relatos de la cumbiamba (Óscar lópez doria)

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CERETE 2004

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CERETE

2004

ó

Los relatos que pretende

leer son reales, no

corresponden a la

imaginación del autor, la

labor de este se redujo a la

búsqueda de las fuentes

orales y al cotejo para la

reconstrucción de las

historias. Convencidos

estamos del compromiso

de recoger parte de lo que

queda de la tradición oral

de esos tiempos y luego completar o modificar. A la memoria se

debería en una parte considerable la proliferación de variantes que

suele resultar del cotejo de las fuentes”, anota Margit Fren en “La

Poesía Oralizada y sus mil Variantes”.

Tenemos nosotros el compromiso como docentes y como padres, de

escribir para no dejar a la tradición de la memoria la pureza de esas

historias de los abuelos. La oralidad necesita ser escrita. En esto nos

da la licencia Siervo Mora en su texto las Manifestaciones Folclóricas,

cuando anota “La oralidad sigue siendo el soporte de toda creación

literaria”.

Entonces esta oralidad al pasar a la escritura llevará el tinte del

escritor, será modificada por el estilo y la necesidad de presentarla lo

más llamativo al lector, es el riesgo que se corre, pero de ahí en

adelante será eterna, la escritura es la eternización de la oralidad.

Estos personajes y sus historias son para la familia, para que sean

leídos y luego contados y vueltos a contar para revertir el proceso,

que vuelvan a la oralidad y alimenten la memoria.

También son para la escuela, en manos de los docentes, su uso

depende de la creatividad y la complejidad con que se miren,

pueden llegar a ser mágicos. Se pretende, sobre todo que sea un

texto comunitario, lo lea, cuente y para ser muy atrevidos, o

ambiciosos, lo enseñe.

El Autor

Cuando Cereté aún era casa

de peces y llegaban lanchas

cargadas con productos de la

tierra y el agua, todavía a

principio de siglo, los

comerciantes, pescadores,

campesinos y pobladores, al

caer la tarde, se reunían en

cada puerto para olvidarse de

los enredos del día,

alrededor de una fogata.

Venían tamboreros de todos los pueblos vecinos y de la sábana. De

apellido Carrillo, era uno venido del palenque de San Basilio, negro

fornido, de cejas encontradas y ojos penetrantes, vestía solamente

pantalones y abarcas, se hacía acompañar de tres mujeres; cuentan

los abuelos que eran sus concubinas ganadas en otros pueblos.

Este Carrillo tocaba la hembra con tal magia y verseaba con tanta

facilidad que apostaba sus mujeres a los padres de la muchacha

que le gustara esa noche, fue creando así una referencia misteriosa

de su poder para tocar el tambor. Al principio los sinuanos sufrían por

el rosario de mozas que acompañaban a Carrillo, después muchas

jóvenes fueron enviadas a otros pueblos cuando se sabia de la

llegada del tamborero.

Las cumbiamberas completaban el cuadro ancestral de nuestro rito

de gaitas y tambores, cuando los abuelos, en las fiestas de pascua,

se reunían debajo de las guamas, techo de los puertos, y de

espaldas al río; aparecían ellas, venían de todos los rincones de la

noche sinuana, venían solas, con sus amantes, con sus maridos, con

sus novios y con sus padres, las que aún guardaban el pudor natural

del indígena.

Las cumbiambas a orillas del Bugre era asunto de historias

maravillosas contadas por los pescadores, de piqueria de tamboreros

y verseadores, donde se jugaba el amor, la gracia, el pudor, la honra

y hasta la vida. En ellas las cumbiamberas controlaban el movimiento

de los hombres con sus largos cabellos sueltos, redundados de

belleza con icacos, ataviadas de faldas llenas de flores inundaban la

atmósfera con olores de baños de hierbas.

Las cumbiamberas eran una invitación a embriagarse con el sudor

del tambor; con el lamento de la gaita y con el movimiento de sus

caderas olorosas a bonche y espiga.

Victoriana Luna era una de ellas, bailaba sin parar durante toda la

noche y en una ocasión lo hizo sobre las brasas de una fogata sin

hacerse daño; parecía ser fuego ella misma. La última vez que se le

vio en Cereté fue cuando se encontró con Carrillo, el Tamborero.

Carrillo apareció esa noche por los lados donde muere el sol con su

tambor al hombro. En esta ocasión seis mujeres lo acompañaban.

Cuando vio a Victoriana danzar sobre llamas, bajó su tambor y lo

hizo sonar tanto que, serpientes, conejos y saltarroyos desaparecieron

de estas riberas. Al terminar el silencio se apoderó del mundo. Carrillo

y Victoriana se miraron, él la tomó con una sola mano, la bajó de las

llamas y lanzó su primer verso:

¿Cuál es esa bailadora que se parece a la luna?

Si yo la fuera enamorando esa fuera mi fortuna.

Todos los Presentes se miraron asombrados, esperando tal vez que

algún gaitero o tamborero respondiera.

Pasaron segundos que sumaban una perla al collar de Carrillo.

Fue la misma bailadora, con una voz venida de la ciénaga, la que

respondió:

“Yo soy la Victoriana la del corazón morao

echo humo por la boca y candela por los costao”.

Me contó el abuelo que Carrillo, al oír aquella contesta, cargo

nuevamente su tambor y nadó por el río hasta Lorica, donde mató

todos los caimanes por la decepción de haber perdido a la mujer

que se parecía a la luna.

Victoriana tampoco volvió a Cereté, viajó a las Sabanas y se llevó la

cumbia a los Montes de María.

Si el rió hablara nos contaría la verdadera historia de José Blas, el del

pito embrujao. Yo sólo sé lo que me contó mi abuelo.

Dicen que era de

Arache, que conocía la

ciénaga y todos los

caños del Sinú, los

recorría a media noche

tocando su gaita. El

embrujo era tal que

bocachicos, charúas,

mojarras y sábalos

saltaban a su canoa y

morían a sus pies. Sólo sus

gaitas eran los

instrumentos para la

pesca. Tenía siete pitos

cabeza e’ cera y los

utilizaba según la clase

de pez que quería, los

que luego vendía en

Cereté sin bajarse de su canoa. Antes del encuentro con Carrillo, el

Tamborero, nadie lo vio caminar. Cuentan que en lugar de piernas

tenía una cola de sábalo que le dejó un pacto con el Espíritu del

Sinú.

Fue una noche mientras pescaba que se le apareció el demonio y le

entregó las siete gaitas que le darían toda clase de peces, si las

tocaba bajo la luna de Cereté; por eso a esta luna le dicen “La Luna

Gaitera”.

José Blas tendría cola de sábalo en vez de piernas hasta que

encontrara un hembrero capaz de devolver con el sonido de su

tambor los peces al río.

Una noche cuando tocaba su gaita a la luna de Cereté. Cerca a la

curva de la bonga, los peces saltaron de su canoa al rió y el sonido

de un tambor se sintió en su pecho, no era su corazón, era el tambor

de Carrillo que sonaba en la cumbiamba.

Corno pudo se arrastró hacía la fogata. Cuando cumbiamberas,

verseadores y tamboreros lo vieron se detuvo la piqueria. Por un

segundo solo se escuchó el crepitar del fuego y el tambor de Carrillo.

José Blas se quitó la camisa y sacó de entre sus costillas la séptima

gaita: era un pito machijembriao de seis huecos, que posó en su

boca y sonó acompañando a Carrillo.

Entonces el tiempo se adelanto y los días y las noches fueron uno

solo, la cumbiamba se hizo eterna. Parecía que no acabaría, hasta

cuando se sintió un olor intenso a bonche y heliotropos, había

llegado Amelia Luna, la Cumbiambera más bella que haya pisado

estas tierras. Una cumbia, mezcla de gaita y tambor, se escuchaba,

pero que se fue transformando. Era la sensación producida por el

baile de Amelia en los músicos.

José Blas fue bajoniando y las manos de Carrillo parecían no

obedecerle. El cerraba los ojos y era el mismo Espíritu del Sinú el que

hacia sonar el tambor, la cumbia se volvió porro.

Cuando Carrillo abrió los ojos, José Blas, el gaitero, se perdía en el

horizonte con la bailadora, entonces sintió que algo se revolvía

dentro de el y sus manos sonaron la hembra con tal fuerza que las

caderas de las mujeres querían partirse y los hombres convulsionaban

en gestos y ademanes. A ese ritmo le llamaron puya, porque eso era

lo que sentían por dentro.

Dicen que Amelia y José Blas se juntaron. De Carrillo quedo el

juramento que volvería por una cumbiambera como esa.

Ó

El sonido del tambor arrancó del puerto, se dividió y corrió por las dos

calles: Rabissa y las Flórez. Tocando a cada puerta, entrando por las

ventanas de bolillos, inundando los patios donde las gallinas

presurosas trepaban a los mangos.

Pum pum pam,

Ya llegó ya está aquí,

Pam pam pum pá

Llegó Carrillo a tocá

Pim pim pim pam

Vengan todos a bailá

Eran las seis de la tarde y un hormiguero humano seguía guiado por

el tambor camino al puerto.

Rabissa, era una calle larga que comenzaba en el río, atravesaba el

centro del pueblo y terminaba trescientos metros después de la

iglesia, al fondo se unía con las Flórez por la otra calle transversal, la

calle de las Vacas. Por allí durante todo el día viajaba el ganado

rumbo al puerto donde se embarcaba hasta Cispatá.

Las Flórez era una red de callejones que desembocaban a la calle

principal paralela a Rabissa, estaba limitada al fondo por el Cañito

de los Sábalos, donde llegaban pescadores de todo el país en busca

de un pez maravilloso con escamas de níquel y ojos de diamantes,

que concedía deseos y curaba enfermedades.

En pocos minutos el puerto, así como en la mañana, era un

hervidero humano, pero la intención ahora era la historia del día

transformada en verso, los retos en golpes de tambor y los amores en

sentimiento de gaita.

Enseguida había que definir quién encendería la fogata; lo cual era

un honor y cada día era disputado con el lenguaje. Carrillo que

había hecho la convocatoria dio un paso adelante:

Yo soy Feliciano Carrillo

Hermano de la primavera

Me atrevo a encendé una vela

En la punta de un cuchillo

Carrillo encendió la fogata.

Entonces aparecieron cabellos largos untados de manteca negrita,

adornados con bonches y heliotropos, vestidos con faldas de flores

que invadían los sentidos con olores exóticos, eran las

Cumbiamberas.

Gaiteros, tamboreros y maraqueros se unieron al unísono para

declarar iniciada la rueda de gaita. Desde ese momento el destino

de las mujeres era incierto. Cada una llegaba por su cuenta y riesgo,

sabedoras de la magia en su baile confiaban en la disputa con el

verso de sus maridos, en sus golpes de tambor o en el sentimiento de

la gaita. Algunas sacaban trucos de su repertorio e improvisaban en

el baile.

María de los Hierros, una de ellas, bailaba con una rodaja de pan y

una totuma de chicha sobre su cabeza. Ella esa noche tenía encima

los ojos de Carrillo el Tamborero y de José Blas Pacheco, el del pito

embrujao.

Feliciano Carrillo al verla se quitó las abarcas y con ellas sonó su

tambor; el reto estaba marcado. Todos boquiabiertos, entre

asombrados y temerosos escucharon el verso.

Desde aquí te estoy mirando,

Como a rama a la flor,

Si te tiro y no te mato,

Para mí será un dolor

Todas las cabezas giraron hacia José Blas, éste se quitó la gaita de su

labio partido y verseó.

Me la llevo, me la llevo,

Si me la dejan llevá,

Todas las mujeres bonitas,

Son pa’ José Bla’.

Todos lanzaron un guapirreo que se escuchó del otro lado de la

ciénaga.

Carrillo levantó los brazos, arrancó bellos de sus axilas y luego sonó su

tambor. El gaitero tenía que seguirlo en todos los ritmos que

propusiera.

La Cumbiamba continuaría hasta cuando alguno abandonara, el

otro se llevaría a la cumbiambera. Las horas corrieron, el sol apareció

varias veces entre los maizales y se ocultó por el Cañito de Los

Sábalos. Tamborero, gaitero y bailadora seguían en su carrera

contra el destino. José Blas no consumía nada, su gaita estaba

adherida al canal de su labio leporino.

Las mujeres de Carrillo secaban su sudor y le daban ron en la boca

que era lo único que aceptaba.

La noticia de la piqueria en la Cumbiamba recorrió ríos, caños y

Ciénagas hasta la Depresión Momposina, de donde llegaron músicos

y comerciantes que improvisaban ferias para ofertar ungüentos y

vender el último almanaque Bristol.

Treinta y ocho horas después José Blas se derrumbó cianótico y

sangrando por sus oídos.

Carrillo no se percató de la partida, tenía los ojos cerrados, tocaba

en trance su tambor.

El sonido duro, sólido, inmaleable, se disolvió en el aire, luego en el

agua y por último en el músculo y al hablar los dientes imitaban el

sonido del tambor..

Ochenta horas después con los brazos acalambrados, con una

espuma espesa y verde saliendo por su boca, Carrillo se desmayó

rodeado de ocho mujeres. Parecía morirse y balbuceó algo que fue

repetido por sus compañeras y amplificado por el río.

Si Carrillo se muriera,

Que lo entierren en la paja

Que la plata de Carrillo,

Solo sirve pa’ baraja.

Á

Había pasado casi diez años desde la última vez que se vio a

Feliciano Carrillo

en Cereté, su

juramento que

volvería en busca

de una nueva

cumbiambera

como Victoriana

Luna, aún estaba

por cumplirse.

En esa época se

abrió una

carretera que

comunicaba a

Cerete con

Montería, por

donde intentó

llegar el primer

Carro pero que

quedó enterrado

en el lodo a la altura de Mocarí, sólo la fuerza de las inundaciones lo

impulsaron en su viaje, esta vez hasta Cispatá donde el Sinú llevaba

sus lamentos.

Su paso por Cereté fue todo un acontecimiento y el pueblo entero se

volcó a ver el Cadillac rojo decir adiós en una travesía que no se

había planeado para su destino.

Gaiteros, tamboreros; bailadoras y verseadores comenzaron la

cumbiamba, porque sin duda esa era una señal de la llegada del

progreso en manos del gobierno Liberal.

Cereté además de las inundaciones, Soportaba una invasión de

comerciantes que al parecer llegaron a quedarse, porque su partida

se postergaba cada semana y ofrecían promociones permanentes.

Eran libaneses, sirios, árabes e italianos, pero a todos se les llamaba

turcos: Sakr, Umar, Chagüi y Milanes eran los apellidos de los que

instalaron carpas y tiendas en el callejón paralelo al río, donde

vendían candados, agujas, sedas, espejos, peines y sombrillas

multicolores que protegían del sol y la lluvia mejor que los sombreros

de caña flecha de Tuchín.

Después del adiós del Cadillac, las cumbiambas se prolongaron por

15 días. Al quinto, los cumbiamberos entraron en una especie de

trance monótono, donde los versos se repetían y las bailadoras

despeinadas y con los pies enlodados bailaban con la energía

sobrante en pos de no perder la competencia.

Al sexto día José Blas Pacheco, el del pito embrujado, tocaba ‘el

sapo viejo’, el cansancio se notaba en sus ojos pero aún un gaitero

de Ciénaga de Oro de nombre Valentín le daba la pelea.

El reloj de la iglesia dio las doce y. la piquería parecía no acabar,

José Blas decidió finalizar la contienda y mostró su séptima gaita que

estaba hechizada.

Cuando José Blas comenzó a bajonear el cielo se oscureció, los

toldos de los turcos abatidos por el viento pasaron por encima de los

cumbiamberos y una gran nube de humo invadió la calle Rabissa. La

figura de un hombre de raza negra emergió del mismo centro de la

nube, tenía un estuche de cuero en su mano izquierda y un gran

habano en la derecha, entonces los presentes entendieron el origen

de la nube.

El negro era un antillano que había llegado la mañana del Cadillac y

se había dedicado a caminar el pueblo, sin instalarse en ninguna

parte, preguntando por Carrillo, el tamborero.

Los cumbiamberos se inquietaron con la presencia del forastero, sin

embargo la competencia continuó.

El bajoneo de José Blas imprimía una nueva energía y los guapirreos

se volvieron a escuchar intercalados completando el cuadro

melódico.

Nuevamente la turbamulta sinuana llegaba al éxtasis cuando de

pronto se escucharon mil gaitas al unísono.

El sonido no venía del pito de José Blas, ni del de Valentín. Entonces

todos giraron hacia el negro que había convertido su habano en un

gran pito de metal, aseguraron que su sonido se había escuchado

ese día hasta en Arache, Chinú y Murrucucú.

La multitud rodeó el instrumento mágico. Hasta los turcos se sintieron

atraídos por su sonido, que al poco tiempo aceptarían en la iglesia,

donde la gaita se miraba como instrumento profano.

José Blas con un paisaje de sorgo en sus ojos, se disolvió en la

oscuridad del puerto, gotas de sangre que caían de su labio partido

marcaron su camino al rió, subió en su canoa que había amarrado

seis días antes y arrojó su pito cabeza de cera al Bugre. Todavía las

aguas se mueven extrañamente originando un vacío que se traga a

los que se bañan. Sus gritos de auxilio son ahogados por el sonido de

una gaita triste tocada por el Espíritu del Sinú que reclama las

cumbiambas.

Ú

Que el Habanero le

ganara a Carrillo, el

Tamborero, con

ayuda de la

tecnología, habría

significado no solo

la desaparición de

las gaitas, sino

también que se

quedara con cinco

mujeres que en ese

momento el Tamborero tenía como propiedad.

A diferencia de Carrillo, el Habanero no cargaba con sus mujeres, a

todas las ubicó en su lugar de origen. Con cada una de ellas había

tenido hijos, los cuales crecieron al lado de sus madres en San Pelayo,

Manguelito y Ciénaga de Oro; excepto uno cuya madre murió

pisoteada por la multitud en la última cumbiamba de la que se tiene

memoria en Cereté.

El negro tomó a su hijo de solo dos meses, lo acomodó en un estuche

de bombardino y lo dejó a merced de la corriente del rió con una

nota para quien lo encontrara.

Aguas abajo la encomienda fue hallada por un viejo pescador del

Zapal, quien necesitó cuatrocientos setenta días para encontrar a

alguien que le pudiera leer la nota dejada por el Habanero.

Al niño, el viejo lo llamaba Rembe y lo llevó a la dirección que

indicaba la hoja escrita en fina caligrafía.

Era el almacén de un Turco quien al leer el mensaje, sin mediar

palabra le entregó otro estuche. Por un momento el viejo pensó que

era otro hijo que el destino le había enviado. Sin embargo no lo abrió

hasta llegar a su casa, un rancho construido sobre un alubión en las

orillas del Bugre. Al destapar el estuche un brillo de oro lo encegueció

por varios segundos. Era una trompeta, tal vez la primera que había

llegado a Cereté. Alzando el instrumento y en actitud premonitoria, el

viejo le dijo a su hijo: “Moisés fue salvado de las aguas, tu Rembe

fuiste salvado por la música”.

Rembe se convirtió en un hombre tranquilo a pesar de ser robusto y

de apariencia violenta por sus fuertes músculos y serio mirar. Llegaba

todos los días al puerto como a eso de las ocho y media de la

mañana y vendía el producto de la pesca a precio muy bajo, lo que

traía discusiones con los demás pescadores.

“Después que tenga para el ron y la comida, estoy contento, la plata

no entra al cielo”, respondía a sus reclamos.

Fue el mejor trompeta en todo el Sinú, inventó porros y fandangos de

los cuales nunca reconoció autoría, así que la música lo único que le

dejó fue una abultada bemba y un gran amor por el trago.

Cuando decidió dejar la música subió a su canoa y está se convirtió

en su vivienda hasta cuando desapareció, dicen que borracho, se

dejó llevar por el río hasta Tinajones donde el mar se lo tragó, parece

ser en busca de su verdadero padre.

Rembe vivió en otro rancho, al lado del viejo, su compañera era una

india de cabellos largos que le arrastraban, cosa que mantenía el

suelo del rancho barrido y los cabellos con un olor a barro, a

lombrices podridas, que excitaban al negro y le hacía hervir la sangre

cada vez que se le acercaba.

Rembe era un tipo práctico, le tenía prohibido usar ropa interior, así

que cuando llegaban se iban a la hamaca y hacían el amor hasta el

cansancio.

Ese fue un amor engendrado bajo las velas de un fandango,

después que cayeron las últimas lluvias y empezaron las fiestas de la

Candelaria.

El negro la descubrió en la rueda del fandango, eran las doce de la

noche de un dos de febrero. Un manojo de velas brillaba en su rostro,

un collar de perlas saltaba en su boca mientras sonreía, las olas de la

falda dominaban un circulo de dos metros de diámetro al cual se

arriesgaba a entrar un hombre menudito que se movía como

marioneta, sus senos asomaban con violencia de su blusa y repetían

del sonido del bombo; bum, bum. bum.

El negro Rembe sentado sobre la hierba de la corraleja, vació dos

botellas de ron sin dejar de mirar la sonrisa blanca de la india, luego

se levantó y dando empujones a diestra y siniestra, cargó a la mujer y

desapareció en la oscuridad de la plaza de Santa Clara.

Esa noche la llevó al rancho y sin decir palabra la amó en la

hamaca.

Ella se quedó hasta cuando apareció la desgracia.

Desde que la trajo hasta que se marchó no se hablaron, las palabras

nunca hicieron falta, era una relación fundada en la proximidad y el

calor de los cuerpos, en la profundidad de las miradas y en la

violencia del beso.

Fue una relación sin historias, sin nombre, sin familiares, sin tiempo,

sólo la hamaca como péndulo de amor y testigo de los cuerpos.

El idilio comenzó a resquebrajarse cuando los compañeros de la

banda colocaron nombres a sus porros; como el negro cachón y el

cacho caío. Esos nombres a composiciones que el había decidido no

nombrar y las risas y los silencios con su llegada clavaron dardos a su

eterna tranquilidad.

La noche que llegó de Lorica y no la vio esperando como siempre

bajo los tulipanes de enfrente, no la amó, la hizo orinar en una

totuma y salió para donde María de los Hierros a llevarle los orines de

la india.

María de los Hierros era una vieja pequeña condenada a andar con

los pies forrados con hierbas, por quemaduras que nunca sanaron

cuando intentó bailar sobre una fogata en una de las cumbiambas.

En contraste con su piel debajo de sus anchas ropas se podía

imaginar un cuerpo hermoso que se contemplaba con una mirada

de perdón permanente.

María de Los Hierros miró los orines y le dijo al negro que cuando

cuatro goleros bajaran hasta donde él esté tocando, fuera a su casa

y los encontraría. El usa sombrero blanco.

Como forma de pago Maria le pidió dos cosas: que le hiciera el amor

como si fuera la india y que no los matara, que los dejara conocer el

mar, ese seria su castigo.

Pasaron siete semanas y las fiestas del Campesino en Rabolargo

habían comenzado, los goleros bajaron esa noche cuando la banda

tocaba un porro viejo. El negro los miró y pensó en el mar por donde

escapó su padre dejándolo en el río en un estuche de bombardino.

Apretó la trompeta sobre su pecho y luego la lanzó al río y tomando

un atajo por el maíz de Juan Berrocal se fue a su casa.

Se acercó agachado como quien caza turrugullas, el currao cantó

varias veces, una iguana se estrelló contra el agua.

Había una oscuridad absoluta, risas y quejidos llegaron hasta él. Se

inquietó, la brisa trajo la voz de Maria de los Hierros: “déjalos conocer

el mar”. El negro Rembe sacó el machete de la vaina guindada en el

horcón, acarició el filo mojado por sus lagrimas, lo sonó contra el

horcón y con una voz que no reconoció como suya dijo: ¡Vamos a

ver quien es el macho, no joda!. Entonces una sombra blanca salió

disparada y se lanzó al río.

El negro Rembe no volvió a tocar, se metió en una canoa y no volvió

a salir del río hasta cuando se fue al encuentro con el mar.

En ocasiones llegaba al puerto de Cereté a vender la pesca y la

gente admiraba la larga cabellera negra que llegaba hasta el agua,

guindada en una vara de mangle a manera de asta y un sombrero

blanco en la punta.

Ñ

La sombra de la mujer con su

niño en brazos, se proyecta

sobre la pared de boñiga

como una repetición de sus

angustias. El hombre en el

chinchorro, fuma un tabaco.

Piensa que no van a

abandonar su rancho. Se

levanta, toma una almohada

y vuelve al chinchorro. La

mujer le entrega el niño. Un olor a lombrices podridas llega con la brisa

húmeda.

La mujer siente el olor, prende una vela y la coloca en el altar, frente a una

lámina del Señor de los Milagros.

El niño llora, entonces el hombre le habla del pez de níquel y le promete

que en la mañana irán a pescar. El niño acepta el trato y se duerme.

Sueña con el maravilloso pez, del que también le había hablado su abuelo

antes de morir, sueña con traerlo al rancho para hacer adornos de

navidad con el brillo de sus escamas.

El hombre se levanta, su sombra no cabe en el rancho, entrega al niño con

sus sueños a la mujer, y prepara unos sacos de arena.

Metros arriba, la inundación arrasa ranchos y niños con sueños plateados.

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