guardagujas 44

4
uarda ujas g g http://lja.mx/guardagujas enero 2012, n° 44 uéntame más sobre el futuro –pidió Frida, sin despegar la vista de la enciclopedia que le mostraba Bruce–. No puedo creer que seré famosa. —Ya te he dicho que no se trata del futuro, al me- nos no del tuyo –contestó Bruce. —Pero siempre dices que en tu mundo soy una mujer famosa –dijo Frida mientras giraba luciendo su vestido floreado, contenta porque de la polio- mielitis y su pie enfermo sólo quedaba el recuerdo. —Así es, pero en realidad no se trata de ti; la Fri- da de Mundo Real, la que es famosa, murió hace si- glos y era casi una paralítica, además estuvo casada con ese hombre tan feo, Diego Rivera –respondió Bruce con una mueca. —No me gusta que digas eso, yo no estoy para- lítica; mira mi pie. Mejor enséñame mis cuadros. Bruce tocó un icono en la pantalla y un menú de pinturas en miniatura se desplegó. —Esta –ordenó la niña, señalando con el dedo Las dos Fridas. La imagen se agrandó al tacto mientras los otros cuadros buscaron refugio en un menú al pie de la pintura mayor. Esa pintura le fascinó desde la primera vez en que Bruce se la mostró, tenía algo… no estaba segura qué, pero podía permanecer horas observándola. De hecho, y esto era algo que aún no le había dicho a Bruce, precisamente inspirada en esa pintura ha- bía empezado a dibujar. —El lugar de donde yo vengo no es tu futuro –Dijo Bruce–. Ni siquiera estoy seguro de que el Portal sea una máquina del tiempo. Es… como vi- sitar otro mundo. No sé si me explico… Mundo Real. Era un tema del que Bruce prefería hablar lo menos posible. Suponiendo que pudiese explicar que viajar en el tiempo es imposible por- que el tiempo no es algo lineal ni mucho menos pla- no, y que abrir una brecha en él es en realidad viajar de un universo a otro, y que tal vez no se trataba de otro universo, sino de otra realidad o alguna cosa más compleja. Cómo explicar que los científicos de Mundo Real, es decir su propio universo, de donde venía, hallaron la manera de hacerlo como quien abre una puerta y del otro lado encontrar justo el lugar a donde se quiere ir, en la época que se quiera, siempre y cuando ya haya pasado. Cómo explicar que así fue como una mañana de 1912, en la prade- ra suiza, apareció de la nada una especie de neblina que lo cubría todo hasta llegar a las nubes, y que de allí salió el ejército más grande que se hubiera jun- tado: militares y diplomáticos primero. Hombres de negocios, científicos y mercenarios después, y en los tiempos más recientes también algunos gru- pos de turistas ricos. No estaba seguro de poder explicar las razones de lo que sin duda era una inva- sión. Sobre todo si tenía que explicárselo a alguien como Frida. Un resplandor rojo se encendió en la esquina del videófono. Bruce ignoraba por lo general esas irrupciones, pero tenía cinco días sin presentarse a la oficina y empezaba a sentirse inquieto. Presionó el botón que dejaba pasar la llamada y el rostro de su secretario particular apareció tras un leve par- padeo. —¿Señor? —¿Qué quieres? —Tenemos problemas. —Claro que tenemos problemas. Nuestro traba- jo es tener problemas. —Pero esta vez quizá sea necesaria su presencia, señor. Carranza quiere hablar con usted, y ha dicho que no se irá de aquí hasta verle… Carranza. El tipo llevaba semanas queriendo hablar con Bruce. La última vez que se vieron fue cinco años atrás, en 1915, cuando ambos fueron nombrados en sus cargos. Carranza todavía era presidente electo, y Bruce el representante del Pro- ject World Expedition en México, y se suponía que debían trabajar en conjunto, pero de ninguna ma- nera sentía que tuvieran mucho qué decirse. Cuan- do su secretario dijo problemas, Bruce había pen- sado en cosas más graves. Le enorgullecía pensar que Carranza era el problema más serio que tenía por enfrentar. —Ok. Voy para allá. Apagó el videófono y con la mirada recorrió la bi- blioteca: Frida ya no estaba. No era la primera vez que lo dejaba hablando solo. Bruce encontró a Carranza de pie, en el centro de su oficina, tal como había prometido su secretario. Pudo darse cuenta de que el hombre iba sobrio. —Estoy preocupado –dijo Carranza con voz temblorosa, rechazando la invitación de Bruce a sentarse–. Está por concluirse mi sexenio y no se han cumplido los acuerdos, esto es un saqueo. —¿Saqueo? ¿Pero qué palabra es esa Venustiano? –contestó Bruce–. Por lo que yo sé, la gente tiene automóviles, ropa, televisiones, radios, medicina. ¿Eso no es benéfico? Francamente creo que lo han asesorado mal. —¡No es cierto! –Gritó Carranza, su voz a un paso de romperse en llanto–. ¡Ustedes están des- truyendo nuestro futuro! —¡Pero de qué futuro me está hablando! No me salga con el futuro. Si algo nos debe es precisa- mente eso. Por no mencionar su alcoholismo. ¡Lo hemos dejado gobernar estos últimos cinco años! ¿Qué más quiere, Venustiano? ¡Tenga dignidad! Carranza se llevó las manos a la cara, se había quitado los lentes y con los dedos sobre el puente de la nariz presionaba sus ojos cerrados, intentan- do detener las lágrimas que lo acometían. —Vamos hombre, no lo tome así. Vaya a C gerardo gonzález presente imperfecto rodolfo jm ... •Premio Nacional de Cuento Fantástico y de Ciencia Ficción 2011

Upload: suplemento-guardagujas

Post on 15-Mar-2016

213 views

Category:

Documents


0 download

DESCRIPTION

guardagujas cuarenta y cuatro suplemento de La Jornada Aguascalientes (29) enero 2012

TRANSCRIPT

uarda ujasg ghttp://lja.mx/guardagujas

enero 2012, n° 44

uéntame más sobre el futuro –pidió Frida, sin despegar la vista de la enciclopedia que le mostraba Bruce–. No puedo creer que seré famosa.

—Ya te he dicho que no se trata del futuro, al me-nos no del tuyo –contestó Bruce.

—Pero siempre dices que en tu mundo soy una mujer famosa –dijo Frida mientras giraba luciendo su vestido floreado, contenta porque de la polio-mielitis y su pie enfermo sólo quedaba el recuerdo.

—Así es, pero en realidad no se trata de ti; la Fri-da de Mundo Real, la que es famosa, murió hace si-glos y era casi una paralítica, además estuvo casada con ese hombre tan feo, Diego Rivera –respondió Bruce con una mueca.

—No me gusta que digas eso, yo no estoy para-lítica; mira mi pie. Mejor enséñame mis cuadros.

Bruce tocó un icono en la pantalla y un menú de pinturas en miniatura se desplegó.

—Esta –ordenó la niña, señalando con el dedo Las dos Fridas.

La imagen se agrandó al tacto mientras los otros cuadros buscaron refugio en un menú al pie de la pintura mayor.

Esa pintura le fascinó desde la primera vez en que Bruce se la mostró, tenía algo… no estaba segura qué, pero podía permanecer horas observándola. De hecho, y esto era algo que aún no le había dicho a Bruce, precisamente inspirada en esa pintura ha-bía empezado a dibujar.

—El lugar de donde yo vengo no es tu futuro –Dijo Bruce–. Ni siquiera estoy seguro de que el Portal sea una máquina del tiempo. Es… como vi-sitar otro mundo. No sé si me explico…

Mundo Real. Era un tema del que Bruce prefería hablar lo menos posible. Suponiendo que pudiese explicar que viajar en el tiempo es imposible por-que el tiempo no es algo lineal ni mucho menos pla-no, y que abrir una brecha en él es en realidad viajar de un universo a otro, y que tal vez no se trataba de otro universo, sino de otra realidad o alguna cosa

más compleja. Cómo explicar que los científicos de Mundo Real, es decir su propio universo, de donde venía, hallaron la manera de hacerlo como quien abre una puerta y del otro lado encontrar justo el lugar a donde se quiere ir, en la época que se quiera, siempre y cuando ya haya pasado. Cómo explicar que así fue como una mañana de 1912, en la prade-ra suiza, apareció de la nada una especie de neblina que lo cubría todo hasta llegar a las nubes, y que de allí salió el ejército más grande que se hubiera jun-tado: militares y diplomáticos primero. Hombres de negocios, científicos y mercenarios después, y en los tiempos más recientes también algunos gru-pos de turistas ricos. No estaba seguro de poder explicar las razones de lo que sin duda era una inva-sión. Sobre todo si tenía que explicárselo a alguien como Frida.

Un resplandor rojo se encendió en la esquina del videófono. Bruce ignoraba por lo general esas irrupciones, pero tenía cinco días sin presentarse a la oficina y empezaba a sentirse inquieto. Presionó el botón que dejaba pasar la llamada y el rostro de su secretario particular apareció tras un leve par-padeo.

—¿Señor? —¿Qué quieres? —Tenemos problemas. —Claro que tenemos problemas. Nuestro traba-

jo es tener problemas. —Pero esta vez quizá sea necesaria su presencia,

señor. Carranza quiere hablar con usted, y ha dicho que no se irá de aquí hasta verle…

Carranza. El tipo llevaba semanas queriendo hablar con Bruce. La última vez que se vieron fue cinco años atrás, en 1915, cuando ambos fueron nombrados en sus cargos. Carranza todavía era presidente electo, y Bruce el representante del Pro-ject World Expedition en México, y se suponía que debían trabajar en conjunto, pero de ninguna ma-nera sentía que tuvieran mucho qué decirse. Cuan-do su secretario dijo problemas, Bruce había pen-sado en cosas más graves. Le enorgullecía pensar que Carranza era el problema más serio que tenía por enfrentar.

—Ok. Voy para allá. Apagó el videófono y con la mirada recorrió la bi-

blioteca: Frida ya no estaba. No era la primera vez que lo dejaba hablando solo.

Bruce encontró a Carranza de pie, en el centro de su oficina, tal como había prometido su secretario. Pudo darse cuenta de que el hombre iba sobrio.

—Estoy preocupado –dijo Carranza con voz temblorosa, rechazando la invitación de Bruce a sentarse–. Está por concluirse mi sexenio y no se han cumplido los acuerdos, esto es un saqueo.

—¿Saqueo? ¿Pero qué palabra es esa Venustiano? –contestó Bruce–. Por lo que yo sé, la gente tiene automóviles, ropa, televisiones, radios, medicina. ¿Eso no es benéfico? Francamente creo que lo han asesorado mal.

—¡No es cierto! –Gritó Carranza, su voz a un paso de romperse en llanto–. ¡Ustedes están des-truyendo nuestro futuro!

—¡Pero de qué futuro me está hablando! No me salga con el futuro. Si algo nos debe es precisa-mente eso. Por no mencionar su alcoholismo. ¡Lo hemos dejado gobernar estos últimos cinco años! ¿Qué más quiere, Venustiano? ¡Tenga dignidad!

Carranza se llevó las manos a la cara, se había quitado los lentes y con los dedos sobre el puente de la nariz presionaba sus ojos cerrados, intentan-do detener las lágrimas que lo acometían.

—Vamos hombre, no lo tome así. Vaya a

—C

gera

rdo

gonz

ález

presente imperfecto

rodolfo jm

. . .

•Premio Nacional de Cuento Fantástico y de Ciencia Ficción 2011•

http://lja.mx/guardagujas

casa y tómese una copa a mi salud, ¿de acuerdo? Y otra a la suya, recuerde que es un hombre afortuna-do por estar vivo. Todo hombre vivo es un hombre afortunado.

Carranza salió de la oficina sin volver a mirar a Bruce.

A Frida la gustaba pasearse en éxtasis por la ciu-dad, le gustaba la luz neón de los anuncios y nego-cios que inundaban las calles del Centro, dando a los edificios de piedra y las calles embaldosadas un resplandor extraño, fantasmal. Cuando no estaba Bruce con ella, Frida tomaba un par de capsulas de MDMA, su walkman y sus anteojos negros, y salía de paseo. Le gustaba el contraste: la tosca humil-dad de huaraches, sombreros y rebozos, mezclados con las coloridas camisetas y los blue jeans impor-tados desde Mundo Real; las prostitutas callejeras que utilizaban maquillaje fluorescente para llamar la atención, las grabadoras y televisores portátiles, los automóviles rugiendo junto a carrozas tiradas por caballos, y el ocasional sonido de algún heli-cóptero en el cielo. Las manos comenzaron a su-darle, al igual que las axilas y la frente. Su corazón se hinchaba y deshinchaba con violencia. Aquello que había tomado, ahora lo sabía, no era MDMA puro, estaba cortado con demasiada anfetamina. Solía pasar. El paisaje se volvió una mancha, sus piernas fueron tan débiles y tan flexibles que se do-blaron hasta llegar al suelo.

Un hombre vestido de traje impidió que la niña se golpease al caer. Levantándola con delicadeza la llevó hasta el interior de un auto donde una mu-jer de cabello gris y anteojos pequeños miraba con preocupación.

—¿Se encuentra bien? –preguntó la mujer. —Parece que sólo fue un desmayo –respondió

el hombre de negro, que ya se había instalado al frente del volante y conducía a un costado de la Alameda Central-, seguramente está drogada, ya se pondrá bien.

Sólo Frida o Lola tenían el poder de hacerle olvidar el trabajo, lo gratificante que podía ser enfrentar a

alguien, y vencerlo, pisotearlo sin dejar de sonreír. No cualquiera podía hacerlo. Se necesitaba un ta-lento especial, y Bruce lo tenía. La confrontación era su elemento. Excitado sacó de su escritorio una botella de whisky, se sirvió tres dedos del amba-rino alcohol y bebió de un trago. Nunca faltaba el whisky en ninguno de sus escritorios, era parte de su equipo de trabajo. En el videófono brilló una luz verde que muy pocas veces antes se había encendi-do. Era la línea directa con las oficinas centrales en Suiza, donde se encontraba el Portal. Bruce presio-nó el botón para aceptar la llamada y dio un respin-go al ver el rostro de Richard Williams ante sí.

Richard Williams era el director del Project World Expedition. A él se debía el complejo entramado de tuberías y plantas refinadoras encargadas de lle-var el petróleo desde el Golfo de México y Medio Oriente hasta Suiza primero, y después, cruzando la eternidad misma a través del Portal, hasta las ciudades norteamericanas de Mundo Real.

—¡Señor secretario! –Exclamó Williams– ¡Qué sorpresa encontrarle en su oficina! Llevo días in-tentando comunicarme con usted.

—Señor Williams, siempre es un placer verle –contestó Bruce.

—Lo dudo mucho –continuó Williams–. Ade-más he de serle sincero: no me gustan los pedófi-los. Así que podemos ahorrarnos el protocolo. Si le estoy llamando es porque la situación en México nos preocupa.

—Supongo que lo dice por Carranza, señor –res-pondió Bruce –. Me alegra decirle que se trata de un error de apreciación, ese hombre no represen-ta ningún riesgo; en quien hay que fijarse es en su sucesor, Francisco Villa, un gran líder, hombre de mano dura, y con quien estamos en términos idea-les…

—No me sorprende que no sepa de lo que hablo, señor secretario –contestó Williams–. Sobre todo cuando sé que durante la última semana apenas se ha presentado a esta oficina. Sin mencionar a la so-brina del ex presidente Madero. Una quinceañera con quien por cierto tiene usted una relación algo complicada. Tengo entendido que incluso viven juntos.

Bruce hubiera querido coger el sólido pisapape-les que tenía sobre el escritorio y lanzarlo contra

el monitor en que se desplegaba el ancho rostro de Williams. Sabía de primera mano que no había alto funcionario, incluyendo el mismo Williams, que no tuviera alguna afición privada, era normal y na-die solía hablar de ello. Después del duro trabajo de los primeros ocho años desde que comenzó la expedición se tenían bien ganados los privilegios que ahora tenían, no entendía la razón de tan agre-sivo discurso. Al parecer Williams disfrutaba el pi-sotear a su oponente tanto cómo él mismo.

—Pero no se trata únicamente de eso, señor se-cretario, ha habido algunos intentos de sabotaje en los oleoductos. Observe lo que voy a mostrarle.

En la pantalla del videófono apareció el logotipo del Project World Expedition y bajo él una leyenda de confidencialidad.

La grabación había mostrado tres hombres colo-cando una bomba; uno de ellos, de acuerdo a sus ropas y al equipo con el que instaló el explosivo, proveniente de Mundo Real; los otros dos un par de mexicanos perfectamente identificables, o al menos lo era la insignia en su hombro derecho, que los señalaba como miembros de la División del Norte, ejercito al mando del gobernador de Durango, Francisco Villa, a quien cuatro años atrás el mismo Bruce encargó someter las huel-gas obreras y los levantamientos campesinos en el sur del país. Las preocupaciones de Williams estaban en Mundo Real, sabía de grupos políticos y de activistas capaces cualquier cosa. No impor-taba que todos en Mundo Real disfrutaran de los beneficios conseguidos con los hidrocarburos, y con el tráfico comercial entre mundos, incluido el ilegal: armas, obras de arte, gente; todo por lo que alguien estuviera dispuesto a pagar. Pero no todos estaban de acuerdo con la manera en que él, Richard Wiliams, dirigía las operaciones de la ex-pedición, y como buitres esperaban el momento de verlo tropezar para saltarle encima, destituirlo y nombrar a un nuevo director que hiciera cerrar el Portal y abrirlo en otro mundo, en otra época según ellos menos conflictiva. Las preocupacio-nes de Bruce eran locales: Francisco Villa. No era un político tradicional, actuaba con astucia y san-gre fría, era valiente, su liderazgo era auténtico, lo había demostrado al arrasar las fuerzas de Emilia-

... presente imperfectotr

es p

oem

aspa

tric

ia d

ubra

va Rehusarse a matar

Para Len

Se necesitan diez minutospara atrapar viva a la mosca,echarla fuera;con eso me libro,por la mala, de ese latidoque zumba en los vidrios.

Una vez un hombre se distrajode una sesuda discusióndurante los minutos que le llevóatrapar un bicho así.

“¿Qué está haciendo?”

“Se rehúsa a matar un insecto”,contestaste.

Rehusarse a matar:siempre lleva más tiempo.

El paso del veranoen el Parque Cheesman

Voy despacio por el sendero del ponienteentre jaspeadas hileras de tilos,imaginando otra vez que voy por un paisajepintado por Seurat.Retengo esta imagen contra la resequedadde que habla la voz de las hojas.Los cuerpos esbeltos ya no saltan para devolverun servicio en sílabas extrañas:la temporada de volibol vietnamitaha terminado.Músicos que recogían sus guitarrasjunto a las albercas, malabaristas cuyos bastosbrillaban en los prados,todos han desaparecido.Incluso en el pabellónla acción se ha enfriado, sólo unos cuantosjóvenes en patinestodavía ligan entre las columnas.Con los shorts ondeando en sus duros traseros,la música conectada a sus oídos,los que vienen a correr son lo único perenne.Al bajar la mirada del frente,hacia la sombra azulada,veo al muchacho solitario que,con cuaderno y pluma, bosquejatal vez la Gran Novela Americana,tal vez me describe mientras paso.

The passing of Summer,Cheesman Park

I linger along the western pathbetween mottled rows of linden trees,imagining again I walk a placepainted by Seurat,holding this image against tellingdryness in the voice of leaves.Slim bodies no longer leap to returna serve in strange syllables:the Vietnamese volleyball seasonhas ended.Musicians who gathered guitarsby the pools, jugglers whose batonsglittered on the open lawnshave all disappeared.Even the action at the pavilionhas lost its heat, only a fewyoung men on roller skatesleft cruising among the columns.Shorts f luttering over tight buttocks,Music wired to their ears,joggers are the one perennial here.Lowering my gaze from the front rangeto blue spruce shade,I see the solitary boywith notebook and pen, perhapsdrafting the Great American Novelperhaps writing me down as I pass.

[email protected]

Cosas que aprendí de mi madre

De vuelta en casa, luego que amanece,está sentada en la silla de la cocina,la que tiene un rasgón en la esquina del asiento,abrazándose una rodilla contra el pecho:café y una cajetilla de Herbert Tareytons sin filtrocolocada frente a sí, fuma exhalandoun cansado suspiro por los poros de la nariz.En sus ojos sin mirada: la sombra de los nogalesque crecen en nuestro patio trasero.

Era en lo verde donde le gustaba descansar la vistadespués de una noche de urinales, de preparar mujerespara el parto; era el cigarrillo, el humoenrollado en su cabeza, lo que garantizabala calma necesaria para atraer el sueño en el día,aunque su sueño no era lo bastante profundoni lo bastante prolongadopara aliviarle las ojeras.

También a mí me da por sentarme con una rodilla arriba,pues todas las sillas de adultos son demasiado altaspara la pequeña estructura que ella me dio.Se me antoja un cigarrillo, sobre todo cuando ya el ajetreodel día se ha ido, cuando me hacen falta los nogalesque me hacen sentir en la tierra,esa visión de sombra verde de la cualdepende más que el sueño, en esos momentoscuando uno necesita una pantalla de humo para sostenerse.

Things I Learned From My Mother

Home just past sunrise, she sat in the kitchen chairwith the tear in the corner of its seat,one knee hugged to her chest,coffee and pack of filterless Herbert Tareytonsplaced before her, smoke exhalinga tired sigh from her nostrils,shadowed eyes glazed over the leavesof the hickory trees in our backyard.

It was the green she liked to rest her sight onafter a night of bedpans and preparing womenfor delivery; it was the cigarette, its smokescrolled around her head, that guaranteedthe calming needed to coax daytime sleep,though never sound or long enough to healthe bruised flesh beneath her eyes.

I too sit with one leg folded up,all adult chairs being too tallfor the small frame she gave me,yearn for a cigarette most after a day’s rushis gone, when I want grounding, hickory trees,that green-shaded vision upon which morethan sleep depends, those momentsone must have a smoke screen to hold.

Refusing to kill

For Len

It takes ten minutes to catch the fly live,flourish it outdoors,gesture which rids me,the hard way, of headbeatbuzzing into glass.

A man was once distractedfrom deep discussionfor the minutes it tookto catch a bug so.He crouched at the door,giving a beetle godspeed.

“What is he doing?”

“Refusing to kill an insect,”you replied.Refusing to kill:it always takes longer.

traducción:agustín cadena

no Zapata en el sur. El peligro era real. Bruce llegó a su casa, recogería ciertas cosas y

saldría al helipuerto a tomar un vuelo rumbo a Du-rango. Sabía que en cualquier momento se encon-traría con Lola; ya podía imaginarla con su negra melena, los párpados exageradamente maquilla-dos, vestida con ajustados jeans y una camiseta sin mangas hasta el ombligo. Seguramente le reñiría por no llevarle esas zapatillas rojas que le había pedido. Discutirían por cualquier cosa, tal vez ella le echaría en cara su ausencia de la última sema-na, incluso puede que estuviese enterada ya de la existencia de Frida, y entonces la discusión se vol-vería una escena con gritos, lágrimas, promesas, y tal vez, al final, la cama. Pero sería en otra ocasión, primero tenía que llegar a Durango y hablar con Villa, saber qué estaba pasando, matarlo allí mismo si era necesario.

Bruce era un hombre con recursos, eficaz. Lo había demostrado antes y después de su nombra-miento al frente de la Secretaría de Asuntos Mexi-canos del Project World Expedition: el país no sólo había sido pacificado, sino que mostraba uno de los índices más altos en producción petrolera. El haberse ganado el favor de la familia de Lola tam-bién demostraba la capacidad de Bruce: les había prometido Hollywood, fama, dinero, una oportu-nidad para trasladarse a Mundo Real, donde los au-tomóviles, y las computadoras, y los aviones, y so-bre todo el cine, la pantalla grande… Les prometió una educación para la niña en las mejores escuelas de arte dramático de Mundo Real, castings con los directores más importantes. Todo lo que desean escuchar unos padres que sueñan con la estrella que su hija puede llegar a ser. Lola tenía trece años entonces, e ignoraba que nunca conocería a Jaime Martínez del Río, el hombre con quien se había ca-sado en Mundo Real, y quien le diera el apellido con el que se volvió famosa.

Con Frida sucedió algo parecido, un año atrás el padre de la niña fue encarcelado por motivos po-líticos y la familia fue presa fácil de los esbirros de Bruce, quienes iban con la misión de ofrecer una beca para que la pequeña estudiase en la mejor es-cuela del país, imposible de rechazar si además ve-nía aderezada con un maravilloso tratamiento para curar la poliomielitis que intentaba doblegar el pie

derecho de Frida. Sus musas, sus niñas. ¿Quién más podía saber lo

que significaban para él? No era un pedófilo, como acusaba Williams. ¿Qué podía saber ese viejo sodo-mita? Frida lo fascinaba y atemorizaba al mismo tiempo, no se atrevía a tocarla. Con Lola era distin-to, Lola era la concupiscencia y la pasión, el desdén, la debilidad más poderosa, era esa parte suya que había despertado luego de dormir cuarenta y ocho años.

Y no pensaba renunciar a ninguna de ellas. Entró a su despacho y revisó su portafolio, se

aseguró de que el cargador de su anillo pistola es-tuviese lleno y se detuvo a observar una fotografía de Lola. No existía otra razón para lo que hacía, ni siquiera las mezquinas necesidades de Mundo Real y todos sus Richards Williams, se dijo. Metió la mano en una gaveta de su escritorio y sacó la rigu-rosa botella de whisky. Bebió un trago directo del pico y salió de la habitación, quizá después de todo era mejor no haber encontrado a Lola.

Bajaba las escaleras cuando el reflujo gástrico y el vértigo se apoderaron de él, un violento espasmo hizo que el portafolios cayera de su mano, marcan-do la trayectoria que el cuerpo sin vida de Bruce recorrería un par de instantes después.

Lola salió de la cocina con paso lento, la mirada desorbitada y las manos aferrando fuertemente su camiseta; como si estuviera en trance llegó hasta el cuerpo de su amante y sobre él se deshizo en lá-grimas.

—¡Perdóname, mi amor, perdóname! Veinte minutos más tarde la joven Dolores fue

vista por última vez corriendo sobre la carretera que llevaba de la casa de Bruce a la Ciudad de Mé-xico.

Conocer a Frida, una de las mujeres cuya vida y obra más admiraba, tener oportunidad de resca-tarla de las calles, refugiarla en su habitación de hotel y ayudarla en su recuperación, era un premio que Eleanor Varley nunca esperó recibir, algo de lo que podía sentirse orgullosa, un sueño hecho reali-dad. Para Frida esos días en el hotel eran el refugio perfecto, unas vacaciones en las que se dedicaba a dibujar, descansar y comer cosas sanas; su anfi-triona era amable y la trataba como si fuese alguien

divino, aunque Frida ya estaba acostumbrada a ese tipo de trato con la gente de Mundo Real. No era eso lo que más valoraba de estar en el hotel, lo mejor de todo era que Bruce no podría encontrarla allí, estaba harta de él, no quería verlo. Dentro de la enorme suite de Eleanor Varley, una productora de televisión de Mundo Real que estaba de vacacio-nes, Frida ignoraba lo que sucedía en el exterior. No sabía que Bruce Gibson, el Secretario de Asun-tos Mexicanos, había sido encontrado muerto por envenenamiento en la casa que compartía con su amante, Dolores Asunsolo, de quince años, quien se encontraba desaparecida y era principal sospe-chosa. Frida tampoco sabía que el Ejercito de la División del Norte, comandado por Francisco Vi-lla, había hecho volar el oleoducto más importante de Tamaulipas y declarado una revolución. Mucho menos sabía que ese había sido tan sólo el primero de una serie de levantamientos armados en todo el mundo, desde Veracruz hasta Abu Dhabi. Eleanor Varley tampoco lo sabía.

—¿Puedo ver? –preguntó Eleanor. —Es mi primera pintura –respondió Frida, para-

da frente a su creación. Eleanor Varley se quedó sin habla ante lo que

observó: un retrato de dos Fridas sentadas fren-te a frente sobre sillas de madera, una de ellas era una mujer adulta con las piernas cubiertas con una manta, la otra era una adolescente en jeans; cada una sostenía un globo terráqueo sobre su regazo, un globo cuyos río salían directamente de las venas de los brazos de ambas mujeres, y esas venas que primero se transformaban en ríos, súbitamente se volvían grises tuberías interconectadas, de mane-ra que los mundos, las mujeres, los ríos de sangre y de petróleo, confluían hasta volverse un mismo sistema.

—Se llama Las dos Fridas –dijo la niña, sin ocul-tar su orgullo.

Y Eleanor Varley, sin saber que en una semana se vería obligada a regresar a casa, que el levanta-miento armado y la presión de los enemigos de Ri-chard Williams en Mundo Real conseguirían cerrar el Portal, que no volvería a encontrarse con Frida, que estaban por venir tiempos de sangre y fuego, al mirar la pintura sintió un escalofrío crecer como un tumor maligno dentro de su pecho.

editores: edilberto aldán / joel grijalva

fantásmicacarlos bustos

Escritura Fantasma

Oscar Everest, escritor amigo mío, descubrió en una noche de in-somnios mortales, que tenía la capacidad de escribir lo que le dictaran los fantasmas, esos seres invisibles, de también mun-dos invisibles. Con una letra cicatrizada escribió sobre el pre futuro, es decir sobre las historias que se anteponen a la historia

final y que dictan, de manera detallada, cuál será nuestro fin. Everest descu-brió que el infinito es múltiple: si se modifica un evento de nuestra vida, por minúsculo que sea, el espacio establecerá infinitas modificaciones que harán que terminemos con un fin diferente.

Al terminar la escritura automática de un capítulo, Everest leyó con sorpre-sa que hablaba sobre todas sus posibles muertes, siempre y cuando alterara, sin cesar, el evento anterior que desencadenaría cada una de éstas: tocado en el corazón por el dulce veneno de un escorpión, engullido por el cáncer, o es-calando en la superficie de una montaña. Ninguna le satisfizo del todo.

Como las voces de los muertos seguían agolpándose dentro de su cabeza, buscó en el suicidio el estruendoso sonido del silencio.

Postilla Litteralis

Nicolas de Lyra, fue uno de los exégetas más destacados de fina-les de la Edad media. En 1330 renunció a todos sus cargos en la orden de Verneuil para consagrarse a su actividad docente en la Universidad de París y a sus escritos exegéticos. Aparte de unos cuantos textos menores, cabe mencionar la Postilla Litteralis in

Universam Bibliam. Además de la interpretación cristiana que hace del Anti-guo Testamento, también hace referencia a Jesucristo en innumerables pa-sajes. En especial me refiero al que habla de su verdadera apariencia. La obra estuvo sujeta a un sinfín de controversias hasta entrado el siglo XVI, cuando se pensó que había sido destruida totalmente. Una traducción salvó a la Pos-tilla entera y aún se conserva en la biblioteca secreta del Vaticano. El pasaje, que consta de dos partes, habla en su primera mitad de la vida de Cristo con el tono de los relatos simbólico-expresivos.

Así es como llegamos a la otra parte del pasaje: su identidad. Para Nicolas de Lyra, Jesús es la imagen de Dios Padre y los hombres son por lo tanto reflejos de su Creador. Pero Lyra va más allá al afirmar que esta no es una metáfora de los Evangelios sino una imagen concreta para los cristianos de aquel tiempo: cuando el hijo de Dios se despojó de su mortaja permitió ver su cuerpo y ros-tro convertidos en un espléndido espejo, libre de mácula, en que los hombres y mujeres presentes únicamente pudieron ver sus rostros desamparados, repe-tidos hasta la infinitud mientras Jesús ascendía a los cielos.

uan Rulfo es un hombre que contiene en su narrativa todo el peso de una cultura al-tamente sensible como la mexicana. Pero para el caso de este artículo, no buscamos analizar a Rulfo como el hijo de la Revo-lución o el artífice de la mayor pulcritud

estilística de las letras mexicanas del siglo XX, sino queremos analizar la gran ambigüedad de la obra rulfiana a manera de despejar la siguiente duda: ¿la narrativa de Rulfo puede considerarse “fantástica”? Y más aún: ¿Pedro Páramo y su espacio fantasmagó-rico se inscriben dentro de los cánones de lo fantás-tico teóricamente hablando?

Primero tenemos que comenzar especificando qué es lo fantástico, principal problema técnico, toda vez que no existe, hasta el día de hoy, una teo-ría consensuada y menos aún una definición “ofi-cial” que satisfaga todos los casos.

Como lo he señalado en mi trabajo Del fantásti-co clásico al posmoderno, un estudio sobre el sistema y evolución de lo fantástico (UNAM, 2008), lo ante-rior deriva de un problema de raíz. Lo fantástico no sería, en el sentido clásico del término, un “género”, sino un sistema textual compuesto por la integra-ción de ciertos elementos que se ponen en marcha para lograr un resultado, lo que nos permite pensar en lo fantástico más como una estrategia que como un acto ingenuo de escritura.

En mi estudio Del fantástico clásico al posmoderno, un estudio sobre el sistema y evolución de lo fantástico refiero que dicho sistema registraría tres paradig-mas: el de lo fantástico clásico, el de lo moderno y el de lo posmoderno, lo que reduciría la idea popular de que lo fantástico es un “subgénero”, una “sublite-ratura” o una simple “evasión”, como algunos aca-démicos o críticos autocomplacientes, creen aún.

De esa manera, considerar a lo fantástico como una estrategia eleva su registro a una categoría esté-tica en la que se dramatiza y evidencia los dos polos en los que basamos nuestro concepto de realidad: a saber lo “familiar” contra lo codificado como “lo extraño”. “sobrenatural” o “irreal” en cada cultura. Será así, que para ciertos pueblos “lo extraño” o lo “irreal” dependerá de lo que considere propiamente como “real”. Si pensamos en Foucault, lo fantástico implicaría los polos de lo Mismo y lo Otro, es decir, la Alteridad.

Así, el paradigma de lo fantástico clásico se refe-riría a la representación misma del sistema de lo fantástico en su estado original, es decir, cuando “se produce cuando uno de los ámbitos, transgrediendo

el límite, invade al otro para perturbarlo, negarlo, tacharlo o aniquilarlo”, como lo propone el inves-tigador Víctor Bravo. El caso más popular de esta estrategia lo representa Drácula de Bram Stoker.

Pero entonces, ¿cuál es la estrategia que se desplie-ga para consolidar el estado fantástico en Pedro Pá-ramo de Juan Rulfo? ¿Se parece a la de Bram Stoker?

La respuesta es no. La fantacidad en Pedro Páramo es claramente del tipo “moderno” –que consiste en el rompimiento del paradigma de lo fantástico clá-sico– puesto que en este tipo de relato nunca se des-pliega una figura insólita, sobrenatural (como las almas en pena de Comala) que amenazan con in-vadir lo cotidiano, puesto que lo cotidiano en Pedro Páramo es ya un mundo fantasmagórico. Un mundo irreal que usa las leyes de lo real. En Pedro Páramo, Rulfo “naturaliza” lo sobrenatural, es decir, usa la estrategia que define a lo “fantástico moderno”.

Como lo fantástico moderno se registra al invertir los papeles de lo fantástico clásico, en Pedro Páramo, lo insólito –los seres fantasmagóricos de Comala– se muestran como “posibles”, pero sobre todo como naturales. Es decir, emplea lo que Julia Kristeva lla-ma “la verosimilitud del texto” y que permite que Kafka comience una historia donde un hombre se levanta una mañana convertido en un insecto y el lector siga leyendo sin exaltarse como si eso fuera posible. Lo mismo sucede con Julio Cortázar y su hombre vomitando conejitos y con García Márquez con su virgen elevándose por los cielos.

Queda claro que por ello, Rulfo puede desplegar un pueblo lleno de almas en pena que hablan con el personaje principal, sin que éste se pregunte si esto es posible o no.

El propio Franz Kafka tenía clara esta posibilidad, a juzgar lo que refirió a un periodista en 1915: “Eds-chmid sostiene que introduje hábilmente lo mara-villoso en los hechos cotidianos. Es un grave error. Lo cotidiano en sí ya es maravilloso”. Y con ello, sa-bemos, cuán caro fue Kafka para Rulfo, Cortázar y García Márquez.

Y es cierto. En Pedro Páramo sucede una inversión

de lo fantástico clásico desde el primer momento. Juan Preciado, el protagonista declara: “Vine a Co-mala porque me dijeron que aquí vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”, y con ello focaliza la inversión de lo extraño en el estado permanente de las co-sas. Se entra, en efecto, a un mundo sobrenatural, un no-tiempo, un espacio-no real. En Comala, lo fantasmagórico es lo natural. Comala es un pueblo donde “no vive nadie”, sólo los muertos. En la pági-na 10 se lee: “Al cruzar una bocacalle vi a una señora envuelta en su rebozo que desapareció como si no existiera...” En este párrafo, Juan Preciado ya tiene un pie dentro del terreno de lo sobrenatural natura-lizado. Porque, aunque están todos muertos “y no había niños jugando, ni palomas, ni tejados azules, sentí que el pueblo vivía”, dice Juan Preciado.

Queda claro. En Pedro Páramo, los muertos, los fantasmas, las almas en pena son posibles. La pro-pia madre muerta de Juan Preciado se lo dice: “Allá (en Comala) me oirás mejor. Estaré más cerca de ti”

Es así que de forma magistral, a Rulfo le bastan las 159 páginas originales de Pedro Páramo, para desplegar una estrategia llena de ambigüedad que coloca al lector en terrenos de lo fantástico moder-no, sin que éste se percate la forma en la que ingresó y en la que salió, y en cambio, crea, todo lo que el autor le dice, de una manera única, no como novela realista, no como novela histórica, ni como novela de la Revolución, sino como un texto fantástico.

Me había quedado en Comala. El arriero, que se siguió de filo, me informó todavía an-tes de despedirse:

—Yo voy más allá, donde se ve la trabazón de los cerros. Allá tengo mi casa. Si usted quiere venir, será bienvenido. Ahora que si quiere quedarse aquí, ahí se lo haiga; aunque no estaría por demás que le echara una ojea-da al pueblo, tal vez encuentre algún vecino viviente.

Y me quedé. A eso venía...Unas páginas más adelante, el texto termina di-

ciendo que el padre de Juan Preciado “…dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras”, una imagen que naturaliza lo sobrenatural pero que también paraliza, como si hubiéramos pasado días ente-ros sumergidos en un mundo paralelo, un mundo de muertos, así, como nos sentimos todos en este mundo contemporáneo cada vez más inhumano, más cercano a la muerte, a la nada, a las sombras, a nuestro día a día.

J Mi mano se sacudió en el aire como si el aire se hubiera abierto. Una mujer estaba allí. Me dijo:—Pase usted.Y entré.

Juan Preciado.

Pedro Páramo: una fantasmagoría realomar nieto

El presente artículo fue escrito en la Biblioteca Regional Pública “María Soine de Helguera” de Lagos de Moreno, Jalisco, y presentado durante el IV Coloquio de Temas Jalisciences.