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LA CULTURA DE CONSUMO COMO CONTRACULTURA (PUBLICIDAD, DISEÑO Y REFERENCIAS MEDIÁTICAS EN LA CONSTRUCCIÓN DE MENSAJES CONTRACULTURALES) MAURICIO MONTENEGRO RIVEROS CÓDIGO 04-489513 Trabajo de Grado para optar al Título de la Maestría en Estudios Culturales DIRIGIDO POR: JESÚS MARTÍN-BARBERO SUSANA FRIEDMANN UNIVERSIDAD NACIONAL DE COLOMBIA FACULTAD DE CIENCIAS HUMANAS MAESTRÍA EN ESTUDIOS CULTURALES Bogotá 2008

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LA CULTURA DE CONSUMO COMO CONTRACULTURA

(PUBLICIDAD, DISEÑO Y REFERENCIAS MEDIÁTICAS EN LA

CONSTRUCCIÓN DE MENSAJES CONTRACULTURALES)

MAURICIO MONTENEGRO RIVEROS

CÓDIGO 04-489513

Trabajo de Grado para optar al Título de la Maestría en Estudios Culturales

DIRIGIDO POR:

JESÚS MARTÍN-BARBERO

SUSANA FRIEDMANN

UNIVERSIDAD NACIONAL DE COLOMBIA

FACULTAD DE CIENCIAS HUMANAS

MAESTRÍA EN ESTUDIOS CULTURALES

Bogotá 2008

Índice a. Presentación (3) b. Introducción (4) 1. Escribir, pintar y diseñar (en) la calle como práctica contracultural (12) 2. Una definición de contracultura (45) 3. La circulación y apropiación de referentes en la cultura de consumo (73) 4. Una definición de cultura de consumo (100) 5. La cultura de consumo como contracultura (117) c. Fuentes bibliográficas (134) d. Fuentes hemerográficas (140) e. Fuentes etnográficas (141) f. Fuentes electrónicas (142) g. Anexo: imágenes registradas (143) 2

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a. Presentación

Este trabajo pretende examinar las prácticas contraculturales en donde la publicidad, los

medios masivos y el mercado sirven como referencia intertextual, recurso retórico o

plataforma discursiva.

Para introducir el contexto en que se desarrollan los procesos y los objetos examinados en

esta investigación es necesaria una revisión del concepto mismo de “contracultura”, pero

no respecto de su sentido original, si no siempre desde la perspectiva de su relación con

el mercado y la cultura de consumo. A partir de estos presupuestos es posible, en una

primera etapa de la investigación, identificar algunas prácticas contraculturales concretas,

específicamente a través de los mensajes que aparecen en el espacio público urbano, y

presentar, finalmente, una serie de hipótesis sobre sus relaciones con la publicidad, el

diseño y las referencias mediáticas.

Lo que se estudia entonces, en rigor, son los modos de visibilidad (que no de expresión,

término despolitizado y ambiguo) de algunos grupos sociales que reproducen discursos

contraculturales, particularmente en el espacio público (la calle), mediante graffiti,

esténcil, murales, carteles, intervenciones en avisos publicitarios, y los ejercicios

intertextuales entre estas prácticas y las producciones de la cultura de consumo: imágenes

y frases publicitarias, logotipos, logosímbolos, productos, personajes.

De allí que los intereses principales de esta investigación estén articulados a dos

cuestiones esenciales: la producción de los discursos y los modos de visibilidad de

algunas corrientes culturales denominadas “contracultura”; y el proceso de apropiación

en que éstas hacen frente a los referentes y referencias de la cultura de consumo.

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b. Introducción

En el marco de la discusión sobre los múltiples niveles y modos de influencia de los

medios y el consumo masivos en las prácticas culturales, una perspectiva ha sido

sistemáticamente aislada del análisis académico: las relaciones complejas entre

contracultura y consumo. De hecho, los términos han sido planteados como antitéticos,

incompatibles. La clasificación problemática contracultura-subcultura-resistencia pasa

especialmente por sus posiciones relativas (pero siempre negativas) frente al mercado.

La pregunta por el modo en que los discursos contraculturales se han instalado en la

cultura de consumo parece absurda en donde el consenso exige denunciar la apropiación

de la contracultura por parte del mercado. Sin embargo, esta investigación intenta hacer

visible una de las dimensiones en que esta relación no evidencia una contraposición

idealizada.

En cierto sentido, este trabajo pretende fortalecer la discusión sobre la legitimidad de la

noción “cultura de consumo” en el campo de los estudios culturales. Esta discusión es

importante y pertinente en el contexto de la reconstitución de la teoría cultural y la teoría

sociológica frente a la crisis disciplinar e institucional que supone el avance de la

internacionalización de los mercados y la “mundialización de la cultura” (Ortiz: 2004).

Específicamente, esta investigación examina algunas relaciones significativas entre los

referentes de la cultura de consumo y ciertos grupos sociales indeterminadamente

llamados “contraculturales”, “subculturales” o “de resistencia”. El interés que revisten

estas relaciones particulares es que nos pueden ayudar a pensar categorías y prácticas

usualmente contrapuestas en la teoría social y cultural, pero paradójica y elocuentemente

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conectadas. De allí que no sólo se pretenda, como he dicho, vigorizar la discusión sobre

la “cultura de consumo”, sino también reabrir el debate sobre algunas clasificaciones

culturales que han sido sistemáticamente descontextualizadas (la contracultura),

naturalizadas (la subcultura) o idealizadas (la resistencia), y cuyos límites de uso y

comprensión (desde, digamos, la acción política de las minorías étnicas, hasta la

estilística de las llamadas “tribus urbanas”) no resultan claros.

En este sentido, la investigación intenta cubrir dos frentes: la definición de las nociones

señaladas arriba, específicamente en lo que toca a sus relaciones y a su funcionamiento

en los grupos sociales estudiados, por un lado, y la construcción de algunas hipótesis

sobre los efectos de la intermediación de la cultura de consumo en las prácticas y lógicas

culturales y de socialización.

El principal objetivo de este trabajo es examinar los procesos de producción y circulación

de un cuerpo de mensajes contraculturales que parten de la apropiación de referentes de

la cultura de consumo. Para ello, ha sido necesario identificar, registrar

(fotográficamente) y clasificar los mensajes de algunos grupos contraculturales en Bogotá

que han usado referentes de la cultura de consumo, específicamente en el espacio público

(graffiti, esténcil, cartel, intervención), para luego reconstruir las lógicas de producción

de estos mensajes a partir de (i) un análisis desde las teorías de la transtextualidad, la

recepción y la apropiación, y (ii) el enfrentamiento de las conclusiones de estos análisis

con la impresión que los propios actores contraculturales tienen de sus mensajes, respecto

de sus lógicas de producción y de circulación.

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O bien, en otras palabras, el principal objetivo de este trabajo es dar respuesta a la

siguiente pregunta: ¿cómo aparecen, se re-contextualizan y re-significan las referencias a

la cultura de consumo en los mensajes de algunos grupos contraculturales en Bogotá?

Las categorías de análisis propuestas a lo largo de este proyecto pretenden señalar los

límites de un campo y un objeto de estudio singulares, pero no son ni mucho menos

exhaustivas. Por supuesto, los ejes temáticos (contracultura y cultura de consumo) son

prioritarios: el principal interés de esta investigación es precisamente examinar sus

confluencias, transiciones, usos mutuos e interdeterminaciones. Algunos núcleos

problémicos, sin embargo, debieron aislarse o abstraerse mientras se hacía énfasis en

otros. El problema de la recepción de mensajes contraculturales, por ejemplo, no aparece

entre las preocupaciones centrales de este estudio, en tanto introduce prácticas, actores y

espacios externos respecto de las relaciones directas entre los ejes temáticos; es decir, que

no es atinente al problema de la apropiación de referentes de la cultura de consumo ni a la

producción respectiva de mensajes contraculturales. Este estudio no se interesa por

evaluar o validar el impacto o siquiera los juicios construidos alrededor de la circulación

de estos mensajes: se concreta a examinar sus modos de producción, para intentar

determinar cómo se relacionan en este sentido con otras esferas culturales,

específicamente las de los medios masivos y el consumo. Es importante entender esta

decisión como un énfasis más que como una limitación. Otros estudios (espero) se

encargarán de pensar las relaciones entre contracultura y socialización política o

construcción ideológica o imaginarios sociales, por ejemplo, en donde el problema de la

recepción es claramente relevante.

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Luego, respecto a la circulación de referentes de la cultura de consumo, esta

investigación hace abstracción del problema de los medios para concentrarse en los

mensajes. El motivo de esta decisión es simplemente evitar discusiones impertinentes

respecto de la naturaleza o el carácter de las producciones mediáticas, otro tema que no

está entre las preocupaciones esenciales de este trabajo. Los referentes de la cultura de

consumo aparecen en este estudio únicamente en tanto hacen parte del proceso de

producción de mensajes contraculturales; es decir, desde su circulación, y más

exactamente desde su apropiación por parte de los grupos sociales que producen estos

mensajes.

Es claro que los intereses principales de esta investigación están articulados a dos

cuestiones esenciales: la producción de los discursos y los modos de visibilidad de

algunas corrientes culturales denominadas “contracultura”; y el proceso de apropiación

en que éstas hacen frente a los referentes y referencias de la cultura de consumo. En este

sentido, los métodos de recolección, selección y clasificación de la información que

constituye el objeto de estudio del proyecto estuvieron orientados a estos asuntos

particulares.

En primer lugar, fue necesario acceder a una base de mensajes contraculturales en su

principal escenario de aparición (el espacio público urbano). Sólo a partir de este archivo

es posible pensar ciertas clasificaciones, incluso tipificaciones, que den cuenta de las

relaciones textuales (citas, alusiones) con la cultura de consumo, y el análisis de estas

relaciones funciona como la articulación entre apropiación, resignificación,

recontextualización y uso. En este caso, el método de investigación ha sido la etnografía

visual, y la técnica de recolección, principalmente, el registro fotográfico.

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Me parece importante subrayar que el registro visual, en esta investigación, no tiene el

carácter de un anexo o un simple apoyo ilustrativo. Las imágenes registradas en el trabajo

de campo constituyen en este caso el propio objeto de estudio, en el sentido en que la

reconstrucción y el examen de los procesos de producción y circulación de los mensajes

contraculturales (el principal objetivo del proyecto) sólo es posible a partir de estas

imágenes, teniendo en cuenta que estos mensajes son efímeros, de rápida circulación y

transformación.

El trabajo de campo consistió esencialmente en un proceso constante de búsqueda y

registro de esténcil, graffiti o cualquier tipo de intervención similar en el espacio público

en Bogotá. Estuve (y continúo) permanentemente examinando la ciudad, siguiendo los

recorridos determinados por las rutinas asociadas a mi estudio, trabajo, familia y

relaciones sociales y, en ocasiones, rutas sistemáticas definidas por las zonas de

concentración de los mensajes e incluso por la aparición de mensajes aislados que hallo al

azar o gracias a la referencia de alguna persona que conoce mi trabajo. Así, las

principales zonas de trabajo en esta recolección fueron el centro y oriente de la ciudad,

especialmente en las zonas cercanas a universidades o focos de alta actividad de grupos

generacionales de jóvenes y jóvenes adultos.

A partir de esta base de datos he decidido proponer cierta clasificación de las imágenes

registradas. Esta clasificación o tipificación opera, según mi propuesta, sobre dos ejes: el

grado de explicitud de los mensajes en su uso de los referentes de la cultura de consumo,

por un lado, y el tipo de interés particular que tenga el mensaje en este uso, es decir, el

tipo de uso que haga de estos referentes. Estos intereses pueden ser, esquemáticamente,

(i) difundir una posición ideológica, generalmente de corte político, aprovechando el

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poder de reconocimiento de los referentes mediáticos o comerciales, (ii) defender o

reivindicar grupos sociales marginales o minoritarios, generalmente contrastando su

naturaleza a la de los referentes de la cultura de consumo, que son caracterizados como

impositivos, autoritarios o perversos, (iii) hacer visibles a los propios grupos que hacen

los mensajes, usando las referencias a marcas comerciales, por ejemplo, como firmas o

signos distintivos, (iv) publicitar un evento o acción contracultural específica, (v) criticar

un producto mediático o comercial específico, o intentar boicotear una marca o un

producto o una empresa, generalmente usando su propia imagen corporativa

irónicamente, (vi) crear referentes de identificación grupal, generalmente generacional, a

través de alusiones a datos de la cultura de consumo que han sido neutralizados por el

paso del tiempo y, finalmente, (vii) hacer simplemente alarde de ingenio modificando o

interviniendo imágenes reconocidas de la cultura de consumo.

Un tipo de información relevante para apoyar y contrastar el análisis practicado sobre las

intervenciones en el espacio urbano es el constituido por los textos que estos mismos

grupos publican en internet. Estos textos tienen generalmente el carácter de

reivindicación de su trabajo en la calle o de manifiesto de su condición ideológica. Por

supuesto, no todos los mensajes que circulan en el espacio público tienen un correlato en

el espacio virtual de internet, pero es posible leer estas manifestaciones (en internet)

como significativas de un proceso de visibilización que puede extenderse a gran parte del

discurso contracultural.

Otra dimensión del problema fue abordada desde el encuentro directo con los sujetos

sociales que participan en la producción de los mensajes estudiados. Esta es

necesariamente la última etapa de la investigación, puesto que pretendía

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fundamentalmente confrontar el análisis de los mensajes (imágenes, textos) que

constituyen un discurso contracultural con los grupos sociales que lo producen. Se trata

de estudiar estos grupos intentando comprender su propia percepción del tipo de trabajo

que están haciendo y el modo en que éste se sitúa en un espacio cultural particular. Este

momento de la investigación, sin duda, fue el más esclarecedor frente a la cuestión de la

apropiación de referentes.

Hay que señalar que el tipo de grupos que se organizan alrededor de estas prácticas está

caracterizado por un número reducido de integrantes, y en cualquier caso no es muy

arriesgado suponer que la cantidad de grupos o personas vinculadas a la producción

contracultural asociada a la cultura de consumo es y está muy limitada

(generacionalmente, localmente, económicamente). Esto hace que el universo de la

muestra, para decirlo de alguna manera, haya resultado fácilmente accesible y la

información que puedan revelar algunas entrevistas en profundidad pueda entenderse

como representativa de lógicas y dinámicas de gran parte de los grupos.

Finalmente, el trabajo se divide en cinco capítulos, cuya sinopsis se presenta a

continuación:

1. Escribir, pintar y diseñar (en) la calle como práctica contracultural: Se trata de

caracterizar a los actores y los grupos relacionados con la esfera contracultural en Bogotá

a partir, básicamente, de la confrontación del trabajo de campo con las variables teóricas

sobre contracultura, prácticas contraculturales y nociones asociadas. Es el capítulo más

explícitamente etnográfico. El objetivo es demostrar cómo (en qué sentido) las prácticas

de intervención gráfica en el espacio público pueden considerarse prácticas

contraculturales.

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2. Una definición de contracultura: Con base en las conclusiones del primer capítulo,

intento extrapolar las definiciones de contracultura implícitas en las prácticas y en las

auto-representaciones de estos grupos y personas, para proponer una definición

particular, considerando también, por supuesto, las necesidades teóricas para el uso de la

categoría en debates más amplios, particularmente su relación con otras esferas culturales

y con la cultura de consumo.

3. La circulación y apropiación de referentes en la cultura de consumo: En este

capítulo intento una caracterización de la cultura de consumo a partir de la descripción de

diferentes prácticas de apropiación, uso y resignificación de objetos de consumo y de

mensajes comerciales. En este punto aparecen nuevos espacios culturales, especialmente

las artes plásticas, prácticas contraculturales distintas a la intervención del espacio

urbano, y la categoría “cultura popular”.

4. Una definición de cultura de consumo: Siguiendo la estructura planteada en los

dos primeros capítulos, en el capítulo cuatro intento desarrollar una propuesta teórica

sobre la definición de cultura de consumo usando las premisas del capítulo tres. Me

interesa subrayar el interés que reviste esta categoría particular sobre otras similares

como “sociedad de consumo”, “consumismo”, etcétera.

5. La cultura de consumo como contracultura: El capítulo final propone algunas

conclusiones sobre las transiciones, paradójicas o no, entre la cultura de consumo y la

contracultura, con arreglo a las definiciones previamente propuestas. Sus relaciones,

influencias, determinaciones. Afirma también la utilidad del paradigma de análisis

intertextual en el estudio del objeto particular de la investigación.

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1. Escribir, pintar y diseñar (en) la calle como práctica contracultural

Mi interés en las prácticas concretamente relacionadas con la intervención gráfica1 del

espacio público2 es relativamente arbitrario, en el sentido en que admito que se trata de

una práctica contracultural entre muchas otras. Las hipótesis que intento establecer y

defender en este trabajo pretenden aplicar a la categoría contracultura (en tanto noción

genérica y abstracta) a partir de estas prácticas específicas. Esto por razones

metodológicamente evidentes (la imposibilidad de cubrir de manera suficiente un campo

mayor de espacios y agentes contraculturales), y teóricamente importantes, también: el

equilibrio entre la consistencia del objeto o campo de estudio y la coherencia de las

hipótesis aplicadas a éste. En definitiva, la intervención gráfica en exteriores es un índice

que me permite pensar la contracultura y su relación con la cultura de consumo a partir de

una serie de extrapolaciones que espero razonables.

En el mismo argumento, el énfasis en las imágenes como objeto de análisis debe

entenderse como un modo de acercarse a las prácticas complejas relacionadas con ellas

(con las imágenes): su producción, circulación, apropiación. En este sentido las imágenes

son, de nuevo, índices de las prácticas, grupos, espacios y relaciones en que aparecen.

Este acento icónico no puede considerarse directamente un acento semiótico; en

principio, resulta insuficiente la identificación del análisis de imágenes con el método

semiótico; de otro lado, debo insistir, el análisis no se aplica, en rigor, a la imagen (como

1 Uso la expresión “intervención gráfica” con la pretensión de abarcar técnicas y formatos diversos, como el esténcil, el mural, el cartel, la intervención con rotuladores o marcadores, las calcomanías, las distintas modalidades del graffiti (tag, pinta, pieza, producción, etcétera), y las posibilidades compuestas. Sobra decir que las intervenciones “textuales” están supuestas también en esta expresión. 2 Con la expresión “espacio público” intento referirme a todas las superficies expuestas a este tipo de intervenciones; esto incluye, por supuesto, exteriores de espacios “privados”, o espacios ambiguos, como algunos formatos publicitarios.

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objeto autodeterminado o aislado), tanto como al conjunto de movimientos culturales que

confluyen en ella: circulación de referentes, estrategias discursivas, relaciones de poder,

etcétera.

En este capítulo pretendo demostrar que las prácticas de intervención gráfica urbana

pueden denominarse contraculturales sin grave perjuicio de la categoría y de la teoría

asociada a ésta. Este ejercicio es imprescindible a la línea argumental que intento

desarrollar: la definición de contracultura propuesta en este trabajo parte necesariamente

de la identificación de estas prácticas como contraculturales, y no a la inversa. No me

interesa proponer una definición genérica (e ideal) en dónde luego entran, como una

mano en un guante, ciertas prácticas. Intentar el procedimiento contrario significa, creo,

buscar equilibrio entre las dimensiones teórica y metodológica de la investigación: se

trata de construir una categoría teórica a partir de ciertos elementos insinuados por el

trabajo de campo, confrontados simultáneamente con las versiones ofrecidas por la

bibliografía interesada en el tema.

La noción de contracultura remite, casi automáticamente, a dos inconvenientes clásicos

respecto de su definición: (i) se trata de una definición negativa (contra-cultura) que

supone la definición de su opuesto, y (ii) aparece en un campo semántico aparentemente

superpoblado: subcultura, resistencia, contrahegemonía y otras categorías acechan la

singularidad del término. Pero no es suficiente: tal vez el principal problema en el uso de

la categoría contracultura no tiene tanto que ver con su definición como con su historia.

El término aparece en todos los registros imaginables a partir, al menos, de la década de

los sesenta; ha sido usado y se ha abusado de él en la literatura psicodélica, de autoayuda,

orientalista, underground, panfletaria, reaccionaria, filosófica, sociológica, artística y un

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largo etcétera, siempre con un sentido diferente. Como intentaré demostrar luego, para

definir y usar esta categoría es preciso distinguir una “primera contracultura” de una

contemporánea. Por supuesto, cierto imaginario generacional tiende a identificar

contracultura con cultura hippie y no acepta la supervivencia de la noción. Otros quieren

proyectar en la categoría un ideal de oposición radical que, naturalmente, la anula como

práctica (entraría siempre e irremediablemente en contradicción).

Omar, de Excusado, uno de los grupos más activos e influyentes en la intervención

gráfica urbana en Bogotá, admite que el uso que el grupo hace del término contracultura

no es reflexivo: la usamos como usaríamos otra palabra, dice, no hay un complejo

discurso teórico detrás de esta decisión. Excusado se presenta, en algunos textos en

Internet (www.excusa2.tk) y en algunas intervenciones exteriores, como “gráfica

contracultural”. Omar ratifica esta retórica: lo que hacemos es contracultural (puede

llamarse así) porque va contra lo “establecido”, transgrede la norma. Por supuesto, esto

nos lleva a la pregunta por la definición de lo “establecido” (el problema de la definición

negativa), pero es una pregunta que no le formulo a Omar, y entramos en una tautología.

Cuando le pregunto a Oscar, de Mefisto, un grupo relativamente nuevo que, sin embargo,

ha adquirido rápidamente protagonismo en la “escena”, me remite a la editorial del

segundo número de su revista-fanzine (Revista Mefistófeles No. 2, septiembre de 2006).

La leo, la releo, y no encuentro nada: nada que pueda señalarse como una definición

(explícita) de contracultura. De hecho, se asume que Mefisto es “un proyecto

comunicativo, juvenil y contracultural”, y luego puede leerse lo siguiente: “los jóvenes,

en sus procesos sociales de creación de una identidad, asumen muchas veces posturas que

van en contra de la cultura establecida, a través de la transgresión de ciertas normas y

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parámetros socialmente aceptados” (2006: 6-7). Déjà vu. De nuevo el fantasma de la

tautología: “la transgresión de ciertas normas y parámetros socialmente aceptados”. Pero

pueden deducirse algunos presupuestos de la definición de Mefisto: la categoría juventud

como relación necesaria de contracultura, por un lado, y cierta preocupación política que

cuesta encontrar en el uso que Excusado hace del término, por ejemplo. O Zokos, uno de

los grupos que más pinta en la calle últimamente: Ricardo, de Zokos, me dice: no

utilizamos el término concretamente (es cierto), pero yo diría que nuestro trabajo puede

llamarse así, con muchas reservas, no pretendemos ser activistas de nada, dice. Para

Ricardo no se trata de un asunto programático, pero no cree que eso lo aleje

necesariamente de la clasificación contracultural. En algunas intervenciones, Mefisto usa

explícitamente la expresión “resistencia cultural”, no únicamente “resistencia”, que es la

consigna clásica. ¿Qué significa este énfasis en lo cultural?

En el fondo, la palabra es un comodín, al menos para muchos de estos grupos.

Conscientemente o no, saben que llamarse a sí mismos contracultura los legitima para

(frente a) ciertos discursos oficiales, y es allí en donde sus relaciones con el Distrito, por

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ejemplo, resultan convenientes, como veremos. Lo mismo puede decirse de su relación

con las esferas académicas, un contexto en el que otras denominaciones resultan ingenuas

(revolución) o inocuas (subcultura). El uso de contracultura tiene que ver, por supuesto,

con una estrategia de reconocimiento, pero esto no implica que deje de tener sentido. Es

posible deconstruir las concepciones de la categoría y, a partir de allí, pensar su

coherencia y su pertinencia.

El segundo número de la Revista Mefistófeles, precisamente, se titula “Jóvenes,

comunicación y contracultura”: en las páginas centrales de la edición impresa (porque

hay una edición multimedia) leemos3: “[…] con la idea de contracultura asociamos ideas

y ubicamos a todos los que operan a favor de esta, en un solo campo y normalmente es el

de la politica; y sí, su principal labor opera en un campo politico, en un fin social, tal vez,

pero en realidad la intencion contracultural posee otros aspectos, su misión es clara esta

puesta de hecho en la misma palabra contra la cultura. Así, sea lo que sea, la

contracultura no se define, mas bien se ve y se encuentra. Por eso si llega alguien

diciendo que es contracultura no le crea porque es asi como empieza y nadie le para bolas

hoy […] usted es el que decide que es lo contracultural […] de hecho, lo mejor de

percibir este sintoma cultural, es que nunca se esta al tanto, opera inexistente porque si no

se vuelve moda y ahí es cuando se ridiculiza. Sino, vean como superbarrio, v for vendetta

[usa una serie de ejemplos] y de hecho cualquier intento reaccionario muy publicitado,

pierde efecto [sic]” (2006: 24-25).

De nuevo la ambigüedad (“otros aspectos”), el voluntarismo (“usted decide”), pero

especialmente el ideal de radicalidad (“se vuelve moda, se ridiculiza, pierde efecto”) que

termina por neutralizarlo todo. En las auto-representaciones de muchos de estos grupos y 3 Reproduzco el texto literalmente, sin señalar o editar los errores idiomáticos, para no entorpecer la lectura.

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personas, la radicalidad de lo contra es una paradoja difícil de llevar: estamos contra pero

en, o estamos contra pero no sabemos bien de qué, o sabemos de antemano que estamos

vendidos (se victimizan), o es imposible “salir del sistema” (cierta teoría de la

conspiración). Insisto en preguntarles: el graffiti, el esténcil, ¿son ahora una moda?

Ricardo lo acepta, con reservas, conjetura que aparecerán formas más transgresivas, más

difíciles de cooptar, pero no puede imaginar cuáles, cómo; me dice que la publicidad ha

tomado el “estilo” de estas intervenciones como un lugar común de acceso al público

juvenil: ahí está de nuevo la categoría de juventud (yo no la había usado, la idea fue de

Ricardo). Frente a la misma pregunta Omar parece más tranquilo, se nota que lo ha

meditado, lo ha preparado, se lo han preguntado muchas veces, me dice: no, desde los

años setenta, por lo menos, se está diciendo lo mismo (es cierto), pero el carácter

transgresivo de estas prácticas, para Omar, sigue allí, y usa como ejemplo ciertas

“patrullas anti-graffiti” que habría en Barcelona, insiste en que sigue siendo una práctica

ilegal (le pregunto por su conocimiento de la normas que aplican aquí, en Bogotá, al

respecto, y admite que no lo sabe bien, pero sí sabe que la policía puede inventarlas sobre

la marcha); usa otro argumento: estas intervenciones han evolucionado, técnica, estética y

conceptualmente, y seguirán haciéndolo y, por tanto, fortaleciéndose. Es decir, le digo,

que de algún modo se han institucionalizado; sonríe, no sé si con ironía, y no me

contesta. Excusado tiene casi cinco años de intervenir la calle, y ya se sabe, la condición

de la permanencia es la institucionalización.

Heidi, de las Mayoristas, un colectivo que se formó originalmente en el contexto de las

artes plásticas y ha hecho cierta transición a espacios normalmente considerados

“contraculturales” (es el caso de muchos colectivos y prácticas artísticas, como intentaré

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demostrar en el capítulo 3); Heidi, decía, es, entre las personas que he entrevistado, la

menos preocupada por la paradoja de la institucionalización. Para ella es un proceso

natural y, se diría incluso, deseable. A ella le interesa mucho que se abran nuevos

espacios alrededor de este tipo de prácticas: es su trabajo. Pienso que Heidi está más

preocupada por la paradoja de la independencia económica: ¿se puede vivir de esto? Ella

lo intenta, pero por supuesto acepta (y busca) espacios alternos: diseño de modas, de

accesorios, este tipo de cosas, siempre en la línea estilística, característicamente ecléctica,

de lo “contracultural”.

El fantasma de la contradicción atormenta a estos grupos; la reciente polémica alrededor

de un artículo publicado en la Revista Mefisto lo prueba: “El graffiti como moda”,

firmado por Don Nadie, no fue exactamente bien recibido entre algunos de estos grupos.

Básicamente se dice allí que el graffiti, que Don Nadie supone de carácter ideológico y

“militante” en los años setenta y ochenta (y cita, por supuesto, o dice citar, a Armando

Silva) ha sido “despojado” de sus características y “asumido como moda con todas las

implicaciones que la misma supone”, y luego: “la actual profusión del graffiti y la técnica

del esténcil en manos de estos grupos de jóvenes que manifiestan con su trabajo no tener

compromisos ideológicos, ni intereses reflexivos, ni voluntad comunicativa, ha dado

como resultado una producción caprichosa e injustificada de imágenes vaciadas de

sentido, inocuas, banales, de estética adolescente, de chistes flojos, de moda. También ha

abierto el graffiti a una estetización que lo ha llevado a otros contextos además de la

calle, actualmente es utilizado para decorar bares, adornar camisetas y hacer campañas

publicitarias. Hoy los graffiteros llegan a pintar muros que publicitan políticas estatales y

son pagados por el gobierno [se refiere a los trabajos que Excusado ha hecho para el

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programa Política Pública de Juventud]; en estos trabajos la potencia de la expresión

independiente, contracultural y anárquica del graffiti se pierde” (2006: 35-36).

Omar, directamente atacado en el artículo, me dice que no le interesa esa discusión; para

él está fuera de contexto (quizá quiere decir también que la considera anacrónica);

Excusado, dice, no pretende salvar al mundo, no hace proselitismo, no intenta adoctrinar

a nadie; si lo que hacen tuviera un mensaje, sería el siguiente: el espacio público es de

todos, no sólo de la publicidad. Intervenirlo, para él, es una forma de expresión como

otras, que no supone, por sí misma, reivindicaciones o compromisos políticos. Le

pregunto por sus trabajos con el Distrito; dice: hemos hecho trabajos institucionales y

comerciales (son sus términos) y seguiremos haciéndolos, siempre que tengamos

autonomía en la ejecución, que se respete nuestro estilo (de nuevo el “estilo”) y que

aseguremos nuestra independencia; cuando hacemos alguno de estos trabajos,

conseguimos material (“tarros”, dice) y dinero para financiar nuestros otros trabajos; para

seguir haciendo lo nuestro necesitamos ese apoyo. De otro lado, devuelve el ataque a

Mefisto: ellos venden su revista, dice (es cierto, vale cinco mil pesos) y han trabajado

también con el Distrito (es cierto, en el proyecto Muros Libres y en otros), por lo tanto

sus críticas se invalidan. Ricardo usa el mismo argumento4: no son consecuentes, dice; le

pregunto: si fueran consecuentes, si no vendieran la revista, por ejemplo, ¿el argumento

sería válido? Responde que sí. Esto, por supuesto, es absurdo, y se lo hago notar, pero no

me dice nada más. El fantasma de la contradicción; el ideal radical.

Joseph Heath y Andrew Potter tienen algo que decir al respecto; en su libro “Rebelarse

vende. La contracultura como negocio” sostienen que esta paradoja es en realidad una

4 Es necesario anotar que me refiero, en todos los casos, a entrevistas hechas aparte: las personas con quienes hablé no conocían, al menos de mi parte, las discusiones y los argumentos sostenidos en otras entrevistas. Para las referencias específicas sobre las entrevistas, ver Fuentes Etnográficas.

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estrategia retórica: siempre es posible afirmar la inconsecuencia de una práctica

contracultural, en tanto se ve necesariamente ligada a espacios y actores institucionales,

por su visibilidad (paradoja de la masificación), su permanencia (de nuevo: la condición

de la permanencia es la institucionalización), su popularización (paradoja de la

marginalidad), y un largo etcétera. Esto supone, según Heath y Potter, que la

contracultura avanza en una constante huída hacia adelante que funciona como campo de

experimentación de la moda y el mercado: “la teoría contracultural, lejos de ser

revolucionaria, ha sido uno de los motores del capitalismo consumista durante los últimos

cuarenta años” (2005: 12). Negar la contraculturalidad de un grupo o práctica, muchas

veces afirmando la propia, significa poner a girar la rueda de la distinción bourdieuana y

entrar en la lógica competitiva propia del mercado. La obsesión por la radicalidad sólo

abriría nuevos espacios para la cooptación.

En una nota aparecida en el diario El Espectador del sábado 3 de marzo, titulada “Un

proyecto de la Alcaldía Mayor. Graffitis legales” (un título ambiguo que en realidad hace

referencia a la legalidad circunstancial, durante los eventos promovidos por el Distrito),

el periodista Johann Potdevin escribe: “Ante la duda de si el graffiti no pierde parte de su

esencia al salir de la clandestinidad, siendo aceptado y promovido por instituciones que

antes lo prohibían, Andrés Montoya, 'escritor urbano' del colectivo Toxicómano Callejero

que trabajó en el proyecto [se refiere al evento “El colegio, un escenario libre de

expresión”, realizado durante el mes febrero], asegura que "por el contrario es un

reconocimiento, ya que deja de verse el graffiti como un acto de vandalismo sin sentido,

para convertirse en arte al alcance de todos". Cuando hablo directamente con Andrés

ratifica esta opinión: pintar para ser incomprendido o rechazado de antemano no tiene

21

sentido; debemos hacer cosas que sean vistas, que sean objeto de debate, necesitamos

esta visibilidad.

Andrés me dice, sobre el caso del artículo de Mefisto: no se trata de lo que diga o no diga

el artículo en general, el asunto es que usa ejemplos explícitos, ataca directamente,

nombrándolos, por ejemplo, a Excusado. No debiera nombrarlos: eso significa pasar a un

plano personal. Ahora hay una especie de guerra fría entre Mefisto y Excusado (por

ejemplo: Mefisto no fue invitado al segundo Desfase, una importante reunión de la

escena de la gráfica urbana, gestionado por Excusado) y no es lo que buscamos, por

supuesto, no es lo ideal; lo ideal es que nos ayudemos, nos apoyemos, para que “el

movimiento” crezca y se fortalezca. Andrés insiste en este punto: el movimiento debe

crecer, y si esto supone cierta institucionalización, hay que hacerlo (constantemente pone

un “límite” que sin embargo se mueve a lo largo de la entrevista). Dice que es importante,

por ejemplo, publicar: no sólo fanzines, me dice (él publica uno: El Visajoso), sino

revistas, de calidad, con textos interesantes, que circulen más allá del círculo de nuestros

amigos y conocidos. Incluso habla de publicar un libro, una especie de catálogo sobre el

trabajo de algunos grupos (trae ejemplos de trabajos editoriales semejantes en México, en

España). Le digo que creo que el Distrito apoyaría ese proyecto: pone el “límite”: no

puede ser editado por el Distrito, tiene que ser independiente, otros usarían eso como un

argumento contra los grupos que aparezcan allí, luego dirían: “nosotros sí somos

realmente independientes (marginales) porque no estamos ahí”.

Le digo a Vladimir5, otro integrante de Mefisto, cuál es el argumento de Andrés sobre el

famoso artículo: está de acuerdo, fue un error estratégico, me dice, un problema de

5 Mis encuentros esporádicos con Vladimir y con otras personas que señalaré en su momento no se incluyen en las referencias a las entrevistas: se trata de conversaciones informales y circunstanciales.

22

corrección política, en el fondo. No deja de ser interesante que estas relaciones se estén

pensando en estos términos, casi burocráticos. Por otro lado, Vladimir habla también del

“movimiento” refiriéndose a las relaciones entre los grupos. Yo creo, y se lo digo a

Vladimir, que este asunto puede entenderse desde cierta hipótesis de Bourdieu, que cito:

“En estratos como el de los intelectuales hay una lucha entre los establecidos y los

marginales o recién llegados. Los recién llegados adoptan estrategias subversivas, buscan

la diferencia, la discontinuidad y la revolución o un regreso a los orígenes para hallar el

verdadero significado de una tradición: estrategias para crear un espacio para sí mismos y

desplazar a los establecidos” (Featherstone, 2000: 157). Vladimir está de acuerdo, o al

menos dice: puede que sí, puede que sea eso.

Heidi piensa que se ha creado y consolidado una red de comunicación, gestiones

conjuntas, apoyo, influencias, etcétera que precisamente ha hecho a estas prácticas más

visibles que en otros momentos: si hay una pintada, me dice, alguien te llama, siempre,

alguien que no conoces pero que conoce a alguien que sí, o alguien que vio tu página o tu

trabajo o le hablaron de ti. Esto explica que Heidi haya sido, para mí, el directorio

telefónico de estos grupos en Bogotá.

Entonces, le pregunto a Oscar, ¿es una moda el graffiti, el esténcil? Dice que sí, pero no.

Que lo es por ahora, pero que ya se pasara; para él, se trata de una ola esnobista, una

especie de contagio, pero insiste en el carácter contestatario (contracultural) de la

práctica. En el caso de Mefisto, argumenta, las intervenciones gráficas pretenden

funcionar como entradas (ganchos, formas de llamar la atención, “herramientas para

seducir”, dice) para ideas o contenidos textuales. Ah, publicidad, le digo, pero parece que

no me escucha (el volumen de la música, supongo: estamos hablando en un bar). Quizá

23

intenta decir que lo realmente importante está en los textos, y reitera, siempre que puede,

que Mefisto es un “proyecto de comunicación”, habla de integralidad, de

interdisciplinariedad (son sus palabras), en el fondo quiere decir que la intervención

gráfica en el espacio urbano es sólo un frente de trabajo más, y no el más importante.

Antes, cuando le digo qué es lo que me interesa, cita vagamente a Armando Silva; le

respondo: eso fue hace veinte años, y parece confundirse un poco.

Por supuesto, después de la cuarta o quinta mención a Silva, debo entender que se trata de

un referente importante para la representación que mis entrevistados y entrevistadas

tienen sobre sus prácticas (lo hayan leído en realidad o no). Decido entonces usar la

propuesta teórica de Silva para confrontarla con este trabajo de campo.

Silva caracteriza al graffiti, básicamente, a partir de las siguientes condiciones:

marginalidad, anonimato, espontaneidad, escenicidad, velocidad, precariedad, fugacidad.

Vale la pena examinarlas detenidamente.

(i) “Marginalidad: se expresan, a través del graffiti, aquellos mensajes que no es posible

someterlos [sic] al circuito oficial, por razones ideológicas, de costo, o simplemente por

su manifiesta privacidad” (1988: 27). Luego no es claro qué se entiende por “circuito

oficial”, y en todo caso es evidente que esta condición no se cumple ya, al menos en los

casos que estudio. Ricardo me dice, por ejemplo, que Zokos fue llamado por un programa

de televisión (Banderas en Marte) para pintar esténciles alusivos en la ciudad: aceptaron,

lo hicieron y, según él, no les gusto; ¿por qué?: no se respetó su estilo gráfico, se les

impuso un logosímbolo; bueno, siempre que se respete su autonomía en este punto lo

harían de nuevo (y lo han hecho). Excusado, que yo sepa, ha trabajado en la campaña del

grupo de música electrónica Ladytron, en distintos proyectos del Distrito, ha expuesto en

24

el Museo de Bogotá (Ciudad In-visible, 2005), en el Museo de Arte Contemporáneo,

junto con otros grupos (Desfase I, 2004), ha gestionado recursos distritales para organizar

encuentros internacionales de grupos similares (Desfase II, 2006), expuesto en la galería

de la Alianza Francesa (2007), etcétera. El grupo de “arte urbano” (así se denominan)

Puntoexe, que hace graffiti, esténcil y mural, trabajó en la campaña de Toyota Prado

(Leo-Burnett) que aparece en los muros de la ciudad. La campaña de relanzamiento de

los cigarrillos Pielroja, manejada por la agencia de publicidad Leo-Burnett, ha usado

esténcil también. Mefistófeles protagoniza un artículo, con todo y entrevista, en la

Revista PyM, Publicidad y Mercadeo (No. 312, febrero de 2007), de circulación masiva.

Etcétera. Claro que ya podían aducirse ejemplos similares hace veinte o treinta años;

Lelia Gándara escribe: “Hacia 1971 los graffiti ya eran una moda. La primera exposición

de graffiti fue organizada por la UGA (United Graffiti Artists) que luego pasó a llamarse

UUA (United Urban Artists) [muy significativo este cambio de nombre], en el City

College Eisner Hall en diciembre de 1972. Un año después la Razor Gallery expuso

veinte obras gigantescas realizada por artistas de la UGA/ UUA. En 1975, el Artist Space

Gallery en el Soho realizó una exposición espectacular de graffiti, en la que algunas obras

se cotizaron entre 3.000 y 5.000 dólares” (2002: 26).

(ii) Anonimato: ni hablar; la mayoría de las intervenciones están firmadas; gracias a eso

he logrado ubicar a sus autores o autoras. A muchos les he preguntado si les interesa el

reconocimiento. Omar dice: nos escriben bastante, nos interesa eso, algunos nos piden

apoyo técnico, cosas así, nos piden ideas, nos gusta ese intercambio, es bueno para el

“movimiento”, lo propiciamos, queremos ser reconocidos para servir de soporte o de

impulso a otros grupos y otras personas. Buena respuesta, me parece. Ricardo firma

25

siempre también; le pregunto por qué; no lo aclara, pero lo defiende (en realidad, se

confunde). Heidi dice: firmamos como si fuéramos una marca comercial, es una especie

de ironía, y de todos modos es una firma genérica, en el fondo sigue siendo anónimo,

como son anónimas las marcas. Excelente respuesta; la anoto. Sin embargo los blogs, los

correos electrónicos, toda esta información es fácilmente accesible. No, esta condición

tampoco se cumple ya.

(iii) Espontaneidad. Imposible. Precisamente en este punto está, creo yo, el quiebre

decisivo. Hacer un esténcil significa diseñarlo, diseñar la plantilla. Silva se refiere

constantemente a estas prácticas como escrituras urbanas, habla de escribir en la calle, en

ocasiones (las menos) habla de pintar. Pero Ricardo, de Zokos, (que también, claro,

cuando le digo en qué estoy interesado recuerda vagamente a Silva) habla de diseñar.

Diseñamos (en) la calle, dice. Estas intervenciones han ganado, para él, cada vez mayor

complejidad técnica y estética, y lo celebra. Incluso me dice: ya no hacemos esténcil, no

tanto, ahora nos interesan trabajos más complejos, murales, “producciones” (un término

de la jerga graffitera para referirse a pintadas de gran formato y complejidad). El esténcil

es demasiado simple, afirma, consigue la plantilla, la imprime, la pinta y ya. Otros me

han dicho cosas similares, cuando les muestro las imágenes que estoy estudiando (la

mayoría son esténciles) insisten en que ya están en otra cosa, casi como si dijeran: “esto

es para principiantes”. La cuestión técnica, como se ve, tiene cada vez mayor importancia

entre estos grupos. Entre los graffitis textuales estudiados por Silva y los

predominantemente icónicos que aparecen ahora en la ciudad media precisamente eso: el

diseño. En un momento intentaré demostrar que las transformaciones de estas prácticas,

26

respecto de quiénes intervienen en su producción y circulación, pasan especialmente por

este giro disciplinar.

(iv) “Escenicidad: el lugar elegido, diseño empleado, materiales, colores y formas

generales de sus imágenes o leyendas, son concebidas como estrategias para causar

impacto […]” (Silva, 1988: 27). Aplica. Adhiero. Y anoto: cualquier parecido con las

estrategias publicitarias no es coincidencia.

(v) Velocidad: Silva señala que “las inscripciones se consignan en el menor tiempo

posible por razones de seguridad [y otras]”. De acuerdo, en ciertos casos. Si pensamos en

la condición de espontaneidad, que se ha transformado notoriamente, es razonable

deducir que la de velocidad ha hecho lo propio. Cuando busco a Omar por primera vez lo

encuentro pintando tranquilamente en un muro de la plaza de la Concordia, nada de

velocidad, hay otros graffiteros y graffiteras cerca. ¿Acuerdos con la Alcaldía, con la

Localidad? Nada de eso. Digamos, una práctica naturalizada en el sector. Le pregunto: ¿y

la policía? Si vienen, dice, hablamos, lo peor que puede pasar es que nos hagan borrar,

pintar encima. Es cierto, pero en discusiones similares con otras personas que pintan me

dicen: es ilegal, lo llevan a uno a la UPJ (Unidad Permanente de Justicia), al menos una

noche. Renato, de Pavimento, un grupo pequeño y más bien intermitente, me cuenta que,

en algún encuentro con la policía (él estaba pintando), ellos, los policías, lo pintaron de

pies a cabeza con su propio aerosol: un buen ejemplo de lo que Omar llamaba “inventar

las normas (los correctivos) sobre la marcha”. Reviso el Código de Policía de Bogotá

(Acuerdo 79 de 2003) y no dice nada al respecto; nada; ni explícita ni implícitamente.

Pienso que tendré que consultar un abogado.

27

(vi) Precariedad. Gándara cuenta, respecto del graffiti hip-hop, que uno de sus criterios

originales era que la pintura debía ser robada o “conseguida de alguna manera, pero no

comprada” (2002: 26). Recuerdo que algunos me han dicho: cuando trabajamos para

otros (trabajos comerciales o institucionales) nos sobra siempre mucha pintura: la usamos

para nosotros. Pero allí se termina la “precariedad”. Un ejemplo: todas las personas que

he entrevistado o con quienes he hablado (casi sin excepción) están apertrechadas con

cámaras fotográficas digitales, para registrar sus trabajos, y, generalmente, computadores

con conexión a Internet; muchos diseñan y administran sitios en Internet para mostrar su

trabajo. En realidad, esto pone de presente la dimensión de clase sobre estos grupos y

prácticas. En los graffitis analizados por Silva, la precariedad no era sólo técnica, y por

supuesto estaba ligada a las condiciones socio-económicas de los lugares privilegiados de

su registro. Volveré sobre este punto más adelante.

(vii) Fugacidad. Es decir, de efímera duración. Es extraño, pero ésta es generalmente la

primera razón que las personas que he entrevistado aducen cuando les pregunto por sus

cámaras fotográficas (a veces pienso que en realidad leyeron a Silva). Sin embargo,

muchas intervenciones permanecen incólumes. Las que desaparecen más rápidamente:

las que se hacen directamente sobre avisos publicitarios (en los paraderos de buses, por

ejemplo). Las siguientes: las que se hacen sobre establecimientos comerciales. Luego, en

general, las que están en propiedad privada. Finalmente, las que se hacen sobre

parqueaderos, lotes, parques, plazas, zonas en construcción, etcétera. Andrés me dice: a

veces buscamos las paredes de mármol; como no se puede pintar encima, las pintadas

quedan ahí por mucho tiempo, pero si llega la policía hay que traer una pulidora.

28

Esta rápida confrontación con la teoría propuesta por Silva nos acerca de nuevo a ciertos

tópicos contraculturales. De hecho, puede jugarse a la siguiente paráfrasis: criterios o

condiciones de lo contracultural: marginalidad, anonimato, espontaneidad, escenicidad,

velocidad, precariedad, fugacidad.

Debo insistir en algunos puntos que distancian este estudio del propuesto por Silva,

especialmente respecto del tipo de intervenciones que analizan: mientras que Silva se

centra en graffitis e inscripciones textuales, analizados desde paradigmas lingüísticos,

esta investigación hace énfasis en los mensajes que usan técnicas gráficas de intervención

(esténcil, plantillas). Esto se explica, de un lado, por la progresiva disminución de los

primeros e incremento de los segundos; de otro lado, es evidente que el universo de

referencias del graffiti tradicional es más limitado que el de las intervenciones gráficas

contemporáneas, lo que hace a las segundas más interesantes respecto de las relaciones

con la cultura de consumo, que es la principal preocupación de esta investigación.

Más: el análisis de las imágenes que he registrado no supone un interés formal que exija

cierta clasificación semiológica, en el sentido en que Silva, por ejemplo, estudió la forma-

graffiti. De hecho, pienso que las discusiones posibles alrededor de la transición del

graffiti (textual) al esténcil (icónico), deben llevarse con cuidado, en el sentido en que

pueden derivar hacia problemas formales que finalmente no logran explicar las matrices

sociales de producción de los mensajes (sus referentes). Me interesan más las hipótesis

sobre el recurso a la intertextualidad literaria y de la cultura oral para el caso del graffiti,

y a la intertextualidad audiovisual y multimedial en el esténcil. Mientras que Silva

registra juegos de palabras, giros idiomáticos y alusiones literarias, hoy vemos juegos

visuales, recursos retóricos publicitarios, alusiones a personajes y temas mediáticos.

29

Sobre los míticos graffitis de mayo de 1968, en París (tópico contracultural inevitable),

Gándara cita a Mario Pellegrini: “En las inscripciones se mezclan indicaciones prácticas

para los compañeros, normas de conducta, reflexiones a veces notables de lucidez, con

citas de pensadores y poetas, en las que predominan las de estos últimos, revelando el

valor potencial insurreccional que comporta la autentica poesía. Entre los nombres

citados, figuran en primer término los poetas surrealistas (Bretón, Artaud, Peret, Tzara),

junto con Marx y Bakunin, como puede comprobarse [en cierta antología que cita]”

(2002: 23). De allí puede deducirse la fuerte influencia de la cultura textual (de la alta

cultura textual, de hecho) en estas prácticas contraculturales, que parece relevada hoy por

la influencia de la cultura masiva y la cultura de consumo (cambiar “poesía” por

“publicidad”, en la anterior cita, y comprobar que funciona perfectamente).

Esta transición puede pensarse, por ejemplo, desde una perspectiva generacional, que

revela maneras distintas de pensar la cultura y, por tanto, la contracultura. O desde una

perspectiva de clase, en donde las prácticas contemporáneas de intervención gráfica del

espacio público estarían relacionadas en todos sus procesos (producción, circulación,

recepción) con las clases medias urbanas, naturalmente más expuestas a los referentes de

la publicidad, los medios masivos, canales culturales especializados (cine, artes

plásticas). El evidente ascenso social de estas prácticas, asociadas en los años setenta y

ochenta a las clases bajas y populares, los estudiantes y los grupos marginales, hoy a

grupos constituidos, con circunstancial apoyo institucional, relaciones académicas y

profesionales con las clases medias, etcétera, es significativo en varios sentidos. Jorge

Restrepo, al intentar su definición de contracultura, propone la siguiente distinción:

“Están insinuadas apenas diferencias y semejanzas entre revolución y contracultura,

30

suponiendo, sólo didácticamente, que una perteneció más al desarrollo y la otra a los

segundos, terceros y cuartos mundos” (2002: 17). Podemos extrapolar esta afirmación a

la perspectiva de clase. Es interesante, por ejemplo, que la legitimación cómo “práctica

artística” del graffiti y las pintas se fortalezca cuando son las clases medias quienes lo

hacen visible. En los casos en que se relaciona aún con las clases bajas, las connotaciones

de vandalismo siguen siendo importantes.

Andrés subraya: no vamos a hacer esto: “el vecino pintó la pared, vamos a tirárnosla”;

buscamos casas abandonadas, los muros de los lotes, parqueaderos, los muros que dejan

las construcciones; hay una especie de código implícito. Es decir que no quieren pasar

por vándalos, precisamente.

Y esta distinción me lleva a pensar que es necesaria, en esta presentación del contexto

contracultural que estudio, una clasificación, aunque esquemática, de las intervenciones

gráficas y textuales en el espacio público. Mi propuesta es simple: (i) Graffitis textuales,

especialmente de carácter político, generalmente coyunturales, no sólo por sus temas sino

porque son pintados en momentos relevantes de una situación crítica; normalmente se

trata de mensajes directos y prescriptivos. (ii) Graffitis textuales no políticos (al menos

explícitamente), que incluyen manifestaciones religiosas (“Cristo viene”), declaraciones

amorosas y otros temas que, para esta clasificación, hacen parte de la “miscelánea”. (iii)

Graffitis, pintadas y murales asociados a la subcultura hip-hop6. En este punto el grado de

especialización y especificidad es abrumador: quiénes hacen estas intervenciones usan un

repertorio de códigos, tecnicismos y contraseñas que pretende (y logra) ser hermético a

otras esferas culturales. Los tipos de intervención se dividen, según su complejidad, en

6 Por supuesto, no voy a intentar aquí una caracterización o definición de estos grupos, ni discutiré su sanción como “subcultura”. Me concreto a señalar sus intervenciones como parte de la clasificación que propongo.

31

tags (firmas personales para “marcar” lugares o territorios), piezas (firmas o frases más

elaboradas), producciones (pintadas de gran formato) y un largo etcétera.

(iv) Esténciles, plantillas, murales y carteles publicitarios de pequeños anunciantes. Se

trata de anuncios no avalados por agencias publicitarias o medios oficiales, normalmente

cursos preuniversitarios (“ingrese a la Universidad Nacional”), cursos preparatorios para

los exámenes de Estado (“pre-icfes”), de cursos técnicos, o anuncios de pequeños locales

comerciales. Estos anuncios muchas veces se disputan los espacios ganados por otras

intervenciones, y esto ha significado un verdadero problema para algunos de los grupos

que estudio; Andrés, por ejemplo, me dice que piensa reunir un grupo de personas

interesadas en “recuperar” el espacio público para sus intervenciones, y hacer una

cruzada tapando o interviniendo los anuncios. Su argumento es simple: la publicidad

tiene su espacio, no puede invadir el nuestro (el “nuestro”, dice). Recuerdo la frase de

Omar: el espacio público es público, no de la publicidad. Sin duda, este nuevo capítulo de

la batalla por la calle, en donde ciertas variantes de la publicidad, legal e ilegal,

institucionalizada o popular, entra en juego, será muy interesante.

(v) Esténciles, plantillas, murales y carteles de grandes anunciantes. Una de las

consecuencias insospechadas (para algunos) de las prácticas contemporáneas de

32

intervención en el espacio público, es el creciente interés de grandes marcas y agencias

publicitarias en este nuevo medio. En este caso, la relación con otras intervenciones

parece mucho más limitada. Pocos grupos han intentado, con éxito, pintar directamente

sobre los anuncios publicitarios, o intervenirlos de algún modo.

Y en realidad son más los grupos que han aceptado hacer los anuncios.

33

Aquí, sin duda, hay toda una veta para investigaciones similares a esta. Volveré sobre

esto en el tercer capítulo.

(vi) Finalmente, esta clasificación contempla los graffitis, esténciles, plantillas, murales y

carteles que algunos grupos más o menos homogéneos de jóvenes diseñadores gráficos,

artistas visuales, publicistas y otros, han diseñado y pintado en la ciudad a partir de una

década aproximadamente. En esta última serie, específicamente, he concentrado mi

trabajo de campo, y a partir del trabajo de estos grupos he construido las hipótesis que

presento en este trabajo.

Expuesta esta esquemática clasificación que, insisto, tan sólo busca una descripción

básica del contexto de las prácticas que estudio, podemos volver sobre algunos problemas

importantes que he señalado arriba. Hay que hacer nuevamente algunas preguntas: ¿hay

un conflicto entre la dimensión estética y la ideológica (tema y estilo) de estas prácticas;

una estetización del graffiti? Omar me dice: el graffiti es sólo un formato, lo qué se diga

con él es otra cosa, pero es un formato y está cada vez más relacionado con otros; ahora

hablamos de “arte urbano” (insiste en esto), y eso incluye pintadas, eventos, acciones

plásticas. Por supuesto, tiende a ser una práctica multimedial y más intertextual; esta es,

de hecho, mi hipótesis. Ricardo celebra que la “calidad” técnica y estética de las pintadas

haya pasado a ser un tema importante. Andrés también: dice que no se puede esperar que

las personas atiendan un mensaje sin elaboración estética o estilística o que, al menos,

intente un efecto ingenioso. Él mismo, me dice, escribió las frases de turno en las

paredes, “policías asesinos”, cosas así (el ejemplo es de él), nadie lo ve, nadie lo lee, dice,

estamos saturados; se queja de la “falta de inteligencia”, de ingenio, de quienes insisten

en los mensajes prescriptivos, altisonantes y redundantes. Se burla: “apoyemos la

34

revolución en Nepal”, cuando nadie es capaz de situar a Nepal en un mapa; no tiene

sentido, dice.

Este debate, desde donde lo ve Don Nadie en la revista Mefistófeles, por ejemplo, supone

un pasado ejemplar, ideal, en donde el graffiti tiene intenciones y efectos ideológicos

deseables. Sin embargo, para Andrés, Omar o Ricardo, esto no es tan claro. Los

argumentos usados por unos y otros hacen evidente cierto giro disciplinar en estas

prácticas: el énfasis en la imagen, en la técnica, en la necesidad de interesar (por encima

del texto, el tema, la consigna de convencer) no es gratuito: la mayoría de ellos son

estudiantes o egresados de diseño gráfico, publicidad, artes plásticas, y muchos ejercen su

profesión en otros espacios (universidades, agencias publicitarias o de diseño). Para no ir

más lejos, Oscar, de Mefisto, es diseñador gráfico de la Jorge Tadeo Lozano; Ricardo, de

Zokos, es diseñador de la CUN (Corporación Unificada Nacional); Andrés, de

Toxicómano, es publicista de Unitec (estudió en la Tadeo, también); Heidi, de las

Mayoristas, es artista plástica de la Academia Guerrero; Omar, de Excusado, es diseñador

gráfico de la Universidad Nacional. Renato, de Pavimento, es diseñador gráfico de la

CUN.

Varios de ellos insisten, cuando hablamos, en que trabajan con otras personas, de otras

formaciones (comunicadores sociales, sociólogos) o sin formación universitaria. Oscar

habla de un grupo “interdisciplinario”. Andrés dice que, aunque sean ellos los más

visibles, por razones que llama “de farándula”, hay muchas otras personas, de distintas

formaciones y clases sociales, trabajando en esto. Es cierto; pero esta visibilidad significa

también legitimidad, y son ellos los primeros en ser llamados a los eventos gestionados

por el Distrito, a los medios, a entrevistas como estas que yo hago, los primeros en recibir

35

propuestas para trabajos comerciales de todo tipo (desde la decoración de un bar hasta

una campaña publicitaria masiva, pasando por el diseño editorial).

Precisamente, en una entrevista que Humberto Junca, Elkin Rubiano y Fabiana Gordillo

hicieron a los integrantes de Excusado, ante la pregunta por sus trabajos comerciales y

publicitarios respondieron: “La publicidad no recayó sobre nosotros por ser nosotros, es

una tendencia internacional, todas las grandes marcas, sea Nike, Adidas o cualquier otra

venían haciendo eso en muchas partes. Nos tocó a nosotros por estar acá y ser visibles en

ese momento, no creo que haya que darnos crédito por eso, era algo lógico. Lo que en

algún momento comienza desde abajo, subversivo, independiente, se consume, se vuelve

a reinterpretar y otra vez salé y da cabida a otras cosas. Obviamente, las críticas caen por

todos lados, hay unos que lo apoyan y otros que no. Que las cosas se absorban desde lo

comercial da cabida a que salgan otras cosas, a que salgan críticas, a que se reinterprete,

que cambie lo que está pasando. Lo importante es entender desde dónde se está

trabajando. Si nuestro objetivo desde el principio hubiera sido trabajar independiente para

después poder trabajar en lo comercial creo que sólo estaríamos haciendo cosas

comerciales (…)” (Fresneda y Fajardo, 2007: 19).

En dónde, además, interesa la insistencia en el argumento según el cual el paso a “lo

comercial” es “lógico” y no comporta una contradicción irresoluble. El caso de

Excusado, que es, en principio, un colectivo de diseñadores gráficos, nos trae de nuevo a

la pregunta por la escalada del “diseño contracultural”.

La irrupción del diseño gráfico y las artes visuales en la producción de mensajes

contraculturales puede ubicarse, en Bogotá, hacia el final de la década de 1990, y puede

explicarse, por un lado, por la creciente oferta y demanda de carreras universitarias,

36

técnicas y tecnológicas relacionadas con estas materias y la subsecuente ampliación de

grupos juveniles competentes en la manipulación de imágenes; luego, los movimientos

juveniles contraculturales o de resistencia política, tradicionalmente formados en la

cultura textual (asociados a las ciencias humanas o sociales, alrededor de las cuales

muchos construían o fortalecían su discurso), habrían saturado (según la interpretación

de los nuevos grupos) la capacidad significativa de estos mensajes. El desplazamiento

estilístico supone, por supuesto, un desplazamiento retórico: mayor connotación, menor

denotación; confianza en la ambigüedad, desconfianza de la prescripción; la

interpretación como un problema más allá de la simple recepción. Y un desplazamiento

intertextual, también: los referentes de la cultura popular y mediática se convirtieron

rápidamente en el caballito de batalla del “diseño contracultural”, lo que supuso la

apelación a ciertas competencias interpretativas relacionadas con nuevos estratos

generacionales y de clase.

En un esténcil registrado aparece el logotipo de Bogotá sin Indiferencia modificado a

Bogotá sin Diseño: algo muy significativo en el contexto descrito arriba, que nos lleva a

preguntarnos en qué momento (y cómo) el diseño gráfico se transformó en un tópico

contracultural. Por supuesto, intentar una

respuesta suficiente significaría ubicar estas

prácticas en un contexto de referencias

mundializadas que excede los límites de este

trabajo; sin embargo, intentaré una rápida

vista panorámica7.

7 Los casos que cito me fueron sugeridos por cierta insistencia de quienes he entrevistado en mencionarlos. Es interesante que varias de las personas con quienes hablé se mostraran impacientes por usar referencias a

37

Primero, el trabajo del diseñador canadiense Shepard Fairy, quien, a partir de 1989,

impulsó la utilización de esténcil y carteles fuera de los circuitos comerciales e

institucionales; su trabajo con Obey the Giant (www.obeygiant.com), toda una marca

contracultural hoy día, es tal vez la muestra definitiva de la influencia del diseño gráfico

en las intervenciones urbanas. Fairy usa una imagen aparentemente libre de

connotaciones comerciales, institucionales o ideológicas y la reproduce masivamente en

ciudades canadienses y estadounidenses hasta convertirla en una especie de icono

ambiguo. Omar me dice, sobre las imágenes de Excusado, constantemente criticadas por

“no significar nada”, que no se trata de eso (comunicar algo más o menos concreto) tanto

como de “compartir una imagen”; usa esa expresión: “compartir una imagen”, eso es

todo. Luego, hablando con Andrés, él insiste en la importancia del trabajo de Obey, que

entiende como una demostración de la fuerza de las imágenes y del juego de las

interpretaciones.

El movimiento anti-publicitario Adbusters (www.adbusters.org), que aparece en Canadá

al final de la década de los ochenta, no sólo es un buen ejemplo de las complejas

grupos o trabajos o personas reconocidos internacionalmente, o por exhibir su conocimiento de la historia del graffiti, su manejo de las teorías de la comunicación, casi en todos los casos sin que yo lo preguntara o lo sugiriera. Cierto afán por demostrar legitimidad.

38

relaciones contemporáneas del discurso publicitario y los discursos contraculturales

(Adbusters usa formatos publicitarios, estrategias comerciales, medios masivos, pauta en

espacios publicitarios), sino que se ha convertido en el centro de la controversia sobre la

idea misma de contracultura: Naomi Klein (2002) lo idealiza y propone como modelo,

Heath y Potter (2005) lo atacan y proponen como muestra definitiva del fracaso (o la

imposibilidad) de la contracultura. En todo caso, la reelaboración de piezas publicitarias

propuesta por Adbusters (según Kalle Lasn8, su fundador, una idea basada en el concepto

de detournement de Guy Debord) es un referente imprescindible de todos los

movimientos contemporáneos de intervención gráfica. La idea de Debord, tesis del

llamado “situacionismo” (una de las bases teóricas de la primera contracultura) puede

ilustrarse con el siguiente fragmento: “La subversión estilística es lo contrario de la cita,

de la autoridad, siempre falsificada por el mero hecho de haberse convertido en cita,

fragmento arrancado de su contexto, aislado de la precisa función que cumplía en el

interior de esa referencia, errónea o exactamente reconocida. El estilo subversivo es el

lenguaje fluido de la antiideología. Aparece en aquella comunicación que sabe que no

puede ostentar en cuanto tal ninguna garantía definitiva […] El estilo subversivo no

apoya su causa en nada exterior a la propia verdad de su crítica actual”. (1999: 168).

Heidi me habla de libros y catálogos, compilaciones de carteles, graffitis, “arte urbano”,

cada vez más habituales, especialmente de editoriales norteamericanas (Adbusters ha

publicado un par). Oscar me remite a ciertos sitios en Internet, Omar a otros, Andrés

alaba el trabajo de Los Reyes del Mambo (www.reyesdelmambo.com), un colectivo

8 Esta idea de Lasn aparece en su sitio en Internet, junto con otra, que me parece interesante señalar: la influencia de ciertas técnicas de artes marciales que consisten en usar la fuerza del oponente en su contra; para él, en eso consiste la contracultura.

39

español, Ricardo habla de Banksy (www.banksy.co.uk), un artista urbano británico,

actualmente una alusión obligatoria.

En algún enlace de alguno de estos sitios encuentro a Spy, la anti-marca propuesta por un

artista español que ha plagado las calles de carteles que anuncian los no-atributos de Spy:

“Spy no dura más”, “Spy no te da alas”, “Spy no es light”.

40

No dejo de pensar en una propuesta similar hecha por Jean Baudrillard 40 años antes

(1979: 205): “Garap”, el significante publicitario puro, para señalar el carácter arbitrario

de la marca publicitaria y subrayar la hipótesis según la cual el valor-signo habría

irrumpido en la clásica dicotomía valor de uso / valor de cambio para instalar un nuevo

orden significativo, un orden de sentido en donde todo aparece como un signo

autodeterminado. La insistencia de Baudrillard en esta hipótesis lo ha llevado a afirmar

que todo, hoy, es una construcción simbólica (una construcción “cultural” ha dicho

también), en el sentido en que es una construcción significante que está más allá de sus

condiciones reales (de producción, circulación, etcétera). Siguiendo este argumento, la

tarea del trabajo contracultural consistiría en re-significar estos signos, poniendo en

evidencia sus condiciones estructurales, o sus estrategias retóricas, o sus presupuestos

41

discursivos o ideológicos. Es allí en donde la relación con la cultura de consumo adquiere

mayor sentido.

Es posible que la contracultura contemporánea esté más cerca de estas hipótesis que de

aquellas que afirmaban la radical separación entre la cultura hegemónica y las formas

culturales de resistencia. Esta distinción supone una interesante serie de contrastes entre

los presupuestos de la primera contracultura9, asociada particularmente a las décadas de

1960 y 1970, y la contracultura contemporánea, que puede situarse a partir del final de la

década de 1980. En el primer caso, cierta idealización de las formas de resistencia,

inevitablemente romántica, llevó a afirmar y defender nociones abstractas como la

espiritualidad, en contraposición a la materialidad; la conciencia, en oposición a la razón;

lo natural, contra lo tecnológico (Heath y Potter, 2005: 297). En el segundo caso, el

énfasis se desplaza a las formas de relación, por encima de las oposiciones: ya no la

esencia tanto como la forma; ya no el mensaje tanto como el código. Así, el carácter

sígnico y simbólico de los objetos culturales no es ya poético tanto como lingüístico

(incluso metalingüístico). La contracultura contemporánea le teme profundamente a la

ingenuidad y busca la ironía, el juego retórico, la perífrasis, incluso el cinismo. La

pregunta por el tipo de cultura o dimensión cultural a la que la contracultura se opone no

se resuelve hoy tan fácilmente: cuando la lógica de muchas prácticas contraculturales es

precisamente la ambigüedad, el juego de transiciones entre lo popular, lo masivo, lo

institucional, ya no se puede hablar tajantemente de oposiciones tanto como de

posiciones, de relaciones, de estrategias. Y no se trata únicamente de la contracultura o

9 O, más exactamente, “primera contracultura contemporánea”, atendiendo al uso extendido del término en historiadores como Peter Burke o investigadores como Mijail Bajtin.

42

las formas de resistencia simbólica; otras matrices culturales (la identidad, la

representación) exigen paradigmas similares para su interpretación contemporánea.

En el caso de las prácticas que estudio, por ejemplo, Gándara antepone el “discurso

graffitero” al discurso publicitario (curioso: yo intento mostrar sus confluencias): “El

graffiti, por su esencia no comercial irrumpe como un contradiscurso [¡?] de espacios

tomados con una intención social comunicativa radicalmente distinta: mientras que la

publicidad interpela a un consumidor, el discurso graffitero interpela a otro tipo de

destinatario, instituyendo otras prácticas de lectura y escritura” (2002: 117).

Pero las prácticas contraculturales no se definen sólo por oposición, por supuesto; ya

decía que el juego de identificaciones no es menos complejo: la historia de las relaciones

entre categorías como “cultura popular” y contracultura es por lo menos desconcertante:

algunas veces la primera es una forma de la segunda, luego es al contrario, en ciertos

momentos se anteponen. Andrés, por ejemplo, critica el trabajo del colectivo Popular de

Lujo (www.populardelujo.com), que ha gestionado varios eventos, exposiciones y

acciones de la escena de la gráfica contracultural bogotana, porque, desde donde él lo ve,

están debilitando o tergiversando la idea de “cultura popular”: cómo [los de popular de

lujo] viven en la 170, todo les perece exótico, dice, todo les parece pintoresco, pero para

las personas que viven con eso seguramente no hay ningún problema estético ni nada por

el estilo. La pregunta de Andrés es muy interesante: ¿quién sanciona lo popular?, y luego

¿cómo se usa, y para qué?

Se me ocurre una hipótesis al respecto: las generaciones de jóvenes, especialmente las

clases medias y altas, ven la cultura “popular” como una especie de plataforma retórica,

especialmente irónica, que les permite ciertas experimentaciones estéticas y discursivas

43

(entre ellas algunas prácticas contraculturales) sin el riesgo del patetismo. Lo ridículo o lo

feo o lo vulgar, resulta entonces kitsch o camp o folk, y esto supone un grado de

reflexividad, de alejamiento respecto del objeto cultural. Las generaciones de adultos, en

cambio, especialmente en las clases bajas y medias, experimentan lo “popular” de un

modo no reflexivo. Andrés está de acuerdo, con reservas; no acepta del todo la

inadecuación entre lo contracultural y lo popular que parece implícita en este argumento.

Para la contracultura, o al menos para estos grupos y prácticas que estudio, le digo, lo que

habría, en realidad, sería una meta-cultura popular.

Como siempre, Pierre Bourdieu aparece, providencialmente, para confundir un poco más

las cosas: “Cuando la búsqueda dominada de la distinción lleva a los dominados a afirmar

lo que los distingue, es decir eso mismo en nombre de lo cual ellos son dominados y

constituidos como vulgares, ¿hay que hablar de resistencia? Dicho de otro modo, si, para

resistir, no tengo otro recurso que reivindicar eso en nombre de lo cual soy dominado, ¿se

trata de resistencia? Segunda pregunta: cuando, a la inversa, los dominados trabajan para

perder lo que los señala como vulgares y para apropiarse de eso con relación a lo cual

aparecen como vulgares, ¿es sumisión? Pienso que es una contradicción insoluble: esta

contradicción, que está inscrita en la lógica misma de la dominación simbólica, no

quieren admitirla las personas que hablan de cultura popular. La resistencia puede ser

alienante y la sumisión puede ser liberadora. Tal es la paradoja de los dominados, y no se

sale de ella. En realidad, sería más complicado todavía, pero creo que es bastante para

confundir las categorías simples, especialmente la oposición de resistencia y sumisión,

con las cuales se piensa generalmente esta cuestión. La resistencia se sitúa en terrenos

muy distintos del de la cultura en sentido estricto, donde ella no es nunca la verdad de los

44

más desposeídos, como lo testimonian todas las formas de contracultura que, podría

mostrarlo, suponen siempre un cierto capital cultural”. (1988: 156-157)

Este juego de contraposiciones e identificaciones nos trae de vuelta a los problemas

anunciados al inicio de este capítulo respecto de la definición de lo contracultural. Sin

embargo, creo haber expuesto, clasificado y dispersado ya suficientes argumentos,

opiniones y percepciones que pueden deducirse de mis conversaciones con algunos

integrantes de los grupos más visibles hoy en la escena de la intervención gráfica urbana;

suficientes argumentos, digo, para intentar, a continuación, una elaboración consistente

de la definición de contracultura.

45

2. Una definición de contracultura

(i) ¿Contra qué cultura?

Pregunta clave: ¿a qué cultura o noción de cultura o dimensión cultural se oponen (o

contraponen o resisten o enfrentan) las prácticas contraculturales que estudio? Respuestas

clásicas de la literatura contracultural: a la cultura hegemónica, o totalitaria, o autoritaria.

Pero es casi una tautología. La pregunta inmediata es: ¿qué se entiende por cultura

cuando se supone que hay una cultura hegemónica y, por definición, otras culturas no

hegemónicas? La respuesta es necesariamente relativa. O, más exactamente, la definición

de cultura que soporta esta hipótesis es necesariamente relativa: implica, en primer lugar,

la pluralidad del término, las culturas, y, por supuesto, el uso de la acepción

antropológica del concepto, como se ha llamado en oposición a la acepción corriente que

privilegia las producciones artísticas, literarias y, en general, asociadas a la “alta cultura”.

Esta primera evidencia es importante: pensar la contracultura en oposición a la cultura

artística, a la alta cultura, significaría ubicarse en el espacio de las producciones

artísticas populares o marginales o periféricas; es decir, prácticas que reproducen, al

imitarlas, las lógicas del campo artístico construido desde la alta cultura. En este caso, las

posibilidades de crear nuevas lógicas culturales se reducen notoriamente; antes bien, estas

prácticas aparecen normalmente como más conservadoras y rígidas: es el caso de las

danzas folclóricas, la pintura al caballete, las coplas (en oposición a la danza

contemporánea o el performance, las artes visuales que experimentan con los formatos,

los versos libres). Las apelaciones a la “tradición” o la “conservación” parecen más

46

evidentes en el arte popular. Aquí las posibilidades contraculturales parecen limitarse

muy rápidamente.

En otra acepción de cultura, que amplía la definición para incluir todas las producciones

simbólicas de los grupos sociales, más allá de aquellas sancionadas como artísticas, la

noción de contracultura se amplía en el mismo sentido: si una práctica culinaria es un

dato cultural, otra puede ser contracultural. Lo mismo puede decirse del vestido, el

transporte, las relaciones sexuales, los intercambios económicos. Lo cultural, en este

sentido, aparece en un nivel significativo, más allá del orden significante.

De hecho, el plano del significado adquiere aquí cierta autonomía, cierto nivel de auto-

referencia: sancionar lo cultural como un conjunto de construcciones simbólicas significa

también lo contrario (el problema se desplaza hacia la definición de lo simbólico).

Baudrillard (1978) hace notar la paradoja de esta definición: nada escapa a la definición

de lo cultural (ni siquiera lo contracultural) en tanto pueda leerse (la cultura como un

texto) o, en todo caso, interpretarse.

En uno de muchos intentos por distinguir la sanción subcultural de la contracultural el

argumento central es precisamente el “énfasis en la producción de símbolos”: “La

subcultura presenta rasgos contraculturales en el momento en que el grupo excluido libra

una batalla por establecer su identidad y crear vínculos simbólicos connotadores de la

misma. Ello explica el énfasis en la producción de símbolos que caracteriza a las

contraculturas. Explica también que el sistema pueda neutralizarlas apoderándose de

ellos, universalizándolos e invirtiendo su significado” (Britto, 1991: 55).

Luego, está también la condición de función social en los objetos y procesos culturales:

estos cohesionan, identifican, sirven de referente, convocan, confrontan o asocian a los

47

grupos sociales. En la definición del historiador Peter Burke, por ejemplo, leemos:

“Cultura es el sistema de significados, actitudes y valores compartidos, así como de

formas simbólicas a través de las cuales se expresa o se encarna” (Zubieta, 2000: 34).

Una definición que intenta reunir la acepción antropológica-semiótica (sistema de

significados, actitudes) y la acepción artística (formas simbólicas que los expresan), con

la condición explícita del consenso (valores compartidos). Lo más interesante de la

definición de Burke es que hace parte de una propuesta de clasificación que incluye

conceptos como cultura popular y contracultura: “cultura popular es la cultura no oficial,

la cultura de los grupos que no forman parte de la elite, las clases subordinadas, tal como

las definió Gramsci […] contracultura es la cultura que se diferencia de y rechaza a la

cultura dominante” (Zubieta, 2000: 34). De nuevo el supuesto de una jerarquía cultural

articulada alrededor de cierta cultura dominante: el rechazo o marginación o adaptación

respecto de esta cultura dominante parece ser el principal marcador de la clasificación

cultural.

Esto nos lleva al problema de la definición, precisamente, de las culturas dominantes: ¿se

trata únicamente de la adscripción de clase?, en este caso ¿es una simple extrapolación de

una jerarquía social? La tautología amenaza nuevamente. Pero las dimensiones culturales

que constituyen el punto de referencia de movimientos marginales (populares) o de

resistencia (contraculturales) han sido históricamente muy distintas. En un momento,

ciertas maneras aristocráticas, o el sistema de producción, luego, la racionalidad

moderna, o la moral burguesa, o la tecnocracia, o la masificación, en otro momento es la

individualización, la explosión identitaria, el consumo. Las constantes luchas por el poder

en el campo cultural suponen ciertas transformaciones de las prácticas y lógicas que

48

pueden considerarse, en un momento, dominantes, y, por lo tanto también, de aquellas

que se consideran marginadas o subordinadas o resistentes o simplemente aisladas.

Puede afirmarse que una buena razón para distinguir los dos momentos contraculturales

que propuse en el primer capítulo es precisamente su relación con distintas concepciones

de la cultura dominante.

Mientras la primera contracultura contemporánea se oponía a una cultura dominante

caracterizada como “tecnocrática”, y construía esta caracterización a partir de categorías

como “hegemonía” o, precisamente “dominación”, la segunda contracultura se opone a

una cultura determinada por la simulación y la ambigüedad, y se enfrenta, también, a su

propia situación paradójica.

Para ilustrar esta hipótesis, cito algunos argumentos que se repiten constantemente, con

pocas variables, en la literatura sobre la primera contracultura: “El mensaje contracultural

es adversario directo de la lógica unilateral, la estratificación social, el autoritarismo, la

restricción sexual, la despersonalización y la agresividad presentadas como paradigmas

por el discurso de la modernidad” (Britto, 1991: 46). En donde la contracultura se opone

nada menos que a la modernidad misma, o a cierta caricatura de la modernidad. Pero

Britto va aún más lejos: “En este sentido, las contraculturas fueron la verdadera

postmodernidad. Si se acepta la más valida definición de esta última, que la considera

como una crítica de la modernidad, se aprecia de inmediato que las contraculturas

justamente negaron en todos los campos –filosófico, político, social y vivencial– los

postulados de la modernidad” (1991: 46). Una idea arriesgada, sin duda. En todo caso,

reproduce una concepción de la cultura como dimensión transversal de lo social.

49

Precisamente, la figura de una cultura hegemónica o dominante proviene de esta

extrapolación.

Roszak (1973) define la tecnocracia como cierta disposición de las prácticas sociales y

culturales hacia la estandarización, el juicio técnico o utilitarista, la cuantificación. En

contraposición a esta “lógica tecnocrática”, la primera contracultura contemporánea

defendió todas aquellas prácticas culturales que parecieran escapar al juicio técnico,

inmediatamente identificado con el juicio práctico o, incluso, con el juicio racional, así

como aquellas que parecieran refractarias a la cuantificación, identificada rápidamente

con la mensurabilidad. De allí que en ciertas esferas culturales se haya iniciado una suerte

de huida hacia delante en dónde estas oposiciones se extrapolaron, en una dialéctica

excesiva, hacia categorías históricas amplías del tipo civilización/barbarie. En este

sentido, es casi comprensible la confusión de tecnocracia con modernidad (como sucede

en el argumento de Britto), o con mundialización capitalista, o con liberalismo

económico, o con otras categorías sociales o históricas que se cruzan necesariamente con

concepciones asociadas al “progreso”, por ejemplo.

En esta concepción de lo cultural hegemónico como “tecnocrático” tienen una importante

influencia las discusiones alrededor de los medios masivos de producción, de

comunicación, de entretenimiento, de mercadeo. La idea de contraponer a estos procesos

cierta defensa de lo anacrónico, manifestada en el elogio de lo local, del corto plazo, de

las asociaciones o grupos sociales reducidos, de las economías de pequeña escala (incluso

de subsistencia), etcétera; todo ello estuvo siempre en el límite más ambiguo de la

defensa de valores conservadores que revelan la concepción de la cultura como un

problema moral, antes que otra cosa. Este moralismo de la primera contracultura

50

contemporánea presume, digo, una concepción trascendental de la cultura que no se

distancia mucho de la concepción alentada desde la alta cultura por las elites. En este

mismo argumento, las variantes religiosas de esta primera contracultura son

evidentemente más importantes que en la segunda. Desde el orientalismo hasta la

teología de la liberación.

Precisamente la categoría de “dominación” tiene correspondencias con este aspecto moral

de las visiones de lo cultural y lo social. Trasciende la esfera de la producción económica

y se extiende (también a través de amplias categorías históricas) hacia ciertas metáforas

de las jerarquías (pastor y rebaño, amo y esclavo), que denuncian de nuevo una afición,

no propiamente estructuralista, a las dicotomías.

La categoría de “dominación”, sin embargo, fue objeto de fuertes discusiones en el centro

y la periferia de la primera contracultura: unos la consideraron insuficiente para explicar

los mecanismos sutiles que la hacían posible, otros arguyeron que naturalizaba las

relaciones nombradas por ella, otros, que no se comprendía como un proceso. La

solución vino precisamente de una categoría desarrollada para pensar la dimensión

cultural de la dominación: la hegemonía. En líneas gruesas, la hegemonía es el proceso en

el que una clase consigue que sus intereses sean reconocidos como suyos por las clases

subalternas. Esta es una de las primeras definiciones de Antonio Gramsci (1985), de

donde parte la discusión contemporánea sobre la categoría. Este proceso de “alienación”

de los intereses de las clases subalternas es primordialmente un proceso cultural: no opera

explícitamente en el nivel de lo político (entendido como “estatal” en Gramsci), en el

sentido en que no se manifiesta a través de prescripciones institucionalizadas, leyes u

otras formas explícitas de control social, tanto como de la construcción de consensos

51

estéticos, éticos, estilísticos, simbólicos. Para Gramsci, uno de los paradigmas de la

hegemonía es la noción de “sentido común”, en tanto permite naturalizar más

efectivamente las sanciones hechas desde las clases dominantes. Al respecto, anota

Zubieta:

“Aquel que tiene como misión abolir el orden que el sentido común –en tanto herramienta

de la clase (y para la clase) dominante y construida por ella– pretende hacer pasar por

natural y necesario, debe dar una batalla en el campo cultural10 a fin de hacer caer la

hegemonía de las clases dominantes. Así, la lucha política no se circunscribe únicamente

a la conquista del Estado, sino que se extiende a toda la sociedad civil” (Zubieta, 2000:

39)

Esta noción de la cultura como campo de batalla, en dónde se lucha por el control

hegemónico de consensos como el “sentido común”, hace posible la idea de una

contracultura que pueda sostener cierta contrahegemonía: “La hegemonía está siempre en

un equilibrio muy frágil y precario, y tiene que mantenerlo a expensas de cambiar,

incorporar, neutralizar y excluir aquellas prácticas que pueden ponerla en cuestión […]

De allí que pueda pensarse la contrahegemonía o hegemonía alternativa. La hegemonía

es dominante pero jamás lo es de un modo total o exclusivo. Formas alternativas u

opuestas siempre existen en el seno de las prácticas culturales” (Zubieta, 2000: 40).

Potenciar o fortalecer tales prácticas es precisamente el sentido de los proyectos

contraculturales. Luego, si se insiste un momento en la idea según la cual toda práctica

cultural posibilita e incluso supone sus propias oposiciones y alternativas, no está lejos la

afirmación de la contracultura como un elemento dinamizador de las prácticas culturales.

Esta hipótesis puede solucionar algunos de los problemas clásicos de la definición de 10 El subrayado es mío

52

contracultura, al entenderla como un modo de producción cultural transversal a todos los

grupos sociales, incluso los más conservadores o aquellos que defienden intereses

“hegemónicos”, en tanto se benefician de la movilidad transitoria (o ilusoria) de ciertas

prácticas contraculturales controladas, incluso institucionalizadas.

Esta idea puede sostenerse según los mismos argumentos usados por Antonio Méndez

respecto de la cultura popular. Los debates sobre la categoría de “cultura popular”, como

intento demostrar, tienen importantes correspondencias con el problema contracultural:

“Con todo, una acepción de lo popular en tanto modo de producción cultural, y no sólo

como producto de unas clases o grupos subalternos, permitiría, a través de la noción de

dialogismo [en el sentido que le da Bajtin], no sólo propiciar vías de entrada semiótica a

sus dinámicas históricas, sino también eludir la tentación de considerar intrínsecamente

crítica, justa o liberadora, toda acción de estas clases o grupos […] Así pues, lo popular

no constituye ni un sujeto ni un objeto, digamos, intrínsecamente bueno (tradicional,

natural, espontáneo…), sino un modo de interrelación, de producción y de uso que se da

en condiciones históricas variables pero concretas, que puede desplazarlas, removerlas o

subvertirlas peligrosamente, pero difícilmente dejarlas intactas o fijas” (Méndez, 1997:

133)

Lo mismo, insisto, puede afirmarse de la contracultura, añadiendo la idea de su función

dinamizadora de prácticas culturales asociadas. En todo caso, el uso de esta definición no

corresponde a las autorepresentaciones de las primeras contraculturas contemporáneas,

que se entendieron a sí mismas principalmente como grupos concretos y más o menos

homogéneos, y a la cultura hegemónica como un ente cerrado, autodeterminado y

ahistórico. Precisamente la imagen de un sistema cultural dominante significó (y significa

53

hoy todavía en considerables dimensiones) el punto más crítico de la ingenuidad política

que hoy tanto teme la segunda contracultura. A este respecto, Heath y Potter son

particularmente inflexibles:

“En este libro mantenemos que varias décadas de rebeldía antisistema no han cambiado

nada, porque la teoría social en que se basa la contracultura es falsa […] no hay ningún

sistema único, integral, que lo abarque todo. No se puede bloquear la cultura porque la

cultura y el sistema no existen como hechos aislados. Lo que hay es un popurrí de

instituciones sociales, la mayoría agrupadas provisionalmente, que distribuyen las

ventajas y desventajas de la cooperación social de un modo a veces justo, pero

normalmente muy injusto. En un mundo así, la rebeldía contracultural no sólo es poco

útil, sino claramente contraproducente. Además de malgastar energía en iniciativas que

no mejoran la vida de las personas, sólo fomenta el desprecio popular hacia los falsos

cambios cualitativos” (2005: 19)

Para Heath y Potter, la distinción entre dominación y hegemonía fue mal comprendida,

incluso tergiversada, y alimentó la incomprensión de los actores contraculturales sobre el

entramado de relaciones entre política y cultura. La cultura fue aislada de las relaciones

de poder e inmediatamente después reintegrada con una especie de confianza

desmesurada en su capacidad transformadora. Esta confianza, caracterizada como un

lastre romántico por las nuevas generaciones contraculturales, significa tal vez el

principal punto de inflexión en la transformación de las concepciones de cultura y

contracultura.

Al voluntarismo criticado por Heath y Potter se contrapone hoy una suerte de

escepticismo político radical que, en todo caso, no añade nada a la comprensión de las

54

relaciones entre política y cultura. Esto ha sido evidente a lo largo de todo el trabajo de

campo en esta investigación: el escepticismo, los constantes matices impuestos a la

confianza en los efectos de las prácticas contraculturales, revelan un profundo temor a la

ingenuidad y una clara necesidad de distinción frente a la imagen de la primera

contracultura. Este juego de oposiciones, no sólo entre nociones de cultura, o cultura

hegemónica, sino entre las propias imágenes de contracultura, me permiten examinar otra

explicación-definición de la contracultura: un conjunto de prácticas culturales

caracterizadas por la lógica competitiva de la distinción.

Esta es precisamente una de las tesis centrales de Heath y Potter: muchas prácticas

contraculturales debieran entenderse como respuestas a la necesidad de distinción de

grupos sociales que usan esta distinción estratégicamente para mejorar su posición en un

campo. Así, por ejemplo, los recién llegados a un campo y que disponen de un capital

menor se inclinan a utilizar estrategias de subversión, herejía o heterodoxia. También

Bourdieu advierte esta característica de los juegos posicionales y, de algún modo, llega a

la misma conclusión que Heath y Potter, respecto de la inanidad política de estas

prácticas. Sin embargo, mientras ellos resienten la falta de trabajo institucional, Bourdieu

lamenta que estas prácticas no signifiquen transformaciones ideológicas:

“Ellos [los actores contraculturales] están condenados a utilizar estrategias de subversión,

pero estas deben permanecer dentro de ciertos límites, so pena de exclusión. En realidad,

las revoluciones parciales que se efectúan continuamente dentro de los campos no ponen

en tela de juicio los fundamentos mismos del juego, su axiomática fundamental, el zócalo

de creencias últimas sobre las cuales reposa todo el juego” (1990: 137-138)

55

Estas visiones de la contracultura, aparentemente cercanas, revelan en realidad posiciones

antagónicas respecto de la finalidad de las prácticas contraculturales. Heath y Potter

insistirían en que cambiar la “axiomática fundamental” del campo cultural sería

contraproducente para la contracultura, en tanto su posición en el campo está garantizada

precisamente por la permanencia de tal axiomática, que presume la necesidad de

alternativas u oposiciones de forma, que impulsen la aparición de nuevos espacios

hegemónicos, nuevos medios, nuevos mercados, nuevos agentes, mayor movilidad entre

las esferas culturales, generacionales, etcétera.

No hay que llevar estos argumentos muy lejos para deducir que los actores culturales

“condenados”, exigidos, a usar estas estrategias no son precisamente parte de grupos

marginados o subordinados; en principio, porque el capital cultural de estos grupos sólo

les permite aproximarse a las estrategias contraculturales desde la “cultura popular” o

desde modelos culturales elementales normalmente tomados de las clases medias y

tergiversados con arreglo al contexto. Pero especialmente porque las características del

campo cultural contemporáneo y sus juegos posicionales han sido construidos desde las

clases medias emergentes, especialmente aquella que Mike Featherstone llama “los

nuevos intermediarios culturales”. Y son estas clases las que asumen estas estrategias

precisamente porque las encuentran rentables socialmente. Las clases bajas y populares

no. Para estos grupos simplemente no son socialmente rentables las estrategias

contraculturales contemporáneas, caracterizadas por su compleja reflexividad, ironía y

lógica paradójica.

Luego, estos “nuevos intermediarios culturales”, según Featherstone, “se hallan

dedicados a la provisión de bienes y servicios simbólicos: comercialización, publicidad,

56

relaciones públicas, producción de radio y televisión, locución y animación, periodismo

de revistas, periodismo de modas”. No es, pues, ninguna casualidad que las personas con

quienes trabajé para caracterizar la contracultura de las intervenciones en el espacio

público hagan parte precisamente de este grupo, como se ve en el anterior capítulo.

Featherstone agrega: “Los fascinan la identidad, la presentación, la apariencia, el estilo de

vida y la búsqueda sin término de nuevas experiencias” (Featherstone, 2000: 87).

A partir de allí, la identificación generacional no parece arriesgada: hablamos de jóvenes

y jóvenes-adultos. La nueva clase media de jóvenes caracterizados como intermediarios

culturales, provistos de competencias culturales y tecnológicas que los hacen

indispensables en muchos procesos de la producción cultural contemporánea. Para

Featherstone, estos nuevos intermediarios, que “también incluye a quienes proceden de la

contracultura o han recogido elementos de su imaginería en contextos diferentes” tienen

el poder de “ampliar y poner en tela de juicio las nociones de consumo dominantes”

(Featherstone: 51), en tanto se han especializado en la manipulación del código y los

medios de circulación de este discurso.

Respecto de esta identificación entre las prácticas contraculturales (o las competencias

necesarias para producirlas) y la “juventud” todavía queda mucho por decir. Roszak,

Restrepo y Britto, entre otros, no ocultan su pesimismo: en tanto los jóvenes dejan de

serlo, su posición contracultural se hace insostenible. Britto:

“A la lógica de la importancia demográfica de los sectores excluidos, se superpone otra

de la categoría de marginación impuesta al grupo que adopta la contracultura. La

oposición es más duradera cuando el status de marginación es menos modificable, y más

acérrima y radical a medida que dicha marginación es más dura. Así, la rebelión juvenil,

57

que constituye el núcleo de la contracultura, se suaviza y se disipa desde que sus

adherentes se hacen adultos y se reintegran a su clase originaria” (Britto: 53)

Roszak, además, resiente que la contracultura esté en manos de sujetos tan dispuestos a la

cooptación por el esnobismo, y su regaño no deja de ser, a su pesar, divertido:

“Una crítica más justa de los jóvenes podría ser el llamar su atención sobre la pésima y

miserable actitud con que han aceptado la fraudulenta publicidad de los medios de

comunicación sobre sus primeros y balbucientes experimentos. Demasiado a menudo esa

parte de la juventud cae en la trampa de reaccionar de una manera narcisista o defensiva

frente a su propia imagen reflejada en el frívolo espejo de los medios de comunicación.

[…] La prensa ha establecido de manera concluyente que el disentimiento es puro

esnobismo. Pero, en todo caso, lo que consiguen esos medios es aislar las aberraciones

espiritualistas más descabelladas y, por consiguiente, atraer al movimiento muchos

farsantes extrovertidos” (1973: 51-52).

Cabe señalar que estas críticas, referidas a la primera contracultura contemporánea, en

ocasiones son difíciles de aplicar a la segunda contracultura. Por un lado, la “restitución

de clase” de que habla Britto parece improbable en una contracultura que proviene de la

clase media y se dirige allí mismo; si se refiere a la inserción institucional y en el sistema

productivo y de mercado, esto resulta hoy, más que una contradicción, una ventaja.

Respecto de la cooptación, la asunción de valores como la reflexividad, el escepticismo,

incluso el cinismo, tanto desde la producción contracultural como desde ciertas

producciones culturales hegemónicas hace más difícil la evaluación de estos procesos. En

el ejemplo paradigmático de la colaboración de Excusado con la campaña publicitaria de

cigarrillos Pielroja, es notoria la compleja negociación sobre el diseño y el contenido de

58

las piezas: parece claro que no se trata de simple “cooptación” por parte de la agencia o la

marca publicitaria, que se evidencian dispuestas a ceder en puntos relevantes de la

campaña (por ejemplo, la frase “Ya que la frente has levantado, jamás la vuelvas a

agachar”.

Las relaciones entre los circuitos culturales dominantes, en este caso el publicitario, y la

producción contracultural se han hecho más complejas precisamente por el poder que la

intermediación cultural especializada les da a estos jóvenes de clase media.

Parece ser, entonces, que es importante hacer la pregunta opuesta: ¿con qué cultura

hablamos de contracultura?, o ¿con qué cultura se relacionan las prácticas

contraculturales que estudio?

(ii) ¿Con qué cultura?

59

De las dimensiones culturales generalmente asociadas a las prácticas contraculturales una

me interesa especialmente: la de las llamadas “culturas juveniles”. Esta relación aparece

constantemente, como se vio en el primer capítulo, en las auto-representaciones de los

actores contraculturales, y es también una constante en la bibliografía interesada en el

tema. Sin embargo, normalmente no es una categoría reflexiva, ni siquiera explícita;

simplemente aparece allí como algo natural, como una obviedad.

Es posible establecer un conjunto de hipótesis sobre la influencia recíproca de los

conceptos “contracultura” y “cultura juvenil”, respecto de la construcción de sus

definiciones en el debate de las ciencias sociales. Aunque debo subrayar que no se trata

de pensar tales conceptos como prácticas culturales tanto como clasificaciones o

categorías construidas en la teoría social. En este sentido, no intento establecer relaciones

entre los grupos o prácticas comprendidos en estas categorías tanto como entre las

categorías mismas. Lo intentaré a partir de la definición y el uso de estos conceptos en

algunos textos que considero importantes marcos de referencia en la definición de alguno

de los dos.

La hipótesis es que la construcción de las definiciones de “contracultura” y “cultura

juvenil” ha seguido lógicas semejantes y ha obedecido a coyunturas análogas. Sin

embargo, la perspectiva reflexiva sobre las construcciones conceptuales, es decir, la

preocupación meta-teórica, aparece muy difícilmente en la literatura sobre culturas

juveniles y contraculturas. De allí que haya decidido usar una estructura de referencias

para la construcción de cada uno de estos conceptos en la teoría social contemporánea

para, a continuación, adelantar algunas hipótesis sobre la articulación de estas estructuras

a partir de imaginarios, juicios y razonamientos coincidentes.

60

La construcción de las definiciones de “juventud” y “cultura juvenil” normalmente

vuelve sobre una serie de tópicos que he decidido caracterizar como dicotomías, aunque

no necesariamente como contraposiciones. El interés en estructurar de este modo las

referencias que utilizo es principalmente didáctico: busca cierta claridad expositiva y la

posibilidad de plantear relaciones con la genealogía de la categoría “contracultura” de un

modo más sencillo.

Por un lado, es posible constatar, en las definiciones de juventud, una continua tensión

entre la metáfora que califica a la juventud como la vanguardia (histórica) y la que la

sitúa en el espectro contrario: la juventud como una etapa de preparación, como una

carencia respecto de un proyecto lineal, en suma, como la retaguardia. Una segunda

dicotomía estaría constituida por la tensión entre las definiciones que privilegian la

dimensión pasiva de la juventud (pasividad económica y productiva), y aquellas que

privilegian su dimensión activa (actividad política y cultural). En este punto la hipótesis

de las definiciones convergentes se fortalece: también la contracultura ha sido definida

constantemente como una actividad política y cultural que precisamente se resiste a ser

productiva económicamente. La operación efectiva y capitalizable cancela por definición

una práctica contracultural, y del mismo modo no se es joven en la inserción plena en las

estructuras productivas (como en el argumento de Britto, arriba). Finalmente, la tercera

dicotomía aparece en el marco de la paradoja que surge entre el proyecto moderno y el

imaginario romántico que le sobrevive: la juventud se define al mismo tiempo como

paradigma de creatividad y libertad (románticas) y como el producto moderno de la

clasificación social o la autonomización de los grupos. También desde esta disyunción

puede leerse la construcción de las definiciones de contracultura: unas veces, resistencia

61

(romántica) al proyecto moderno (en la hipótesis de Britto o en la propuesta de Roszak de

identificar, en el límite, modernidad y tecnocracia); otras veces estrategia cínica (o

“desencantada” según Reguillo) de oposición al romanticismo. De nuevo la distinción

entre la primera y la segunda contraculturas contemporáneas. Esta dicotomía se cruza

particularmente con la primera desde la perspectiva según la cual la Historia puede leerse

en clave cronológica con arreglo al ciclo de la vida humana: allí, la adolescencia y la

juventud aparecen como paradigma del progreso industrial (moderno).

A partir de la estructura dicotómica propuesta arriba, es posible enfrentar, a continuación,

los procesos de definición de las categorías que me interesan.

Como he afirmado ya, una revisión incluso superficial de la literatura sobre contracultura

nos lleva a deducir fácilmente las restricciones del concepto y el debate asociado a éste.

En primer lugar, el marco temporal de la mayor parte de esta producción teórica, décadas

de los sesenta y setenta, permite inferir (retrospectivamente) intereses políticos,

académicos, editoriales, que en muchos casos significan la deformación y el uso dúctil de

la categoría. En una de las genealogías posibles, el término “contracultura” fue usado

enfáticamente en el discurso de la segunda generación de la escuela de Frankfurt,

particularmente por Marcuse (1972), para expresar la dimensión ideológica de la

dominación y su oposición o resistencia. Allí resulta clara la influencia de las nociones de

“hegemonía” y “contrahegemonía”, desarrolladas por Gramsci (1985), el debate sobre la

“industria cultural” abierto por la primera generación de Frankfurt y, por supuesto, los

principales presupuestos marxistas. Por otro lado, los llamados “situacionistas” franceses,

especialmente Debord (1999), utilizaron también el término, entendiéndolo como un

trabajo de intervención transgresiva en las prácticas culturales, más que como un

62

movimiento de creación. Estas dos referencias fueron de gran importancia en los

conflictos políticos que han sido reducidos históricamente a las protestas estudiantiles de

mayo de 1968 en París, tópico inapelable, también, de la categoría “cultura juvenil”.

Sobre este punto parece interesante detenerse en la siguiente estrategia argumentativa,

que pretende situar históricamente la génesis de la cultura juvenil precisamente en el

espacio de la contracultura: “Aunque podamos encontrar vinculaciones entre

movimientos sociales y movimientos juveniles a lo largo de la historia, no es sino hasta la

década de los años sesenta del siglo veinte cuando el joven irrumpe de manera

contundente en el escenario político, ya no como sujeto pasivo, sino como protagonista

activo. Berkeley 1964, París, Roma, Praga y México 1968 convirtieron a esta década en

un referente mítico de los movimientos juveniles. Por primera vez podemos hablar de una

vinculación estrecha entre movimiento social y movimiento juvenil” (Feixa, Saura y

Costa 2002: 11).

Nótese, además, en esta cita, la alusión a cierta transición de la pasividad a la actividad

política, que sin embargo no tiene un correlato en la esfera económica; por el contrario, el

texto citado continúa precisamente subrayando el carácter económicamente dependiente

de los grupos sociales juveniles: “Esta situación no fue gratuita: políticamente las

democracias occidentales están consolidadas; económicamente el capitalismo manifiesta

un crecimiento continuo que, por un lado parece garantizar el empleo a casi toda la

población activa y, por otro, permite un mayor consumo a las distintas capas sociales,

incluyendo a los jóvenes; la emergencia del estado de bienestar crea las condiciones para

un crecimiento socialmente sostenido y para la protección de los grupos dependientes. En

un contexto de plena ocupación y creciente capacidad adquisitiva, los jóvenes se

63

convierten en uno de los sectores más beneficiados por las políticas de bienestar” (Feixa,

Saura y Costa 2002: 11)

Por supuesto, la garantía de esta cesantía económica (que puede asociarse directamente a

las ideas de moratoria social y capital temporal) no corresponde al contexto social y

económico de regiones en desarrollo. En este sentido la precisión de Restrepo (2002: 17),

que ya he citado antes, respecto del uso de términos similares a contracultura resulta

pertinente.

Por otro lado, hay que señalar que la popularización del término “contracultura” y de la

discusión alrededor suyo, si atendemos al volumen editorial, llegó de la mano del

movimiento hippie norteamericano y los fenómenos asociados a éste, que no dejan de ser

heterogéneos: el movimiento beatnik (casi exclusivamente literario), la música folk, rock

y pop, el orientalismo (con variantes religiosas, estéticas y etcétera), el conflicto

generacional de la segunda posguerra, la re-estructuración del medio productivo

norteamericano (frente a la crisis del modelo industrialista), la aceleración informática y

comunicacional, los conflictos bélicos postcoloniales, y un largo etcétera. La explosión

de la categoría “contracultura” parecía inevitable: a mediados de los setenta todo lo

exótico, nuevo o singular (sanciones generalmente hechas desde la oposición

generacional) fue llamado contracultural, de manera que el concepto dejó de ser

operativo y desapareció violentamente del léxico de la teoría social.

En la década de los noventa, algunos de los espacios y conflictos sociales que habían sido

abarcados en la categoría “contracultura” fueron trasladados a la “subcultura”, noción que

claramente hace énfasis en la determinación de estos grupos y hechos desde otros

dominantes o hegemónicos que los contienen. Así, por ejemplo, la “cultura parental”

64

contendría (y en ese sentido, limitaría y definiría por oposición) a la “cultura juvenil”. Al

mismo tiempo, coincidencialmente, la juventud dejaba de ser “contracultural”: en un

informe de la UNESCO titulado La juventud en la década de los ochenta puede leerse:

“En el 68 se hablaba de confrontación, protesta, marginalidad, contracultura; en

definitiva, era un lenguaje que denotaba una confianza posible en un cambio hacia un

mundo mejor. Tal vez en el próximo decenio las palabras claves que experimentarán los

jóvenes serán: paro, angustia, actitud defensiva, pragmatismo, incluso supervivencia”

(Feixa 2005: 11). Esta identificación de lo que puede denominarse contracultural con

cierta generación de jóvenes (de la segunda postguerra) está evidentemente relacionada

con la generación de intelectuales que interpretaron estas categorías en las décadas de los

ochenta y los noventa, pero también es significativa del juego de roles que en ese

momento significó la legitimación política de la cultura juvenil: “La juventud

reemplazaba al proletariado como sujeto primario de la historia y la sucesión

generacional substituía la lucha de clases como herramienta principal de cambio” (Feixa

2005: 5).

Resulta claro que la distinción entre “contracultura” y categorías similares como

“subcultura” exige su ubicación respecto de conceptos o prácticas cuyo énfasis es

político, o estético, o económico. En la bibliografía más contemporánea (Heath, Potter

2005), se entiende por “contracultura”, o por grupo contracultural, cierto tipo de

agrupación social que tiene como centro de gravedad un modelo de resistencia o

confrontación con ideologías e imaginarios considerados dominantes o hegemónicos, y

desarrolla estos procesos fuera, o a pesar de, las instituciones que administran la cultura

hegemónica. Contracultura haría énfasis, entonces, en la producción cultural, es decir,

65

para abreviar, simbólica. Y este énfasis en la producción simbólica es también una

constante en las definiciones de la cultura juvenil, especialmente cuando se insiste en la

reivindicación de modos de expresión o comunicación propios de los jóvenes: “Los

jóvenes –que en su mayoría hablan muy poco con sus padres– les están diciendo muchas

cosas a los adultos a través de otros idiomas: los de los rituales del vestirse, del tatuarse y

adornarse, o del enflaquecerse conforme a los modelos de cuerpo que les propone la

sociedad” (Martín-Barbero 2004: 40). Esta apelación a los “otros idiomas” es también

moneda corriente en la retórica contracultural.

Vale la pena cuestionar nuevamente este afán por descubrir prácticas significativas en

cualquier variable estética, estilística o discursiva de un grupo cultural o subcultural, por

superficial que ésta parezca (o sea). Baudrillard advertía ya sobre la “pulsión de

significado” de la teoría social contemporánea. Siempre es posible que, digamos, el uso

de cierto accesorio de moda, no signifique nada, no sea indicativo de nada más que una

tendencia estilística autocontenida. En todo caso es una hipótesis que hay que mantener

abierta, para no caer en la ingenuidad de hacer significar prácticas probablemente

inofensivas.

Estas aproximaciones a una definición conducen inevitablemente a una pregunta esencial:

¿es operativa la noción de contracultura como categoría de análisis para el estudio de

ciertos grupos sociales? Por supuesto que si se toma como un concepto-marco del

contexto europeo y norteamericano de los años setenta resulta impertinente metodológica

e incluso políticamente. Ciertamente parece una noción anacrónica y en muchos ámbitos

es impopular. Pero es importante estudiar las causas de su virtual desaparición en el

trabajo académico contemporáneo. Es posible que otras nociones, como subcultura, no

66

sean suficientes para dar cuenta de las relaciones de poder, resistencia y agenciamiento en

los grupos sociales; en este caso, el estudio de la juventud como grupo social y cultural

particular. Una subcultura se entiende como una cultura micro que se inscribe

(forzosamente quizá) en una macro, pero que en todo caso no se opone activamente a

ésta: políticamente, la naturalización de esta clasificación parece infortunada.

Britto propone la siguiente dimensión del problema: “Así como toda cultura es parcial, a

toda parcialidad dentro de ella corresponde una subcultura. Cuando una subcultura llega a

un grado de conflicto irreconciliable con la cultura dominante, se produce una

contracultura: una batalla entre modelos, una guerra entre concepciones del mundo, que

no es más que la expresión de la discordia entre grupos que ya no se encuentran

integrados ni protegidos dentro del conjunto del grupo social” (1991: 18).

Precisamente en este sentido, la aparición simultanea del debate sobre cultura juvenil y

subculturas juveniles (discusiones distintas que fueron identificadas) resulta

problemática. En la introducción a Youth cultures, a cross-cultural perspective, leemos:

“The emphasis on deviancy and distinctiveness of subcultures to acknowledgements of

cultural heterogeneity, similarities and connections between different cultural forms that

may not necessarily be in opposition to a dominant culture” (Wulff 1995: 27).

Tal vez es posible pensar la categoría o noción “contracultura” como un proceso,

momento o tipo de acción social, o un conjunto de características, más que como una

clasificación de grupos sociales. Así, los grupos subculturales (pensando particularmente

en la inscripción de grupos juveniles en esta categoría), tendrían algunas características

contraculturales, al igual que los grupos organizados de resistencia política o de otro tipo:

algunas de sus prácticas y lógicas serían contraculturales, otras no podrían denominarse

67

así. Habría entonces intertextos o rasgos o prácticas contraculturales en muchos grupos

sociales, y estas relaciones pueden funcionar como catalizador, filtro o contrapeso a la

cultura institucional, hegemónica o impuesta o transmitida por medios dominantes. Los

grupos sociales usarían ciertas prácticas contraculturales como resistencias localizadas,

efímeras e indeterminadas que dinamizarían sus procesos culturales. Sin embargo,

algunos grupos sociales se caracterizarían por asumir una tendencia más global y,

digamos, radical (o consistente o coherente), hacia los presupuestos contraculturales.

Este o un uso similar (y dinámico) de la categoría contracultura nos evitaría definiciones

como la siguiente, que, en un triple salto mortal argumentativo, nos lleva de la

identificación con la cultura juvenil a la redefinición de esta segunda categoría en un

arrebato retórico final: “Lo que estamos constatando es que la contracultura, más allá de

un movimiento juvenil de cierto éxito, es ante todo una visión del mundo, una manera de

entender y ver la vida y los hombres. Y si, siendo así, vemos que quienes más participan

de tal visión son los jóvenes mismos (mis locos aliados jóvenes, como decía Paul

Goodman) y ello se debe a que es, sin duda, la juventud y la adolescencia, la edad por

excelencia abierta en el hombre, la edad disponible, en la que se está dispuesto a

entender y querer la novedad y a amar intensa y desapasionadamente la vida […] Pero

tampoco es la contracultura un reino absoluto de juventud, al menos, en sentido

cronológico. Quien está disponible a la vida es, por naturaleza, joven” (De Villena 1982:

157). [¡?]

Por otro lado, esta discusión toma nuevos rumbos con la explosión, en los años noventa,

de subculturas estilísticas juveniles, entonces denominadas animadamente “tribus

urbanas” (Maffesoli 1990; Reguillo 2000). El debate dio un salto cuántico hacia la

68

etnografía descriptiva y abandonó el análisis político global. El tono, algunas veces

pintoresco y otras paternalista, de las descripciones de estos grupos sociales y sus modos

de visibilidad, impidió en casi todos los casos pensar la subcultura o la contracultura

como agente operativo y quizá determinante de ciertos procesos en la cultura

hegemónica, masiva o de consumo.

En las definiciones que estudio, las relaciones entre la cultura juvenil y la cultura

hegemónica normalmente se han limitado a la denuncia de la cooptación de la primera

por la segunda. Cuando Roszak hace explícita la relación entre juventud y contracultura

comprende inmediatamente las contradicciones que supone la acción política de un grupo

alienado por el mercado, precisamente como consecuencia de su situación privilegiada en

la estructura económica y productiva: “Desde todos los puntos de vista, esta nueva

generación [de jóvenes] resulta estar singularmente bien situada y dotada para la acción

[…] En gran medida, sin duda, esto se debe a que el aparato comercial de nuestra

sociedad de consumo ha dedicado buena parte de su lucidez a cultivar la consciencia de

la propia edad, tanto entre los viejos como entre los jóvenes. Los adolescentes controlan

una formidable cantidad de dinero y tienen mucho tiempo libre, de suerte que,

inevitablemente, se han dado cuenta del importante mercado que forman. Se les ha

mimado, glorificado, idolizado hasta un extremos casi nauseabundo, con el resultado de

que todo lo que los jóvenes han modelado para sí (incluyendo su nuevo ethos de

disconformidad) ha servido enseguida de agua para abastecer el molino comercial de

innovación, comercializado por sinvergüenzas a sueldo, hecho este que crea una terrible

desorientación entre los jóvenes disconformes” (1973: 42). Aunque hay algo

inevitablemente gracioso en la indignación de las últimas líneas, el argumento de Roszak

69

parece bastante convincente. De hecho, aparece nuevamente en la literatura

contemporánea sobre culturas juveniles; por ejemplo, en la denuncia de la juvenilización:

“Conviene tener en cuenta que ser joven se ha vuelto prestigioso. En el mercado de los

signos, aquellos que expresan juventud tienen alta cotización. El intento de parecer joven

recurriendo a incorporar la apariencia de signos que caracterizan a los modelos de

juventud que corresponden a las clases acomodadas, popularizados por los medios […]

da lugar a una modalidad de lo joven, la juventud-signo, independiente de la edad y que

llamamos juvenilización” (Margulis, Urresti 1998: 5).

Siguiendo literalmente el razonamiento anterior es posible concluir también la

contraculturización de lo juvenil. De cualquier modo, basta revisar someramente la

discusión sobre las definiciones de contracultura para hallar al joven-tipo contracultural:

es estudiante, pretendidamente intelectual, de clase media, asociado a los referentes

culturales del primer mundo. Incluso los jóvenes de las subculturas estilísticas siguen este

modelo. En este sentido puede afirmarse la tensión de una nueva dicotomía: la de la

pertenencia institucional. Es claro que ciertas instituciones, la educación superior entre

ellas, garantizan (y legitiman quizá) el signo contracultural; sin embargo, se insiste, por

otro lado, en cierta marginalidad abstracta: “[lo propio del joven es] estar fuera de sí,

estar fuera del yo que les asigna la sociedad y que los jóvenes se niegan a asumir. No

porque sean unos desviados sociales sino porque sienten que la sociedad no tiene derecho

a pedirles una estabilidad que hoy no confiere ninguna de las grandes instituciones

modernas” (Martín-Barbero 2004: 40).

70

Por supuesto, entre estas “instituciones modernas” cobra especial importancia la familia

(el modelo de familia nuclear patriarcal) y la cultura parental que la enmarca. Ya Roszak

afirmaba la oposición generacional que está en la base de la contracultura: “Los

estudiantes pueden hacer tambalear sus sociedades, pero sin el apoyo de fuerzas sociales

adultas no pueden derrocar el orden establecido. Y ese apoyo no se percibe por parte

alguna. Por el contrario, las fuerzas sociales adultas –incluidas las de la izquierda

tradicional– son en realidad el lastre de peso muerto del status quo” (Roszak 1973: 18).

Creo que puede afirmarse que en la definición de “cultura juvenil” se repiten varios de

los tópicos contraculturales, desde los hitos históricos usados como referencia hasta los

presupuestos hermenéuticos. La construcción del joven y de lo joven aparece

normalmente como una especie de proyección social, en donde ciertos ideales

(románticos) son endosados a estos grupos sociales en virtud de su relativa distancia

respecto de las instituciones más rígidas; o ciertas virtudes (modernas) son señaladas de

modo prospectivo en el “proceso” social. Exactamente lo mismo puede decirse sobre la

contracultura. Estas instituciones estarían representadas especialmente por las estructuras

de producción económica: la juventud se ha definido en estos términos como un grupo (o

momento) de “moratoria social”, ajeno a la producción (obviando, por ejemplo, la

importancia del consumo como reproductor económico), (Margulis y Urresti: 1998). Esta

oposición natural a las instituciones parece reproducir un principio contracultural (el del

buen salvaje) que por otra parte se debe a la fácil analogía entre la Historia (vista como

una sucesión de progresos) y la cronología individual. Precisamente en esta misma línea

la juventud ha sido caracterizada como la retaguardia de la Historia, en el sentido en que

no tiene lugar en los campos sociales más complejos, y luego, a la inversa, idealizada

71

como la vanguardia (Reguillo 2000), bajo la creencia en su carácter revolucionario o en

su función de signo o síntoma de transformaciones sociales a las que otros grupos no son

tan sensibles (Martín-Barbero 2004). En el fondo, estas definiciones, algunas

aparentemente contradictorias, comparten un presupuesto: la fuerza (consciente o no,

organizada o no) de un grupo social que debe ser controlado. De hecho, la preocupación

por su definición supone ya una necesidad de control, que de nuevo ubica a la cultura

juvenil como un agente contracultural, aún a su pesar.

Evidentemente la “definición” (la delimitación) de la categoría contracultura es elusiva y

sabe hallar siempre nuevos problemas o proponer nuevos temas. En este capítulo he

defendido la necesidad de usar el término en un sentido dinámico, como una

característica de prácticas culturales asociadas a diferentes contextos, que no define

necesariamente tal práctica o neutraliza otras funciones de la misma. Así, hablar de

“grupos contraculturales” es definitivamente problemático; sin embargo, si se insiste en

su carácter provisional y estratégico, es posible caracterizarlos al menos en contextos

limitados, especialmente aquellos en que se autorepresentan y se presentan de este modo.

Por otro lado, la dispersión de nuevos problemas en esta discusión resulta útil para

proponer relaciones con problemas similares en la definición de “cultura de consumo”, la

siguiente categoría central en esta investigación.

72

73

3. La circulación y apropiación de referentes en la cultura de consumo.

Para aproximarme a la cultura de consumo he decidido situarme en los límites de sus

relaciones con otras esferas culturales, en particular aquellas que han usado

sistemáticamente referentes publicitarios, mediáticos o asociados al consumo para

potenciar sus propias producciones. Entre estas esferas, el discurso contracultural sirve

muchas veces como pretexto o argumento en el uso de los mensajes, los temas, los

medios o las estrategias retóricas de la cultura de consumo.

Por otro lado, esta relación de “circulación y apropiación” integra la identificación de

tendencias estilísticas, estratégicas, creativas y discursivas calificadas como

“contraculturales” en las dinámicas y lógicas publicitarias contemporáneas. Se trata de

pensar los puntos de contacto entre las prácticas sociales y las producciones

contraculturales con los procesos publicitarios; intersección en la que precisamente puede

hablarse de la esfera cultural del consumo. De allí que me interesen las transformaciones,

negociaciones (sociales y de sentido), y transiciones en general entre las tendencias

contraculturales y las tendencias publicitarias.

A partir de la identificación de una serie de prácticas contraculturales (o que he decidido

calificar así) asociadas significativamente a referentes publicitarios (marcas comerciales,

logosímbolos, eslóganes, retórica publicitaria), intento deconstruir (y reconstruir) el

proceso de producción, circulación, recepción y apropiación de estos mensajes. Esto,

mediante el análisis intertextual y contextual de los mensajes, por un lado, pero también,

para el caso de las prácticas que constituyen el cuerpo de mi trabajo de campo, en la

confrontación con las auto-representaciones de los grupos productores, a partir de un

74

trabajo etnográfico que ha significado una larga serie de entrevistas y jornadas de

observación participante.

La hipótesis que está detrás del interés en la producción de mensajes contraculturales es

que su relación intertextual (o transtextual, en términos más genéricos) con la producción

oficial de mensajes en la cultura de consumo (publicidad, diseño y medios masivos) es

importante cuantitativa y cualitativamente, y tiende a crecer y fortalecerse hasta un punto

en que las funciones de resignificación y apropiación estarán interdeterminadas entre la

cultura de consumo y las prácticas contraculturales. Así, puede plantearse la doble

pregunta sobre cómo determinan las prácticas de consumo y los modos de uso de la

publicidad y los referentes mediáticos las lógicas de actuación de ciertas prácticas

contraculturales y, por otro lado, cómo estas prácticas determinan las tendencias de la

cultura de consumo y la publicidad.

La posición paradójica de la contracultura frente al consumo puede ubicarse, a grandes

rasgos, en el conjunto de fenómenos que Daniel Bell llamó “contradicciones culturales

del capitalismo” y, entre estas, especialmente la transición hacia el hedonismo: “El

capitalismo [...] ha perdido su legitimidad tradicional, que se basaba en un sistema moral

de recompensas enraizado en la santificación protestante del trabajo. Este ha sido

sustituido por un hedonismo que promete el bienestar material y el lujo [...]” (Bell 1987:

89). Precisamente la propuesta de la primera contracultura pretendía, en cierto sentido,

acelerar el abandono de la “moral protestante”, símbolo de la cultura hegemónica, pero

sobre todo, reivindicar el placer como un acto transgresor, la diversión como un acto

transgresor; el hedonismo se transforma así en una actitud revolucionaria (Heath y Potter

2005: 19). Sólo esta transición al hedonismo hace posible la licencia para usar la

75

producción cultural hegemónica e intervenirla, generalmente de un modo irónico o

ridículo, que en todo caso contraviene el tono serio y afectado de la contracultura más

autorepresentada como “fuerza política”. El conflicto entre esta actitud hedonista

asociada a la diversión y por tanto, en algún sentido, a la broma, a la frivolidad si se

quiere, y la pretendida seriedad de muchos actores contraculturales, continúa vigente,

como lo demuestran las posiciones enfrentadas relacionadas en el primer capítulo. Aquí,

el consumo y su esfera cultural aparecen como un factor crucial de la articulación

contemporánea de las prácticas contraculturales.

En muchas ocasiones, el discurso contracultural ha definido al consumo como una

trampa, pretendida transgresión de lógicas represivas que, en el fondo, naturaliza una

especie de mecanismo represivo interno. Nunca es claro el modo en que estos

dispositivos de control pueden dar libertad y ciertos beneficios al individuo cuando, en

realidad, lo están sometiendo. La respuesta más común es que el consumo, la publicidad,

no tienen tanto que ver con el intercambio de mercancías, con la venta de cosas, como

con la difusión de un modelo de socialidad singular. Y ese modelo de socialidad es, en

principio, discursivo. El discurso publicitario y mediático nos vende su propia estructura,

su modelo de lectura de la sociedad y la cultura; no objetos (Baudrillard 1974: 178). Esta

idea servirá de base a muchas teorías contemporáneas sobre el consumo, que reconocen

siempre este nivel de la “sociedad de consumo” como un modo de organización que

trasciende sus espacios más evidentes.

Nestor García Canclíni piensa el discurso del consumo no como una imposición

subliminal, sino como una estrategia realmente efectiva para leernos: “Comprar objetos,

colgárselos o distribuirlos por la casa, asignarles un lugar en un orden, atribuirles

76

funciones en la interacción con los otros, son los recursos para pensar el propio cuerpo, el

inestable orden social y las interacciones inciertas con los demás. Consumir es hacer más

inteligible un mundo donde lo sólido se evapora. Por eso, además de ser útiles para

expandir el mercado y reproducir la fuerza de trabajo, para distinguirnos de los demás y

comunicarnos con ellos, las mercancías sirven para pensar” (García 1995: 35).

El consumo como modelo de lectura, sea para aprender un lenguaje fatal, como propone

Baudrillard, o para leer entre líneas, como propone García, es el punto de giro y el centro

de gravedad de mi propuesta respecto de la relación contracultura-consumo. Mi hipótesis

es que algunas prácticas contraculturales en Bogotá, hoy, utilizan los referentes del

consumo, la publicidad y los medios, como un modelo de escritura, y en este sentido se

apropian de ellos, revirtiendo el esquema clásico de la contraposición contracultura-

consumo y proponiendo una simbiosis irónica y ambigua que hace un trabajo de zapa en

el código de las relaciones entre cultura hegemónica, de consumo, popular y mediática.

Quiero sugerir que, si la cultura de consumo aparece como lectora de los códigos de la

publicidad, el diseño y los medios, la contracultura responde, hoy, con la propuesta de

una escritura o re-escritura de los mismos para soportar sus propios discursos. Creo que

esta hipótesis permite una serie de extrapolaciones interesantes respecto del papel y la

posición de la publicidad, el mercado y los medios masivos en la cultura contemporánea.

En este mismo sentido, sostengo que la transformación del discurso contracultural a partir

de su simbiosis con la cultura popular y la cultura de consumo ha permitido la superación

de muchas ideas recibidas y lugares comunes de la primera contracultura.

Específicamente, desde la incursión del diseño y las referencias mediáticas, muchos de

estos tópicos han sido cuestionados; algunos, incluso, han sido ironizados o ridiculizados.

77

Es posible que la incursión de la llamada cultura pop en la contracultura traiga consigo el

miedo a la ingenuidad característico de la sensibilidad contemporánea, y, como he

insistido, una actitud tremendamente crítica frente a todas las variantes del romanticismo.

Dos valores aparecen de un modo importante en la revisión transversal de los referentes y

los recursos contraculturales: el cinismo y la ironía.

Para ilustrar este complejo proceso de relaciones paradójicas entre la producción cultural

asociada al consumo y otras producciones (que podemos asociar a la contracultura),

resulta particularmente revelador el examen de algunas prácticas artísticas

contemporáneas. La esfera cultural de las artes plásticas está, como he insistido,

fuertemente relacionada con la “escena” contracultural contemporánea en Bogotá. Por

una parte, algunas de las personas con quienes trabajé en esta investigación tienen

relaciones académicas con las artes plásticas o, en todo caso, relaciones culturales y

sociales en esta esfera (galerías, artistas, eventos, convocatorias). Además, los procesos

de autorepresentación de los actores contraculturales están constantemente asociados a la

idea de su trabajo como un tipo particular de “arte”; concepción que ha sido fortalecida

de un modo importante por el discurso facilista de algunos medios de comunicación que

han intentado cubrir (no sin oportunismo) el creciente fenómeno de la intervención

gráfica en el espacio público. Las alusiones al lugar común del graffiti como “arte” no

sólo no resuelven nada sobre la comprensión de estas prácticas culturales, sino que

además complican su posición relativa frente a las prácticas artísticas institucionalizadas:

lo que parece un elogio fácil es en realidad una neutralización de la naturaleza cultural de

estas prácticas y una negación de su autonomía o su búsqueda de autonomía.

78

Algunas de estas autorepresentaciones, sin embargo, están asociadas a la idea de una

identidad estratégica, como en la siguiente declaración de un integrante de Excusado:

“Estratégicamente, como posicionamiento, estar en la galería permite que las personas

que creen que el graffiti no es arte lo vean como arte. Ya no se habla de graffiti, sino de

street art, y como ahora es street art, usted entra a la galería y le dice a la gente que va a

las galerías hijueputa, esto es arte. Eso estratégicamente para nosotros ha sido importante

porque la gente va a la galería y ve la obra, sale a la calle y ve la obra en la calle, y dice,

claro, esto es arte con toda la gana, la gente cree que para que sea arte tiene que estar en

la galería. Eso es pan pa´l pueblo, si usted cree que es arte, entonces vaya y véalo en la

galería” (Fresneda y Fajardo, 2007: 23).

Lo paradójico es que el libro en que se publicó esta entrevista es una especie de

“catálogo” del trabajo de Excusado en donde todas las imágenes, sin excepción, fueron

intervenidas digitalmente para borrar la calle, para eliminar el fondo urbano, y son

presentadas sobre un pulcro y neutro fondo blanco que evidentemente tiene la intención

de “artistizarlas”, de re-contextualizarlas como imágenes bellas o interesantes o

importantes por sí mismas, y no por su relación con el espacio, con la calle; en este caso

el formato (graffiti o óleo) es indiferente, y la decisión editorial seguramente no lo

ignoraba.

Sin embargo, la relación entre prácticas artísticas y contraculturales contemporáneas es

innegable, no porque las primeras sancionen a las segundas (lo que es o no es “arte”)

tanto como por el uso de estrategias retóricas similares, recursos transtextuales similares.

79

En su número de marzo de 2007, la revista PyM, especializada en temas de publicidad y

mercadeo, decidió incluir un artículo sobre el XIII Salón Nacional de Artistas Jóvenes.

La razón: muchas de las obras presentadas trabajaban explícitamente sobre las relaciones

entre “arte y mercado” (algunas de ellas con estrategias muy similares a las pintadas

callejeras).

Por

supuesto, esta tendencia del campo artístico no es nueva. Lo que resulta interesante es la

necesidad de construir un discurso alrededor de ella desde un medio interesado por

registrar las tendencias del mercado. De hecho, la revista cita curadores, jurados y artistas

participantes en el Salón, e intenta (sin mucho éxito) una síntesis de sus opiniones en una

panorámica confusa de nociones como “reciclaje cultural” o “neo-pop”. Con todo, hay

momentos de lucidez: “Es indudable que las imágenes publicitarias y el marketing que

las produce configuran una fuerza enorme en los procesos de comunicación actual. Sobre

ese origen, una buena cantidad de proyectos estéticos recurren al arsenal de imágenes

disponible en la sociedad y en su memoria. Procuran modelar los íconos predominantes

en los medios de comunicación y en la cultura (marcas, personajes y diseños

publicitarios) para transformar su significado y al mismo tiempo plantear preguntas sobre

su alcance” (p. 20). O bien: “En este sentido la publicidad se vuelve una fuente de

80

investigación y creación del arte contemporáneo, porque sus imágenes y campañas están

ahí para que la gente las use de nuevo” (p. 21).

Por supuesto, son las conclusiones del artículo las que revelan el interés de la revista por

el Salón y por el arte contemporáneo: “Estos diálogos entre arte contemporáneo y

publicidad nos están proponiendo una transformación de la publicidad desde las artes

plásticas, y una mirada creativa que se alimenta de la capacidad de la publicidad para

hablarles a los consumidores, cada vez menos pasivos, cada vez más resistentes” (p. 22).

Es decir: la publicidad debe adelantarse a su apropiación por parte de estas prácticas

artísticas y apropiarse, a su vez, de estas estrategias, para enfrentarse a un público más

difícil (los propios artistas, por ejemplo).

Estas complejas relaciones de circulación y apropiación siguen teniendo como ejemplo

paradigmático el movimiento artístico estadounidense conocido como pop art. También

la reacción de la contracultura seria es paradigmática: “El pop no fue otra cosa que la

masiva apropiación de una simbología de desviantes por una cultura de aparato: la

conversión de una contracultura en subcultura de consumo. Esta operación refleja la

política de apropiación de trabajo y de materia prima que el sistema de la modernidad

realiza en el plano económico con respecto a los sectores marginados y las zonas

dependientes.” (Britto: 36).

En todo caso, también puede hablarse de la apropiación de la cultura de aparato por una

simbología de desviantes. En realidad, no se trata de insistir en la falsa pregunta sobre el

huevo y la gallina. Creo que la posición de Jean Baudrillard, expuesta particularmente en

su conferencia “Ilusión y desilusión estéticas”, resulta más esclarecedora. Refiriéndose

precisamente al “reciclaje cultural” del artículo citado arriba, Baudrillard apunta: “al arte

81

actual le ha dado por retomar, de una manera más o menos lúdica, más o menos kitsch,

todas las formas, todas las obras del pasado, próximo o lejano, y hasta las formas

contemporáneas […] por supuesto, este remake, este reciclaje, pretende ser irónico, pero

esa ironía es como la urdimbre gastada de una tela: no es más que el resultado de la

desilusión de las cosas, una desilusión de cierta manera. El guiño cómplice que consiste

en yuxtaponer el desnudo de el desayuno sobre la hierba, de Manet, con los jugadores de

cartas, de Cézanne, no es más que un chiste publicitario: el humor, la ironía, la crítica, el

trompe-l'oeil (efecto engañoso) que hoy caracterizan a la publicidad y que inundan

también toda la esfera artística. Es la ironía del arrepentimiento y del resentimiento

respecto a su propia cultura. Quizá el arrepentimiento y el resentimiento constituyen

ambos la forma última, el estadio supremo de la historia del arte moderno, así como

constituyen, según Nietzsche, el estadio último de la genealogía de la moral. Es una

parodia y a un tiempo una palinodia del arte y de la historia del arte; una parodia de la

cultura por sí misma, con forma de venganza, característica de una desilusión radical”

(1997: 4).

Esta desilusión estética es también, y sobre todo, una desilusión ética; la pérdida

definitiva de fe en el proyecto moderno, en el proyecto estético que buscaba la

trascendencia, en el proyecto ético que no temía a la ingenuidad. La tendencia

autoreferencial, o metareferencial, del arte, a partir de las segundas vanguardias, aparece

cada vez con mayor claridad en las producciones mediáticas (el detrás de cámaras, el

reality show, el making-of), literarias (la meta-novela), en el cine (el falso documental, las

películas sobre cine) y, por supuesto, en la publicidad (anuncios que se citan

irónicamente a sí mismos o a otros anuncios reconocidos). La obsesión por citar y por

82

citarse ha llevado a gran parte de la producción cultural (y contracultural) contemporánea

a enfrentar el desdibujamiento de sus límites. El pop significó tal vez la primera

oportunidad para experimentar con esta esquizofrenia referencial: el abanico de

posibilidades que va de la parodia explícita o la crítica literal a la ironía ambigua o la

simple superposición neutral.

Un ejemplo doble de “reciclaje” nos lleva de vuelta al XIII Salón Nacional de Artistas

Jóvenes: el remake (¿irónico?) de la obra “Colombia Coca-Cola” que Antonio Caro había

presentado en 1977.

Esta apropiación de una obra que aparecía, de hecho, como una apropiación más de

treinta años atrás parece un intento de ironizar la ironía y, por tanto, ¿neutralizarla,

potenciarla? El propio Warhol pintó de nuevo las sopas Campbell en 1986, veinticinco

años después de la obra “original”; Baudrillard apunta: “En el primer momento, Warhol

atacaba el concepto de originalidad de una manera original, pero en 1986 por el contrario

reproduce lo no original de una manera también no original”. Y luego: “Creo en el genio

maligno de la simulación, pero no creo en su fantasma” (1997: 8). Por supuesto, las

83

alusiones a Warhol y las sopas Campbell aparecen también entre los referentes de

prácticas contraculturales del espacio público en Bogotá.

Las variaciones sobre “Colombia Coca-Cola” tampoco se limitan al campo artístico;

durante mi trabajo de campo, he registrado varios esténciles en Bogotá que, conociendo

la referencia original de Caro o no, insisten en el juego de palabras y en el uso de la

tipografía de Coca-Cola, incluso con las alusiones a la paradoja de la “identidad”

colombiana.

84

Parece evidente que el juego retórico resulta sencillo y el referente es paradigmático de la

cultura de consumo. Es muy significativo que la obra de Caro tuviera, en su momento,

una carga crítica tan imponente, mientras que hoy es poco más que una buena broma.

Por supuesto, no quiero decir con esto que su sentido crítico haya desaparecido: se ha

transformado, tomando un matiz cínico, un tono “desilusionado”, para usar el término de

Baudrillard. Aquello que en la primera contracultura era celebrado por explícito y radical

debe ser visto hoy como irónico y contenido. Lo que la obra de Caro y sus variaciones

ponen en juego es la resistencia a la contradicción en estas estrategias, la posibilidad de

un cinismo crítico (o bien, de una crítica cínica). En estos procesos de resignificación de

referentes traídos de la cultura de consumo parece siempre que se repite la operación de

poner bigotes a la Gioconda; lo que ya no resulta tan claro es cuál es la Gioconda y cuáles

los bigotes: cuál es el referente hegemónico y cuál el trasgresor. (Y Duchamp también,

como Warhol, repitió su obra veinte o treinta años después, pero esta vez presentando una

Gioconda ¡afeitada!).

Una referencia que parece imprescindible en este panorama del “apropiacionismo”

contemporáneo (es el término usado en las artes plásticas): las “inserciones en circuitos

ideológicos” propuestas por el artista brasilero Cildo Meireles. Éstas consisten,

básicamente, en aprovechar la amplia circulación de marcas y mercancías para difundir

mensajes ajenos al “circuito” hegemónico. Meireles, por ejemplo, usó las botellas

retornables de Coca-Cola (otra vez Coca-Cola) para pegar la frase “Yankees Go Home”

bajo la etiqueta; o bien, en los billetes del Banco de Brasil imprimió la pregunta ¿Quién

mató a Herzog? (un periodista asesinado por la dictadura en la década de 1970).

85

Para Humberto Junca la herencia del proyecto de Meireles es evidente en algunas

prácticas artísticas contemporáneas, particularmente en dos proyectos presentados en

2006; el primero de ellos en la exposición “Procesos Urbanos”, en la Fundación Gilberto

Alzate, y el segundo en la VII Muestra Universitaria de Artes Plásticas. En un artículo

aparecido en la revista Arcadia (Marzo de 2006) Junca reseña el trabajo del colectivo

artístico “Gratis es Mejor”, que introduce productos gratuitos en grandes almacenes. En

este caso, discos compactos con una selección de música en formato MP3 que no ha sido

producida o distribuida por grandes empresas y no se escucha en la radio: los discos son

camuflados como éxitos comerciales y el “comprador” encuentra en el interior de la caja

una nota que le pide, como única contraprestación, que ayude a reproducir y hacer

circular la música. Junca afirma: “Muchos presupuestos sobre lo que debe hacer un artista

se derrumban en semejante dinámica. Trabajar en grupo y de manera anónima va en

contra del culto al nombre propio, a la firma, al ego del artista. Utilizan objetos (CD),

información mediatizada (música popular) y un lugar que poco o nada tiene que ver con

el mundo del Arte (con A mayúscula): no esperan que el espectador vaya a buscar la obra

en galerías o museos: hacen que el trabajo viva gracias a su cruce con el consumidor en

su verdadero medio ambiente: almacenes y centros comerciales. Y quizás lo más

impactante: ¡regalan el trabajo! De tal manera que el resultado final es un tejido de

acciones e intercambios de información que no sólo cuestiona lo que hace un artista como

agente de la cultura, sino que retan la dura coreografía de compra-venta impuesta por la

sociedad de consumo al señalar otras dinámicas de circulación de información no

hegemónicas” (p. 24-25).

86

El proyecto de “Gratis es Mejor” no puede calificarse únicamente como un proyecto

artístico; en realidad, se trata de una propuesta radical que trasciende la relación

arte/mercancía (o, más ampliamente, cultura/mercado) y en dónde lo más probable es que

el problema artístico no sea tan importante; aquí, la “apropiación” no tiene solamente una

dimensión significativa, tiene además una dimensión significante, concreta, que pretende

materializar algunos aspectos de las tensiones entre dimensiones sociales y culturales

aparentemente opuestas de un modo paradójico. En muchos sentidos, este proyecto y su

contexto pueden interpretarse como reelaboraciones de las principales discusiones

modernas (o modernistas) sobre las relaciones entre el mercado (o el consumo) y las

esferas culturales que pretendidamente debían aislarse de su influencia, entre ellas

particularmente el arte (con mayúsculas o minúsculas).

Sin pretender una reconstrucción siquiera parcial de lo que estas discusiones significaron

y significan, o de sus infinitas variantes (alta y baja cultura, cultura de masas, etcétera),

considero interesante la revisión de una singular idea de Baudelaire que, según creo, sólo

ahora empieza a tomar un sentido concreto, precisamente ligado a algunas de las

prácticas contraculturales que constituyen el objeto de estudio de esta investigación. Esta

idea es descrita concisamente por Baudrillard: “[para Baudelaire] la única solución

radical y moderna sería potenciar lo nuevo, lo genial de la mercancía; es decir, la

indiferencia entre utilidad y valor, y la preeminencia dada a una circulación sin reservas”

(1997: 28).

La conexión con la definición que Meireles hacía de sus inserciones es evidente: un

proyecto que consiste precisamente en aprovechar la “preeminencia de una circulación

sin reservas” dada a la mercancía. En el fondo, es la lógica de prácticamente todos los

87

usos contraculturales contemporáneos de las referencias mediáticas o comerciales: la

conveniencia de un reconocimiento masivo asegurado por una circulación ilimitada. La

obsesión de las marcas comerciales por imponer la circulación de sus logotipos,

logosímbolos, frases, colores corporativos, etcétera, multiplica exponencialmente las

posibilidades de usar ese mismo reconocimiento en su contra, o bien con intereses

distintos. Entre los referentes culturales contemporáneos, estos son seguramente los más

adecuados a la “apropiación” al menos por tres razones: (i) su circulación irrestricta, (ii)

su fácil decodificación, (iii) su ambigua carga simbólica (¿ideológica?), fácilmente

reconvertida hacia la crítica o la ironía.

Precisamente el segundo trabajo reseñado por Junca señala algunos aspectos de estas

relaciones que no son tan explícitos en el proyecto de “Gratis es Mejor”. En este caso, un

colectivo de artistas interviene los artículos de reconocidos almacenes de ropa y

reemplaza sistemáticamente las marquillas originales por marquillas aparentemente

“piratas” o “chiviadas”, dejando, por supuesto, la ropa en el almacén, con el objetivo de

denunciar o bien cuestionar el extraño estatuto de la marca original y la relación que el

comprador establece con este valor-signo. Así, marcas como “Benelton”, “Disel” o

“Hike” reemplazan a las originales, y sin embargo el producto es el mismo. Allí está de

nuevo la “solución radical” de la propuesta de Baudelaire: aprovechar la indiferencia

entre valor y utilidad, atributo singular de la mercancía.

En otro lugar de su bibliografía, Baudrillard insiste en señalar el carácter contemporáneo

de esta idea: “Baudelaire ha entendido que para asegurar la supervivencia del arte en la

civilización industrial, el artista debía intentar reproducir en su obra esta destrucción del

valor de uso y de la inteligibilidad tradicional. La autonegación del arte se convertía de

88

ese modo en su única posibilidad de supervivencia […] Una mercancía en la que el valor

de uso y el valor de cambio se abolieron mutuamente, cuyo valor consiste, por tanto, en

su inutilidad y cuyo uso en su intangibilidad, ya no es una mercancía: la transformación

de la obra de arte en mercancía absoluta también es la abolición más radical de la

mercancía” (2000: 127).

De algún modo, el ejercicio de “falsa piratería” propuesto en el trabajo citado arriba

pretende poner de manifiesto esta abolición o neutralización mutua del valor de uso y el

valor de cambio que impone el valor-signo de las marcas comerciales

Ahora, cabe preguntarse por las prácticas de “verdadera piratería” y su lugar en esta

discusión: ¿es la piratería una práctica contracultural?, y si lo es ¿en qué sentido lo es:

como una estrategia de resistencia ante el mercado corporativo, como una alternativa a

cierto oligopolio, como un simple ejercicio de resignificación o apropiación? Por

supuesto, esta discusión sobrepasa los límites de este trabajo, y sin embargo supone una

serie de nuevos temas y problemas que se conectan de manera significativa con la

contracultura del espacio público. Uno de ellos es el amplio registro de la llamada

“publicidad popular”.

Si hay una práctica cultural situada precisamente en el nudo formado entre la cultura de

consumo oficial, la “piratería” y las apropiaciones contraculturales, es la publicidad

popular. Los ejemplos de apropiación en este caso son bastante extensos, y, en muchos

casos, realmente imponentes: la carnicería “Carnefour” (con el mismo logotipo y

logosímbolo de la cadena de hipermercados), la panadería “PanPaYo” (sosias de

PanPaYa), la tienda de barrio “Éxito’s” (ídem) y cientos de ejemplos similares aparecen

tras un corto paseo por algunas de las principales zonas comerciales populares de Bogotá.

89

No se trata de insistir en las tópicas alusiones a la “recursividad” y el “humor”, para

finalmente limitar los alcances del fenómeno a los de una simple estrategia comercial.

Creo que se trata de un escenario de apropiación simbólica importante, en el mismo

sentido en que lo es la intervención gráfica del espacio público o el “apropiacionismo”

artístico. De hecho, esta es sólo una de las dimensiones de los referentes publicitarios

producidos fuera de (e incluso, a pesar de) las instituciones que controlan la cultura de

consumo oficial, con lo que tenemos, en la expresión “cultura de consumo”, un espacio

mucho más complejo, heterogéneo e interesante del que muchos investigadores culturales

han querido ver.

Reseño una dimensión más de las fronteras entre contracultura y cultura de consumo: la

apropiación de la piratería como signo por parte de marcas comerciales legítimas. En este

caso encontramos, por ejemplo, grandes almacenes de reconocidas marcas de ropa,

especialmente dirigidas al público juvenil, que venden camisetas estampadas con

logotipos intervenidos de un modo trasgresor: “Mula” por Puma; “Noentiendo” por

Nintendo; “Pirobo” por Pirrelli; “Malpolvo” por Marlboro, o bien “Marihuana”;

“Pigboy” por Playboy, y un largo etcétera fácilmente verificable en las camisetas al uso.

Los evidentes fines comerciales de los impulsores de esta tendencia parecen no entrar en

contradicción con su estrategia resemantizadora; después de todo, muchos de estos

logosímbolos intervenidos no abandonan el terreno del chiste fácil, la broma amable, el

inofensivo guiño cómplice. Exactamente lo mismo sucede, es cierto, en muchas de las

pintadas que aparecen en las calles bogotanas, debatiéndose entre la tendencia gráfica y la

acción contracultural.

90

Regreso entonces al pequeño terreno de esta investigación, después de ponerlo en

contexto o quizá, más exactamente, de enmarcarlo, o dimensionarlo desde otras prácticas

de circulación y apropiación de referentes en la cultura de consumo. Estas relaciones,

estas negociaciones, pueden estudiarse, por supuesto, desde distintos paradigmas. Yo he

decidido privilegiar el paradigma intertextual o transtextual por razones que he querido

hacer evidentes desde el primer capítulo: el énfasis semiológico responde a la necesidad

de pensar estas prácticas culturales (contraculturales) como textos, especialmente cuando

se trata de la esfera de la cultura de consumo, caracterizada de un modo importante en las

últimas décadas como un campo de producción textual (en tanto significativa o

simbólica) privilegiado. La genealogía que intento introducir a continuación será

sometida al análisis transtextual en el quinto y último capítulo.

Las prácticas intertextuales entre la contracultura de la intervención del espacio público y

la publicidad aparecen (registradas) en Bogotá a mediados de la década de los ochenta.

En 1986, Armando Silva escribía: “Últimamente ha aparecido una nueva modalidad [de

graffitti] en donde no se elabora un nuevo objeto, sino que se aprovechan los ya

existentes, como es el caso de los aparecidos en vallas públicas. Sobre estas viene una

especie de operación metralla, ya que se trata de voltear el sentido del mensaje original

para revelar los profundos intereses económicos que se adjudican a la fuente del anuncio”

(Silva 1988: 72). En su tipología lo denomina “contracartel graffiti” y le dedica poco

menos de una página; de hecho, cita sólo un caso: Pepsi tiene un anuncio en un muro, en

la Carrera 26 con Avenida el Dorado: está el logotipo y una frase: “vamos junto a Pepsi

ya”. El grupo Sin Permiso interviene el anuncio: utilizando los mismos colores, la misma

91

tipografía, con una factura impecable escribe: “vamos junto al Pueblo ya”, y sobre el

logotipo de Pepsi otro, casi idéntico, de Sin Permiso. Lo más interesante es narrado por

Silva a continuación: “Esta guerra fría por mantener la supremacía del muro, la

sostuvieron Pepsi y Sin Permiso por dos pasadas, en las que la fábrica de gaseosas

insistía en colocar su lema y Sin Permiso lo volvía a alterar con su obstinada consigna. Al

final, tarros de pintura blanca, regados por la firma anunciadora sobre la pared

dictaminaron el final del conflicto [...]” (Silva 1988: 72).

Hasta donde sé, este interesante “contracartel graffiti” no ha tenido sucesores en Bogotá.

En Cali, en cambio, se registran actualmente casos de intervención directa sobre vallas

publicitarias, usando también la misma tipografía y diseños similares al anuncio original.

El grupo Boikot intervino sistemáticamente una campaña de Coca-Cola en publicidad

exterior; en su página de internet reivindican la acción y publican un texto explicando sus

razones; firman como parte del Colectivo El Paskin, pero las intervenciones están

firmadas por Musa Enferma (el nombre ya delata su romanticismo, quizá falso), un

famoso fanzine “anti-publicitario” recientemente desaparecido.

92

Lo interesante del texto publicado en internet es su marcado interés por la justificación

estética, por encima de la ética: el problema es que la ciudad “no se ve bien”, que los

excesivos anuncios “fastidian”: no se trata de Coca-Cola como producto tanto como de

Coca-Cola como imagen. No sorprende saber, al seguir un poco más el asunto, que

Boikot o El Paskin usan sus sitios internet para ofrecernos servicios de diseño gráfico.

Ahora, la explosión de nuevas modalidades de publicidad exterior, particularmente los

llamados “eucoles” (avisos que hacen parte de paraderos de buses: o bien, paraderos de

buses que hacen parte de avisos) ha potenciado también las posibilidades de intervención,

incluso por parte de transeúntes que “espontáneamente” deciden rayar, ensuciar de algún

modo o incluso romper los avisos.

Zokos, por ejemplo, ha intervenido con cierta regularidad una serie de eucoles, aunque

sin ninguna estrategia particular; de hecho, de un modo (quizá deliberadamente) infantil:

pintar bigotes a los modelos y cosas por el estilo. Sin embargo, aprovechan la plataforma

publicitaria: reemplazan las direcciones de Internet de los productos por la dirección de

su propio sitio, por ejemplo.

93

La proliferación de eucoles en Bogotá ha significado la introducción de un nuevo espacio

de intervención para la contracultura gráfica urbana, que tal vez no había estado nunca

tan cerca de las producciones oficiales de la cultura de consumo, nunca tan cerca de la

publicidad. Por otro lado, la publicidad misma no había estado nunca en Bogotá tan cerca

de la calle: lo que los publicistas solían llamar “publicidad exterior” se reducía

prácticamente a las vallas vehiculares y algunas tímidas intervenciones en muros. Hoy,

las tendencias publicitarias apuntan hacía los famosos BTL, sigla característica de los

peores vicios de la retórica publicitaria: términos ingleses (Beyond The Line), y

metáforas vagamente militares. Los BTL pretenden intervenir los espacios urbanos

interiores o exteriores (indoor y outdoor, dirían los publicistas) más insospechados: los

eucoles son solo el resultado más evidente de la invasión de muros, techos, suelos,

andenes, vehículos, puertas, ventanas y personas. Al mismo tiempo, intervenir una pieza

publicitaria se hace progresivamente más sencillo.

La explosión paralela de intervenciones publicitarias e intervenciones en la publicidad ha

dado paso a géneros anfibios que se sitúan nuevamente en los límites de la contracultura.

Tal vez el caso más citado es el de la firma canadiense Adbusters, a la que ya me he

referido antes. Adbusters ha intentado aprovechar este tipo de situaciones para hacer

pasar sus propios avisos “anti-publicitarios” por avisos publicitarios. Lo ha logrado, en no

pocos casos. Una de las dimensiones más interesantes de este caso (y otros similares) es

la inevitable aparición de debates sobre la “responsabilidad social” de la publicidad (y de

la anti-publicidad). Los nuevos formatos publicitarios, al relativizar los límites genéricos,

y sus alcances, alertan no por sus mensajes (siempre iguales, en el fondo) sino por su

medio, o más exactamente su código, siempre tan amablemente aislado, fácil de

94

identificar y de interpretar. Un caso paradigmático de la exploración de estas fronteras es

la celebre campaña de Benetton, en la década de los noventa, creada por el fotógrafo

Oliviero Toscani. El uso de imágenes documentales, architextualmente asociadas al

discurso informativo o dramático (en ningún caso al publicitario), ancladas

sugestivamente por el logotipo de la marca, desató una encendida polémica sobre los

límites de los géneros que, en el fondo, significaba siempre una exigencia de aislar el

género publicitario en tanto representante de prácticas y valores reprobables: el consumo

(el “consumismo”), el posicionamiento de una marca comercial, la simple oferta

capitalista (inaceptable vender camisetas, por ejemplo). Y aislarlo, especialmente, de

aquellas referencias genéricas que parecen aludir a ideas más nobles: la solidaridad, el

reconocimiento del otro, el sufrimiento. En definitiva, la confusión genérica significa una

ambigüedad en los objetivos (¿vender, informar, concienciar?) que resultó inaceptable

para muchos. Sin embargo, el propio Toscani ha defendido en muchos escenarios,

incluyendo un libro publicado al respecto (Toscani 1996), una tesis que me parece

importante presentar aquí. Para Toscani, Benetton podía ya venderse sola, es decir, sin

necesidad de una millonaria campaña publicitaria. Para ese momento (1994, para ser

exactos), los productos Benetton tenían una alta demanda, y su estrategia publicitaria se

enfocaba en el fortalecimiento del reconocimiento de la marca. Así, lo que ve Toscani allí

es una oportunidad para pasar “de contrabando” (nunca mejor usada la expresión),

imágenes que, según él cree, son de necesaria difusión, usando los medios publicitarios.

Es un poco, de nuevo, la vieja idea de Baudelaire, de Duchamp, de Meireles: aprovechar

la alta circulación, la aparente indiferencia, la neutralidad si se quiere, la carta blanca de

la publicidad, de los referentes del consumo, en general, para decir lo que, por otros

95

medios, tendría una circulación restringida y probablemente inocua. Toscani va más allá:

no pretende en absoluto boicotear a la marca (porque sabe, quizá, que eso es imposible,

gracias a la gran capacidad de reapropiación y neutralización de las marcas comerciales),

sino precisamente lo contrario: Benetton es quizá la marca que inaugura la maratón

contemporánea de grandes corporaciones preocupadas por asuntos sociales, ecológicos,

raciales, económicos, y, sobre todo, preocupadas por hacer ver su preocupación. Nada ha

dado más réditos al posicionamiento de largo plazo en el mercado que estas estrategias.

La campaña publicitaria de Benetton persigue entonces, siguiendo a Toscani, objetivos

aparentemente opuestos (o su objetivo principal es demostrar que no son realmente

opuestos): por un lado, usar el medio publicitario para denunciar prejuicios raciales o de

género, llamar al debate sobre la sexualidad y las enfermedades de transmisión sexual,

enfrentar al espectador con imágenes de violencia, hambruna, miseria; por otro lado,

asociar la imagen de una marca (Benetton) a esta particular “función social”, para

fortalecerla (a la marca) y, al final, claro, vender sus productos.

Desde esta perspectiva, la interesante tesis de Toscani plantea algunos retos a la

producción “anti-publicitaria”. Primero, evitar que el uso del medio se asocie a sus

mensajes convencionales, o bien abrir el espectro de estos mensajes. Luego, evitar que la

resistencia al canon o a los discursos hegemónicos se transforme en una simple estrategia

de diferenciación (como advierten insistentemente Heath y Potter). También, evitar que

el signo (de la denuncia por ejemplo) reemplace a la denuncia misma, o bien que la

espectacularidad y el corto plazo (por su fácil conversión en signo) reemplacen a las

soluciones de fondo (el caso del asistencialismo característico de las “campañas sociales”

96

de muchas marcas comerciales). En general, como se ve, se trata siempre de evitar: la

eterna paradoja contracultural.

Una de las soluciones que muchos movimientos “antipublicitarios” y “anticonsumo” han

encontrado a esta encrucijada es la especialización en asuntos muy concretos: exigir

mejores condiciones laborales en la producción de cierto producto (inevitable

redundancia), denunciar el uso de materiales defectuosos, la explotación laboral, en

suma, el papel que, todavía en los límites de la institucionalidad, cumplen los sindicatos o

las asociaciones de consumidores; la diferencia estriba, según Klein (2002), en “la

radicalidad de las propuestas [¿?] y la creatividad en las maneras de difundirlas”.

Otra práctica, más pertinente para mi argumentación, es el sabotaje sistemático de la

llamada “reputación de marca” de algunas grandes corporaciones (Nestlé, Adidas,

Danone, Nike o, por supuesto, McDonalds). A estas prácticas se las ha llamado

“brandalismo”, y van de la difusión masiva de rumores sobre, digamos, los ingredientes

de un producto, hasta reportes (en ocasiones falsos) de explotación laboral, acoso,

muertes de empleados, desastres ambientales; pasando, por supuesto, por la suplantación

de cuentas y páginas en Internet, la alteración de logotipos y logosímbolos, la alteración

de empaques y productos y un largo etcétera (Werner y Weiss 2003).

Una variante simple de estas prácticas es, de nuevo, la alusión y modificación

“ingeniosa” de frases publicitarias. Haciendo una lista superficial de las referencias a

marcas comerciales que aparecieron en los muros de la Universidad Nacional en el

último año, utilizando el recurso a la modificación del eslogan, encontramos a Master

Card (…para todo lo demás existe la revolución), Blancox (si no es blanco, es la nacho),

97

y el caso interesante de Coca-Cola, que mantiene el eslogan sin ninguna modificación

(ahora tú), pero sobre la figura de un encapuchado lanzando una botella-bomba.

La creatividad en los juegos de palabras y modificaciones sobre anuncios publicitarios

llegó a límites insospechados con el esténcil (escandalosamente sin registrar) “el efecto

oxy”, que parodia la campaña del desodorante Axe y representa un grupo de indígenas

que corren aterrorizados, haciendo alusión a los desalojos promovidos por la petrolera.

Otros esténciles como “just do it” y “eat this” juegan inteligentemente con el logotipo de

algunas marcas comerciales característicamente estadounidenses para relacionarlas con la

imagen del ataque a las torres gemelas (todo un icono de la contracultura

contemporánea).

Un graffiti como “el tiempo pasa” logra la inversión de sentido deseada gracias a que

utiliza el logotipo del diario El Tiempo. Otro esténcil modifica el logotipo de

Transmilenio para atacarlo directamente en un juego de palabras (trans-trash). Entre

paréntesis: es significativo cómo Transmilenio se ha convertido en un objeto de ataque

contracultural privilegiado, por razones bastante extrañas, entre ellas de nuevo el

problema estético (la defensa del kitsch del transporte público tradicional, por ejemplo).

98

Hay incluso una página de internet: www.transmileniosucks.net, que está enlazada en la

página de Excusado.

La publicidad, como principal escenario de producción y circulación de la cultura de

consumo, representa en sus transformaciones contemporáneas, de algún modo, las lógicas

de circulación y apropiación de referentes en la misma. Otros escenarios (las artes

plásticas, por ejemplo) han sido útiles para presentar un panorama de estas transiciones,

pero es la publicidad la que nos permite adelantar conclusiones más pertinentes respecto

del objetivo del siguiente capítulo: la definición de “cultura de consumo”.

La explosión de nociones como medios masivos, audiencia, grupo objetivo, y de

relaciones de determinación (entre el medio y el mensaje, por ejemplo: que supone que el

mensaje publicitario está restringido a los medios masivos) ha llevado a la publicidad a

pensarse en relación con estas transformaciones como un campo transversal al mercado,

la cultura y la comunicación. Esta transversalidad implica un juego de

interdeterminaciones que une prácticas aparentemente lejanas a los circuitos del mercado,

a través de las referencias más genéricas o más explicitas a la publicidad, el diseño, los

modelos mediáticos, sus discursos, sus retóricas, etcétera, que se transforman en datos de

cultura.

99

La noción de “cultura de consumo” es al mismo tiempo evidencia de la dimensión

cultural de las prácticas y los productos de consumo y una exigencia que, de algún modo,

el contexto social contemporáneo hace al mercado de consumo respecto de su

responsabilidad cultural. El asumirse como dimensión constitutiva de la cultura y por

tanto de la producción de lo social, ha significado para el campo publicitario una decisiva

postura de importantes consecuencias epistemológicas, disciplinares y políticas. Esto ha

significado transformaciones en los imaginarios y prácticas profesionales, en los objetos

de estudio e investigación, en las prácticas pedagógicas, en los espacios interdisciplinares

de la publicidad y en las relaciones de ésta con las esferas de la política, la economía, la

cultura, la sociedad y la tecnología. La inserción disciplinar en el campo de la

comunicación y el reconocimiento de su impacto en las prácticas culturales

(particularmente en la producción y circulación de referentes) y la configuración de lo

social, son dos hechos que configuran un contexto inevitable para la publicidad. Y así

mismo ese contexto marca el fin de la aproximación utilitaria de la publicidad y el

mercadeo a las disciplinas que les son relativas: existe una unidad orgánica entre el

reconocimiento de la publicidad como dimensión constitutiva de la cultura y las dos

acciones que posibilitan ese reconocimiento: el pensamiento crítico y la postura política

de transformación. La publicidad, creo, ya no podrá escoger lo primero y desechar lo

segundo.

100

4. Una definición de cultura de consumo

La asunción de la categoría “cultura de consumo” en la teoría social contemporánea es el

producto de una ardua discusión (que aún no termina, ni mucho menos) alrededor del

consumo como institución, fuerza, espacio y práctica social; discusión que incluye la

pregunta por la legitimidad del consumo como objeto de estudio (como si las ciencias

sociales debieran aceptar o rechazar objetos de estudio de acuerdo con su corrección). Es

necesario subrayar que la necesidad de asumir un objeto de estudio pasa lógicamente por

la posición relativa de tal objeto en un campo o en unos campos de interés: cuando esta

posición es inocua o accesoria, el objeto de estudio lo es. Nada de esto puede decirse

sobre el consumo, que aparece como uno de los fenómenos contemporáneos comunes a

dimensiones muy distintas de las ciencias sociales: economía, antropología, sociología,

ciencia política, psicología. Pero que, sobre todo, no es precisamente un objeto exclusivo

de las ciencias sociales.

Es previsible que un debate que no supera la definición misma de su objeto tome matices

barrocos. Uno de ellos es la inevitable asignación del “ismo” al consumo. Para entender

la importancia de este matiz puede intentarse una analogía con casos similares de

términos acosados por su “ismo”, un poco como sucedió y sucede con las categorías

modernidad y modernismo, la segunda usada normalmente para calificar a la primera en

alguno de los siguientes sentidos: (i) como un movimiento pasajero o, incluso, una moda

(aquí, el “ismo” denota arbitrariedad o accidente); (ii) como una categoría tan débil que

resulta fácil de simular (con un “ismo”); (iii) como si la segunda fuese una especie de

abuso de la primera, una forma exacerbada de la primera. En cada caso, el uso del “ismo”

101

no parece particularmente útil para comprender mejor el fenómeno que califica, como

sucede normalmente cuando un juicio de valor acecha una definición.

Zygmunt Bauman (2007), intenta una distinción que, de algún modo, se ajusta al tercer

tipo de uso enumerado arriba, pero que tiene la virtud de suponer una clasificación más

general, o de ajustarse a una clasificación más general: “El consumismo llega cuando el

consumo desplaza al trabajo de ese rol axial que cumplía en la sociedad de productores”

(p. 47). De esta distinción y definición quisiera inferir algunas ideas centrales para el

desarrollo de mi argumento a lo largo de este capítulo. En primer lugar, la idea de una

llegada del consumismo, de una aparición que supone su determinación histórica y lo

aleja ya, en ese sentido, del consumo, que puede pretenderse ahistórico en tanto función

biológica. Esto conlleva casi inevitablemente una cronología, en donde el consumismo

concluye una serie de cambios en el papel social del consumo, marcados por su creciente

importancia en la construcción de instituciones, de identidades, de movilizaciones. En

general, como el propio Bauman señala, se trata de una cronología que nos lleva de la

práctica individual a la práctica social: “A diferencia del consumo, que es

fundamentalmente un rasgo y una ocupación del individuo humano, el consumismo es un

atributo de la sociedad. Para que una sociedad sea merecedora de ese atributo, la

capacidad esencialmente individual de querer, desear y anhelar debe ser separada

(alienada) de los individuos (como lo fue la capacidad de trabajo en la sociedad de

productores) y debe ser reciclada y deificada como fuerza externa capaz de poner en

movimiento a la sociedad de consumidores” (p. 47).

Aquí se repite otro de los elementos de la distinción de Bauman que me interesa señalar:

el consumo como categoría útil en una “sociedad de productores”, y el consumismo en

102

una “sociedad de consumidores”. A grandes rasgos, esta distinción, más general, nos

conecta con una serie de teorías que considero de mayor interés que la definición-

calificación del consumo por sí misma. La idea de la asunción de una estructura social,

económica y cultural particularmente distinta a la propuesta en las sucesivas revoluciones

industriales es una constante en la teoría social contemporánea y ha dado lugar a nociones

como “capital simbólico” (Bourdieu), “valor signo” (Baudrillard), “economía de signos y

espacios” (Lash y Urry), o “economía cultural” (Fiske), de las que me ocuparé en su

momento. En todos estos casos, y también en Bauman, parecen compartirse algunas

hipótesis que apuntan a la necesidad de nuevos paradigmas interpretativos para el

consumo, más complejos, más heterogéneos, más versátiles.

El segundo problema recurrente es la designación de un sustantivo (consumismo y sus

variantes se han entendido como adjetivos) a la expresión que nombre el consumo:

sociedad de consumo, sistema de consumo, cultura de consumo, etcétera. De nuevo, esta

decisión ha sido tomada, en muchos casos, en consideración a juicios de valor que no

siempre tienen un especial valor explicativo.

Que yo use y defienda el uso de la expresión “cultura de consumo” en este trabajo no es

arbitrario, por supuesto. Creo que la utilidad del concepto estriba precisamente en que se

aparta del carácter adjetivo o calificativo de algunas de las nociones anotadas arriba, e

intenta acercarse a un análisis más pausado y contextualizado de las prácticas, sujetos y

objetos sociales que aparecen en la esfera del consumo. Específicamente, la cultura de

consumo hace énfasis en el carácter significativo de los objetos de consumo material y

simbólico, incluyendo los productos publicitarios y mediáticos. Con “significativo” me

103

refiero a que aparecen como signo de un proceso complejo más que como simple objeto

que materializa un valor de uso o de cambio. La reflexión sobre el valor-signo de los

objetos y prácticas de consumo hace posible pensar sus relaciones con los grupos sociales

más allá de la esfera económica, como en este trabajo, que se interesa por la forma en que

los referentes construidos alrededor de la cultura de consumo transitan hacía otras esferas

culturales.

Para Mike Featherstone la expresión “cultura de consumo” revela la necesidad, por una

parte, de asumir ambos objetos de estudio (la cultura y el consumo), y por otra de

pensarlos en conjunto para comprenderlos mejor. Featherstone se pregunta

(retóricamente): “Si el estudio del consumo y conceptos tales como cultura de consumo

logran abrirse camino dentro de la orientación dominante en el aparato conceptual de la

ciencia social y de los estudios culturales, ¿qué indica ello? ¿Cómo ha llegado a

concederse al estudio del consumo y de la cultura –dos cosas, dicho sea de paso,

consideradas hasta hace poco como derivadas, periféricas y femeninas, en contraposición

con el carácter central que se acordaba a la esfera más masculina de la producción y la

economía– un lugar más importante en el análisis de las relaciones sociales y las

representaciones culturales? ¿Acaso hemos entrado en una etapa nueva de organización

intra o intersocietal, en la que tanto la cultura como el consumo desempeñan un papel

más decisivo?” (2000: 12).

Para Bauman, sin embargo, habría una marcada diferencia entre cultura de consumo y

sociedad de consumo (aunque Bauman habla en realidad de “cultura consumista”):

mientras que la primera expresa una dimensión “irreflexiva” de las acciones sociales

alrededor del consumo, la segunda se refiere a un conjunto específico de condiciones de

104

existencia bajo las cuales se adopta la “cultura consumista” (2007: 77). Otros autores han

entendido este carácter “irreflexivo” como asistemático, connotativo o simplemente

abstracto (en oposición al carácter concreto de lo que expresaría el sustantivo

“sociedad”). Estas dicotomías nos pueden remitir, incluso, a los clásicos conceptos

marxianos “superestructura” e “infraestructura”, en donde el papel determinante de la

cultura como fenómeno superestructural, en tanto más abstracto resulta precisamente más

estratégico, como señalan insistentemente Gramsci y la escuela de Frankfurt: la

administración de la superestructura como una forma de asegurar a largo plazo el control

de la infraestructura. No sobra anotar que este es también uno de los principios rectores

de la teoría contracultural; como anunciaba en el segundo capítulo, las teorías del

consumo y las de la cultura y la contracultura son más cercanas de lo que parecen.

El determinismo subyacente a estas consideraciones ha sido visto contemporáneamente

como uno de los principales obstáculos para una comprensión más amplia de los

fenómenos culturales y, en este caso específico, de las prácticas de consumo. De allí que

algunos de los principales desplazamientos de la teoría social a partir de la segunda mitad

del siglo veinte hayan estado orientados a la búsqueda de sistemas de intermediación

entre las clásicas estructuras sociales marxianas.

Una de las soluciones más eficaces ha sido la introducción de un código común capaz de

abstraer unidades básicas y crear convenciones y modelos útiles a la reconfiguración

teórica de las prácticas concretas. Por supuesto, el código privilegiado ha sido el código

lingüístico y, por tanto, el paradigma privilegiado de interpretación ha sido el

semiológico. Tal vez, progresivamente, el interés por la forma en que el código permitía

105

comprender un fenómeno ha sido desplazado por cierto interés por la comprensión misma

del código; y esto supone, para el caso que nos interesa, una simple sustitución de

términos que, de cualquier forma, nos instala de nuevo en una dicotomía: la sociedad

como significante, la cultura como significado. Sin embargo, esta aparente tautología

encierra algunos avances importantes: en primer lugar, las oposiciones semiológicas han

alcanzado un notable grado de sofisticación, caracterizado por su resistencia a aparecer

como cualidades intrínsecas de un elemento; vale decir, que significante y significado no

son partes inalienables de una unidad, tanto como funciones posibles de las distintas

formas de dividir tal unidad. Esto supone, en la analogía que intento seguir, que un

fenómeno social o cultural puede cumplir una función super o infraestructural,

independientemente de su naturaleza, con arreglo a un contexto y una coyuntura

particulares. Así, la función de significado, o significativa, es en realidad una potencia o,

si se quiere, una dimensión de todo objeto social en la que puede decidirse hacer énfasis o

no. Luego, las numerosas dicotomías en que se abre la dicotomía básica de significación

admiten siempre nuevas divisiones en el interior de las unidades de análisis. En este caso,

el consumo, por ejemplo, en su función significativa en el plano de la cultura, puede

fraccionarse a su vez, según el valor explicativo de la nueva división, como en el

siguiente argumento de Alonso:

“En las sociedades occidentales contemporáneas, las prácticas de consumo ocupan el eje

fundamental de proceso de articulación entre la producción [significante] y la

reproducción [significado] social. Sin embargo, el consumo ha tenido, paradójicamente,

un lugar relativamente periférico (por pasivo y sobredeterminado) en la discusión política

contemporánea. Por ello, es necesario apostar por una visión teórica que se proyecte

106

sobre el campo concreto (y complejo) de las prácticas adquisitivas reales [significante]

como en la lucha por el reconocimiento cultural en sus contextos institucionales de

referencia [significado]” (2005: 29).

De esta manera, las dicotomías semiológicas responden a la doble necesidad de clasificar

y matizar la clasificación, de jerarquizar y relativizar. Así, la cultura de consumo asume

también la dimensión social de la producción en los mercados de bienes, pero no

únicamente como un aspecto concreto de la infraestructura, sino más bien como la

concreción de ciertos aspectos de la superestructura.

Por supuesto, la utilidad del paradigma semiológico no se limita a un trabajo de re-

clasificación. Al reconocimiento de la dualidad de un fenómeno sigue, como afirma

Baudrillard, el reconocimiento de su reversibilidad. La comprensión de unidades teóricas

como funciones y no como características de los objetos sociales es primordial en este

sentido. La reversibilidad básica de las funciones semiológicas supone que no sólo los

significantes producen significados, sino también, y esto es precisamente lo que me

interesa señalar respecto de la lectura de la cultura de consumo, los significados producen

significantes.

El reconocimiento de este simple axioma es tal vez uno de los giros fundamentales de las

ciencias sociales en la segunda mitad del siglo veinte. Al aceptar la capacidad que tienen

los cuerpos de significados de producir nuevos significantes se rompe al fin el círculo

vicioso de la materialidad, en donde sólo lo concreto puede afectar a lo concreto en

términos “objetivos”. Este círculo es evidente en la economía política marxiana y sus

derivadas que, como se ha insistido, suponían a la producción como la única fuerza

objetiva de la economía, y al consumo como un simple reflejo condicionado. Tal énfasis

107

en la producción de bienes materiales intentó ser matizado (o bien, extrapolado y

radicalizado) por la Escuela de Frankfurt a través de la noción de “industria cultural” (no

“consumo cultural”, categoría que solo aparecería posteriormente), y digo que se trata de

un matiz dado el interés que supone por bienes simbólicos o, en general, inmateriales. Sin

embargo, esta inmaterialidad de los bienes económicos no fue tomada suficientemente en

serio hasta la consolidación de categorías como “capital simbólico”, que acepta su

acumulación, administración y, precisamente, capitalización. En todo caso, el círculo de

la producción estaba apuntalado firmemente en las bases de la economía política, y se

necesitaría incluso de una revisión profunda de la teoría del valor para romperlo.

Jean Baudrillard (1974b) fue uno de los principales defensores de una reconfiguración de

la teoría clásica del valor económico. Para él, la tradicional oposición entre valor de uso y

valor de cambio resultaba a todas luces inútil en el panorama contemporáneo,

especialmente por la imposibilidad de hallar un sistema de equivalencias (el valor de uso

había dejado de dictar el de cambio) relativamente objetivo. De allí la propuesta de

pensar un tercer tipo de valor económico, el valor signo, y una variante que interviene en

la producción de valor pero no es valor en sí mismo: el intercambio simbólico. Mientras

el valor de uso se rige por la lógica de la práctica y la funcionalidad, y el de cambio por la

lógica de la equivalencia, el valor signo se caracterizaría por seguir una lógica de la

diferencia: es decir, que un objeto económico adquiere valor signo en razón de su

diferencia (significativa) con otros objetos económicos, y lo pierde en razón de su

indistinción; en el mismo sentido en que las palabras adquieren valor cuando nombran

algo que otras palabras no, y lo pierden cuando sucede lo contrario. Luego, el

intercambio simbólico introduciría una lógica de la ambivalencia, al resistirse a la

108

cuantificación del valor de cambio; la oposición equivalencia/ambivalencia se resolvería

(arbitrariamente) en la construcción estratégica de la diferencia señalada en el valor

signo. La propuesta general indica que todo objeto económico puede ubicarse en los

cruces de estos cuatro factores (1974b: 56). Esta exposición sucinta de la propuesta

baudrillardiana es sin duda insuficiente como presentación de la teoría del valor signo,

pero suficiente para señalar, en este contexto, la crítica del énfasis en la producción y la

introducción de variables semiológicas en el análisis económico. Esto significa un avance

considerable en la consolidación de la cultura de consumo como categoría; como

Baudrillard afirma, es precisamente el papel del consumo lo que está en juego en este

debate:

“Es, pues, vano confrontar, como se hace en todas partes, consumo y producción para

subordinar el uno a la otra o recíprocamente, en términos de causalidad o de influencia.

Porque se comparan de hecho dos sectores heterogéneos: una productividad, es decir, un

sistema abstracto y generalizado del valor de cambio, y una lógica, un sector, el del

consumo, concebido por entero aun como el de motivaciones y satisfacciones concretas,

contingentes, individuales […] Por el contrario, si se concibe el consumo como

producción de signos, está también en vías de sistematización sobre la base de una

generalización del valor de cambio (de los signos), entonces las dos esferas son

homogéneas, pero, a causa de esto, no comparables en términos de prioridad causal, sino

homólogas en términos de modalidades estructurales. La estructura es la del modo de

producción” (1974b: 81).

En definitiva, y como ya había señalado en La sociedad de consumo (1974a), que el

consumo es precisamente el modo de producción privilegiado de la economía

109

contemporánea, el lugar en que se administra y se invierte la principal fuerza de trabajo,

y, por lo tanto, estructuralmente similar a la producción en las teorías económicas

modernas. Así, para Baudrillard, la economía política de la producción debe dar paso a la

del consumo, dado que éste es la principal función económica de las personas, es el

trabajo que se les exige, su capacidad de producción se está centrando en su capacidad

consumidora, y en este sentido también están siendo alienadas. Es claro, por ejemplo, que

los centros comerciales impulsan, actualmente, una circulación de capital (financiero y

simbólico) mucho más importante que cualquier fábrica. O bien, hablando precisamente

de la capitalización del valor signo, es claro que el precio del buen nombre de una marca

comercial (los derechos sobre su propiedad intelectual) puede ser mayor que el de toda la

reserva física de sus mercancías.

Esta crítica del círculo material de la producción anuncia debates en otros órdenes: la

denuncia de lo que Baudrillard llama “el mito del valor de uso” impulsa una fuerte

discusión sobre la teoría de las necesidades, hasta entonces radicalmente biologista e

ingenuamente conductista desde la psicología. La paradigmática “pirámide las

necesidades” popularizada por Abraham Maslow (y sus múltiples variantes) no hacían

más que redundar en el esquema simplista de la economía clásica según el cual el valor

de uso se instaura naturalmente y precede siempre al valor de cambio, y en donde,

además, los factores antropológicos y psicológicos se reducen a una búsqueda de estatus

lineal y estandarizada que es casi una caricatura de la sociedad industrial. La propuesta de

Baudrillard, leer la famosa pirámide de forma invertida, resulta pertinente a los

argumentos que, en su desarrollo, definen y justifican la idea de la cultura de consumo.

110

La inversión de la pirámide de las necesidades es, al tiempo, inversión de la relación

tradicional significante/significado o, más exactamente, de la relación entre materialidad

e inmaterialidad. Si la lectura tradicional insistía en la exigencia de cubrir ciertas

necesidades “primarias” (también llamadas, más radicalmente, “reales”) como condición

de posibilidad de acceder a las “superiores” (o, en otros lugares, “sociales”, e incluso “del

espíritu”); la lectura invertida hace notar que el acceso a las segundas hace posible,

precisamente, el aseguramiento de las primeras. En otras palabras, que el acceso a ciertas

esferas culturales, por ejemplo, hace posible el de las esferas económicas; que es el

capital simbólico, en muchos casos, el que hace posible la producción de capital

financiero; que, digamos, un nivel educativo superior (en una institución de

reconocimiento simbólico) hace posible un empleo análogo y, luego, el cubrimiento

sostenido de las necesidades “primarias”, y no a la inversa. Empezando desde el fondo de

la pirámide es simplemente imposible el ascenso. Lo material no produce ya a lo

inmaterial, sino que sucede precisamente lo contrario, de modo que las llamadas

necesidades “sociales” (la de distinción, por ejemplo) son, en realidad, básicas.

Entre paréntesis: Baudrillard insiste en que todas estas tesis se deben a la lectura atenta

del economista y sociólogo estadounidense Thorstein Veblen (1857-1929), quien es,

precisamente, para Featherstone y otros defensores de la noción de cultura de consumo,

el primer teórico en avanzar en la crítica del carácter asociológico de la economía

moderna. Tal vez, uno de los aportes más interesantes de esta discusión es la

recuperación de las teorías de Veblen, especialmente las contenidas en su Teoría de la

clase ociosa (1899). Respecto del tema que nos ocupa, Veblen propone allí la distinción

entre ciertas prácticas de consumo, como el llamado “consumo vicario” (que da estatus

111

no al consumidor sino a un tercero, que tiene poder sobre el consumidor) o el “consumo

conspicuo” (que da estatus no por su valor de uso sino precisamente por su inutilidad),

entre otros. Esta clasificación de prácticas de consumo asociadas al lujo o, más

estrictamente, al ocio (el revés de la producción, precisamente, y por tanto la base del

consumo), está cruzada transversalmente por una serie de tesis que se anticipan a muchas

de las teorías contemporáneas sobre el consumo, especialmente aquellas que afirman la

capacidad del capital simbólico para producir capital económico.

La afirmación de esta idea ha llevado, consecuentemente, a confirmar la importancia de

conseguir y acumular capital simbólico, y tal importancia comporta, casi inevitablemente,

dificultad. Lo que ha demostrado insistentemente Bourdieu es precisamente que

conseguir capital simbólico es difícil porque está limitado, monopolizado, protegido,

etcétera, y por eso el consumo “cultural” o de signos puede ser más importante que el

“general” o de bienes. O, en realidad, ambos tipos de capital, ambos tipos de producción

y ambos tipos de consumo están profundamente imbricados, son casi indistinguibles, y

cada vez más:

Featherstone afirma que el llamado “consumo general” (término que intenta distinguirse

del llamado “consumo cultural”; distinción que precisamente busca separar el consumo

de significados del de significantes) “no puede separarse de los signos y la imaginería

culturales”, en tanto funciona sobre el supuesto reconocimiento de marcas comerciales,

logotipos, frases publicitarias, personajes mediáticos que aparecen como patrocinadores,

pero también de imágenes de la cultura popular, alusiones a la “vida cotidiana” (2000:

167). Lo mismo puede decirse del llamado consumo cultural, que no puede separarse de

la materialidad y la reducción al valor de cambio. La producción cultural entra en el

112

ámbito de la mercancía a la misma velocidad que la mercancía se transforma en dato de

cultura.

En el sentido en que Bourdieu habla de “capital simbólico”, Baudrillard de “valor signo”,

o Lash y Urry de “economías de signos y espacios”, Fiske habla de una economía

financiera (que hace circular la riqueza) y una economía cultural (que distribuye

significados y placeres). De esta distinción, y de las posibles transiciones entre sus partes,

Fiske saca algunas conclusiones que resultan útiles aquí, particularmente la siguiente:

“En el trasvase de la esfera de la economía financiera a la economía de la cultura el

consumidor se convierte en productor de significados. La mercancía original (un anuncio

vendido por una agencia a un anunciante, por ejemplo) es en la economía cultural un

texto y en esta economía no hay consumidores, sino solamente expendedores de

significados” (citado por Rodríguez y Mora, 2002: 222).

Esta idea (que no hay ya consumidores sino productores de significado, es decir, en

último término, productores) puede extrapolarse a tipos y prácticas de consumo

aparentemente alejados de la producción cultural (o, al menos, de la producción de la

cultura hegemónica). Esto, por un lado, contradice la idea (ya bastante débil, por cierto)

del consumidor pasivo (análogamente a la del espectador o receptor pasivo), pero

especialmente abre la pregunta por el tipo de funcionamiento de estas “producciones de

significados” que, si bien pueden entenderse como prácticas de resistencia del

consumidor frente a los significados pretendidamente hegemónicos del mercado, también

aparecen, en no pocas ocasiones, como construcciones subordinadas que fortalecen,

incluso sin quererlo, estrategias mercantiles. Fiske, sin embargo, se interesa únicamente

por la primera posibilidad, la producción de significados desde el consumidor como

113

práctica de resistencia o, más específicamente, según la propia terminología de Fiske, de

“excorporación”:

“La excorporación es el proceso por el cual los subordinados hacen su propia cultura a

partir de los recursos y mercancías que provee el sistema dominante, y esto es central

para la cultura popular, porque en una sociedad industrial los únicos recursos a través de

los cuales los subordinados pueden construir sus propias subculturas son los

suministrados por el sistema que los subordina” (Fiske: 15)

Featherstone, abusando nuevamente de las preguntas retóricas, plantea, con todo, algunas

dimensiones del problema de la construcción cultural a partir de referentes de consumo

que trascienden la idea de la excorporación, en tanto advierten sobre algunos riesgos que,

desde el examen de la contracultura, ya he tratado ampliamente en el segundo capítulo:

“¿Usan los individuos los bienes de consumo como signos culturales a la manera de una

asociación libre, para producir un efecto expresivo en un campo social en el que las viejas

coordenadas están desapareciendo con rapidez? ¿O puede el gusto seguir siendo leído de

manera adecuada, ser socialmente reconocido o relevado dentro de la estructura de clase?

¿El gusto todavía clasifica al clasificador? ¿La afirmación de un movimiento superador

de la moda representa meramente una movida dentro del juego y nunca fuera de él, una

posición dentro del campo social de los estilos de vida y las prácticas de consumo que

puede correlacionarse con la estructura de clases?” (Featherstone: 143).

Muchos teóricos sociales ven en la “cultura de consumo” nada más que una versión

edulcorada y complaciente de la “sociedad de consumo”, pero la verdad es que la primera

es una herramienta crítica para estudiar el consumo mucho más eficaz, en tanto admite la

condición superestructural del consumo y lo ubica, por tanto en un plano más complejo

114

que allí dónde la sociedad de consumo, todavía sostenida por el mito moderno de la

producción como eje de la economía política, lo ponía.

La idea de la cultura de consumo admite, por ejemplo, que las prácticas de consumo no se

limitan a la esfera del consumo de bienes y servicios, al consumo de productos: se

extiende, de una manera cada vez más importante, hacia el consumo de mensajes. La

publicidad no es solo un medio para anunciar un producto: es ella misma un producto. No

sólo por ser el objeto de intercambio económico entre agencias de publicidad,

anunciantes y medios de comunicación (para nombrar únicamente a los tres actores más

visibles de la transacción) y por tanto la mercancía de una gran industria relativamente

autónoma, sino porque su propia consecución, el acceso a ella, debe ser considerado

también una suerte de intercambio económico. De algún modo, el consumidor siempre

paga por la publicidad que ve, que consume, precisamente. Incluso, la especialización

mediática y la de los grupos objetivo de mercado ha llevado al negocio publicitario a usar

formatos del tipo “pague por ver”: pague por ver mejor publicidad, o publicidad de su

interés específico, etcétera. Y estas no son, aún, todas las razones por las que los

mensajes de la cultura de consumo deben ser considerados mercancía: Rodríguez y Mora

ofrecen una, a mi parecer, más poderosa que las anteriores:

“Del mismo modo que el objeto incluye fatalmente entre sus funciones la de funcionar

como signo (de un uso, de una forma, de un ser, de un estatus), la publicidad, que es

signo, no puede dejar por ello de ser a la vez objeto. Es decir, la publicidad también se

consume como objeto cultural y estético, la publicidad tiene una materialidad fruitiva, no

sólo es intermediario entre el objeto (producto o servicio) y su consumidor (que lo

adquiere o contrata)” (2002: 216).

115

Así, a la noción de cultura de consumo se suma el “consumo de mensajes” como

mercancías, en un sentido distinto del que acepta la noción de consumo cultural, en dónde

mensaje y mercancía mantienen una prudente distancia. De hecho, el “consumo de

mensajes” es, en realidad, el campo específico de la cultura de consumo que me interesa,

puesto que allí se centra la movilización de referentes y su apropiación y transformación

(un proceso que no se desarrolla ni se deconstruye tan fácilmente en el consumo de

bienes y servicios). Este tipo de consumo es la base del mercado de referentes culturales,

mediado por la publicidad y todas las variantes mediáticas asociadas a la farándula y el

espectáculo, pero especialmente movido por el uso que los propios consumidores hacen

de tales referentes, transformándolos en mitos, o en ejes de sus propias experiencias, o en

marcas generacionales o de clase, etcétera. Ese mercado de referentes culturales es el

espacio de la cultura de consumo que se cruza contemporáneamente de una manera más

evidente con muchas prácticas contraculturales.

¿Qué es pues, en definitiva, la idea de la cultura de consumo? Básicamente, el

reconocimiento de la dimensión cultural del consumo (es decir, su dimensión

significativa, y la afirmación de la capacidad de los significados para producir

significantes); el reconocimiento de la circulación y la capitalización de los bienes

simbólicos; el reconocimiento de la inmaterialidad como dimensión constitutiva del

intercambio económico; el reconocimiento de la función comunicativa de las mercancías,

y de la función mercantil de los mensajes (no como un proceso de mercantilización,

como se ha visto desde las nociones de consumo cultural o industria cultural). El

tratamiento, quizá, de un objeto (el consumo), desde una perspectiva (la cultural) que

116

permite cierta reversibilidad (la cultura como objeto, el consumo como perspectiva) y,

por qué no decirlo, cierta ambigüedad, bastante útiles para examinar fenómenos como el

que ocupa este trabajo.

117

5. La cultura de consumo como contracultura

Vuelvo, entonces, al principio. Cuando, en el primer capítulo, describía las prácticas de

intervención gráfica del espacio público, y las caracterizaba como contraculturales,

apuntaba ya el argumento que más tarde aparecería bajo el término “excorporación”, en

el cuarto capítulo, y que seguramente aparece de otras diez maneras a lo largo del trabajo:

la capacidad de apropiarse las estrategias de construcción y circulación de los mensajes

de la cultura hegemónica, y explícitamente de la cultura de consumo hegemónica, para

construir mensajes nuevos, que pueden calificarse, con arreglo al contexto, como

“contraculturales”.

Para ilustrar, de nuevo, las posibilidades de la excorporación, y articularlas al paradigma

intertextual de análisis, voy a centrarme en el ejemplo de la serie de graffitis que

replicaban (¿ironizaban?) la campaña publicitaria de Movistar, la compañía de teléfonos

celulares, y que aparecieron en la Universidad Nacional a finales del año 2005. En ellos

se leía: “espéraMe…”, con la letra “M” resaltada en color rojo. Movistar utilizó el mismo

término (espérame) en su campaña de expectativa, poniendo el acento sobre la M, en

color verde, que a su vez es el logotipo de la marca.

La verdad, nunca supe qué anunciaban estos graffitis (que también, como en Movistar,

pretendían atrapar al espectador en esa elipsis). Pero lo que me interesa en este asunto es

la apelación a un mensaje publicitario, que aparece en medios masivos, para la creación

de un mensaje, en principio, “no-publicitario”. Esta construcción intertextual supone la

exigencia que se hace al lector de reconocer la cita o la alusión (a la campaña de

Movistar, en este caso), de diferenciar los géneros textuales en juego (architextualidad),

118

de ubicar el texto en un contexto específico –y diferenciar los contextos–

(paratextualidad) y de comprender la intención de quién emite el mensaje (Genette 1989;

Rodríguez y Mora 2002).

Cabe preguntarse ¿por qué usar ese intertexto y no otro?, ¿en qué sentido la alusión a

Movistar podía aportar algo a lo anunciado por el graffiti? En este caso la respuesta

parece clara: la importancia del intertexto es su capacidad para facilitar el

reconocimiento. De este modo, quienes planearon la estrategia de comunicación de la M

roja en la Universidad Nacional comprendieron la eficacia de la campaña de Movistar

(basada especialmente en la redundancia y la tautología) y decidieron utilizar la

referencia y transformar algunos elementos esenciales: el color de la M, la tipografía y

sobre todo, por supuesto, el medio y el formato. En el fondo, lo que este caso pone de

manifiesto es una dinámica de apropiación de los mensajes publicitarios en esferas

culturales aparentemente alejadas del consumo y de los medios masivos. No se trata

únicamente de la referencia formal; la propia estructura de los mensajes está determinada

por lógicas publicitarias: la elipsis en la frase (¿esperar a quién, a qué?), el uso de los

puntos suspensivos, denotan claramente una estrategia retórica de expectación, que

además se repite sistemáticamente, en distintos lugares, constituyendo una “campaña de

expectativa”. De modo que uno puede preguntar, incluso, ¿hasta qué punto determina el

discurso publicitario la capacidad de producción intertextual de la cultura (contracultura)

en que participa?

Algunas teorías de la intertextualidad insisten en el carácter de reciprocidad que está en la

base de todo ejercicio transtextual: la “cita” transforma el “original” tanto como el

original a la cita; o bien, la referencia transforma al texto que la trae tanto como sucede a

119

la inversa. Sin embargo, es evidente la necesidad de examinar cada caso de

intertextualidad particularmente para comprender su funcionamiento singular, medir la

intensidad de cada transición y contrastar los objetivos con los resultados.

En cualquier caso, vale la pena reseñar algunas generalidades de las teorías de la

intertextualidad, recordando especialmente que éstas han sido consecutivamente

extendidas a campos de la cultura distintos del literario (al que se debe), hasta el punto en

que la confusión sobre sus límites y posibilidades exigió una sistematización más

compleja que la que podían ofrecer las dicotomías estructuralistas, y menos radical que la

hermenéutica post-estructural. En este punto la discusión es amplia y no parece sensato

tratarla extensamente en este momento. Me concretaré a reseñar un episodio importante

de este proceso de sistematización de la intertextualidad: la clasificación de Gerard

Genette.

Según Genette (1989), hablar de inter-textualidad no resulta suficiente para explicar las

complejas redes referenciales que componen un texto: un inter-texto sólo puede

entenderse como una cita o alusión, aunque bien puede ser directa (material), o indirecta

(estructural); sin embargo, esta categoría no da cuenta de las referencias construidas

recíprocamente con otros textos, o de los textos potencialmente incluidos en otros (como

sugería la teoría de la diseminación de Derrida, 1975), o de las referencias que el texto

hace a sí mismo, a su propia construcción. Así, Genette decide retomar la noción de

transtextualidad, utilizada antes por Kristeva (1978), y ampliar su acepción como “el

conjunto de categorías generales o trascendentes –tipos de discurso, modos de

enunciación, géneros literarios, etc.- del que depende cada texto singular” (Genette: 1989:

9). De este modo, la intertextualidad, como intercambio material o estructural de

120

elementos textuales, es sólo una posibilidad entre otras para la transtextualidad. Para

hacer posible esta tipificación, Genette decide utilizar la noción de género, que le permite

diferenciar los textos o los conjuntos de textos que entran en una relación transtextual: en

el género literario es clara la delimitación entre la narrativa, la poesía o el drama; pero las

referencias literarias son cada vez más extragenéricas: al género cinematográfico,

periodístico, etcétera. En el primer caso, es decir, para las referencias intragenéricas,

hablamos de metatextualidad; en el segundo de intertextualidad. Luego, para el caso en

que un texto defina cierto género textual, señalando sus márgenes, sus características,

hablamos de paratextualidad. El ejercicio de diferenciación y reconocimiento entre

géneros (en dónde se acaba la publicidad y empieza la contracultura) es denominado

architextualidad. Y, finalmente, para el caso en que un texto remita a otro, como una

conexión transitoria pero necesaria, y en donde la conexión es recíproca y virtualmente

ilimitada, Genette habla de hipertextualidad.

Evidentemente, esta breve relación de los tipos transtextuales no pretende ser una

definición, únicamente quiere denotar las posibilidades de transformación y negociación

de los textos y los géneros, para subrayar, nuevamente, la legitimidad de la inclusión del

discurso publicitario (como género) en esta perspectiva de estudio, y, por lo tanto, de la

cultura de consumo (como campo).

Luego, el ejercicio intertextual que examino aquí es un conjunto de prácticas de

intervención en los espacios públicos urbanos (graffiti, esténcil, mural, cartel, etcétera)

que aparece como un reto para ciertos paradigmas de lectura y escritura, en tanto textos

que son, casi inevitablemente, intertextos:

121

“En tanto escritura esencialmente fragmentaria, el graffiti forma parte de los complejos

entramados culturales que se construyen en el medio urbano, en un ir y venir entre los

textos escritos en la pared y otros textos que circulan en el espacio social. Fragmentos de

discursos que provienen del ámbito de la política, la coyuntura económica, el mundo del

espectáculo, la literatura, el fútbol, los medios de comunicación, la escuela, etc.,

constituyen el material que se presenta reelaborado en los graffitis de la ciudad” (Gándara

2002: 111)

La hipótesis de fondo según la cual estas intervenciones pueden entenderse como textos

(unidades de sentido) supone también la posibilidad de leer tales prácticas y objetos

culturales, y esta lectura supone, a su vez, una cierta sistematización, una clasificación de

unidades discretas (signos), métodos particulares de interpretación. Más allá de la

constatación de su naturaleza textual (o de su perspectiva textual posible), estas

intervenciones sugieren una serie de preguntas sobre la ampliación de las nociones de

lectura y escritura y de su utilidad para las ciencias sociales.

La ampliación de la noción de texto trae consigo paradojas inevitables. Cuando se decreta

la textualidad de toda producción de sentido la tautología acecha. ¿Qué definición de

texto supone esta operación?, ¿y qué definición de sentido? El riesgo de definir uno por el

otro no es sólo un problema lógico. La elección de la categoría texto para interpretar

fenómenos heterogéneos no puede ser gratuita: hay un evidente sesgo disciplinar y

cultural que subyace a la hipótesis semiológica que, como sabemos, es en principio una

hipótesis lingüística. La inclusión de imágenes, espacios, gestos, objetos y acciones en

estas teorías, es el producto de complejas y a menudo forzosas extrapolaciones. El

paradigma del texto que subyace a la semiología, por ejemplo, está ligado a la llamada

122

“alta cultura” de la Europa decimonónica. De allí que el texto por antonomasia, en la

lógica misma de estas teorías y sus métodos, sea el texto literario.

Sobre el modelo del texto literario parecen recortarse los principales presupuestos

hermenéuticos de estas lecturas ampliadas. Como si la producción textual fuera siempre

un epígono de la producción literaria, y la producción de sentido un epígono, a su vez, de

la producción textual. De modo que, insisto, la paradoja es inevitable. ¿La literatura,

como género, ha subsumido al texto? Deleuze ha dicho que la filosofía no es más que un

género literario, Lyotard afirma lo propio sobre el discurso científico. Cuando Roland

Barthes pretende usar radicalmente la hipótesis semiológica en toda estructura de sentido

(la moda, la comida, la ciudad), regresa insistentemente a la analogía con los

procedimientos textuales literarios: las estrategias retóricas, la narratividad, los roles, la

temporalidad. Claro que el propio Barthes es consciente de esto: en un texto al que

volvere luego, en donde piensa la ciudad como objeto semiológico, advierte que el

verdadero reto es hablar, sin metáfora, del lenguaje de la ciudad, o del lenguaje del cine

(2003: 16). Y dejar la metáfora significa, en un primer momento, insistir en el orden del

significante, de la materialidad.

Esta coyuntura es un problema clave para quienes queremos pensar otros objetos desde

las nociones ampliadas de texto o de lectura. La sociología de la literatura, al intentar

invertir estas relaciones (la literatura debe ser su objeto y no su método), nos ayuda a ver

el asunto desde una nueva perspectiva:

“Para algunos, el vínculo de algo tan elevado como la literatura con algo tan prosaico

como la sociología es espurio. Para otros, la ofensa es inversa: ¿cómo aplicar la categoría

científica de sociología a algo tan inefable como la literatura? Una de las ideologías más

123

arraigadas en sociedades como la nuestra sostiene que la cultura y, desde luego, la

literatura son independientes de las formas sociales, ya que se sitúan en un plano único,

más allá de la historia, de la política y de la sociedad. Pero, fuera de esos extremos, el

hecho es que la literatura, como estructuración formal de los significados y de los valores

de una sociedad que usa como medio de expresión una práctica social, la lengua, no

puede quedar muy distante de una sociología cuyo objetivo es una comprensión

interpretativa de la acción social” (Cevasco 2002: 161).

Hay que subrayar la definición de literatura anotada arriba, porque, a mi parecer,

precisamente logra determinarla como texto, y no a la inversa. Ahora, abandonar el texto

como metáfora, como propone Barthes, supone también repensar lo que entendemos por

lectura. Hoy es casi un lugar común hablar de leer (como metáfora): leer los labios, los

ojos, leer el tarot, las estrellas, leer entre líneas. Pero en esta imagen del mundo como

texto, en esta metáfora, habría que dar lugar también a la escritura, pensar en la escritura

como un problema análogo al de la lectura: ¿quién escribe, cómo, con qué?, ¿es un

escritor o escritora quien hace gestos?, ¿el o la que se viste?, ¿el o la que cocina?, ¿quién

escribe el tarot?

O más genéricamente, ¿cómo se escriben aquellos textos no textuales, no literarios, que

decimos leer, que pretendemos leer? Por supuesto, a esta pregunta por la escritura se le

opondrán inmediatamente las teorías de la intertextualidad, la producción social, la

“muerte del autor”. Y no es gratuito que estas teorías hayan sido desarrolladas

simultáneamente a la ascensión del omni-lector: el lector o lectora que no sólo lo lee

todo, sino que además lo produce al reinterpretarlo, resignificarlo, apropiarlo. Sin

embargo, la pregunta sigue siendo legítima: ¿cómo entender entonces la escritura? Si

124

todas estas lecturas son también, por definición, escrituras, tendríamos que pensar en

cómo distinguirlas, clasificarlas, pensarlas.

Por el momento, propongo distinguir las escrituras a partir de una dicotomía básica, que

puede resultar útil para empezar a ordenar estas cuestiones. Esta dicotomía parte de la

relación necesaria entre una escritura y un soporte, un soporte significante, material.

Mientras algunos soportes pueden llamarse “neutros”, por su ductilidad ante la voluntad

del escritor o escritora, porque no oponen resistencia ante la escritura, otros pueden

llamarse “dinámicos”, por su carácter transitivo, ocasional, porque pueden resistirse a la

escritura, porque son más intertextuales o susceptibles al palimpsesto. Entre los primeros

el ejemplo antonomástico es la hoja en blanco; entre los segundos, la ciudad.

Escribir (en) la ciudad significa enfrentarse a un soporte dinámico y, por lo tanto, se trata

de una negociación constante entre el soporte y la escritura. La ciudad ha sido leída al

menos desde Baudelaire, pasando por Benjamín, por el propio Barthes, por De Certeau.

Leer la ciudad puede entenderse como leer sus espacios, sus recorridos, leer los avisos

publicitarios, las señales de tráfico, los carteles, los tableros del transporte público, leer a

los otros transeúntes. Pero muchas de estas lecturas no han sido pensadas como escrituras

también

La ciudad como soporte de escrituras múltiples pone en juego también una serie de

relaciones de poder, de legitimidad, de visibilidad. De la valla publicitaria, para la que el

soporte está reglamentado e institucionalizado (agencias, anunciantes, tiempos,

presupuestos, ubicaciones estratégicas, estudios de mercados), al graffiti político,

aparentemente al otro lado de este espectro, para el que la calle es un soporte que opone

resistencia, es un soporte ilegal, ajeno, que se supone violentado por la escritura. Las

125

intervenciones de sentido en el espacio público reproducen estas posiciones en un

constante juego intertextual, metatextual, se disputan la atención del lector o lectora. En

estas escrituras se trata siempre de escribir sobre un soporte ya escrito; y esta reescritura

de los soportes dinámicos es también doble: no sólo es un juego de referencias sino,

además, una negociación de prácticas, espacios, lecturas, lectores, lectoras.

En el texto que citaba arriba, Barthes escribe: “El mejor modelo para el estudio semántico

de la ciudad será provisto, creo, por lo menos al principio, por la frase del discurso. Y

encontramos acá la vieja intuición de Victor Hugo, la ciudad es un escrito; el que se

desplaza por la ciudad, es decir, el usuario de la ciudad, es una especie de lector, que

según sus obligaciones y desplazamientos toma fragmentos del enunciado para

actualizarlo en secreto. Cuando nos desplazamos en una ciudad estamos en la situación

del lector de los cien mil millones de poemas de Queneau, donde se puede encontrar un

poema diferente cambiando un solo verso” (2003: 19).

Esta reconfiguración constante del sentido tiene sin embargo huellas significantes, como

marcas en el texto, anotaciones de los lectores y las lectoras en los márgenes de la página.

Las intervenciones gráficas y textuales en la ciudad pueden leerse en ese sentido, como

transgresiones retóricas, juegos de sentido, reelaboraciones de un texto escrito por

millares de escritores. A propósito de esto, Michel de Certeau ha señalado que “los

caminos de los paseantes presentan una serie de vueltas y rodeos susceptibles de

asimilarse a los giros y figuras de estilo. Hay una retórica del andar. El arte de

transformar las frases tiene como equivalente un arte de transformar los recorridos. Como

lenguaje ordinario, este arte implica y combina estilos y usos” (1996: 112). Y a la

desviación retórica, por supuesto, corresponde un conjunto de normas lingüísticas y

126

discursivas: “El espacio geométrico de los urbanistas y los arquitectos parecería

funcionar como el sentido propio construido por los gramáticos y los lingüistas a fin de

disponer de un nivel normal y normativo al cual referir la desviaciones del sentido

figurado” (De Certeau 1996: 113).

Aquí, la distinción entre el sentido propio y el figurado pasa por las prácticas del espacio,

sus lecturas y escrituras, los códigos y las cánones que las limitan y los modos de

transgredirlos, de evadirlos, de transformarlos, de escribir en sus límites. De Certeau

distingue las nociones de espacio y lugar, en donde nosotros podemos pensar de nuevo el

paradigma textual: “Un lugar es el orden (cualquiera que sea) según el cual los elementos

se distribuyen en relaciones de coexistencia. Ahí, pues, se excluye la posibilidad para que

dos cosas se encuentren en el mismo sitio […] El espacio es un cruzamiento de

movilidades; el espacio es al lugar lo que se vuelve la palabra al ser articulada, es decir,

cuando queda atrapada en la ambigüedad de una realización […] A diferencia del lugar,

carece de la estabilidad de un sitio propio. En suma, el espacio es un lugar practicado”

(De Certeau 1996: 129). Esta distinción, decía, puede aplicarse a la ciudad como texto: la

lectura tiene la lógica del lugar, aunque sea siempre un lugar provisional; la escritura, en

cambio, tiene la lógica del espacio: es una lectura practicada, una lectura significante, la

huella material de una cierta lectura de la ciudad.

Finalmente, otra propuesta de De Certeau puede sernos útil para cerrar, por ahora, estas

preguntas por la escritura de y en la ciudad: mientras algunas escrituras tienen un lugar

propio (la publicidad, la señalización oficial), otras deben buscar su lugar, crear su lugar,

o, más exactamente, su espacio. Es la distinción entre las estrategias y las tácticas: “La

estrategia postula un lugar susceptible de circunscribirse como un lugar propio y luego

127

servir de base a un manejo de sus relaciones con una exterioridad distinta. La

racionalidad política, económica o científica se construye de acuerdo con este modelo

estratégico. Por el contrario, la táctica es un cálculo que no puede contar con un lugar

propio, ni por tanto con una frontera que distinga al otro como una totalidad visible. La

táctica no tiene más lugar que el otro […] Debido a su no lugar, la táctica depende del

tiempo, atenta a aprovechar las posibilidades. Lo que gana no lo conserva. Necesita

constantemente jugar con los acontecimientos para hacer de ellos ocasiones. Sin cesar, el

débil debe sacar provecho de fuerzas que resultan ajenas” (De Certeau 2004: 251)

En suma, la utilidad del paradigma intertextual en el estudio de estas prácticas de

intervención en la ciudad estriba principalmente en que, al reconocer el carácter textual,

significativo, de tales prácticas, las ubica automáticamente en un plano cultural, según lo

expuesto en el capítulo cuatro. Así, el ejercicio intertextual de los graffitis Movistar como

un gesto de escritura táctica, que diría De Certeau, es un índice de las relaciones

complejas entre las esferas de producción de los textos mutuamente transformados: la

cultura de consumo y la contracultura.

La descripción de otros casos, análogos o paralelos al de la M roja, revela cierta

sintomatología, y deja entrever la posibilidad de estudiar la intertextualidad publicitaria

en el contexto cultural de la contracultura, como una tendencia o un proceso que de

ninguna manera aparece arbitrariamente, aunque sí de manera todavía difusa y ambigua.

Valgan dos nuevos ejemplos, extraídos de graffitis hechos en el mismo periodo de

aparición de la M roja (el primer semestre de 2005): en el primer caso, la famosa frase

publicitaria, el eslogan, de Master Card, “Hay cosas que el dinero no puede comprar.

128

Para todo lo demás existe Master Card”, es replicada, en un extraño bucle genérico, en la

frase “Hay cosas que la peluquería puede arreglar. Para todo lo demás existe la

revolución”, pintada en un muro. Un intertexto estructural que hace una exigencia

architextual algo compleja, al incluir alusiones genéricas a la superficialidad, la farándula

o el star-system (las interpretaciones verosímiles son extensas), en el término

“peluquería”, y que utiliza también una especie de aliteración retórica, al poner

“revolución” en el mismo lugar de “Master Card”. En el segundo caso, es la campaña

publicitaria de Coca-Cola –otra vez- la que es utilizada como cita (esta vez material) de

un “anuncio” hecho artesanalmente, pintado sobre un muro, en donde la tipografía de

Coca-Cola se reproduce imitativamente y su eslogan aparece también literalmente:

“Ahora tú”. La irrupción es más sutil en este caso: en la gráfica que acompaña al texto,

un hombre encapuchado lanza una botella de Coca-Cola que es usada como artefacto

explosivo. Es muy significativo que en este caso se reproduzcan incluso los colores

corporativos (rojo, blanco y negro), y varios índices gráficos (las burbujas, las ondas). El

grado de complejidad alcanzado por la relación transtextual entre la publicidad y estos

graffitis nos hace pensar que el estudio simple de las referencias formales no es

suficiente. Hay allí un intertexto ideológico (un hipertexto, más exactamente), difícil de

deconstruir, que precisamente sugiere un nuevo espacio problemático.

No hay que insistir demasiado en las posibilidades de estudio en estos casos para notar la

necesidad de extrapolarlos a otros procesos de apropiación (irónica, paródica, ingenua,

imitativa) de elementos publicitarios, en donde las referencias locales, circunstanciales,

los usos de los mensajes y, en general, los procesos de recepción, apropiación y

transformación en contextos específicos, se ponen de manifiesto. Por supuesto, también

129

es posible hacer el análisis inverso: el uso y la transformación de referencias culturales en

el discurso publicitario.

Puede afirmarse entonces que la transtextualidad aparece como una perspectiva teórica

importante en el estudio de la cultura de consumo. Más allá del texto publicitario (la

dimensión simple del mensaje), hay que asumir el problema de lo que la publicidad

significa como campo de transición, como dinámica transdisciplinaria (no únicamente

interdisciplinaria) que cuestiona la autonomía misma de sus campos convergentes. Esta

caracterización es posible desde la noción de transtextualidad, y en ese sentido, su

comprensión es esencial en el análisis del discurso publicitario. Es posible extrapolar

estas lógicas textuales o discursivas a una descripción general. La publicidad, como

campo, está reconfigurando constantemente elementos de los campos disciplinares o

sociales con los que se toca, replicando de algún modo las lógicas de construcción de los

mensajes publicitarios. Es en este espacio en donde aparecen fenómenos como la

transculturalidad, como un proceso que normalmente tiene su origen en intercambios

significantes:

“El graffiti revela la influencia de la publicidad y en particular de la técnica del cartel,

influencia que no deja de ser lógica si pensamos en la contiguidad de uno y otro de estos

dos tipos de mensajes. Recurre, por ejemplo, al efectismo presente en la técnica visual de

los carteles publicitarios. Pero también es observable la influencia inversa: muchos

publicistas, seducidos por la creatividad del graffiti han copiado su estilo, así como han

adoptado algunas tipografías originariamente graffiteras” (Gándara 2002: 107).

Y se desarrolla hacía los intercambios significativos:

130

“El graffiti por su esencia no comercial irrumpe como un contradiscurso de espacios

tomados con una intención social comunicativa radicalmente distinta: mientras que la

publicidad interpela a un consumidor, el discurso graffitero interpela a otro tipo de

destinatario, instituyendo otras prácticas de lectura y escritura. La diversidad esencial

entre graffiti y publicidad no impide que la intertextualidad se manifieste, por ejemplo

cuando la publicidad copia el estilo del graffiti para lograr sus fines, o cuando el graffiti

reelabora un slogan publicitario con fines de burla o ironía, o genera sus propios slogans

copiando el estilo de los publicistas” (Gándara 2002: 116).

A partir de este ejemplo, que no es, por supuesto, el único o siquiera el más importante o

significativo que pueda usarse para pensar el carácter transtextual de la cultura de

consumo, se pueden sin embargo intentar algunas afirmaciones generales, respecto de las

relaciones entre transtextualidad y transculturalidad.

De hecho, es posible afirmar que la cultura de consumo aparece como un espacio de

transición entre las dinámicas culturales, los procesos sociales y la estructura económica

de una sociedad. En este caso, es la creación de redes y estructuras entre campos sociales

lo que realmente interesa; no es posible reducir la comprensión de la cultura de consumo

a una sola dimensión (económica, política, cultural). Limitar esta relación a la acusación

simplista que supone, por ejemplo, a la publicidad un instrumento de ciertos mecanismos

de poder vagamente señalados no es más que una caricatura. Al entenderse como simple

“instrumento” o “herramienta” de un sistema mayor, la publicidad reduciría su función y

sus posibilidades a un epifenómeno o un efecto mecánico. Aceptar sencillamente esta

afirmación equivale a negar el valor de los procesos de recepción, interpretación y uso de

los mensajes publicitarios, y, por lo tanto, a neutralizar las dinámicas sociales en la esfera

131

del consumo o frente a los medios masivos. Pero es precisamente en la redefinición de

estos espacios (el consumo y la comunicación masiva) en donde la publicidad trasciende

su utilidad en los procesos de mercadeo y aparece claramente como un fenómeno social,

creador de imaginarios colectivos, de referentes culturales, de lógicas de socialización.

Más: desde un punto de vista más amplio, que intenta ubicar el campo publicitario en una

esfera de lógicas de producción, valores de consumo y referencias culturales

globalizadas, éste aparece en una posición destacada; en cierto sentido, se transforma en

uno de los principales espacios de definición de legitimidad de los comportamientos y los

valores. Al menos, esta es la posición de Renato Ortiz, que ve la publicidad como

determinante de la cultura de consumo, y a esta como articuladora de espacios sociales

heterogéneos, valores locales, etcétera. (Ortiz 2004). Por otro lado, en esta

reconfiguración del campo social y de la legitimidad institucional aparecen otros espacios

problemáticos, como la convergencia de las estructuras productivas, la

desterritorialización de los mercados, etcétera, que cuestionan las estructuras políticas

(Estado) e ideológicas (Nación) de la modernidad. Este proceso de traslación y

redefinición de funciones (de la escala pública a la privada, principalmente) exige la

movilización de los campos sociales (Sklair 2001). En este sentido, un campo de

transición como la publicidad parece llamado a señalar nuevos modelos operativos. Un

ejemplo preciso es la hipótesis de una “cultura internacional-popular” (Ortiz 1998a,

1998b, 2004); ésta funcionaría como un sistema de comunicación que actúa por medio de

referencias culturales comunes: “Afirmar la existencia de una memoria internacional-

popular es reconocer que en el interior de las sociedades de consumo se forjan referencias

132

culturales mundializadas. Los personajes, situaciones, imágenes vehiculizadas por la

publicidad, las historietas, la televisión, el cine, se constituyen en sustratos de esta

memoria” (2004: 132).

En este punto parece claro que entender la globalización desde una perspectiva

puramente económica equivale a forzar la definición de sus dinámicas y sus efectos en

otros campos; de allí la excesiva simplificación del análisis en torno a la publicidad y la

cultura de consumo, que redunda en la gastada noción de cierta hegemonía económica y

cultural, en donde los procesos de transculturación parecen desarrollarse en una sola vía.

Aquí la hipótesis del “imperialismo cultural” se olvida de los complejos procesos

sincréticos de recepción y, sobre todo, de la oposición dinámica entre los campos

sociales. Una cultura mundializada no implica el aniquilamiento de las otras

manifestaciones culturales; por el contrario, cohabita y se alimenta de ellas, al punto en

que se transforma ella misma.

La lengua es un claro ejemplo: lejos de establecerse impositivamente una lengua

mundial, aparecen variables importantes de su estructura y terminan por legitimarse en

los usos sociales, las referencias transculturales y la superposición de dimensiones

globales (el consumo, para lo que nos interesa) y locales (la tradición). Es el caso del

spanglish, que determina un tipo específico de dinámicas de socialización en la

comunidad latina en Estados Unidos. En este sentido, la transformación opera en ambos

extremos. Las referencias al contexto latinoamericano influyen claramente en muchas

tendencias culturales norteamericanas. La transculturación no es un fenómeno

subordinado a los canales económicos de producción, sino al despliegue, mucho más

sutil, de sus estructuras de apoyo (Sklair: 2001). Es precisamente en este punto en donde

133

aparece la cultura de consumo, no como un simple reflejo de dinámicas que la superan,

sino como un sistema complejo de negociación cultural, construcción de capital

simbólico y operador sincrético y ecléctico. Desde esta perspectiva, la publicidad

dinamiza y fortalece la industria cultural. Y parece claro que la cultura contemporánea

debe ser capaz de identificar, interpretar y construir referentes en continua

transformación; se trata de potenciar el intercambio cultural, para fortalecer al tiempo las

estructuras de oposición dinámica entre los campos sociales, y no de encerrarse en un

ciclo folclorista y anacrónico de proteccionismo cultural, que pretende asumir “modelos

propios” que, bien vistos, pueden ser otra ficción ideológica de la modernidad.

Por supuesto, la caracterización de la publicidad como un agente hegemónico tiene bases

reales, pero especialmente en el sentido en que tal hegemonía depende plenamente de la

negociación con sus formas de oposición: “La función hegemónica es controlar,

neutralizar, transformar e, incluso, incorporar las formas de oposición. La hegemonía es

vista así como un proceso activo, no como una dominación inmodificable” (Zubieta,

2000: 40). La contracultura contemporánea, según mi hipótesis, busca precisamente

apropiarse esta estrategia (esta táctica): escribir allí dónde ha sido tantas veces leída,

reinterpretada, neutralizada. Hacer de la cultura de consumo una contracultura.

134

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- Entrevista con Oscar, de Mefistófeles, el viernes 23 de febrero de 2007 a las cinco y

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- Entrevista con Heidi, de Las Mayoristas, el viernes 9 de marzo de 2007, a las 3 pm, en

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- Entrevista con Andrés, de Toxicómano Callejero, el viernes 16 de marzo de 2007 a las

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