que repiten eternamente un día común y co-rriente en el devenir humano. Esta imagen me sacude y me eriza, pues nadie quiere quedar al margen de la historia, ya sea con mayúsculas o no, ya sea para trasformarla o para dejar una pe-queña huella de su estar en este mundo.

Entonces, toda esa necesidad del recuerdo fal-seado, trasmutado, adquiere una nobleza insos-pechada, pues en realidad nos reescribimos para no olvidarnos tampoco, para reconocernos, frag-mentados e ilusorios, en esas pequeñas diaposi-tivas vivenciales y disparejas que nadie puede comprobar con exactitud. Quizá, eso nos hace un poco eternos, quizá, esa fotografía, libro o vi-deo, película o grabación radiofónica nos detie-ne, nos reduce al puro y más placentero pasado, ese que elegimos para perpetuarnos con delicio-sa calma.

Sí, la memoria no tiene prisa, no se debe a nadie, ni al autor mismo, porque no respeta la hilaridad, ni dispensa cordura, no se atiene al acontecimiento concreto, va en línea paralela a la verdadera vida (si existe algo así de certe-ro), porque nos permite idealizarnos, soñarnos, vivenciarnos. Y por ello compartir un falso re-cuerdo, tal vez, más elocuente que esa realidad empeñada en hacernos creer que somos pura razón frente a lo hecho…

la memoria y su falso recuerdo

M e he permitido acuñar esta pa-labra, arbormancia, que sería el método de adivinación por me-dio de los árboles (en especial los de Navidad). No tengo claro

cuál sería el procedimiento a seguir, pero me parece la vía más fácil para escribir la última entrega de este 2011 y darle un toque festivo a la columna. Aunque todo esto tiene algo de artificio, no me preocupa pues la mayoría de los árboles de Navidad son de material sintético. Además siento que su grado de certeza, en cuanto adivinación, es limitado y las más de las ve-ces ingrato. Lo admito, su designio es burdo: la fiesta familiar, el correr de la gente, las aglomeraciones en la ciudad, el desquiciamiento por los regalitos, los re-galos de los niños, lo regalos errados de los niños, los niños sin regalo, la falsa nieve... en fin, el árbol es el recipiente de los abalorios de la festividad.

Lector, si en verdad festeja la Navidad por un asunto religioso, lo felicito, disfrute de la calidez de su mesías. Pero la mayoría sólo festejan en torbelli-no, con las quejas perpetuas de si habrá o no cena, de si la familia es una patada en el hígado, o si no les alcanzó el aguinaldo para lucirse con los regalitos o comprar el gadget de su preferencia. Lector, no se confunda, yo no creo en el mesías que vino, ni creo que exista uno por venir. Ya podrá decir que soy una hereje o una incrédula o una ignorante, y no lo dude, el nombre de esta columna lo dice todo de mí. Lo admito, he optado por la superstición de las letras para, como lo he dicho antes, develar designios don-de me plazca. Y ahora me place buscar respuestas en las esferas del árbol de Navidad.

En realidad lo que he llamado arbormancia exis-tió, así ocurría con los lituanos quienes reverencia-ban a los árboles y de los que recibían respuestas de

oráculos. El culto al árbol no es una invención, su divinidad fue tal que está registrado que en ciertos pueblos germanos estaba prohibido hacer daño a un árbol, y que el castigo ante tal atentado era la evisce-ración del infractor. El árbol mágico nunca encon-trará mejor representación que la higuera sagrada de Rómulo, la cual se elevaba en el Foro romano y que, cuando se secó, provocó consternación entre quie-nes entonces habitaban el imperio. En el origen, los primeros templos fueron bosques o pequeños sola-res con árboles que se consideraban sagrados. Hoy el árbol de Navidad es una caricatura de aquello que fue, con sus luces y sus figurines de Santa Clos, de hombrecitos de nieve y de toda la fauna y la flora propias de la ocasión.

Para tomar un tono entrañable, que es lo que dicta la época, les aconsejo que vayan a comprar un árbol natural e imaginen que es un roble, una ceiba o un ciprés (sólo por mencionar algunos de los árboles que se han considerado casas de espíritus arbóreos) e inventen un ritual para adorar al espíritu anidado en él. Sí, me gusta creer que todo tiene alma, aunque me tachen de pagana animista. No soy la única, los primeros grupos humanos creían en ello.

Sí, me gusta creer que en el pino que coloco en la casa habita el espíritu navideño que no es el del fes-tejo religioso y ni el de las compras a seis meses sin intereses sino la transmutación palpable de que está próximo el inicio del invierno y se acerca el fin del ci-clo anual, y mientras veo el tintineo de las series de luces, recuerdo y agradezco que he estado en la Tie-rra un año más, porque reconozco que mi paso es tan efímero como el de ese árbol que se secará en enero y que será arrastrado por un camión recolector de la basura con otros árboles más, colgados en racimos, hacia su entierro, como seremos todos algún día, ra-cimos de lo que fuimos: pasajeros y frágiles como las esferas de vidrio.

Lector, vaya, ponga su árbol, cocine, festéjese, dé gra-cias, respire, brinde: ¡Feliz árbol de Navidad!

la arbormancia

Que(voz grave para un solo)karla sandomingo

Para Guillermo Fernándezquien me brindó a Eros Alesi

ue no te encuentras. Que no te nom-bras. Que no sabes que la cocina se cierra. Que la producción engusanada te expulsa. Que navegas en la cama revuelta y naufragas de día. Que para qué otro día sin oficio, sin vehículo

horizontal, sin monedas que resuenen en el hábito. Que te levantas. Que te miras en el espejo. Que te desconoces. Que dibujas un cuerpo en la bañera. Que tienes forma de barco encallado. Que trazas con tu dedo la palabra sal en el espejo sin verbo. Que te vistes. Que sales a la calle con documentos, con so-licitudes de empleo. Que el tráfico te asfixia. Que di-ces que afuera no vales lo que eres. Que no tienes un cuarto, un quinto, un sexto sentido, un séptimo cielo, un infierno en la mandíbula, una entrevista, una ciu-dad. Que no quieres tener nada. Que no deseas. Que regresas a casa desolado. Que tu mujer te recibe. Que es demasiado. Que no aguantas. Que llegó el flete con el refrigerador. Que ella está enojada. Que te levan-tó de la cama cuando no sabías todavía que eso era cama y esto día y aquello un refrigerador para vaciar y echar al vacío. Que ella está molesta. Que ella tiene ojos hermosos, que ella te ama. Que te culpa, que no entiendes, que todo te sobrepasa. Que te diriges a tu cuarto y empacas la ropa, los zapatos, los discos, las películas, la tristeza, el recuerdo, la necesidad de em-pacar (esa también la empacas y se queda perdida en el camino). Que pierdes también sus manos delgadas, sus ojos claros, su voz tibia, sus palabras abiertas, su lodo. Que subes al oráculo de las mentiras. Que sien-tes borroso el camino. Que el tiempo es acuoso. Que el vehículo motor te absorbe. Que estás metido en un mar embravecido. Que olvidas la razón por la que sa-liste de allí con todas tus cosas. Que olvidas por qué dejaste tu vida atrás, en el último latido, embarrada en la primer esquina. Que ya no te acuerdas. Que ya no puedes hacerlo. Que ella te espera. Que lo hará por siempre. Que será un buen pretexto, un buen ten-sor, una buena línea, un buen cuento. Que una buena causa, que un buen pan, que un buen vino, que un buen se fue. Que un gran abismo. Que una casa vacía sin su ropa en el clóset. Que una cocina sin aceite de oliva. Que un refrigerador encendido y helado. Que hela ahí de lado a la vida. Que no se encuentra. Que no se nombra. Que su nombre se fue con el primer motor de ese día. Que no sabe que la cocina no existe. Que la resolución es inexplicable. Que quiere reírse. Que quiere matarse. Que el tomillo la acosa. Que espera en el muelle, que se ahoga en la noche. Que para qué una cama sin oficio, sin hombre, sin labios. Que el cuerpo horizontal, que los billetes se rompen; que le dejó las cartas, los recados simples, los enun-ciados. Que se levanta. Que se mira en el espejo. Que se mira en el agua. Que Alesi y la sala envenenada de sal y vena tendida. Que la nicotina le nubla la palabra “conmigo” en el espejo sangrado y sin rostro. Que el encendedor, que el encendido. Que la llama. Que una llamada suspendida. Que sale a la calle –bonita– con taconcitos altos –triste– con la boca rosa –sola– con rímel grueso. Que el vacío le corta el pecho. Que dice que en él no vale lo que es. Que no tiene un entero, un medio, una razón, un réquiem, un día perfecto. Que ella era un día perfecto para él. Que un día perfecto se acabó. Que un día perfecto era para ser normal y que ella no lo es. Que un infierno en la pierna, que una conferencia magistral, que una calificación. Que ya no quiere. Que la vida. Que no tiene. Que no de-sea. Que la navaja. Que las muñecas. Que la muerte. Que la falta. Que ya no falta. Que regresa a casa de-solada. Cada día.

Q

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Agustín Fest (Ciudad de México). Mentiro-so, escritor, creador, cínico, exfumador, bas-sethounder. Dice que vive en Cholula pero lo encuentras siempre en la red. Ha publicado, entre otros libros, Fotocuentos, El diario de Si-mon Dor, Padre Taxi y La historia de ayer. Su blog personal: http://arbol217.com/Sergio Loo (México. D.F. 1982). Poeta. Au-tor de Claveles automáticos (Harakiri, 2006) y Sus brazos labios en mi boca rodando (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2007) fue parte de Parodia de Vivos, colectivo multidisciplinario. Es fundador de Setenta, proyecto de distribu-ción editorial. Su libro más recientes es House. Retratos desarmables, publicado por Ediciones B en su colección ZETA.Karla Sandomingo (Guadalajara, Jalisco). Tiene varios libros de poesía, el más reciente, Después de la luz, la piedra. Fue becaria del Fon-do Nacional para la Cultura y las Artes y del Gobierno de Jalisco en la categoría de Letras; tiene dos libros de cuento Extracto del espejo (Premio Nacional de Cuento Juan José Arreola, 2009) y Que / Voz grave para un solo. Fundadora de la revis-ta cultural Tragaluz de la que fue subdirectora editorial. Imparte clases en el Centro de Arte Audiovisual y talleres en la SOGEM, es funcionaria en la Biblioteca del Congreso de Jalisco y es directora de actividades culturales de la librería Jose Luis Martínez del Fondo de Cultura Económica.Cecilia Eudave (Guadalajara, Jalisco). Doctora en Lenguas Romances (Montpellier, Francia). Es autora de los libros: Técnicamente humanos, Invenciones enfermas, Registro de Imposibles, Países Inexistentes y Bestiaria vida, entre otros. Actualmente es profesora e investigadora en la Universidad de Guadalajara. Su libro más reciente es Para viajeros improbables, editado por Arlequín.Erika Mergruen (Ciudad de México). Ha publicado los poemarios Marverde; El Osario y El sueño de las larvas; los libros de cuento Las reglas del juego y La piel dorada y otros animalitos, así como La ventana, el recuerdo como relato con el que obtuvo el premio Autobiografías, Diarios y Testimonios de Mujeres Mexica-nas, DEMAC 2001-2002.

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