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Codazo

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Edición: Secretaria de Política Sindical - Salut Laboral

UGT Catalunya

Redacción, diseño y corrección: l’Apòstrof, sccl

Impresión: Artyplan

Depósito Legal: B-21.847-2010

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Otra vez aquel pinchazo en el estómago. De den-tro hacia fuera, de fuera hacia dentro. Quizá se trate de una señal definitiva y tendrá que dejar el café –su inestimable fuente de energía–, o quizá, quizá sea más que eso, y no sea un problema de mala digestión, sino una llamada de alerta del estómago. ¿Alerta? Carmen siempre ha tenido el estómago a prueba de bombas... Claro que, en los últimos meses, algo diferente se ha removido dentro de su organismo: se siente frágil y can-sada, como una hoja de árbol que cae despacio al suelo, sin tropezar. En definitiva, debe de ser el efecto de dormir poco. Desde que entorna los ojos, después de haberse tomado la infusión, hasta que deja de percibir el peso de las sábanas sobre el cuerpo y se duerme ya han dado las dos, e incluso las tres. ¿Quién le iba a decir a una dor-milona como ella, que cuando pasara el umbral de los cincuenta la noche ya no sería una garan-tía de paz interior, sino la puerta a una angustia profunda, casi insoportable...?

Desde el comedor de casa, una sala de estilo mi-nimalista con seis cuadros y un sofá verde, da el último sorbo a la taza de café y constata cómo esta mañana vuelve a ser una mañana de náu-seas, una mañana con ganas de escupir los mie-dos en el lavabo, otra mañana sin desprenderse de la intensa sensación de ahogo, un ahogo que se vuelve más y más penetrante a medida que se acerca la hora de ir al trabajo. Por si fuera poco, se lamenta, es precisamente lunes.

De la radio de la cocina sale la voz ronca de un locutor que anuncia que la Dirección General de Protección Civil ha activado la fase de alerta por lluvias torrenciales y que, según las previsiones, en Girona podrían caer hasta 100 litros por me-

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tro cuadrado... Parece que fuera el bochorno es desmesurado.

Antes de irse, Carmen sube al estudio para dejar listos los últimos retoques de la clase. Enciende el cachivache de ordenador –anoche no tuvo ni ánimo para hacerlo– y cuelga un par de lecturas en la Wiki de la materia. Con la luz de la maña-na, más serena, ve las cosas claras: además de los ejercicios de refuerzo, lo que técnicamente se llama adaptación curricular, les mandará que escriban un cuento; sí, por grupos y desde casa, y así utilizarán las benditas herramientas interac-tivas, una de las pesadillas más considerables de esta profesora veterana. A pesar de haberse pasa-do treinta años surcando aulas de todos los colo-res, Carmen todavía no puede entender qué vir-tudes tienen estas famosas TIC. ¿Para qué sirven los chats virtuales si la clase es un eterno chat, un conjunto de chats sin pantallas? Y, ¿por qué to-davía nadie le ha explicado cómo tiene que ges-tionar la bendita Wiki, cómo funcionan los libros digitales o qué debe hacer cuando, de repente, en mitad de la clase, falla el servidor y no puede hacer los ejercicios que había programado?

La vida de los profesores, sin embargo, es como la de los camaleones, obligados a cambiar la piel a medida que el entorno se transforma. Eso lo sabe Carmen, y se resigna a adaptarse a los nuevos tiempos. Y con estos pensamientos en la cabeza ya está abriendo la puerta de la sala de profesores, una sala que se ha quedado peque-ña con tantas reformas. Deja el paraguas en un rincón y coloca el periódico sobre la mesa del fondo del departamento de Lenguas, el gabine-te que comparten cerca de una docena de pro-fesores, entre los de catalán, castellano, inglés,

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francés, y los de clásicas, auténticos rara avis, estos. Un grupo de profesionales que tienen en común mucho más que la especialidad: compar-ten el riesgo de modelar adolescentes, de evitar que las hormonas afloren demasiado, el riesgo de trabajar con personas y de no poder aflojar ni un momento, y sobre todo, comparten la certeza de que cualquier motivación, a la larga, puede acabar apagándose como una llamarada.

Carmen coge la carpeta y comprueba que lleva todo lo que necesitará: los apuntes, las lecturas, las redacciones y el libro de ejercicios que ha buscado para Ilham, la nueva alumna. Mientras se dirige a la clase, constata que el ahogo no se ha desvanecido en su pecho y sube garganta arriba. Quizá se haya agravado por la atmósfera densa de la sala de profes, o por el olor de pintura de las reformas, que todavía se huele... o quizá el ahogo es un grito de miedo porque toca afrontar de nuevo una hora y media de lengua. Miedo a tener miedo.

La radio último modelo, negra brillante, escupe desde el lavabo de casa de los Albareda las pre-visiones meteorológicas de hoy. Susana se está terminando de arreglar: los pendientes, un fras-co de colonia y la raya de los ojos. El ritual de siempre. Hoy, sin embargo, no es como cada día, porque hoy tiene el corazón hecho migas.

–¡Coge el paraguas nuevo, Susana! El otro está roto y dicen que lloverá a cántaros hoy... ¡Ah! Y ponte el impermeable, nada de chaquetitas, ¿eh?–¡Mamá, déjame en paz!–Mira, ya te he dicho mil veces que esas no son

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maneras de hablarle a tu madre. Que yo lo hago todo por ti, ¿eh? Trabajo, te preparo la comida, te acompaño a Figueres cada tarde para que te veas con Edu... Dime cuántas madres hacen eso, ¿eh? Dime. –¡Ya te he dicho que no me vuelvas a hablar de Edu! ¿Cómo tengo que decírtelo para que lo en-tiendas? ¡Además, hoy ya no hace falta que me acompañes! ¿Contenta? Deja de quejarte y dé-jame tranquila de una vez... Ah, y cojo la moto, que lo sepas... –dice desafiante Susana, sabe que eso sacará a su madre de sus casillas, una sufri-dora compulsiva, pero le da igual, hoy no tiene precisamente un buen día. –Sus... ¿Susana? ¿Qué dices? ¡No! Que con las calles mojadas resbalarás y te harás daño, nada de motos, ¿me oyes? ¡Espera! Te he dicho que cojas el paraguas grande... Susana... ¿Susana? ¿Me oyes...?

El aviso de los meteorólogos no ha fallado: Girona está medio inundado, todo son charcos. En la puerta del Instituto hay pequeños grupos de alumnos que se ponen a cubierto haciendo tiempo, conscientes de que el timbre ya ha sona-do hace un rato. La voz de Susana, grave y ater-ciopelada, sobresale por encima de las demás:

–Un día me daré el piro y no tendré que oírla más. Todo el día quejándose, la tía... No entiendo como puede ser tan pesada. Y hoy yo no estoy para hostias, ¿eh? –¿Te ha contestado al mensaje, Edu?–¡Qué va! Debe de estar con aquella, y a mí, a mí que me jodan, ¿sabes? Y no lloro porque el tío no se lo merece... pero tengo una rabia dentro que, si explota, me va a oír, te lo juro, Cris, que me oirá. Si esta noche me lo encuentro en el chat, le

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voy a decir de todo. –Bueno, ahora tranqui... ¿qué, vamos a mates?–Paso... no estoy para mates, hoy, Me voy con Lidia a dar una vuelta con la moto. Esta tarde sí que iré a clase, que si vuelven a llamar a casa, ¡mi madre se volverá loca! –Muy bien, ya os pasaré los apuntes... ¡Y por cierto! No paséis por delante de la sala de profes, que tienen la puerta abierta y os verán salir... –¡Me da igual! A mí estos no me dan el palo, ¡ya lo sabes!

Dentro de la sala de profesores, entre calenda-rios, ordenadores, tazas de café medio vacías y papeles, muchos papeles, Carmen busca la libreta roja, el mismo modelo de libreta de no-tas que utiliza desde que empezó a dar clases. Totalmente inmersa en la búsqueda, vive un en-cuentro fortuito.

–Eh, Toni... ¿qué tal? ¿Te quedas a comer luego?–No lo sé todavía, pero creo que sí. Mira, me parece que sí me quedaré porque me tienes que contar todo eso de Tercero A, que me dejaste in-trigado. Y por cierto, no me gusta verte con esa mala cara, ¿seguro que te encuentras bien? –Las bolsas oscurecidas bajo los ojos y las exageradas arrugas de la frente de Carmen han alarmado a su colega. –No lo sé, Toni. No estoy fina... y encima, enci-ma esto del insomnio. Aún tendrá razón mi hija y todos los males serán por culpa del maldito es-trés... Quizá sí debería apuntarme a yoga, ¿no te parece?–No sé, mujer... Yo hago Tai-chi, que no es lo mismo, ¿eh? Y salgo renovado, mira: ¿no me ves como...? ¿Como más enérgico?

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–Oh, sí, sí, ¡qué enérgico, chico! –dice Carmen en tono de burla–. Oye, de Tercero A me parece que no quiero hablar, ¿eh? Que me duele todo sólo de pensarlo. Te aseguro que si todos los grupos fueran como ese, ahora mismo estaría de baja como Lola, créeme...

Qué poco se imagina Carmen que su vida está a punto de cambiar bruscamente de rumbo y que pronto tendrá más puntos en común con Lola de los que ahora tiene. Carmen, una vieja gata en el arte de enseñar, profesora “de vocación”, es consciente de que una sola alumna con ganas de distorsionar –una sola de entre todas las alumnas de todas las clases– puede acabar hundiendo la vida laboral de una docente. Sobre todo si el ado-lescente huele la debilidad de la profesora, des-bordada por tantos cambios e incapaz de quitarse el uniforme de policía ni un momento.

Carmen se enamoró de la lengua como el que se enamora de una pareja, convencida de que esta relación podía hacer la vida más plena y estimu-lante. Se enamoró de la lengua para difundir sus virtudes entre los jóvenes, no para acabar ago-tando las horas de clase con riñas e increpacio-nes... –Javi, tira el chicle, que te lo he dicho an-tes... Laura, no quiero ver el móvil encima de la mesa... Luis, deja el extintor en su sitio y ve in-mediatamente al despacho del jefe de estudios...

–Piensa en cosas más positivas, mujer. Mira, yo mismo salgo de una clase con los de Cuarto B y estoy emocionado porque un grupo quiere pre-sentar el proyecto a un concurso internacional de robótica. Quieren que les dé la autorización y están muy motivados. ¿Ves como hay una luz al final del túnel?

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–No sé, no sé... Yo no puedo dejar de pensar en la frase que me escribieron el otro día en la piza-rra –“profesora capulla”–, o en los alumnos que no se dignan a abrir el estuche durante toda la hora y, ¡ah! Últimamente, ¿sabes qué me pasa? Pues que no puedo dejar de soñar con que los de Tercero A pintan con tiza mi silla para que me ensucie cuando me siente. Eh, que lo hacen cada día antes de que empiece la clase... Te lo conté, ¿verdad? –Sí... ¡menudos prendas! Recuerda lo que siem-pre decimos, Carmen: somos psicólogos, somos padres, somos polis, somos bomberos... ¡y pocas veces podemos ser profes! Pero tenemos mucho mérito, ¿sabes? Porque sabemos hacer todo eso y, además, ¡qué narices!, lo hacemos bien. Oye, que no todo el mundo sabe, ¿eh?–Ya, ya, tienes razón... Pero, si vieras como se ríe aquella alumna, Susana, mientras limpio la silla, tragándome toda la rabia... Ella es la que se inventa todas las barrabasadas! Bueno, los de-más la siguen... Pero la clase ya se ha convertido en un combate: o ella, o yo. –O ella, o yo, o ella, o yo, o ella, o yo, o ella, o yo..., se va repitiendo interiormente Carmen. Ese runrún la acompaña durante todo el día: en clase, cuando come, cuan-do cena, cuando duerme.–Carmen, piensa que todo se reduce a un grupo de alumnos conflictivos, y que seguro que hay unos cuantos que siguen bien la clase... me juego un café a que hay algunos que... –Mira, si resto los conflictivos, los que faltan a clase, los que se duermen descaradamente, los que no hacen los deberes, y, ¡ah!, los que hacen dibujitos en la mesa mientras explico, ¿sabes cuántos me quedan, Toni? ¿Estás seguro de que quieres saberlo? –Jejeje...

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–Menos que los dedos de esta mano. Y los po-bres están discriminados porque no les puedo hacer ni caso... –Después te invito a comer y te prometo que te animo, ¿eh? Que por algo te escogí de mentora cuando llegué aquí y todavía era un pollito con problemas de adaptación. ¿Te acuerdas? ¡Ay! La vida del sustituto, ¡qué dura! –Claro que me acuerdo, Toni, claro... Pero, oye, aunque lo intentes, creo que no conseguirás ani-marme, ¿eh? Sobre todo porque ahora mismo me toca una hora y media con Tercero A. –Ánimo, mujer. Nos vemos en el claustro, y te quiero ver con una sonrisa de las tuyas, ¿eh?

Carmen intenta sonreír, pero no puede. Coge la carpeta con más fuerza que la que utiliza habi-tualmente. Necesita aferrar algo a su cuerpo, que ya ha empezado a temblar. Se concentra: tiene que conseguir que la voz fluya y que nadie note el estremecimiento... El miedo se ha instalado de nuevo en el estómago y vuelve a sentir el ahogo entre el pecho y la nariz. Se propone acabar la clase sin expulsar a nadie, un hito que era el pan de cada día cuando era más joven y vibraba antes de entrar en el aula. No sabe que hoy tendrá que salir de clase antes de hora, mucho antes de la hora prevista.

–“Siento la lluvia sobre el suelo y los árboles del jardín”... Susana, te toca. ¿Cuál es el comple-mento directo? –Me da igual.–¿Qué dices?–Digo que me la suda todo: el complemen-to directo, la gramática y también esta clase... –Susana se siente fuerte, a pesar de tener el co-razón destrozado. Y recuerda lo que le ha dicho

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Lidia antes de entrar a clase: “La profe de lengua no da miedo. Si la clase vuelve a ser un rollo, pues se lo decimos y punto.”–Pues, te la suda porque no tienes ni idea. Porque no sabes lo importante que escribir una buena frase. Mirad, la lengua no es ningún mueble vie-jo, ¿sabéis todo lo que podéis conseguir diciendo las palabras correctas en los momentos precisos? ¿Sabéis los matices que os podéis perder a lo lar-go de la vida si no domináis bien este instrumen-to que es la lengua? –No, profe, no nos importa. ¿No lo ves? No creo que cuando vaya a trabajar me pregunten: “¿Y

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tú, cuál crees que es el complemento directo de esta frase? Porque si no lo sabes, no te damos el curro”, o que me digan: “Pregúntale a aquel tío qué complemento directo quiere tomar, venga, pregúntale...”

Una sonrisa socarrona se extiende por el aula, de las filas del final hacia las del principio. A Carmen se le clava como un punzón bien afilado.

–Susana, tú que te ríes tanto, ¿piensas que po-drás conseguir un buen curro si no apruebas la lengua de tercero de ESO? Y ahora, escucha lo que dicen tus compañeros que sí tienen ganas de aprender. Pedro, ¿tú qué piensas de la frase?–Profe, ¿me puedo ir de la clase? –insiste, desa-fiante, Susana. –Te acabo de decir que escuches a tus compañe-ros. Ya que no te interesa lo que yo digo, supon-go que lo que digan ellos te interesa más, ¿no? Y ahora, por favor, cállate y déjanos trabajar.

Los ojos experimentados de Carmen no han vis-to el trozo de papel arrugado que ha volado hasta la mesa de Susana: “tia, pírate, que esta no se atreverá a hacer nada”. Un golpe en la espalda envenenado de Lidia, compañera inseparable, que se sienta tres mesas a la izquierda, lleva ga-fas y mastica un chicle de fresa sin gusto. De momento no ha abierto la boca, pero ya lo hará. Y mientras, Susana hará caso a su amiga, siem-pre lo hace.

–¡Profe! He dicho que me quiero ir porque fuera puedo hacer cosas más interesantes que aquí. –Pues yo te digo que no te vayas. Quiero que te quedes y que escuches a tus compañeros. Y mientras Pedro sale a la pizarra y analiza la frase,

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yo iré rellenando un parte amarillo de sanción para que la tutora esté al corriente de tu compor-tamiento y decida si quiere que hablemos con tus padres. Y ahora, siéntate, por favor.

Estas palabras han empezado a rodar vientre arriba, vientre abajo de Susana, con una furia centrífuga y ya resuenan por las cavidades del abdomen y por los nervios del cerebro. La jo-ven sabe que si no profiere la última palabra en todo este asunto su imagen pública se resentirá. La clase la está esperando y ella es consciente de eso. Seguro que si las cosas se tuercen, Lidia la defenderá, ella sí que no falla nunca. Piensa eso, y de un acto reflejo recoge las cosas. Estira la chaqueta de algodón y se da cuenta de que media clase la está mirando de reojo. Se siente cada vez más segura de lo que hace, su protagonismo se ha ido inflando como el chicle de Lidia: se irá porque nadie tiene que decirle qué puede y qué no puede hacer. Se irá porque no es de las que se rinden a la primera. Sí: ella ladra, pero también sabe morder. Y eso no sólo debería saberlo la profe, también Edu debería tenerlo claro.

Carmen está convencida de que ahora mismo atraviesa una cuerda floja y cualquier peque-ño movimiento es trascendental. Los juegos de equilibrio no le gustan, ella prefiere las rutinas, pero el conflicto ha explotado y es de las que se rinden a la primera de cambio. La dignidad es el fundamento de un profesor, se va repitiendo compulsivamente. Y grita más de lo que le hu-biera gustado:

–Mira, Susana, no tengo ganas de enviarte a la sala de expulsiones. Sólo te pido que vuelvas a guardar las cosas y te sientes si no quieres que,

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además del amarillo, también rellene un parte rojo de sanción y tramite una expulsión inmedia-ta, esta vez a tu casa... –Mientras consuma este golpe de autoridad, siente el peso de la clase enclavado en la fren-te. Y le pesa descubrir, entre miradas atónitas y expectantes, más de un alumno deseoso de que esta pausa extraña que ha roto la monotonía de la clase se alargue. Se siente muy sola.–¡Profe, yo creo que si una persona quiere irse de clase tiene derecho a hacerlo! –exclama Lidia, que ha decidido, finalmente, interceder en favor de su amiga del alma. –Lidia, ahora mismo no estoy hablando contigo, así que cállate si no quieres que también rellene un parte amarillo para ti –le espeta Carmen.–¡Lidia puede decir lo que quiera y yo tengo derecho a irme de clase! –exclama Susana con tanta contundencia que no puede desdecirse. Se apresura hacia la puerta de conglomerado, pero choca con Carmen, colocada estratégicamen-te delante, emulando a un guardia de seguri-dad. Ahora le toca hacer de policía, piensa, y se acuerda de Toni, qué tipo más divertido. Lidia, mientras tanto, se alza un poco, vacilando, sin saber exactamente cuál es su papel en esta esce-na grotesca.

Carmen mira a Susana a los ojos y recuerda que, por suerte, todavía no se han intercambiado los roles: ella es la profesora y ha decidido que Susana hoy no se irá de clase, expulsarla sería un fracaso. Sin embargo, mientras piensa eso, reci-be un codazo en el brazo derecho. Se balancea. Pierde el equilibrio y su cuerpo, que no estaba en estado de alerta, resbala sin poder hacer con-trapeso, rebota contra el ángulo picudo del ar-mario, que se le clava haciendo una línea que va

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desde la espalda hasta el muslo derecho. Acaba cayendo al suelo. Nota un latigazo que nace en el hueso del culo. Se levanta de un salto sin pensar y su cuerpo ahora es un saco de contusiones y de rabia. Ve que Susana ya no está. Se ha mar-chado corriendo cuando se ha dado cuenta de las consecuencias del empujón. Se ha marcha-do sin darse la vuelta, avergonzada, con miedo de chocar de frente con los ojos perplejos de sus compañeros. Se ha marchado y, justo después de su huída, Lidia ha ido en su busca. Ahora están en el lavabo y Susana llora desconsoladamente, llora como no había llorado hasta ahora. Llora por Edu y por lo que acaba de pasar y empieza a intuir las consecuencias que puede tener el acto que acaba de cometer.

Carmen, mientrastanto, se va de la clase despi-diéndose apenas con un “hasta mañana” encogi-do, y empieza a ser consciente de lo que ha pa-sado: ha sido la protagonista de una escena que nunca hubiera querido vivir, y llora, llora mucho, llora como no había llorado hasta ahora. Tiene los ojos tan anegados en lágrimas que se siente incapaz de asistir al claustro. Se marcha corrien-do a casa después de explicarle a Toni el motivo de la evasión.

Los llantos y las lluvias han menguado. En las calles todo es un desbarajuste y de un vistazo se aprecian los destrozos del agua. Carmen mira por la ventana de la casa, hay un árbol tumbado en la acera de la calle, se cayó ayer por la no-che, mientras ella descansaba en el sofá con el cuerpo adolorido. Ayer no se había dado cuenta pero, como consecuencia de la caída, el pie se le había hinchado. Eso no debe de ser una simple contusión, piensa preocupada, mientras, mejillas

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abajo, le resbalan dos lágrimas. Dos lágrimas amargas que le recuerdan todo lo que daría por retroceder unas cuentas horas y evitar que pasa-ra lo que pasó. Retroceder unas horas y hacerlo todo de otra manera... Pero pasó. Y ahora está en casa, sin ánimo de ir a trabajar y con un dolor en el pie imposible de aliviar. Avisa al Instituto.

–Montse, hola... Hola, sí, soy Carmen... no, bien, bien... ¿Está Javi? Es que tengo que comentarle una cosa... Eh, Javi, mira, ¿te han contado lo de ayer? ¿A medias? Bien, pues, ayer Susana Albareda de Tercero A me empujó y me caí al suelo. Sí, sí, ella sola... Me empujó porque no le dejaba salir de cla-se y ella quería irse porque “no le daba la gana” de estar en clase... Mira, te llamaba para decirte que, además de los moretones, tengo el pie hinchado. Me duele mucho y no puedo ir a trabajar, me voy pitando al médico, oye... ¿Cómo? Sí. Pero, ¿tengo que ir a la mutua? Ah... de acuerdo.... de acuerdo. Entonces, ¿le digo que es un accidente laboral? Perfecto... Sí, sí, ya te contaré como va... Sí, pue-des venir por la tarde, si quieres, estaré en casa, mi hija Marina también estará. No os preocupéis... De acuerdo... De acuerdo. Sí, sí, tranquilo, tran-quilo. Bueno, nos vemos después.

En la otra orilla del Onyar, tres trabajadores municipales se dan prisa en retirar los restos de los materiales que, deshechos por la lluvia, blo-quean la entrada del Instituto. Ya han limpiado casi toda la acera y, poco a poco, todo recupera la normalidad. Varios grupos de estudiantes, ahora sin paraguas, vuelven a colapsar la entrada del centro. El timbre ha sonado hace rato. Susana tiene mala cara, hoy no se ha pintado la raya de los ojos ni ha desayunado. Está mareada y una especie de hormigueo le recorre el cuerpo: ahora

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las piernas, ahora los brazos, ahora la espalda... tiene la camisa sudada y la cabeza ofuscada. Se ha olvidado de tomar la medicación para la an-siedad. Simula que se encuentra bien e intenta sonreír, sin conseguirlo.

–Dicen que en el insti se cayó un árbol muy grande, tías, que casi nos libramos de ir a clase, ¿eh? Pero siempre pasa lo mismo, antes de pa-rar las clases éstos nos harían venir con remos y barca... –Ya... Yo no iba a venir, ¡pero mi madre me ha querido acompañar hasta el insti porque decía que era peligroso que fuera sola por estas ca-lles! ¿Lo veis normal? Se pondrá como una moto cuando le digan lo de ayer, ¡buá! Me pondrán un castigo monumental... estoy cagada... –Estas palabras esconden muchas verdades: Susana tie-ne miedo. Miedo de que su madre enloquezca, miedo de lo que pueda pasar a partir de ahora, miedo de haber cruzado un límite y de no poder dar marcha atrás.–¿El dire te ha dicho algo?–No, Javi, el jefe de estudios, me ha dicho que a las once pase por el despacho, que quiere hablar conmigo... ¡Qué cague! ¿Y qué puedo decir, si seguro que tiene la versión de la profe?–Tía, pero es que no puedes decir nada porque toda la clase vio cómo la empujabas... –Pero es que no me dejaba salir... ¿Tú que hu-bieras hecho?–No sé... pero creo que la profe se hizo daño, tenía un careto cuando se levantó...

La mutua es lúgubre y poco elegante y dentro de la consulta hace fresco: alguien se ha olvidado

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de regular el aire acondicionado. Una enfermera de ojos prominentes abre y cierra la puerta de la consulta como si tuviera un tic nervioso. Dentro, un médico de unos cuarenta años y barba de dos días, parece convencido del diagnóstico.

–Yo diría que se trata de un esguince de segundo grado... No es nada grave, ¿eh? Tendrás que ha-cer reposo con el pie así, vendado, durante una semana. El miércoles que viene vuelve y nos lo miramos, ¿de acuerdo? –Y entonces, ¿no puedo ir a trabajar?–¡Mujer! Pero si, además del pie, veo que tam-bién te han recetado ansiolíticos... Y, supongo que no hará falta que te recuerde que lo del pie ha sido un accidente laboral. Mira qué parte de agresiones más largo te entregaremos ahora, cuando te marches... –el doctor sonríe.–Sí, ya lo sé, doctor, era curiosidad. Tampoco me imagino delante de treinta chavales mañana mismo, pero...–Mira, Carmen, lo que te ha pasado no es poca cosa. Te lo tienes que tomar muy seriamente: hacer los deberes con respecto a lo del pie y re-cuperarte del estrés. ¿Sabías que cuatro de cada diez profes de instituto sufren ansiedad y tienen síntomas de depresión? ¿Y que casi un tercio de los que han sufrido alguna agresión como tú no quieren volver a clase? Lo leí el otro día en el periódico. Ahora, te toca hacer los deberes, para que este malestar que tienes no desemboque en una depresión y pronto puedas volver a clase. Cuídate y deja que te cuiden, ¿eh? ¿Nos vemos el miércoles?

Carmen aguanta la respiración. No quiere volver a llorar, y menos delante de un médico que acaba de conocer, aunque haya sido afectuoso. Mira de

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reojo el frasco de ansiolíticos que le han recetado y se imagina engulléndolos todos, de golpe, de un trago. ¡Y fuera los problemas! Pero se vuelve a casa con el parte sanitario en la mano, un papel que será clave cuando denuncie la agresión en el Juzgado de Guardia, y más clave todavía cuando prospere la denuncia en un período inferior a los seis meses. Pero todos estos detalles ella todavía los desconoce. Se los cuenta Javier, el jefe de es-tudios, bien instalado en el sofá verde, dando un sonoro sorbo al café que le ha preparado Marina, que hoy, además de hija, ostenta el cargo de en-fermera ocasional. Javier, que ha venido a verla con su compañera Montse, también le cuenta que el equipo directivo del centro ha elaborado un informe minucioso de lo que pasó y que lo entre-garán a Inspección de la Delegación Territorial, que ya recibió una comunicación inmediata del suceso. El parte de agresiones y la baja temporal de Carmen también han sido enviados al Servicio de Prevención. Todas estas palabras técnicas, es-tos circuitos legales, retumban en la cabeza de Carmen, que desde hace unos minutos ha dejado de entender lo que dice el jefe de estudios, in-mersa en un runrún interior. Un runrún otra vez.

–Además de lo de la denuncia que te decía, te llamará la inspectora... Me han dicho que te ofre-cerá asistencia jurídica y, si quieres, asistencia psicológica...–¿Más atención psicológica? –suelta Carmen en una carcajada–. Si el médico me ha dado no sé qué pastillas para la ansiedad, no sé cuáles para dormir... soy un saco de pastillas, ¿no me ves? Menuda facha debo de tener, ¿no?–Carmen, ya que no me lo preguntas, tengo que decirte que hemos tomado medidas disciplinarias con Susana y que, de momento, ha sido expulsa-

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da hasta el lunes. Esta mañana hemos hablado con su madre –ya sabes que su padre nunca está en casa–, y la mujer se ha vuelto loca, créeme... Decía que no se lo creía y que, aunque a ella tam-bién le grita a menudo, nunca le había levantado la mano. No se lo creía. Decía que ahora que le han comprado la moto está más calmada, pero, ¿sabes? Le hemos dejado el informe delante de las narices y se ha quedado muda. Se ha puesto pálida, se ha quedado callada y se ha marchado. Tenemos una reunión con ella, Susana y la psi-cóloga el lunes... La psicóloga dice que detrás de todo alumno problemático siempre hay un gran problema, debe de tener razón, ¿no? –Quizá sí... Javi, ¿sabes de qué tengo mie-do ahora? De que los compañeros me pongan una etiqueta de esas grandes y me miren con ojos de compasión como si fuera más débil... Simplemente he defendido mi dignidad, ¿oyes? Aunque, pensándolo bien, ya no me debe de que-dar ni una gota después de lo de ayer. Quizá eso demuestre que ya no valgo para dar clases...–Mira, Carmen, durante los treinta años que lle-vas dando clase no has tenido nunca un problema como éste. Eres una gran profesional: te gusta el trabajo y a los alumnos les gustas. Mira, esta ma-ñana me he encontrado a un grupito de Tercero A y me han preguntado por ti, ¿sabes? Tranquila, que no les he dado muchos detalles, pero pare-cían preocupados. Y ahora, piensa: ¿qué son cin-co minutos de pesadilla al lado de treinta años de trabajo bien hecho, eh?

Carmen se despide de Javi y Montse sin moverse del sofá. Está cansada y trastornada. No quiere oír los gritos de la tele ni la música que sale dis-parada de la radio de la cocina. Se concentra en el olor de sofrito que está preparando Marina,

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un aroma dulce y familiar. Al menos hoy empie-za a tener hambre. Los ojos, desconcertados y analíticos, empiezan a repasar las fotografías del comedor, su pequeña huella de vida colgada en la pared. Las montañas de los Alpes, un fajo de retama, la noche de Nueva York... Y discierne, entre los paisajes, aquel viejo grabado sobre car-tón pluma. Es un colegio, con chavales jugando, y ella al fondo. Se traslada, de golpe, a los años ochenta. Su primer trabajo de profe de instituto, su primera promoción de alumnos, y aquel di-bujo que le regalaron. Se mira en el cuadro, que lleva treinta años colgado en la pared, y piensa que ya es hora de quitarle el polvo.