mi nombre fue judas

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Random House Mondadori Travessera de Gràcia 4749 08021 Barcelona España http://www.rhm.es http://www.megustaleer.com MI NOMBRE FUE JUDAS C. K. Stead 1 Esta tarde mi buen amigo y cuñado Teseo me ha hecho llamar. Quería enseñarme algo. He ido a su encuentro sin demora, enfilando el empinado sendero que cruza el olivar. Teseo me guió hasta la terraza de su casa, desde la que se divisa la azotea de la mía y las de mi familia, con el mar al fondo. Hacía un día inusualmente despejado, y el paisaje se distinguía con claridad hasta la línea del hori-zonte.Teseo ya me había comentado sus reflexiones sobre el particular, pero ahora tenía ocasión de explicarme con mayor exactitud a qué se refería y dejar que juzgara por mí mismo. Yo me crié en el interior, en la región de Galilea, donde abundan los días claros y las vistas despejadas. Desde Tiberíades, por ejemplo, donde mi padre tenía casa, se divisaba el lago y las tierras que se extendían más allá de este, hacia el Golán, y por el norte nada estorbaba la vista hasta el monte Hermón, cuyas cimas nevadas se recortaban sobre el cielo azul. Aquí,en el Mediterráneo, y sobre todo cuando hace calor, la calima desdibuja el horizonte y a menudo cuesta distinguir dónde acaba el mar y dónde empieza el cielo. Pero aquel día el aire estaba limpio y todo se veía con gran nitidez. Desde la terraza de Teseo alcanzaba a ver, y de qué manera, el horizonte que él había querido enseñarme, una línea tan claramente definida que parecía trazada por un dibujante con afán de perfección. Según recalcó Teseo, por fin veía con mis propios ojos lo que él me había explicado días atrás. ¿A qué se debía aquella línea tan nítida?, preguntó primero. Si obligáramos a nuestros ojos a mirar todo lo lejos que pudieran, el punto observado se desdibujaría y se volvería borroso. Pero lo que allí ocurría era algo muy distinto. Veíamos la línea, veíamos el límite. ¿A qué podía deberse? Ciertamente no a que el mundo se terminara allí, pues sabemos que los barcos cruzan grandes distancias sin alcanzar jamás un límite, un borde. Se diría que pueden navegar y navegar sin detenerse nunca. Teseo había visto cómo los barcos se alejaban en dirección a aquella línea y desaparecían, y había comprobado que, siempre que eso ocurría, no abandonaban su campo de visión, sino que se hundían literalmente ante sus ojos. Lo repitió. Se hundían.Y era eso lo que lo tenía fascinado. No era que los ojos humanos fallaran, sino que los barcos se desvanecían. ¿Adónde se iban? En nuestros sentidos, insistió —ya no había quien lo detuviera—, se hallaba la respuesta. Me dijo que debía seguir aquella línea del horizonte, primero hasta el extremo izquierdo, luego hasta el extremo derecho. ¿Verdad que parecía haber una leve curvatura, un ligerísimo y apenas perceptible arqueo de la línea, de tal modo que se veía más elevada en el centro que en las extremidades? Observé el horizonte, siguiendo la línea despacio hacia la izquierda, y luego hacia la

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Random House Mondadori Travessera de Gràcia 4749 08021 Barcelona España http://www.rhm.es http://www.megustaleer.com

MI NOMBRE FUE JUDAS

C. K. Stead

1

Esta tarde mi buen amigo y cuñado Teseo me ha hecho llamar. Quería enseñarme algo. He ido a su encuentro sin demora, enfilando el empinado sendero que cruza el olivar. Teseo me guió hasta la terraza de su casa, desde la que se divisa la azotea de la mía y las de mi familia, con el mar al fondo. Hacía un día inusualmente despejado, y el paisaje se distinguía con claridad hasta la línea del hori-zonte.Teseo ya me había comentado sus reflexiones sobre el particular, pero ahora tenía ocasión de explicarme con mayor exactitud a qué se refería y dejar que juzgara por mí mismo. Yo me crié en el interior, en la región de Galilea, donde abundan los días claros y las vistas despejadas. Desde Tiberíades, por ejemplo, donde mi padre tenía casa, se divisaba el lago y las tierras que se extendían más allá de este, hacia el Golán, y por el norte nada estorbaba la vista hasta el monte Hermón, cuyas cimas nevadas se recortaban sobre el cielo azul. Aquí,en el Mediterráneo, y sobre todo cuando hace calor, la calima desdibuja el horizonte y a menudo cuesta distinguir dónde acaba el mar y dónde empieza el cielo. Pero aquel día el aire estaba limpio y todo se veía con gran nitidez. Desde la terraza de Teseo alcanzaba a ver, y de qué manera, el horizonte que él había querido enseñarme, una línea tan claramente definida que parecía trazada por un dibujante con afán de perfección. Según recalcó Teseo, por fin veía con mis propios ojos lo que él me había explicado días atrás. ¿A qué se debía aquella línea tan nítida?, preguntó primero. Si obligáramos a nuestros ojos a mirar todo lo lejos que pudieran, el punto observado se desdibujaría y se volvería borroso. Pero lo que allí ocurría era algo muy distinto. Veíamos la línea, veíamos el límite. ¿A qué podía deberse? Ciertamente no a que el mundo se terminara allí, pues sabemos que los barcos cruzan grandes distancias sin alcanzar jamás un límite, un borde. Se diría que pueden navegar y navegar sin detenerse nunca. Teseo había visto cómo los barcos se alejaban en dirección a aquella línea y desaparecían, y había comprobado que, siempre que eso ocurría, no abandonaban su campo de visión, sino que se hundían literalmente ante sus ojos. Lo repitió. Se hundían.Y era eso lo que lo tenía fascinado. No era que los ojos humanos fallaran, sino que los barcos se desvanecían. ¿Adónde se iban? En nuestros sentidos, insistió —ya no había quien lo detuviera—, se hallaba la respuesta. Me dijo que debía seguir aquella línea del horizonte, primero hasta el extremo izquierdo, luego hasta el extremo derecho. ¿Verdad que parecía haber una leve curvatura, un ligerísimo y apenas perceptible arqueo de la línea, de tal modo que se veía más elevada en el centro que en las extremidades? Observé el horizonte, siguiendo la línea despacio hacia la izquierda, y luego hacia la

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derecha. Siempre me he jactado de tener muy buena vista, pero ya no soy joven. Lejos de estar seguro de lo que decía, contesté que sí, que creía atisbar una ligera curva. —Pues ahí está —replicó él—, ahí está la explicación. Todo se aleja de nosotros trazando una curva. Cuando miramos ha cia delante y vemos esa línea claramente dibujada es porque la superficie se ha combado y se ha desplazado hacia abajo, desapareciendo de la vista. Es algo que solo alcanzamos a percibir cuando contemplamos el mar en calma, como hoy, porque solo entonces nuestros ojos reposan sobre una superficie completamente llana. ¡Bueno, que sería perfectamente llana si no fuera porque se comba! Llegados a este punto, discrepamos de nuevo (aunque yo carecía de convicción, mientras que a él le sobraba), como habíamos hecho días antes, mientras tomábamos vino sentados bajo las estrellas y me contó lo que un amigo suyo, astrónomo, le había explicado: que la superficie de la tierra era curva, y que por tanto debía ser en realidad una esfera gigantesca, de dimensiones inimaginables, pero una esfera. Al igual que entonces, expresé mis dudas al respecto y guardé silencio. —¿Verdad que el Sol es redondo? —insistió—. ¿Y la Luna? ¿Por qué no iba a serlo también la Tierra? ¿El Sol y la Luna eran redondos? Suponía que tenía razón, debían de serlo, pero esa idea también me produjo cierta extrañeza. No estaba seguro de lo que pensaba al respecto, y ni siquiera de haberme detenido jamás a pensar en ello. La idea de que el Sol fuera un gran disco en llamas, delgado y plano, que se hundía en una ranura del océano occidental al anochecer parecía de lo más real, aunque también inverosímil a poco que reflexionara sobre ello. Pero no menos inverosímil que la mera existencia del Sol, las estrellas, la propia Tierra. Tiempo atrás, Teseo y yo habíamos hecho un pacto por el que nos comprometíamos a observar el mundo tal como era e intentar comprender solo lo que pudiera confirmarse a través del sentido común y la observación. Podíamos examinar con detenimiento y tomar debida nota de todo lo que nos rodeaba —plantas, animales, estaciones, el clima, y por encima de todo el comportamiento de nuestros congéneres—, y extraer nuestra «filosofía» de dicha observación. Eso era lo que él estaba poniendo en práctica al estudiar la curva del horizonte. Le habían asegurado que la Tierra era redonda, y su erudito amigo astrónomo le había indicado un modo de demostrarlo. Yo no acababa de seguirlo en ese punto; no estaba seguro de que fuera cierto, aunque reconocía que el fallo podía estar en mí, en una inteligencia no lo bastante ágil. Poco importaba que tal afirmación fuera cierta o falsa. Lo importante era que obedecía al compromiso que habíamos contraído de no aceptar como «cierto» sino aquello que pudiera verse confirmado por los sentidos y la razón. No es que rechazáramos de plano lo místico, lo misterioso, lo sobrenatural o incluso lo mágico, pero tampoco lo aceptábamos solo porque otros lo dieran por bueno. Quizá hubiera un solo Dios que escuchaba nuestras preces y apreciaba nuestros sacrificios, tal como me habían enseñado desde niño, o un sinfín de dioses, según la tradición que Teseo había heredado. Quizá el aire estuviera lleno de ángeles y los muertos vagaran entre los vivos

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por la noche, pero era igual de razonable que no existiera ninguna de estas cosas. Estábamos convencidos de que tendríamos que verlas y oírlas, notar su presencia y sus poderes, para creer en ellas de nuevo. Y lo que habíamos descubierto, a lo largo de décadas de amistad, era que cuanto menos creíamos en dichas fuerzas, en ese «otro mundo» y sus criaturas, menos motivos teníamos para creer en ello. Poco a poco la vida, nuestra conciencia, el aire que respirábamos, el cielo, el mar, las rocas y las arenas del desierto —todo, en definitiva—, se fue desprendiendo de aquellas «emanaciones». Era como si se levantara la niebla, como si apartáramos un velo. Los sonidos extraños que poblaban la noche no eran más que eso, sonidos extraños que poblaban la noche, y cuyas causas se podían averiguar. El carro de fuego de la ira divina que se recortaba en el cielo podía convertirse a voluntad en algo menos temible —un camello dorado, un semental blanco, una carpa gigante— hasta acabar reducido a un rayo de sol entre las nubes. Si mi mula se moría lo achacaba a su edad avanzada y no a una maldición. ¿Que un cometa o una estrella fugaz surcaba el cielo? Pues bien, era un cometa o una estrella fugaz. ¿Por qué tenía que significar nada más? ¿Que una vaca expiatoria había parido en el mismo momento en que la degollaban (había ocurrido en fechas recientes, no muy lejos de aquí, causando temor y sembrando el pánico en la región)? Pues estaría a punto de parir y no debería haber sido elegida para el sacrificio. ¿Que el granero de un vecino había ardido y este se había quedado sin su reserva de cereales? No, no se trataba, como él creía (no había más que verlo golpeándose el pecho entre sollozos), de un castigo por haber pecado y no haber cumplido con sus oraciones y sacrificios. Era mucho más probable (aunque no se lo dijimos) que fuera obra de su hijo, muy dado a la bebida y el alboroto. No estábamos dispuestos a seguir fingiendo que veíamos «mensajes ocultos» en estas cosas, ni a aceptar que nadie pudiera hacerlo. Allá ellos con su vida y nosotros con la nuestra. Ni siquiera la descarga de un rayo que, tantos años atrás, había alcanzado el carro de bueyes que transportaba mis escasas posesiones materiales desde Tiro y les había prendido fuego se me antojaba ahora más que un hecho natural, porque no tuve motivos, ni los he tenido desde entonces, para creer lo contrario. Si Dios existía y quería hablarme, pues que hablara y yo lo escucharía. Lo escuchaba incluso cuando no hablaba. Pero no fingiría oír Su voz en medio del silencio, ni en el hecho de que un carro de bueyes repleto de preciadas naderías se hubiese visto envuelto en llamas, para mi desgracia. Los misterios seguían intactos. ¿Por qué es la vida como es, tan valorada, tan rica, tan imperfecta, tan llena de contradicciones y dolor? ¿Por qué tiene que acabar con la muerte, y por qué debemos saber que así es y sin embargo no tener motivo alguno, excepto las palabras no probadas de los profetas y las Escrituras, para creer que hay algo después? ¿Qué hay «allá arriba», entre las estrellas y más allá de estas? No era el misterio en sí lo que rechazábamos, sino las explicaciones, que en su mayoría nos parecían argumentos endebles inventados para apaciguar o atemorizar a los niños de corta edad. Aspirábamos a ser hombres racionales y pragmáticos que no temen a la

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oscuridad. Teníamos motivos sobrados para temer lo visible y tangible, y lo último que necesitábamos era el miedo a lo que en el mundo pudiera haber de invisible e intangible. Llevaba toda la vida temiendo a mis congéneres (y no me refiero solo al tirano de Roma, aunque lo temía por encima de todas las cosas), a los animales salvajes, a las tormentas inesperadas, a la sequía y las hambrunas, a la enfermedad y a lo que esta podía hacerle a mis hijos. Y a la muerte. Eran miedos más que suficientes para cualquier hombre, y estaba decidido a que no hubiera más, ni uno más, a no ser que la razón aconsejara lo contrario. Había liberado mi conciencia de dioses, fantasmas y demonios. Si volvieran intentaría enfrentarme a ellos, pero una vez desaparecidos tenía la impresión de que no iban a volver (y la sigo teniendo, aunque puede que me vea obligado a rectificar en el lecho de muerte). Pero tal como lo he explicado suena demasiado fácil. ¿Qué hace cualquier padre que se precie cuando su hijo cae enfermo si no arrodillarse y rezar? Y cuando ese niño muere, como han muerto dos de mis hijos, ¿qué hace si no buscar en su mente una falta, una razón, lo que quiera que sea que ha hecho mal para atraer sobre sí mismo semejante calamidad? Cuando siento la punzada de la enfermedad que un día me matará, ¿qué hago si no rezar? No por nada, ni siquiera para salvarme. Sen cillamente rezo. —Por favor... —¿Por favor, qué? —podría preguntarme el Todopoderoso si existiera de veras y me escuchara. ¿Y qué podría contestar yo, a sabiendas de que no puedo vivir para siempre? Solamente ese «por favor...». Nada más. No podemos ser racionales en todo momento, pero sí podemos intentarlo. La determinación de vivir de este modo, rechazando las creencias y fantasías en las que nos habíamos criado, no me resultó tan fácil de seguir como a Teseo. Él también tenía viejos dioses y monstruos con los que luchar, y viejos hábitos de oración y propiciación indisociables de aquellos. Sé que aun hoy no puede resistir la tentación de leer su futuro en el movimiento de los astros, y a veces, cuando salimos a pescar juntos, veo cómo mueve los labios y sé que está rezando a algún dios griego de las aguas, seguramente para pedirle que los peces piquen y nada más, pero acaso también para que no se desate una tormenta imprevista. Sin embargo, su camino hacia la razón y el escepticismo ha sido menos arduo que el mío. Como griego y hombre culto que es, ha heredado una tradición muy distinta a la mía, que soy judío. Sentía que necesitaba su ayuda, y él me la ha ofrecido a lo largo de muchas décadas. Mi deuda para con él es enorme. Cuarenta años atrás llegué a esta aldea costera al sur de Sidón huyendo de Judea, de Jerusalén, de lo que me había ocurrido allí y de todo lo que mi región natal y la ciudad santa, como la conocemos, había llegado a representar. Huía de mi infancia, mi raza, mi religión, mis errores; huía de mi propia historia para empezarla de nuevo, para reescribirla viviéndola de nuevo, dándole lo que podríamos llamar un final feliz. Al igual que mi padre en su día, me convertí en mercader de víveres, sobre todo aceite de oliva, dátiles, vinagre y sal, y a veces también, cuando la cosecha era buena, trigo y cebada. Prosperé y me casé (en segundas nupcias, ya que mi primera mujer había

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muerto en Galilea cuando yo tenía poco más de veinte años). Hoy soy padre de dos hijos y tres hijas que me han dado muchos nietos. He alcanzado la edad de setenta años y, según el Libro de los Salmos, no puede haber mayor aspiración en la vida. Jamás pensé que alcanzaría una edad tan avanzada, y el año pasado cuando llegó la fecha de mi aniversario experimenté una sensación de alivio, como si ya no tuviera necesidad de luchar ni de aferrarme a nada. Mi historia, debidamente corregida, se ha escrito a lo largo de estos años. Ha habido errores y lamentaciones (siempre las hay), pero el resultado no ha sido desafortunado. Si algo queda por llegar lo recibiré como un colofón y un regalo, puesto que la vida sigue siendo para mí fuente de placer y motivo de interés. Pero aún no estoy muerto, ni muriéndome siquiera, y por más que quiera no puedo separar mi persona del mundo que me rodea ni de mi propio pasado. Estos días, en los que me llegan noticias de hechos violentos ocurridos en Jerusalén, de revueltas, guerra civil y, más recientemente, la marcha sobre la ciudad de cuatro legiones —veinticuatro mil soldados de infantería— bajo el mando de Tito, hijo del nuevo emperador, que seguramente infligirá un terrible castigo a la población judía por haber desafiado la autoridad romana, me he sorprendido recordando un pasado que hasta ahora solo quería olvidar. Mi amada esposa Tía, hermana de Teseo, murió hace tres años, y es este un hecho que ha puesto a prueba —y a ratos ha hecho tambalear gravemente— mi «filosofía» y la pretensión de haberme convertido en un «hombre racional».Tía solía decir, burlándose sin maldad de mi empeño en no creer en historias de fantasmas y resurrecciones, que si había vida tras la muerte volvería una vez muerta y me susurraría al oído algo que me sorprendería. A menudo, por la noche, salgo a dar un paseo por la orilla antes de acostarme, y en la oscuridad me dirijo a ella para decirle que la quiero, para decirle las cosas que deberíamos decir pero no decimos hasta que es demasiado tarde. Siempre aguzo el oído a la espera de oír su réplica pero, para mi gran pesar, Tía permanece en silencio, y supongo que así debe ser. Mis hijos me han pedido en ocasiones (aunque nunca como si se tratara de un asunto de gran importancia o urgencia) que les hable de mi pasado, que les explique cómo Judas Iscariote, puesto que así fui conocido durante los primeros treinta años de mi vida, se convirtió en Idas de Sidón, como lo he sido durante los cuarenta siguientes. No les he contado más que retazos, anécdotas, recuerdos seleccionados al azar, pero nunca la parte que se me antoja más significativa. No es que me avergüence de lo que considero «la verdadera versión de los hechos».Tengo mis motivos para mantenerla en secreto, aunque sé que el secreto estaría a salvo con ellos. Pero supongo que en el fondo prefiero que me conozcan como el hombre en el que me he convertido, no el que era antes de aprender las importantes lecciones que la vida me ha dado. Quizá haya llegado el momento de llenar esos huecos.

¿Qué es este mundo nuestro, pelota o plato llano? No es cuestión baladí.

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Bajo mi ventana oigo a mi nieto

Héctor que pregunta: «¿Mamá, por qué habla el abuelo

de ese modo tan extraño?»

Ella le explica que es el acento de mi tierra natal.

No hay rastro de la lluvia que necesito para mi huerto.

De mi oscuro pasado conjuro

a la higuera estéril que Jesús maldijo y de la que, dicen, colgaba

mi cuerpo cual fruto maduro. (c) 2006, C.K. Stead (c) 2007, Rita da Costa, por la traducción (c) 2007, Random House Mondadori, S.A. Travessera de Gracias, 47-49. 08021 Barcelona