guardagujas 20

4
hp://lja.mx/guardagujas febrero 2011/n° 20 Déjame probar tu carne, tan suave, tan deliciosa, masticar tus piernas hasta los huesos. Devorar lentamente tus redondos senos, en verdad que eres mucho más de lo que me imaginaba. hugo gómez F L a tarde comenzaba a caer, fresca, cuando el maestro de ceremonias de la premiación anun- cia: y el jugador más valioso de esta final es: ¡Li- borio Sol de los subcampeones Lijadores! Hubo un si- lencio, se sintió más frío que el que comenzaba a hacer en ese final de invierno. ¿Qué pasó aquí? -pregunta La Polla manejador-juga- dor del equipo campeón Regadores, al presidente de la Liga-. Le tocaba ese premio a Inocencio Candela, él fue el más destacado de esta final. -Yo lo consideraba así, estoy de acuerdo con ustedes, pero fue lo que decidieron los periodistas -le respondió el presidente de la Liga-, y hay que respetar esa decisión. Inocencio Candela, los compañeros integrantes de su equipo, aficionados e incluso jugadores rivales, estaban totalmente sorprendidos por esa decisión. ¡A los perio- distas se les había olvidado su joya de pitcheo, su juego perfecto, de una semana antes…! ¡El juego soñado cada día y en cada partido por todo aquel jugador de pelota! Cuando vieron la sorpresa de todos, los cronistas rápido señalaron como culpable al colega que, por estadísticas to- tales ofensiva-defensiva, puso a Liborio como candidato. A mí no me culpen. “Ustedes podían proponer y re- futar, eran mayoría, yo uno y ustedes tres, en todo caso creo que todos fallamos”, les respondió el acusado. ¿Fallamos de errar o fallamos de definir? Se preguntó un periodista. -Pudieron ser las dos cosas -respondió otro. El mayor reproche que recibieron, por la valoración realizada, vino de los compañeros de Inocencio, los cuales al pasar junto a ellos dijeron con sorna: ¡esos pe- riodistas! Y es que los compañeros sabían de que el jue- go perfecto de Inocencio no era no era el único mérito. Había más: tenía más de 50 años y para jugar cada día del juego libraba una batalla con el jefe en el trabajo y con los colegas que no le querían suplir… Luego del baldazo de agua fría y el trago amargo en el recuento de los daños debajo de los mangos, allá por terreno del jardín izquierdo del parque, en el convivio, El Chori compañero de Chencho, le pidió: “Oye Can- delas, aquí hay algunos que no estuvieron la semana pasada, y otros que sí estuvimos, pero nos gustaría re- vivir las emociones del juego, con tu sentir”. -No soy muy bueno para el relato -dijo Inocencio. Además sería muy largo de contar. -Mira, es sentimiento. Tú platícanoslo -insistió el compañero. Inocencio se quedó como recordando y luego empe- zó a contar su hazaña: “Jugamos a mediodía el domingo. Estaba soleado y el ambiente agradable, con mucho calor en la tribuna. Era el segundo juego de la final y en el montículo estaba yo, Chencho Candelas, con más de 50 años sobre el aún duro cuero y mis cerca de 160 de estatura, habiendo re- cibido la confianza y responsabilidad de tratar de sacar a flote el barco. Cuando llegué a la caseta tras el cierre del quinto epi- sodio, me pregunta La Polla: -¿Candelas, ya te diste cuenta de lo que estás lanzando? -No. Respondí y pregunté también. ¿Qué llevo? -¡Cinco entradas perfectas, 15 hombres retirados en fila y vamos arriba tres carreras a cero! -Me dijo y lanzó la cuestión al viento- ¿Se imaginan llegar así hasta la novena entrada? Quedé helado por un momento. Pero entonces me dije, ¿qué se puede perder? No queriendo darle impor- tancia a la hazaña, pensé en salir a seguir disfrutando el juego y lanzar pelotas al “home”, con el apoyo de mi cátcher estelar El Ciego, quien me anima: “vamos el juego de mi vida candelario gonzález santana Cuento ganador del II Certamen Nacional de Cuentos Deportivos, Pedro “Mago” Septién, de la Federación Mexicana de Cronistas Deportivos, A.C. viejón a ver si podemos darles la sorpresa”. Pero… ¡Viejo, Candela, vamos, ya nos toca! El grito de los compañeros que me despierta de mi arrobamiento, recordaba a San Toro Valenzuela. Luego, camino al montículo, me asalta una inquietud: ¿y ahora qué voy a decir en el trabajo?, en un año es mi jubilación, y si el jefe se pone ñoño como sabe, habrá problemas. Rápido muchachos, al juego, grita insistente el ampáyer. Sexta baja. Creo que la loma es más alta de lo que pare- ce, o ¿yo me sentía grande en ese momento? Estoy ante el 7º al bateo, quien espera dañar la joya, me hace trabajar de más, pero con una recta adentro lo obligo a dar machu- cón por primera, a medio camino lo encuentra y quema, La Polla. El primero. La gente está conmigo, pero debo olvidar lo que gritan. Viene el 17º rival en fila, se deses- pera, me quiere despedazar la pelota, y lo poncho en tres tiros. Sigue la algarabía en las gradas. El 9º al orden, me cuesta dominarlo, lo pongo contra la pared con dos fau- les, mas pierdo la esquina y lleno la cuenta. La mayoría de aficionados me animan y presiona al bateador, nos la jugamos por el centro, ¡pock!, oigo el tablazo y la pelota vuela por el jardín izquierdo cargada al centro. Desde el fondo Nogal la corre, la mide. Cuando comienza a caer la canica le faltan pasos pa`llegar, susto, ¿se acabó el sueño? ¡ufffff! La atrapa a dos manos, locura en el parque. Antes de entrar al dogout espero, saludo y agradezco a Nogal por mantenernos en el sueño de todo pelotero, lograr un juego perfecto. ¡Seis entradas, 18 outs! Ya me siento triunfador. Que venga el agua para festejar. El daño se lo habíamos hecho a Liborio en la primera entrada, y de ahí, duelazo de pitcheo, pero, en la alta de la séptima, la llamada fatídica, él pareció flaquear; los compañeros me dieron respiro al ponerse dos en base y anotar una, la 4-0. Cierre de la fatídica. De nuevo a enfrentar al hombre obligado a embasarse. Cuando me inclino para preparar el movimiento de lanzar, El Ciego pide tiempo y me vi- sita en el montículo, “no dudes”, me dice, “tu puedes vie- jón, ponle candela, a éste le vamos a repetir la dosis de la primera tanda y, si le pega, ahí están los muchachos que darán el extra por tu juego”. Seguimos las corazonadas, combinación de rectas y curvas adentro y afuera, alter- nadas. El 1º al bateo, sacó elevado de faul atrás del Ciego, quien la localiza, lanza la careta, da un paso y se avienta, afirmando la mascota dos con la mano libre, para ase- gurar el out. Los aplausos y la ovación para mi receptor, bien ganados. Al 2º en el orden, la porra brava le grita: “¡ya péguenle al veterano, ¿qué no pueden pa`prestarles una raqueta o unos lentes pa’que vean la bola?!” Luego de tres pitcheos con ventaja mía, nos quiere sorprender con toque, le sale largo por tercera y Tenorio se arriesga para pescar a una mano y tirar a tiempo a primera y ponerlo quieto. ¡Dos outs! Al plato el 21º en fila, es un novato en- jundioso, el plan dominarlo con tres curvitas a la esquina de adentro. Lo logramos y abanicó para mi tercer ponche. Ya no quiero pensar. ¡Ése mi Chencho, ni en tus mejores días!, grita uno de los puntillosos, levantan- do el brazo con bebida en mano y un ¡Salud! Eso me hace recordar que hace mucho ya no tomo, estuve a un tris de perder el trabajo por ello. Y de nuevo, ¿si mi jefe me reporta, no podré jubilarme el próximo año? “Vamos viejón, alegría en esa cara; no pienses más que en tu juego”, me dicen los compañeros, mas prefiero poner mi mente en otra cosa. Recuerdo en- tonces unas pitcheadas del “Expreso de Texas”: qué velocidad, cómo rompían al llegar al plato dejando totalmente quietos a los rivales. Las gozo. También está en mi repertorio, claro

Upload: suplemento-guardagujas

Post on 25-Mar-2016

220 views

Category:

Documents


3 download

DESCRIPTION

guardagujas veinte febrero 2011 suplemento de La Jornada Aguascalientes

TRANSCRIPT

Page 1: guardagujas 20

http://lja.mx/guardagujas febrero 2011/n° 20

Déjame probar tu carne, tan suave, tan deliciosa, masticar tus piernas hasta los huesos. Devorar lentamente tus redondos senos, en verdad que eres mucho más de lo que me imaginaba.

hugo gómez F

La tarde comenzaba a caer, fresca, cuando el maestro de ceremonias de la premiación anun-cia: y el jugador más valioso de esta final es: ¡Li-

borio Sol de los subcampeones Lijadores! Hubo un si-lencio, se sintió más frío que el que comenzaba a hacer en ese final de invierno.

¿Qué pasó aquí? -pregunta La Polla manejador-juga-dor del equipo campeón Regadores, al presidente de la Liga-. Le tocaba ese premio a Inocencio Candela, él fue el más destacado de esta final.

-Yo lo consideraba así, estoy de acuerdo con ustedes, pero fue lo que decidieron los periodistas -le respondió el presidente de la Liga-, y hay que respetar esa decisión.

Inocencio Candela, los compañeros integrantes de su equipo, aficionados e incluso jugadores rivales, estaban totalmente sorprendidos por esa decisión. ¡A los perio-distas se les había olvidado su joya de pitcheo, su juego perfecto, de una semana antes…! ¡El juego soñado cada día y en cada partido por todo aquel jugador de pelota!

Cuando vieron la sorpresa de todos, los cronistas rápido señalaron como culpable al colega que, por estadísticas to-tales ofensiva-defensiva, puso a Liborio como candidato.

A mí no me culpen. “Ustedes podían proponer y re-futar, eran mayoría, yo uno y ustedes tres, en todo caso creo que todos fallamos”, les respondió el acusado.

¿Fallamos de errar o fallamos de definir? Se preguntó un periodista.

-Pudieron ser las dos cosas -respondió otro.El mayor reproche que recibieron, por la valoración

realizada, vino de los compañeros de Inocencio, los cuales al pasar junto a ellos dijeron con sorna: ¡esos pe-riodistas! Y es que los compañeros sabían de que el jue-go perfecto de Inocencio no era no era el único mérito. Había más: tenía más de 50 años y para jugar cada día del juego libraba una batalla con el jefe en el trabajo y con los colegas que no le querían suplir…

Luego del baldazo de agua fría y el trago amargo en el recuento de los daños debajo de los mangos, allá por terreno del jardín izquierdo del parque, en el convivio, El Chori compañero de Chencho, le pidió: “Oye Can-delas, aquí hay algunos que no estuvieron la semana pasada, y otros que sí estuvimos, pero nos gustaría re-vivir las emociones del juego, con tu sentir”.

-No soy muy bueno para el relato -dijo Inocencio. Además sería muy largo de contar.

-Mira, es sentimiento. Tú platícanoslo -insistió el compañero.

Inocencio se quedó como recordando y luego empe-zó a contar su hazaña:

“Jugamos a mediodía el domingo. Estaba soleado y el ambiente agradable, con mucho calor en la tribuna. Era el segundo juego de la final y en el montículo estaba yo, Chencho Candelas, con más de 50 años sobre el aún duro cuero y mis cerca de 160 de estatura, habiendo re-cibido la confianza y responsabilidad de tratar de sacar a flote el barco.

Cuando llegué a la caseta tras el cierre del quinto epi-sodio, me pregunta La Polla:

-¿Candelas, ya te diste cuenta de lo que estás lanzando? -No. Respondí y pregunté también. ¿Qué llevo?-¡Cinco entradas perfectas, 15 hombres retirados en fila y

vamos arriba tres carreras a cero! -Me dijo y lanzó la cuestión al viento- ¿Se imaginan llegar así hasta la novena entrada?

Quedé helado por un momento. Pero entonces me dije, ¿qué se puede perder? No queriendo darle impor-tancia a la hazaña, pensé en salir a seguir disfrutando el juego y lanzar pelotas al “home”, con el apoyo de mi cátcher estelar El Ciego, quien me anima: “vamos

el juego de mi vida

candelario gonzález santanaCuento ganador del II Certamen Nacional de Cuentos Deportivos, Pedro “Mago” Septién, de la Federación

Mexicana de Cronistas Deportivos, A.C.

viejón a ver si podemos darles la sorpresa”. Pero…¡Viejo, Candela, vamos, ya nos toca! El grito de los

compañeros que me despierta de mi arrobamiento, recordaba a San Toro Valenzuela. Luego, camino al montículo, me asalta una inquietud: ¿y ahora qué voy a decir en el trabajo?, en un año es mi jubilación, y si el jefe se pone ñoño como sabe, habrá problemas. Rápido muchachos, al juego, grita insistente el ampáyer.

Sexta baja. Creo que la loma es más alta de lo que pare-ce, o ¿yo me sentía grande en ese momento? Estoy ante el 7º al bateo, quien espera dañar la joya, me hace trabajar de más, pero con una recta adentro lo obligo a dar machu-cón por primera, a medio camino lo encuentra y quema, La Polla. El primero. La gente está conmigo, pero debo olvidar lo que gritan. Viene el 17º rival en fila, se deses-pera, me quiere despedazar la pelota, y lo poncho en tres tiros. Sigue la algarabía en las gradas. El 9º al orden, me cuesta dominarlo, lo pongo contra la pared con dos fau-les, mas pierdo la esquina y lleno la cuenta. La mayoría de aficionados me animan y presiona al bateador, nos la jugamos por el centro, ¡pock!, oigo el tablazo y la pelota vuela por el jardín izquierdo cargada al centro. Desde el fondo Nogal la corre, la mide. Cuando comienza a caer la canica le faltan pasos pa llegar, susto, ¿se acabó el sueño? ¡ufffff! La atrapa a dos manos, locura en el parque.

Antes de entrar al dogout espero, saludo y agradezco a Nogal por mantenernos en el sueño de todo pelotero, lograr un juego perfecto. ¡Seis entradas, 18 outs! Ya me siento triunfador. Que venga el agua para festejar.

El daño se lo habíamos hecho a Liborio en la primera entrada, y de ahí, duelazo de pitcheo, pero, en la alta de la séptima, la llamada fatídica, él pareció flaquear; los compañeros me dieron respiro al ponerse dos en base y anotar una, la 4-0.

Cierre de la fatídica. De nuevo a enfrentar al hombre obligado a embasarse. Cuando me inclino para preparar el movimiento de lanzar, El Ciego pide tiempo y me vi-sita en el montículo, “no dudes”, me dice, “tu puedes vie-jón, ponle candela, a éste le vamos a repetir la dosis de la primera tanda y, si le pega, ahí están los muchachos que darán el extra por tu juego”. Seguimos las corazonadas, combinación de rectas y curvas adentro y afuera, alter-nadas. El 1º al bateo, sacó elevado de faul atrás del Ciego, quien la localiza, lanza la careta, da un paso y se avienta, afirmando la mascota dos con la mano libre, para ase-gurar el out. Los aplausos y la ovación para mi receptor, bien ganados. Al 2º en el orden, la porra brava le grita: “¡ya péguenle al veterano, ¿qué no pueden pa prestarles una raqueta o unos lentes pa’que vean la bola?!” Luego de tres pitcheos con ventaja mía, nos quiere sorprender con toque, le sale largo por tercera y Tenorio se arriesga para pescar a una mano y tirar a tiempo a primera y ponerlo quieto. ¡Dos outs! Al plato el 21º en fila, es un novato en-jundioso, el plan dominarlo con tres curvitas a la esquina de adentro. Lo logramos y abanicó para mi tercer ponche.

Ya no quiero pensar. ¡Ése mi Chencho, ni en tus mejores días!, grita uno de los puntillosos, levantan-do el brazo con bebida en mano y un ¡Salud! Eso me hace recordar que hace mucho ya no tomo, estuve a un tris de perder el trabajo por ello. Y de nuevo, ¿si mi jefe me reporta, no podré jubilarme el próximo año? “Vamos viejón, alegría en esa cara; no pienses más que en tu juego”, me dicen los compañeros, mas prefiero poner mi mente en otra cosa. Recuerdo en-tonces unas pitcheadas del “Expreso de Texas”: qué velocidad, cómo rompían al llegar al plato dejando totalmente quietos a los rivales. Las gozo. También está en mi repertorio, claro

Page 2: guardagujas 20

... que con muchísimo menos velocidad, pero puede ayudar.

Otra vez mis compañeros se fueron en fila y me dejan continuar, porque estoy en medio de una hazaña; no hit, no errores, no bases, y quedan dos episodios. Antes de entrar al campo El Ciego me invita: “Si traes fuerza aún, trata de meter la recta que rompe al llegar. Abri-mos contra el cuarto bate”.

Al primer intento salió una bola picada. El tolete de poder de Los Lijadores aguantó, dudé en el siguiente, fue curva, dos bolas, sólo me ponía contra la pared. El Cie-go pide tiempo al ampáyer. Se levanta y grita: decisión. Tercer disparo por el centro. Cuando creía Rajatablas que la pondría en tierra de nadie, ya mero se quebraba la espalda por el poder que usó al intentar botármela; ovación en la tribuna con el clásico “ya pégale, desquita, no que muy comefierros”, que no va mucho, pero así le gritaron. El cuarto disparo recta alta, la batea de faul; dos strikes, dos bolas. El quinto, recta adentro, al ampáyer le gustó para bola ante la rechifla del público ¡ratero, rate-ro, ratero! Contra la pared, de nuevo con la que corta o quiebra, se me queda, pero el batazo sale de faul por el izquierdo, entre los árboles. El Ciego la vuelve a pedir; aunque dudo, la mando. Me la retacha otra vez, pero por el centro, profunda, a prados del Indio, quien la corre tres, cuatro metros, jugaba al fondo, conociendo el poder del Rajatabla, cuidando de no estrellarse contra la barda, nos hizo recordar al gran Willie Mays, atrapando la bola, de espaldas al home, con el guante a la altura de la cintu-ra. La locura… El primer out de la entrada. Me persigné, Dios está aún conmigo. Los Santos de la Pelota Caliente, siguen con nosotros…

Acción que nos reanima a todos, que impulsa a dar el extra y a los dos siguientes bateadores les baja el coraje. Resienten al público ¡miren quien les está dominando, bola de…! ¡Desquiten…! En cuatro lanzamientos, el 5º al bateo se va con línea a segunda y el sexto roletea al campo corto. ¡Vamos, Candelas, dales eso! ¡Tres outs más! ¡Arriba Regadores, a ser perfectos!

Mis compañeros parecen querer terminar pronto con las emociones. De nuevo tres hombres y tres out, y vamos al cierre. Al salir de la caseta, los más de 50 años parecen pesarme, pero el gran apoyo de los com-pañeros y ese griterío del público que siento a favor de

mí, fortalecen el ánimo para el último tirón hacía la perfección del juego. ¡Créanlo, ni en sueños me pasó que a esta edad soportara el frenético ritmo de nueve intensas entradas!

La algarabía del público se apaga cuando me preparo para la batalla de la última entrada: tres outs, el paraíso; un error, una gran hazaña. “Hijos, esta salida va por us-tedes”, pienso, miro la pelota en el interior de mi guante, me persigno. El plan para este último episodio, es que no hay plan. 7º del orden al bateo, el cátcher pide rectas adentro, centro y afuera, para no exprimir de más al bra-zo que ya me pesa horrores, aunque digo que estoy bien. En ese orden la cuenta es dos strikes, tirándole, y una bola; cuarto disparo, bola altísima –se me resbaló-, dos y dos, El Ciego pide tiempo, sólo para darme respiro, ¡Va-mos, es tu juego! Es la señal, para tirar la que rompe y me la choca, vuela por atrás de primera, se abre ¡ufff, faul!, y el ¡ahhhh! ensordecedor en la tribuna. La repito y se va con ella. Un out. El 8º tolete, el enemigo 26 en fila, duda en el bate a utilizar. ¡Vamos, de todos modos no le vas a dar!, le grita el público. Eso me hace ver que sigo sobre él. El cátcher pide puras bolas por la esquina de adentro, pues batea encima del plato: bola, strike sin tirarle, le re-clama la cantada al ampáyer, pues para él no parecía. Lo secundan los compañeros y sus seguidores, tiempo que me sirve para respirar y mantener el control. Repito pit-cheo, abanica. Recta ceñida, la bola le pega al bate cuan-do intentar evadir el pelotazo y queda dentro del terreno. El Ciego se da cuenta, ahí mismo lo quemó. El parque si-guió convertido en un manicomio, pero como si todos se pusieran de acuerdo, de repente quedó en silencio ante la expectativa por el último out, ¡el 27!, suspirando por vivir el sueño de todo amador del beisbol.

El noveno en el orden de Los Lijadores es Liborio, el también pitcher, que en cada uno de los juegos ha-bía hiteado. Fue el hombre más sereno al que me en-frenté. Intuía lo que le iba a tirar y él como lanzador experimentaba una guerra interna sobre si me dejaba cumplir el gran sueño, la perfección del juego de pe-lota, disfrazando los intentos al ataque, o si luchaba como todo un guerrero. Al final decidió: también es un gran honor dejar una hazaña en una brillante joya de pitcheo. Así lo comentó entre amigos en la convi-vencia, según me dijeron.

Con el cansancio de ocho innings y dos tercios, ante un bateador ecuánime que intentaba romper la per-fección de ese domingo soleado y alegre, mandé mi primer envío, la que rompe en el centro, el ampáyer la hizo de emoción y recibió recordatorios, ¡strike!, y la escandalera en las gradas. Segundo lanzamiento, recta a la esquina de fuera: bola; tercer pitcheo, curva afue-ra - Liborio bateaba un poco abierto del plato con bate grande-, me puse abajo en la cuenta. Cuarto disparo, arriesgamos curva adentro, y que se va con ella. Dos strikes, dos bolas.

Quinto tiro, bola arriba por esquina de afuera, faul. Sexto, parece que apenas llegó la pelota al jom, y otro faul, lejano por lado del prado izquierdo. Séptimo, bola alta, le echó vista y cuenta llena…

Jamás había vivido tanto silencio en el parque como el que se hizo en los dos siguientes lanzamientos; el octavo, fue una recta afuera que la fauleó sobre la ca-seta de ellos. ¡Vamos Candela, póngale eso que es el último tirón!

¡Tú puedes viejón! ¡Chencho, es tuyo este perfecto y último out!... Y vamos de nuevo con la recta corta-da, con menos poder, se me queda y la prende atrasada. Vuela la canica para el jardín derecho, a donde entró a cubrir en el séptimo rollo. El Ponchoman, en mi emo-ción me pareció verlo volar, corrió casi ocho metros, y pegado a la raya en lo profundo del jardín, a una mano prendió a doña blanca y cerró el guante con la otra mano, dejándose caer rodando sin soltarla… Levanté los brazos al cielo, mientras llegaban los compañeros a abrazarme. Sólo sonreía, quizá de nervios, o pudo ser por la inmensa emoción que sentía. ¡Qué locura, luego de tanto silencio! ¡Había tirado el juego de mi vida!

Terminado el relato, había un dejo de tristeza en Chencho Candelas recordando el fallo del Jugador Más Valioso. Los compañeros lo tratan de animar; “Vamos, tómate una, nadie te va a quitar el juego perfecto por más trofeos que le den a otros y creo que los cronistas hoy aprendieron algo más”.

Les aceptó un refresco, y cuando le daba el primer trago La Polla le habla: Candelas te buscan. Estaba en-trando al parque su jefe.

-Chin... Y ahora… Pues de nuevo me vine del trabajo, sin su permiso.

-Espérate. Deja que se arrime-, le dicen los compa-ñeros.

-Don Chencho, cómo está -lo saluda el jefe.-Aquí, ya ve, vine un rato a estar con mis compañeros,

-respondió Candelas.-Deje esa cara de espanto, alégrese -le pide el jefe.

Me enteraron de su hazaña. Alguien de arriba, me ex-plicó lo que significa en su deporte y sugirió que lo dejara en paz, que mejor le hiciera un reconocimiento y creo que es lo ideal aquí delante de sus compañeros.

Hubo silencio, mientras el jefe sacaba de la bolsa de la camisa una hoja de papel y se la entregó.

-Con esto, pase a recursos humanos por su liqui-dación, para que al terminar el mes ya pueda tener todo el tiempo para disfrutar su pelota caliente y su familia, a la que también deja por dedicarle horas al juego de pelota...

nikita péreznadir chacín

Ya te dije que el lugar no importa Ella sale y punto Es lo mismo salir de un bar que del cine Toma la calle número 1 para volver a casa Su compa-

ñera de cuarto camina a su lado Mastica sobras mien-tras Nikita escanea varias cuadras a la vez Profesión de moda que pocas dominan Tiene ojos en la nuca Visión nocturna o siente que la tiene Nadie se salva Nikita o Terminator Rastrea objetos a metros de distancia Ella sabe el porqué Las intersecciones son como las armas Tienen la culpa Camina rápido Siente que le han negado usar zapatos durante siglos Por eso acelera el paso Casi corre Mira a un extraño en la banqueta de en-frente Nikita reta su destino O el mío Imagina que ese hombre es un emisario de esta guerra del silencio Quiere que la historia lo castigue A ese hombre o a otros Nikita lanza su sentencia Ese hombre cruzará ya la intersección más cer-cana Se sentirá violado Envuelto en mantas Tirado a la barranca Luego llegará

el mosquero Al menos Nikita esta noche no siente cul-pa A pocos pasos ella mira un intercambio de paquete frente a un edificio Nadie es inofensivo en estos tiem-pos Menos de noche Nikita X-Woman oye Corre hacia la otra banqueta Escúchame Otro humano viene sobre la calle número 2 con las manos en los bolsillos Nikita lo mira De lejos todos los hombres parecen iguales Sí es cierto Nikita Está cubierto de ropa El tipo lleva go-rra Sufre de exceso de hombre O de frío Nikita quisiera

acercarse Decirle tú no serás el siguiente Mas se aleja pensando a mí no Frente a aquella salida de camiones hay otro hombre Mejor date la vuelta Nikita Tiene cara de delito contenido Mira En la calle número 3 uno más Tu compañera toda-vía chasquea No tiene ni idea de nada Ya están sólo a media cuadra de casa No tiene sentido Nikita Aquí hay hombres equivocados Gente con nombre Ya estás frente a tu casa Nikita Entra Cámbiate Descansa hasta nuestra próxima muerta.

hugo

góm

ez

Page 3: guardagujas 20

el día que intenté vivir

carlos díaz reyez

El terciopelo durazno de su piel se derrite al roce de sus yemas. El narizón se tira con ímpetu gustoso a mi novia, quien con cada embestida suelta un ala-

rido chillante, enmarcado en una sonrisa de placer eterno, con los ojos cerrados, viajando por universos inexistentes. Pinche nariz con patas, saboreando ese plato suculento que hasta hace algunas noches creía sólo mío, esa fruta apetitosa y curvilínea, demasiado para el prieto nalgas-peludas que tiene encima. Una punzada intensa atraviesa mi corazón, cuando al contemplar su rostro dulce me doy cuenta de una cosa: ella nunca había estado tan feliz.

Todo comenzó el día que intenté vivir. Supongo que me aburría demasiado en mi estrecho hogar, no me culpen, ¿quién no sentiría ganas de pasear un poco tras meses de encierro? Admito que no pensé demasiado en lo que su-pondría exponerme al exterior, así como así, tan podrido y frágil. Primero se me fue cayendo la piel y luego perdí buenos trozos de carne, en cuyos espacios vacíos fueron poblando los gusanos. A pesar de eso, pude traspasar la dura madera de mi ataúd, tan cuidadosamente escogido por mis huérfanos. No me molestó la tierra en la boca y los ojos, a estas alturas los sentidos son apenas un susurro de lo que fueron en vida, y fácilmente escarbé hasta el ex-terior, abriéndome paso a la refrescante noche de agosto.

Ponerme de pie costó más trabajo del que esperaba, qui-zá mis músculos cansados de la vida se negaban a respon-der, o tal vez estaban entumidos por permanecer inmóviles tanto tiempo. Sea como sea, logré conservar el equilibrio y tras un descomunal esfuerzo le ordené a mi pierna dere-cha avanzar. Los primeros pasos fueron los más difíciles, casi no podía mover las rodillas y las piernas estaban tensas como en un calambre que se rehusaba a desaparecer. Traté de extender los brazos para balancear mi peso y no caer-me, entonces me di cuenta que también estaban rígidos. Me moví despacio, con mucho cuidado, las extremidades duras y tambaleantes debieron darme un aspecto chistoso, afortunadamente la oscuridad del panteón me protegía y a esas horas no había quien se riera de mí.

Cuando encontré el ritmo, me moví más rápido pero sabía que mi andar no era diferente al de un borracho en madru-gada. Sentí vergüenza, recordé entonces que no sólo no me había bañado, sino que mi ropa, a pesar de haber sido ele-gante, se encontraba destrozada y sucia. El saco, la corbata, la camisa, el pantalón y los zapatos estaban llenos de agujeros, parecía un indigente, de no ser porque mi sistema digestivo ya no funcionaba, también andaría todo orinado. Sentí pena de mí mismo, aunque no había sangre en mis venas para son-rojarme. Cuán importante es para nosotros la imagen que proyectamos a los demás, me parecía imposible que en este estado pudiera encajar en la sociedad otra vez. ¿Cómo entrar a un café a comer algo? Ir a un centro comercial, o incluso sentarme en la banca de algún parque… ni hablar.

Caminé hasta que salió el sol. No estaba cansado, ¿cómo iba a estar? No tenía ni hambre, ni sed, ni sueño, en resumi-das cuentas ni siquiera estaba vivo, por más que intentara fingir lo contrario, lo que, por otro lado, era casi imposible, pues una cosa era mi ropa y otra todavía peor era mi cara. Imaginé mi boca, sin el labio inferior, mostrando una den-tadura podrida que pasaba por todos los tonos del amarillo hasta el negro, algunos dientes ya se me habían caído. El rostro pálido, quizá con algunas heridas, mi ojo izquierdo semicerrado por un párpado a punto de caerse. Con ese ojo veía un poco borroso, no puedo decir que con el otro lo ha-cía perfectamente, pero al menos estaba mejor conservado, nunca utilicé lentes, algo de eso debía ayudar. Así que a pesar de estar medio tuerto podía ubicarme y distinguir el entor-no que poco a poco se dibujaba a mí alrededor. Me di cuenta que estaba entrando en la ciudad y comencé a sentir miedo.

Sentí unas ganas terribles de esconderme, no quería que nadie me viera así, ¿qué iban a decir de mí? Pobre muertito, ha de andar perdido, alguien avísele que ya no debe estar aquí. Quise ver el mundo, descubrir lo que había cambiado desde mi ausencia y reencontrarme con los recuerdos de mi vida. Reconocía todo, árboles, botes de basura, paredes grafi-teadas, nombres de calles, escuelas. El cielo, las nubes y el sol me parecían hermosos. De pronto me encontré rodeado de carros y gente pasando a toda prisa, quedé paralizado, quise

salir corriendo pero en mi estado eso era imposible. Por suer-te las personas parecían estar demasiado ocupadas en sus pensamientos para voltear a verme. Me escondí detrás de un poste de luz y me quedé viendo a la multitud pasar.

Fue entonces cuando la vi. Su presencia saltó al instante, como una luz incandescente que hacía palidecer todo lo de-más. Sin pensarlo, me fui detrás de ella. Me sumergí en la mul-titud, sin notar el asco en la cara de las personas que pasaban cerca de mí, rozando mi traje, chocando con mis hombros. Yo mantenía los ojos, o lo que quedaba de ellos, fijos en su espal-da; me parecía blanquísima, pura luz. Entre la neblina de mi atrofiada mirada ella era como un sueño, todo mi pensamien-to estaba concentrado en su figura, no me importaron mis pasos torpes, ni las quejas de la gente que se me atravesaba. Entonces se sentó en la mesa de un pequeño café ambulante y yo me detuve varios metros de distancia. Estábamos en un parque verde y luminoso, su mirada iba del reloj a los árboles, sin notar mi presencia, estaba esperando a alguien.

Me quedé ahí mirándola por un tiempo indefinible, hasta que una mano en mi espalda me despertó de mi ensueño. “A ver, joven, no puede estar aquí… ¡Puta madre, cómo apestas!” Me volví hacia la voz, era un policía, agachado, tosiendo con fuerza, hasta que un espeso gargajo salió de sus entrañas. Alzó la vista y pude ver el horror en su cara. Intenté disculparme, hasta entonces no había intentado ha-blar, pero de mi boca salió una especie de gruñido, traté de aclarar mi garganta, pero no me salían las palabras. Era un balbuceo ininteligible, como si tuviera un enorme trozo de comida atorado en la garganta. “No, anda bien mal, joven, me va a tener que acompañar”. Me arrastró hasta su patru-lla, mientras yo trataba inútilmente de explicarme. Meter-me en el asiento requirió un esfuerzo descomunal, escuché tronar algunos de mis huesos, hasta que logró más o menos acomodarme, sin que yo pudiera hacer nada.

Bajarme fue todavía peor. Durante varios minutos estuvo jalándome del brazo, entre mentadas de madre, hasta que mi cuerpo azotó en el pavimento. Se limpió el sudor de la frente y se me quedó viendo. Yo traté de levantarme por mi cuenta, pero mis extremidades habían sido estrujadas de tal modo que no respondían mis órdenes, estaban más duras que nunca. Me dieron ganas de llorar, pero mis lagrimales ya se habían secado hace mucho, así que me moví de un lado a otro con todas mis fuerzas, como una tortuga acosta-da sobre su caparazón. El policía se había retirado y regresó momentos después, acompañado de otro que al verme negó con la cabeza en un gesto desaprobatorio y, acto seguido, me tomó del brazo y lo estiró con tanta furia que se despren-dió de mi cuerpo. Abriendo desmesuradamente los ojos se miraron mutuamente, luego al brazo, luego a mí, otra vez al brazo y el policía lo arrojó con repulsión.

Me dejaron solo un instante en el que por fin logré poner-me de pié y me alejé de ahí tan rápido como pude. Quizá apresurado por el miedo, no sólo de que me vieran sin un brazo, sino de que los policías corrieran detrás de mí buscan-do una explicación, logré alejarme a una velocidad que me pareció increíble considerando las circunstancias. De algún modo alcancé mucha distancia, pues ya nadie me seguía, pero aún así mantuve el ritmo, dando vueltas por distintas esquinas, tratando de perderme lo mejor posible. Ya estaba anocheciendo cuando llegué a un callejón sucio y estrecho, que me pareció el refugio perfecto, puesto que abundaban los botes, bolsas y cajas de basura, además parecía que la poca luz del día prefería no meterse en esa grieta pestilente. Me acomodé en un rincón y sentí una paz inusual al verme rodeado de una oscuridad casi absoluta.

De pronto surgió una inmensa luna llena. Se posó jus-to encima de mi escondrijo, era un enorme disco blanco y perfecto. El callejón se iluminó con su brillo melancólico, envolviéndolo todo, creando una atmósfera reconfortante, suavizando todos los relieves. Me parece que había pasado

una eternidad desde la última vez que vi una luna semejan-te, normalmente pasaba desapercibida, nunca le presté de-masiada atención, en vida jamás tuve ese impulso románti-co contemplativo hacia la naturaleza, o hacia ninguna otra cosa. Entonces la recordé; esa mujer extraordinaria que se me apareció unas horas antes. Viendo el intenso fulgor de la luna, la vi a ella. Era ella desde el cielo, bañándome, aho-gándome, limpiando todo el entorno, que a pesar de estar repleto de basura, ante ella era hermoso. Supe entonces que era mía y de nadie más, era mi mujer, mi musa, mi novia. Como no sabía su nombre la llamé Luz. Mi Luz.

Me acompañó toda la noche, hasta que desapareció detrás del muro, mientras del otro lado brotaba un sol incandescen-te. No me moví del lugar, esperando con ansias a que la no-che llegara y así poder mirarla de nuevo. Cuando regresó fue más vívida su presencia, intenté recordarla a la perfección y entonces vi más que luz, vi su cuerpo perfecto, lleno de curvas seductoras. Toqué mi miembro seco, sin sangre, sin erección, pero deseoso de ella. Lo froté con tanta fuerza que casi se des-prende, sin conseguir nada, pero la satisfacción de imaginar-me con mi novia era mejor que cualquier orgasmo. Así pasa-ron varias noches, en las que poseía su cuerpo de una manera que jamás habría sido posible en vida. Ella y yo, bailando una danza erótica, copulando de muchas maneras, que cambia-ban así como ella se hacía cada vez más oscura, hasta que sólo fue una delgada línea luminosa. La tuve incluso cuando fue toda negra y cuando su luz volvió a nacer del lado opuesto.

Entonces me levanté, me enrollé en una manta sucia para que no me vieran mutilado, fomentando más mi imagen de vagabundo, pero pasando más desapercibido. Traté de regre-sar al parque donde había visto a Luz, con la esperanza de que siguiera ahí sentada y aunque sabía que eso era impro-bable, era mi única referencia y yo tenía que verla y hablarle, después de tantas noches juntos, lo justo sería que nuestra relación se consumara. ¡Y ese pinche narizón tenía que lle-gar! Después de dar muchas vueltas llegué al parque y la vi en la misma mesa del café, tan bella y expectante como la dejé, pero con otra ropa. Y llegó el flacucho, con su pelo largo y grasoso, con una playera arrugada y unos jeans rotos. A pesar de su aspecto horrendo, ella lo recibió con un beso húmedo en la boca. Pasmado por los celos, comencé a seguirlos.

Aquí los encontré, a través de esta ventana, desde don-de los veo fornicar con una pasión envidiable y juvenil de la que yo sería incapaz. Comienzo a sentir una punzada de furia incontrolable concentrándose en mis puños, en-tonces rompo el cristal. No sé cómo logro trepar por la ventana, pero los gemidos ya se detuvieron, el narizón se abalanza sobre mí, Luz corre a esconderse. Con la misma facilidad que entré, lo derribo de un derechazo, aprovecho que está atarantado y entonces no tengo piedad. Le arran-co de un mordisco un trozo de cuello, sorprendido de la fuerza que mi dentadura y todo mi cuerpo adquiere de pronto. Chorreando sangre le arranco un brazo y empiezo a devorarlo, mientras él grita desolado. Su voz me irrita, así que estrello su cabeza contra el suelo como un huevo. Así aprenderás a no meterte con mi Luz, bueno para nada. No sé de dónde me nace un apetito feroz y empiezo a comer-me sus sesos. Me vuelve otro acceso de ira y con los dien-tes le desprendo la nariz enorme y la escupo en la pared.

Siento las manos suaves de Luz en mi espalda. Apenas un aleteo de paloma forcejeando, tratando de defender al imbécil que me la quitó, que la hizo feliz como yo no pude. Ven aquí, mi amor, no temas, ya me he desecho del intru-so, ahora puedo darte lo que él te dio, incluso algo más, no lo necesitas. Déjame tomarte entre mis brazos, recorrer tus gruesos muslos blancos, besar tus suaves labios, entrar en la fecundidad de tu ser, hasta donde ningún hombre ha llegado. Pasear mis dedos por tu tersa piel, tan frágil que mis uñas la atraviesan como mantequilla; hasta el rojo de tu sangre es bellísimo, luminoso como tú. Déjame pro-bar tu carne, tan suave, tan deliciosa, masticar tus piernas hasta los huesos. Devorar lentamente tus redondos senos, en verdad que eres mucho más de lo que me imaginaba. Al tener tus ojos azules, el origen de tu luz, siento que mi cuerpo alcanza su plenitud. Tengo que hurgar en todos tus rincones, llevar conmigo toda tu suave carne. Me baño en ti, entre tus entrañas, son todas mías, por fin eres toda mía.

Page 4: guardagujas 20

http://lja.mx/guardagujas

[email protected]: edilberto aldán / joel grijalva

sobre la veracidad de los indigentes

Es 2011, Mexicali está frío, y acabo de encon-trarme con el mismo hondureño que hace tres meses también me preguntó dónde se

encuentra la Casa del Migrante. No tengo memo-ria fotográfica pero recuerdo la vestimenta y sobre todo la voz, el acento, así como la secuencia de datos que me arroja la persona con la finalidad de obtener unos cuantos pesos de su interlocutor. Podría gra-barse en una cinta y reproducirlo ad nauseam:

Mire yo vengo de Honduras quería cruzar la fron-tera pero no pude y tengo miedo de ser deportado fui al canal 66 (una televisora local a unas cuadras de mi trabajo, que tiene un servicio de apoyo comu-nitario para almas en pena, desde migrantes hasta señoras con tumores en el cerebro o hijos con enfer-medades grotescas) y ahí me dijeron que fuera a la Casa del Migrante que está en la Colonia Hidalgo me dijeron que era peligroso que tomara un taxi y tengo días sin comer creo que me voy a deshidratar no sé si tenga unas monedas para tomar el taxi…

La ciudad todavía huele a cohetes y el hondureño tiene arrugas que –no sé si inconscientemente—me resultan foráneas. Como que se fueron dibujando en otras latitudes. Me intriga que esta persona no te ve a los ojos. De hecho, una constante en el inter-cambio con los indigentes es que no te ven a los ojos. Su punto de venta está anclado en dos premisas: 1) saben que, bajo el orden de un individualismo cada vez más marcado en nuestras comunidades, lo que menos queremos es lidiar con las necesidades del prójimo; 2) como un buen vendedor, debe concen-trarse en el discurso y en ese diagnóstico oculto que hacen de la persona a la que interrumpen en el ca-mino. No me acuerdo dónde está Honduras pero sé que la ciudad de Los Angeles tiene una sección en sus fraccionados barrios latinos donde habitan hon-dureños igual de anodinos y circunspectos que esta persona.

Por regla, no tienen nombre pero sí una historia que contar, lo suficientemente mascada y repetida en su guión interno, lo suficientemente refinada a raíz de los muchos acercamientos que tienen con personas como yo desde, pues, imagino, no sé cuán-tos años, lo suficientemente planeada su espontanei-dad como para que quede un poco de duda sobre la incredulidad que te domina, como para que se logre el objetivo, la meta, el fin que justifica a los medios y que consiste en obtener de ti algo, lo que sea, pero sobre todo, unas monedas, mismas que imaginas en manos de este extranjero y ves cómo se acumulan para reafirmarte a ti mismo que tú estás bien y él está mal y lo más seguro es que por la noche sus monedas acumuladas serán suficientes para a) comprar droga, b) comprar alcohol; c) comprar un trozo de pan o un sándwich insípido en una tienda de autoservicio.

Invariablemente, el cajero de dicha tienda no permitirá que esta persona se coma su pan en los alrededores del establecimiento. Invariable-mente, un trabajador de cuello blanco llegará a dicho establecimiento, a comprar su respectivo sándwich insípido, tras ha-ber sacrificado sus horas de almuerzo para tener una de esas sesiones tor-menta de las empresas y corporaciones que tanta adicción produce en las men-tes progresistas. No se verán a los ojos, pero seguramente ambos conocen sus

respectivas historias. O por lo menos, se las inven-tan el uno al otro. Lo necesitan.

Este hondureño necesita algo de mí. Fue lo mismo que necesitó hace tres meses. Tengo la vaga memoria de que esta persona venía acompañada de una mujer, pero con la misma rapidez con la que llega la idea, la mujer desaparece. Lo que no desaparece, nunca, es el sentimiento de engaño. Nietzsche, en alguna parte, se-ñalaba que era de los principales dilemas morales que se viven en la cotidianeidad: dar o no dar. El hondureño sólo viene auspiciado por un relato previo que lo legiti-ma: ya buscó ayuda en una televisora que se dedica a auspiciar la lástima ajena. Teletón hace más o menos lo mismo. Lo bueno es que no lo hace durante las fiestas decembrinas. Porque esta es la época donde las almas buscan otras maneras de adquirir beatitud.

¿Le creo o no le creo a este hondureño? Dado que fi-nalmente me desprendí de unas monedas que traía en la bolsa, la pregunta se vuelve irrelevante. Pero lo que me interesa es la suspensión en la que nos encontramos cuando nos encontramos con los hondureños del mun-do. Los hay en todas partes. Algunos traen aliento alco-hólico, algunos tienen el carisma necesario para entre-tener nuestro paso (curiosamente, los loquitos pocas veces se acercan a contarnos sus historias. Nos tienen más miedo ellos que nosotros), algunos cargan con cobijas o señoras mudas o un tumor en el abdomen o un niño con mocos o una receta del IMSS/ISSSTE la-minada para que no se arrugue y mantenga la vigencia requerida para seguir pidiendo. ¿Nos hacemos tontos de antemano cuando permitimos un intercambio con estas personas, nos prestamos a la desilusión humana como una estrategia para sentirnos bien de nuestras propias tribulaciones?

En la película El pescador de ilusiones, Tom Waits juega el papel de un indigente en silla de ruedas; en una conversación que sostiene con el protagonista (en medio del Grand Central Station, y antes de que el otro ilusionista de la cinta, un Robin Williams da-ñado melancólicamente de su cerebro), este personaje explica que el papel que ellos juegan en sociedad con-siste en servir como semáforos, señalamientos que nos ponen un alto y que nos ayudan a evaluarnos a nosotros mismos. A descubrir nuestro propio egoís-mo. Concuerdo con esa idea, pero quisiera llevarla a otro plano: este hondureño no tiene la intención de señalarme nada; él quiere llamar mi atención aludien-do: a) a mi capacidad para escuchar; b) mi incapaci-dad para ser empático.

¿Qué sucedería si, en vez de darle una moneda, les diéramos a los indigentes del mundo una caricia?

¿Qué sucedería si les compráramos un boleto de avión y los enviáramos a un paraíso tropical?

¿Qué sucedería si les regaláramos un libro de Nietzsche, o nos sentáramos con ellos a jugar bara-jas o dominó, con la promesa de que, si ellos ganan la partida, podrán quedarse con nuestro carro, nues-tra casa, nuestro trabajo, nuestro supuesto bienestar complaciente y blando?

worthlessnessromán luján

se cae ala derecha o ala izquierda nunca al centro se cae

donde se rozan las junturasdel abismo

donde se anega el cielodonde se niega el celodonde la mar se infestade cuchillas

donde el fango relumbra donde el cristal se azogadonde el venero vuelca su veneno

se cae

con los ojos planetas en un vasocon la sed vuelta un puño una fuente sangrantecristalina

se caealgunas vecespasado el mediodíacuando la sombra oficia de reloj

con la lengua excavada en el deliriode inconstantes luciérnagas

se cae acompañadoen el cuenco de víboras que hibernandisolviendo una perlaen la saliva

se cae por el temorde verse en pie