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Introducción

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El maestro Chaves Nogales que estaba allí

Es muy probable que en el coche grande del periódi-co que lo llevaba a Valencia mediada la mañana del6 de noviembre de 1936 ya le fuera dando vueltas alasunto. Las tropas de Franco estaban a las puertasde Madrid, el Gobierno de la República había decididoabandonar la ciudad y él, junto a otros cuatro perio-distas —entre los que se hallaban Manuel Benavidesy Paulino Masip, directores de Estampa y La Voz,respectivamente—, acababa de hacer lo propio. O quizá la idea surgiera en aquellos días que pasóluego en Valencia, a la espera de encontrar pasajepara el exilio. Tanto da. Lo importante es que él habíaestado allí y que eso había que contarlo. Se trata de unimperativo moral, al que no puede ni debería sus-traerse ningún periodista que se precie. Una vez enMontrouge, en los arrabales de París, este periodistaconvirtió lo vivido en la capital durante los primerosmeses de guerra civil en los nueve relatos de A sangrey fuego. Y a otra cosa, porque a aquellas alturas—mayo de 1937—, y como él mismo reconocía enel prólogo de la obra, poco le importaba ya saber «elresultado final de esta lucha» o, lo que es lo mismo,

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Inglaterra, proyectara la edición de una versión ingle-sa de la obra antes incluso de que esta apareciera enespañol y que, por hache o por be, el libro no viera nun-ca la luz. En todo caso, es una pena. Para el libro,para la memoria de su autor y para el mundo en gene-ral. De haberse publicado en su momento en inglés,estoy convencido de que habría acabado figurandopor derecho propio entre los mejores ensayos jamásescritos sobre este periodo de la segunda guerra mun-dial. Y no me cabe tampoco la menor duda de que elcanónico La caída de París (14 de junio de 1940), deHerbert Lottman, tan reacio a incluir, entre sus obrasde consulta, nada que no esté editado en inglés o fran-cés, lo habría convertido en una de sus fuentes princi-pales. Y es que La agonía de Francia es un gran libro,un libro enorme —y eso que apenas abulta—.

Las razones de esa magnitud son diversas. Lo primeroque merece la pena destacar —y aquí el orden no tie-ne mayor importancia— es que estamos ante un libroescrito por un hombre pletórico. En 1940, con sólo 43años a cuestas, Chaves Nogales es ya un periodistacomo la copa de un pino, que ha dirigido con éxito eldiario de mayor tirada de la Segunda República espa-ñola, que ha creado escuela —el propio Paulino Masip,director de La Voz y compañero de huida en Madrid,ha sido discípulo suyo— y que se ha ganado, graciasa sus trabajos, un merecido prestigio entre sus colegaseuropeos. Por lo demás, es el autor de unos cuantoslibros-reportaje, aparecidos antes por entregas en larevista Estampa y el más celebrado de los cuales, JuanBelmonte, matador de toros, le ha granjeado un créditoconsiderable. Está, pues, en la plenitud de su carrera.Y además está allí.

INTRODUCCIÓN XI

si «el futuro dictador de España va a salir de un ladou otro de las trincheras».

Pero, para su desgracia, no fue esta la única ocasiónen que la historia le obligó a huir de su ciudad. Ni laúnica en la que él se vio impelido a hacerlo detrás delque consideraba su gobierno. En junio de 1940, envísperas de la caída de París en manos del ejército deHitler, Manuel Chaves Nogales, ex director del diarioAhora —aunque en los créditos constara como sub-director, quien dirigía efectivamente el diario era él—y colaborador por entonces, según propia confesión,de la Radio Francesa para España y América del Sury de un grupo numeroso de periódicos americanos delengua española, volvía a abandonar una capital y aemprender el camino del exilio. De París a Burdeos, estavez, con escala en Tours —y escapada a Biarritz—. Aligual que hace cuatro años en aquel automóvil carga-do de periodistas, es muy probable que ahora, en unvehículo con una carga parecida, ya anduviera pen-sando en lo que iba a escribir. O quizá el proyectosurgiera en las calles de Burdeos, mientras dudabaentre permanecer escondido en algún pueblecito delos Pirineos o soltar definitivamente amarras. Sea comofuere, eso, él, tenía que contarlo. Porque había estadoallí, porque era su deber de periodista dejar testimoniode la tragedia vivida. Y porque en esta ocasión, nonos engañemos, lo que se hundía era mucho más quelo que se había hundido la otra vez.

La agonía de Francia se publicó en Montevideo al añosiguiente con un subtítulo que daba a entender lo queno era. «Versión original española de The Fall of Fran-ce», ponía. Que se sepa, The Fall of France no llegónunca a existir. Puede que Chaves, instalado ya en

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hundimiento de Francia —insiste Chaves repetida-mente, como para despejar cualquier sombra deduda— no hay que achacarlo a la democracia y a suincapacidad de plantar cara al totalitarismo, comosostienen los partidarios de los regímenes dictatoriales,sino a la incapacidad de los franceses de preservar losvalores que la democracia lleva asociados. Lo cual,sobra decirlo, no deja de constituir una amarga para-doja, habida cuenta de que ningún país en el mundoencarna, como Francia, esos valores.

La agonía de Francia da cuenta, pues, de ese des-plome, de ese hundimiento de un país. Y de esa para-doja. Pero no lo hace en modo alguno desde un patrio-tismo sobrevenido, como podría esperarse de un refu-giado agradecido. Ni tampoco desde la añoranza de unpatriotismo anterior. España está presente en el libro,ciertamente. Pero está como ejemplo, como caso, delque conviene extraer las debidas lecciones. Y nadamás. Ni una lágrima, por consiguiente. Si existe unaescritura enemiga del lagrimeo, esa escritura es la deChaves. Tanto si pondera la democracia y sus virtudes,como si desmenuza, uno a uno, los factores que han lle-vado a Francia a la ruina, como si se detiene en los efec-tos de los bombardeos pasados, presentes y futuros, suescritura conserva en todo momento un mismo temple.El que resulta, en definitiva, del ejercicio valiente yresponsable de la razón.

Es verdad que Chaves conocía el percal. Sus viajes lehabían familiarizado con los totalitarismos, de un sig-no u otro, y con sus modos. No ignoraba, pues, dón-de estaba el peligro. Por lo demás, la experiencia de laSegunda República española y su trágico desenlaceno habían hecho sino reforzarle en sus certezas y con-

INTRODUCCIÓN XIII

Porque La agonía de Francia, en la medida en que esel libro de un periodista, lo es también de un testigo delos hechos. A lo largo del texto son constantes, impe-riosos casi, los «yo he visto», los «no olvidaré nunca»,los «yo he hablado con», los «he conocido casos»; enuna palabra, los faits vécus, amparados por la autori-dad de ese yo testimonial. Se diría que, por parte delnarrador, existe una verdadera obsesión por recor-darle al lector que no está hablando de oídas, que esoque cuenta lo conoce de primera mano. Y, en ese con-junto de testimonios que saca a relucir, Chaves noescatima clase social ni tendencia ideológica alguna. Así,lo mismo oímos la voz del oficial de carrera filonazi quela del soldado partidario de la dictadura del proleta-riado; lo mismo toma la palabra el militante comunistafiel a la estrategia de la Komintern —marcada por laalianza entre Hitler y Stalin, y contraria, pues, a los inte-reses de Francia en la contienda— que el miembro delpartido que antepone a sus ideas la defensa de lanación; y lo mismo desfilan, en fin, por las páginasdel libro los aristócratas, los intelectuales y los políti-cos que la masa, esa masa de la que tanto receló en todaocasión, siguiendo la estela de Ortega, el propio Cha-ves.

No obstante, más allá de esas razones y de otras quesin duda podrían aducirse, lo que explica, a mi enten-der, que estemos ante un gran libro, y muy probable-mente ante el mejor de cuantos alcanzó a escribir suautor en su corta vida —murió en Londres en 1944, alos 47 años—, es algo que trasciende la agonía a la quealude el título y que se erige, de algún modo, en sureverso. Me refiero a la defensa cerrada, tozuda, enfer-miza de la democracia y sus inigualables virtudes. El

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La agonía de Franciavicciones. Los enemigos de la democracia tenían ros-tro: fascismo y comunismo. Y no quedaba más reme-dio que hacerles frente y derrotarlos si uno quería viviren paz, en democracia y en libertad. Ahora bien, notodos veían las cosas con semejante lucidez. Mejordicho, los clarividentes eran muy pocos. Y los que,viendo lo que había que ver, se atrevían a expresarlopúblicamente y a denunciar cuanto hubiera que denun-ciar, todavía menos.

Puestos a identificar a esos clercs, a mí no se me ocu-rren más nombres, para acompañar el de Chaves, quelos de George Orwell y Albert Camus. Es curioso, losdos eran periodistas. O no tan curioso. Al fin y alcabo, de ambos también puede decirse que siempresupieron estar allí.

Xavier Pericay

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Prólogo

Golpe de Estado

—Qui êtes-vous?Nos echaron a la cara los haces de luz de sus linter-

nas y nos examinaron recelosamente. Salíamos deldespacho del ministro del Interior, señor Mandel, ybajamos por una escalera de servicio de la Prefecturade Burdeos donde se había instalado el ministerio des-pués de la evacuación de Tours. Hasta aquel instanteMandel había sido el jefe supremo de las fuerzas deorden público; a partir de entonces era un perseguido,un presunto criminal.

Mandel seguía en su despacho despidiéndose del per-sonal y adoptando sus últimas disposiciones para latransmisión de poderes como ministro dimisionario delgabinete Reynaud. Pero, escaleras abajo, la guardiahabía cambiado ya, unos oficiales habían sustituido aotros y el ministro, sin salir de su despacho, se había con-vertido en prisionero. Los oficiales que nos habían dadoel alto, a quien ace chaban era a Mandel mismo. Era surostro el que querían adivinar a través de posibles dis-fraces, temiendo que se les escapase en la con fusión de

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los primeros momentos. Nos miramos estupefactos.Aquello no era una crisis sino un golpe de Estado.

Pétain, dueño ya del poder, no había constituidotodavía su gobierno. Aún era inconcebible la capitu-lación. El almirante Darlan seguía proclamando que laflota francesa no se entregaría nunca. Tocaba a su finaquel domingo mansamente trágico en el transcurso delcual había sucumbido Francia.

La tarde del domingo en que murió Francia

En unas horas plácidas, banales, de un domingoradiante, Francia, la Francia que creíamos inmortal, sehabía hundido, quizás para siempre, entre la indife-rencia absoluta de una gran ciudad alegre y confiada,el discurrir perezoso de una muchedumbre endomin-gada que llenaba los jardincillos del Hôtel de Villepresenciando con inconsciente curiosidad provincianael ir y venir de los automóviles oficiales y el ajetreo mise-rable de cientos de miles de refugiados ajenos a todolo que no fuese la satisfacción inmediata de sus nece -sidades físicas, que buscaban afanosamente dóndecomer y dormir aquella noche.

Un mediano restaurant, una cama, una mesa libreen una terraza para tomar cómodamente el aperitivo,una localidad para el cine, un buen puesto en primerafila para verle la cara a Pétain o a Reynaud al entrar osalir del Consejo de Ministros, tenían más importanciapara aquella masa abigarrada que todas las angustio-sas preocupaciones nacionales del momento. ¿Cuántaspersonas de aquéllas tenían plena conciencia de la horadecisiva para ellas y para la historia que estaban vivien-

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do? Nunca una catástrofe nacional se ha producidoen medio de una mayor inconsciencia colectiva.

La indiferencia de las masas

La revelación más sorprendente y espantable delderrumbamiento de Francia ha sido esta de la indife-rencia inhumana de las masas. Las ciudades no hantenido en ninguna otra época de la historia una expre-sión tan ferozmente egoísta, tan limitada a la satis-facción inmediata y estricta de los apetitos y las nece-sidades de cada cual.

Seguíamos manteniendo la ilusión de que la granciudad engendra el mito de la ciudadanía. Hemos vis-to ahora que la gran ciudad moderna, con toda suvibración y su formidable progreso material, es un serinanimado, una fuerza y una resistencia gigantesca sise quiere pero que sólo actúan en el dominio estrictode su propia función, que permanecen inoperantescuando se quiere esgrimirlas con una finalidad espiri-tual superior. Se ha demostrado que es punto menosque imposible paralizar la vida de una gran ciudad, con-seguir que dejen de circular sus tranvías, impedir quefuncionen sus teatros y sus cines, hacer que se cierrensus mercados y sus bazares, que los guardias dejen deregular el tráfico y los carteros de repartir las cartas. Niguerras ni revoluciones lo logran. Todo intento contraesta inercia formidable de la gran ciudad está conde-nado al fracaso. La misma aviación de guerra, emplea -da con la intensidad y el perfeccio namiento actuales,es impotente ante la solidez de la organización urbana.Madrid, Barcelona y Varsovia lo habían demostrado

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ya. París, en un momento dado ha visto caer sobre sustejados un millar de bombas sin que su vida normal sealterase un minuto más de lo que duró la alerta. Lasgentes, diez minutos después de haber salido de losrefugios, volvían indiferentes a sus ocupaciones,seguían haciendo como si tal cosa y aun sin enterar-se siquiera, su vida normal. La hubiesen seguidohaciendo aunque en lugar de mil víctimas como hubohubiese habido diez mil, veinte mil, cincuenta mil,todas las víctimas que las masas de aviación hoy dis-ponibles puedan ocasionar. Hasta ahora la perturba-ción mayor que la guerra aérea produce en las gran-des ciudades es la perturbación que imponen no lasbombas mismas con su estrago, que es mínimo, sinolas precauciones inevitables de la defensa pasiva queparalizan peli grosamente y de manera costosísima lavida urbana.

Cómo se rinde una gran ciudad

Ahora bien, esta organización colosal de la vida moder-na, este funcionamiento perfecto e indestructible desus servicios, esta conti nuidad inalterable de su acti-vidad que desafía todas las amenazas exteriores y daseguridad y confianza al ciudadano, es totalmente aje-na e independiente de las funciones superiores delEstado y aun de la vida misma de éste. El Estado pue-de hundirse y desaparecer para siempre y el pueblopuede caer en la esclavitud sin que el autobús hayadejado de pasar por la esquina a la hora exacta, sin quese inte rrumpan los teléfonos, sin que los trenes se retra-sen un minuto ni los periódicos dejen de publicar una

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sola edición. Habíamos creído inge nuamente que lacomplicada mecánica de todo ello estaba en conexiónestrecha e indisoluble con los fines del Estado y esto esuna vana ilusión.

Nos parecía que la fuerza enorme de la ciudad podíaservir para algo más que para que la ciudad viviese y noshacíamos la ilusión de que esa fuerza podía ser emplea-da cuando llegase el momento —vital para el país— dedefenderse contra una invasión extranjera. El taxi delMarne, del que los franceses hicieron un engañoso sím-bolo, y las milicias de peluqueros y costureras reclutadaspara la defensa de Madrid habían contribuido al errorfunesto de creer que en el momento de peligro se operafatal y automáticamente la conversión de las fuerzas ciu-dadanas en fuerzas de lucha contra el enemigo del país.

En la ciudad antigua, cuando la lucha era a la medidadel ciu dadano, éste abandonaba fácilmente sus que-haceres pacíficos en el momento de peligro y se con-vertía en el soldado de su independencia.

Esto fue posible en Numancia. No ha sido posible enParís ni lo sería en Nueva York. Cuesta trabajo acep-tarlo porque parece inconcebible que los complicadosengranajes de la máquina urbana moderna, construi-da penosamente a lo largo de los siglos para trabajaren un sentido determinado, puedan seguir trabajando enotro sentido diametralmente opuesto sin que todossus piñones salten hechos pedazos. Pero así es.

La fe en Francia

Esta dura realidad no la habíamos visto o nos la ha -bíamos ocultado pudorosamente. Creíamos, o queríamos

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creer, que el progreso material, engendrado por el pro-greso del espíritu, seguiría siendo fiel a éste. No acep-tábamos la posibilidad de que la máquina nos aban-donase o nos hiciese traición.

Toda Francia era una creación espiritual conseguidaen veinte siglos de civilización, de lucha constante con-tra la barbarie. Su fuerza material era única y exclusi-vamente una emanación de su espíritu. Todo en Fran-cia estaba lleno de sentido, era tan humano, tenía tanexactamente la medida de lo humano, que parecíaimposible que este equilibrio se rompiese y Franciacayese en la barbarie y la abyección. La fe en Francia erauna fe ciega, universal. Creían en ella quienes la cono-cían a fondo y quienes la ignoraban; hasta sus enemi-gos; hasta los salvajes. No era una fe en una doctrinaque en cualquier momento puede revelarse falsa. Noera una fe de doctrinario, de partidario, de defensor deun dogma la que Francia engendraba. Era la fe natu-ral del hombre en lo que es humano y en todo lo queestá al alcance de su comprensión. La fe del labradoren las cosechas, del pastor en la reproducción de lasespecies, del marinero en la virtud de los vientos. Fran-cia, heredera genuina de la civilización greco-latina,cuyo módulo era el hombre, había sido siempre fiel asus humanidades clásicas, no se había apartado nun-ca del culto de lo humano y, así como en sus abadíasse había salvado la cultura antigua a través de la bar-barie de la Edad Media, se podía esperar ahora que anteesta barbarie nueva, ante esta nueva Edad Media,Francia cumpliese fácilmente la misión providencial quese había atribuido.

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El mito de la libertad

A Francia acudían ayer aún, llenos de esperanza, loshombres de toda Europa que seguían teniendo fe en el hombre y en sus valores morales, los que creían en lalibertad porque la necesitan para vivir como el oxí genopara sus pulmones, los que no se resignan a abdicar sudignidad viril ante los monstruos primarios del tota-litarismo. Desde que se derrumbó el mito de Moscú,que había atraído falazmente a quienes tenían hambrey sed de justicia, desde que se deshizo la ilusión de larevolución bolchevique, Francia había vuelto a ser la Meca de todos los hombres libres de Europa, acasosólo por el prestigio insigne de su tradición.

Cuenta Máximo Gorki que hubo un periodo en el queel solo nombre de Lenin despertaba en los más remo-tos países de la tierra tan magníficas sugestiones deredención que, cruzando millares de kilómetros, lle-gaban constantemente en peregrinación a la Plaza Rojade Moscú, gentes sencillas y emocionadas que habla-ban todas las lenguas y tenían del comunismo las ideasmás arbitrarias pero que comulgaban unánimes en un ideal de liberación no por inefable menos fuerte. Ese ideal había cristalizado finalmente en el culto a aque-lla momia maquillada ante la cual, en señal de devo-ción, el que no sabía hacer otra cosa se santiguaba.

Con la misma fe ciega llegaban en los últimos tiem-pos a los arrabales de París los hombres que queríanseguir siendo libres y que a su libertad lo habían sacri-ficado todo, sus hogares, sus familias, sus patrias.

Hoy, después del derrumbamiento de Francia, nopuedo disociar la devoción de los pobres demócratasde Europa por Francia de la devoción ingenua de los

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proletarios de todo el mundo por aquella momiamaquillada que monta la guardia a la entrada delKremlin.

La defección francesa

Francia —aunque fuese a pesar suyo— no era sólo Fran-cia, es decir, lo que Charles Maurras llamaba «el paísreal». Era también un mito de la democracia, de la liber-tad, de los Derechos del Hombre. Pero este mito habíallegado a ser carne de su propia carne, era tan francés,tan consustancial para la vida de la nación como era raízenmarañada y perdida del indigenato en la que el nacio-nalismo integral francés se obstina en colocar la únicarazón de ser de Francia. Consagrándose furiosamente ala demolición del mito de la democracia, los nacionalistasfranceses no han conseguido sino la demolición de Fran-cia, su capitulación, su servidumbre total a la barbarieextranjera, su deshonor ante el mundo.

Esa Francia, ideal o idealista, que el país real ha pro-curado extirpar a toda costa era la mejor Francia, la queel mundo admiraba y respetaba reconociéndola y con-siderándola aún en la contrafigura de sus más sañudosdetractores interiores. ¿En qué clima sino en el de Fran-cia, en el de la Francia liberal y demócrata, se hubiesenpro ducido y hubiesen alcanzado su máximo desarrollohombres como León Daudet y el mismo Charles Mau-rras? ¿Qué será de ellos ahora, a las órdenes del doctorGoebbels? ¿Serán tan eficaces y activos contra los inva-sores triunfantes como lo fueron contra los demó cratas,los judíos y los metecos que disimulábamos ante elmundo la triste realidad de una Francia claudicante?

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A Francia habían acudido en los últimos tiemposgrandes masas de hombres que buscaban en ella ampa-ro frente a la nueva barbarie que se desencadenabaen Europa a cambio de ofrendarle sus vidas, su trabajoy sus hijos. Francia tenía a orgullo el ser tierra de asi-lo y se vanagloriaba de que todo hombre civilizadotuviese dos patrias, la suya y Francia. La vitalidadfrancesa, en decadencia, se mantenía gracias a estasintenciones constantes de sangre nueva. Cerca de unmillón de italianos, medio millón de españoles, cientosde miles de checos, austriacos, polacos, rumanos,rusos, alemanes y judíos de todas las nacionalidades ser-vían sumisos y humildes a la grandeza de Francia, sólopor devoción al mito de la democracia. La monstruo-sa elaboración de los Estados totalitarios y su expan-sión triunfal llevaba a Francia a unas masas de huma-nidad que representaban una selección espiritual, una élite de todos los pueblos de Europa. A quienes los Estados totalitarios eliminaban eran los mejores, losmás fuertes, los más dignos, los que habían sabidoresistir, los que no se habían doblegado ante la barbarietriunfante. Francia, que hubiera podido edificar con-tando con ellos un Estado de una fortaleza indes -tructible, se dejó ganar poco a poco por las sugestio-nes del adversario, renegó de sí misma y de cuantohabía representado en el mundo, se rindió a la coacciónde la propaganda enemiga y trató como adver sarios y delincuentes a quienes acudían a ella en calidad de ser-vidores fieles del ideal que Francia había simbolizadosiempre.

Yo he visto y he sentido hondamente la amargadecepción de esos cientos de miles de hombres que, per-dida su patria por la expansión triunfante de la barbarie

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totalitaria, llegaban a Francia creyendo encontrar enella el baluarte de la democracia y la civilización y seencontraban con un nazismo vergonzante, larvado,con el cadáver maquillado de una República Demo-crática en cuyas entrañas podridas germinaría la gusa-nera del totalitarismo.

Francia se ha suicidado, pero al suicidarse ha come-tido además un crimen inexpiable con esas masashumanas que habían acudido a ella porque en ellahabían depositado su fe y su esperanza. Entre las cláu-sulas del deshonroso armisticio aceptado por el maris-cal Pétain hay una que basta y sobra para deshonrara un Estado; la cláusula por la que el gobierno francésse compromete a entregar a Hitler, atados de pies ymanos, a los refugiados alemanes antihitlerianos quehabían buscado su salvación en Francia y a quienes elEstado francés había utilizado sin escrúpulo en el simu-lacro de lucha contra el hitlerismo. La entrega al ver-dugo alemán de esos hombres que habían tenido feen Francia será una de las mayores vergüenzas de la his-toria.

Experiencia personal

Mi pequeña experiencia personal no deja de ser signi-ficativa. Refugiado español, me había puesto incon-dicionalmente al servicio de la República Francesadesde el comienzo de la guerra con la con vicción de quemi patria no podría librarse de la hipoteca que sobreella tienen las potencias totalitarias más que cuandoéstas hubiesen sido derrotadas por las potencias demo-cráticas. Ayudaba a la guerra con todo mi entusiasmo.

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Cada día, un grupo numeroso de periódicos america-nos de lengua española publicaba mis crónicas redac-tadas única y exclusivamente al servicio de la causafrancesa; cada día la Radio Francesa para España yAmérica del Sur divulgaba mis comen tarios inspiradosen las consignas directas del Quai d’Orsay. Cuando enTours primero y en Burdeos después, sobrevino elderrumba miento del Estado francés y cuando al cons-tituirse el gobierno Pétain comprendí que iba a serentregado a los alemanes, quise buscar refugio en elmismo pueblo de Francia al que había estado sirvien-do y ayudando con mi modesta pluma pero con todoel entusiasmo de que era capaz. Se preveía en aquellosmomentos la ocupación total del territorio francés porlos alemanes y busqué un rincón rural apartado en unrepliegue de los Pirineos donde ocultarme. Tenía bue-nos amigos franceses, gentes liberales, generosas, fie-les a la buena tradición hospitalaria de Francia y recurría uno de ellos. Mi pro pósito era procurarme un falsopasaporte de una república hispanoamericana con unnombre cualquiera y contando con la ayuda de algúnpatriota francés meterme en una granja donde per-manecería trabajando como jornalero durante la domi-nación alemana. Al amigo a quien recurrí, que cono-cía mis servicios a la causa de Francia, le dije:

—No tengo por qué ocultar mi verdadera persona-lidad a ningún francés y estoy dispuesto a declinar miidentidad auténtica ante las autoridades francesas enla seguridad de que no me delatarán a los invasores.Usted puede garantizarles que soy un amigo de Fran-cia, un hombre que la ha servido lealmente, que quie-re seguir sirviéndola, y que, sin comprometer a nadie,espera sólo no ser entregado.

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Mi amigo, un hombre positivamente generoso y leal,dobló la cabeza sobre el pecho y con lágrimas en losojos y la voz vacilante respondió:

—No haga usted eso. Si alguien supiera en una gran-ja, en una aldea, que usted ha servido a la República,que usted ha ayudado a la guerra de algún modo, queusted ha sido un amigo de Francia, le delatarían a us -ted inmediatamente. El jefe de la gendarmería francesaa quien usted se confiase se apresuraría a entregarle alos alemanes. Es espantoso para mí que soy francés,tener que decirle esto. Pero tal es la horrible realidad.Nuestros amigos de ayer y de hoy, los que más nos hanayudado hasta este momento, van a ser de aquí enadelante nuestros enemigos. Váyase. Si con un nom-bre falso puede encontrar trabajo y albergue en laaldea no le revele a nadie su verdadera personalidadni descubra que fue amigo de la Francia que acaba demorir. Yo mismo tendré que olvidarlo.

La tragedia del francés

Más patética aún que la situación de los extranjeros quehabían puesto su fe en Francia es la de los mismosfranceses que sostuvieron hasta el último instante lafidelidad de Francia a sus ideales, los que reaccionabanenérgicamente contra la idea de capitulación, los queverdaderamente habían luchado contra el hitlerismocon toda su alma y se encontraron de la noche a lamañana traicionados, vendidos por su propia patria.Para éstos el desgarramiento ha sido aún más espan-toso. Yo les he visto en las horas angustiosas del des -moronamiento errar desarbolados tras el fantasma de

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una Francia capaz de resistir que se desvanecía porinstantes. Les he visto acosar con inútiles excitacionesa la lucha al Estado fugitivo, a la masa inerte de fun-cionarios que sólo se preocupaba de su seguridad per-sonal, abandonándolo todo, renunciando a todo,dejándose en las carreteras de Francia, en el trayecto deParís a Tours y de Tours a Burdeos la herencia de vein-te siglos de civilización.

Esos hombres, los mejores de Francia, se hallan hoyen su propio país perseguidos como criminales por eldelito de haber sido franceses y patriotas. Pocos, muypocos habrán podido salvarse. Los que hayan conse-guido ganar las fronteras habrán caído bajo el controlde la Gestapo en España o se encontrarán inmoviliza-dos en Suiza. Los que hayan podido llegar hasta Por-tugal o embarcar para Inglaterra serán los únicos queescapen a la garra del hitlerismo. Los otros, los que hanquedado en el territorio francés no ocupado por los ale-manes, van a sufrir de aquí en adelante una dictaduratotalitaria que va a ser cien veces peor que la alemana.Es una ley histórica que todo pueblo vencido adoptafatalmente la forma de gobierno del vencedor. Franciava a sufrir de aquí en adelante un nazismo tra ducidoque nada tendrá que envidiar al de Alemania.

La patria y el patriotismo

Con los cañones apuntando al cielo, los servidores delas piezas inmóviles en sus puestos, los oficiales en lastorrecillas y el puente manejando los telémetros, enperfecto zafarrancho de combate desde el momentomismo de largar amarras, zarpaba del puerto de Bur-

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deos el contratorpedero británico gracias al cual unreducido grupo de personalidades francesas, escritores,políticos, periodistas, los más significados, los másrepresentativos de Francia, los que con mayor tesón ycoraje habían luchado contra el hitlerismo, se librabanen el último instante no ya de la muerte, la deportacióno el confina miento en los campos de concentraciónhitlerianos, sino de la servi dumbre oprobiosa al ven-cedor, mil veces peor y más aflictiva ahora que todaslas esclavitudes clásicas. Reunidos silenciosamente enla cámara en torno a la mesa de oficiales, aquelloshombres, que tenían plena conciencia de la tragediainmensa de su patria, permanecían anonadados. De vezen cuando alguno de ellos se levantaba como un autó-mata para contemplar las orillas fugitivas del estuariodel Garona que el contratorpedero cruzaba a veintenudos por hora, todo erizado de cañones y tremolan-do orgullosamente el pabellón bri tánico. La fértil tie-rra con sus bosquecillos y sus viñedos huía vertigi -nosamente ante la mirada espantada de aquellos bue-nos franceses que temían no volverla a ver. Hubo unmomento en el que Pertinax, el frío e impasible Perti-nax de los agudos esquemas internacionales, se agarrónerviosamente a mi brazo para decirme con mal vela-da emoción:

—¡Ése es mi pueblo! Ahí nací yo.Y me señalaba con el dedo una casita aldeana ro -

deada de una huerta frondosa que pronto perdimos devista en un recodo del Garona.

Otros, menos contenidos, se desolaban. Émile Bure,el gordo y desbordante Émile Bure, francés hasta lascachas, trepidaba de angustia al ver cómo se le escapabala tierra francesa.

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—¡Yo no puedo vivir fuera de Francia! —exclama-ba—. ¡Yo no quiero vivir fuera de Francia!

Y con una volubilidad trágica detenía en la cubier-ta del contratorpedero a los oficiales ingleses paraexplicarles en un francés sabroso y coloreado que ellosno entendían, cómo toda su vida estaba vinculada aaquella tierra fugitiva de la que se alejaba y para supli-carles que diesen orden de detener el contratorpederoy le desembarcasen.

—Aunque Pétain me encarcele. Aunque los alemanesme fusilen. Yo soy un hombre de esta tierra y no sabrévivir sino en ella.

Luego se apaciguaba pensando que el Canadá es tie-rra francesa y se ponía a soñar en la trasplantación deParís, su París, a Montreal.

Madame Tabouis, agotada, extinta, hecha una pave-sita, iba y venía por el barco como un alma en pena pre-guntando acá y allá qué pasaría en Francia en aquellosmomentos, buscando radiogramas, queriendo a todotrance mantener el contacto con el país, contacto inte-rrumpido que había sido hasta entonces su verdaderarazón de vida.

Y así todos. Para el francés de raza el país es algo másque para la generalidad de los hombres, es la vida mis-ma, el aire que se respira. Aquellos hombres, que al díasiguiente habían de ser tachados de antipatriotas ydenunciados a los tribunales de Francia, daban al ale-jarse de ella un espectáculo emocionante de patriotis-mo, de ternura y devoción por la tierra nativa de la queno sabían apartarse.

El francés, que en estos momentos pierde sin un dolorexcesivo su imperio colonial, no se siente, sin embargo,con fuerzas bastantes para afrontar el trance horrible

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de la emigración para el que no estaba preparado espi-ritualmente y sólo una minoría muy fuerte de espíritusoportará estoicamente la dura prueba del exilio.

Yo, que soy español, veía serenamente convertirse latierra de Francia en una línea azul tenue que se des-vanecía como fueron des vaneciéndose en el curso de losúltimos meses las ilusiones que había puesto en aque-lla tierra. En Francia, país de asilo, convertido ahoraen una inmensa cárcel, quedaban tras las alambradasde espino de los campos de concentración muchosmiles de españoles que habían tenido fe en ella. El vie-jo y acendrado amor que profesábamos a Francia nopodrá en mucho tiempo vencer el dolor de la traiciónque se ha hecho a sí misma y al mundo que creía en ella.

De cara al mar abierto, cuando la tierra de Franciase había borrado ya del horizonte, sentimos renacernuestra fe y nuestra esperanza. Era la segunda patriaque perdíamos. Pero la catástrofe de Francia, como lade España, no era la derrota definitiva. Era sólo unanueva etapa dolorosa de una lucha que no tiene patriasni fronteras porque no es sino la lucha de la barbariecontra la civili zación, de las fuerzas de destrucción con -tra el espíritu constructivo y el instinto de conservaciónde la humanidad, de la mentira contra la verdad...

El mar abierto nos mostraba sus rutas innumera-bles. Aún hay patrias en la tierra para los hombreslibres. Sobre nuestras cabezas tremolaba orgullosa-mente el pabellón de la Union Jack.

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Si Hitler hubiese atacado en septiembre

Los hombres se juntaban poco a poco en la taberna dela esquina para ir a entregarse. Venían todos con un airedesembarazado, el hatillo a la espalda, las manos en losbolsillos. Cada uno que llegaba pagaba su ronda de Per-not arrojando sobre el mostrador de cinc su moneday exclamaba despectivamente:

—Alors, quoi. On y va?La orden de movilización general, con sus banderitas

tricolores cruzadas, chorreaba engrudo en las esquinas.El Estado Mayor había echado la garra sobre el país. Lavida de la nación quedaba en suspenso como por encan-to y de los campos, las fábricas y las oficinas iban salien-do por millones los hombres que, abandonando susquehaceres, habían de convertirse en soldados.

Por primera vez, desde hacía años, los vecinos delbarrio, el arrabal o la aldea, que habían estado odiándosey persiguiéndose con saña, se encontraron juntos alter-nando plácidamente ante el mos trador de la taberna, yaque no con una cordialidad entusiasta, con una inteligenteresignación. El Croix de feu del barrio llegaba a la taber-

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na con su hatillo a la espalda como todo el mundo, dabala mano a todos, hasta a los comunistas y, como todo elmundo, se alzaba de hombros y decía desdeñoso:

—Quoi, on y va?El pueblo de Francia volvía a encontrar en la pro-

miscuidad de la movilización general su cohesión y suunidad perdidas a lo largo de una guerra civil larvadaen la que los ciudadanos no se asesinaban unos a otros—como habían estado haciendo gozosamente los espa-ñoles— por pura y simple dificultad material, por lasencilla razón de que la gendarmería no había perdi-do su eficacia y faltaba el margen de impunidad que esindispensable a los héroes de las guerras civiles.

La incorporación al ejército devolvía momentáneamentea los ciudadanos franceses la libertad, la igualdad y la fra-ternidad perdidas en el encono de aquella guerra civillatente desde 1936 que había hecho imposibles en Fran-cia todas las funciones normales de la ciu dadanía. Este solohecho era ya una victoria alemana, la primera. Triunfabael sofisma alemán de la libertad en la disciplina, la igual-dad en el servicio y la fraternidad en la jerarquía del ejér-cito. Desde el momento en que había sido necesario esteaparato orto pédico del militarismo para que la ciudada-nía francesa se restaurase, Francia, la Francia liberal,democrática y antimilitarista, estaba moralmente vencida.

El Croix de feu y los comunistas entraban dócilmentey hasta con cierto júbilo en el engranaje militar. Losotros, los demócratas, los liberales, desde el pacifistadoctrinario hasta el je m’en fiche bien,entraban rezon-gando, pero sin poner ninguna energía vital en susobjeciones de conciencia y en las reservas mentales de su pacifismo con un dejarse ir fatalista no exento devalor personal ni de civismo.

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Francia iba resueltamente a la guerra y su aparatomilitar había funcionado con exactitud matemática.Tres millones de hombres estaban dispuestos a hacerla guerra, sin ningún entusiasmo, sin gritos patrióticosni actitudes heroicas, pero con una profunda exas -peración que les hacía exclamar rabiosamente:

—¡Hay que acabar de una vez!El francés no es cobarde. La convicción de que la

guerra era ine vitable había arraigado en todas las con-ciencias y, con una sorda irri tación, el ciudadano fran-cés, que no quería la guerra, cargaba con la mochila dis-puesto a pelear bravamente sin que le amedrentasen lavoluntad y la capacidad guerreras del adversario. Heoído a muchos de los que partían para el frente estadeclaración expresada en formas diversas pero conun mismo fondo de serenidad, de conciencia, de gra-ve y viril resolución:

—No seré un héroe, pero tampoco un cobarde.Tengo la íntima convicción de que si Hitler hubiese

atacado a Francia a raíz de la declaración de la guerrase habría roto los dientes contra la firme voluntad deluchar y resistir que entonces animaba al pueblo fran-cés. El día primero de septiembre de 1939, tres millo-nes de hombres salieron de sus casas dispuestos ajugarse la vida para defender a su patria. Lo que hayapasado luego es ya otra historia.

Francia pudo salvarse

Este hombre, que con un sobrio ademán acababa dedecir adiós a su mujer, a sus hijos, su hogar y su trabajoy que, por primera vez, se encontraba alternando en fra-

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La guerra civil

Esa guerra civil, que es la que en realidad ha vencidoa Francia, estaba declarada desde que en 1936 la nue-va táctica comunista llevó al poder al gobierno delFrente Popular.

La táctica de los Frentes Populares, adoptada por elKomintern en 1935, ha sido funesta a Francia como lofue a España. En ambos países dio el triunfo electorala las izquierdas pero en ambos países provocó auto-máticamente la reacción profascista que, si en Españatomó la forma del alzamiento militar, del típico pro-nunciamiento español, en Francia sirvió de pretextopara que las fuerzas derechistas de la nación, movidaspor el terror pánico al comunismo, torciesen el rumbode la política internacional francesa orientándola haciala alianza con Italia y la contemporización con Alema -nia con lo que prácticamente destruían de un golpe elcomplicado sistema de alianzas elaborado con discre-ta perseverancia por Berthelot Barthou y sus oscuroscolaboradores desde hacía veinte años, sistema en el quese basaba la teoría de la seguridad colectiva y la segu-ridad real de Francia.

Desde que las derechas se alzaron abiertamente aesta nueva política exterior creyendo que con ella pro-vocarían el fracaso del Frente Popular y el derrumba-miento del Gobierno, los dos dictadores de Roma y Ber-lín se encontraron con las manos libres en Europa.Francia se ponía a su merced. Por miedo a Moscú, lasderechas francesas entregaban a Francia a la voluntad deAlemania e Italia.

En realidad, la defección de la derecha francesa alos fines exclu sivamente nacionales de la política exte-

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ternal camaradería con otros hombres que no pensa-ban como él, a los que había odiado y contra quieneshabía combatido hasta entonces, se hallaba dispuestoa todos los sacrificios, el de sus ideas, el de sus pasio-nes y hasta el de su vida. Este hombre hubiera podidoser la primera materia de una victoria.

Moralmente, era superior a su adversario. Frente altamtan guerrero de Alemania, donde los hechiceros dela tribu excitaban a los hombres para llevarlos al com-bate con voces roncas que les embriagaban de odio yambición, en Francia no sonaban más que voces claras,discretas, razonables que hablaban fríamente a la inteli -gencia de la inexorabilidad de la lucha, de por qué habíaque sacri ficarlo todo a la patria, de los compromisoscontraídos por el país, de las exigencias de la civilización...Todo ello, sin grandes ni enfáticas palabras, sin ningúnalcohol, sin ningún estupefaciente. No creo que se hayahablado nunca a un pueblo que se quiere llevar a lalucha con tan honda sinceridad, con tan honesta lealtadcomo hablaba Daladier al pueblo de Francia en los pri-meros días de la guerra cuando su voz cálida, con acen-to entrañable y un poco aldeano, llevada por las ondas,resonaba patéticamente en el fondo de los hogares fran-ceses con tono tan íntimo que la familia humilde que laescuchaba podía creer que era uno de los suyos, el mari-do, el padre o el hermano, quien hablaba. Nunca unpueblo ha estado tan cerca de la identifi cación comple-ta entre sus sentimientos y las palabras y los actos de susgobernantes. Daladier era al comenzar la guerra el expo-nente exacto y verdadero del pueblo francés. Ni más nimenos. Lo que a Daladier le faltase, le faltaba a Francia.Las virtudes que Francia tuviese, Daladier las manifestaba.Este equilibrio difícil no fue duradero.

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te le ha correspondido en la catástrofe del país. Enrealidad, los regímenes totalitarios no marcan unasuperioridad sobre las democracias más que cuandoéstas se hallan interiormente podridas. Frente a unademocracia que conserva sus virtudes cívicas la infe-rioridad y la impotencia de los regímenes totalitariossiguen siendo incuestio nables. Ante la democracia bri-tánica el totalitarismo germánico no ha podido toda-vía apuntarse ningún tanto a su favor ni podrá conse -guirlo mientras no se produzcan en ella los mismosfenómenos de descomposición social y política que sehan producido en la demo cracia francesa.

La propaganda totalitaria se hace a base del sofismade que, puesto que hay democracias podridas, la podre-dumbre es inherente al régimen democrático.

Pero ocurre que, aun en el caso de Francia, donde elrégimen se halla en plena descomposición, no han sidolos elementos demo cráticos auténticos los que hanpodido ser acusados de la corrupción que ha provocadola catástrofe nacional, sino precisamente los ele mentosantidemocráticos de la nación. El affaire Stawiskypuso al descubierto todas las lacras del régimen. Topa-ze revela una lamentable realidad interior. Todo ello,sin embargo, no hubiese pro vocado el derrumbamientodel Estado, y tal vez hubiese sido corregido e inclusoaprovechado ejemplarmente de no haber sido por lacorrupción profunda e irremisible de los enemigos de la demo cracia, quienes llevados tanto por su afán delucro personal como por su obsesión ideológica sevendieron al enemigo exterior. El soborno por Ale-mania de destacadas figuras de la intelectualidad quehabían renegado del liberalismo, la captación por elnazismo de importantes núcleos de antiguos comba-

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rior seguida hasta entonces por Francia es anterior alFrente Popular mismo. Tiene su arranque en el pro-blema de las sanciones contra Italia por la conquista deAbisinia. Fue entonces cuando se concretó la traiciónderechista a la política internacional franco-britá-nica.

La verdadera corrupción interior

En Francia, o mejor dicho, en París, existe tradicio-nalmente una inclinación un poco morbosa a buscar enla concusión y el soborno la única motivación de lasdefecciones políticas. He oído decir al director de undiario parisiense que Francia estaba vendida y a mer-ced de sus enemigos a partir de la campaña antisan-cionista que se hizo en la prensa y los medios políticosde París por el procedi miento del soborno puro y sim-ple. Mussolini compró entonces por cuarenta millonesde francos distribuidos hábilmente entre unos cuantospolíticos y periodistas a los cuarenta millones de ciu-dadanos franceses que Pétain y Laval le han libradoahora atados de pies y manos.

Sin conceder a la venalidad de los políticos y la pren-sa todo el poder maléfico que el vulgo le atribuye, sinaceptar que los franceses hayan sido vendidos a fran-co la pieza y sin hacer coro a la propaganda hitleria-na que tan hábilmente ha sabido explotar en daño delas democracias esta morbosa delectación que el ciu-dadano francés expe rimenta cuando llena de lodo a sushombres políticos y les acusa, con razón o sin ella, detraidores y vendidos, hay que conceder a la corrupciónde la política francesa toda la parte que electivamen-

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cional, conservadora, rebañando los últimos residuosde vitalidad de la república burguesa, Francia habíapasado por algo mucho más terrible y funesto queuna revolución triunfante; había pasado por dos revo-luciones abortadas; la de las Ligas reaccionarias de1934 y la del Frente Popular en 1936.

Las energías vitales que le quedaban a Francia des-pués de la sangría de la Gran Guerra y de la lenta con-sunción que el régimen Poincaré representaba, se gas-taron estérilmente en estos dos intentos fracasados derevolución. Ni las Ligas ni el Frente Popular tuvieronfuerza bastante para sacar al país del marasmo en quelo había sumido la costosa e infecunda victoria. Ambosintentos revolucio narios, uno de la derecha y otro dela izquierda, se saldaron con una docena de muertosen la plaza de la Concordia sobre cuyos cadáveres sequiso montar una explotación política repugnante y conunas ocu paciones de fábricas en que los obreros secontentaban con bailar y beber en los talleres con unjúbilo pueril de triunfadores que se satisfacen conpoco. La sagesse francesa sirvió únicamente para hacerinútiles estos dos últimos movimientos de energía vital,de sobresalto de un país que se siente morir poco a pocoy reacciona desespera damente. Gastón Doumergue,primero, y Léon Blum, después, vinieron a raíz de cadauna de estas crisis para anestesiar al paciente y volverloprudentemente a su lenta y sosegada agonía. Todo eltalento de estos hombres y de quienes les han secun-dado ha servido para evitar el dolor. Francia se haahorrado las convulsiones terribles, dolorosas, de unparto difícil, pero ha sucumbido dulcemente en la sep-ticemia del aborto.

Porque, ni el movimiento reaccionario francés se

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tientes sugestionados por el caporalismo y las turbiasmaniobras de agentes nazis como el famoso Abetz enlos medios mundanos hostiles al régimen, no quierendecir que fuese la democracia la que estaba vendiendoa la nación, sino que era preci samente la Francia anti-democrática la que llevaba su putrefacción hasta elextremo de venderse al enemigo por el importe de losderechos de autor de unas problemáticas edicionesalemanas, por unos viajes gratuitos, unos halagos tor-pes y unas promesas de lucro basadas en la esperanzade la explotación sin límites del proletariado francésbajo la benévola protección de las potencias totalita-rias. Cuando Henri de Kérillis tenía que morderse loslabios porque no podía decir que un mariscal de Fran-cia, el glorioso vencedor de Verdún, actuaba como siestuviese vendido al enemigo, no era la corrupción dela democracia la que estaba patente, sino precisamen-te la de todo lo que en Francia era hostil a los idealesdemocráticos.

El proceso de la democracia

La corrupción de los hombres públicos no basta paraexplicar catástrofes como la de Francia. La causa pro-funda de lo que había de suceder hay que buscarla enel proceso de los últimos diez años de la vida france-sa, proceso claro, evidente, de acabamiento, agonía ydes composición de un pueblo.

Después de la experiencia Poincaré, que no fue endefinitiva más que el último esfuerzo hecho para ver simerced a la idea de Unión Nacional, Francia podíaseguir viviendo a costa de su propia sus tancia tradi-

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experiencia Blum que no fue sino una hábil neutrali-zación del movimiento revo lucionario del pueblo fran-cés que se sentía morir y quería salvarse como fuera,aunque fuese echándose en brazos de los comunistas,sumieron a las masas proletarias francesas en un esta-do lamentable de agonía, del mismo modo que despuésde la experiencia Poincaré las fuerzas reaccionarias, quehabían querido inútilmente buscar una salvación a sumanera provocando el sobresalto revolucionario delas Ligas, perdieron toda ilusión y se dejaron llevarmansamente por los acontecimientos.

Los comunistas, que eran quienes habían creado elFrente Popular, al verlo fracasado quisieron echarse fue-ra y eludir su respon sabilidad en el fracaso reanudan-do con estúpida contumacia sus campañas de agitacióna base de repetir mecánicamente sus viejos eslóganesque después de la ascensión al poder del Frente Popu-lar no tenían ya sentido alguno.

Pretendieron seguir utilizando la guerra civil españolacomo pla taforma política, pero el pueblo francés, quehabía sentido por la República agredida una solidari-dad cordial y entusiasta y hubiera estado dispuesto aexigir la ayuda auténtica y eficaz de Francia a los repu-blicanos, descubrió finalmente el siniestro juego de lapolítica comunista respecto de España. Mientras LéonBlum lloraba y se rasgaba las vestiduras para justificarel abandono en que se dejaba a los republicanos ymientras Maisky en el Comité de Londres jugaba el jue-go de la no intervención, desempeñando el papel quele estaba asignado, las células comunistas seguíanimperturbables la falsa campaña de agitación proes-pañola gritando sin ninguna convicción en todas lasplazas de los pueblos de Francia:

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liquidó con la disolución de las ligas y las traiciones ysobornos de sus jefes, ni el impulso revolucionario sediluyó en el contento de las vacaciones pagadas y lasemana de cuarenta horas.

Los gérmenes de las dos revoluciones abortadasseguían into xicando el organismo nacional y a partirde 1936 crearon un estado morboso de guerra civillatente, crónica, una guerra civil en la que los ciuda-danos no se asesinaban unos a otros pero poco a pocoiban ase sinando entre todos al país.

Por efecto de la decadencia general, unos y otroshabían buscado la línea de menor resistencia y en vezde despedazarse mutuamente, como hacían los espa-ñoles, saciaban su odio y su rencor minando y des-truyendo la base de sustentación común, el país al quearruinaban, los unos retirándole sus capitales y cerran-do sus industrias, los otros escatimándole el esfuerzode sus brazos. Frente a una Alemania que multiplica-ba su producción, Francia disminuía la suya y vivíacada vez más a costa de sus recursos. Los acuerdosdel Hôtel Matignon entre patronos y obreros se hicie-ron a base de que unos y otros salvasen sus interesesy ambiciones encontradas a costa de la nación. Éste fueel verdadero sentido de lo que se llamó la pausa.

La pausa fue el sepulcro de todas las ilusiones que sehabía hecho el proletariado, la liquidación a bajo pre-cio pagadero en papel del Estado, de una victoria revo-lucionaria. Era evidente que la dismi nución de lashoras de jornada, los salivazos furtivos sobre los auto -móviles de lujo de los capitalistas y la engañosa sen-sación de detentar el poder in partibus no agotaban lasambiciones del proletariado.

El fracaso del Frente Popular y la liquidación de la

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Française se burlaba donosamente de los francesesidiotas que estaban dispuestos a morir pour les tchè-ques. Este lema sarcástico campeaba en Francia inmo-vilizando los generosos impulsos del liberalismo has-ta que el morir por los checos se convirtió en morir porDanzig, no menos sarcástico, que, demasiado tardeya, quisieron recoger como un reto las izquierdas.Francia no com prendió que, para seguir viviendo condignidad como nación inde pendiente, los francesestenían que morir por España, por Checoslovaquia y porDanzig. Tal vez, ahora comience a com prenderlo.

Entonces se acusaba de belicistas a los hombres queintentaban provocar una reacción decorosa de Franciaante la vasta maniobra envolvente que metódicamen-te desarrollaba el hitlerismo con la colaboración deItalia y con la complicidad de los mismos reaccio -narios franceses. No eran —según ellos— Mussolini yHitler quienes creaban al instalar a los falangistas enlos Pirineos la tercera frontera que Francia tendríaque defender, sino que eran los demócratas francesesquienes creaban esa tercera frontera de lucha al negar-se a cerrar los ojos a la realidad y atreverse a procla-marlo.

Jamás un pueblo ha querido engañarse a sí mismo contan firme voluntad. No era sólo que sus dirigentespracticasen la política clásica del avestruz. Era que elpueblo mismo la exigía y la aplaudía. Refieren los ínti-mos de Daladier que cuando éste volvió de Múnich conla conciencia cargada con el peso de la claudicacióncometida no pudo contener el asco que le producía laabyección de los grupos que se formaron en la callepara aplaudirle y con una repugnancia incon tenibleexclamó: «Les c...!».

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«Des avions pour l’Espagne... Pour les enfantsd’Espagne... Des canons, des avions...» Se llegó a tenerla sensación de que los aviones alemanes e italianos nodespanzurraban niños españoles más que para que suscadáveres sirvieran de propaganda al estalinismo.

Para los comunistas, la guerra civil española era puray sim plemente una plataforma política. El pueblo fran-cés, que aún era capaz de movimientos sentimentalesy generosos, no tardó en irritarse contra esta explota-ción sistemática de la guerra civil española y su utili-zación como banderín de enganche del estalinismo. A las brigadas internacionales fueron muchos france-ses a quienes su amor por la libertad y su heroísmo nosirvieron sino para que se hiciese de ellos un instru-mento de la política estaliniana interesada, con unestrecho egoísmo nacional ruso, en que la guerra con-tra el fascismo prosiguiese indefinidamente en el Medi-terráneo.

El gran delito comunista ha consistido en convertirlas agresiones del fascismo contra los pueblos libres enmero instrumento de pro paganda del Partido. Estaconvicción apartó a las masas populares francesas desus deberes de solidaridad con los pueblos agredidosy permitió impunemente a las derechas desarrollar supolítica profascista. Todo movimiento generoso delliberalismo francés se con vertía automáticamente enservidumbre a Moscú. Todo intento de fidelidad a lapolítica exterior seguida desde hacía veinte años porFrancia era un atentado contra la patria.

Cuando se planteó el problema de Checoslovaquia laopinión francesa no se conmovió siquiera. Los tímidosintentos de las izquierdas en favor de los checos fueronla irrisión de los prohitle rianos franceses. L’Action

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ción, pobreza y riqueza, nación y universalismo, ha bíanlibrado en Francia una larga batalla no por incruentamenos funesta. Todo había sido arrasado a derecha eizquierda. Quedaba únicamente lo que era indestruc-tible, la norma, el espíritu, que si bien no impide a lasnaciones morir, es lo que las permite resucitar.

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Superioridad del político

Éste era el clima moral de Francia. La impotencia y laesterilidad de los últimos movimientos, tanto reaccio-narios como revolucio narios, la falta de fe no sólo enlos hombres, sino en las ideas y en los sistemas, la ínti-ma convicción de la inutilidad de todo esfuerzo colec-tivo, habían creado un ambiente de claudicación y unsenti miento de derrota en las masas francesas quehabían llegado a estar muy por debajo del exponenteque eran sus hombres públicos. Ésta era la dura reali-dad. El gobernante francés y en general el político, noobstante su mediocridad, a pesar de todos sus defectos,de su falta de visión histórica y aun, en ocasiones, desu claudicante moralidad, era, en los últimos tiempos,muy superior a la masa que representaba. Este hecho,que cada vez se verá más claro, ha permitido hasta elúltimo instante mantener en pie la ficción de un paísque interiormente se había derrumbado. El edificio sehabía venido abajo y sólo quedaba la fachada. Lasgentes que veían únicamente esta fachada concluían que era lamentable y estaba llena de grietas y res que -brajaduras, pero no sospechaban siquiera que detrásde ella no había nada. En Francia no quedaba en piemás que la estructura exterior del régimen, de esecalumniado régimen democrático que todavía permi-tía hacer creer a los extraños que Francia seguía sien-do un pueblo fuerte, capaz de desafiar los embates desus formidables enemigos exteriores.

Las dos grandes fuerzas de destrucción del mundomoderno, el comunismo y el fascismo, la nueva bar-barie de nuestro tiempo, que ha conseguido arrastrarconsigo las eternas antinomias de tradición y revolu-

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