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AIS- Lengua y literatura Profesora: Ma. Elena Curihuinca C. GÉNERO NARRATIVO: SELECCIÓN DE CUENTOS Nombre: _____________________________________________________ Curso: I medio ___

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Page 1: Selección de textos I medio

AIS- Lengua y literatura

Profesora: Ma. Elena Curihuinca C.

GÉNERO NARRATIVO: SELECCIÓN DE CUENTOS

Nombre: _____________________________________________________ Curso: I medio ___

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LA GALLINA DEGOLLADA , HORACIO QUIROGATodo el día, sentados en el patio, en un banco estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz.Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos, y volvían la cabeza con la boca abierta.El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allíse mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotastenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían alfin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como sifuera comida.Otra veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertessacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casisiempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con laspiernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.El mayor tenía doce años y el menor, ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de unpoco de cuidado maternal.Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres meses de casados,Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho másvital: un hijo. ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado ya delvil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles derenovación?Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplida sufelicidad. La criatura creció bella y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo unanoche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esaatención profesional que está visiblemente buscando las causas del mal en las enfermedades de los padres.Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun elinstinto, se habían ido del todo; había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobrelas rodillas de su madre.—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.El padre, desolado, acompañó al médico afuera.—A usted se le puede decir: creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita suidiotismo, pero no más allá.—¡Sí!... ¡Sí! —asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia, que...?—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay allí unpulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar detenidamente.Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba losexcesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquelfracaso de su joven maternidad.Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez derisa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían,y al día siguiente el segundo hijo amanecía idiota.Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor,sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vidanormal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez parasiempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dosmayores.Mas por encima de su inmensa amargura quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Huboque arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo, abolido. No sabían

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deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darsecuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo alcomer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba,radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más.Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años desearon de nuevoardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba en razón de su infructuosidad, seagriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sushijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos echó afuera esaimperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la atmósfera secargaba.—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos—que podrías tener máslimpios a los muchachos.Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:—De nuestros hijos, ¿me parece?—Bueno, de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.Esta vez Mazzini se expresó claramente:—¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo!... ¡No faltaba más!... —murmuró.—¿Qué no faltaba más?—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.—Como quieras; pero si quieres decir...—¡Berta!—¡Como quieras!Éste fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus almas se unían condoble arrebato y locura por otro hijo.Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro desastre. Nadaacaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su complaciencia, que la pequeña llevaba a los másextremos límites del mimo y la mala crianza.Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros.Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menorgrado, pasábale lo mismo. No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija echabaahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobradotiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primerdisgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruelfruición es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta deéxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatroengendros que el otro habíale forzado a crear.Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba decomer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban todo el día sentados frente alcerco, abandonados de toda remota caricia. De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado delas golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y eltemor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.

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Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini.—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces...?—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.Ella se sonrió, desdeñosa: —¡No, no te creo tanto!—Ni yo jamás te hubiera creído tanto a ti... ¡tisiquilla!—¡Qué! ¿Qué dijiste?...—¡Nada!—¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el quehas tenido tú!Mazzini se puso pálido.—¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías!—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubieratenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!Mazzini explotó a su vez.—¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayorculpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A launa de la mañana la ligera indigestión había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimoniosjóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto infamesfueran los agravios.Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala noche pasadatenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin queninguno se atreviera a decir una palabra.A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que matarauna gallina.El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocinaal animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar lafrescura de la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con loshombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación... Rojo... rojo...—¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón, olvido y felicidadreconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuando más intensos eran los raptos deamor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.—¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.Después de almorzar salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires y el matrimonio a pasear por las quintas. Albajar el sol volvieron; pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguidaa casa.Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya el cerco,comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.De pronto algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas paternales, queríaobservar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Alfin decidióse por una silla desfondada, pero aun no alcanzaba. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y suinstinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó.Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio, ycómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar atodos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban

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LA GALLINA DEGOLLADA, HORACIO QUIROGA

los ojos de su hermana mientras creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros.Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie iba ya a montar a horcajadasy a caerse del otro lado, seguramente sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en lossuyos le dieron miedo.—¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero sintiósearrancada y cayó.—Mamá, ¡ay! Ma. . . —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueranplumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a lagallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.—Me parece que te llama—le dijo a Berta.Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se despidieron, y mientras Berta ibadejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio.—¡Bertita!Nadie respondió.—¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de horrible presentimiento.—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar desangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror.Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondiócon otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:—¡No entres! ¡No entres!Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largode él con un ronco suspiro.

Cuentos de amor de locura y de muerte, 1917

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadasniñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo denoche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él,por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial.Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; peroel impasible semblante de su marido la contenía siempre.La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos, columnas yestatuas de mármol- producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin elmás leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza aotra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre susantiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia nose reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otrolado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos,echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativade caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni

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decir una palabra.Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán laexaminó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una gran debilidad que no me explico,y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamenteinexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estabacon las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivíacasi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansableobstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largode la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras delsuelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado delrespaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y susnarices y labios se perlaron de sudor.-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.-¡Soy yo, Alicia, soy yo!Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación,se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijosen ella los ojos.Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día,hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban,pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.-Pst... -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio... poco hay que hacer...-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primerashoras. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecíaque únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación deestar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonómás. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Susterrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepabandificultosamente por la colcha.Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuabanfúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el deliriomonótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada elalmohadón.-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco quehabía dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber porqué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.-¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca.-Pesa mucho -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.

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EL AXOLOTL, JULIO CORTÁZARHubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardín des Plantes y mequedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl.

El azar me llevó hasta ellos una mañana de primavera en que París abría su cola de pavo real después de la lentainvernada. Bajé por el bulevar de Port Royal, tomé St. Marcel y L’Hôpital, vi los verdes entre tanto gris y me acordéde los leones. Era amigo de los leones y las panteras, pero nunca había entrado en el húmedo y oscuro edificio delos acuarios. Dejé mi bicicleta contra las rejas y fui a ver los tulipanes. Los leones estaban feos y tristes y mi panteradormía. Opté por los acuarios, soslayé peces vulgares hasta dar inesperadamente con los axolotl. Me quedé unahora mirándolos, y salí incapaz de otra cosa.

En la biblioteca Saint-Geneviève consulté un diccionario y supe que los axolotl son formas larvales, provistas debranquias, de una especie de batracios del género amblistoma. Que eran mexicanos lo sabía ya por ellos mismos,por sus pequeños rostros rosados aztecas y el cartel en lo alto del acuario. Leí que se han encontrado ejemplaresen África capaces de vivir en tierra durante los períodos de sequía, y que continúan su vida en el agua al llegar laestación de las lluvias. Encontré su nombre español, ajolote, la mención de que son comestibles y que su aceite seusaba (se diría que no se usa más) como el de hígado de bacalao.

No quise consultar obras especializadas, pero volví al día siguiente al Jardin des Plantes. Empecé a ir todas lasmañanas, a veces de mañana y de tarde. El guardián de los acuarios sonreía perplejo al recibir el billete. Meapoyaba en la barra de hierro que bordea los acuarios y me ponía a mirarlos. No hay nada de extraño en estoporque desde un primer momento comprendí que estábamos vinculados, que algo infinitamente perdido y distanteseguía sin embargo uniéndonos. Me había bastado detenerme aquella primera mañana ante el cristal donde unasburbujas corrían en el agua. Los axolotl se amontonaban en el mezquino y angosto (sólo yo puedo saber cuánangosto y mezquino) piso de piedra y musgo del acuario. Había nueve ejemplares y la mayoría apoyaba la cabezacontra el cristal, mirando con sus ojos de oro a los que se acercaban. Turbado, casi avergonzado, sentí como unaimpudicia asomarme a esas figuras silenciosas e inmóviles aglomeradas en el fondo del acuario. Aislé mentalmenteuna situada a la derecha y algo separada de las otras para estudiarla mejor. Vi un cuerpecito rosado y comotranslúcido (pensé en las estatuillas chinas de cristal lechoso), semejante a un pequeño lagarto de quincecentímetros, terminado en una cola de pez de una delicadeza extraordinaria, la parte más sensible de nuestrocuerpo. Por el lomo le corría una aleta transparente que se fusionaba con la cola, pero lo que me obsesionó fueronlas patas, de una finura sutilísima, acabadas en menudos dedos, en uñas minuciosamente humanas. Y entonces

Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda yenvoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta,llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patasvelludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se lepronunciaba la boca.Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca -su trompa, mejordicho- a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria delalmohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fuevertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporcionesenormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones depluma.

Cuentos de amor de locura y de muerte, 1917

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descubrí sus ojos, su cara, dos orificios como cabezas de alfiler, enteramente de un oro transparente carentes detoda vida pero mirando, dejándose penetrar por mi mirada que parecía pasar a través del punto áureo y perderse enun diáfano misterio interior. Un delgadísimo halo negro rodeaba el ojo y los inscribía en la carne rosa, en la piedrarosa de la cabeza vagamente triangular pero con lados curvos e irregulares, que le daban una total semejanza conuna estatuilla corroída por el tiempo. La boca estaba disimulada por el plano triangular de la cara, sólo de perfil seadivinaba su tamaño considerable; de frente una fina hendedura rasgaba apenas la piedra sin vida. A ambos ladosde la cabeza, donde hubieran debido estar las orejas, le crecían tres ramitas rojas como de coral, una excrescenciavegetal, las branquias supongo. Y era lo único vivo en él, cada diez o quince segundos las ramitas se enderezabanrígidamente y volvían a bajarse. A veces una pata se movía apenas, yo veía los diminutos dedos posándose consuavidad en el musgo. Es que no nos gusta movernos mucho, y el acuario es tan mezquino; apenas avanzamos unpoco nos damos con la cola o la cabeza de otro de nosotros; surgen dificultades, peleas, fatiga. El tiempo se sientemenos si nos estamos quietos.

Fue su quietud la que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi a los axolotl. Oscuramente me pareciócomprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente. Después supe mejor,la contracción de las branquias, el tanteo de las finas patas en las piedras, la repentina natación (algunos de ellosnadan con la simple ondulación del cuerpo) me probó que eran capaz de evadirse de ese sopor mineral en el quepasaban horas enteras. Sus ojos sobre todo me obsesionaban. Al lado de ellos en los restantes acuarios, diversospeces me mostraban la simple estupidez de sus hermosos ojos semejantes a los nuestros. Los ojos de los axolotlme decían de la presencia de una vida diferente, de otra manera de mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces elguardián tosía inquieto) buscaba ver mejor los diminutos puntos áureos, esa entrada al mundo infinitamente lento yremoto de las criaturas rosadas. Era inútil golpear con el dedo en el cristal, delante de sus caras no se advertía lamenor reacción. Los ojos de oro seguían ardiendo con su dulce, terrible luz; seguían mirándome desde unaprofundidad insondable que me daba vértigo.

Y sin embargo estaban cerca. Lo supe antes de esto, antes de ser un axolotl. Lo supe el día en que me acerqué aellos por primera vez. Los rasgos antropomórficos de un mono revelan, al revés de lo que cree la mayoría, ladistancia que va de ellos a nosotros. La absoluta falta de semejanza de los axolotl con el ser humano me probó quemi reconocimiento era válido, que no me apoyaba en analogías fáciles. Sólo las manecitas... Pero una lagartija tienetambién manos así, y en nada se nos parece. Yo creo que era la cabeza de los axolotl, esa forma triangular rosadacon los ojitos de oro. Eso miraba y sabía. Eso reclamaba. No eran animales.

Parecía fácil, casi obvio, caer en la mitología. Empecé viendo en los axolotl una metamorfosis que no conseguíaanular una misteriosa humanidad. Los imaginé conscientes, esclavos de su cuerpo, infinitamente condenados a unsilencio abisal, a una reflexión desesperada. Su mirada ciega, el diminuto disco de oro inexpresivo y sin embargoterriblemente lúcido, me penetraba como un mensaje: «Sálvanos, sálvanos». Me sorprendía musitando palabras deconsuelo, transmitiendo pueriles esperanzas. Ellos seguían mirándome inmóviles; de pronto las ramillas rosadas delas branquias se enderezaban. En ese instante yo sentía como un dolor sordo; tal vez me veían, captaban miesfuerzo por penetrar en lo impenetrable de sus vidas. No eran seres humanos, pero en ningún animal habíaencontrado una relación tan profunda conmigo. Los axolotl eran como testigos de algo, y a veces como horriblesjueces. Me sentía innoble frente a ellos, había una pureza tan espantosa en esos ojos transparentes. Eran larvas,pero larva quiere decir máscara y también fantasma. Detrás de esas caras aztecas inexpresivas y sin embargo deuna crueldad implacable, ¿qué imagen esperaba su hora?

Les temía. Creo que de no haber sentido la proximidad de otros visitantes y del guardián, no me hubiese atrevido aquedarme solo con ellos. «Usted se los come con los ojos», me decía riendo el guardián, que debía suponerme unpoco desequilibrado. No se daba cuenta de que eran ellos los que me devoraban lentamente por los ojos en uncanibalismo de oro. Lejos del acuario no hacía mas que pensar en ellos, era como si me influyeran a distancia.Llegué a ir todos los días, y de noche los imaginaba inmóviles en la oscuridad, adelantando lentamente una mano

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que de pronto encontraba la de otro. Acaso sus ojos veían en plena noche, y el día continuaba para ellosindefinidamente. Los ojos de los axolotl no tienen párpados.

Ahora sé que no hubo nada de extraño, que eso tenía que ocurrir. Cada mañana al inclinarme sobre el acuario elreconocimiento era mayor. Sufrían, cada fibra de mi cuerpo alcanzaba ese sufrimiento amordazado, esa torturarígida en el fondo del agua. Espiaban algo, un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundohabía sido de los axolotl. No era posible que una expresión tan terrible que alcanzaba a vencer la inexpresividadforzada de sus rostros de piedra, no portara un mensaje de dolor, la prueba de esa condena eterna, de ese infiernolíquido que padecían. Inútilmente quería probarme que mi propia sensibilidad proyectaba en los axolotl unaconciencia inexistente. Ellos y yo sabíamos. Por eso no hubo nada de extraño en lo que ocurrió. Mi cara estabapegada al vidrio del acuario, mis ojos trataban una vez mas de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin iris y sinpupila. Veía de muy cerca la cara de una axolotl inmóvil junto al vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contrael vidrio, en vez del axolotl vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio. Entonces micara se apartó y yo comprendí.

Sólo una cosa era extraña: seguir pensando como antes, saber. Darme cuenta de eso fue en el primer momentocomo el horror del enterrado vivo que despierta a su destino. Afuera mi cara volvía a acercarse al vidrio, veía miboca de labios apretados por el esfuerzo de comprender a los axolotl. Yo era un axolotl y sabía ahorainstantáneamente que ninguna comprensión era posible. Él estaba fuera del acuario, su pensamiento era unpensamiento fuera del acuario. Conociéndolo, siendo él mismo, yo era un axolotl y estaba en mi mundo. El horrorvenía -lo supe en el mismo momento- de creerme prisionero en un cuerpo de axolotl, transmigrado a él con mipensamiento de hombre, enterrado vivo en un axolotl, condenado a moverme lúcidamente entre criaturasinsensibles. Pero aquello cesó cuando una pata vino a rozarme la cara, cuando moviéndome apenas a un lado vi aun axolotl junto a mí que me miraba, y supe que también él sabía, sin comunicación posible pero tan claramente. Oyo estaba también en él, o todos nosotros pensábamos como un hombre, incapaces de expresión, limitados alresplandor dorado de nuestros ojos que miraban la cara del hombre pegada al acuario.

Él volvió muchas veces, pero viene menos ahora. Pasa semanas sin asomarse. Ayer lo vi, me miró largo rato y sefue bruscamente. Me pareció que no se interesaba tanto por nosotros, que obedecía a una costumbre. Como loúnico que hago es pensar, pude pensar mucho en él. Se me ocurre que al principio continuamos comunicados, queél se sentía más que nunca unido al misterio que lo obsesionaba. Pero los puentes están cortados entre él y yoporque lo que era su obsesión es ahora un axolotl, ajeno a su vida de hombre. Creo que al principio yo era capaz devolver en cierto modo a él -ah, sólo en cierto modo-, y mantener alerta su deseo de conocernos mejor. Ahora soydefinitivamente un axolotl, y si pienso como un hombre es sólo porque todo axolotl piensa como un hombre dentrode su imagen de piedra rosa. Me parece que de todo esto alcancé a comunicarle algo en los primeros días, cuandoyo era todavía él. Y en esta soledad final, a la que él ya no vuelve, me consuela pensar que acaso va a escribirsobre nosotros, creyendo imaginar un cuento va a escribir todo esto sobre los axolotl.

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LA NOCHE BOCA ARRIBA, JULIO CORTÁZARY salían en ciertas épocas a cazar enemigos;le llamaban la guerra florida.

A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta delrincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menosdiez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque parasí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entresus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.

Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahoraentraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con pocotráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizáalgo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispaciónde ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio quela mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las solucionesfáciles. Frenó con el pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choqueperdió la visión. Fue como dormirse de golpe.

Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentíagusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazoderecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas yseguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina.Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arribahasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. "Usté laagarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado..."; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo deespaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de unapequeña farmacia de barrio.

La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto.Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que loacompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dosveces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nadamás. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la liguéencima..." Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náuseavolvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajoárboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en unapieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Lemovían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sidopor las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.

Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho comouna lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar laradiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre deblanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo unaseña a alguien parado atrás.

Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya quea la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor

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cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas.Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era lade esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, losmotecas, conocían.

Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra esoque no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. "Huele a guerra", pensó, tocandoinstintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharsey quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado porlas ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estarardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido comouna rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando.No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir,llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo másduro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado.En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltódesesperado hacia adelante.

-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo.Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a suvecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparatocon pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua,apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otravez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otrosenfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al ladode su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa agujaconectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato demetal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrandoblandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a lavez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle espeor; y quedarse.

Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trozito de pan, más precioso quetodo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lohabían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron amanchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero alpasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.

Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas.Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles eramenos negro que el resto. "La calzada", pensó. "Me salí de la calzada." Sus pies se hundían en un colchón de hojasy barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante,sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estabacerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sinsaberlo él aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba elamuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a laMuy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estabanhundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. Laguerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo

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profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no lesiguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino eltiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número ysu fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.

Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vioantorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo lesaltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritosalegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va aver que duerme bien.Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba enlo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja.Todo era grato y seguro, sin acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas enqué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Lehabían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahoralas formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca lacara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quiénhubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir quehabía ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habíanlevantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de queese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubierapasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todasmaneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolordel brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día ysentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarloel sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura delagua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo altose iba apagando poco a poco.

Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor ahumedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos ymirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en lasmuñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba laespalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habíanarrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre laspiedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del temploa la espera de su turno.

Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en lastinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del finalinevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños delsacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vezcomo si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos losacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne.Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doblepuerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, losacólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados,en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el

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bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Losportadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajoque los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro deltecho de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieranlas estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababanunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolosin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado elamuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.

Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó quedebía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo deburbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de lospulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos lasveía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estabadespierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora,sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un últimoesfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron enun vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y élboca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, ylos acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla,desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector dela sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabezacolgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio lapiedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlorodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar.Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabezaabajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él conel cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba adespertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; unsueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas queardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita deese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, aél tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.

LAS BABAS DEL DIABLO , JULIO CORTÁZAR (Las armas secretas, 1959)

NUNCA SE SABRÁ cómo hay que contar esto, si en primera persona o en segunda, usando la tercera del plural oinventando continuamente formas que no servirán de nada. Si se pudiera decir: yo vieron subir la luna, o: nos meduele el fondo de los ojos, y sobre todo así: tú la mujer rubia eran las nubes que siguen corriendo delante de mis tussus nuestros vuestros sus rostros. Qué diablos.

Puestos a contar, si se pudiera ir a beber un bock por ahí y que la máquina siguiera sola (porque escribo amáquina), sería la perfección. Y no es un modo de decir. La perfección, sí, porque aquí el agujero que hay quecontar es también una máquina (de otra especie, una Cóntax 1.1.2) y a lo mejor puede ser que una máquina sepamás de otra máquina que yo, tú, ella —la mujer rubia— y las nubes. Pero de tonto sólo tengo la suerte, y sé que sime voy, esta Rémington se quedará petrificada sobre la mesa con ese aire de doblemente quietas que tienen lascosas movibles cuando no se mueven. Entonces tengo que escribir. Uno de todos nosotros tiene que escribir, si esque esto va a ser contado. Mejor que sea yo que estoy muerto, que estoy menos comprometido que el resto; yo que

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no veo más que las nubes y puedo pensar sin distraerme, escribir sin distraerme (ahí pasa otra, con un borde gris) yacordarme sin distraerme, yo que estoy muerto (y vivo, no se trata de engañar a nadie, ya se verá cuando llegue elmomento, porque de alguna manera tengo que arrancar y he empezado por esta punta, la de atrás, la del comienzo,que al fin y al cabo es la mejor de las puntas cuando se quiere contar algo).

De repente me pregunto por qué tengo que contar esto, pero si uno empezara a preguntarse por qué hacetodo lo que hace, si uno se preguntara solamente por qué acepta una invitación a cenar (ahora pasa una paloma, yme parece que un gorrión) o por qué cuando alguien nos ha contado un buen cuento, en seguida empieza comouna cosquilla en el estómago y no se está tranquilo hasta entrar en la oficina de al lado y contar a su vez el cuento;recién entonces uno está bien, está contento y puede volverse a su trabajo. Que yo sepa nadie ha explicado esto,de manera que lo mejor es dejarse de pudores y contar, porque al fin y al cabo nadie se avergüenza de respirar ode ponerse los zapatos; son cosas que se hacen, y cuando pasa algo raro, cuando dentro del zapato encontramosuna araña o al respirar se siente como un vidrio roto, entonces hay que contar lo que pasa, contarlo a losmuchachos de la oficina o al médico. Ay, doctor, cada vez que respiro... Siempre contarlo, siempre quitarse esacosquilla molesta del estómago.

Y ya que vamos a contarlo pongamos un poco de orden, bajemos por la escalera de esta casa hasta eldomingo 7 de noviembre, justo un mes atrás. Uno baja cinco pisos y ya está en el domingo, con un solinsospechado para noviembre en París, con muchísimas ganas de andar por ahí, de ver cosas, de sacar fotos(porque éramos fotógrafos, soy fotógrafo). Ya sé que lo más difícil va a ser encontrar la manera de contarlo, y notengo miedo de repetirme. Va a ser difícil porque nadie sabe bien quién es el que verdaderamente está contando, sisoy yo o eso que ha ocurrido, o lo que estoy viendo (nubes, y a veces una paloma) o si sencillamente cuento unaverdad que es solamente mi verdad, y entonces no es la verdad salvo para mi estómago, para estas ganas de salircorriendo y acabar de alguna manera con esto, sea lo que fuere.

Vamos a contarlo despacio, ya se irá viendo qué ocurre a medida que lo escribo. Si me sustituyen, si ya no séqué decir, si se acaban las nubes y empieza alguna otra cosa (porque no puede ser que esto sea estar viendocontinuamente nubes que pasan, y a veces una paloma), si algo de todo eso... Y después del «si», ¿qué voy aponer, cómo voy a clausurar correctamente la oración? Pero si empiezo a hacer preguntas no contaré nada; mejorcontar, quizá contar sea como una respuesta, por lo menos para alguno que lo lea.

Roberto Michel, franco-chileno, traductor y fotógrafo aficionado a sus horas, salió del número 11 de la rueMonsieur-le-Prince el domingo siete de noviembre del año en curso (ahora pasan dos más pequeñas, con losbordes plateados). Llevaba tres semanas trabajando en la versión al francés del tratado sobre recusaciones yrecursos de José Norberto Allende, profesor en la Universidad de Santiago. Es raro que haya viento en París, ymucho menos un viento que en las esquinas se arremolinaba y subía castigando las viejas persianas de maderatras de las cuales sorprendidas señoras comentaban de diversas maneras la inestabilidad del tiempo en estosúltimos años. Pero el sol estaba también ahí, cabalgando el viento y amigo de los gatos, por lo cual nada meimpediría dar una vuelta por los muelles del Sena y sacar unas fotos de la Conserjería y la Sainte-Chapelle. Eranapenas las diez, y calculé que hacia las once tendría buena luz, la mejor posible en otoño; para perder tiempoderivé hasta la isla Saint-Louis y me puse a andar por el Quai d'Anjou, miré un rato el hotel de Lauzun, me recitéunos fragmentos de Apollinaire que siempre me vienen a la cabeza cuando paso delante del hotel de Lauzun (y esoque debería acordarme de otro poeta, pero Michel es un porfiado), y cuando de golpe cesó el viento y el sol se pusopor lo menos dos veces más grande (quiero decir más tibio pero en realidad es lo mismo), me senté en el parapetoy me sentí terriblemente feliz en la mañana del domingo.

Entre las muchas maneras de combatir la nada, una de las mejores es sacar fotografías, actividad quedebería enseñarse tempranamente a los niños pues exige disciplina, educación estética, buen ojo y dedos seguros.No se trata de estar acechando la mentira como cualquier repórter, y atrapar la estúpida silueta del personajón quesale del número 10 de Downing Street, pero de todas maneras cuando se anda con la cámara hay como el deber deestar atento, de no perder ese brusco y delicioso rebote de un rayo de sol en una vieja piedra, o la carrera trenzas alaire de una chiquilla que vuelve con un pan o una botella de leche. Michel sabía que el fotógrafo opera siemprecomo una permutación de su manera personal de ver el mundo por otra que la cámara le impone insidiosa (ahorapasa una gran nube casi negra), pero no desconfiaba, sabedor de que le bastaba salir sin la Contax para recuperar

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el tono distraído, la visión sin encuadre, la luz sin diafragma ni 1/250. Ahora mismo (qué palabra, ahora, quéestúpida mentira) podía quedarme sentado en el pretil sobre el río, mirando pasar las pinazas negras y rojas, sinque se me ocurriera pensar fotográficamente las escenas, nada más que dejándome ir en el dejarse ir de las cosas,corriendo inmóvil con el tiempo. Y ya no soplaba viento.

Después seguí por el Quai de Bourbon hasta llegar a la punta de la isla, donde la íntima placita (íntima porpequeña y no por recatada, pues da todo el pecho al río y al cielo) me gusta y me regusta. No había más que unapareja y, claro, palomas; quizá alguna de las que ahora pasan por lo que estoy viendo. De un salto me instalé en elparapeto y me dejé envolver y atar por el sol, dándole la cara, las orejas, las dos manos (guardé los guantes en elbolsillo). No tenía ganas de sacar fotos, y encendí un cigarrillo por hacer algo; creo que en el momento en queacercaba el fósforo al tabaco vi por primera vez al muchachito.

Lo que había tomado por una pareja se parecía mucho más a un chico con su madre, aunque al mismotiempo me daba cuenta de que no era un chico con su madre, de que era una pareja en el sentido que damossiempre a las parejas cuando las vemos apoyadas en los parapetos o abrazadas en los bancos de las plazas. Comono tenía nada que hacer me sobraba tiempo para preguntarme por qué el muchachito estaba tan nervioso, tan comoun potrillo o una liebre, metiendo las manos en los bolsillos, sacando en seguida una y después la otra, pasándoselos dedos por el pelo, cambiando de postura, y sobre todo por qué tenía miedo, pues eso se lo adivinaba en cadagesto, un miedo sofocado por la vergüenza, un impulso de echarse atrás que se advertía como si su cuerpoestuviera al borde de la huida, conteniéndose en un último y lastimoso decoro.

Tan claro era todo eso, ahí a cinco metros—y estábamos solos contra el parapeto, en la punta de la isla—que al principio el miedo del chico no me dejó ver bien a la mujer rubia. Ahora, pensándolo, la veo mucho mejor enese primer momento en que le leí la cara (de golpe había girado como una veleta de cobre, y los ojos, los ojosestaban ahí), cuando comprendí vagamente lo que podía estar ocurriéndole al chico y me dije que valía la penaquedarse y mirar (el viento se llevaba las palabras, los apenas murmullos). Creo que sé mirar, si es que algo sé, yque todo mirar rezuma falsedad, porque es lo que nos arroja más afuera de nosotros mismos, sin la menor garantía,en tanto que oler, o (pero Michel se bifurca fácilmente, no hay que dejarlo que declame a gusto). De todas maneras,si de antemano se prevé la probable falsedad, mirar se vuelve posible; basta quizá elegir bien entre el mirar y lomirado, desnudar a las cosas de tanta ropa ajena. Y. claro, todo esto es más bien difícil.

Del chico recuerdo la imagen antes que el verdadero cuerpo (esto se entenderá después), mientras queahora estoy seguro que de la mujer recuerdo mucho mejor su cuerpo que su imagen. Era delgada y esbelta, dospalabras injustas para decir lo que era, y vestía un abrigo de piel casi negro, casi largo, casi hermoso. Todo el vientode esa mañana (ahora soplaba apenas, y no hacía frío) le había pasado por el pelo rubio que recortaba su carablanca y sombría —dos palabras injustas— y dejaba al mundo de pie y horriblemente solo delante de sus ojosnegros, sus ojos que caían sobre las cosas como dos águilas, dos saltos al vacío, dos ráfagas de fango verde. Nodescribo nada, trato más bien de entender. Y he dicho dos ráfagas de fango verde.

Seamos justos, el chico estaba bastante bien vestido y llevaba unos guantes amarillos que yo hubiera juradoque eran de su hermano mayor, estudiante de derecho o ciencias sociales; era gracioso ver los dedos de losguantes saliendo del bolsillo de la chaqueta. Largo rato no le vi la cara, apenas un perfil nada tonto —pájaroazorado, ángel de Fra Filippo, arroz con leche— y una espalda de adolescente que quiere hacer judo y que se hapeleado un par de veces por una idea o una hermana. Al filo de los catorce, quizá de los quince, se lo adivinabavestido y alimentado por sus padres pero sin un centavo en el bolsillo, teniendo que deliberar con los camaradasantes de decidirse por un café, un coñac, un atado de cigarrillos. Andaría por las calles pensando en lascondiscípulas, en lo bueno que sería ir al cine y ver la última película, o comprar novelas o corbatas o botellas delicor con etiquetas verdes y blancas. En su casa (su casa sería respetable, sería almuerzo a las doce y paisajesrománticos en las paredes, con un oscuro recibimiento y un paragüero de caoba al lado de la puerta) lloveríadespacio el tiempo de estudiar, de ser la esperanza de mamá, de parecerse a papá, de escribir a la tía de Avignon.Por eso tanta calle, todo el río para él (pero sin un centavo) y la ciudad misteriosa de los quince años, con sussignos en las puertas, sus gatos estremecedores, el cartucho de papas fritas a treinta francos, la revistapornográfica doblada en cuatro, la soledad como un vacío en los bolsillos, los encuentros felices, el fervor por tantacosa incomprendida pero iluminada por un amor total, por la disponibilidad parecida al viento y a las calles.

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Esta biografía era la del chico y la de cualquier chico, pero a éste lo veía ahora aislado, vuelto único por lapresencia de la mujer rubia que seguía hablándole. (Me cansa insistir, pero acaban de pasar dos largas nubesdesflecadas. Pienso que aquella mañana no miré ni una sola vez el cielo, porque tan pronto presentí lo que pasabacon el chico y la mujer no pude más que mirarlos y esperar, mirarlos y...) Resumiendo, el chico estaba inquieto y sepodía adivinar sin mucho trabajo lo que acababa de ocurrir pocos minutos antes, a lo sumo media hora. El chicohabía llegado hasta la punta de la isla, vio a la mujer y la encontró admirable. La mujer esperaba eso porque estabaahí para esperar eso, o quizá el chico llegó antes y ella lo vio desde un balcón o desde un auto, y salió a suencuentro, provocando el diálogo con cualquier cosa, segura desde el comienzo de que él iba a tenerle miedo y aquerer escaparse, y que naturalmente se quedaría, engallado y hosco, fingiendo la veteranía y el placer de laaventura. El resto era fácil porque estaba ocurriendo a cinco metros de mí y cualquiera hubiese podido medir lasetapas del juego, la esgrima irrisoria; su mayor encanto no era su presente, sino la previsión del desenlace. Elmuchacho acabaría por pretextar una cita, una obligación cualquiera, y se alejaría tropezando y confundido,queriendo caminar con desenvoltura, desnudo bajo la mirada burlona que lo seguiría hasta el final. O bien sequedaría, fascinado o simplemente incapaz de tomar la iniciativa, y la mujer empezaría a acariciarle la cara, adespeinarlo, hablándole ya sin voz, y de pronto lo tomaría del brazo para llevárselo, a menos que él, con unadesazón que quizá empezara a teñir el deseo, el riesgo de la aventura, se animase a pasarle el brazo por la cinturay a besarla. Todo esto podía ocurrir, pero aún no ocurría, y perversamente Michel esperaba, sentado en el pretil,aprontando casi sin darse cuenta la cámara para sacar una foto pintoresca en un rincón de la isla con una parejanada común hablando y mirándose.

Curioso que la escena (la nada, casi: dos que están ahí, desigualmente jóvenes) tuviera como un aurainquietante. Pensé que eso lo ponía yo, y que mi foto, si la sacaba, restituiría las cosas a su tonta verdad. Mehubiera gustado saber qué pensaba el hombre del sombrero gris sentado al volante del auto detenido en el muelleque lleva a la pasarela, y que leía el diario o dormía. Acababa de descubrirlo, porque la gente dentro de un autodetenido casi desaparece, se pierde en esa mísera jaula privada de la belleza que le dan el movimiento y el peligro.Y sin embargo el auto había estado ahí todo el tiempo, formando parte (o deformando esa parte) de la isla. Un auto:como decir un farol de alumbrado, un banco de plaza. Nunca el viento, la luz del sol, esas materias siempre nuevaspara la piel y los ojos, y también el chico y la mujer, únicos, puestos ahí para alterar la isla, para mostrármela de otramanera. En fin, bien podía suceder que también el hombre del diario estuviera atento a lo que pasaba y sintieracomo yo ese regusto maligno de toda expectativa. Ahora la mujer había girado suavemente hasta poner almuchachito entre ella y el parapeto, los veía casi de perfil y él era más alto, pero no mucho más alto, y sin embargoella lo sobraba, parecía como cernida sobre él (su risa, de repente, un látigo de plumas), aplastándolo con sólo estarahí, sonreír, pasear una mano por el aire. ¿Por qué esperar más? Con un diafragma dieciséis, con un encuadredonde no entrara el horrible auto negro, pero sí ese árbol, necesario para quebrar un espacio demasiado gris...

Levanté la cámara, fingí estudiar un enfoque que no los incluía, y me quedé al acecho, seguro de queatraparía por fin el gesto revelador, la expresión que todo lo resume, la vida que el movimiento acompasa pero queuna imagen rígida destruye al seccionar el tiempo, si no elegimos la imperceptible fracción esencial. No tuve queesperar mucho. La mujer avanzaba en su tarea de maniatar suavemente al chico, de quitarle fibra a fibra susúltimos restos de libertad, en una lentísima tortura deliciosa. Imaginé los finales posibles (ahora asoma una pequeñanube espumosa, casi sola en el cielo), preví la llegada a la casa (un piso bajo probablemente, que ella saturaría dealmohadones y de gatos) y sospeché el azoramiento del chico y su decisión desesperada de disimularlo y dedejarse llevar fingiendo que nada le era nuevo. Cerrando los ojos, si es que los cerré, puse en orden la escena, losbesos burlones, la mujer rechazando con dulzura las manos que pretenderían desnudarla como en las novelas, enuna cama que tendría un edredón lila, y obligándolo en cambio a dejarse quitar la ropa, verdaderamente madre ehijo bajo una luz amarilla de opalinas, y todo acabaría como siempre, quizá, pero quizá todo fuera de otro modo, y lainiciación del adolescente no pasara, no la dejaran pasar, de un largo proemio donde las torpezas, las cariciasexasperantes, la carrera de las manos se resolviera quién sabe en qué, en un placer por separado y solitario, enuna petulante negativa mezclada con el arte de fatigar y desconcertar tanta inocencia lastimada. Podía ser así,podía muy bien ser así; aquella mujer no buscaba un amante en el chico, y a la vez se lo adueñaba para un finimposible de entender si no lo imaginaba como un juego cruel, deseo de desear sin satisfacción, de excitarse para

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algún otro, alguien que de ninguna manera podía ser ese chico.Michel es culpable de literatura, de fabricaciones irreales. Nada le gusta más que imaginar excepciones,

individuos fuera de la especie, monstruos no siempre repugnantes. Pero esa mujer invitaba a la invención, dandoquizá las claves suficientes para acertar con la verdad. Antes de que se fuera, y ahora que llenaría mi recuerdodurante muchos días, porque soy propenso a la rumia, decidí no perder un momento más. Metí todo en el visor (conel árbol, el pretil, el sol de las once) y tomé la foto. A tiempo para comprender que los dos se habían dado cuenta yque me estaban mirando, el chico sorprendido y como interrogante, pero ella irritada, resueltamente hostiles sucuerpo y su cara que se sabían robados, ignominiosamente presos en una pequeña imagen química.

Lo podría contar con mucho detalle pero no vale la pena. La mujer habló de que nadie tenía derecho a tomaruna foto sin permiso, y exigió que le entregara el rollo de película. Todo esto con una voz seca y clara, de buenacento de París, que iba subiendo de color y de tono a cada frase. Por mi parte se me importaba muy poco darle ono el rollo de película, perocualquiera que me conozca sabe que las cosas hay que pedírmelas por las buenas. El resultado es que me limité aformular la opinión de que la fotografía no sólo no está prohibida en los lugares públicos sino que cuenta con el másdecidido favor oficial y privado. Y mientras se lo decía gozaba socarronamente de cómo el chico se replegaba, seiba quedando atrás —con sólo no moverse—y de golpe (parecía casi increíble) se volvía y echaba a correr,creyendo el pobre que caminaba y en realidad huyendo a la carrera, pasando al lado del auto, perdiéndose como unhilo de la Virgen en el aire de la mañana.

Pero los hilos de la Virgen se llaman también babas del diablo, y Michel tuvo que aguantar minuciosasimprecaciones, oírse llamar entrometido e imbécil, mientras se esmeraba deliberadamente en sonreír y declinar, consimples movimientos de cabeza, tanto envío barato. Cuando empezaba a cansarme, oí golpear la portezuela de unauto. El hombre del sombrero gris estaba ahí, mirándonos. Sólo entonces comprendí que jugaba un papel en lacomedia.

Empezó a caminar hacia nosotros, llevando en la mano el diario que había pretendido leer. De lo que mejorme acuerdo es de la mueca que le ladeaba la boca, le cubría la cara de arrugas, algo cambiaba de lugar y formaporque la boca le temblaba y la mueca iba de un lado a otro de los labios como una cosa independiente y viva,ajena a la voluntad. Pero todo el resto era fijo, payaso enharinado u hombre sin sangre, con la piel apagada y seca,los ojos metidos en lo hondo y los agujeros de la nariz negros y visibles, más negros que las cejas o el pelo o lacorbata negra. Caminaba cautelosamente, como si el pavimento le lastimara los pies; le vi zapatos de charol, desuela tan delgada que debía acusar cada aspereza de la calle. No sé por qué me había bajado del pretil, no sé bienpor qué decidí no darles la foto, negarme a esa exigencia en la que adivinaba miedo y cobardía. El payaso y lamujer se consultaban en silencio: hacíamos un perfecto triángulo insoportable, algo que tenía que romperse con unchasquido. Me les reí en la cara y eché a andar, supongo que un poco más despacio que el chico. A la altura de lasprimeras casas, del lado de la pasarela de hierro, me volví a mirarlos. No se movían, pero el hombre había dejadocaer el diario; me pareció que la mujer, de espaldas al parapeto, paseaba las manos por la piedra, con el clásico yabsurdo gesto del acosado que busca la salida.

Lo que sigue ocurrió aquí, casi ahora mismo, en una habitación de un quinto piso. Pasaron varios días antesde que Michel revelara las fotos del domingo; sus tomas de la Conserjería y de la Sainte-Chapelle eran lo quedebían ser. Encontró dos o tres enfoques de prueba ya olvidados, una mala tentativa de atrapar un gatoasombrosamente encaramado en el techo de un mingitorio callejero, y también la foto de la mujer rubia y eladolescente. El negativo era tan bueno que preparó una ampliación; la ampliación era tan buena que hizo otramucho más grande, casi como un afiche. No se le ocurrió (ahora se lo pregunta y se lo pregunta) que sólo las fotosde la Conserjería merecían tanto trabajo. De toda la serie, la instantánea en la punta de la isla era la única que leinteresaba; fijó la ampliación en una pared del cuarto, y el primer día estuvo un rato mirándola y acordándose, enesa operación comparativa y melancólica del recuerdo frente a la perdida realidad; recuerdo petrificado, como todafoto, donde nada faltaba, ni siquiera y sobre todo la nada, verdadera fijadora de la escena. Estaba la mujer, estabael chico, rígido el árbol sobre sus cabezas, el cielo tan fijo como las piedras del parapeto, nubes y piedras

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confundidas en una sola materia inseparable (ahora pasa una con bordes afilados, corre como en una cabeza detormenta). Los dos primeros días acepté lo que había hecho, desde la foto en sí hasta la ampliación en la pared, yno me pregunté siquiera por qué interrumpía a cada rato la traducción del tratado de José Norberto Allende parareencontrar la cara de la mujer, las manchas oscuras en el pretil. La primera sorpresa fue estúpida; nunca se mehabía ocurrido pensar que cuando miramos una foto de frente, los ojos repiten exactamente la posición y la visióndel objetivo; son esas cosas que se dan por sentadas y que a nadie se le ocurre considerar. Desde mi silla, con lamáquina de escribir por delante, miraba la foto ahí a tres metros, y entonces se me ocurrió que me había instaladoexactamente en el punto de mira del objetivo. Estaba muy bien así; sin duda era la manera más perfecta de apreciaruna foto, aunque la visión en diagonal pudiera tener sus encantos y aun sus descubrimientos. Cada tantos minutos,por ejemplo cuando no encontraba la manera de decir en buen francés lo que José Alberto Allende decía en tanbuen español, alzaba los ojos y miraba la foto; a veces me atraía la mujer, a veces el chico, a veces el pavimentodonde una hoja seca se había situado admirablemente para valorizar un sector lateral. Entonces descansaba unrato de mi trabajo, y me incluía otra vez con gusto en aquella mañana que empapaba la foto, recordabairónicamente la imagen colérica de la mujer reclamándome la fotografía, la fuga ridícula y patética del chico, laentrada en escena del hombre de la cara blanca. En el fondo estaba satisfecho de mí mismo; mi partida no habíasido demasiado brillante, pues si a los franceses les ha sido dado el don de la pronta respuesta, no veía bien porqué había optado por irme sin una acabada demostración de privilegios, prerrogativas y derechos ciudadanos. Loimportante, lo verdaderamente importante era haber ayudado al chico a escapar a tiempo (esto en caso de que misteorías fueran exactas, lo que no estaba suficientemente probado, pero la fuga en sí parecía demostrarlo). De puroentrometido le había dado oportunidad de aprovechar al fin su miedo para algo útil; ahora estaría arrepentido,menoscabado, sintiéndose poco hombre. Mejor era eso que la compañía de una mujer capaz de mirar como lomiraban en la isla; Michel es puritano a ratos, cree que no se debe corromper por la fuerza. En el fondo, aquella fotohabía sido una buena acción.

No por buena acción la miraba entre párrafo y párrafo de mi trabajo. En ese momento no sabía por qué lamiraba, por qué había fijado la ampliación en la pared; quizá ocurra así con todos los actos fatales, y sea esa lacondición de su cumplimiento. Creo que el temblor casi furtivo de las hojas del árbol no me alarmó, que seguí unafrase empezada y la terminé redonda. Las costumbres son como grandes herbarios, al fin y al cabo una ampliaciónde ochenta por sesenta se parece a una pantalla donde proyectan cine, donde en la punta de una isla una mujerhabla con un chico y un árbol agita unas hojas secas sobre sus cabezas.

Pero las manos ya eran demasiado. Acababa de escribir: Donc, la seconde clé réside dans la natureintrinsèque des difficultés que les sociétés—y vi la mano de la mujer que empezaba a cerrarse despacio, dedo pordedo. De mí no quedó nada, una frase en francés que jamás habrá de terminarse, una máquina de escribir que caeal suelo, una silla que chirría y tiembla, una niebla. El chico había agachado la cabeza, como los boxeadorescuando no pueden más y esperan el golpe de desgracia; se había alzado el cuello del sobretodo, parecía más quenunca un prisionero, la perfecta víctima que ayuda a la catástrofe. Ahora la mujer le hablaba al oído, y la mano seabría otra vez para posarse en su mejilla, acariciarla y acariciarla, quemándola sin prisa. El chico estaba menosazorado que receloso, una o dos veces atisbó por sobre el hombro de la mujer y ella seguía hablando, explicandoalgo que lo hacía mirar a cada momento hacia la zona donde Michel sabía muy bien que estaba el auto con elhombre del sombrero gris, cuidadosamente descartado en la fotografía pero reflejándose en los ojos del chico y(cómo dudarlo ahora) en las palabras de la mujer, en las manos de la mujer, en la presencia vicaria de la mujer.Cuando vi venir al hombre, detenerse cerca de ellos y mirarlos, las manos en los bolsillos y un aire entre hastiado yexigente, patrón que va a silbar a su perro después de los retozos en la plaza, comprendí, si eso era comprender, loque tenía que pasar, lo que tenía que haber pasado, lo que hubiera tenido que pasar en ese momento, entre esagente, ahí donde yo había llegado a trastrocar un orden, inocentemente inmiscuido en eso que no había pasadopero que ahora iba a pasar, ahora se iba a cumplir. Y lo que entonces había imaginado era mucho menos horribleque la realidad, esa mujer que no estaba ahí por ella misma, no acariciaba ni proponía ni alentaba para su placer,para llevarse al ángel despeinado y jugar con su terror y su gracia deseosa. El verdadero amo esperaba, sonriendopetulante, seguro ya de la obra; no era el primero que mandaba a una mujer a la vanguardia, a traerle losprisioneros maniatados con flores. El resto sería tan simple, el auto, una casa cualquiera, las bebidas, las láminas

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excitantes, las lágrimas demasiado tarde, el despertar en el infierno. Y yo no podía hacer nada, esta vez no podíahacer absolutamente nada. Mi fuerza había sido una fotografía, ésa, ahí, donde se vengaban de mí mostrándomesin disimulo lo que iba a suceder. La foto había sido tomada, el tiempo había corrido; estábamos tan lejos unos deotros, la corrupción seguramente consumada, las lágrimas vertidas, y el resto conjetura y tristeza. De pronto elorden se invertía, ellos estaban vivos, moviéndose, decidían y eran decididos, iban a su futuro; y yo desde estelado, prisionero de otro tiempo, de una habitación en un quinto piso, de no saber quiénes eran esa mujer, y esehombre y ese niño, de ser nada más que la lente de mi cámara, algo rígido, incapaz de intervención. Me tiraban a lacara la burla más horrible, la de decidir frente a mi impotencia, la de que el chico mirara otra vez al payasoenharinado y yo comprendiera que iba a aceptar, que la propuesta contenía dinero o engaño, y que no podía gritarleque huyera, o simplemente facilitarle otra vez el camino con una nueva foto, una pequeña y casi humildeintervención que desbaratara el andamiaje de baba y de perfume. Todo iba a resolverse allí mismo, en ese instante;había como un inmenso silencio que no tenía nada que ver con el silencio físico. Aquello se tendía, se armaba. Creoque grité, que grité terriblemente, y que en ese mismo segundo supe que empezaba a acercarme, diez centímetros,un paso, otro paso, el árbol giraba cadenciosamente sus ramas en primer plano, una mancha del pretil salía delcuadro, la cara de la mujer, vuelta hacia mí como sorprendida iba creciendo, y entonces giré un poco, quiero decirque la cámara giró un poco, y sin perder de vista a la mujer empezó a acercarse al hombre que me miraba con losagujeros negros que tenía en el sitio de los ojos, entre sorprendido y rabioso miraba queriendo clavarme en el aire,y en ese instante alcancé a ver como un gran pájaro fuera de foco que pasaba de un solo vuelo delante de laimagen, y me apoyé en la pared de mi cuarto y fui feliz porque el chico acababa de escaparse, lo veía corriendo,otra vez en foco, huyendo con todo el pelo al viento, aprendiendo por fin a volar sobre la isla, a llegar a la pasarela,a volverse a la ciudad. Por segunda vez se les iba, por segunda vez yo lo ayudaba a escaparse, lo devolvía a suparaíso precario. Jadeando me quedé frente a ellos; no había necesidad de avanzar más, el juego estaba jugado.De la mujer se veía apenas un hombro y algo de pelo, brutalmente cortado por el cuadro de la imagen; pero defrente estaba el hombre, entreabierta la boca donde veía temblar una lengua negra, y levantaba lentamente lasmanos, acercándolas al primer plano, un instante aún en perfecto foco, y después todo él un bulto que borraba laisla, el árbol, y yo cerré los ojos y no quise mirar más, y me tapé la cara y rompí a llorar como un idiota.

Ahora pasa una gran nube blanca, como todos estos días, todo este tiempo incontable. Lo que queda pordecir es siempre una nube, dos nubes, o largas horas de cielo perfectamente limpio, rectángulo purísimo clavadocon alfileres en la pared de mi cuarto. Fue lo que vi al abrir los ojos y secármelos con los dedos: el cielo limpio, ydespués una nube que entraba por la izquierda, paseaba lentamente su gracia y se perdía por la derecha. Y luegootra, y a veces en cambio todo se pone gris, todo es una enorme nube, y de pronto restallan las salpicaduras de lalluvia, largo rato se ve llover sobre la imagen, como un llanto al revés, y poco a poco el cuadro se aclara, quizá elsol, y otra vez entran las nubes, de a dos, de a tres. Y las palomas, a veces, y uno que otro gorrión.

LA INSIGNIA, JULIO RAMON RIBEIROHasta ahora recuerdo aquella tarde en que al pasar por el malecón divisé en un pequeño basural un objeto brillante.Con una curiosidad muy explicable en mi temperamento de coleccionista, me agaché y después de recogerlo lofroté contra la manga de mi saco. Así pude observar que se trataba de una menuda insignia de plata, atravesadapor unos signos que en ese momento me parecieron incomprensibles. Me la eché al bolsillo y, sin darle mayorimportancia al asunto, regresé a mi casa. No puedo precisar cuánto tiempo estuvo guardada en aquel traje queusaba poco. Sólo recuerdo que en una oportunidad lo mandé a lavar y, con gran sorpresa mía, cuando eldependiente me lo devolvió limpio, me entregó una cajita, diciéndome: "Esto debe ser suyo, pues lo he encontradoen su bolsillo".Era, naturalmente, la insignia y este rescate inesperado me conmovió a tal extremo que decidí usarla.Aquí empieza realmente el encadenamiento de sucesos extraños que me acontecieron. Lo primero fue un incidenteque tuve en una librería de viejo. Me hallaba repasando añejas encuadernaciones cuando el patrón, que desdehacía rato me observaba desde el ángulo más oscuro de su librería, se me acercó y, con un tono de complicidad,entre guiños y muecas convencionales, me dijo: "Aquí tenemos libros de Feifer". Yo lo quedé mirando intrigado

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porque no había preguntado por dicho autor, el cual, por lo demás, aunque mis conocimientos de literatura no sonmuy amplios, me era enteramente desconocido. Y acto seguido añadió: "Feifer estuvo en Pilsen". Como yo nosaliera de mi estupor, el librero terminó con un tono de revelación, de confidencia definitiva: "Debe usted saber quelo mataron. Sí, lo mataron de un bastonazo en la estación de Praga". Y dicho esto se retiró hacia el ángulo de dondehabía surgido y permaneció en el más profundo silencio. Yo seguí revisando algunos volúmenes maquinalmentepero mi pensamiento se hallaba preocupado en las palabras enigmáticas del librero. Después de comprar un librode mecánica salí, desconcertado, del negocio.Durante algún tiempo estuve razonando sobre el significado de dicho incidente, pero como no pude solucionarloacabé por olvidarme de él. Mas, pronto, un nuevo acontecimiento me alarmó sobremanera. Caminaba por una plazade los suburbios cuando un hombre menudo, de faz hepática y angulosa, me abordó intempestivamente y antes deque yo pudiera reaccionar, me dejó una tarjeta entre las manos, desapareciendo sin pronunciar palabra. La tarjeta,en cartulina blanca, sólo tenía una dirección y una cita que rezaba: SEGUNDA SESIÓN: MARTES 4. Como es desuponer, el martes 4 me dirigí a la numeración indicada. Ya por los alrededores me encontré con varios sujetosextraños que merodeaban y que, por una coincidencia que me sorprendió, tenían una insignia igual a la mía. Meintroduje en el círculo y noté que todos me estrechaban la mano con gran familiaridad. En seguida ingresamos a lacasa señalada y en una habitación grande tomamos asiento. Un señor de aspecto grave emergió tras un cortinaje y,desde un estrado, después de saludarnos, empezó a hablar interminablemente. No sé precisamente sobre quéversó la conferencia ni si aquello era efectivamente una conferencia. Los recuerdos de niñez anduvieron hilvanadoscon las más agudas especulaciones filosóficas, y a unas digresiones sobre el cultivo de la remolacha fue aplicado elmismo método expositivo que a la organización del Estado. Recuerdo que finalizó pintando unas rayas rojas en unapizarra, con una tiza que extrajo de su bolsillo.Cuando hubo terminado, todos se levantaron y comenzaron a retirarse, comentando entusiasmados el buen éxitode la charla. Yo, por condescendencia, sumé mis elogios a los suyos, mas, en el momento en que me disponía acruzar el umbral, el disertante me pasó la voz con una interjección, y al volverme me hizo una seña para que meacercara.-Es usted nuevo, ¿verdad? -me interrogó, un poco desconfiado.-Sí -respondí, después de vacilar un rato, pues me sorprendió que hubiera podido identificarme entre tantaconcurrencia-. Tengo poco tiempo.-¿Y quién lo introdujo?Me acordé de la librería, con gran suerte de mi parte.-Estaba en la librería de la calle Amargura, cuando el...-¿Quién? ¿Martín?-Sí, Martín.-¡Ah, es un colaborador nuestro!-Yo soy un viejo cliente suyo.-¿Y de qué hablaron?-Bueno... de Feifer.-¿Qué le dijo?-Que había estado en Pilsen. En verdad... yo no lo sabía.-¿No lo sabía?- No -repliqué con la mayor tranquilidad.-¿Y no sabía tampoco que lo mataron de un bastonazo en la estación de Praga?-Eso también me lo dijo.-¡Ah, fue una cosa espantosa para nosotros!-En efecto -confirmé- Fue una pérdida irreparable.Mantuvimos una charla ambigua y ocasional, llena de confidencias imprevistas y de alusiones superficiales, como laque sostienen dos personas extrañas que viajan accidentalmente en el mismo asiento de un ómnibus. Recuerdoque mientras yo me afanaba en describirle mi operación de las amígdalas, él, con grandes gestos, proclamaba la

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belleza de los paisajes nórdicos. Por fin, antes de retirarme, me dio un encargo que no dejó de llamarme laatención.-Tráigame en la próxima semana -dijo- una lista de todos los teléfonos que empiecen con 38.Prometí cumplir lo ordenado y, antes del plazo concedido, concurrí con la lista.-¡Admirable! -exclamó- Trabaja usted con rapidez ejemplar.Desde aquel día cumplí una serie de encargos semejantes, de lo más extraños. Así, por ejemplo, tuve queconseguir una docena de papagayos a los que ni más volví a ver. Más tarde fui enviado a una ciudad de provincia alevantar un croquis del edificio municipal. Recuerdo que también me ocupé de arrojar cáscaras de plátano en lapuerta de algunas residencias escrupulosamente señaladas, de escribir un artículo sobre los cuerpos celestes, quenunca vi publicado, de adiestrar a un menor en gestos parlamentarios, y aun de cumplir ciertas misionesconfidenciales, como llevar cartas que jamás leí o espiar a mujeres exóticas que generalmente desaparecían sindejar rastros.De este modo, poco a poco, fui ganando cierta consideración. Al cabo de un año, en una ceremonia emocionante,fui elevado de rango. "Ha ascendido usted un grado", me dijo el superior de nuestro círculo, abrazándomeefusivamente. Tuve, entonces, que pronunciar una breve alocución, en la que me referí en términos vagos a nuestratarea común, no obstante lo cual, fui aclamado con estrépito.En mi casa, sin embargo, la situación era confusa. No comprendían mis desapariciones imprevistas, mis actosrodeados de misterio, y las veces que me interrogaron evadí las respuestas porque, en realidad, no encontraba unasatisfactoria. Algunos parientes me recomendaron, incluso, que me hiciera revisar por un alienista, pues miconducta no era precisamente la de un hombre sensato. Sobre todo, recuerdo haberlos intrigado mucho un día queme sorprendieron fabricando una gruesa de bigotes postizos pues había recibido dicho encargo de mi jefe.Esta beligerancia doméstica no impidió que yo siguiera dedicándome, con una energía que ni yo mismo podríaexplicarme, a las labores de nuestra sociedad. Pronto fui relator, tesorero, adjunto de conferencias, asesoradministrativo, y conforme me iba sumiendo en el seno de la organización aumentaba mi desconcierto, no sabiendosi me hallaba en una secta religiosa o en una agrupación de fabricantes de paños.A los tres años me enviaron al extranjero. Fue un viaje de lo más intrigante. No tenía yo un céntimo; sin embargo,los barcos me brindaban sus camarotes, en los puertos había siempre alguien que me recibía y me prodigabaatenciones, y en los hoteles me obsequiaban sus comodidades sin exigirme nada. Así me vinculé con otroscofrades, aprendí lenguas foráneas, pronuncié conferencias, inauguré filiales a nuestra agrupación y vi cómoextendía la insignia de plata por todos los confines del continente. Cuando regresé, después de un año de intensaexperiencia humana, estaba tan desconcertado como cuando ingresé a la librería de Martín.Han pasado diez años. Por mis propios méritos he sido designado presidente. Uso una toga orlada de púrpura conla que aparezco en los grandes ceremoniales. Los afiliados me tratan de vuecencia. Tengo una renta de cinco mildólares, casas en los balnearios, sirvientes con librea que me respetan y me temen, y hasta una mujer encantadoraque viene a mí por las noches sin que yo la llame. Y a pesar de todo esto, ahora, como el primer día y comosiempre, vivo en la más absoluta ignorancia, y si alguien me preguntara cuál es el sentido de nuestra organización,yo no sabría qué responderle. A lo más, me limitaría a pintar rayas rojas en una pizarra negra, esperando confiadolos resultados que produce en la mente humana toda explicación que se funda inexorablemente en la cábala.1952

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LOS HOMBRES FIERA, ROBERTO ARTLEl sacerdote negro apoyó los pies en un travesaño de bambú del barandal de su bungalow, y mirando un elefanteque se dirigía hacia su establo cruzando las calles de Monrovia, le dijo al joven juez Denis, un negro americanollegado hacía poco de Harlem a la Costa de Marfil:-En mi carácter de sacerdote católico de la Iglesia de Liberia debía aconsejarle a usted que no hiciera ahorcar alniño Tul; pero antes de permitirme interceder por el pequeño antropófago, le recordaré a usted lo que le sucedió aun juez que tuvimos hace algunos años, el doctor Traitering."El doctor Traitering era americano como usted. Fue un hombre recto, aunque no se distinguió nunca por suasiduidad a la Sagrada Mesa. No. Sin embargo, trató de eliminar muchas de las bestiales costumbres de nuestroshermanos inferiores, y únicamente el señor presidente de la República y yo conocemos el misterio de su muerte. Yahora lo conocerá usted."El doctor Denis se inclinó ceremonioso. Era un negro que estaba dispuesto a hacer carrera. El sacerdote encendiósu pipa, llenó el vaso del juez con un transparente aguardiente de palma, y prosiguió:-El señor Traitering era nativo de Florida, y, como usted, vino aquí, a Liberia, nombrado por la poderosa influenciade una gran compañía fabricante de neumáticos. Nosotros hemos conceptuado siempre un error nombrar negrosnacidos en tierras extrañas para regir los destinos del país de una manera u otra, pero la baja del caucho obliga atodo...El doctor negro sonrió obsequioso, y haciendo una mueca terrible ingirió el vasito de aguardiente de palma. Elsacerdote continuó:-Yo he sentido siempre que el hombre de color, extranjero en este país, está desvinculado del clima de la selva y dela tierra. Y cuando menos lo espera, se encuentra enganchado por el engranaje del misterio bestial que en todosnosotros ha puesto el demonio, siempre en acecho del alma animal de estos pobrecitos salvajes.El doctor Denis volvió a sonreír con obsequiosa máscara de chocolate, y el sacerdote, sirviéndole otro vasito deaguardiente de palma, prosiguió su relato:-Hace cosa de siete años se produjeron numerosas desapariciones, que, con toda razón, supusimos de origencriminal. Niños y doncellas, a veces hasta hombres robustos, salían de sus chozas para no regresar. Laspoblaciones de Krus comenzaron a sentirse alarmadas; al caer la tarde, frente a las cabañas, las mujeres mirabanimpacientes los desiertos caminos, temiendo por la desaparición de los suyos. Se iniciaron investigaciones, seofrecieron premios, y finalmente un esclavo mandinga reveló que había sido invitado a una fiesta en el bosque queestá más allá del rápido de Manba. Se destacó una compañía de gendarmes, y una noche pudo detenerse a unabanda compuesta de cuarenta hombres que danzaban en torno de una muchacha de la tribu de De, listos ya parasacrificarla. Algunos de los criminales estaban cubiertos de orejudas máscaras de madera; otros, embozados enpieles de fieras. Había entre ellos hombres de la tribu de los gbalín, para quienes la antropofagia es familiar, ytambién un niño de Kwesi, de brazos largos y piernas cortas que parecía un pequeño gorila. Todos confesaron susdelitos -habían devorado vivas a muchas personas-, pero no había uno solo de ellos que no alegara que cometíaestos crímenes cuando se había metamorfoseado en una bestia...-Sugestión colectiva -murmuró el negro doctor.El sacerdote volvió su mirada hostil al pedantesco congénere, y el doctor Denis comprendió que le conveníadisimular su sabiduría materialista, y para hacerse perdonar la indiscreción repuso:-La declaración del niño, ¿coincidió con la de los mayores?-Sí. El niño Gan alegó que cuando bailaba con los otros hombres en el bosque a medida que danzaba sentía que seiba metamorfoseando en una hiena. Traitering condenó a esos cuarenta criminales a la horca; su sentencia seejecutó, y los cuarenta caníbales fueron colgados de las ramas de los árboles en los caminos que conducían aMonrovia. El único que se libró de ser ejecutado fue el niño Gan, debido a su corta edad: doce años."Cuando el juez Traitering me expuso sus escrúpulos, yo me manifesté de acuerdo con él. No era posible ahorcar auna criatura de doce años. Pero Traitering estaba personalmente interesado en el caso. Pensaba escribir un librosobre costumbres de nuestros negros, de modo que condenó al niño a prisión perpetua. Pronto olvidamos todos a

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los cuarenta ahorcados. En este país hay demasiado trabajo para disponer de tiempo para pensar en muertos, ydos meses después de aquel suceso, estando yo una tarde en este barandal, mirando como mira usted al elefantede míster Marshall, bruscamente apareció el doctor Traitering."Creo haberle dicho a usted que el juez era un hombre alto y robusto, de ojos saltones y miembros pesados. Peroahora, su pie, como un traje excesivamente holgado, colgaba sobre la agobiada percha de su osamenta. Me mirótristemente, como un gorila cuando se siente enfermo del pecho, y me dijo:-Padre, tengo algo muy grave que conversar con usted."Quiero advertirle, doctor Denis, que el juez Traitering no era un hombre religioso ni mucho menos. Sin embargo,me di cuenta de que se trataba de un caso importante, y dejando de ocuparme del elefante de míster Marshall, hicesentar al juez donde está usted sentado, le ofrecí un vaso de aguardiente y me quedé callado, esperando suconfidencia."Traitering lanzó un largo suspiro, pero permaneció en silencio. Yo no abrí la boca y volví a ocuparme de los chicosde míster Marshall, que jugaban en torno de las patas del elefante. Finalmente, el juez Traitering, después de lanzarotro suspiro, me dijo:"-¿Se acuerda, padre, de los cuarenta ahorcados?"Francamente, yo ya no me acordaba. Por eso le respondí un poco aturdidamente:"-¿Qué pasa? ¿Han resucitado?"Traitering sonriose débilmente:"-Ojalá hubieran resucitado! ¿Recuerda usted, padre, que me aconsejó que indultara al niño?"Efectivamente, yo no podía negar que le había aconsejado que indultara al pequeño Gan."-Sí, sí... ¿Qué es de ese huérfano?"-Lo he asesinado ayer, padre."Me quedé mirando atónito al juez Traitering. ¡Había asesinado al niño!"-¿Por qué ha hecho eso? -terminé por preguntarle-. ¿Por qué lo asesinó?"Ah, padre..., padre!... -Y el juez Traitering se echó a llorar como una criatura-. No se imagina usted la calidad demonstruo que era ese niño. Si le hubiera hecho ahorcar en compañía de los otros, no estaría yo aquí. No."A mí se me partía el alma de ver llorar a un hombrón tan recio. Traté de consolarlo, y le serví un vaso deaguardiente. (Aquí el padre aprovechó para servirse otro y llenarle el vaso al doctor Denis.)"¿Qué ha pasado? -le dije."Finalmente, el juez Traitering comenzó a relatarme su desgracia."¡Santo nombre de Dios! Y después hay gente que duda de la existencia del demonio. He aquí lo que contó elinfortunado:"-Un mes después que hice ahorcar a los cuarenta antropófagos del rápido de Manba recordé que en la cárcelpermanecía encerrado el niño Gan, y como disponía de tiempo resolví tomar apuntes respecto al proceso en que elniño declaraba sentir que se metamorfoseaba en hiena. Una tarde le hice traer a mi oficina. Un soldado me entregóal niño, y yo quedé solo con él en mi despacho"-¿Estarás contento de haber salvado la piel? -le dije al chico en dialecto krus."El pequeño caníbal no contestó palabra."-¿No quisieras ahora un trozo de carne humana? -le pregunté."Gan continuó en silencio. Yo insistí:"-Si me cuentas cómo hacías para convertirte en hiena te daré un trozo de carne de mandinga (los mandingas sonrecios enemigos de los kwesi) y una botella de aguardiente."Gan no abrió la boca Continuaba mirándome fijamente, y cuanto más él me miraba más simpatía experimentaba yohacia él. Se iba formando un lazo de amistad secreta entre nosotros. Quizá por mis venas también circulara sangrede negro kwesi, pensé. Y entonces poniéndome de pie, me acerqué a Gan e intenté pasarle la mano por la cabeza;pero Gan se retiró velozmente, y encogiendo el labio superior se quedó mostrándome los dientes como una fieraque quiere morder. Ah, padre! Yo no sé qué pasó en aquel momento por mí; recuerdo perfectamente que no sentíningún desagrado por ese gesto bestial, sino que riéndome también yo fruncí los labios, mostrándole los dientes al

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caníbal. Entonces Gan apoyó las manos en el suelo y comenzó a andar ágilmente en cuatro pies rozándome laspantorrillas con el flanco; yo experimenté un sobresalto terrible, me precipité a la puerta, la cerré con llave, yapoyando las manos en el suelo, también me puse a caminar como una fiera. Y el niño lanzaba gruñidos y yo leimitaba y ambos parecíamos dos fieras que no se resuelven a reñir."-¿Es posible? -interrumpí asombrado."Ah, padre! Vaya, si es posible! Lo único que recuerdo es que en aquel momento experimenté un placer vertiginosoen degradar mi dignidad humana. Además, sentía un deseo tan violento de morder, que creo que hubiera terminadopor despedazar a Gan. Él gruñía sordamente como una hiena acorralada. En aquel momento alguien llamó a lapuerta. Gan corriendo siempre en cuatro pies, se ocultó detrás de mi escritorio; yo despaché al soldado que habíatraído al muchacho. La verdad es que en aquellos momentos sólo me animaba un propósito. Después que elsoldado se hubo alejado, le dije a Gan:"-Esta noche iremos al bosque."Gan movió la cabeza asintiendo."Entonces dejé al niño encerrado, me eché la llave al bolsillo y salí. Estaba afiebrado de impaciencia. Marché haciael malecón, paseé por las orillas del lago; esperaba que la vista del agua y de las embarcaciones me calmarían,pero el cuadro de civilización del puerto me causó repulsión. Ansiaba vehementemente volver a la selva,convertirme en una bestia. Cuando la última luz de Krutown se hubo apagado, entré en el escritorio, tomé a Gan deuna mano y lo hice subir a mi automóvil. Rápidamente dejamos atrás el cementerio de los krus, los cauchales.Finalmente llegué a un claro del bosque, oculté el automóvil bajo una cortina de lianas y dije a Gan:"-Haz la hiena."Una luna llena iluminaba el camino; Gan apoyó las manos en el suelo, y yo lo imité. A poco de iniciado este juegocomenzamos a gruñir, luego nos afilamos las uñas en el tronco de los árboles, hasta que, cansados, nos echamosen el polvo del camino. Juro, padre, que en aquel momento sentí que tenía cola. No hablábamos. "Sabíamos" queesperábamos a alguien. Nada más. Pero ese alguien no llegaba. La noche estaba muy avanzada, la selva se habíapoblado de mil ruidos, y no llegaba nadie, cuando de pronto escuchamos el silbido de un hombre, una sombra semovió en el camino, y cuando el hombre estuvo cerca de nosotros, Gan saltó sobre él, le tiró al suelo y le desgarróla garganta de un mordisco. Fue una escena vertiginosa, casi incomprensible... Dispénseme, padre, de narrarle loque hicimos después. Yo me sentía tigre; al amanecer me sorprendí con mi conciencia de hombre vuelta a uncuerpo completamente manchado de sangre. Gan con la cara aplastada en la hojarasca, dormía su hartazgoespantoso."Desperté a Gan, nos lavamos en un arroyo y volvimos a Monrovia. Devolví el caníbal a la cárcel: yo estabahorrorizado de la experiencia, creía que sería la última; pero pocos días después la tentación se presentó tanenorme y dominante, que hice traer a Gan de la cárcel, aguardé la noche, y en su compañía nuevamente volví albosque."Desde entonces mi vida ha sido un infierno. Remordimientos y crímenes. Finalmente me resolví. Ayer, encompañía de Gan, fui al bosque, y allí lo maté de un tiro. Y ahora estoy aquí, padre, para pedirle la absolución demis pecados y el perdón, porque me mataré. Es necesario que aproveche este intervalo de lucidez paraexterminarme, antes que vuelva la horrible tentación a lanzarme al bosque en busca de víctimas..."El sacerdote negro calló, y Denis se quedó mirándolo. Luego murmuró:-¿Qué hizo usted, padre?-Comprendí que el juez Traitering tenía razón de querer matarse. Él no quería destruir el hombre que llevaba en sí,sino a la fiera despierta en él. Lo confesé, le di la absolución y le dejé marcharse.Algunas horas después, un muchacho del puerto trajo la noticia de que el juez Traitering se había ahogado.Los dos hombres callaron. Los niños de míster Marshall habían dejado de jugar en torno de las patas del elefante.El sacerdote negro bebió su quinta copa de aguardiente de palma, y le dijo al flamante juez:-Yo no le aconsejo que haga ejecutar al pequeño caníbal que usted tiene que juzgar, pero que esta historia le sirvapara ponerse en guardia, que jamás bebió vino ni mordió carne.

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Jim, Roberto BolañoHace muchos años tuve un amigo que se llamaba Jim y desde entonces nunca he vuelto a ver a un norteamericanomás triste. Desesperados he visto muchos. Tristes, como Jim, ninguno. Una vez se marchó a Perú, en un viaje quedebía durar más de seis meses, pero al cabo de poco tiempo volví a verlo. ¿En qué consiste la poesía, Jim?, lepreguntaban los niños mendigos de México. Jim los escuchaba mirando las nubes y luego se ponía a vomitar.Léxico, elocuencia, búsqueda de la verdad. Epifanía. Como cuando se te aparece la Virgen. En Centroamérica loasaltaron varias veces, lo que resultaba extraordinario para alguien que había sido marine y antiguo combatiente enVietnam. No más peleas, decía Jim. Ahora soy poeta y busco lo extraordinario para decirlo con palabras comunes ycorrientes. ¿Tú crees que existen palabras comunes y corrientes? Yo creo que sí, decía Jim. Su mujer era unapoeta chicana que amenazaba, cada cierto tiempo, con abandonarlo. Me mostró una foto de ella. No eraparticularmente bonita. Su rostro expresaba sufrimiento y debajo del sufrimiento asomaba la rabia. La imaginé en unapartamento de San Francisco o en una casa de Los Ángeles, con las ventanas cerradas y las cortinas abiertas,sentada a la mesa, comiendo trocitos de pan de molde y un plato de sopa verde. Por lo visto a Jim le gustaban lasmorenas, las mujeres secretas de la historia, decía sin dar mayores explicaciones. A mí, por el contrario, megustaban las rubias. Una vez lo vi contemplando a los tragafuegos de las calles del DF. Lo vi de espaldas y no losaludé, pero evidentemente era Jim. El pelo mal cortado, la camisa blanca y sucia, la espalda cargada como si aúnsintiera el peso de la mochila. El cuello rojo, un cuello que evocaba, de alguna manera, un linchamiento en elcampo, un campo en blanco y negro, sin anuncios ni luces de estaciones de gasolina, un campo tal como es o comodebería ser el campo: baldíos sin solución de continuidad, habitaciones de ladrillo o blindadas de donde hemosescapado y que esperan nuestro regreso. Jim tenía las manos en los bolsillos. El tragafuegos agitaba su antorcha yse reía de forma feroz. Su rostro, ennegrecido, decía que podía tener treintaicinco años o quince. No llevaba camisay una cicatriz vertical le subía desde el ombligo hasta el pecho. Cada cierto tiempo se llenaba la boca de líquidoinflamable y luego escupía una larga culebra de fuego. La gente lo miraba, apreciaba su arte y seguía su camino,menos Jim, que permanecía en el borde de la acera, inmóvil, como si esperara algo más del tragafuegos, unadécima señal después de haber descifrado las nueve de rigor, o como si en el rostro tiznado hubiera descubierto lacara de un antiguo amigo o de alguien que había matado. Durante un buen rato lo estuve mirando. Yo entoncestenía dieciocho o diecinueve años y creía que era inmortal. Si hubiera sabido que no lo era, habría dado mediavuelta y me hubiera alejado de allí. Pasado un tiempo me cansé de mirar la espalda de Jim y los visajes deltragafuegos. Lo cierto es que me acerqué y lo llamé. Jim pareció no oírme. Al volverse observé que tenía la caramojada de sudor. Parecía afiebrado y le costó reconocerme: me saludó con un movimiento de cabeza y luego siguiómirando al tragafuegos. Cuando me puse a su lado me di cuenta de que estaba llorando. Probablemente tambiéntenía fiebre. Asimismo descubrí, con menos asombro con el que ahora lo escribo, que el tragafuegos estabatrabajando exclusivamente para él, como si todos los demás transeúntes de aquella esquina del DF noexistiéramos. Las llamaradas, en ocasiones, iban a morir a menos de un metro de donde estábamos. ¿Qué quieres,le dije, que te asen en la calle? Una broma tonta, dicha sin pensar, pero de golpe caí en que eso, precisamente,esperaba Jim. Chingado, hechizado / Chingado, hechizado, era el estribillo, creo recordar, de una canción de modaaquel año en algunos hoyos funkis. Chingado y hechizado parecía Jim. El embrujo de México lo había atrapado yahora miraba directamente a la cara a sus fantasmas. Vámonos de aquí, le dije. También le pregunté si estabadrogado, si se sentía mal. Dijo que no con la cabeza. El tragafuegos nos miró. Luego, con los carrillos hinchados,como Eolo, el dios del viento, se acercó a nosotros. Supe, en una fracción de segundo, que no era precisamenteviento lo que nos iba a caer encima. Vámonos, dije, y de un golpe lo despegué del funesto borde de la acera. Nosperdimos calle abajo, en dirección a Reforma, y al poco rato nos separamos. Jim no abrió la boca en todo el tiempo.Nunca más lo volví a ver.

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EL CUENTISTA, SAKI

Era una tarde calurosa y el vagón del tren también estaba caliente; la siguiente parada, Templecombe, estaba casia una hora de distancia. Los ocupantes del vagón eran una niña pequeña, otra niña aún más pequeña y un niñotambién pequeño. Una tía, que pertenecía a los niños, ocupaba un asiento de la esquina; el otro asiento de laesquina, del lado opuesto, estaba ocupado por un hombre soltero que era un extraño ante aquella fiesta, pero lasniñas pequeñas y el niño pequeño ocupaban, enfáticamente, el compartimiento. Tanto la tía como los niñosconversaban de manera limitada pero persistente, recordando las atenciones de una mosca que se niega a serrechazada. La mayoría de los comentarios de la tía empezaban por «No», y casi todos los de los niños por «¿Porqué?». El hombre soltero no decía nada en voz alta.

-No, Cyril, no -exclamó la tía cuando el niño empezó a golpear los cojines del asiento, provocando una nube depolvo con cada golpe-. Ven a mirar por la ventanilla -añadió.

El niño se desplazó hacia la ventilla con desgana.

-¿Por qué sacan a esas ovejas fuera de ese campo? -preguntó.

-Supongo que las llevan a otro campo en el que hay más hierba -respondió la tía débilmente.

-Pero en ese campo hay montones de hierba -protestó el niño-; no hay otra cosa que no sea hierba. Tía, en esecampo hay montones de hierba.

-Quizá la hierba de otro campo es mejor -sugirió la tía neciamente.

-¿Por qué es mejor? -fue la inevitable y rápida pregunta.

-¡Oh, mira esas vacas! -exclamó la tía.

Casi todos los campos por los que pasaba la línea de tren tenían vacas o toros, pero ella lo dijo como si estuvierallamando la atención ante una novedad.

-¿Por qué es mejor la hierba del otro campo? -persistió Cyril.

El ceño fruncido del soltero se iba acentuando hasta estar ceñudo. La tía decidió, mentalmente, que era un hombreduro y hostil. Ella era incapaz por completo de tomar una decisión satisfactoria sobre la hierba del otro campo.

La niña más pequeña creó una forma de distracción al empezar a recitar «De camino hacia Mandalay». Sólo sabíala primera línea, pero utilizó al máximo su limitado conocimiento. Repetía la línea una y otra vez con una vozsoñadora, pero decidida y muy audible; al soltero le pareció como si alguien hubiera hecho una apuesta con ella aque no era capaz de repetir la línea en voz alta dos mil veces seguidas y sin detenerse. Quienquiera que fuera quehubiera hecho la apuesta, probablemente la perdería.

-Acérquense aquí y escuchen mi historia -dijo la tía cuando el soltero la había mirado dos veces a ella y una altimbre de alarma.

Los niños se desplazaron apáticamente hacia el final del compartimiento donde estaba la tía. Evidentemente, sureputación como contadora de historias no ocupaba una alta posición, según la estimación de los niños.

Con voz baja y confidencial, interrumpida a intervalos frecuentes por preguntas malhumoradas y en voz alta de losoyentes, comenzó una historia poco animada y con una deplorable carencia de interés sobre una niña que era

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buena, que se hacía amiga de todos a causa de su bondad y que, al final, fue salvada de un toro enloquecido pornumerosos rescatadores que admiraban su carácter moral.

-¿No la habrían salvado si no hubiera sido buena? -preguntó la mayor de las niñas.

Esa era exactamente la pregunta que había querido hacer el soltero.

-Bueno, sí -admitió la tía sin convicción-. Pero no creo que la hubieran socorrido muy deprisa si ella no les hubieragustado mucho.

-Es la historia más tonta que he oído nunca -dijo la mayor de las niñas con una inmensa convicción.

-Después de la segunda parte no he escuchado, era demasiado tonta -dijo Cyril.

La niña más pequeña no hizo ningún comentario, pero hacía rato que había vuelto a comenzar a murmurar larepetición de su verso favorito.

-No parece que tenga éxito como contadora de historias -dijo de repente el soltero desde su esquina.

La tía se ofendió como defensa instantánea ante aquel ataque inesperado.

-Es muy difícil contar historias que los niños puedan entender y apreciar -dijo fríamente.

-No estoy de acuerdo con usted -dijo el soltero.

-Quizá le gustaría a usted explicarles una historia -contestó la tía.

-Cuéntenos un cuento -pidió la mayor de las niñas.

-Érase una vez -comenzó el soltero- una niña pequeña llamada Berta que era extremadamente buena.

El interés suscitado en los niños momentáneamente comenzó a vacilar en seguida; todas las historias se parecíanterriblemente, no importaba quién las explicara.

-Hacía todo lo que le mandaban, siempre decía la verdad, mantenía la ropa limpia, comía budín de leche como sifuera tarta de mermelada, aprendía sus lecciones perfectamente y tenía buenos modales.

-¿Era bonita? -preguntó la mayor de las niñas.

-No tanto como cualquiera de ustedes -respondió el soltero-, pero era terriblemente buena.

Se produjo una ola de reacción en favor de la historia; la palabra terrible unida a bondad fue una novedad que lafavorecía. Parecía introducir un círculo de verdad que faltaba en los cuentos sobre la vida infantil que narraba la tía.

-Era tan buena -continuó el soltero- que ganó varias medallas por su bondad, que siempre llevaba puestas en suvestido. Tenía una medalla por obediencia, otra por puntualidad y una tercera por buen comportamiento. Eranmedallas grandes de metal y chocaban las unas con las otras cuando caminaba. Ningún otro niño de la ciudad en laque vivía tenía esas tres medallas, así que todos sabían que debía de ser una niña extraordinariamente buena.

-Terriblemente buena -citó Cyril.

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-Todos hablaban de su bondad y el príncipe de aquel país se enteró de aquello y dijo que, ya que era tan buena,debería tener permiso para pasear, una vez a la semana, por su parque, que estaba justo afuera de la ciudad. Eraun parque muy bonito y nunca se había permitido la entrada a niños, por eso fue un gran honor para Berta tenerpermiso para poder entrar.

-¿Había alguna oveja en el parque? -preguntó Cyril.

-No -dijo el soltero-, no había ovejas.

-¿Por qué no había ovejas? -llegó la inevitable pregunta que surgió de la respuesta anterior.

La tía se permitió una sonrisa que casi podría haber sido descrita como una mueca.

-En el parque no había ovejas -dijo el soltero- porque, una vez, la madre del príncipe tuvo un sueño en el que su hijoera asesinado tanto por una oveja como por un reloj de pared que le caía encima. Por esa razón, el príncipe notenía ovejas en el parque ni relojes de pared en su palacio.

La tía contuvo un grito de admiración.

-¿El príncipe fue asesinado por una oveja o por un reloj? -preguntó Cyril.

-Todavía está vivo, así que no podemos decir si el sueño se hará realidad -dijo el soltero despreocupadamente-. Detodos modos, aunque no había ovejas en el parque, sí había muchos cerditos corriendo por todas partes.

-¿De qué color eran?

-Negros con la cara blanca, blancos con manchas negras, totalmente negros, grises con manchas blancas yalgunos eran totalmente blancos.

El contador de historias se detuvo para que los niños crearan en su imaginación una idea completa de los tesorosdel parque; después prosiguió:

-Berta sintió mucho que no hubiera flores en el parque. Había prometido a sus tías, con lágrimas en los ojos, que noarrancaría ninguna de las flores del príncipe y tenía intención de mantener su promesa por lo que, naturalmente, sesintió tonta al ver que no había flores para coger.

-¿Por qué no había flores?

-Porque los cerdos se las habían comido todas -contestó el soltero rápidamente-. Los jardineros le habían dicho alpríncipe que no podía tener cerdos y flores, así que decidió tener cerdos y no tener flores.

Hubo un murmullo de aprobación por la excelente decisión del príncipe; mucha gente habría decidido lo contrario.

-En el parque había muchas otras cosas deliciosas. Había estanques con peces dorados, azules y verdes, y árbolescon hermosos loros que decían cosas inteligentes sin previo aviso, y colibríes que cantaban todas las melodíaspopulares del día. Berta caminó arriba y abajo, disfrutando inmensamente, y pensó: «Si no fuera tanextraordinariamente buena no me habrían permitido venir a este maravilloso parque y disfrutar de todo lo que hayen él para ver», y sus tres medallas chocaban unas contra las otras al caminar y la ayudaban a recordar lobuenísima que era realmente. Justo en aquel momento, iba merodeando por allí un enorme lobo para ver si podíaatrapar algún cerdito gordo para su cena.

-¿De qué color era? -preguntaron los niños, con un inmediato aumento de interés.

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-Era completamente del color del barro, con una lengua negra y unos ojos de un gris pálido que brillaban coninexplicable ferocidad. Lo primero que vio en el parque fue a Berta; su delantal estaba tan inmaculadamente blancoy limpio que podía ser visto desde una gran distancia. Berta vio al lobo, vio que se dirigía hacia ella y empezó adesear que nunca le hubieran permitido entrar en el parque. Corrió todo lo que pudo y el lobo la siguió dandoenormes saltos y brincos. Ella consiguió llegar a unos matorrales de mirto y se escondió en uno de los arbustos másespesos. El lobo se acercó olfateando entre las ramas, su negra lengua le colgaba de la boca y sus ojos gris pálidobrillaban de rabia. Berta estaba terriblemente asustada y pensó: «Si no hubiera sido tan extraordinariamente buenaahora estaría segura en la ciudad». Sin embargo, el olor del mirto era tan fuerte que el lobo no pudo olfatear dóndeestaba escondida Berta, y los arbustos eran tan espesos que podría haber estado buscándola entre ellos durantemucho rato, sin verla, así que pensó que era mejor salir de allí y cazar un cerdito. Berta temblaba tanto al tener allobo merodeando y olfateando tan cerca de ella que la medalla de obediencia chocaba contra las de buenaconducta y puntualidad. El lobo acababa de irse cuando oyó el sonido que producían las medallas y se detuvo paraescuchar; volvieron a sonar en un arbusto que estaba cerca de él. Se lanzó dentro de él, con los ojos gris pálidobrillando de ferocidad y triunfo, sacó a Berta de allí y la devoró hasta el último bocado. Todo lo que quedó de ellafueron sus zapatos, algunos pedazos de ropa y las tres medallas de la bondad.

-¿Mató a alguno de los cerditos?

-No, todos escaparon.

-La historia empezó mal -dijo la más pequeña de las niñas-, pero ha tenido un final bonito.

-Es la historia más bonita que he escuchado nunca -dijo la mayor de las niñas, muy decidida.

-Es la única historia bonita que he oído nunca -dijo Cyril.

La tía expresó su desacuerdo.

-¡Una historia de lo menos apropiada para explicar a niños pequeños! Ha socavado el efecto de años de cuidadosaenseñanza.

-De todos modos -dijo el soltero cogiendo sus pertenencias y dispuesto a abandonar el tren-, los he mantenidotranquilos durante diez minutos, mucho más de lo que usted pudo.

«¡Infeliz! -se dijo mientras bajaba al andén de la estación de Templecombe-. ¡Durante los próximos seis meses esosniños la asaltarán en público pidiéndole una historia impropia!»

EL ECLIPSE, AUGUSTO MONTERROSO

Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa deGuatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad aesperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante,particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de sueminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.

Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo anteun altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de sudestino, de sí mismo.

Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunaspalabras que fueron comprendidas.

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Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduoconocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo másíntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.

-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.

Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo unpequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.

Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de lossacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ningunainflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que losastrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.

LA TELA DE PENELOPE O QUIEN ENGAÑA A QUIEN, AUGUSTO MONTERROSO

Hace muchos años vivía en Grecia un hombre llamado Ulises (quien a pesar de ser bastante sabio era muy astuto),casado con Penélope, mujer bella y singularmente dotada cuyo único defecto era su desmedida afición a tejer,costumbre gracias a la cual pudo pasar sola largas temporadas.

Dice la leyenda que en cada ocasión en que Ulises con su astucia observaba que a pesar de sus prohibiciones ellase disponía una vez más a iniciar uno de sus interminables tejidos, se le podía ver por las noches preparando ahurtadillas sus botas y una buena barca, hasta que sin decirle nada se iba a recorrer el mundo y a buscarse a símismo.

De esta manera ella conseguía mantenerlo alejado mientras coqueteaba con sus pretendientes, haciéndoles creerque tejía mientras Ulises viajaba y no que Ulises viajaba mientras ella tejía, como pudo haber imaginado Homero,que, como se sabe, a veces dormía y no se daba cuenta de nada.La oveja negraEn un lejano país existió hace muchos años una Oveja negra. Fue fusilada.

Un siglo después, el rebaño arrepentido le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien en el parque.

Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras eran rápidamente pasadas por las armas para que lasfuturas generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran ejercitarse también en la escultura.

Me gustaría ser una persona:

Informada

Pensadora

Buena comunicadora

De mentalidad abierta

Con principios

Reflexiva