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COLECCIÓN DE PROPUESTAS CRÍTICAS N° 7 AÑO 1 JULIO 2015 ISSN 0719-6016 Literatura para infancia, adolescencia y juventud

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Page 1: Umbral n°7 julio 2015

COLECCIÓN DE PROPUESTAS CRÍTICAS

N° 7 – AÑO 1 – JULIO 2015

ISSN 0719-6016

Literatura para infancia, adolescencia y juventud

Page 2: Umbral n°7 julio 2015

umbral

COLECCIÓN DE PROPUESTAS CRÍTICAS

CIEL CHILE

Centro de Investigación y Estudios Literarios:

discursos para infancia, adolescencia y juventud

0719-6016ISSN

Derechos Reservados © 2015, CIEL CHILE

CORREO ELECTRÓNICO: [email protected]

http://cielchile.org/ OTROS CONTACTOS:

www.facebook.com/CIELChile

EDITORES:

Claudia Andrade Ecchio

Hugo Hinojosa Lobos

Isabel Ibaceta Gallardo

Anahí Troncoso Araya

Camila Valenzuela León

Page 3: Umbral n°7 julio 2015

ÍNDICE

CLAUDIA ANDRADE ECCHIO

Una poética de la intimidad: la construcción de la morada interior en

El idioma secreto de María José Ferrada..…………………………………………………………………………………………........

4

CATALINA MUÑOZ MOLINA

El buen salvaje del siglo XXI: configuración del niño indígena aymara en

Mamire, el último niño (1996) de Víctor Carvajal……………………………………………………………………………………...

12

PERFILES COLABORADORES-AS UMBRAL………………………………………………………………………………………………

23

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4

N° 7 – Año 1 – Julio 2015

UNA POÉTICA DE LA INTIMIDAD: LA

CONSTRUCCIÓN DE LA MORADA INTERIOR

EN EL IDIOMA SECRETO DE MARÍA JOSÉ

FERRADA

CLAUDIA ANDRADE ECCHIO

© DOCTORA EN LITERATURA CHILENA E HISPANOAMERICANA

[email protected]

Ferrada, María José. El idioma secreto. Ilustr. Zuzanna

Celej. Pontevedra, Italia: Kalandraka Editora, 2013. 55

páginas.

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UNA POÉTICA DE LA INTIMIDAD: LA

CONSTRUCCIÓN DE LA MORADA INTERIOR EN EL

IDIOMA SECRETO DE MARÍA JOSÉ FERRADA

RESUMEN

La poesía de la chilena María José Ferrada transita por

espacios mínimos en los que el tiempo se detiene para dar

paso a la observación poética de la existencia cotidiana. Sus

versos, destinados a niños y niñas, se aproximan a su

manera de ver y experimentar el mundo, configurando

hablantes líricos que, en tanto observan desde la óptica de

lo pequeño, proponen una visión personal acerca de la vida.

Este comentario crítico propone, a partir de la

fenomenología de la imaginación desarrollada por Gaston

Bachelard (1884-1962), la construcción de una poética de la

intimidad en su poemario El idioma secreto (2013), en el

que confluyen los ecos del pasado y la conciencia del

instante en una geografía de lo íntimo: ese espacio de la

infancia que permanece en el corazón de la memoria adulta.

PALABRAS CLAVES: POESÍA INFANTIL CHILENA,

FENOMENOLOGÍA DE LA IMAGINACIÓN, POÉTICA DE LA

INTIMIDAD.

ablar de la poesía de María José Ferrada es

introducirse en espacios imaginarios habitados por seres

diminutos y objetos olvidados, por animales e insectos

realizando tareas fabulosas, por inviernos que invitan al

abrigo y por veranos que entusiasman a la aventura. La

poetisa chilena dibuja, en sus versos, la esencia de una

infancia que se aproxima, siempre desde el asombro, a su

entorno más íntimo: su pieza, su casa, su patio, su calle.

Una poética de lo cercano, de lo que pasa desapercibido, de

lo oculto y de lo sencillo. Todo ello visto y sentido a través

de hablantes líricos que miran y perciben el mundo desde

una posición periférica, como de soslayo: una óptica que

observa lo cotidiano y lo transforma en extraordinario.

Dentro de sus textos publicados, su poemario El

idioma secreto (ilustrado por Zuzanna Celej, 2013)1 se

perfila –junto con Niños (Ediciones Grafito, con

ilustraciones de Jorge Quien, 2013)– como una obra que no

solo habla de la infancia como experiencia sensorial de

conocimiento del mundo, sino también como vivencia de un

pasado individual a la vez que colectivo, cuyos ecos

alcanzan al hablante lírico, quien, a través del recuerdo,

reconstruye su historia personal y reinterpreta su presente.

1 Ha sido galardonado en dos ocasiones: V Premio de poesía para niños

“Ciudad de Orihuela” (2012) y Premio Fundación Cuatrogatos: Mejores

libros para niños y jóvenes de creadores iberoamericanos (2014).

H

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«El recuerdo es borroso como niebla,/ pero me abrigo con

él/ cuando hace frío» (Ferrada 25) dice la voz lírica cuyo

recorrido no lineal de un año (1984) le permite rememorar,

por un lado, sus primeros acercamientos a aquellas palabras

secretas con las cuales construye su ser-habitar en el

mundo, y por otro, a la abuela paterna, artífice de dicho

descubrimiento.

A diferencia de otros poemarios de Ferrada, El

idioma secreto hace referencia a una vivencia personal (la

muerte de su abuela) y al legado que pervive en ella, la

nieta: el lenguaje con que da nombre a los seres y cosas que

albergan su mundo interno. Esa búsqueda poética de la

morada íntima se construye circularmente: el poemario se

inicia y termina con el mismo poema; la única diferencia es

que, al término, agrega dos versos que sintetizan el hallazgo

realizado por el hablante lírico al final del recorrido:

El idioma secreto me lo enseñó mi abuela.

Y es un idioma que nombra las plantas de

tomate, la harina, los botones.

Un día me llamó.

Me dijo que antes de que la muerte se la llevara

quería entregarme algo.

Mi herencia era una caja de galletas con ovillos

de lana y boletas de ferretería.

Ahí dentro estaban las palabras.

Y con ellas

Hice mi habitación en el mundo (53).

Este viaje –que hace en conjunto con sus lectores y

lectoras– invita a una reflexión acerca de los lugares que

definen al ser humano, a las imágenes que lo conforman, a

la comprensión de la vida como experiencia narrativa, en el

sentido de autoconstrucción permanente en el tiempo que

solo es percibida en el instante, en este caso, de la lectura.

Dicha configuración del ser-habitar como vivencia

imaginaria e imaginada es elaborada por el filósofo francés

Gaston Bachelard, principalmente, en dos de sus textos: La

poética del espacio (1957) y La poética de la ensoñación

(1960). En ellos, formula una fenomenología de la

imaginación donde la imagen poética «[…] nos sitúa en el

origen del ser hablante» (La poética del espacio 15); se

trataría de un «[…] acceso a la realidad propia de lo irreal»

(Salazar 5-6) que se construye siempre por medio del

ocultamiento: «Para captar desde ahora la fenomenología de

lo oculto, bastará una observación preliminar: un cajón

vacío es inimaginable. Sólo puede ser pensado. Y para

nosotros que tenemos que describir lo que se imagina antes

de lo que se conoce, lo que se sueña antes de lo que se

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comprueba, todos los armarios están llenos» (La poética del

espacio 30).

Tal ocultamiento –propio de la literatura– se halla

en el juego permanente entre quien crea y quien recrea:

escritor/poeta/dramaturgo y receptor/destinatario/oyente en

diálogo a través de las imágenes que el primero construye

con el lenguaje y que el segundo reconstruye, por medio de

la imaginación, en el proceso de lectura. La fenomenología

de la imaginación, dentro del contexto de esta actividad co-

creativa, «[…] trata de tomar la imagen poética en su propio

ser, no como el resultado de una represión o censura, sino

como la manifestación de la propia plenitud de la imagen,

de su propia inocencia» (Salazar 5).

Para el filósofo, las imágenes proporcionadas por la

poesía maravillan porque incitan la activa participación de

la imaginación creadora, actividad en la que se desrealiza la

naturaleza mediante la “ensoñación de palabras”: «Gracias

a la imaginación […], entramos en el mundo de la

confianza, en el mundo del ser confiante, en el mundo

mismo de la ensoñación» (La poética de la ensoñación 29).

En este sentido, una aproximación desde la fenomenología

de la imaginación consiste, en primera instancia, en

describir lo que se imagina, antes de lo que se conoce,2 y en

2 En la ensoñación bachelardiana, se construye un nuevo cogito:

“Sueño, luego existo”, el cual se comprende desde un ensueño

segunda instancia, en reconstruir el topos existencial, ese

lugar donde moran los recuerdos y en el que gusta el ser

humano “agazaparse”: «Se trata, pues, de preguntarnos

cómo habitamos nuestro espacio existencial, cómo nos

enraizamos, de día en día, en un rincón del mundo»

(Sánchez 66).

Este poemario en particular, analizado desde esta

perspectiva, se muestra como un abanico de imágenes

ensoñadoras que hablan, precisamente, de un espacio-

origen (aquel que muchas veces se asocia con la infancia),

el que es construido desde la perspectiva de quien recuerda:

una voz lírica que rememora los mínimos hallazgos

realizados junto a su abuela durante el último año que

comparten.

La fugacidad del tiempo y la inevitable partida del

ser amado aparecen de manera sinuosa en algunos versos

que, como migajas de pan, indican al lector-a que el tiempo

de la despedida está cerca. El hablante lírico experimenta la

partida de la abuela desde su intimidad de niña-poeta y, al

final del poemario, comprende algo más: que en su poesía –

la que ambas conquistaron juntas–, su abuela pervivirá,

meditativo que «[…] no se enfrenta al mundo ni a los objetos, sino que

los acoge bajo una lógica sentimental de implicación» (Sánchez 64). El

cogito de la ensoñación, explica Bachelard, reintegra al pensamiento

analítico la vivencia del tiempo simultáneo, que es a la vez mítico y

arquetípico, en la medida que «[…] no separa la razón de la

imaginación, sino que las considera como entidades interactuantes de

una misma conciencia» (Salazar 7).

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aunque en un cuerpo de palabras: «Vinieron días y días de

silencio/ luego de que mi abuela se convirtiera en

mariposa./ Pero llegó la primavera/ y comenzó otra vez/ la

marcha de los caracoles al ritmo de los brotes» (50). Estas

imágenes construyen una doble experiencia del tiempo: uno

detenido, en la mirada de la niña-poeta que contempla el

paso de la vida a través de pequeños instantes de

apreciación estética; otro en fuga, en el devenir inexorable

que acelera la partida de la abuela. Sin embargo, ese

transcurrir no es lineal, sino circular, recursivo: «Pasan los

años,/ y yo no sé dónde se van los días cuando finalmente

se van» (15), porque los días pasados se condensan en un

tiempo personal, intimismo que, de a poco, va encontrando

su espacio en el corazón del hablante lírico: su propia

morada interna construida con su propio idioma secreto.

Los versos se despliegan narrativamente, es decir,

no hay poemas –en el sentido tradicional, con nombres que

los distingan– sino una sucesión de relatos poéticos que,

como almanaque de imágenes, cuentan una historia propia

del “tiempo de las maravillas”, aquel en que «[…] el sol

brillaba al alcance de la mano» (46). En permanente diálogo

con estas imágenes hechas de palabras –de ese idioma

secreto que se busca y se descubre a lo largo del poemario–,

se encuentran las ilustraciones de Zuzanna Celej, a través

de las cuales lo codificado textualmente se transforma en

colores y movimientos; instantáneas de versos que

acompañan la lectura y que aportan a la ensoñación poética

que se vive a la par con el hablante lírico.

Si bien este comentario no pretende analizar la

relación texto-imagen presente en este poemario, no es

posible soslayar la complementariedad entre ambos códigos

en la construcción del libro como artefacto poético.

Tonalidades envejecidas, ese amarillo desgastado que

representa el paso del tiempo, la mirada puesta en los

recovecos de las cosas. Esta puesta en color evoca ese

espacio atesorado de la infancia siempre en contacto con lo

íntimo, cuyo recorrido, aparentemente azaroso, es guiado

por la abuela (que aparece ilustrada solo en una ocasión,

junto a la nieta, cuando salen de compras) a veces desde

cerca, en las labores cotidianas; otras, desde lejos, como un

espectador más: «La recuerdo mirando desde la ventana/

cómo me internaba en la huerta/ a realizar mi tarea dulce y

preferida:/ Recoger el abrazo del viento./ Guardar entre la

lana el idioma de la lluvia» (44).

En lo que respecta a las imágenes poéticas

propiamente tales, el poemario se halla traspasado por dos

valores que permiten hablar de una poética de la intimidad:

uno de “protección”, espacios que acogen al hablante lírico

en los inicios de su actividad poética, y otro de “secreto”,

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lugares a través de los cuales se descubre ese idioma que le

es revelado en la intimidad de la relación abuela/nieta.

La morada que protege y que alberga la imaginación

creadora de la niña se vislumbra en imágenes de formas

concéntricas o que implícitamente hablan de un “habitar

interno”, uterino, construido por las manos de su abuela que

«[…] eran como nidos tibios» (46). Ovillos de lana,

“huevos de cáscara azulada” (15), nidos de pájaros,

pañuelos, botones, tazas con plantas, frutos como castañas y

moras, flores como la magnolia, “una estrella guardada en

el bolsillo” (29); todas ellas imágenes de una morada suave

y caliente, imágenes del nido que, de acuerdo a Bachelard,

«[…] nos lleva otra vez a nuestra infancia, a una infancia. A

las infancias que deberíamos haber tenido» (La poética del

espacio 127).

El nido es un refugio, es germen de bienestar, dentro

del cual es posible acurrucarse y dejarse adormecer por los

arrullos. En el poemario, el hablante lírico recurre a estas

imágenes cada vez que recuerda las labores realizadas junto

a la abuela. El ser-habitar de la voz poética se encuentra en

esas manos queridas que la protegen de la hostilidad del

mundo exterior y resguardan ese frágil espacio íntimo que

comienza a construirse durante ese año. Este primer valor

del espacio existencial es a la vez frágil y resistente. Está

hecho de materiales tibios (como la lana y la calidez de

manos vetustas), pero también de objetos cotidianos

(botones, ovillos, pañuelos, mantas), los cuales conforman

una “ensoñación de seguridad” que atraviesa los versos de

todos los poemas. Estos materiales y objetos aluden a la

guarida, al espacio de lo hogareño, en el cual las

ensoñaciones líricas de la nieta son arropadas al calor de

una lumbre arcana, lo que le proporciona la seguridad

necesaria para la exploración poética.

Por su parte, el hogar recóndito, que se oculta y que

se concibe como secreto es creado a través del idioma

encerrado en la caja de galletas heredado. «Quería un

idioma/ para nombrar nuestros recuerdos./ Un idioma

secreto con palabras de pájaros y colmenas./ Un idioma de

higos» (50), afirma el hablante lírico en referencia constante

a su abuela, a quien describe como alguien que guardaba

“todo en pañuelos/ botones,/ llaves” (16), que solo “leyó un

único libro en su vida” (23) y que era tejedora de recuerdos,

los que guardaba “entre la lana el idioma secreto de la

lluvia” (44). Sus manos son moradas que protegen, pero

también guardan secretos, los que son entregados en una

caja que solo para ellas, abuela y nieta, tiene un significado

profundo. Las galletas representan la preocupación por los

detalles. Un tesoro oculto en la harina, encerrado en la caja;

una intimidad que se esconde y solo se comparte con quien

ha aprendido el idioma secreto: la llave para abrirlo. En los

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cofres, afirma Bacherlard, se encuentran las “cosas

inolvidables”, «[…] el pasado, el presente y el futuro se

hallan condensados allí […], el cofrecillo es la memoria de

lo inmemorial» (La poética del espacio 118-119). El legado

de la abuela es doble: manos como nido para que la nieta

descubra su mundo interno bajo una protección cariñosa;

manos como cofre, que guardan el tesoro más preciado: el

lenguaje secreto de las cosas, la poesía.

La caja de galletas, que mantiene la calidez del

contacto con lo íntimo, es un cosmos desde el cual brotan,

como semillas o migajas de pan (imagen recurrente en el

poemario y que es reforzado por las ilustraciones a través

de los dientes de león esparcidos por el viento), tesoros que

desean permanecer sin ser nombrados, cobijados en el

interior de la mente infantil, protegidos del adulto que todo

lo cambia y malinterpreta. En una ocasión, el hablante lírico

relata sus primeros intentos de inventar su idioma secreto

durante una noche fría y de fuerte viento: «Fue el invierno

más frío de la década./ Vinieron días y días de regaños,

aspirinas y paños fríos/. Pero en medio de la fiebre,/ las

palabras volaron una a una de la mesa/ y se fueron a vivir

junto a los pájaros» (18). La enfermedad producto de la

desobediencia se transforma en otra instancia de

aprendizaje: la imaginación, representada en los pájaros,

vuela en búsqueda del idioma de la lluvia, de los vientos, de

los manzanos y de las higueras. También del idioma de las

hormigas, de los botones, de los animales que cruzan el

jardín. Insectos, objetos y animales que en otros poemarios

de Ferrada cobran vida a través de otras imágenes poéticas

que evocan la brevedad, lo diminuto, lo casual, lo eterno.

Una poética de lo íntimo siempre se esconde. En el

poemario, el traspaso se hace de abuela a nieta, saber

femenino que se transmite en la complicidad de ese idioma

secreto. Al padre solo le borda «[…] una pequeña

explicación de la vida./ Llegas al mundo un día./ Te

abrigarán las flores y los pájaros» (34); en cambio, a la

nieta le entrega toda su sabiduría oculta, en sus manos como

nidos en las que veía «[…] aparecer las cosas/ como si

fueran pequeños cometas/ que se apresuraban a brillar

frente a mis ojos» (16). Manos hacendosas, benefactoras,

dadoras de vida, cuidadoras de tesoros. A la polisemia de

las manos de la abuela habría que agregar la dialéctica

bachelardiana entre el adentro y el afuera. Manos como

puertas que se abren y se cierran, que protegen y ocultan a

la vez que impulsan a descubrir el mundo y develan. Manos

entreabiertas: «[…] ¿hacia quién se abren las puertas? ¿Se

abren para el mundo de los hombres o para el mundo de la

soledad?» (La poética del espacio 263).

En el poemario, la respuesta a tales interrogantes es

ambigua: por un lado, se abren las puertas a una poesía

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11

íntima, la cual es compartida con los lectores y lectoras de

los versos; por otro, hay una experiencia única que se

encierra en el corazón de la voz lírica, que se guarda y

protege como tesoro: el idioma secreto. Como receptores

visualizamos sus frutos: imágenes poéticas sostenidas en

versos narrativos que evocan recuerdos que podrían ser los

nuestros. Sin embargo, «No hay un recuerdo igual a otro»

(33). La intimidad compartida hace eco en quienes leen e

imaginan, es la infancia de todos y todas, pero a la vez es

una infancia única: la de la niña-nieta que aprende el

lenguaje de la vida. Ese idioma secreto no se comparte:

queda guardado en la caja de galletas dentro de la cual la

niña-poeta construyó su habitación en el mundo.

BIBLIOGRAFÍA

Bachelard, Gaston. La poética de la ensoñación. Trad Ida

Vitale. 7ta reimpr. México: FCE, 2014. Impreso.

---. La poética del espacio. Trad. Ernestina de

Champourcín. 9na reimpr. México: FCE, 2006.

Impreso.

Ferrada, María José. El idioma secreto. Ilustr. Zuzanna

Celej. Pontevedra, Italia: Kalandraka Editora, 2013.

Impreso.

Salazar, Luis Carlos. «La fenomenología de la imaginación

y la ensoñación creante en Gastón Bachelard».

Synthesis 41 (ene-mar 2007): 1-8. Digital.

http://www.uach.mx/extension_y_difusion/synthesis/

2008/05/12/gaston.pdf

Sánchez, Miguel Ángel. «Bachelard o la metafísica de la

imaginación. El pensamiento bifloro». Pensamiento y

Cultura 5 (2002): 59-67. Digital.

http://pensamientoycultura.unisabana.edu.co/index.ph

p/pyc/article/viewFile/1082/1132

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N° 7 – Año 1 – Julio 2015

EL BUEN SALVAJE DEL SIGLO XXI:

CONFIGURACIÓN DEL NIÑO INDÍGENA

AYMARA EN MAMIRE, EL ÚLTIMO NIÑO

(1996) DE VÍCTOR CARVAJAL

CATALINA MUÑOZ MOLINA

LICENCIADA EN LETRAS MENCIÓN LITERATURA

[email protected]

Carvajal, Víctor. Mamire, el último niño. Ilustr. Eduardo

Osorio. Santiago, Chile: Alfaguara, 1996. 112 páginas.

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EL BUEN SALVAJE DEL SIGLO XXI:

CONFIGURACIÓN DEL NIÑO INDÍGENA AYMARA EN

MAMIRE, EL ÚLTIMO NIÑO (1996) DE VÍCTOR

CARVAJAL

RESUMEN

En Mamire, el último niño (1996) de Víctor Carvajal, se

logra construir discursivamente la imagen del niño aymara

a través del tópico del buen salvaje. En este comentario

crítico, se realiza una introducción sobre la presencia de

esta temática, de manera general, en la literatura infantil

chilena con protagonista indígena y, a partir de ello, se

examinan qué acciones del protagonista y de algunos

personajes permiten edificar un imaginario con respecto a la

figura del indígena, figura discursiva que se sustenta a partir

del interés y preocupación por el legado cultural y por

preceptos ecológicos de los pueblos originarios,

particularmente del aymara.

PALABRAS CLAVES: NARRATIVA INFANTIL CHILENA,

INDÍGENA AYMARA, BUEN SALVAJE.

íctor Carvajal es un reconocido escritor en el área de

literatura infantil chilena, siendo ganador de diversos

premios tanto a nivel nacional como internacional1. Se

distingue por una escritura en torno a la corriente del

realismo social, retratando en sus novelas la vida de niños,

niñas, adolescentes y jóvenes de Latinoamérica. Su obra

está inspirada en realidades que se ambientan en lugares

marginales o bien en zonas geográficas particulares del país,

relatando en sus tramas temas ecológicos, leyendas y

saberes populares.

En sus novelas realiza un especial tratamiento de las

temáticas que se relacionan con las tierras chilenas,

particularmente acerca de las problemáticas de diversos

grupos étnicos del país, asunto que es desarrollado en

Mamire, el último niño (1996), donde el autor construye una

imagen del indígena aymara que se asemeja al carácter con

el que ha sido desarrollada esta temática dentro del área de

la literatura infantil chilena, según lo analizado por Isabel

Ibaceta (2010). La investigadora examina la construcción de

la imagen literaria en torno al indígena en la narrativa

1 Galardonado con el Premio Barco de Vapor por Cuentatrapos (1985),

Premio Consejo Nacional del Libro y la Lectura por Sakanusoyin: el

último cazador de la Tierra del Fuego (1995) y Mamire, el último niño

(1997). Incorporado en la Lista de Honor IBBY por Como un salto de

campana (1996).

V

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chilena para niños y niñas escrita por autores no-indígenas2.

Para ello, exhibe una selección de textos chilenos con

temática indígena, considerando elementos ideológicos que

construyen una idea de chilenidad a través de los

protagonistas, puesto que la edificación de esta figura está

ligada a un proceso que tiene lugar luego de la dictadura.

(2). Ibaceta enfatiza que, si bien el tema de las culturas

nativas en la literatura infantil ha experimentado un gran

aumento durante las últimas dos décadas, el estudio en torno

a ella ha sido examinado a partir de preceptos históricos y

alusivos a la formación de los autores de las novelas, por lo

que no existen investigaciones analíticas que contribuyan al

desarrollo de esta área de estudio. Lo anterior explica la

exigua investigación y análisis existente en torno a esta

temática3.

La investigadora contabiliza, a partir de 1990 hasta

2010, una lista de al menos 58 títulos que hacen referencia a

2 El estudio realizado por Isabel Ibaceta abarca la literatura de la época

postdictatorial (1990-2010); el análisis propuesto dice relación con los

discursos que se oponen a la dictadura. 3 Cabe señalar que Isabel Ibaceta ha sido la única chilena en realizar un

análisis exhaustivo en torno a esta temática en particular dentro de la

literatura infantil escrita en el país. Por su parte, en Bolivia, Isabel Mesa

realiza un panorama íntegro sobre la imagen del niño y niña indígena,

titulado «La imagen del niño indígena en la Literatura Infantil

Sudamericana» (2012), en el que propone un análisis en torno a las

novelas escritas sobre este tema. En este contexto, dedica un apartado

especial a la imagen del indígena aymara, donde incluye, justamente, la

novela de Víctor Carvajal.

temáticas indígenas las que pueden proyectarse en cuatro

categorías: la ecología, el multiculturalismo, el proceso de

preservación y difusión del legado nativo, asuntos presentes

y heredados de la construcción del indígena en la literatura

para adultos tanto en Latinoamérica como en Chile (28).

Ibaceta, además, señala que la narrativa para niños y niñas

utiliza estos motivos con el fin de enfatizar el patrimonio

natural indígena, describiendo árboles, cultivos y plantas

medicinales, aspecto que pretende inspirar tanto

responsabilidad como preocupación por temas ecológicos

(57).

La autora considera que el hecho de que estas

construcciones culturales y literarias tengan como público a

niños y niñas, y no necesariamente a adultos, está

estrechamente relacionado con fines de adoctrinamiento

ideológico en relación con la conformación de conceptos de

identidad. Además, la construcción del “otro” en estas obras

literarias intenta producir y mantener el sentido propio de la

identidad por medio de asuntos como la memoria histórica y

la memoria cultural, considerando que las imágenes en

torno al indígena que se han construido intentan inculcar

ideas contemporáneas de la identidad nacional, entendiendo

esta como una producción discursiva moldeada por

elementos políticos, culturales y económicos (29).

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15

En este contexto, Ibaceta agrega que el paisaje

también forma parte de la construcción discursiva de la

identidad, interconexión que ha sido estudiada por

psicólogos sociales bajo investigaciones que se han

denominado place-identity. Esta concentración del

emplazamiento dentro de los discursos identitarios permite

explicar por qué surge como temática recurrente en las

obras de literatura infantil chilena con protagonistas

indígena: en estas narraciones, los espacios físicos nativos

se manifiestan como monumentos naturales que forman

parte de la idiosincrasia, constituyendo símbolos que

representan la base de los grupos originarios, situación que

puede corroborarse en la novela de Víctor Carvajal4.

A partir de lo anterior –del lugar físico y de la

idiosincrasia nativa–, Carvajal aproxima la figura del

indígena al tópico del buen salvaje por medio del rescate de

valores espirituales y riquezas físicas de los aymaras,

características que se contraponen a la civilización, lo que

evidencia una expresión ideológica a través de la novela,

4 Con respecto a esta situación, Víctor Carvajal, en Mamire, el último

niño, agrega una nota en la que reconoce: «El valle de Aroma no

aparece en atlas ni en mapas […]. Y es esta la razón por la cual yo, que

nací tan lejos del desierto, me interesé en escribir la historia de Aroma;

porque es lejana, misteriosa y existe tan solo en las páginas de este

libro» (111).

considerando que el autor escribe desde una perspectiva

externa a la cultura indígena.

Bajo el fenómeno de la migración, esta novela

chilena relata la historia de Mamire, pequeño de diez años

que junto a sus padres presencia cómo su pueblo, el valle de

Aroma –ubicado en el altiplano chileno– se encuentra en

declive debido al éxodo hacia tierras salitreras. A raíz de

ello, Mamire se transforma en el último niño de Aroma,

pues todos los demás ya se habían marchado junto a sus

padres fuera del pueblo. El mismo futuro le esperaba al

niño, puesto que su padre pretendía lo antes posible

marcharse en busca de mejores condiciones, sin embargo –y

pese a lo fascinante que parecía la ciudad–, Mamire se

resistía a abandonar el pueblo que lo vio crecer y, junto a las

abuelas del pueblo, decide hacer lo posible para que la

última familia joven permanezca en Aroma y siga dando

vida al valle que cada día desfallecía un poco más. No

obstante, en el lugar seguía reinando la sabiduría, la bondad

y la pureza de sus habitantes, sumado a la belleza, a la

magia y al encanto que brindaba el paisaje natural de

Aroma.

El asunto de la migración no solo conlleva conflictos

económicos, sino que evidencia problemáticas sociales y

culturales en la relación que se establece entre el indígena

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16

aymara y el sujeto citadino en la novela. Lo que realiza

Víctor Carvajal resulta llamativo, pues no se concentra en

mostrar cómo es la nueva vida del aymara en el ambiente

urbano, sino que logra retratar qué ocurre con el resto del

pueblo que permanece en Aroma, evidenciando, además,

cómo la ciudad ingresa a este acompañada de tecnología

que promete aprovechar las riquezas del valle. Las

descripciones que se realizan en torno a este territorio llegan

al punto de lo poético, demostrando lo maravilloso que es

Aroma y la conexión armoniosa que logra la naturaleza con

sus habitantes, particularmente con el niño protagonista,

quien se rinde ante las bondades de su lugar nativo y

disfruta de cada rincón, reflejando la benevolencia, la

tranquilidad y la afabilidad con la que se vive en el

altiplano.

A partir de ello, la novela de Carvajal permite

establecer qué acciones y hechos posibilitan la asimilación

de la figura del indígena aymara con el tópico del buen

salvaje instaurado desde el siglo XVI. Durante esa época,

Michel de Montaigne expuso, a modo de defensa, lo injusto

que significaba calificar de salvaje a aquel que no imitaba

las leyes europeas. En 1580, «[…] sugirió el concepto de

una raza de gente que experimentaba con total inocencia su

primera exhibición importante. En un ensayo titulado,

quizás más bien curiosamente, Sobre los caníbales, […]

sentó las bases para toda una corriente literaria, filosófica,

antropológica y sociológica que podemos reunir con la

frase: El Noble Salvaje» (Whelan 15). Pese a la distancia

temporal y espacial entre la actualidad y el siglo en que se

desarrolla esta proposición, aun existen premisas en común

que posibilitan describir la constitución física e inmaterial

del hombre natural a partir de él. En este sentido, Rousseau

(1762) es enfático en expresar que el estado natural del

hombre se traduce en equilibrio y este, a su vez, significa

desdeñar aquello que necesariamente lleve al estado de

civilización, ideas que surgen en la escritura de Carvajal,

razón por la que puede esbozarse un análisis en torno al

tópico del buen salvaje en Mamire, el último niño.

En la novela, Mamire y su abuela paterna Gregoria

se asocian con el fin de proteger y amparar el valle de

Aroma tras el fuerte proceso migratorio. Este aspecto –el

deseo de preservar, contemplar y valorar el lugar de origen–

permite detectar la idealización con que ambos personajes

son caracterizados: sujetos inocentes que logran apropiarse

del espacio físico nativo que habitan, sumado al tipo de

relación que establecen con los jóvenes citadinos que llegan

al valle, a quienes reciben con inocencia y nobleza. Estas

cualidades son las que permiten aproximar a estos

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personajes al buen salvaje: por una parte, la anciana encarna

la necesidad de recuperar el interés por el lugar de origen y

por la espiritualidad que entrega el valle de Aroma, así

como también la representación del rescate de valores como

la piedad y la bondad; por otra, Mamire simboliza una

visión un tanto utópica de aquel niño que no necesita

corromperse por lo urbano, sino más bien es apasionado por

su entorno natural, sintiéndose dichoso y adulando

constantemente elementos nativos como los cerros, las

estrellas y las aguas:

Pero si aquellos niños tuvieran ojos para el

desierto, como alguna vez los tuvieron sus

padres, verían lo mismo que Mamire: la sal de la

pampa llena de reflejos, las piedras que cambian

de forma bajo la noche, la brisa que traslada

cristales con sus dedos invisibles, los ojos

brillantes de los roedores nocturnos en sus

correrías de cada luna. Mamire pensó que en

lugar de pasarse el día con la vista hundida en

aquellos cuarzos mágicos, era más hermoso

dirigir la mirada a las estrellas para verlas

resplandecer en el vasto firmamento, profundo y

sereno (Carvajal 78).

En la actualidad, concebir al indígena bajo la

consigna del buen salvaje pareciera ser atemporal,

considerando que es una noción antigua que surge en el

siglo XVI, sumado a la implementación de políticas

públicas que pretenden igualar las condiciones de vida de

los pueblos originarios con respecto a lugares masivos de

emplazamiento como la ciudad, por ejemplo. Sin embargo,

la construcción literaria que se hace del indígena –en este

caso del aymara– no dista de las premisas estudiadas por

autores como Michel de Montaigne y Jean-Jacques

Rousseau, las que, principalmente, refieren al estado de

naturaleza del ser humano: disperso entre los animales,

vagando por los senderos, carente de industria, pocas

pasiones, sociable en actividades colectivas y virtuoso:

justo, íntegro, sano y piadoso.

Pese a que Mamire y Gregoria contrastan en asuntos

generacionales, considerando que el primero es un niño y su

abuela –tal como ella misma lo admite– se encuentra en la

última etapa de su vida, responden íntegramente a la

inocencia con la que se caracteriza al buen salvaje, puesto

que, tal como lo expresa Ariel Dorfman, «[…] el buen

natural constituye el sustrato indiferenciado, perpetuo, el

principio y fin de los tiempos, el paraíso original y el cielo

último, la fuente de bondad, paciencia, alegría e inocencia»

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(66). Estos dos personajes surgen como el contrario al padre

de Mamire, personaje que ve en la ciudad la única

posibilidad de progreso, considerando que en su tierra

nativa ya no encuentra lo necesario para ascender y así lo

manifiesta directamente: «Rechazar la moderna ciudad por

un cuartucho repleto de objetos viejos, conservados como

reliquias y que no serían más que cachureos, le pareció una

insensatez, una necedad, y se molestó de que sus viejos

desearan para él un destino tan oscuro y limitado» (29).

A diferencia del desinterés del padre de Mamire con

respecto a su lugar de origen y al modo imponente en cómo

describe el espacio citadino, su hijo Mamire y su madre

Gregoria abogan por la maravillosa naturaleza y la

espiritualidad que entrega el valle, la que no encontrarán en

ningún otro lugar, aspecto que Gregoria expresa: «[…] ellos

no sabían que así empobrecían; que al marcharse del valle

más era lo perdido que lo por ganar. Pero las nuevas

generaciones solo tienen oídos para los cantos de la

modernidad, desoyendo la voz frágil y gastada de los que

más saben, de aquellos por cuyas vidas el tiempo no ha

pasado en vano: los abuelos» (84). Es decir, a través del

personaje de las abuelas, encabezadas por Gregoria, se

realiza una constante crítica a quien abandona su lugar de

procedencia con el fin de prosperar económicamente, aun

cuando en su territorio nativo posee todo lo necesario para

ser feliz y pleno: «Los arominos que se marcharon del valle

aprendieron rápidamente a conocer el valor del dinero. Con

idéntica celeridad, comenzaron a menospreciar labores que

no eran debidamente remuneradas. En el pasado quedó la

vieja y sabia costumbre de ser generosos y bien dispuestos

para regalar a los demás el tiempo libre de cada cual» (12).

Sumado a lo anterior, las ancianas figuran como

aliadas de Mamire, puesto que ambos poseen la inocencia

que caracteriza al buen salvaje, ya que, tal como señala

Michel de Montaigne, «No combaten por conquistar nuevas

tierras, pues gozan todavía de esa felicidad natural que les

abastece de todo lo necesario sin trabajo ni esfuerzo y en

abundancia tal que no necesitan para nada aumentar sus

límites. Aún están en ese mundo feliz en que solo necesitan

lo que sus necesidades naturales exigen, todo lo demás es

para ellos superfluo» (273). Esta última frase es

significativa para comprender el valor que la sociedad

atribuye a un “modelo indígena”: aquel sujeto que es

respetable por el hecho de no abandonar el territorio nativo,

rechazando entrar en la naciente civilización.

Sin embargo, esta idealización del indígena contrasta

con lo manifestado en la novela, puesto que el aymara,

inevitablemente, se relaciona con el ambiente urbano y debe

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enfrentarse a los proyectos científicos que pretenden

modificar el ambiente nativo para obtener mayor provecho

de la materia prima natural, por ejemplo. Es decir, cuando

se construye socialmente al indígena se piensa,

principalmente, en el rescate de su cultura como un asunto

emblemático para el país, no obstante, es la misma

civilización, como espacio cultural hegemónico, la que

termina por invadir su propia riqueza autóctona.

Con respecto a esta última idea, en la novela existe

una demonización de la ciudad, atribuyéndole

características que refieren al consumismo y al abuso

tecnológico: «Por el valle se internó un día la interminable

hilera de afuerinos, apertrechados de herramientas,

arracimados en máquinas blindadas que con motores

amenazantes remecieron hasta las rocas del paraje. Aquellos

hombres levantaron a su paso una polvareda que ocultó el

sol por varios días consecutivos» (11). Pese a que los

habitantes que permanecían en el valle de Aroma –

exceptuando al padre de Mamire– no pretendían

involucrarse con la civilización, se ven obligados a hacerlo,

pues no son ellos los que se dirigen a la ciudad, sino que es

esta la que llega hasta el valle. A pesar de que esta

circunstancia resulta una amenaza para la vida natural de los

habitantes, la perciben como la única posibilidad de no ser

excluidos de la sociedad hegemónica, por lo que la reciben

con gentileza pese a lo amenazante que resulta la situación.

Con respecto a esto, Rousseau ya había manifestado con

respecto al buen salvaje que «[…] se hacía indispensable

sacrificar una parte de su libertad para la conservación de la

otra, como un herido se hace amputar el brazo para salvar el

resto del cuerpo» (72).

Lo desapacible e imponente de la ciudad, que poco a

poco invadía las tierras aymaras, contrasta con lo reposado

y benévolo que caracteriza a los arominos, aspecto que se

manifiesta en cómo se configura a Mamire, quien, como ya

se mencionó, posee conductas que lo acercan al buen

salvaje: la inocencia inherente de un niño, el valor que

otorga a la sabiduría que le entregan sus mayores, la

realización de actividades que lo relacionan con los

animales y con su entorno natural, sumado a la adoración

que expresa por el valle. Por una parte, se atribuye al niño

condiciones propias de la infancia, tiempo en el que, según

Rousseau, no asimila directamente las restricciones sociales

a las que se enfrenta. Tal como lo plantea Sandra del Peral

en torno a Emilio o de la Educación, el niño «[…] no sufrirá

la coerción de las convenciones meramente sociales. Estas

pesarán sobre él cuando sea un hombre, pero para entonces

su bondad natural se habrá desarrollado, y aunque tenga que

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vivir en una sociedad corrompida, no dejará que esta le

corrompa a él. Será el salvaje que pueda vivir en la ciudad»

(70). Por otra parte, es presentado como un niño

considerado, sensato, amable, honesto, piadoso y

bondadoso, que siente fortuna por pertenecer al valle y, a

diferencia de los demás niños que emigraron a la ciudad, no

siente una atracción desmesurada por conocer los adelantos

de la urbanidad: «¿Qué magia poseían aquellos juguetes que

atrapaban tan intensamente la atención? ¿Juguetes que

impedían levantar la vista para disfrutar de las bellezas del

valle? Estos hijos de los hijos del Aroma no se divertían con

los festejos tradicionales; tampoco se deleitaban admirando

el lugar donde nacieron sus padres» (70).

Hablar del buen salvaje hoy, considerando la

antigüedad que posee el desarrollo y el estudio del término,

podría resultar anacrónico, no obstante, muchas de las

proposiciones en torno a esta figura siguen presentes a la

hora de construir al niño –en este caso, aymara– en el texto

de Víctor Carvajal. Gran parte de la trama de la novela está

amparada bajos preceptos que buscan proteger y valorar el

territorio indígena, temática vigente cuando se habla desde

un espacio hegemónico, asunto que permite proponer una

idea de un buen salvaje del siglo XXI a partir de nociones

principalmente ecológicas y del cuidado medioambiental

como fuente de conservación cultural.

Recuperar y amparar las diferentes culturas del país

es el principal motivo por el cual se ha pretendido incluir al

indígena dentro de los proyectos nacionales, aspecto que

está evidenciado en la novela, en la medida que se retratan

ceremonias y costumbres autóctonas como un aspecto

memorial de privilegio para la sociedad, mostrando que el

valor que se les atribuye como pueblos indígenas se

construye a partir de esas características. Este aspecto se

contradice con otra área desarrollada en la novela: el hecho

de cómo la ciudad se introduce en el pueblo a través de una

invasión cultural, relegando la autonomía natural

supuestamente valorada de los pueblos originarios.

En definitiva, la realidad del indígena se cimienta

bajo un modelo que refiere a la vida en armonía con la

naturaleza, estilo que es propio de los pueblos originarios,

provocando un “Edenismo social y ecológico” (Whelan 7) a

través de la idealización tanto de los territorios autóctonos

como del indígena, situación reflejada en la novela de

Carvajal. La interrogante sobre si la civilización es algo

beneficioso o nocivo para el ser humano ha sido el principal

centro de debate de la cultura occidental, discusión que está

planteada en el texto de Víctor Carvajal a través de la

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caracterización del territorio indígena en contraposición al

ambiente urbano, el que es juzgado, evidenciando una

inclinación sobre una de las dos partes, considerando que

«En el buen salvaje van a ser plasmadas todas aquellas

virtudes sociales que son el contrapunto de la sociedad

civilizada» (González 7).

La novela configura al indígena aymara a través de

una temática que posibilita acceder a discursos

hegemónicos que atraviesan al infante y que se vislumbran

en cómo se construyen las relaciones que el protagonista

establece con su entorno natural y social, ámbitos que, al

integrarse entre sí, permiten edificar un imaginario indígena

que, singularmente, está fabricado desde espacios y por

sujetos no-indígenas, lo que parece un tanto conservador,

pues se remite a una visión tradicional acerca de esta

problemática: la caracterización del indígena aymara como

símbolo de la prosperidad cultural.

Lo anterior está vinculado directamente con asuntos

identitarios que se fundan en un emplazamiento diferente al

autóctono, dentro del cual el pueblo aymara –y el indígena

en general– simboliza una especie de monumento cultural y

natural que aporta a la construcción de una supuesta

idiosincrasia nacional; de ahí que dentro de la literatura

infantil chilena su imagen esté ligada en gran medida a

elementos de carácter físicos, geográficos y ecológicos.

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BIBLIOGRAFÍA

Carvajal, Víctor. Mamire, el último niño. Ilustr. Eduardo

Osorio. Santiago, Chile: Alfaguara, 1996. Impreso.

Dorfman, Ariel. Ensayos quemados en Chile: inocencia y

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de La Flor, 1974. Digital.

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Antropología 5.3 (1987): 1-10. Digital.

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Ibaceta, Isabel. «Ideology and National Identity in Chilean

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Trad. W. Boyd. México: Porrúa, 2012. Impreso.

Whelan, Robert. Indómito en los bosques. El mito del buen

salvaje en el ecologismo. Trad. Helene Kammel.

Santiago, Chile: Nuevo Extremo, 1999. Impreso.

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CLAUDIA ANDRADE ECCHIO

© Doctora en Literatura Chilena e Hispanoamericana de la

Universidad de Chile. Licenciada en Lengua y Literatura

Hispánica, con mención en Literatura, y Magíster en

Literatura, con mención en Teoría Literaria, de la misma

universidad. En la actualidad, es docente del Diplomado de

Literatura Infantil y Juvenil: Teoría, Edición y Creación del

Instituto de Estudios Avanzados (IDEA) de la Universidad

de Santiago. Junto a Camila Valenzuela León (académica,

escritora e integrante de CiEL Chile), ha gestionado e

impartido Talleres de narrativa para adolescentes y jóvenes.

Es, además, integrante de CiEL Chile, Centro de

Investigación y Estudios Literarios: discursos para infancia,

adolescencia y juventud.

CATALINA MUÑOZ MOLINA

Licenciada en Letras con mención en Literatura de la

Universidad Andrés Bello. Sus investigaciones y estudios

literarios se relacionan con la literatura chilena para

infancia, analizando la figura del indígena en novelas de

autores nacionales. Con respecto a ello, realizó su tesis de

licenciatura titulada “La construcción del cuerpo aymara en

la literatura infantil chilena: El buen salvaje y el

paternalismo en Mamire, el último niño de Víctor Carvajal y

La historia de Manú de Ana María del Río”. Actualmente

es estudiante del programa de la Licenciatura y Pedagogía

de Educación Media con mención en Lenguaje y

Comunicación de la Universidad de Chile.

PERFILES COLABORADORES-AS

UMBRAL

N° 7 – AÑO 1 – JULIO 2015

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Umbral –de publicación mensual– es una colección de propuestas críticas en torno a textos narrativos, poéticos u otros,

tanto chilenos como latinoamericanos, que han sido destinados para niños-as, adolescentes y jóvenes. Nuestra finalidad

con esta publicación es crear una instancia de reflexión y diálogo multidisciplinario, abierto tanto a la comunidad

académica como al público en general.