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CRÍTICAS Fernando LoLAS STEPKE, La perspectiva psicosomática en medicina. Ensayos de aproximación, Santiago de Chile, Ed. Universitaria, 1995. Para unos, mito romántico, vanguardis- mo de salón que sólo responde al insatisfe- cho victimismo de algunos pacientes o a la necesidad inherente al espíritu humano de creer en esquemas causales, discurso pseu- dofilosófico incapaz de transformar la rela- ción cuerpo-mente en un problema experi- mental, término cuya ambigüedad ha sido castigada con el destierro de la DSM-III-R y siguientes. Para otros, asimilación de he- chos patológicos en continuidad directa, superación de dualismos, acercamiento operativo entre teoría y práctica, entrada del sujeto en el yermo solar de la medicina tecnocratizada, alternativa no sólo terapéu- tica ante la existencia insoslayable de unos pacientes subsidiarios de un abordaje dis- tinto. Y para todos, lo perciban o no, otra de las fronteras de la medicina, de la psiquia- tría y de la psicopatología con el mundo real, otro de los rincones oscuros del saber, otro de los linderos en que el enfoque cien- tífico-natural debería humildemente reco- nocer que no hace pie y donde otros enfo- ques más ágiles tendrían que moverse con aplomada prudencia. Tal es el campo de la psicosomática, te- rreno en el que el Prof. Lolas Stepke parece haber sembrado y recogido su vasta produc- ción científica; a tenor del censo de sus nu- merosas publicaciones y de la condensación que de ellas supone el libro que comenta- mos. Terreno que para permitir asentar ra- zonablemente bien los pies a una opinión exige, previamente, asegurarle un buen an- claje a su cabeza, anclaje extramédico, eso sí, y hasta quizá extracientífico; metacientí- fico, mejor, pues tiene más que ver con la arista común entre epistemología e ideolo- gía. El autor lo expresa de forma insupera- ble: «distinto será hablar de la persona que del cerebro», distinto seguir el hilo rojo de la unidad del hombre, presente a lo largo de la Historia, que asentarse en el «fisicalis- mo» fin de siglo que trocea primero para ex- cluir después todo lo que no sea física o quí- mica abarcable por los limitados límites del conocimiento científico-natural. Limitados límites -no quitamos ni una letra- que quizá tampoco toleren bien otras dos ideas, junto a la reseñada, vertebradoras del libro: la de la psiquiatría entendida como «transdisci- plina integradora de las ciencias humanas, no reductible a pura artesanía diagnóstica o terapéutica pero sí atalaya desde la que avi- zorar y replantear otros saberes», y la de que la medicina, disciplina eminentemente práctica, ha carecido siempre de una teoría propia, ha sido «biología aplicada, fisiolo- gía aplicada, química aplicada y también sociología aplicada», pese a lo cual jamás la preocupación antropológica, con mejor o peor fortuna, ha dejado de ser una constante del arte médico, desde las épocas prehipo- cráticas hasta nuestros días (y cita a Laín: «el arte de curar fue siempre psicosomático; no así la Patología Médica»). Sobre todo a los dos últimos siglos de ese recorrido dedica Lolas la mayor parte del libro, en idas y venidas apoyadas en los conceptos fundamentales que han ido bali- zando el quehacer del enfoque psicosomá- tico (la antropología como horizonte, los ancestros del término psicosomática, los modelos psicoanalíticos, los científico-na- turales, el concepto de alexitimia, de pensa- miento operativo, de estrés), y aunque nos dice muy modestamente que no busca in- formar, es difícil encontrar una historia de

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CRÍTICAS

Fernando LoLAS STEPKE, La perspectiva psicosomática en medicina. Ensayos de aproximación, Santiago de Chile, Ed. Universitaria, 1995.

Para unos, mito romántico, vanguardis­mo de salón que sólo responde al insatisfe­cho victimismo de algunos pacientes o a la necesidad inherente al espíritu humano de creer en esquemas causales, discurso pseu­dofilosófico incapaz de transformar la rela­ción cuerpo-mente en un problema experi­mental, término cuya ambigüedad ha sido castigada con el destierro de la DSM-III-R y siguientes. Para otros, asimilación de he­chos patológicos en continuidad directa, superación de dualismos, acercamiento operativo entre teoría y práctica, entrada del sujeto en el yermo solar de la medicina tecnocratizada, alternativa no sólo terapéu­tica ante la existencia insoslayable de unos pacientes subsidiarios de un abordaje dis­tinto. Y para todos, lo perciban o no, otra de las fronteras de la medicina, de la psiquia­tría y de la psicopatología con el mundo real, otro de los rincones oscuros del saber, otro de los linderos en que el enfoque cien­tífico-natural debería humildemente reco­nocer que no hace pie y donde otros enfo­ques más ágiles tendrían que moverse con aplomada prudencia.

Tal es el campo de la psicosomática, te­rreno en el que el Prof. Lolas Stepke parece haber sembrado y recogido su vasta produc­ción científica; a tenor del censo de sus nu­merosas publicaciones y de la condensación que de ellas supone el libro que comenta­mos. Terreno que para permitir asentar ra­zonablemente bien los pies a una opinión exige, previamente, asegurarle un buen an­claje a su cabeza, anclaje extramédico, eso sí, y hasta quizá extracientífico; metacientí­

fico, mejor, pues tiene más que ver con la arista común entre epistemología e ideolo­gía. El autor lo expresa de forma insupera­ble: «distinto será hablar de la persona que del cerebro», distinto seguir el hilo rojo de la unidad del hombre, presente a lo largo de la Historia, que asentarse en el «fisicalis­mo» fin de siglo que trocea primero para ex­cluir después todo lo que no sea física o quí­mica abarcable por los limitados límites del conocimiento científico-natural. Limitados límites -no quitamos ni una letra- que quizá tampoco toleren bien otras dos ideas, junto a la reseñada, vertebradoras del libro: la de la psiquiatría entendida como «transdisci­plina integradora de las ciencias humanas, no reductible a pura artesanía diagnóstica o terapéutica pero sí atalaya desde la que avi­zorar y replantear otros saberes», y la de que la medicina, disciplina eminentemente práctica, ha carecido siempre de una teoría propia, ha sido «biología aplicada, fisiolo­gía aplicada, química aplicada y también sociología aplicada», pese a lo cual jamás la preocupación antropológica, con mejor o peor fortuna, ha dejado de ser una constante del arte médico, desde las épocas prehipo­cráticas hasta nuestros días (y cita a Laín: «el arte de curar fue siempre psicosomático; no así la Patología Médica»).

Sobre todo a los dos últimos siglos de ese recorrido dedica Lolas la mayor parte del libro, en idas y venidas apoyadas en los conceptos fundamentales que han ido bali­zando el quehacer del enfoque psicosomá­tico (la antropología como horizonte, los ancestros del término psicosomática, los modelos psicoanalíticos, los científico-na­turales, el concepto de alexitimia, de pensa­miento operativo, de estrés), y aunque nos dice muy modestamente que no busca in­formar, es difícil encontrar una historia de

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la psicosomática más completa en la biblio­grafía actual. Los capítulos centrales están destinados a la penetración y vigencia del punto de vista psicosomático en las institu­ciones médicas, incluidas las docentes, y los finales, no en orden estricto, recogen parte de la experiencia investigadora del autor.

Interesa destacar la ponderación crítica de todo el texto, el adecuado señalamiento de los pros y los contras de cada escuela y la total ausencia de dogmatismo, todo lo cual no significa ingenuidad holística, eclecticismo contemporizador, sino más bien lo contrario: las páginas de este libro desprenden la serenidad de juicio que sólo el auténtico rigor proporciona, la profundi­dad de una cultura psiquiátrica no encerra­da en la jaula de los -sucesivos- academi­cismos dominantes, y la libertad de conce­derse el derecho de pensar, repensar y comunicar tanto las valiosas dudas como las legítimas certezas de alguien que se ma­nifiesta a favor del pluralismo metodológi­co, siempre y cuando se complemente con la necesaria autocrítica a la hora de comu­nicar los datos y los procesos seguidos para obtenerlos. Alguien de quien se puede dis­crepar, por supuesto, pero que obligaría a afinar bastante al que se atreva.

Dice el Prof. Lolas, en un prólogo no exento de autoironía, que esperar de esta re-colección de escritos la producción de un orden de conocimiento implícito sería idea, «aunque interesante, peregrina [...] pues supondría la existencia de lectores co­losales, de esos que realmente leen» (en contraposición a los que sólo buscan con­firmación de sus presupuestos). Tales, con­tinúa, siempre se las ingeniarán para sacar provecho al texto que tengan entre manos. Agradezcámosle que su libro sea de los que ayudan a cualquier lector a aproximarse a tamaño ideal, sirviéndonos de red tanto co-

LIBROS

mo de trapecio en cualquier reflexión, en palabras freudianas, sobre el misterioso salto de la mente al cuerpo. O viceversa.

Consejo de Redacción (R.E.)

A. BELLOCH, B. SANDÍN, F. RAMos (eds.), Manual de psicopatología, Madrid, Mc­Graw Hill, 1995,2 vols.

Todo texto refleja un modo de mirar ele­gido en relación a otros posibles, al tiempo que selecciona, del magma del «todo», as­pectos sobre los que interesarse. Incluso cuando se trata, como en este caso, de un Manual, que, por definición pretende ser abarcativo tanto en lo que se refiere a sus contenidos como en cuanto a la población a la que se dirige. Este específico modo de mirar que cada texto contiene resulta a su vez interpretado no sólo por el lector, sino también por las comunidades científico­profesionales a las que tiene por posibles receptoras. De esta forma puede generar una urdimbre de significaciones y resignifi­caciones trascendentes o no en el tiempo.

El fin de estos dos volúmenes que com­pletan el Manual es aportar con una exposi­ción clara una presentación de la Psicopa­tología (conceptos, criterios, historia, mo­delos...) así como una serie de cuadros y síndromes que, afortunadamente, no son siempre estrictamente coincidentes con las clasificaciones internacionales al uso -aun­que se incluyen comentarios y descripcio­nes de las mismas-, y que resultan ser de alta incidencia y/o significación en el ejer­cicio profesional en el campo de la salud en general y de la Salud Mental en particular. Es decir, los autores saben, y ello no es po­co, que presentan un Manual que no es el «todo» de la Psicopatología. Y además no

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confunden el mapa con el territorio: hablan esencialmente desde perspectivas cogniti­vo-conductuales y así lo expresan con auto y hetero respeto. Al tiempo, la obra guarda coherencia interna y global en sus conteni­dos y postulados diferenciándose así de los habituales manuales llamados de divulga­ción y que suelen ser no sólo de bajo nivel, sino también tantas veces «pastiches» más o menos eficaces de carácter sumativo.

Cada uno de los volúmenes incluye tres partes de las seis que constituyen la obra. Cada capítulo contiene además un comple­mento (<<Resumen de aspectos fundamenta­les», «Términos clave», «Lecturas reco­mendadas» así como «Referencias biblio­gráficas»), lo que facilita la consulta y completa la información aportada.

Se inicia con una descripción --en las primeras de las seis porciones en que queda dividida la obra- de los aspectos básicos y conceptuales de la Psicopatología. Un muy interesante desarrollo histórico de la psico­patología aparece, tomando como referente básico, aunque no único, a la Psicología y en su articulación y desarticulación con otros discursos y pensamientos disciplina­res a su vez en evolución histórica. Con los conceptos y criterios en Psicopatología se abunda en el criterio estadístico, en los cri­terios sociales e interpersonales, en los cri­terios subjetivos o intrapsíquicos y en los criterios biológicos para terminar con un cuestionamiento de los modos de pensar y de hacer que de una lectura simplista de ca­da uno de ellos devienen, destacando la im­portancia de la consideración de la salud/ enfermedad como un todo dinámico y cam­biante que debe ser operativizado en el ejercicio diagnóstico y de evaluación psico­patológica.

Por otro lado, describe tres modelos en Psicopatología, el biológico, el conductual

y el cognitivo, para terminar con líneas de reflexión crítica en torno a «modelos y rea­lidad clínica». Además, aborda los métodos de investigación en Psicopatología desta­cando la condición pluridisciplinar caracte­rística de la misma y sus problemas teóri­cos y metodológicos que han llegado a «constituirse en auténticas antinomias me­todológicas con reificación de polos», en­trando a continuación en una descripción de los niveles y métodos. Termina esta Par­te I con un análisis muy pormenorizado de los tipos y clasificaciones psicopatológicas con apartados específicos para las DSM y CIE.

La Parte II contiene, a mi juicio, otra significativa aportación por cuanto que to­ma en consideración la temática psicopato­lógica vinculada a los procesos psicológi­cos. De este modo, aborda en seis capítulos la psicopatología de la atención, de la per­cepción y la imaginación, de la memoria, de los trastornos formales del pensamiento, de los delirios (en el marco de la Psicopato­logía del pensamiento) y del lenguaje. Y to­do ello lo hace de modo que se aúnan las descripciones clínicas con «las teorías, hi­pótesis y modelos explicativos que lo sus­tentan», lo que a su vez viene a ser elemen­to clave de la obra, al tiempo que apuestan por la incorporación de los datos que apor­ta la investigación desde la Psicología Ex­perimental.

La Parte III se centra en los trastornos asociados a necesidades biológicas y adic­ciones (trastornos del sueño, sexuales, al­coholismo, drogodependencias, alimenta­rios, trastornos de control de impulsos --el juego patológico- y los psicomotores). La Parte IV (<<Estrés y trastornos emociona­les») aborda las llamadas «neurosis» en profundidad y a lo largo de doce capítulos, excluyendo los trastornos bipolares.

La Parte Vy bajo el epígrafe de «Trastor­

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nos psicóticos y de personalidad», da cuen­ta en tres capítulos de los aspectos clínicos, los modelos explicativos y las hipótesis psi­cobiológicas de las esquizofrenias para pa­sar a los trastornos de personalidad y las psicopatías. La Parte VI da cuenta con su tí­tulo «Psicopatología del Desarrollo» de que considera este enfoque más adecuado al ci­clo vital de los seres humanos que la dife­renciación conceptual y teórica entre psico­patología infantil, del adulto y de la vejez, aun cuando la primera y la última de éstas sean las que después aparecen representa­das a través de cuadros y síndromes especí­ficos. Estos dos últimos apartados, V y VI, resultan ser poco abarcativos respecto al tí­tulo que ostentan, contrastando en este sen­tido con el resto de la obra y aun cuando tra­ten con rigor los asuntos analizados.

No quiero dejar de destacar que los auto­res son psicólogos, básicamente profesores de distintas facultades de Psicología espa­ñolas y algunos profesionales de la Psicolo­gía Clínica, y que esta su obra logra, a mi juicio con éxito, aportar una visión psico­patológica cuidadosa, práctica, actualizada y rigurosa a la comunidad científico-profe­sional de la Psicología Clínica, desde lue­go, y junto con ella a «los investigadores y profesionales de la salud en general y de la Salud Mental en particular».

Se trata, por tanto, de una obra ambicio­sa en sus contenidos y en sus objetivos, se­guramente muy por encima de la media no sólo de los «manuales», sino también de la producción en lengua castellana de Psico­logía, tal vez parcialmente tributaria de la Psicología de la Conducta, aunque con las aportaciones de la Psicología Cognitiva y que se sabe carente de otros modelos por lo que no se le resta interés al leerla. De lectu­ra no sólo útil, el libro será en breve im­prescindible y no sólo para los psicólogos

LIBROS

clínicos, sino también para otros profesio­nales de la salud que deseen o estén impli­cados o interesados en la Psicopatología.

Begoña Olabarría

W.AA., Un siglo de psiquiatría en España. Dr. Gaetan Gatian de Clérambault (1872-1934). Maestro de L'Infirmerie. Certificateur, Madrid, Extra, 1995.

Quince trabajos, repartidos a lo largo de 300 páginas cubiertas con un hermoso di­bujo de E. Urculo que alude a algunos mo­tivos y aficiones de Clérambault, constitu­yen el resultado impreso del I Congreso de la Sociedad de Historia y Filosofía de la Psiquiatría, celebrado en Madrid los días 28,29 y 30 de noviembre de 1994.

El libro se inicia con un texto de G. Be­rrios, «La historiografía de la psiquiatría clí­nica: estado presente», y continúa con los trabajos presentados a las dos ponencias: «Un siglo de psiquiatría en España: los pro­cesos de institucionalización», desglosada en tres partes (<<La psiquiatría española en el siglo XIX», «La psiquiatría de la 11 Repúbli­ca» y «Autarquía y Nacional Catolicismo»), y «Dr. Gaetan Gatian de Clérambault (1872­1934). Maestro de L'lnfirmerie. Certifica­teur». En todos los textos se aprecia un de­nominador común: el sobrado nivel de do­cumentación en el que basan sus hipótesis, argumentos y consideraciones. Sus autores pertenecen en su gran mayoría al Consejo Superior de Investigaciones Científicas (J.L. Peset, R. Campos Marín, R. Alvarez Pe1áez, etc.) o al ámbito universitario (H. Carpinte­ro,1. Martínez-Pérez, etc.).

Berrios comienza precisando que toda historia de la psiquiatría requiere inelucta­

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blemente una definición de psiquiatría, marco a partir del cual se despliega toda posible investigación. Tanto él como su equipo han convenido la siguiente: «la psi­quiatría es un conjunto de lenguajes desa­rrollados por las sociedades para describir, explicar y, con frecuencia, manejar desvia­ciones o trastornos de la conducta que de­penden fundamentalmente, pero no necesa­riamente, de una disfunción neurofisiológi­ca o psicológica» (p. 11).

Aborda inmediatamente las distintas formas en las que puede conducirse la labor del investigador, enfatizando finalmente que lo más importante es su honradez pro­fesional. Señala asimismo, y lo hace con mucha elegancia, los errores más habitua­les en que incurren los neófitos cuando se aventuran en estas lides: en primer lugar, el anacronismo (uso de categorías del presen­te para acotar la documentación del pasado, y descuido por el contexto social y políti­co); en segundo lugar, el «pecado» de con­fundir la historia de la palabra con las con­ductas y los conceptos.

Concluye su exposición planteando las preguntas fundamentales que en este cam­po, a su juicio, aún no tienen solución, y que son, entre otras: los mecanismos que trasformaron la locura en enfermedad men­tal y psicosis a lo largo del siglo XIX, o bien las razones de la biologización de es­tas últimas y paralelamente la psicologiza­ción de las neurosis. No obstante, puede objetarse a lo apuntado por Berrios, que al­gunos autores (Foucault, Lantéri-Laura, Bercherie, Pichot, entre otros) han aportado respuestas, parciales y generales, bastante bien fundamentadas y trenzadas sobre el particular, si bien es cierto que el debate si­gue abierto.

Se inicia, a continuación, una larga ex­posición sobre la psiquiatría española del

siglo XIX Yprimeras décadas del XX. Des­taco únicamente, y esto sin ánimo de me­nospreciar el resto de trabajos, el texto de R. Huertas García-Alejo, «La psiquiatría española en el siglo XIX. Primeros intentos de institucionalización», que concluye ma­tizando esa máxima tan extendida, según la cual ningún español puede figurar con un relieve medianamente satisfactorio en la historia de la psiquiatría del siglo XIX. Ar­guye el autor, en primer lugar, que el alie­nismo español ha buscado por encima de todo la eficacia en detrimento de la teoriza­ción; orientación compartida por la psi­quiatría estadounidense. En segundo lugar, destaca el esfuerzo por legitimar la discipli­na, cuyos efectos se hicieron sentir en la mentalización colectiva y en la sensibiliza­ción de los médicos no psiquiatras respecto a los problemas mentales. Por último, este periodo finisecular preparó el terreno del gran esplendor de los años veinte, que cul­minó en la 11 República.

La segunda ponencia sobre Clérambault, conmemorativa del sesenta aniversario de su muerte, recoge dos trabajos. En el pri­mero de ellos, F. Fuentenebro traza una semblanza global de la obra del maestro de la Enfermería Especial; una sólida intro­ducción para aquellos que se inician en la obra de este autor: un apunte biográfico, una síntesis del Automatismo Mental y de las Psicosis pasionales.

Por su parte, P. Marchais, con un texto en francés, aborda de lleno el Automatismo Mental, enfatizando, en especial, la coyun­tura psicopatológica en la descolla tal ela­boración. Además de detallar las caracterís­ticas nosológicas específicas del síndrome, el autor perfila las críticas más relevantes que se le dirigieron (Cellier, Guiraud, etc.), precisando, además, las diferentes versio­nes que se han elaborado sobre dicho sín­

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drome en la escuela francesa (Baillarger y Janet, especialmente), para concluir con el sentido que se le asigna actualmente al Au­tomatismo Mental. Así se cierra esta prime­ra entrega de la S.R.P.P., creada reciente­mente con el deseo expreso de servir de plataforma interdisciplinaria para azuzar el debate de los aspectos históricos, concep­tuales y filosóficos de la psicología, la psi­copatología y la psiquiatría. Bienvenido sea su esfuerzo.

Consejo de Redacción (J. M.ª A.)

Víctor GÓMEZ PIN, La dignidad, Barcelona, Paidós, 1995.

Re aquí otra magnífica palabra que pide con urgencia su rehabilitación. La digni­dad. De lo que antaño fue un hermosísimo palacio renacentista hoy quedan poco más que cuatro paredones. Aunque se trata de un término latino puede admitirse que fue Pico della Mirandola (con su Oración) quien lo refundó con aires boticellanos so­bre la libertad del hombre. Y en la misma línea Pérez de oliva escribió poco tiempo después su Diálogo de la dignidad del hombre exaltando las potencias humanas y singularmente el cuerpo. La libertad y la expresión serena del rostro se han conside­rado ya siempre elementos constitutivos de la perfección del hombre. Pero esta idea de consumación de lo humano se fue alejando de la dignidad, que al cabo de los años que­dó semivacía y carente de un significado fuerte. Fue después habitada esta palabra por contenidos mucho más subsidiarios y accesorios, llegándose incluso en las últi­mas décadas a calificar de digno lo que está en el límite inferior de la decencia, lo que no tiene más valor que un mínimo decoro.

LIBROS

El libro que comentamos es, como digo, un proyecto de rehabilitación. El autor, Víctor Gómez Pin, fue divulgador de la fi­losofía hegeliana y hoy se presenta nostál­gico de la razón cartesiana: en ningún caso hace abstracción del individuo, sino que por el contrario, gusta de analizar las mar­cas que en la personalidad crea el sistema de pensamiento y en éste la mediación de la aventura personal: creo no equivocarme al decir que lo que más admira de Descartes es su caballerosidad, su errancia, su actitud vital y, sólo inscrita en ese marco, la razón compleja que desarrolló. Comenzó escri­biendo sobre el «estatuto de la embria­guez» (en su librito De «usía» a «manía», de 1972) y pasa hoy por ser uno de los filó­sofos más agudos y rigurosos de nuestro país (es notable su Drama de la ciudad ideal, reeditado en Taurus en 1995). De al­gún modo, todos sus libros giran en torno a la empresa auténticamente humanista de apostar por la razón común como funda­mento compartido, ético y estable. Y no es de extrañar por ello que, para esta obra, ha­ya profundizado hasta los cimientos de lo humano. «Subyacente a la reivindicación de la dignidad, es la condición de lo huma­no y de su entorno» dice en las primeras páginas de1libro que se comenta. Y sin pér­dida de tiempo vincula la palabra a la raíz más firme de lo humano, a ese principio so­bre cuya validez y universalidad es imposi­ble engañarse: «la dignidad esencial (aqué­lla de la que derivan todas las manifestacio­nes particulares de la misma,...) reside en la adecuación del espíritu a un referente mo­ral porque racional (subrayado suyo); ra­cional en el sentido de matriz y condición de posibilidad del funcionamiento cabal de las facultades constitutivas de lo humano».

La razón como fundamento de la digni­dad; la condición racional como principio

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que permite al hombre considerarse digno. «Dignidad es -dirá más adelante- exterio­rizar en toda circunstancia la condición de ser racional; decencia es no encubrir tal condición procediendo en conformidad a criterios que la subordinan y así la degra­dan». Si la decencia me caracteriza seré an­te mí merecedor de respeto; si es exterior­mente apreciada, si no se da ninguna cir­cunstancia equívoca que la oculte, seré respetado por los demás. Y puesto que nin­gún comportamiento humano (<<¡por defini­ción!» grita el autor) «puede hallarse priva­do de algún tipo de mediación racional [...] todo ser humano es merecedor de respeto, todo ser humano es, por su palabra, respon­sable y precisamente por ello, ante la pros­titución de tal palabra, la razón me mueve a mostrarme implacable». El proyecto de Gómez Pin, que se sustenta en tan firmes cimientos, no aspira sólo a la intelegibili­dad, por exhaustiva que se pretenda. Al contrario, entregados cabalmente como se­res de razón, aspirantes a la lucidez, a la ac­tividad propia de los hombres libres, abre el concepto a toda la ciudad. Y pues la lucidez supone comunidad de intereses y proyec­tos, busca el autor definir lo que sería un mundo digno (no un ingenuo mundo feliz, sino algo mucho más serio); un mundo, una ciudad, donde la naturaleza se subordine a la condición del hombre y donde «no se da­rían seres humanos impedidos por su con­dición social de centrar la existencia en el problema mismo constitutivo de lo huma­no». Es más: sólo en un espacio público del que se hayan desterrado «la estulticia y la inquisición [oo.] hay posibilidad real de dig­nidad en el ámbito privado» (tal como co­mentaba el mismo Gómez Pin reciente­mente en un diario madrileño).

El libro, que inaugura una prometedora colección (<<Biblioteca del presente», diri­

gida por Manuel Cruz) y se subtitula «la­mento de la razón repudiada», se organiza en tres partes: «Razón de la dignidad» es la primera, y «Dignidad de la razón» la últi­ma. Pero el grueso se centra en 10 que de­nomina «Dignidad amenazada». Aquí se habla de racismo y de venganza; de las ma­nos sucias y de la mentira; de la indigencia, de los buenos sentimientos, de la rebeldía; de la corrupción y de la democracia, de la buena muerte. Y es de agradecer que, ha­ciendo honor a su mismo proyecto, el autor comente hechos y situaciones actuales y concretas, y no se quede en declaraciones bienintencionadas, piadosas, y sin compro­miso alguno. Al contrario; pues, como se ha dicho, si algo ha de caracterizar a la dig­nidad es no eludir nunca la palabra. Natu­ralmente se puede (y se debe) no estar de acuerdo en todos los términos de sus expo­siciones y argumentos. Pero el hecho mis­mo de plantearlo así, sobre casos ciertos y bien conocidos es indicativo del valor de un libro que pretende que la lucidez, en tanto que rasgo de un orden social, sea «algo más que un proyecto eternamente diferido».

Quizá convenga, para entrever mejor el contenido de este texto, reflejar algunos pá­rrafos seleccionados de su capítulo central. Estulticia e indigencia: Entre un conjunto de reflexiones incisivas sobre la propiedad se lee: «El imperativo auténticamente mo­ral [oo.] consiste en que tu existencia no transcurra sin haber contribuido a que desa­parezca del horizonte esa plaga, perfecta­mente contingente (es decir no inherente a todo orden y a toda sociedad), que es la fi­gura de un humano reducido a la mendici­dad». El desprecio: Se refiere a la ofensa condensada en «los burdos prejuicios con que el racismo justifica su indecente exte­riorización», racismo como «atmósfera cir­cundante», como patología social. Aunque

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el autor tensa en exceso sórdidas analogías con algunos espectáculos deportivos para minusválidos, la denuncia del racismo que se incuba en muchas actitudes paternalistas resulta pertinente. La no genuflexión: Per­mítaseme una larga cita, muy ilustrativa del tono general del libro: «Tocamos aquí el punto crucial del problema de la respuesta ante la ofensa, y quizás del problema gene­ral que este trabajo aborda: El que atenta a la dignidad, el que apunta a lo esencial de los seres de razón, debe saber que introduce en la relación social un tipo de diferendo que no está circunscrito al arbitrio del lenguaje; el que atenta a la dignidad debe saber que su gesto entreabre la posibilidad de la violencia física, y que la persistencia en el mismo ha­ce a ésta ineludible». La figura del ofendido ha de mostrar «que de ninguna manera esti­ma más su vida que su libertad» (subraya­dos suyos). Naturalmente, es ésta una acti­tud no tan extraña en la práctica pero poco frecuente como argumento filosófico: de ahí el interés de estas páginas, por más que se difiera en la opinión. El honor: El entrama­do de responsabilidades e intereses de las organizaciones sociales permite poner a prueba la dignidad de quien, siendo respon­sable último de las decisiones, endosa la culpabilidad al inferior, y la de quien, al contrario, no asume la suya propia amparán­dose en la misma jerarquía. La muerte in­digna: Frente a ciertas culturas que incorpo­ran al orden cotidiano la presencia de la muerte, en la nuestra «es fóbicamente repu­diada (esa presencia) de los hogares, y a los agonizantes, homologados por tal condi­ción, se les ofrece como figura de la vida que aún prosigue, no la plenitud de una des­cendencia adolescente, sino el compañero de habitación de un lugar que prefigura el tanatorio». Este marco de la muerte no pue­de alentar el sentimiento de pertenecer a una

LIBROS

noble condición; el debate sobre la eutanasia que en el libro se desarrolla tiene así el pórti­co de la agonía miserable. La ruina: Las huellas de la finitud en el rostro de los viejos conmocionan siempre al que les mira y pro­vocan en él «simpatía dolorosa o repulsión, según que perciban los surcos del tiempo, o que se vislumbre la alquimia corruptora de estos mismos surcos en razón de la menti­ra». (Es éste, el que trata de «las huellas del tiempo», uno de los subcapítulos menos lo­grados, en el que la dureza del juicio sobre la vida cotidiana de la mayoría parece denotar -en este subcapítulo, insisto, no en otros­escaso conocimiento del alma humana).

Frente a la triste aceptación, hoy tan en boga, de lo digno como simplemente deco­roso, sin miseria, pero sin lujo, sin intensi­dad, sin nervio para constituirse en respues­ta a la ceguera interesada, Gómez Pin alien­ta el desarrollo de un significado más profundo y adecuado a lo que fue: una ex­presión, un término que se aplique a las per­sonas que ni se humillan ni toleran que las humillen por su propia condición humana. Apoyado en la exaltación de la razón co­mún puede levantarse de nuevo sobre esta palabra, dignidad, un hermoso palacio en el que se respiren aquellos aires densos de li­bertad y entereza que la caracterizaron. Una estancia en la que puedan volver a resonar las voces del poeta: «Suma de perfección es la cabeza humana, sin fuego de alegría y sin tristeza, ni altiva ni humillada bajo el arco del aire azul, tan quieta la mirada que deja a los caballos sin instinto, sin crecimiento na­tural al árbol». Un lugar que refleje la sere­nidad de aquellos rostros pintados en los muros de Arezo que impresionaron a Brines y que nos muestren, en la dignidad impresa que reclama el texto de Gómez Pin, «el sue­ño que abolió nuestra escoria».

Manuel Saravia

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LIBROS

Sara PAÍN, Gladys JARREAD, Una psicotera­pia por el arte. Teoría y técnica, Buenos Aires, Nueva Visión, 1995.

A partir de su inclusión como entreteni­miento en la terapia ocupacional del siglo XIX, la expresión artística ha ido ganando terreno hasta convertirse hoy en otra de las alternativas psicoterapéuticas que, ya sí, apelan al sujeto. La fractura brutal del arte contemporáneo con el precedente, la incor­poración de materiales de más fácil mane­jo, incluso de objetos o tecnología cotidia­nos (ready made, fotografía, collage, xero­copia), unidas a la búsqueda de alternativas a terapias largas, costosas o excluyentes, han facilitado este proceso, al que tampoco es ajena la fractura con la vieja psicopato­logía que, por ejemplo, consideraba inabor­dables a los delirios e inexorable su evolu­ción. La terapia por el arte, institucional o no, goza de pleno derecho en el bagaje doc­trinal de la asistencia a la salud mental y, en bastantes sitios, también forma parte de la realidad de su práctica.

Las autoras transmiten en este libro sus experiencias en el taller «Les pinceaux», de París, y en el centro de estudios para la formación de arteterapeutas CEFAT, a cu­ya creación colaboraron en 1982, estructu­rándolas en tres partes: la primera, dedica­da al marco y referencias teóricas; la se­gunda, a la descripción y análisis de las diversas técnicas de expresión plástica que sirven de soporte formal a esta terapia; y la tercera, a la exposición de una decena de casos clínicos que ilustran los aspectos an­teriormente tratados. Es decir, estamos an­te un libro reconfortablemente construido sobre el sólido concepto de la praxis, con­jugando paso a paso la teoría con su ejerci­cio.

El título original (<<Sur les traces du su­jet...») expresa mejor que el de la edición traducida la orientación de las autoras: su trabajo se centra sobre la búsqueda del su­jeto para encontrar y elaborar un universo de imágenes significantes de sus conflictos subjetivos, con la intención de acceder a la capacidad y los medios necesarios para simbolizarlos. Procedentes del psicoanáli­sis (Jarreau) y de la teoría del aprendizaje (Paín), se sirven de mutuo complemento sin buscar un equilibrio químico que homo­geneice sus discursos, pero logrando un li­bro estimulante y ameno que, deseable­mente, podría servir de acicate para la in­corporación de estas técnicas a algunos servicios de nuestro país, sobre todo a los de Rehabilitación, en ocasiones demasiado carentes de ideas distintas a las de la terapia convencional. En este sentido, las páginas destinadas al rol del arteterapeuta, a su «in­sostenible posición» (dialéctica que nos re­cuerda a la madre suficientemente buena de Winnicott), debería integrarse en los vario­pintos planes y cursillos de formación de las distintas varillas de nuestro abanico plu­ridisciplinar.

En fin, libro que nos llama a salir de los trillados caminos de la Psicología y la Psi­quiatría -al menos, los de aquellas que se viven con pomposas mayúsculas- para adentrarnos en ese espacio común al arte y la locura, fragmentado e intranquilizador, pero inevitable, que Balzac (<< ... no hay lí­neas en la naturaleza donde todo sea lle­no...») y Artaud (<<•••cuidado con sus lógi­cas, señores,... a través de los huecos de una realidad a partir de ahora inviable, nos habla un mundo voluntariamente sibili­no...»), entre otros, nos descubrieron.

Consejo de Redacción (R.E.)

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LA CIENCIA DESDE LA HISTORIA: RESONANCIAS DE KOYRÉ

1. Suele admitirse, incluso por sus detractores, que la historia es algo así como un criterio explicativo a la vez universal y ajustado a cada tiempo: su energía, su capa­cidad para prestar sentido y coordinación a datos heterogéneos son, pese a sus dificul­tades opuestas -agotamiento, opacidad, ausencia de fondo estable-, cruciales para nuestra inteligibilidad cultural.

El convencimiento de que al conocer el pasado se es capaz de modelar mejor las pautas del presente se traslada, eso sí con distintas resistencias, a ciertos productos culturales que van desde la matemática o la física, la geología, la química o la técnica, hasta la biología, la medicina y la psiquia­tría. Ahora bien, siendo la especialización en cada campo histórico-científico particu­lar una condición necesaria para la investi­gación, ello supone un oscurecimiento de esa comprensión global a la que ha de ten­der al mismo tiempo: Alexandre Koyré (1892-1964), gran estudioso de las ideas científicas en los siglos XVI y XVII, recor­daba que una historia de las matemáticas, más una historia de la astronomía y de la física, más una de la medicina o de la quí­mica, etc., no forman una historia de la ciencia. Y quizá sea esto un obstáculo difí­cilmente salvable: el problema afecta a los historiadores de cualquier tipo, y atañe sin duda a los cultivadores de la historia de la ciencia, disciplina más joven y con menos experiencia institucional. Con todo, a la par que se prosiga una indagación especializa­da, los balances de conjunto han de esta­blecer nuevos nexos que permitan reanudar de modo ponderado cada historia particu­lar. Buscando perspectivas a la vez plurales y unificadoras, en lo posible, habría que tratar el conjunto del saber científico que resume todo este esfuerzo disciplinar,

subrayando las sintonías y los desfases existentes entre cada una de sus ramas.

Koyré no rehuyó nunca este doble movi­miento indagador, tan complicado, y supo como pocos proyectarlo sobre un vasta pan­talla cultural. Como él nos enseñó, admitir y esclarecer el peso diferencial de la cultura de la ciencia europea supone considerar minuciosamente la historia de la ciencia moderna. De hecho, si el punto de vista his­tórico es una fuerza especial que condicio­na y redondea la misma idea específica de cultura --exigiéndola una crítica propia que, a la vez, la desborda y la encauza-, su des­pliegue particular en el territorio científico, por más difícil que éste sea, se vuelve imprescindible para captar el conjunto de nuestro pensamiento. Más allá de repetir la vieja pregunta, ¿cómo es la ciencia de la historia?, ayuda a reavivar la cuestión de cómo puede captarse la historia en la refle­xión o, en fin, la historia en la ciencia.

11. Estos comentarios, de entrada, se proponen saludar la reciente publicación de un libro de Koyré, quizá demasiado breve pero siempre valiosísimo, Pensar la ciencia (Barcelona, Paidós, 1994), prologado al detalle por C. Solís. Pues hacía tiempo que no se proseguía la imprescindible difusión castellana de sus escritos, por ejemplo, los relativos al brote científico moderno. Además de su contribución al estudio de la ciencia del siglo XVI, en la aún vigente Historia general de las ciencias dirigida por R. Taton (Barcelona, 1972), la traduc­ción de Koyré se había iniciado con tres libros clave: los Estudios de historia del pensamiento científico (1977), Del mundo cerrado al universo infinito (1979) y los Estudios galileanos (1980), todos ellos impresos en Madrid, gracias al esfuerzo de Siglo XXI. Era, sin duda, indispensable la

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recuperación de una obra que ha guiado a los principales historiadores de la ciencia, después de la segunda gran guerra: sólo en el ámbito anglosajón, a A.R. Hall, M. Boas Hall, E. Grant, T.S. Kuhn, R.S. Westfall o LB. Cohen; en Francia, aunque muy en sor­dina, a toda una generación. Y lo era tanto para los estudiosos de este ramo como para los historiadores de la cultura o para los lectores, sin más.

Sin embargo, durante los últimos quince años, y mientras comenzaba la lenta conso­lidación de la historia de la ciencia en España, se ha producido un reflujo en la traducción de estudios clásicos del siglo XX en este terreno y, en particular, de los restantes escritos de Koyré. Faltarían por publicar contribuciones fundamentales a la historiografía científica como La révolu­tion astronomique (París, Hermann, 1961), o su texto documental de apoyo Chute des corps et mouvement de la Terre de Kepler a Newton (París, Vrin, 1973; oro inglés: 1955), y los inconclusos, pero hondos y sugerentes, Études newtoniennes (París, Gallimard, 1968; oro inglés: 1965). Por otro lado, y puesto que Koyré unía sin forza­miento alguno distintos campos con un esfuerzo enciclopédico muy esencial, cabría añadir que no se ha vuelto a impri­mir su Introducción a la lectura de Platón, uno de los primeros libros de bolsillo (Madrid, Alianza, 1966). En fin, aunque aisladamente se recogió un texto donde se amalgamaban sus preocupaciones primeras y tardías, Místicos, espirituales y alquimis­tas del siglo XVI alemán (Madrid, Akal, 1981), no se han vertido, por ejemplo, ni sus conferencias cartesianas, Entretiens sur Descartes, ni su tesis de estado, La philo­sophie de Jakob Bohme, tan rica en cone­xiones, en la que, por ejemplo, analizaba el trasfondo del impetuoso lenguaje del místi­

ca alemán, sin perder de vista la incorpora­ción de la nueva cosmología copernicana.

Pese al aspecto cerrado de muchos de estos títulos, cualquier lector suyo sabe bien que todos ellos ponen de relieve su gran experiencia intelectual, hasta el punto de desbordar una y otra vez sus plantea­mientos iniciales. Ello es propio de un cos­mopolita de las ideas como Koyré, ese pai­sano de Chejov que conservó su nacionali­dad rusa durante muchos años (fue testigo de las revoluciones de 1905 y 1917, parti­cipando en ambas de diferentes modos), al tiempo que se formaba en un momento cul­tural sin parangón, para las ciencias y las humanidades, como activo viajero por Europa y fuera de ella. Koyré fue estudian­te en Gotinga y París; profesor informal después en París, Montpellier y El Cairo; luego, tras haber sido enviado a los Estados Unidos por De Gaulle, dio cursos en diver­sas universidades americanas, durante semestres que se alternaban con su trabajo, poco institucionalizado, en centros parisi­nos de estudios avanzados (el nombre de su sección en la École Pratique era «ciencias religiosas»). Hombre discreto, su biografía -de trayectoria esclarecedora-, apenas se trasluce en sus textos. Pero, como sucede con otros grandes trasterrados de su época, a medida que su aventura internacional aumentaba, los pasos de su recorrido vital se multiplicaron, abriéndose a nuevos estí­mulos: Koyré fue, además, un hombre de múltiples lenguas: estuvo en tres idiomas, alemán, francés e inglés, además del ruso. Quizá en su peripecia formativa -que va desde Husserl, Hilbert y Minkowski, hasta H. Berr, É. Meyerson y Hélene Metzger, la gran historiadora de la química, asesinada en Auschwitz, poco difundida entre noso­tros-, se oculten muchas claves de su incomparable capacidad para dar cita tanto

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a la historia, en vías de reconstrucción, como al pensamiento más activo y a textos de científicos más o menos destacados.

Lo cual se hace patente en Pensar la ciencia, conjunto de tres artículos que for­maban parte de uno de los más notables libros -por su variedad y originalidad- de esta cumbre de la historiografía científica desde los años cincuenta. En ese texto ori­ginario, Études d'histoire de la pensée phi­losophique (París 1961), Koyré estudiaba la reconsideración de las paradojas de Zenón, a lo largo de la historia, hasta Cantor y Bergson, o las ideas sobre el vacío en la Edad Media tardía. Asimismo se sumergía en las ideas sociales de Condorcet o de Bonald, tan contrapuestas entre sí. Final­mente, hacía un diagnóstico meditado y extenso sobre el sustrato más especulativo de las corrientes del pensamiento contem­poráneo. Nada mejor que solicitar, enton­ces, un inmediato rescate de la totalidad de estos trabajos, que daban al grueso volumen original una coherencia por encima de su diversidad de enfoques, de las épocas trata­das, de la forma de cada exposición.

De hecho, Koyré, con su formación filo­sófica, científica e historiográfica, fue un efectivo negador de los compartimentos estancos en los estudios humanísticos o culturales, sea cual fuese su índole, presen­tándose como un defensor de la unidad de toda la actividad mental, de acuerdo con las ideas puestas en acción por las figuras antes evocadas. Y pudo ponerlo en práctica con su dedicación simultánea a los diversos tipos de pensamiento (incluso, hondamen­te, al religioso), y, dentro del científico, a la historia de la física moderna, en sus víncu­los con la implantación de la matemática. Desde los ángulos más generales, su terri­torio intelectual se transparenta bien en Pensar la ciencia, pese a su brevedad, dadas

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la visiones de conjunto que ofrece ponien­do en evidencia la ligazón de todo produc­to humano, así la ciencia moderna.

III. En «La influencia de las concep­ciones filosóficas en las teorías científi­cas», el primero de sus capítulos, nos muestra Koyré cómo el historiador, al reha­cer la evolución de la ciencia (si es que evita siempre creer que se halla ante un cementerio de insensateces o una colección de monstruos o de extravagancias), «capta las teorías del pasado en su nacimiento y vive con ellas el impulso creador del pen­samiento». Más aún, con un lenguaje viquiano, nos recuerda Koyré que es posi­ble la existencia de corsi e ricorsi insólitos, esto es, de retornos de teorías, en la forma que sea (pulida, reducida, recortada, desa­rrollada); de modo que ciertos plantea­mientos que se creían totalmente sobrepa­sados pueden reaparecer súbitamente. Por tanto, el conocimiento de la historia puede ser, a la vez, una fuente de inspiración, un imaginario más o menos reconocido y una criba que permite recortar los excesos que provocan algunas falsas novedades.

Por otra parte, más allá de su existencia misma en las distintos estudios o plantea­mientos disciplinares, el problema de la posible utilidad de la historia, en el sentido más pragmático de la palabra útil, no se confunde con el de su legitimidad propia­mente intelectual, como señalaba hace cin­cuenta años Marc Bloch, en la Apología de la historia: la experiencia nos muestra, además, «que es imposible decidir por ade­lantado si las especulaciones aparentemen­te más desinteresadas no se revelarán un día asombrosamente útiles en la práctica». y este medievalista saltaba de campo y de tiempo para recordar cómo la teoría cinéti­ca de los gases, la mecánica einsteniana o la teoría de los quanta han alterado la idea

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de lo que no hace mucho se tenía en gene­ral de la ciencia, de modo que lo cierto se ha visto sustituido en muchos puntos por lo más probable, y lo rigurosamente mensura­ble asimismo aparece desde hace décadas relativizado por la indeterminación misma de la medida. De este modo, el problema de la incertidumbre histórica -a veces absur­damente resaltado- se ve redefinido dentro de la escala de los grados de certeza, esca­la que afecta a buena parte de esa ciencia física que se había convertido en modelo para las restantes al surgir la ciencia moderna, pero que experimentó una crisis de fundamentos a finales del siglo XIX. Todo ello late, de forma indirecta, en las argumentaciones de Koyré.

Si sus grandes temas surgen y se recrean en esta primera parte de Pensar la ciencia, por encima de ellos y frente a todo positi­vismo, nos dice con su martilleo constante que el nacimiento de la ciencia moderna fue a la par de una mutación de la actitud filosófica, en la que el peso del realismo matemático fue decisivo. Se enfrenta, por tanto, con toda devoción ingenua a «Bacon». Pero si la matemática sería la ciencia clave de lo real -de lo real físico y también más allá de éste-, su matematismo es muy matizado. No deja de tener un valor esencialmente metódico, a modo de foco central, nunca reductor; no es una trampa intemporal, pese a las resonancias que tenga la idealidad matemática: Koyré no pone a prueba «cualquier tiempo» (sus tra­bajos se centran entre los años de Copérnico y los de Newton). Y aunque se vuelque en historizar los cambios científi­cos, su tarea de desciframiento en realidad resulta ser siempre transcientífica. Este calificativo proviene de una convicción suya expresada sin rodeos: al menos en los momentos en los que se originó la ciencia

moderna (aunque no sólo por entonces), decía, la evolución del pensamiento cientí­fico estuvo «muy estrechamente ligado a la de las ideas transcientíficas, filosóficas, metafísicas y religiosas».

Atender a las inflexiones del pensamien­to nunca supuso, en los escritos de Koyré -y no sólo porque en ellos siempre hable «de otras cosas»-, apelar a unos inmutables esfuerzos metódicos de tipo logicista, sin más precisiones, que se olvidarían y se recuperarían cíclicamente a lo largo del tiempo. Pues la «historia», de este modo, quedaría reducida a constatar las fases de este recuerdo olvidable y, al parecer, inter­mitente: en absoluto ésta es su concepción histórica. Un método, para él, no debe con­cebirse como una especie de trama lógica inmutable. Como señalaba al estudiar los orígenes de la ciencia moderna, el énfasis en el «método» a secas suele ser peligroso y estéril: la revolución metodológica medieval, por ejemplo, tuvo un alcance bastante limitado en la real evolución de la ciencia, aunque muchos quieran tomarla como punto en el que se adivina ya su impulso definitivo. Más aún, en general, Koyré subraya que «el lugar de la metodo­logía no está en el principio del desarrollo científico, sino, por así decirlo, en medio de éste»: no se forma antes, y suele codificar­se después. Recíprocamente, el empeño experimental moderno, aducido tantas veces con desconcertante vaguedad, es incomprensible si no se es capaz de enla­zarlo con cada esfuerzo teórico particular, delimitado en cada tiempo cultural, ya que un verdadera experiencia, un experimento clave se configura previamente: es una pre­gunta formulada a la naturaleza «con un lenguaje muy especial», y no un tanteo afortunado en su interior. El cambio en la gama, la forma y el esquema de tales pre­

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guntas es lo que determinaría una posible revolución en la ciencia.

En suma, para Koyré, los vuelcos cientí­ficos, si bien fundados inequívocamente en hechos nuevos, vienen a ser, en su núcleo, «revoluciones teóricas cuyo resultado no consistió en relacionar mejor entre ellas "los datos de la experiencia", sino en adquirir una nueva concepción de la reali­dad profunda subyacente en estos "datos". La metodología estaría dentro de cada indagación y evolucionando en el tiempo; la experiencia asimismo actuaría en el seno de ésta y la moldearía, aunque, según Koyré, es el golpe teórico el que «domina y determina» la estructura de la ciencia moderna. Y más que afirmar la primacía del método, éste aparece, ante todo, como un problema. La búsqueda de este pliegue interior, de este resorte que atraviesa una organización científica particular, teórico­práctica, nos incita a eludir radicalmente lo que, en Pensar la ciencia, Koyré denomina «la renuncia -la resignación- positivista».

IV. Su orientación, abstracta a primera vista, se pone curiosamente de evidencia en los otros dos capítulos que atienden a un problema, hoy clásico, sobre la ciencia y el maquinismo: «Los filósofos y la máquina» y «Del mundo del "aproximadamente" al universo de precisión», ambos de 1948. El brote de las máquinas en el siglo XVII es utilizado para confrontar el territorio men­tal y social de los modernos en compara­ción con los antiguos. En el primero, la abierta presencia de la historia (Owen, Engels, Michelet) sirve para mostrar la dureza de los períodos de acumulación eco­nómica (moderna o contemporánea, de un lado o de otro del globo); y también para recalcar la importancia de una interpreta­ción psicosociológica como la de P.M. Schuhl (Machinisme et philosophie, 1947),

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sobre el cambio de mentalidad perfilado desde el Renacimiento: pues, «el medio humano no es nunca, o casi nunca "natu­ral"; está siempre, o casi siempre, transfor­mado por el hombre». Pero tales considera­ciones sociopsicológicas, aduce el «inter­nalista» Koyré, serían insuficientes si no se viesen acompañadas por el análisis de los avatares de la teoría: la verdadera tecnolo­gía, la nueva técnica pensada, se contra­pondría a la técnica empírica. Corresponde ya a una «ciencia técnica» y a una «técnica científica», que están dotadas de una arma­dura diferente desde el arranque de la modernidad: algo antes de su ulterior afian­zamiento, teórico y práctico, en los siglos XVIII YXIX.

En el segundo artículo, se acerca con más «precisión» ya a ese Seiscientos maquinístico, mostrando la coherencia de cada instrumento -telescopio o cronóme­tro-, en las manos de los científicos, de Galileo o Descartes. Las máquinas serían algo así como prolongaciones mismas de la nuevas teorías físicas; aparecen como un nuevo sentido científico, trazado y dirigido por la intención teórica. Y no casualmente cita aquí los trabajos de Lucien Febvre, quien por su parte retomará en 1950 este trabajo de Koyré para discutir sus tesis en los Annales (<<De la apreciación a la preci­sión pasando por el rumor», Erasmo, la Contrarreforma y el espíritu moderno, Barcelona, Orbis, 1985). Pues el «gesto» histórico de Koyré está marcado por la bús­queda de otra forma de comprensión. Si ya un primer mentor suyo, Henri Berr, había defendido en la Revue de Synthese (funda­da en 1900) una especial psicología históri­ca o colectiva, mediante una colaboración interdisciplinar, los fundadores de esa pres­tigiosa revista histórica, en 1929, habían cooperado previamente con Berr. Véase la

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interesante síntesis al respecto de P. Burke, La revolución historiográfica francesa (Barcelona, Gedisa, 1994), aunque no lle­gue a hablar de Koyré.

Yeso que su trayectoria vital es casi un resumen de las inquietudes de nuestro siglo. No sólo por su baño en el radicalis­mo husserliano, en el estudio del misticis­mo y del brote científico moderno o por su clara tendencia entrelazadora. Nada mejor para verlo que seguir su resonancia en cam­pos lejanos a la estricta rama de la historia de la ciencia que él frecuentó, la de la físi­ca. Ya en sus momentos de formación fran­cesa se había ensamblado en un círculo efervescente de intelectuales judío-euro­peos de intereses dispares y amplios, el de Metzger y É. Meyerson, pero también el de Lévy-Bruhl, fundador con Mauss del Instituto de Etnología.

Ahora bien, en absoluto se ha resaltado que Koyré facilitó directamente el entrecru­ce de teorías en las humanidades, tan deter­minante en la segunda mitad de siglo. Lévi­Strauss pudo conocer a Jakobson en el exi­lio neoyorkino gracias a Koyré, al presentir que existía entre ambos una honda comuni­dad intelectual. De hecho, el padre de la lingüística estructural, Jakobson (el amigo ruso de Lacan), se convertirá en mentor del giro decisivo de Lévi-Strauss, al mostrarle el rigor de un cuerpo de doctrina, la relati­va al lenguaje y a la interpretación textual, que se había consolidado desde los tiempos del despliegue del formalismo ruso, en los años de la revolución soviética. Resulta natural que Koyré adivinase esa mirada sis­temática que hermanaba a Jakobson y al antropópogo, dada su propia posición inte­gradora, muy centralizada: no en vano, estos dos y el propio Koyré se habían nutri­do, inicialmente, del rigor fenomenológico.

De ahí tal vez la presencia oblicua de

Koyré, de su vocación teórica, en el tras­fondo del estructuralismo. El propio T.S. Kuhn, interpretaba su calado en los histo­riadores de la ciencia como efecto de haber reconocido rigurosamente la «coherencia de sistemas de ideas ajenos a los nuestros» (La tensión esencial, Madrid, FCE, 1983). Koyré, arqueólogo de la ciencia moderna, buscó un proceder sistemático -que tiene algún aire de familia, pero sólo alguno, con Lovejoy o Cassirer-, para enfrentarse con todo artificio positivista (el de Comte, el de Mach, el que lastró a muchos derivados de la escuela vienesa), ayudando a liberar al pensamiento francés y europeo de tantas ataduras «empíricas». Y la nueva proble­matización, en los años sesenta, de los aná­lisis históricos o humanísticos, basada en el estudio de la construcción de modelos, en la investigación minuciosa de estructuras que hay detrás de las ideas -de sistemas básicos con sus variaciones, inseparables de ellos-, se apoyó parcialmente en la ins­piración crítica de Koyré, como llegaron a sugerir F. Chátelet o, más tarde, F. Jameson en La cárcel del lenguaje (Barcelona, Ariel, 1980).

Asimismo Lacan, confrontando «La ciencia y la verdad» en 1965 (Escritos, 1), se remitía a la mutación subjetiva provoca­da por la física moderna, al giro radical en el tempo del progreso de la ciencia del que resulta asimismo una modificación radical «en nuestra posición de sujeto, en el doble sentido de que es allí inaugural y de que la ciencia la refuerza más y más». Y para recapacitar sobre el desplazamiento subje­tivo en su raíz misma (la experiencia carte­siana supuso «el desfiladero de un rechazo de todo saber»), concluía el reinventor de Freud: «Koyré es aquí nuestra guía». Por su parte, en una reseña de La revolución astro­nómica, de 1961, Foucault vio entre las

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líneas de este trabajo koyréano el núcleo mismo de Las palabras y las cosas, al con­cluir tras su lectura, literalmente, que «a comienzos del siglo XVII, el lugar del naci­miento de la verdad se ha desplazado; ya no está del lado de las figuras del mundo sino en las formas interiores y entrecruzadas del lenguaje». La destrucción del cosmos y sus efectos subjetivos, culturales, incluso míti­cos -y éste es el diagnóstico central de la modernidad, según Koyré-, tiene, pues, muchas traducciones.

V. Alguien de la talla de Starobinski ha resaltado que Koyré dio un extraño empuje a la historia de las ideas cultivada en los Estados Unidos, mezclándola en lo posible con la europea. Si en una Universidad inter­disciplinar como la de Baltimore habló sobre el desvanecimiento progresivo de la imagen esférica del cosmos -que se trans­formarían en Del mundo cerrado al univer­so infinito-, en otras revisó la trama de la modernidad en las teorías del progreso (véase su trabajo sobre Condorcet) o en las nostalgias del pasado, así como las imáge­nes de evolucionismo, incluyendo la idea de revolución, difundida justamente al hilo de su recepción americana. Y cabe rastrear su resonancia en el grueso estudio de LB. Cohen sobre el origen y desarrollo de la idea de giro brusco en nuestra trayectoria cultural (Revolución en la ciencia, Barcelona, Gedisa, 1989), quien aborda, por lo demás, las revoluciones freudiana y, antes, la darwiniana o la sociologista. Considerando a Koyré como el autor más influyente en la historia de la ciencia entre 1950 y 1960 (pp. 346-347), Cohen narra cómo éste percibía las transformaciones intelectuales como una totalidad, captando la mutación científica moderna (una de las «más profundas, si no la más profunda, rea­lizada -{) sufrida- por el espíritu humano»

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desde la invención cosmológica griega, decía Koyré), a modo de gran drama histó­rico. Esta perspectiva dramática pertenece ya a la historia de la historia de la ciencia: así se refleja, por ejemplo, en el prólogo de D.C. Lindberg a las Reappraisals o[ the Scientific Revolution (ed. suya, con R.S. Westman, Cambridge, University, 1991), un buen balance reciente para pensar sobre las articulaciones de la ciencia.

En fin, si la idea de evolución se adueñó, para algunos, de un puesto clave en nuestra inteligencia en general, ella pesa también en la comprensión de la trayectoria, mate­ria y lenguaje de las ciencias, en donde por cierto surgió la idea de revolución, antes de pasar a las ciencias sociales. Pero no sin graves crisis. La idea de progreso que la acompañaba o la dirigía se ha ido disol­viendo, desde 1930 hasta 1990: ya sólo se habla de progresos sectoriales, según advierte J. Le Goff en Pensar la historia (Barcelona, Paidós, 1991). Sin embargo, en el caso específico de las ciencias, suele resultar muy fácil apelar a su crecimiento continuo, con lo cual se congela en verdad su pasado. Un avance sin sombras sólo genera una ultrahistoria, y así se entorpece la posible capacidad de modificación basa­da en la autocrítica. Al subrayar el progre­so científico se tiende a construir una línea cronológica ascendente que, más bien, borra todo un mundo de imprecisiones y extravíos que forman parte de su historia y, en consecuencia, se impide la inteligibili­dad del origen -{) del final- de sus concep­tos. Así lo denunciaba justamente Koyré, por ejemplo al recordar, en los bellísimos Estudios galileanos, que el pensamiento científico no va de lo claro a lo claro, sino, en todo caso, de lo oscuro a lo claro, esto es, que «progresa en la confusión y en la falta de claridad». Ello resulta más eviden­

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te en los momentos de crisis, como también son los de la actualidad.

VI. Ahora bien, la idea avanzada por Koyré de respetar la «oscuridad» era clara­mente ofrecida como lema para la historio­grafía científica en el gran libro de home­naje que se le dedicó a su muerte (VV. AA., L 'aventure de la science. Melanges Alexandre Koyré, París, Hermann, 1964). Taton y Cohen, en la introducción, subra­yaban su modo escrupuloso de captar la ciencia del pasado, evitando hacer accesi­ble «el pensamiento a menudo oscuro, torpe o quizá confuso de los antiguos». Por ejemplo, Koyré avisaba que es ineludible comparar, paso a paso, las demostraciones de un teorema «similar» por parte de Arquímedes, Cavalieri o Barrow. Y ello debería constituir una férrea actitud de principio para el historiador de las ciencias en cualquiera de sus gamas, de la matemá­tica a la psiquiatría, ya que ha de negarse a enrasar tiempos que considera desiguales, bien por la intensidad en el tratamiento de una disciplina bien por el sentido cultural en la que ésta se integra. El riesgo de su ofi­cio radica tanto en su lectura intempestiva de los textos como en su posición a contra­corriente, su ejercicio histórico desalmado, perseverante y marginal.

Descendiendo a lo concreto, sucede que la vida profesional de Koyré nos recuerda siempre que la enseñanza institucionaliza­da de la historia de la ciencia es bastante reciente, pese a la importancia crucial para esta disciplina del llamado, desde 1966, Centre Alexandre Koyré, institución tardía, creada a su medida. Si el primer cuerpo docente consagrado a este esfuerzo históri­co fue designado en 1892 en el parisino CoUege de France, no consiguió cuajar de hecho; y sólo tres décadas después comien­za el instituto correspondiente en la

Sorbona. Nada mejor para entender sus dificultades que revisar páginas de un buen libro aglutinador de los textos dispersos de A. Koyré, De la mystique a la science. Cours, conférences et documents, 1922­1962 (París, EHESS, 1986); su informativo prefacio de Pietro Redondi, el autor de Galileo herético, prolonga además las cla­ves sobre la historiografía koyréana que dio en la Revue de Synthese (111-112, 1983). Se sabe así que, aún en abril de 1951, y ante la presentación de Koyré de posibles activi­dades a desarrollar en una cátedra postuni­versitaria de historia de la ciencia, Lucien Febvre se veía obligado a llamar desespera­damente la atención para no dejar pasar la gran oportunidad de su colaboración. Y sólo en 1957, Braudel firmará la creación del Centro de Estudios de Historia de las Ciencias y de las Técnicas, ubicado en la EHESS: pero estamos ya en los últimos años de su vida. Tenía Koyré casi setenta años en 1958, cuando se pone en marcha. Como se confiesa abiertamente en el libro póstumo de Jacques Roger (Pour une his­toire des sciences a part entiere, París, Albin Michel, 1995), si bien la historia de la ciencia aparece sólidamente constituida en los Estados Unidos, y muy mejorada recientemente en Italia, tiene aún una apa­riencia frágil en Francia. Otro tanto, y aún más, sucede en España.

Tanto aquella propuesta estratégica suya sobre el análisis histórico, que exige tratar literalmente los textos para luchar contra la «atemporalidad» de los conceptos, como su difícil incorporación a la enseñanza estatui­da son, ante todo, efectos de su antipositi­vismo. Actitud heredera de Meyerson aun­que también de las Meditaciones cartesia­nas o de los primeras huellas de La crisis de las ciencias europeas. Su modo de abordar el despliegue de la razón occcidental ya le

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había cerrado caminos en su primera tra­yectoria. Es sabido, por lo demás, que si las discusiones acerca de las técnicas historio­gráficas, bien las generales bien las relati­vas a la ciencia, tienen un tronco común -no en vano en ambos casos se parte de los esfuerzos y de los abusos de Savigny o de Ranke en el siglo XIX-, sin duda los méto­dos que emplea el historiador científico no son muy diferentes de los utilizados por los restantes historiadores. Según dijo un patriarca de esta historiografía poco sospe­choso de especulaciones, George Sarton -en sus Ensayos de historia de la ciencia (México, UTEHA, 1968)-, mientras que uno de estos requiere una formación histó­rica en sentido general (política, sociedad, instituciones educativas o no, economía, mentalidades, etc.), aquél debe poseer, ade­más, una preparación científica y filosófica: «la dificultad de la historia de la ciencia está en que es necesario recibir una educa­ción doble: han hecho una mala labor los historiadores ignorantes de la ciencia, por una parte, y por otra los científicos desco­nocedores de los métodos históricos y hasta de su existencia misma». Los conceptos científicos, así como los instrumentos o las instituciones correspondienes (academias, revistas, etc.), sólo cobran sentido en tra­mas plurales bien iluminadas por la historia del pensamiento, según lo hizo ver Koyré arrancando lo general de lo más particular, con sus lecturas milimétricas de los textos. De esta forma, el ¿Qué es la historia?, rela­tivo ahora a las ciencias, responderá huyen­do de dos peligros señalados por E. H. Carr: el ser ultrateórica o el convertirse en ultra­empírica, dos extremos que hacen imposi­ble la comprensión misma de su desarrollo.

Siempre hubo cierta inclinación a pre­sentar la ciencia y la historia como radical­mente opuestas: y justamente esta «debili-

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dad» positivista puede servir de acicate para, por el contrario, resaltar la inclusión del mundo histórico en la ciencia, y de la manera menos aséptica posible. En El con­cepto de la historia, J. Huizinga rompía con las definiciones de esta disciplina que arrancaban de la matriz impuesta por la ciencia moderna, permitiendo, al revés, envolverla. La mirada histórica, a cambio, sería un modo de dar forma al pasado, pues cada cultura «crea y tiene necesariamente que crear su propia forma de historia». Pero, al mismo tiempo, la adecuada a nues­tra trama cultural sólo puede ser una histo­ria científica, entendiendo por tal a una tarea histórico-crítica, que historice además a la ciencia y la sumerja en un territorio más inestable que el que defiende en su positividad.

La historia cumple un papel crítico, a la vez estabilizador y desestabilizador, por dar cuenta de una trama de sucesos particulares en los que la extrañeza y el reconocimiento forcejean entre sí. La acción mutua de esos dos esfuerzos, o mejor, su fusión, se capta mejor en los momentos de mayor renova­ción. Y el decisivo giro moderno afectó a la correlación de fuerzas de cada economía mental, que no se mantiene imperturbable ni en cada tiempo ni en cada cultura. Al refle­xionar sobre el nuevo pensamiento científi­co, a modo de faro central, Koyré puso en evidencia la mutación del sistema de nues­tros valores culturales, y mostró cómo cierta pretensión hiperracional resulta ser una forma de semirracionalidad. Hasta el punto de que también su investigación aparece traspasada por el encuentro, en distintos gra­dos, con las transformaciones mentales, y no sólo culturales sin más, contemporáneas.

VII. La historia de la ciencia pone en juego cierto número de temas que habían entrado con fuerza por las vías de la

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Ilustración. Así tal historiografía ha estado ligada durante décadas a la crítica de las ideas y las prácticas o al impulso para la transformación social, de acuerdo con un influjo cultural francés más perceptible antes en nuestro país. En estos últimos años, más globalmente, los debates suscita­dos por la ciencia -esto es, por la difusión del pensamiento científico y por las restric­ciones que deben acompañarla, por la estructura de esa gama del análisis de cier­ta realidad demasiado acotada, por las rela­ciones entre ella y el desarrollo de las ideas o de la sociedad-, parece haberse apagado, recluyéndose en ámbitos académicos (uni­versidades, centros especializados de investigación, determinados congresos). Si ciertos cuestionamientos políticos habían marcado el reverdecimiento de la tradición epistemológica entre 1965 y 1975, no resulta extraño que se haya producido ahora un reflujo del pensamiento acerca del devenir de la ciencia -hacia el pasado o hacia el presente-o Ante la tibieza intelec­tual procede defender el sentido regulador que la historia del pensamiento científico tiene no sólo para la historia de la ciencia, por confundirse en parte con sus desarro­llos y sus interrogantes, sino también para la reflexión misma de nuestra cultura.

Ciertos debates intelectuales de peso, algún ensayismo incisivo, el golpe van­guardista de la investigación tienen como sombra, dada su desvigorización actual, el auge de un mudo pragmatismo, así en los programas educativos donde se rebaja el vigor especulativo o en la práctica rutinaria del arte o de la misma psiquiatría. Índice notable de su freno es el enquistamiento de ángulos de mira positivistas, donde el resorte creador y la sutileza del pensamien­to crítico se ha esfumado. El cultivo de la historia de las ideas es un contrapeso posi­

ble y hasta una herramienta acaso para bus­car el quiebro de esta trayectoria ingrata y yerma. Por contraste, conserva su fibra, por tantos motivos, la peculiar historiografía koyréana, punto de encuentro nervioso de diversos tipos de argumentación activa. Y sin duda Koyré no intentó explicarlo todo hasta anular la fuerza del detalle: un cripto­positivista como P. Rossi le acusaba de estar más preocupado por combatir tesis «peligrosas» que por ofrecer indicaciones históricas precisas. ¿El sueño de la limpia precisión lógica? Justo en Pensar la ciencia se expone que la historia parte de que hay sucesos sin aclaración, hechos irreducti­bles; y que resulta imposible «evacuar el hecho, y explicarlo todo».

Según escribía Koyré en su curriculum vitae, de 1951, siempre había estado inspi­rado por la conciencia «de la unidad del pensamiento humano, particularmente en sus formas más elevadas». Quizá sea este convencimiento, radicalizado sin que pierda su legitimidad, uno de los argumentos que permiten luchar contra todo tipo de positi­vismo -en la historia de la ciencia, en la concepción misma de la psiquiatría, en el estudio del pensamiento o de la historia sin más-, puesto que la estrategia neutralista supone ante todo la división tajante, la pul­cra separación de las partes, la impenetrabi­lidad entre cada una de ellas. Un conjunto de factores e ideas en acción, por el contra­rio, ha de ser el arranque de la inteligibilidad histórica; y es al que tiende idealmente por más que conozca, por experiencia propia, los límites conceptuales y temporales que caracterizan a cada reconstrucción: es un edificio instantáneo, frágil pero imprescin­dible; y destinado, por la fuerza misma de su autocrítica, a su remodelación inmediata.

Consejo de Redacción (M. J.)

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INFORMACIÓN BIBLIOGRÁFICA (Novedades junio-novierrlbre 1995)

Agradecemos la colaboración de XOROI LIBRERÍA. el Berlinés, n. Q 20. 08022 Barcelona

PSIQUIATRÍA

CANCRINI, L.; LA ROSA, c., La caja de Pandora. Manual de psiquiatría y psicopatología, Barcelona, Paidós, 1996.

DE PABLO, J., Psicofarmacología y terapia de conducta, Madrid, FUE, 1996. GARCÍA, R., Historia de una ruptura. El ayer y hoy de la psiquiatría española, Barcelona, Virus,

1995. GOLDSTEIN, A., Adicción, Barcelona, Ediciones en Neurociencias, 1995. LANTERI-LAURA, G., Las alucinaciones, México, FCE, 1994. SPITZER, R. L. Yotros, DSM-IV. Libro de casos, Barcelona, Masson, 1996. VALDÉS, M. (coord.), Diccionario de Psiquiatría, Barcelona, Masson, 1996.

PSICOLOGÍA

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PSICOANÁLISIS

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1995. BORCH-JACOBSEN, M., Lacan. El amo absoluto, Buenos Aires, Arnorrortu, 1995. CAPARRÓS, N., Edición crítica de la Correspondencia de Freud. Tomo II (1887-1909). El descubri­

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Buenos Aires, Spatia, 1995. MOREL, G., El goce sexual, Pamplona, Literal, 1995. NOMINE, R, El marco del fantasma y el lienzo de la identificación, Pamplona, Literal, 1995. ROUSILLON, R., Paradojas y situaciones fronterizas del psicoanálisis, Buenos Aires, Amorrortu,

1995. TENDLARZ, S., La letra como mirada, Buenos Aires, Atuel, 1995. THOMAS, J., Niveles de la organización mental, Madrid, IEEPP, 1995. WALLWORK, E., El psicoanálisis y la ética, México, FCE, 1994.

PSICOTERAPIA DE GRUPO Y DE FAMILIA

BOSCOLo, L.; BERTRANDO, P., Los tiempos del tiempo. Una perspectiva para la consulta y la terapia sistemática, Barcelona, Paidós, 1996.

CÁCERES, J., Manual de terapia de pareja e intervención en familias, Madrid, FUE, 1996. COREY, G., Teoría y técnica de la terapia grupal, Bilbao, DDB, 1995. VINOGRADOV, S.; YALOM, J. D., Guía breve de psicoterapia de grupo, Barcelona, Paidós, 1996.