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Edición y selección de textos

Emiro Santos García

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Fundadores del programa “Leer el Caribe”Adolfo Meisel RocaAlberto Abello VivesJorge García Usta (q. e. p. d)

OrganizanBanco de la República de ColombiaObservatorio del Caribe ColombianoSecretaría de Educación Distrital, Cartagena de IndiasRed de Educadores de Lengua Castellana

ApoyanUniversidad de Cartagena, Programa de Lingüística y LiteraturaInstituto de Patrimonio y Cultura de Cartagena - ipcc

Corporación Cultural 4GatosRBN&CO.

Esta publicación es gracias al aporte de

AgradecimientosMaría Beatriz García (Área Cultural, Banco de la República)Augusto Otero Herazo (Corporación Cultural 4Gatos)Instituto de Patrimonio y Cultura de Cartagena - IPCC

Fanny Buitrago. Cuentos escogidos“Leer el Caribe”Fanny Buitrago

© 2015 Fanny Buitrago

© 2015 De esta edición:Banco de la República de ColombiaObservatorio del Caribe ColombianoSecretaría de Educación Distrital, Cartagena de IndiasRed de Educadores de Lengua Castellana

Primera edición: Agosto de 2015ISBN: 978-958-58950-6-5

Edición y selección de textosEmiro Santos GarcíaTransferencia de textosManuel Cuadrado MoradDiseño GráficoRubén Egea Amador - RBN&CO.Ilustraciones Clara Buesaquillo Izaquita - RBN&CO.

ImpresiónAfán Gráfico Ltda.

Esta obra está amparada por las normas que protegen los derechos de propie-dad intelectual. No podrá ser reproducida, ni total ni parcialmente, sin previo per-miso escrito. Todos los derechos reservados.

Impreso en Colombia2015

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En una ruta de sueños y narraciones, desde la luz del mar y los balcones de la Plaza del Tejadillo en Cartagena: para Letty Buitrago

y Jorge Plata, Claudia Bueno y Felipe Sánchez, Adriana Bueno y Mauricio Piñeros, Luis Buitrago y Gloria Molina.

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leyendo el caribe en el 2015 | 9

Jaime Bonet

fanny buitrago: la otra escritura | 11

Emiro Santos García

el hostigante verano de los dioses | 17

(fragmento)

las distancias doradas | 29

Víspera de la bodaEse otro

Escombros en la luna

la otra gente | 41

Un baile en Punta del Oro Hora del té

Mammy deja el oficio

bahía sonora | 53

Antes de la guerraNarración de un soñador de tesoros

Para los que aman el vino

¡líbranos de todo mal! | 67

Tiquete a la pasiónViernes del espejo

El vengador errante contra el enemigo público número uno

los encantamientos | 85

Retratos a la cera perdidaLumbre azul

Mañana, mañana el organillero

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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago

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leyendo el caribe en el 2 0 1 5

Jaime Bonet

Para el Banco de la República, y para mí como gerente de la sucursal de Cartagena, es un honor presentar el nuevo libro del programa “Leer el Caribe”: Fanny Buitrago. Cuentos es-cogidos. Cada año son nuevos los retos que enfrentamos, desde la logística de los eventos hasta la selección de los textos del autor invitado. Es por ello que al escribir estas palabras me encuentro lleno de satisfacción por la tarea cumplida, si bien todavía el presente volumen corresponde al inicio de la segunda etapa de promoción de lectura que culminará a finales de este año.

Una de mis grandes satisfacciones ha sido poder acercarme más a la obra y a la personalidad de Fanny Buitrago. No olvido la oportunidad que tuve de escuchar-la en la sesión de apertura del programa, celebrada en el Teatro Adolfo Mejía de Cartagena, el 15 de abril del 2015. Cálida, sencilla, excelente conversadora, Fanny llenó de magia a niños, jóvenes y profesores y a todos los que nos han acompañado durante estos más de diez años en las diversas entregas de “Leer el Caribe”. Sea esta la ocasión para agradecerle profundamente por darnos la oportuni-dad de conocer más de su obra.

Quiero expresar igualmente nuestro reconocimiento a las distintas instituciones que nos apoyan: el Observato-rio del Caribe Colombiano, la Universidad de Cartagena, la Secretaría de Educación Distrital, la Red de Educado-res de Lengua Castellana del Distrito de Cartagena y la Corporación Cultural 4Gatos. Quiero resaltar, así mismo, la cobertura que logramos a través de las sucursales del Banco de la República en Montería, San Andrés, Sincelejo y Valledupar, lo que nos permite llegar a más ciudades del Caribe colombiano. A ellos nuestros agradecimientos por el apoyo brindado.

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La publicación de este libro ha sido posible gracias al respaldo del Instituto de Patrimonio y Cultura de Cartage-na (IPCC) y a la selección de textos, edición y coordinación editorial de Emiro Santos García. No menos importante, ha sido el trabajo de coordinación general que, con el mismo entusiasmo cada año, lleva a cabo María Beatriz García De-reix, y el acompañamiento de la profesora Rosalba Tejeda Mendoza, de la Red de Educadores de Lengua Castellana del Distrito, y de Augusto Otero Herazo, de la Corporación Cultural 4Gatos. A todos ellos van los más sinceros agrade-cimientos.

Cartagena, 28 de julio de 2015

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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago

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Fanny bUitragola otra escritUra

por emiro santos garcía1

Durante más de dos años Fanny Buitrago vivió en Cartage-na, en un viejo edificio que mira hacia el mar, con balaustres blancos y paredes de rosa desleído. Desde el balcón que defiende el último piso pueden verse en las mañanas los corredores que, más allá de la avenida, compiten contra el viento, casi al borde mismo del mar. Y en las noches, cuan-do el horizonte desaparece, sólo las luces de algún barco recuerdan que el mar sigue estando allí, que no ha perdido sus fronteras con el cielo. “Mi más reciente libro de cuen-tos, Canciones profanas, fue escrito allí, frente al mar”, me dice Fanny. “Y al atardecer, después de las cuatro y media”.

Ha vuelto a recorrer las calles de la ciudad colonial, des-pués de más de cinco años de haberse ido. “Ayer por la tarde me fui a contemplar el mar. A pasar por la casa de Alejandro Obregón, a pensar en Enrique Grau. Porque fue-ron dos personas que siempre estuvieron pendientes de traerme a Cartagena. Entonces me sentí tan conmocionada que empecé a llorar”. Fanny detiene por unos momentos la vista en las pinturas que decoran el Teatro Adolfo Mejía, en el que ahora nos encontramos, y pienso que de alguna ma-nera ellos —“Enrique” y “Alejandro”, como los llama, con la familiaridad de los viejos amigos— siguen estando aquí, justo a nuestro lado. En esta ocasión nos hemos reunido con los niños y jóvenes de las instituciones públicas de Car-tagena —embrujados por la lectura y las palabras— para conversar sobre su vida, sobre sus novelas y sus cuentos.

Nacida en Barranquilla en 1945, con apenas dieciocho años sorprendió el panorama literario nacional tras publi-car su primera novela, El hostigante verano de los dioses

1. Docente de la Universidad de Cartagena. Profesional en Lingüística y Literatura de la Universidad de Cartagena y Magíster en Literatura Hispanoamericana de la Universidad del Atlántico.

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(1963), en la que narra la vida de un grupo de jóvenes im-pulsivos, decadentes y libertinos. Poco después vinieron novelas como Cola de zorro (1970) y Señora de la miel (1993) —la primera fue finalista en el Premio Biblioteca Bre-ve Seix Barral, en 1968—; volúmenes de cuentos, entre los que destacan La otra gente (1973) y Bahía sonora. Relatos de la isla (1975); obras de teatro, algunas todavía inéditas: El hombre de paja (1964) y El día de la boda (2005). Y relatos para niños: La casa del abuelo (1979), La casa del arco iris (1986), Cartas del palomar (1988), entre otros.

“Desde muy pequeña usted frecuentaba los libros de su padre, la enorme biblioteca en la que estaban las obras de Honoré de Balzac y Henryk Sienkiewicz.”

Mi papá tenía una biblioteca muy grande, pero también mi abuelo y mis tías. Una pila de gente de mi familia tenía li-bros. Yo era una niña tan intensa y tan antipática que no ha-bía manera de decirme que no. Nunca me prohibieron que leyera o me señalaron cuáles libros debía leer. Tampoco a mis hermanos. Jamás. “Lean lo que quieran”, nos decían, y así salían de uno, que todo el tiempo estaba preguntan-do: “¿Y por qué esto?”, “¿Y por qué aquello?”, “¿Por qué tal cosa?”. Mi familia tenía entonces un poco de paz en vaca-ciones cuando yo estaba leyendo. Recuerdo especialmente la lectura de Balzac. Jamás olvidaré La piel de zapa, que acabo de descubrir que no era la piel de un sapo, sino la piel de un borrico. Del onagro. Pero los españoles son muy propios para traducir y hacen un poco lo que les da la gana. Eso lo hemos heredado nosotros, y es simpático, porque si a mí me dicen La piel del onagro, seguramente no la leo… Esa piel a la que se le piden deseos, que la tenemos ahora presente todo el tiempo. El protagonista pedía un deseo y la piel se encogía; pedía otro y la piel se encogía: el amor, el dinero, la fama… Ahora la piel la tenemos en las tarjetas de crédito, a diario.

“¿Cuándo descubrió que quería escribir? ¿Desde esas pri-meras lecturas o por mucho tiempo sólo hubo lugar para el placer de la lectura, para las páginas interminables de una gran biblioteca?”

La literatura es un universo de magia. Después de leer

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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago

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Los tres mosqueteros, de Dumas; La piel de zapa, de Bal-zac, Veinte mil leguas de viaje submarino, de Verne, y El país de los ciegos, de Wells, me senté un día bajo un cere-zo en Bogotá, en la casa de mi abuela Estefanía. Venía de la mesa donde los adultos hablaban del futuro y me puse a pensar: “¿Tú qué vas a ser en el futuro? ¿Bailarina? No. ¿Artista? No.” Y de pronto me dije: “No, es que ya yo soy escritora. Sólo que no he escrito todavía sino uno que otro poema”. Entonces lo supe: “Quiero ser escritora”. Todavía no soy la escritora que quiero ser, pero quiero ser mejor como escritora y espero ser mucho mejor como persona.

“Una decisión practicamente inevitable en un hogar en el que se vivía la lectura como una actividad cotidiana.”

Es que a mí me daban la sopa con Caperucita. Mi papá me decía: “Esta te la tomas por Caperucita”, “Esta por el Gato con Botas”, “Esta por el gigante Goliat”. La literatu-ra me nutrió desde que era muy niña. Me escogió. Estaba escribiendo más o menos desde los seis años (una vez una amiga de la familia me contó que mi madre tenía un poema que yo había escrito siendo muy niña). Yo escribía historias fantásticas en cuadernos. Las mil noches y una noche te-nían una gran influencia en mí. Les contaba a mis hermanos historias y las historias de mi abuelo, las historias del Caribe que todavía nos falta por rescatar. Era la escritora que va en marcha y en un momento dado envía cuentos a todos los concursos, en los que jamás gané nada. Pero me foguea-ron. No quedó ni uno. Pero quedé yo.

“Es curioso que haya comenzado sus primeras lecturas con un escritor como Balzac –al que generalmente se ha repu-tado de “realista”, pero que tiene en su haber novelas con registros fantásticos como La piel de zapa o Seraphita–. En sus propios relatos, Fanny, usted muestra una vocación por lo cotidiano, marcada, no obstante, por la ironía, el sueño, el mito, el juego. ¿Cómo ocurren esos encuentros en su obra?”

En el Caribe —el Caribe es toda Colombia— vivimos en medio de la magia. Tenemos un pie en una realidad bas-tante dura, bastante difícil, y tres pies, por lo menos, en un asunto maravilloso, que es la magia. Todos somos mito. Yo creo que el hombre comenzó bailando. Antes de todo

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debió tener un lenguaje gestual. Y después, al pie de la hoguera, contando cuentos, mitificando, ¿qué pensaba?... “Mañana vamos a tener el fuego todo el tiempo. No tene-mos que robarlo. No tenemos que encenderlo. Lo hemos logrado”. Uno enciende, ahora sí, la luz de su casa.

“A los dieciocho años publica su primera novela: El hosti-gante verano de los dioses (1963). “¿Cómo iba a ser posi-ble que una jovencita […] se atreviera a escribir una novela ‘fuera de tono’ frente a lo que estábamos acostumbrados a leer?”, se preguntaba la crítica colombiana Luz Mary Gi-raldo. ¿Es esta una novela contestataria? ¿Creada en franca inconformidad con su época?”

No lo había pensado así. En realidad, fue más subjetivo escribir ese libro. No estaba haciendo ninguna denuncia. No estaba en plan de señalar los errores de la sociedad colombiana, ni de nadie. Estaba en plan de contar una his-toria. Y tal vez puede que sea mi falla mental, pero a mí me persiguen los temas. Y los temas no persiguen porque sí. Persiguen porque el mundo tiene una razón para elegirlo a uno como escritor o como escritora. Jairo Aníbal Niño de-cía algo muy hermoso que yo me apropié: “Yo no escogí la literatura; la literatura me escogió a mí”. Escribí El hostigan-te verano de los dioses porque quería escribir una historia. A mí me gusta contar historias. Y en ese momento yo tenía una pila de historias persiguiéndome, casi que enlazándo-me, pero estaba en una edad en la que los muchachos me interesaban más que la literatura. Me interesaba más ir a las fiestas. Me interesaba más el paseo. Me interesaban más las lecturas. Pero un buen día soñé que los personajes de esa novela me estaban diciendo: “¿A usted qué le pasa? ¡No sea tonta!”. Y me tocó. La escribí en dos corredores: uno en Cali y otro en la Zona Bananera. Pobrecita mi mamá con el taqui-taqui de la máquina. Porque era tiempo de máquina.

“Y para escoger el título tuvo que elegir entre cien posi-bilidades…”

Sí. Hice cien títulos, escribiendo a mano. Mi papá decía: “¡Pero a esta niña qué le pasa!”. Listas y listas… Cada uno de mis libros tiene una lista. Generalmente me quedo con el primer título; a veces con el de la mitad.

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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago

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“Desde 1963 ha seguido publicando cuentos, novelas e in-cluso obras de teatro. ¿Cómo conviven en sus manos escritu-ras tan diversas? ¿Hay algún ritual a la hora de imaginarlas?”

Los temas son como esas palomas que de repente pasan por encima, como las golondrinas, y aun como esos perritos hambrientos que de repente uno ve en la calle y empiezan a seguir a alguien. Los temas hermosos, antipáticos o terribles empiezan a asediar. Y si no se escriben, se pudren. Así que para ser escritor lo único que hay que hacer es escribir. Después se corrige. A los tres meses, a los seis, al año. No quiero estar en plan de consejera, que es muy aburrido, pero se me acercan muchas personas: “Ah, que yo quiero ser escritor, pero…”, “Ah, que yo quería, pero…”. Entonces me pongo a pensar en lo her-moso que es la literatura, precisamente porque cuesta. Yo me divierto mucho, pero cuesta. Hay que darle espacio, abrirle la puerta y ella misma se encarga de consentirlo a uno, de llevarlo a todas partes. La gente que va llegando por la literatura, los amigos, los países, los mares... Y en literatura, es curioso, nada se pierde. Tenía yo una historia de un genio al que se le había extraviado el corazón, porque se había enamorado. Empieza a buscar su corazón por todas partes. Y la historia, como dicen, ahí, ni para adelante ni para atrás. Un buen día me llama una editorial: “Necesitamos una historia que contemple el planeta, la salvación del planeta”. El genio. Listo. Salió adelante la his-toria. Ya tiene una segunda edición. Y hacía por lo menos diez años que yo la tenía en un sobre, amarilla la pobre. Esa es la literatura. Jamás pierde uno nada.

“Cuentos que surgen inesperadamente, como aquel de Canciones profanas que comienza: “No hay un pescado igual, más hermoso, ni de mejor sabor que la mojarra […]”. Ese cuento me lo obsequiaron en una calle de Cartagena. Iba muy temprano al supermercado, y Willy Caballero, que lamentablemente ya se nos fue, me había hablado de una esquina en la que hay colgada una sirena. Camino del su-permercado, me fui primero a mirar la sirena, y había dos vendedores ambulantes dedicados a organizar sus tende-retes. Uno le contaba al otro cómo se aliñaba una moja-rra. Me puse de espaldas contra la pared, como si fuera la otra sirena de la calle, y escuché y escuché. Por supuesto, mi mercado quedó en veremos. Ese día no sólo aprendí

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cómo se aliñaba una mojarra, sino que escribí “El mongo-mongo”.

“Fanny, usted suele levantarse muy temprano para escribir y acostumbra llenar cuadernos enteros que se amontonan en los armarios. ¿Cómo es su rutina de escritura?”

Normalmente estoy levantada desde las cuatro de la ma-ñana y trabajo hasta las seis o siete. Pero la vida es bueno vi-virla. No quiero ser una escritora de escritorio. Quisiera más tiempo, pero no lo tengo, porque hay que pagar servicios, hay que ir al colegio de los sobrinos, ir a la fiesta del amigo, hacer el mercado, lavar los platos. Pero tengo trucos. Cuan-do lavo los platos, me recito a García Lorca, para que me dé el espacio literario que necesito para el día. Empiezo: “La luna llegó a la fragua, con su polizonte…” Y como me lo sé de memoria, de pronto digo: “Ah, lo que pasa es que hay tal cuento que tiene un error en tal parte…” Nunca es suficiente, en todo caso, y sé que cuando muera voy a dejar mil cosas sin escribir. No pienso que la inspiración exista. La inspiración es un buen desayuno, primero que todo, un buen computador en este momento, una buena libreta, un buen esfero, la mente limpia y el corazón contento. Y ojalá, programa para el fin de semana.“En más de una ocasión ha dicho que cada quien tiene un relato que contar: las historias están allí, asediándolo a uno. Y los escritores son esas personas que saben escuchar a los otros y a sí mismos, para construir sus historias a partir de lo más trivial o lo más maravilloso. ¿Cómo se da en usted el proceso de creación?”

A cada autor le sucede diferente. A mí no siempre, pero, en general, cuando empiezo a soñar. Una vez soñé con un grupo de muchachos en una carretera, y me preguntaba: “¿Estos tipos quiénes son? Yo no los conozco. No los he visto. ¿Por qué me llevan de la mano bajo un sol increíble?”. Era un sueño de verdad. No era un sueño despierto. Y de pronto me di cuenta que eran los personajes de Los pa-ñamanes. Cosas como esa me suceden. Cuando estaba escribiendo El hombre de paja, estaba soñando todo el tiempo con ahorcados y me despertaba gritando. Así que si el personaje es bueno, él se impone solito. Señora de la

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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago

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miel fue un rescate que hice de una cantidad de mujeres que hay por ahí, que sufren todo el tiempo, que los maridos les ponen los cuernos. Y un día una empleada me echó una historia tan larga que yo dije: “Voy a escribirles una historia bien divertida para sacarlas adelante”.

“Entre esos relatos sobre mujeres hay uno que llama es-pecialmente la atención por su cuidada ironía: el cuento “Mammy deja el oficio”, que ha sido antologado en varias oportunidades y que se encuentra en el libro La otra gente (1973). ¿Cómo contar la trivial y trágica historia de una mujer en un mundo tiranizado por las convenciones sociales?”

Esa es una historia en la historia. Es la historia de la his-toria de la historia. Yo estaba en una fiesta de quince años. Cumplía la hermana de un amigo y mi amigo estaba muy contento, muy feliz. Pero la fiesta no se acababa nunca: esas fiestas que nunca se acaban. Me dice entonces: “Aquí en la esquina de la casa (era en Cali) hay un sitio donde hacen un pandebono maravilloso. Camine y nos vamos a desayunar, porque esta fiesta no se va a acabar”. Nos fuimos a desa-yunar y una señora gordita, medio mona, nos atendió, nos dio café, y se sentó, y mi amigo se durmió, y ella empezó a hablar y hablar. Es esa la historia de Mammy. Era una señora que tenía una cafetería, pero que había llevado una vida un poco extraña antes de establecerse. Me contó todo y ahí está en “Mammy deja el oficio”.“Mucho de casualidad en el origen de ese cuento y de sue-ño en otros, pero también mucho de conciencia narrativa, de precisión en la técnica de contar.”

Tengo una teoría: el texto escoge la estructura. Los per-sonajes escogen la narración. Hay historias que sólo fun-cionan en primera persona; otras en tercera persona. Otras funcionan a partir de los objetos; otras funcionan mejor desde la atmósfera.

“En relación con las mujeres de sus relatos”, pregunta uno de sus lectores que nos acompaña en esta mañana, “¿Fanny, se ha puesto en los zapatos de las que aparecen en sus cuentos y novelas?”

En general, no. Soy muy prepotente como mujer, afortu-nadamente. Me ha tocado serlo, porque no tengo la esta-

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tura que quise tener, ni la belleza que quise tener. Me toca convencer a todo el mundo de que soy lo último. Y la gente se lo cree, además.

“En Bahía sonora, colección de cuentos de 1975, los perso-najes saltan de un relato a otro y reaparecen cuando menos los esperamos. ¿A qué se debe esta estructura? ¿Cómo ve hoy, después de tantos años, ese libro de ‘infinitas tardes calurosas y noches empapadas de yodo y de salitre’?”

Cuando nació Bahía Sonora estaba yo en un medio muy oral –San Andrés y Providencia–, donde los personajes eran unos primero y después eran otros, donde cada quien tie-ne una versión distinta de cada persona, como sucede en el fondo en la vida. A mí no me gusta que me cuenten lo que la gente dice de mí y yo creo que en cierto modo a nadie. Rojas Herazo decía algo absolutamente increíble: los amigos se lo inventan a uno. Han pasado ya varias décadas desde su publicación y como me preguntaba un estudian-te, creo que, entre todos los que he escrito, este sería el libro que yo salvaría de un diluvio universal. Porque en un momento de mi vida en que cada vez que publicaba me caía todo el mundo —me decían de todo. ¡Cómo será que tuve que suspender el contestador telefónico! Me dejaban toda clase de horrores—; cuando salió Bahía Sonora, eso fue perfecto. El libro se vendió. Nadie me mechonió, nadie nada. Inclusive me invitaban hasta a cenar. No ofendí a na-die. Eso fue absolutamente encantador. Y me ha vuelto a pasar con Los encantamientos, porque cada libro tiene su personalidad; cada libro atrae gustos y disgustos.

“En el caso de los personajes de Los encantamientos (2003), casi todos son artesanos, escritores, pintores o can-tantes, y comparten, en mayor o menor medida, la pasión por la belleza y las adversidades del arte. Podría decirse incluso que es este uno de sus libros más optimistas. ¿Cree que hay alguna redención posible en el arte? ¿Una libera-ción en la palabra?”

Puede que la literatura no nos salve de nada, pero por lo menos nos libera del mal del siglo pasado, del siglo XX, y de todos los siglos, que es el aburrimiento. El mal que hace que la gente se deprima. En el fondo, todo es aburrimien-

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to. La gente no sabe qué hacer ni con ella misma ni con el vecino. Y como ya no hay esos recursos que se tenían an-tes: el gallinero, el palo de mango, o lo que me contaba mi abuela: que hacían las compotas, que la señora tendía los manteles de tal manera… Por el contrario: todo el tiempo te están vendiendo un detergente y todo el tiempo te están vendiendo un líquido que quita todas las manchas. Te es-tán vendiendo una crema que te va a hacer más guapa. Te venden que te cambies el color de cabello. La gente no usa su cuerpo, como dice el Evangelio, como un templo, como algo maravilloso, sino como una percha para productos, y la mente la usa como una percha del aburrimiento. La lite-ratura, por lo menos en un veinte por ciento, nos ayuda a espantar la tristeza, el aburrimiento, y a ser más personas, más seres humanos. Menos perchas.

“Fanny, ¿alguna vez imaginó qué tan lejos y por qué tan di-versos caminos la llevaría la literatura? ¿Imaginó todos los libros que alguna vez escribiría?”

Cuando uno es adolescente y está escribiendo se siente más viejo que nadie y cree que sabe más que nadie: Home-ro es un señor ahí. Uno cree que uno es lo último. Pero sólo después se empieza a disfrutar otro tipo de cosas. Cuando yo comencé a escribir, tenía muy claro para dónde iba y lo sigo teniendo. Por eso cada vez que puedo publico un li-bro. Cada año. Cada diez. Cada ochocientos… Cuando me muera que a la familia le toque ese tomate: “¿Qué vamos a hacer con todos los libros de Fanny?”.

Cartagena de Indias, 15 de abril de 2015

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el hostigante verano de los dioses

(Fragmento)

-1963-

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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago

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(Una Forastera)

—Uno—1

Estoy de paso. Sé que la ciudad fue construida en la ribera oeste del río, a un kilómetro de la orilla, en los terrenos de la parte alta. La decisión provocó un escándalo, con vi-sos de rebelión entre los colonos, porque las márgenes del este acusaban gran fertilidad, en tanto que en el oeste las piedras y la cizaña lo poblaban todo. Una estricta orden fue impartida por el clero y los gobernantes; la leyenda dice: levantaron una ciudad en un lugar inhóspito, siendo tan grande el desconcierto general, que no se tuvo tiempo de amar o maldecir sus cimientos.

Una tira de papel amarillento y sucio —que Esteban Lago encontrara en su biblioteca— reza lo siguiente: «Pu-simos la primera piedra antes de salir el sol, sobre arenas amarillas y lo más lejos posible de la orilla. Lo hicimos así para mantener puros a los pobladores presentes y futuros, jurando sobre los Santos Evangelios no codiciar las márge-nes vecinas. (Así está escrito y así debe cumplirse, porque los ríos son viciosos como el hombre y no se secan de vejez, sino de hastío; las tierras fértiles incitan la codicia; las aguas claman de deseo; y los ríos destruyen a los hombres cuan-do éstos se les parecen demasiado, e inundan la tierra, si la tierra quiere pertenecer a ríos y a hombres). Construimos en este sitio la nueva ciudad, dejándola sin nombre y ben-diciéndola a última hora».

Es un lugar de calles estrechas y empolvadas, que se cor-tan de repente o se alargan demasiado, imitando las fichas de un enorme rompecabezas. Las casas son amplias y venti-ladas, casi todas de madera, con aleros bajos y anjeos para protegerse de los mosquitos; nubes de ellos se agolpan bajo las luces de neón, formando compactas manchas, on-dulantes y grisáceas. Hay escasos trayectos pavimentados y el único parque está en lamentable descuido, pero sus in-numerables puentes se alzan desafiantes e inconmovibles. La población incluye a blancos, negros, mestizos y a uno

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que otro extranjero de raza amarilla. En su haber figuran 6 iglesias, 60 prostíbulos, una escuela pública, dos colegios particulares, un basurero y los inevitables partidos políti-cos... integrados en los males que dificultan su progreso.

El tráfico de mulas y autos es escaso, debido a que la jornada de trabajo ha terminado, y la noche, que cae, como un infinito velo oscuro, cubre los techos rojizos. Es la hora del tren, que pasa cuatro veces diarias, del que puede de-cirse que rige la vida de la ciudad y sus contiguas banane-ras, después del río. La carrilera cruza por los lindes de las fincas. El río, que ha logrado burlar los antiguos preceptos, divide en dos secciones la avenida principal.

Llevo dos horas arrastrando mi maleta, sin saber a dónde ir, trepando las mismas aceras y las mismas esquinas, que me desorientan cada vez más. «Esquina de las vírgenes diamanti-nas», «Calle del río solo», «Avenida del Palomar del Príncipe». En las puertas más desvencijadas se leen placas doradas:

«Al demonio:

¡No entres!

Somos Católicos».

De pronto, el silencio calenturiento del anochecer se puebla de ruidos agudos y llamativos, que no tienen un motivo aparentemente preciso. Por el reducido andén vie-ne brincando una criatura gorda, de unos catorce años, vestida con exagerada pulcritud; murmura palabras desar-ticuladas y arrastra un cabrito enclenque, que bala en tono lastimero... «Beoooo- beeee… oooobeeee».

—Buenas tardes —digo cortés.

Me mira fijamente, curiosa en la corta percepción de su estupidez, como separándose un poco de la blancura lechosa de su pesado cuerpo. Los ojos pardos son la con-tinuación de una frente estrecha y tersa, disminuida por la cinta brillante que ata una hermosa cabellera. Tiene las piernas hinchadas y tobillos blandos, que arrastra torpe-mente al caminar. Las manos son anchas, fofas, con unas uñas chatas, violentamente pintadas de rojo. Se lleva el dedo índice a la nariz, abraza amorosamente al cabrito, for-zándolo a pararse en dos patas, pero no responde.

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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago

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—Buenas tardes —repito.

Bizquea asombrada, haciendo girar las pupilas con rapi-dez vertiginosa, suelta con violencia al animalito y se dedica a patear un poste, haciendo un «Brueee... groueee... oo» con la garganta, intentando reír; una saliva blanca y espu-mosa rueda por la blusa de seda.

—Nece-si-to… Con-se-guir… Alo-ja-mien-to…— modulo despacio para que comprenda.

—Brueeegurrr… oo — chilla con grititos estridentes, to-mando de nuevo la cuerda que ata al cabrito, el cual pug-na por zafarse. El esfuerzo deja un canal rojizo en el cuello afelpado. Opacos rostros que se asoman en puertas y ven-tanas, alertas y huidizos, inspeccionan la calle y cierran de nuevo.

—¡Edna! Edna... -es una voz acerada y sin vibraciones. La silueta de su dueño basta para borrar la sensación de vacío, que a esa hora empaña la ciudad.

Es ésta la primera vez que lo veo. Antes leí sobre él, y su descripción física no puede ser más exacta. Salió de una edificación de ladrillos, de corte modernísimo y se dirigió a la muchachita: es muy alto, de anchas espaldas, con las piernas levemente torcidas y la piel retostada, cuarteada por el sol y el viento, de color tabaco. Sus pies calzados con sandalias burdas se balancean rítmicamente en un «¡Raaa-zzz…! rzzzzz….» de polvo, al frotarse con el suelo. Los ca-bellos negros y sin brillo, cortados al rape, contrastan con los ojos azul pizarra —tan pequeños y hostiles que forman una raya continua. La boca muestra unos dientes separa-dos y puntiagudos, hincándose con frecuencia en el labio inferior, carnoso y reseco. Lo más notable es la cicatriz: una hendidura bermeja, de líneas paralelas, perfecta. Sale de la mitad de la frente, sigue impasible por la nariz, los labios y la barbilla, continúa por el cuello, hasta perderse bajo la franela a rayas. Lo afea considerablemente, prestándole a la vez un atractivo acerbo, mezcla de ternura y salvaje sen-sualidad (Supe más tarde que se la hizo él mismo, con una navaja calentada al fuego, para que nadie lo confunda con su hermano mellizo a quien detesta).

—¡Edna…!

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Ella haló el cabrito, se volvió sorprendida, y bruscamen-te dejó de chillar. Miró contenta la mano que se le tendía, escupió y se sonó ruidosamente con la falda almidonada.

—Los cabritos sienten dolor —amonestó él—; lo vende-ré si te portas mal con él.

—Nobbb… —dijo asustada—. ¡Nobbb…!

La rodeó cariñosamente por el talle, con un musculoso brazo y fue llevándola a la casa, suavemente, con energía, sin prestar atención a su velada resistencia. Sin duda, con la seguridad de quien cumple una rutina.

—¡Señor…! —grité saliendo de mi estupor—. ¿Sabe en dónde puedo alojarme? No conozco a nadie en la ciudad.

—¿Qué quiere? —inquirió sin volverse.

—Soy periodista —expliqué fastidiada— vine a entrevis-tar a ese grupo de escritores que…

—¡Mierda…! —masculló y entró en el jardín, sin soltar a la chica.

Corrí con la prisa del que necesita comida y ropa limpia. Alcancé a prenderme de su hombro, a tiempo, para impe-dir que entrara.

—¡No sea descortés…! ¿Es que se niega a ayudarme? —me encaré con tal furia, que sonrió benévolamente y pre-guntó con sorna:

—¿Cree verdaderamente esa patraña de los escritores?

—¡No necesito creer nada...! —me sentía rendida y a punto de llorar—. Vine a trabajar. Es justo que por lo menos sean decentes. Hice un viaje muy largo para conseguir un artículo... nadie quiere darme una información…

—Qué lástima... —adoptó un tono burlón—, pero nues-tros ferrocarriles no son tan cómodos como se quisiera y viajar en ellos es un suplicio. Se ve cansada... Pero si no lo-gra husmear personas decentes, es culpa suya. Se trata de su problema, no del mío; me parece estúpido inmiscuirme en asuntos ajenos... ¿Considera necesario que haga algo por usted?

Entré maquinalmente en la rampa de cemento, pregun-tándome: ¿por qué razón no me iba en el tren de la media-

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noche? —Él abrió la pesada puerta con un diminuto llavín de plata, empujó a Edna dentro y cerrando con rapidez, cortó la cuerda que ahorcaba al animalito... Be obee…

—Vete a jugar. —Palmeó el anca, sonriendo, cuando la lengua rugosa mojó su mano—. ¡Vete...! A veces se ponen insoportables —dijo, mirando alejarse al pequeño rumiante.

—¿Por qué no se marcha? —espetó bruscamente.

—No puedo —Negué desorientada y sin convicción.

—Es todo una sarta de mentiras. Luego pensará que el mejor negocio que hizo jamás fue marcharse; incluso, me quedará agradecida. Además, la novela fue escrita por una sola persona, pero tiene demasiado miedo para admitirlo o se divierte mirando a todos sospechar de todos.

—Mi periódico asegura que fue una obra colectiva. Pue-de tener razón…

—Los diarios dicen y dicen y no aciertan en el noventa por ciento de los casos, porque no los mueve el deseo de decir la verdad, sino el afán de lucro. Y nuestro autor es inteligente… tanto, que será inútil descubrirle; estará dis-puesto a negar. Su novela es profética: la semana pasada encontraron una grieta en las bases del dique grande. Será difícil y costoso arreglarla. No es el mayor problema, algu-nos temen que el río se desborde.

—¡Es ridículo…! No imaginarán que pueda ocurrir.

—Casi están seguros —repuso lentamente, pesando las palabras—. Nuestra gente es supersticiosa y está acostum-brada a los sinsabores. Sinsabores establecidos, como el hambre y la desnudez. Desconocen la cultura y los libros. La novela es demasiado real; describe minuciosamente lo que se pretendía oculto y no se detiene ante fortunas o reputaciones. Nadie desea que se le identifique con uno de los personajes, aun aquéllos que no saben leer —que son casi todos — y están enterados del asunto sólo de oídas.

—¿Usted no teme?

—¿Temer? ¿No sabe quién soy?

—No. Pero leí ese libro. Le reconocí de inmediato. Su cicatriz es muy obvia. Este hallazgo recompensa las inco-

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modidades de mi viaje. Tomaré unas notas…

—Usted no tomará ningunas notas —advirtió con acri-tud— Perderá el tiempo si lo hace. Ya me encargaré de que ningún escrito suyo salga de la ciudad, si se empeña en el tema.

—No quise ofenderle, excúseme… Me pareció tan exacto su parecido con el protagonista que me atreví a…

—Soy el protagonista —cortó—, y la ciudad lo sabe. Eso no viene al caso. Lo más importante es que usted descanse. La llevaré a casa de un amigo y se irá por la mañana.

—No dije que quisiera irme.

—Por favor… — una sonrisa compungida iluminó su mo-reno rostro—. ¡No crea que soy un ogro...! Acepto que soy muy brusco y que mi comportamiento con usted es apesto-so... Es que últimamente ocurren cosas irrazonables. ¡Me al-teran los nervios! Primero la publicación de ese libro; luego una estúpida muchacha que viene a vivir en casa de Abia; la brecha del dique; usted. Mañana estaremos, por lo que veo, perdidos.

—¿Qué tiene de irrazonable mi llegada?

—Nada. Es tan absolutamente normal que surgirán com-plicaciones. Me llamo Esteban Lago. Algunos amigos me dicen Beden… ¿usted?

—Marina…

Caminamos, despacio, bajo un sopor caliente y suave, que hacía transpirar mi cuerpo agotado. Esteban jugaba con el llavín de plata y, en voz baja, me iba contando la historia de cada calle, aunque sabía que no le prestaba atención. Los pocos transeúntes lo miraban de reojo y las mujeres de los balcones cuchicheaban: «Es Esteban Lago».

—Ellas son imbéciles y usted testaruda. ¡Márchese!

—No puedo, ni quiero.

—Le garantizo que estará más tranquila si lo hace. Aquí no ocurre nada y no se hace nada tampoco. A no ser, abu-rrirse, preguntar cuántos racimos de banano se exportaron en un mes o si el río crecerá tanto como el año anterior. Aburrirse, beber, y fingir que uno se endiosa más pronto

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que los demás.

—No entiendo bien.

—Tampoco yo, sin embargo ya sucedió. Estamos atados a una inercia diaria, con las manos vacías, en un sitio en donde las cosas importan tanto que es imposible fijarse en ninguna. ¿Sabe cuál es nuestra frase célebre? —y conti-nuando— Decimos: «¡Qué calor…!».

—¿A dónde vamos? —pregunto por preguntar algo. Me siento demasiado fatigada para que me importe.

—Donde mi mejor amigo. Los hoteles están rebosantes de turistas, debido a la cercanía de la fiesta del río; una mujer sola es mal vista si se hospeda en uno.

—¿Quién es Abia?—indago sin curiosidad, maquinal-mente.

Esteban se crispó.

—¿Le interesa? —se adelantó como ofendido.

—¡Por supuesto que no…! Es que fue la única persona que nombró, fuera de Edna.

—Abia es una que tendría la culpa si el río se desborda-se. Las personas como ella son culpables de lo malo y lo bueno que sucede a los demás. La conocerá si se queda. ¡Y no pregunte más...! —regresaba a su posición defensiva—. Odio a la gente que pregunta de todo y por todo.

La mano áspera y velluda se hincó en mi brazo con fuer-za. Sentí los ojos fríos clavados en mi nuca, y una repen-tina obsesión de saber a qué sabía la vida en ese lugar. Entonces, me di cuenta de que en el jardín que dejáramos atrás una serie de lagartos verdosos se arrastraban entre las plantas amarillentas y casi moribundas. «Vamos», dijo él, «Vamos…».

—¿Son lagartos...? —pregunté espantada.

«Vamos», repitió y aunque me atenazaba por primera vez el miedo, se hizo muy tarde para tomar otro camino.

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las distancias doradas

-1964-

Víspera de la bodaEse otro

Escombros en la luna

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las distancias doradas -1 9 6 4 -

víspera de la boda

—i—La niña aprendió que el mundo es redondo como una na-ranja amarilla y que sus habitantes se dividen en dos: los gatos y las mujeres.

Las mujeres sentadas afuera. Junto a las caléndulas. Encorvadas alrededor de la abuela, labrando mariposas y orugas de seda —con agujas oxidadas— en un amarillento vestido.

Ella espiaba, oculta, tras una puerta desvencijada. Le fascinaba el resplandor del tejido, dócil, acariciador, con re-flejos danzantes y azulados. Y la figura olivácea de Bethse-ba. Balanceándose en un mecedor de mimbre, espantando moscas verdosas con un abanico de fantasía, y, sonriendo, de tanto en tanto, para sí, con sus dientes limados y peque-ñitos. Alhucema y ron alcanforado. Ungüentos perfumados. Esperando por el vestido. (El mismo que guardó por años en un baúl claveteado. Que rondaba en las conversacio-nes de las mujeres. Y que la niña nunca vio antes). Oía el mascullar de las voces —silbando entre dientes cariados—; sentía las miradas oblicuas, supersticiosas, envolviendo a una novia encanecida.

Virginidad. Polvos de arroz. Géneros fuertes y almido-nados.

Y los felinos, obesos, pesados. Alimentados con carne cruda y leche fresca. Con rutilantes pupilas estriadas y pie-les lustrosas, dejando testimonios-canela en mesas, sillas, y sábanas. También en los regazos de las mujeres y en la sopa aguada que humeaba en la cocina.

—Años atrás —hablaba la abuela—. Bethseba fue more-na y joven. Ajeno su cuerpo a la rigidez de ahora. La iglesia se adornó con jazmines y margaritas. Se tocaron campanas, y todas ayudamos a lavarla, con leche de cabra y agua de rosas.

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La vieja suspiró ruidosamente por su nariz con cornetes. Conocía de vacas, de estiércol, de azadones y tierra. Agujas no. Nada de sedas y agujas.

El mismo murmurar. De los años pasados. De los veni-deros.

—No acudió —dijo Braulia, cortando el hilo de raso—. Estuve allí. Le había comprado una peineta de carey y dos pañuelos de lino.

—Fue el vestido —los dedos de la abuela, hinchados de años y artritis, rodaron forzados la aguja—. Seda comprada a Berta, esa ramera del café. ¡Maldita antes! ¡Maldita ahora que Bethseba se casará con ese vagabundo! David Cente-no. Avaricioso, mendigo, harapiento. ¡Te maldigo a ti y a tu flauta de caña!

—Ave María.

Irene levantó el rostro, al camino, buscando el movimien-to de la brisa en los ciruelos.

—Creí verlo —dijo.

Poseía una hermosura oscura, redundante, con soñolien-tos ojos pardos, párpados resecos, y altos pómulos. Sus labios estrechos rezumaban cansancio y rebeldía. “Ese ves-tido es para mí. Estoy en mi derecho. Soy joven y ella vieja. No es justo envejecer sin hombres en un sitio tan apartado como éste. Estoy cansada de obedecer y doblar siempre las costillas. Odio a Bethseba, y a la abuela, y a la casa, y al día en que me parieron”.

La niña deseaba ardientemente tocar el vestido. Quería acercarse, burlar a la abuela, robarlo. Y esconderlo muy le-jos, en donde nadie lo viera —ni siquiera el ojo monstruoso de ese Dios que habitaba arriba— y, tenerlo, con su brillo, junto a la piel desnuda.

Como en los cuentos de hadas.

—No quiso escuchar —continuaba la abuela—. Quería boato para su boda y no vaciló ante nada para conseguirlo. Le supliqué. Le suplicamos. Se negó a desposarse cuando le presenté un traje decente, de tela común, que me fiara un comerciante honrado. Quedó en su cuarto de soltera. Terca y sin lágrimas. Mientras los invitados reían soeces y

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se tomaban nuestro vino y pateaban la puerta y le ponían cuernos de nogal al novio borracho.

—Juraría que viene —Irene tornó, insegura, temerosa de sus palabras.

—Dios no debía permitirlo —Braulia se estremeció bajo la blusa remendada. Se podían contar sus huesos, dibuja-dos fielmente, a través de los zurcidos. Muchos. Infinita-mente repetidos. Hablaba bajo, cubriéndose la boca con el brazo, avergonzada de sus encías desnudas.

—¡Quiero que venga! —se irguió altiva la abuela—. No quiero mas Ledas bajo mi techo, hechas por descuido, sin nombre y sin apellido.

Braulia se encorvó mas. Como cada vez que se permitía opinar. Como en cada ocasión en que acariciaba a la niña a hurtadillas.

—Viene... —musitó Irene, roncamente, palpando ex-citada sus cabellos trenzados. Rojizos. Pulidos como una tetera de cobre. “Lo quiero. No sé quién es. No me im-porta tampoco. Pero es un hombre y con él puedo partir y liberarme. Bethseba morirá pronto. Lo presiento. ¿Y si él no quisiera? Querrá. Tiene que querer”.

La niña le vio de inmediato. Avanzaba penosamente por el camino desigual, a pesar de que su paso se intentaba seguro y firme el asentar de sus pies desnudos. Y su presen-cia, desdibujada por el polvo y la neblina, crecía desmesu-radamente en su fantasía. Sintió deseos de gritar. La venció el miedo cerval que le inspiraba la abuela. Él. Le vio varias veces, en el muelle, allá en la ciudad, rodeado de mucha gente. Pregonaba calderos de cobre y entonaba extrañas melodías con una flauta. Bambú. Bum-ba.

Enseguida recordó las historias de Braulia (la mujer vieja y fea que le besaba al anochecer, entre sollozos, cuando la imaginaba dormida); aquellas que relataba opacamente, junto a su estera, antes de que se extinguieran las esper-mas. Las sabía de memoria.

“La princesa fue encerrada en la torre, con siete canda-dos y siete llaves, y, entonces, llegó el hermoso caballero —desde lejos— cabalgando en un hermoso potro blanco,

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sobre las nubes transparentes. Sólo la princesa le vio, y par-tió con él, burlando a las brujas, las libélulas y los elfos, que danzaban endemoniados en el foso del castillo...”

El mecedor de Bethseba rechinó. Agitaba un brazo al camino. La niña tuvo miedo.

—Sal de ahí, Leda. Es mi novio quien llega.

Salió despacio del escondite. “Ven, niñita, ven”. Bethse-ba acarició el cráneo pequeño y ahusado. Era enjuta, cero-sa, con senos caídos y caderas estrechas. Usaba un amplio ropón calicó-medio-luto de mangas abombadas y letines almidonados al borde de la falda. Los cabellos muy largos, salpicados de plata, caían por sus espaldas, bordeando los brazos del mecedor. Tenía un continente sereno, magro, que la envolvía en un aire de agresiva armonía. (Rosarios de cuentas. Amuletos. Medallas oxidadas. Pulseras de plata y jade). Sus ojos amarillos brillaban febriles: Había pagado con ganado y terrenos por ese muchacho. Lo tendría.

La niña se resentía ante las caricias.

Era la tía Bethseba. Que amasó una fortuna prestando dinero a interés. Vendiendo tabaco, comprando objetos usados, destilando whisky, alquilando bestias, componien-do matrimonios o deshaciéndolos. Se decía que fue ella quien trajo a esas mujeres que vivían a la salida de la ciudad —en la casa de la luz roja—, que dormían de día y recibían hombres en la noche, y cuyos rostros pintados y grotescos no podía mirar la niña. Le ordenaron cerrar los ojos cuando iba y venía por el camino de la escuela: Conocía las cejas de carbón, las mejillas coloreteadas, los moños altos (florones, pachulí, palabrotas). Le sabían muy bien los dulces que ellas regalaban. A veces les sacaba la lengua al pasar o recibía sus monedas.

La abuela no aludía a ello. Tampoco las demás, que pa-saban los días ociosas, sentadas en el corredor, tejiendo o quejándose o murmurando. Pero la niña sabía: El dinero de la carne, y el de la manteca, y el del arroz. Todo. Provenía de la bolsa de dril que colgaba —sujeta a una tira de cáña-mo— del cuello de Bethseba. Y las vacas y los perros y los cerdos y los árboles. Todo le pertenecía.

—Viene... —se agitó la niña, desprendiéndose de las

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manos posesivas y rugosas, de uñas punzantes.

Las mujeres comenzaban a rezar el viacrucis. Con digni-dad. Cansadas las voces y sin dejar de bordar.

El muchacho apuró el paso. La abuela abandonó la agu-ja y escudriñó la penumbra. Un último amén murió en sus labios agotados.

—Efectivamente —reconoció—, ha venido. Está aquí.

—Sí —Irene se debatió angustiada—. Pronto veremos su rostro y la edad de su piel.

—Calla —la abuela hundió unas garras engarfiadas, ro-mas, en el brazo redondo, de piel dura—. ¡Calla! No quiero hombres aquí. Nunca hemos necesitado de ellos.

Irene se desasió con violencia. Corrió a la casa, llorando, haciendo de su cuerpo un solo manchón borroso, convul-sivo y expectante. Tropezó con la niña en su afán de llegar al mecedor y abrazar —confusa y angustiada a la inmóvil Bethseba, que semejaba una gaviota abandonada, gris, so-bre una roca gris, mirando alejarse a su bandada. (Y en el mar. Afuera. Las otras gaviotas. Disputando rapaces. Chi-llando despiadadas al paso de los barcos pesqueros).

—Sí, sí —decía ahogadamente— es un hombre. Ya tar-de, cuando estás prácticamente muerta y tu juventud se ha convertido en un nombre lejano. Apenas un nombre en tinta y letras. ¡Y él es joven! Joven su presencia y el polvo que levantan sus pies.

Bethseba rió a carcajadas. Los ojos fijos en el camino. Respirando afanosamente, con lascivia de respirar, gorgo-teando como una criatura, en tanto que grandes salivazos rozaban las arandelas de su traje. Él estaba muy cerca. Ha-ciendo visibles una camisa azul-plomo y una vieja maleta de cartón atada con cuerdas nuevas. La niña se aventuró fuera del corredor. Quería verlo. Tocarlo si era posible.

—¡Estoy! He llegado —gritó el hombre, con tono bron-co, como si hubiese perdido su voz y acabara de recobrarla.

Bethseba rodó el mecedor, se puso en pie y avanzó unos pasos. La niña cruzó el patio, ágilmente, sorteando el grupo de las mujeres, las caléndulas y la oscuridad casi comple-ta. Él era delgado, moreno-oro, con movimientos lentos y

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perezosos. De la misma familia que los gatos. Se apoyó en la cerca, hundiendo la barbilla en el círculo de una caña. Masticaba tabaco y hojas de limón.

—La noche es buena —su acento era desafiante y cón-cavo.

—Hoy es un día como los cuentos —murmuró la niña— Extraño... Todos los príncipes de que supe llevaban zapa-tos. ¿Por qué él no lleva zapatos?

Las mujeres no respondieron.

De pronto. La abuela sintió aquello absurdo, maléfico, producto de una venganza o de una envidia reconcentrada. Tenía que hacer algo. Apartó la costura y fue a buscar un rifle, sin mirar a la niña, ni percatarse de la expresión victo-riosa de Bethseba. Encontró un arma a la mano, en uno de los anaqueles, con tres balas dentro. Examinó el tambor. Limpió el cañón. Y, con sumo cuidado, apuntó al pecho del hombre.

—Márchese.

Él respiró en la oscuridad. Estaba tranquilo.

—Hice un negocio. Vengo a cumplir mi parte.

La niña estaba junto a él. Halando la camisa sudorosa, res-pirando el olor del hombre, llamándole con nombres inven-tados, buscándole el rostro de los príncipes.

—Disparará —advirtió Irene trabajosamente.

—Dispare —retó él—. Mi padre tiene documentos firma-dos. Lo perderán todo, hasta la casa.

Mientras, Bethseba contemplaba, abismada, la figura —nublada y distante— del macho que cambiara por su mejor ganado y la mitad de sus terrenos. La ira de la abuela, de espaldas a ella, el llanto de Irene, y el temor de Braulia, la tenían sin cuidado. Le fastidiaba la expresión soñadora de la niña (que adivinaba en la cortina de oscuridad), y sus ojos taladrantes, hondos, lacrados en el hombre.

—¡Lárguese!

—Ella dio su firma. Accedí a venir y aquí me quedo. Tam-bién tengo hambre.

—Tiene hambre —repitió la niña.

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La abuela disparó al aire alborotando a los animales que dormían desde temprano. Apuntando, en seguida, al pe-cho masculino.

—Tiraré a matar. No quiero hombres aquí. Sólo sirven para haraganear y comer y hacer hijos y abandonarlos luego.

—Tengo hambre —insistió él—. Me dejaré matar, maña-na o después de mañana. Ahora necesito comer.

—Le advertí —la abuela midió la distancia cerrando un párpado. Él no se inmutó. Y ella disparó, con pulso seguro, en el momento en que la niña se colgaba del rifle, desvian-do el proyectil.

Casa, noche, mujeres y terreno se elevaron, descendien-do, enseguida, en forma vertiginosa. Y él se dejó ir, aban-donándose al deseo de luchar, y cerró los ojos. Sentía la hierba debajo de su cuerpo.

Trascendió una risa seca e hiriente. Cuando rodó la cerca podrida, encima de las sillas de mimbre, asustando a las mu-jeres, ensuciando el vestido de Bethseba.

—ii—La niña contempló al extraño. Atenta. Sin llanto. Con sus ojos maduros y redondos: Lo sentía como un príncipe —gato, silencioso, de zarpas agudas y rápidas. Y su piel cá-lida, untada de sebo, al alcance de las manos pálidas; de-masiado largas y huesudas para ser las manos de una niña.

—Ve a dormir —ordenó la abuela.

Obedeció, calladamente, sabiendo sus piernas débiles y su sombra pequeña, apenas como los árboles nuevos —re-cién plantados— y sin la prudencia de los felinos todavía. “Me saldrán senos el año entrante. Entonces seré una mu-jer. Más que una mujer”.

Y el resto de la noche en duermevela. Pestañas agigan-tadas, a la luz exigua (y enormes vigas del techo), forjando tejidos, pesadillas y lianas en la pared. Su nombre era Da-vid. David Centeno.

Él comenzó a percibir secamente los sonidos. Laceran-tes. Confundidos —al otro lado del tabique— con los ge-

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midos de la niña. Atropellando sus sienes atormentadas y desplazando los alientos femeninos. Hacía un frío cortante y salobre que la manta raída no lograba mitigar. Se respi-raba humedad. Orín. Estiércol. “Estoy junto al mar. Siento presencia de sal y peces descompuestos. Aún no llega mi día de morir. Hermoso. Cuando estás vivo todo es hermo-so. Mujeres que te odian y te aman sin desearte siquiera. Una niña que te palpa y te desea sin saber que desea. El camino bajo mis pies desnudos. Respiro. No hay derrotas. Sólo la vida delante de mí, esperándome, dándome una lengua para hablar y ojos para ver y un sexo para amar. Ya. Nada se acabó. Insistentemente la vida continúa. ¿Y si que-dara ligado a esa mujer vieja a quien vendí cinco años de mí mismo? No. El único que puede atarme soy yo mismo. Y existirán prados, ganados, casas, todo producto de mi piel. Me gusta. Hay que venderse o comprar o hacer lo que sea. Pero continuar vivo...”

—Despierta... —susurró Irene.

Entreabrió los párpados, gruesos, embonados con pesadez, como si realizara un esfuerzo superior a él. Descubrían dos esferas grises, casi azules, en las que se reflejaban los objetos nítidamente —la cama y la mesa y la jofaina— como en espejos antiguos, mágicos, media-namente burlones. Lanzó una seca carcajada, inesperada para sí mismo; las mujeres retrocedieron: La muerte se había convertido en una habitación exigua, ridícula, mi-serable. Una mecha de petróleo ardía sin resplandores, apenas, mitigando la negrura completa. Le llegaba una vaharada de objetos antiguos y mujeres a la espera.

—Su rostro... —irrumpió atemorizada Irene—. ¿Viste su rostro?

Se sentaban al final de la cama. Temerosas. Con las manos recogidas en sus regazos de género y piernas cu-biertas. La más joven parecía muy hermosa. David sintió un ardor bajo la lengua. Aún le dolía demasiado el hom-bro para codiciarla totalmente; pero la codiciaba.

—Su rostro... —insistía—, fíjate en su rostro.

Braulia fue a tomar la mecha del rincón. De puntillas se acercó a él. Contuvo la respiración y levantó la luz.

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Ahogó una exclamación.

—Es un hermoso novio —dijo.

—Sí. Sus labios estrechos, sus pómulos cortados, su piel curtida. Todo eso hará a Bethseba desgraciada.

—¿La odias? —preguntó Braulia, con pánico de preguntarlo.

Criatura encorvada y flaca, de cabellos claros y voz la-crimosa, apagada. David supo que tenía facciones hermo-sas, desgastadas y opacas, como esfumadas de sí misma, a privaciones y trabajo. “No sabe que pudo ser hermosa. Nunca lo intuyó siquiera. Jamás se miró a un espejo ni tuvo un hombre que le hiciera el amor. Mujeres. Objetos de lujo o animales de cría y trabajo. Seres de placer para mi placer cuando anhelo tener placer. Nunca enteras ni completas sino a medias en todas las ocasiones”.

—No. Odio los rostros que forjó para nosotros. (Braulia pasó, maquinalmente, las yemas de los dedos, por las que-braduras en su piel). Rostros ásperos. Flojos. Sin alegría ni gusto de vivir. Mejillas fláccidas y poros abiertos.

—Bethseba fue bella. La abuela lo repite siempre. Ex-traordinariamente bella, entonces, cuando permaneció días enteros encerrada, sin comer, sin hablar con nadie, olvidan-do el rumor de sus propios pasos y el timbre de su propio acento. Jamás perdonó. No perdonará nunca. ¿Y él? ¿Quién es él, Irene?

—Un hombre más. Como tantos que pasan. Se cansará pronto. Tendrá que hastiarse. Y se irá, un día u otro, contigo o conmigo; la que vaya con él reirá mucho y mejor.

—¡Pronto...! Está amaneciendo.

Eran sorprendentes muestras de la especie hembra. Pal-pables a medida que se hacía transparente la madrugada. Opacas. Con trajes grotescos y remendados, largos, imi-tando la moda de un siglo antes. David recordaba a varias como ellas, en los libros —estampas amarillentas con le-yendas borrosas— de la escuela de su niñez, poseedora de una docena de volúmenes viejos. Mujeres que ahora le tocaban, naturalmente, sin impudor, sin importarle si él es-taba despierto o no. Querían saber. Sólo saber.

—Pudo matarlo —la cadencia de Irene era clara y fuerte,

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mas no lograba disimular un dejo duro y torvo—… aunque no ganaremos nada con su vida. Es un ladrón vulgar. Quiere dinero y dejará a Bethseba sin un céntimo. Le obligaremos a marcharse, a su tiempo. Ella tendrá que conformarse.

—No se conformará.

—Haremos que se conforme.

—Sé lo que sientes... —Braulia enredó sus dedos vacilan-tes en los cabellos rebeldes. Dos arrugas hondas cruzaban la frente masculina. Tenía una barba oscura, que apuntaba en desorden, descendiendo por la garganta venosa, hasta juntarse con el vello del pecho—... es demasiado tiempo de estar solas y vacías. Demasiado.

—¿Tuviste a Leda sólo por eso?

—Sí.

—¿Es ése tu mejor recuerdo?

—Me gusta recordar la arena hirviendo y agua salada azotándome el rostro. No sé qué sonrisa tenía él ni qué sen-tí cuando me poseyó.

—Lo siento.

—No hay nada que sentir. Apenas tengo tiempo de lim-piar los cerdos y ordeñar las vacas. Apenas.

El viento vociferaba fuerte, desde las rocas, golpeando las ventanas cerradas y denunciando la existencia del mar. Braulia apartó su mano.

—No tiene fiebre —dijo—. La boda transcurrirá sin tropiezos.David intentó moverse. El hombro le dolía cada vez más.

Con gusto hubiese reído muy fuerte, de sí mismo y de las mujeres. Le excitaban las voces calculadas, en un margen de miedo, impotentes para rebelarse en sus gargantas atrofiadas. Estaba desnudo hasta la cintura, con el hombro vendado; le habían colocado trapos limpios y hojas de sal-via. En su torso ancho se extendían innumerables manchas negruzcas, como tiras de fino limo, de trecho en trecho, mostrando apartes de una epidermis lustrosa y ocre.

—¡Mira...! —gritó Irene—. ¡Míralo! —El sol se filtraba, por fin, a través de las ventanas clavadas, por las hendijas y las diminutas claraboyas del techo.

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Enmudecieron. David se levantó de un salto. Reconocía el estupor de las mujeres y el terror que les producía su piel castigada. No quería lamentos. Buscó a tientas su ca-misa —porque no resistía del todo la lumbre solar—, pero no logró dar con ella. Irene le extendió otra, de seda, con botones de plata.

—No es la mía.

Terminó por vestirla, como también el traje negro, a su medida, de corte antiguo, y los zapatos de hebilla y el ex-travagante sombrero de copa. Maldijo entre dientes, mien-tras ellas le enjugaban el cuerpo y le limpiaban las uñas, como si se tratase de una criatura, indefensa, a la que hay que proteger, cuidar y amar. “Es una farsa burlesca. Apara-tosa. Nada parecida al buen negocio que me prometieron. Son estas mujeres alucinadas, como muertas, tan diferentes a las que conocí antes. Después de comer me iré. Comer es lo que me apetece ahora. Realizado el matrimonio y asunto concluido. ¡Feroz enredo! Negocios... ¡Bah! ¿Y si estuvie-ses atrapado, David? No. Podrán comprar tu cuerpo y tus acciones, pero nunca tu espíritu. No siempre es divertido disponer de los demás a nuestro beneficio. Sí. Es cierto. La gente está dispuesta a dar, sin medida, hasta el sacrificio. Sobre todo las mujeres. Son felices si pueden sacrificarse. Generalmente exigen el doble. Siempre el doble!”

Braulia salió de la habitación llevando sus ropas sucias. David se resistió a que lo curaran. Apretó los dientes, como hacía de niño, cuando le azotaban, y apartó a Irene. Le fas-tidiaban esas manos ajenas en su herida. Buscó la salida y se deslizó por el corredor desierto. La madera carcomida rechinaba. Algunas ratas cenicientas y viscosas merodea-ban con descaro. Estaba a punto de alcanzar los escalones que daban al camino, cuando sintió la llamada de la niña.

—Tú. Ven.

Estaba pulcramente peinada. Con el polvo blanco de arroz. Y su carita grave se alzaba a él con poderosa sereni-dad. Llevaba un vestidito a cuadros blancos y negros, como de anciana, almidonado y muy ancho para ella. Sus mejillas restregadas hasta el cansancio; parecían arder.

—Ven.

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Lo fue empujando y él se dejó conducir, dócilmente, como un perrito.

—Conmigo —hablaba segura y pausadamente, como una mujer.

—¿A dónde?

La sala estaba iluminada —además de los rayos del sol— con cirios altos, colocados en hilera junto a las ventanas, presentando un aspecto lúgubre y apagado. Las flores, en desagradable profusión —en búcaros y artesas y vasos de cristal barato— perfumaban dulzonamente. David experi-mentó ligeras nauseas: Bethseba se sentaba en el mecedor. Con los brazos laxos, y una expresión vaga, indiferente. Era la primera ocasión en que David la veía realmente (aquella vez en la ciudad fue ella quien se deslumbró y lo siguió por espacio de dos días enteros, hechizada por el pregón de los calderos y las melodías de la flauta y el manipular de las extremidades poderosas). Contra su condición, no se sin-tió divertido —ni siquiera medianamente—, sino fastidiado simplemente.

Ese traje de seda, mustio, bordado en colores iridiscen-tes, semejante a un sudario de segunda mano. La corona de azahares artificiales alrededor de unas sienes exiguas, confiriéndole un aspecto patético, desolado. Uñas engar-fiadas, pintadas de rojo vivo, con cutículas gruesas y amari-llentas. El rictus tembloroso en los labios amoratados. Sus ojos enormes, con borde sanguinolento, los mismos ojos de la niña. “Las mujeres muy hermosas no deben enveje-cer. Necesitan sucumbir pronto. Muy pronto”. David recor-dó a todas las hembras vivas y muertas que viera antes e imaginó las que vería después. Ninguna tenía esa máscara impotente, desolada, desbordante de tedio y desdicha que presentaba la mujer.

—Terminemos la farsa —dijo, sin saber exactamente lo que pretendía—. Le enviaré sus papeles después.

Bethseba hizo un movimiento imperceptible. No parecía escuchar. La niña rozó las rodillas de David; su contacto era tibio, extrañamente acogedor.

—Me lo dijo muchas veces —musitó—: “Un día él ven-drá y entonces me vestiré de novia. Iremos juntos a la igle-

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sia y nos casará un cura con sotana nueva”.

—No necesito más su dinero —dijo David—. Decidí que puedo pasarme sin él.

—Te dará mucho más —insistió la niña—. Tiene tantas monedas escondidas debajo del piso que no acabarás de contarlas en muchos meses.

—No las quiero. Me cansaría de soportar lo soportado hasta ahora.

Bethseba le sonrió sin verle. En el semblante apergami-nado se notaban rasgos de una distante y subyugante be-lleza. Era un rostro hermoso, despectivo, que la soledad, la vejez y la avaricia no consiguieron destruir. Y estaban las ojeras, hondas, aceitunadas, como círculos de despecho y hastío. No era tan vieja como parecía a primera vista. A contraluz, y en calma, se veía casi humana. Cerca. “Después de todo. ¿Qué cosa es más importante que estar vivo y de pie? Todos los lugares están hechos de polvo y aire. Y te-nemos caminos seguros y firmes para entrar y salir de ellos. Pan, dinero, sueño. Una cama en donde echarte. Mujeres que te hagan compañía. Todo es tan vital e importante que no existe una sola brizna de hierba que pueda ser mirada con desprecio. Todavía no inventaron el bálsamo que des-manche la piel de David Centeno, ni los hombres pudieron separar el bien del placer, ni la desgracia del amor, ni los Dioses caminaron a nuestro lado. Todavía. ¡La vida es infi-nita hasta después de la muerte! Debo buscarla. También hay vida aquí. A ella”.

—David... —dijo Bethseba—. ¿Te llamas David?

—Sí —dijo él—. Me llamo David. Vendo calderos de cobre.

—Viniste —dijo ella.

—Vine —dijo él.

—¿A quedarte? —preguntó ella.

—A quedarme —respondió él.

—¿Vas a casarte conmigo? —preguntó ella.

—¿Qué otra cosa te gustaría hacer? —preguntó él.

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—iii—Los casó un clérigo diminuto, con sotana nueva, de prisa, atropellando la Epístola de San Pablo. David dijo “Sí” con claridad, e imaginó un millar de camisas nuevas que podría comprar con el dinero recibido. Estaba impaciente. Deseo-so de llegar pronto a la casa y calmar su hambre. Moría de hambre. Y estaba dispuesto a sacar el mejor partido de la situación. Se sabía observado, pesada cada una de sus pa-labras, medidos sus movimientos.

Cuando Bethseba hubo asentido y la ceremonia se pre-cipitó, David se permitió examinar a la niña. Jamás había visto otra niña como aquella. Intentó pensar en otras cria-turas (verlas correr y jugar a muñecas y saltar a la cuerda). La verdad, era la primera vez que alguien le atraía y le repelía con tanta violencia. Se daba cuenta. “Vaya. Vaya”.

Y el mismo pensamiento en la fiesta, alrededor de un fogón rústico, con la novia meciéndose «rrsssddssrrsss» sin parar, sobre balanzas y mimbre. Los invitados cuchi-cheando satíricos. Apartándose ostensiblemente de él. Y la abuela, explicando a gritos —persona por persona— cómo trató de impedir la boda y matar al hombre y convencer a Bethseba.

—¡Es la seda! —decía— ¡Esa seda maldita!

David comió de prisa, con la mano, hasta el último grano de arroz que le sirvieron. Despresó un pollo y lo deglutió hasta pelar los huesos. Tomó vino en abundancia y agua de cebada. Deseó a Irene (para no desear a la niña) y tornó a sentir hambre. Sin decir palabra, alargó su plato a Braulia, que trajinaba cerca; ella le sirvió otra porción aún mayor. David engulló con voracidad. Era su primer alimento en varios días. No había sentido necesidad de comer desde que salió de la ciudad. Sintió un vago remordimiento por su hambre, como si privase de algo muy precioso a aquella comunidad de mujeres flacas y engreídas.

Ya no era tan fácil marchar. Marchar. Le hormigueaban las piernas. ¿Y si lo hiciera ya? “Esto es una boda. Mi boda” —pensó—. “Ya veremos mañana”.

La niña fue a dormir temprano. Rendida. Y soñó; con

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millares de ranas verdes, secándose bajo un sol violento, abandonando sus pieles en montón, y el viento juntando esos despojos de rana y llevándolos en remolino hasta con-vertir el mundo en sumidero verde.

Se levantó, tropezando, en sueños todavía. Y la encontró: Tendida en el suelo, con las piernas amarradas, mordiendo una almohada para no gritar. Aún llevaba su traje de novia. Acaba, casi, de trenzar su cabello con cintas rojas. Regresó a despertar a Braulia, que dormía en la estera contigua. La sacudió con su delicadeza de niña vieja.

—Soñé con ranas. Millares de ellas.

—¿Soñaste qué?

—Nada. Nada.

Regresó. Era encandilante esa nueva Bethseba. La puer-ta, ruinosa y desprendida de sus goznes, chirreaba. La luna helada —como un escarabajo de cristal y hielo— iluminaba la figura calcárea, pálida. La niña recordaba los fantasmas grises en los cuentos de Braulia, merodeando sin murmu-llos. Pero, allí, al alcance, el hermoso vestido que las muje-res nunca terminaron de bordar. Que no bordarían ya. Ni poseerían. Ni guardarían. Se arrodilló y pidió perdón a Dios por sus pensamientos, y rezó, para que todo fuera mentira y llegara pronto la mañana. Pero los gallos no cantaban aún. Y se escuchaban las voces del mar, latentes, rugiendo de placer en la marea. David entró rodando sus pies descalzos. La venda de su brazo era una pasta sanguinolenta y sucia. Tenía los músculos crispados. Pero sonreía.

—Ayúdame —pidió la niña.

La desnudaron, con suavidad, evitando rozarla.

David sintió repulsión de la carne-aceituna-desnuda. Le asustaba también la niña. Quitándose su camisón de tela burda y gozando la seda —enroscada en toda ella— parti-cipándole una sensualidad desconocida, nunca sospecha-da antes: Estuvo largo rato contemplándose en el espejo. Desconociéndose. Mientras David aspiraba con deleite el aire cargado de la nueva noche. “Soy yo y estoy contigo. Con el placer de estar vivo, atrapando cada segundo que pasa, dueño de manos grandes para tocar tu piel. Tú y yo.

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En verano y en invierno y en estío (no conozco el estío) tú, yo, podemos convertirnos en uno y amar. Por todos los días en que no te vi, en los que no te veré, y en los que no podré poseerte ni tú dejarás que te posea”.

—¿Soy yo?

—Eres tú.

Y David olvidó que ella fuera tan pequeña, sin pechos aún, con largas piernas como las de un muchachito. Le gus-taba su manera de decir las cosas, grave, reposada, como la de una mujer.

—Voy contigo —murmuró, segura, con acento cálido.

—¡De prisa...! —dijo él—. Hay mucho camino hasta la ciudad.

La niña se enredaba una y otra vez en el ruedo del lar-go vestido. Tropezando. Riendo. Presionando la mano de David, posesiva y perennemente. Era como un pajarito de rapiña, pequeño y seductor, con profundos ojos oblongos. Miedo. David, a veces, sentía miedo. Entonces tocaba su flauta. Pero la había perdido. No recordaba en dónde.

—¿Quién eres? —preguntó la niña.

—Me llamo David.

—David. Como se llaman los reyes.

Braulia les miró alejarse y convertirse en diminutos pun-tos negros. El camino era largo y penoso. Nunca Bethse-ba se iría por él. Pena por ella y alegría por Leda. Ambas marchaban, a sitios diferentes, y, en el porvenir, la soledad quedaba torpe y continua.

Se acurrucó a los pies yertos, y estuvo allí hasta que acla-ró. Sollozaba tenuemente, cuando la abuela se levantó, a la madrugada, para ir a orar en la iglesia vacía.

—¡Levántate! —gritó autoritaria, golpeando el suelo con su bastón de bambú—. ¡Levántate!

Los gritos frenéticos emergían de un ropón-calicó-ne-gro, tan viejo como su poseedora, estridentes y secos. La abuela estaba casi calva. El ralo cabello se atirantaba hacia atrás, reseco, deslucido. La piel del cuello se plegaba en diminutas capas, venosa y floja.

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Apenas si brillaban los ojillos grises, duros, maliciosos y hoscos.

—No quiero llantos —recogió la falda descolorida a fuerza de tanto lavarse, y con esa agilidad simiesca que la caracterizaba, golpeó las piernas de Braulia ensañándose, desoyendo sus gritos.

—¡Ce! Vamos. Hay que ponerse ropa limpia y rezar. Ayer tuvimos boda y hoy tendremos entierro. Nada se puede hacer por los muertos.

Taconeó, fustigando a Braulia, levantando ecos en la madera minada por el gorgojo y el viento: Ya las mujeres salían de sus casas, vistiéndose en las puertas, porque ima-ginaban que sería un día de fiesta, cuando la abuela hacía tanto alboroto y Bethseba no terminaba de despertar en la mañana después de su boda.

—Prohibido llorar —advirtió a la aterrada Irene, antes de enseñarle a la muerta—. Pediremos a Dios por ella. Luego la olvidaremos y pensaremos que no existió nunca, y que si existió no la conocimos.

—No debemos juzgarla —Braulia sintió una infinita com-pasión por la otra y se atrevió a protestar.

—Calla. Y no repitas jamás su nombre delante de Leda. No permitiré que la muerte la empañe. Si es necesario se la alejaré a látigo de sus recuerdos... —estaba muy agitada y sus gritos se elevaban broncos.

—Dios dijo... —Irene inclinó la cabeza, ante la ira ciega de la vieja.

—¡Perra! Aunque yo, su madre, no sea una perra. Usur-pando mi muerte. Quitando a los viejos el derecho de mar-char antes. Ataviándose con ese traje maldito. Atrayendo más desgracias a este sitio dejado por Dios —paseó su mirada de hurón, de hija a hija—. No lloren. No lo merece.

Braulia se arrodilló, en el lugar oscurecido por la som-bra de Bethseba. Oró largo rato. Ocultando sus lágrimas. Después lavó el cuerpo frío, desató los cabellos que ella trenzara con tanto cuidado. Sacó las sábanas sin usar del viejo baúl horadado por el gorgojo, y escogió la mas blan-ca. Envuelta en lino y perfumada con esencia de sándalo,

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Bethseba parecía en paz. Por fin. La paz única que ella po-día lograr adherida a su muerte.

Luego se barrió la casa, se quitó el polvo de los anaque-les, se sacaron afuera los asientos de paja. Ya llegaban las demás, rígidas y adustas, sin los hijos, dispuestas a dar con-sejos a la desposada: Braulia se las enseñó. Tendida sobre la mesa burda. Rodeada de los cirios que la abuela desti-nara a su propia muerte. Con un ramo de flores silvestres sobre la sábana nunca antes usada.

—Leda se ha marchado —repetía—, se ha marchado.

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las distancias doradas -1 9 6 4 -

ese otro

Ese. De quien te hablé el otro día. Que negaste conocer. Eras tú. El muchacho que canta canciones negras, bajo una luz plata, en el último cabaret, de la última calle, y en la última ciudad del mundo.

Estás condenado. Y mentiste. También la ciudad. Nin-guno de sus pobladores logrará salvarse. Así lo dijo el sa-cerdote loco, el que predice a gritos en el final del puente derruido. La anciana mendiga ciega. El pastor adventista. Y los oráculos de las gitanas sucias.

Ese —tú— eres. Acariciando una flauta de caña, con lar-gos dedos morenos y espatulados. Vagabundeando por el muelle. Mirando como se pudren las vigas del atracade-ro. Y caen. Una a una, todas las tejas de todos los techos. Traficando con tu piel. Amparado por una chaqueta-rojo-sangre-fantasía. Predilecto de las turistas grandes y rechon-chas, rubias de sol y de colorantes. (Pan, manteca, dólares). Husmeando colillas inconclusas. Sorbiendo de vasos olvi-dados. De mesa en mesa. De lugar en lugar.

Y el otro. Que tiene la culpa de todo. Todo: Es la criatura que se agita en el vientre de la pequeña Virginia. El incen-dio de la casa grande, donde jugabas billar. La muerte de la tía Camila. El mar que se desborda y la ruina inminente.

Ahora hay un sopor rojizo en el aire. Alguien sembró un raquítico manzano en la tierra seca: Los hombres se cansan de buscarte. Salieron en parejas, llevando atados los pe-rros, alumbrando el camino con mechas y linternas. Siento los aullidos, acezantes, hostigados a puntapié y látigo. Casi, casi, desearía, te encontrarán. Dormiríamos entonces.

Te siento: Estás. Quieto. Caminando a largas zancadas. Balanceándote sobre los talones. Con esa sirena azul tatua-da en tu brazo izquierdo. Los pantalones desteñidos y muy ajustados a los muslos. (Te cansas de ofrecer baratijas y po-madas). Ojos negros, hundidos, brillantes. La malicia de una expresión adormilada. Y tus espaldas y piernas marcadas.

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Cuenta que ella, la madre, te azotaba hasta el hartazgo, cuando te negabas a mendigar. Son unas manchas oscuras, feas, repelentes. No se puede juzgarla. Estaba primero el padre. Un pelirrojo pendenciero, tahúr, bufón de salones, fanfarroneando siempre: Te preparaba abundantes teteros de ron, limón y whisky, para que no lloraras de noche y lo dejaras dormir tranquilo.

Continúas. Paso a paso en la dimensión de mis pestañas. Ardes: Ayer, apenas, vendías talismanes milagrosos. Conju-ros para detener el mar. Pomadas curativas. (El pueblo se cansó de soportar tus burlas).

Y si te detuvieras un instante, tendrías que retroceder y entonces sentirías que está haciendo miedo, y los perros ladrarían a tu alrededor, y los hombres te traerían a golpes y escupitajos, sin ninguna piedad. La piedad ha desapare-cido de nosotros.

O—O

Fui yo. Te llevé a casa de la pequeña Virginia. Insistí en que la apartaras de mi hermano. No es que tenga remor-dimientos. No. Me asustan sus vómitos de color verde y el que mi hermano persista en amarla. Te advertí después: Estábamos dispuestos a callar, ignorar al padre y celebrar una boda tranquila. ¡Te jactaste! Los jugadores de billar se enteraron. Aún escucho los gritos, el olor de cuerpos cha-muscados, los insultos soeces. (Tú no estabas ya dentro).

Mi hermano haraganea en una jaula de duros barrotes. Escribe: “La tendré a ella y a la criatura, por sobre todo. No siento arrepentimiento. Ni temor. Ni odio. Me aburre ver mi nombre en expedientes y acusaciones. Sólo me duele que él no se quemara con la casa”.

No eres ni bueno ni malo. Tal vez. Eres más débil que la mayoría. La tía Camila no lo comprendió bien. Siempre fue avara. Con una avaricia de cosas, de sentimientos, de personas. ¡La despertaste! No le hizo daño que mintieras. Mentir, es, un ejercicio diario. Continuo. Difícil. Precisa un

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arte especial. Se hace prohibido el cansarse.

Hoy ha venido su esposo. Dije que no te conocía y rehu-sé hablar de su desconocido amante. (Imagino que fuiste tierno. La mimaste. Derrochaste su dinero y garabateaste ridículas misivas amorosas).

Debiste fingir hasta el final. Morir es fácil. ¿Por qué no esperar?... Cuando te hablé de ello. Asustada —en verdad la estimaba—, reíste. Enredaste tus dedos en mi pelo, be-sándome. Hablaste de los cisnes del parque y prometiste regalarme un panal. Con reina, zánganos y miel.

Veo tus ojos oscuros y titilantes. La boca gruesa. Los dientes blancamente afilados:

—Eres vieja, Camila. Tienes los ojos apagados.

Y ella:

—¡Nooo! Por favor, no lo digas.

—Tienes los labios secos, amargos.

Y ella:

—No. Te lo suplico. ¡Nooo!

—Se me hunden los dedos en tu cuello. Es blando. Viejo. Me cansa... can... sa.

Y ella:

—No. Te lo suplico, amor mío, ten piedad.

—Eres vieja.

Y ella:

—¡Cállate! Por el amor de Dios, cállate... Noooo!

Y tu risa extraña y tranquila recogiendo los ecos de la noche.

(La encontraron colgada del campanario, un miércoles de ce-niza, balanceándose, al compás de los tañidos enloquecidos).

0—0

¿Has oído como se amotina el mar? Lentamente desapare-cen las canoas y los pescadores de troncos. No hay viejas que digan la buenaventura. Aquel italiano manco, que al-

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quilaba piezas con cortinas moradas, cerró el local. Las hor-migas huyen en fila india, llevando hojitas y migas de pan sobre sus pardos lomos microscópicos. Tía Camila no dejó testamento. El malecón cederá pronto. La gente se apiña en los templos, rezando a ese Dios al que nunca vieran, en quien nunca creyeron, pero al que todos temen ahora.

Pasando los techos ocres y las casas pintadas de cal, más allá, diviso a Virginia: Lleva mangas largas y el traje oscuro resalta su palidez. Tienes los ojos muy abiertos, noctámbu-los, extáticos. Espera. Todos esperan en esta madrugada. La gente tropieza y calla. Ella susurra: “¿Cuándo vas a vol-ver?” ¿Quién le dirá que no has marchado realmente?

Ya no existe su casa. Sus hermanos desclavaron tabla por tabla las ventanas. Juntaron las vigas. Desprendieron los paneles de adobe. Reunieron los clavos herrumbrosos. La maldijeron cuando se negó a partir. Y luego se marcharon cargando hasta la última astilla.

—¡Ven con nosotros! —dice la gente que pasa.

—¡De prisa! ¡No hay tiempo que perder!

Ella niega moviendo su hermosa cabeza leonada. Insiste en esperarte. Sólo resta desear que duerma.

Amanece. Los vidrios se cubren de goticas transparen-tes. Ha nacido una flor en el manzano endeble. Vi un pájaro silencioso parado en la ventana. Se odia. Se desea. Y cada uno guarda celosamente su silencio, para no sucumbir, para no terminar tan pronto. Los hombres siguen buscándote. ¿Hacia dónde pudiste ir?

—A todos los sitios y a ninguno.

Me lo dijo ella, esa mujer arrugada y seca, poseedora de tu misma voz (el acento taladrante y opaco), la misma que negaste existiera y que tiene una covacha en las afueras. Vende unturas, hierbas, amasijos. Tan parecida a ti en su vejez reacia. Con vagos rasgos de mulata. Alargándome sus brazos venosos para palparme a su sabor.

—No tema por él —dijo, fijando en mí sus pupilas verdo-sas, sin iris, horrorosamente cóncavas.

—Lo colgarán.

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—Se necesitan muchas cuerdas y muchos hombres para atraparlo.

—Lo colgarán.

—Será libre cuando muera.

Sentí asco de esa anciana mugrienta, de sus uñas recor-tadas, y del olor a tabaco y a saliva que desprenden sus harapos. Busqué tus rasgos en sus rasgos y sentí más asco todavía: La misma arruga dividiendo la frente en dos. La mi-rada alerta. Sus manos callosas y manchadas, gesticulando hacia las mujeres que llegaban, en busca de exorcismos y vísceras de animales nocturnos. No temía a tu muerte. Esta-ba casi contenta, como si al pensar en eso quedara liviana, en paz, pagando esa deuda que contrajo al parirte y que ha crecido desmesuradamente, hasta hacérsele insostenible.

—¡Déjelo tranquilo! Si ha de morir que muera. Se burló de todos, es cierto. Les sacó dinero. Cierto también... Pero la gente necesitaba creer en alguien. Apoyarse en cualquier tabla de salvación: Él les vendió unos días más de tranquili-dad. Y ellos le creyeron, a sabiendas de que mentía (—nada ni nadie salvara la ciudad—), porque ninguno poseía fuerzas suficientes para enfrentarse con la realidad. ¡Déjelo en paz!

Esperó a que le llegara mi llanto. Tanteándolo en el aire. Buscándolo como una cosa. Obligándome a él, al clavar sus zarpas en mi brazo desnudo. Grité como una loca. Mientras las otras reían, alucinadas, espantando tu imagen destruida.

Salí fuera y vomité. Nunca supe tu nombre.

Se lo pregunté a José. Aquel muchachito inválido que te seguía como un perro, en el “tap-tap” de sus muletas, cuidando tu caja de trucos y monedas. Me costó trabajo encontrarlo, en esta baraúnda de seres y animales, que van de un lado a otro. Sin decidirse a marchar, pero tampoco resignados a quedarse. Va con las viejas. Esa procesión de mujeres pesadas y entecas: estorbos para los que parten. Estorbos para los que quedan. Las mismas que días antes compraban tus botellas de agua consagrada, a cualquier precio, cuando pregonabas un milagro inminente.

José recoge trapos. Papeles. Raices. Se le ve en las ca-lles, preguntando por ti, merodeando.

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—¿Lo vieron?

La gente escupe cuando se te recuerda.

—¿Cómo era su nombre?

Quedó pensativa y dijo: “No. Jamás supe su nombre”. Luego se inclinó trabajosamente a recoger una lata de con-servas mohosa, en la que pululaban los gusanos. La apretó contra su pecho raquítico, como algo muy precioso y viró hacia las viejas, que, en cuclillas, vigilaban un exiguo fuego. Cocinaban pellejos y desperdicios.

—Ven conmigo, José.

—Debo buscarlo.

Las viejas se miraron temerosas. Una de ellas sacó de su seno una botella tornasolada, la destapó y dejó rodar unas gotas en su palma escamosa. Me roció con ellas.

—Es agua bendita —dijo—. Le traerá suerte.

Eché a correr. La superstición es más fuerte que tu en-gaño. Las viejas se persignaron. Por largo rato escuché el murmullo de sus voces cascadas en doloroso trepidar —mascando una vieja canción de cuna.

0—0

Una escarcha invisible cubre el rescoldo de los plantíos abandonados. El mar susurra. Con voracidad inaudita. Y su lengua grisácea se extiende, lenta, por la cintura del cami-no. Queda mucha gente en la ciudad. Resentidos. Amarga-dos. Sin dinero para escapar a tiempo. Están ávidos. Con una furia de emociones. Deseosos de arremeterla contra alguien. Murmuran por lo bajo.

—Lo lincharemos.

He mutilado un pequeño manzano. No merecía vivir. Y dejado varios panes en el jardín para las hormigas fugitivas. El agua lame los nudos del puente viejo y el sacerdote loco grita. Nadie se burla. Muchos se detienen a escuchar. Vir-ginia perecerá con la ciudad. José tiene los pies sangrantes de buscarte. Sus muletas vacilan.

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Dormí despacio en esas manchas que cruzan tu cuerpo. Te amé. Aunque cantabas, simulando ser negro, en ese ca-baret del muelle. Te compartí con golfas de seda roja y hurté los ojos cuando encendiste insectos brillantes de marihuana.

Pero, a quien me pregunta, niego conocerte. Sería ridí-culo que yo, descendiente del fundador de la ciudad, te estimara un poco. Y te amo.

Pasan las horas. Un fervor religioso ahorca la ciudad. Cul-pan. No se contentan con intuir. Señalan. “La ciudad puede ser salvada y la ceiba grande exige un colgado”.

La ciudad es inculta y falta poco para que las aguas lo engullan todo. Te lincharán... Estaré vestida de negro. No es por tía Camila. Detesto las cuerdas suaves. Las mentiras. Los campanarios.

Y a todos aquellos que pregunten. Cuando pregunten, y sea ya muy vieja para responder, les diré que ese otro que no tenía nombre y que hubiese salvado la ciudad, eras tú, pero que olvidé tu rostro.

Es demasiado tarde. No lograrás llegar al pueblo vecino. Los perros son fieles y feroces. Falta un centímetro para que el mar se desborde.

Tengo separado un compartimiento en el tren y una be-lla leyenda para mi vejez. Ahora: Lloraré al pequeño man-zano mutilado.

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escombros en la lUna

La vieja escarbaba en los escombros. Lentamente. Hacien-do montoncitos separados. Astillas, trapos, latas. Nada escapaba a sus ojillos grisáceos de niñetas acuosas. Cuan-do tropezaba con un objeto valioso: una olla tiznada o la pata de una mesa, daba griticos de alegría —en tono chi-llón y desacompasado— lo suficientemente altos para ser escuchados por las demás, y frotaba el hallazgo, con su mugriento delantal, repetidamente, como quien brilla una tetera de plata.

Las otras la miraban hacer. Idiotizadas. Una contra otra, en cuclillas, silenciosas. Como si no comprendiesen exac-tamente lo que ocurría. En el matorral se pudrían los des-pojos de cuatro mulas y de muchos hombres. Los samuros ahitos no disputaban siquiera. El hedor era insoportable. Arriba. El sol era un girasol anaranjado y caliente.

Era el atardecer del noveno día y aún humeaban las rui-nas. Aquí. Allá. Levantando caprichosas figuras oscuras, se-dosas, tenues. Los niños habían dejado de alborotar. Dor-mían, inquietos, quejándose de tanto en tanto.

—Quiero algo de comer.

Berta sintió piedad de esa criatura desgarbada. Seca. A quien veía pasar, a misa, tocada con un sombrerito verde. No miraba en dirección del café. Y la única vez que se en-contraron en la calle, escupió y dijo “zorraaa...” impercep-tiblemente. Y ahora... “quiero algo de comer” con la mano extendida y los labios cuarteados.

Era la primera vez que hablaba en todo ese tiempo.

—Hay que trabajar —canturreó la vieja, con voz cascada y metálica— y levantar el pueblo de nuevo. Sucedió igual, muchos años antes, cuando yo era joven.

Sofía, la más endeble, entornó sus ojos vidriosos.

—Tu hijo estaba con ellos —repitió por milésima vez—. Tu hijo estaba con ellos. Estaba con ellos.

Cerró los párpados abotagados y violáceos. Sus brazos

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jóvenes se enroscaron en el vientre hinchado y tirante. La vieja se sonó ruidosamente con el delantal —sin mirar a Sofía— y se inclinó a recoger un manubrio de bicicleta. Uno de los niños gimió: Berta no sabía su número exacto. Cinco o seis. Hambrientos todo el tiempo. Por fortuna, el bebé había muerto el primer día, casi, inmediatamente, de que la vieja lo encontrara.

—Quiero agua —dijo la mujer que usaba un sombrerito verde.

Berta señaló el camino del río.

—¡Zorra...! —mascó la otra— ¡Zorra! —recogiendo con su lengua reseca el sudor que venía de las mejillas.

“No lo olvidarán. Así estemos a un paso del final y de los matorrales. Sea”.

Había sido gorda y maciza. Con anchas caderas —como ancas de yegua— que gustaba forrar con telas brillantes y que sus clientes pellizcaban. Ahora su piel colgaba, en mo-lestas capas, haciendo bailar los grandes huesos en un traje desteñido. No tenía hijos ni recuerdos que la ataran al lugar. La cantina estaba destruida. Su mozo muerto. Inexplicable-mente. Por esos niños extraños, a quien nadie reconoció como suyos, se negó a partir.

El primer día, la tropa recogió algunos muertos. Podía ver las cruces, torcidas, pintadas de cal. También repar-tieron provisiones y algunos abusaron de las mujeres: Por entonces eran una horda entera y comieron hasta la última miga de pan y se vendieron por un pedazo de carne. Se habían ido, arrastrando a sus hijos, llorando los muertos, maldiciendo.

—Shhh... —la vieja aguzaba el oído.

Un perro se acercaba, ladrando, con un retumbar hondo y desagradable. Sofía aflojó la presión del vientre y sepultó la cabeza entre sus piernas. “¡Vienen otra vez. Vienen...!” “Calla —murmuró Berta—, calla”. La vieja agarró una esta-ca con rapidez gatuna. Berta se incorporó de un salto. Un dolor sordo invadió sus coyunturas. Sin preguntar nada la imitó.

El perro retozaba en los escombros. Hundía el hocico en

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las ruinas, husmeaba, lamiendo todo a la vez. Era de un pe-laje amarillento, con leves manchas sarnosas y pezuñas en-lodadas. Ojos redondos. Aguanosos. Tropezó un segundo, con algo comestible. Sus dientes crujieron. La vieja se acer-có con sigilo. El animal se volvió irritado lanzando dentella-das al aire. Babeaba. La saliva era espesa y sanguinolenta.

Agudos ladridos resonaron por largo rato en el eco em-polvado.

La vieja lo desolló. Tenía mucha práctica y manejaba el cuchillo con maestría. Las gotas rojas que salpicaban su de-lantal la tenían sin cuidado. Su marido se ocupó por 20 años de la cría y matanza de cerdos. Cuando él murió, ella se encargó del negocio. Tenía clientela fija y mataba un cerdo cada semana.

—Despierta a los niños —dijo a Berta, mientras aparta-ba las vísceras, los sesos y la lengua.

Los niños reunieron ramas y astillas. Prendieron un buen fuego. Se mostraban dóciles y callados. Ya no zaherían a Berta. Miraban, fascinados, cómo la vieja cortaba los pe-dazos de carne y los colocaba en el fondo de la olla. La más grande que encontrara. Lo hacía con unción, como si realizase un fervoroso rito.

—No tenemos sal —masculló la vieja.

—Pero tenemos hambre —respondió la mujer que antes usaba un sombrerito verde. Sus ojos brillaban febriles.

Trajeron agua del río cercano. El fuego no tardó en cre-pitar y los niños soplaban con pedazos de cartón, envueltos en tos y humo. Allí permanecieron, arrodillados, por largo rato. Por fin ablandó la carne. El agua se tornó espesa y oscura.

Bebieron del caldo, grasoso, agrio. Con avidez. Directa-mente de la olla, pasándola de mano en mano. Los chiqui-llos masticaban de prisa, casi sin deglutir; se oía rechinar de dientes y respiraciones entrecortadas.

La vieja cesó de comer. El caldo corría por sus antebra-zos y se mezclaba con la suciedad de la piel. Los ojillos expectantes —circundados por innumerables arrugas es-triadas— giraron en las cuencas. Era flaca y encorvada, de

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piel morena, correosa. Llevaba los cabellos escasos y grises sujetados con cinticas moradas. Oteaba el aire.

—Vienen... —el ruido era palpable.

Instintivamente, los niños saltaron a esconderse en los escombros. La mujer que usaba un sombrerito verde se persignó. Berta empujó a Sofía, que, tercamente, insistía en quedarse junto al fuego. La vieja arrastro la olla tras un arrume de caliza y tablas. Echó arena sobre el fuego. En un momento no quedaron rastros de él.

El zumbido de un moscardón levantaba hongos de pol-vo. En el matorral, los samuros, excitados, se desbandaron. Volaban en un círculo negro. La trompa de un jeep, con sus fauces metálicas y la marca U.S.A. fue haciéndose visi-ble. Las ruedas trituraron dos restos de una mula. Algunos hombres, en formación caqui, trotaban lejos. La vieja no distinguía bien; se estaba quedando ciega últimamente y sólo de cerca localizaba las cosas.

—Escóndase —suplicó Berta.

—Quiero saber.

—¡La matarán! —susurró más bajo.

—Estoy vieja. La muerte no se molestará por tantos huesos.

El vehículo irrumpió en la explanada, sorteando baches y desplazando ruinas. El oficial frenó. Escudriñó a la vieja sor-prendido. Ella resistió el examen sin pestañear. (El caso es que tampoco tenía pestañas). El oficial era alto y rubicundo, con mejillas mofletudas y alineados dientes postizos. Lleva-ba con orgullo el uniforme. Pero le disgustaba la vieja, el lu-gar, la carnicería en los matorrales, la misión en sí. ¡Tan lejos la ciudad y el agradable casino militar! ¡Qué bien sentaría un whisky doble con hielo picado! Sus hombres trotaron. Les hizo señal de alto. Hedía.

Y esa vieja sucia. Huraña. Calzada con zapatos tennis, de los que asomaban unos dedos sin uñas, le producía mie-do. Dos piojos corrían por el cuello aceitoso —formando caminitos— en dirección del seno. La vieja se rascó. Quiso pensar en algo agradable. Por ejemplo: en su ceremonia de graduación, con los oficiales de la plana mayor y su mu-jer sentada en primera fila. La vieja continuaba rascándose.

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Sintió ganas de vomitar.

—¿Pasaron por aquí? —preguntó haciendo un esfuerzo.

Ella negó con la cabeza.

—Los tenemos casi rodeados. ¿Es seguro que no los ha visto? —habló con hermosa voz de tenor, muy alto, para que le oyeran sus subordinados.

La vieja repitió el gesto anterior. El oficial encendió un cigarrillo americano. Nunca fumaba otra cosa. El sudor des-cendía por sus axilas —con olor de tierra y desodorante— y sus nauseas se hacían más insistentes. Los soldados, aburri-dos, se entretenían lanzando piedras a los samuros. Llega-ban vahos de podredumbre. Berta rezaba fervorosamente. Era preferible que no las vieran: Los hombres en manada son siempre temibles y no se pertenecen realmente. Más cuando les ha faltado mujer por varios días.

El oficial buscó afanosamente en los bolsillos. Ofreció a la vieja chocolates y chicléts de menta. Los soldados lo respetaban. Había estudiado en la universidad y tenía un diploma. Era muy fino en sus cosas y perfumaba sus pa-ñuelos. “Tome, tome”. La vieja sonrió, en un ruidito seco, mostrando unos raigones ennegrecidos y sus encías rosá-ceas. Alargó la mano y apañó, rapaz, los regalos. No dio las gracias. Los soldados apostaban a dos samuros peleando una tripa. La escena no les interesaba. Habían visto muchas como esa.

—Daré parte de esto a la Asistencia Social —(anotó la fecha del día y el nombre del lugar. Destacó la ignorancia de la vieja y el poco respeto que mostraba a su grado)—. Haré que le envíen provisiones —le dijo—. Pero debe irse de aquí. Ya me cuidaré de eso también.

Un rastreador llegó acezando. Dijo algo al oficial. Era un muchacho moreno y bajito. No pasaría de los 18 años. Los soldados se cuadraron. El samuro ganador era vitoreado por algunos.

—¡Vamos! ¡Listos! —el oficial dijo algo a la vieja antes de arrancar. Su voz se perdió en el crujido del motor y las pesadas botas que corrían.

La vieja les miró alejarse. Berta se levantó sacudiendo las

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piernas entumecidas. Los niños corrieron a encender el fue-go de nuevo. Pronto comenzaron a jugar y Berta los sintió riendo, con esa maravillosa inconciencia, que borra el dolor en las criaturas. Sofía permaneció en el mismo sitio.

—Tu hijo estaba con ellos —murmuraba sin cesar—. Tu hijo estaba con ellos.

—No la escuche —dijo Berta, agotada con la cantinela.

—Sí. Mi hijo estaba con ellos.

La vieja se dobló, con la frente a la tierra, haciéndose un ovillo. Oscurecía. Berta intentó averiguar si lloraba. No. Quedó dormida, instantáneamente, convertida —al cre-púsculo— en una sombra plana gigantesca: Sería honesto verla morir. Allí. En el momento del reposo. Sin que su vejez fuese interrumpida por nuevas muertes. Sin que el hijo la rondara como un fantasma: Berta quiso orar. Dios era una figura remota, distante, para mujeres con sombrero, que quizá no escucharía a la dueña del café.

Los niños, cansados de bregar, se durmieron a su vez. La noche era un manto pesado, titilante, embolsada de oscuridad. Los samuros volaban silenciosos. Berta se arre-bujó junto a los niños. Tenía frío aunque el aire era cálido y lento: De nuevo soñó la alegre baraúnda de la cantina. Los hombres, alrededor de las mesas, jugando dados y be-biendo. Afuera, las mujeres, mirando de reojo “Zorra!” por la puerta entreabierta, afanosas de llegar al rezo y maldecir, ante Dios, a la desvergonzada que les robaba a sus hom-bres.

Y el griterío doloroso de los que mueren. Trotar de ca-ballos. Rozar de hojas de machete. Balas. Y esa impotencia ante el desastre, paralizador de miembros que permitía a los intrusos exterminar seres y bestias, a placer, como si deshierbaran un campo de malezas.

Despertó gritando. La explanada estaba iluminada y se escuchaban voces masculinas. Reconoció al oficial mofle-tudo que diera chicléts a la vieja. La obligaba a tomar un poco de ron.

—¡Santo Dios! —exclamó al verla abrir los ojos— La ima-giné... —pero no terminó la frase.

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Paladeó el líquido ardiente; lo sintió correr agradable-mente por sus venas y devolvió la botella sin decir nada. El oficial se apartó. Los soldados levantaban dos tiendas de campaña. El quejido de los heridos era inconfundible.

—¡Venga! —gritó el oficial.Fue de mala gana. Atados. Fuertemente, con cuerdas

nuevas, descubrió cinco hombres. Los soldados se turna-ban para hacer guardia. En el matorral, cadáveres nuevos estrujaban las espinas.

—Necesito al cabecilla —el oficial se expresaba con voz chillona, perdido su control—. Debo liquidar este asunto ya.

—No los conozco. No los vi nunca —Berta evitó mirarles. Presentía los samuros.

El oficial se enjugó la frente con un pañuelo limpio. El úl-timo que le quedaba. Encendió un cigarrillo, nerviosamen-te, y pidió a Berta que los mirara de nuevo. Sofía se negaba a levantarse. Dos hombres intentaban mover su pesado cuerpo. La mujer que usaba un sombrerito verde, asustada, sollozaba en silencio. A la vieja la habían dejado en paz. Uno de los hombres amarrados tosía sin descanso. El oficial se crispaba, a compás; era demasiado para él.

—¡A callar...! Un solo intento de huida y tiraré a matar. ¿Cuál es? —inquirió de nuevo.

La vieja se revolvió en sueños. Dulcemente —con sus miembros reacios— se fue desperezando. Tardó un tanto en acostumbrarse a las luces. Reconoció al oficial, vaga-mente, como a un habitante de su imaginación. Se sentía bien, rodeada de su propio calor, pero le hormigueaban las costillas. Tendría que levantarse. Poco a poco, sus pupilas opacas fueron distinguiendo. Contuvo un grito. El oficial advirtió la contracción y fue a ella.

—Los hemos traído —dijo, ayudándola a ponerse en pie—. Mataron seis de los nuestros. Quizá el cabecilla viva aún. Venga.

El encargado del rancho trajo una escudilla con sopa aguada, pan, un pedazo de carne cocida. La vieja lo re-chazó con energía. El oficial, hipnotizado, lo pasó por alto.

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Pausadamente, como si le pesaran mucho los pies, ella se acercó a los hombres. Palpó, uno por uno, los rostros: Los llamaba por sus nombres, recordando el nombre de sus padres, y el de sus bestias, y el de sus mujeres. El oficial estaba electrizado. Sofía comenzó a chillar, histéricamente, arañándose el rostro. Sus alaridos destrozaban el eco. Ber-ta intentaba calmarla.

—¡Está con ellos...! ¡Está con ellos...!

—Por el amor de Dios —rogaba la mujer que usaba un sombrerito verde, halando el vestido de la vieja— ¡Por Cris-to bendito!

—Este —señaló la vieja—. Este.

—¡Desátenlo! —gritó el oficial.Parecía confundido. No sabía exactamente qué pensar.

El hombre del rancho aventuró: “Tiene un tatuaje. Lo oí de-cir”.

—¡Desnúdenlo!

El hombre tenía una herida a la altura del hombro. La sangre se había adherido a la camisa. Le arrancaron la man-ga, cortándola a navaja: El tatuaje era un trabajo vulgar, de charlatán de feria, y presentaba una sirena azul. No tenía nada que ver con el hermoso símbolo de que hablaban los rumores.

—¡Pura mierda...! —estalló el oficial— ¡Pero te agarra-mos! ¡Habla!

—No hablará —dijo el segundo oficial.—No importa.

La vieja se acurrucó de nuevo. No se movió cuando los oficiales ordenaron al hombre que corriera y le obligaron a patadas a hacerlo. Ni siquiera respiró cuando las balas atronaron y el cuerpo acribillado se desplomó en la mitad de la explanada.

—Intentó huir —el oficial guardó su pistola— ¿Entendido?Los hombres de caqui asintieron.

Otra vez a solas, Berta dio tocino a los chiquillos y un puñado de habas tostadas. No estuvo ociosa. Alcanzó a robar comida y mantas de los morrales. Se darían cuenta

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muy tarde y el oficial no les permitiría volver. “Nos iremos mañana”, dijo a los niños. La vieja se incorporó y comenzó a escarbar en los escombros. Estuvo en ese oficio el resto de la noche. Encontró una azada con mango de metal. Marcó un cuadrado en la tierra —del ancho de un buey— y arre-metió a cavar.

La luna descendió por el horizonte. El hombre pareció moverse y la sangre, alrededor, tomó visos azulados. Uno de los niños sollozó en sueños. La vieja se arrodilló junto al cuerpo acribillado, sacó su cuchillo y dio un tajo preciso. Te-nía mucha práctica. Tajar había sido su oficio durante años.

Los ojos del hombre, extáticos y vidriosos, apuntaban al cielo. Un cielo remoto, de nubes algodonosas, iluminado. Los samuros danzaban enloquecidos, violando la luna y los cadáveres nuevos, en el matorral. Berta se apretó más con-tra los niños. La vieja amontonaba tierra sin descanso.

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la otra gente

-1973-

Un baile en Punta del Oro Hora del té

Mammy deja el oficio

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la otra gente -1972-

Un baile en pUnta del oro

El pueblo tenía una hermosura fastidiosa. Atardeceres de color naranja. Tranquilidad. Perros, luces, solteronas almidonadas y el pomposo nombre de “Punta del Oro”. Además de poseer dos minúsculos parques, sus mozos respiraban vitalidad y era la cuna del único sujeto que hablaba inglés en toda la región.

Los habitantes se deslizaban en un vegetar inconsciente y nada importaba nunca, porque jamás sucedía algo que me-reciese ser tomado con importancia. Todo era despacioso y blando, con esa blandura terca que vuelve a las matronas gor-das y a los funcionarios honrados.

En los últimos diez años todo continuaba igual, inamovible: la señora del coronel retirado elaborando deliciosas natillas, el cura recitando a solas su último sermón, los árboles envejeci-dos que era necesario tumbar, la feúra de Lilí Fresa que nunca había asistido a un baile.

Hasta que sucedió lo de Federico Barrios.

El muchacho tenía veinte años. Usaba constantemente una camisa blanca —que lavaba él mismo— y burdos pantalones de dril. Su cabello color caoba necesitaba cuidado y era famo-so por emborracharse a diario y enamorar muchachas mucho mayores que él. También por el color de sus ojos.

Federico Barrios fue al cine, todos los sábados por la no-che, durante cinco años, y el último sábado del último año olvidó emborracharse. Pero besó en la oscuridad a la hija de un hacendado y se robó tres manzanas de un aparador.

Apenas contaba veinte años. Tenía unos maravillosos ojos con fulgor de trigo y una fama de todos los demonios. Con decir que, pese a los ruegos de su numerosa parentela, jamás quiso ingresar en un seminario. Sin embargo, no por ello tenía excusa. Menos aún, cuando ese día Lilí Fresa dejó de portarse como una muchacha tímida.

Dicen que más de diez personas la escucharon decir nefan-das palabras:

—Tal vez un hombre sea menos caballero cuando roba.

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Pero es más humano por haberse atrevido. ¡Esto lo hace diferente...! No es estúpido robar tres manzanas y besar a una chica. Es peor no hacerlo nunca.

—¡Por Dios... ! ¿Te has fijado en lo que dices? —se escan-dalizó la pecosa María Arana.

—Sí. Lo sé... Pienso que en este pueblo nadie se atreve, ni para el bien, ni para el mal. Todos son iguales, con men-tes iguales y no ven más allá de sus estúpidas narices. Son incapaces.

—¿Incapaces de qué?... —interrumpió María, asombrada y boquiabierta.

—Los otros son incapaces de sentir. A ellos una persona racional puede más que destruirlos —y sonrió entre dien-tes—, puede borrarlos del mapa de la vida.

—¡Pavadas...! —se enojó María Arana. Una muchacha sólo puede cocinar pasteles y hablar cuando los hombres callan.

De esta suerte murió la conversación. Pero en adelante parece que Lilí cambió por completo y el pueblo con ella.

Días después, Adelina Segura, una piadosa parroquiana, se fugó con un vendedor de específicos. El alcalde, en un rapto de modernismo, ordenó pintar de verde el edificio del concejo. (Con lo que se alborotó la bilis de la mitad de la población).

Sobra decir que Federico Barrios, herido por la indife-rencia y el desprecio general, armó tales alborotos que la policía se sintió con suficiente autoridad para echarlo del lugar. Era un bello muchacho, de sonrisa encantadora, pero se llevó seis gallinas y toda la platería de la casa de su tía abuela, mientras un gran suspiro —universal y democráti-co— acompañaba su salida.

Quedó en el pueblo Lilí Fresa. Error de inconcebible magnitud. A ella se refiere mi historia:

Dicen que soñaba con visitar el Mar Muerto y más que nada con asistir a un baile de gala. Y era una criatura alta, desgarbada, con una tupida caballera pintada de canas —a pesar de sus 16 años— venida de no se sabe dónde, cual-quier día. En una fecha remontada a diez o doce años atrás. No se sabe bien.

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La señora Georgina Camargo, quien usa una caja de dientes importada de París, la encontró berreando junto a la fuente principal con la cara sucia de chocolate, las bragas empapadas de amoníaco, evidentemente perdida. Como nadie supo dar noticias de su origen, Georgina se hizo car-go de ella y acto seguido la llevó a su casa, dándole una soberana paliza para purificarla. Paliza que se convirtió en sana costumbre, porque es prevenir mejor que curar y po-cas personas pueden jactarse de sonreír con una dentadura importada.

Motivo por el cual advierto que la historia de Lilí no es precisamente amable.

Amaba los animales y las noches de tormenta. Lloraba con el recuerdo de desgracias pasadas, prefiriendo estar sola para soñar con hermosos vestidos y hermosos paisajes, hurtándose a la voz hombruna de Georgina Camargo. “Lilí por aquí, Lilí por allá, Lilí esto, Lilí aquello”.

Como Lilí era una chica fea, sin garbo, por añadidura sin origen o verdadero apellido, estaba destinada a no casarse jamás. Sin embargo, Georgina Camargo —que por ello le tenía inquina— vio con asombro el mejor partido del pue-blo pedir la mano (que no se podía llamar blanca) de su protegida.

Arnaldo Zapata pasaba por un hombre inaccesible, pu-ritano, de pocas palabras. Tenía mucho dinero, corpulen-ta figura de granjero, el título de doctor en filosofía y una jugosa cuenta bancaria. Madres e hijas suspiraban por él, buscando diferentes pretextos para atraerlo a las veladas familiares: dada su reputación de hombre cabal, de sólida cabeza sobre los hombros, la decisión de llevar al altar a una aparecida como Lilí Fresa cayó como una chispa en un campo de maleza reseco por el verano.

Georgina Camargo, quien en su fuero interno admiraba secretamente al corpulento Zapata, le otorgó la mano de su entenada sin dilación. En adelante pasaría la vida sor-prendida, colocando los ojos en blanco, dejando escapar gorgoritos placenteros... “Oh Dios…! Qué suerte la de Lilí... ¿Cómo pudo ser posible tanta belleza?... ¡Mi Lilí atrapar al mejor partido...! ¡Oh! ¡Oh!...”.

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En cambio, al lado de este hombre, Lilí encontraría po-cas oportunidades de pensar o rebelarse. Compraron una casa blanca —aunque ella la deseaba pintada de celeste— con techo rojo y huerto de hortalizas.

Como en esa época tuve que ausentarme del pueblo, un agente viajero me contó lo demás. Pidiéndome, por añadi-dura, una botella de whisky por hacerlo:

Contra lo esperado, la fea muchacha se convirtió en una borrosa ama de casa, que dio a luz, una detrás de otra, cua-tro niñas en cuatro años. En las fotos aparecen como cuatro muñecas vestidas de verde. Con lazos verdes en el cabello. Calcetines color guayaba y zapaticos de charol, tomadas de la mano, mortalmente pálidas. Me dicen que temían infini-tamente al padre.

Arnaldo Zapata, entretanto, prosperaba y engordaba. Portándose como un sujeto recto y honrado, censuraba los transportes de alegría, los gastos inútiles, las palabras de afecto, los minutos ociosos. Nunca se permitía distinguir cuál de sus hijas era cuál. Por consiguiente, no hablaba con Lilí más de lo necesario.

—¿Qué día es hoy?

—Lunes —respondía ella.

—Ahh.

Lilí pensaba que cualquier instante era bueno para empe-zar a comprenderse, o al menos conocerse. Y lo intentaba.

—Arnaldo, resulta que…

—Si son las niñitas, hazlas callar. Si estás enferma, puedes visitar al médico. Si necesitas dinero, otra vez será.

—No ocurre nada.

Sería insensato juzgarlo mal. Era un auténtico producto del pueblo. Como buen producto, típico e inmejorable, aprovechaba al máximo todo su tiempo. Sus preceptos re-ligiosos indicaban que cada minuto es una preciosidad (el diablo hila en las ruecas del infierno) y que el hombre es-taba hecho a la imagen y semejanza de Dios, pero que la mujer era un vulgar hueso de costilla. Estaba contento de sí mismo y cumplía celosamente sus deberes. “¿No tenía

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Lilí una casa blanca, con cuatro niñitas dentro?”.

Pero como todo en la vida tiene de más y de menos, el día de su santo Arnaldo Zapata resolvió aflojarse el cintu-rón y celebrar con una botella de vino casero. Tentación de la que se arrepentiría eternamente: porque el periódico anunciaba ciclones, guerra santa, masacres e inevitables cataclismos.

—Estoy contentooooo… Yo no sé qué es lo que sien-toooo... —cantaba y luego —… Lilí, hija mía, ¿sabes tú cómo se llaman esas cuatro niñitas?

—Los nombres son a tu gusto, Arnaldo. Pero los encuen-tro feos y difíciles de pronunciar.

—¿Así que yo impuse los nombres?... ¿Quién demonios me mandaría a inventar nombres…? ¡Palabra de honor que no recuerdo cómo son…!

¡Vaya! La bebida se le subió a los recovecos del cerebro. También el recuerdo de guerras y catástrofes. No sólo dijo disparates. Prometió lo que era una locura prometer: nada menos que un baile en honor de Lilí y un tarro de pintura azul para cambiar el aspecto de la casa.

Dada su calidad de intrusa en el pueblo, Lilí no exigía nada a su marido. Se limitaba a desear. Pero como Arnaldo había prometido, ella resolvió aferrarse estrechamente a su deseo. Quería un baile de traje largo, como en las películas en cinemascope, esplendoroso y rutilante.

Ni aunque la apalearan desistiría de su empeño.

—Cómo pudiste pensarlo o imaginarlo siquiera...! —chilla-ba Arnaldo Zapata luchando contra una resaca inmarcesible.

—Lo prometiste —insistía tercamente Lilí.

—Dije “nooo”.

—Dijiste “siii”.

—Tienes cuatro niñas que cuidar. Es suficiente.—Lo prometiste.

—¡Déjame en paz!

Ella se refugió en un silencio hostil, pero Arnaldo Zapata no logró destruir, ni borrar, ni atenuar ese sueño tan larga-

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mente acariciado. Reunió sus fuerzas de esposa grisácea, dulce y obediente, para meterse en la cama, los quehaceres manga por hombro (sus niñitas deambulando por la casa y Arnaldo gritando desesperado).

Y en las tardes bochornosas, los viejos tenderos y las mujeres ociosas se frotaban las manos, esperando que Ar-naldo Zapata tomara el palo de la escoba para propinarle una soberana paliza a su mujer. Equivocándose de medio a medio. Lilí no cedía un ápice. Pasaba horas enteras tendida sobre la cama, mirando el techo con los ojos en blanco o leía emocionantes fragmentos de la colección completa de las aventuras de Buffalo Bill.

En conclusión, la gente pensó que estaba enferma de los pulmones, una enfermedad muy de moda en ese entonces. Y como nadie refutó el rumor, una febril actividad higiénica se despertó en el pueblo. Las casas fueron fumigadas, los muchachitos sobrealimentados, los perros vacunados y los ratones envenenados. Todo esto en medio de una algazara descomunal, que impidió a las almas rectas y a los espíritus piadosos observar que Federico Barrios había regresado al pueblo.

Mientras tanto, la terquedad de Arnaldo Zapata daba frutos negativos.

—¿Qué tiene de malo ofrecer un baile? —se pregunta-ban los amigos del ponche y las tertulias.

—Lo que pasa es que no sabe bailar —argumentaban las muchachas volantonas.

—Es un egoísta —cacareaban las señoras acostumbra-das a organizar eventos de caridad.

Para evitar una catástrofe, lo visitó la comisión de obras públicas, las señoras de la acción católica, el comité de jardines y ornato, la sociedad de amor al terruño. Hasta la dignísima Agueda Miranda, a quien jamás vi salir sin som-brero ni guantes a la calle, aunque en nuestro pueblo hace la mayor parte del año un calor insoportable. Y en nombre del futuro del pueblo y de la comunidad, lo convidaron a ofrecer un gran baile en honor a su esposa moribunda.

Arnaldo Zapata pronunció un “No” muy hosco y rotundo.

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Enseguida se dijo que temía mortalmente a los bailes, pues su pie derecho tenía seis dedos en lugar de cinco (aunque en varios casos los dedos sumaban ocho, diez o doce) y que por tal motivo había resuelto casarse con Lilí Fresa, quien era demasia-do fea como para preocuparse de tales nimiedades.

Entonces, Federico Barrios compró una pistola de segunda mano y dijo en la cantina:

—Mataré a Lilí Fresa si no terminan los problemas —expre-sión que fue acogida con aplauso unánime.

Horas más tarde, Arnaldo Zapata, enloquecido por los celos y el llanto de sus niñitas, abrió una primorosa tarjeta que rezaba:

Si usted me lo permite, la mataré el sábado por la tarde.

Hora. 3 p. m. Traje de ceremonia.

Le prometo un baile en caso de que se nos ocurra reencar-nar.

Cordialmente. Federico Barrios.

Estaba dirigido a Lilí.

Llegó el sábado. A las 8 a. m. se recibieron las invitaciones para el baile. A las 10 a. m., Federico Barrios pospuso su anun-ciada visita a Lilí.

—No puedo perderme un baile —comentó a cuantos qui-sieron escucharle.

El baile. Ese único baile al que asistiría Lilí Fresa, aunque se efectuara en su propia casa, estaba anunciado para el sábado siguiente. Todo el pueblo estaba invitado.

Como ninguna chica —que yo sepa— tenía vestido largo, las modistas trabajaron infatigablemente teniendo en cuenta que tenían que estrenar ellas mismas. Los sastres alquilaron sus existencias a doble precio. Y la única floristería vendió las flores de papel manchadas por las moscas que adornaban la vitrina desde la guerra de los mil días, porque ya lo había vendido todo, hasta el perejil que la dueña sembraba junto a las rosas y claveles en el jardín trasero.

Pero Arnaldo Zapata encargó el vestido de su mujer a la ca-pital y un calmante para administrar a las niñitas. Y aquí, muy entre nos, supe que adquirió un rejo de siete cerdas, a todas luces con aviesas intenciones.

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Y llegó la noche del bailé.

Desde temprano, los invitados se dedicaban a acicalar-se, menos Federico Barrios y el sepulturero que —como no sabía leer y era sordo de remate— a estas horas de la vida no tiene ni idea de los susodichos acontecimientos.

A la hora anotada, Lilí Fresa recibió a una inmensa mul-titud tomada del brazo de su imponente marido. Tenía los pies hinchados aprisionados en altos tacones, las uñas pin-tadas de rojo sangre, los párpados abotagados embadur-nados de antimonio como una golfa de tres por cinco. En el dedo anular de su mano derecha brillaba una piedra falsa tan grande como un huevo de paloma. Nunca estuvo más fea. Nunca sus cuatro niñas más exactas, más parecidas en-tre sí: una detrás de otra, sentadas a la derecha de mamá, vestidas de blanco y con medias color miosotis. No se sabía cuál era cuál.

En lo que respecta al baile en sí, las opiniones se contra-dicen. Unos aseguran que Lilí no bailó porque no sabía ha-cerlo. Otros que ni siquiera se levantó de la cama y presidió desde ella la reunión. No faltan sujetos incrédulos que juran sobre la Biblia que Arnaldo Zapata ni entonces ni ahora ha invitado a extraños o conocidos a su casa. Mi versión favo-rita es la que vio mi abuela (que en paz descanse) con sus propios ojos, a pesar de que la pobre tenía la lengua más afilada que un punzón.

Tal parece que las cosas transcurrieron normalmente hasta la media noche. Fue en ese instante que todos los cuentos del mundo dedican a una zarrapastrosa llamada cenicienta, cuando Lilí Fresa resolvió brincar en un solo pie por toda la sala. “¡Quiero bailar!...”,, gritaba y “¡No quiero morir tan joven! Nooo… No quiero morir”. Tal vez añadió: “Quiero ver a mis hijas grandes”.

Porque, me olvidaba contarles, ni siquiera Federico Ba-rrios tuvo la gentileza de sacarla a bailar.

Así que se murió de una manera muy simple, no se sabe si de nostalgia o de despecho. Tan simple, que bastó el certificado de un tegua y el reclamo —no contestado— de una de las niñitas.

—Mamá... quiero crema de chocolate. O me dolerá

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el estómago.

—Y yo, también.

—Y yo.

—Y...

Como Lilí estaba muerta, Arnaldo consideró que su obli-gación de dar de beber y comer a los presentes había fina-lizado. Se arregló la corbata, tiró por la ventana el rejo que comprara días atrás y dijo:

—Buenas noches a todos. Lamento que tengan que re-gresar a sus casas.

Un “ohhh” de alivio general le acompañó.

—¡Y yo lamento decir que de aquí nadie se mueve!

Era Federico Barrios quien hablaba. Ya no era tan joven como antes y sus maravillosos ojos color trigo estaban ro-deados por hondas arrugas soñolientas. Continuaba siendo un hermoso ejemplar del género masculino. Estaba apoyado en un rincón, copiando la postura de cien malosos en cien películas, haciendo girar una pistola en su dedo meñique.

—¡Maldita sea! —masculló haciendo un gesto de fasti-dio—. De aquí nadie se mueve.

Luego se largó a reír, mostrando pérfidamente sus bri-llantes dientes carnívoros.

—Bailen —ordenó.

El director de la banda, temblando de miedo, inició una polka. En silencio, las parejas salieron a bailar. Bailaron sin cesar, hasta que perdían el aliento o acezaban con los la-bios resecos pidiendo un poco de agua o se tambaleaban como marionetas antes de pedir o dar tregua. Bailaron imi-tando una comparsa del infierno. Mientras las vacas mugían en los establos con las ubres repletas, y de las casas cerra-das emergía el llanto de los niños desesperados, y en |a iglesia la campana pedía clemencia en arrebato, y un viento de muerte corría de norte a sur, del parque al cementerio.

Parece que bailaron una semana entera, sin que Federi-co Barrios utilizara la pistola. Teniendo como espectadora a Lilí Fresa, que casi parecía bonita reclinada en un sofá, con las manos en el regazo y los ojos dulcificados por la muerte.

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Es viernes. Día de mal agüero. Hoy he vuelto a ese pue-blo, en donde existe una casa pintada de azul celeste. Aca-bo de cerrar un negocio con Arnaldo Zapata y he visto a su alrededor a tres muchachas espigadas.

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la otra gente -1 9 7 2 -

hora del té

Un viernes en que estoy de pésimo humor y sin un cobre me llama por teléfono Rita de Gómez y me invita a tomar el té. Rita es una de esas pesadas nuevas ricas que, en media hora de conversación, te cuentan de “su casa, su carro, sus antigüedades”. Detesto su compañía y la forma extravagan-te en que se viste. Pero me veo obligada a aceptar. Cuando Rita se decide a gastar lo hace en grande, para que nadie dude del dinero que tiene. Y el caso es que mi tía Natalia y yo ajustamos cuatro días comiendo papas hervidas y hue-vos pasados por agua. La última recepción que ofrecimos, para devolver atenciones, resultó costosísima. Aún debe-mos el servicio de mesa y las cuentas de la floristería.

Entonces me pongo a pensar que me sentarían muy bien algunos pasabocas de jamón, y que tendré oportunidad de lucir el sastre comprado a Madame Nesbit, a mitad de pre-cio, el último alarido de la moda. Concesión especial para una Santodomingo. Madame sabe que cuando me paseo dos veces con un modelo, en el acto lo copiarán mis amigas y las amigas de mis amigas.

Rita de Gómez puede darse por bien servida. El que me digne a ser vista con ella le otorgará ciertas prerrogativas. Ahora conocerá sitios en donde nunca la tomaron en cuen-ta y ganará unas cuantas amistades. Por algo somos quie-nes somos.

Cierto que papá se jugó su herencia personal y dos he-rencias más que no vienen a cuento. Y que la gente habla muy mal de mí porque hablo como un carretero. Acepto que hay demasiados clérigos y demasiados políticos en la familia. También lo de las deudas es verdad. Pero nuestros apellidos son antiquísimos, soberbios, inmaculados. Tía Natalia y yo velamos por ellos, sosteniendo nuestra posi-ción en sociedad contra viento y marea.

—No hay que dejarse ver el cobre —recalca tía Nata—. Ante todo hay que guardar las apariencias, querida. Tenlo presente. Las aparien… cias.

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Así que me voy para la cafetería del Hotel Tequendama, y llego al parqueadero en el momento preciso. Unos minutos más y quedo varada, en plena vía, sin gota de combustible. Rita está esperando, un poco nerviosa, desde media hora antes. Le estampo un beso en la mejilla, doy una ojeada al salón, saludando a varias personas. Mi sastre causa verda-dera sensación. Espero, la próxima vez, madame Nesbit me haga una rebaja mayor.

Cuando estamos estudiando la carta veo entrar a Elvira Cadena, obviamente acabando de salir de la peluquería —lu-ciendo una nueva tintura verdosa— que da un rodeo y se hace la sorprendida al vernos. Lanza un “¡Ohhh… ! ¡Ohhh… ¡”, de insidiosa admiración. Me besuquea, y toma asiento apre-suradamente antes de que tengamos tiempo de invitarla.

Durante cinco minutos criticamos el pésimo servicio de la cafetería, esos horribles uniformes de las azafatas, a falta de algo mejor. Elvira juega con un pesado anillo de platino, que no advertí antes y resulta un adorno pretencioso para su poco delicada mano. Rita describe por centésima vez los hermosos pastos de su finca en Suba. Creo notar varias miradas de inteligencia entre las dos y una sonrisita vetada, socarrona, en los labios de Elvira. Presiento maquinan a mis espaldas. Adrede comienzo a portarme insoportablemen-te. Le digo a Elvira, dulce, muy dulcemente, lo desencajada que la encuentro y lo mal que le sienta la nueva tintura. Además, recalco lo linajuda que soy y lo mucho que odia mi tía Natalia a los arribistas.

Cuando ya están muy nerviosas, no resisten más y suel-tan lo que es:

—Supongo que sabes la noticia —dice Rita pellizcando un pudín de fresas, queriendo parecer muy “chic” con sus manos de campesina enriquecida.

Elvira, que está un poco más que ajamonada y no puede disimular sus patas de gallina, ni con cremas impor-tadas, baja la cabeza, se ruboriza, sonriendo como una ino-cente doncella. Al rompe noto sus pestañas postizas. Pero todavía no doy con el asunto. Sin embargo, para salirles adelante, me doy por enterada.

—Me comentaron ayer…

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—Todavía no es oficial… —Elvira estrena un tono tan meloso como para preocuparme— ¿No estás enojada?

—pregunta.

—Claro que no. ¿Por qué razón, querida?

Ella lanza un profundo suspiro, ataca un plato con bis-cochos y se atraganta, esgrimiendo enseguida la carta de triunfo.

—Leandro es un hombre tan correcto, tan gentil, tan ele-gante… Nunca creí que me prefiriera. Ya sabes, en cosas de amor... —y vuelve a suspirar con afectada languidez.

La felicito con la mejor de mis sonrisas, aunque tengo deseos de voltear la mesa y todo lo que hay encima. Me han invitado para reírse a costa de una Santodomingo, pero no les durará mucho la diversión. Aunque ya lo ven-dimos todo (excepto la casa y el auto) conservamos las amistades, gran influencia en el gobierno y entrada a los mejores clubes de Bogotá. Nadie puede atentar contra la familia, por muy aparecidos que sean.

—Primero tu felicidad, querida —digo en un tono que usaría mi tía Natalia; Nata, para los íntimos—. La amistad está por encima de ciertas pequeñeces. Cuenta conmigo siempre.

Rita me mira con desconcierto, abriendo la boca de par en par, de tal manera que sus incrustaciones de oro brillan desde las cordales. Eso del oro en la dentadura es uno de los motivos que ha detenido su encumbramiento social y que impide a su marido ascender a ministro. Elvira se des-hace en efusiones y, un momento después, se despide con rapidez inaudita. No puedo averiguar más sobre lo que in-teresa.

—Adiós, linda. Ya nos veremos. Ahora tengo una cita con mi novio.

Al ver entrar a Leandro Oroño, mi último novio, a quien mi tía nunca quiso recibir en casa (alegando que ser un fabricante de jabón es ser nadie en la vida) me doy cuenta de la enormidad de la trastada. Elvira acaba de pescar un ejemplar gordo, y como buena deportista no pudo resistir la tentación de exhibirse con él. Veremos. La noticia no es

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oficial. Donde las dan las toman.Devuelvo el saludo a Leandro, que se muestra correctí-

simo y vislumbro lo fácil de pasar determinados peces de un sedal a otro. No importa que yo no tenga un cobre en qué caerme muerta. ¡Lo que hacen los apellidos!

No discutiré con tía Nata. La pobre está absolutamente chapada a la antigua. Los altercados por dinero o arandelo-nes genealógicos le alteran el sistema nervioso. No podré conmoverla. Ni siquiera señalándole que los jabones de Leandro se convierten en dinero, que con dinero se deshi-potecan las casas, y que si paso tres años más soltera me quedaré para vestir imágenes. Ya es sabido que las bellezas de la familia son efímeras. Mis tías abuelas, tan célebres y pretendidas en su época, se convirtieron en dos mosco-rrofios insufribles. Pero tuvieron el acierto de escoger ma-ridos que murieron pronto y testaron con liberalidad. Ahí las tienen, tan campantes, dedicadas a la Sociedad de San Vicente, a los pobrecitos de Dios, a la buena comida y a las partidas de canasta.

A la salida Rita me pide mil disculpas. De nada le ser-virán, porque hago borrón sin cuenta nueva con ella. Para congraciarse hace llenar mi tanque de gasolina y cancela el parqueadero. Con cada minuto dice tres barbaridades de la tonta Elvira. Digo “tonta”, porque ignora en qué cue-va de brujas se metió, y es que cuando me enojo lo hago en serio. Cualquier niño de pecho sabe que mi tatarabuelo peleó como un Marte en la guerra de la independencia, y no hablemos de la prima Enriqueta, que dejó al marido convertido en una coladera cuando lo encontró retozando con su amiga de confianza.

—¡Esa Elvira no respeta ni a su madre!… Comprenderás que yo nada tengo que ver en esto. ¡Traicionarte de esa forma tan vil! Como si todo Bogotá no supiera... —y en tono confidencial— que duerme con el primero que pasa. Y di-cen que hace poco le hicieron una operacioncita en salva sea la parte. No comentes esto… A mi marido se lo conta-ron en el club… Olvidaba… ¿No te molesta si te pregunto en dónde compraste ese vestido?

Le anoto la dirección de Madame Nesbit sin dar cuerda

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a su conversación. En la carrera 13 nos despedimos. Subo por la 24 y parqueo frente a la televisora. Después voy a pa-rar a un sitio llamado “El Cisne” que conozco de oídas, en donde se reúnen esos mechudos y existencialistas que uno ve retratados en la prensa. Nadie repara en mí. Me siento al lado del teléfono, en una mesa desnivelada, pido café negro, y, con mucha calma, hago unas cuantas llamadas anónimas.

Esa misma noche el cuento está regado por toda la ciu-dad y comienza a repicar el teléfono, y se presentan visitas inesperadas. Con cada comentario mal intencionado voy ganando un punto en la batalla. (Sea por Dios).

Tal como lo imaginé: los fabricantes de jabón son ex-tremadamente susceptibles. No pasa una semana sin que Leandro Oroño venga a pedir excusas por lo que se está comentando. Le cierro la puerta en la cara, tres veces, las necesarias para darle acicate. Insiste en verme, se enoja, exige hablar con tía Nata. Ésta se enferma repentinamen-te, y la casa se convierte en un hervidero de médicos y fa-miliares enojados. Ante dicha circunstancia es muy noble ceder. He preparado el ambiente para recibirlo. Leandro me encuentra pálida, triste, los ojos bordeados por hon-das ojeras. La velada es particularmente ejemplar. Él jura que nada tiene en común con los maledicentes. Yo digo “mi vida está arruinada por completo”. Él, con gesto galan-te, se muestra dispuesto a reparar. Negarme sería absurdo, porque los apellidos familiares están en entredicho (y las hipotecas vencen en su día y no antes), pero acepto con suma displicencia.

La mejoría de tía Nata es lenta pero segura.

Elvira Cadena nada tiene por hacer. El domingo las cró-nicas sociales publicaron la noticia del compromiso, con fecha y datos exactos. Las murmuraciones pasadas están aplacadas. Estoy ocupadísima. El tiempo no me alcanza para escoger el ajuar, hacer la lista de invitados, practicar mis ejercicios de gimnasia, asistir a múltiples agasajos: te-canasta, te-lluvia de cocina, te-lluvia de cosméticos. En las horas libres, tía Nata me hace profundas y serias reflexio-nes. De sus consejos anotaré los más sobresalientes: debo

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comprar un libreto de recetas culinarias y contratar dos cria-das, no acostarme con el rostro embadurnado de cremas, huir de las frivolidades y los cuernos durante el primer año de matrimonio, quedar encinta rápidamente y obsequiar a mi marido con un varoncito.

Eso sí, que ni piense Rita de Gómez que asistirá a la gran recepción que tía Natalia ofrecerá el día de mi matrimo-nio, ni a ninguna de las que pienso programar después de casada. Con Elvira será distinto. Procuraré que sea ella la ganadora de mi bouquet de novia. Este hermoso detalle le inspirará confianza en el futuro. Sin duda le costará mucho trabajo agenciarse un buen marido, y mi boda puede ser su última oportunidad. Le deseo de todo corazón y sin el más mínimo rencor que logre pescar un ejemplar premiado. Con su ayuda providencial descubrí que no hay como la industria del jabón para sostener blasones y apellidos.

Me preocupa el estado de tía Nata, quien no me per-dona el haber descendido de clase. No me costará trabajo convencerla de lo bien que marcharán las cosas, ahora que tenemos crédito en todas partes y que podemos respirar tranquilas por un tiempo. Le encantará tener su cocina bien surtida y descansar un poco de las apariencias. Amén de las papas hervidas.

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la otra gente -1972-

mammy deja el oFicio

Se la conocía por el nombre de Mammy. Pero ninguna de las muchachas recuerda en qué época ingresó en el oficio.

Hay que convenir que la profesión, para Mammy, era más asunto de vocación que de necesidad. Por esto, sus ingresos resultaban fantásticos comparados con nuestras modestísimas entradas.

Aunque no era precisamente bonita y estaba metida en carnes, Mammy tenía un “charm” que desplazaba al mejor durazno del sector. Pequeña, rellenita, con rostro maternal y manos abullonadas que cuidaba primorosamente. Vestía siempre de negro, estilos sobrios y muy ajustados. Sobre el cabello rizado solía encajar los sombreros más estrafalarios y pasados de moda: sensaciones de frutillas y crisantemos en colores brillantes, que producían algo así como pánico en los ojos: pero su colección de alfileres y accesorios de fantasía daba vértigo y envidia.

Poseía una gran casa en la Avenida de Chile, decorada con pésimo gusto, atendida por la servidumbre de rigor. En las contadas ocasiones en que amanecía en ella, desayuna-ba en la terraza —luciendo rutilantes salidas de cama— a la vista del asombrado vecindario. El punzante frío de nuestra sabana y los cuchicheos escandalizados la tenían sin cuida-do. Pasaba por una viuda rica, bastante chiflada, dedicada a obras de caridad y a la protección de perros, gatos y loros desvalidos.

A Mammy le encantaba corretear por San Victorino. Lu-cir el contoneo de sus altísimos tacones, en compañía de las golfas furtivas de la carrera 7a, visitar los burdeles de la peor estofa y tomar un refrigerio en la Puerta del Sol, un restaurante frecuentado por borrachos y trasnochadores.

De lunes a jueves un destartalado Chevrolet se detenía en la esquina de la Jiménez con Caracas. Mammy descen-día, perfumada, recién salida del baño, puntualmente a las nueve de la noche. Su chofer regresaba al mismo sitio, a las

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cinco de la mañana, lloviera o apuntara el sol. La conducía de vuelta al hogar en caso de que ella esperara en la esqui-na referida, cosa que pocas veces sucedía.

Mammy no trabajaba los viernes. En dichos días, atavia-da con sus mejores trapos, visitaba galerías de arte y co-rrespondía a diversas invitaciones. Conciertos, recitales, conferencias, y toda clase de eventos culturales que tam-poco Mammy comprendía. La figura regordeta se lucía en El Museo o en La Pequeña Galería, sitios en los que nunca puse los pies. Dos o tres veces la vi en los noticieros, des-de mi butaca de última fila, sorbiendo melindrosamente un coctelito suave. Estoy segura que a ninguno de los intelec-tuales se le ocurrió dudar de la honorabilidad de Mammy, ni de la pureza del whisky ofrecido en sus reuniones impro-visadas.

Además de gancho, Mammy tenía excelente reputación y finas maneras. De su boca no conocí una palabra sucia. Era la única de nosotras que se daba el lujo de seleccionar la clientela. Y la lista de sus asiduos impresionaba por la in-tegridad y el decoro que la respaldaba. Incluía importantes figuras del gobierno, respetables educadores, banqueros y jugadores de bridge, animadores de TV., comerciantes y algunos artistas del futuro. Los deportistas y toreros esta-ban excluidos de su mundo. Mammy detestaba la sangre, la violencia y los alardes de fuerza. En cambio, concedía sus favores gratis a los bohemios y poetas inadaptados. Se preciaba de ser gran impulsora del arte y la cultura.

Para las muchachas como yo, y como Lila Mimosa o como Nana Manrique, nacidas y criadas en este sector, el porvenir promete muy poco. Ahorrando, se puede esperar una vejez tranquila, quizá regentando una casa de chicas decentes. (¿Quién ahorra con tantos impuestos y la vida por las nubes?...) También se puede encontrar un caballero cul-to y emprendedor, dispuesto a sostener un piso discreto, a cambio de tu dedicación al punto en cruz, la atención de sus amigos del póker, y la pericia en masajear su es-palda agobiada por una gerencia. En el peor de los casos una puede terminar criando un ejército de muchachitos llorones, compartiendo la cama y las deudas con “ese mu-chacho tan amable que se gastaba la paga de la semana

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bebiendo contigo”. Hace mucho tiempo conocí a una chi-ca antioqueña que terminó en el convento, como hermana lega, después de seis amantes rotatorios, tres cuchilladas en la mejilla izquierda, el juicio por proxenetismo, y la exis-tencia de una parentela numerosa (e irreprochable) que la exprimía como a una naranja.

Gajes del oficio.Pero Mammy tenía los triunfos bien agarrados. Hija de

un militar retirado, recibió esmerada educación —bordado, piano clásico, canto— en los mejores colegios de Bogo-tá, a donde asistía la “crema y nata” del país. A su debido tiempo fue presentada en sociedad, y un poco más tar-de se casó con un estudiante de arquitectura, próximo a graduarse, uno de los mejores partidos de la temporada. Seguidamente, dio a su marido dos hijas, y posó para el fo-tógrafo (usando la mejor expresión de cordero degollado) en el bautizo de cada una de ellas. Estas tiernas escenas de una vida feliz pueden verse en el álbum de Mammy, recor-tadas pulcramente de la página social y pegadas con goma arábiga.

Como toda dama que se respete, Mammy no tenía trau-mas de infancia, ni antepasados de vida ligera, ni siquiera demasiada imaginación. Durante años asistió a la misa do-minical. Recibió a diez amigas el martes en la tarde, para jugar rugmy y tomar té con galleticas. Se comportó como “esa señora cursi, imprescindible en los salones”. Cosa que Mammy no supo hasta que su marido fue nombrado di-rector de una importante firma de arquitectos y las hijas estaban crecidas.

Su casa era un maremágnum de carpeticas bordadas, pinturas representando sílfides desnudas, esculturas de yeso, flores artificiales y muebles forrados en raso vinotinto. De soltera, el viejo general frenó drásticamente los gustos de Mammy, por considerarlos impropios de una muchacha de su clase, llevándola de frustración en frustración. Ya ca-sada, dueña de cierta libertad, y fallecido el rígido general, dio rienda suelta a su personalidad, con resultados comple-tamente desastrosos.

En cierta ocasión, caminábamos ateridas de frío a eso de

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las dos de la mañana, y Mammy propuso que entráramos a un bar elegante y echáramos un trago. El sitio estaba casi desierto. Y al barman no pareció molestarle nuestra presen-cia. Claro que el billete de $50 que Mammy le deslizó bas-taba para hacerle trotar el corazón a cualquiera. Pedimos dos whiskies con hielo, sentándonos a charlar.

—Aquí comenzó —dijo Mammy.

Estaba la mar de seria, y como mi jornada de trabajo terminaba, me aflojé un poco el liguero que me escocía, guardé las medias en la cartera y pedí cigarrillos para escu-charla a mi sabor:

—Yo estaba estrenándome mi capa de piel de tigre. Esa que tú conoces. Lo recuerdo muy bien. Lucía el mejor de mis vestidos y unos zarcillos con piedras verdes. Esa no-che, cuando salíamos de un banquete oficial, decidimos tomar un coctel antes de ir a casa. En aquella época yo sólo bebía mezclas dulces, con una cereza al fondo del vaso y gotas amargas. Uno de cuando en vez. Acabába-mos de sentarnos, cuando dos parejas, en la mesa veci-na, pidieron apresuradamente la cuenta y se marcharon. Alejandrito (mi esposo se llama Alejandro, pero cariñosa-mente yo le decía Alejandrito), creyó reconocer al Jefe de una firma competidora, pero concluyó que estaba equi-vocado.

Pero no estaba equivocado —seguía Mammy—. Tres días después recibió una carta del socio capitalista de su empresa, en donde le rogaba, por el buen nombre suyo y de la compañía, abstenerse de frecuentar lugares demasia-do notorios con mujeres de mala nota.

Alejandrito, el encantador Alejandro, descendiente de una rancia familia santafereña, en la que se practicaba la costumbre de tomar chocolate con queso a las cinco de la tarde y pagar $3.50 diarios a los peones de sus fincas desde tiempo inmemorial, pidió toda suerte de disculpas a Mammy, portándose como un caballero nato —cosa que era sin lugar a dudas—, pero no volvió a dar paso con ella fuera de la casa. Era atento, cortés, no olvidaba aniversario ni cumpleaños. Sin embargo, en cuanto se hablaba de ir al cine o aceptar una invitación, se veía atacado por una

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terrible jaqueca. Los ataques eran más fuertes en fin de se-mana, y Alejandrito se metía en la cama o salía a airear su dolorida cabeza. Esos paseos eran un bálsamo mágico para él. A Mammy le estaba estrictamente prohibido acompa-ñarlo, según orden expresa del médico familiar.

—Un día… —recordaba Mammy con tristeza— mi hija Cuca regresó del colegio deshecha en lágrimas. Se nega-ba rotundamente a terminar el curso… —¿Qué pasa? —Le pregunté.

—Las otras niñas dicen que tú eres una cursi —lloriqueó—, Se burlan de tus vestidos y de los adefesios que usas en la cabeza.

—Los he llevado por años —protesté.

—No están de moda. ¡No quiero que se rían de mí! —el llanto se convirtió en histeria y la histeria en alaridos.

—Es mejor que lo sepas —la hija mayor se expresó desde-ñosamente cuando le referí el incidente con su hermana—. Lo de tu cursilería es historia vieja. Papá y yo hemos conversado largamente sobre ello. De común acuerdo, resolvimos tomar las drásticas medidas de abuelito. Eso de que a toda hora pa-rezcas un pop-art.

—¿Qué clase de medidas? —pregunté sin salir del asombro.

—Oh…, pequeños detalles. Será necesario decorar la casa. Contratar una ama de llaves que se encargue de ma-nejarlo todo. Escoger tus vestidos y eliminar tus sombreros. Tú no tienes experiencia, Mammy… Y cuando recibamos es mejor que te calles, y te sientes como conviene a una señora de tu edad. Yo seré la anfitriona. No está bien que brinques como un canguro por toda la sala.

—¿Es-estás segura de que tu padre aceptará? —tarta-mudeé.

—La idea es suya, pero cuenta con todo mi apoyo —dijo fríamente—. Creemos que estás mal de la cabeza.

Aquí Mammy enjugó una lágrima.

—Se retiró como una reina ofendida y me dejó boquia-bierta. Porque yo estaba satisfecha de mi marido, de mis hijas, de mi casa. Nunca se me ocurrió sospechar que ellos

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no estuvieran satisfechos de mí.

Mammy suspiró hondamente. Con un diminuto pañuelo enjugó su lágrima furtiva y sonó delicadamente su nariz res-pingona. Usaba un rimmel de magnífica calidad, puesto que no se corrió ni un milímetro de sus pestañas húmedas. A pe-dido mío, anotó la marca del producto y el lugar de venta, y siguió con sus penas.

—Pensé telefonear a mi mejor amiga. Pero recordé que últimamente me esquivaba. Prueba de ello, eran sus dis-culpas para no invitarme a jugar bridge o a sus bazares de caridad. Acudir al sacerdote tampoco era factible; en reali-dad, no me había confesado en los últimos años, y que yo recordara, no tenía nada de qué arrepentirme. Ni siquiera unos modestos cuernos le coloqué a mi marido en veinte años de casados.

—¿Qué es una purísima…? —preguntó Cuca, desde la mesa del comedor, en donde se afanaba aprendiendo la tabla de multiplicar.

—¿Por qué? —inquirí alarmada.

—¿No es una torta con mucha crema?

—No…

—La señora del médico Hernández dijo que tú parecías una —dijo la niña, pensativa—. Lo escuché en la heladería. Pero la señora de Torres aseguró que mentía. Exactamente dijo que era un altar de Corpus… ¿Es malo lo que hablaron?

—No hija; por supuesto que no.

—¿Cuánto son siete por cinco?

Mi especialidad nunca fueron los números. Así que me encerré en mi alcoba, a llorar. En ese momento me con-vencí de quién era yo verdaderamente. Una señora gorda, frescachona, pintorreteada, embutida en un sastre de color violento que la hacía aparecer más jamona y más cursi de lo que era en realidad. Me detuve a pensar en dónde podría destacarme con una figura así. Sin pensarlo más hice mis maletas, cancelé mi cuenta en el banco, y me planté por aquí. Jamás me pudo ir mejor. Cuando una descubre para qué sirve, lo mejor es oír el llamado de su vocación, y no quedarse como polla en un corral de patos.

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—Bravo… —brindé.

—¡Bravo…!

En mi interior, tampoco estaba muy convencida de las palabras de Mammy. Pero, cuando una está metida en el oficio, volver atrás es casi imposible. El único camino es pa-gar el impuesto a la señora —escasamente la señora—, la mandamás del barrio, y vivir como Dios manda, en santa paz, procurando hacer tres comidas diarias para mantener-se en forma.

Serían como las cinco. Tres caballeros de smoking, un poco pasados de copas, entraron en el bar. Reconocí en uno de ellos a cierto cliente adicto a Mammy. Al verla, atravesó el local, besó galantemente la mano rechoncha y se quejó de la poca atención que ella le dispensaba.

—Le envié flores, mi querida. Insistí por teléfono. Ya temo volverme pesado. ¿Es que la he ofendido?

Mammy alegó que tenía un trabajo abrumador. Pero le prometió una cita para la noche siguiente. El caballero se retiró totalmente agradecido y pagó nuestra cuenta.

—¡Cuernos del infierno…! —exclamé yo, cuando desa-yunábamos, horas más tarde, en la terraza de Mammy. Y una criadita se presentó cargando un descomunal ramo de gladiolos, que casi la tumbaba con su peso—. ¡Demonio crudo!... ¡Qué putería de levantes te haces, chica…!

La tarjeta decía: “De un rendido admirador”… obvia-mente, el caballero del bar. Pregunté de quién se trataba.

—Es mi marido —dijo Mammy.

—Tu marido… ¿Estás loca?

—El mismo. Pero no te preocupes. Le cobro carísimas sus visitas. Naturalmente, ahora las cosas han cambiado, y ya no le preocupa ser visto en mi compañía. Para él, es un descanso que me dedicara a este oficio. Ya puede explicar a sus amistades que fue un error casarse conmigo.

Palabra que no conseguí comprender a Mammy. Tenía un agarre de todos los diablos y los hombres se descabeza-ban por ella. Sin embargo, no perseveró en el oficio.

Las muchachas como yo, y como Doris La Pulga, o como

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Nana Manrique, corren detrás del primer tipo que les muestre un poco de afecto y terminan el resto de sus días haciendo de comer y criando hijos. Nos falta educación y roce social. Eso digo. Eso repetiré a mis hijas hasta can-sarme. Pero Mammy no entraba en esta colada. Ella tenía todas las de ganar.

Curiosamente, ahora se encuentra retirada. Vive en un piso discreto, en la esquina de la 44 con 13. Me contaron que el alquiler lo paga un caballero elegante, de rancia estirpe, y que sus hijas visitan a Mammy cada ocho días (exprimen de sus ahorros como sanguijuelas). A dicho piso concurren los notables del comercio y de la bohemia capi-talina.

Cosas del oficio. Estoy convencida que hay algo extraño en todo esto. No logro saber qué es. Discúlpame. Soy una muchacha sin enseñanza primaria y los impuestos se llevan la mitad de mis ingresos. Nunca pude comenzar un cur-so de corte y costura. No todas tienen tanta suerte como Mammy.

La verdad. Le estoy muy agradecida por dejarme su clientela. Lástima que yo también voy a terminar con esto. Por muy honrada que sea una profesión, es mejor dejarla a tiempo y gozar unos años de tranquilidad. Eso de terminar en un convento o venir a menos como Lila Mimosa —que ahora trabaja en un cabaret de medio pelo— no va con mis principios. Ante todo una muchacha debe cuidar su reputa-ción y enseñar a sus hijos y a sus maridos la frente muy alta.

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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago

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bahía sonora. relatos de la isla

-1975-Antes de la guerra

Narración de un soñador de tesorosPara los que aman el vino

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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago

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Bahía sonora. relatos de la isla -1 9 75 -

antes de la gUerra

—...terminaremos por perder la memoria, cuando nos en-contremos dispersos, como perderemos la curva de las olas y las sombras en declive de las casas desmoronándose...

Desde el amanecer mi abuelo está cansando las pa-labras, negándose a partir, negándose a abandonar a su gente. Y su gente es una fila de fantasmas. Todos los que fueron antes de él, que desaparecieron sin necesidad de marcharse, sus nombres antiguos forjando la clave de los sueños.

—De aquí me sacan muerto —dice.

Entonces mamá vuelve a explicarle lo que viene des-pués, cuando rujan los tractores en avalancha y nuestro pueblo desaparezca bajo el peso de una moderna carre-tera, hoteles, playas y turistas elegantes. Viviremos en una casa blanca, sólida, en otra calle todavía sin árboles y en un barrio que me parece de mentiras. Al otro extremo de la isla. Una casa nueva, con tres escalones de ladrillo rojo, dos alcobas olorosas a pintura fresca, una sala con mece-doras y retratos de viejos bigotudos. Una casa sin obscuros rumores bajo el piso, en donde la humedad no molerá sus huesos —ni el mar lo desvelará con sus gemidos— tan her-mosa que su corazón terminará por alegrarse.

Él mueve la cabeza testarudo. Clava en ella dos ojos tris-tones y nublados, blancos en su cara morena, apenas perci-biendo sombras inconclusas. Masca su tabaco. Y la mira. Y no deja de mirarla con más y más tristeza.

—¿Soy acaso un velero que puede navegar de un sitio a otro?... ¿acaso la humedad y los huesos no están en mí que soy una sola persona...?

—No es culpa mía. Yo qué sé. Son cosas del gobierno.

Mamá abre la puerta de la calle. Arrastra una silla y lo lleva de la mano —afuera— para que se siente al fresco. Para que hable con nadie y que sus quejas se pierdan en el viento salobre que galopa por encima de los cocoteros.

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—Son cosas del progreso —repite mamá, y regresa a su cocina con pasos espantados, como si cortara el nudo de un secreto.

Mi abuelo se dobla con trabajo. Toma un puñado de tierra mojada y la tritura suave, grano por grano entre sus dedos. Dedos inmensos, retorcidos, tan viejos como esas puertas azotadas por la arena, acongojadas por el abando-no y el movimiento sin cerrojos, que ya se comieron la esta-tura de la gente. Besa la tierra, mientras silba una melodía que no comienza ni termina, trenzada de siglos atrás, evo-cando lo que no debe morir en el olvido. En el norte de su voz corren los antepasados de sus antepasados blancos a caballo, en el sur de su voz mueren los antepasados de sus antepasados negros bajo el látigo, en el este está marcada la tradición que se borrará al perderse la tierra, y al oeste toda su vida sonando en el tambor de la canción. Cuando la melodía se apaga en el humo del tabaco, me arrodillo a los pies de mi abuelo. Rezo. Rezo con él. Pido que no lo maten sus recuerdos.

Los viejos que hablan con nadie detestan estar solos.

—Si fuera joven, pelearía con el gobierno —grita con voz enronquecida y puño levantado, seguramente cansado de rezar.

Acaba de cumplir noventa años. Es alto, seco, encorva-do. Obscuro y arrugado como un árbol reseco. Hace tiem-po que no habla de los arrecifes de la isla. Ni de redes ni de nasas ni de langostas ni de lapas. Ni siquiera el precio del pescado le interesa, puesto que no puede trabajar. Apenas contemplar su tierra, su visión del mar y sus pensamientos ocultos. Y su enemigo, el gobierno, es un gigante de mil cabezas, capaz de vivir en varios lugares a la vez. Me ima-gino que tiene dientes largos, tan afilados como los de una barracuda. Se alimenta de cosas especiales. Por ejemplo: historia - próceres - impuestos - soberanía nacional. Simón Bolívar nació en Caracas. Padre Nuestro que estás en los cielos y venga a nos tu reino. Huelgas... ¡Estado de sitio! ¡Pum pum pum! Tanques y soldados. Presos políticos. ¡Oh Gloria Inmarcesible!

No se puede pelear con el gobierno.

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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago

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Es lo que me imagino. Nada más. Es lo que sueño cuando duermo y lo que me despierta cuando grito. Viene como un cangrejo en la penumbra, apretándome con sus tenazas el corazón, desde que él —cada día más viejo y encorvado— supo que el gobierno nos echaba de esta tierra.

—...consultaron sus leyes y nos catalogaron indefensos. Llegaron, expropiaron, dictaron resoluciones y nos quitaron lo que amábamos: el rastro de lo que fuimos o pudimos ser, el derecho a los mismos caminos y a las mismas costum-bres. La tradición no escrita, que es la tumba de los que murieron ayer y la cuna de los que nos sucederán mañana. Hasta la presencia invisible de los muertos...

Mi abuelo murmura dulcemente. Sabe decirme sus co-sas. A mí, que ya alcanzo a su cintura. Cosas que no pue-do entender. Palabras que juré guardar como un tesoro y repetir cuando sea tan alto como él. Cuando la isla era un inmenso bosque de flores y palmeras y los barcos se anun-ciaban con el sonar del caracol. Y cómo llegaron extraños del continente, a levantar edificios de hierro y de concreto, a opacar las noches de luna con bombillos eléctricos, co-diciosos de la tierra, a convertir los tranquilos caminos en calles y almacenes populosos. Me habla del fruto del coco, fuente de la vida. El huracán que lo arrastra todo a su paso. Los dupys tutelares. El mal de ojo que ronda a los recién nacidos y el something que mata a la gente. La bendición del hombre anciano que nunca hace daño y el mar que nos rodea.

Escucho, muy dentro, en donde tengo frío y me pongo a temblar cuando paso por las casas vacías. Esas casas en hilera, que pronto serán madera de fogón o dormirán para siempre en el fondo de un espejo de cemento.

Mamá sale de la casa, con una manta entre los brazos. Cubre con ella los hombros del abuelo, voltea la silla bus-cando el curso del sol y me ordena entrar en la cocina. Hace calor, pero él es muy viejo y nunca se calienta. Los ojos de mamá están enrojecidos, parece pequeñita, lastimera, tan delgada con su vestido negro.

—Ante todo limpieza y dignidad —dice.

—¿Por qué?

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—Es el único patrimonio de los pobres.

—¿... y si fuéramos ricos...?

—¿qué? ...

—¿Nos quedaríamos aquí?

—Nadie puede escoger. Es un asunto de estado y nos compraron la tierra. Tenemos que marchar y punto en boca. ¡Ahora cállate! Que no se hable más del asunto.

Primero me limpia la cara con un trapo, sacándome ar-dor y brillo, restregándome con fuerza las orejas. Después me unta vaselina —que saca de un frasco verde, redondo y fragante— para que entre en mi pelo motoso la peinilla.

—¡No te comas las uñas...! Y cuidado con pisar los zapa-tos, es terriblemente feo. ¡Camina derecho! Persígnate. Si tu padre, si te viera el sinvergüenza de tu padre.

Por fin salgo vivo y con camisa limpia.—Bendición, abuelo.

Hay una lucecita bailando en las monedas de sus ojos. Quién sabe. Todavía es temprano y él también sabe de pe-leas.

Voy por última vez a la escuela aunque ya no vivimos aquí. No importa que las calles permanezcan iguales y la comida tenga el mismo sabor y de noche me despierte pensando en los fantasmas. Ni siquiera cuando echo mi an-zuelo desde la punta del viejo muelle, quebrando el agua con su garfio rizado, pienso que estamos aquí. Estoy miran-do otro cielo. Un niño tres centímetros más alto. Imagino lo rojos, lo lisos y pulidos que serán los escalones de la casa nueva.

—Atencióooon, atencióooon...!

La maestra agita la campanita. Alisa su blusa verde, or-dena los papeles del escritorio, frunce las cejas pobladas. Este año tiene hilos plateados en las sienes. Abre los labios en una sonrisa, pero termina apretando los dientes. Es raro, olvida la oración de la mañana. Nosotros estamos limpios, peinados, silenciosos.

Ella pregunta:

—¿Qué es oración gramatical?

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Respondemos en coro:

—Oración gramatical es una o más palabras con las cua-les expresamos un pensamiento.

—¿Por ejemplo?

—Amas. Dios es bueno. Tomás trabaja la tierra.

Tomás soy yo. En seguida tenemos ejercicio escrito y buscamos cuántas vocales hay en cada una de las palabras siguientes: Jesús - Virtud - Capitán - Agua. Nos codeamos, de pupitre a pupitre, sonrientes; así los turistas verán que somos montones de niños en la escuela. Los que vienen en avión desde el continente y pasean en carritos descu-biertos, tostados por el sol, y toman fotografías. La maes-tra está aburrida de ellos. Ya no tiene nada qué decir y le cuesta trabajo atender a tantas preguntas. Preguntas sobre si preferiría quedarse, si le duele partir y usted qué opina.

De todas maneras, aunque esos tipos del continente se ocupen de nosotros y en los periódicos salgan retratos de las casas, la iglesia y los pescadores, a mi abuelo ya le mataron sus recuerdos. Porque hay cosas que no podemos cargar en un camión ni colgárselas al cuello. Tendríamos que inventar un pueblo diminuto —sin que falte un grano de arena, la tumba de los bisabuelos que está en el jardín de en frente, los cocales o el árbol del pan— y encerrarlo en una caja de música, para que le diera cuerda cuantas veces se le antoje. Claro, ante todo los sermones del cura y los rezos dominicales. Y la luna llena cuando surge del mar en noches oscuras. A lo mejor menos de tumbas que de lutos. ¡Ya viene la banda tocando en carnavales! Ese olor a pan de coco, pescado frito y ron-don de todos los días. Más bien el paso de los pájaros de octubre. Tal vez mi padre, cuando tocaba la guitarra en los kioskos del Johnny Key, antes de fugarse con una turista de ojos verdes. Se me ocurre, hasta el último perro. Sólo que los perros se fueron o se murieron de hambre.

—¡Tomáaas...! ¡Sigue trabajando...!

Los otros niños escriben. El chino muerde un lápiz y Leda me saca la lengua. Un hombre barbudo, ojeroso, en vestido de baño y camisa de colorines, quema luces azules. Más fotos. Más preguntas. La maestra lo esquiva y esconde la

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frente tras el libro de castellano, supongo que entre el sus-tantivo y el adjetivo.

—¡Atención...!

Vuelan los lápices. El hombre barbudo sigue robando con su cámara el mapa del Archipiélago suspendido en la pared, el tablero perfectamente limpio, los tarros de avena en donde sembramos fríjoles la semana pasada. A noso-tros. Tan limpios. Tan ocupados con Jesús, la virtud, el ca-pitán y el agua.

Luego salimos en orden, de a dos en fondo, para asistir a una función de despedida. Habrá discursos, autoridades, música y banderolas. Tan - Tan - ra tacchsssssinnnntcccc-chhsssssinnnnnn.... plan rataplán. En una esquina está mamá, con los párpados hinchados de llorar. Como todas las mujeres de nuestro pueblo. Escucho su voz enronqueci-da a la altura de mi nuca.

—¡Cuando terminen los discursos corre a la casa. Tu abuelo está perdiendo la chaveta...!

Me escapo por un atajo bordeado de cocales, persegui-do por sollozos, tambores y discursos. El zumbido de los altavoces y la música estridente de la banda.

—...éramos señores de esta isla, en nuestra humildad tan poderosos que nadie nos disputaba ni el mar ni la tierra, desconocidos para el resto del continente, pero dueños de nuestro propio destino.

Mi abuelo sigue hablando con nadie, ahora con una es-copeta entre las manos:

—Si el gobierno y los pañas quieren guerra... ¡La ten-drán...! ¡Los reto a que vengan a sacarme de mi tierra!

Está sentado en la sombra que arroja el techo de la casa, única figura en la calle solitaria, impertérrito, como un tron-co milenario. Tras él puedo ver las sombras bienhechoras de sus antepasados. Nada le asusta ya. Defenderá la tierra hasta el final.

Como no puedo traicionarle, comienzo a levantar una barricada —tal como hacen los guapos en las películas de vaqueros— con la mesa de la cocina, las sillas, las camas, el armario con espejo de luna, las ollas, sobre la tumba de los

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bisabuelos. Amontono pan, cocos, pescados y garrafones de agua dulce, sin que falte el caballito de madera que me regaló papá antes de marcharse con una turista gringa. Hay que estar prevenidos, como dice el abuelo. No sabemos cuánto durará esta guerra.

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narración de Un soñador de tesoros

En mi isla hay muchos tesoros enterrados. Es cierto. Si us-ted no lo cree, puedo mostrarle la fortaleza del pirata Henry Morgan, en donde existe una montaña de oro que todos los años se hunde más y más en el fondo de la tierra.

Como Henry Morgan era un hombre feroz, que asesinó a muchos cristianos y amasó con sangre de esclavos las pie-dras que ocultaran el secreto, es preciso soñar con el sitio preciso y cruzar un camino vigilado por fantasmas para en-contrar el tesoro. Pero yo no tengo suerte y como soy marino y sobrino del padre Archbold, nadie me visita en sueños. Tal vez porque me fui a estudiar a Medellín y estuve muchos años lejos de mi tierra.

Luego me cansé del estudio y regresé a la isla que es tierra de navegantes, y ahora trabajo en este barco: El Pomare II. Y cuando estamos en altamar me pongo a buscar senderos y senderos en la duermevela para encontrar la entrada al mun-do del tesoro. Pero yo no tengo suerte.

En cambio, la vecina, Miss Bordee, vio en sueños a un hombre oscuro que le dijo:

—Levántate temprano, y desde la puerta de tu casa cami-na cincuenta y siete metros en dirección del Oriente, hasta donde hay un árbol de anón. Allí te encontrarás con un hom-bre que viene caminando, con un pico y una pala al hombro. Deténlo sin decir palabra, pues también tuvo su sueño. Toma el pico, déjale la pala. Cava en su compañía. Lo que encuen-tren es de los dos.

Ella se levantó al amanecer. Caminó hasta el sitio indica-do por el espectro. Todo sucedió como estaba previsto. El hombre y Miss Bordee cavaron en silencio, desde el ama-necer hasta la puesta del sol. Cuando por fin tocaron tierra removida, vislumbraron una inmensa caverna subterránea en donde brillaba un promontorio de doblones de oro, pe-drería y ornamentos del culto católico. Ante tanta riqueza,

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ella llamó codicia a su corazón y, más rápida que el pensa-miento, comenzó a gritar reclamando la exclusiva propie-dad del tesoro. Entonces la tierra tembló deslizándose con gran estruendo bajo los pies de Miss Bordee y del hombre del pico y de la pala, levantando zozobra en el mar y pánico en el aire, antes de regresar a su lugar.

Ese fue el año del último huracán que arrasó la mitad de mi isla.

Pero Miss Bordee estaba protegida por dupys tutelares y un año después tuvo otro sueño. Vio al hombre oscuro que le dijo:

—Sal de tu casa al anochecer, camina cien pasos al Occi-dente, en dirección del mar. Allí encontrarás unas escaleras de piedra. Sube por ellas y cuenta setenta y siete escalones. Allí encontrarás un cofrecito oxidado que contiene una llave más grande que tu mano derecha. Toma la llave, sube tres escalones más hasta tocar una pared rocosa, en donde ve-rás una puerta con su cerradura. Abre la puerta. Detrás de ella existe un extenso terreno arenoso, y en la mitad de él una gran piedra. Debajo de la piedra duerme un feroz can-grejo negro. Déjalo tranquilo. Se irá por sí solo. Luego cava un poco con las manos, hasta tropezar con la argolla de un cofre pirata. Dios te dará fuerzas para levantarlo. Ábrelo con la llave, cuenta las monedas y límpialas antes de llevarlas al pueblo. Lo que encuentres repártelo así: un quinto para los pobres, un quinto para la iglesia y el resto para ti.

Miss Bordee siguió las indicaciones del espectro al pie de la letra. Subió las escaleras, tomó la llave, abrió la puer-ta, levantó la piedra. Pero como no llevaba buenos pensa-mientos, se asustó terriblemente al ver al cangrejo negro y, abalanzándose sobre él, lo destrozó con la llave. Entonces la tierra tembló y nuevamente un gran tesoro escapó de sus manos.

Ese fue el año de la última sequía que asoló a mi isla.

Dicen que Miss Bordee cayó al suelo como fulminada por un rayo y estuvo varias horas sin sentido. Cuando se incorporó para regresar a su casa, encontró que el lugar, estaba rodeado por una maleza enmarañada. No existía ni llave, ni puerta, ni pared, ni piedra, ni escalera. Ni nada.

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Unos pescadores que por allí pasaban escucharon sus gritos y la encontraron echando espuma por la boca, con el rostro arañado y la falda hecha jirones.

Miss Bordee se encerró en su casa y nunca más he vuelto a verla. Y cuando estoy en altamar, solo, sin nadie que hable conmigo, me pongo a pensar en qué sitio de mi isla puede estar enterrado el tesoro. Antes de dormirme llamo a los dupys para que me visiten en sueños. Porque yo no soy egoísta y repartiría la mitad entre mis amigos y parientes. Lo que pasó es que como me paso la vida en el mar y soy sobrino del padre Archbold, no puedo perder el tiempo en busca de tesoros.

Porque yo no tengo suerte.

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para los qUe aman el vino

Así se lo cuento. La luz de mi hombre está detenida. Pri-sionera. Encerrada tras las rejas de la Cárcel de La Loma. Sin posibilidad de defensa ni salvación. Sentenciada a una condena infame. ¡Él no volverá a estrecharla entre sus bra-zos por más de seis meses! ¿Y todo por qué? por qué por qué por qué

porque desde que los pañamanes mandan y comandan en esta isla vivimos en una forma imposible.

Como no me estoy refiriendo a la política, ni siquiera mencionaré la actitud solapada como engañaron a nues-tros ingenuos abuelos para despojarlos de sus tierras. Al precio de “Vete tú para entrar yo.” No. Ni más faltaba. Yo no soy una mujer resentida. Ese asunto pertenece al pasa-do. La historia historia es.

Lo que me fastidia es que los pañamanes convirtieran mi isla en una prisión rodeada de agua por todas partes, en donde se paga hasta por el aire respirado. Un lugar en don-de los sentimientos más sagrados se cotizan al precio de un embarque de cemento. Pero vamos con calma. Ya les contaré lo que le pasó a mi hombre con Flower on Sunday. Culpa de los pañas... ¡los condenados no tienen ni pizca de vergüenza! ... gente que no sabe de libertad ni de aire puro, pues hasta en la eterna presencia del mar parecen fastidiarse.

Por lo mismo viven todo el santo día encerrados en sus almacenes. Un año y otro año. Con el signo de pesos ilu-minándoles los ojos. Da lo mismo que sean paisas, majitos, franchutes, spaguettis o aspirantes a dormir en el seno de Abraham. Todas sus ambiciones se concentran en vender el equipo de sonido, los televisores, la licuadora y el ayu-dante de cocina a los turistas. Made in Japan. Como si las máquinas suplieran el amor y los afectos (y la crema para el cutis ajado y las medias para la vena várice y el jabón de algas con fórmula científica y los equipos de buceo y las sedas estampadas y las porcelanas Capo di Monte). Porque

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ya la gente no tiene tiempo de buscar placer en compañía y compra cosas para engañar a su propia soledad.

Es por eso por lo que cuando paso por El Almacén Líbano de Kamal Malek y él me dice:

—Aquí bu gonsigue de toda, sañorita. Mucho bueno. Mucho barato. Bañueletos abericanos. Berfumos brance-sos. Buchos bonitos telos. Arbesanía de Gulombia. Segre-tos bara el amor. Bu gombras. Yo vando tu, sañorita.

Yo le respondo:

—Sí, Kamal. En esta isla se consigue de todo. Menos vida, que sólo la da Dios.

Entonces Kamal piensa que la vida es un artículo de pro-hibida importación. Me mira con aire misterioso y susurra, golpeándome con su aliento saturado de ajo-menta.

—Yo bonsigue vida a ti, sañorita. Dime el marco no más, que te lo baso de gontrabando.

Kamal Malek es un pobre beduino desterrado por la mi-seria de su tierra. Un extranjero que lucha duramente contra el tiempo, mientras aumentan sus hijos y se le desvanece el capital. Duerme con su familia en los altos del almacén, desa-yuna café aguado sin azúcar, trajeado con las mismas mudas de ropa, lavadas y vueltas a lavar, una mirada nostálgica en sus ojos oscuros. Todavía Kamal Malek respeta las palabras, y roba un minuto de su tiempo al trabajo —de tarde en tar-de— para ofrecerme una taza de café y sentarse frente a su negocio a conversar.

Los otros pañas son cosa seria de verdad. No saben ha-blar de otra cosa que de licencias de importación. Impues-tos—seguros—saqueos—embarques—. ¿A cómo se cotiza el oro en el mercado mundial? ¿cómo influye en la economía colombiana la guerra árabe-israelí? ¡Qué tipos desgraciados los del Control de Cambio!

¡Hay que verlos, llorando unos en brazos de los otros...! Que si la temporada de vacaciones fue una birria y las excur-siones estudiantiles están acabando como el comercio de la isla, pues no se vende nada de nada. Como si los isleños no supiéramos que nuestros mejores edificios se encuentran en Medellín, Bogotá, Beiruth, Nápoles, Miami y Tel-Aviv.

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No faltará quien me diga que entre los pañas hay perso-nas honradas. Pues sí. Según y como se mire. Los hay. Su-jetos importantes, que nunca se untarán las manos por un peso. Van al Senado y a la Cámara cuando tienen ambicio-nes políticas. Fundan clubes por aquello de las aspiraciones sociales. Rechazan el soborno. Y la mayoría de las veces trabajan sin cesar, hasta enfermar de físico agotamiento... ¡para que más tarde sus hijos se crean de mejor familia y los miren por encima del hombro!

Pero no estoy enojada con los hijitos de su papá. Mi ale-gato es contra los pañamanes de mala clase, dedicados a amargarnos la vida constantemente. A nosotros. La gente de música y de mar. La gente como mi hombre, Epaminon-das Jay Long, que no nació para vivir encerrado entre blo-ques de cemento. Ni encuentra el menor placer en escu-char el timbre de una máquina registradora.

Me explico: Las cosas son de tal suerte desde que los pañamanes mandan y comandan, que poseer una lancha y presumir en el mar un rato los domingos se considera de buen tono. Sólo que si la misma lancha es fortuna y cama, casa en mar abierto, vehículo de alquiler y bodega de pes-cado, un hombre se convierte en un descastado al margen de la ley. Tal es el caso de Epaminondas Jay Long. ¡Dios libre a una muchacha decente como yo, fijarse en un vago como él!

Eso dice la gente. Pero yo miro hacia adelante y dejo pasar el viento.

Eso de ser mirado como un pícaro mala-ley sin oficio ni beneficio le tiene sin cuidado a Epaminondas. Tiene su pro-pia opinión sobre la materia. Él se sabe autor de su propio destino y tiene por territorio el gran océano y por techo la bóveda del cielo, y no existe pañamán que pueda des-calzarle. ¿Qué saben los pañas del sol, del viento, del aire puro? Tanto como un ciego de auroras boreales. Ni la voz insistente del pródigo mar Caribe ha podido enseñarles la diferencia entre libres y cautivos.

Eso creía mi hombre de buena fe.

Y por eso ha perdido a Flower on Sunday.

Desde antes él venía notando lo de las trabas y carteles

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que empujan a esta isla hacia la misma antesala del infierno.

PROHIBIDA LA ENTRADA

PROPIEDAD PARTICULAR

ALTO!!!

PRIVADO

NO HAY PASO

D O

B L

E V Í A

¡Stop! CUIDADO CON EL PERRO

PISE LOS PRADOS

Lo que es un insulto para todos nosotros. En esta tierra, nunca habíamos necesitado cerraduras. Las personas podían transitar tan libres como las aves migratorias.

Ahora hay que medir dos veces cada paso. Los carteles surgen como el moho en los rincones húmedos. Lo prohíben todo de todo. Por ejemplo: encender una hoguera, destapar una botella de vino rojo y cantar baladas en la playa. Desde bañarse en el mar en una noche de luna, hasta entrar en el cine con un niño de brazos. No vale un bledo el respetar a los mayores y observar las costumbres ancestrales. La sinceridad no es norma de conducta en estos tiempos. Según el código de los pañamanes... ¡primero es el capital, que la reputación viene después!

Así que no basta a un tipo honrado como Epaminondas Jay Long hacerse al mar para ganar la comida de los suyos. Tanto le da vender sus pargos y langostas sobrantes en los hoteles acreditados. No y no. Últimamente lleva con él una tarjeta laminada con todas las letras de su nombre. Se vacuna contra espantosas enfermedades que mis abuelos nunca co-nocieron. Y declara en una oficina atestada de funcionarios y de humo, peso a peso, lo poco que se gana. ¡Ni eso le sirve! Ya los pañamanes no se contentan con decidir sobre la vida y respetabilidad de los demás. Últimamente resolvieron tam-

NO

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bién ordenar en los efectos. Es por eso por lo que mi hombre ha perdido a Flower on Sunday. Y sin ella se siente perdido.

Juro. Sí, juro. Ante Dios y ante las leyes, que Flower on Sun-day no cometió ningún delito. Ni es culpable de escándalo, atentados a la moral o desacato a las autoridades. La detuvie-ron sin motivos justificados. Una arbitrariedad de los pañas de la policía, que desean controlar hasta el curso de la brisa, que si vías o contra-vías, desde el ruido hasta el silencio.

Todo comenzó un viernes en la noche, lluvioso y fúnebre como un atado de miserias. Epaminondas Jay Long está a la cabecera de Nick-Boy, su hermano, su sangre. Lo ve morir con angustia de puños apretados y lentitud agotadora, converti-do en un cuerpo sin alma que no recuerda su nombre o pro-cedencia. Con él están sus amigos del alma, Goyo Saldaña y Pepe El Tranquilo, Terranova González y Pinky Robinson, Lord Caca y Bello Román, Nicasio Beltrán y Celmira Galende. Es-tán. Unidos en el silencio de la muerte. Porque —como dicen los locutores en la radio—, hace tiempo que perdieron defini-tivamente la esperanza. Es la hora mala de Nick-Boy, muerto en vida desde hace meses, o su liberación absoluta.

Ellos sienten que el alma del amigo se esfuma a galope tendido. Tienen miedo. Y le suplican a Nick-Boy perdones en secreto: por las copas que nunca más podrán brindarle y los pesos que nunca le prestaron, seguramente por trampas en el juego, o los buenos negocios ahora irrealizables. ¡Hace sofoco de llanto contenido!... Goyo Saldaña contempla a Terranova González y Terranova mira a Pepe El Tranquilo con ojos lacri-mosos. Se puede palpar el trepidar de cada pensamiento, tan triste es la tarea que les espera...! Tabla por tabla medirán la esbelta figura de Nick-Boy… Fabricando al crepúsculo su casa mortuoria. En cada mano sentirán la herrumbre de los clavos pnnn- pnnn- clapp- pnnn- y no volverán a escuchar el golpe de un martillo sin pensar en gaviotas que pasan y amigos que se mueren.

Después de una noche interminable se asoma el amane-cer, animal sinuoso, escurriéndose por una puerta enlutada. Duelen los hombros que portarán la caja al cementerio. En su interior irá Nick-Boy. De nombre Nicholas Barnard Lever —is-leño de pura cepa— asesinado por el tiempo antes de marcar

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en el calendario los veintiún años cumplidos. Ellos están listos, sí. Ante el sino inevitable los espíritus ceden, el miedo se con-vierte en espantosa realidad y es el destino o los dupys de la muerte quienes ganan la partida. Están listos, dije. Serrucho, clavos, martillo, escalpelo. Sin permitir que el llanto los trai-cione.

—¡Él viveee...!

—¡Viveee...!

—¡Viveeee...!

—He live...! He live!

Entonces amanece fiesta en la alegría de Epaminondas Jay Long. Él se va a cantar a las playas de Bahía Sonora. Canta abrazando a su Flower on Sunday. Canta mientras le da la buena nueva a los amigos y parientes, de lado a lado de la ca-rretera. Canta por la Avenida de Bahía Sardina, seguramente para irrisión de los turistas. ¡Él canta! Y cuando los pañas pasan en sus relucientes automóviles, a él no le importa que sean paisas, franchutes, majitos, spaguettis o gringos... les grita:

—¡Viveee...! ¡Mi amigo viveee...!

Se pavonea en el centro de la isla con su hermosa Flower on Sunday. Toda ella adornada con cintas y rutilante pedrería. Es tanto el amor que los dos llevan entre el pecho, que las or-gullosas mujeres de los funcionarios públicos y de los grandes hoteleros salen a las ventanas a mirarlos.

Cuando Epaminondas Jay Long entra en La Calle Larga, tiene ejército de niños tras su paso. Viene un desfile de pitos y tambores en la distancia y el larguero de cemento. Piensa. ¡Celebran!... Hay banderas de seda, platillos, bum ba bum trompetines. Más niños que marcan al compás de un tambo-rilero. Risueñas muchachas de almidonados uniformes. Voces graves cargadas de proclamas, monjas adustas y coronas de papel crespón. Él grita con toda la fuerza feliz acumulada en sus pulmones:

—¡Vive...! ¡Mi amigo vive...! —en ese momento mis herma-nas se cuelgan de sus brazos. Madeleine y Miranda, las más bellas muchachas de esta isla.

Se escuchan risas, vivas y silbidos. De acera a acera en La Calle Larga, la multitud aplaude enloquecida. Todo el mundo

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exige las canciones de Epaminondas Jay Long. ¡Se comen-ta que pocas veces se vio un desfile parecido...! Miranda y Madeleine también quieren cantar. Flower on Sunday y él las acompaña.

Lógico. Cuando la diversión está en su punto culminante aparece un guardián del orden sacrosanto. Ese tipo al que le dicen Guasca, con uniforme verde y bolillo de madera fina, sudoroso de autoridad y de importancia.

—prrrriiiipppriiií... prrrriiiieiiii— hace sonar un silbato de metal y se lanza como un perro de presa a destrozarlos.

— Detenidos...! —grita— ¡Están detenidos! —mientras la sangre se agolpa en sus mejillas mofletudas.

—¿Quién, quién? —vocifera la multitud— ¿Quién quién quién si puede saberse quién?

Guasca suda a mares-uniforme-kepis-bolillo. En las ace-ras florecen los rostros bronceados de todos los Jay y los cuellos de toro de los González y los ojos oblicuos de los Cheng y resuenan las carcajadas de Goyo Saldaña. Todos ellos amigos, vecinos y parientes, con unas ganas locas de armar la de Dios es Cristo.

— ¿Quién, quién quién? —apremia la multitud.

—Las muchachas detenidas —pregunta Urbano Jay Ló-pez, tío de Epaminondas, Juez Tercero del Circuito.

—¿Quién, quién? —insiste alevosa la concurrencia.

—¿Quién?

—¿Epaminondas Jay Long?

—Noooo —chilla el paña con renovadas fuerzas—. ¡La guitarra!

Así se lo cuento. Flower on Sunday, la niña de los ojos de Epaminondas Jay Long, mi hombre, está detenida. Sin po-sibilidad de defensa ni salvación. Por qué por qué por qué

porque desde que los pañamanes mandan y comandan en esta isla vivimos en una forma imposible...!

Y a mí me va a llevar el diablo si no la sacan pronto de la cárcel.

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¡líbranos de todo mal!-1989-

Tiquete a la pasiónViernes del espejo

El vengador errante contra el enemigo público número uno

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¡líBranos de todo mal! -1 9 8 9 -

tiqUete a la pasión

La popularidad de El Artillero entre los estudiantes novatos respondía al vicio de la comodidad. Era el establecimiento más cercano a la universidad, ofrecía cerveza a precio nor-mal y comida barata. Constituía un reducto eminentemente masculino —como un sólido club inglés— impermeable a los avances feministas, en donde se podía estudiar hasta la madrugada. Obsceno y alegremente feroz, el dueño aterro-rizaba a las mujeres con su vocabulario asqueroso y facha de asesino. Tocante a la música, era un romántico incurable asido a un nostálgico pasado. Los viernes en la noche solía llorar por un amor tierno y juvenil, una hembra extraviada en los abismos de su vida.

Adrián había aprendido a leer entre el bullicio. A ense-ñar respetuosamente sus papeles a la policía. Y a sortear la euforia homicida de los borrachos al amanecer. Hasta se emocionaba con los antiguos boleros de Lupita Palomera, Elvira Ríos y Leo Marini. Le agradaba el café. Resultaba pre-ferible comer allí que cocinar en su apartamento; evitaba las compras y los platos sucios. Además, se había encapri-chado con la camarera Número Cuatro.

La del Número Cuatro nunca miraba fijamente a los ojos de nadie. Giraba entre las mesas, los hombros rectos, el aire cenceño. Delgada, de senos altos y tobillos finísimos, no era altanera ni obsequiosa. Atendía estrictamente a su trabajo. Curiosamente, ninguno de los habituales del café se atrevía a manosearla. Obeso y estrafalario, el dueño tam-bién evitaba mortificarla, aunque insultaba a las otras mu-chachas por menos de nada.

Mientras saboreaba un café negro o tomaba lentamen-te una cerveza, Adrián intentaba atraerse a la del Número Cuatro. Pero los resultados de su devoción eran nulos. Ni los piropos delicados, ni su innata cortesía, ni siquiera su figura templada por el tenis ejercían sobre ella la menor atracción. Sus esfuerzos rebotaban sobre una helada indi-ferencia. Y los intentos de conversación se esfumaban en

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monosílabos. Sí-no-luego-también-ahora-no-gracias. Ella tenía mucha habilidad para limpiar, servir, tomar y devolver el dinero. No era fácil retenerla junto a la mesa. En tres me-ses de atención Adrián no había logrado una sonrisa o visto una chispa interesada en los ojos endrinos. ¡Qué mala pata!

Adrián llegó al colmo de prestar el automóvil de su tía Luz. Un lustroso Mercedes Benz que la vieja apenas sacaba a la calle. Era sábado. Y esperó con paciencia, a sabiendas de que el turno de la Número Cuatro finalizaba a medio día. Tampoco la gasolina hizo el milagro. Ella rechazó la invita-ción a pasear, cortando de plano los elogios y argumentos que traía preparados. Movió suavemente la cabeza, sin que el rostro moreno y agudo en sus contornos demostrase asombro o emoción.

—No, gracias.

La del Número Cuatro vestía falda a cuadros, blusa azul y sa-cón negro. Se alejó entre la multitud hostilizada por el frío, esa multitud dueña de una agresividad totalitaria, levadura diaria en Bogotá. Enternecido, Adrián pensó que se veía extraña sin el delantal blanco, insegura, huesuda, demasiado ojerosa a la luz del medio día. No intentó detenerla. El tráfico era —igual que siempre— absurdo y caótico, y resultaba estúpido arriesgarse a manejar en el centro internacional. Su pase estaba vencido.

—Parecía una institutriz en su tarde libre —se dijo mental-mente.

Como no había esperado demasiado de aquel encuen-tro, tuvo el coraje de telefonear a su tía Luz para invitarla a tomar el té. El sacrificio del té con milhojas, repollas y queso fundido, incensado por la charla insustancial de su prima María Lucía, resultó productivo. Recibió tres mil pesos, la oferta del automóvil cuantas veces quisiera. Obsequios nada gratuitos, porque María Lucía era sobrina-nieta de Luz, la niña consentida y heredera-nieta de la acaudalada abuela Gunda Vengoechea. “¡Un buen partido!”, decían las señoras bogotanas. Toda la familia esperaba, tarde o tem-prano, fraguarles un noviazgo. Ja ja. Como si él, Adrián, no estuviese locamente enamorado.

Esa misma tarde Adrián compró los zarcillos plateados. La última moda. Hizo envolver el regalo en papel de seda

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y estuvo toda la noche emborrachándose, imaginándose el amor con la del Número Cuatro. Desnuda-piel-de-oliva. El cuello moreno besado por los zarcillos resplandecientes.

Lunes. El Artillero estaba casi vacío, escasamente había un grupo de estudiantes novatos junto al traganíquel. El dueño, inmensamente gordo y tiernamente borracho, la misma rasca del viernes, lloraba por la añoranza de una tal Lilime. La del Número Cuatro aceptó el regalo sin titubear, quizá porque Adrián estaba solo en la mesa.

—Gracias —dijo—. Muchas gracias.

Quince días más tarde, durante los cuales ella no lució los zarcillos o mencionó el detalle, preguntó:

—Usted, don, ¿cómo se llama?

Sorprendido, Adrián notó un dejo acariciante en su voz. Gránulos azucarados bajo el áspero acento.

—Adrián Urdaneta —respondió—. Me llamo Adrián.

—El sábado tengo el día libre, si usted quisiera...

—¿En dónde nos encontramos...? —le mutiló el resto de la frase, con miedo a desperdiciar un minuto de aquel sába-do próximo. Le ardía la garganta.

Ella ignoró la pregunta.

—Quería pedirle un favor muy grande —mantenía los ojos clavados en un vaso, mientras con un trapo rojo limpia-ba la mesa suavemente.

—Lo que quiera y como lo quiera —dijo él fervorosa-mente.

Se contuvo, aturdido. No deseaba traicionar las noches que tenía en mente, las duermevelas en donde ella surgía inquieta, apasionada. Debía impedir al deseo nublar los iris de sus ojos. La mano flaca, de uñas maltrechas, se detuvo con brusquedad. Ella guardó el trapo rojo en un bolsillo del delantal. Lo miró fijamente. Dijo:

—Acompáñeme el sábado. Voy lejos.

La mano se movió hasta la altura de los pechos. Tomó un papel cuidadosamente doblado, arrancado de un cua-derno escolar.

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—A las cuatro de la mañana. Le anoté la dirección.

Mucho antes de la hora fijada, con su mejor vestido, Adrián esperaba en el limbo de los que aman. Había gas-tado un tercio de su presupuesto semanal en el peluquero y la manicura. Sentíase afiebrado. Con hambre. La dirección correspondía a la estación de buses VELOTAX, que en la madrugada parecía la antesala del juicio final. La gente se empujaba para llegar a las ventanillas, ladraba un perro, un lotero ofrecía la suerte con el número siete. Aparecían fami-lias enteras que traían maletas atestadas a reventar, portaco-midas y ollas con papas saladas, chorizos, tamales, menudo, carne sudada; atados de ropa, galones de aceite y pacas de hediondo pescado seco.

Ella se le acercó sorpresivamente cuando temía haberla perdido entre la vocinglera multitud. Lo eclipsó todo con su presencia: el desorden, la suciedad del lugar, el tufo del pescado, las risotadas de tres niños persiguiéndose entre las piernas de los viajeros. Iba enlutada, con ese negro ascético de los monjes medievales y las mujeres recreadas por García Lorca; ese negro que no admite el marfil en las medias trans-parentes y excluye los tacones altos como si fuesen amora-les, pecaminosos.

Adrián, minutos antes dispuesto a recibirla con un beso, musitó un saludo convencional.

—Vámonos —dijo ella.

—¿A dónde? —preguntó, indicando las ventanillas.

La del Número Cuatro negó con la cabeza. Un gesto que estaría adherido a los recuerdos de Adrián en los años ve-nideros, inclusive cuando la mujer de piel-oliva se hubiese desdibujado para siempre.

—Compré los tiquetes ayer —iba guiándole entre la gen-te, hasta llegar a un corredor estrecho, mal iluminado. Tras los amplios cristales de una puerta manchada por las mos-cas, el pullman estaba listo a salir.

Ella tomó asiento junto a la ventana. Adrián corrió el vi-drio. Una ráfaga de aire helado dispersó el olor a vómito y a ropa guardada que medraba tenazmente bajo el lavado re-ciente, el jabón, la creolina. La mañana se anunciaba lluviosa.

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Y el radio sonaba a todo volumen.

Viajaron casi dos horas, silenciosos, entre la barahúnda de los pasajeros que tomaban cerveza, kumis, aguardiente en cada estación, los tristes ladridos del perro en su gua-cal y el lloriqueo intermitente de un niño iracundo. En cada pueblo subían y descendían los campesinos cargando palo-mas y arrendajos enjaulados, gallinas amarradas, bultos con naranjas o habichuelas. Tuvieron por un rato a un corderito que dormía beatíficamente, a pesar del niño iracundo. Nu-bes de mujeres zarrapastrosas se acercaban a vender miel perfumada, moras de estación, uvas negras empañadas por los insecticidas, manojos de flores que se marchitaban y co-rrompían visiblemente.

—Empanadaaaaasss, las empanadaaassss.

—Masatooooo.

—Tamalessss.

Esperanzado, Adrián invitaba a la del Número Cuatro a probar lo ofrecido, como si le brindase chocolatines y ella fuese un tanto más sensible y exquisita que su prima María Lucía, niña absurda que la tía Luz deseaba meterle por los ojos. Ella rechazaba continuamente y sin decir palabra; mien-tras los compañeros de viaje engullían rodajas de piña, cerdo nitrado, morcillas rojas, muslos de pollo azafranados, refajo, corazón frito. Voraces, insaciables, con placer canibalesco y ají picante. Adrián sentía en su estómago vacío el ardor del hambre y el ridículo, la cercanía de un peligro desconocido, el miedo agazapado al final del camino.

Descendieron en un recodo de la carretera. Frente a una casona antigua, de paredes descascaradas por el tiempo, columnatas y techos altos —que aún transmitía un aire de hacienda rica— en donde funcionaban varios negocios. Restaurante-carnicería-montallantas-baños públicos. La del Número Cuatro dijo que deseaba saludar a una amiga.

—Trabaja en la cocina. Ya regreso.

Adrián aprovechó para orinar en un baño asqueroso, en donde había un lavamanos desportillado y un mingitorio. Al lavarse las manos la canilla tosió, dejando escapar un hilo de agua herrumbrosa que cesó tan súbitamente como apareciera.

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Después, tomó asiento en el corredor. El patrón le trajo un aguardiente doble. Usaba un blusón pringado de san-gre húmeda y costras resecas, con la misma presunción con que el más sofisticado barman luce una chaqueta nueva.

—Oiga, su mercé...

Adrián se volvió. De la misma nada surgió un niño de ocho o diez años, envuelto en una ruana mugrienta, som-brero embonado hasta los ojos y alpargatas de fique. Terri-blemente sucio. Las mejillas encendidas por el frío. Le pidió veinte pesos por un ramo de campánulas, agapantos y mar-garitas silvestres. Apoyado en el mostrador de la carnicería, el patrón afilaba una hachuela brillante.

Tomó el ramo y pagó sesenta pesos por él. El niño, sin dar las gracias o sonreír, desapareció entre las peñas y zarzas, al otro lado de la carretera. Entonces se dijo: “Me pueden matar con esa hachuela, matar y descuartizar, sin que nadie se entere o quede rastro de mi existencia. Hasta pueden ganar dinero vendiendo mi carne a los viajantes...”. Un terror indescriptible y fantástico le invadió, aumentando su deseo por la Número Cuatro. Se hubiese puesto a gritar, pero temía mancillar el resplandor alcanforado de aquellas flores sin aroma. El patrón repitió la dosis de aguardiente.

Ella regresó con el rostro y las manos recién lavadas. Ta-paba su cabello negro con un pañuelo negro.

—Gracias —extendió rapazmente los brazos, con placer inusitado. Como si las flores compradas al niño mugroso y fantasmal (destinadas a quemarse bajo las heladas o a servir de forraje al ganado) se tornasen de oropel o terciopelo—. Gracias gracias gracias —repitió—. A mi hijo le gustarán.

El patrón cobró los aguardientes sin molestarse en re-gresar el cambio.

Luego caminaron por un estrecho sendero apisonado por el diario transitar de las ovejas, encontrándose de pron-to en un cementerio rural —limpio y cuidado— erizado de cruces encaladas. La del Número Cuatro se arrodilló frente a una tumba pequeña, modesta. Un islote de pensamientos miosotis y amarillos, geranios, novios, azaleas. Los helechos crecían profusamente. Adrián ayudó a quitar las ortigas y

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cadillos que asomaban entre las hojas. Limpió la tierra de hierbas secas, trituró larvas grasientas que se enroscaban sobre el nombre grabado en la piedra: José María.

—Es una lápida bonita, requetebonita. Me la hicieron en Bogotá, don Remberto Arenas, el dueño de Relieves Artís-ticos —dijo la Número Cuatro orgullosamente.

Desconsolado hasta la ira y sin fuerzas para explotar, Adrián trajo agua en un tarro de galletas desde una alberca situada al fondo del cementerio. Y la contempló mientras arreglaba las flores en un recipiente de cemento —empo-trado sobre la tumba— en forma de góndola. El sábado tan esperado cabalgando irreversiblemente hacia su muerte, un día que nunca más, aunque viviese años y años, tornaría de nuevo. La primera vez que no existía, era un no-él, ab-solutamente nulo, porque en el curso de las horas ninguna voz humana había pronunciado su nombre. Una manera in-sultante de extraviarse en el olvido y convertirse en nadie.

—Me llamo Adrián Adrián —se repitió.

Repentinamente ella comenzó a cantar. Lo hacía de un modo salvaje, delirante y equívoco, sin perder no obstante la compostura o turbar la belleza contenida en su rostro de porcelana oliva. Era una empalagosa ronda infantil, pero en su voz adquiría un significado tortuoso, inexplicable, como si en lugar de un hijo recordase a un amante fugitivo. Larga-mente añorado. Adrián no se atrevió a formular las pregun-tas que le atenazaban, aferrándose a lo improbable: “¿En dónde diablos el artesano había visto una góndola?”

De pronto, escuchó hablar a la del Número Cuatro.

—A él le gustaba la música —y en tono confesional—: le gustaba a la hora de dormir, de comer y de jugar en la calle.

Enseguida comenzó a rezar el viacrucis.

El regreso fue una copia deteriorada del viaje anterior. Había más bebedores, el conductor tenía la radio apagada, los niños dormían rendidos. Eran los mismos vendedores, igual la miseria y la comida ofrecida. El crepúsculo iba de-rritiéndose entre las montañas. La polvareda se mezclaba con la niebla harinosa. Camiones y buses de línea ahilaban atronadores peleándose el dominio de la carretera. Adrián

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tenía frío. Y estaba irritado. La del Número Cuatro mastica-ba alfandoques pegajosos comprados al patrón del blusón ensangrentado, sin mirarle ni hablar. Sentada junto a un perfecto desconocido. Nadie.

En el terminal de VELOTAX, cuando le preguntó si de-seaba acompañarle a un restaurante ella movió la cabeza. El gesto ya familiar. Resumen de un enamoramiento con-trariado.

—¿La llevo a su casa?

—Bueno.

Vivía en el barrio La Candelaria y no lejos de El Artille-ro. El inquilinato funcionaba en una casa colonial, que a los turistas debía recordarles despóticos virreyes y mujeres de hermosura legendaria. Había letreros en las ventanas —Se alquila pieza-inyecciones a domicilio-Hay obleas— y cuca-rachas en el zaguán empedrado.

La habitación era amplia, con ventana a la calle. Tenía una cama estrecha, dos sillas, una cómoda. Sobre el sarro del tiempo y la madera fatigada, el piso rezumaba cera líquida. En las paredes colgaban numerosas fotografías. Mostraban a un niño desde su primer día de nacido hasta los seis o siete años. En los últimos retratos, tomados en un parque, madre e hijo estaban en un carrusel, sentados en la imitación de una góndola. La Número Cuatro sonreía, fe-liz, en una actitud pletórica que Adrián desconocía en ella. “¡Extraño! No hay un padre a la vista. Como si el amor, el orgullo, la desbordante alegría experimentada con el naci-miento de aquel hijo no tuviese relación con ningún hom-bre en particular.”

Adrián contuvo la tentación. Preguntar fechas, lugares, el nombre del hombre volcado en el rostro jubiloso del niño muerto. Tenía celos. Y ella detectó sus pensamientos. Sin que mediara insinuación comenzó a desnudarse. Entonces el mundo dejó de ser un lugar brumoso, plagado de sórdi-dos y vocingleros terminales de buses, destruido y corrom-pido lentamente por ese parásito llamado hombre. Dejó de ser una eterna, polvorienta carretera hacia la angustia. Adrián olvidó el final inevitable y su propio nombre en una lápida grabada.

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Le hizo el amor durante toda la noche, volcando en la piel extasiada el desespero de sus noches solitarias. La ti-midez disuelta en furia y la furia convertida en una ternura ardiente, esclava y demoledora, que —estaba seguro— desde esa noche iba a gobernar el resto de su vida.

Volvió a El Artillero el lunes en la mañana, cuando se iniciaba el tumo de la Número Cuatro.

—Hola, mi amor —le susurró.

—Buenas, don.

Nuevamente adusta, lejana, carente de grietas por don-de Adrián pudiese inocular su ternura y el furioso deseo. Los ojos endrinos, inexpresivos, otra vez convirtiéndolo en nadie.

—Cerveza, por favor.

—¿Águila o Club Colombia?

Fueron inútiles sus esfuerzos para abordarla. Durante los tres meses siguientes en los cuales se ubicó en la misma mesa, tuviese o no dinero para invitar a los amigos, a veces contentándose con agua mineral, la del Número Cuatro le ignoró. Adrián no pudo fundir su incomprensible desdén. Ni obtuvo otra cosa que monosílabos. Sí-no-gracias-des-pués.

Fue un estudiante de medicina el que destruyó el castillo de naipes construido por Adrián en una noche de amor. Alegre, parrandista, con rostro de ganso y panza rotunda, Steffan Walden desconocía la jactancia. Inocente, un tanto asombrado, comentó:

—¿Te imaginas? Una mujer me ha invitado a salir. Y es el próximo sábado —amaba el boxeo y las colegialas gordas, y nadie envidiaba sus conquistas.

—¿Y eso quién? —preguntó Adrián.

—Fabiola.

—¿Qué Fabiola?

—Esa. La del Número Cuatro.

—Ya veo —Adrián sintió el sudor en la palma de las manos.

—Un poco flaca...

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—Así es.Adrián no esperó otra ronda de cerveza. Pagó la cuen-

ta y salió definitivamente hacia la calle. Tranquilo. Como si hubiese cumplido ese día tres meses en prisión y se en-contrase repentinamente en libertad. “Debo llamar a María Lucía”, se dijo, mientras buscaba una moneda y un teléfono público.

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¡líBranos de todo mal! -1 9 8 9 -

viernes del espejo

En la noche de su muerte Gunda Vengoechea regresó a la ópera. Deslumbrante en un modelo Schiaparelli, total-mente ceñido al cuerpo, la piel perfumada con esencia de opio y su esbelto cuello realzado por un sartal de ópalos fosforescentes. Una noche intensa. Avasalladora. En donde pudo sentir en carne viva los estragos causados por su be-lleza perfecta.

Los hombres la deseaban. Tensos, un tanto hostiles, con aire de cazadores, fieras soliviantadas ante el rastro mag-nífico de la sangre tibia. Todas las hembras querían des-pedazarla, porque ninguna de las asistentes al teatro —ni siquiera las demasiado jóvenes para ignorar los celos— se atrevían a concebir la insólita existencia de una mujer con quien resultaba imposible competir. Las opacaba de un modo insolente, devastador, en un terreno en donde la bondad, la alegría, la inteligencia o la dulzura no contaban un ápice. Con ese cutis de blancura marfileña, los chispean-tes ojos negros orlados en violeta y sus cabellos de leona roja. Rabioso contraste con la pureza distante de su rostro.

Todos los asistentes al teatro contuvieron la respiración cuando ella hizo su entrada en el palco, acompañada de Malcolm Henderson. Un susurro admirativo se extendió por la platea. Y nada tuvo importancia durante unos segun-dos, sólo la presencia inasible de Gunda Vengoechea. Ni las otras mujeres con sus pieles, sus joyas, sus maridos y secretas ambiciones. Ni el dinero, el poder o las intrigas políticas. Menos la rosada y gruesa cantante que interpre-taba el papel de Semíramis. Tampoco los sentimientos de odio o amor que ella solía despertar cuando se encontraba ausente.

Ahora, los tenía atrapados. Conocidos, desconocidos, todos... Absolutamente todos los presentes arderían en la insoportable atracción que ejercía su espléndida hermosu-ra. Aun apagadas las luces, cuando las parejas se tomaran de la mano y el colorido y la música del espectáculo atur-

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dieran los sentidos, los hombres fraguarían in-consciente-mente mil maneras para conquistarla. Las mujeres irían más allá de la envidia; calcularían su edad, el precio de cada ópalo, la marca del vestido, sus trucos de maquillaje, la ca-dencia de su voz. Y a pesar de sí mismas comenzarían a imitarla.

Concluido el primer acto, ella y Malcolm se pasearon sonrientes por el foyer. Excitándose ante la evidente ad-miración que ambos suscitaban. Hermosos, ricos, auda-ces. ¡Estupendos! La aleación perfecta entre el dinero, la inteligencia y la belleza. No existía la menor duda acerca del frenético amor que les había obligado a disolver sus respectivos matrimonios, a casarse sin guardar el menor respeto a las convenciones, el mismo día en que el tribunal civil anuló el enlace contraído por Malcolm Henderson en México. Apenas seis meses antes de haberla conocido. En cuanto a ella, Gunda, dejaba atrás quince años de aparente sumisión, su única hija, la reputación intachable de la mujer más exquisita, inaccesible de la ciudad.

Malcolm tenía una mesa reservada en Sibelius, y a Gun-da la ópera no le interesaba en demasía. Así que escapa-ron, igual a chiquillos fugados de una concentración esco-lar; para cenar a media luz, en un íntimo rincón decorado con tapices turcos, profusamente adornado con orquídeas negras. Sonaba un quejumbroso violín, en el mismo instan-te en que Malcolm retiró de su cuello el collar de ópalos y colocó, en cambio —con sus fuertes y a la vez acariciantes manos—, las más hermosas esmeraldas que ella recordaba haber visto en su vida.

Jamás-jamás mujer sobre la tierra fue tan halagada como ella. Ni siquiera la otra Gunda de su vida anterior. Y eso que su primer esposo, compensándola de un afecto que no tenía tiempo para brindarle, aunque indudablemente exis-tía, le había obsequiado con elegantes y discretas joyas, antigüedades de gran precio, costosas obras de arte, que se presumían reflejos de un amor perdurable. Y constituían simples inversiones en bien del futuro.

Pasada la una de la mañana, hicieron una entrada espec-tacular en el baile de los Franco Posada. Un poco tarde,

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según las reglas de cortesía, seguros de obtener un cálido recibimiento por parte de los anfitriones, que tendrían ase-gurado éxito en la fiesta...

...Gunda estaba contándole al novio de su nieta los inci-dentes de aquella noche fabulosa... ¿una o más noches?... cuando el tintinear de las campanillas suspendidas sobre la puerta rasgó el tiempo, devolviéndola bruscamente a su estudio. ¡Maldita sea! Allí estaba el destartalado sillón forrado en terciopelo carmesí, la mesa en donde estaban alineados los naipes del tarot, los estantes abarrotados con libros nunca leídos, el fuerte vaho de humedad y repelen-te esencia de opio. Sus ojos extraviados, bajo las tupidas pestañas postizas, se fijaron esperanzados en la carta que anunciaba la proximidad de un hombre... Un hombre joven, enamorado...

—María Lucía ha regresado —dijo, con voz clara y vi-brante, al apuesto muchacho sentado frente a ella—. Es una niña muy buena y eficiente, pero realmente mediocre... No tiene el don de la oportunidad...

María Lucía maniobró trabajosamente con el llavero, an-tes de abrir, una tras otra, las complicadas cerraduras. Su abuela, Gunda, se empeñaba en convertir el apartamento en una fortaleza. El mismo estaba ubicado en el duodécimo piso de un moderno complejo residencial, y era posible vi-gilar el acceso de los visitantes a través de un circuito cerra-do de televisión, que la vieja negábase a utilizar... ¡Pobre!... Cada vez estaba peor, chiflada, y en noches de luna llena se convertía en un ente imposible. Refugiada en sueños estra-falarios y amores olvidados por otros, buscando caminos y respuestas a un pasado irrecobrable, a través de las cartas del tarot... ¡qué manía! y sólo porque una estúpida adivina había leído para ella un destino especial, un destino distin-to al de las otras mujeres...

Ya en el interior, María Lucía empujó la puerta que co-municaba con la cocina y distribuyó las compras, entre la alacena y la nevera. Era el único lugar del inmenso apar-tamento en donde entraban aire y luz a raudales. La única estancia que Gunda no había convertido en una copia de Balmoral, la casona del marido inglés, expropiada por el

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gobierno durante la construcción de una avenida. Demoró veinte minutos en lavar y secar los platos sucios del almuer-zo. Fregó los azulejos del piso, colocó agua para el café, tostó pan, batió crema fresca, dispuso una tabla con queso, anchoas, atún y jamón, con esa calma inamovible envidiada por el resto de la familia. Luego, se dispuso a enfrentar a Gunda, a quien temía y amaba alternativamente, a pesar de vivir en su compañía desde que tenía nueve años, a raíz de la muerte de su padre.

Gunda se había encargado de ella pasado el luto. Su madre deseaba casarse otra vez y negábase tercamente a llevarla a su nuevo hogar. María Lucía era demasiado ino-cente, entonces, y tardó años en comprender el veneno en-cerrado en ciertos comentarios cuando la gente aseguraba:

—Es la niña preferida de Gunda y ella siempre consigue cuanto quiere... ¡Mejor que se la lleve de una vez!

Mejor que mejor. No le importaba trabajar duramente, como una criada. Tenía abundante dinero para gastos, un auto propio, aceptable vida social, la certeza de obtener —por escritura pública— todas las joyas, las obras de arte y parte del dinero... ¡Valía la pena!... Quitándose los zapatos, empujó el carrito del servicio, por el vestíbulo que comuni-caba con el salón, internándose en la penumbra. Era vier-nes al atardecer. Cuando Gunda recibía la visita de Bernar-do Alfaro, el único pretendiente de María Lucía que supo ganarse su aprecio... Pero no debía hacerse ilusiones... Si así lo deseara, podría deslizarse con los ojos cerrados por los dominios exclusivos de su abuela. En ese pasado ex-travagante e irreal, retenido por Gunda obstinadamente, en una época exacta, cuando todavía su nieta no abría los ojos al mundo. Sintió el espesor de las mullidas alfombras, rozando las medias de nylon, cosquilleando entre sus pies. Casi escuchaba la música invitante, el bullicio de las gran-des reuniones, el ambiente sensual en donde Gunda reful-giera como una diosa pagana. Allí, en el salón, seguían los muebles pesados, los originales de Picasso, Grau y Miró, que algún día iban a pertenecerle; el monstruoso arzobispo de Botero, la incomprensible escultura de Soto. Y el Stradi-varius regalado por un violinista enloquecido, en un rapto pasional, a la bellísima señora de Malcolm Henderson.

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María Lucía se detuvo frente a la vitrina de los búhos de porcelana, para limpiar con una servilleta el cristal em-pañado... ¡Nunca, nunca se acostumbraría! Nunca creería vivir en el ostentoso y ya destruido Balmoral. Aceptaba el disfraz de un apartamento moderno camuflado en una casa antigua, que en cierta forma hubiese podido adaptarse a su propio ritmo de vida, si Gunda no mostrara un empe-ño irracional en tapar los espejos. Los mismos espejos que durante muchos años coleccionara amorosamente (cuando su nieta no era siquiera añoranza y menos hija deseada), porque simbolizaban la realidad de una belleza que lejos de marchitarse parecía florecer y perfeccionarse al paso del tiempo.

—Y Gunda estaba destinada a ser eternamente bella —se dijo María Lucía mentalmente.

Una mujer de frescura perenne, en quien los años no se trastocarían en crueldad, si no hubiese tropezado súbita-mente con el dolor, cuando ya no tenía suficiente vitalidad interior para soportarlo. Adormecida en una idea posesiva del amor, creía ciegamente en la seguridad de un porve-nir feliz, trazado en absoluta armonía; un porvenir que le permitiría deslizarse, suave, plácidamente, por el otoño y el invierno de su vida. Porque el destino había decidido implacablemente que no existiría tregua para Gunda Ven-goechea. No disfrutaría de paz o tranquilidad en los años venideros. Estaría empeñada hasta la noche de su muerte en una batalla feroz, incesante, defendiéndose de un es-pectro carnicero; el maravilloso, inalcanzable recuerdo de sí misma.

En el mismo momento en que la tragedia tomó por asal-to su corazón, carcomiéndole la mente y desfigurando su rostro exquisito, todos aquellos espejos regalados por sus amigos, esposos, amantes y admiradores, como un home-naje a su radiante belleza, se convirtieron en símbolos. De-positarios de un pasado extraordinario cuyo recuerdo na-die podría quitarle, y también en sus enemigos acérrimos. Esclavos, con lenguas cortadas, incapaces de mentir como las voces. Gunda sentíase incapaz de suprimirlos.

Ahí estaban. Todos los espejos. Uno tras otro. Formando

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extraños juegos en las paredes. Con sus mudas historias de Venecia, Brujas, Ráquira, Murano y Florencia. Con sus sellos de Bohemia, París, Taiwan, Bogotá, Río de Janeiro y Caracas. Todos, todos. Con sus fardos de amor, odio, celos, envidia y admiración. Cegados desde hacía muchos años. Ahogados en las fundas raídas de terciopelo azul, como in-finidad de trasgos malévolos a quienes Gunda Vengoechea temía tanto como a la misma muerte.

María Lucía estaba acostumbrada a cuidar de ellos. A limpiarlos con alcohol, hacerlos restaurar, a contemplarlos día tras día.

Entre el montón de nietas, primas, sobrinas y sobrinas-nietas, Gunda la había elegido como a su favorita. Quizás porque su figura morena, de ancho rostro, nariz aguileña y ojos rasgados, no tenía la menor aspiración de ser una belleza... Ni remotamente siquiera. Era alegre, inteligen-te, saludable. No temía al trabajo doméstico, la soledad o la convivencia con su abuela. Y aunque la situación fuese diferente, la madre de María Lucía aborrecía a Gunda sin molestarse en ocultarlo. Un rencor tan viejo que ya no se hablaba de él en la familia. María Lucía no tenía muy claro en qué forma pudo incubarse un odio tan terrible y demo-ledor. Un odio transmitido a la nieta favorita, sin respeto a los lazos de sangre, en cuyo punto de partida había un hombre... ¡Cómo no!... En la vida de Gunda, antes y des-pués, siempre existía un hombre de por medio.

Y el hombre que Gunda, sin proponérselo verdade-ramente, intentaba arrebatar a su nieta, la acompañaba a tomar café todos los viernes al atardecer. Hablaban de pintura y modas. Estudiaban el tarot. Escuchaban un poco de música... Mientras Gunda revivía con añoranza su vida anterior. Y cuando la vieja se encontraba ahíta del pasado apoteósico, Bernardo Alfaro se refería al tema del matri-monio. Estaba dispuesto a casarse con la nieta. Necesitaba una respuesta afirmativa. No quería continuar esperando.

Gunda reía en un tono maligno, alegre y teñido de al-tanería. Un destello de impudicia aguaba sus tristes ojos orlados de violeta.

—No, mi querido... Mi querido Alfaro —decía, con esas

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o con otras palabras—. Nadie me arrebatará a mi nieta; si la quieres realmente, esperarás hasta mi muerte. Te convie-ne; María Lucía es un poco tonta, sin la menor imaginación, pero lo único que tengo. No la dejaré ir...

Y no es que no la amara. María Lucía sabía que Gunda Vengoechea gastaría su fortuna para salvarla de una en-fermedad, mataría por ella en caso necesario. Pero no la dejaría marchar tan fácilmente. Sin que su egoísmo indicara pánico a la soledad... ¡No!... Es que necesitaba un hombre cerca, para quien acicalarse, hablar, perfumarse, respirar. Un hombre que diera una significación a su vida. Y Bernar-do Alfaro era el único a la mano.

Cuando María Lucía entró con el café, Gunda relataba los incidentes de un baile espectacular, cuando aquel violi-nista medio loco... ¿gringo o danés?... se había arrodillado en presencia de todos los invitados, para colocar bajo sus zapatillas forradas en seda el Stradivarius... El famoso violín que todos los herederos de la vieja codiciaban desafora-damente...

Gunda enmudeció, mirándola aviesamente. Como se mira a una intrusa, a una rival violentamente detestada. Estaba extravagantemente maquillada, con anchas pince-ladas negras sobre los párpados embonados, las pupilas estrábicas dilatadas con belladona. Su ralo cabello teñido estaba anudado sobre la cabeza, y vestía un deslucido traje de satín negro, un Schiaparelli, arreglado en las costuras, que permitía vislumbrar el nacimiento de sus senos, todavía perfectos. Sin mácula o lunar.

—¿Qué haces aquí...? —graznó.

—Traje el café.

Adornaba su largo cuello amarillento y plegado de finas arrugas, con el impresionante collar de esmeraldas, regalo de Malcolm Henderson, el acaudalado marido inglés. Últi-mo regalo de un gran amor. El precio del futuro. A los dos años de matrimonio la había abandonado marchándose con una enfermera, cubriéndola de lástima y ridículo ante los ojos de la ciudad. Condenándola a una serie de amantes sin importancia, a la burla de otras mujeres, y finalmente a un derrame cerebral: al demandarla por adulterio y corrup-

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ción de menores, exigiéndole el divorcio de forma escan-dalosa.

Así Malcolm Henderson destruyó a la bellísima Gunda Vengoechea, convirtiéndola en una anciana antes de tiem-po. En una reclusa irredenta por el resto de sus días.

Tal como sucedía los viernes al crepúsculo, desde hacía un año, los tres tomaron el café silenciosamente. Mien-tras llegaba el momento, absurdamente repetitivo, cuan-do Bernardo se retiraría caballerosamente, prometiendo regresar la otra semana. Gunda le retendría un instante, agradeciéndole el ramo de rosas rojas o camelias, obse-quiadas por él con británica puntualidad. En esa ocasión, observó María Lucía, había otro elemento de conquista, un paquete envuelto en papel de regalo, al que Gunda no había dispensado la menor antención... ¡El muy tonto...! Convencido de llegar al vanidoso, endurecido corazón de su abuela.

Mientras Bernardo se despedía, amable en sus movi-mientos y con esa cándida mirada que a ratos le hacía sos-pechoso ante los ojos de su novia, Gunda tomó el mazo de naipes, olvidado un rato entre la mantequilla y el azúcar. Comenzó a barajar. Se leería ella misma el pasado, ino-culándole otras variaciones, posibilidades de triunfar que entonces ignorara. Volvía a evadirse en el brillante oleaje del salón de baile, con todas las miradas adheridas a la de-licadeza de su piel, medida por los murmullos admirativos que su increíble hermosura despertaba... No escuchaba las palabras de Bernardo. Tenía los ojos fijos en la caja del regalo, con una avidez inusitada en ella; su gesto era imperioso, tremendamente altivo.

—Un regalo... —dijo levantando una carta—, en un bai-le hay un regalo...

Estaba a la espera del tributo que imaginaba merecer de aquel muchacho, el único hombre admitido en su inti-midad durante algún tiempo...

—Quiero verlo... —susurró, y en el timbre de su voz María Lucía adivinó a la hechicera que subyugara a tantos hombres, recordada por mucha gente como un ser de le-yenda. Gunda había permitido a muy pocas personas visi-

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tarla, después del desastre... Y esas personas, por lástima o amor, guardaban silencio.

Las cartas quedaron sobre la mesa, entre las tazas sucias y los restos de pan, queso y anchoas. Gunda, embriagada por la nostalgia de los homenajes recibidos en su juventud, de los amores revividos ante un obsequio o una rosa. El pa-pel crujió, al contacto de los retorcidos dedos, abriéndose como una adormidera de pétalos fosilizados cuyos pistilos estuviesen insertados en polvo diamantino... De pronto sur-gió una chispa de luz... Luego un óvalo refulgente...

Gunda Vengoechea contempló horrorizada a la vieja de ojos repintados, con el cabello como un nido de pájaros. Temblorosa, arrugada, con un manchón rojo en lugar de los provocativos labios estampados en el delicioso recuer-do, las mejillas fláccidas, y el cuello gelatinoso salpicado de pedruzcos verdes.

Comenzó a chillar, ante la infame realidad de aquellos ojos desviados, las bolsas temblequeantes y la nariz arre-mangada. A insultar soezmente al marido muerto, a todas las mujeres jóvenes, a su collar de ópalos vendido diez años atrás, a las cantantes de ópera, a todos esos hombres a quienes ya no podría seducir, enloquecer con su belleza legendaria . Murió con el rostro suspendido ante el espejo. Sin que María Lucía lograse calmarla, la mano derecha cua-jada de joyas, empuñando una estropeada carta del tarot.

—¡La muerte...! ¡La muerte...! —había alcanzado a balbu-cear—. He visto el mismo rostro de la muerte.

Cuando los embalsamadores lograron separar, uno a uno, los dedos engarfiados, encontraron la predicción exacta del tarot. El naipe anunciaba a un joven hermoso, el último hombre de su vida.

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¡líBranos de todo mal! -1 9 8 9 -

el vengador errante contra el enemigo público

número Uno

Durante años fui asesor literario de la Biblioteca Pública Na-cional. Un hombre pensante, allegado a la intelectualidad del país: novelistas, filósofos, poetas, ensayistas. Realicé una extensa labor en pro de la cultura, y abrí el sendero del éxito a muchísimos escritores y artistas desconocidos, quie-nes leyeron textos, recitaron versos, exhibieron obras de arte, desataron encendidas polémicas en tan ilustre centro del saber. Pero ahora vivo en la clandestinidad y la zozobra. Me dicen El Vengador Errante, y mi retrato hablado se pu-blica de vez en cuando en los periódicos.

Fui un hombre sobrio, tranquilo, sin compromisos ni pa-siones políticas. Un ciudadano normal, que respetaba su hogar y declaraba sus impuestos juiciosamente. Ahora soy un fugitivo que lucha contra el enemigo público número uno. Y que todos lo sepan, ¡no descansaré hasta aniquilarlo!

Trabajaba en la Biblioteca Pública Nacional, dije. No era un primer, ni tampoco un segundo asesor, y por lo tanto, permanecía en mi cargo, libre de intrigas durante los cam-bios de gobierno. Directores, subdirectores y secretarios nombrados por influencias políticas, figuraban un tiempo. Concedían reportajes, anunciaban reformas, ofrecían coc-teles, asistían a encuentros literarios. Luego se marchaban, a desempeñar funciones más importantes, generalmente en la diplomacia. ¿Quién hacía todo el trabajo? Un servidor, naturalmente. Modestia aparte, durante veinticinco años, el peso moral de la institución recayó totalmente sobre mis hombros.

Aunque trabajaba el día entero y a veces parte de la no-che, lo hacía con infinito placer. Y ni el mismo Presidente de la Real Academia de la Lengua tenía al alcance del intelecto tanta información y sabiduría como yo. A mi disposición, millones de volúmenes; la mayoría reservados únicamente

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a mis ojos, puesto que las salas de lectura estaban a dis-posición del público seis días a la semana y en horas labo-rables. En mis ratos libres solía recorrer salas y estanterías, para mirar encuadernaciones, viñetas, fechas de edición, pies de imprenta, número de ejemplares. Aspiraba el in-confundible aroma del papel, reconocía los pegamentos —colbón, uvita de playa, goma arábiga, cola, engrudo— y me deleitaba con letras góticas y cantos dorados. Si un libro me fascinaba, lo llevaba a casa. Huésped dilecto, a quien reservaba la cabecera de la mesa y agasajaba con excelen-te licor, tabacos rubios, café, exquisita cristalería.

Durante una semana, todas las noches, yo leía en voz alta el libro invitado. Mi segunda esposa escuchaba, atenta y reverente, hasta el momento de retirarnos a descansar. (La primera, Dios la guarde, murió debido a un mal adquirido a través de las hojas de un antiguo ejemplar de las Reminis-cencias de Santafé y Bogotá, desgraciadamente enmoheci-do por los años y las raíces del virus que infectó su pecho y laringe ahogándola en una sola noche.)

Muchos años, pues, viví en el mundo de mis sueños. Ig-norando que la perfección se deslizaba entre mis manos. Sucedíanse uno tras otro los gobiernos. Democracia, dicta-dura, Frente Nacional, democracia. Y mientras la violencia y el caos galopaban por el mundo, yo —oculto entre mis libros— vivía en idilio ininterrumpido con las letras. Iba des-lizándome de un ciclo a otro, sin que ningún arribista en-vidiase mi cargo, o los políticos de turno me considerasen ficha importante para mover o destruir. Y como el suscrito jamás quemó letras de imprenta o habló en televisión, bi-bliotecarios e historiadores daban por hecho que mi sueldo básico no tenía suficiente enjundia, para respaldar una vo-cación meritoria.

Fue durante la pasada administración, en víspera de ju-bilarme, cuando una nueva directora emprendió realmente los cambios anunciados por otros funcionarios durante dé-cadas. Encontraba las instalaciones obsoletas, inadecuadas a las necesidades del público moderno. ¿Para qué tantas salas de lectura?, fue su primera opinión oficial. ¿Para qué un gran auditorio? En su sentir, todo estaba errado en el edificio. Leer ya era un desperdicio de tiempo. Los estu-

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diosos necesitaban información resumida. Efectividad, ra-pidez, simplicidad. Una pequeña sala de música bastaría para complacer a los idiotas que al final del siglo XX siguen creyendo en la poesía. Ella, esposa de un industrial, encon-traba despreciables palabras como soneto, alejandrino, odas, madrigales, amor.

—La gente no acude más a recitales —dijo—: si aca-so a conciertos, y al teatro, si hay actores desnudos en el escenario. La televisión es lo importante ahora. Los pro-gramas de acción son muy estimulantes ¡sangre y puños! y las novelas seriadas entretienen a fondo. Únicamente a los chiflados les da por la rima y el verso. A conferencias y lecturas apenas asisten unas cuantas viejas ociosas y los desocupados que se llaman a sí mismos escritores, inte-lectuales. ¡Vestir santos y adornar iglesias pasó de moda! ¿Y quién dijo que escribir es una profesión? Me río.

Era una mujer robusta, de aspecto wagneriano, afecta a trajes sastres, autos antiguos, zapatos cómodos. Tenía el cabello teñido de rubio ceniza y acento extranjero, dis-culpado a cada momento, “Papá fue embajador en Ita-lia y yo nací en Roma. Íbamos de vacaciones a las islas griegas.” No necesitaba opiniones, ni debates. Un tercer asesor, enamorado de los libros, no significaba nada para ella. Yo era un asistente más a la reunión que había citado para anunciar reformas en la Biblioteca, y presentarnos al arquitecto contratado (un genio del oficio), quien revolu-cionaría la concepción de las edificaciones destinadas a impartir cultura.

El arquitecto, enjuto representante de las nuevas ge-neraciones, arete en la oreja izquierda y ojos suavemente maquillados, que como buen especialista vestía jeans y no leía absolutamente nada, realizó con entusiasmo su traba-jo renovador. Las salas uno, dos, tres, y el auditorio fueron derrumbados para construir un enorme salón, en donde se programarían recepciones multitudinarias, exposicio-nes bibliográficas, subastas y muestras de arte, eventos atractivos a la alta sociedad capitalina, en donde brillaría majestuosa nuestra directora.

La remodelación, debido al papeleo, tardó demasiado.

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Al llegar a su término cambió el gobierno, y fue nombrado director un vocero de la nueva clase dirigente. Debido a la inflación, al endeudamiento del país con la banca inter-nacional y al panorama local ensombrecido por el desa-forado crecimiento de las guerrillas y el insólito fortaleci-miento de grupos criminales integrados por traficantes de narcóticos y de armas, que sostienen ejércitos privados e incrementan la violencia, la política de los nuevos gober-nantes exigía al pueblo austeridad. Renunciación. A nivel de la biblioteca, esto traducía congelación salarial y re-cortes drásticos al presupuesto. Las actividades ostento-sas quedaron eliminadas. Así, la institución tenía una zona social temporalmente inútil, una diminuta sala de música para cumplir funciones de auditorio, deudas cuantiosas y más de trescientos mil libros inapreciables pudriéndose en el sótano.

En las secciones destinadas a la lectura, se habían ins-talado circuitos cerrados de televisión y computadores. La información debidamente seleccionada, resumida. Ahora, basta apretar un botón para conocer lo esencial de un tema. Y el nuevo gobierno capitaliza la incorporación de la tecnología a la Biblioteca Pública Nacional como una innovación destinada a educar a las masas en tiempo ré-cord, proporcionándoles conocimientos rápidos y exactos sin la barrera de los libros.

Un día, ocioso, y para no rechazar de antemano los ade-lantos científicos, resolví hacer una consulta en los cubícu-los que reemplazaron a mi sala de lectura favorita. El autor no tenía discusión. Las mínimas reglas de cortesía indica-ban rendir homenaje al príncipe de las letras castellanas.

Y he aquí la información obtenida al pulsar los botones y formar en la pantalla del televisor el glorioso nombre:

Cervantes Saavedra, Miguel de - Figura máxima de las letras españolas - N. en Alcalá de Henares 1547 - M. en Madrid 1616 - Paje de eclesiástico - Soldado batalla Le-panto - Manco - Ex presidiario - Obra cumbre: Aventuras del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha - A su autoría se deben: Trabajos de Persiles y Segismunda - La Galatea - Novelas ejemplares - El amante liberal - Rinco-

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nete y Cortadillo - y otras obras que no añaden nada a su gloria.

Insistí una y otra vez. Pero, los datos no aumentaron o cambiaron una sola frase. La pantalla proyectaba sus trai-doras letras verdes con una flecha. Consulte Diccionario La-rousse Ilustrado - Enciclopedia Británica - T. V. videocinta Cervantes serie treinta capítulos. Frenético seguí de botón en botón, para descubrir que todos los genios de la hu-manidad estaban condensados en los mismos términos in-sultantes. Despreciativos. Homero, Sófocles, Esquilo, Omar Khayam, Shakespeare, Tolstoi, Dostoievsky, José Eustasio Rivera, Garcilaso, Calderón, Kafka, Saint Exupéry, Li Tai Po, Faulkner, Conrad, y así todos los titanes que han enriqueci-do con su talento el mundo de las letras y elevado el espí-ritu colectivo del universo; reducidos a líneas e información de cápsulas, para alimentar a través de computadores la gélida pantalla de un televisor.

Yo había cumplido mi tiempo de jubilación. Acogiéndo-me a ello, presenté renuncia irrevocable al cargo oficial y me dirigí a casa, en busca de paz y comprensión para mi humillado intelecto. En mi ser gestándose un odio feroz ha-cia el modernismo y su elaborada tecnología, concentrado en su máximo exponente: la televisión. Al fin y al cabo, los computadores son oprimidos obreros del sistema. Esclavos del vasto imperio del maquinismo.

Hasta entonces yo había compartido vida y sueños con mi esposa. Juntos pasábamos las noches en compañía de autores eméritos, dedicados a leer, releer y analizar textos escogidos. Cuando salíamos, era a disfrutar películas famo-sas en la historia del cine, a la ópera o al teatro. Y no faltá-bamos a los eventos programados en la Biblioteca. Porque juraba, inocentemente, que al retirarme, obtendría recono-cimiento y honor a mis ideas y planes de la mujer que osten-ta mi apellido. Había llegado el momento justo de surgir, a mi vez, como un destacado crítico literario, teniéndola a ella a mi lado. Esposa-inspiración-secretaria-medianaranja-mensajero-compañera-fortaleza. Dinero, aunque modera-do, no faltaba. Aún tengo en el banco ahorros de treinta años. Sin contar la jubilación.

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Pero no habían transcurrido seis meses cuando la demo-ledora realidad me abofeteaba. Mis ojos fueron obligados a mirar la infamia entronizada en mi propia casa. Aquella mujer a la que ofrendé mis mejores años, y quien se había mostra-do irreversiblemente fascinada con el universo literario, no era otra cosa que un espíritu mercenario. Vivía conmigo para disfrutar un status social, apellido extra, la diaria subsistencia gratuita. Cuando le informé sobre mi renuncia a la Biblioteca y la decisión de convertirme en crítico eximio, no encontré apoyo o admiración. Únicamente vejámenes insidiosos. Opi-niones ofensivas que se repetirían incesantemente —desa-yuno-almuerzo-cena— y una serie de motes que recorrían la casa, la manzana, toda la urbanización, y eran propagadas burlonamente por los dependientes de cigarrería y panade-ría y las domésticas vecinas. Síntesis de lecturas no digeridas por mi mujer y de las cuales tenía empacho.

Inepto desconsiderado esbirro orate coxis

filisteo Caifás berilio onomatopeyaminarete isótopo-de-boro mercachifle

metílico ovejo-gusano-buey vermiforme ajenjo

sucedáneo áspid polimio corrosivo

infecto miasma contaminante

Soporté los insultos sin chistar, hasta que ella —ella mis-ma, presuntamente alma gemela, sin el menor decoro—, me lanzó al rostro la más perversa humillación. No solamen-te odiaba leer y escuchar leer, sino todo lo que la literatu-ra significaba. Era una mujer moderna, avanzada, sin pre-juicios y como tal televidente nata. Veía, una tras otra, las telenovelas del medio día. Si había aceptado perderse los seriales de la noche, ello era porque mis viajes compensa-ban el tiempo malgastado. Total, en una telenovela de siete meses y tres días, es posible tomar el hilo en una semana, o menos. Y entonces, desafiante, ya que un bibliotecario jubilado no le merecía el menor respeto, ella pisoteó alevo-samente nuestros diez años de matrimonio. Entró al cuar-to de planchar, removió sábanas y fundas, enseñándome triunfante el televisor a color. El mismo artefacto que con-sistía su dicha y razón de existir. Odiado rival que colmaba sus horas y ansias románticas, mientras que yo dictaba abu-

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rridas misivas, clasificaba donaciones, lidiaba funcionarios irascibles, asistía a inauguraciones o viajaba a supervisar bibliotecas ambulantes, en pueblos y ciudades alejadas. Me había mentido. Nunca leía los volúmenes que con tan-to amor le recomendaba. Examinaba diez, veinte páginas, al azar. Citaba unos párrafos, exclamaba ¡gran libro! y me dejaba satisfecho. Y yo, ávido de nuevos autores, conside-rándola mi alter ego, nunca albergué la menor sospecha.

Fue al reconocer a ese enemigo taimado, mortal, que se había posesionado de mi casa y de mi mujer, cuando descubrí la existencia de El Vengador Errante. Incubado en mi interior meses atrás, después de mi ominoso enfren-tamiento con la técnica, surgió violenta y repentinamente, de la misma forma que la diosa Atenea hendió el cráneo mayestático de Zeus y se precipitó al exterior, armada de lanza, casco y escudo, lanzando gritos de guerra y victoria.

Soy El Vengador Errante. Yo-ese-mismo. Apodado tam-bién el brazo justiciero. La sombra que tanto fastidia a los alcaldes menores, los inspectores de Policía y los amantes incondicionales de la imagen. ¿Les sorprende? Entiendo muy bien. Las apariencias engañan.

En rigor, parezco un hombre del montón. Mi mujer, a quien le han destruido cinco televisores en dos años, ni si-quiera lo sospecha. Resulto demasiado anodino para ella; no me perdona haberla abandonado. Me considera, en su estulticia, un hombre menos que mediocre. Pero soy El Vengador Errante. Me he sumado a la estirpe de los héroes y luchadores justicieros, ahora en desuso. Y en aras de la clandestinidad prefiero omitir caballo, espada, maza, capa, yelmo, escudo y armadura. Aunque en mi corazón viven —en sagaz armonía— un Caballero de la Triste Figura y Car-los XII y Perseo y Amadís de Gaula y Robin Hood y Fan Fan La Tulip y Bayardo. Todo sin miedo y sin tacha.

Sin embargo, la sensatez exige qué yo, el último de los héroes, permanezca incógnito y sacrificado en aras de mi lucha personal contra el enemigo público número uno. El mayor asesino y depredador de nuestro tiempo, que a diario pulveriza el gusto por la lectura, la unión familiar y la alegría de la conversación, modelando autómatas y en-

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trenando futuros consumistas. Siervos de la ignorancia y la violencia.

Yo debo esconderme tras el uniforme de las masas, la tela jean que disimula la pobreza de jóvenes y desempleados —lo mismo en Bogotá, Madrid, Nueva York o Hong Kong— y per-mite a los opresores alternar codo a codo con los explotados. Bajo el traje azul desteñido, los zapatos tenis, el morral y el ca-bello a la moda del momento, ¿quién lograría reconocerme? No me falta el cigarrillo ladeado en los labios. Luzco el arete afeminado, rutilantes pulseras, collares de mostacillas. Soy cualquiera. Y nadie. Como un hippy envejecido, un cineasta sin trabajo, el operario de una marquetería o un publicista en decadencia. En realidad, El Vengador Errante, deslizándome entre la noche y la niebla citadina, espiando tras los ventana-les, demoliendo antenas y televisores, igual en grandes man-siones que en ranchos de invasión. Justo y equitativo.

Lo más importante es la ruana o bufanda o el chal. En donde logro camuflar por breves instantes las armas que tan-to atemorizan a las autoridades, comerciantes y televidentes fanáticos. Ni ametralladora, ni pistola, ni explosivo, ni mache-te. Improviso según las circunstancias. Ladrillo, piedra, fierro, teja, baldosín. Y nadie me atrapará in fraganti, ya que trabajo solo y en horas impredecibles, cuando la gente aún llena la ciudad o acaba de apagar el televisor.

La fuerza pública, en sus requisas callejeras, solamente encuentra los tirantes de caucho, malva y naranja, que cru-zan mi pecho y están a la vista de todos. Los toman como un estrafalario adminículo, propio de un viejo comodón o un exhibicionista. Jamás pensarían que suplen el arco, la ballesta, la misma espada, y resultan muy fáciles de utilizar. Basta ubicar el proyectil, colocarlo rápidamente y lanzarlo con la debida puntería. En tal disciplina ni el mismo Robin Hood me ganaría, ya que mis manos se han fortalecido y agilizado. Setenta y nueve mil dieciocho televisores destrui-dos en el último año así lo confirman. Llevo las estadísti-cas. Dice la policía, noventa mil. Únicamente que los otros perecieron a manos de maridos oprimidos, madres deses-peradas y otros sanos imitadores, que de motu proprio se adhirieron a la causa.

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De mi cuenta, en un momento serán setenta y nueve mil diecinueve televisores hechos añicos el año en curso. Y no he contado mi trabajo anterior, para no resultar jactancioso. Mientras usted lee este cuento, yo me encargaré de asestar otro golpe mortal al enemigo público número uno que —como la hidra de Lerna— suele multiplicar sus espantosas cabezas en un instante.

¿Vio? Se ha quedado usted sin televisor. ¡Se lo advertí! Espero que aprenda la lección y se abstenga de adquirir un nuevo modelo.

¡No despilfarre su dinero! El Vengador Errante nunca baja la guardia ni se rinde.

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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago

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los encantamientos

-2003-Retratos a la cera perdida

Lumbre azulMañana, mañana el organillero

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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago

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los encantamientos -2003-

retratos a la cera perdida

A la memoria de Mercedes González de la Hoz.

1Mi papá nunca estuvo interesado en la política. Aunque la gran dama se enamoró de él y lo cortejó durante muchos años. Él deseaba vivir independiente, con el trabajo de sus manos. Si luego ostentó los cargos de Tesorero Municipal, Alcalde, Representante a la Cámara, Gobernador, Ministro, no lo capturaron sin lucha. Se le abona.

Mi papá fue el mejor artífice de su tiempo. Conocía los secretos de la madera y la trataba con sumo respeto. Le gustaba palpar su ánima, dibujar sobre ella, cambiar formas toscas en magia estilizada. En el pueblo todavía existen ar-quillas, joyeros, consolas, pebeteros, con su firma. Mientras trabajaba solía hablar con los amigos que unas veces lo es-cuchaban embelesados —como si tuviese la piedra filosofal bajo la lengua— y otras vociferaban con apasionamiento digno de mítines electorales y arengas domingueras.

En las mañanas nos visitaba el Doctor Justino Manotas, quien comandaba el partido liberal en el Atlántico y no des-cuidaba a sus huestes. Mientras saboreaba un café negro, imponía su educada voz, experta en lidiar enemigos, opo-sitores, rebeldes, multitudes airadas. Entre un comentario y otro deslizaba la oferta de un cargo en el Municipio.

—Don Tancredo, el partido lo necesita en la Administra-ción Pública. Su cerebro y probada honradez le permitirán encargarse de la Tesorería que ahora mismo se encuentra en manos de los godos.

Así como era de alto mi papá, así tenía lo terco. Quería ser dueño y señor. Distribuir los minutos y horas de su tiem-po. Necesitaba comprensión y ternura, como todos aque-llos que sueñan a ojos cerrados y a ojos abiertos.

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Aún guardo una imagen suya, nítida, grabada en las pu-pilas: sentado en el patio y a la luz transparente del ama-necer, el taburete contra un árbol de totumo, absorto en un manoseado ejemplar de La Odisea. La madera era or-gulloso sustento, los libros su misma vida. Y papá recibía encargos de clérigos, banqueros, empresarios, gente acos-tumbrada a lo mejor, para sostener a la familia y adquirir —de vez en cuando— un ejemplar para su colección de primeras ediciones.

—Me gustaría confiarle la Tesorería —insistía Manotas.—Preferiría dirigir la Biblioteca —decía papá.

—La Biblioteca está clausurada. Antes de las eleccio-nes es difícil reabrirla y sostener el personal. El Tesorero es un inepto, usted está al comente, Don Tancredo —el Doctor solía alegar un compromiso urgente y se despedía, afanado. Conocía a papa desde la infancia. No exageraba la nota.

Mi papá creía que la palabra de un hombre bastaba, era su garantía. Nunca solicitó recibos o letras por su trabajo. Así, cuando yo tenía nueve años, sabía que los ricos pagan por adelantado o no cumplen nunca. Los tiempos de indi-vidualidad finalizaban y estaban en boga los muebles fabri-cados en serie. Las arquillas, bargueños y consolas resulta-ban anticuados. Ninguna iglesia tenía fondos para decorar capillas, nichos, oratorios. La gente del pueblo llamaba a Heráclito Pantoja, un carpintero de corta y clava, a quien le interesaba más el ron que la madera.

Papá comenzó a deambular de calle en calle, de puerta en puerta, dispuesto a cobrar deudas atrasadas. ¡Inocen-te! Los viejos clientes se ofendían al ser molestados, supo-nían que el dinero y la aristocracia obligaban a los demás a trabajarles gratis. Los más exquisitos enviaban una caja de tabacos, una botella de licor o los Diálogos de Platón, en señal de amistad. En casa, mamá realizaba milagros diarios. Al desayuno nunca faltó el café en leche y la yuca hervida. A medio día había sancocho, arroz blanco, tajadas de plátano frito. Mis hermanas y yo tomábamos clases de música. En las noches se brindaba limonada a las visitas.

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2Fabricar cajones de muerto no fue idea de mi papá. Menos su gusto. Al tío Manuel, aficionado a la guitarra, los dados y la bolita, le habían pagado deudas de honor con una carga de madera. Nada especial. Burdos tablones.

La madera quedó arrumada hasta los primeros agua-ceros de mis diez años, cuando se desató una epidemia de cólera. De tanto en tanto se moría un conocido y los hijos o sobrinos encargaban un cajón barato para llevar-lo al cementerio. Enseguida los ecos vibraban. El serrucho tocaba música, los clavos decían pan tierno, el martillo za-patos nuevos. No quiero alabar demasiado a papá, sus ma-nos tenían duende. Los ataúdes resultaban obras de arte. Con adornos, manijas, estilo. Mis hermanas cosían el forro con tantos pliegues armoniosos y hábiles puntadas que el muerto descansaba en un capullo de rosa.

Lo malo del negocio era el socio capitalista. Cuando papá estudiaba las cifras, ya el tío Manuel se le había ade-lantado y estaba farreándose el dinero en el American Bar. El trabajo inútil se unía a la tristeza y decepción. Nosotros sin los zapatos prometidos. Papá con el rostro largo, largo, tan largo como su nariz y brazos y estatura. Mamá hablaba a monosílabos. Corrían las murmuraciones por tiendas y can-tinas. Los amigos volvían al ataque con el asunto político. El senador Barrero, líder indiscutible del partido conservador, ofrecía visita para el domingo, al finalizar la misa cantada. Era un hombre considerado, y temprano enviaba las galli-nas del almuerzo.

—Don Tancredo —decía el Senador—, mire que un ca-ballero no debe mortificar a la esposa, y menos al capricho de su cuñado Don Manuel. Usted es un hombre de valía e ilustración. El partido requiere talentos. Diga una palabra, una sola palabra, y se posesiona en la Personería, el Regis-tro Civil o la Alcaldía…

—…yo soy liberal y usted lo sabe —respondía papá—. Gracias de todos modos.

—En usted, Don Tancredo, el color político no impor-ta. Todo el mundo conoce su integridad y la respeta. No

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olvidamos su gestión como Secretario Ad-Honoren de la Sociedad de Mejoras Públicas. ¿Quién hizo arborizar el par-que? ¿A quién debemos la construcción de la piscina públi-ca y las canchas de fútbol? ¿Quién consiguió la partida para edificar el hospital?

Papá, decidido a continuar independiente. Lo que me-nos deseaba era ser un figurón. Sufría con los intrigantes y pedigüeños que lo creían personaje influyente, eminencia gris detrás de un doble trono. Gente de ambos partidos que comenzó a desfilar por nuestra casa y a pedir al garete.

—Don Tancredo, a mi marido lo tienen preso y es ino-cente. Si usted quisiera interceder en su favor, si usted…

—Don Tancredo, mire que hay una vacante en la Notaría. Una recomendación suya y estoy listo, una recomendación…

—Don Tancredo, que mi hijo terminó escuela primaria. Solicitamos una beca y un padrino, que si usted quisiera escribirle al Secretario de Educación, que si usted…

Las peticiones arreciaban. Quienes obtenían una reco-mendación, un empleo o la firma de un contrato, no volvían ni a mostrar el perfil en nuestra sala. Los descontentos sa-lían a levantar falsos y enredos; que si papá tenía un billete en lugar del corazón, traficaba con sus amistades, cobraba las mercedes y favores, nada le interesaba la suerte de los pobres. Numerosas personas nos quitaron el saludo. La fa-milia con el pecado y sin el género. De noche teníamos que soportar borrachos alevosos, balazos al aire, pedradas a las ventanas. Los turcos y vendedores ambulantes se acerca-ban a ofrecer manteles, cristalería, letines y sedas, calderos, perfumes, enciclopedias a crédito. De manera cortés y fir-me, papá declinó bautizar a la mitad de los niños nacidos en el vecindario durante aquella falsa prosperidad.

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3Crecí en una época difícil. Tanto que mis hermanas tenían un vestido decente entre las dos. Los domingos no iban a la iglesia a la misma hora. Adelaida asistía a misa de ocho y Mary a misa de doce. Y los muchachos que las corteja-ban no sabían quién era quién cuando las seguían por la calle. Mary poseía un cabello lacio, renegrido; Adelaida ri-zos color miel. Pero ambas usaban medias de algodón y mantilla española. Ni siquiera un ardiente enamorado po-día advertir las diferencias. Yo no tenía problemas. Cada año me cosían un hermoso traje con la tela del abandonado por ellas. Estrenaba zapatos y hebillas y me sentía dichosa. No obstante, papá temía descubrir a través de mis ojos la insatisfacción.

—Conserve siempre la sonrisa, niña Elia. Mire que la ropa no es nada importante. Los adornos están en el es-píritu, la inteligencia y alegría. Triste es el que no sabe leer porque está lejos del conocimiento. Triste el que no tiene amor, ni música, ni casa.

Sin embargo, estimo que la necesidad no empujó a papá a decidirse por la carrera política. Él hubiese continuado en sortilegio de madera tallada, confesionarios, púlpitos, atriles, de espaldas a un lugar que no comprendía su pa-sión por la belleza; refugiado en el mundo sin fronteras de los libros. Fueron los cajones de muerto y la gente de Sitio Nuevo quienes lo obligaron a cambiar de vida.

Llegaron una madrugada evanescente a tocar la puerta del patio. Forasteros de temblor palúdico —en un solo llan-to— hediondos a pescado, leña seca, humareda. Un viejo octogenario, tres mocetones, las nueras, una montonera de niños mocosos. Se movían a brincos, como si estuviesen en sus chozas por encima del agua, cargaban trastos de cocina en redes y bateas. Armaban tal alboroto que la calle despertó, sisearon postigos, titilaron luces. Se escucharon gritos de “Vayan a dormir…”, “No molesten”, aunque casi era hora de abandonar las sábanas. Papá suspendió su lec-tura y brindó café. Los inoportunos visitantes solicitaban, al fiado, un cajón, porque la madre había muerto de repente.

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—No tenemos familia o amistades en el pueblo, mire que somos forasteros —habló primero el viejo.

—Mi mujer se ha muerto, está muertecita, y nadie quiere responder por nosotros.

—Don Tancredo, mi suegra se reventó sin óleos ni rezos —lloraba una de las mujeres—. ¡Ayúdenos a enterrarla!

—Por favor —musitaban los niños, las cabezas gachas, des-calzos.

Todavía se me agita el corazón. Daba vergüenza sentir fas-tidio, asquearse por la hedentina, no llorar tanto desconsuelo.

—Don Tancredo, usted que es bueno y justiciero, ¡tenga piedad! —el viejo repartía saliva estrujando el sombrero roto-so—. Don Tancredo, no alargue esta mala pata, mire que no-sotros somos forasteros y venimos de Sitio Nuevo… ¡piedad!

—¡Se lo ruego! ¡Por Dios y María Santísima y San Caye-tano…! —la nuera más joven, templada de nueve meses, se hincó sobre la hierba fresca del amanecer y el aleteo de los pájaros—. Vea, Don, que nosotros negociamos manteca y pescado. Yo le juro el lunes, el martes, le daremos hasta el último centavo —alargaba unas garras filudas, rociadas con picaduras de jején, en donde tintineaban compactas sema-neras de oro. Iba sucia, en chancletas, la piel forrada al hue-so, pero su traje era de buen género y ostentaba turquesas en el cuello. Se veía dominada por su barriga, comadreja asomada a un gallinero.

El viejo tenía ojos zarcos y dientes marrones y los moce-tones se le parecían como retratos a la cera perdida. Sus camisas estaban hechas trizas, los pantalones mugrientos. Entre las cotizas sobresalían talones rajados, uñas embarra-das. Papá no advirtió las sortijas, los machetes, los dijes y esclavas en las muñecas. Tampoco el brillo del metal baña-do en rojo por el naciente sol. Apenas miró la hamaca —de unas manos a otras en vaivén—, los cabellos grasientos de la vieja muerta, entre chinelas y refajos y pañales orinados escapándose de recargadas peinetas. Fino carey.

—Es un trato. ¡A trabajar! —los niños estallaron en la-grimones y corrieron a esconderse tras las faldas de sus madres.

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Tío Manuel cedió la madera a regañadientes. Mamá compró tres metros de gro. Adelaida y Mary pespuntearon el nido mortuorio. Los de Sitio Nuevo enterraron a la difun-ta en la siguiente madrugada. Papá, que respondió ante el cura y el sepulturero, había suspendido la construcción de un escritorio, quizá las provisiones de una quincena.

4Aunque después del llanto y el dolor y la alharaca los do-lientes se hurtaron a su trato, como rociados con sal, papá consideró una vileza molestarlos en su pena. Esperó más de dos semanas a que terminara el novenario y encontraran alivio. Luego supo que los hombres vendían mojarras y lizas secas en las colmenas del mercado. Al parecer, la tribu es-taba asentándose en el pueblo.

Vivían en la calle de Coco Solo, por los lados del mata-dero, en una ruina con techo de enea apuntalada con vigas nuevas. Papá tropezó a los niños que correteaban empuján-dose unos a otros en la calle sofocada por el áspero verano. Tras la única ventana, reconoció los ojos zarcos y los dientes manchados. Dijo: “Buenas tardes”; por toda respuesta un salivazo altanero contra el sardinel.

—Buenas tardes —repitió.

—Isaura Isauraaaaaaa —el viejo a los alaridos.

La puerta se abrió de sopetón. Una adolescente semi-desnuda salió empujando un chivo. Voces femeninas chilla-ron en el interior de la casa. Olía a pescado agrio, grasa de cerdo, ron blanco, moho. Los otros niños jugaban a “¿Dón-de está el Cristo?”

—¿Qué se le ha perdido, Don?

—Isauraaa Isauraaaaa —berreaba él.

—Vengo por mi asunto —dijo papá.

—¿Qué le pasa con mi suegro?

Era la mujer de las semaneras de oro. Con el mismo traje, un crío agarrado a los pechos y un destetado a sus caderas. Los otros, en medio del juego, formaban en los labios saliva espumosa y globos, hacían morisquetas, brincaban alrede-

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dor. Uno flacuchento y moreno se quitó los calzones y mos-tró el culo veteado por la mugre: “¿Dónde está el Cristo?/el Cristo se está bañando/¿Dónde está el Cristo?/el Cristo se vistió/¿Dónde está el Cristo?/el Cristo desayunó.”

Él seguía firme ante la puerta abierta, las risas y empujo-nes, la recién parida que se había arrodillado sobre el ver-dor del patio amanecido. Ahora satisfecha. Reluciente. Con arrestos para amenazar, mofarse, presumir.

—Se trata del dinero. Lo del ataúd, la iglesia, el entierro, señora —dijo con toda cortesía.

—Si usted sigue en plan de joder, llamaré a mi marido y a mis cuñados. ¡Entre todos le van a pegar una buena cueriza…!

—Señora, yo sólo quiero lo mío.

—¡Largo de aquí, chacarón, si no quieres que te maten! —aulló la mujer—. ¡Desalmado, logrero, infeliz…!

A papá lo haría desistir un rostro astuto, fuertes colmi-llos, relumbrantes ojos de comadreja cebada. Sintió el al-mizcle, la fetidez repelente de las bestias. Dio media vuelta y aguantó la derrota.

5Instalado en el traspatio lleno de aserrín y virutas, los boti-nes charolados, el Doctor Justino Manotas esperaba a papá durante el primer día de mis once años. Lo acompañaban el historiador Lucindo Reales, el concejal Ascanio Orozco, el abogado penalista Roque Bolívar. Todos mustios, acon-gojados, dado que el Tesorero Municipal se había fugado con los dineros del pueblo, llevándose las joyas de su mujer legítima y los ahorros de una querida a quien mantenía en el barrio del Porvenir. No iba solo. Su nueva conquista era hija del juez Araque, Dormelina.

También nos visitaba el senador Barrero, sentado bajo la sombra del totumo del patio, rodeado por sus coparti-darios. Las sillas no daban abasto. Los hombres entraban y salían, liberales, ateos, conservadores, beatos, cismáticos, izquierdistas, entrometidos, apolíticos, hasta el Jefe de Po-

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licía y Don Flaminio las Aguas, el párroco titular. Fumaban repartiéndose las culpas o se enjugaban el sudor con los pañuelos levemente almidonados.

Esperaron horas enteras mientras papá recorría el tra-yecto intemporal que separaba la Calle de Coco Solo de nuestra casa. Todavía lo recuerdo dormida o en vela. Alto, flaco, trajeado de lino blanco, cejas y bigotes nevados por la arena callejera. Fatiga y desencanto opacaban el alumi-nio de sus ojos. En lo albo de su camisa los puños raídos.

—Le diré a lo que venimos, Don Tancredo. Esta vez no espero un desaire —habló primero el Doctor Manotas—. En nombre de nuestros gloriosos partidos y la oposición, de la comunidad en general y del Municipio en particular, le rogamos que se digne manejar la Tesorería.

—Confiamos en usted —el senador Barrero tomó la palabra.Papá descendió entonces del mástil del ensueño. Dejó

atrás los retablos, cofres musicales, altares esmaltados en oro batido, escritorios de palo rosa y camas en forma de veleros. También los cajones de muerto.

—Acepto —dijo con voz fatigada.

Al año siguiente nos mudamos a la ciudad y no volvimos a carecer de zapatos, ni de vestidos nuevos. Los enamora-dos admiraban a Mary y Adelaida a través de las ventanillas del automóvil cuando las perseguían rumbo al club cam-pestre o a las clases de tenis. Mamá se convirtió en otra viu-da de plaza pública. Y todavía, en mis duermevelas, advier-to en los ojos de mi padre el intenso fulgor de la tristeza.

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los encantamientos -2003-

lUmbre azUl

A Henry Laguado

1Hay recuerdos y recuerdos de infancia. Así como hay niños que han sido felices y otros que apenas fueron niños. Luego están todos aquellos que se olvidaron de sí mismos.

El niño que fui, ahora está lejos y sin embargo presente. A menudo se me aparece en sueños, lo llevo de la mano.

Era el consentido y lo sentaban en el balcón, al atarde-cer, en su propia silla. Desde allí veía pasar a los hombres que regresaban de la oficina, a las vendedoras de mangos y alegrías de maíz millo, a las colegialas de medias cortas y a las muchachas del domingo con trajes multicolores. Desde que tuvo memoria quería atrapar la luz de su ciudad, dibu-jar el movimiento constante del mar, susurros de la brisa, viento y calor atenuándose en los azules de la noche.

—Quieto, no te muevas de ahí. ¡Cuidado! Nada de col-garse en la baranda —y traían una mesa a su medida, pa-pel, crayones, acuarelas, lápices afilados.

A la madre le decían la Bella Carmen. Su padre era el hombre más culto y elegante de la ciudad, fundador de los mejores clubes.

El niño era el único niño de la casa. Un privilegio, por ser hijo de quien era y haber nacido en una ciudad amura-llada. Todos le preguntaban “¿quieres esto?” y “¿quieres aquello?”, y le decían “ven acá”, “hora de dormir y hora de comer”. En su añoranza de alegría están las hermanas, Berta, María Teresa, Alicia, Carmen Su, Federica, Carlina. Era el único varón. Después nació Rafael y de único pasó a ser el mayor.

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2Hay momentos muy vivos en los que aromas y colores son como lienzos encandilados. Recuerdo una vez en carnava-les, cuando a Carmen Su la vistieron de japonesa, kimono bordado en verde y oro, con un gran lazo a la cintura, en-harinado el rostro, los párpados alargados con pinceladas negras y la boca rojo fresa. Olía a flores, como a rosas mo-jadas y claveles. Era feliz mientras la Bella Carmen cantaba peinándole el cabello negro, largo, lustroso. Feliz porque había fiesta en el Club de Pesca, e iría su pretendiente, un muchacho por allá del Sinú o Valledupar. Feliz-feliz hasta que se miró en el espejo.

Carmen Su comenzó a llorar y a llorar, a renegar:

—¡No voy a la fiesta! ¡Ésa no soy yo!Mis hermanas menores listas y contentas. Berta, una en-

joyada gitana; Alicia, la más tierna pastora; María Teresa, el hada del saúco; Carlina, la muñeca feliz. Federica con un vestido normal, porque nunca fue amiga de disfraces.

Ese niño que fui yo, sentado en un banco junto a un es-pejo de tres lunas, sentía el rozar de sedas y tafetanes, la emoción de las voces, el nerviosismo, la ilusión, la ansie-dad. De repente, nadie le prestaba atención. Aquella sería su primera vivencia del carnaval; ventajas de ser el mayor. A su hermano Rafael lo mandaron temprano a la cama.

Todavía ignora si Carmen Su asistió al baile, o si persistió el llanto, pero nunca olvidará la tersura del aire, los secre-teos, las risas, además de la intensidad de los perfumes y leves aromas de verbena y altamisa. Nadie guardó los dibu-jos que hiciera esa noche. Pero el mejor amigo de papá, en plena sala y a la segunda copa de champaña, dijo:

—La historia se repite. Correggio y Picasso también na-cieron pintores.

—No sigas, puñetero, ni me agües la noche. Mejor va-mos, tenemos retraso.

—Si es pintor, será pintor. No se te olvide.

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3Aquel niño no recuerda si a su alrededor había perros, ga-tos, loros o una María Mulata. Quizá por causa de Tito. Lo trajeron de regalo en un cumpleaños, enroscado en una canastilla de fique. Era enormes ojos y rabo y un susto que le hacía morderse las patas como si fuese un bebé. Fue bautizado con limonada, y no pudo llamarse Tato, ni Pepe, ni Roque, ni Guille, porque a muchos niños les decían así. Emilio era yo, el único por unos años, quien como hermano de Rafael pasó a ser el mayor.

A Tito le encantaban los mangos de azúcar, el guineo manzano, los arranca muelas, el arroz de coco y la posta negra. Vivía en una caja construida a su tamaño, en el corre-dor que daba al patio, y siempre estaba amarrado con un cinturón y una cadena; si llegaba a zafarse salía directo a las maldades. Se meaba en las ollas, desenredaba el moño de la cocinera, subía por las canales y terminaba en el tejado, lanzando a los transeúntes limones, guayabas, mangos y naranjas que se había robado del frutero del comedor.

Lo que más le gustaba a Tito era tomar su tetero con le-che Klim endulzado con miel, antes de dormir, chupando el dedo como cuando Rafa estaba recién nacido. También le-vantar faldas, comer huevos fritos con pan fresco, mecerse en el columpio instalado entre dos árboles del patio.

El paseo era lo mejor de lo mejor. Eso sucedía los sába-dos y los domingos, cuando a Tito lo vestían de marinero, ¡entonces no se cambiaba por nadie! Sus trajes crujían de puro almidón y él ladeaba hazañoso su gorra mirándose en el espejo de la sala.

Salían todos, Rafa y el mayor, con Tito en medio tomados de las manos, mientras Berta, Carlina, María Teresa, Car-men Su, Alicia y Federica caminaban atrás.

Las señoras y los niños y las nanas de la vecindad corrían a las terrazas y ventanas y quicios a decir adiós, ellos muy orondos porque nadie tenía un mico tan inteligente y tan bien parecido como Tito.

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4Cuando el niño que ya no era el único varón entró a es-tudiar, Tito tuvo un berrinche porque también quería ir al colegio. Zafó la cadena, le pegó un mordisco en la nalga a la cocinera, arrasó con la mesa del comedor y la vajilla elegante de la Bella Carmen dispuesta para un almuerzo de veinte personas. ¡Pobre Tito! Aquella vez estuvo fugitivo durante quince días, amenazado de muerte, tías y primos hablaban de enviarlo al zoológico, obsequiarlo a un orga-nillero, dormirlo para siempre con somníferos. Además de haber acabado con las bandejas, platos, vinajeras, floreros, mantequillera, les había mostrado la picha a las chicas de la cuadra.

La Bella Carmen sabía que Tito estaba demasiado triste porque no podía estudiar ni lo recibían en el colegio. No hizo escándalo por el desastre sino que se llevó a los invi-tados al club. Luego dijo que gracias a Tito papá le había comprado la vajilla más hermosa que pudo encontrar en los almacenes de París. Cuando ella murió, Carmen Su, Berta, Alicia, María Teresa y Federica se la repartieron devotas. Al mayor, que ya no era un niño, y a Rafael les correspondieron los juegos de té y café.

A Tito lo encontraron metido en una bodega, por los lados de la muralla, muriéndose de fiebre y diarrea. Se ha-bía zampado un racimo de plátanos verdes y un bulto de caimitos. El veterinario mandó que le dieran agua con sal y cebolla picada y agua de manzana y paico, por turnos, para curarle el estómago y el desespero. También unas grageas bermejas que él se negaba a tragar, y cataplasmas en las costillas pues casi agarra una pulmonía. ¡Ver y no creer! Era como si la familia tuviese un chiquillo enfermo. Las veci-nas se acercaban a preguntar por Tito, y aquellas chicas del vecindario, a quienes les había mostrado la picha, rezaron novenas, credos, ave marías al perdonarlo. La más preo-cupada era la cocinera: Tito no la mordió en serio, a ella le gustaba consentirlo, sobre todo por las mañanas, porque además de los huevos fritos le enloquecía el café con leche y las galletas con queso salado.

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Cuando Tito mejoró le dieron permiso para entrar a la casa por las tardes. Allí se enroscaba en un banco, mientras el niño del balcón, sentado en un escritorio, aprendía sobre matemáticas, minuendos y sustraendos, geometría, historia, geografía, adverbios, sujetos y predicados. En esa época cos-taba mucho trabajo hacerlo comer, si acaso tomaba avena con azúcar y vainilla, miel-me-sabe o flan, de pronto un tazón de sorbete helado.

Ni siquiera salir a pasear le llamaba la atención. Se conto-neaba un rato entre Rafa y Berta, o entre Carmen Su y María Teresa, pero en la mitad del camino comenzaba a gemir, a arrancharse, se agarraba el estómago.

Cuando rechazó toda comida y corrió a esconderse bajo la mesa del comedor, se pensó en un mal distinto de la diarrea o la tristeza. Fue a su muerte, con los ojos nublados y la cabeza sobre las piernas de aquel niño que ya era un muchacho, una mano entre las manos de Rafa y otra entre las de María Teresa, que alguien decidió quitarle el cinturón de cuero y metal que Tito llevaba hasta para recibir un baño. ¡Dios! Había crecido mucho en los últimos meses, el cinturón se le incrustó en la piel del estómago y casi lo cortó en dos, al punto que piel, carne y tripas era una misma cosa.

El recuerdo del entierro, Tito con su mejor traje de marine-ro y en un ataúd blanco, forma un nudo doloroso en la gargan-ta de aquel niño inasible. Papá lloraba detrás de una ventana que miraba al jardín, con tanta angustia que la nuca se me eriza cada vez que evoco aquel día. A mis hermanas nunca, nunca, se les puede hablar sobre el tema. En sus tiempos, la Bella Carmen no volvió a permitir animales en su entorno.

Años más tarde, en un armario, mientras buscaba unos ge-melos, tropecé con todos los dibujos que hice de Tito. La Bella Carmen los había guardado en un sobre, debajo del joyero, sus cinturones de fantasía, chalinas y pañuelos bordados. No lo pensé dos veces y los destruí.

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5Ese fin de semana el club La Popa celebraba su fiesta anual y a Federica la presentaban en sociedad. Para la ocasión vestí mi primer smoking, por eso me permitieron usar los gemelos de oro y la faja de seda del abuelo paterno, muerto diez años atrás.

En la noche salina, a los dieciséis años, recién graduado de bachiller, al concluir los discursos, las felicitaciones y el brindis ritual, papá me dedicó una copa. Ahora su hijo es-tudiaría medicina, derecho, o ingresaría en la marina. Las tradiciones mandan, imponen continuidad, respeto. Tenía la posibilidad de las mejores universidades, era hora, había que tomar decisiones.

Quizá extraje ayuda del licor, o me sentí en serio mayor por fuerza del smoking. Me le enfrenté:

—Quiero estudiar en Bogotá, o en Madrid. Voy a matri-cularme en Bellas Artes.

—¿Qué…? Ni se te ocurra, ¡sobre mi cadáver! ¿Bellas Artes? ¿Estás loco…? Es como si patearas la tumba de tu abuelo, el almirante.

Me incorporé y di la espalda a la ira desbordada, al azo-ro y el desconcierto del resto de la familia, abuelas, tíos y primos sentados bajo las arañas de cristal y en la ele de la mesa. Invité a todas las debutantes y giré incansable al ritmo de valses, porros, merengues, boleros, como si me hubiesen nombrado guardián o paje, y cuando se retiraron las orquestas, me uní al grupo de muchachos que, al ama-necer, subían en burro hasta el Castillo de La Popa. Era la costumbre, en la ciudad con murallas, quizá para quitarle estiramiento y solemnidad al primer baile de gala.

De regreso, al sol ardiente, papá esperaba con el portón abierto. En su rostro advertí toda suerte de reclamos y exi-gencias, contenidos en agrias palabras.

—No hay de otra. Mañana mismo te inscribes en la Ma-rina. Tienes prioridad. Eres nieto de almirante, sobrino de general y capitanes de corbeta.

—Voy a matricularme en Bellas Artes.

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Cuando él dijo otra vez “¡sobre mi cadáver!” o quizá “¡pri-mero muerto!” vi las piruetas de Tito flotar a mi paso, su di-bujo en crayón, las manos peludas abrazadas al estómago, el sufrimiento anclado en los ojos.

—¡Bellaaaas Arrteeess…! —comencé a gritar quitándo-me el corbatín, la faja, la camisa, los pantalones, los calzon-cillos y las medias. Atravesé en cueros la calle, los vecinos en bata y pantuflas asomados a los balcones. Entré en la casa ante el espanto de mamá, la Bella Carmen. Mis her-manas salían adormiladas de sus habitaciones; la mañana hurtándoles los aromas, la noche anterior, la desaforada alegría, el eco de la orquesta, tanta música y felicidad.

Durante tres días me llevaron la comida a mi habitación, de donde salí camino al aeropuerto, con la ayuda de mamá y de Rafael. La silueta difusa y recobrada, el ataúd, la alha-raca, brincos, alardes de Tito por toda compañía.

Después, el hombre que soy tuvo dos gatos en su estu-dio, Sofía e Inocencio, pero cuando murieron de viejos pro-metió dedicar todo su tiempo libre a las personas. El niño que fui no quiere ser olvidado. En sueños me tiene el caba-llete, elige los pinceles, traza la lumbre azul y la resonancia del mar esmaltado en la ciudad amurallada de otras tardes.

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CUENTOS ESCOGIDOS Fanny Buitrago

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los encantamientos -2003-

mañana, mañana el organillero

A Omar Valencia

Ayer quebré una promesa. Dejé mi mejor abrigo y hasta siempre, colgado tras el marco de una puerta. En silla ene-miga diez hilos azul-nylon; la tachuela grabada comiéndose las medias transparentes. Visité a Pablo Soler, mi condiscí-pulo del liceo y ahora prestigioso novelista. Le debía sen-tidas condolencias por la muerte de su esposa. No existía disculpa válida para mi silencio, ni siquiera el desagrado, entreverado en azúcar, que presidía mis relaciones con Li-liana Soler.

No tuve fuerzas para marcar su teléfono. Reservé habi-tación en el hotel Mesopotamia y compré un botellón de Anisado Cristal, y siete patas de conejo. El aguardiente de-bido a sus efectos (y el aroma). Las patas, como por si acaso y la vida me diese tiempo de amuletos. Hay unas tres horas en automóvil desde Bogotá hasta Villa de Leyva. No quería mortificar a la suerte o atraer riesgos.

Llegué al atardecer, cuando Pablo sale a deambular un rato. A tiempo para tropezar con él por casualidad e invi-tarlo a la terraza del hotel. Las mentiras sociales diluidas en el licor.

Olvidé la diafanidad, los atractivos del poblado y sus in-convenientes. La plaza estaba atestada de falsos soldados españoles —indios no indios— chorreantes de anilina roji-za, y de curiosos encantados de asistir a la filmación de una película. Tiendas y restaurantes vendían al tope artesanías y cerveza a los turistas. A mi amigo no se le veía por ninguna parte.

En el Mesopotamia me dijeron que Pablo no visitaba más el hotel, tampoco otros lugares. Ni su bar favorito, cine e iglesia. Así, quebré una promesa. Me dirigí a la calle del Virrey y toqué en la casona. No hacía falta la silueta de Li-liana desdibujada tras las ventanas con visillos calados o las

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pupilas burlonas —advertí mi falda arrugada que hubiese fruncido sus cejas y rojo labial, en el óvalo que ya no era— ni el impacto de su belleza y satinado maquillaje.

—El señor está ocupado. Nunca recibe a nadie —intentó detenerme la empleada

—A mí sí.

—Mejor le aviso.

—No es necesario. Conozco el camino.

Pablo estaba en su estudio. Vestía traje negro, camisa blanca, medias rojas. Era como un personaje teatral, creado en romántica aflicción y al margen del mundo que, situado en la realidad, se viese obligado a interpretar a Soler, gran novelista. Mostacho, pipa gastada, clavel en una solapa. Hasta la antigua máquina Remington sobre el escritorio pa-recía de utilería.

Dominaba el estudio un retrato al óleo. Liliana entre en-cajes, sonrisa enigmática y cabellos flotantes, manos po-sadas en un violín. Retrato encargado, dirigido por ella, desde su ángulo personal-espejo. Un frutero mosqueado con manzanas y ciruelas viejas, una copa, dos cigarrillos y fósforos decapitados, junto a la firma del pintor, decanta-ban la cursilería.

—Hola.

—Hola. Tiempo sin vemos —dijo él.

—Siento lo de Liliana.

—Gracias.

No hubo explicaciones o reproches. Tampoco el ritual de la tristeza. Colgué mi abrigo tras la puerta. Acepté una silla. Había mucho que decir, pero teníamos miedo del so-nido y la repercusión de las palabras. Todos aquellos temas frustrados por el código inflexible de Liliana, durante años y años. Libros detestados, melodías prohibidas, invitaciones rechazadas, viajes aplazados. Sobre todo, podíamos referi-mos a los amigos de la primera etapa matrimonial, quienes la escucharon burlarse del fervor literario de Pablo y ensa-ñarse a menudo con el tema del sacrificio. Su vida, dinero y talentos encadenados a un escritor mediocre, que en siete

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años de trabajo continuo no había logrado publicar línea. Ni ensayo ni relato ni máxima.

Difícil no compadecerla. Liliana fue niña prodigio del violín y llenó páginas y páginas sociales con fotografías. Es-cribió un libro sobre arquitectura colonial que los críticos alabaron por sus excelentes fotografías. Debutó en cine y teatro, cuando su belleza no fue incentivo para atraer pú-blico a los conciertos y la niña prodigio era adorno de ál-bumes y filmaciones, asunto del pasado. Entonces firmaba Montalbán.

Al segundo anisado, Pablo colocó en el gramófono las baladas de Chopin, que a Liliana le fascinaban. Ella había comprado la casa y los muebles, sembrado caléndulas, veraneras, siempre vivas y geranios en el jardín, tejido los tapices; hasta el forro de los almohadones en donde es-tábamos reclinados era obra de sus manos. La empleada, quien traía hielo, maní y gajos de naranja para acompañar el licor, respondía a su gusto. Como en toda la casa ron-daba ese perfume dulzón que la precedía, a cada instante yo esperaba escuchar un suave taconeo y su deslizarse, risueña y alerta.

—¿Tú aquí? ¡Sorpresa! Bienvenida, ¿qué hay? ¿todavía escribes? Un día cualquiera voy a leer tus cuentos. Vivo tan ocupada. Me encargo de la correspondencia y los archivos de Pablo. Me entrevisto con los admiradores…, y los críti-cos y profesores interesados en su obra. ¡Ojos y oídos soy! No permito que nadie, pero nadie, lo moleste por teléfono.

Liliana dirigía la conversación. Aunque todo eso suce-dió después del primer éxito novelístico de Pablo. Cuatro años atrás ella lo abandonó, marchándose con el primer ac-cionista de una sociedad cinematográfica. Invirtió mucho dinero en producir varios cortos y un largometraje, convir-tiéndose de nuevo en figura importante. Un estrellato que no la satisfacía. Ella deseaba también surgir como actriz. Lo hubiese logrado, no lo dudo. En su impaciencia, exigió un papel en el largometraje e hizo reformar el guion, ganándo-se la antipatía del director y los libretistas.

La película fue un éxito moral. Premios internacionales al director y descalabro económico. Notas y críticas aludían

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a un renacer de la industria fílmica nacional. Los derechos fueron cedidos a la televisión para realizar una serie, guion y actores en paquete. Nadie mencionó a Liliana Montalbán. Sus diez minutos —de bella desconocida— fueron mutila-dos a última hora.

El nombre de Pablo sonaba a pleno furor cuando ella de-cidió regresar a su vida. Lo consiguió pero no sin lucha. La recuerdo, friolenta y ojerosa, en la sala de mi casa, encogida en una gabardina tres veces su talla, “Dile a Pablo que me reciba, díselo… por caridad, dile que me perdone. Dile…” También frente al viejo edificio del Bosque Izquierdo, en donde él vivía con su perro. Tocaba el violín a la madrugada. Lo hacía con una furia armónica que transformaba su acto solitario en explosión amorosa, ruego humillante, clamor se-xual. Liliana Soler fue una mujer bellísima hasta el final.

—Vamos a cenar. Hace rato no resisto el aguardiente. Me-nos anisado.

Había tres juegos de cubiertos sobre la mesa. Cristales, plata, mantelería almidonada, todo estaba marcado con las iniciales L. S. El menú acreditaba los gustos de Liliana. Arroz integral, vegetales cocidos, anones y piñuelas al natural. Los alimentos nunca tuvieron importancia para ella, sólo la visto-sidad y la fragancia. No comía nada que tuviese ojos y se ufa-naba de su estilizada silueta. Estaba a dieta, agua, manzanas y avena, cuando adquirió una pulmonía. Su organismo, inerme, rechazó los medicamentos. Hasta un codazo pudo matarla.

Pablo no lograba ignorar el sitio vacío, las frutas, el vino in-tocado. Liliana nos acompañaba. Más real que en vida, como entronizada en el papel que tanto material brindó a crónicas sociales y revistas femeninas, cuando se pontificaba sobre hermosura, distinción, elegancia, Pablo Soler. ¡Casi podía ver-la! Las pupilas brillantes e intensas. Melosa, satisfecha de ha-berme sentado en una silla incómoda, a la espera del “¡Ay, mis medias!” en el escenario del auténtico triunfo que la suerte le reservara.

El mundo entero conocía a Liliana Soler, y sus declaraciones:

—He creado el ambiente ideal que requiere el trabajo literario de Pablo. No me sorprende que su última novela sea una obra maestra.

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De la otra Liliana Montalbán, niña prodigio, violinista y actriz inexperta, apenas se acordaban los viejos amigos (si se atrevían). Ella los desterró, uno a uno, con una ferocidad inadmisible en una mujer de su educación y delicadeza. Fui la última en claudicar. Me gusta conservar mis relaciones; si-mulé ignorar los desplantes, las bromas sobre mi vestuario y aspiraciones literarias, los celos por mi excelente apetito y magra figura. Desistí, atemorizada, cuando murió el perro.

Un lobo enorme y tranquilo. Se lo obsequié a Pablo todavía cachorro, cuando Liliana lo abandonó. Entonces, perplejo, buscaba fiesta todos los días y con diversos pretextos. Aparecía en mi casa, en ruidosa compañía y a horas insólitas, deprimido o borracho. No soportaba con-fesarse que vivía muchísimo mejor sin su mujer. Tal alegría le horrorizaba.

Pablo lo llamó Basho, porque había escrito un ensayo dedicado al poeta japonés, que ninguna revista quería pu-blicar. Trabajo considerado ahora irreverente por muchos intelectuales, quienes lo suponen dedicado a su perro.

No puedes ir de rumba en rumba si tu mascota tiene que mear y alimentarse. Pablo escribió dos novelas y dijo adiós al anonimato. Basho fue su apoyo publicitario. Mon-taba guardia cuando Pablo daba una lectura. Ocupaba silla en conferencias y mesas redondas. Esperaba a la en-trada de bibliotecas, auditorios, editoriales, galerías. En los cócteles solía alzar una pata, ladrarles a los camareros y tomar a lengüetazos una copa de vino blanco. Su foto-grafía, frente a una copa tallada, encantó a los lectores de diarios como El Tiempo y El Espectador de Bogotá, el Miami Herald y El País de Madrid. Basho seducía a cama-rógrafos y periodistas. Redondeaba la figura del escritor genial. Sorprendido aún por el éxito.

Ni Pablo ni Liliana quisieron cederme el perro después de la reconciliación. Insistí en vano.

Después, cuando ella compró la casona en Villa de Le-yva, Pablo insistía en invitarme; pero ya no existía since-ridad. Ni mi amistad suplía a otros amigos que, fatigados del batallar inútil, caían —uno a uno— y aceptaban el exilio resignados. Visitaba a Pablo dos, tres veces al mes,

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pero nunca charlábamos a placer. Liliana vigilaba. Deci-dida a impedir que mencionásemos hechos, lugares, su abandono y retomo, nombres y nombres, tantos ausentes, interrumpía, divagaba, torcía la conversación. Mentía. Go-zaba ridiculizándome, para obligarme a estallar. Entonces (así sucedió con los demás) diría, suave, elegante:

—No deseo verte más. He soportado demasiado y mi paciencia tiene un límite. ¡Deja en paz a mi marido…! No impongas tu amistad.

Me negué a presenciar su actuación. Nunca me hospe-daba en la casona. Así tenía libertad y podía marcharme cuando se me antojaba. Detestaba dormir allí. Temo a la oscuridad en antiguas edificaciones. No me gustan los te-chos altos.

En el hotel disfrutaba de una habitación moderna, con ventanas a límpido azul y setos floridos. Si despertaba al amanecer, no me importaba hacerme preguntas ociosas. ¿Cuántos niños emparedados hay entre los muros de la villa? ¿Cuántos indios murieron para construirla? ¿Y los descuartizados? ¿Y los ahorcados? Al menos evitaba los insípidos desayunos gramíneos de Liliana Soler.

Fue allí, un sábado en la mañana, cuando supe la des-aparición de Basho. Sentada en el balcón, leía el periódico y esperaba el café.

—¿Va la señora de visita a la casona? —preguntó la camarera.

—Eso creo —respondí—, si los Soler aún viven allí.

—Viven —dijo torva

—¿Y tú? ¿acaso no trabajabas con ellos?

—Me aburrí. No paga hacerlo… —y dándose importancia— yo de usted no iría.

—¿Por qué? ¿Qué sucede?

—Hace frío. Como el perro no está, hay mucho silencio. Hielo y silencio que siento en la barriga —luego susurró con inocente convicción— en los corredores asustan. Es como si en el aire flotaran curas desalmados y monjas sin cabeza.

—Tengo que ir.

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—Mala idea. Esa señora no quiere entrometidos y a las mujeres no las aguanta, menos a su persona.

—Voy de todas maneras.

—Allá usted.

No había silencio esa tarde. Unas quince personas char-laban en el patio interior. Atendían camareros uniforma-dos. Pablo, asediado por dos mujeres, tomaba vino rojo. Escuché las exclamaciones de Liliana, quien solía omitir mi nombre.

—¡Hola! ¡Hola! Bienvenida la escritora. Nuestra amiga más, más fiel.

Ante el estupor de sus invitados me acerqué a Pablo y no anduve con rodeos.

—¿Dónde está Basho? —pregunté.

—No está.

—¿Qué le pasa?

—Ha muerto.

—¿Rabia..?

—No.

—¿Peste..?

—No.

—¿Qué tenía?

—Nada. Tuve que matarlo. A Liliana no le gustaba.

—No comprendo.

—Yo tampoco —dijo él.

Pablo estaba a punto de llorar. Me dirigí a la salida tem-blorosa de cólera. Cuando Liliana intentó detenerme, le lancé un manotón. Un zumbido incrédulo trepó hacia el verde y azafrán de las veraneras florecidas y estalló vo-ciferante a mis espaldas. Los invitados querían atajarme, indignados.

—Se creía la dueña de mi perro y ahora quiere a mi mari-do. Lo que tengo que aguantar… —sollozaba.

—No vuelvo a pisar la casona —prometí entonces.

Terminada la cena, regresamos al estudio. También ha-

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bía una tercera copa y una tercera taza paralela a la cafete-ra humeante. La bandeja con mentas, chocolatines y freso-nes perfumados me revolvió el estómago. Dije, impulsiva:

—Vamos a la hostería. Todavía podemos tomar una cer-veza y escuchar música. Los triángulos son de mal gusto.

—Liliana quería gobernar su casa, estar siempre presente.

—La figura del sitio vacío es tema de numerosos cuen-tos. El anfitrión leproso, la actriz asesinada, la novia ausen-te. No te repitas.

—La literatura se nutre de las repeticiones.

—Ésta es la vida, Pablo.

—No me jodas, mejor vete. Necesito estar un rato a solas.

—Ahora mismo.

—Por favor, deja la puerta abierta. Te alcanzo luego, y nos vemos en la hostería. Tengo cosas que hacer.

Me cansé de esperar y hacia la media noche regresé a la casona. Crucé el frío zaguán, el jardín silencioso, el patio enlosado y un segundo zaguán. A la luz mortecina del farol que mal iluminaba el patio Pablo se movía a tum-bos. Sin chaqueta, la camisa rasgada, jadeante, como si a su paso tuviese que sortear redes, trampas y alambradas.

—¿Qué te pasa?

Sus manos extendidas, que intenté asir, me golpearon lanzándome contra una columna. Era como si intentara co-rrer hacia atrás o vientos iracundos soplaran en dirección contraria. Ramas y hojas secas arañaron mi rostro.

—Mi abrigo —recordé al levantarme.

—¡De prisaaa...! ¡deee prisaaa!... Liliana quiere con-servarme a toda costa —gritó. Se arrastraba herido en la frente, sobre el empedrado, sin flexionar los codos, trope-zándose con las macetas y las plantas. No avanzaba dema-siado y la sangre manchaba su rostro.

Me quité los zapatos. Con esfuerzo descomunal, incu-bado en el miedo, me lo eché a la espalda. A pesar de su flacura, sentí cargar toneladas. La sangre y el sudor go-teaban.

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—La misma plaza, el mismo cielo, la luz de los faroles. Ha salido la luna —musitó cuando lo deposité en un banco de la plaza.

Varios campesinos que tomaban cerveza en las arca-das de la hostería lo llevaron en andas hasta una mesa, como a un niño epiléptico o a un ciego en dificultades. La iglesia estaba iluminada. Afuera, un grupo de mujeres re-zaba. Nubes escarchadas de oro nimbaban el campanario. Pablo comenzó a silbar. De su cuello colgaba un morral pequeño, suficiente para el dinero, la cédula, el pasapor-te. Añadí las siete patas de conejo. No quería tentar la mala suerte. Los campesinos nos miraban inquietos. Otra gente surgía de portones, esquinas, negocios.

—Tanto tiempo sin verle —el dueño de la hostería y su mujer acudieron solícitos.

—Bienvenido, y en lo que pueda ayudar. Estoy a sus órdenes —dijo el alcalde, hombre robusto y de bigote ás-pero.

Todos conocían a Pablo Soler. Estaban orgullosos de él. No manifestaban sorpresa o espanto al verlo medio des-nudo, sangrante y dedicado a silbar. En los rostros ajados por la resolana y los ojos impávidos había alivio, satisfac-ción. Sonaban las campanas. Desde el interior de la iglesia emergía un coro de aleluyas.

—Le traje ropa limpia y alcohol. Está hecho un asco —observó la mujer.

—Un aguardiente —pidió Pablo.

—Uno doble —concedió el dueño—. ¡Váyase ahora, mi don! ¡Rápido!

Le ayudamos a vestirse, con pantalones, camisa, ruana de jornalero. Salimos rumbo a Tunja, en una camioneta de la Alcaldía. La gente del pueblo, en buses, camiones, bici-cletas, las luces altas, nos escoltaba, en medio de una tre-menda bulla, cantos, silbatos, acordes y sones de guitarra, como si abrigasen el temor de extraviarnos en la carretera.

—¿Y la casona? —pregunté.

—Por mí, la demolería, pero voy a cederla a la Villa. Servirá de atracción turística.

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—Por mí que desaparezca —dije.

El alcalde, que nos acompañaba, protestó:

—No puede ser. Es una joya arquitectónica. Mejor que siga igual y no se mueva ningún muro u objeto de su sitio. Todo debe quedar como a doña Liliana le gustaba. Es más seguro.

—Liliana no quiso otra tumba —explicó Pablo.

Mientras nos alejábamos a velocidad máxima, yo escu-chaba los alaridos silenciosos de la derrota. Según su úl-tima voluntad, Liliana está enterrada en el jardín, bajo las caléndulas, geranios y enredaderas. Mi piel erizada sentía su furia, la pasión, la soberbia contrariada, porque Pablo Soler había logrado recobrar su libertad. Ella misma había encadenado su alma a la casona virreinal al convertirla en sepultura.

—¿Qué harás ahora..? —le pregunté, cuando entrába-mos a Bogotá, en un bus intermunicipal.

—Afeitarme el mostacho. Alquilar un estudio, contratar una secretaria, instalar un computador y suscribirme al co-rreo electrónico. Necesito asomarme al futuro.

—También yo tengo que trabajar duro. He perdido mi mejor abrigo.

—Vamos a cenar en serio. Debo parecerte una bestia, pero me muero por una trozo de carne encebollada —sonreía, con un gesto encantador y ante el umbral de infi-nitas posibilidades.

—¿Querías a Liliana..?

—Más que a mí mismo. Ése era el problema.

Todavía no pienso retornar a Villa de Leyva, a pesar de añorar a su gente, la tersura azul del cielo, la blancura en-gastada en sus edificaciones coloniales, el colorido esplen-doroso de las tapias florecidas, los aromas. Aunque de vez en cuando me reuniré con Pablo Soler, no, no hablaremos de Basho, ni del amor o los triángulos. Espero que otros temas nos preocupen.

Hoy y siempre esperaré a que Liliana Soler siga lejos de nosotros, sepultada en un oasis de olvido y durante

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un tiempo inasible que no implique eternidad. Que sean cien años, o quinientos, tal vez, hasta que un cataclismo o vendaval, una bomba de alto poder, la música de los valle-natos o el organillero, se encarguen de pulverizar muros, techos, patios y terreno. Entonces, de ella y la casona de la calle del Virrey no quedará el menor rastro. Ni siquiera la leyenda que ha comenzado a forjarse y que necesito escribir sin nombres verdaderos. No para cobrar deudas, burlas y, menos, ofensas. No. Sino porque la muerte de un perro llamado Basho todavía me duele.