guardagujas 25

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hp://lja.mx/guardagujas mayo 2011 / No. 25 L a lluvia ha dejado de caer, pero el frío sigue en aumento, sólo este aire húmedo nos queda y la neblina que cada vez es más espesa. Hoy mis huesos amanecieron enmohecidos. Yo digo que son los días que se dejan caer en mi cuerpo, como reprochándome que poco a poco los esté abandonando. Pero quién quiere quedarse aquí. Todos un día se van, yo no voy a ser el único que se quede aquí. No señor. Dicen los que velan la noche, que allá detrás del primer cerro que envuelve el valle, por allí merito se jalan todos lo que dejan el valle; se van pasada la media noche, dizque para que nadie vea en sus caras la vergüenza y la desesperación. Yo sólo sé que aquí no hay nada más que viento, y el viento me ataranta los pensamientos, como recordándome que aquí me voy a morir, en este lugar de los mil judas. Cuando la neblina se va, allá a donde ya no es valle, no sólo el insoportable calor aparece, también lo hace la ceniza, y abunda en donde quiera, y viene volando al valle para quedarse atrapada en los rostros de los que todavía respi- ramos, como recordándonos que somos ya, desde ahoritita difuntos. Por eso yo prefiero morir de rete harto frío, a sentir una vez más los rayos del sol mor- diendo mi cuerpo, como allá detrás del segundo cerro que envuelve el valle. Por eso damos gracias a que la lluvia cae, peor fuera que esa ceniza blanca siguiera carcomiendo la piel. La noche me cae hecho bolita frente al fogón. Veo cómo poco a poco el car- bón desaparece dentro de esa cuevita chamuscada. Y sigo enrollado, tratando de calentarme con lo poquito que queda de fuego. Mi amasita jala una silla pa arrejuntarse conmigo. Trae cargando unas tortillas frías untadas con grasa de puerco; lo que aún queda de cuando todavía echábamos a andar allá, detrás del tercer cerro que envuelve al valle. Será mejor que atontemos el hambre con esto, porque no habrá más por muchos días. Mi amasita me convida una de sus tortillas, chasquea los dientes de frío, cer- quita de mí, frente al fogón, y ve cómo poco a poco el carbón desaparece dentro de esa cuevita chamuscada. Su bonito rebozo ya es una jerga gris y roída, parece que el tlacuache se lo hubiera comido, apenas le ayuda a disimular el calor. Allí estamos los dos, viendo cómo el carbón desaparece dentro de esa cuevita chamuscada, con las últimas llamas que el día nos dio. El sonido del viento se hace macizo, como recordándonos nuestra desgracia. Y me da miedo, mucho miedo. Acurrucado en el piso, cerca del fogón, recuerdo ver los colores vivos de la llamita en las tardes coloridas y templadas de mi niñez. Amasita no dice nada, sigue ida, parece que ella también recuerda. La última llama se extingue. Todo oscurece y mejor nos hacemos los dormi- dos. Allí dentro de esa oscuridad nos quedamos. Ahora pensamos, y cada uno piensa en su suerte. El viento sopla fuerte, se llena de enjundia, como diciéndonos que ya pronto se va a acabar. Amasita está dormida, no se mueve. De pronto abre los ojos. Lo sé porque es lo único que brilla en medio de esa negrazón, y a pesar de esa bulla puedo escuchar cómo respira. Ella me mira desde el rincón, y a pesar de que está casi ciega, sé que me mira a mí. Despacito abre los labios, como si en ello se le fuera la vida. Y despacito me dice, como para que no la escuche nadie: ahí viene la muerte, y así, hecha la mocha se levanta, abre la puerta y echa a andar con rumbo al primer cerro. tzimol merilyn cortez m. La muerte es mujer. No la mujer, no una mujer. Simplemente es mujer. Se lava el cabello todas las tardes, en un riachuelo cercano a su cabaña. Don G. / Bájense los chones III

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guardagujas veinticinco (8) mayo 2011 suplemento de La Jornada Aguascalientes

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http://lja.mx/guardagujas mayo 2011 / No. 25

La lluvia ha dejado de caer, pero el frío sigue en aumento, sólo este aire húmedo nos queda y la neblina que cada vez es más espesa.

Hoy mis huesos amanecieron enmohecidos. Yo digo que son los días que se dejan caer en mi cuerpo, como reprochándome que poco a poco los esté abandonando. Pero quién quiere quedarse aquí. Todos un día se van, yo no voy a ser el único que se quede aquí. No señor.

Dicen los que velan la noche, que allá detrás del primer cerro que envuelve el valle, por allí merito se jalan todos lo que dejan el valle; se van pasada la media noche, dizque para que nadie vea en sus caras la vergüenza y la desesperación. Yo sólo sé que aquí no hay nada más que viento, y el viento me ataranta los pensamientos, como recordándome que aquí me voy a morir, en este lugar de los mil judas.

Cuando la neblina se va, allá a donde ya no es valle, no sólo el insoportable calor aparece, también lo hace la ceniza, y abunda en donde quiera, y viene volando al valle para quedarse atrapada en los rostros de los que todavía respi-ramos, como recordándonos que somos ya, desde ahoritita difuntos. Por eso yo prefiero morir de rete harto frío, a sentir una vez más los rayos del sol mor-diendo mi cuerpo, como allá detrás del segundo cerro que envuelve el valle. Por eso damos gracias a que la lluvia cae, peor fuera que esa ceniza blanca siguiera carcomiendo la piel.

La noche me cae hecho bolita frente al fogón. Veo cómo poco a poco el car-bón desaparece dentro de esa cuevita chamuscada. Y sigo enrollado, tratando de calentarme con lo poquito que queda de fuego. Mi amasita jala una silla pa arrejuntarse conmigo. Trae cargando unas tortillas frías untadas con grasa de

puerco; lo que aún queda de cuando todavía echábamos a andar allá, detrás del tercer cerro que envuelve al valle. Será mejor que atontemos el hambre con esto, porque no habrá más por muchos días.

Mi amasita me convida una de sus tortillas, chasquea los dientes de frío, cer-quita de mí, frente al fogón, y ve cómo poco a poco el carbón desaparece dentro de esa cuevita chamuscada. Su bonito rebozo ya es una jerga gris y roída, parece que el tlacuache se lo hubiera comido, apenas le ayuda a disimular el calor.

Allí estamos los dos, viendo cómo el carbón desaparece dentro de esa cuevita chamuscada, con las últimas llamas que el día nos dio. El sonido del viento se hace macizo, como recordándonos nuestra desgracia. Y me da miedo, mucho miedo. Acurrucado en el piso, cerca del fogón, recuerdo ver los colores vivos de la llamita en las tardes coloridas y templadas de mi niñez. Amasita no dice nada, sigue ida, parece que ella también recuerda.

La última llama se extingue. Todo oscurece y mejor nos hacemos los dormi-dos. Allí dentro de esa oscuridad nos quedamos. Ahora pensamos, y cada uno piensa en su suerte.

El viento sopla fuerte, se llena de enjundia, como diciéndonos que ya pronto se va a acabar. Amasita está dormida, no se mueve. De pronto abre los ojos. Lo sé porque es lo único que brilla en medio de esa negrazón, y a pesar de esa bulla puedo escuchar cómo respira. Ella me mira desde el rincón, y a pesar de que está casi ciega, sé que me mira a mí. Despacito abre los labios, como si en ello se le fuera la vida. Y despacito me dice, como para que no la escuche nadie: ahí viene la muerte, y así, hecha la mocha se levanta, abre la puerta y echa a andar con rumbo al primer cerro.

tzimolmerilyn cortez m.

La muerte es mujer. No la mujer, no una mujer. Simplemente es mujer. Se lava el cabello todas las tardes, en un riachuelo cercano a su cabaña.

Don G. / Bájense los chones III

El día que llegó Elizabeth, mi madre y yo habíamos pasado la tarde esco-giendo las flores para decorar la iglesia, el menú de la cena, el auto que llevaría a la novia hasta el atrio y todas esas cosas que se hacen con quin-

ce días de anticipación. En realidad era yo quien había estado haciendo todo, pues aunque mamá estaba emocionada con la boda de Andrés, tenía tantas cosas que hacer en su oficina que el tiempo sólo le alcanzaba para firmar los cheques que me daba. Ya todo estaba listo menos las invitaciones. Mi madre había decidido que no se imprimieran porque Elizabeth era huérfana de padre y madre y ella, siendo tan perfecta y prudente, no quería cometer una indis-creción. Quiso esperar a que Elizabeth estuviera con nosotros para llenar los espacios vacíos.

La novia resultó ser una licenciada en filosofía de veinticuatro años, muy in-teligente y más hermosa de lo que suponía. La habíamos visto en fotografías y esta era la primera vez que la veíamos en persona. A juzgar por la expresión del rostro de mi madre cuando la vio, seguramente a ella también le pareció más linda que en las fotos que Andrés le había estado mandando desde hacía dos meses cuando repentinamente Elizabeth le pidió a mi hermano que se casaran. Esa noche mamá estaba fatigada, desde que la habían nombrado directora ge-neral de uno de los despachos de abogados más reconocidos de la ciudad, nue-ve años antes más o menos, llegaba a la casa exhausta a las once de la noche para salir a la mañana siguiente antes de las nueve. Bajó las escaleras enfundada en su sastre de pantalón y saco color negro que la hacía lucir imponente. Mi madre siempre se veía hermosa, escogía cada prenda que usaba cuidadosamente y con el gusto más refinado. Andrés y yo siempre sentimos una profunda admiración por ella, no sólo por su belleza y su elegancia, también por su habilidad para ser madre y padre a la vez. Todavía recuerdo el perfume sutil de su cabello recién lavado y el calor que irradiaba la separación entre sus pechos.

—Mamá, ella es Elizabeth—. Mamá observa a la muchacha de arriba hacia abajo y la analiza detalladamente recorriendo con los ojos cada parte del cuer-po de la novia de mi hermano; asombrada, quizá, por su delicadeza.

—Mucho gusto— dice al tiempo que le da la mano apretándola firmemen-te. Elizabeth le contesta, “El gusto es mío.”

Mamá se ve turbada, molesta por algo que no ha sido de su total agrado y con-tiene la respiración mientras se apertrecha detrás de un muro de indiferencia.

Se da la vuelta y empieza a subir de regreso a su recámara. Se detiene a la mitad y mira a la pareja.

—Andrés, ya sabes que su habitación es la que está junto a la mía, llévala después de la cena. Buenas noches.

Andrés asintió sin alcanzar a comprender lo que significaba esa bienvenida. Elizabeth no habló más, pasó de la sopa al plato fuerte con las mejillas en-cendidas y los ojos ahogados de rabia; ahora también había sido víctima de la característica soberbia de mi madre. Después de cenar nos fuimos a dormir.

Al día siguiente mi madre regresó temprano de su oficina para cenar con nosotros. Estaba seria, más seria que nunca y con un ensimismamiento que yo no le había visto antes. Algo la afligía profundamente e imprimía en su rostro una mueca de incertidumbre que no se parecía en nada a las que eventual-mente le provocaban las tensiones del trabajo. Elizabeth, en un claro afán por arrancarle una sonrisa, se desenvolvía con encanto y soltura. “Señora, ¿le pasa algo?”, preguntaba una y otra vez a lo que mamá contestaba sólo con un gesto. Al terminar la cena mi madre regresó a su auto para bajar del portaequipajes el vestido de novia que había comprado para Elizabeth esa mañana. Insistió tan-to en que debía probárselo que acabó por convencerla y por obligar a Andrés a permanecer en su habitación y no salir hasta el día siguiente.

Mamá la tomó por los hombros y la llevó hasta su recámara para que pudiera verse reflejada en su espejo de cuerpo completo. Me colé en la habitación de-trás de ellas desobedeciendo la orden de mi madre de que me fuera a la cama. Paró a Elizabeth frente al espejo y desenfundó el vestido de seda color blanco, la muchacha ya semidesnuda temblaba con la piel erizada hasta los tobillos. Mi madre se lo puso y abrochó cada uno de los botones mientras yo la obser-vaba. El vestido le quedó perfectamente ceñido al cuerpo como si mi madre hubiera memorizado la dimensión exacta de sus formas. Mamá le acomodó las mangas y deslizó sus manos por la cintura de Elizabeth acariciando la tela, añorando su pasada juventud y con la melancolía en el rostro de un deseo frus-trado. Acababa de cumplir los cuarenta y siete, tenía el cuerpo firme aunque un poco ancho de los hombros y de la espalda, que sabía lucir casi cualquier cosa pero que nunca había gozado de un ajuar de novia. Pretendientes le so-braban, pero decía que nunca encontraba en ellos lo que ella estaba buscando.

—Ve por la botella de tequila que está en la sala mientras yo desvisto a Elizabeth.Me fue difícil encontrar la botella que me había pedido y subí las escaleras

corriendo, convencida de que al llegar me regañaría por la tardanza.Abro la puerta y veo a Elizabeth sentada en el borde de la cama con las pier-

nas juntas y las manos entre las rodillas, con la mirada busca en el suelo algo

que seguramente no puede encontrar. Mamá está frente al espejo acomodán-dose el cabello con las manos, observando al mismo tiempo el reflejo de su fu-tura nuera, cohibida y pequeña, sobre su cama. Sirvo las dos copas y me siento en el suelo para verlas brindar.

—Bueno, pues por la novia— dice mi madre al tiempo que levanta su copa en el aire, Elizabeth le responde y le dice “Salud”. Me estaba quedando dor-mida y entre sueños escuché que mamá le hacía preguntas muy personales a las que ella respondía sin reservas. Mi madre le contó entre murmullos cosas de su pasado que ni yo misma sabía. Al día siguiente me despertó cerca de las ocho, ella ya estaba vestida y yo seguía en el suelo con un par de cobijas y una almohada. Me senté y le pregunté qué hacía yo ahí, mamá me acarició el rostro, me besó en la frente y me pidió que bajara la voz porque Lizi aún dor-mía. “Lizi”. Me paré y la vi dormida en medio de su cama, despeinada y con un color rosado intenso en las mejillas que el sol de la mañana le imprimía a través de la ventana. La botella de tequila ya vacía rodaba por el piso entre los pliegues de la ropa que mi madre se había quitado la noche anterior. Salí de la habitación tratando de no hacer ruido para no despertarla.

Mañana será la boda y yo estoy tanto o más angustiada que la novia. En algún momento pensé que nunca iba a llegar el día de la ceremonia y los de-talles finales se me hicieron aún más pesados por la rotunda indiferencia que empezó a mostrar mi madre desde hace una semana respecto a todo lo que estuviera relacionado con “ese dichoso día”. Las invitaciones no me las entre-garon a tiempo y entre Andrés y yo llamamos a cada uno de los invitados dán-doles una brevísima explicación de por qué se les pedía personalmente que asistieran. Hicimos cerca de ciento cincuenta llamadas, después de las cuales mi hermano adoptó un estado anímico de hartazgo y decepción incomprensi-ble en un novio ilusionado con su próxima boda.

—Ya déjalo, Andrés, no es que mamá no esté de acuerdo, es que está celosa porque Elizabeth y tú van a casarse.

Ya pasa de la media noche y mi hermano y su novia no me dejan dormir. Les ha dado por adelantar su noche de bodas desde el cuarto día que Lizi pasó aquí y es imposible ignorar los sollozos y gemidos de Andrés hasta la madru-gada. En ocasiones he llegado a pensar que llora. Seguramente mi madre está histérica. Todavía no sé cómo Andrés es capaz de desafiar así el carácter de mamá. Ya sabe que no le gustan estas actitudes y menos aún en su propia casa.

Siempre ha sido muy comprensiva y de mente muy abierta pero estos últimos días se ha despertado muy molesta e indignada, es evidente que ella tampoco puede dormir. Finalmente los ruidos cesaron y parece que Andrés ha salido de la habitación de su novia, oí que alguien cerró su puerta con cuidado para no despertar a nadie. Salgo de mi cama y empiezo a andar en silencio por el pasillo. Escucho a Lizi, aún excitada, gimiendo en el interior de su habitación. Desde la escalera puedo ver a mi hermano dar vueltas en la sala con un vaso de leche en la mano. Respira profundamente mientras observa una fotografía familiar en la que mamá nos abraza cariñosamente cuando éramos unos niños, sus niños. Siento el deseo de acurrucarme en su pecho, Andrés va a casarse y después sólo estaremos ella y yo. Me acerco a su puerta y la empujo con la mano abriéndola con cuidado. En medio de la penumbra con la voz la busco, “¿Mamá?”

Andrés y yo desayunamos juntos, sin hablarnos. Un café cargado y jugo de toronja con un pan tostado frío. Lizi bajó después y se sentó con nosotros, mi hermano la besó en la boca y ella hizo un gesto de repugnancia porque la mermelada de manzana que Andrés tenía en los labios no le gustó. Le dio la espalda para evitar que volviera a besarla. Mi madre apareció envuelta en su bata blanca, más hermosa y más radiante que siempre.

—Buenos días niños— nos dijo mientras se acomodaba el pelo con las ma-nos. Andrés la siguió con la mirada. Luego ella se acercó a Lizi, “Buenos días”, le masculló cerca del oído y le pasó la mano por el escote para apretarle ligera-mente el cuello desnudo.

—Buen día Luciana— le contestó Lizi. La había llamado por su nombre y no se dio cuenta, ni siquiera ella misma. Me paré de la mesa al instante y corrí a vomitar al baño. La mermelada de manzana se había echado a perder.

Mi madre me pidió que ayudara a Lizi a ponerse el vestido porque ella estaba muy nerviosa y no se sentía en condiciones de hacerlo. En peores situaciones la había visto pero nunca tan alterada como aquella tarde, parecía que estaba a pun-to de enfrentar el juicio más complicado de su vida. Yo vestí y peiné a la novia mientras Andrés se ponía el traje y se apretaba la corbata. Salimos rumbo a la igle-sia, yo iba con Lizi en el auto rentado detrás del de mamá y Andrés. Ellos llegaron antes y se bajaron para saludar a los invitados que estaban en el atrio. La tarde estaba soleada con ese tono ámbar que tienen las tardes de otoño. Lizi se bajó del coche y yo la ayudé con el vestido, mi madre la vio y sonrió complacida, Andrés estaba serio, apretando la quijada. Entraron tomados del brazo, él con su traje negro y ella bellísima con pantalón y saco blancos y una mascada atada al cuello.

Mi madre resplandecía iluminada por una especie de luz divina que le rodeaba todo el cuerpo. Lizi entró sola con el ramo de flores en las manos, me lo dio des-pués de que Andrés la recibió en el altar. Antes del intercambio de los anillos el sacerdote se dirigió a todos los presentes y preguntó, “¿Hay algún impedimento para que esta unión se realice?” Después de un inquietante silencio mi madre se puso de pie. Yo la miré sorprendida, sosteniéndome en el ramo de flores blancas.

la mujer de su vidaalicia gonzález

Creo que fue a los diecisiete años cuando entendí que todos vamos a mo-rir. Me lo comentó una de mis tres hermanas —la más avezada, la más preocupona— y lo que me comentó fue que todos íbamos a morir. Con

el añadido de que no iríamos a ninguna parte después de muertos. Que des-pués de “esto,” por llamarlo de algún modo, lo que sigue es una nada. Fija, permanente.

Y lo pensé mucho tiempo, y ahora estoy aquí. Siempre recibo noticias de muertes, básicamente, desde esa fatídi-ca conversación con mi hermana. Pa-dres, tíos, amigos, conocidos, vecinos, personas incidentales y un hermano que sólo respiró un par de semanas. La idea ha merodeado por mi cabeza por mucho tiempo. Nunca he estado muy seguro sobre qué hacer con esa infor-mación.

La segunda vez que me di cuenta de que todos nos vamos a morir fue después de leer un cuento de Douglas Coupland. Aparece en el libro Life After God. Es un cuento en el que los personajes dan testimonio de sus ex-periencias personales al momento en que cayó “la bomba.” Esto es, la bomba que ha sido no más que metafórica, la que metafóricamente lleva a término esto que llamamos vida. Algunos per-sonajes, si mal no recuerdo, estaban en el supermercado. Otros en la ca-lle. Escucharon impactos de vitrinas, una luz incandescente. La estantería se desmoronaba.Y luego, algo que po-dríamos llamar el fin. Los narradores tenemos una relación muy cercana con el fin de las cosas. Llevamos los asun-tos a su debido o indebido término. Me impactó la condición postmoderna de los testimonios, el uso desmedido de la naturalidad, una actitud conversacio-nal al momento de explicar sus expe-riencias del fin. Podemos escribir un largo y no tan triste relato de cómo mi-les y miles de personajes declaran sus últimos segundos en la tierra. No sé si la mayoría, no sé si alguno de ellos, no sé si todos, terminarían sus declaracio-nes dibujando una sonrisa bobalicona. Creo que no hay mejor manera de enfrentar la muerte que sonriendo un poco. Como cuando descubres un secreto que de todos modos reconocías desde el principio.

Es posible que el fin último de las cosas sea como el final de una película para la cual ya adivinabas el desenlace. Sin incertidumbres, pero sin revelacio-nes. Sólo una nada sospechada. Fin.

La muerte es mujer. No la mujer, no una mujer. Simplemente es mujer. Se lava el cabello todas las tardes, en un riachuelo cercano a su cabaña. Discute todo el día con un grupo de señoras sobre la existencia o inexistencia de quie-nes poco a poco vamos muriendo. Se lava su largo cabello mientras discute, y las señoras le avisan cuándo ella tiene que decidir que el tiempo de algunas personas llegó a su término. Nunca sabe qué hacer al respecto, sólo sabe que algunos sí, algunos no, algunos después, pero todos, todos y cada uno de no-sotros, dejamos de existir. Esto es problemático para ella. Pero nunca pone ese tema sobre la mesa. Sólo sabe lo que todos sabemos, a fin de cuentas.

La tercera vez que pensé que todos vamos a morir fue en un gimnasio en Santiago de Chile. Estaba sentado en una de esas bicicletas estacionarias cuya forma permite que pedalees en una posición casi horizontal. Veía a todos los usuarios del gimnasio, unos recostados en colchonetas haciendo pujidos mientras encorvaban sus cuerpos, otros f lexionando sus rodillas mientras sostenían unas mancuernas con los brazos a los lados, un tipo haciendo bí-

ceps en un dispositivo con forma de confesionario. Y luego pensé: todas estas personas vamos a morir, en algún momento. No trivialicé el esfuerzo por mantener un cuerpo sano, sino que más bien pude ver a una comunidad de humanos esforzándose por olvidar que todos morimos. Cien años después, es posible advertir en ese espacio un poco de la bruma, el sudor, el aliento y el ger-men que dejamos.

Fue una experiencia similar a esto: hay una escena en El pescador de ilusio-nes de Terry Gilliam, donde el persona-je principal, un Robin Williams inter-pretando a un historiador que se volvió loco y ahora merodeaba las calles como romántico indigente, imagina a los transeúntes de Grand Central Station bailar un waltz; en ese momento, siem-pre pienso lo mismo: todos estos baila-rines van a morir. Suena lúgubre, pero en realidad no lo es. Es una especie de alivio. No sé por qué.

He querido especular en este diario la posibilidad de que estos sean los úl-timos días de nuestras vidas. Que este diario sea el receptáculo (¿ficticio?) de las últimas experiencias de personas sumidas en su humanidad demasia-do humana, perdidos en el espacio de la cotidianidad. Me gusta pensar que dejo registro de existencias últimas, de momentos íntimos, anodinos, simples, alejados del espectáculo y la expecta-ción. Lejos del drama y el ruido y la tea-tralidad de nuestro mundo. Cerca de lo que aún le compete a este mundo, por-que le compete a la memoria: los deta-lles nimios. La respiración de un bebé, los bailoteos de un repartidor de volan-tes, el escudriñamiento de una señora

que no sabe para dónde va y está parada en una esquina esperando no sé qué; envoltorios atrapados en las banquetas de las calles, la “quieta desesperación” de hombres y mujeres y niños que especulan la vida con la sospecha de que no existe más allá. ¿Qué se hace cuando ya no podemos imaginar un más allá?

No obstante, veo que me ganan los tiempos. En menos de un mes, recibo no-ticias de muertes como una constante: escritores, amigos, colegas, cantantes, hijos reencontrados sin vida en barrancos. Osama Bin Laden (¿qué significa su muerte, más allá de la narratividad con la que el espectáculo contemporá-neo acoge su muerte, que intenta cerrar el capítulo de algo que sigue latente, aunque no sepamos realmente qué?). Se suman a la lista los personajes inci-dentales de nuestro tiempo como si hubieran decidido despedirse, a pesar de que se corre el riesgo de perder una voz poética que siga invitándonos a sentir los breves placeres de la vida. Y en realidad, no sé qué pensar. Salvo en una mujer que lava su cabello en las aguas de un riachuelo. Ella lo sabe todo. Pero no nos dice nada.

sobre cómo, de pronto, descubrimos que vamos a moriralejandro espinoza

http://lja.mx/guardagujas

[email protected]: edilberto aldán / joel grijalva

dos poemasricardo esquer

un retrato fiel es únicoel retrato fiel no se parece

imita al modeloeste ser vivo que deja de posar para tomar un trago

un ser vivo deja de ser modelo para comer algorelajarse

conversar con el artistapedir luz indirecta

un espejo donde beber la imitación de sí mismo

no el parecido se adhiere al cristaleste cuerpo desnudo frente a tus ojos danzantes

tus miradas y esta luz convergen aquíen la orilla exterior del parecido

imagen y modelo—ella fugaz en la líquida superficie de lo inarticuladoél alza su copa llena de vida que respira ruidosa—anclados en márgenes opuestas de la palabra que pasa

el río comienza donde fluye la más grande invencióndonde el retrato es fiel a la música alada

acicaladasalada y dulce

tierra adentro aquímar afuera

mar adentro allátoda la civilización atenta a la fraseeste puente fugaz y sonoro

revelado entre tú y yopor una luz en la que creemos ciegainconfesablemente

aunque el retrato nos repita varias veces—¡no soy Aquiles!—

y el modelo haga su pausa habitual entre dos sesiones—la bata oscura contrasta con sus costados

pide aguay nos devora con avidezantes de volver al centro del círculodonde todos podemos observarlo

este retrato es único por fiel—¡no soy ella!

dices sin saber su nombrela mujer del héroe

y sigues bailando—eres el eje del planeta—

mucho después de que el poema termina

por qué deben morir las palabras

Por qué deben morir las palabras cuando cesan

las vibraciones de sus últimas letras en la tarde tranquila

el acomodo de sillones y cacerolas en alguna parte de ti

cuando su resplandor se apaga en la oscuridad de tu corazón

convencido sin embargo de que un silencio azul envuelve el mundo

aunque el día se ensancha a medida que la agitación y el vacío crecen

maduran y adquieren el derecho de existir

una mentira que terminas por creer después de repetirla cada mañana.

Las palabras mueren cuando no las decimos a tiempo

su figura hueca se incorpora al viento sin provocar el menor cambio

el incendio que alguna vez provocaron en la página grita presente en la

ceniza

la vegetación marchita llevada por el aire silencioso

y no: el murmullo de lo que espera ser nombrado

en lugar de este recipiente funerario.

Don G. / La fuente contraataca