museo de cuadros de costumbres i - banrepcultural

262

Upload: others

Post on 15-Jul-2022

4 views

Category:

Documents


0 download

TRANSCRIPT

Page 1: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural
Page 2: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

1

PROLOGO Está visto: no ha de salir libro sin prólogo, y como quiera que para los prólogos no abunda de ordinario la materia, sus autores la suplen a menudo tirando cantos a su tejado, esto es, razonando sobre la inutilidad de lo mismo que están haciendo, y repitiendo aquello de que, si el libro es de provecho, no ha menester prólogo, mientras que, si no vale nada, el prólogo no ha de hacerlo bueno; pero ello es que una obra que empiece ex-abrupto y sin decir agua va tiene siempre algo de frío y de desapacible.

Y no son, en verdad, los libros la única cosa que ha menester prefacio, que, amén de la misa, hay muchas que lo llevan y a que hiciera buena falta.

A los periódicos sirve de prólogo el prospecto; a los sermones y arengas de todo linaje el exordio, y hasta los discursos más caseros y menos ajustados a las reglas de la oratoria rompen con un «Señores» o con un «Señor Presidente». El prólogo de las piezas de música es el registro; el de la ópera la obertura; el de la comida la sopa; el de las leyes los considerandos. Las batallas traen como prólogo las escaramuzas; las nuevas administraciones el programa; las sesiones de una asamblea el discurso inaugural; los amores, antes del «yo te amo», todo aquello de rondar la calle, sacar a bailar para la primera pieza, dar el brazo y recoger la flor o el pañuelo que se cae. La vida del hombre tiene prólogo, y no como quiera, sino el más pícaro prólogo del mundo: ahí están las señoras madres, que no nos dejarán mentir. La muerte misma, con ser la cosa que menos se cura de los melindres del buen gusto, se hace más desabrida y repugnante en los casos en que viene sin alguno de los prólogos que acostumbra echar por delante. En una palabra, no es común que las cosas empiecen por el principio.

De forma que, para que este libro no sea menos que cualquiera otro y que las cosas que dejamos enumeradas, le hemos de encasquetar su prólogo, y en cuanto a materia para llenarlo, Dios proveerá.

Nuestra idea de publicar una colección de artículos de costumbres de los muchos que están esparcidos en nuestros periódicos, no es cosa del otro jueves. Sobre seis años hace que la concebimos, y al tiempo de la concepción y sin aguardar al nacimiento le buscamos nombre a lo que había de nacer. Este nombre prematuro era el de «Los granadinos pintados por sí mismos», mas con él nos sucedió lo que a cierto conocido nuestro con uno que eligió también con sobrada anticipación. Fue el caso que se casó y que no tardó en cerciorarse de que su mujer no adolecía del achaque de Sara, achaque que tanto afligía a las mujeres hebreas y que ahora es tan recomendable en las de los cesantes y en las de los militares retirados que han capitalizado su pensión.

Seguro, pues, nuestro padre de familia electo de que iba a verse reproducido en un hermoso pimpollo, determinó ponerle por nombre Washington, por ser éste el

Page 3: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

2

del personaje histórico más de su devoción; pero cate ahí que el día del alumbramiento salimos con que el pimpollo no era pimpollo sino pimpolla, o sea pimpollesa, y como el ponerle Washington a una muchacha o el hacer femenino este esdrujulote era cosa que pasaba de castaño oscuro, fue menester buscar nombre a toda prisa y contentarse con el primero que ocurrió.

En efecto, cuando pusimos por obra el antiguo proyecto de formar esta colección, ya los granadinos no éramos granadinos, ya no había granadinos, y por consiguiente el nombre que teníamos prevenido venía tan mal a la obra como el de Washington a la muchacha de nuestro cuento.

Hubiéramos trocado aquel nombre por el de «Los colombianos pintados por sí mismos», y habría quedado remediada la inexactitud; pero es el caso que este libro puede ir a Europa (¿quién tiene en nuestros días suerte tan mezquina que no pueda hacer su viajecito al otro lado del charco?), y como los señores europeos están tan atrasados en cuanto a nuestra historia y nuestra geografía, que hasta ahora empiezan a hacerse cargo de que en estas lndias Occidentales hay algo más que indias e indios y de que en ellas ha existido la Colombia primitiva, si llegasen a ver dicho título, nadie podría quitarles de la cabeza que la obra contenía descripción de las costumbres de los venezolanos y de los ecuatorianos juntamente con las de los que éramos neo y ahora somos ex granadinos.

Y como al fin y al cabo no habíamos de dejar a nuestro libro sin nombre, que el infeliz no ha cometido ningún desmán como aquel batallón de marras a quien el Libertador condenó a quedar anónimo porque le había jugado una partida serrana, nos dijimos: pongámosle «Museo de cuadros de costumbres», y salga el sol por Antequera.

Adoptado el título y, lo que es más, impreso ya en muchas páginas del libro, fuimos topando al registrar periódicos con artículos que no eran de costumbres, pero que a nuestro parecer hacían juego con los que lo son, por lo que, sin pararnos en pelillos, les fuimos dando cabida en la colección; ni nos ha pesado que la hayan tenido varios artículos descriptivos de lugares: si las figuras humanas que se ven en el vasto cuadro que forma nuestro libro han de servir para dar a los que no nos conocen alguna idea de lo que somos y de lo que hemos sido, sería lástima que la pintura careciera de campo y de cielo, y ni cielo ni campo se echarán menos en ella, merced a las descripciones de lugares que se han introducido.

Como el escoger lo mejor entre lo mucho que sobre costumbres se ha escrito entre nosotros supone la ímproba tarea de repasar todos nuestros periódicos, de los que se puede decir, como se dijo una vez de las leyes romanas, que «son carga de muchos camellos», y como no nos hemos, sentido con el brío suficiente para tomar a cuestas semejante tarea, lo que ofrecemos al público no es una

Page 4: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

3

recopilación de todos los mejores y de sólo los mejores artículos de costumbres. Todavía quedan por recogerse muchos y muy buenos.

Mas esto no quiere decir que hayamos formado la colección a tun tun y a salga lo que saliere: guiándonos por nuestros propios recuerdos y por los de varias personas de buen gusto, hemos escogido aquellas piezas que, leídas cuando estaban recién publicadas, habían dejado en el ánimo una impresión agradable; excluyendo aquellas que en los periódicos que hemos hojeado se han ofrecido a nuestra vista, siempre que nos han parecido de escaso mérito.

Nos proponemos continuar esta publicación y formar una serie de volúmenes iguales al presente, recopilando, no sólo los cuadros de costumbres que en éste no han cabido, sino también novelas de costumbres; varios artículos que no pertenecen a este género, pero que han sido escritos por varios de nuestros ingenios con pluma festiva y juguetona; y aun algunas piezas históricas, biográficas y dramáticas de cortas dimensiones.[1]

Los pliegos del segundo volumen empezarán a darse a luz y a repartirse entre los suscriptores apenas esté concluído el último del presente. Con el nombre de nuestra obra, haremos lo que hizo con el suyo aquel Sotillo que, cuando creció un poco su caudal, se llamó Soto, y Sotomayor, cuando vino a mayor fortuna. De hoy en adelante llevará esta colección el título de «Museo de Cuadros de Costumbres y Variedades». Como, según lo hemos dejado ya vislumbrar, abrigamos la esperanza de que nuestro libro sea leído por españoles europeos, queremos dirigir a éstos dos palabras en descargo de nuestra conciencia.[2]

El uso, que, en cuanto concierne al idioma, ejerce una dictadura de todos los demonios, ha introducido en nuestra tierra varias innovaciones ortográficas. Nosotros las reputamos como una verdadera calamidad literaria, y aún por eso hubiéramos querido ajustarnos rigurosamente a los preceptos de la Academia, tanto en la presente publicación como en otras que hemos hecho; mas, no ha-biendo, como no lo hay, en los Estados Unidos de Colombia media docena de personas que puedan ni quieran seguir la ortografía que llamaremos peninsular, vienen a ser graves las dificultades con que ha de tropezar quienquiera que intente introducir novedad (esto es, una nueva novedad), en esta parte. Y lo peor es que quien lo intentase, después de batallar con el uso del país, con escribientes y con cajistas, al cabo no conseguiría tal vez sino producir una obra en que, en monstruosa confusión ortográfica, se viesen ya observados, ya conculcados los preceptos de la Academia.

Mal es éste que no quedará remediado sino cuando, multiplicándose nuestras relaciones literarias con la madre patria, se hagan sensibles entre nosotros los inconvenientes de toda reforma ortográfica que no sea simultánea y uni-versalmente recibida. Es de esperarse también que la Academia admita y apruebe

Page 5: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

4

al cabo algunas de las reformas que el uso ha hecho entre nosotros, y que en este caso podamos celebrar con ella una honrosa capitulación.

Bogotá, julio 12 de 1866.

LOS EDITORES

[1] En la presente edición se omiten varias de estas publicaciones que ya se encuentran comprendidas o que aparecerán en otras obras de la Biblioteca del Banco Popular.

[2] La explicación que aparece en los párrafos siguientes no es aplicable a la edición que ahora presentamos, por haber sido actualizada, en lo posible, la ortografía de la obra original.

Page 6: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

5

EL BOGA DEL MAGDALENA Por M. M. Madiedo

¡Dichoso el que no conoce más río que el de su patria,

y duerme anciano a la sombra do pequeñuelo jugaba!

A. Lista

Carlos continuaba tocando, y lleno de un bienestar que jamás había sentido, repetía con gozo entre sí mismo: -Ciertamente que esto no se parece a las lindas cuadrillas con que se divierten los parisienses; ni estas playas ardientes rodeadas de bosques ignorados se asemejan a sus ricos salones alfombrados con los productos de las fábricas de los gobelinos; ni tienen nada de común los casi desnudos bogas del Magdalena con los perfumados leones de la capital de Francia.

De pronto el patrón hace a Carlos una señal de terminar la música, y dice en alta voz:

-¡Muchachos! Er sancocho se enfría. Y dirigiéndose a Carlos añadió: -Branco, venga y pruebe er cardo der boga, que le prometo que no le hará daño la comida der pobre.

Carlos se levantó, el patrón tomó la calavera en que el músico había estado sentado, y se la colocó en un sitio próximo a una cazuela llena de sancocho y una totuma nueva rebosando de guarapo.

La olla estaba ya sobre la arena dejando escapar de su seno una columna de humo blanco, y entre las rubias brasas del fogón humeaban grandes pedazos de bagre salpreso, mientras que al calor de la ceniza se doraban los plátanos verdes, los sabrosos amarillos y las blancas yucas que de­bían servir de pan.

Los bogas, después de haber sacado del champán anchas hojas de plátano, las tendieron sobre la arena a manera de mantel, y derramando todo el caldo de su comida en una honda cazuela, colocaron sobre su rústica mesa las presas de res salada, los trozos de yuca más blancos que los col­millos del caimán y los plátanos verdes divididos por mitad. Algunos separaron su ración sobre las paletas de sus ca­naletes, y el resto comía en común hablando del baile con ademanes expresivos y altas voces.

Page 7: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

6

-¡Pero ah zambito!, decía Tigrillo, ¡si estoy más liviano que una barsa!

-Nadie como Juan-Sevá, repetía el patrón: Juan-Sevá aprendió con er diablo a bailá, porque eso es... ¡Ave María purísima! ... ¡No diga!

-Conmigo nadie se ponga, respondió Varasanta con un tono magistral: yo sí que sé hacer ahí cuatro figuras con forma y con subilización.

-¡Déjese de eso, viejo!, contestaba Caracol, embaraza­do con un hueso lleno de nervios que chupaba sabrosa­mente, vea que aprendí en Morales, que es donde se sabe hacer la cosa; y esto es que agora estoy un poco lerdo, desde que un mardito puerco-maná me mordió una pierna ¡que si no!..., ¡ah negro de los demonios!... ¡habías de ver a este zambito sapatear más que un peje-espada pe­leando con un manatí en la Boca de Tacaloa! ...

Oyendo tales alabanzas un boga sobrenombrado Tábano, que tenía cada brazo como el de una ceiba, el pecho del ancho de una piedra de lavar ropa, cada mano como un oso y la voz como el ronquido de un toro, dijo desde el lugar en que estaba apartado cenando sobre el estremo de su canalete:

-¡Hombre, Caracol!, me choca la gente alabanciosa. Qué vas tú a saber bailá, cuando ere más lerdo que un burro viejo! Si fueras tan vivo como dices no te hubieras dejado golpeá por un animar tan zonzo como un caimán. ¡Y teniendo en la mano un macoco, con er cuar fuera yo jasta capá de comerme cruos mir caimanes!

Oyendo esto Caracol, con el pecho hinchado de rabia y blanqueándole los ojos horriblemente, le contestó:

-¡Ah hijo e la rusia!. . ., cómo te duele todavía que er domingo pasao no te prestara mi señidó rojo para po­nerte guapo con lo ajeno! ¡Cómo te duele que no te con­vidara a tomar las once[1] la otra tarde cuando llamé a mi compae Perico a echar un buche! ¡Ya me la pagarás!... Todo es porque te quité la muchachona aquella caratosita, esa es la incomodación. Agradecé a que estoy estropiao por ese animal, que sino jasta te daba una mano de ven­taja pa darte unas trompá.

Al oir la amenaza Tábano, con la furia con que un torrente se lanza al abismo, apretadas las manos y rechi­nando los dientes, se precipitaba ciego de enojo sobre Caracol, que lo esperaba con calma, cuando poniéndose en medio Pericoligero, compadre de éste, le grita:

-¡Gallina! No querrás irte a lucí delante der branco, con estropeá a mi compae Caracó porque hoy lo ha des­compuesto er caimán; ¡si tanta jambre tienes de peleá, mete mano por tu machete y verás lo que es un zambo aguardientoso!

Page 8: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

7

Esto dicho, con más varios reniegos crudos, dióle tan violento empellón que lo arrojó patas arriba gran trecho, y fue a esperarlo fríamente en medio de la playa. No con tanta viveza se vuelve la elástica pelota del muchacho sobre los lados de una pared angulosa, como el enfurecido boga sobre su machete, y de allí sobre su sereno enemigo.

El patrón viendo esto, toma una raja de leña que aún no había sido puesta a la hoguera y se coloca entre los combatientes. Tábano, bramando de ira, descarga sobre el patron golpes de muerte, dirigiéndole un torrente de des­vergüenzas e imprecaciones; este desquita los golpes con destreza, y le suplica a gritos escuche antes de batirse. Desahogados los primeros arranques de la cólera del boga, empezó a oír las palabras del patrón que era su íntimo amigo. Avergonzado de haberle tirado a muerte en su ciega rabia, arrojó el machete sobre la arena con un mugido espantoso y derramando lágrimas, después de haberse echado a sí mismo una docena de maldiciones, fue a abrazarlo pidiéndole perdón por haber levantado su arma contra él, y asegurándole que creyó tener delante a su enemigo.

-¡No hay novedad, zambo!, le dijo el patrón: ahí tengo er cuero der tigre, que maté yo solo er mes pasao sobre er mismo altar mayor de la iglesia der pueblo de San Pedro.

No hay necesirá de derramá sangre para ir luego a Carta­gena. Er que quiera probá que es hombre puede hacerlo en la lucha y er vencedó será dueño der cuero de ese animalito. Ambos sos arribeños, yluchaores de profesión, con que agora veremos.

-¡Bravo, bravo!, exclamó Carlos involuntariamente.

-¡Viva er patrón!, ¡viva er patrón!, añadieron los bogas con estruendo.

Al instante el patrón pone ante todos los ojos la man­chada piel de un jaguar monstruoso, en cuyos flancos se veían las anchas grietas de la lanza de su vencedor, y los bogas forman, teniéndose fuertemente de las manos, un gran circo dentro del cual deben combatir los dos enemi­gos, y para cuya formación Carlos no se desdeña de pres­tar sus brazos robustecidos por el gimnasio de los colegios europeos.

El terrible Tábano arrojaba espuma de su pecho inflama­do por la cólera y hacía oír un ronquido como el de un ti­gre que duerme. El recuerdo sin duda de alguna ofensa de consideración para él, lo llenaba de tremenda rabia. Pe­ricoligero, por el contrario, permanecía en pie esperando a su enemigo, como un monte de rocas espera sin temblar la borrasca que en torno suyo se forma.

Cerrado el arco, Tábano escoge por padrino al patrón y a Diego, Perico. Este

Page 9: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

8

último arroja con desdén su arma cerca de la hoguera medio apagada, y va con una negli­gencia temible a ocupar su lugar en el circo. Tábano lo sigue de cerca, midiéndolo de pies a cabeza con desprecia­dora mirada. Cada uno está en su puesto: la señal se oye, y los enemigos, como dos toros celosos que se provocan a tiempo, se precipitan el uno sobre el otro. Un turbión de arena se levanta de debajo de sus pies, y al ceñirse con los fornidos brazos se oyen crujir los huesos de los combatientes como los maderos de un bajel combatido por las ondas; y mil denuestos y amenazas salen en voz tartamuda de aquellos pechos oprimidísimos a cada nuevo esfuerzo. Enterrados los pies en la arena, infladas las ve­nas del rostro, dejan escapar de sus pulmones bufidos espantosos entre las exhalaciones de un aire abrasador; pero uno y otro permanecen inmóviles sin sacarse ventaja. De improviso sepáranse acezando y escupiendo la arena introducida por la respiración en sus bocas entreabiertas; pero de improviso también se vuelan encima, se traban y vuelven a quedar inmóviles; semejantes a dos rocas que, desprendidas de las cumbres de dos montes vecinos, se encuentran en su descenso, se traban con un choque ho­rroroso y forman entre monte y monte un puente firmí­simo. Los dos atletas parecen estatuas y los silenciosos espectadores hombres sin vida. La arena no se levanta más a sus ojos atónitos. Los músculos de los dos enemigos aparecen en un estado horrible de dilatación; sus venas anuncian el calor de la venganza; y vuelven y revuelven sobre sus membrudos brazos como un boa que se enrosca sobre la tosca corteza de un tronco centenario. Sus ojos se pierden bajo las cejas proyectadas por el furor, y mien­tras la victoria se muestra en equilibrio, la luna, desde un cielo sin mancha, platea sus anchas espaldas bañadas de sudor, pues en el largo bregar han pasado ya las horas de la tarde.

Los dos atletas parecen estatuas y los silenciosos espectadores hombres

Page 10: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

9

sin vida.

He aquí el último esfuerzo: un nuevo torbellino de arena se levanta; las blasfemias y los denuestos favoritos ruzan rápidamente. El circo se estrecha por el deseo que anima a los espectadores de no perder de vista ni el leve matiz de la escena. Las simpatías están divididas en dos bandos y un vivo interés sobrecoge los ánimos. Gritos tumultuosos, mezclados de amenazas, van a per­derse en las entrañas de las selvas que terminan la playa y al través de las dormidas corrientes del Magdalena.

-«¡Meté zancadilla! ... ¡La mano por debajo! ... ¡con fuerza!, ¡ah, zambo viejo! ¡Cuidao te dejai dar contra er suelo! ¡Tábano! ¡Perico! ... ¡viveza, apretálo agora! ... ¡Arzalo en peso!... ¡agora!, ¡ya!, contra er suelo, zambo...!».

En vano los luchadores, aguijoneados por la vanidad y el deseo de poseer la magnífica piel, gimen y mugen de desesperación por sembrarse con violencia entre la playa. Sus dientes rechinan con estrépito destemplado; levantados en las puntas de sus pies sobre la arena que se empapa con las gruesas gotas del sudor que inunda sus frentes y rueda por sus espaldas y piernas, se estrechan el uno contra el otro hasta perder la respiración.

Semejantes a dos toros que desean el dominio del rebaño, y sangrientos los ojos, las narices hinchadas por el fuego de los celos, se acometen cien veces, se traban al fin con encarniza­miento, se levantan encorvados sobre sus patas, pierden el equilibrio y vienen a tierra con sorda caída, y se separan conociendo que ambos merecen el imperio de la dehesa; tal los dos luchadores levantados sobre las puntas de sus pies se equilibran un momento, vacilan, y yéndose late­ralmente se siembran en la arena, sin que ninguno quede debajo ni merezca el premio de la victoria.

Cien gritos confusos, entre carcajadas, imprecaciones e injurias, turban el silencio de las sombras y retumban hasta los confines de las laderas, aplaudiendo y vitupe­rando simultáneamente a los atletas. El patrón declara que ninguno ha ganado la piel; todos lo repiten a una voz y Carlos, que se ha alegrado extraordinariamente con el combate, regala un escudo de oro a cada campeón. Los padrinos extienden mano firme a los fatigados combatien­tes que respiran anhelosamente, y los dos enemigos, no sin lanzarse de antemano algunas balandronadas descomunales, se abrazan para olvidarse de todo tomando un trago en una misma totuma.

Terminado el combate los bogas se diseminaron por la playa en pequeños grupos, aplaudiendo o vituperando la lucha, según quería cada uno que ella hubiese terminado. Después de algunos minutos, varios comenzaron a prepa­rar sus lechos sobre la arena en diferentes sitios, mientras muchos, según lo acostumbrado, para mejor libertarse del mortificante aguijón del mosquito y

Page 11: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

10

habiendo vendido sus toldos para emborracharse dos o tres días consecuti­vos en Mompós, se enterraban en derredor de la mori­bunda hoguera, no dejando fuera de la arena sino la cabeza. Ya la luna tocaba al cenit, y en medio de los cielos, dejando caer sus rayos sobre la ribera silenciosa, parecía un ángel custodio velando por la paz y el reposo de la naturaleza dormida.

Carlos estaba absorto en una profunda meditación y le parecía que deliraba poseído de una dulce melancolía. De trecho en trecho se veían blanquear los toldos de los bogas, algunos de los cuales dejaban escapar sordos ronquidos del fondo de sus pechos, olvidados de los tra­bajos de la vida en un sueño profundo. Los toldos estaban asegurados por palancas enterradas en la arena y parecían al claro oscuro de la luna las tumbas de un cementerio. En este instante una negra nube cubrió la cándida faz de la luna, cayendo sobre la tierra suave oscuridad.

La ho­guera ya moribunda despedía de vez en cuando un lívido destello de entre la blanca ceniza, y a su derredor los bo­gas enterrados hasta la garganta parecían cabezas de guerreros mutilados por el acero enemigo, o más bien, muertos que abandonaban sus sepulcros para ir a turbar el sueño de los hombres. Algunas de estas cabezas tenían ya los ojos cerrados, y todas ellas dejaban ver a trechos sus caras quemadas por el sol de la zona tórrida, mientras que los labios de uno referían en voz baja los cuentos favoritos de hechicerías, brujas y apariciones de muertos.

De allí a poco todo fue silencio...

Page 12: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

11

CONTRIBUCIONES DIRECTAS Por José Manuel Marroquín

Bien sé que no es un periódico literario en donde deben tratarse materias tales como la que va a serlo de este artículo. «La Biblioteca» y «El Mosaico» perecerían si, abandonando el juicioso sistema que han observado hasta el presente, se mezclasen en las cuestiones que dividen los ánimos y que dan asunto a los artículos de fondo de los periódicos políticos, no menos que a las arengas de los diputados y a las declamaciones de loschisperos. Nada de esto se me oculta; pero estoy tan cierto de que las ideas que me propongo emitir se hallan en armonía con los más sanos principios económicos, con los intereses del país y con los de cada individuo, que no temo fomentar odios de partido, promover disturbios, ser contradicho por uno solo de nuestros economistas, ni hacer que la «Biblioteca» peque contra el deber en que, como periódico literario, se halla de ser indiferente a todo interés de partido, esto es, de ser políticamente descolorida.

Como la publicación de este artículo pudiera hacer parte a que se me creyese enemigo de Bogotá y de la vida y costumbres santafereñas; como algunos, al leerlo, podrán juzgar que pertenezco a esa clase de hombres, desterrados de su propia patria, que quisieran que, olvidadas nuestras costumbres y borrados los vestigios de la vieja Santafé, se trasformara Bogotá en una perfecta copia de París y nosotros en vivos retratos de los parisienses, o en trasuntos de los yankees, me veo en la necesidad de declarar que amo más a Bogotá con todos sus defectos que a cualquiera de las ciudades extranjeras con todas las grandezas que pueda contener; que me río de los que pretenden sustituir las costumbres europeas a las nuestras; que tengo a mucha honra el ser tenido, como en efecto lo soy, por un tipo cabal del raizalismo, y finalmente, que merezco en tan alto grado la calificación de santafereño raizal; que no he dejado mis zapatones de suela por los de caucho; ni mi recado de candela en su chácara de piel de nutria por los modernos fósforos; ni la usanza de llevar linterna cuando salgo de noche, por la de andar a oscuras, como se estila en la actualidad.

Proponiéndome especialmente demostrar que las contribuciones mencionadas son gravosas para cada particular y que no basta para pagarlas la renta de un obispo, como habríamos dicho en tiempos en que la renta de un obispo merecía ser proverbial, referiré la historia de un día en que, por un siniestro influjo de mi estrella, fui el blanco (¡negra blancura!), de todos los cobros y exigencias a que dan lugar las susodichas contribuciones. Afeitándome estaba a eso de las siete de la mañana y deseoso en gran manera de hallarme listo para salir a la calle a dar evasión a varios negocios antes de irme a la oficina, cuando se me anunció que una señora me buscaba; dí orden de que la hiciesen entrar, y sin haber dado fin a la rasura, pasé a la pieza de recibo. Encontréme en ella con doña Pía Santos, cuasi-matrona, a quien no deja de cuadrarle su nombre, pues, además de llevar

Page 13: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

12

hábito de beata, está dotada de la cabeza más fecunda para concebir piadosos proyectos.

Traía entre manos la empresa de fundar un establecimiento en que pudiesen recogerse hasta ochenta señoras vergonzantes, las cuales habían de constituír una especie de comunidad religiosa, dejando por consiguiente de andar por las calles pordioseando, y se habían de ocupar en no sé qué ejercicios que doña Pía me explicó latamente, sin que yo, que sentía fuerte escozor en la cara por no haber tenido tiempo de quitarme el jabón, hubiera podido estar atento. La peroración de aquella arenga se redujo a pedime una limosna para el proyectado establecimiento; yo empecé a formular una negativa fundada en la exigüidad de mis rentas, y en mala hora la empecé, pues dí motivo para que doña Pía, entrando más de lleno en el fondo de la cuestión comenzase un nuevo y dilatadísimo discurso. Yo, teniendo presente que el tiempo vale dinero, resolví comprarle a aquella buena mujer unas cuantas horas por cuatro pesos fuertes que puse en sus manos.

Acabé de afeitarme a toda prisa; pedí el almuerzo y me dejé alucinar por la esperanza de poder salir inmediatamente a la calle a ocuparme en mis quehaceres; ¡pero quiá!, aún no había empezado a tomar el café, cuando me asaltaron dos sujetos comisionados o agentes de cierta corporación a exigirme que me suscribiese por una suma que no debía bajar de veinticinco fuertes, para construir un puente que hacía falta en una calle que yo no conozco, y que debía levantarse sobre una corriente que jamás ha humedecido mis pies. Tendría mucho gusto, dijo a los señores comisionados, en contribuir para una obra que tanta importancia y hermosura debe dar a la capital; pero la escasez de mis recursos no me permite hacer un gasto que de ninguna manera había hecho figurar en mí presupuesto.

-¿Y renuncia usted, me replicó uno de los sujetos, a las ventajas de que usted mismo gozaría si llegase a construírse el puente? ¿Cómo pasa usted en una noche de lluvia, por el punto en que tanta falta está haciendo?

-Espero que así como en treinta y dos años que hace que vivo en Bogotá no se me ha ofrecido pasar por allí, no se me ofrezca tampoco en lo sucesivo.

Uno de los comisionados, por toda respuesta, apoderándose de mi pluma, que estaba a la mano, escribió mi nombre entre los de los contribuyentes, y me dijo: «Está usted suscrito por cuarenta fuertes».

Mientras los dos verdugos bajaban la escalera y mientras les echaba yo mis primeras maldiciones, estaba buscándome don Candelario Cienfuegos, copartidario mío por mi desgracia, hombre dado a la política, intrigante, chispero y

Page 14: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

13

exaltado a más no poder. El ardiente y frenético patriotismo que lo poseía no le permitió saludarme.

-¿Sabe usted, empezó a decir desde que me columbró, que esos pícaros nos quieren ganar las elecciones a fuerza de trampas y de intrigas y de tropelías? Anoche se reunió una junta a que concurrieron muchas personas respetables adictas a la buena causa, y se acordó un plan magnífico para trabajar eficazmente por nuestra lista; pero se necesita de fondos para una multitud de gastos indispensables, y es preciso que hagamos cualquier sacrificio a fin de que hoy mismo se reuna la cantidad que se ha presupuesto; con que vea usted con cuánto puede contribuir.

-Usted no ignora, respondí, que los recursos no me sobran: hoy mismo he tenido que hacer dos erogaciones que para mí son considerables, si se atiende a la escasez del sueldo que me produce mi destino...

-¡Su destino!, me interrumpió don Candelario, y si usted no trabaja para que se ganen las elecciones y si las elecciones se pierden, ¿espera usted que esos hambrientos, una vez adueñados del poder, le dejen su empleo y no lo priven de todo su sueldo? Usted, sin duda, no sabe las noticias que se han recibido de fuera; si usted cree que yo exagero al hablarle de las picardías que nos están haciendo, lea usted lo que me escriben de casi todos los pueblos.

Y sacó un cartapacio. Antes de que hubiera podido desdoblar la primera carta, había yo puesto dos fuertes en las manos de aquel energúmeno, para que fuese con ellos a salvar la patria. Cuando hemos sentido un terremoto, cuando hemos visto caer un rayo junto a nosotros, cuando acabamos de ser afligidos por una de esas calamidades que, por fortuna, no sobrevienen todos los días, nos consolamos juzgando instintivamente que estamos ya libres por mucho tiempo de toda penalidad o tribulación de la misma especie. Salí yo a la calle a las doce de aquel infausto día con la lisonjera certidumbre de haberle pagado su tributo a la fortuna y de tenerla satisfecha: habría desafiado todos los contratiempos, todas las calamidades, todas las plagas que pueden afligir a los hombres, seguro de que la suerte me debía una compensación y de que había pagado a buen precio algunos días de reposo siquiera para mi exhausto bolsillo.

¡Menguada previsión humana!

En el camino de mi oficina me encontré con un mozo algún tanto desharrapado y capiroto, cuya fisonomía me llamó la atención: miréle atentamente, y al punto conocí que aquella cara pertenecía a mi antiguo amigo y condiscípulo, el doctor Augusto Rey. Conocerle y estrecharle en mis brazos todo fue obra de un solo instante: yo estaba medio enternecido. Confieso sin embargo, que mi olfato

Page 15: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

14

celebró el encuentro y el apretón mucho menos que mis otros sentidos y potencias.

-Mucho me alegro de encontrarlo, condiscípulo, me dijo mi antiguo amigo.

¡Toma!, le contesté, ¡pues si hacía nueve o diez años que no nos veíamos!

-Pues le digo que me alegro de encontrarlo, porque ha de saber usted que me casé, y ...

-¡Hombre!, ¡conque te casaste! ¿Por qué no me has dado parte? Sin duda no habrás tenido tiempo todavía.

-Y tengo ya cuatro niñitos, prosiguió sin hacer caso de mi interrupción.

-¡Cuatro niñitos!, exclamé interrumpiéndole de nuevo. ¡Qué ufano debes estar! Pero hombre, ¿por qué no me habías comunicado tu matrimonio y el nacimiento de tus hijos? Si has creído que yo he variado, me has hecho un insulto. Y ya que por casualidad te veo, te diré que, puesto que te has venido a vivir a Bogotá, debes ocuparme con toda franqueza, y que tendré el mayor gusto en reanudar nuestras relaciones y en servirte cuanto pueda.

-Como iba diciendo, prosiguió el doctor Rey sin corresponder a las efusiones de mi amistad, tengo ya cuatro chiquitos y todos están en la cama, lo mismo que la pobre madre; así es, condiscípulo, que si usted me hiciera la caridad de darme algún socorro...

-¡Pecador de mí!, exclamé para mis adentros, ¡y yo que acabo de hacerte protestas de amistad y ofrecimientos de servicios!

Confieso que el ardiente cariño que se había despertado en mí al encontrarme con uno de los compañeros de mi juventud, quedó a 10 grados bajo cero cuando descubrí en el doctor Agusto Rey, en el estudiante travieso y bullicioso de otros tiempos, un pordiosero. Por lo demás, yo no debiera haberme asombrado: no es aquel infeliz el único de mis antiguos colegas, ni el único de los jóvenes de esperanzas que conocí en el colegio, que ha descendido a la condición de mendigo.

Está por demás decir que vacié mi bolsillo en el de mi cuitado camarada.

Al pasar por cierta esquina me llamó la atención un grande aviso que acababan de fijar. Leílo y tuve el gusto de encontrar mi nombre en hermosas letras de molde. Se anunciaba una gran función a beneficio de una célebre artista: ella había tenido la bondad de acordarse de mí y me la había dedicado, lo mismo que a otras

Page 16: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

15

personas cuyos nombres figuraban también en el cartel. Al terminar la lectura, no pude contener una interjección un poco expresiva. Otro de los beneficiados por la beneficiada, que estaba por casualidad leyendo el aviso al mismo tiempo que yo, tradujo mi exclamación, y me dijo:

-La lavada es bien regular, pero sería muy feo que no reuniéramos algunas onzas para obsequiar a esta señora.

-¡Pero hombre, si yo no la conozco ni he ido jamás al teatro!

-¿Y qué dirán, replicó, los otros sujetos a quienes se dedica la función, si nosotros no contribuímos? Fuera una porquería dejarlos metidos y sacar el cuerpo.

Nada tuve que oponer a una razón tan convincente, e hice ánimo de no dejar desairada a la famosa artista.

A la puerta de la oficina me aguardaba una buena vieja, antigua criada de mi casa. Había hecho promesa de mandar decir una misa de limosna, y tuve que ofrecerle que por la tarde le entregaría mi contingente.

El jefe de mi oficina es un patriota casi tan fogoso como don Candelario Cienfuegos. Recibióme con la noticia de que se trataba de fundar un periódico eleccionario para sostener cierta candidatura; y añadió que todos los buenos patriotas estaban en el deber de contribuís para una empresa tan laudable. Yo, que aguardaba una buena reprimenda por mi poca puntualidad en aquel día, me creí redimido ofreciendo suscribirme al nuevo periódico. Mas, ¡ay de mí!, la reprimenda vino el día último del mes en la odiosa forma de un descuento en el sueldo, descuento que debí a la amabilidad de doña Pía, de los señores del puente, y de don Candelario y de mi augusto condiscípulo.

Cuando volví a casa, encontré sobre mi escritorio dos esquelas que me habían dejado durante mi ausencia. Iba una de las dos con una hermosa cubierta rosada, y el sobrescrito estaba en bellísima letra. Dios sabe las halagüeñas esperanzas y los risueños pensamientos que me hizo concebir el exterior de aquel billete; estaba persuadido de que se me convidaba en él a una tertulia, o a una comida en que pudiese sacar de mal año mi vientre de empleado. Abrílo, y ¡oh, desengaño! El editor de una obra me anunciaba que, siendo yo una de las personas más amantes de la literatura, y más decididas por los progresos intelectuales del país, esperaba me suscribiese por algunos ejemplares y remitiese inmediatamente su importe, pues el pago debía ser adelantado.

Confieso con pena que me avergoncé de contestar que no me suscribía, y respondí dando las gracias por la atención que se había usado conmigo y remitiendo el importe de un ejemplar. Diré de paso que el título de la obra era «Mis

Page 17: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

16

delirios, o colección de poesías escogidas de N. N.» No bien la hube abierto me convencí de que por lo menos tenía el mérito de llevar un título nada engañoso, el único título que podía llevar. Por fortuna la edición era tan elegante que las hojas estaban casi en blanco, y el libro me sirvió desde aquel día para llevar mis cuentas, es decir, para apuntar créditos pasivos.

Con el elegante, primoroso, comedido e intachable billete del editor de «Sus Delirios», contrastaba la otra esquela que hallé sobre mi escritorio: era más bien que esquela un pedazo de papel mugriento, doblado en forma que carta y pegado con tres obleas de harina. El sobre decía: «Al señor don Pedro Pérez de Perales - en - S. M.». Era casi indescifrable, y servía de diagonal al paralelogramo que la carta formaba. El contenido de esta era el siguiente:

«Mi respetado señor conosiendo la jenerosida de su caritatibo corason que no deja vergonsadoz a los infelises que acuden a sus benidnas entrañas con tanta necesidad como yo que estoi postrada en una cama ace dies i 8 meses y con tres muchachitos deznudos y la menor muriendose i sin tener conque mandar a la votica por los rremedios que mandó el señor doptor N. por pura caridad i de limosna pues yo me allo en la mas espantosa miseria por estas rrasones me atrebo aunque con arta verguensa a molestar su noble atension que yo en mis orasiones no lolvido i Dios N S se lo a de pagar i hecho denpeño a mi Sia presentasion (así se llama mi mujer) i a los niñitos que nuestro Sr. los aga unos antos por esta obra tan grande de caridad que yo ce lo suplico por loque mas quiera i sino meallara en tanta necesida no pasara por la verguensa de acerle esta suplica. - Su mas umilde criada i cerbidora Ma de los desanparados Pelaez».

En cualquiera otra ocasión me habría sido difícil adivinar el sentido de esta embrolladísima epístola; pero en aquel malhadado día la clave estaba dada de antemano: todo escrito, toda palabra, toda mirada que se me dirigiese, no podía significar otra cosa que una petición de dinero. Al acabar de leer la carta de doña Desamparados me hice esta reflexión: he carecido de firmeza para resistirme a hacer desembolsos para objetos inútiles; los respetos humanos han influído en mi ánimo más que la obligación en que estoy de sustentar a mi familia, y ¿será justo que estrene mi energía con una desgraciada que tan de veras necesita un socorro?

Y aquella tarde le envié unos pocos reales, con los que los hijos de doña Desamparados lo estuvieron menos que otras veces.

Salí a las cinco a buscar solaz y desahogo en una tienda de la Calle Real, en donde acostumbro hacer mi tertulia vespertina; allí encontré reunidos a varios de mis amigos, y llegué a concebir la esperanza de que la conversación me distrajera

Page 18: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

17

y me hiciera olvidar los contratiempos que tan abatido me tenían; ¡pero sí, ya escampa... y llovían ruedas de molino!

Por entonces había debido de notar mi amigo don Prudencio que su reloj no marchaba con toda la regularidad que era de desearse, y todos los relojeros que lo habían examinado habían estado acordes en decidir que el precio de todo el reloj no excedía, ni en un ochavo, al del oro de las tapas. Esto determinó a mi amigo a ponerlo en rifa, y, poco después de haber entrado yo a la tienda, vino a proponer a todos los concurrentes que tomásemos nuestros billetes.

-Es una ganga, decía, el reloj es magnífico, de dos tapas, montado en diamantes y de libre escape; me costó doscientos pesos que dí a N. en pura plata; cada puesto vale sólo cinco fuertes, y la rifa se hace entre cincuenta personas no más.

La primera víctima que escogió fui yo.

-Con que te apunto, ¿no es así?

-No, mi querido, me es absolutamente imposible por ahora, y hace mucho tiempo que tengo resuelto no entrar en rifas.

-Pero, hombre, no seas bruto: pregúntale a don N. N. si no le di doscientos pesos en pura plata por el reloj. ¿Tan fácil es hacerse a un reloj de oro de dos tapas por cinco fuertes?

-No te niego que te haya costado lo que dices, pero el caso es que no quiero ni puedo entrar en la rifa.

No te creía tan torpe: mira, hombre, está montado en diamantes.

-Aunque estuviera ahorcajado sobre todos los diamantes del Brasil y de Golconda, con todos los demás habidos y por haber, te digo que no tomaría puesto en la rifa.

-¡Qué miserable! ¿No ves que es de libre escape?

-¡Demonio!, repuse, ¿y porque el escape del reloj sea libre, no he de serlo yo para escaparme de tus impertinencias? ¿Y he de dejar que se escapen de mi pobre bolsillo cinco fuertes, tras otros innumerables que se me han escapado muy a pesar mío?

Mucho se engaña el lector si juzga que la desusada energía que desplegué en este lance me salvó de las uñas de Prudencio. Antes de las seis ya todos los miembros de la tertulia habíamos visto nuestros nombres inscritos en la lista de los aspirantes al ex-reloj de nuestro amigo.

Page 19: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

18

A los pocos días se hizo la rifa; mas, como los puestos eran cincuenta y Prudencio reservó para sí prudentemente unos treinta, volvió a quedarse en su poder la inestimable prenda. Supe que había vuelto a rifarlo; pero fue a tiempo que yo estaba afortunadamente con el tifo.

A las 7 de la noche, recibí la última visita y el último ataque.

Don Deogracias Bueno se presentó en casa, y después de las salutaciones y cumplimientos que son de rigor, desplegó ante mis ojos una larga cuenta de los gastos hechos en la fiesta y procesión de San N.; fiesta y procesión que se habían celebrado dos meses antes en la iglesia de San Juan de Dios.

-Impóngase usted de eso, me dijo don Deogracias. Cuando hube repasado todas las partidas de aquella cuenta, le contesté:

-Y bien, señor don Deogracias, ¿en qué me atañe esta cuenta, si no es indiscreción preguntarlo?

-Es que la fiesta se hizo al fiado, y los que intervenimos en su celebración, debemos todavía los ciento sesenta pesos que costó y estamos demandados.

-¿Y cómo se resolvieron ustedes a promover aquella solemnidad sin contar con los fondos suficientes?

-¡Qué se había de hacer! Usted sabe que ha sido costumbre celebrar la fiesta y hacer la procesión todos los años; llegó el día del santo y nada se había podido recoger, y fue preciso ... ya usted ve ... Ahora esperamos que las personas piadosas, como usted, nos auxilien con algunas limosnas.

En aquel día fui calificado de caritativo, de patriota, de literato y dé hombre piadoso.

Yo creí estar leyendo mi necrología.

En el exceso de mi desesperación y de mi angustia, me sentí sin fuerzas para pronunciar un no. Me levanté de mi asiento, registré mi gaveta, encontré en ella doce reales, último y miserable resto del sueldo de un mes, sueldo que había cobrado el día anterior, y los deposité en manos de don Deogracias.

Al dejarlos en ellas, exclamé: ¡Bendito sea Dios, ya no podré dar nada en este mes!

Un amigo que leyó lo que precede, me dijo: «Has creído escribir la historia de un día en Bogotá, y has escrito la historia de todos los días. A mí me han pedido hoy

Page 20: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

19

mismo diez botellas de brandy para un baile, y la cantidad con que quiera contribuír para hacerle un vestido bordado al buen ladrón de Las Nieves. Además, se trata de hacer fiestas, y tú y yo, estamos previstos para alféreces».

Entre nosotros, nadie quiere descender de la posición en que lo colocó su nacimiento, o a donde la fortuna lo elevó. El que una vez calzó botas no se resuelve a usar alpargatas; la que una vez llevó saya, preferirá siempre la saya más raída a las mejores enaguas de bayeta. El que una vez fue cachaco, no quiere renunciar a la vida holgada y regalona, ni entregarse al trabajo.

La ciudad carece de recursos para levantar monumentos y obras públicas, y para dar espectáculos al pueblo; sin embargo, los espectáculos han de tener lugar y las obras públicas han de construírse.

Heaquíalgunasdelascausasqueprincipalmenteinfluyenenquetodosestemossujetosa

tantascontribucionesdirectas.

Page 21: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

20

LA TIENDA DE DON ANTUCO Por José Manuel Groot

Las cinco de la tarde habían dado. Yo me hallaba libre y desembarazado de las ocupaciones diarias de mi oficina. Pareme en una esquina pensando en el rumbo que daría en aquel momento a mi soberana individualidad, cuando me ocurrió la tienda de don Antuco, albergue sempiterno de embozados tertuliadores. Mi espíritu deseaba expansión después de estar todo el día entre el cajón de la oficina; mi mente, variedad de objetos sobre qué distraerse, y toda mi alma, seres desocupados con quienes tener un buen rato de tertulia. Era todo lo que me pedía el cuerpo, y nada mejor para esto que la tienda de don Antuco.

Don Antuco vende poco; su negocio consiste en revender babuchas de cordobán, botines de becerro y botas de cañón de vaqueta, amén de otros artículos que allí yacen relegados de tiempo atrás, como algún almirez arrumbrado, alguna campana, libros en folio como las Pandectas; un sombrero a la Bolívar, algunos cubanos de la pelea pasada, un escritorio con embutidos de hueso y varios santos que han ido de fiadores por algunos reales y se han quedado allí como en el Limbo sin tener quien los saque. Cierto es que hay otros efectos de expendio, aunque elevados a la segunda potencia. Allí se ve el maguey claveteado de armellas y tijeras mohosas; la gradera con algunas ruedas de cintas empolvadas; tinteros de cacho, petaquitas de Pandi, cargadores y lazos. La tienda de don Antuco, es de gran fondo y trastienda; el techo es alto y ahumado. No se ve allí como en todas las demás tiendas un cartel diciendo en letras gordas: «La tertulia

perjudica», porque don Antuco gusta mucho de ella y antes bien, lejos de desterrar de ese modo brusco a los inocentes desocupados que ningún crimen cometen con el no hecho de no hacer nada, les tiene puestos asientos en los oscuros recovecos que hay a un lado y otro de la puerta. Estos asientos son cuatro: un barril bocabajo; una caja de nogal; una petaca de cuero y un taburete de fornida armazón forrado en lustrosa y recurrida vaqueta cuyo asiento con el continuo uso, está hecho artesa y es comodísimo mueble.

Yo me dirigí prontamente a este asilo de los desocupados pensando en que no fuera a estar cerrado por algún evento, pero desde media cuadra antes reparé que las dos grandes abras forradas en pergamino de res, estaban abiertas. Me presenté en el umbral y saludé. Don Antuco me contestó desde el lado de allá del mostrador.

-Prosiga para adentro, señor don Pacho.

-Don Anacleto, tertulio permanente de la tienda, estaba sentado sobre el mostrador y su saludo fue:

Page 22: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

21

-Amigo, venga usted y de cuenta de lo que sepa, que la oficina de chismografía ha estado hoy algo muerta.

Yo pasé del umbral y me encontré con tres emboscados tertulios en sus asientos a un lado y otro de la puerta. Estos eran un viejo oficial de la independencia, Ramón Sánchez y Valentín, el músico. Nos saludamos mutuamente como amigos y sobre todo, como gente desocupada. Valentín me cedió el taburete y se sentó en la petaca, diciendo:

-Aquí estoy mejor si no hay ratones adentro.

-Eso de ratones aquí se conversa, dijo don Antuco. ¿Y entonces de qué me servía mi compañero?, y empezó a sobarle el lomo a un gatazo blanco que estaba sobre el mostrador; y el gato, como si hubiera comprendido la importancia que su amo le daba, empezó a pasar y repasar por delante de él gruñendo, y con el espinazo arqueado y el rabo tieso refregándose contra el chaleco.

Se me antojó alzar la vista para una tabla de aparador y ví un santo vestido de raso verde lleno de polvo y telarañas; era de goznes y estaba sentado con las piernas estiradas que le salían fuera de la tabla; tenía en los pies sandalias de tafetán rosado pegadas con cera negra. Reparando en ello, dije a don Antuco:

-¿Qué enfermo es el que tiene usted allí con sinapismos en los pies?

Los otros volvieron a mirar; cada uno dijo su cosa y se rieron.

Don Antuco me contestó:

-Es un San Juan que desde el tiempo de mi padre dejó empeñado aquí por unas babuchas una beata y no se le volvió a ver la cara; y de estas nos suceden muchas a los tenderos.

El oficial de la independencia, que estaba sentado en el barril, dio un suspiro y cargando las quijadas sobre las dos manos que cobijaban la cabeza del bastón que tenía, dijo:

-Cuando yo entré de cadete en tiempo de Nariño, vine a esta tienda a comprar unos botones para el uniforme y ya estaba ahí ese santo. Entonces se hallaba esta tienda muy surtida.

-Esos eran otros tiempos, dijo don Antuco: le faltaban a uno manos para vender. El ramo de alquileres de cucuruchos y túnicos para los nazarenos de semana santa no más, dejaba un platal.

Page 23: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

22

Ramón Sánchez que no se sabía estar callado, dijo:

-El comandante ha hecho un buen apunte; pero podía haber dicho que las telarañas también eran del tiempo de Nariño.

-Y no sólo es eso, dijo don Antuco, sino otras muchas cosas. Yo no he querido entrar por modas; quiero conservar los recuerdos antiguos; y que también sucede que cuando se barre se empolva todo.

En efecto, la tienda de don Antuco es la única que en Bogotá permanece sin mudarse, con su estantería formada de cajones y cajoncitos unos sobre otros, dados de tierra blanca en su tiempo, y hoy de color de hollín por el polvo y los moscos; los más de ellos vacíos; los otros ocupados con petaquitas con nolí, badanas, atados de pita, lazos o algunos otros féferes de esta especie; pero sobre todo de zapatos y botines criollos y extranjeros (de Sogamoso), de diversos tamaños que andan por todas partes, no sólo en cajones, sino en canastos por el suelo y en perchas de clavos formando hileras. Allá en el fondo de la tienda, hacia un rincón, está la puertecita de la trastienda que es doblemente oscura, en donde apenas se alcanza a ver desde afuera algún canasto, zurrón o petaca de cuero, o un fondo de cobre.

El suelo empedrado, es correspondiente con el cielo, que es entresuelo del edificio que tiene encima. Las vigas juntas, rollizas y corcovadas de que está formado, y el pavimento empedrado, indican la abundancia de madera y la escasez de chircaleños en aquel tiempo. De este cielo ahumado, en que las telarañas tan batanadas como el mejor lienzo del norte, que apuntan y se desplegan por todos los ángulos, pende un palo horizontal sostenido por dos lazos que parecen cerdas negras por lo acarameladas con el mosqueo, y en este palo hay colgadas mochilas de fique, arretrancas, un farol, un par de estribos de baúl y un jamón momia de los tiempos de Juancho el repostero. De allí pende también la balanza del peso, cuyos dos grandes platos rumbrosos están sobre el mostrador con el marco de cobre y una piedra como el puño para corregirle lo bizco al peso, y es lo que en pulpería se llama el ojodel peso.

Y el de don Antuco lo tiene tan hermoso que necesita de una piedrecita como esta para ponerlo en fiel. No hay para qué decir que el mostrador está encima con sus buenas mataduras en la piel como mula que viene de Honda, porque ya debe suponerse que con el roce de los platos del peso y con el de los demás efectos que en tantos años han estado pasando por encima de la baqueta, ha cedido, como cede todo, a la porfía; y en unas partes se muestra sana, retinta, y lustrosa de la mugre, en otras presenta el mate aterciopelado y estoposo del ante, indicio de que ha perdido su primitiva tez y que camina a la matadura; al contrario de las mujeres, que cuando muchachas frescas tienen la tez mate y aterciopelada como

Page 24: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

23

el durazno biche, y cuando viejas y resecas se ponen lisas y lustrosas como manzanas de Engativá.

Por demás será decir y hacer notar al lector que esta misteriosa guarida, que lo pone a uno como en otro mundo, inspira cierto recogimiento y sabrosura muy a propósito para cuatro tertuliadores que, embozados en sus capas y fumando un tabaco, bien arrellanados en sus asientos, recuerdan sus tiempos: los tiempos en que el joven militar hacía proezas de valor y lucía las charreteras entre las damas; en que el músico y el bailarín tocaban, bailaban, chirriaban, paseaban y gozaban de cuanto podían gozar... ¡Oh!, ¡qué ratos tan sabrosos los que se pasan en la tienda de don Antuco! Y si es lloviendo, mejor, y más si es en hora de oficina y que pueda uno decir: «Es imposible salir de aquí: aquí tengo que estarme en tertulia sin faltar a mi obligación ni gravar mi conciencia, puesto que lloviendo no estoy obligado implícitamente a ir a la oficina; porque el mojarme me haría daño, y la propia conservación, es precepto de ley natural que obliga en conciencia». ¡Oh!, entonces se echa uno más para atrás en el asiento y dice: «ojalá no escampe en toda la tarde»; enciende otro tabaco y sigue con el cuento.

Estando en la conversación que decía, antes de las filosóficas consideraciones que preceden, entró un hombre alto, huesudo y amarillo, con una ojera verde y tan soplada que por aquel lado le hace el semblante risueño a pesar de los mechones de barbas negras y cerdosas que lo melancolizaban. El pelo asimismo largo y aborrascado, le salía por debajo de un jipijapa machucado, con alas de barquillo y una hermosa franja negra de grasiento sudor que cogía la mitad de la copa. En otro cabo de la figura traía este sujeto unos alpargates destalonados y barbudos que dejaban asomar a cada lado el último dedo a modo de trueno reventado. Los carcaños eran ni más ni menos como piedra-imán con salvadera.

Los calzones los traía de manta, o mantas, porque estaban acolchados de re-miendos, y como no estaban suspendidos por calzonarias, sino que se los tenía con una correa grasienta envuelta en la cintura, el fundillo le caía un poco más abajo de su lugar con algunas roturas deshilachadas a modo de boca de fuelles: curiosidades que se descubrían por no ser la ruana tan cumplida que por delante le llegara al ombligo ni por detrás a la rabadilla, aunque por los flecos se conocía que antes había sido más larga. Por la abertura salía y caía sobre los hombros el cuello de la camisa, de color de hollín tan marchito y desmayado, que el pescuezo arrancaba de ahí para arriba libre y desembarazado, luciendo sus artejos y su mugre hasta dar en la cabeza, que arriba queda delineada.

Este personaje se acercó al mostrador, y tocándose el ala del sombrero con una mano nerviosa, de largas y ribeteadas uñas, saludó a don Antuco y miró a un lado y a otro. Don Antuco le contestó:

Page 25: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

24

-¿Cómo te va?

-Yo venía por aquí onde sumercé (dice el mugroso) a ver si me queria mercar un par de botines de becerro.

Y diciendo y haciendo sacó de debajo de la media ruana, la otra mano con un par de botines que puso sobre el mostrador. Don Antuco los cogió, olió, hizo un gesto y dijo:

-Este es cordobán fatuto.

-No señor; es por lo fresco que huele así.

Don Antonio meneaba la cabeza mirándonos; les midió la cuarta y pulgada; les metió la mano, les registró las costuras, y dijo:

-¿Y por esto cuánto pedís?

-Ahí me dará sumercé diez reales, contestó el otro rascándose el cogote y con una medio risita en la cara.

-¡Diez reales esto!

-Si el material está tan sumamente caro. Para qué lo he de engañar a sumercé; a mí me salen costando un peso, fuera de mi trabajo.

-Pero, hombre, si yo no los vendo aquí más que a peso, ¿cómo te voy a dar diez reales?

Ahí me dará sumercé los nueve; y me sale mi trabajo por un real no más.

-Bonito está, entonces perdía yo un real por gusto.

-Por mayor que para no alegar más, se los dejo a sumercé por el peso, masque pierda mi trabajo, que para eso somos marchantes.

-Vaya, pues, se los tomaremos por no dejar, dijo don Antuco; y sacando del cajón una petaquita, estuvo escarbando con el dedo y sacando reales.

Eso sí, que no sean de granada, dijo el zapatero.

-Qué granada ni qué Juan granada, si son buenos; y no seas tan regodiento, que ya presto ni de granada tendremos.

Page 26: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

25

Y así diciendo, le contó en la mano los ocho reales al deshilachado zapatero, que los recibió, y vuelto hacia la luz que entraba por la puerta, los estuvo viendo y refregando uno por uno, y no hallándoles tacha, se tocó el ala del sombrero y se salió muy contento con darle a don Antuco los botines por lo mismo que le salían costando; no quedando menos satisfecho don Antuco de comprarlos por lo mismo en que los había de vender.

¡Qué negocio!, decía yo entre mí. Es preciso que uno y otro hayan quedado bien seguros de meter clavo. Entonces caí en la cuenta de que en los negocios de nuestras gentes se atraviesa otra clase de moneda invisible, pero corriente, que son las mentiras, para las cuales todos tienen trueque.

Con esto me salí yo también, porque recordé que tenía que escribir un artículo de costumbres que me habían recomendado ciertos editores, y dije: nada mejor que esto por ahora. El cuadro de la tienda de don Antuco debe ponerse en exhibición antes de que se borre de mi imaginación.

Page 27: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

26

FELIPE Por J. David Guarín

Peñol, 13 de diciembre de...

Querido amigo: He llegado hoy a este pueblo con dirección a Medellín, a donde marcho a agitar un pleito de familia que se halla pendiente en el Tribunal, y en donde permaneceré dos o tres meses. Haría traición a nuestra antigua y buena amistad de colegio si no diera a tu casa la preferencia para vivir en ella durante el tiempo de mi permanencia en esa ciudad. Estoy rabiando por hallarme a tu lado, para que charlemos indefinidamente.

Hasta pasado mañana que tendré el gusto de abrazarte.

Tu afectísimo - Felipe

¡Felipe!, exclamé yo al leer esta carta que me entregaron en la calle un día después de su fecha: ¡Felipe en Antioquia, y de venida para Medellín! ¡Ninguna sorpresa tan agradable pudiera haberme proporcionado su buena amistad!

Un día después de recibida esta carta, Felipe y yo aguardábamos el almuerzo en el alto de Santa Elena, sentados en el corredor de la casa de Baenas. Yo había ido hasta allí al encuentro de mi amigo.

Era Felipe en aquel tiempo un joven de 22 a 23 años, de una gallarda figura, de talento vivo y despejado y de una imaginación ardiente y borrascosa.

La mañana era magnífica. El cielo vestido de riguroso azul, cobijaba con modesta sencillez el valle encantador de Medellín. La llanura se extendía debajo de nosotros, con su profusa variedad de sombras y colores, como la paleta de un pintor. Medellín parecía dormir acariciada por la brisa de la mañana y el tranquilo murmurllo de su río. Las pequeñas poblaciones de que está sembrado el valle, dejaban ver sus blancos campanarios rodeados de sauces y naranjos, semejantes al nido de una tórtola medio oculta entre las verdes enredaderas de un jardín ... Y todo este magnífico paisaje estaba rodeado de una atmósfera luminosa y trémula, que parecía formada por el hervor de infinitas partículas de luz. Era que el valle de Medellín palpitaba a los besos del sol de diciembre.

¡Qué bello es este valle!, exclamaba Felipe, cuyo pecho se ensanchaba como para aspirar la atmósfera perfumada del paisaje que tenía a la vista. Mira a Medellín, me decía; parece una joven novia que despojada de sus principales galas, se reclina en su lecho de esposa, sonriendo amor y timidez. El ancho valle sembrado de cañaverales y tornasolado con los reflejos dorados de las espigas

Page 28: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

27

del maíz, parece el vestido de boda de la esposa; y el río que la arrulla con su mansa corriente, es el brillante cinturón de plata que yace a su lado desceñido. Y más lejos, allá al pie de las azules cordilleras, mira las colinas caprichosamente quebradas y cubiertas de grama, semejantes al manto de seda negligentemente arrojado en un rincón de la cámara nupcial.

Yo contemplaba en silencio a Felipe, lleno de esa satisfacción que experimenta un casado cuando oye las alabanzas que le tributan a su mujer, o una madre cuando celebra las gracias de su hijo.

¡Qué dichosa debe ser la vida de Medellín! continuó él. ¡Yo había soñado con el oriente y ahora lo he alcanzado a ver! Rodeados de esa atmósfera, cobijados por ese cielo alumbrados por ese sol, los habitantes de Medellín deben ser muy dichosos. Embriagados con el perfume de sus flores, aturdidos con el bullicio de sus fiestas, en medio de tantas bellas (porque las mujeres de Medellín deben ser divinas, todas con los cabellos negros y los ojos centelleantes), los medellinenses verán deslizar su vida como un prolongado festín. El oro de los capitalistas convertido en deleite, se debe derramar por todas partes. Voy a pasar unos días muy alegres, al lado de un amigo como tú, en medio de las bellas, rodeado de bailes, de paseos, de flores, de perfumes, de billetes, de álbumes, de amor y de felicidad. ¡Vamos pronto a esa tierra prometida! Y quiso arrojarse sobre Medellín, como en otro tiempo los soldados de Alejandro sobre la desenvuelta Babilonia. Pero antes fuenos preciso almorzar, y atravesar en seguida el malísimo camino que separa a Medellín de Santa Elena.

Un mes hacía ya que Felipe se hallaba en Medellín alojado en la pieza principal de mi habitación. Su mesa estaba llena de cubiertas para billetes, papel satinado, tarjetas, cuadernos de música, álbumes de viaje, cadenas,leontinas, anillos, mancornas, y todas esas superfluidades que constituyen la mitad del equipaje de un elegante. Ninguno que viera su habitación podría asegurar que había venido a seguir un pleito: no se encontraba en su mesa ni una hoja de papel sellado.

Felipe salía muy poco de la casa; no había tenido ni el trabajo de corresponder visitas; pues a excepción de tres o cuatro amigos míos, nadie había ido a saludarlo. Me había olvidado decir que Felipe era gólgota.

Una mañana entré a su pieza y lo encontré sentado en una poltrona leyendo un billete que tenía en la mano. Sorprendióse algún tanto a mi vista y trató de ocultar el papel; pero luego variando de intento me dijo:

Page 29: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

28

-Daniel, ¡qué diferente es Medellín de como yo me lo figuraba! ¿qué les ha sucedido a los habitantes de esta tierra?, ¿son siempre así? ¡ni teatro, ni bailes, ni paseos, ni nada que indique que estamos entre gente civilizada!

-De ese modo (le contesté), tendrás más libre el ánimo para consagrarte a tu pleito; esto por lo menos es una ventaja.

-¡Gran ventaja por cierto!, mas lo peor no es eso, sino que a fuerza de no tener en qué ocuparme, mira lo que he hecho. Y me alargó el papel que tenía en la mano.

-¿Has hecho qué?, le dije; ¿algunos versos?

-No, hombre; he recibido una carta. Mira, voy a decírtelo todo: pienso casarme.

-¡Casarte tú!

-Sí, señor, casarme, ¿y qué tiene eso de raro? Desde que se pone el pie en territorio antioqueño, se sienten deseos de ser casado. Yo no puedo explicarme esto; pero parece que a Antioquia la rodea una atmósfera matrimonial, a cuya influencia nadie puede sustraerse. Es que los cabellos negros y los ojos centelleantes de las bellas... No, nada de eso, no es Medellín lo que parece desde el alto de Santa Eelena, y sus mujeres, aunque he visto muy pocas, parece que no son como me las había soñado. Es que en esta tierra hay que casarse para poder conversar con alguna mujer.

-Y tú por lo tanto has resuelto tener con quién conversar.

-Sin duda. La que esto me escribe es casi la única que he visto en Medellín. Al principio creí entablar con ella uno de esos amores que tanto entretienen en otras partes; ¡pero qué quieres!, lo que al principio no era más que una diversión, se convirtió al fin en un afecto serio; lo que empezó por señas y miradas concluyó por billetes y promesas; y hoy me tiene comprometido y enamorado como una bestia.

Mientras Felipe hablaba, leía yo la carta que me había entregado. Era una de esas cartas que todas las mujeres han escrito por lo menos una vez en su vida, y que todos los hombres han leído por lo menos doscientas. En medio de mil tonterías escritas con ortografía chilena y en una letrica angulosa y tartamuda, había sinceras protestas de amor. Estaba firmada, Rosa.

-¡Rosa!, exclamé yo; la señorita del frente, la hija de don Lucas!

-¡Rosa, sí señor; una muchacha llena de gracia y de belleza, mujer encantadora y sencilla! Nada le decía yo sobre matrimonio en el billete que le escribí, y ella

Page 30: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

29

mecontesta que conviene en ser mi esposa siempre que obtenga el consentimiento de sus padres.

Hablando así nos habíamos acercado a la ventana. Casi al mismo tiempo, y como si supiera que se trataba de ella, apareció Rosa en el balcón del frente: sus mejillas se cubrieron de un encarnado vivísimo cuando nos vio, y sin dar lugar a que la saludáramos, volvió a entrar precipitadamente; pero no sin dirigir antes una mirada hacia nuestra ventana, al través de las vidrieras que cerró tras sí. Estaba vestida con una sencillez, si no encantadora, por lo menos antioqueña. Un camisón de zaraza morada, sobre el cual tenía un delantal de zaraza más morada todavía; un pañolón de seda con grandes flores alegres y esponjadas, puesto en la espalda, y prendido sobre el pecho, a una altura poco artística, con un alfiler de cobre; he aquí todas las galas de la futura de mi amigo.

Pero no, me equivocaba. Todo su adorno consistía en sus magníficos cabellos negros, peinados en dos trenzas, que caían negligentemente sobre su cintura, donde hacían un pequeño descanso y luego descendían con morbidez acariciando la falta de su vestido; consistía en la belleza de sus ojos llenos de miradas prisioneras, que se escapaban temblando cuando llegaban a burlar la vigilancia de sus párpados severos; consistía en su boca pequeña, que sólo de tarde en tarde entreabría para dar paso a su voz dulcísima, quedando largo rato iluminada con una sonrisa que parecía crepúsculo de su voz.

No pude menos que dar el parabién a mi amigo por la acertada elección que había hecho, luego que me convencí de que era seria su resolución. Hoy mismo, me dijo, voy a escribir a don Lucas pidiendo la mano de su hija. Y después de haber formado mil castillos en el aire, hablando mucho y pensando poco, nos separamos, quedando Felipe entregado plenamente sus proyectos.

Al día siguiente y al tiempo de salir de mi oficina, me entregaron un papel, reglado, a manera de factura, en el cual había escrito don Lucas unas pocas líneas, suplicándome que pasara a su almacén, pues teníamos que tratar sobre un

negocio. La ortografía del escrito me hizo re cordar la carta de Rosa, y no dudé que la excelente niña, había aprendido a escribir bajo la inmediata dirección de su papá.

Me dirigí, pues, al almacén, seguro de que el negocio de que don Lucas me hablaría no podía ser otro que el matrimonio de Felipe.

Dicho almacén consistía en una vasta pieza dividida a lo largo por un mostrador, detrás del cual se veía a un lado, a manera de armario, una enorme caja de fierro, cuya fisonomía inflexible y estúpida daba cierto aire de salvaje gravedad a cuanto le rodeaba, y esparcía por todo el almacén una atmósfera fría y metálica. En el

Page 31: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

30

centro había un escritorio cuyos estantes estaban repletos de gruesos libros de cuentas: uno de éstos, el más grande de todos, se hallaba abierto delante de un dependiente, que con una pluma detrás de la oreja, una regla en la boca y un cigarro en la mano, volvía pausadamente sus hojas con una gravedad enteramente mercantil.

El dependiente (que contaría de 14 a 15 años), volvió hacia mí su cabeza cubierta de un gorro griego, y sin contestar mi saludo, me preguntó:

-¿Usted nos necesitaba?

-No, señor, le dije; sólo busco al señor don Lucas.

-Hoy estamos de correo y tenemos mucho que hacer.

-Es que el mismo señor don Lucas fue el que me suplicó...

-Bien, pues; espere usted. Y volvió a su tarea con una calma envidiable.

Después de algunos instantes, entró don Lucas por la puerta que daba a las habitaciones interiores, acompañado de un sujeto a quien al parecer trataba con mucha deferencia. Era don Lucas un hombre que se aproximaba a los 50 años, alto, seco y encorvado, de tez amarillenta, y de una fisonomía muy poco más despierta que la de su caja de fierro. Llevaba ordinariamente pantalones de hilo color de plomo, chaqueta blanca y zapatos amarillos.

La persona que lo acompañaba era un joven de 25 a 30 años, de elevada estatura y de hombros desmesuradamente anchos. El color de su rostro demasiado encendido, tanto a causa de los rayos del sol de su pueblo como de su salud de buey, daba a su persona cierto aire arisco y montaraz, y se admiraba uno de encontrar sobre aquellos hombros tan robustos y debajo de aquella cabeza tan colorada, una casaca en vez de unbayetón. Estaba vestido a la última moda. Sus pantalones y su casaca conservaban intacto el brillo que habían sacado del taller de Sanín. Sin embargo, al menor movimiento que hacía, el cuello rebelde de su camisa se escurría por debajo de su corbata, y su falda más rebelde todavía, se asomaba por entre el chaleco y el pantalón, formando un bucle circular alrededor de su cintura. Sus pies de una dimensión fabulosa, estaban sometidos a la rigurosa clausura de unas botas de charol, en donde comprimidos pugnaban por recuperar su antigua independencia. Para concluír el bosquejo de este personaje, añadiré, que era hacendado en un pueblo cercano a Medellín, futuro heredero de una fortuna enorme, diputado a la legislatura, pretendiente de Rosa y llamado Braulio.

Page 32: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

31

Don Lucas se despidió de Braulio con una amabilidad y una cortesanía de que no había ejemplo en los anales del almacén, lo cual, me indujo a creer que las preten-siones de Braulio podrían muy bien ser mejor acogidas que las de Felipe. Esto por, parte de don Lucas; pues por lo que hace a Rosa, bien convencido estaba yo del cariño que a Felipe profesaba y del comprometimiento que mediaba entre los dos. Y, además, no podía suponerse que Felipe, un joven elegante, honrado y de talento, fuera desechado, para aceptar en su lugar un pretendiente tan mal redactado como Braulio, cuyo olor a helecho se percibía a dos cuadras de distancia. Pero ¿quién sabe?, me decía yo: ¡todo puede ser... las mujeres...!

Don Lucas se me acercó, y sin más rodeos me dijo:

-¡Qué tal amigo!, lo necesitaba para consultarle a usted un negocio.

-Sí, señor, me tiene usted a su disposición.

-Dígame usted, ¿usted conoce a un joven de Bogotá... Felipe...?

-¡Felipe! Sí, señor; es íntimo amigo mío y vive actualmente en mi casa.

-Sí, bien; pero dígame usted, ¿qué clase de hombre es Felipe?

Hay preguntas tan claras que no es fácil comprenderlas; así es que tartamudeando contesté:

-Pues Felipe es un joven de Bogotá... muy amigo mío... y que vive conmigo...

-Muy bien, muy bien; pero dígame usted, ¿qué tal en materia de honradez?, ¿qué tal en fortuna?, ¿qué tal para esto de manejar intereses...? Y siguió haciéndome un larguísimo interrogatorio, pero de tal naturaleza, que a veces se me figuraba que Felipe lo que había propuesto a don Lucas era que le fiara alguna suma o lo admitiera como dependiente; pues no trataba de encontrar en mi amigo las cualidades que pudieran hacerlo buen esposo, sino las que lo hicieran a propósito para administrador de bienes. Yo hube de contestar lo mejor que me fue posible a las multiplicadas preguntas de don Lucas; pero de mis respuestas, a pesar de mi buena voluntad, debió deducirse, que si era Felipe excelente para esposo, no lo era tanto para mayordomo. Así fue que con un tono marcado de lástima siguió el padre de Rosa:

-Conque dice usted que el tal Felipe es un literato... un poeta... que hace versos...

-No, señor, no hace versos, sabe hacerlos, lo cual ya ve usted que no es lo mismo.

Page 33: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

32

-¿Conque es hombre entregado a los libros?

-Sí, señor; es un hombre entregado a su profesión de abogado, en lo que indudablemente lucirá mucho.

-Mire usted, agregó don Lucas, bajando un tanto la voz: desengáñese usted; esos hombres entregados al estudio no sirven para nada, ¿entiende usted?, para nada. Serían incapaces de manejar doscientos pesos, si por casualidad pudieran ganarlos. Yo le hablo a usted con toda franqueza: su amigo de usted pretende la mano de mi hija; pero hoy mismo la ha pedido también en matrimonio un joven estimabilísimo, el mismo que usted vio salir de aquí hace poco; es hijo de un amigo mío, y yo atendiendo a sus muchas cualidades y sobre todo a la inclinación de Rosa, seguramente no podré rehusar... ¡Ya ve usted, un padre...!

Convencido yo de la inutilidad de insistir en un asunto tan delicado, y persuadido de la falsa posición en que me hallaba colocado, me apresuré a despedirme de don Lucas.

Nada me dijo Felipe de la contestación que tuviera su carta, y yo por mi parte me guardé bien de hablarle sobre este negocio; pero pocos días después, y cuando ya era público el matrimonio de Rosa y Braulio, me anunció que estando ya terminado su pleito por medio de una transacción, le era forzoso volver a Bogotá.

El día de su marcha resolví acompañar a mi amigo hasta el alto de Santa Elena. En todo el camino no nos dijimos una sola palabra. Llegados a la casa de Baenas, y mientras preparaban el almuerzo, salimos al corredor que queda frente del pintoresco valle. La escena que teníamos a la vista era la misma de otro tiempo; sólo los actores habían variado. Felipe sacó silenciosamente un lápiz de su cartera y empezó a escribir en la pared:

De una ciudad el cielo cristalino Brilla azul como el ala de un querube,

Y de su suelo cual jardín divino Hasta los cielos el aroma sube;

Sobre ese suelo no se ve una espina, Bajo ese cielo no se ve una nube... En esa tierra encantadora habita... La raza infame, de su Dios maldita.

Raza de mercaderes que especula Con todo y sobre todo. Raza impía,

Por cuyas venas sin calor circula

Page 34: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

33

La sangre vil de la nación judía; Y pesos sobre pesos acumula

El precio de su honor, su mercancia; Y como sólo al interés se atiende,

Todo se compra allí, todo se vende.

Allí la esposa esclava del esposo Ni amor recibe ni placer disfruta,

Y sujeta a su padre codicioso La hija inocente... ... ...

¡Está servido el almuerzo!, dijo en esto Genoveva, interrumpiendo a mi amigo, con grande disgusto mío, que por encima de su hombro iba leyendo a medida que él escribía, y que deseaba mucho la conclusión de la octava que dejó empezada, para ver si podía descubrir a qué ciudad trataba tan duramente. No pudiendo averiguarlo, dije para mí: seguramente habla de Bogotá.

Daniel

Page 35: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

34

ENTRE USTED, QUE SE MOJA Por J. David Guarín NOVELA ENTERAMENTE BOGOTANA, Y DEDICADA A MIAMIGO EL SEÑOR

EUGENIO DIAZ. I

Acababa de salir de la imprenta de la nación, de com­prar un cuadernito llamado «Una ronda de don Ventura Ahumada», cuando empezó uno de aquellos aguaceros que no dejan duda. Por desgracia, me cogió con casaca y sombrero de pelo, sin paraguas ni zapatones y sin un pañuelo siquiera que ponerle a mi pobre cubilete que consideraba hecho armero, pues de cada golpe que le daba el granizo me parecía que lo pasaba de parte a parte. ¡Jesús!, ¡qué cosa tan terrible! El agua acompañada de un fuerte huracán pasaba de ramalazo en ramalazo con tanta violencia que levantaba humareda; los relámpagos se su­cedían y el granizo saltaba en el suelo como confites en el óleo de un rico. Yo no tuve otro arbitrio que agachar la cabeza y correr por el paredón de Santa Inés abajo.

Con las orejas hirviendo, la cabeza atolondrada, el agua entrándoseme por entre el cuello de la camisa, y corriendo yo por entre un charco, porque el caño iba de bordo a bordo, seguí corriendo calle abajo, pensando en que me­jor sería llegar de una vez a casa. Pero como iba tan atolondrado, al llegar a la esquina, en vez de coger para la derecha, cogí para otra parte, y después de haber corrido unas cuantas cuadras, caí en la cuenta de que iba perdido; entonces me arrimé a un portón mientras pasaba el agua. Esta es una de esas casas sin zaguán en las cuales apenas se abre la primera puerta ya uno está en el patio. Como el agua me azotaba de frente con tanta violencia, procuré arrimarme contra el rincón, y hube de hacer tan­ta fuerza, que la puerta se abrió haciendo tal ruido que en el acto salieron dos perros a querer comerme, ¡y así mojado como estaba! Que me traguen, dije, pero yo no me voy de aquí.

Me puse a defenderme con el sombrero, y ya uno me asestaba a un jarrete, otro a una rodilla, cuando salió una negra con un costal a la cabeza a es­pantarlos con el palo de la escoba. Luego que los perros estuvieron en el solar, la señora, dueña de la casa, me mandó decir que entrara mientras que pasaba el agua. Cuando ya estuve en la puerta de la sala y vi dos dis­frazados, me puse a pensar si estaríamos en carnaval o día de inocentes, pero estaba tan atolondrado que ¿acaso pude volver en mí? Después de haber saludado a esos dos personajes, me senté en un canapé y me puse a exa­minarlos despacio. Era el uno un señor no muy nuevo, alto, catire, con mirada de sabio a la moda, es decir, como miope; nariz de pitón, boca de bondadoso (que dicen que es gruesa, aunque yo he visto muchos boquigruesos y muy poco bondadosos); con barba de empobrecido, larga,

Page 36: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

35

tiesa y no muy limpia, y por último, con pelo de equitador o maromero.

Ahora, para el vestido empezaré por abajo: En unos hermosos pies norteamericanos, tenía zapatos con rosas de cinta y hebilla, y después seguían las piernas con un cuero tal, que imitaban perfectamente las medias de seda color de carne; de las rodillas para arriba empezaba el calzón de Oidor; después venía el chaleco blanco llegando hasta las caderas, y por conclu­sión tenía una casaca de corte recto y guarnecida de galones de oro como las que se ponen los que salen a acompañar las administraciones. Este era el uno; el otro era una señora, uno de los restos de la antigua Colombia: baja de cuerpo, rechoncha, inquieta; la cara parecía man­zana guardada, y en cada sien tenía una enorme rosca de pelo medio cogida por un pañuelo de seda morada y cuyo principal adorno consistía en el nudo o rosa que con tanta gracia (según ellas), se ostentaba del lado izquierdo. Estaba con un antiguo traje de entre casa: jubón negro angosto, cerrado hasta más arriba de los hombros y abierto por delante dejando ver una pechuguera blanca; mangas bobas guarnecidas de encajes negros, delantal color de aceituna, y por último, un pañolón de cachemira color de fuego con una punta sobre el hombro y las otras arras­trando como cola de canónigo.

Después de los cumplimientos de costumbre, la señora me dijo que era preciso que me quitara lo mojado. Me ex­cusé cuanto me fue posible, pero me convenció de que no escamparía tan pronte, y que mientras tanto debía mudarme de ropa.

-Mire usted, me dijo: la ropa que le voy a dar y que es de la misma que le dí al señor, era de mi marido que murió hace muchísimos años; después nadie se la ha puesto; conque así, no le vayan a tener asco.

Mientras que ella se entró a abrir una enorme caja, según sonó la tapa, yo me quedé conversando con mi compañero.

-Parece (me dijo), que a usted le habrá sucedido lo mismo que a mí; me arrimé a la puerta, la señora me dijo: entre usted que se moja, y me tiene aquí disfrazado, ni más ni menos que como usted saldrá ahora. ¿Sabe usted quién sea esta señora? Yo hasta ahora la veo por primera vez.

-Yo también la veo hasta ahora; ni en mis pesadillas la había visto.

A poco salió ella diciendo:

-Porque los quiero tratar con confianza es que los hago entrar a mi alcoba; con otros no lo hiciera. Entre, me dijo; ahí está la ropa sobre la caja; usted dispensará, pero peor es que tenga eso mojado encima.

Quien quiera saber cómo salí después, que se figure un Oidor en traje de jueves santo, con excepción de la larga cabellera blanca y la enorme y plegada golilla.

Page 37: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

36

Cuando yo me vi con esa ropa olorosa a poleo y mejo­rana, me figuré que íbamos a representar alguna comedia de Lope de Vega o Calderón de la Barca; y como tuve el cuidado de sacar de entre mi bolsillo el cuaderno que había comprado esa tarde, en el acto que salí, me dijo mi protectora:

-Mire qué bien le sienta ese vestido, como mandado hacer; tal me parece que veo a mi marido; ¡tan buen mozo que era y tan poco que le traté! En seguida vino el sus­piro de ordenanza acompañado de un ¡Ay-ay!, tan indis­pensable.

-¿Y qué libro, continuó, es ese que trae ahí?

-Es uno llamado. «Una ronda de don Ventura Ahumada», escrito por un señor Eugenio Díaz.

-¿Sí? Qué gracioso debe ser eso. ¡Ah!, si mi compadre era templado! ¡terrible! Lo que él mandaba se hacía, aunque le costara un ojo.

-Sí, dicen que era terrible.

¡Ah!, si yo le contara las que hizo aquí, verían si era hombre enérgico, y por qué lo llamaron juez de vivos y muertos.

-Pero si yo les refiriera, dijo el otro, la que me pasó con don Ventura... Por él no me he casado, mi señora.

-¿Sí?

-Y por él estoy como estoy.

-¡Vea!

-Y por él se murió mi madre.

-¡Mire qué hombre!

-Y por él no soy padre de San Diego.

-Mire qué lástima, le dije yo.

-¿Pues acaso no es bien misterioso usted con sus aventuras? Cuéntenos primero su historia, después les cuento la mía, y en seguida el señor nos lee el cuadernito, que bien célebre debe ser. ¿Qué se van a hacer ahora?, está lloviendo todavía y no hay esperanzas de que escam­pe; esta es agüita de toda la noche; conque empiece.

Page 38: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

37

En esto nos trajeron el chocolate, rebosando de espuma atornasolada, en pocillos de plata y un coco con orejas de león en que le sirvieron a la señora. Mi compañero, no queriendo hacer uso de la cuchara de plata, buscó la oreja al pocillo, lo alzó con mucho cuidado hasta la boca, y estirando los labios y abriendo tamaños ojos, le dio un sorbo con entusiasmo tal, que de seguro le abrasó hasta el alma. En el acto dio un quejido, acomodó el pocillo entre el pan, arepas, bizcochos y queso, y sacó el pañuelo para enjugar dos lágrimas dignas de mejor ocasión.

-¿Qué le sucedió, caballero?, preguntó la señora con sorpresa.

-El recuerdo de esa historia, contestó con mucha un­ción, no puede menos que hacerme llorar.

¡Ah si!, Hay casos en que no se puede menos que llorar, respondió la señora con tono afligido. ¿Y cómo fue su historia?, cuéntenosla aunque sufra, tengo cu­riosidad.

II

-Pues han de saber ustedes, dijo después de una buena pausa, que a tiempo en que estaba estudiando en San Bartolomé, me enamoré como buen estudiante, de una niña; pero de tal suerte, que ya no pensaba en otra cosa. Para no matarme la cabeza, resolví no volver a estudiar, pues antes me faltaba tiempo para pensar en ella. Me convertí en centinela perpetuo, y primero faltaba el sol que yo en la esquina. ¡Terrible pasión! Baste decirles que no había tenido otra, ni después tampoco he vuelto a querer a nadie.

¡Mire!, dijo la señora; de eso no se ve en el día.

-Sí, mi señora, continuó más entusiasmado y como olvidando la quemadura; a todas partes que iba la seguía de lejos: me convertí en su sombra. Aunque nunca pude hablarle, porque la madre como que era terrible, sin em­bargo, sí notaba no sé qué expresión cariñosa en sus ojos que me tenía como atado a ella. Llegué a tal estado, que me iba jubilando; contaba los balaustres de sus ventanas, y no contento con eso, me propuse saber cuántas tejas tenía ese techo feliz que albergaba tanta hermosura, poco me faltaba para tirar pedradas. A este tiempo, se le antojó a un militar ir a pararse allí, y aunque no se estaba todo el día, como yo, sí tenía el tiempo suficiente para hacerme hervir la sangre. Yo que me consideraba con derecho a priori, empecé a refunfuñar, como perro que defiende el hueso. El militar, que era cascarillas, y yo, que me preciaba de sei más valiente que un estudiante de Sala­manca, en menos de nada armamos la camorra más espantosa.

-¿Con qué derecho, le decía, se viene a parar aquí?

Page 39: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

38

-¿Con qué derecho se para usted?, me contestó él.

-Interrogatio et respopsio eidem casui cohaerent. Res­ponda usted mi pregunta.

-Mire, me dijo, arrimándome el puño a las narices, a mí no me venga con vejeces, hábleme en castellano, so cachifo perdido.

No fue necesario más: era el peor insulto que se le podía hacer a un estudiante. Me le fui encima, nos aga­rramos de donde se pudo, y hechos un envoltorio fuimos a templar al caño. Luego nos paramos un poco más frescos, convinimos en no irrespetar la calle e irnos a dar de trancazos a la Huerta de Jaime. Allí nos dimos hasta que nos supo a feo, sin que por eso se hubiera decidido quién podía pararse en la esquina.

-¿Quién es por fin el que ha de ir a pararse allí?, dijo un curioso que nos había seguido.

-¡Yo!, contesté inmediatamente, y no lo había acabado de decir cuando el otro me dio un pescozón que me dejó temblando. Allí pudiéramos estar todavía peleando como gallos, si ese buen hombre no nos hubiera hecho ver que tanto derecho tenía el uno como el otro, y que en ese caso, ocupásemos cada uno una esquina. Convinimos en eso y nos fuimos a tomar mistela, porque entonces no había brandi. Después que tuvimos cada uno nuestra copa llena, dijo el militar:

-Brindo por esa china morena...

-¡Miente usted!, le interrumpí; que es más blanca que un alabastro.

-Hombre, me dijo con sorna, usted estará tan ena­morado como yo; pero no por eso debe cegarse tanto así: diga que tiene buen cuerpo, que es alta, bien formada, y no diga que es blanca. ¿Dónde tiene los ojos?

-¿Y dónde los tiene usted?, le grité inmediatamente.

-Adios diantres, dijo nuestro tercero en discordia; ustedes se van a volver a dar de moquetes por una sim­pleza.

-Pero supóngase usted, le dije, que si él dijera que es más blanca que la nieve, bajita de cuerpo, gordita y graciosa como un serafín, vaya con Dios, pero...

-Alto ahí, dijo el militar después de haberse bebido de un sorbo la mistela; los dos como que estamos dando fuera del blanco. ¿Cómo se llama la suya?

-Yo no sé, pero lo que sí se decir es que ella nunca se casa con usted, porque ni la mamá ni yo lo consen­tiríamos.

Page 40: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

39

-¡Ah! ...¿es decir que usted está enamorado de la señorita, no?, pues yo de quien lo estoy es de la criada.

-¡Ja, ja ja!, gritó el curioso, esto sí que es lindo.

-¡Cuánto me alegro!, exclamé fuera de mí.

-Yo lo mismo, dijo el militar; no soy tan majadera para pretender a esa niña. Estoy seguro de que aunque fuera general y que yo sólo hubiera echado a los españo­les de aquí, y que usted hubiera pagado la deuda de Colombia, no nos la darían a ninguno de los dos para casarnos con ella, mucho menos así lámparos como es­tamos. ¡Ea, pues!, esa chica está muy alto; dejémonos de eso.

Desde ese día y con tales explicaciones no hubo com­pañeros más inseparables, y en vez de uno éramos dos que nunca dejábamos la esquina. Pero él, que no era hombre de hacer sitio por mucho tiempo sin intentar un asalto, se resolvió a mandarle un recado a la criada y que yo le escribiera una carta a esa niña, y para esto de la conducción se valió de un hombre que hacía los manda­dos en la casa. Por supuesto que yo me esmeré en decirle bellezas, y terminaba por darle una cita para que a la noche puidéramos tratar la cuestión que tanto me impor­taba. Por de contado que mi compañero hacía la misma cita a la chica, como él la llamaba; y todo quedó así, hasta que por la tarde, el hombre nos dijo que todo mar­chaba a las dos mil maravillas, que la criada se daría sus trazas de salir y que la señorita saldría a la ventana. Poco faltó para que yo besara a ese hombre, y llegó a tanto mi alegría que le dí cuanto tenía en el bolsillo sin quedarme con qué almorzar al otro día; yo creo que un gusto de estos acaba tanto como un pesar.

III

Serían las nueve de la noche cuando los dos nos enca­minábamos llenos de esperanza hacia la casa. Apenas llegamos a la esquina, encontramos al hombre, quien al vernos, nos dijo en voz baja que lo siguiéramos. En el za­guán había un cuarto, abrió con mucho cuidado la puerta y me dijo: usted estese ahí mientras que voy y vuelvo. Lo que hizo con el otro no lo supe, porque no lo volví a ver más. Los momentos que pasé allí a oscuras, imagínelos cualquiera: el corazón se daba tales golpes, que yo creí que se me salía por la boca; era un toro bravo en el coso; además, sonaba tan recio como una tambora y tenía que estar con la boca abierta para no ahogarme.

A cada ruido temblaba tanto que no podía estarme en pie y tenía que arrimarme a la pared para no caer. Si en ese momento hubiera llegado ella, nada le hubiera podido decir, porque tenía la lengua hecha una bola. Más de una hora me estaría esperando sin que percibiera más ruido que el de los ratones que andaban como riéndose, y cuyas agudas carcajadas parecían una injuria a mi triste situación. ¡Qué tiempo tan largo! Creo que esto era suficiente para un infierno. Ya había

Page 41: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

40

perdido la esperanza de todo, cuando empecé a sentir pisadas con botas en el zaguán; creí que era mi compañero que salía, y pensaba llamarlo, cuando abre el hombre la puerta y dice:

-Somos perdidos: el jefe político ha tenido un denun­cio y viene a rondar la casa; métase entre este cajón, que aquí nadie lo ve.

Le obedecí maquinalmente, y sin saber a dónde me iba a meter, me dejé embodegar, quedando hecho tres dobleces hasta nueva orden. Entonces fue cuando me ardió la imaginación: pensar en que todo se iba a hacer público y que yo quedaría a los ojos de todos como un ladrón; lo que ella sufriría por mí, y lo que sufriría mi madre. . . ¡ah! No había tomado todavía resolución alguna cuando otro la tomó por mí, pues me sentí alzar con cajón y todo.

-Cállese, me dijo el hombre consabido; voy a sacarlo con bien. En la puerta están los gendarmes, pero como yo soy de la casa, no me impedirán sacar el cajón. Y esto fue diciendo y haciendo: cuando yo acordé ya estaba en la calle; pero no iríamos a dos varas cuando un policía gritó:

-¡Alto ahí!, ese hombre lleva un cajón, cómo diablo lo dejan pasar?

-Pero si yo soy de la casa.

-Qué casa ni qué jaramas; usted se va ahora mismo para la cárcel.

-Sí señor, pero permítase dejar aquí el cajón, ¿para qué llevarlo hasta allá?

-No señor; con cajón y todo va usted; y que le avisen inmediatamente al señor jefe político que un ladrón está ya en la cárcel.

Más valía, decía yo, estar entre el vientre de mi madre que entre este cajón. Si estuviera estudiando, nada de esto hubiera pasado. De esta clase de consideraciones hacía mientras me llevaban al trote, pero sin más pro­vecho que el que causan las reflexiones hechas sobre lo que no tiene remedio. ¡Simplezas!, mejor sería no meterse uno en camisa de once varas, que por lo que hace a re­flexiones, no falta sobre qué hacerlas aunque siempre sin provecho.

Sentí, por fin, que estábamos en la cárcel, y después que mi hombre me puso con tanto cuidado en el suelo como si llevara loza, se sentó muy sí señor encima, con la mayor frescura del mundo.

¡Ah caramba!, ya no podía de la nuca; tenía la cabeza en medio de las piernas y las rodillas pegadas a la tapa de ese infernal cajón. En tal posición pensaba yo en lo sabroso que estarían todos en sus camas y lo sabrosa que estaría la mía.

Page 42: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

41

A poco sentí tropel y uno de ellos decía:

-Aquí está, señor; lo hemos cogido con ese cajón al tiempo que salía de la casa.

-¿Sí? Pues que se prevenga.

-Pero mi amo, si yo soy de la casa y salía a entregarlo.

-¿Y qué hay adentro?

-Nada, mi amo.

-Nada, ¿no? Abrelo ahora mismo.

-Mi amo, no abro porque...

-¿Porque qué?

-Es un poco de carne fresca y huele... no muy bien.

¡Diablo! Cansado de aquella posición ya iba a pedir socorro, cuando alzaron la tapa y salté como muñeco de sorpresa, más tieso y recto que un caucho. ¡Cuánta gente rodeándome! Unos con faroles, otros con cabos entre cartuchos de papel, el carcelero con un mecho, don Ven­tura Ahumada en medio, ¡y todos muertos de risa!

-¡Ola!, don Carne Fresca, me dijo, ¿qué hace usted entre ese cajón?

-Casi nada, señor.

-Se lo creo, y sin el casi quedaría mejor. ¿Y usted?, dirigiéndose a mi hombre; alcahueteando a los ladrones, ¿no? Llévelo ahora mismo al calabozo.

El hombre se dejó llevar sin decir oste ni moste y yo me quedé esperando mi suerte.

-Ahora tiene usted que decirme por qué se entró a esa casa y por qué se hizo sacar entre ese cajón.

-Fui a esa casa porque la señora me mandó llamar.

-No hay tal; usted iba a robar.

-¡Imposible!, exclamé a grito entero. Sostengo que me mandaron llamar; no soy ladrón como usted me dice.

Page 43: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

42

-Mire, me dijo, apretando los dientes y los puños y acercándose cada vez más con un ademán no muy cari­ñoso; mire usted que quien va a sonsacar a una criada, no es otra cosa que un ladrón; el peor robo y que no tiene restitución, es el del honor; y para enseñarlo a que no ande inquietando criadas, ahora verá lo que le pasa. Vete, le dijo a un gendarme, a llamar al cura.

-Pare en que tenga que confesarme, pensé con alegría.

-Y vos, Simón, continuó don Ventura, díle a la señora que venga con la criada.

-¿Y eso para qué, señor jefe político?

-¿Para qué? Para que se case ahora mismo.

-¿Con la criada?

-Con la criada.

-¡No señor, ese es un atentado!, ¡una crueldad!, ¡una infamia inaudita!, un...

-cualquier cosa será, pero usted se casa con ella, y esta noche.

-¿Con la criada?, ¡aunque me ahorquen!...

-No será necesario ahorcarlo, mire; y me señaló el cajón.

¡Ah hombre cruel!

-Pero señor jefe político, yo no estaba inquietando a la criada.

-¿Entonces, a quién?

A la señorita sí quería proponerle; con ella sí másque me castiguen.

-¡Mírenlo, qué sencillote!, dijo abriendo tamaños ojos; y usted, pobre estudiante, ¿cómo pretende a esa señorita?... Lo peor es que ya no hay remedio, porque ella se casó.

-¡Se casó!, dije dando un grito, y cogiéndome la ca­beza con las manos.

-Se casó, dijo don Ventura con calma.

Fue tanto mi despecho, que quise meterme de cabeza entre el cajón para no volver a salir más.

Page 44: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

43

-¿Entonces no era usted quien estaba inquietando a la criada sino el otro?

-Sí, señor, él era. ¿Y con quién se casó?

-Con su compañero; era necesario poner fin a los escándalos de ustedes. Y cuánto siento esta equivocación; fue que me informaron mal. Creyendo que el otro era el enamorado de la señorita, lo hice casar con ella, y entonces era al contrario: ¡mire qué lástima! Y él sí se calló la boca y sin chistar se llevó buen bocado, porque la niña es bonita y rica.

Salté como muñeco de sorpresa, más tieso y recto que un caucho

Yo no volví a hablar palabra porque me parecía sim­pleza todo lo que dijera después. Sólo al tiempo de irse don Ventura, le dije:

-Espero que me dejará salir, porque me voy mañana.

Page 45: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

44

-¿Para dónde?

-Para San Diego, a meterme de fraile.

-No sea majadero, no haga tal cosa; por eso hay tan­tos malos frailes; casi todos entran en un momento como éste o por necesidad, pero sin verdadera vocación, y des­pués se arrepienten cuando no hay remedio. ¿Sabe lo que ha de hacer? Si quiere, le consigo una plaza de aspirante en uno de los cuerpos que salen mañana mismo. Hoy la carrera militar brinda mucha gloria a los jóvenes; por allá se distrae y si no se casa, cuando vuelva vendrá cubierto de laureles y entonces encontrará muchachas de sobra.

-Consiento, le dije, sin acordarme de mi madre que moriría de pesadumbre.

Al día siguiente salí de aquí sin atender a nadie: estaba loco.

En mi correría siempre fui el mismo: serví en la ca­rrera militar siete años; después me separé y anduve por Santa Marta, Cartagena, San-Tomas, la isla de Cuba y Jamaica siete años más. La única que pudiera haberme hecho volver aquí era mi madre; pero dos años después de mi partida supe que había muerto.

Yo creí que en mí el primer amor fuera como en casi todos, concentrado y vehemente, pero que después el tiempo y el olvido lo borran, dejando apenas un rastro en el corazón; que al fin se cambiaría en un recuerdo agradable, como la cosquilla que se siente en una cicatriz que está sanando. Pero no fue así; el mío es eterno, vivirá conmigo. Jamás he podido mirar a otra mujer, y así es que he vivido libre de las cuitas, intrigas, enredos y bajezas en que veo a los demás por causa de ellas. Jamás la olvidaré... Yo no oí de ella ni una palabra de consuelo, pero creo que sí me amaba; varias veces la ví fija en mí, y una mirada no engaña; hay miradas que se profundizan mucho más que mil palabras, palabras que en el curso de la vida se confunden con otras iguales o semejantes; al paso que la mirada escoge su asiento en el fondo del corazón; su guarda es el silencio; su protector la memoria.

Hará unos cuatro años que supe que la señora estaba viuda e inmediatamente emprendí viaje para acá.

-¡Oiga!, dijo la casera; conque por fin...

-Pero en Mompós supe que había muerto también.

-¡Murió también!, dijo inmediatamente; pues esperaba otro resultado.

-Sí, murió también, contesté con resignación y hacien­do ese gesto de quien se conforma porque no hay remedio; gesto y ademán que la señora imitó

Page 46: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

45

involuntariamente, pues conversar delante de ella, es como hacerlo delante de un espejo; todo lo repite.

-Seguí mi viaje, continuó, y hace algún tiempo que me encuentro aquí, solo, sin amigos, y viendo todo nuevo y extraño para mí.

-¿Y en qué tiempo moriría ella?, preguntó la señora.

-No sé; me he propuesto no averiguar nada. ¿Para qué?, ya la perdí...

-¿Y muy joven se fue usted de aquí?, volvió a pre­guntarle.

Tendría diez y ocho años.

-¿Y en qué calle vivía?, ¿no la conocería yo?

-Vivía por la calle de las Aguilas.

-¿Por la de las Aguilas?

-Sí señora, contestó abriendo tamaños ojos.

Adiós diantres, pensé yo, esta le va a dar noticias de sus amores y ahora mismo se nos vuelve loco. ¿Quién lo aguanta?

-¿Y podrá decirme cómo se llamaba? -Laura.

-¿Y la madre? -Carmen.

-¡Carmen!, dijo, dando un grito y enlazando las manos. Al decir esto, sacó de un cajón de la mesa un papel, y le dijo:

-¿Su nombre de usted?

-Fernando Vizcaya.

-¡Fernando!, gritó, señalándole la firma que tenía ese papel.

-El hombre se fijó en la firma, después alzó a mirar a la señora y como arrebatado o movido por un resorte, se lanzó sobre ella con los brazos abiertos y gritó:

-¡Laura! ...

-¡Fernando! ... contestó ella recibiéndole en los brazos.

Page 47: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

46

Ese papel era la carta que él le había escrito el día de su casamiento con el militar.

-Yo me paré delante de ellos para contemplarlos. Lloraban; pero las lágrimas eran escasas, densas y pesa­das; lágrimas de viejos que rodaban de arruga en arruga, con precipitación, sin dejar el más leve rastro por donde habían pasado; parecían gotas de azogue. Qué triste es ver llorar a dos viejos; se sufre mucho: las lágrimas como que se han hecho para los niños. Los viejos lloran más con la expresión que con las lágrimas, porque entonces el corazón está cansado, el labio torpe y el párpado seco de llorar. Dos lágrimas en ellos dicen más que todos los gemidos juntos...

Dejo a la consideración de mis lectores lo que se dije­ron después, y únicamente les contaré, a guisa de epílogo, lo que ella le contó y que servirá para concluír este cuento.

-Don Ventura, de quien fui comadre después, ce­diendo a las instancias de Antonio, mi marido, y de mi mamá, fue quien armó esa treta para llevarlo a la cárcel, cosas que hasta ahora sé y de que caigo en la cuenta, pues conmigo guardaron el mayor secreto. No hubo tales amo­res de Antonio con la criada; esa fue ocurrencia de él para engañarlo, y como yo dije repetidas veces que no me casaría con él hasta no saber la opinión de usted, entonces dijo que él la sabía muy bien, que de quien estaba ena­morado era de la criada y no de mí. Antonio tenía de su parte a mi mamá, y usted no tenía sino mi afecto, pero afecto que nunca pude dar a conocer sino con miradas. Mi marido al día siguiente de casados, marchó con el otro cuerpo que salió para el norte el mismo día que se fue usted, y a poco tiempo murió de una fiebre en el puerto de los Cachos, dejándome en libertad para dedi­carme al único pensamiento que me acompañaba. Muchos quisieron después casarse conmigo, pero yo hice propósito de no unirme a nadie, ya que había perdido lo único que había amado en mi vida. Esta carta la encontré entre los papeles de mi mamá después que ella murió, y la he conservado como única reliquia suya. ¡Y, cosa rara!, ¿creerá usted que jamás perdí la esperanza de volver a verlo?

Ahora, mi amigo don Eugenio, tengo muchísimo gusto en convidarlo a las bodas, pues sabrá que me nombraron de padrino.

Cuándo y en dónde serán las bodas, es cosa que todavía no sé.

Page 48: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

47

EL TIPLE Por José Caicedo Rojas

La música, tomada en su sentido más lato, es casi coe­tánea con la creación del mundo; a lo menos así debemos suponerlo. Dotado el hombre por su Creador de ese órgano que después han llamado laringe, órgano que, aunque de una sola flauta, había de servirle para expresar todos sus pensamientos y todos los afectos de su alma, nuestro primer padre por una inclinación instintiva debió hacer algún uso de él. Cuál fuera ese uso, es cosa que nadie podrá decir; a lo menos nosotros no podremos ase­gurar a punto fijo si los primeros cantos de Adán serían dulces modulaciones, o graznidos desapacibles como los del cuervo. De seguro no eran arias, ni cavatinas, porque entonces no había Lucias, ni Julietas, ni Normas, ni mucho menos Barberos; quizá esos cantos primitivos set parecían algo a los modernos recitados de nuestras óperas, que como todo el mundo sabe, son cantos ad libitum, sin me­dida ni ajuste.

Nada, pues, se puede asegurar en el parti­cular; pero si alguno preguntase con formalidad si nuestro padre Adán cantaba la Atala o el Corsario, yo le diría re­dondamente que no, sin temor de equivocarme. Si alguno otro, algo más iniciado en los misterios musicales, me preguntase si la voz de Adán sería de bajo, de tenor o de barítono, le respondería francamente que ignoraba el contenido de la pregunta; y que por lo mismo tampoco podría decir si la voz de Eva era de soprano o de contralto; si resonaba en las selvas encantadas del paraíso como el canto del jilguero, o como los aullidos del mono; pero que sería más dulce que la de su amante, eso no admite duda; y que los dos cantarían a duo, casi, casi se pudiera asegurar.

Mas para un simple artículo de periódico hemos toma­do el asunto de muy atrás; ni más ni menos como si para cantar la guerra de Troya nos hubiéramos remontado al nacimiento de Elena, cosa que no le habría gustado mucho al viejo Horacio.

Pero una cosa hay cierta, y es, que desde la más remota antigüedad la música existe; desde los tiempos fabulosos hallamos este elemento de la vida espiritual; desde Orfeo, desde Tracio, desde Mercurio, desde Tubal, desde Cadmo. Y si salimos de la historia y del mundo visible para re­montamos al mundo de los espíritus celestiales, la halla­remos desde que Dios habita en el cielo.

Todos los pueblos, aún los más bárbaros e incultos, han tenido su canto y sus instrumentos peculiares que han inventado desde los primeros tiempos, y la mayor parte de los cuales han quedado sin perfeccionarse a pesar del transcurso de los siglos. Los israelitas, para no ir tan lejos, conocieron la lira o arpa, mencionada en

Page 49: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

48

el capítulo 5° del Génesis con el nombre de kinnor; el hagub o flauta

de Pan (vulgo capador). Los egipcios conocieron la flauta sencilla, el photinx

o flauta curba. Los frigios el trigone, o arpa triangular, y el psalterium para las ceremonias del culto.

Los griegos tuvieron, además de algunos de estos, el cistro. Los romanos elheptacorde, la buccina o bocina, y la cítara de que tanto han hablado los historiadores. En el Indostán se inventó el vina. Los mexicanos usaban el huehuetl, el reponaztli y el ajacaztli. Los cafres el lichaka. En fin, para no cansar con antiguallas, los españoles han tenido la vihuela o guitarra; y entre los gallegos la gaita. Los escoceses una especie de gaita también, cuyo nombre particular no recordamos ahora. Los chinos tienen el bisen, elkin, el gong, y el ching. Los turcos el keman, el ajakli­keman, el síne-keman, el rebati, el ghirif y otros varios. Todos estos instrumentos nacionales, aún más que el carácter y el dialecto de los pueblos, han pasado intactos de generación en generación y al través de las vicisitudes de los tiempos.

En América, y particularmente en la Nueva Granada, tenemos el tiple o bandola, que es una degeneración de la vihuela española, importada en estas regiones por sus primeros pobladores, entre los cuales no dejaría de haber algunos barberos, contrabandistas y demás gente del bronce, de aquella que en las calles de Málaga, Cádiz o Sevilla se solaza con su bandurria, sus castañuelas y panderos.

El tiple, decíamos, es una degeneración grosera de la española guitarra, lo mismo que nuestros bailes lo son de los bailes de la Península. Para nosotros es evidente, es fuera de toda duda que nuestros bailes populares no son sino una parodia salvaje de aquellos.

Comparemos nuestro bambuco, nuestro torbellino, nuestra caña, con el fandango, las boleras, y otros, y hallaremos muchos puntos de seme­janza entre ellos; elegantes y poéticos, éstos, groseros y prosaicos aquellos; pero hermanos legítimos y descendien­tes de un común tronco. ¿Qué es, en efecto, el bolero español sino el baile de una o dos parejas, que al son de una ronca guitarra y al compás de un pandero, mueven el cuerpo con elegancia y gracia y ejecutan pasos verda­deramente airosos y pintorescos? ¿Y qué le falta a nuestro bambuco

o torbellino (que bien merece tal nombre) para imitar grotescamente este baile?

Una o dos parejas salen a bailar en medio de un corro de candidatos terpsicorianos: un alegre tiple suple la guitarra; un pandero suele acompañarle; el canto afinado y acompasado de los mis­mos músicos tiene todos los caracteres de las alegres seguidillas y de las picantes malagueñas; y en fin, para que nada falte a la semejanza de esta caricatura, el alfan­doque o chuchas con su ruido áspero y seco, hace las veces de las castañuelas, que en vano intentarían manejar nuestras ninfas vestidas de frisa, bayeta o fula, para las cuales el arte de la crotalogía es enteramente desconocido. Ni en conciencia podrían ellas atender al

Page 50: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

49

redoble y repi­queteo de las castañuelas, siéndoles forzoso emplear ambas manos en remangar las largas enaguas; inconveniente que no tiene el corto zagalejo de las manolas y bailarinas de teatro.

Hasta el zapateado que hacen con las quimbas nuestros calentanos, tiene no sé qué olorcillo a jota ara­gonesa, o al zapateado español. La diferencia, pues, que hay entre unos y otros bailes está en el modo y no en la cosa: las formas lo hacen todo. Los majos del bolero visten rica y elegantemente: el raso, la seda, el oro y la plata campean profusamente en sus lindos vestidos; sus movi­mientos son suaves y voluptuosos, y no respiran sino amor y deleite. Nuestras parejas campestres, vestidas gro­sera y toscamente, dejan a un lado la mochila, la coyabra y los plátanos; y arremangándose la ruana al hombro emprenden al compás de la música sus estúpidas vueltas y sus extravagantes contorsiones, con las cuales más pa­rece que van a darse de mojicones que a bailar.

En nada se parece una camiseta a la chaquetilla de terciopelo con alamares de plata de un majo; en nada se semeja una camisa calentana de tira bordada, al jubón ajustado que ciñe el talle flexible y esbelto de una manola; en nada unas enaguas de fula azul con tripas de pollo y arandelas, al picaresco zagalejo que, bajando dos pulgadas de la liga, deja ver una pantorrilla torneada y cubierta por una fina media de seda; en nada, finalmente, el aliento aguarden­toso, o el tufo de la chicha, a los perfumes con que se peinan y acicalan los majos del bolero.

Volvamos al tema que hemos enunciado: nuestro tiple es una degeneración informe de la vihuela, un vestigio de las antiguas costumbres peninsulares mal aclimatadas en nuestro suelo, vestidas casi siempre con el traje indí­gena, y caracterizadas con el sello agreste de nuestra América; vestigios que están connaturalizados con la índole y genio de nuestros pueblos, como ha sucedido con el dialecto o habla corrompida del vulgo, y con mil otras cosas. ¿Qué es lo que no degenera y se corrompe en nuestro continente?

El tiple es un instrumento pequeño y sencillo; tan pequeño como dulce y agradable al oído. En vano inten­taríamos definir las sensaciones que experimenta el sen­cillo habitante del interior de la República al oir el rasgueado de una mano diestra en las cuatro cuerdas de un acordado tiple. Placer intenso, alegría, excitación ner­viosa, recuerdos indescifrables de épocas pasadas y de lugares lejanos, melancolía, ternura, propensión al baile y al bullicio; todo esto, pero no se sabe a punto fijo qué, despierta el alegre son de un tiple. En la ciudad recuerda el campo y sus placeres; en el campo recuerda la algazara de las poblaciones. Oido de lejos en una noche despejada y tranquila, cuando el viento duerme o sólo nos trae sus gratos sonidos una aura tímida, nos da la idea perfecta de la grandeza de la soledad, nos transporta, como el canto de la rana, a regiones extrañas y solitarias, nos hace saborear algo tan apacible y tan dulce como un amor puro.

Cuando se halla uno en fiesta en algún pueblo de tierra caliente, y al acercarse ya

Page 51: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

50

la aurora se retira a descansar, si alcanza a oir a lo lejos el canto triste y expresivo de un bambuco femenil acompañado de un par de tiples, cree uno ver entreabiertas las puertas del cielo, y oir en medio del silencio y de la calma de la naturaleza los pre­ludios de algún coro de serafines. ¡Extraño poder el del tiple! ¡Oculta magia la de ese canto sentido, aunque monótono! No sin razón se priva al pobre soldado que sale a campaña, de llevar y acariciar este fiel compañero de sus penas y fatigas, pues se ha observado casi constan­temente que el sonido de un tiple ocasiona alguna deser­ción en nuestras tropas. ¡Recuerdos de la tierra, inevitables y poderosos!...

El tiple, hecho toscamente de madera de pino, sin pulimento ni barniz, no excede en su mayor longitud de dos tercios de vara; los más grandes tienen poco más de una. El mástil o cuello ocupa, por lo regular, más de la mitad de esta extensión, y en él se hallan incrustados los trastes de metal o hueso, cuyo número varía mucho; pero no siendo de uso sino los dos o tres más cercanos a la cejuela, en los demás poco se curan los fabricantes de colocarlos a distancias convenientes y según las reglas de la guitarra.

Page 52: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

51

Por lo regular llevan cuatro cuerdas de las que se fabrican en el país; algunos suelen tener encor­dado doble, pero es más común el sencillo. Estas cuatro cuerdas, tan altas o agudas como lo permite la extensión del instrumento, están templadas como las cuatro primeras de la guitarra: mí, sí, sol, re; pero siendo demasiado grave esta última para que pueda distinguirse con claridad su sonido, se requinta ordinariamente, bien subiéndola una octava hasta reag do, o bien agregándole otra cuerda unísona con ella. Suele templarse de alguna otra manera, pero esta es la más común y usada. El torbellino, más comúnmente conocido en las provincias del interior de la Nueva Granada, tanto en los países fríos como en los cálidos, es un aire en tres movimientos rápidos, de suerte que es tanto o más allegro que los valses alemanes; y puede muy bien valsarse con él. Cada uno de los tres tiempos consta de dos notas de igual valor, y cada una de ellas es el acorde completo de una octava, ya en la tónica, ya en la cuarta, alternando con la quinta. Los tonos más comunes del torbellino, que siempre es en el modo mayor, son: do, re, sol, la. El juego de la mano derecha consiste en rasgar alternativamente con cuatro dedos para abajo, y con el pulgar para arriba.

Pero hasta aquí sólo hemos hablado del torbellino común, que no es otra cosa que un verdadero acompañamiento del alegre canto dé este nombre. Igual cosa sucede con el bambuco que se rasguea en el tiple, el cual, con el mismo aire y la misma construcción y compás, se toca siempre por tono menor; siendo los más comunes mí, re yla. En el canto, que es mucho más melodioso, tiene regularmente una parte en mayor, siempre en él relativo, la cual contrastando con la parte menor lo hace más triste y melancólico de lo que en sí es. La impresión que causa en el ánimo la música del bambucoestá ya perfectamente definida: es una alegría triste; o también pudiera decirse, una tristeza alegre, y la cuestión sería de colocación de las palabras. El torbellino, por el contrario, es todo alegría, todo animación, todo vida: es una especie de tarantela que incita a bailar y cantar con un poder mágico, irresistible. Si en tiempo de Homero hubieran existido el tiple y el torbellino, el poeta griego sin duda habría representado a sus dioses en bullicioso corro, riendo y cantando en rededor de dos tiples bien rasgueados.

Es muy común que se junten una bandola y un tiple: la primera puntea, o lleva el canto obligado, mientras que el tiple la acompaña de la manera que hemos dicho. Si a esto se agregan dos buenas voces de hombre y mujer bien entonadas, queda completo el rústico concierto, La bandola es un tiple algo más ilustrado: la diferencia consiste en que aquella suele tener el buque o parte posterior de la caja formada de la concha de un armadillo o tortuga, y en que las cuerdas, en vez de tocarse con los dedos, se puntean con un pedacillo de cañón de pluma, de cuerno u otra sustancia semejante, a manera de uña larga.[1]

Los tiples más acreditados son los que se fabrican en Chiquinquira y en Guaduas, de donde suelen sacarlos por cargas, como las papas, para expenderlos en los

Page 53: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

52

pueblos principales. Suelen hacer algunos con más esmero y lujo que los comunes, de madera de granadillo u otra más fina, con embutidos y otros adornos. Aun se ven en algunas casas antiguas de Bogotá tiples de estos que llamaremos aristocráticos, y que en tiempos más felices han sido punteados por blancas y delicadas manos.

Para ciertos hombres del campo que llevan una vida errante de pueblo en pueblo, el tiple es un compañero inseparable; en los caminos, en las poblaciones y aún en las calles mismas de la capital se les encuentra departiendo alegremente, con la mochila a la espalda y el tiple por delante. Estos rústicos dilettantis primero se proveen de cuerdas que de ninguna otra cosa. En las ventas y posadas se buscan y se juntan para templar acordes sus tiples, y dando la vuelta a la totumacolorada de Timaná, entonan con sus voces broncas aquello de

Hay ojos que dan enojos, Hay ojos que congracean,

Hay ojos que con mirar Consiguen lo que desean.

En todos los pueblos de alguna consideración, y particularmente en los de tierra caliente, es muy común hallar los domingos por la noche, grupos de personas de ambos sexos, que, sostenidos por el guarapo, y alentados por los humos del anisado, se disputan la palma, como los pastores de Virgilio y de Teócrito, apostando a cual dice más coplas; aunque sin jueces como Palemón, que les digan: non nostrum inter vos tantas componere lites; ni disciernen como premio del vencedor en el certamen un cayado o una copa de encina tallada. Estos alegres corros se forman por lo regular en cierta calle que hay en casi todos los pueblos de tierra caliente, a la cual, por un instinto popular, se llama en todas partes la calle caliente: nombre significativo que dice más de lo que nosotros pudiéramos explicar. Esta es la calle de las orgías dominicales, y la que primero se habría de quemar si lloviese fuego del cielo, como llovió sobre Sodoma y Gomorra.

La única monotonía agradable que conocemos es la de estos cantos; y tanto que al oyente o espectador, como sea un poco aficionado a la música, se le pasan las horas insensiblemente, y también las noches, deleitado con los encantos del tiple y de las voces argentinas de nuestras calentanitas. Muchas veces el día sorprende a estos cantores infatigables, que a la luz de la aurora se dispersan y retiran a sus estancias o casas, después de haberse dicho y contestado innumerables coplas, acordes en su sentido y felicísimas en sus conceptos; muchas de ellas son improvisadas, pues no es raro hallar entre estos músicos agrestes, destellos de un genio verdaderamente poético. Así es como, sin saberlo apreciar, hallamos realizado entre nosotros aquello de los improvisadores napolitanos.

Page 54: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

53

Como este artículo es escrito especialmente para nuestros lectores de las provincias lejanas, y quizá del extranjero, que no conocen bien las costumbres del interior, les damos a continuación algunas muestras, no de las mejores de esta poesía verdaderamente nacional, bella por su sencillez, por sus conceptos finos a veces, y por el sentimiento que encierran muchas de esas cuartetas. En estas inspiraciones fugitivas, hijas de la naturaleza y de difícil imitación para las personas civilizadas, y aun para los que se llaman poetas, es donde debemos buscar nuestra verdadera poesía nacional y el genio de nuestro pueblo.

Los habitantes de los llanos de San Martín y Casanare son admirables en el género jocoso, y por rareza se encuentra nada sentimental en sus coplas y jácaras. En otra oportunidad reuniremos una colección escogida de todas estas cantinelas, para darlas a luz. He aquí algunas de las que recordamos en este momento:

Ojos en cuya hermosura Descifrado mi amor veo, Negros como mi ventura,

¡Grandes como mi deseos!

Desde que te vi te amé, Y todo fue de improviso:

Yo no sé qué fue primero, Si amarte o haberte visto.

¡Qué alta que va la luna, Y un lucero la acompaña;

Qué triste se pone un hombre Cuando una mujer lo engaña!

Tus ojos son dos luceros Tus labios son de coral,

Tus dientes son perlas finas Sacadas del hondo mar.

Me quisiste, me olvidaste Y me volviste a querer;

Y me hallaste tan constante Como la primera vez.

Esta calle está mojada, Como que hubiera llovido, De lágrimas de un amante Que anda por aquí perdido.

Page 55: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

54

Ayer pasé por tu puerta Y me tiraste un limón;

El agrio me dio en los ojos Y el golpe en el corazón.

El árbol de mis amores Era copioso y lozano: La indiferencia lo heló,

Los celos lo deshojaron.

Mi mujer y mi mulita Se me murieron a un tiempo; ¡Qué mujer, ni qué demonios!

Mi mulita es lo que siento.

El amor que te tenia Era poco y se acabó: Lo puse en una lomita

Y el aire se lo llevó.

El perder una bonita No es perder ninguna joya:

Es lo mismo que perder De la jáquima la argolla.

Decís que no me querés Porque soy un probe mozo:

Yo soy como el espinazo Pelado, pero sabroso.

[1] En los diez y siete años que han transcurrido desde que se publicó este articulo en El Museo hasta hoy, el uso de la bandola se ha generalizado mucho en los Estados del interior, entre todas las clases de la sociedad. Este pequeño instrumento se ha civilizado, no sólo en la forma, sino también en el empleo que de él se hace: tandas enteras de valses alemanes, polcas, mazurcas y demás aires al orden del día se puntean en la bandola, acompañada de un tiple o guitarra, y no es raro que se haga uso de él para bailar, aun en salones de buena sociedad. No pueden negarse los grandes progresos de la civilización bandolera en nuestro país. ¿Serán ellos un indicante de otra clase de progresos?

Page 56: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

55

LOS PERCANCES DE UN ESTUDIANTE

Por Hermógenes Saravia

Nada embellece tanto los objetos como el recuerdo. Cuando nuestra imaginación vagabunda se pasea en los acontecimientos remotos, es para nosotros como el sueño de un mundo ideal. En el pasado hallamos fruiciones que no tuvimos, dichas que acaso no existieron, pero que la imaginación nos pinta al soplo de la memoria. Por esa magia del recuerdo es tan amarga la comparación del dolor presente con nuestras pasadas alegrías.

Pero nada tampoco se recuerda con más deleite que nuestra confiada y turbulenta vida de estudiantes, cuando apenas se nos habilita de hombres, y estrenamos la toga viril de los romanos.

Un capote raído con más ventanas que un convento; un sombrero endiablado, cubierto de gloriosas heridas y contusiones; calzones eternamente divorciados del chaleco, que dejan en descubierto todo el alto vientre, y sostenidos con franjas de paño con suplementos de entorchados de guitarra inexorablemente atados a los botones; un corbatín estrangulante y tieso como de recluta; unos botines tan escabrosos y ásperos que parecen de menudo

embolado; y una cartuchera, conteniendo en cama franca cigarros, las bolas, el tacón para la golosa, una ensaladilla, y medio real en efectivo para gastos extraordinarios; tal es el equipo del estudiante, poco confortable en verdad.

Pero en cam­bio, la risa en los labios, un apetito de franciscano, una digestión sin reproche, y lo que es más aún, en el corazón la alegría, una fe ciega en todo y ese mundo de ilusiones que constituye la fortuna de la juventud. Más tarde, cuando somos hombres, esto es, los reyes de la creación, como los moralistas lo enseñan, llevamos un paletó mejor abrochado, una corbata más cuidadosamente atada y un rostro que disimula mejor lo que en el alma pasa; porque en tal edad hasta el rostro engaña y miente. Pero vamos al asunto, recordemos.

Un día salía yo del colegio echando humo por boca y narices cuando una criada llena de dejos y melindres me entregó un billete. Al punto reconocí la letra. El corazón me saltaba, abrí y leí:

«Mi pensadísimo Elías. Hoy nos bamos a Bhojacá pues mamá resolvió ir por fin a fiestas a Vojacá, pues don Hinacio nos dio las bestias, pues teníamos muchos deseos, pues como le dije teníamos ganar pues hace mucho que no salíamos pues nos estamos enfermando, y lo que me alegra es ir con usted, pues sinó no tendría gusto pues co­mo le consta es al que le hago cara y amo, así pues lo aguardo a las tres pues a las tres nos bamos precisamente y reciba el corazón de su eterna - Verónica».

Page 57: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

56

Verónica era mi primer amor. El primer amor del hom­bre es como el último de la mujer: se agarra de lo que puede. Acaso esa hija de Eva era pérfida y fea; pero en­tonces me parecía tierna y fantástica como la Haídea de Byron.

¡Voto a bríos!, exclamé. Es preciso ir a toda costa; aun cuando supiera que me emplumaban. ¿Pero cómo demo­nios? De numerario me hallo radicalmente limpio; de montura no tengo sino el zurriago neto y nada más, ¿qué hacer? ¡Pero no importa!, es fuerza ir, iré. Y entonces co­menzó en mí esa lucha de la voluntad con los obstáculos que casi trae por resultado el vencimiento de éstos.

Osuna es un hombre de memoria imperecedera. Cuando ya el polvo del olvido cubra el nombre de nuestros pró­ceres, la sombra de Osuna se levantará erguida aún en la memoria de sus conciudadanos. El ha adquirido una funesta celebridad debida sólo a los caballos que fleta. Cómo les enseña a voltear el pescuezo íntegro sin menear el cuerpo y esa infinita variedad de mordiscos, coces y botes, desde la simple pirueta hasta el salto mortal, es un secreto entre Osuna y Dios. Como todos los hombres con título a la inmortalidad, Osuna lleva tras sí profundas ojerizas. Conozco una an­ciana que de solo oírle nombrar le entran convulsiones. Es el caso que el fletador le dio una bestia para ir a una promesa con el fin de recuperar por la intercesión de la Virgen un ojo que le faltaba.

Al entrar a Chiquinquirá, su caballo, o más bien el de Osuna, acertó a dar tal bote que dio en tierra con ella y le sacó el ojo restante con la punzada de un tronco. La infeliz mujer entraba luego en el templo a tientas y exclamaba con las manos puestas y el mayor fervor: ¡Madre mía y Señora de los desconsolados, devolvéme aunque sea con el que truje! Pero Osuna también es el Dios de los necesitados: yo necesitaba y corrí donde él. En un momento convinimos en que me daría su potro de más estima: el Relámpago, nada menos. Ojo tamaño, me decía, nariz flamígera, mira­da de águila, relinchador e inquieto... Salí frotándome las manos, en el colmo de la dicha. Ya tenía caballo, pero me faltaba aún la montura. Dios dijo a los hombres: Comerás el pan con el sudor de tu frente; y agregó al estudiante: Conseguirás montura con el sudor del cuerpo. ¿Tiene usted una silla o perequeque me preste? ¿No me pudiera usted facilitar un par de zama­rros? ¿Tiene usted unas espuelas que no le hagan falta? Tal fue mi saludo a cuantos encontraba. No dejé de ir ni a los conventos de monjas.

¡Qué tribulaciones!, pero al fin todo lo allané. Un lego de San Juan de Dios, me­diante una obligación, me facilitó la silla. Por la jáquima dí las partidas y encimé unas calzonarias íntegras. La ruana, el freno y las espuelas representaron otros tantos inauditos sacrificios. Zamarros no conseguí, pero me hice a las botas altas de un oficial retirado, que para el caso suplían. A poco me trajeron el caballo de Osuna. Venía pensa­tivo y como recapacitando. La nuca le agoviaba, y tenía la mirada fija y cristalina como de quien ha pasado la noche en vela pensando en la perfidia de una mujer. El rabo era un verdadero hisopo: lo menos dos tercias le

Page 58: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

57

habían comido las mulas en la Estanzuela. Eso no es nada, le decía yo, poniéndole de sudadero un dorman: un paseito lo distraerá.

Mas voy a ponerle la jáquima y lo encuentro sin una oreja: le faltaba de raíz la infeliz. ¡Qué indignidad! Estuve a punto de desistir del viaje en vista del mutilado; pero el maestro zapatero que trabajaba junto a casa y me ayudaba a ensillar, me dijo: Eso no es nada; ahora verá usted. En efecto, se llevó la jáquima, volvió con ella a poco, se la puso al Relámpago y éste quedó estrenando una oreja de cuero de res, lo más artísticamente trabajada. El maestro era diestro como un negociante en vales sobre el tesoro. Gracias, maestro Ciriaco. No pierdo la esperanza de ver a usted rico, pudiente y en fastuosos almacenes; usted va en el camino; después ríase usted de todo; alguien lo ha dicho: con tijeras de oro se cortan las garras a la justicia.

Pero otra tenemos: a la montura falta un estribo tam­bién. ¡Con mil demonios!, ¡no me acordaba que el lego era cojo y no usaba sino un estribo! Nuevos afanes, nuevas carreras, pero todo en valde; donde quiera lo que me ofrecían eran correas, pero estribo en ninguna parte; la angustia llegó a su colmo. Entonces el maestro Ciriaco, siempre fecundo, me trajo un armazón de farol que que­ría colgar de la correa en calidad de estribo. Era una monstruosidad que rechacé indignado. Por último tomo me­dio pliego de papel sellado, pongo en él mi firma en blanco, corro donde mi tío Melchor, sujeto que decididamente me protege y tiene olor de santidad.

¿Quiere usted, le dije, este papel por un estribo de zapato? El mira el papel, lo guarda y me alcanza el estribo. Tal papel más tarde me costó casi toda mi escasa herencia; pero por entonces yo dí las gra­cias a miprotector y salí volando. Cogidos los puntos necesarios, enciendo cigarro y monto al fin. Doyle un espolazo a Relámpago, y parte, ¡pero cómo!, por la misma acera de la calle atropellando a cuantos pasan. Con la espalda en la pared, todo tran­seúnte me recibe a bastonazos o paraguazos; algunos ha­ciendo el quite se entran a las tiendas y espantan mi caballo con sus capas. Otros caen a tierra de la manera más trágica. Recogiendo con la una mano el sombrero y con la otra la capa, me gritan en el colmo de la indignación: ¿Si estará borracho el alma de

cántaro? ¿Habráse visto? ¡Ah chivato, gran canalla! Ya te conozco bellaco, no se te de cuidado, pillastrón... malvado... Yo endoso la factura a Osuna, y dejo a los estropeados y contusos mos­trando sus capas rotas a los curiosos y preguntando quién sería.

Así llegué a la casa de Verónica, precisamente a tiempo en que para experimentar si las bestias eran mansas, una negra les echaba desde el balcón hasta la calle un cuero tieso en el mismo espinazo. Ni siquiera se fruncieron, tenían la virtud de los granadinos: la paciencia. A la media hora galopábamos en la sabana. La tarde estaba despejada y límpida. El sol que se escondía entre un océano de llamas dejaba tan bellos colores en el hori­zonte, como si un ángel hubiera tendido sus

Page 59: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

58

alas de púrpura en el espacio. La brisa era fresca y deliciosa. Un estu­diante a caballo es un ave a quien se le abre la jaula: yo me prometía un día de júbilo inalterable. Pero contaba sin la huéspeda. Relámpago no caminaba sino a fuerza de venias. Su paso era cada vez más lento. Bien pronto no vi de mis compañeras sino el polvo lejano de sus caballos.

Al llegar a una venta, el mío dio media vuelta a la izquierda, y sin reparar en nada se entró de rondón al patio, por entre bestias y gente; introduciendo la confusión en aquel recinto; para aquello sí tenía bríos. Intenté sacarlo, pero fue imposible; era una resolución formal de pernoc­tar allí. Cada vez que lo picaba con todas las fuerzas que en semejantes casos la cólera da, el caballo se volvía el diablo, arriscaba la verdadera oreja, la oreja única, tiraba coces al aire y caminaba para atrás haciendo mil extrañas cabriolas. Ensayé mil esfuerzos, pero todos inútiles: el caballo no hacía sino caminar siempre para atrás. ¿Qué haré en este caso?, dije, en el colmo de la angustia. ¡Voltele la silla!, me gritó un cotudo: así de para atrás en menos se pone en Bogotá.

Olas de sangre me subieron a la frente; pero disimulé mi vergüenza y me concentré en un horroroso acceso de misantropía. ¡Si no creerá en el infierno este Osuna! ¡Es imposible que un hombre así se pueda salvar! Fletarle a un pobre estudiante un caballo no solamente fallo de oreja y cola, sino también refractario y voluntarioso en grado eminente, ¡es el colmo, de la monstruosidad! En fin, que Dios le perdone. Por último, un muchacho me propuso un expediente que acepté al instante. Me pidió con qué, compró unos cuantos voladores, los ató a mi arretranca, me dijo, ¡tén­gase!, y los prendió. No fue necesario más. Relámpago partió como si fuera el diablo y las espuelas de agua bendita; saltaba chambas y cercas con un entusiasmo digno de mejor causa.

Cómo llegué al pueblo y casa donde mis compañeros se hallaban, no podré decirlo; pero el hecho es que llegué. Al mismo desmontarme mi caballo exánime por aquel supremo esfuerzo, cayó en tierra como una sílfide des­mayada. Los concertados de la casa se quedaron empe­ñados en darle una sangría, nada menos que de la suplan­tada oreja. Yo entré al comedor. La concurrencia me recibió con aplausos. Verónica con quejas y preguntas, y el dueño de la casa me instaló en la mesa. Era esta un océano de totumas rebosando, de rostros de cordero asados y papas cocinadas consobre­pelliz de queso. De agua no habría allí ni una gota: esta gente se lleva la máxima de que, no por buena la bendi­cen.

En torno estaban comiendo hombres cuyas orejas parecían de paño colorado, ostentando inauditas espuelas y monstruosos zamarros. La comida estuvo alegre. Rodó la conversación sobre una máquina de hacer morcillas, que decían había mandado traer un comerciante de los Estados Unidos. Era, decían, un cajón en que se echaba el marrano chillando y todo; se le daba vuelta al cilindro y a poco las morcillas salían por un tubo de dos en dos, como comunidad. Al oir decir «comunidad», la asamblea se quitaba el sombrero en señal de respeto. A mí me

Page 60: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

59

obligaban a comer a la par de los músicos, que se hacían los majaderos y devoraban como si no hubiera infierno. Concluída la comida salimos a pasear.

...saltaba chambas y cercas con un entusiasmo digno de mejor causa.

La tarde de las fiestas se redujo a un toro que no em­bestía porque no lo toreaban, y no lo toreaban porque no embestía. Un indio borracho, parado en una esquina, doblaba la cabeza como gallo con morcillera, y de vez en cuando la levantaba para decir: viva, viva mi pae San Proto. Más allá otros en una espantosa algazara se querían ir a las manos y se iban de pies. El juez interponiéndose con bastón en mano, les decía: suspéndase,compadre. Prime­ramente Dios y María Santísima y

en después que nadie interrumpa el desorden. ¡Sosiéguese, compadre! Camine pídala y que todo se remate.

Pues bueno, compadre: que la echen por mayor que yo la pago. Los capuchinos en parranda le cantaban la polisona y trataban de estrangular a un religioso de San Agustín que no quería tomar más. No tenía donde le cupiera. Por

Page 61: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

60

la noche baile de alcayatas, con galones de jardinera y damas con sayas y mitones, saltando como gallos de totuma; brindis del cura sobre el diezmo y la primicia, y del maestro de escuela sobre el buen humor y la satis­facción y la confianza, y por último una diferencia o desacuerdo ocurrido entre los músicos, que concluyó a los más clarinetazos, tal fue la noche.

Aunque Verónica era algo bizca, eso hacía su mirada más patética: a mí me pentraba hasta la médula de los huesos; pero no conseguí en las tales fiestas que me mirara siquiera una vez. Un orejón me había arrebatado su afecto. El tal le dijo que no había peor mueble que un estudiante y que era preciso que se deshiciera de semejante muérgano. Verónica me traicionó. Después supe que para ello tenía razón. El susodicho orejón la había pedido al contado y yo con plazo. ¡Era imposible vacilar!, y yo me quedé con un palmo de narices.

Aquella fue la primera letra de esa palabra que el mundo escribe en el corazón del hombre: desengaño. Herida el alma y magullado el cuerpo me fui a acostar, recitando como grito de despecho una linda estrofa de Germán. Pero en la cama que se me había preparado es­taba tendido de largo a largo un inglés viandante. La criada de la casa le decía: que se levante míster, que esa es la cama de don Elías. Muchas gracias, contestaba, por mí no tener cuidado. . . mí duerme excelente; y diciéndolo se volvió para el otro lado. Fue imposible levantarlo y hube de contentarme con tomar las botas altas, acostarme sobre una y taparme con la otra.

Los músicos se acostaron en el cuarto vecino, pared por medio.

Al principio comenzaron como a registrar tímida­mente; pero a poco desataron un coro fúnebre de ronquidos en el más horroroso crescendo. Fue imposible pegar los ojos. Pero aún me faltaba. Las buenas gentes de la casa me habían obsequiado con tal porfía, que tuve que comer de cuando me dieron, y fui víctima de un espantoso cólico. Creí que era miserere y que de esa no salía. Mis ayes des­pertaron a los dueños de casa. Cuando vinieron me en­contraron dando brincos, con las manos en el estómago.

-¿Qué tiene, señor?, me dijeron.

-Muriéndome, amigos míos; un horroroso col...

-¡Debilidad!, exclamaron todos; ¡esa es debilidad!, que le traigan chocolate, pronto, chocolate, cristianas, que se muere este prójimo.

Trabajó me costó para que no me acabaran de matar aquellos bárbaros.

Al amanecer me levanté con la intención recta de ve­nirme al instante para Bogotá. Me puse a buscar mis aperos; pero nada hallé. La jáquima se la había

Page 62: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

61

llevado el flautín con oreja y todo; el sudadero marchó con la tambora; en fin, habían hecho recogida general los apre­ciables músicos. Felizmente un carro se venía para Bogotá. Me acomodé en él entre tinajeros y cujas, y dije adios al lugar de mis desdichas. La mañana es la hora de la esperanza: su fresca brisa se lleva nuestras tristezas. Yo me dormí al movimiento del carro soñando que era César en su entrada triunfal a Roma. Desperté en Bogotá.

Page 63: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

62

LAS GUACHARACAS Por Vicente Lombana

VINDICADAS Y RESTABLECIDAS A SU TRONO POR EL EX-CAPUCHINO

BARCOCHEVAS, CALAVERA DE ESTOS TIEMPOS Y MIEMBRO DE VARIAS

SOCIEDADES SABIAS.

Invidia comes est virtutum. La virtud siempre es perseguida.

Así exclamaba un insigne criminal a quien iban a descabezar por sus grandes fechorías. Todo en el mundo ¡Dios mío!, es ironía. Y los que quieran una prueba de esta triste verdad, vengan y recorran, si les place, las columnas de este singular periódico, teatro y arena de tantas y tan contradictorias polémicas, y encontrarán que todos en esta tierra tienen enemigos personales y gratuitos que para saciar innobles pasiones se atreven a cebarse en reputaciones sin mancilla, y a tiznar la conducta sin tacha, de tantos patriotas esclarecidos y desinteresados que se agitan, se muerden y se barajan en la gran feria de los empleos, por supuesto que por el bien del país en cuyas arcas están siempre dispuestos a ofrecer en holocausto. ¡Loado sea Dios para siempre!

Hasta las guacharacas tienen sus enemigos gratuitos y lampiños que las zahieren, calumnian y maltratan bajo el velo del anónimo, como lo habrá visto el público en el artículo que con el título, «La Guacharaca o las barbas largas», se insertó en «El Día», número 284, llamando orangutanes, capuchinos y cabrones a los hombres de pelo en pecho y barbas en la cara. Cabronada fuera, y de marca, consentir el que así los llamasen los pelones; pero callen barbas y hablen cartas.

Materia es esta que aunque a primera vista parezca de poca importancia, ha merecido sin embargo que en diversas épocas se ocupen de ella con seriedad los más altos poderes de la tierra; y no deberá por tanto parecer extraño que pongamos en juego toda la erudición ajena que por lo pronto hemos podido haber a las manos, para demostrar la antigüedad, excelencias, honores y virtudes de las guacharacas. En efecto, si la antigüedad fuera razón (que sí debe serlo, puesto que un judío de la familia de los Esquiveles sostiene lo contrario), si la antigüedad, decimos, de una cosa formara un argumento en favor suyo, fuera sin duda alguna la guacharaca la mayor y la más noble cosa del mundo; pues si hemos de creer a las tradiciones, nuestro padre Adán fue el primer capuchino de la tierra, y quien dio ocasión con su afición a frutas a que más tarde lloviesen sobre el género humano, en castigo de su pecado, las siete plagas más que egipcias, de barberos, médicos, boticarios, sastres, escribanos, usureros y agiotistas.

¿Quién ignora, por otra parte, que en 1596 años antes de Jesucristo prohibió Moisés a los judíos por un artículo expreso de Levítico cortase los cabellos y las

Page 64: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

63

barbas? ¿Quién no sabe, además, que el quitárselas era entre los israelitas una señal de duelo y de tristeza? Acaso es en este sentido que el articulista quiere que nos afeitemos, y si ello es así, fíat voluntas sua, y que vengan sobre nosotros más barberos que gentes sobre Roma con Borbón por Carlos V, pues bien merecemos que nos rapen como a cerdos en señal del malestar que nos aqueja, del tedio que nos devora y de la pobreza franciscana que nos consume en los negros y profundos abismos de la melancolía.

Tal y tan alta era la estima que los Lacedemonios hacían de sus bigotes, símbolo entre ellos del valor y de la fuerza, que cuando alguno era convencido de cobardía se le condenaba a perder por vía de confiscación medio mostacho, y a cargar, como la Nueva Granada, con las otras 50 unidades bajo la nariz como una marca de vergüenza y de ignominia. Entre los moabitas, los ammonitas, los asirios y babilonios teníase como un castigo afrentoso el afeitar a un hombre; así fue que el rey de los ammonitas para insultar a los embajadores de David les hizo rapar de una manera diferente de la que les prescribía su ley.

Los árabes tienen por sus barbas una veneración tan supersticiosa, que para saludarse se las besan con el más profundo acatamiento, cual si en ellas se cifrase toda la dignidad del hombre; ¿por qué, pues, nosotros, descendientes suyos según lo revela el ardimiento de nuestro carácter rencoroso y vengativo, no contentos con devorarnos unos a otros reputación y bienes, amagamos ya también a destrozarnos nuestras propias barbas cual furiosos gallos? ¡Permita el cielo que haya quien descreste al escritor descomedido que se ha atrevido a insultar las venerandas guacharacas de sus contemporáneos!

Cuenta la historia que Alejandro se hizo rapar cara y cabeza antes de la batalla de Arbela, y que lo mismo mandó hacer a sus soldados para no dejar asidero al enemigo. ¿No sería conveniente que usasen de la misma contracautela los jefes de los bandos y parcialidades en que está dividida Sur-América, en donde la mayor parte de las peleas son a pico y a uña? Materia es esta que merece fijar la atención de un gran congreso diplomático.

Era costumbre entre los antiguos tocar la barba, en señal de acatamiento y agasajo, a aquellos a quienes se suplicaba o se pedía alguna gracia; y Cicerón habla a propósito de esto de un Hércules cuya barba estaba toda gastada por el manoseo de los adoradores de aquella estatua. ¿Qué fuera de nuestros presidentes si cada vez que nos acercamos a pedirles, con hambrientas y corteses razones, algún empleo de que ganar el pan cotidiano, hubiéramos de requerirles la barba? Considérelo el discreto y piadoso lector. En cuanto a nosotros, creemos que si tal sucediera, podría decirse de ellos lo que fray Gerundio dijo del gran filisteo:

Sin fuerzas queda Sansón: Una mujer le ha pelado;

Page 65: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

64

No es el solo enamorado Que se ha quedado pelón.

Mas, volviendo a nuestro propósito de poner en evidencia el valor y mérito de las guacharacas, polacas o favoritas,haciendo para ello uso de la gran copia de autoridad y doctrinas que nos sugiere la erudición (se entiende la ajena, porque nosotros no tenemos nada propio y libre de todo gravamen, sino es la guacharaca), séanos permitido hacer notar en este lugar para escarmiento y confusión de escritorcillos lampiños y envidiosos, que los más famosos poetas de la antigüedad cantaron a héroes muy barbudos en valientísimas epopeyas.

Homero habla frecuentemente de las largas, espesas, undosas y respetables barbas de Ulises, de Diomedes, de Héctor y de Príamo, y Virgilio representa a Mecenas cubierto con una larga barba. De la misma suerte y manera fueron siempre representados los más grandes héroes y semidioses de los llamados tiempos heroicos. Dígalo si no Baco el conquistador de la India,

Y aquel Hércules tebano Que desgarraba leones

Como quien raja melones, Con solo echarles la mano.

Que trinchaba jabalíes Y toros estrangulaba

Y gigantes destrozaba Como quien troncha alelíes.

Los montes rajaba en piezas, Las montafias en mitades, Y otras mil barbaridades

De esas que llaman proezas.

Causa por lo tanto irritación y extrañeza que los poetas de estos tiempos de estrachez y de penuria, en vez de cantar, denosten las guacharacas de la época, en bronca y descompasada prosa. Dícese que una peluca habría salvado a Absalón de la muerte que le dio Joab cuando lo alcanzó con motivo de haberse quedado enredado por los cabellos en un árbol, y nosotros decimos que más de un coplista habría salvado la chaveta, si hubiera tenido siquiera unas barbas de chivato, de donde asegurar la cabeza cuando amagaba a írsele en pos de los consonantes.

De aquí depende, sin duda, que los poetas románticos de la nueva escuela se dejan crecer barbas, uñas y cuanto tienen, a semejanza de Nabuco, para asirse a guisa de jimios de lo que y con lo que pueden. Parécense en esto los románticos a

Page 66: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

65

los letrados que para alcanzar justicia conmoviendo fuertemente al juez, sacrifican muchas veces con las leyes las tres unidades de tiempo, de lugar y de acción.

Cuando los gaulos tomaron a Roma, 387 años antes de Jesucristo, les impuso de tal manera el venerable aspecto de los senadores sentados en sus sillas curules y cubiertos por sus largas barbas, que vacilaron algún tiempo en degollarlos; hasta que uno de aquellos bárbaros, con motivo de haber recibido un bastonazo de un senador a quien tocó la barba, dio la señal de la carnicería; porque, como lo observa Horacio, entre los romanos como en todos los otros pueblos de la tierra, el más grave ultraje que podía hacerse a un ciudadano era tirarle de la barba. ¿Cómo, pues, hay hoy un escritor más bárbaro que los bárbaros del norte, que se atreva a insultarnos las nuestras ocultando la cara bajo el velo del anónimo?

No hay más que admirarse de que Alcibíades fuera cl primero que introdujese la costumbre de afeitarse, porque fatuo, afeminado y maniático como era, le dio como al padre Orígenes por cortarlo todo, hasta el rabo de su perro. La moda de afeitarse diariamente no es inglesa, ni tan moderna como se supone, pues fue Escipión el Africano el joven quien la estableció 130 años antes de la venida del Mesías.

Entre los romanos nadie se afeitaba hasta los 21 años; el día en que lo hacían por primera vez era para ellos de gala y de fiesta, y en él se consagraban las primicias a alguna divinidad, y se recibían obsequios de los amigos. Nerón ofreció a Júpiter Capitolino su primera barba en un vaso de oro. Ticinio Menas fue quien a los 454 años de la fundación de Roma (299 antes de Jesucristo), introdujo allí esta especie de máquinas infernales que hoy día llamamos barberos.

El cristianismo llegó a Roma con muchos humos de orientalismo, y así no es de extrañarse que los primeros cristianos, a la manera de los judíos de quienes procedían, hiciesen ostentación de sus largas barbas. La tradición representa, con ellas a San Pablo y a los otros apóstoles; y no hay duda que Jesucristo conservó las suyas. San Clemente Alejandrino, San Cipriano, Tertuliano, San Jerónimo y casi todos los primeros padres de la Iglesia condenaban a los que vivían sin barba, como culpables de desfigurarse por permanecer fieles a las exigencias de una civilización afeminada. San Epifanio también reputaba como un crimen el afeitarse.

El cuarto Concilio general de Cartago, tenido en 298, confirmó en un todo la opinión de los padres sobre este punto, y el de Barcelona, en 565, repitió las mismas decisiones. Otro hecho histórico no menos comprobado es, que los papas de los primitivos tiempos de la Iglesia daban el ejemplo a los fieles, decorándose con una venerable barba. Los orientales, que son adoradores de su barba, no vuelven a afeitarse desde que se casan.

Page 67: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

66

En tiempo de la invasión de los bárbaros del norte en el imperio romano, estos pueblos en quienes la barba conservaba su integridad natural, la introdujeron en toda la Europa. Sólo y tan sólo el clero, depositario entonces de la civilización occidental, proscribió este uso en señal de supremacía. Los godos y los francos sin embargo, llevaban un simple mostacho. Los lombardos traían la suya tan larga, que de allí se hacía derivar su nombre (lon, larga, bar, barba).

Contraíase entonces al tocar la barba cierta especie de padrinazgo; así fue que uno de los capítulos de los tratados habidos entre Clovis y Alarico fue que éste le tocaría a aquél la barba para hacerse padrino suyo. Por aquel mismo tiempo los guerreros germanos tenían la costumbre de jurar conjuntamente por su espada y por su barba. Los clérigos, sin duda porque no la tienen, juran tacto pectore

et corone.

El juramento ordinario de Carlomagno era: «juro por San Dionisio y por estas barbas que me penden de la cara, etc.» En algunos monasterios el acto de afeitarse fue largo tiempo muy solemne; cantábanle al religioso durante la operación el oficio de difuntos y las horas canónicas. En los días de barba el silencio se interrumpía y los cenobitas podían parlar libremente. Algunos rituales de los siglos 12, 13 y 14 contienen oraciones para cuando se afeitaba a los tonsurados y a los obispos en la consagración. Llamábase barberasium esta operación.

En el siglo XVI hubo barbas tan descomunales que causa espanto el hacer reminiscencia de ellas. Bauder, consejero del emperador Maximiliano, tuvo unas tan desmesuradamente largas que le llegaban hasta los pies, y desde allí hechas un doblez le alcanzaban hasta la cintura. Un burgomaestre de la ciudad de Braunaw se pisó la barba y se dio una caída que le costó la vida.

Posteriormente las barbas fueron decayendo poco a poco hasta Enrique IV, que fue el último rey barbudo. En la lucida corte de Luis XIV, las barbas tuvieron sus alzas y sus bajas, como documentos de deuda pública, y así se mantuvieron en estas oscilaciones hasta que definitivamente fueron derogadas en 1680 por una razón de Estado, a saber: porque aquel gran rey del viso retrocedió espantado de sus antiguos usos cuando de repente se vio sorprendido, en medio de sus galanteos y de los placeres y refinamientos de su corte, por las canas y las patas

de gallina que le tomaron la cara por asalto. ¡Lección ejemplar y terrible para las coquetas que tanto se envanecen por una carichuela de cielo, fresca, mentirosa y fugaz como todas las cosas que reciben su brillo de la inconstante y mortecina luna! Todo en el mundo es perecedero y caduco. ¡Vanitas vanitatum et omnia vanitas![1]

Nosotros en esto estamos montados, hombres y mujeres, a la Luis XIV; queremos decir en cuanto al miedo a las canas, porque en cuanto a sombreros dejamos de estarlo a la Bolívar, por usarlos a la Luis XIII. Le tenemos un terror pánico á las

Page 68: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

67

cabezas grises y a las barbas rucias, tanto, que apenas nos asoma una cana cuando ya estamos armados de la guadaña barberil para cortar el hilo de sus días.

En esta edad de crisis y de desengaños, en este crepúsculo vespertino es que el hombre apela a la navaja de barba para hacerle quite a los años; y las viejas que no quieren darse por notificadas, a la cofia, a la tinta y a la gorra para esconder la fe de bautismo y continuar engañando al mundo, echando a retaguardia de los cosméticos, canas y arrugas. El flujo de parecer bien, la vanidad, es el ultimum

moriens en la mujer: en el hombre es el orgullo.

Como los reyes, y sobre todo, los reyes grandes, lucidos y fantásticos como lo era Luis XIV, llevaban a sus vasallos de cabestro por las barbas, todos estos tocaron a degüello en las suyas, luego que el hielo de los años vino a blanquear las de aquel ilustre monarca. Las órdenes monásticas, que años antes habían solicitado y obtenido el privilegio de llevar la barba larga, pidieron con urgencia y rendimiento al Vaticano la gracia de podérsela cortar.

Hasta los diestros y sesudos jesuitas, que siempre y en todo estuvieron por la sustancia de las cosas sin pararse en las vanas sutilezas del derecho; hasta los jesuitas, repetimos, con ser jesuitas, tuvieron la puerilidad de rechazar aquel ornamento majestuoso y varonil que tanto realza el prestigio de la santidad, del valor y del saber, sólo y tan sólo porque había sido destronado por la moda, para conservar las ilusiones de la juventud en la persona de un rey marchito por los años y desecado por los deleites.

Nosotros, a semejanza de Carlomagno, juramos por las barbas que nos orlan, circundan y guarnecen esta cara que ha de comer la tierra, que no nos pelaremos por darle gusto a nadie, y mucho menos a un escritor lampiño, sino por causa de tiña, sarna u otras razones pediculares, que la lenidad de nuestro estado no nos permite revelar por no ofender la modestia de nuestros piadosos lectores. Que se pelen y repelen los que se pelan y repelan por adular, por pedir y porque les den, que nosotros somos unos pobres mudos vergonzantes, que vivimos como Dios es servido que vivamos, sin jeringar a nadie.

Los capuchinos (¡atención, cachacos!), sólo los capuchinos permanecieron fieles a sus barbas conservándolas intactas como señal de humildad, en memoria y reverencia del seráfico San Francisco de Asís. Loor eterno a los capuchinos que formando un cuerpo de leales barbudos,

¡Hoy levantan el templo sagrado ¡De las leyes, la paz y la unión!

Es indudable que en las clases menesterosas de la sociedad las guacharacas son las más veces un síntoma de la jubilación o abandono que engendra la pobreza; pero de estas guacharacas patológicas, no debe deducirse que las que se llevan

Page 69: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

68

en el estado normal sean el producto del desaseo y de la cicatería, como ha tenido la insolencia de asegurarlo el fementido y procaz escritor que nos ha puesto la pluma en la mano y obligándonos a salir a la voz y defensa de ellas, para impedir el extravío de la opinión en una materia en que tanto se interesa el honor, la paz y el bienestar del género humano.

Estos ataques tan bruscos y atrevidos, llevados sobre un objeto tan antiguo como el mundo y tan notable como la persona del hombre, de que forma una parte integrante y característica, y que ha merecido la sanción de más de un concilio, y de tantos y tan santos y tan insignes varones que llevaron sendas barbas, así en los antiguos como en los modernos tiempos; estos desafueros, repetimos, son uno de los muchos efectos de la corrupción de este siglo de maldición y de pecado, del desenfreno de la imprenta, y del lamentable abandono en que yaciera la educación de nuestros colegios antes de la irrupción de los bárbaros del sur.

Seamos justos, sin embargo, y confesemos que con las guacharacas acontece lo que con todas las demás cosas que corren por de moda y de fantasía en el mundo, a saber: que lo que en el rico y buen mozo es un adorno, en el pobre y feo es un sombrerito, una matachinada. En efecto, todo pobre con guacharaca, aunque sea negra y rizada como el astracán, tiene, sin poderlo remediar, un aire de mendigo, como con mucha exactitud lo había observado Buffon. Sucede al contrario con los jóvenes ricos y bien parecidos, que tan luego como se dejan crecer las barbas, aunque lo parezcan de chivatos, quedan ipso facto trans-formados en leoncitos de París si son de tierra fría, o en tigrecitos gallineros si son calentamos... ¡Caprichos de la fortuna! ... De los viejos barbirrucios nada diremos, porque pobres o ricos todos parecen cajas de sorpresa.

Réstanos agregar a lo ya dicho acerca de las guacharacas o barbas largas una cosa que no cede ciertamente a su elogio, y que de muy buena gana quisiéramos pasar en silencio, si las estrictas leyes a que como historiadores estamos sometidos, no nos impusiesen el deber de escribir la verdad a todo trance.

Preciso es, pues, decirlo de una vez para oprobio y vergüenza de los facciosos barbudos: las largas barbas fueron el signo distintivo de los feroces montañeses, de sangrienta memoria, que tan atrozmente figuraron en la desastrosa revolución francesa de 1789. Jourdan, el famoso Jourdan, aquel monstruo de iniquidad que por sus atrocidades mereció el horroroso sobrenombre de corta-cabezas, llevaba unas barbas tan grandes como su maldad, tan negras como su alma. Más tarde, el 9 de termidor, la guillotina hizo caer aquella cabeza de Medusa; porque las revoluciones son como Saturno, que devoran a sus propios hijos.

Un francés espiritual y gracioso como lo son casi todos (menos los tontos y simples), ha dicho con mucho donaire, entre otras varias cosas con relación a esta materia, que por moderación hemos transcrito como propias, que la revolución de julio sólo fue favorable a las barbas; y esto a consecuencia de que el entusiasmo

Page 70: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

69

militar que se apoderó de todas las cabezas, hizo que, cual Fénix, renaciesen de sus cenizas las espesas barbas que allá en años atrás impusieran tanto terror y espanto a la Europa coligada contra la potente y belicosa Francia. Por lo demás, ya todos saben cómo y de qué manera Luis Felipe y Lord Guizzot se alzaron con la gran nación.

Por fin y remate diremos para complemento de la historia del origen, progresos y estado actual de la guacharaca, que en una época no muy lejana, en los años de 33 y 34, el mariscal Soult como ministro de la guerra del gobierno francés expidió dos decretos, cuya sujeta materia eran las barbas de los militares.

Concedióse por el primero, el privilegio de usar mostachos a las compañías de infantería del centro, y mandábase por el segundo a los zapadores cortarse sus largas barbas, cosa que no debió de agradar mucho a los tales barbudos, puesto que uno de ellos, según cuentan los diarios, se suicidó por no separarse de las suyas. Mujeres ha habido, y no bonitas, que prefieran morirse a dejarse cortar sus trenzas, por vía de remedio, según lo afirman y juran por sus barbas Hipócrates, Aberroes y Pablo Zachias, que también explican los motivos por que los maruchos no tienen barbas.

Quisiéramos, antes de concluir, examinar esta cuestión bajo un punto de vista fisiológico; pero no siendo nuestra arma la guadaña, nos abstenemos de hacerlo por incompetencia de jurisdicción, para cautelar perjuicios y evitar nulidades. Nos basta para nuestro propósito haber demostrado que la guacharaca es cosa casi divina, puesto que nació y fue criada con el hombre a quien Dios hizo a su imagen y semejanza. Muchas y muy curiosas noticias dejamos en el tintero para mejor ocasión; pero el respetable público a quien deseamos complacer, como los equitadores, sabrá disimular nuestro laconismo al tratar de una materia en que tan de lleno se interesan los progresos materiales e intelectuales del país.

La urgencia de esta publicación, por una parte, y por otra, el temor de darle la misma extensión que al decreto de fábricas de las iglesias parroquiales, nos obliga a encerrarnos en tan estrechos límites. Día llegará en que puedan publicarse nuestras memorias secretas; y entonces sabrá la posteridad con admiración y espanto, cuán grande, poderosa y benéfica ha sido la influencia de los bigotes en la felicidad de las naciones.

[1] En tiempos de Luis XIV, dice un hereje, se llevaban bigotes hasta hacia el año de 1672; en tiempo de Luis XIII era una barbita acabada en punta; Enrique VI la llevaba cuadrada; Carlos V, Tulio II y Francisco I, volvieron a poner en honor en sus cortes, la barba larga, que hacía mucho tiempo que no se estilaba.

Page 71: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

70

LOS DIABLITOS Por Manuel Pombo

FIESTA POPULAR DE LA CIUDAD DE ANTIOQUIA

Los Diablitos forman la principal diversión popular de los antioqueños. Desde el 28 de diciembre, los últimos días del año son para ellos de orgía y de locura; así es que por alcanzarlos han hecho a veces jornadas increíbles y sacrificios costosísimos. Cuando la buena o la mala suerte los ha llevado a tierra extranjera, por acomodados y distraídos que en ella se encuentren, al llegar el 28 de di-ciembre se entristecen, y dedican ese día en todas sus horas al recuerdo melancólico de su país, al preguntarse a si mismos: «¿Cómo estarán en Antioquia?»

Antiguamente reinaba en el día 28 y sus siguientes una absoluta democracia. El pueblo se reunía en la plaza y aclamaba a todos sus mandatarios; las autoridades constituídas se declaraban en receso, de tal manera que el gobernador hacía solemne entrega del bastón, signo de su categoría, al que para tal destinaba el pueblo. En las misas de pascua, ocupaban los funcionarios aclamados, los asientos de honor, y el beso de la paz (que entonces era una ceremonia importantísima), se les daba a ellos. Aquellos mandatarios, bien que fueran de fiesta, tomaban por lo serio sus encargos y mantenían el orden, oían de-mandas, imponían castigos, y ejercían, en fin, todas las funciones de los que subrogaban, teniendo sus actos entero valor. Tal es la fuerza de la costumbre, que a nadie ocurrió prohibir esa suspensión de las leyes, y que sin embargo de ella, los excesos eran raros y el alborozo popular no pasaba los límites de lo honesto y permitido.

En esos días todos los antioqueños formaban una sola familia, todos se disfrazaban para representar sainetes calcados sobre los acontecimientos del año, para bailar en todas las casas, para cantar canciones nuevas y atrevi-dos bundes, para correr toros por las calles, y, en una palabra, para divertirse en una perfecta fusión y de todos los modos posibles. Como naturalmente debía modificarse en los sainetes a algunas personas, se les tomaba previamente su venia, y casi nunca se vio que la negaran, y el público se divertía a su cargo y en

sus barbas, sin que ellos tuvieran otro recurso que aguantar como estoicos. Pasados los días terribles el pueblo volvía a sus ocupaciones ordinarias y todo marchaba con el acostumbrado arreglo.

Si se examina concienzudamente esta diversión antioqueña, no puede menos de aprobarse; porque es muy justo dar al pueblo pobre y laborioso, tras de un año de sudor y fatiga, unos días de descanso y júbilo; porque de la reunión de las clases sociales nacen positivas ventajas morales y políticas; porque en esa clase de

Page 72: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

71

regocijos, por el mero hecho de ser públicos y universales, no puede haber abusos, ni temerse malas consecuencias, y si hay todo esto cuando por carencia de pasatiempo amplio y libre tienen los trabajadores que buscarlos en los garitos o en los entretenimientos clandestinos; porque se estimula la economía y la buena conducta en todo el año, supuesto que tienen los individuos que trabajar, y ganar y ahorrar para poder en los días públicos gozar con todos y como todos; porque dejando al pueblo solazarse a su sabor por algunos días, se satisface y descansa, y vuelve gustoso a sus faenas. Además de estas razones, la crítica que en los mencionados sainetes se hace de los sucesos del año es una sanción fuerte que impide o castiga las malas acciones. Todos los pueblos, y en todas las épocas, han tenido periódicamente sus días de desahogo y alegría frenética; y sin ir muy lejos ni remontarnos a siglos pasados, los carnavales báquicos y tormentosos de Italia y Francia nos lo demuestran.

En nuestra República, Bogotá tiene sus octavas y sus matachines; Neiva y el Cauca su San Juan; Popayán sus negritos; las provincias de la costa sus carnavales, y así de las demás, casi sin excepción.

Pero coloquémonos en la ciudad de Antioquia el día 28 de diciembre de 1851. Veamos Diablitos.

Empezóse por publicar un bando permitiéndolos por tres días, y poniendo algunas restricciones.

Desde la víspera una gran concurrencia llena las calles: los huéspedes de diferentes clases van tomando posesión de las casas de sus amigos, y por todas partes se tropieza con sus sirvientes, sus cabalgaduras y equipajes. Las tiendas ostentan sus telas escogidas, sus licores y colaciones más provocativos; muchas se improvisan para esos días y muchas se injertan de fonda, botica y ropas. Esa noche ya se oyen cantos moderados, los tiples y bandolas trinan modestamente, algún baile como de ensayo bombonea a lo lejos, uno que otro pleitecillo y alguna corta aventura pasan sin consecuencia en la oscuridad de la noche. Al fin amanece, y el esperado sol del 28 luce con toda su pompa tórrida en el cielo azul de la hija del Cauca y la arrullada del Tonuzco.

Es un día de verano, diáfano y suavísimo. Todos madrugan, todos esperan, todos están de fiesta. Una doble hilera de asientos de toda clase y edad, sillas, taburetes, bancas, esteras ocupan las aceras de la larga línea de calles, desde la de la entrada hasta la de la Glorieta; poco a poco las mujeres, vestidas con lo mejor de su avío y el fruto de su trabajo y economía en todo el año, peinadas con lo mas selecto de su tocador, y estando en su conciencia lo mejor que les es posible, van tomando posesión de sus respectivos asientos, y junto con ellas vienen sus pequeños hijos, orondos y huecos porque en ese día

Page 73: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

72

están estrenando. A las 10 de la mañana, todos los que han venido a ver Diablitos están presentes y los esperan.

-¿Qué invenciones saldrán hoy? - ¡Hijo del diantre, que este año sí es que va a estar la cosa caliente! - Mi compadre Pedro sale de don Manuel, y ñuá Sinforiana de doña Clara - ¡Qué fea está aquella del peinetón!-

Ah lindo traje el que tiene la niña Carmelita - ¡Déjate de eso... Jesús! - ¡Campo y anchura! - Licencia, señores, etc.; son las pláticas que se oyen entrecortadas y las voces que se mezclan y confunden.

¡Ahí viene un sainete! - Realmente: una comparsa de hombres, todos con anteojos verdes, enormes bigotes y pinturreados de colores vivos, llevando a guisa de capotillo pañolones doblados a lo ancho, se entraron en medio del bullicio universal a una casa.

Allí en verso octosílabo y en redondillas declamaron un rato, se equivocaron otro, pidieron el perdón de ordenanza al concluir, tomaron un corto trago, y se marcharon a repetir en cien otras casas su composición y sus sudores. Tras de este vino otro mejor; otro malísimo; otro sobre el justo medio en política, excelente; otro de militares; otro de gallinas, y zorros; otro de clérigos; otro de un baile que duró mucho; otro de barbaridades; otro idem; otro de archi-barbaridades; otro de sal y crítica, etc., hasta las siete de la noche.

Al mismo tiempo otros disfrazados con plumas en el sombrero a la española o escocesa (y con anteojos por supuesto), preludiaban con gusto una guitarra y cantaban en otras casas, en acordado trío, los siguientes versos de la bellísima «Canción» del señor Germán Gutiérrez Piñeres:

Tiñen tu frente y tus mejillas cándidas Desvanecidas sombras de carmín,

Y así contrastan tus miradas lánguidas Con tu limpio color de serafín.

Guardan tus labios purpurinos, bellos, Cuanto en deleites envolvió el amor; Y excelsa gracia se percibe en ellos,

Y de los cielos el fragante olor.

Aquel que mira de tu linda boca Un leve movimiento, un sonreír,

Por ti concibe la pasión más loca, Por tí en amores sentiráse hervir.

Page 74: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

73

Otra sala daba amplio espacio para una fuga que tocaba un negro canudo, y bailaba con entusiasmo una negra de iguales pormenores, disfrazada con una mochila en la cara. El negro cantaba, entre otros, los siguientes versos:

Zambita, si a otro querés Desde ora sábete vos,

Que así que me la pegués También te los pego yo.

Ay, ay, ay, Juana Maria, Tenés un encaderaje

Mas blandito y compasado Ay, que un colchón de plumaje.

Tus dientes que cortan hilo Cortan también corazones, Y después querés coserlos

A surjete y a tirones.

En otras partes otros disfrazados (se sobreentiende que con anteojos), decían en falsete cuatro o seis chuscadas que habían repetido veinticinco veces en otras tantas casas, y que tenían propósito firme de seguir gastándolas en las sucesivas. Por allá unas mujeres querían ser hombres. Por acá unos chicuelos querían ser grandes. Los sainetes, cantos y bailes iban acompañados de contorsiones y me-neos, que aunque quitaban parte de la gracia que se proponían hacer, creían sus autores que eran de rigurosa retórica.

Las calles mientras tanto eran un totis de revultis; en todas había constante distracción, de tal manera que las espectadoras hacían maldito el caso del sol vertical que las tostaba. Bien que, debe advertirse en su justificación, muchos sainetes se terminaban con bailes en los cuales tocaba su manita a las susodichas espectadoras. Los muchachos por de contado que estaban en sus glorias, y las señoras y los hombres graves, tenían el oficio de recibir y tributar aplausos a los que entraban a sus casas sin intermisión con sus diferentes embajadas.

El día concluyó. La estrellada noche cobijó con su manto de sombras las lucubraciones de los Diablitos. No vi un solo desorden; la moralidad (que Dios conserve), del pueblo antioqueño, está a prueba de diversión y licor. Uno que otro baile da candil y garrote fue sorprendido por el sol del 29.

Como el anterior, el día 29 fue hermosísimo. Las mismas espectadoras, en los mismos asientos y en la misma viviente línea de las aceras. Los mismos curiosos vagantes. Todas las casas abiertas. Toda la gente de buen humor.

Page 75: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

74

Continuaron los sainetes. Ya un jesuita pidiendo limosna, jorobado, con una cruz en la mano y un puñal en el seno. Ya un enfermo hidrópico de conserva, recetado por un médico liberal en píldoras. Ora un par de enamorados que se desenamoran por cuatro frescas que un viejo dice contra las mujeres. Ora un soldado que no es soldado, y que queda de soldado sin serlo, y vuelve a no quedar y a no volver.

Siguen las canciones.

Continúan los bailes.

Los anteojos se adoptan con furor.

El licor se bebe y se suda prodigiosamente.

Anochece. En esta, como en la noche anterior, el pueblo no duerme: baila, canta, camina y bebe.

La última aurora que ha de alumbrar a los Diablitos luce el 30. Día espléndido. Gente incansable. todo vuelve al lugar y oficio de los dos días anteriores.

Pero demos un paseo. ¡Santo Cielo! ... ¡qué negra!, ¡esponjada como un globo, y con las piernas flacas como las de un venado; parece una inmensa bomba descansando sobre dos alambres mohosos! Vea usted, en esa estera, otra negra se sienta descuidada, y a su lado retozan algunos chicos; parece una lámina del Instructor representando una familia en el Congo.

¡Qué hombre tan largo!, ¡de este sí que diría un politicastro, que domina la situa-ción! Bonita muchacha; es aquí muy común tener hermosa cabellera. Llamo a usted la atención sobre aquella poltrona del tiempo de los patriarcas; sobre los arreos de aquel viejo que parece representando la peti-pieza de «No más muchachos». Vea, vea usted... un casacón monumental: talle en los lomos, correa metálica y cordero pascual en el cuello, punta de diamante en los faldones... Oiga usted esa conversación; esta gente es muy despierta.

Crucemos por aquí, esta es la calle de las lindas.

Esta señorita es rosada y bonita, tiene ojo vivo, y debe de ser inteligente. Aquella otra con sus ojos bajos está interesante. Esas hermanas son tan afables como hermosas, y tienen de retaguardia algunos pesos. En aquella puerta están sentadas otras: hermosa habrá sido la que actualmente sonríe con sus blancos dientes; la que le sigue parece una cervatilla de ágil cuello y ojo chispeante; pero ¡oh!, ¡qué tipo tan romántico es el de la que la acompaña...! parece una hermosa muestra dibujada en sombras por Julien. . . Sigamos. Mujer gorda, y que a muchos parece hermosa; tiene despejo y espiritualidad. Un matrimonio que se

Page 76: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

75

mima hoy como ahora 20 años en que se casaron. ¡Siempre bayonetas y soldados! Retirémonos.

Una canción se ejecutó esta tarde bastante bien, y alguno me dijo que era en recuerdo del lucido y malogrado joven Pedro Londoño. La música era melancólica y la letra la habían tomado, con ligeras variaciones, de los sáficos «A Sucre» del señor Manuel María Madiedo; cantaron los siguientes:

De un pueblo de héroes inmortal renuevo, Noble corona de marciales triunfos, ¡Fuiste un meteoro de sublime gloria Raudo y hermoso!

Así se admira en el oscuro polo Un breve rato la boreal aurora; ¡Y más que nunca con su ausencia vuelve Lóbrega noche!

Antioquia así te disfrutó un momento, ¡Bélico arcángel de precoz fortuna! Te fuiste al cielo, y le quedó a la Patria Sangre y dolores...

Digna de especial recomendación me pareció otra canción de despedida, sentimental en la música y el verso.

Algunos jóvenes se medio disfrazaron, y bailaron con las señoras en las casas a donde entraron; los antioqueños bailan bien, tratan con finura a sus parejas, y estas desempeñan cumplidamente su encargo.

Todo va a concluír: los afanes de tantos días, los deseos, los ahorros de tanto tiempo, todo llenó su objeto ...y el tiempo voló. ¡Triste condición humana, que cuenta por momentos rápidos el placer, y la amargura de la vida la tuvo antes y la encuentra después del goce!... La noche cierra: los ánimos están gastados por 72 horas de bacanal, y esta noche es menos bulliciosa que las anteriores.

Cada cual se emplea en acomodar los trajes de la pasada función, en madrugar y hacer traer las bestias que los deben devolver a la paz y al trabajo doméstico.

¡Qué buenos han estado los Diablitos!... Economizar para los venideros, y hasta de aquí a un año ... ¡Adiós!

Y ¡cuántos ignorados frutos habrán producido los Diablitos! ¡Amores, celos, matrimonios, historias ignoradas aventuras de grata recordación, pérdidas, ganancias...! ¡Y sabe Dios cuál será el porvenir del pobre pueblo que se divierte!

Page 77: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

76

Al día siguiente todo había concluido: los vestigios de las fiestas quedaban en los rostros trasnochados, y en los bolsillos vacíos; la ciudad silenciosa y tranquila esperaba sus once meses y veintiocho días de soledad y trabajo. El pueblo antioqueño, escrupuloso en sus deberes, no tuvo una hora más de desahogo de las que se le habían permitido.

Page 78: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

77

LO QUE VA DE AYER A HOY Por Ricardo Carrasquilla

I

Vuela el tiempo, estampando su honda huella sobre las obras con que el humano orgullo pretende inmortalizar su nada, y...

Así comenzaba la introducción de este artículo; pero, reflexionando que sólo tiene por objeto mostrar la diferencia que hay entre las escuelas y los maestros de ayer y los institutos e institutores de hoy, me pareció que podía suprimir el exordio y resolví entrar inmediatamente en materia.

Nací durante la tercera década del presente siglo. Mi madre, que era viuda, anciana y muy pobre, habitaba una casuca situada en la calle de las Béjares; y como se desvivía por sacar de mí un hombre de provecho, apenas cumplí siete años, me puso en la escuela de un compadre suyo, llamado don Fructuoso, que vivía cerca de la plazuela de Las Cruces. Aunque desde mi casa hasta la de mi amado maestro había casi media legua, mi madre me obligaba a concurrir a la escuela, aun en tiempo de lluvia; porque decía que a los muchachos les hace provecho el ejercicio, y que bueno es que se acostumbren a pasar trabajos. A las siete de la mañana, después de haberme desayunado con un pocillo de chocolate de harina y medio pan de a cuarto, mi madre me hacía tomar el camino de la escuela a fin de que pudiera estar en ella a las ocho en punto; pero antes de que refiera las aventuras de esta larga correría, bueno será que mis lectores tengan una idea de mi uniforme estudiantil.

Consistía este en unos botines, que nunca conocieron la bola, y cuyas orejas, desatadas siempre, parecían las alas de un murciélago; unos calzones de manta, llenos de remiendos, y que dejaban asomar por lo menos una rodilla; una chaqueta, que, después de haber pertenecido a mi padre y a mi hermano mayor, que en paz descanse, había pasado a mi poder en terceras nupcias, y que, según la tradición, fue de paño verde; un sombrero de paja con funda colorada, y por fin, una chácara, que contenía el Nebrija, las Selectas, el Fleuri, el catecismo del Padre Astete, un gis, un carbón y una navaja rota. Completaba mi vestido un capote de calamaco colorado, con forro de bayeta verde; y sus innumerables rotos eran otros tantos buzones por donde arrojaba los objetos de contrabando, como panela, tabacos, trompos, etc., los cuales, escurriéndose entre el calamaco y la bayeta hasta las extremidades del capote, formaban enormes cachiporras, que me servían para golpear, al embozarme, a todos los muchachos con quienes quería armar alguna gresca.

Page 79: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

78

A las siete, como he dicho ya, emprendía la marcha para la escuela, armado con un enorme mango de paraguas, cuya cabeza era de un yátaro, con un pico larguí-simo, y que me servía de caballo, de espada y de bastón. Al salir de casa cogía de la brida a mi imaginario bucéfalo, me santiguaba devotamente y montaba.

Y salía dando brincos De un lado al otro del caño. Aquí despertaba un perro,

Que dormía sosegado; Allá mataba un pollito

Con el regatón del palo; Acullá la olla rompía

Que estaban asoleando;

Y provocaba a los bueyes, Y espantaba a los caballos,

Y remedaba a las viejas, Y derrotaba a los gatos, Y hacía con los corcovos

De mi corcel más estragos Que un escuadrón de llaneros

Entre diez mil castellanos.

Al llegar a la plazuela de San Francisco echaba pie a tierra, y convirtiendo mi caballo en bastón, atravesaba lentamente las tres calles reales;

Y me estaba largo rato Con tamaña boca abierta,

Mirando las diferentes Chucherías de las tiendas;

Y si hallaba una pared Recién blanqueada, en ella

Precisamente ponía Una suma y una resta, El retrato del maestro,

La firma dei diablo y esas Adivinanzas que dicen:

Corazón tú te consuelas... Y soldados a las armas Y al fin agregaba: esta

pared la ensució el patán Nicomedes Orejuela;

Que tal de mi tomador Era el nombre, y yo la guerra

Page 80: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

79

Le juraba cada vez Que denunciaba mis pésimas.

El altozano de la Catedral era el rendez-vous de todos los cachifos que se dirigían a sus respectivas escuelas, y el oasis donde descansaba yo de las fatigas de mi viaje. Allí, después de echar algunas manitas de chócolo, se establecía una feria en que se negociaban botones, trompos, cordeles, dulces, frutas, etc. Yo cambiaba a veces por cualquier baratija mis calzonarias de orillo de paño, ponía en su lugar una cabuya o un bejuco de tabaco, y embozándome en mi capote, le decía al primer muchacho que encontraba:

-Cambiemos calzonarias, pero sin verlas.

Y él, creyendo que no podía haber unas inferiores a las suyas, aceptaba el negocio, y se chupaba soberbio clavo. En el altozano se arreglaban también los desafíos que debían tener lugar por la tarde, después de salir de la escuela, en la Huerta de Jaime.

Cuando el reloj de la Catedral daba los tres cuartos para las ocho, continuaba yo mi derrotero, y así como el viajero que se dirige al salto de Tequendama se detiene al oir a lo lejos el estruendo de sus aguas, así yo, cuando, seis cuadras antes de llegar a la escuela, percibía los gritos de mis condiscípulos que estaban estudiando, me paraba sobrecogido, y seguía luego mi rumbo, pero acortando el paso a medida que el ruido se hacía más estrepitoso.

En el estrecho zaguán de la escuela doblaba el capote lo ponía sobre el brazo izquierdo, me quitaba el sombrero, me santiguaba por tres veces, y entraba al lugar de mi suplicio con una entereza digna de mejor causa.

El local de la escuela constaba de dos partes: un corredor empedrado y sostenido en una enorme columna de piedra; y una sala estrecha, ahumada, oscura, y tan húmeda, que la pared estaba cubierta hasta la altura de un metro, de una lama verde que producía un olor sumamente desagradable. Una antigua mesa de cedro, una silla de brazos en cuyo espaldar había un toro y un toreador de medio relieve; cuatro bancas durísimas y un largo poyo de adobe eran los únicos muebles que adornaban aquella lúgubre habitación.

Sobre la silla del maestro había un trofeo compuesto de una enorme coroza de estera, adornada con plumas de pavo (vulgo, pisco), un rejo de seis ramales, dos férulas, y un letrero escrito con grandes letras rojas que decía:

LA LETRA CON SANGRE DENTRA Y LA LABOR CON DOLOR.

Page 81: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

80

Aquí es preciso hacer alto; y dejando la vil prosa, adoptar el romance heroico para bosquejar la persona de mi nunca olvidado maestro:

Era un viejo muy gordo y barrigudo, Calvo, gotoso, desdentado y bizco,

Con grandes antiparras que oprimían De su nariz el remangado pico.

Usaba gorro blanco, chupa verde, Chaleco de marsella; y de un bolsillo

Del pantalón, llamado relojera, Brotaban sellos mil; y un rasca-oídos, La gran caja de polvo y el yesquero No faltaban jamás en sus bolsillos.

Me parece que estos cuatro brochazos bastan para que el lector se imagine toda la facha del señor don Fructuoso, y sólo creo necesario añadir que usaba en el dedo pulgar de la mano derecha una uña más larga y afilada que las de una pantera; pero no por lujo, sino para hacer de ella el importante uso que más adelante veremos.

La primera hora de escuela se empleaba en estudiar de memoria las lecciones, principalmente la de Nebrija, siendo de advertir que jamás se nos hizo acerca de ellas la más ligera explicación; y que cuando la gritería menguaba un poco, el maestro tenía cuidado de avivarla con férula en mano diciendo: ¡estudien, estudien! A las nueve salían al corredor los tomadores y los tomandos; y estos tenían la obligación de llevarles a aquellos el pan de su desayuno o alguna otra golosina, para evitar que les apechugaran, es decir, que dijeran que habían dado mal su lección, aunque la hubieran sabido perfectamente. La tarea de tomar duraba media hora, durante la cual se entablaban entre los victimarios y las víctimas diálogos del tenor siguiente:

-Acusativo Musarun. -Age-¿No es así?-No, age. -Ya me acordé, Musis-¡Bruto! -Musoes... musam-Mire, Olarte, Que si le sopla, lo acuso. Siga-Vocativo care. Age-Musas-¡Burro bestia! Age vel agendum age.

-Mire, por amor de Dios, Le suplico que me tape La lección y yo le traigo Un cuartillo en plata el martes.

Page 82: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

81

-¿Y por qué no trajo el pan? -¡Porque tenía tanta hambre!... -Pues, amiguito, al rincón Sin falta y que se los planten.

A las nueve y media volvíamos a entrar a la sala para que los tomadores dieran cuenta de las lecciones, y darle a cada uno su merecido con arreglo a este sencillo código penal que estaba pegado en la columna del corredor: por cada punto un ferulazo, seis azotes a los que den pésima; seis más a los que se ensoberbezcan. Los tomadores, poniéndose de pie, hacían el papel de defensores o fiscales, y don Fructuoso dictaba la sentencia, que se ejecutaba inmediatamente. Los versos siguientes darán una idea de estos terribles jurados:

Dominus Pepe Reinilo Semel erravit - Marchena, Dele un palo, pero recio;

Si no, allá va quien enseña A pegar - Dominus Cosme Corrales -¡Ese es un bestia!

-No me quiso dar lección Porque... -No hay disculpa, venga

Y ponga la mano Pero... -Pues le rompo la cabeza

Si no pone pronto -¡Ayl, ¡ay! -Dominus Largacha pesimam

Dedit - Pues pase al rincón Y que lo cargue Pereira.

Apenas se pronunciaba esta horrible sentencia, dos patanes extendían una capa en uno de los rincones de la sala, otro cargaba al reo, y el maestro con la impasibilidad de un antiguo cirujano, hacía zumbar el rejo, y descargaba lentamente los seis furibundos azotes, que todos los muchachos íbamos contando en voz baja.

Cuando yo no le había llevado a mi tomador la consabida retora, temblaba de pies a cabeza durante este largo juicio, y al oir que decía Dominus Carranza, que tal es mi apellido, clavaba en Orejuela mis ojos cuajados de lágrimas, juntaba las manos en actitud suplicante y luego, separándolas, extendía los diez dedos. Todas estas señas querían decir: perdóneme, y yo le traeré diez retoras; pero mi tomador, dirigiéndome una mirada de desprecio, continuaba: Pesimam dedit, atque defuit,

atque usus superbio.

En este momento supremo una sombra sangrienta oscurecía mis ojos, me zumbaban los oídos, y... ¡echemos un velo sobre esta horrorosa escena!

Page 83: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

82

De las once a las doce, escribíamos en dos largas mesas, que estaban situadas en el corredor. Al terminar la escritura, don Fructuoso recostaba su silla de brazos en la puerta de la sala, y nosotros íbamos desfilando por delante de él, con la plana en la mano. Aquí era donde hacía uso de su formidable uña; pues cogiendo con ella y con la punta del dedo índice el párpado del que no había escrito a su gusto, se lo retorcía de una manera espantosa, haciéndole ver estrellas y dejándolo tuerto por todo el tiempo que el párpado tardaba en volver a su acostumbrado lugar.

Por fin sonaban las doce; el maestro daba una palmada, y nosotros nos lanzábamos a la calle con el ímpetu de una manada de ovejas que huyen perseguidas por un hambriento lobo.

Por la tarde se repetían las mismas escenas de la mañana; y a las cinco, íbamos a la Huerta de Jaime o a la orilla del río de San Agustín para verificar los duelos que estaban casados. Puestos los dos combatientes uno frente al otro, entablaban el siguiente diálogo:

-Aquí estoy: tire si es jaque. -No, no, tire usted primero. -Pero es con la condición De no darnos en el pecho. -Ni en la cara porque así, Si se pone un ojo negro, Conocen que nos pegamos Y nos castiga el maestro. -¡Arribal - ¡Arriba, cachifos! -¡No se corran - Tienen miedo

-Defiéndase: allá le va. -¡Bravo! - Así me gusta - ¡Bueno! -Apuesto un tabaco al giro. -Y yo al canaguaí - Careo. -No, señor, déjenlos solos. -Péguele duro - Otro - ¡Recio! -Ya le reventó la jeta. -Ya hay sangre: se acabó el duelo. -Dense un buen abrazo y vamos A comer panela y queso.

Efectivamente, los dos atletas se abrazan cordialmente, y mientras el vencido se limpiaba la sangre, lavándose en el río, el vencedor era llevado en triunfo a la tienda inmediata, donde nos repartíamos un cuartillo de cuajadas y otro de panelitas de leche.

Page 84: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

83

Ya es tiempo de que, separando los ojos de estos cuadros de desolación, los fijemos en otros apacibles y risueños, para ver, aunque muy de paso, lo que son las escuelas y los preceptores de la época presente.

II

Dos años hará que un amigo mío fundó un colegio de alumnos externos, llamado El Areópago; y en él estudia Aristides, mi sobrino, que acaba de cumplir ocho años. Deseoso de conocer los planteles de enseñanza del día, para compararlos con las escuelas de mi tiempo, ayer a las nueve de la mañana salí de casa, para hacerle una visita a mi amigo y conocer su famoso establecimiento. Aristides me acompañaba, y quiero describir su uniforme para que se vea cuánto difiere del que yo usaba en la escuela de don Fructuoso.

Tenía botines de charol, pantalón y levita de paño, chaleco de terciopelo, corbata de raso, camisa de lino con mancornas de oro, sombrero de pelo puesto de medio lado, guantes negros y una primorosa cachiporra de barba de ballena.

Desde que salimos de casa, mi sobrino saludaba quitándose el sombrero y haciendo elegantes cortesías, a todas las señoras que encontramos y, a pesar mío, me obligaba a hacer otro tanto.

Después de andar unas seis cuadras, llegamos a una de las casas más elegantes del barrio de la Catedral; y Áristides me dijo: aquí es El Areópago.

-Aquí no puede ser, le respondí, porque reina un profundo silencio.

-Es que aquí se estudia mentalmente.

-¡Ah!, con razón, yo no sabía.

Entramos, subimos la escalera que conduce a un vasto corredor cubierto de cristales, y mi sobrino me hizo sentar en un sofá, cuyo resorte me dio por cierto un buen susto, mientras iba a advertir a mi amigo de mi llegada. Este salió a recibirme envuelto en una rica bata de cachemira y con gorro de terciopelo bordado de oro, y después de un rato de conversación, y de haberle yo expuesto el doble objeto de mi visita, me pidió permiso para irse a vestir, mientras Aristides me mostraba las principales piezas del colegio.

Visitamos primero un salón, lujosamente empapelado donde cincuenta niños, vestidos poco más o menos como Aristides y sentados delante de lindas mesitas de pino, estudiaban con un silencio y una formalidad que deberían servir de modelo a los senadores de la nación. Yo iba a entrar sin saludar y sin quitarme el sombrero; pero mi sobrino, adelantándose extendió hacia mí la mano, y me presentó a sus condiscípulos, diciendo: mi tío el señor don Pascual Carranza.

Page 85: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

84

Todos los niños se pusieron de pie y los que estaban más inmediatos me dirigieron algunos cumplidos; pero yo estaba tan sorprendido y tan avergonzado, que sólo acerté a preguntar: ¿qué horas son? En el momento aparecieron diez o doce relojes de oro, y uno de los jovencitos dijo: son las nueve y media; me parece, dijo otro, que el reloj de usted está adelantado, porque en el mío son las nueve y veinte y dos; y un tercero replicó: en mi cronómetro faltan quince segundos para la media.

Procurando reponerme de mi turbación, me acerqué a uno de los niños y le dije: ¿aquí no hay coroza?

-Me parece, me respondió, que he visto una en nuestro pequeño museo de antigüedades.

-¡Cómo!, ¿tienen ustedes museo de antigüedades?

-Sí, señor.

-¿Y no hay en el colegio ni rejo ni férula?

-Esos castigos, replicó con tono pedante uno de los que en mi tiempo se llamaban patanes, eran un resto de la barbarie de la edad media, que está ya completamente abolido; nosotros no tenemos más móvil que el honor.

-Para evitar una apoplejía le dije a mi sobrino que continuáramos visitando las otras piezas del colegio, e inclinando la cabeza me despedí respetuosamente de aquellos nuevos areopagitas.

Larga y difícil sería la empresa de describir el gabinete de geografía, lleno de mapas, globos, etc.; el de matemáticas, donde hay entre otras curiosidades, un tablero más grande que la sala de mi antigua escuela; el gabinete de historia natural, que contiene el museo de antigüedades; y otras piezas, cuya sola enumeración fatigaría a mis indulgentes lectores.

Cuando habíamos acabado de recorrer todos los aposentos del Areópago, se presentó mi amigo, vestido de negro y a la última moda; me invitó para examinar a sus alumnos, y yo acepté, no sin graves y fundados temores. Volvimos al salón de estudio, y mi amigo, que se llama Temístocles, les dijo a sus discípulos:

-Caballeros, háganme ustedes el favor de pasar a la sala de exámenes, para que el señor Carranza tenga la bondad de hacerles algunas preguntas.

Los niños desfilaron con mucho orden, y después que estuvimos instalados en la respectiva sala, empecé el examen preguntándole al más chiquito:

Page 86: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

85

-¿Quién es Dios?

-Dios es quien es; es el Ser por excelencia.

-En mi tiempo, Dios era la Santísima Trinidad.

No concluiré este artículo, sin advertir, para descargo de mi conciencia, que no todos mis maestros fueron como don Fructuoso; y que hubo algunos a quienes profeso el más profundo respeto, la más ardiente gratitud.

-Es porque en Dios hay tres personas; el Padre que de nadie procede, el Hijo...

-Bien, muy bien. Dígame el otro ni... el otro caballero:

-¿Qué es restar?

-La sustracción tiene por objeto ...

-Yo no pregunto la sustracción, sino ¿qué es restar?

-Es porque la resta y la sustracción son una misma cosa.

-Pues en mi tiempo eran cosas muy diferentes.

-¿Qué tiempo es hubiera amado?

-Antepretérito, antecopretérito y antepospretérito.

Esta última respuesta me dejó tan desorientado, que pretextando un fuerte dolor de muelas, le supliqué a don Temístocles que continuara el examen; y así lo verificó haciéndome conocer que no ha quedado en pie ni una sola de las verdades que mi buen maestro me enseñó.

Terminado el examen hubo un rato de recreación; pero los niños no jugaron al toro, ni a la golosa, ni se dieron capoteo, ni hicieron nada de lo que se hacía veinte años atrás. Unos formaban corrillos, otros se paseaban de brazo a lo largo de los corredores, otros ensayaban el paso de la redowa, y otros, en fin, hacían apuntamientos en sus carteras.

Aquí debería yo hacer una multitud de comparaciones y un diluvio de reflexiones filosóficas; pero dejándolas al buen juicio de los lectores me contentaré con profetizar que a la vuelta de medio siglo se verá un respetable Senado, compuesto de hombres de siete años, y que no quedarán más niños que los de pecho.

Page 87: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

86

No concluiré este artículo, sin advertir, para descargo de mi conciencia, que no todos mis maestros fueron como don Fructuoso; y que hubo algunos a quienes profeso el más profundo respeto, la más ardiente gratitud.

-Yo deseo que me digas Con muchísima franqueza Qué defectos has hallado En mi artículo -Exageras demasiado cuando tratas De la educación moderna; Y es por esto que te inclinas A darle la preferencia. -Yo no hago sino copiar D'aprés nature -Aunque fuera Verdad todo lo que dices, ¿Qué importa que un niño tenga Muy buen vestido y que vaya Haciendo mil reverencias? Si es un títere pedante, Si ha perdido la inocencia, Y en vez de montar en palos ¿Juega, bebe y galantea? En mi tiempo consistían Todas las picardihuelas De los niños, en robar Confites o en tirar piedras; Pues nuestros rotos capotes No eran buenos para empresa: Eróticas. Está visto Que esta educación francesa Ha matado las hermosas Costumbres santafereñas. -¿Y qué dices de las uñas De don Fructuoso? Era buena Esa máxima que dice: ¿La letra con sangre dentra? -Pero también es muy mala Esa excesiva indulgencia: Hoy hay muchachos que van

Page 88: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

87

Con rivolver a la escuela, ¡Y pobre del preceptor Que con ellos se metiera! -Pero se han perfeccionado Los métodos: hoy se enseña El latín en Castellano; Y hay quien piense que la lengua Propia se debe enseñar Antes que las extranjeras. -Lo cierto es que entre los sabios Modernos ya no hay quien sepa Traducir a Cicerón, Ni a Virgilio, y que su ciencia Se reduce a mascujar Los catecismos de Ackérman. -Ambos tenemos razón, Querido amigo, confiesa Que en la educación antigua, Lo mismo que en la moderna Hay sin duda algunas cosas Muy malas y otras muy buenas Declaro que mi intención No es darle la preferencia A ninguna, pues quien toma Los extremos siempre yerra; Y no ha de ser el capricho O la moda quien resuelva Esta cuestión, sino sólo La razón y la conciencia.

Page 89: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

88

TOROS EN CALLE Y EN PLAZA Por Rafael Pombo

I

«Pues a mí me gusta mucho ver toros; lástima que para que estén buenos sea preciso que haya desgracias; pero yo no soy como esta boba de Concepción, que le da patatús a cada lance y se muere a cada porrazo». Estas mismísimás palabras y muchas otras que aparecerán a los primeros malos ojos que me haga, me decía hace pocas tardes Magdalena, en una de esas ventanas canónicas y conquistadoras del barrio de Santa Bárbara, hasta donde el toro tiene jurisdicción para correr y poner en fuga al pueblo soberano. Acaso me las dijo en reserva, pero yo en reserva se las cuento al público, descubriendo hasta la mitad el santo de tal milagro; y aquí advertiré que todo lo dicho y por decir, es escrupulosamente histórico, y que esta es una historia como cualquiera; apelo a Magdalena que nó me dejará mentir.

Yo por mi parte diré que prohijo y acepto y ratifico para mí cuanto diga Magdalena, y que, tal vez por la tiránica influencia de sus picantes y negros ojuelos, pienso como ella en el presente negociado. Soy democrático y cuanto ustedes quieran, hasta la médula de los huesos, y miedoso (otros dirían prudente), con alma, vida y corazón; pero en salvando la barrera de una calle (no debo levantar falsos testimonios), de una calle de toros, no sé qué se hacen mis principios humanitarios, pues me veo allí; y no sé qué se hace mi miedo, pues la curiosidad me fuerza a ir siguiendo los pasos del toro, excepto cuando él sigue los míos, que entonces sí sé dónde está mi miedo, pues todo yo soy miedo y elasticidad.

De una pieza te habrás quedado, Chapetón que lees esto, con semejantes despropósitos: ¡calle de toros!, ¡necesidad de porrazos!, ¡pueblo que huye!, ¡escritor que sigue los pasos del toro! Creerás que llamamos calles a las plazas, pueblo a la compañía de toreros, y que por seguir los pasos de un toro entendemos seguirle con la vista; o, no hay remedio, que los toros de estas Américas no acostumbran a tener cuernos. Para que salgas de laberinto tal, voy a referirte lo que me pasó con uno de tus paisanos, don Santiago de Garzaláin y Almecántariz.

Hace poco tiempo llegó a Bogotá. Alto, seco, vacío de carrillos, bien cascado ya, parece una garza vieja; tendrá cosa de sesenta y tantos años, y se mantiene tan en sus cinco que bien pudiera estar fusilando yankees con el general Concha; tiene toda la gracia de un vizcaíno y su honradez también, y en cuanto a ciencia, juega baraja como a cartas vistas y hace de a tres cigarrillos por minuto; conoció mucho al general Castaño y al Empecinado, y parece que sirvió en la marina española a las órdenes de Churruca, pues no habla de otra cosa que del sitio de

Page 90: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

89

Gibraltar. Yo me he declarado su cicerone. El 28 o 29 del mes pasado (no he podido recordar cuál de esos dos días), le llevé a toros a Santa Bárbara; era, por más señas, una tarde fría como el miedo, destemplada como el canto de un pollo ronco, e insoportable con sus paramitos de San Juan. Al salir de su casa, me preguntó don Santiago, en qué dirección quedaba la plaza de toros de Bogotá; yo le respondí que había varias: la de Los Mártires, la de San Victorino, la de Las Cruces y la de La Constitución.

-¡Hombre!, me dijo; pues en Madrid no hay más que una, y con esa basta y sobra para la población y para sostener los hospitales con su producto.

-Y lo que ha de ver usted es que sin pagar nada, veremos toros siempre que usted quiera, porque aquí todo el mundo los ve y nadie paga un cuartillo. ¡Oh!, ¡el estadodel tesoro . . !, ¡la munificencia del gobierno!, en fin, no se necesita para nada ese arbitrio rentístico.

Estupefacto y algo avergonzado quedó mi interlocutor; cuando he ahí que divisando la primera barrera y viéndola cuajada de gente me pregunta, ¿por qué cercan la calle? ¿qué hay?

-Pues los toros, don Santiago; saltaremos esa barrera y estaremos ya a la disposición de sus cuernos.

-¿Pero eso es plaza de toros?, ¿así se encierran los bichos y el pueblo como a jugar a las escondidas?, ¿las casas son los palcos?, ¿los toros no cornean?, ¿cómo es esto?

-Pues exactamente así: tenemos cuatro plazas de toros y además los jugamos en las calles; en cuanto al pueblo, el pueblo somos todos y ninguno, a nadie le tocan porrazos, porque todos estamos ahí y somos tan prácticos en esta materia, que muy raro es el que corre menos que el toro.

-Es decir, ¿la diversión es correr?, pues yo no estoy para esas cosas, protesto; frente a retaguardia y volvámonos.

Trabajo me costó persuadirlo a que entráramos al campo tauromáquico, a fuerza de garantizarle su humanidad. Adentro ya, no hizo más que repetirme entre chanza y verdad: «pues en esto hay mucho de heroico ... o de bár...ba...ro».

-No, no; nada sucede, usted lo verá, y ¡cuidado!, que los toritos son de lo fino.

Iba por aquí el diálogo cuando el grito universal de ¡el toro!, ¡el toro!, y el tropel de gente que perseguía y gente que huía, de caballos a escape y jinetes que hacían que enlazaban, o que no hacían más que correr y atropellar; cuando todo eso,

Page 91: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

90

digo, nos tocó como un golpe eléctrico poniéndonos en movimiento hasta las raíces de los dientes. Cada cual, tomó por su lado; amistad, coqueteos, filosofía... todo, todo desapareció ante el miedo, la gimnástica, la necesidad de la conservación. Yo, que desde antes, gracias a la experiencia, estaba contemplando con afecto, con esperanza, con ternísimo detenimiento un ancho zaguán sin barrera, que cerca de nosotros se brindaba como un puerto de refugio, me zampé en él con la agilidad del terror, sin saber cómo ni cuándo; la gente casi me lleva a conocer a la cocinera y a medir la capacidad del horno. Don Santiago, arrebatado por el tumulto, fue a prensar sus disecadas carnes contra la barrera de la bocacalle, según me dijo después, porque aseguro que no supe más de él, ni reflexioné sobre las ofrecidas garantías, ni él reflexionó sobre si exigía su cumplimiento. El miedo no conoce leyes.

Pasado el conflicto, busqué a don Santiago. En aquella barrera estaba todavía, evidentemente atónito, mustio y desconsolado, tratando en vano de salirse, y viendo para atrás a cada instante, temeroso de que lo cogiera en alta mar otra tempestad, en la calle otro cataclismo.

No hubo poder humano que le hiciera desistir de tal proyecto de evasión; mi elocuencia se estrelló contra su tenacidad de vizcaíno y hube de resolverme, al fin, a no ver toros por proteger la retirada de mi amigo.

-¡Todos ustedes son unos bárbaros!, me repetía furioso. Ustedes son los toros que matan, y esos bichos no saben más que correr, agregaba.

Esto no es juego de toros sino corrida de toros con apachurramiento y atropellamiento de gente, añadía.

¿Dónde están la plaza, los palcos, las escaleras, las cuerdas, el toril? ¿Dónde están los picadores, los chulos, los banderilleros, el matador?

-Aquí no hay excepciones, le contesté; está usted en un país republicano, en que todos somos iguales ante la ley y ante el toro; todos toreamos; todos corremos; el toro por su parte acata profundamente los dogmas de la libertad, la igualdad, la fraternidad y la seguridad.

-¡Esto es!, y ustedes por su parte no acatan más dogma que el de la anarquía. Estamos corrientes.

En fin, don Santiago no me permitió ver toros. Después, si el tiempo lo

permite, contaré las observaciones que él hacía desde un palco en la plaza de San Victorino con la tranquilidad del hombre seguro; y verán mis lectoras y lectores los misterios de la plaza, del palco y de la barrera. Si el gobierno o los capitalistas, en vez de tantas plazas para correr toros, construyeran una siquiera

Page 92: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

91

para jugar toros, tendríamos honra, diversión yprovecho, y don Santiago de Garzaláin y Almecántariz, mi grande y buen amigo, y furioso taurómano, olvidaría sus jarameños por nuestros futeños y conejeros, y el hijo de nuestros Llanos le haría olvidar a su Romero, a su Montes, a su Pastor, y al rey de la tauromaquia, el famoso Pepeillo.

II

¡Oh!, ¡qué carrera tan fatal es esta del periodismo! No era bastante que don Santiago de Garzaláin y Almecántariz me probara con dos horas de truenos que mentí como un bellaco al decir que él está completamente en sus cinco, pues ensordeció de un oído a una de las explosiones del combate de Trafalgar, sino que también Magdalena me había de recibir con dos piedras en la mano, ¡y gracias!, que con cuatro habría sido si no me hubiera ocurrido hablar de la tiránica influencia de sus picantes y negros ojuelos; porque siempre la voz que halaga, aunque sea con la verdad, hace vibrar suavemente la cuerda de la satisfacción.

Entraba yo pues, a esa casa que, merced al magnetismo, a ciegas encontraría, y entraba hecho un simple, con La Siesta en la mano como aguardando los parabienes de estilo, cuando me sale al encuentro Magdalena, con una bata morada mal ceñida, suelto el cabello y una peineta en la mano a guisa de desafiarme, que en verdad aceptara el reto siendo a peinetazos, y peinetazos de unas manos por las cuales sin hacer un gesto me dejaría arrancar el corazón.

-¿Es posible?, me dijo, ¿conque a estos cachacos no se les puede decir palabra sin que lo cuenten y lo publique en el acto y lo pongan a uno en exhibición?

Cupo en tal belleza tanta alevosía!

Horrores me dijo, y a modo de experto militar, temiendo aplacarse, o lo que es lo mismo, que se le acabaran las municiones, llamó a Concepción y me la echó encima como lanza sus perros el cazador.

-¿Cuándo ha visto usted que me de patatús?, fue su exabrupto.

-Señoritas, dije yo, escondida al fin La Siesta en los bolsillos y un tanto repuesto ya de semejante sorpresa, señoritas, desde aquella Magdalena que ustedes saben muy bien, y aquella Concepción que recordarán igualmente, ha habido y hay tantas Magdalenas, y Concepciones en el mundo, que con ellas no más quedaría poblada de lindas Bogotá, mejorando lo presente...

Y aquí fue Troya; mis competidoras tomaron aliento durante esta peroración; el perro me cayó encima; la madre, el padre y los hermanitos me hicieron círculo, coro de música infernal, a mí se me cayó el sombrero, y, lo peor de todo, se le

Page 93: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

92

cayó a Magdalena la peineta, que hice pedazos de un brutal pisotón por alzar mi prenda.

!Amando tanto, obstáculos tan grandes

En fin, me dije, mujeres son, mujeres las contentarán; un clavo saca otro clavo o ambos se quedan adentro: si yo estampo en mis cuadros a todas las damas de Bogotá, peleo con todas, o por bien servida se da la que me importa se contente conmigo. Hecho mi plan, hice una despedida del caso, es decir, despedida de mártir, azorado y amenazante y, siendo llegada la hora, tres de la tarde, fui a sacar a don Santiago (quien, hombre al fin, se pacificó pronto), para marchar a toros a San Victorino.

Muchas cosas vimos en el trayecto... personas también vimos... personas-cosas también; aquellas niñas, v. gr., que no saben más que buscar posturas a las azogadas formas, y alzar los ojos a guisa de Dolorosas en manera que llaman romántica y que decretan sea melancólica, cuando romanticismo que no es romanticismo y melancolía que no es melancolía son la precisa y exacta exposición del ridículo que es ridículo en el grado más eminente.

-Señoritas, dijo don Santiago a unas damas ya relacionadas con él que estaban al balcón, ¿no van ustedes a toros?, pues según entiendo, es hora.

-Sí, señor, allá vamos: es que estamos esperando a mi papá que fue a hacer colgar el tablado y disponer los asientos, dos de los cuales esperamos serán ocupados por ustedes.

-Tal vez tendré el honor de aceptar, señoritas; beso a ustedes los pies.

-Mil gracias, señoritas; para servir a ustedes. -Que lo pasen ustedes muy bien, caballeros. (Coro).

No habíamos avanzado cuarenta pasos, eso sí, lentos, pasos de observador, cuando nos alcanzaron nuestras interlocutoras, rematadamente apostadas, de gorra de terciopelo azul con una pluma blanca, chal de ambiguo e indefinible color y elegantísimo camisón de muselina rayada de violeta, vagaroso y flotante.

-¡Eh!, me dijo paso don Santiago, deben haberse salido por el balcón.

-Es que tienen furor de balcón y furor de toros y resuelven ambos a carreras y atropellones. Al entrar al coso el último toro podrá usted verlas entrar a la casa y, si aguarda un instante, entrar al balcón. Es una preciosa ventaja para nosotros los que vamos a toros por contemplar a las bellas, esto de no perderlas de vista ni en el palco, ni en la calle, ni en el balcón, lástima fuera en verdad.

Page 94: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

93

Pero ellas venían sin el papá, con un hermano por único ayudante de campo, y al ver desproporción tal, entre los sexos hermoso y feo (y allí no mentían los nombres), comprometidos. nos vimos a desempeñar el dulce papel de conductores. No os asustéis, lectores míos, ninguna vieja era de la comitiva.

Llegados al palco, don Santiago se hizo el miedoso deber de no desamparar tal atrincheramiento; yo, que a mengua lo tuviera ante aquellos que haciendo de tripas corazón sólo acuden a la barrera de vez en cuando, me resolví bajar para instalarme en la plaza. Con trabajo pasé por entre gente y mesas de rueda de la

fortuna, cachimona y blancas y coloradas, bisbis, etc., llegué a la puerta tricolor y desde allí contemplé unos doscientos palcos con unas dos mil personas, damas sensibilísimas la mayor parte, que iban ansiosas a ver matar y estropear a sus hermanos, y con el único, unánime deseo, de que fueran bastantes los muertos y bastantes los estropeados; he aquí la raza humana, me dije, he aquí su sola y exclusiva misión, la misión de destruír, explicada sin disfraz de civilización.

Pero disfraces sí había, aunque hubiera pasado callan­dito el día de disfraces.

-Mira, me dijo Pepe (quien con unos pantalones la­drillo, un chaleco lagarto y un saco ratón, parecía caja de colores y estaba disfrazado a su vez de ave del paraíso), mira debajo de aquella colcha azul (acaso única colcha, de única cama, de único dormitorio, amarilla ya en partes por... por el polvo de la plaza).

-¡Ah!, sí; es la venterita de la casa en que dormimos hará año y medio; mal cálculo es para ella meterse entre una gorra de raso y un camisón de seda a pesar de que quien te cubre te descubre.

-Pero ve más allá; ¿recuerdas aquella andrajosa, ángel caído, que por natural conclusión llevaron al hospital hace diez meses?

-¡De veras!, ¡hombre!, pero al través de tanto punto y tanto terciopelo, se adivina el gato por esas maneras estúpidamente afectadas, por esas manos amarradas como para que no tiren de la navaja, por ese chal que en ella parece una guillotina, por esas caderas en que siempre una múcura de agua sentará a las dos mil maravillas. En la dama el traje es esclavo, en la guaricha dueño: ni una ni otra puede ni debe protestar contra los pañales en que la envolvieron.

-¡Déjalas así, tonto; bastante diversión nos dan en su calidad de matachines; y, además, amigo, la democracia!... ¡la democracia!... ¡la democracia es deliciosa!, deja que la saboreen.

Siguiendo nuestra vuelta por el pentágono irregular del cercado, observamos mucha gorda y mucha flaca, mucha linda y mucha fea, y popularidad absoluta de herreristas, imparciales en lo gordo o flaco, lindo o feo; de esas en cuyo

Page 95: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

94

rechazo o aceptación entran ya los humanos capri­chos. En cuanto a varones, aquello era una feria; ya reconocíamos al neivano por sus sendas y rollizas panto­rrillas y sus carrillos pálidos y enjutos, ya al tunjano por sus anchos pantalones y prorrogada levita, ya al tundama por su cobriza tez y anchas espaldas, ya al antioqueño por su barba negra y talante robusto, etc.; en cuanto al bogo­tano, no hay tipo: Bogotá es nada, o es la República. Pero ¡ah, señor!, campeaban unos figurines (entre los cuales mi adlátere podría sacarse la lotería), figurines tan sui géneris, que por serlo tanto no hay palabras para descri­birlos; unos parecían cosa de ídolos chinos, otros como traspapelados en los archivos del pasado, otros como precursores abortados del porvenir; pero ninguno parecía cumplidamente ninguna cosa; tal vez parecerán y los po­drán describir nuestros bisniestos, o habrán parecido y podido describirlos nuestros bisabuelos.

No ya, como en menos políticos tiempos, De más provecho y de menor estruendo,

cuando se hacían menos versos y se peroraban menos discursos, se ostentaba nuestra cachaquería cual una com­pacta, soberana falange. Desparramada en grupos, de imberbes aún por lo general, pues ha sido derogada la disposición sobre mayoría de edad en el cachaco, aquí discutían unos sobre si la romántica X preferirá al ex­tranjero por ser extranjerito; allí exponía otro que en tal baile un truhán espiritualizado protestó que ya no ponía cierta contradanza, y colocándose de segunda pareja en vez de pasar a la cola, dejó al que hablaba, de galán de la tercera, siéndolo de la segunda; que éste, en venganza, había cedido al truhán la apuesta de otra contradanza, cesión que incivilmente aceptó, por lo cual se expatrió voluntariamente el orador, desesperado porque no le hu­bieran entendido

la sátira; cuando tal vez el otro aceptó porque se la entendió demasiado, gracias a la espirituali­zación; acullá declaraba un terrorista en política de urba­nidad que esa noche no iría al baile de las Fs. porque ya no se podía bailar en Bogotá; que ciertos patanes hacían un siete de marzo a las muchachas citándolas para todo el porvenir bailífico, coacción a que eran sacrificadas ellas mismas y los caballeros de buena ley, y que no valían protestas ni alzamientos para echar paredes al

pasado, como hacía el general Herrán.

Pero ya eran las tres y media de la tarde, así como en mi reloj de editor ya serán las tres columnas y media de folletín; ¡oh!, ¡cómo corre el tiempo!, ¡oh!, ¡cómo corre la pluma! Ars Longa, Siesta brevis est. Allí sólo había un pensamiento: «mucho tarda el toro en salir», y nosotros nos cansábamos de dar vueltas por la plaza y las damas se cansaban de vernos dar vueltas bajo sus tablados. Y yo aquí me digo: «mucho me falta por decir», y ya se cansan mis manos de dar vueltas al cigarro, y mis ojos se cansan de ver al cigarro dando vueltas, y los lectores de ver cómo tardo en hacer salir el toro.

Pero ya cerraron las puertas tricolores (ya me di un golpe en la frente y cerré cual bravo con este artículo); y ya se acercaron los vaqueros al coso (y ya acerqué

Page 96: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

95

entusiasmado el asiento a la mesa, y al pupitre las pechugas); y ya comenzaron a echar los chambuques (y ya comencé a echar letras con velocidad de taquígrafo). Pero, ¡oh dolor!, en lo más cén­trico e inexpugnable de mi espalda se ha atravesado una pulga, y en lo más céntrico o inexpugnable de una vara de premio se ha atravesado un muchacho que con la sorna y filosofía de un don Mariano, va lentísimamente escogiendo y desprendiendo pañuelos, sombreros, alparga­tas y mochilas, y estudiando cómo reducirlos a su mínima expresión y cómo adherirlos a su cuerpo tan fuertemente, que para quitarle una hebra tengan que pasarlo por una rueda de molino; mas el muchacho ¡rasgo de magnanimi­dad inaudito en magnates!, abre una mochila y arroja al menos bien intencionado pueblo un asperjes de reales, y resuelven los vaqueros dejar al muchacho en sus empíricas elucubraciones, y sacar el toro en obsequio de los desespe­rados circunstantes, y yo resuelvo, en obsequio de los lectores, figurarme que es una preocupación esto de que una pulga ruin me esté disecando prevalida de su posición; y escribo: «¡ya sale el toro!, ¡el toro!, ¡el toro!».

Regla general: todo toro al salir es el más bravo de todos; porque obedeciendo a la ley de que el ratón preso corra a buscar si hay algún agujero en la trampa, el toro sale a escape a buscar si por donde entró le es dado volver a su dehesa, y como la plaza está llena de gente y él no puede impedir que sus cuernos lo anuncien aunque lo exigiera la buena educación, tiene que tropezarse con algún curioso, y ese curioso cae, y medio pueblo grita y otro medio ríe. Tal sucedió con el que traigo entre manos, escribiéndolo, se entiende, pues a pesar de que soy bien extravagante no han pintado todavía por lo heroico mis extravagancias.

¡Cómo se prendía de la barrera la gente al pasar el toro!, ¡qué susto!, ¡qué apuros!, y aquel venía orillando y preciso era que infinitos pies hermanos de infinitas manos mal sobrepuestas excedieran la altura de los cuer­nos del animal; allí fueron las peleas de unos con otros y de todos con los dueños de tablados que no permitían que nadie se pasara de su esfera. Aquel cachaco vio que no podía pasar, y haciendo de necesidad virtud resolvió, nuevo don Quijote, acometer una aventura en obsequio de la dueña de sus pensamientos. Esta no se opuso, ¡tanto así lo quería!, y él, remachado el compromiso ya, saltó a la arena y enarboló un sucio y triste pañuelito. Resolverse, bajar, torear y caer, todo fue uno: el toro le revolcó en el polvo lindamente, y, ¡caso grave!, le rasgó los calzones por peliagudísima parte. Aquí sí gritaron todos; la niña se asomó, vio que la cosa no rayaba en tragedia, y se bañó a sus anchas en agua rosada.

Dejo a la consideración del lector la rabiosa vergüenza del caballero andante y la felonía de la Dulcinea, y mien­tras hace esta oración mental me escabullo del púlpito como aquel fraile que perdiendo el hilo del sermón, im­provisó un intermedio de contemplación para volver a tomarlo. Los que no esperen no esperen, los que esperen no desesperen; para mí es caso de conciencia dar alguna moratoria al revolcado amante, mientras cose los calzones y se pone en estado de seguir viendo toros con entera comodidad.

Page 97: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

96

III

En frente al tablado de nuestras conducidas estaba yo, cuando el toro, aproximándose, llamó a las puertas de mi miedo. Un joven había dicho que esto de darse uno por seguro en la barrera es pura preocupación, y verda­deramente, a dos cuartas del suelo cualquiera se persuade de que ninguna fiera le puede alcanzar. Pero no se preo­cuparon así don Santiago ni aquellas generosas damas, pues viéndome expuesto a toda clase de contratiempos me obligaron a subir al tablado. Yo soy, no sé por qué, muy aficionado a los ojos negros, y pocos ojos serán tan negros como los de Amalia. Sentado a sus espaldas la contemplaba dando gracias a mi buena fortuna, cuando me distrajeron los improperios horribles, dirigidos por un hombre de ruana a unas guarichas que, colocadas detrás de la barrera, debajo de nuestro tablado, no querían que nadie, ni en las más críticas circunstancias, les impidiera disfrutar de la vista de la plaza. Ya estaba allí el toro y ellas a todo trance querían verlo y zafaban los pies y pi­caban con agujas el cuerpo del infeliz refugiado allí; em­peñada la lucha entre él y ellas, barrera de por medio, naturalmente triunfaron ellas, y yo recordé aquella expresión de Fontenelle: Las gracias y las furias son del mis­mo sexo. El hombre cayó: el toro le dio un ligera trompada y siguió. «Estos toros de aquí no matan, decía un caucano, en mi tierra el que es cogido por el toro ahí queda.

No estaba todavía la plaza en su máximum de gente de a pie y gente de a caballo; pero poco a poco se fue llenando. Cuadrillas de cachacos daban vueltas pasando revista a los tablados, y también lo hacían algunos fran­ceses que, acostumbrados ya a tales bregas, olvidaban el calificativo de bárbaros con que nos regalan siempre que se hablaba de toros. En el centro de la plaza estaba la pila, cuajada de gente y coronada por unas seis u ocho

La gente se prendía de la barrera al pasar el toro.

Page 98: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

97

banderillas; y en un tablado cercano del coso, tocaba una banda de músicos valses y bambuco, bambuco y valses. Al cuarto de hora ya era el toro en cuestión presa de los chinos; cansado y aturdido por la gritería, había perdido toda su ferocidad y se entregaba a esa turbamulta haraposa y sin corazón. Unos le cogían de los cuernos, otros del rabo, otros de las piernas; y muchos montaban en él con la cabeza para atrás o para adelante; otro cuarto de hora tuvo de martirio, que concluyó porque enlazadores bas­tardos quisieron allí aprender a enlazar, y por poco le ahorcan.

Durante la lidia del segundo toro, hubo una escena verdaderamente trágica. Hecha tres pedazos la viga que sostenía un tablado, cayeron a la plaza cuantas personas lo ocupaban, mujeres casi todas, de la manera más triste que se puede imaginar; era un chorro de gente. La del tablado bajo padeció, por supuesto, del modo contrario; no quedó gorro ni sombrero a vida, ni cuerpo completa­mente ileso. A despecho del toro, se inundó de gente ese pedazo de la plaza; unos iban por caridad, otros por curiosidad; el hecho es que a ninguno de los caídos sucedió nada: «Aquí al que se cae de más de cuatro varas de altura no le sucede nada», pudo agregar el caucano en su libro de observaciones.

Un chalán montó en el tercer toro: los enormes brincos que daba, apenas hacían inclinar al jinete para atrás o para adelante; parecía que formaba cuerpo con el animal y apenas se sostenía de un rejo apretado en la cinchera. Se bajó por atrás de un salto, y montado en un caballo, sombrero en mano y seguido de una ingente comitiva, comenzó a pedir, palco por palco, el premio de la güena montada. El que hubiera visto los tablados un momento antes y un momento después, habría notado una despo­blación general hecha como por encanto. Algunos hombres abandonaban a sus señoras, otros resolvían hacer un sacrificio pecuniario a nombre de su madona, y otros se ocultaban tras de los asientos; aquellas reunían un fondo común de cuatro a doce reales, y tenían un rato de tuteos sobre quién era la que los había de arrojar, porque nin­guna quería hacerlo. El de la montada reunió cosa de cincuenta pesos, entre ellos unos tres reales y medio que formaban todo mi capital, y que arrancaron un palmoteo a la ávida multitud.

Uno de los alféreces del día echaba cuartillos y confites a los pies del toro; debajo de éste los cogían los chinos, porque en ellos el hambre es mayor que el miedo. En tanto don Santiago me entretenía contándome cómo se juegan los toros en Madrid. Me refería el apurado lance del alcalde: dánle siempre el peor matalote que encuentran; en él recorre la plaza saludando a las autoridades, y recibe del corregidor la llave del toril, pura fórmula; llega al toril y se encuentra de manos a boca con el toro, porque en ese momento abren la puerta. De contado sale a escape el infeliz perseguido por la fiera, que a veces le alcanza y otras le permite salir sano y salvo. Me hablaba de los programas que explican el orden de los lances y los due­ños de los toros, de las mulitas que arrastran los animales muertos, de los lujosísimos trajes de los toreros, etc., y me contaba cómo al oscurecer, queda alumbrada la plaza perfectamente nada más que con las piedras

Page 99: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

98

de chispa de los circunstantes.

El quinto toro era el mejor: al salir todo el mundo gritó: ¡ese si!, ¡ese sí! Por primera operación corrió a la pila y se paró matrero al pie de sus gradas. Esos cernícalos de los chinos, los chinos legítimos, patojos, de sombrero descopado y ruana hecha pedazos, lo provocaban bajando y subiendo y tirándole toda especie de proyectiles. El toro al fin partió: subió a la pila despoblándola malamente y se entretuvo con un infeliz que no pudo correr, por lo largo de su ruana de bayetón. Pero hay gente para todo: a ciencia y paciencia del toro le quitaron la víctima. Un bárbaro después ensayó hacer de estatua y esperó al toro con los brazos cruzados y sin moverse; aquel le tumbó y pasó de carrera sobre él; entonces le gritó un camarada: «Para que lo veas; no te había dicho que la chicha de los toldos es mala?» Muchos caían de miedo y muchos enredados en los rejos de los vaquianos; pero buenos y sanos se levantaban todos.

No hubo sexto toro, como era de ordenanza en otros tiempos; todo va disminuyendo en igual proporción; y no nos quedó más entretenimiento que contemplar el mal gusto de muchas damas recargadas de zarcillos, gargantillas, peinetones escandalosos, arandelones y atavíos de todos colores. Padre, muchachas, don Santiago, criadas y yo (yo y criadas, según Larra), pasamos por entre dos larguísimas filas de cachacos que analizaban a gritos, empujones y carcajadas a todo ser cristiano; y con esa carrera de tijera, no de baqueta, nos despedimos de los toros de Bogotá, hasta dentro de un año, si Dios quiere y el tiempo lo permite.

Page 100: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

99

EL CORREISTA

Por José María Vergara y Vergara

Tipo interesante y asaz olvidado en nuestra galería de tipos es el Correísta, a pesar de lo bien caracterizado que está y del gran papel que representa en nuestra existencia. ¡Qué!, ¿os sonreís ya, lector malicioso? ¿Y juzgáis sin más ni más aventurada nuestra aserción, cuando aseguramos que el Correísta representa un gran papel? Es porque no habréis vivido en provincia, ni os habréis apartado de alguna persona que haga parte de vuestro corazón.

¡Entre los muchos conductores de valija que entran dia­riamente a trote largo detrás de una mula cargada, por las calles de Bogotá, el mejor, sin duda, es el que trae la valija del sur! Del sur, ese nido de tempestades políticas, cuyos relámpagos se ven desde Bogotá; y el Correísta que conduce aquella valija es neivano.

¡Vedlo!, su ruana larga y angosta, su calzoncillo flo­tante de lienzo, camisa de cándido lienzo basto como el del calzoncillo y su sombrero de paja trenzada, anuncian al calentano. Pero si os fijáis en los rasgos de su fisonomía formalota, y vais repasando su cuello largo de prominente manzana, sus pies enjutos y huesosos, sus piernas siempre dobladas como de quien empieza a andar, sus brazos del­gados y con relevantes músculos; y si oís el dejo de su voz, precipitada al principio de la frase y languidecida al fin de ella, notaréis que viene del Vaye, que es hijo glo­rioso de Yanogrande: ese es el neivano.

Preguntadle por los Ortices, y los Duranes, por los Buendías y los Perdo­mos; puede ser que sea hijo de Carnicerías o vecino de Paicol, y entonces muy bien podréis informaros de los Cabreras y de los Borreros. El los conoce a todos; y en sus respuestas os dirá en qué punto del valle estaba, al tiempo de venirse, cada uno de los quinientos individuos por quienes os informéis. Pero seguid observándolo, y si le veis una lanza engastada en un palo de guayacán, sin cuja, y si lo veis seguido de un compañero de camisa azul igualmente armado, a trote largo, en pos de una o dos mulas, ya estáis seguro de quién es: es... aquel que tan ansiosamente se espera cuando hay revolución, es ¡el correo!

Son las diez de la mañana: el Correísta está ya entrando en la casa de correos, y en breve, descarga su valija de vaqueta. Del lunes al miércoles tiene tiempo y le sobra para despachar los encargos de sus conocidos, sobre los cuales gana un pequeñísimo pre. Los encargos son sen­cillos como sus costumbres; entregar un pliego en la curia para llevar unas dispensas matrimoniales; comprar una libra de maná para el cura de Anapoima, una onza de piedra alumbre para el compadre Dionisio; un pañolón colorado para doña Gertrudis la de «La Ceiba»; nolí para éste, un cuadernillo de papel para aquel otro, dos libras de pólvora para el de más allá, dos onzas de acero para el herrero de Tocaima; tales son sus

Page 101: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

100

comisiones que des­pacha en un solo día.

Agrégase a esto la entrega de encargos: una rueda de tabacos para Fulano, una guasca neivana para don Fa­bricio, una pastorita de Suasa para Casilda, y masatos de la Villa para Menganejo. Concluído ésto, se apresta para volver a recibir la valija, que se cierra el miércoles a las doce. Recibidas las cartas, comienza a insacular pequeñas y fuertes cantidades de dinero; algunas veces lleva dos mil o más fuertes; un capital como éste, con sólo un mal pensamiento le haría suyo; pero suponer un mal pensa­miento en el honrado neivano, es como figurarse peras en un sauce. Y sin embargo, aquel hombre que lleva dos mil fuertes no gana por su trabajo en diez y ocho días sino doce pesos.

A las dos y media de la tarde, ya está firmada la plani­lla, cerrada la valija y empieza a cargar: a las tres pasa por el Paréntesis. Sigue su camino con la lanza tendida sobre los dos hombros, y los dos brazos suspendidos del asta; desde Bogotá, empieza esa marcha acompasada por el rudo golpe de sus quimbas; incansable, obstinada, sin igual; marcha que, prolongada por ocho días, rinde a una mula, el animal más fuerte y más constante.

A las once de la noche llega a La Mesa, y al día si­guiente a las ocho sigue su marcha, después de tomar la correspondencia de aquel pueblo que en un tiempo fue capital de provincia.

Atroz es la vida del Correísta durante el largo camino y a través de climas ardientes; sus horas están contadas y el más ligero descanso entre día, viniera a formarle un retardo de dos horas al fin de su destino, horas que se le tomarían severamente en cuenta y le acarrearían una rebaja de su exiguo sueldo. Almuerza y come en pie y dando vueltas en derredor de su mula cargada que nunca abandona. Una jícara de chocolate y un pedazo de carne asada, son regularmente sus comidas entre día. Desde que llega al principio de la bajada que va a terminar en la casa donde acostumbra desayunarse o comer, comienza a llamar gritando a la casera, antigua conocida:

-¡Eh!, ¡señora Chepa! ¡Que me asen un pedazo de carne!... ¡aquí van sus encargos!... ¡apure, que el ad­ministrador es el que come sentado y duerme la siesta! ¡El cacao, no se olvide, señora Chepa, que voy de prisa!

Y dando estas voces va bajando; y cuando llega, la señora Chepa que estaba con el oído alerta y oyó sus voces a tiempo, ya le tiene sobre el mostrador lo que ha pedido. Grande economizador de tiempo, no toma agua en la venta sino que sale mascando su panela cerrera para ir a beber en el río o en la quebrada más inmediata donde piensa abrevar su mula.

A las once de la noche, entre las espesas sombras de una noche negra, por un camino solitario y pedregoso que sube y baja en recodos tortuosos, todavía se oye

Page 102: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

101

el andar apresurado y sonoro de la mula arreada sin cesar y el golpe de las suelas de cuero de los dos conductores que caminan a paso largo. Algunas veces, desde el tambo sol­itario donde yo había colgado mi hamaca, me ha des­pertado el viento de la tempestad de Neiva que pasa barriendo el suelo y arrancando los árboles de cuajo; las sombras se condensan más, se establece un profundo si­lencio en toda la naturaleza asustada, y las mulas del viajero corren a refugiarse en derredor del tambo bajo el ancho alar.

El silencio termina al fin por una formidable explosión; un trueno larguísimo que suena al mismo tiempo entre el suelo y en los aires, recorre el monte y hace oscilar los estantillos del tambo. En pos del trueno que viene sobre cien mil vientos, llegan mil huracanes de relevo; el rayo traza sus caminos luminosos en derredor y encima del viajero, y al fin desgarrando árboles incen­día algún chuminango viejo, que sigue ardiendo a pesar del agua en medio del bosque. La lluvia cae a torrentes y el aire ya no es caliente sino candente. El ruido del aguacero sobre la palmicha del tambo viene a hacer sonar la última nota de horror en aquella gigantesca ópera...

De repente se oye cerca del tambo el sonido de una campanilla, en medio de aquella soledad imponente; el caminante que está despierto y sobrecogido en su hamaca alza la cabeza al oir la campanilla y ve venir hacia él rápidamente una linterna encendida, cuya luz menguada en comparación de la del rayo, alumbra la figura de dos hombres y una mula que van pasando...

Es el Correísta.

Cuando se considera que tiene un término perentorio para recorrer una distancia de sesenta leguas, distancia que debe andar por la posta y tomándosele en cuenta un retardo de media hora; cuando se reflexiona en que tiene que cruzar montes escabrosos, llanos ardientes de suelo pedregoso, callejones llenos de fango, bajadas rapidísimas y subir cuestas en cuya ascensión no respiran sino se aho­gan jinetes y caballería, y atravesar ríos traidores y correntosos; entonces se viene en cuenta de que el Correísta es un héroe.

¡Mirad!, estamos a orillas de un río de caudalosas olas, que viene de la cordillera arrastrando empalizadas y ru­giendo como fiera. En aquella playa está esperando de­tenida una caravana cada vez más numerosa, formada por los viajeros que se le van juntando hasta formar aquel grano a que compara el primer delito un poeta nacional,

¡Rueda!, en cada vuelta crece, avanza...

Otra caravana espera en la opuesta orilla; ambas se dirigen miradas de increíble agonía que pueden traducirse así: «¡Oh!, ¡si yo estuvera en tu lugar!» Pero nadie se atreve a pasar; sería tentar a Dios; y el marino y el ca­minante nunca lo tientan

Page 103: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

102

ni le mueven querella.

De repente, un ruido extraño interrumpe el silencio de los que aguardan. Chumb bung... ¿qué es eso? Una mula que cae al agua, son dos mulas empujadas por dos hombres que se arrojan detrás; el uno se devuelve a la orilla a seguir custodiando las valijas que están en la arena de la playa a distancia de dos líneas de las aguas.

Es el Correísta; su compañero va pasando las mulas mientras baja la cre­ciente; si cundo estén las bestias al otro lado no ha bajado todavía el aluvión, pasarán las enjalmas. Ultimamente pasará en una barqueta sus valijas arrostrando el torrente furioso. Los paseros no pueden dudar ni esperar cuando se trata del Correísta; el Correísta tiene que pasar aunque no sea posible, aunque se ahogue; ¡una hora de retardo le sería puesta en cuenta!

A media noche llega a alguna casita aislada en el monte, en donde vive algún conocido o compadre; esa es la po­sada ordinaria del Correísta. Allí duerme dos horas mien­tras pacen sus mulas; a las dos, llueva o truene, vuelve a cargar y sigue impasible, obstinado como el destino. La madrugada en los valles de la zona tórrida es opaca, densa; ningún ojo humano, a excepción de los del Co­rreísta, puede ver el camino ni tantear el precipicio, ni calcular el salto de una barranca...

A la hora señalada, minuto por minuto, entra al lugar de su destino; llega a Neiva y entrega la valija. Si se retarda una hora o dos, no le hagáis un cargo, señor administrador porque cualquiera otro hombre se hubiera retardado tres días; esa hora de retardo supone que el Correísta ha tenido que luchar no con mil obstáculos como de ordinario sino con diez mil imprevistos y repentinos. ¡El viaje redondo levale la suma de doce pesos!,recibidos éstos, va con seis de ganancia a su casa, a encontrar a su mujer y sus hijos que no ha visto hace diez y ocho días.

En esa misma semana vendrá otro conductor a Bogotá; pero en la si­guiente vendrá Marcos otra vez, el mismo que hemos visto ya en la penúltima. Acompañémosle en su vuelta; algunas escenas que no hemos referido todavía, acabarán de este­reotipar su noble figura. El papel que representa, le da una superioridad sublime en los caminos por donde pasa; se le espera, se le desea, se le dicen tres súplicas y tres cariños en las tres únicas palabras que puede oir mientras se pára un instante para tomar vuestras cartas si vivís en el camino, lejos de un pueblo; o para recibir el recado que le encarguéis para vuestra familia.

Tocaima, como Siberia, cuenta casi siempre con gran número de míseros proscriptos; mas si allá es la voluntad de un hombre la que los arranca a sus familias, aquí es una orden más poderosa, es la enfermedad que los lleva a temperar separándolos bruscamente de los suyos. Uno de estos convalecientes esperaba, en la puerta de su casa, al Correísta:

Page 104: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

103

-Marcos, dígamele a mi pobre Eduvigis que ya estoy mejor, y que me escriba. Tome este real para su trago. Hasta la vuelta; ¡tráigame razón de mis hijitos, Marcos!

-¡Sí!, ¡sí patrón! ¡Arre!, ¡capitana! ¡Entregaré su encargo!, ¡hasta la vuelta, don Primo! ¡Ah, mulita zonza! Y sus últimas palabras ya no se oyen, porque todas las que anteceden las dijo caminando a paso largo; no se detuvo sino un instante mientras se amarraba una quimba o tomaba un trago, que estaba servido en el corredor desde que lo alcanzó a ver la persona que esperaba al Correísta.

-¡Eh!, ¡doña Paula! ¡Buenos días! ¿Hay posada? Ya entregué la valija y tengo tres horas de descanso. ¿Dónde pongo las mulas? ¿Ya se curó Timoteo? ¡A ver la comida, doña Paula!

-¡Ah!, ¡don Marcos! ¡Qué milagro es verlo! ¡Usted sí que había echado la bendición a La Mesa! ¿De dónde viene?

...Se para un instante a tomar vuestras cartas si vivís en el camino, lejos de un pueblo...

Page 105: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

104

-De Neiva. Voy a Bogotá a que me hagan dotor, que ya estoy aburrido de andar a pie. Llevé seis mulas a Bo­gotá; a tres las ordenaron y a tres las graudaron, y tuve que venirme con las cargas a cuestas. ¡Eh!, ¿quién es esa que se asoma en la cocina? ¿La niña Trenidá? Si me ha­bían dicho que se la habían robao! ¡Vaya!, ¿con que vol­viste por fin?

-¡Ora sí!, contesta toda avergonzada Trinidad, que es una muchacha de diez y seis veranos, lozana y bien gra­ciosa. ¡Ora sí!, ¿quién iba a robarme?

-¡Puú!, cualquiera. El día que querás irte, no tenés sino avisarme, en las ancas de la retinta te llevo.

-¡Calle, don Marcos!, grita doña Paula. ¡Estará bien aburrido!

-¡Jua!, ¡jua! ¡Pero, doña Paula! ¿qué es esto? ¡se le olvidó ponerle sal al sancocho! ¡Cristiana!, si esto sabe a matrimonio de viejos.

-¡La sal, el salero!, gritan todos los de la casa; por­que entre todos goza don Marcos, de una popularidad inaudita; y lo sirven y lo festejan durante la hora que está en la casa; y cuando después de ir a despachar sus peque­ñas diligencias al mercado, vuelve a la casa, ya están en­jalmadas las mulas y todavía están comiendo maíz y cogollo, cuidadas por todos, inclusive la niña Trenidá.

Algunas veces el hombre de los amigos por excelencia, tiene uno o dos enemigos. Pero entiéndase que no son enemigos de él; ¿quién se atrevería a tal cosa con el Co­rreísta?, sino que él lo es de ellos. He aquí la historia:

Juancho, el pasajero de Tocaima, le ha cobrado el paso por algún insignificante sobernal. Marcos paga su medio, y guarda su parte de rencor, porque la otra parte se queda allí mismo en forma de indirectas del padre Cobos contra el desafortunado Juancho.

-¡Ah caratoso!, dice Marcos, mientras está enjalmando rápidamente sus mulas que chorrean el agua negra del río Bogotá. Dios me libre de estos que están señalados con las uñas del diablo. ¡Anda, cara de res barcina!

A la vuelta, a los seis días, todavía se acuerda de que­marle un poquito la sangre a ese desgraciado Juancho; todavía se saca la estaca del medio que le hizo pagar, o de cualquiera otra pequeña impertinencia. Llega al paso, y haciéndose como el que no ha visto a Juancho, comienza a contar a cualquiera persona que encuentre, a su compa­ñero si no encuentra a otro, al aire si se ha atrasado el compañero, estos o semejantes enredos:

La fortuna, la fortuna es que ya vi en la administración de Bogotá el plano; y ya traje el dinero que van a gastar en este puente. ¡Van a hacer puente compañero!

Page 106: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

105

Antes de seis meses estará entejado, porque así me lo dijo el go­bernador de Bogotá. ¡Eso sí!, yo he de ver lo que hace entonces un caribarcino que yo conozco y que no quiero nombrar, porque más vale comerme mi panela. ¡He de pasar el puente taque, taque, taque, con mis mulas! ¡A ver quién me cobra!, ¡soy el Correísta!

Mientras tanto, Juancho, apoyado en su canalete y do­blando el cuerpo, cubierto por las ramas del guásimo proverbial de la orilla, oye tristemente aquellas crueles palabras. Conoce ya muy tarde, que él es un insectillo cerca del Correísta; que la palabra afluente y chistosa de su adversario lo mata, lo anula. Y cuando llega el instante de entrar a la barqueta dejando aquesta orilla, en su modo de llevar el canalete timonel, se echa de ver su profundo abatimiento. Salta a tierra el Correísta, y dos minutos después ya ha desaparecido en los recodos del camino.

¡Ahora, lector mío!, reflexionad si sois mi superior en edad, dignidad y gobierno; reflexiona si eres algún ente de menor cuantía; decidme o dime ¿qué os parece el Correísta?

¿Sabéis, mi mayor en dignidad, sabéis lo que trae ese hombre? Escuchadme. Empezando por lo que empiezan todos, menos yo, trae dinero. ¡Dinero!, ¡don dinero! Un pago que os hace vuestro deudor en provincia; una remesa de vuestro padre o de vuestro corresponsal.

Después del dinero vienen las encomiendas. Libros, ropa, un retrato, papeles, expedientes cerrados en que os viene la decisión de un pleito, caucho, goma, semillas, tabaco, etc. En seguida las cartas. Empezando por lo principal, viene un exhorto contra vos mismo; declaraciones, cuen­tas, qué se yo qué más; uno de esos paquetes cerrados con media libra de lacre so pretexto de grabar el sello, dice en el anverso: «Contiene un exhorto para notificar una demanda a... (aquí el nombre que queráis), que re­mite el juez de Agrado (o de La Plata), al juez del primer circuito de Bogotá». Las cartas son de vuestra familia, de vuestros amigos, de vuestros acreedores, de vuestros deudores, de vuestros corresponsales...

¡Ved qué mundo de emociones tristes, alegres, rabiosas, encantadoras, detestables, benditas, amargas, vivificantes o matadoras!

¿Comprendéis ahora por qué representa gran papel el Correísta? Y esto en tiempo de paz; porque en medio de una revolución, hay en todos los corazones un deseo superior hasta al de tener dinero; y ese deseo no es otro sino éste: ¡si llegara hoy el correo!

Page 107: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

106

FIESTAS DE LA CANDELARIA EN LA POPA

Por Joaquín Posada Gutiérrez

En otro tiempo todas las gentes acomodadas de Cartagena tenían su casa de campo en la parroquia situada al pie de La Popa, cerro aislado de 590 pies de elevación, en cuya cumbre se venera la imagen de Nuestra Señora de La Candelaria, en una bellísima iglesia del convento de agustinos descalzos, la que aún existe. Esta virgen era la de la devoción de todos los pueblos inmediatos, era la Chiquinquirá de las provincias de la Costa. Su fiesta, que se celebra el 2 de febrero, tenía fama en toda la Nueva Granada, y quedando ya tan pocos que puedan hablar de ella como testigos de vista, quiero, describiéndola, dar algún descanso a mi imaginación...

Desde el primer día de la novena se trasladaban a dicha parroquia las familias que allí tenían casa, llevando a sus amigas, bien a pasar la temporada, bien a pasar un día. El gasto de los dueños era considerable, pero el sudor del esclavo daba para todo, y derramando el gobierno más dinero en Cartagena que en el resto del virreinato, se podía sin grandes esfuerzos adquirirlo.

A pesar de haber más de una milla desde la ciudad a la cumbre del cerro y de ser en extremo pendiente la subida de la cuesta, era innumerable la concurrencia a la misa solemne que se celebraba a las nueve de la mañana. Los más regresaban a la ciudad para volver a la noche a las diversiones del pie del cerro; pero muchas familias permanecían arriba, durante la temporada, en unas hos­pederías cómodas y espaciosas que tenía el convento para alquilar con este objeto, y muchas más en sus casas de abajo.

Tanto en la planicie de la cumbre del cerro como en la parroquia de su pie, numerosas mesas de juego, rodeadas del jornalero, del menestral, del marinero y de muchos caballeros de zapato, servían de sumidero al sudor del pobre y al oro del rico, regocijando al estafador que los recogía en boliches, pasadieces, bisbises, roletines y otras invenciones de la infame ciencia del garito. Costumbre inmoral y desastrosa que no sólo allá y en aquel tiempo, sino en todos los pueblos de la Nueva Granada y hasta ahora se practica. Ni el escándalo de fomentar este vicio, bajo la idea de una fiesta religiosa, ni la ruina de las familias, ni los desórdenes de todo género que el juego produce, ni la prohibición de las antiguas leyes de los juegos de suerte y azar, ni la mengua de la dignidad y de la decencia que el roce con cierta clase de gente causa, ni nada, en fin, pudo destruírla; y menos ahora en que la avaricia y la desmoralización general han inducido a que las nuevas leyes la protejan.

Una gran sala de baile, construída para ese solo objeto, se llenaba todas las noches, alternativamente, sin invitación nominal. Era sabido y conocido lo

Page 108: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

107

siguiente: Baile primero: de señoras, esto es, de blancas puras, llamadas blancas de Castilla. Baile segundo: de pardas, en las que se com­prendían las mezclas acaneladas de las razas primitivas. Baile tercero: de negras libres. Pero se entiende que eran los hombres y las mujeres de las respectivas clases, que ocu­paban cierta posición social relativa, y que podían vestirse bien, los que concurrían al baile.

Terminada la serie, vol­vía a empezar, y así sucesivamente hasta el día de la Virgen, en el que concluían las grandes fiestas. Al siguiente se retiraban las familias a la ciudad, quedando sólo algunos restos de aficionados tenaces, en corto número, hasta el domingo de carnestolendas, en el que regresaban todos a las de carnaval, que en Cartagena por aquel tiempo com­petían con el de Venecia. Y era de notarse que la alternación de los bailes se hacía con el mayor orden, sin que el amor propio de los de segunda y de tercera clase se resintiese, a lo que contribuía mucho el que todos se hiciesen en la misma sala. En la sociedad humana, la costumbre es ley, es todo.

Los blancos, que monopolizaban el título de caballeros, como las blancas el de señoras, tenían por la costumbre el privilegio de bailar en los tres bailes; los pardos, en el de su clase y en el de las negras; los negros sólo en el de éstas. Y tampoco había en ello inconvenientes; la cos­tumbre por un lado, y por otro la más prudente urbanidad los evitaban. Cuando las clases superiores, que siempre las habrá en la sociedad humana, no hacen sentir con al­tivez su superioridad humillando a las inferiores, éstas no se enconan y se someten voluntariamente a lo que su posición exige. La aristocracia inglesa sabe y practica esto con provecho.

Para la gente pobre, libre y esclavos, pardos, negros, labradores, carboneros, carreteros, pescadores, etc., de pie descalzo, no había salón de baile ni ellos habrían podido soportar la cortesanía y circunspección que, más o menos rígidas, se guardan en las reuniones de personas de al­guna educación, de todos los colores y razas. Ellos, prefiriendo la libertad natural de su clase, bailaban a cielo descubierto al son del atronador tambor africano, que se toca, esto es, que se golpea, con las manos sobre el parche, hombres y mujeres, en gran rueda, pareados, pero suel­tos, sin darse las manos, dando vueltas alrededor de los tamborileros; las mujeres, enflorada la cabeza con profu­sión, lustroso el pelo a fuerza de sebo, y empapadas en agua de azahar, acompañaban a su galán en la rueda, balanceándose en cadencia muy erguidas, mientras el hombre, ya haciendo piruetas, o dando brincos, ya luciendo su destreza en la cabriola, todo al compás, procuraba caer en gracia a la melindrosa negrita o zambita, su pa­reja.

Como una docena de mujeres agrupadas junto a los tamborileros los acompañaban en sus redobles, cantando y tocando palmadas, capaces de dejar hinchadas en diez minutos las manos de cualesquiera otras que no fueran ellas. Músicos, quiero decir, manoteadores del tambor, cantarinas, danzantes y

Page 109: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

108

bailarinas, cuando se cansaban, eran relevados, sin etiqueta, por otros y por otras; y por rareza la rueda dejaba de dar vueltas, ni dos o tres tam­bores lejaban de aturdir en toda la noche.

Era lujo y galantería en el bailarín dar a su pareja dos tres velas de sebo, y un pañuelo de rabo de gallo o de muselina de guardilla para cogerlas, las que encendidas odas llevaba la ninfa en la mano, muy ufana, y era rigu­oso requisito el dejar arder el pañuelo cuando la luz de las antorchas llegaba a quemarlo, hasta que amenazando quemar la mano e incendiar el vestido, se arrojaban fuera le la rueda cabos de vela y pañuelo, que los espectadores brincando sobre ellos, se apresuraban a apagar para no asfixiarse.

Por rústico y democrático que fuera este baile número cuatro me parece todavía más aceptable que los que usa ahora la culta sociedad. Yo no puedo soportar la vista de un hombre enlazando con su brazo por la cintura a una jo­ven delicada y modesta, como enlaza el boa del Indostán a su víctima, y dándole un tirón atraerla sobre su pecho, obligando a la pobre muchacha a volver la cara sobre el hombro de su opresor para evitar que, sin querer, se en­cuentren las bocas de ambos, lo que si alguna vez pudiera no desagradarla, las más le disgustará, pues la mujer es elegida, no elige, y frecuentemente hace un sacrificio al dejarse levantar de su asiento por un importuno repulsivo; y luego el brusco doncel arrebatarla en volandas dando brincos, atropellando a las parejas, y a los dos minutos tener que pararse jadeantes ambos, sin poder respirar ni pronunciar una palabra, los rostros encendidos como si les hubieran dado de bofetadas, bañados en sudor y todo el cuerpo temblándoles. Hasta los nombres de esos bailes, polacos, suecos, noruegos, que no se bailan por allá sino cuando el termómetro de Farenheit baja de cero, hasta los nombres digo, de esos bailes escitas me parecen de áspero sonido para nuestros oídos latinos.

Los indios también tomaban parte en la fiesta bailando al son de sus gaitas, especie de flauta a manera de zampoña. En la gaita de los indios, a diferencia del currulao de los negros, los hombres y mujeres de dos en dos se daban las manos en rueda, teniendo a los gaiteros en el centro, y ya se enfrentaban las parejas, ya se soltaban, ya volvían a asirse golpeando a compás el suelo con los pies, balanceándose en cadencia y en silencio sin brincos ni cabriolas y sin el bullicioso canto africano, notándose hasta en el baile la diferencia de las dos razas.

El indio, en todo, hasta en la alegría manifiesta cierta tristeza; el negro se ríe a grandes carcajadas, el indio apenas se son­ríe; el negro cuando canta, cuando baila, se olvida hasta de la esclavitud; el indio, que casi nunca canta y que cuando lo hace parece que suspira, hasta bailando demues­tra que recuerda y echa de menos su antigua salvaje inde­dependencia y la libertad de los bosques, y en su semblante triste y en su aspecto humilde, y en su mirar reservado indica que protesta contra su suerte y que dice sin decirlo: «Vosotros, blancos y negros y los

Page 110: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

109

hijos de vuestra mezcla, sois intrusos aquí, sois usurpadores de mi propiedad, no tenéis derecho a la tierra que pisáis, que es mía».

Y esto es verdad. Pero el negro puede contestarle: «Yo no vine aquí por mi gusto, me trajeron como esclavo». ¡Esclavo!, ¡qué palabra! ... ¡Sí!, ¡la independencia es un bien, por mal que estemos! Estos bailes se conservan todavía aunque con algunas variaciones. El currulao de los negros, que ahora llaman mapalé, fraterniza con la gaita de los indios; las dos castas, menos antagonistas ya, se reunen frecuentemente para bai­lar confundidas, acompañando los gaiteros a los tambo­rileros. En lugar de velas de sebo dan los danzantes a su sílfide, de dos hasta cuatro esteáricas, que entonces no había, y el pañuelo ha de ser de seda, que como antaño, se deja quemar. Antes, estos bailes no se usaban sino en las fiestas de alguna de las advocaciones de la Virgen, y en la del santo patrono de cada pueblo, sólo en su pueblo; en la del carnaval y en alguna que otra notable.

Ahora no hay en las provincias de la costa, arrabal de ciudad, ni villa, ni aldea, ni caserío donde no empiece la zambra desde las siete de la noche del sábado y dure hasta el amanecer del lunes, constituyendo el juego y el aguar­diente la principal diversión; así es que los jornaleros y menestrales malbaratando en estas dos noches y en el día intermedio, cuanto ganaran en la semana, quedan pos­trados de cansancio, sus trabajos suspendidos el lunes y muchas veces el martes, y sus familias y ellos mismos sufriendo hambre y contrayendo deudas. La necesidad los obliga a trabajar dos o tres días de la semana, para el sábado siguiente volver a la misma criminal disipación. Así es que toda empresa de campo en que haya de tra­bajarse con jornaleros es perdida, porque nunca puede contarse con ellos en los momentos más necesarios, y reconvenirlos es peligroso.

El sentimiento religioso y el respeto que se tenía a la ley y a la autoridad, hacían antes que estas diversiones populares fueran inocentes, sin que se vieran en ellas riñas, homicidios ni desórdenes de ninguna clase. En estos tiempos, como más liberales, todo ha cambiado. En las licenciosas orgías de ahora, sin contar los pecados de que hoy no se hace caso, ocurren frecuentemente colisiones sangrientas en las que hay heridos y muertos, las que principalmente tienen origen en las mesas de juego y que la embriaguez agrava. La desmoralización en este sentido parece irremediable, pues se ha generalizado tanto que habría peligro para la autoridad en pretender corregirla.

Algunos pueblos se han hecho notables por sus excesos en esas plebeyas bacanales: el de San Onofre en la pro­vincia de Cartagena, tiene fama, pues casi no hay semana en que no suceda alguna desgracia, y poco menos puede decirse de los demás, tanto en las orillas del Atlántico como del Pacífico, y los de las riberas del bajo Magdalena, del Sinú y del Atrato. El vil y cobarde machete, que en la guerra jamás combate, jamás vence, sino que asesina cruelmente al vencido por el fusil o el rifle, ha cambiado su nombre: ya no se llama machete sino peinilla, y des­cuatizar a un hombre o cortarle la cabeza se

Page 111: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

110

llamapeinarlo. Las cantarinas del currulao o sea mapalé, cele­bran en su canto impío las proezas de los peluqueros y las agonías de las víctimas, y cuando alguna estrofa impresiona a los danzantes, gritan éstos entusiasmados: ¡Viva la libertad!

En los bailes de primera, segunda y tercera clase, en el primero tocando la música del regimiento «Fijo de Cartagena», en el segundo la del regimiento de «Milicias blancas», en el tercero la del regimiento de «Milicias pardas», se rompía el baile con el serio y grave minué por el personaje de más importancia en cada clase y por la dama de más campanillas, blanca, parda o negra. Después seguían otros dos o tres minués o minuetes, que de am­bos modos se decía, bailados por gente de alto coturno; con la diferencia de que el primero lo bailaba sola, ocu­pando toda la sala, la pareja privilegiada, por respeto a la categoría, y los otros podían bailarlos tres o cuatro parejas, eso sí, sin confundirse. En el entretanto los jóvenes del uno y del otro sexo se desesperaban con tan larga y cansada etiqueta, en la que, según la importancia de los minueteros, se guardaba más o menos silencio.

Pero al sonar el golpe del bombo y el registro del clarinete anun­ciando la elegante y animada contradanza española, en la que bailan todos con todas, un grito de alegría lanzado por pechos juveniles, volvía el contento y la vida a la ma­yoría, que bostezaba y se dormía con el acompasado minué de las cuarentonas y de los sexagenarios. A la contradanza seguía el vals, que aunque de origen germá­nico había españolizado adaptándolo a nuestro clima de fuego y así sucesivamente. De media noche para adelante alternaban con la contradanza y el vals, algunos bailes de la tierra, que aunque alegres y vivarachos, no podían inquietar por su pimpollo a la madre más arisca y regañona, pues los buenos modales, la decencia y la cortesanía no se olvidaban en ningún caso, ni aún en las últimas clases, que tendían siempre a imitar a las primeras.

Además de las tres categorías de los bailes de salón, de la cuarta de tambores y de la quinta de gaita, había una numerosa, acomodada, por lo regular bien educada, llamada blancas de la tierra, con sus correspondientes blan­cos de la misma clase, médicos, boticarios, pintores, plateros etc. A esta clase pertenecía la aristocracia del mostrador o sean los mercaderes. Ella también proveía el seminario y de ella se formaban casi todos los curas, pero los canónigos y los obispos habían de ser blancos de Castilla. Las blancas de la tierra, no teniendo entrada en el baile de primera, mirando con altivez el de segunda y con desprecio el de tercera, se reunían en sus casas y bai­laban con los hombres de su clase, y con los blancos de Castilla, con música de cuerda, más armoniosa y agra­dable para bailar que la de viento.

Y lo singular es que las blancas de Castilla, que rehusaban admitir en su ca­tegoría a las blancas de la tierra, por respetables que fueran, bailaban con ellas en sus propias casas recíprocamente, y se trataban como amigas fuera de estos

Page 112: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

111

tres casos: en las procesiones, en los paseos en carruaje, y en los bailes de ostentación. Parecerá que ni el orgullo ni la vanidad pudieran inventar más subdivisiones de rango; pues aún había otra clase, y en verdad, muy interesante; componíase de cuarteronas, color entre el nácar y la canela, de ojos de lucero chispeando fuego y amor, dentadura esmaltada cual hileras de perlas panameñas, sólo un grado inferior a las blancas de la tierra, casi pobres, las más cigarreras, costureras, modistas, bordadoras, etc., de traje modesto de zaraza o muselina y calzado de rasete. Estas, con los mozos de su clase, decentemente vestidos, bailaban sin otra música que la de una o dos arpas cartageneras que las mismas muchachas tocaban, y aún tocan, maravillo­samente, y la de una o dos flautas de aficionados que las acompañaban. Los blancos de Castilla y los blancos de la tierra se desertaban furtivamente a bailar con ellas, dejando sus salas desiertas, y muchas veces se necesitaba enviar comisionados a buscarlos, a reserva de la corres­pondiente reprimenda por semejante descortesía, la que no impedía la reincidencia al menor descuido.

Mas, para honra de la época, debo decir que el mismo Catón el Censor no habría podido encontrar en aquella animada alegría de todas las clases, un solo pecado que pasara de venial. Todas estas divisiones y subdivisiones insensatas, in­ventadas por el orgullo humano, desaparecen rápidamente entre nosotros; el equilibrio natural y legítimo va estable­ciéndose, y los enlaces matrimoniales, más que otra cosa, lo prueban. Pero la mala fe tiende a empujar la sociedad al extremo contrario, lo que quizá es peor que lo primero, porque precipita al desorden, degrada la dignidad y mata todos los estímulos de honroso y decente comportamiento para merecer y obtener una posición en la sociedad. Como en las casas no cabía la muchedumbre que concurría a las fiestas, las ramadas y los toldos a manera de tiendas de campaña llenaban la falta, y aumentaban la animación y la alegría, con la franqueza y cordialidad campestres.

A la contradanza seguía el vals, alternado con algunos bailes de la tierra.

Page 113: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

112

Numerosas cantinas, restaurantes, bodegones de menor cuantía, botellerías, confiterías más o menos abastecidas, satisfacían las necesidades o los gustos de los concurrentes que no tenían casa provista, y aun los de aquellos que la tenían. En ese tiempo no se sabía en Cartagena ni en todo el virreinato que hubiera en el mundo cerveza, vino de Champaña, de Burdeos, del Rhin, ni cidra de Normandía, ni ginebra de Holanda; pero en cambio sobraban el vigo­roso vino tinto catalán, el seco de Málaga, que llamaban «de celebrar», el San Lucas, el jerez y otros vinos gene­rosos españoles, a moderado precio.

El brandy no se co­nocía porque no se usaban las palabras inglesas hablando castellano; pero había superior aguardiente de uva pura, anisado del país, mistelas, rosolis y otros licores dulces de rosa, de piña, de naranja para los que podían pagar un real, una peseta, un peso, y excelente y suculento guarapo de caña clarificado, para los que sólo podían pagar un cuartillo o medio cuartillo. Desgraciadamente para la hu­manidad, los licores embriagantes no faltan en ninguna parte ni en ninguna fiesta, cuando no son unos, otros; y cada día su consumo aumenta en todas las clases, con ruina y mengua de las familias, con degradación del hombre, con escándalo y desmoralización de la sociedad. Da tristeza el decirlo, pero más triste es que sea verdad.

El crepúsculo de la mañana, que allá con resplandor creciente va iluminando el espacio infinito, dos horas antes de que el sol se muestre sobre el horizonte, empujaba a todos al descanso; y el silencio sucedía al bullicio, y el sueño, imagen de la muerte, a la agitación de la vida, para cuatro horas después hallarse en disposición, unos de oir misa en el alto, y todos, de rezar la novena, si no en la iglesia, en sus casas, ramadas o toldos.

En algunas casas principales había oratorios en los vastos corredores del frente, en los que se decía misa y se rezaba la novena a la hora en que se hacía en la iglesia del cerro, siendo admitidos sin distinción cuantos cabían en el corredor, blancos y negros, amos y esclavos; y esto facilitaba a todos cumplir el deber religioso, con fervor sincero, sin que el placer de los sentidos lo hiciera olvidar nunca. El cristianismo, declarando a todos los hombres hijos de un mismo Dios, los ha declarado iguales, y sólo en los templos católicos y en los augustos actos de la religión católica se ve la igualdad.

Llegaba por fin el gran día de la purfificación de la madre por excelencia, bendita

entre todas las mujeres. Coches, faetones, berlinas, quitrines y hasta las carretas se ponían en movimiento desde las cinco de la mañana, llevando gente de todas las categorías y de todos los co­lores, de la ciudad al pie de La Popa.

El lujo que se ostentaba en ese día solemne asombraría hoy: en hombres y mujeres el terciopelo, el tisú, el brocado, la sarga aborlonada y el tafetán doble, eran lo corriente. Yo alcancé en los magnates el calzón corto, la casaca re­donda y el chaleco largo, todo de seda y bordado de oro o plata, las medias de seda, los

Page 114: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

113

zapatos con grandes hebillas de oro, un reloj en cada faltriquera del chaleco, con sendas cadenas de oro, de las que pendían racimos de llaves de cornerina, sellos y otros dijes. Alcancé en las matronas la rica basquiña de seda, el tontillo, que no era otra cosa que la crinolina de hoy, la camisa «pechona» de fina batista guarnecida de triple arandela de riquísimos encajes de Flandes, faja de galón de oro de dos pulgadas de ancho, ciñendo la cintura, abrochada con hebilla de oro esmaltado o cincelado, y babuchas de lana de oro o de plata.

Los jóvenes empezaban a usar la reforma introducida por la revolución francesa en el vestido: pantalón largo, zapatos con lazos de cinta en lugar de hebillas; pero era de rigor en viejos y jóvenes, el alfiler de brillantes en el pecho, y una gran sortija con un grueso solitario u otra piedra preciosa.

En el vestido de las jóvenes también empezaban a introducirse alteraciones sustanciales: traje largo, estrecho, talle alto y manga corta «a la María Luisa» (Reina de España), bien de rica batista bordada, bien de seda, re­legando la crinolina o sea el tontillo, a las viejas. Pero los peinetones y peinetitas con listones de oro, los tembleques de perlas, los grandes zarcillos de oro y piedras preciosas o gruesas perlas que les rasgaban las orejas; las pesadas cadenas de oro a la filigrana dándoles dos o tres vueltas en el cuello, con un gran medallón del mismo rico metal con la imagen en pintura de alguna virgen o de algún santo, los dedos de las manos cuajados de sortijas de brillantes, esmeraldas, rubíes, topacios; los brazaletes de oro, con su roseta de perlas, el rico pañuelo de batista en la mano, el abanico de plumas o de cabritilla en la otra, eran adornos comunes a las matronas y a las jóvenes.

Y no se piense que este lujo oriental estaba reservado a la clase privilegiada: lo usaban igualmente los de las otras que podían, pues en ellas había también ricos y ninguna ley suntuaria se los prohibía. Entonces, como antes, como ahora, tener o no tener ha establecido en la socie­dad humana una diferencia entre las diferencias, y hasta cierto punto tener iguala a los que tienen, y no tener iguala a los que no tienen. Sólo la espada y el sombrero de tres picos con la escarapela encarnada, estaban reservados para los grandes personajes en los días de ceremonia.

En todas las clases los que no tenían con qué usar pie­dras preciosas, que era la pasión dominante, heredada de antiguo de los moros, las usaban falsas de imitación; al oro lo reemplazaba la plata dorada, a la perla fina la falsa, y así de lo demás. En las últimas clases, cuyo vestido era con poca diferencia el de hoy, el esmerado aseo suplía el lujo de las primeras. En las tierras calientes el baño es un placer que no tiene equivalente de las tierras frías; es pues, el aseo una necesidad que se satisface con gusto, y el baño facilita llevar siempre limpia la ropa, aun a aquellos que como nuestros soldados la lavan por sí mismos.

Llegamos a la fiesta del gran día. Por lo regular ponti­ficaba en ella el obispo con

Page 115: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

114

asistencia de los cabildos secular y eclesiástico y de las autoridades, siendo quizá la más solemne de las de Cartagena, en donde lo eran todas, bien que la pequeñez del templo no permitía que asistiese a ella en su interior la centésima parte de los concurrentes.

La procesión por la tarde completaba la imponente función. Al presentarse las andas de la Virgen en la puerta del templo, el sol declinando al poniente hacía brillar el riquísimo rayo de plata dorada incrustado de piedras pre­ciosas, que rodeaban la sagrada pintura, y en el instante todas las cabezas se descubrían inclinándose reverentes sobre el pecho, y veintiún cañonazos de la plaza saludaban a la imagen de la Rosa mística, Refugio de los pecadores, Reina de los Angeles.

El estampido sonoro del cañón de calibre de a 24, que por largo rato retumbaba; el humo del incienso de veinte incensarios, que en fragantes y blancas columnas lenta­mente se levantaba y esparcía; y principalmente los cán­ticos sagrados, que acompañaba una música melodiosa de capilla, embelesaban el alma, y llevaban el sentimiento religioso, con ternura inefable, con fe y esperanza, dere­cho al corazón, «porque el canto nos viene de los ángeles y el manantial de los conciertos está en el cielo».

La música militar cerraba detrás de las autoridades la majestuosa pompa, dándole mayor auge y solemnidad.

Siendo el espacio de la planicie de la cumbre del cerro sumamente estrecho y corto para permitir el movimiento de la numerosa concurrencia, la procesión marchaba con la mayor lentitud, sobre una alfombra de flores y hojas olorosas, llegando a la cruz telegráfica del vigía al mismo tiempo que el sol desaparecía como si se sumergiera en el mar, que desde allí se domina en la mitad de la circunferencia. El que no haya visto el mar no tiene idea de lo grandioso, de lo inmenso, de lo infinito. Para mí, lejos del mar no hay vida, y ruego a Dios que me conceda morir oyendo su ronco bramido.

En aquel punto, mil voces fervorosas entonaban algunos versículos de la novena, y al decir: «María se venera en la cumbre de los montes y los navegantes se regocijan con viento en popa», viéndose al mismo tiempo el sublime espectáculo de las olas estrellándose en la playa, y retro­cediendo para volver a estrellarse, sin traspasar el límite que les selañó el dedo del Omnipotente, conmovían hon­damente el ánimo y la imaginación volaba sobre la superficie de las aguas en busca del navegante en conflictos, y todos los ojos se volvían a la imagen de María, implo­rando a la del cielo socorriese al pobre marinero, que tantos trabajos y peligros pasa para conseguir un escaso alimento, llevando a otros la abundancia y la riqueza.

Seguían diariamente las fiestas de iglesia de los gre­mios de mercaderes, de

Page 116: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

115

artesanos, de la matrícula de marina, de la maestranza, etc., hasta el domingo de car­naval, último día, que tocaba a los negros bozales. En­tonces los había en gran número, a los que se agregaban algunos de los ya nacidos en el país, todos esclavos.

Siempre tuvieron ellos en la ciudad y las haciendas sus cabildos de mandingas, caravalíes, congos, etc., cada uno con su rey, su reina y sus príncipes, porque en Africa hay aristocracia, aunque salvaje, y el negro tiene el instinto y la tradición de la monarquía absoluta: Cristóbal y Zoulouque en Haití, lo han probado.

En ese día imitan con alegría las costumbres y vestidos de su patria, recuerdos siempre gratos a todos los hom­bres, embrazando grandes escudos de madera forrados en papel de colores, llevando delantales de cuero de tigre; en la cabeza una especie de rodete de cartón guarnecido de plumas de colores vivos; la cara, el pecho, los brazos y las piernas pintados de labores rojas, y empuñando sables y espadas desenvainados, salían de la ciudad a las ocho de la mañana, y bajo el fuego abrasador del sol en una latitud de diez grados y al nivel del mar, iban cantan­do, bailando, dando brincos y haciendo contorsiones al son de tambores, panderetas con cascabeles, y golpeando platillos y almireces de cobre; y con semejante estruendo y tan terrible agitación, algunos haciendo tiros con es­copetas y carabinas por todo el camino, llegaban a La Popa, bañados en sudor, pero sin cansarse. Las mujeres no iban vestidas a la africana, esto es, no iban casi des­nudas; sus amas se esmeraban en adornarlas con sus propias alhajas, porque hasta en esto entraba la emula­ción y la competencia. Las reinas de cada cabildo mar­­chaban erguidas, deslumbrantes de pedrería y oro, con la corona de reina guarnecida de esmeraldas, de perlas; y negra bozal se veía que riqueza que llevaba encima habrían podido libertarse y su familia, y que pasadas las fiestas volvía triste y tida a sufrir el agudo dolor moral y las penalidades de la esclavitud.

Sólo el rey y la reina podían llevar paraguas, privilegio exclusivo de la majestad real. Las princesas las damas de la corte, no pudiendo llevar sombreros cargaban la cabeza de guirnaldas y ramos de flores, tanto por alivio como por adorno.

Aquellos eran días de casi libertad para los esclavos. Siendo ellos protegidos por la veneración que se tenía a la mujer escogida por Dios para «consuelo de los afligidos», sus amos les daban solaz y holganza, y no habrían podido hacer lo contrario aunque hubieran querido, porque la costumbre y la opinión los obligaba a ello, y la autoridad misma lo exigía.

Oída la misa solemne a las doce del día, bajaban todos llenos de contento y de unción religiosa, con la misma agitación con que habían subido, y entraban en la ciudad como a las tres de la tarde, hora en que el calor terrible, sofocante, llega en Cartagena a su mayor intensidad; y las reinas y las princesas se apresuraban a devolver a sus amas las valiosas alhajas de su adorno, temblando de haber perdido alguna, lo que no sucedió jamás. Desde aquel momento, hombres y

Page 117: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

116

mujeres quedaban completamente libres para divertirse en sus cabildos hasta las seis de la mañana del miércoles, que oían misa en San Diego, en el altar de San Benito, el negro, en la que el sacerdote les imprimía en la frente la cruz de ceniza con que la reli­gión católica recuerda a todos los hombres blancos y negros, amos y esclavos, ricos y pobres, opresores y opri­midos, que no son más que polvo, y que en polvo se han de convertir, sumergiéndose con su orgullo, con su vanidad en el seno de la sepultura.

En aquellas espaciosas casas de campo, en aquellas risueñas quintas del pie de La Popa, del Espinal, de Manga, que rodeaban a Cartagena, teniendo todas su huerta y jardín, abundaban los árboles frutales y las flores; y olorosos del azahar, de la azucena, del jazmín y del jazmín de la tierra, de la mosqueta, del embalsamaban el aire templado que los cartageneros del abrasador recinto de nuestras magníficas aspirábamos con ansia, lo que era uno de los goces de la temporada.

(De las «Memorias histórico-politicas»).

Page 118: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

117

MIS RECUERDOS DE TIBACUY Por María Josefa Acevedo de Gómez

I

LA FIESTA DEL CORPUS.

A mediados del año de 36 me hallaba yo en las inmediaciones de la parroquia de Tibacuy en el cantón de Fusagasugá, y recibí una atenta y expresiva invitación del cura, el alcalde y los principales vecinos, para que concurriese a la fiesta de Corpus que se celebraba el domingo inmediato. Jamás he gustado de fiestas ni de reuniones bulliciosas, por lo cual pensé excusarme; mas al recordar la pequeñez de aquella parroquia y la pobreza del vecindario, comprendí que no sería aquella fiesta de la clase de las que siempre he evitado, porque producen disipación en el espíritu y dejan vacío en el corazón. Fui, pues, a Tibacuy y llegué a las siete de la mañana.

Compónese aquella población de una o dos docenas de casas pajizas sumamente estrechas y pobres, esparcidas aquí y acullá por la pendiente que forma la falda prolongada de una alta y espesa montaña. Hay en el lugar más llano una pequeña iglesia de teja, pobre y aseada, a cuya izquierda se ve la casa del cura, también de paja como las demás del pueblo, pero menos pequeña que las otras habitaciones. Entre estas hay algunas que no pudieron cubrirse con paja a causa de la pobreza de sus dueños, y sólo les sirven de techado algunas anchas y verdes hojas de fique. La plaza no es sino la continuación de una colina cubierta de verde yerba, cuyo cuadro lo forman cuatro ermitas de tierra, y en sus costados solamente se ven la cárcel y cinco o seis chozas miserables.

A la derecha de la iglesia, y paralela a un costado de la plaza, hay una hondonada verde y llena de árboles silvestres, por la cual corre en invierno un hermoso torrente, pero que en verano está seca y cubierta de mullida grama. Esta hondonada se prolonga como trescientas varas hasta el pie de la plaza, y los naturales la llaman la calle de la Amargura, por ser aquel el camino por donde suelen llevar las procesiones de semana santa. Estas pocas chozas, sombreadas por verdes platanares, elevados aguacates y aromáticos chirimoyos, y rodeadas por algunas gallinas, patos, perros, cerdos y otros animales domésticos, presentan un aspecto pintoresco e interesante para quien no busca allí el lujo y las comodi-dades de la vida. El vecindario se compone de razas perfectamente marcadas; algunos blancos en quienes se descubre desde luego el origen europeo, y el resto, indios puros, descendientes de los antiguos poseedores de la América. Todos son labradores; todos pobres, y, casi puedo decir, todos honrados y sencillos, hospitalarios y amables. Allí no ha penetrado todavía la civilización del siglo XIX.

Page 119: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

118

Cuando yo llegué me rodeó la mayor parte del vecindario. Unos querían que fuese a alojarme a su casita, otros que admitiese su almuerzo, otros que les permitiese cuidar de mi caballo. Procuré manifestar mi agradecimiento a todos, y fui a desmontarme en la casa del cura, digno pastor de aquella inocente grey. Luego que conversamos un rato, salí a tomar chocolate en casa del alcalde y a dar un paseo por la plaza. Jamás olvidaré ni la obsequiosa bondad con que se me dio un decente y abundante desayuno, ni la grata impresión que recibí al dar aquel paseo matutino. Con palmas y árboles floridos cortados en la montaña vecina, se había formado una doble calle de verdura por los cuatro lados de la plaza. Esta calle estaba cortada en varios puntos por vistosos arcos cubiertos de flores y de todas las frutas que brinda la tierra caliente en aquella estación: era el mes de junio.

Aquí se veía un hermoso racimo de mararayes; allí dos o tres de amarillos y sazonados plátanos; más allá un grupo de aromáticas chirimoyas; después una multitud de lustrosos aguacates, de una magnitud poco común; acá un extraño tejido de guamas de diversas especies y figuras. En otra parte yucas extraordinarias y gran variedad de raíces, legumbres y hortalizas. Otros arcos ostentaban los productos de la caza; conejos, comadrejas, zorros, ulamáes, armadillos y otros animales silvestres. Más allá se veían pendientes, doradas roscas de pan de maíz, sartas de huevos de diversos colores cogidos por aquellos montes, y muchos pajarillos vivos y muertos cuya vistosa variedad atraía y encantaba la vista.

Sería difícil decir detalladamente la multitud de objetos naturales que se habían reunido para adornar aquellos arcos de triunfo erigidos en obsequio del Santísimo Sacramento. Una inmensa profusión de animales, frutas y flores, formaba la ofrenda campestre que ofrecía aquel puñado de cristianos sencillos al Dios cuya misericordia se celebra en esta solemne, misteriosa y sagrada fiesta. ¡Cuánto más bellos y dignos del Creador son estos rústicos y hermosos adornos que aquellas inmensas fuentes de plata, aquella multitud de espejos, cintas, flecos y retazos de seda y gasa que se ostentan en esta fiesta en la capital de la República! Yo gozaba con delicia de este espectáculo, y las risas, cantos y alegrías de este pueblo inocente, alejaban de mí las tristes impresiones que casi siempre dejan en mi alma las reuniones en numerosas concurrencias. Mezcléme con los hijos de Tibacuy, y tuve el placer de ayudarles a componer sus ermitas, altares y arcos, procurando que los menos pobres no dañasen con adornos heterogéneos el gusto sencillo y campestre que allí reinaba.

Las campanas repicaban sin cesar, y todo el mundo se manifestaba alegre, activo y oficioso. De repente oí el ruido de un tamboril y un pito. Entonces vino a bailar delante de mí la danza del pueblo. Componíase esta de doce jóvenes indígenas de 15 a 18 años, sin más vestido que unas enaguas cortas y unos gorros hechos de pintadas y vistosas plumas. Llevaban también plumas en las muñecas y las

Page 120: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

119

gargantas de los pies, y un carcaj lleno de flechas sobre la espalda. El resto de sus cuerpos desnudos estaba caprichosamente pintado de varios colores. Presidía a estos muchachos un anciano de más de setenta años, vestido como lo están siempre aquellos infelices indios; es decir, sin camisa, con unos calzoncillos cortos de lienzo del país, muy ordinario, y una ruanita de lana que les cubre un poco más abajo de la cintura. Este viejo estaba sin sombrero, y llevaba colgando del cuello el tamboril, al cual daba golpes acompasados con la mano izquierda, mientras con la derecha sostenía y tocaba el pito. Con esta extraña música bailaban los jóvenes una danza graciosa llena de figuras y variaciones, arrojando y recogiendo sus flechas con asombrosa agilidad. Yo los miré un rato con ternura y complacencia, les dí algunas monedas y me retiré.

Salió bien pronto la procesión. El pueblo se prosternó respetuosamente y ya no se oía sino el canto sagrado, el alegre tañido de las campanas y el tamboril y el pito de la danza que iba bailando delante del Santo Sacramento. Entonces empezó a arder un castillo de pólvora, preparado para la primera estación. Los indios de la danza fingieron terror, estrecharon sus arcos contra el pecho y se dejaron caer con los rostros contra la tierra. Al cesar el ruido de la pólvora volvieron a levantarse y continuaron ágiles y alegres su incansable danza. Pero cuantas veces se quemaron castillos o ruedas, ellos repitieron aquella expresiva pantomima.

Confieso que no pude ya resistir la impresión que me causó aquella escena. Mis lágrimas corrieron al ver la inocente y cándida alegría con que los descendientes de los antiguos dueños del suelo americano renuevan en una pantomima tradicional la imagen de su destrucción, el recuerdo ominoso y amargo del tiempo en que sus abuelos fueron casi exterminados y vilmente esclavizados por aquellos hombres terribles que, en su concepto, manejaban el rayo. En el transcurso de más de tres siglos estos hijos degenerados de una raza valiente y numerosa, ignorantes de su origen; de sus derechos y de su propia miseria, celebran una fiesta cristiana contrahaciendo momentáneamente los usos de sus mayores, y se ríen representando el terror de sus padres en aquellos días aciagos en que sus opresores, los aniquilaban para formar colonias europeas sobre los despojos de una grande y poderosa nación.

II

EL AMOR CONYUGAL

Miguel Guzmán se llamaba el respetable indio que conducía la danza de Tibacuy el día de la fiesta del Sacramento, que acabo de pintar. Era este anciano de me-diana estatura; tenía el color y las facciones de un indio sin mezcla de sangre europea. Sus pequeños y negros ojos estaban siempre animados de una expresión de benevolencia. Su amable sonrisa hacía un notable contraste con las

Page 121: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

120

hondas y prolongadas arrugas que surcaban su frente y sus mejillas. Sus cabellos y escasa barba eran blancos como la nieve, y la edad había destruído la mayor parte de sus dientes, a pesar de que casi todos los indios conservan blanca y sana la dentadura aunque vivan un siglo.

Después del día de la fiesta, Guzmán y Mariana, su esposa, venían frecuentemente a mi casa.

Yo les daba algunos socorros, les compraba sus chirimoyas, y con más frecuencia admitía el obsequio que de ellas me hacían. Jamás tuve ocupación bastante grave que me impidiese recibir a aquellos honrados ancianos. Me contaban sus miserias y sus prosperidades, me referían las tradiciones de la aldea, los acontecimientos notables que habían presenciado en su larga vida; solicitaban mi aprobación o mis consejos sobre los pequeños negocios de sus parientes y amigos, y jamás salían de casa sin haber comido y sin llevar pan para dos nietos que los acompañaban. Ya hacía más de catorce meses que yo veía semanalmente aquella virtuosa pareja, y jamás la oí quejarse de su suerte, pedirme cosa alguna, ni murmurar de su prójimo.

Una mañana vino Mariana a decirme que Miguel estaba enfermo, y que ella pensaba sería de debilidad, porque hacía muchos días que no comía carne. Hice que le dieran unas gallinas y algunos otros víveres, y le encargué que si la enfermedad de su esposo se prolongaba, viniese a avisarme. El día 16 de octubre del 37, llegó un indio llamado Chavistá y me dijo: «Esta madrugada murió Miguel Guzmán, y su viuda me encargó que viniera a decírselo a sumerced». No pude rehusar algunas lágrimas a la me moria del anciano; envié un socorro a la viuda y le mandé a decir que cuando pudiera viniese a verme.

A los cinco días estuvo en casa Mariana. Esta mujer distaba mucho de tener la fisonomía franca, risueña y expresiva de Guzmán. Su cara era larga, sus ojos empañados y hundidos, su tez negra y acartonada. Era también muy vieja, pero su cabello no estaba enteramente cano. En fin, ella no inspiraba simpatías en su favor, a pesar de sus modales bondadosos y del cariño que su esposo le tenía. Yo la hice sentar y le dije:

-Ya supongo, Mariana, que usted habrá estado muy triste.

-Sí, sumerced, me contestó, pero mi Dios es el que lo ha dispuesto así.

-Esa es la vida, dije, debemos conformarnos.

-¡Sí!, yo estoy conforme y vengo a darle a sumerced las gracias por todo el bien que nos ha hecho.

Page 122: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

121

Al decir esto su voz era firme, su aspecto perfectamente impasible, y ninguna marca de dolor se pintaba en aquella cara negra y arrugada, que me recordaba la idea que en mi infancia me daban de las brujas. Sin embargo, recordé que era la viuda de Guzmán, que tenía reputación de ser una buena mujer y le dije:

-Mire usted, Mariana, aquí tengo un cuarto donde usted puede vivir; véngase a casa y no tendrá que pensar más en el pan de cada día; si se enferma, aquí la cuidaremos, y si tiene frío yo le daré con qué abrigarse. Guardó ella un instante de silencio y después me dijo:

-No, sumerced, jamás.

-¿Y por qué no?

Entonces exclamó:

-¡Qué!, ¿yo comería buenos alimentos de que no podría guardarle a él un bocadito?, ¿yo dormiría en cuarto y cama abrigados cuando él está debajo de la tierra? ¡Que Dios me libre de eso! Mire sumerced, más de cuarenta y cinco años hemos vivido los dos en ese pobre rancho. Cuando él iba a la ciudad a vender el hilo que yo hilaba y las chirimoyas, yo lo esperaba junto al fogón y ya tenía algo que darle. Llegaba, me abrazaba siempre, me entregaba el real o la sal que traía, y juntos nos tomábamos el calentillo (aguamiel), la arepa o la yuca asada que yo le tenía.

Si era yo la que iba a lavar al río, él me esperaba junto al fogón, y si no tenía que darme, siquiera atizaba la lumbre y me decía: esta noche no hay que cenar, pero tengo bastante leña y nos calentaremos juntos. ¡No; jamás dejaré ese ranchito! ¡Ya nadie se sienta en él junto al fogón!, ¡ya no estará allí ese ángel! Pero su alma no estará lejos; se afligiría si yo abandonara nuestra casita. Al decir esto Mariana cruzó sus manos sobre el pecho con un dolor convulsivo. Dos torrentes de lágrimas corrieron sobre sus acartonadas mejillas, y por más de media hora escuché su silencioso llanto y sus sollozos ahogados. ¡Cuán mal había yo juzgado a Mariana por su fisonomía! ¡Ah!, ¡jamás había yo visto un dolor más elocuente y sublime, jamás había comprendido tanto amor en un discurso tan corto y sencillo! ¡Pobre anciana! Yo lloré con ella y no traté de consolarla. Cuando su llanto se calmó, le dije:

-Mariana, mi ofrecimiento subsiste, aunque conozco que usted tiene razón en no aceptarlo por ahora. Pero algún día, cuando usted pueda, recuerde que esta es su casa y venga aquí a vivir más tranquila.

-No, sumerced, me dijo, eso no será jamás, porque yo se que él no se amañará sin mí en el cielo.

Page 123: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

122

Diciendo esto dio un profundo suspiro, y al propio tiempo se sonrió con cierto aire de calma e indiferencia. Apenas le di un corto socorro, temiendo que uno más abundante la hiciese sentir con más amargura su viudez. Al despedirme, besó dos veces mi mano e hizo tiernas caricias a mi pequeña familia. La insté que volviese, y no me respondió.

¡Seis días después Mariana descansaba en el cementerio de la aldea, al lado del venerable Miguel!

Page 124: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

123

LA NOCHE-BUENA Por Rafael Eliseo Santander

Profunda noctis otia Celestis abrumpit chorus, Natumque festo carmine

Annuntiat terris Deum.

Los preceptos y enseñamientos que nuestros padres nos imbuyen en la edad de la niñez y de la pubertad; las prácticas religiosas, y principalmente las grandes solemni­dades de la Iglesia, a las cuales nos preparaban con un aditamento de aseo y compostura; las faenas de la casa en aquellos días, un manjar señalado, un regalo en la mesa, y la satisfacción y el contento en el rostro de los mayores, el bullicio infantil y el regocijo de los domésticos; todo esto semeja un tesoro escondido de tiernas memo­rias, que en la edad madura vienen a pasar, una por una, por nuestra mente abrumada, con todo el sentimiento que causa el recuerdo de aquellos días de incomparable felicidad.

Estamos seguros de que cualquiera que haya recibido una educación cristiana, empapada en aquellas costum­bres, que subsisten aún a pesar de las inevitables mutacio­nes que consigo traen los tiempos, no habrá dejado de volver los ojos a lo pasado y evocar los recuerdos de la casa paterna, en más de una ocasión en que una fiesta o la solemnidad del día reavivan las escenas de aquel lugar dulcísimo en donde se deslizaron los días de gozo que nunca volverán. De estos días, ningunos halagan tanto nuestra fantasía como los de aguinaldos y noche-buena.

No sabemos cómo pasan hoy estas cosas en la sociedad en que vivimos, ni si los adultos de ahora guardarán para amenizar sus pensamientos el caudal de memorias que, al declinar hacia el ocaso de la vida, nosotros nos deleitamos en saborear. No sabemos, ni nos atrevemos a predecir, si la usura, la partida doble, con el ajuar del lechuguino im­berbe, despierten luego en el hombre otros recuerdos que no sean los del egoísmo, la tirantez de la etiqueta mercantil, y el frío y desabrido sentimiento de la posesión de la ma­teria. En cuanto a nosotros, podemos asegurar que, si no del todo nos son indiferentes los bienes de fortuna, damos cierto valor a las costumbres en que fuimos criados, y su recuerdo nos embelesa y trasporta sin poderlo remediar.

Necesitamos, pues, hablar de aguinaldos y Noche-buena, ora por afecto, ora por solaz a las cotidianas tareas que nos inquietan y desazonan de ordinario. Demos rienda suelta a las efusiones en que brota nuestro religioso cora­zón, que a Dios gracias, lo haremos poseídos de la convic­ción de que la causa de la libertad, a la cual hemos ser­vido con todas nuestras fuerzas, es también la causa del cristianismo. Hablar de redención, de salvación, de rege­neración, es ser fieles a

Page 125: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

124

las ideas con que nos hemos amamantado desde la cuna.

El mes de noviembre ha tocado a su término, y con él sus lluvias, el veranito de San Martín, y el duelo por los difuntos. Desde el 29 en adelante principian a brillar días más despejados, precursores de los espléndidos e incomparables de diciembre, en los que el cielo de purí­simo azul no deja por qué envidiar el tan decantado de la bella Italia. Los campanarios de la ciudad despiden sones alegres, las iglesias reciben adornos destinados al predilecto altar de la Virgen de la Concepción; y en las casas se apresta el altarcito, o algún aparato que pueda remedarlo, en donde se coloca la santa imagen. Los niños que tienen la dicha de poder armar un pesebre, empiezan por desembrollar los empolvados cajones y petacas, fun­damentos del tinglado que ha de figurar el lugar en que nació el Niño.

La calle del comercio gana cierta animación, producida por las bellas que pasan allí hora tras hora, de tienda en tienda, como inquietas y vistosas tominejas, comprando aquí una gala, allí un adorno, más allá... un corazón íbamos a decir; pero esto no es esencial en lo que ellas acopian para hechizar en los bailecitos de la novena, si es que no lo hay de gran parada; o bien en el teatro si la cosa vale la pena. En los más de los casos Villeta, Fusagasugá o Ubaque vienen a ser los sitios de recreo en donde los felices de Bogotá van a sacudir el polvo de los once meses del año que está de marcha.

Es preciso ser parcos en todo y por todo, e irnos con sumo tiento para no incurrir en la simpleza de ofrecer al lector un complicadísimo cuadro, que tal sería el que le ofreceríamos si intentásemos describirle este ben­dito mes de diciembre y lo que en él acontece. ¿Para qué necesitaría el susodicho lector de que tratáramos de bosquejarle el tono primaveral y la alegría de colores con que en estos días se halla revestida la naturaleza, si le sobran sus propios ojos para abarcaralo todo, y su pecho para sentirlo y gozarlo? ¿Es que no basta la vista para admirar la venida de la aurora entonces más festiva, más gaya y más rosada, cuanto que el padre de la luz como que apresura su venida y se presenta sin tocas ni aram­beles? Espacíese el lector por donde quiera; trepe a Egipto en una fresca mañana a oir la misa de aguinaldo costeada por el más rumboso de los vecinos de aquel anfiteatro; que no se detenga mayormente en lo de la misa si, como lo creemos, aquel acto no debe sufrir la ocurrencia de bufonerías, ni nada que tenga semejanza con profanaciones de procedencia pagana o salvaje.

Al salir de Egipto en­camínese por el paseo de la Agua-Nueva; no de un paso sin dirigir una amplia mirada, con ella pueda abarcar una llanura de diez leguas de norte a sur y poco menos de oriente a occidente, o bien contar los pueblos, las ha­ciendas, las quintas, cuanto el panorama de esta risueña sabana ofrece de un solo golpe a la vista contemplativa de un paseante que mira estos cuadritos acabados del Sumo Hacedor, y concluye por decir, si tiene chispa y gusto, que no hay en todo el mundo cosa parecida a esto.

Page 126: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

125

Sin saber cómo nos metimos a describir lo que de suyo no admite descripción. Menos difícil nos parecería condu­cir al lector a que se entretuviese con una de esas diversiones caseras, en las que si el Niño y su novena son el pretexto, con todo, no les falta cierto sabor tradicional que remonta a las edades primitivas y nos deja entrever las fiestas, los cantos, los loores, con que todos los pue­blos han venido desde entonces saludando el natalicio del Hombre-Dios. Mientras menos se ha alejado de su infancia un pueblo, se hallará en él más ingenuo y jovial, más sencillo y expresivo el modo como celebra aquella buena nueva.

La cultura y las tendencias de otro género, que las revoluciones políticas y sociales han desenvuelto en los pueblos, no han podido arrancar de entre ellos los usos más o menos modificados que de generación en ge­neración guardan para conmemorar aquel acontecimiento.

La historia santa, y el genio luego, han grabado en nuestra mente el humilde pajar en que vino al mundo el deseado de las gentes. Vemos aquel rústico aposento representado en nuestros pesebres, ora con el más sencillo aparato, ora con la más recargada compostura. Allí está el Niño en los brazos de la hija de Nazareth; los reyes llegan a presentarle sus ofrendas, los pastores se inclinan y le adoran, y coros de ángeles entonan «Gloria a Dios y paz a los hombres de buena voluntad». El pincel de Vázquez supo dar a este asunto tal expresión de verdad y sentimiento, que al contemplar el cuadro en que lo representa, el corazón más helado se conmueve y el pen­samiento más escéptico medita.

¡Oh!, no es posible encontrarse, sin emoción, en el seno de una familia cristiana, cuando armado ya el pe­sebre, encendidas las bujías y los concurrentes de hinojos ante aquel misterio, una voz de creyente dice:

Dulce Jesús mío

Mi niño adorado.

Y el coro de otras voces, que también vibran por la fe, responde:

Ven a nuestras almas,

Ven, no tardes tanto.

Entonces el hombre de espíritu distraído que allí se encuentre, pero que lleve en su corazón la memoria de­los venturosos días de su niñez inocente, o que se haga cargo de que aquella escena representa el reconocimiento de un hecho que data de siglos atrás, e inauguró la rege­neración del hombre en espíritu y en verdad, sustituyendo la caridad al egoísmo, la fraternidad a la tiranía, y el culto de un solo Dios a la torpe idolatría, comprende todo lo que hay de tierna poesía en aquella escena.

Page 127: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

126

¿Y qué es lo que pasa en efecto? El hombre que las echa de entendido presume que es un aniversario cualquiera que acaso por hábito, y nada más, el pueblo ha perseve­rado en reverenciarlo. No tal, que ese aniversario, acatado por el pueblo, por el pueblo pobre, tiene una más alta significación. La historia no trae un solo ejemplo de un pueblo en el que profundizara tan hondamente el senti­miento de un hecho como el que en ese día conmemoran los pueblos cristianos. Así, divididos y subdivididos como se hallan sobre la haz de la tierra, por la variedad en las creencias, no lo están en todo lo que tiene relación con las tradiciones acerca del nacimiento de Jesús. No existe un solo pueblo, cualquiera que sea su denominación cris­tiana, que no guarde una piadosa costumbre, un símbolo, una tradición íntima de familia, dedicada al recuerdo del Niño Dios.

Y ya es mucho que todos los pueblos, en medio de la deplorable ignorancia que los cubre, tengan perfecta con­ciencia de aquel punto de partida, que también lo es de la rehabilitación de la humanidad. No sabemos si los políticos hallen de mediana importancia esa especie de identificación que los desvalidos establecen allá en sus adentros cuando piensan: «También el Niño fue pobre, puesto que nació en un pesebre»; o bien cuando dicen: «La casa de Dios es de todos, y tan bueno es en ella el rico como el pobre». Nosotros, que en estas materias nos hemos quedado al pie del gólgota, sí tenemos la mayor confianza de que aquellas demostraciones son hijas del espíritu del cristianismo, germen regenerador arraigado en el corazón de las muchedumbres.

Por esto ha sido que de años atrás hemos fijado nuestra atención sobre lo que pasa en el pueblo precisamente el día del natalicio del Salvador.

Ya hemos apuntado que el mes de diciembre tiene un semblante que le es peculiar. Ora provenga de que es el último del año, ora de la propensión a dar al tráfago de la vida unos breves días de vagar, ello es que las transac­ciones en general se resienten de flojedad y el hombre más laborioso tropieza a cada paso con la inercia de los mu­chos que van dando de mano a los negocios, remitiéndo­los para el año nuevo. Así siguen llevándose las cosas, como a remolque, hasta el día de Noche-buena.

En este día la tendencia al ocio gana por completo a toda la gente; el comerciante, el empleado, el obrero, a buena hora se retiran a sus moradas, satisfechos de que van a encontrar, como si dijéramos, un garbanzo más en la olla. Porque es de saberse que en este día la casa anda toda revuelta con los aprestos de una comida que hasta el más infeliz halla preparada con un bocado que es pe­culiar en la fiesta. Criadas solícitas y afanadas cruzan por las calles llevando y trayendo el obsequio de costumbre, que por sabido, no lo nombramos, o un plato delicado, siempre en consonancia con los manjares que en tal oca­sión se sirven. En fin, señálase este día con el obsequio que en las casas acomodadas reciben los niños y los criados, siquiera sea una copa de vino, que en tiempos más felices era de consagrar.

Page 128: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

127

Cuando el desgraciado Larra figuraba en el asturiano la síntesis del pueblo, que come y come doble, tan sólo porque se le ha dicho que se celebra un aniversario, dan­do con esto a entender que, tratándose de la Navidad, el pueblo español no tiene nociones precisas acerca de ese aniversario, se nos antoja que Larra expresó en aquello un arranque de despecho, que los tétricos de ocasión y moda solemos repetir en tono declamatorio; pero no dijo verdad en lo que dijo. La única noción clara que los pueblos cristianos tienen de su destino les proviene de la tradición de la venida de un Mesías, Redentor de la hu­manidad, cuyo hecho lo ven realizado en el nacimiento de Jesús. Esta es la noción que reina por completo en la mente del pueblo, y consiguiente a ella es que, si el día de Noche-buena come un bocado más, sabe por qué lo hace; sabe qué es lo que conmemora, y sabe darse razón del grande acontecimiento.

Para cerciorarse de esto basta seguirle aquel día en sus dichos, en sus comidas, en sus cantos, en sus oraciones. Véase al infeliz ganapán, la aguadora, el doméstico al encontrarse con los suyos o con las personas de quienes esperan algo, la salutación es una demanda en nombre de la gran noche que va a llegar. Si a alguno se le ocurre ponderar la desdicha que en aquel día lo haya perseguido, estad seguros que le oiréis decir que se habrá encontrado tan de malas, que no habrá comido ni un buñuelito. Si de estas últimas capas del pueblo nos vamos remontando por grados, el conocimiento del aniversario irá apareciendo más despejado, hasta tocar con las superiores, en que el sentimiento cristiano será más ilustrado pero no más significativo.

Sigamos a ese pueblo al que el buen Larra no concedía la racionalidad sino por un efecto de la bondad de los naturalistas, y lo veremos encaminarse alegre, quia

venit hora. Si se nos dijese que esa multitud, que desde las primeras horas de la noche viene abocándose a la plaza mayor, formando grupos de donde parten voces y risas, dichos alusivos a la función que va a tener lugar, o con­versaciones que ruedan sobre este mismo tema; si se nos dijese que esas gentes, que así de broma y jarana se en­caminaban hacia un festín u holgorio, nada de insólito significaría su contento; pero esas gentes regocijadas vie­nen de todos los barrios de la ciudad, rodean por la plaza y las calles adyacentes, ocupan la escalinata y el ancho altozano, y esperan con cierta emoción a que las altas puertas de la Catedral les den paso franco. Ese pueblo no es, ¡vive Dios!, el pueblo glotón que se está trasno­chando a las puertas de la taberna. En sus cántigas vul­gares va a decirnos si hay en él algún sentimiento que lo anime a esperar, algo que lo eleve en aquellos momentos sobre la común ignorancia que lo ciega respecto de los demás acontecimientos seculares que marcan las edades del mundo. Oigámoslo:

«Esta noche es Noche-buena

Y no es noche de dormir

Que está de parto la Virgen,

Page 129: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

128

Y esta noche ha de parir».

Bien pudiéramos agregar centenares de cantos de este jaez, que nada importa la forma que revistan si en el fondo de ellos hay sentimiento, ternura y verdad. Y estos cantos no hay duda que no desmienten su procedencia, que es originaria del pueblo, o conservada por él desde una remota antigüedad. El pueblo que en sus cantares ha llegado a fijar la memoria de un suceso, y los repite en la ocasión, cree en la verdad de ese suceso. Al llegar a este punto de nuestras reflexiones o cavila­ciones, nos sacó de ellas el rumor confuso de la multitud que cual ondas de lava penetraba por las elevadas puer­tas de nuestra basílica, llenando sus naves y capillas. En un momento la plaza quedó desahogada, y diríase que casi en silencio, si unas pocas personas no se mantuvieran aquí y allí entretenidas en cantos o paseos. Es la noche sagrada del nacimiento de Jesús: el lugar, la hora y lo que nos rodea, y cuanto la vista alcanza a percibir, todo conmueve y previene el ánimo para perderse en contemplaciones, que bajo su peso doblegan el alma. El cielo con su innúmera hueste de esplendentes estre­llas, denota en el horizonte emblanquecido que la luna ya a asomar abriéndose paso por entre Monserrate y Gua­dalupe, y su luz crepuscular permite que el observador note la majestuosa mole de la Catedral interrumpiendo lo vacío del espacio. Los edificios circunvecinos aparecen como más agigantados, como moles informes y desorde­nadas echadas acá y allá entre los términos sombreados del cuadro. Oyense las voces sonoras, graves y acompa­sadas del órgano, que forman ese canto primitivo, caden­cioso y tierno, que remeda la voz llena del hombre en sus entonaciones patéticas. Entonces se agolpan a la mente los trances sucesivos por los que ha pasado el mun­do, desde la venida de Cristo, hasta nuestros días; y se recuerda que allí mismo, en donde ahora se eleva ma­jestuoso el templo cristiano, estaba el sitio de recreo de un potentado que dominaba como señor absoluto a un pueblo numeroso y pagano, del cual no quedan sino los últimos vestigios de su raza, embrutecida y degradada por la maldición de la conquista. ¡Qué cuadro y cuantas con­templaciones para animarlo bajo el pincel de Espinosa o de Torres!

La Catedral y los edificios circunvecinos interrumpen lo vacío del espacio...

Page 130: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

129

A la distancia a que nos hallábamos llegaban a nuestros oídos frases de esos cánticos proféticos cuyo cumplimiento parece que debiera realizarse en nuestro siglo.

«El juzgará a los pobres de entre el pueblo: él salvará los hijos del pobre.

«Porque él arrancará al pobre de entre las manos del poderoso; a ese pobre que antes, no contaba con apoyo».

Los maitines han terminado, y va a tener lugar el sacrificio.

Aqui terminamos también nuestras reflexiones. No presumimos de su originalidad, ni de que seamos los pri­meros, en la arrogancia de darlas a la estampa. De esto estamos enterados por propia conviccion, pues si algo nos faltara, aquel inglés nuestro conocido, que, en los momentos de nuestra meditación acertó a tropezar con nosotros nos habría sacado de la ilisión. Luego lo pusi­mos al corriente de lo que meditábamos en aquella alta hora de la Noche-buena

-Es lastima, nos dijo, que ustedes no conozcan el Cristmasday de Washington Irving; cuando ustedes sientan y escriban respecto de este asunto, quedara eclipsado por estos conceptos, que voy a recitarle:

«Solemniza el festin de Navidad cierto sentimiento sublime que levanta nuestro espirito llenandolo de un santo regocijo. El servicio que para esta ocasión tiene reservado la Iglesia, infunde singular ternura en los ani­mos sobrecogidos de inspirada piedad. Nunca la música es capaz de producir mayor ni más profunda impresión, que cuando rompen el aire las armonías de un gran coro de voces acompañadas por el órgano poderoso, haciendo vibrar las bóvedas de una basílica con las triunfadoras notas del himno de Navidad».

-Sea enhorabuena, contestamos al empecinado inglés, que parece ser hombre de calzas atacadas; y así y todo siempre nos quedarán los humillos de haber tratado de espigar en el mismo campo en que el autor de la vida de Colón recogió tan óptima cosecha.

Page 131: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

130

CACHACO

Por Ignacio Gutiérrez Vergara

Palabra fecunda en metamorfosis en la sociedad bogotana; palabra provincial que ha venido a generalizarse tanto, que hasta un periódico de marras la llevó como fe de bautismo, y que los académicos españoles, o por lo menos sus hermanos de este lado del charco, estarán ya casi, casi decididos a que haga parte de las voces del diccionario castellano; ¡tanta es la extensión que ha adquirido, tan multiplicadas son las modificaciones que contiene! Nosotros vamos a emprender la ardua tarea de hacer una reseña de algunas de ellas, para que sirva de explicación de esta palabra, por si llega al fin a adoptarse como hija legítima del riñón de las Españas.

Un joven raizal o de provincia, travieso y perdulario, que está en el colegio a rienda corta en esto de las expensas suministradas por un acudiente un poco cicatero; que asiste al aula dos días, y el resto de la semana está paseando o en el cepo; que rompe y destroza a babor y estribor; que tiene siempre las manos pavonadas y las uñas como guardilla de esquela para convite de entierro, amén de la cara y las orejas que sólo han conocido de vista mas no de trato y comunicación los dominios del dios Neptuno; que usa siempre el pelo como la conciencia de un escribano, y el sombrero como las banderas de Pizarro; que lleva habitualmente dos agujeros para que se asomen los codos por las mangas de la chaqueta, y que se da por bien servido de que no se le caigan los calzones a beneficio de una cabuya con que se los ata en un botón atrás y otro adelante, únicos que le han dejado la pelota, la golosa y el tángano; que sabe ocultar tantas miserias bajo de una capa o capote cuyo color primitivo se ignora, pero cuyo forro puede resistir cualquier aguacero al favor de los diferentes barnices de que está impregnado; que gasta suizos o zapatos altos con la mitad de la suela desprendida y la otra mitad al desprenderse; que para cubrir los calados que ha hecho a las medias, cuando las lleva, les va cogiendo rizos como marinero de tierra embarazado por el pedestre velamen; que pelea con todos sus condiscípulos, y es guapetón, y carga piedras, y dulces y pólvora en los bolsillos; y por último que lleva filos de doctor, en cuya carrera lo ha puesto su padre para que vaya pronto a ser notabilidad haciendo escritos o matando gente en su provincia... este jóven es lo que se llama un cachaco, genuinamente dicho, con título expedido en toda forma de derecho.

¿No véis aquel otro, que es el reverso del anterior? Miradlo, ¡qué elegante! Pera y bigotito cuidadosamente cortado a medio labio, y favoritas; con cabellera a la

renaissance, ¡qué bien sacada la carrera!, una modista peluquera no se peinaría mejor. Parece que su madre lo parió con la casaca que tiene puesta, no se le hace una sola arruga; y los calzones, y el chaleco, y la corbata, y el sombrero, no

Page 132: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

131

hay pero que ponerles, en caso apurado se podría uno afeitar en sus chirriadoras botas a falta de espejo; fuetecito de cuero torneado, cadenitas, anillos, prendedor... vamos, es un Adonis. ¡Y cómo huele! ¡qué fragancia, que atmósfera tan perfumada va dejando por donde quiera que imprime su ligera planta! Seguidle los pasos; va a hacer una cacería, sí, una cacería; cuatro muchachas por lo menos quedarán hoy muertas al rigor de sus flechas; este es su principal oficio después del bailecito de anoche, una que otra parada en que empeñó su crédito y ha perdido el reloj, y algunos tragos regulares del agua que los franceses llaman de la vida y los ingleses apellidan brandy.

Este joven, así como los veis, está estudiando: cursa ocho facultades distintas y le sobra tiempo para todo; dentro de dos meses se graduará de doctor; antes de concluírse estos años será abogado, y hace apenas uno que acabó filosofía; ¡tiene tanto talento!, será un prodigio cuando tome la palabra en una cámara legislativa. Su padre se ha desvivido por darle una buena educación, y ha sacrificado los productos enteros de su hacienda al placer de tener un hijo doctor; los recursos se van agotando, y el gasto, sin embargo, continúa adelante. Seguid al joven; miradlo, ya se paró en un corrillo con sus camaradas, a decir chistes y cantar un miserere al prójimo.

-Hombre, le dicen, ¡qué dandy estás!, esa casaca sin duda te la mandó tu primo Luis Felipe; esa cadena será obsequio de tu novia la princesa Victoria.

-Sí, responde con gravedad el novel jurisconsulto: yo me pongo lo que debo...

En efecto, allí mismo en el corrillo recibe una tras de otra cinco cuentecitas firmadas:

«Dobiecky, un sombrero negro water proof, 6 pesos».«Ferri, una casaca a la

derniere, paño superfino parisiense, 30 pesos». «Sandino, un par calzones trabuco, 12 pesos». «Ferari, un chaleco seda a la Luis XV, 9 pesos». «Miguel, dos pares de botas y uno de zapatos charol elegante, 20 pesos; es domingo y hay que pagar a los oficiales». Así concluyen todas las cuentecitas.

-Corriente, responde a los portadores; hoy debo recibir quinientos pesos de un negocio que hice anoche, y además, mi padre debe enviarme dinero por este correo; luego pagaré.

Este es un cachaco de moda, de los superfinos.

Más he aquí que ya concluyó su carrera literaria; y no como quiera, sino que es médico y abogado, o abogado y médico en una sola pieza; un galgo no corre tanto detrás del venado, como nuestro jóven delante de los estudios. Y por cierto que él

Page 133: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

132

es a la sazón la viva imagen de un galgo; macilento, descolorido, flaco por la fatiga de cien conquistas y de otras tantas heridas recibidas en los campos de Venus Citerea. Preciso es que se hayan a hacer abluciones en honor de la diosa, y que emprenda el viaje a Tocaima, como los musulmanes a La Meca; pues es de rigurosa etiqueta y de obligación estricta en todo cachaco profeso, visitar, por lo menos una vez al año, las aguas de Catarnica; ¡aguas sagradas, que lavan las manchas y curan las heridas! Efectivamente, nuestro joven está ya de vuelta de su segundo viaje, lucido y rozagante como una manzana (no importa saber si de Sodoma o de Chía, que esto no hace al caso).

Pasemos en silencio la tierna entrevista con sus camaradas; escenas son éstas que darían mucho que reír y algo que llorar. Lo que ahora se trata de averiguar es cómo pasará la vida. Buen mozo todavía, dos profesiones, con fama de talento, ¿qué más quiere?, el hombre va a comer a dos carrillos... Pero, ¡qué chasco!, los doctores en esta tierra dan ya por más arriba de la cincha, y como, según el principio de los economistas, la abundancia de un género disminuye la demanda, esta mercancía ha perdido mucho de su valor o se ha vuelto hueso, como dicen los comerciantes.

¿Qué remedio, pues, en este conflicto?, la educación del hijo consumió el fruto de las economías que por largos años había hecho el padre; toca este hoy, como tocar solía, su baúl en otro tiempo hidrópico, ¿y qué encuentra?, ¿qué?, un papel muy bien timbrado e impreso; ¡el título de doctor librado a su hijo! Pero está visto que este título no quita el hambre, como la quitaban las onzas de Carlos III, que han cedido el lugar a la ejecutoria literaria; es indispensable, pues, buscar otro modo de vivir, porque la necesidad aprieta y no da espera. Petardo aquí, préstamo allá, así se pasan algunos días, hasta que al fin concluye nuestro héroe biborlado solicitando un destinito de escribiente de oficina. Entre tanto se enamora por la centésima vez, contrae matrimonio a plazo, y ya sabemos cuáles son las conse-cuencias. Este es un cachaco capuchino.

Hombres hay también con tamañas barbas, que pasaron su juventud en el cachaquismo, que lo han continuado en la edad madura, y que se acercan ya a la vejez siempre cachacos. Pertenecen a esta clase los que tienen por profesión conversar de día y de noche, fumar tabaco, e ir a coger las horas de tienda en tienda averiguando vidas ajenas y entregados sin remordimiento al dolce

farniente. Una pequeña novedad política, una ligera discordia doméstica, las relaciones de dos amantes, en fin, la crónica libertina, los ocupan exclusivamente; y empapados por tanto en los negocios ajenos, a falta de suyos propios, estos hombres pueden llamarse los apoderados del pueblo o los cachacos de tienda.

Un cura que no asiste puntualmente su curato; que por jugar una ropillita y no desairar las fiestas del pueblo vecino, deja a sus feligreses encomendados a la

Page 134: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

133

Providencia; que sus costumbres personales no están en armonía con la palabra evangélica que de vez en cuando predica; y que en caso de reconvención se atreve a decirle, si es necesario, cuatro frescas a su mismo prelado, este tal cura, es un cachaco de bonete.

Un fraile mocetón, con cuello almidonado y cerquillo a la renaissence, que se disfraza de noche y sale de su convento con peligro de ser conocido y de que la policía lo atrape en donde menos se pensara, cuando debiera estar dándose disciplina y rogando a Dios por los pecadores; este tal, decimos, es un cachaco de

cogulla.

El militar que ha colgado su valor junto con su espada en un rincón del hogar doméstico, que estrena finos uniformes, y que... Pero dejémoslo aquí, porque no es prudencia meterse con gente que carga pistolas; quedando así concluída la explicación de la palabra por lo que hace al género masculino. En cuanto al femenino, algún día quizá «El Observador», se atreverá a ocuparse de tan delicada materia.

Page 135: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

134

ALGO SOBRE TIERRA CALIENTE

Por Salvador Camacho Roldán

Al doctor José María Samper

La altura tropical en que vivimos, a cuya posición debemos el beneficio de una eterna primavera, no parece eximirnos de la necesidad de la sucesión de las estaciones que la naturaleza ha concedido a los habitantes de las zonas templadas en que habitan las nueve décimas partes de los pobladores del globo. Los habitantes de los valles calien­tes necesitan de vez en cuando subir a fortificar los tejidos con el aire tónico y frío de las montañas, y los pobladores de las altiplanicies heladas están sujetos a afecciones pul­monares, cuya curación sólo puede buscarse en el calor vivificante y en la mayor presión atmosférica de los valles inferiores.

La alternación de las impresiones no es sólo una ley de la naturaleza moral, que las constituciones políticas de los pueblos libres han consagrado en la garan­tía preciosa de la alternabilidad, sino también una condi­ción de la naturaleza física del hombre.

Una de esas afecciones pulmonares en un miembro de mi familia, me obligó hace pocos días a bajar los escalones de la cordillera; y sabiendo que tú has resuelto venir a establecerte en La Mesa para dar extensión a los negocios de tu casa, y siendo este el lugar en que he determinado temperar, me parece que no carecerán de interés para tí algunas impresiones de viaje y noticias sobre este lugar y los campos del rededor. Excitado por nuestro común amigo, el señor redactor de La Opinión, y sin tener otra que poder darle de pronto, permite que esta cartavaya en letra más clara que la mía. A pesar de su publi­cidad, y tal vez a causa de ella misma, puede que tú sólo seas quien la lea.

Desde que el viajero avista las casas sucias y medio derruídas de Barro-blanco, empieza a cambiar notable­mente el aspecto del paisaje: las nieblas del Bogotá, azo­tadas por el viento del oeste, constante en las regiones del Magdalena durante ciertas épocas del año, se precipi­tan sobre las montañas y cubren con su manto perenne las cimas de los cerros. Cuando se llega a Boca del Monte, algo parecido a la emoción, se nota en la fisonomía de los bogotanos, enemigos siempre de los viajes. Al través de la niebla, se distingue confusamente el perfil azulado de la cordillera central, al otro lado del Magdalena, y un firmamento sin nubes brilla a lo lejos con ese aspecto deslumbrador que la imaginación atribuye a los risueños celajes de lo que está por venir. Una región verde, alter­nativamente formada por valles, laderas, mesetas, picachos y montañas, se distingue a lo lejos en confusión; y al volver la vista al camino que se va a recorrer, se encuentra un callejón oscuro, tortuoso y con una pendiente capaz de causar vértigo a una

Page 136: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

135

cabeza no acostumbrada a estas peregrinaciones.

A juzgar por su entrada, lo que está allá, bajo nuestros pies, no es esa naturaleza alegre, de germina­ción poderosa, sino un lugar de horror y de espanto. Un griego de los tiempos de Homero, que resucitase en nues­tros días, lo tomaría quizás por el tenebroso camino del Orco, habitado por los remordimientos en sus orillas, y esperaría encontrar al término de su viaje la barca del feo Caronte, amarrada sobre las aguas negras del Aquerón. Algún puritano del Estado de Massachussets, que anduvie­se buscando prosélitos entre nosotros, se vería tentado a confundir, así a la distancia, los verdes valles del Apulo con el temido «valle de sombra y de muerte».

Los viajeros de a pie ponen allí devotamente una cruz de chamizo sobre la escarpa del cerro, y la bogotana, que no encuentra modo de bajar de su cabalgadura, hace de­votamente la señal de la cruz sobre su cara. Y a la verdad la ocasión no es para menos, porque en poco más de una milla de camino de empedrados horribles, en que sólo se puede salir avante merced al talento de los animales, a quienes se hace la injusticia de no suponerles ninguno, se ha hecho un descenso que en línea vertical tiene de 400 a 500 metros.

...una región verde, formada por valles, laderas, mesetas, picachos y montañas...

No hubo, sin embargo, sustos ni llanto en los de nuestra comitiva: mis compañeras de viaje, acostumbradas a estas peregrinaciones, avivaron sus mulas y bajaron contem­plando alegremente el paisaje. Una de ellas, antioqueña de nacimiento, poco inclinada a los desmayos y conoce­dora de los caminos de montaña en su país, comparados con los cuales los nuestros pueden pasar por camellones vergonzantes, habría podido exclamar con más razón que don Quijote en la puerta

Page 137: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

136

del carro de los leones: !repechitos a mí! Tres pequeños cuasi-llaneros de la escolta

marchaban para los Llanos

a aprender a jinetear.

Por consiguiente, no podían dar y no dieron mala nota de su persona. En cuanto a mí, viejo lobo de mar, iba a decir, aunque tendré que reducirme modestamente a lo único que permite la tierra, a la categoría de lobo de barrizales, yo soy práctico, como tú sabes, en esto de barrizales caminosos, como dijo el catire González de los de cierto Estado de que no quiero acordarme, y tan práctico soy en la materia, que ni Manuel Pombo y Emiro Kastos, a quienes Pepe Santander llamó en otro tiempo hombres culebreros y desosegados, serían capaces de habérselas conmigo; mucho menos Ricardo Carrasquilla, que aunque culebrero de nacimiento, por ser natural del Chocó, ahora se ha enraizalado, y me mira en estas materias de navegación mular, o más bien de mulación barrialar, con todo el respeto debido al mismo Marco Polo.

La escena cambia en el monte de La Mesa a pocas cua­dras de la Boca; un excelente camino de montaña, sin igual en este país, abierto en 1848 por el silencioso señor Lino Peña, con la ayuda eficaz del entonces gobernador de Bogotá, señor Pastor Ospina, empieza unas doscientas varas arriba de «El Curubital», y termina en Tenasucá, una legua más abajo. El camino, sólido, ancho y con modera­do declive, hace contraste con el despeñadero anterior, inspira contento y permite tender con descanso la vista sobre los pintorescos accidentes de las montañas.

La re­gión del salvio triste, a cuyas hojas se adhiere el polvo en tales términos que le da el aspecto de un empleado cesante o de un demagogo en tiempo de paz; del insus­tancial arboloco, rápido en crecer y pelechar, pero hueco por dentro y de corta existencia, personificación de tantas reputaciones y personajes de un día; la zona de esa vege­tación digo, que parece desalentada y perezosa como el genio de nuestras poblaciones interandinas, ha cesado ya, y árboles corpulentos, copas frondosas, colores vivos en el ramaje han empezado; al monótono silencio de la sa­bana han sucedido las prolongadas y alegres voces del bosque antiguo, entre las que se hace notar por su cons­tancia el chirrido agudo de la cigarra. Un arroyo límpido despeña su linfa espumosa por toda la vera del camino, brincando juguetón unas veces al lado del caminante, atravesándose a su paso otras; formando aquí bellos pozos que convidan al baño, ocultándose allá entre un tupido follaje de moreras y helechos.

Algunos pequeños cultivos han retirado ya aquí y allí los límites del bosque primitivo, aclimatando el carretón en la ruta de las tierras calientes. Hacia la mitad del mon­te, en frente a la venta de «El Carrizal», se extienden a bastante distancia

Page 138: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

137

unos bonitos collados cubiertos de pasto, en cuya cima se ve blanquear una alegre casa pajiza ro­deada de cercas de piedra y adornada con hileras de reta­mas, sobre cuyo verde reluciente hacen contraste sus amarillas flores llenas de perfume. Esa es una posesión recientemente fundada por un antiguo y estimable vecino de La Mesa, y lleva el aristocrático nombre de Chantilly.

Un poco más abajo hay una choza pajiza llena de velas encendidas: es la capilla de un famoso San Antonio, que ha tenido la excentricidad de abandonar su mansión abri­gada y cómoda de los cielos por la inclemente y estrecha de la hendedura de una gran roca que hace frente al ca­mino. Acercándose a la choza Manuel Pombo, ahora pocos meses, descubrió con sorpresa un gran pliego fijado en la pared, en el que había una colección numerosa de cojos, mancos, tullidos, caricomidos y otros baldados de la laya, pregonando los milagros de San Antonio y la salud obtenida en cambio de la devoción a tan poderoso intercesor.

Leyendo con cuidado la prosa explicatoria de los milagros, vino en conocimiento de que el famoso car­tulón era nada más y nada menos que el pliego con que el doctor Brístol envuelve los frascos de su zarzaparrilla y pregona las virtudes admirables de su medicamento.

Si el doctor Brístol ha pasado a mejor vida, de seguro que a la fecha pende ante el tribunal de San Pedro un litigio encarnizado sobre la propiedad de las curaciones efectua­das, en el cual es probable que, compurgado ya su orgullo con largos años de purgatorio, haya establecido en forma una tercera oposición coadyuvante el famoso Juan Díaz, descubridor de la no menos famosa fuente de Catarnica y fundador de Tocaima. Con toda la moderación propia del que puede tener interés en el pleito (porque, como tú sabes, yo suelo vender la preparación del doctor Brístol), aventuré a Pombo una tímida observación:

-Si San Antonio, le dije, es el autor de los milagros, es mucha tacañería en él no devolver al enfermo las na­rices perdidas, o los pies cortados, y no resanar con un paso ligero de la mano las grietas y abolladuras que la enfermedad dejó a su paso por la cara del paciente.

-Vaya, y qué poco entiende de milagros, me respon­dió. Si el santo resanase, como muy bien pudo hacerlo, esos vestigios de la mala vida pasada, ¿qué recuerdo que­daría, para los hombres olvidadizos, del milagro otorgado por la eficacia de su intercesión? ¿Qué testimonio subsis­tiría en estos tiempos de incredulidad de las gentes, de lo que en los días de su aflicción pudo la fe?

Yo no insistí. Recordé muy a propósito que en una de sus visitas por las provincias del norte, el arzobispo Mosquera había hecho quebrar a martillazos algunas imágenes de piedra, a quienes la piedad de la gente sencilla atribuía el don de los milagros; y que este hecho recibido con escándalo por los creyentes, había valido al sacerdote secretario del señor Mosquera, a quien fue encomendada la misión

Page 139: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

138

de ejecutor de la justicia, el horrible apodo de mata-santos.

Celoso por conservar intacta mi buena fama de ortodoxo, suspendí mis dudas para dejar su resolución a quien de derecho corresponda; y sin pedir informes algunos a los cobradores de las rentas de San Antonio que habitaban la casa, encendimos nuestros cigarros en una de las velas sagradas y seguimos camino al trote perpendicular de nuestras cabalgaduras.

De San Antonio para abajo aumentan los síntomas de la proximidad de la tierra caliente: el guarumo, árbol cosmopolita, que crece y prospera desde 2.000 metros de altura hasta el nivel mismo del mar, muestra ya su tronco escaso de ramas y sus hojas anchas y estrelladas plateadas por el revés; el platanillo levanta en las orillas húmedas del arroyo sus grandes hojas brillantes corona­das por un penacho de flores encarnadas; el canto del toche resuena por primera vez entre las ramas; un calor dulce parece licuar mejor la sangre entre las venas, y los pulmones aspiran con más fuerza el aire puro de las montañas. Tenasucá se acerca, y aquí termina lo que propiamente se llama el monte, es decir, el estribo de pie­dra de la altiplanicie, cuya altura calcó el coronel Codazzi en 900 metros desde Tenasucá hasta el nivel de la sabana.

Aquí cambia la naturaleza del suelo, y aunque muy poco sólido el piso, sigue otro trecho de buen camino hasta cerca de Tena, trazado por el señor Pedro María París en 1848, y ejecutado en 1849 y 1850 bajo la direc­ción del mismo señor París y del señor Ramón Carvajal. Con excepción también de los dos o trescientos primeros metros de la bajada que tienen una inclinación de más de 20 por ciento, el resto tiene un nivel soportable, y corre por entre una frondosa arboleda que defiende gra­tamente al pasajero de los rayos del sol.

Antes de llegar al «Tambo» había a la mano derecha del camino una ins­cripción grabada en una gran piedra, que expresaba la fecha de la construcción de aquel, y guardaba el nombre del señor Victoriano de D. Paredes, secretario entonces de relaciones exteriores y mejoras internas, a cuyo deci­dido interés se debió, decía, que el trazo del señor París no quedase abandonado; pero tanto la piedra como la inscripción han desaparecido.

Después de atravesar por en medio de algunos verdes collados y lomas cubiertas de grama hasta la orilla del torrente, que por aquí va tomando proporciones más respetables, y que recuerdan algo el camino de Canoas a San Carlos en Antioquia, se llega a la casa de «El Tambo», edificada en 1849 por un vecino de Tena, el señor Prudencio Pulido, sobre uno de los sitios más pintorescos que pueden darse en el camino del sur.

Uno de los contrafuertes de la cordillera viene a ter­minar a la izquierda del camino en una peña cortada a pico con más de cien metros de elevación. La casa está construída casi sobre el abismo y un balcón interior que da vista al sudoeste,

Page 140: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

139

presenta el paisaje más extenso y más hermoso que yo he encontrado en las cordilleras.

Por la izquierda llega un rumor envuelto en las nieblas, avisando que:

El valle va a buscar del Magdalena

Con salto audaz el Bogotá espumoso.

El torrente que recoge las aguas del monte de La Mesa, se precipita desde lo alto de la peña formando una rumo­rosa y bella cascada; encima está la región de las nieblas; abajo se ve ncampos sembrados de anis, matizados con algunas plataneras, a cuyo lado ondea en graciosa curva el ligero penacho de las guaduas. La palmera misma, erguida y colosal, hace aquí su primera aparición, como para completar el contraste de las dos naturalezas.

El camino caracolea por las faldas hasta más allá de Tena, cuyas casas están ocultas por un pliegue del terreno; al pie de la meseta de La Mesa, se ven las casas del Hospicio en forma de camarines. A la izquierda se ve el valle del Bogotá hasta Anapoima, y de vez en cuando asoma por entre el bosque la faja amarillenta del río. En sus laderas verdean las cañas entre el matiz más oscuro del bosque, y la columna de humo de las chimeneas se levanta de encima de los trapiches. La meseta llamada de Juan Díaz, en cuyo centro está la población comercial de La Mesa, corre paralela y a la misma altura que la del Colegio en la orilla opuesta del río, cuyo valle parece ser una mera solución de continuidad de las dos altiplanicies. El mismo aspecto se encuentra más abajo entre las mesetas de Ana­poima y Mesa de Yeguas.

El furor desencadenado de las aguas lanzadas por Nenqueteba, parece haber despedazado en su curso y abiértose un cauce al través de una gran mesa, dividida ahora en cuatro fragmentos en dos planos que forman escalón. La primera línea del horizonte la cierra el cerro de Guacaná, en cuya falda oriental están las Juntas de Apulo, y Tocaima en la occidental.

Más allá de Guacaná se distinguen las llanuras del bajo Bo­gotá y una línea de niebla indica en las mañanas despejadas el curso del Magdalena. Sobre la orilla derecha de este se ve una línea de montañas, rota por una grande abolladu­ra en su centro, por donde se precipita el río Fusagasugá; esa gran depresión es el boquerón de «Aguas-Claras».

En los días bien despejados se alcanza a ver el «Cerro de Pan de Azúcar», que está en las inmediaciones de Natagaima, y al occidente cierran el paisaje las cimas azules de la cordillera central, dominadas por el nevado del Ruiz que refleja en sus faldas plateadas los primeros rayos de luz; y todo ese montón confuso de dientes de sierra, masas de nieve, y nubes acolchonadas, está presidido por el

Page 141: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

140

domo fulgurante del majestuoso Tolima.

La belleza agreste de este paisaje, que no podemos comparar a los ponderados de la Suiza, que jamás hemos visto ni tal vez veremos más que en pintura, compensa las fatigas del viaje, y la mala noche que puede pasarse en una sala destinada a la hospedería de los traficantes al mercado de La Mesa, ni muy perfumada, ni muy lim­pia que digamos; pero aconsejamos sí, que se trate de estudiarlo con las primeras luces del día, porque a los primeros rayos del sol, las nieblas levantan su velo poco trasparente, y pampas y cerros, palmeras y trapiches, horizontes y cúpulas quedan envueltos en la oscuridad.

Llenando almofrej, liando petacas, calzando las espue­las y montando a caballo, se sigue la marcha por una falda suavemente contorneada, y por un camino que las lluvias de la montaña destruirán en breve, si no se destinan al­gunos fondos para su composición, y si no se encarga su empleo a la tenacidad del doctor Benigno Guarnizo, que hasta ahora ha sido su más constante protector.

A poca distancia se pasa el pueblo de Tena, célebre tan solo por la franca alegría que allí mostraba el general Santander en las fiestas del mes de agosto; la obsequiosa hospitalidadde los señores Briceño, dueños en otro tiempo de la hacienda del mismo nombre; el cordial recibimiento que en el día hacen a sus amigos el señor Gabriel Hernández y su esposa, y la frente despejada, sin asombro de preocu­paciones jurídicas, con que el señor doctor Zaldúa (Fran­cisco Javier), admite y hospeda a sus amigos: Allí no se nota en él ese esplín que le conocimos sus discípulos, originado por largas vigilias sobre los detestables infolios de la Recopilación y de las Partidas, amenizadas tan solo con el estilo bárbaro de la curia filípica y del conde de la Cañada, y requintadas, si la frase es permitida, por la abrumadora tarea de enseñar a estudiantes de mala vo­luntad el espantoso don Juan Sala, que, sea dicho, con perdón de nuestro amigo el doctor Parra, es más mazorral que el mismo diccionario de la Academia española.

El torrente se precipita desde lo alto de la peña, formando una rumorosa y

Page 142: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

141

bella cascada.

Dos millas adelante de Tena se encuentran, entre otras, las casas del Hospicio, en que es fama hay el mejor guarapo, guarapo tradicional, que se encuentra en todo el camino, y tres o cuatrocientas varas más allá, las de «El Gredal», en que hay un lindo punto de vista sobre las fal­das del estribo del monte de Bojacá y el valle superior del Apulo.

El estribo de Bojacá es el más ancho y tendido que presenta la cordillera por el lado del sur, y a primera vista se nota que un camino carretero no es un imposible por allí; a pocos pasos de su nacimiento forma el Apulo una cascada que brilla en el fondo oscuro de la arboleda como los blancos dientes de una hermosa al sonreír; a sus lados empiezan las cañas por esa parte, y las casas de «Doima» blanquean alegremente sobre la falda.

Más abajo se sumerge el río en un valle estrecho y profundo, flanqueado a la derecha por cinco agudas cuchillas que bajan desde lo alto de la serranía hasta la orilla misma del río, cerca del trapiche de San Lorenzo, y a la izquierda, por una escarpa formidable que se levanta perpendicular­mente a más de 150 metros, y sobre cuyos hombros re­posan las cañas, el cafetal y el trapiche de la hacienda de San Nicolás.

En «El Gredal» empieza un pedazo de camino nuevo, abierto durante la gobernación del señor Justo Briceño, y bajo la dirección del señor Gabriel Hernández, si no estamos engañados, con el cual se evita una peligrosa ascensión, cuasi aerostática, hasta la cumbre de un cerro de pizarra, para volver a bajar sin paracaídas hasta «Los Pantanos», que era parte del antiguo camino.

«El Guayabal» no tiene hoy otra importancia, fuera de ser el más seguro potrero para las recuas de la sabana, que el recuerdo de haber estado allí hasta 1793 la población que en ese año se trasladó a La Mesa de Juan Díaz, en busca de un plano más espacioso.

Su nombre viene de un bosque de guayabos que hay a la orilla derecha del camino, legado quizá de la antigua población. Subiendo desde aquí unas pocas cuadras se llega a la «Punta de La Mesa», distante algo más de un kilómetro de la villa comercial de este nombre.

Al llegar aquí se divisan los techos de las casas del pueblo, entre las que sobresalen el macizo campanario de la iglesia, una palma real de proporciones colosales, y algunas menos levantadas de coco; todo medio oculto entre el follaje de los mangos, naranjos y pomarrosos; la vista se dilata sobre los valles del Apulo a hi derecha y el cauce profundo del Bogotá en el frente; una suave refresca el ambiente, y las emanaciones de los azahares y jazmines llegan a bocanadas hasta el viajero. El aspecto de la naturaleza es risueño y alegre, el cielo está azul y

Page 143: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

142

todo convida a descansar. Descansemos,pues:lapluma,quehanecesitadodemásespuelaquelamulaparallegara

LaMesa,reclamayaeldescansodelacama.

Page 144: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

143

OVIDIO EL ENAMORADO Por Medardo Rivas

Es Bogotá, patria de aburridos, imperio de hastiados y convento de desesperados, nadie está contento, nadie se divierte, nadie se distrae; todos se quejan, todos reniegan y todos exclaman a una y sin cesar ¡ah vida!, ¿qué haremos? Y a fe que no tienen razón, pues aquí no faltan diversiones; ya una presentación diplomática con tropa, música, voladores, matachines y loas en palacio, en lo cual se pasa una mañana entretenida; o ya una revista de generales, oficiales y tropa a la Luis Napoleón, dada gratis por nuestro filántropo gobierno, para que el pueblo se divierta, con lo cual se pasa una tarde deliciosa; y en la noche es mucho mejor, no digo ahora en que ha venido Coenen a tocarnos su violín por doce reales, dejando el bolsillo divertidísimo, sino también en las que no tenemos concierto; pues no hay más que irse a ver los faroles y es como entrar a una galería de variedades; los unos son de vela, los otros de aceite, estos de trementina y aquellos de gas; y luego que todos tienen la gracia de apagarse por sí solos, dejando todas las calles iguales, antes de que los barrios griten, ¡abajo los monopolios!, ¡abajo los faroles!, ¡igualdad o muerte!

Sea de esto lo que fuere, el hecho es que aquí todo el mundo está aburrido excepto dos personas, Ovidio y yo; él porque los amores, las conquistas, las citas y los chascos no le dejan tiempo, y yo porque me divierto atormentando al prójimo en los ratos que me deja desocupados la historia del Padre Vigil.

La vida sin amores es para Ovidio lo que para ciertos liberales la causa de los principios sin empleos, un árido desierto, valle de tumbas que pasando vemos;

y así como aquellos sacrifican independencia, dignidad y virtud en el altar del empleito, así aquel sacrifica su salud, su tranquilidad y su bien en el altar de los amores. Querer y ser querido, he aquí su ambición, su gloria, el sueño dorado de su fantasía, la imagen risueña que lo seduce y lo embriaga. Su amor es infinito, inmenso; ama con pasión, con frenesí, con delirio; y ama a... todas las bonitas por turno, y a todas les ofrece comoofrenda su corazón de fuego.

Si el tiempo que Ovidio ha gastado en los amores lo hubiese empleado en estudiar finanzas, ya hoy comprendería el «Presupuesto Nacional»; y no se crea que en esto hay exageración, pues por confuso y enmarañado que sea ese sujeto, estoy seguro de que diez años de constancia y asiduidad bastarían para descifrarlo, y este es, precisamente, el tiempo que lleva Ovidio en el amor, que es el objeto de

su pensamiento cuando está despierto y de sus sueños mientras duerme.

Ovidio era empleado de la secretaría de hacienda, y allí dividía su tiempo dulcemente entre el gobierno, su señor, y la señora de sus pensamientos, haciéndole a aquel cuadros y modelos, y a aquella cantos y versos, modelados

Page 145: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

144

también por Zorrilla. Mas dio en robarle al gobierno la parte que le tenía asignada, para consagrársela a su querida, y el jefe de sección en reprenderlo por esto, hasta que un día en que se le dio a copiar una comunicación urgente, después de haberla rotulado «Al señor director de ventas» le dio la viaraza de los versos y en el mismo papel siguió escribiendo:

Como blanca visión consoladora Te mostraste a mis ojos cariñosa, Pura, inocente, perfumada rosa, Conjuro a ser de mi fatal dolor.

Imagínense ustedes qué tendrá de visión consoladora ni de perfumada rosa mi amigo el director de ventas, con su poblada barba, su sombrero alón y su levitón pardo. Mas, como iba diciendo, la comunicación era urgente, y el secretario, cansado de aguardar, fue a pedirla en persona y le preguntó:

-¿Por qué se tarda usted tanto?, y Ovidio todavía bajo la influencia poética le contestó:

-Porque tú encantas mi existencia, Julia, Tú que disipas mi mortal hastío: Por tí latió mi corazón ya frio Y él te ofreció su inspiración, su amor.

Oír esta extravagante contestación el señor secretario (que en vez de latir, hizo enfriar los corazones desde que presentó los proyectos gravando las quinas y el tabaco), oír esto digo, ver lo que estaba escribiendo y echarlo de allí con cajas destempladas, fue todo obra de un momento.

Enamoróse Ovidio perdidamente de la púdica Clotilde, y no teniendo como ir a la casa ni en donde verla, hizo confidente de sus amores a una criada, quien mediante algunos reales convino en tomarlo bajo su protección y en llevarle algunas cartas, mas a una tarifa altísima, pues la que menos, le costaba dos pesos. La maldita criada jamás entregó tales cartas y le traía siempre al pobre gratos recados, y no solamente hacía esto, sino que le traía también pelo de la niña, y le pedía a su nombre plata para dulces, su retrato, un anillo y otras bagatelas que ponían a Ovidio loco de contento, porque todas eran manifesta-ciones de amor. Pasáronse así los meses, la criada robándole a la niña la reputación y a él los reales; y aunque algunas veces se le ocurría que no era posible que se mostrase tan fría e indiferente en público la que en secreto era tan amorosa y franca, la astuta criada disipaba todas sus inquietudes con respuestas tan mañosas y estudiadas, como la que dio Plata a Herrera sobre la espinosa cuestión de ejército. Entretanto casóse Clotilde con otro, huyóse la criada y Ovidio se quedó desesperado y limpio.

Page 146: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

145

Desde entonces su situación de enamorado se ha hecho muy embarazosa: unas veces no tiene con qué pagar la contribución de un baile a que está invitada su querida, y para verla tiene que pasar la noche colgado de la ventana de la sala del baile, apurando el cáliz de la amargura; otras no tiene botas para hacer la visita dominical; y hasta, ¡oh Dios!, convidado por Camila para ir a los conciertos de Coenen y Lubeck con su mamá, y habiéndoles prometido estar a las siete de la noche en la casa, las dejó esperando porque no pudo conseguir los doce reales multiplicados por tres que necesitaba. Camila ha creído que era por burlarla, se ha puesto furiosa, y él, lleno de angustia, sin poder satisfacerla, principió una composición cuya primera estrofa es ésta:

Maldición sobre tí, nunca consuelo Fue del destino la tremenda voz, Cuando a este mundo de miseria y duelo Vine a cumplir con mi suplicio atroz.

Las gracias seductoras de Amelia lo hechizaron, y resolvió tener amores con ella, sin llevar más contingente que su frenética pasión y sus tintes de poeta; y ella, ducha en la materia, lo aceptó también por llevar un adorador más, atado a su carro de triunfos; pero con la decidida intención de deshacerse de él en la primera ocasión. Estaba una mañana con el cabello suelto, el pecho descubierto y voluptuosamente reclinada en un sofá, a tiempo que entró Ovidio, y éste, arrebatado de amor, le dijo:

-¡Amelia, un beso y después codenación eterna!

-Nuestra Señora de París, página 73, le contestó ella, con una carcajada que le hizo helar la sangre.

Esa noche no pudo dormir Ovidio, delirando con Amelia, y componiéndole versos; pero nada le parecía digno de ella, nada pintaba la violencia de su pasión, hasta que ya a las dos de la mañana se sintió inspirado y comenzó a escribir:

¡Oh, qué mano fatal me arranca el sueño!

y así siguió componiendo versos tan sueltos, tan sublimes, que él mismo se admiraba atribuyéndolo todo al misterioso influjo del amor. Al día siguiente, satisfecho y contento, envió su composición. Mas, cuál fue su sorpresa, cuando por la tarde recibió un perfumado billete de su querida, concebido en estos términos:

Copiado con letra clara He recibido «El Desvelo»

De Gabriel Garcia Tassara;

Page 147: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

146

Mas te digo sin recelo, La ofrenda pasa de rara:

A una niña de estos días, (Lo sabes tú mi querido),

Habiendo confiterías No se le mandan poesias,

Porque este es tiempo perdido.

Un frenético cariño, Una violenta pasión,

Se prueban, mi amable niño, Con una capa de armiño O un traje de la Gautrón.

Hoy los gentiles amantes No mandan versos sentidos, Sino docenas de guantes;

Y para ser preferidos, Aderezos de brillantes.

Si un ambicioso rival Te disputa una hermosura,

¡Ay de tí, si por tu mal No le pruebas tu ternura,

Comprándole el mejor chal!

No hay despiadada mujer Que a su amante no se rinda

Embriagada de placer, Cuando este galán le brinda Un piano y un necessaire.

El amor de los poetas Es de otra generación,

Más que las dulces cuartetas, El tañir de las pesetas

Hoy nos toca el corazón.

Abandona tu laúd Mi amoroso trovador: Vive ya sin inquietud, Que si dar es tu virtud

Constante será mi amor.

Page 148: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

147

Mas si eres limpio, bien mío, Estamos muy mal los dos. Yo lo dejo a tu albedrío,

O de riquezas un río, ¡O adiós! ¡Trovador, adiós!

Espantosa fue la desesperación de Ovidio al ver que el ángel fantástico a quien adoraba era más positivo que un antioqueño, y en su dolor, añadió esta otra estrofa a la poesía que antes había comenzado:

Pasé sin goces mis primeros años, Fue flor marchita mi primera edad,

Miro hoy en torno sólo desengaños, Vil interés y horrible mezquindad.

La herida de Ovidio fue por fortuna como la de que murió el alférez Cristancho, fácil de curar; y a los pocos días ya estaba enamorado de Pachita, muchacha alegre, burlona y graciosa, y quien después de seis meses de coqueteos estériles convino en hablar con él un momento a las diez de la noche, en el portón de la casa. Llega la hora citada, la puerta se abre; era la negra cocinera que iba a botar la basura. Ovidio ve una persona, no duda que es su querida, se acerca temblando, la abraza, la besa.

-¡Mi bien!, le dice, ¡cuán feliz soy!, ¡oh momento delicioso!, déjame besar tu linda boca, no escondas tu divina cara.

La negra quería correr de miedo, y él estrechándola le decía:

-No huyas, mi bien, nada temas, yo respetaré tu virtud; pero abrázame con ternura y déjame reclinar mis ardiente sien sobre tu blanco seno.

-Si es negro, le gritó la maligna Pachita, detrás del portón en donde estaba con cuatro amigas más, encendiendo al mismo tiempo un fósforo para quitarle toda duda al infeliz Ovidio, que, avergonzado y ridiculizado, se retiró a su casa, perseguido por la espantosa imagen de la negra, y allí añadió a su composición:

Si en mi entusiasmo a demandar me atrevo Gozar en el amor dulce placer, Negro baldón tan sólo entonces bebo, Donde el deleite imaginé beber.

¿Han estado ustedes, en este tiempo de democracia, en alguna parte en donde no haya un militar? Estoy segurode que no; pues bien, esta circunstancia es la única que tiene de común Ovidio con los militares, la de estar en todas partes, en las iglesias, en los entierros, en los bailes, en la ciudad, en el campo, en donde quiera

Page 149: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

148

que hay muchachas; parece que se multiplica; y yo aseguraría que hay muchos Ovidios enamorados en Bogotá, lo mismo que hay diez mil hombres en la República y que en esto de la salida de tropas para el sur hay gato en mochila, no contra el Perú sino contra nosotros los granadinos...

Mas como iba de mi cuento: Ovidio vio en Santo Domingo, una beatica picante oyendo misa, se apasionó de ella, la siguió y supo que vivía en la calle de Palacé, y que era casada; pero este era un pequeñísimo inconveniente para él, que se cree un Antony, y así determinó sitiarla hasta vencerla. Serenatas, versos, flores, todo (excepto dinero), lo empleó para seducirla, y al fin consiguió que su constancia y su finura le valieran una cita con ella en la ventana. Era una noche tranquila y apacible, la luna majestuosa reinaba en el horizonte y derramaba sus rayos de plata sobre la blanca figura de una mujer, que sentada a la ventana a esa hora, en medio del silencio imponente de la naturaleza, parecía la virgen de la meditación. Un hombre misterioso se aproxima a ella, le extiende la mano y le dice:

-¡Angel de luz!, al fin puedo hablarte.

¡Mas, qué horror!, en vez de la blanca mano de la deidad, una mano nerviosa y calluda estrechó la suya, y el silencio de la noche fue interrumpido por los gritos de ¡traición!, ¡infamia! Si el principio de la escena fue romántico no lo fue menos la conclusión, pues mientras que Ovidio (el misterioso personaje), luchaba en vano por deshacerse de esa tenaza de bronce, dos hombres salieron de la casa, le quitaron los calzones con mucha paciencia, y a vista de la maligna beatica, le dieron una rejina monstruo, repitiéndole, para mayor dolor, a cada latigazo uno de los versos que él había compuesto en horas más afortunadas. Consideren al pobre Ovidio atravesando la plazuela de San Victorino a esa hora, desnudo como su madre lo dio a la luz, adolorido y muerto de frío, y verán si tenía razón para escribir al día siguiente (en pie, por el dolor de las asentaderas), estos dos versos más en su comenzada composición:

¿Y mi vida pasar en desconsuelo Fue la misión que el cielo me trazó?

¿No puede mi alma remontar su vuelo, Gozar también como el mortal gozó?

Buscar en la virtud dulce contento Una corona para orlar mi sien,

O el placer que nos da el remordimiento, ¿Por qué no puedo disfrutar también?

Cansado ya de sufrir Ovidio, pero no pudiendo dejar de querer, se imaginó que las muchachas no lo aceptaban por tener el pelo y la barba colorados, y fue y compró un frasco de cosmético en casa de Bennet y se empavonó; pero ¡ay!, esto fue

Page 150: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

149

para él peor que para la República el bloqueo inglés, debido a la presuntuosa ignorancia de algunos diputados, pues el pelo se le puso en vez de negro verde, tan verde como la esperanza de un buen gobierno; y como su figura es tan ridícula que todo el mundo se ríe cuando lo ve, se ha encerrado y ha concluído su antigua composición con este dolorosísimo verso:

¡Ay!, ¡ay!, que siempre viviré proscrito, Maldecida por siempre es mi misión, Y en mi pobre ataúd veráse escrito, En vez de amantes frases, ¡Maldición!

Page 151: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

150

EL RELOJ Y LA PILA DE TUNJA Por José Joaquín Vargas

¿POR QUE ES QUE EL RELOJ DE LA IGLESIA MAYOR DE TUNJA SE

PARA CUANDO CORRE AGUA EN LA PILA?

¡Qué noche, Jesús, qué noche aquella en que yo descubrí este misterio pavoroso!

La luna llena se levantaba por detrás de la torre de la iglesia mayor, perezosamente. Parecía un enorme queso ensartado en la punta de la veleta. Era que, sin duda alguna, la tierra pasaba entonces por la constelación de la vaca parida.

Andaba yo por el altozano después de haber contemplado este imponente espectáculo, y acertaba a ir enfrente de la ventana baja de la torre, cuando sentí un gran quejido, un lamento desgarrador, un ay interminable, y poco después una voz que decía:

-¡Esta no se la perdono a Cancino!, no; ¡no se la perdonaré jamás!, ¡verdugo!

Yo temblé. ¿Qué era aquello, en las altas horas de la noche, cuando no se veía ni un alma por las calles ni en un templo que estaba cerrado? ¿Quién hablaba dentro de la torre? ¿Quién era ese Cancino? ¿Por qué se le llamaba verdugo? ¡Santo Dios!, ¡si sería un asesinato!

En esto sonó la campana del reloj... una, dos, tres... cuatro... ¡las cuatro! Pero si no puede ser; ¿serán las cuatro de la tarde?, no faltaba más sino que ya no dis-tinguiera yo el día de la noche. ¿Las cuatro de la mañana? Tampoco, apenas serán las doce de la noche. ¡Por Jesucristo!, esta es la hora en que salen los diablos...

E iba a correr por la famosa calle del Arbol, deseando encontrarme más bien con la sombra de doña Inés de Hinojosa, cuando sentí, también dentro de la torre, como que pujaban en silencio, pero con una fuerza extraordinaria y sin resultado ninguno; por fin soltaron con estrépito el aliento, y exclamaron como desesperados:

-La hora no salió... ¡maldita sea mi suerte!

¡Qué diablo de misterio! Yo no comprendía ni jota. Aquella voz era golpeada a compás, como si quisiera imitar el péndulo de un reloj. . . trac, tric, trac, tric, trac...

-La ho----ra no----salió----maldi----ta sea---mi suer...

Page 152: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

151

Los finales se perdían como ahogados.

De manera que me costaba trabajo entender; el miedo ayudaba y sin embargo me tenía clavado en aquel sitio. La voz siguió:

-¡Ah!, Can---cino----tu ho---ra so---nará---y yo---la da---ré aun---que me---revien . . . El te fue ahogado, pero fácilmente se pudo comprender.

De golpe oí un ruido estupendo, igual al que hace una máquina de reloj cuyo principal eje se rompe; parecía el Tequendama entre aquella torre. Después todo quedó en silencio sepulcral, del cual se levantó una voz del mismo timbre, pero ya no golpeada.

-Ahí está. En esto había de venir a parar. Bueno, mejor; para que no se metan a tener reloj. ¡Qué!, ¿pensará ñor Cancino, que con colgarle a uno cuatro o cinco lajas ya ha de andar listo? Sí; será para los cabildantes que las costearon. Como son tan activos...

¡Acabáramos! El que estaba hablando era el reloj mismo, seguro de que a media noche nadie lo oiría. Mi curiosidad se redobló y me arrimé bien a la ventana.

-¡Ay!, continuó la voz, todos mis rodajes se han quebrantado y se han aflojado mis cuerdas; estas lajas me estropean horriblemente las espinillas; parezco un pordiosero; yo debía estar en la administración de hacienda, quizás allí estarán mis pesas de plomo.

¡Triste suerte!, jamas me ha gustado andar aquí; siempre lo he hecho con repugnancia; me gusta mas dormir; soy del parecer de los tunjanos. Y ahora, en la vejez, me vienen a embromar; siempre ha de estar listo Cancino a jeringarme. El problema de los boyacenses es hacerme andar. ¡Vean qué empeño! Es que no quiero. ¿Para qué? ¿Qué es lo que anda aquí? Y quieren que sólo ande yo.

Al principio, cuando no conocía la tierra, bien sabe Dios que yo andaba lo mejor que podía; daba la mayor parte de mis horas a tiempo, y jamás, jamás me sucedió lo que ahora, quedarme en los cuartos. Me atrasaba como 50 o 60 minutos, pero no pasaba la cosa de minutos, eso sí, nunca, no me acuerdo.

Después dije: no ser más bobo, ¡váyanse al diablo! Que las doce, que la una, que las dos, que las tres, así todo en orden y con la mayor exactitud, y los otros sin darse por entendidos ni hacerme caso. Es sabroso dar uno sus horas cuando se nota al darlas algún cambio, algún movimiento, cuando hay racionales que oigan, y me dispensan. No más, no señor, he dicho que no, y no ha dé ser.

Page 153: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

152

¡Andar!, ¡andar!, ¡andar!, ¡qué demonios!, ¿acaso soy el judío errante? Que anden los otros a ver si me dejan atrás.

¡Andar en Tunja!, miren que son ocurrencias. Vayan a ver si hay algo que ande aquí. ¿La presidencia del Estado?, pregúntenselo al reloj que hay en ella: lo tienen allí porque no anda, como un emblema, porque «dejó de hacer», en virtud del sistema «dejad hacer». ¿La Corte?, pregúntenselo a los litigantes. ¿Los litigantes? Pregúntenselo a la Corte. ¿La Administración de Hacienda? que lo digan los empleados. ¿El camino de «el progreso?», ¿el de Cubugon?, ¿la ferrería de Samacá?, ¿la penitenciaría?, ¿el comercio?, ¿la industria fabril?, ¿la agrícola? ¡Qué es lo que anda, por vida de mis pesas! ¿qué es lo que anda en Boyacá? Si algo anda es para pararse, y quieren que yo no me pare, que yo solo les haga el gasto del movimiento; me ponen aquí, y apenas sienten gente me jalan, y me dicen «ahora, suene». Por eso es que me he acostumbrado a dar todas las horas cambiadas. Doy las doce a las tres, porque doce campanadas suenan más y pueden notar que sí se hace ruido y hay reloj aquí en Tunja.

Pero no más juego, que bastante complaciente he sido; de aquí en adelante ni una hora más, aun cuando supiera que todos los miembros del cabildo se me colgaran de pesas.

Un día, día bendito, hace mucho tiempo, estaba yo sentado en la ventana más alta de la torre, mirando para el alto de San Lázaro; eran las doce; había sacado las piernas afuera y con ellas hacía sabrosamente el péndulo; molestábame un poco esta paja del diánchiro que me han puesto en el ojo, dizque para que muestre las horas; pero al fin yo gozaba del espectáculo, ¡y qué espectáculo!, porque yo puedo ver en toda la extensión del Estado. Nada se movía, nada se oía; un sepulcro hubiera sido más animado. Iba a entrarme, con la resolución hecha de pararme y dormir un rato, cuando me llamó la atención una cosa en que hasta entonces no había reparado: era un ruidito continuo como a mis pies. Oírse algo en Boyacá no podía ser; creí que era el ruido que yo mismo hacía y hago siempre que estoy andando por no dormirme, pero era muy diferente; fijé el oído; el ruido venía de la mitad de la plaza; fijé la vista: pues, señor, allí se movía algo, y eso que se movía era lo mismo que sonaba; ¡algo que se movía y sonaba sin cesar como yo!, ¡algo que me acompañaba en mi eterna e inmensa soledad! ¡Bendito seas, mi Dios! ¡Oh, júbilo inmenso! Era, como se adivinará, el agua de la pila.

El reloj acababa de encontrar a su amada envuelta en los magníficos secretos de la soledad; el reloj tenía una compañera, una querida.

¡Qué grato subía hasta mí su acento! ¡Oh!, ¿por qué no lo había oído antes?

Page 154: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

153

-¡Hola, eh!, ¿quién está ahí?, le dije desde debajo de la campana, y tal pareció que ésta era la que había hablado, aunque pronuncié esas palabras en voz baja.

Como enamorado, soy muy tímido; yo que doy las horas, o al menos las daba, jamás creo que es llegada la hora de decirle cuatro frescas a las mujeres, que me aborrecen por eso.

-Soy yo, me contestaron con acento que parecía de un chorro. Noté algo de burla.

-¿Quién?

-Yo, que estoy haciendo mis aguas menores, como dice la policía, me volvieron a contestar.

Era el maldito mono de la pila que se burlaba de mí.

Le tiré una patada de que todavía se acordará. Yo tenía entonces pies de plomo, y mis patadas parecían cachiporrazos.

No me volvió a chistar. Pude conversar directamente con el agua que corría; todos sus dulces murmullos fueron para mí.

Una noche le dije: los dos somos los únicos que vivimos, que andamos, que nos afanamos por servir a la población. Tú debes estar cansada de correr, yo también; por fortuna tú puedes hacer mis veces y yo las tuyas; tú eres casi un reloj, yo soy casi un chorro de tiempo; pues bien, reemplacémonos, duerme tú, y yo velaré, tú velarás mientras que yo duermo; yo te arrullaré haciéndote el traque traque, y tú haciéndome el churr, churr. A veces, cuando menos haya quien lo sienta, podremos echar juntos una piececita; pero nunca nos harán andar a un tiempo por más de un mes; el día en que esto suceda, querida mía (yo tengo los secretos del tiempo), el día en que esto suceda, los boyacenses cambiarán de carácter y serán felices; ese día tendrán gobierno; ese día se empezará a pagar con puntualidad en la administración de hacienda, se abrirá el camino de «el progreso» y no habrá ya más que pedir. No vayas a divulgar este secreto. Duerme, pues, a tí te toca primero.

Así le dije, y en el acto se durmió, esto es, dejó de correr. Al otro día se quedaron las aguadoras como quien ve visiones.

Desde entonces hemos ido alternando y alternaremos siempre, hasta el día en que nos hagan correr a ambos por un mes seguido. ¡Ay!, esto tardará.

Ahora debe estar corriendo ya la querida agua en la pila, porque siento los párpados muy pesados, y me he descompuesto de nuevo.

Page 155: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

154

La voz se apagó.

El agua empezó a sonar en la pila con empeño.

Yo había oído una voz sobrenatural y aprendido un secreto terrible.

Excitamos al cabildo, al jefe municipal y a todos los buenos patriotas, para que de consuno veamos si podemos realizar el difícil problema y ser por fin felices algún día.

Page 156: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

155

EL TRILLADERO DE LA HACIENDA DE CHINGATA Por Eugenio Díaz

CUADRO PRIMERO

Dormía don Florencio a pierna suelta, y por más señas que roncaba más recio que un marinillo, cuando un ruido tumultuoso, haciéndose superior al de sus propios ronquidos, lo hizo despertar sobresaltado; y así permaneció por algún tiempo, pues por más que levantaba la cabeza y ponía el oído, no podía adivinar cual causa lo producía.

Era porque, educado en los Estados Unidos y recién llegado a Bogotá después de una ausencia de nueve años, ignoraba los usos y costumbres de su país. No podía darse cuenta en aquel momento de si aquello era revolución o los clamores que acompañan el incendio, los temblores o la inundación repentina. Lo cierto fue que, en paños menores, saltó de la cama, abrió la ventana, y si su vista y sus oídos no lo engañaban, no descubrió sino una turbamulta de bestias cabalgares de todo sexo y edades, precedidas por un gravísimo burro, que daban vueltas en un circo pequeño; y fuera de los relinchos y resoplidos de la recua, no oyó más voces humanas que estas u otras parecidas: «¡Ah condenadas! - ¡Ahí les va rejo! - ¡A la vuelta, y revuelta, y corran que aquí va quien las obliga!»

Las voces de «¡A meter orilla - A volver! - ¡A sacar tamo!» que oyó luego, lo tranquilizaron sobre los temores de una catástrofe, pero no sobre el fenómeno; y desde aquella hora no pudo volver a pegar los ojos. Así fue que su condiscípulo don Gil, que lo había llevado a pasar algunos días en Chingatá, lo encontró al amanecer pegado a la reja de la ventanita del cuarto de los huéspedes, como las beatas a la del confesionario, para ver de descubrir la causa de tanta batahola.

-Mucho ha madrugado usted, condiscípulo, le dijo don Gil, después de haberle dado los buenos días.

Deseoso de informarme acerca de la novedad que ha estallado desde las tres de la mañana; novedad que, hablándole francamente, no he podido hasta ahora atri-buír sino a una revolución, a un pronunciamiento de todos los caballos, yeguas, burros y potrancos del universo.

-Es el trilladero, le contestó don Gil.

-¿Y cuántos caballos le aplica usted?

-Como unos ochenta entre chicos y grandes.

Page 157: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

156

-¡Ese es mucho progreso! Yo sí había leído en algunos periódicos que suelen llegar por allá, que mi patria iba a la vanguardia, pero no creía que fuese realmente tanto... En los Estados Unidos no se emplea sino a lo sumo la fuerza de cuatro caballos para trillar, trillan centenares de cargas diariamente. La suya debe ser una máquina monstruo, que trilla, avienta, cierne y muele lo menos mil cargas de trigo diarias. Vamos a ver ese prodigio... ¿Y cuántos miles de cargas de trigo exporta usted anualmente? Corn is very dull now in the States. I am sorry for you.

-No entender ni jota, condiscípulo; pero vamos a mi trilladero para que usted se informe de todo. Ya el primer tamo lo tenemos de un cacho.

Tomaron los dos condiscípulos un buen trago de anisado, y asomaron al campo tiritando de frío en busca del trilladero. Los rayos del sol herían la escarcha, que, como vidrio pulverizado, cubría los árboles, las sementeras y los potreros, asemejándose la sabana a una inmensa laguna de cristal. Sin embargo, todas las operaciones se efectuaban en la hacienda. Los gañanes gritaban ¡jera!, ¡jera!, jera!, mientras que recogían los bueyes para ponerles el yugo; las harneadoras se aproximaban a la casa, garbosas y risueñas, sin arredrarse por el frío; y la recogida de caballos de silla aguardaba en la corraleja órdenes desde antes de amanecer.

Después de haber andado por entre los montones de trigo y alrededor de la era, se detuvo don Florencio, y dirigiéndose a don Gil, le dijo:

-Me gusta mucho que usted adiestre sus caballos a correr en el circo; eso nunca está por demás, y así mismo lo hacen en los Estados Unidos, ¿pero dónde es el trilladero?

-Aquí, ¿no lo ve?

-¿Dónde, con mil santos?

-Pues donde están corriendo las yeguas.

-¿No es una máquina, pues?

-No las conozco sino de oídas.

-¿No hay ninguna en la sabana, siendo tantos los hacendados que han ido a Europa?

-Por arte de calabazas tengo entendido que hace algunos años trajeron una, pero que la dejaron dañar.

Page 158: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

157

-¿Por no pagar un buen obrero, seguramente?

-Es que aquí estamos muy atrasados, dijo don Gil: el día que falte a una máquina de esas un eje, un tornillo o cualquier majadería, no hay quién la haga, y caso de que haya, sale costando más que la misma máquina. Pero, dejemos esas historias a un lado, para decirle cómo es el cuento de la trilla. Se hacen correr las yeguas en esa era o trilladero, que, como usted ve, es un patio practicado en la dehesa, de doce varas de diámetro y cercado por estantillos amarrados con bejuco; en ese estrecho circo se hacen volver y revolver los animales y se les da rejo sin misericordia; unos caen, otros se lastiman, otros se raspan las piernas, otros se malogran; pero se trilla, que es lo que importa. Cuando hay tamo que sacar, se dejan descansar las yeguas, se hacen montones a fuerza de horquetas, y cuando aquellos están bien altos, los cogen entre dos peones con las mismas horquetas y los botan afuera. Se da vuelta a lo que queda en la era, y se repiten las mismas operaciones hasta que está el trigo en estado de ser aventado. Entonces se limpia bien un segmento del trilladero al lado contrario de aquel de donde viene el viento, y se arroja con palas de madera el trigo a lo alto para que el viento se lleve la raspa y el tamo menudo. A la tarde volveremos, y usted verá con qué propiedad se hace todo.

Después de almorzar tomó don Florencio del brazo a la señorita Demetria, y con don Gil, sus otras dos hijas y la mamá Dionisia, se fueron a visitar el corral de las gallinas, la alberca, la hortaliza y el jardín.

Mientras eso, las harneadoras discurrían a su modo acerca de la presencia de un forastero en la hacienda. Había dos de ellas ocupadas en la operación de aventar. Era la una más alta de cuerpo que la otra, y de pie en una actitud garbosa, tenía el harnero sostenido en lo alto por su robusto y rosado brazo. Sus ojos, que deberían estar fijos en el golpe del trigo que caía a modo de granizo sobre sus pequeños y colorados pies, eran demasiado vivos para dejar de arrojar algunos rayos sobre 1o que pasaba por el mundo, y mucho más si lo que pasaba era un buen mozo. La otra, arrellanada sobre un cuero de res, raspaba con el filo de la mano un costal, separando el trigo del vallico, al propio tiempo que decía a su compañera:

-¿Qué tal te pareció, Luarda?

-Rigular, Andalecia; ¡pero esas barbas de mis pecados!

-Poro, ya ves, todos las usan, a menos que se las comiencen a manosear, porque entonces se las desmochan.

-¡Como también se las embolan con tinta!

-¡Hombre! ¿De veras? ... ¡Si serán lambidos!

Page 159: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

158

-¡Pus no sino que no! ... Pero ya güelven... ¡Y tienen los cachacos unas ideas que ni qué! ¿No ves, Andalecia?, lleva aferrada a mi señorita Demetria del brazo, que es la más bonita. De siguro que a mi señá Dionisia sí no se le apega, a cuenta de que es ya mayorcita.

La comititva se había detenido en el patio, unos mirando las enredaderas y las flores, y don Florencio con su adjunta viendo unas chisgas pintadas de amarillo y negro, que estaban en una jaula.

-¿Qué le parecen?, le dijo la señorita.

-¡Oh!, lindísimas, lindísimas.

-Mejores que los canarios, pero cómo son del país... agregó la señorita.

-Los canarios son de un mérito inmenso, sin embargo.

-A mí, en realidad, dijo la señorita, lo que me da es lástima ver esos pobres animalitos encerrados.

-Envidia es lo que a mí me da. Habiendo dos corazones que se entiendan, ¿para qué más mundo? Esas dos avecillas así presas son mil y mil veces más felices que yo, dijo don Florencio.

-¿Y eso por qué?... ¡Ave María, Jesús credo!, interrumpió la señorita.

-Porque mi corazón ha estado siempre solo; aunque también es cierto que en este instante palpita cerca de uno, que si es sensible, si llega a corresponder...

-¡Mirá, Andalecia, dijo la aventadora a la sacadora, qué colorada se ha puesto la niña Demetria!

-Algo que le habrá dicho el cachaco; pero con ella sí no hay cuje...

-Cierto, porque de ella no se ha dicho hasta ahora ni el negro de una uña...

La comida en la hacienda de Chingatá era infaliblemente a las dos, a fin de que quedara tiempo para los arreglos posteriores. Durante la comida no hubo ese día sino conversaciones generales. Don Florencio se hizo muy amable, hablándoles de Jenny Lind, de los ferrocarriles, del Niágara, del desprecio hacia los negros de parte de los blancos, del capitolio, de los hoteles, del bullicio e inmenso gentío en Broadway, de los ómnibus, los bancos, los edificios de mármol, y de mil y más portentos de la República modelo, inventora y propagadora de la ley de Linch.

Page 160: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

159

Al acabarse la comida, volvió don Florencio al drama de la trilla. El primer cuadro, que era el del bochinche, estaba completamente terminado.

CUADRO SEGUNDO

Estaba todo en silencio. Las yeguas se hallaban en el potrero, unas ramoneando con apetito, otras buscando los bebederos, y otras, que eran las más, revolcándose a su sabor entre el polvo. Una rosilla, de las del sillón de las criadas, se había quedado derrengada cerca de la era, en compañía de dos potrancos enjaquimados que daban vueltas y brincos, y relinchaban como muchachos que han aborrecido la escuela.

De los demás actores de la parva, que eran nueve peones y peonas, unos estaban sentados limpiándose el sudor de la frente y otros en su lugar de descanso sobre sus respectivas horquetas. Una inacción general reinaba en el trilladero; de vez en cuando los peones miraban a su amo, y éste los miraba a ellos, como pidiéndoles su parecer sobre alguna cosa, y luego todos los ojos, simultáneamente, se dirigían hacia las copas de los salvios y sauces lejanos a ver si se movían; pero todo era en vano, ni una sola hoja se agitaba. Era una escena de imponente silencio.

-¡San Antonio!, exclamó de golpe un sabanero con su sonora voz y con la tristeza de un encarcelado.

-¡San Lorenzo!, gritó otro de ellos, mirando hacia el cielo.

-¡San Antonio! ¡San Lorenzo!, exclamaron todos a una, con voz estentórea y haciendo resonar el eco en toda la serranía, al propio tiempo que, con la cara para arriba, trataban todos con los ojos de penetrar más allá del horizonte y desarreglar el equilibrio de la naturaleza.

-¿Qué calamidad nos amenaza?, preguntó don Florencio, a su condiscípulo todo sorprendido.

-Que la parva se quedaría sin sacar, porque el aire es el todo.

-¿Con que usted se halla en las angustias de Cristóbal Colón en cierta coyuntura?... ¡Pobre de mi condiscípulo!

-Sí, señor, los campesinos somos el juguete de los elementos... Ahora no nos falta más sino que llueva; y ya los cerros se están nublando.

-¿Y entonces?

Page 161: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

160

-Se hace un montón de trigo y se tapa con tamo cueros, y el día que hace bueno se continúa la fiesta.

-Y a tí qué te parece, ¿lloverá?, preguntó don Gil a su mayordomo.

-Pus, mi amo, yo le digo a sumercé con toda verdá, que a la madrugada grande atisbé bien la luna, y tré mucha agua.

-Pero dime categóricamente, ¿lloverá o no lloverá hoy?

-Pus, mi amo, debe de llover hoy si la agua que tré la luna es pa hoy; poro si es pa la semana de arriba, no tenga sumercé ningún cuidao.

-Me parece muy racional el mayordomo de mi condiscípulo, dijo don Florencio; los augurios de los antiguos griegos no eran ni menos acertados, ni menos cautos y prudentes.

Don Gil arrojó luego una horquetada de tamo a lo alto, y viendo que al caer se desviaba de la perpendicular, exclamó:

-¡Ahora sí, muchachos!, ¡ya está ahí! ¡Arriba, pues! ¡Corto y alto, y no vagar!

La extremada condescendencia del viento, que soplaba con fuerza y tenacidad, dejó terminada la operación en un cuarto de hora.

Recogióse el trigo después en un sólo montón, se barrió la era, y se procedió a traspalear. ¡Ran, ran, ran!, sonaban las palas, y las baleadoras al lado contrario, arrastraban suavemente con ramas secas el tamo grueso, hasta darle la vuelta al montón. Catorce cargas dio la parva; se recogieron en costales de fique y se llevaron al granero de la casa.

-Teniendo al lado un ángel como usted, dijo don Florencio a la señorita Demetria, a quien encontró de vuelta del trilladero, sentada en el corredor, sí se puede vivir dichoso en el campo.

La señorita se sonrojó, y entró con su padre y don Florencio a reunirse con el resto de la familia en el salón.

Al día siguiente se fue el huésped para Bogotá; pero, eso sí, empeñó a la señorita Demetria su palabra de volver a los quince días cabales.

Page 162: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

161

EL TRIUNVIRATO PARROQUIAL Por José M. Samper

Retratar ha sido en todo tiempo una ocupación ingrata. Ningún original queda contento con la cara y figura que le da el artista. Y luego, los que no son ni original ni artista, suelen valerse de los más extraños caprichos, en busca de semejanzas maliciosas. Si el retrato es puramente moral o de imaginación, cada hijo de vecino se apresura a suponerse original, o a señalar con el dedo la persona que le parece haber servido de modelo. Si no se acierta a dar con un modelo conocido, el lector o espectador, a fuer de inteligente aficionado, declara que la pintura es mala o falsa, porque no es retrato.

¿Y qué remedio? Escribir para el público es una locura como cualquiera otra, cuyos percances es preciso aceptar con tranquila conformidad. Un escritor sincero y desinteresado es un camorrista sublime. No es posible hacer tortillas sin quebrar los huevos, dice un adagio francés; y puesto que el diablo nos tienta y su compañía nos agrada, fuerza es que llevemos en el pellejo las señales de sus uñas.

Queremos estudiar y retratar lo mejor posible las costumbres y los rasgos más característicos de la sociedad hispano-americana, y aunque bien pudiera llegarnos a faltar las fuerzas, mediante Dios, nos sobrará perseverancia. Si logramos nuestro fin, que es bosquejar corrigiendo, sin fastidiar al que nos lea, tanto mejor; si encallamos, lluevan sobre nosotros bofetones y palos, que en esta materia el más dichoso es aquel que posee gordas mejillas y sólidas espaldas.

Que no se nos pida método ni sistema en nuestras excursiones por esos mundos. El primer tipo que hayamos observado nos servirá de modelo; al primero que atrapemos (tipo anónimo, se entiende), lo traeremos de la nariz a figurar en nuestra galería, sin atender a ningún orden de categoría o de cronología. Hoy será el avaro, o el pedante, o el ambicioso, o el patriota noble y heroico; mañana el humilde, el palurdo, el bienaventurado, o lo que fuere. Unas veces buscaremos al verdadero hispanoamericano en el corazón de los Andes, en nuestras ciudades, en las campiñas de los valles o en los arenales y selvas de nuestras costas; otras, iremos a escudriñar su modo de ser social en sus viajes, a bordo de los grandes vapores del océano, en los salones y boulevards de París o en cualquiera otra parte, donde se nos muestre con sus caracteres típicos. Y con lo dicho, «entremos en materia», sin más preámbulo.

El triunvirato parroquial es uno de los más curiosos fenómenos de la vida particular de las sociedades suramericanas. A su lado hemos nacido y crecido todos los hijos de este mundo nuevo en que abundan tantas cosas viejas; y lo hemos visto florecer y reinar a la sombra de nuestros campanarios, a la puerta de

Page 163: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

162

la escuela y en la sala del cabildo de marras, lo mismo por navidad que por pascua florida, y en los tiempos de paz como en los de revueltas.

¿Qué cosa es el triunvirato parroquial? Es una trinidad particular de nuestros terruños municipales. Los católicos reconocemos dos clases de trinidad: una en el cielo, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, tres personas distintas en un solo Dios verdadero; y otra en la parroquia o el distrito que, sin ser padre, ni hijo, ni mucho menos espíritu santo, se compone de tres personas distintas: el cura párroco, el gamonal y el tinterillo, que forman un sólo poder verdadero.

Tenemos que explicar, siquiera sea para algún lector extranjero, la curiosa etimología de nuestra nomenclatura. Del párroco nada hay que decir, y en cuanto al adjetivo parroquial, nuestra legislación lo ha consagrado como sinónimo de municipal, por no inventar el bárbaro adjetivo distrital, correspondiente a las cosas del distrito.

La lengua castellana da el nombre de gamonal a un terreno que abunda en plantas afrodilas. Pero entre nosotros se ha ampliado la idea, por una extraña analogía, y tomando picarescamente al propietario por la propiedad, se llama «gamonal» (por no decir capataz o cacique), al hombre rico de un lugar pequeño, dueño o poseedor de las tierras más valiosas, especie de señor feudal de la parroquia republicana, que influye y domina soberanamente en el distrito, maneja a sus arrendatarios como a borregos, ata y desata los negocios del terruño como un San Pedro en caricatura, y dragonea sin rival entre sus coparroquianos como un gallo entre sus gallinas. El gamonal es, pues, el sátrapa de la parroquia, el

gallo de pueblo con todas sus consecuencias.

El tinterillo es otra cosa, aunque sea un personaje indispensable para el gamonal. Es el rábula o leguleyo de parroquia, abogado de contrabando y de asuntos de menor cuantía, como quien dice, una peseta de esterillaen el foro. El hábito que tiene de andar de arriba a abajo con su pluma de ganso detrás de la oreja, un rollo de papel sellado sobre el ala del sombrero, y su terrible cuanto inescrutable tinterito en la faltriquera, ha inducido también a nuestros pueblos a bautizar al personaje con el nombre genérico de «tinterillo».

Para poner un nombre, con gráfica y socarrona habilidad, no hay quien lo valga como un pueblo escaldado que sabe dónde le aprieta la clavija. Explicada la etimología de los nombres, ocurre satisfacer una pregunta que pudiera hacernos algún lector candoroso: ¿Por qué forman triunvirato en las parroquias el cura, el gamonal y el tinterillo? Lo mismo valiera preguntar: ¿por qué el hierro y el imán se buscan y se juntan? Porque hay entre aquellos, a causa de su posición, un principio de simpatía y alianza que encuentra sus puntos de apoyo en las tradiciones de nuestras sociedades, en la educación que han recibido desde siglos

Page 164: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

163

atrás, y en los ejemplos políticos de la época que por hábito o buena crianza llamamos republicana.

No hay que alucinarse tomando a la letra, como artículos de fe, aquellas figuras poéticas de nuestras constituciones americanas que nos hablan de la soberanía del pueblo, de la exclusiva autoridad del gobierno legal, y de la división del poder público. Si en la esfera nacional viven a duras penas los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, concentrados de vez en cuando por algunos de esos gamo-nales leviatanes que se llaman dictadores o presidentes, en la humilde esfera de la parroquia la constitución es casi un mito, una triste superfetación. Allí, por lo co-mún, las «garantías» son un mero lapsus calami escapado del pupitre de los redactores del «Cuadernito» y los poderes residen, en puridad de verdad, en el consabido triunvirato. Cierto es que las funciones están aparentemente distri-buídas, en obediencia a la ley económica de la división del trabajo, de modo que se puede clasificar el triunvirato, así:

Poder legislativo, el párroco; Poder ejecutivo, el gamonal;

Poder judicial, el tinterillo;

sin perjuicio de algunos poderes secundarios, que son como los libros auxiliares en la contabilidad por partida doble. De este género son: el sacristán, el cachaco parroquial o lechuguino del pueblo (hijo del gamonal), el mayordomo de fábrica, y otros personajes subalternos que forman la comparsa de la comedia parroquial.

Pero, como quiera que sea, y por más que las formas aparentes finjan la separación de los poderes, los miembros del triunvirato están ligados y amalgamados tan íntimamente por su comunidad de intereses, que su autoridad de hecho es una verdadera dictadura ejercida en partida triple.

El cura es la entidad que más poderosa y directamente influye sobre la suerte de un pueblo o aldea. Si resulta bueno, es su bendición, su segunda providencia; si malo, será más pernicioso que todas las pestes juntas. Entonces todo se lo lleva el diablo: la parroquia es un infiernito, donde arden hasta los huesos del cementerio. Pero si el cura es caritativo, casto, piadoso, desinteresado y patriota, puede hacer mucho bien; o a lo menos, gracias a su benéfico prestigio, puede procurar algún respiro a sus feligreses. Sin embargo, en todo caso el gamonal y el tinterillo quedan en pie, trabajando en sesión permanente, como dos buitres cebados en un rebaño.

La posición del párroco es, pues, muy delicada, al lado de aquellos interesantes personajes, cualquiera que sea la hipótesis que se admita. Supóngase un buen cura, como suele haberlos entre nosotros: sus tribulaciones igualarán sus buenas

Page 165: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

164

obras, y después de luchar sencilla y noblemente acabará por sucumbir, sea recibiendo la ley del triunvirato parroquial, sea admitiendo un puesto para formar con sus adversarios vencedores el consabido triunvirato.

Aquel buen sacerdote, comprendiendo la importancia de su ministerio, y queriendo hacer todo el bien posible, se aplicará a recoger y proteger los pobres, a sostener y mejorar las escuelas primarias; a introducir economías en la fábrica de la iglesia; a promover la reconciliación de los vecinos enemistados y la paz en los hogares domésticos; a hacer efectiva la cobranza de los réditos o proventos que pertenecen al servicio del culto o al común; a proteger a los indígenas contra extorsiones, socaliñas y corveas arbitrarias; a mantener a las tribus aborígenes en posesión de sus tierras; a impedir que la usura, la menguada avaricia y la envidia codiciosa arruinen la humilde fortuna del labrador o artesano; a enfrentar la intemperancia y los concubinatos escandalosos; a evitar riñas, pleitos y procesos de todo género; a aliviar la suerte de los encarcelados; en fin, a promover mejoras de toda clase y velar por el cumplimiento de las leyes, apoyando mesuradamente, con sus consejos y su influencia, a las autoridades legales.

¿Pero qué resultados obtendrá un cura que tan buenas cosas se proponga realizar? El gamonal y el tinterillo serán sus invencibles obstáculos, sus enemigos natos y constantes. ¿Y esto por qué?

El gamonal, porque tiene sumo interés (interés de vida o muerte para su autoridad de hecho), en que haya pobres y miserables en el pueblo, para que nadie le haga estorbo con veleidades de igualdad e independencia; en que la escuela no progrese, porque los ignorantes son siempre los más dóciles esclavos; en que no se cobren los réditos o valores pertenecientes a la iglesia, la escuela o el munici-pio, porque el gamonal mismo es quien tiene las fincas en arrendamiento o los fondos a interés, cuando no se los ha usurpado; en que no haya economías en la fábrica de la iglesia, porque ellas destruyen ciertos pasteles de la mayordomía en que el gamonal tiene sus tajadas; en que los indios y mestizos no tengan protectores, ni garantías, ni dignidad, porque así no servirían como rebaños del feudo parroquial; en que la usura y la codicia reinen, porque con ellas y cien usurpaciones ha hecho su fortuna el señor gamonal; en que haya borracheras, jugarretas y fandangos, porque así vende el mismo gamonal los licores, los naipes y las velas de alguna tienda suya; en que florezcan los concubinatos, porque a su sombra dispone el barón parroquial de las bonitas del pueblo y de las hijas de sus arrendatarios; en que haya estancos y monopolios, porque así rematará el dichoso gamonal el ramo de aguardientes y venderá bien caro sus novillos; y en fin, en que no haya elecciones formales, ni legalidad alguna, ni mejoras materiales, porque aquellas pronto suprimirían la autoridad gamonalicia, y las últimas llamarían la atención del gobernador o prefecto hacia la parroquia, y podrían provocar nuevos impuestos y afluencia de enfadosos huéspedes o visitadores políticos.

Page 166: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

165

Y el tinterillo será enemigo del cura filántropo, porque su interés consiste en que haya pendencias, enemistades y diabluras, a fin de que abunden los pleitos y sumarios con que él medra; en que la propiedad de los indios esté siempre embrollada, porque así es fácil escamoteársela; en que la cárcel sea un lugar de tormento, inmundicia y podredumbre, porque así surte mejor efecto, como instru-mento de amenaza, coacción o venganza; y en que todo ande en el pueblo dado al traste, porque de este modo puede el tinterillo llenar su alto y entretenido ministerio, que se reduce a estas dos fórmulas: embrollar y chupar.

El pobre cura tendrá, pues, las mil de la cabeza, mano a mano con las dos potencias enemigas. Cuantas veces quiera dar un paso en favor de la justicia o del progreso, tropezará con nuestros dos personajes, atravesados como enormes troncos espinosos en un camino estrecho.

Colocado en la dura alternativa de romper con el gamonal y el tinterillo por defender a sus feligreses, o aliarse con ellos para estar seguro en su curato, cuando mas le queda el recurso, si no quiere tomar parte en el odioso triunvirato, de apelar a una egoísta neutralidad. Entonces el párroco vive tranquilo, aunque su acción es infecunda y subalterna; y el vecindario queda abandonado a discreción de los dos buitres parroquiales, que reinan sin competencia sobre el pobre rebaño humano.

En el cabildo o corporación municipal, no hay que andarse con ruidos. Don Fulano (el gamonal), es el presidente vitalicio, y don Zutano (el tinterillo), tiene siempre a su cargo la secretaría, que le corresponde «de hecho y de derecho» por ser el sabiohondo del lugar. Don Fulano decide todas las cuestiones ex cáthedra,

y como quien dispone de sus vacas; y don Zutano, como que es hombre de letra

menuda, lo vuelve todo papeles.

En la junta de «fábrica» o de católicos, el gamonal y el tinterillo, que se jactan de ser fervorosos creyentes, y saben oir misa con puntualidad, hacen novenas, encabezan fiestas parroquiales, y mandan decir misas por las ánimas (que otros pagan), dominan sin contrapeso, formando gran mayoría con sus paniaguados o los imbéciles que les tienen miedo.

En el juzgado parroquial todo va de mal en peor. El tinterillo trabaja en partida doble; repica y anda con la procesión; manduca a dos carrillos. Como litigante, él dirige la tramoya de cada pleito, o aconseja a una de las partes, cuando no a entrambas; y él mismo administra la justicia, asesorando sotto voce al boquirrubio del juez, estafermo que el tinterillo hace nombrar para que le sirva de bocina y bodoquera.

Page 167: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

166

Casi excusado es decir, que en la mesa eleccionaria el tinterillo lo hace todo, a partir de utilidades con el honorable gamonal. En aquel se refunde todo, como en el mar, que se descarga con la evaporación de lo que recibe por afluencias y lluvias. Literalmente elector y elegible, don Zutano vota por todos dos borregos bípedos del lugar, custodia la urna, la destapa oportunamente, y anuncia luego el Mesías de la soberanía parroquial, honrado con «la confianza de sus comitentes». Así don Zutano saca del mismo tintero, a la manera de un hábil cubiletero, el voto del sufragante de pacotilla y el del regidor o concejal que decide en pequeña escala de los destinos de la patria. El tinterillo es, pues, la caricatura del pueblo soberano, y es cabildante perpetuo, porque esta carga patriótica hace parte de su negocio.

Se sobreentiende que el tinterillo vive también incrustado, con maña, eso sí, en la tesorería o colecturía parroquial. El le lleva los libros al tesorero, le fabrica las nóminas y los balances, y maneja todas las trampas del peculio comunal. Lo que se le queda untado en este tejemaneje, sólo Dios y él lo saben. Pero el tinterillo pasa por hombre laborioso y sabido, y a veces por muy probo. El mundo es de los audaces, se dice de ordinario; pero lo es también de los hábiles, es decir, de los taimados y zorros.

Ello es que el pobre cura, que no suele ser de muchos alcances ni mayores letras, viendo que por todos lados le rodean obstáculos y asechanzas, acaba por perder la paciencia, abrir los ojos y cerrar la oreja; sucumbiendo por entero y perdiendo hasta la esperanza. El dilema que se le presenta es fatal: o ceder el campo y anularse, abdicando de su misión, o pasarse y aliarse al enemigo con armas y bagajes.

Para el gamonal y el tinterillo, que pertenecen al gremio afortunado de los hombres prácticos, un cura filántropo y realmente evangélico es un loco, y sus buenas intenciones son «teorías». Por poco que se formalice con su caridad y sus reformas, le llamarán «clérigo rojo» hombre «peligroso», y hasta... «¡disolvente!» No hay más remedio que claudicar ante los hombres de orden; echar la sotana a las ortigas, y que los parroquianos se arreglen como puedan. Ayúdate, que Dios te ayudará.

«¿Y al cabo a qué venirnos con caridades, reformas y filantropías?», dice el gamonal, con aquella lógica pastrana y positivista que a su posición conviene. «Así como estamos, agrega, hemos vivido antes, así tenía las cosas mi señor padre, lo mismo que las tuvo mi taita abuelo, y deben de ser buenas puesto que son viejas, y que con ellas y la ayuda de Dios (porque hay muchos bribones que fingen tener de su parte a Dios), hemos ganado las pocas mechas que tenemos». El argumento es sólido y concluyente.

Page 168: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

167

Pero hemos dado por sentado que el cura sea bueno, como hay muchos; que de veras sea cura y no enfermedad de la parroquia. Si siendo bueno es impotente, ¿qué será cuando resulta malo desde su estreno? Y que los hay, los hay; ¡y ojalá no fuera cierto! Al llegar a su parroquia un cura turbulento, es como cuando sueltan un toro nuevo a la plaza, y algo peor, porque con él no hay barrera que valga. ¡Ay de los desprevenidos y cuitados! Desde el primer día los presuntos aliados se olfatean, se conocen, se agasajan, se guiñan el ojo con malicia y ajustan su pacto; un pacto tácito que no necesita escritura ni testigos; do ut des, facio ut facias. El cura, el gamonal y el tinterillo se dan la mano, y quedan uña y carne.¡ Y Dios sabe quién podrá ser la uña y quién la carne! El triunvirato está constituído; los triunviros se sientan al banquete, que no por ser parroquial deja de ser nutritivo. ¡Labriegos, de rodillas!, ¡que pasa la majestad de la parroquia! ¡Pueblo soberano!, ¡álzate la camisa y recibe en la espalda tu salario de azotes! ...

Es indecible lo que hacen aquellos tres hombres aliados, aquellos triunviros del abuso. Es una historia interminable en que el drama se confunde con la comedia; la luz rojiza de las pasiones insaciables, con las tinieblas de un infortunio silencioso e ignorado. Pero esto no llama la atención; lo vulgar y cotidiano tiene este lamentable privilegio.

Que en la capital de la Unión, del Estado, o del departamento ocurra un escándalo cualquiera, y todo el mundo abrirá los ojos, soltará la lengua y meterá su punta de moraleja. Pero que tres, cinco o diez mil indios o pobres diablos de un pueblo lejano tengan su ración anual de 365 días de explotación y miseria, en silencio, con resignación y humildad, y sin dar que decir ni hacer escándalo por bagatelas, es cosa en que nadie para mientes. ¿Quién se impresiona ni sufre de los nervios al ver ordeñar una vaca o esquilar un cordero? Esto es trivial, como lo es el inmenso y tristísimo drama de miserias en que gime un vecindario bajo el respetable triunvirato parroquial.

Y no hay que esperar que los triúnviros imiten con camorras a César y sus compañeros. Ellos se conocen, se temen entre sí y saben que se necesitan mutuamente. A falta de cariño, el interés los mantiene unidos. En breve se hacen compadres, y es bien sabido que, si las querellas entre comadres son terriblemente reveladoras, las de compadres son de poco momento.

El gamonal sabe muy bien dónde le aprieta el zapato, por no decir el alpargate. En toda disputa resuelve la cuestión con laconismo, y si alguien se permite dejar sos-pechar siquiera una duda, él se apresura a reforzarse con su frase sacramental: «Y si no, que lo diga mi compadre don Zutano» (el tinterillo, el dotor de leyes del lugar, que está al lado como un monaguillo, pronto a decir amén); o bien: «Consulte usted con mi compadre cura, que conoce la justicia y sabe lo que se hace».

Page 169: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

168

Y no hay más que alegar; porque si alguien resuella, el «amo cura» le dirá «¡Calla, indio bruto, que tú no sabes dónde tienes las narices!». Y santas pascuas.

Si llega, por gran casualidad, a trascender en la capital del departamento, círculo o provincia algo de lo que pasa en aquel pedacito del otro mundo que llaman el distrito A o B, nuestros personajes no se toman la pena de asustarse ni salvar siquiera las apariencias. El vecindario mandará una petición unánime firmada a ruego, y eso por exceso de etiqueta, redactada por el entendido tinterillo, encabezada por las autoridades y con todos los requisitos de ordenanza; y los actos del triunvirato quedarán plenamente exculpados y abonados, con grandes palabras a falta de huano.

Buen cuidado tendrán nuestros héroes de ensalzar sus propias virtudes y gritar muy alto. Ellos se califican por sí y ante sí, de representantes y defensores de la propiedad, el orden y la moral. Los que se atreven a quejarse son descamisados, turbulentos y disolutos, cuando no impíos. Hay palabras muy cómodas que todo lo allanan, abren todas las puertas y atraen todas las bendiciones terrenales.

¡Y cuidado con que a una media docena de indios testarudos se les antoje un día rehusar el servicio de corvea que se les impone de hecho, o resistir una exacción cualquiera! Volando irá un despacho a la gobernación o prefectura para denunciar la rebelión de aquellos «malhechores». «¿Hay mayor crimen que el de rebelarse contra la moral y el orden establecido? ¡Palo con ellos, y no lo volverán a hacer!».

¿Va el prefecto o gobernador (aprovechando la ocasión de diligencias propias), a visitar el distrito? La fiesta será cosa de contarse. Su cuasi-señoría se alojará en casa del cura; echará sus «manitas» de tresillo u otro pasatiempo, en la del tinterillo, pues no hay tinterillo que no juegue tresillo; cenará con el tesorero; tendrá baile en casa del gamonal; se paseará con el síndico, el mayordomo de fábrica y el alcalde; visitará la estancia del juez parroquial, y al cabo regresará a su sede prefectoral más a oscuras que nunca, «con los ojos claros y sin vista, como los santos de Francia».

Y cuando ya esté lejos el magistrado, los mastuerzos indígenas esclamarán por lo bajo: «¡Buena la hicimos!, vino el prefeuto y nada le dijimos». Y sigue la historia como antes, y el cándido magistrado informa al superior: « ¡Parte sin novedad!», bien que el vecindario que aguanta al triunvirato, pudiera añadir: «Entre muertos, estropeados, y heridos, todos los buenos vecinos...».

Tal es, poco más o menos, observada con microscopio, la situación de la República democrática en Sur América. La República sólo existe, y eso a medias, en las ciudades. A mucho andar llega hasta las villas y allí se atranca. Más abajo, ni el olor siquiera. En las parroquias nadie la conoce de vista, y casi ni de oídas, ni

Page 170: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

169

sabe qué color ni sabor tiene. Si hubiera de llamarse República, lo que hay en los distritos, debería reconocerse un nuevo género de la especie: la República gamonalicia, apoyada por la aristocracia tinterillera.

El distrito es en Sur América un feudo, o una licencia poética de la Constitución. Está fuera de la República y por lo mismo fuera de la ley.

Los hábitos que entre nosotros han engendrado la esclavitud, las encomiendas, los indultos de tierras, el tributo, las alcabalas, los alferazgos para fiestas, los monopolios, el trabajo personal, el reclutamiento, los bandos de buen placer y tantas otras instituciones funestas; esos hábitos, decimos, han petrificado el alma y el corazón de nuestro pueblo en las demarcaciones rurales, han mantenido el distrito en secuestro y condenado la República democrática a ser por largo tiempo una especie de embrión, una grande ytriste quisicosa, una pobre cuasi-verdad, cuando no una grandísima mentira.

¿Y qué hacer? ¿Cómo sacudir y estirpar el odioso despotismo de nuestras mugrientas aristocracias de parroquia? ¿Cómo sacar de su purgatorio vitalicio a estos millones de ilotas de la democracia americana que hace tantos años vegetan en la miseria, aguardando, con increíble paciencia su santo advenimiento, su advenimiento al mundo de la justicia y del progreso, al alegre banquete de la libertad? ¿Qué remedio hallar para tanta somnolencia y tan espesas tinieblas?...

¡Luz!, ¡luz!, ¡muchísima luz!, ¡una inundación de luz! Y movimiento, interminable y poderoso movimiento!

Lo que en estilo llano significa: sacerdotes piadosos, caritativos, filántropos e ilustrados, que prediquen la verdad evangélica y protejan al pueblo, con su palabra y su ejemplo, contra todo abuso social nacido de las costumbres; escuelas, muchísimas escuelas, que emancipen al pueblo de las tiranías parroquiales; y caminos, muchísimos caminos, que le den desahogo y le permitan respirar el aire libre, fuera de la atmósfera del distrito.

Llevemos a todas partes la antorcha inofensiva de la escuela; abramos vías que pongan a los pueblos en activa comunicación, y la luz penetrará por todas partes a torrentes, y el pueblo tendrá vida y bienestar. Hagamos que desaparezcan los ignorantes y desheredados por secuestro, los encarcelados de la civilización, y no tendremos esclavos. Los triunviratos de parroquia, cegados por la claridad y vencidos por la libertad, morirán entonces... ¿Por qué?, por sustracción de materia.

Page 171: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

170

MOTIVO POR EL CUAL...

Por Juan Francisco Ortiz

CUENTECILLO AL GALOPE Y AL PASO

Al saberse por ahí que vivo soltero, en un país en que los hombres y las mujeres están en proporción como de uno a siete, pensará cualquiera que soy un hombre sin corazón y sin pasiones, un misántropo aburrido de la existencia, o un para-poco, que no he tenido valor de declararle a alguna beldad mi atrevido pensamiento; pero, ¡voto a bríos!, el que lo piense se equivoca de medio a medio.

Verdad es que dejé pasar mis mocedades sin pensar en el matrimonio, como lo hacen muchos; pero luego, ha­biendo sentado los cascos, volví a mirar a mi alrededor, y púseme a escoger la mujer que pudiera convenirme, teniendo en cuenta mi posición social, mi genio y sobre todo, mi gusto.

Ofrecióse desde luego a mi vista la romántica Julia; pero Julia, la de breve y donosa cintura, sabía más que yo. ¡Tate!, dije, ¿cómo podré sufrir a mi lado una mujer­cita bachillera? Eso no en mis días, y salté con la música a otra parte.

En pos de Julia, vino Delfina; Delfina, la encantadora Delfina, la de los brazos de nieve, la del mirar atrevido, la de la boca de rosa; pero Delfina era muy rica, y lo que para otro hubiera sido un atractivo para mí era un incon­veniente; Delfina hubiera podido comprarme, al no estarya rendido mi corazón a sus mimos y a sus caricias. Esta mujer me hechiza, dije, pero no me conviene, porque me dominaría completamente, y lo que yo apetezco es mandar en mis calzones, en mi casa, en mi mujer, y Non bene pro toto libertas venditur auro.

Pasaron mis amoríos con Delfina, cual dorada nubeci­lla por encima del horizonte. En pos de la tarde vino la noche. No sé si me explico: en pos de Delfina vino una morena con un lunar asombroso, y con ella la pasé ma­lísimamente. No me podía ver, me aborrecía de muerte, y yo seguía porfiando, cuando salió a la palestra un tercero en discordia, un jayanazo de la Sabana de Bogotá. ¡Me insultó, púsome de vuelta y media, y al fin y al cabo me desafió! Admití el duelo, porque no supiera Paulita que me había corrido, lo cual hubiera sido dar un nuevo triunfo a mi rival.

El desafío que me propuso el sabanero era en esta forma: ¡vea usted qué bárbaro!, dijo que tanto él como yo y nuestros segundos montaríamos en los mejores caba­llos que tuviéramos; que saldríamos al llano de Fucha; que a la primera señal, desatando nuestros rejos de enla­zar, le echaría yo a él y él a mí bonitamente una lazada al pescuezo; que a la segunda señal amarraríamos los rejos a las cabezas de las sillas; y a la tercera meteríamos las espuelas a los caballos, y echaríamos una carrera abierta que diera punto a nuestro combate. Y

Page 172: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

171

debo declarar aquí, para descargo de mi conciencia, que admití tan bárbaro duelo con la dañada intención de desnucar al sabanero. No se me ocultaba que yo moriría sin remedio; pero ¿qué le importa morir al hombre que se ve despreciado de su bella, y que está devorado por la rabia de los celos?

Los padrinos que habíamos nombrado se opusieron a lo que ellos apellidaban un doble asesinato, y viéndonos firmes en el propósito de llevarlo a efecto, dieron parte a la autoridad. Temiendo las persecuciones de la justicia, el sabanero se fue para el Perú, y yo para San Francisco de California. Al cabo de tres años regresé a la Nueva Granada con algunas águilas americanas en mis baules, con no poca experiencia y tan soltero como me había embarcado en Panamá.

Pasados algunos días después de mi llegada a Bogotá, y así que hube contado cien veces a mis amigos cuan hermosa es la bahía de San Francisco, en la que estaban anclados a mi arribo más de ochocientos buques; después de haberles pintado la Laguna de Pájaro, en el centro de la cual se eleva una gran pirámide de granito, que parece obra de los genios, y en cuyo alrededor vuelan grandes bandadas de alcatraces; después de haberles descrito las costumbres y los placeres del Sacramento y del San Joa­quín, etc., volví al cuento empezado, volví a pensar en la mujer que pudiera acompañarme en la difícil senda de la vida.

Vi cien jóvenes bogotanas a cual más donosa, a cual más apuesta; pero la una, que era muy linda, sabía más que yo, la otra era muy rica, la de más allá un ber­besí, y la que manifestaba buen genio tenía una parentela con la cual sólo Satanás se hubiera atrevido a emparentar; en fin, todas tenían sus gracias, y sin embargo, todas tenían sus peros, y peros de más de la marca. Así fue que al encontrar una niña gorda, blanca, colorada, en la flor de su edad, sin pizca de coquetería, pues era el mismo candor y la inocencia misma, me figuré que había encon­trado un grano de oro, más precioso que el que vi en San Francisco, que pesaba ciento sesenta libras, ¡cosa asom­brosa!

Mi corazón se había fijado en la hija de un labrador de la Sabana, que tiene una hacienda inmediata a Zipacón. Mi futura no sabía sino leer y medio escribir.

Por ese lado no podía dominarme. Era pobre, porque aunque su padre tenía unos veinte mil fuertes, ¿qué podría to­carle a Rosa, que era la penúltima de los veintidós hijos que alegraban el hogar de don Braulio Ramírez? Por ese lado tampoco podía darme la ley. Rosa no era modista, ni romántica, ni coqueta; era la que me convenía, era mujer de mi gusto por todos cuatro costados. Su cuerpo era bellísimo, sus carnes firmes como el mármol, sus dientes blancos como la leche, sus cabellos lustrosos del color del carey y sus ojos, ¡ay!, hablaban al alma.

Yendo días y viniendo días enloquecí de amor por aquella serrana; no pensaba sino en Rosa, no hablaba, no soñaba sino con la linda sabanera; y el fuego que me devoraba el alma, crecía en proporción a las dificultades que se me

Page 173: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

172

presentaban para verla, porque su padre era un hombre adusto que no le permitía hablar con alma viviente, ni me dejaba llegar a su casa. Don Braulio era un sabanero recachamudo, capaz de hacerle perder la paciencia al santo Job, y por fin me sacó de mis casillas.

Una vieja fue la tabla de mi salvación en tan apuradas circunstancias. La primera misiva que llevó a Rosa me costó cuatro duros. ¡Oh, pesos de California bien emplea­dos! La respuesta que me trajo valía un millón. Largas horas gasté en descifrar las patitas de mosca de que se valía la hermosa sabanera para decirme, en sustancia, que ya había reparado en mi persona, tanto en el mercado de Funza como en la puerta de la iglesia de Zipacón; y que si, como de un caballero debía esperarlo, eran hon­rados mis intentos, no perdiera las esperanzas.

Nuestra correspondencia se hizo periódica, y no obs­tante el trabajo que me costaba traducir o adivinar las dos terceras partes de lo que Rosa me escribía, experimen­taba sumo placer al descifrar aquel guirigay, aquellos palitos, aquellas patitas de mosca, aquellas barrabasadas que usaba la infeliz en vez de la escritura castellana. En una de mis cartas me atreví a decirle que pasaría a hablar con don Braulio; pero me contestó que no hiciera tal; que no fuera a precipitarme; que era preciso aprovechar un momento favorable en que don Braulio estuviera de buen humor, y que ella me avisaría.

El tiempo volaba entretanto y mis ansias crecían, cuando he aquí que una mañana me trajo la buena vieja carta de Rosa, en que me decía que ya era tiempo de hablar con don Braulio; pero que antes deseaba tener una entre­vista conmigo, y me indicaba el sitio en que podría verla, sin más testigo que su tía Catalina.

Esto fue el 16 de diciembre, día de la primera misa de aguinaldo.

Debía hallarme, pues, en la quebrada de Los Arrayanes, cerca de los grandes sauces que sombrean el lavadero de la ropa, el 17 de diciembre de 1855, entre dos y tres de la tarde; precisamente a la hora en que don Braulio echaba su siesta acostumbrada.

El que no haya estado enamorado debe suspender aquí la lectura de esta relación, que no podrá interesarle; el que lo haya estado alguna vez, puede continuar.

Mi primera diligencia fue buscar desde la víspera una cabalgadura, y don Timoteo me alquiló un macho retinto, grande, gordo, fuerte, asegurándome que era alhaja de príncipe. Apenas aclaró emprendí mi viaje por la plazuela de San Victorino abajo, con mi ruana pintada, sombrero enfundado, zamarros de león, grandes espuelas y la zu­rriaga de ordenanza. A la cabeza de la silla llevaba el caucho y en los cojinetes una pistola, un paquete de ciga­rros y media botella de brandy, por si se ofreciera hacer algunas libaciones a los buenos genios que

Page 174: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

173

acompañarían mi marcha solitaria.

El macho tenía buen paso ciertamente, y el garbo con que empezó a andar prometía que llegaríamos yo y él a la fuente de Los Arrayanes, antes de la hora señalada. ¡Ah!, ¡no hay que fiar en las apariencias

Hasta Fontibón no hubo novedad. Más allá de Fontibón el macho metió la cabeza, y se fue derecho a una casa, y no valieron a contenerlo ni el freno, ni las espuelas, ni la zurriaga. En el patio de la casa había una cuerda con ropa que estaba secándose al sol; me hizo pasar por allí; la cuerda se reventó, cayó la ropa al suelo, mi sombrero también, el gallo y las gallinas se espantaron, salió una manada de perros que quería tragarme, y yo me defendí con la zurriaga; la ventera y su hija se presentaron a in­sultarme, los indios que bebían chicha en la tienda se reían a carcajadas, y el macho de la trampa a todas estas se había arrimado a la pared, y se estaba quieto, mientras caía sobre mí aquella granizada de insultos, en parte me­recidos. Yo callaba y sufría. Así que hubo pasado el chu­basco, metí espuelas al retinto para coger el camino; ¡pero qué!, mientras más lo espoleaba, más se fruncía y más se arrimaba a la pared.

Tuve que desmontarme, que desatar el cabestro y pa­garle a un indio de los que había en la venta, para que me arreara el macho. A fuerza de látigo lo sacamos al camino. Monté y seguí sin mayor novedad. Paradas como aquella hizo el bendito macho unas cuantas, antes de llegar a las puertas de Facatativá. Esa fue la más consi­derable. Dos calentanos de Anolaima acudieron a favo­recerme: el uno cabestreó al macho, en tanto que el otro descargaba sobre éste una docena de zurriagazos que le hicieron muy buen provecho, porque tomó un trotecillo muy suave, tal que yo me prometía que aquella sería su última parada; cuando de repente sin más ni más, se paró de redondo, el perverso animal en medio del camino.

Se quedó plantado allí como una columna, y no hubo fuerzas humanas que le hicieran cambiar de resolución. Desastillóse la vara de la zurriaga, se volvió pedazos de tantos palos como le dí, le gritaba con todo mi aliento, ¡arriba so gran demonio!¡ ¡arriba so macho!, ¡so diablo!, rasgándole los ijares con las espuelas; pero el macho no se movía, cuando mucho reculaba, como queriendo echar­se para atrás; y fue tanta la brega, tanta la ira que me infundió el perverso animal que, habiéndome acordado de que venía cargada la pistola, lo condené a muerte, resolví hacer con la alimaña un Linch law, a semejanza de los que vi ejecutar a los yanquis en California. Allá, cuando en despoblado se comete un robo o un asesinato, los circunstantes, en nombre del pueblo, improvisan un jurado, cuya sentencia es ejecutada sin tardanza, irremi­siblemente. ¿Qué otra cosa era el macho en mis circuns­tancias, sino el ladrón de mi dicha y el asesino de mi felicidad? Yo seré el juez que te condene, dije, y el verdugo que ejecute la sentencia.

Page 175: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

174

Eché pie a tierra, le quité la silla, y habiéndole zafado el freno, lo dejé solo con el ronzal para sujetarlo. Saqué la pistola, le apunté al ojo, a boca de jarro, y... izas! La pistola negó, porque el fósforo se había humedecido. Ciego de cólera, le tiré el arma a los hocicos, y entonces el macho se espantó y echó a correr; me cargué al rejo de la jáquima, pero no pude contenerlo; me arrastró, me revolcó en el polvo y siguió corriendo al galope; y el camino estaba desierto, sin alma viviente que lo pudiera atajar.

...Tenía buen paso ciertamente...

Renegando de mi suerte, del macho, del mulero y de todo el género humano, saqué el reloj y vi... ¡la una y veintisiete! Era imposible llegar a Zipacón oportunamente.

Cargué a las espaldas la silla, que me pareció que pesaba quintales, y me volví triste, sudando, y dado a todos los santos del cielo por no decir otra cosa. Al primer indio con quien encontré le endosé la carga y seguí con él a pie, hasta que un labriego, compadecido de mi desdicha, me alquiló una yegua de cargar leña, en la cual regresé a Bogotá. El indio quedó encargado de buscar el macho, que al cabo de tres días apareció, y fue devuelto a don Timoteo con un millón de gracias.

El 18 recibí una carta de Rosa, en que ponía en duda mi amor, por haber faltado a

Page 176: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

175

la cita. La contesté al ins­tante pintándole el suceso, y pidiéndole por quien ella era, que me disculpara, puesto que la falta no había con­sistido en mí, sino en el macho de don Timoteo. Sin embargo, la sabanera me castigó privándome por ocho días del gusto de ver sus patitas de mosca, pues en aquella temporada recibía, pero no contestaba mis cartas.

El domingo de pascua la vieja me trajo carta de la enojada sabanera, en que me decía: «Creo que ya estará usted un poco castigado, y pongo esta deseándoselas muy felices» y terminaba así: «Si puede usted conseguir una bestia que no se le canse en el camino, lo espero mañana a la misma hora y en el sitio que le indiqué, para tratar de cosas que quizá le interesen».

¡Bendito sea Dios!, exclamé, ¿puede darme mejores pascuas la linda sabanera?

Un amigo tenía un macho pardo famoso. Contra mi propósito de no pedir prestado nada a nadie, lo quebranté esa vez, me humillé, y se lo pedí. Inmediatamente estuvo en casa un muchacho trayendo aquel soberbio animal, apellidado El Tragaleguas por buen caminador.

El lunes de pascua, muy temprano, me puse en marcha para concurrir a la segunda cita.

En el mes de diciembre sonríen los cielos con la her­mosísima Sabana de Bogotá; entonces el color del firma­mento es del más puro azul turquí; la dilatada llanura presenta a la vista el encendido verde de la esmeralda; el aire fresco y perfumado restaura las perdidas fuerzas; se siente la vida y se respira el aura del placer y de la felicidad. ¿Cuál sería el contento del que, en una de esas mañanas, iba caballero en un arrogante macho a una cita amorosa? Ese era yo que tarareaba unos versos y formaba castillos en el aire; mi corazón estaba de pascua de gaudeamus, al ver ese cielo tan puro y esas verdes dehesas llenas de innumerables vacadas.

El tiempo corría sin dejarse sentir el fastidio, y cuando menos lo pensé, el reloj señalaba las dos de la tarde, y El Tragaleguas estaba muy cerca de la quebrada de Los Arrayanes.

Al torcer un recodo del camino vi a lo lejos en la falda del monte la casa de don Braulio.

Más lejos, dos colinas cubiertas de arboleda formaban la rambla, por donde baja murmurando la fuentecilla de Los Arrayanes, que discurre de un bello prado a otro más bello todavía, cruzando el camino parroquial. Vi por fin los sauces, y sentadas sobre la grama, a veinte varas del camino, dos mujeres: una de ellas era Rosa, que se paró al verme pasar.

Page 177: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

176

Estaba vestida de blanco; sus trenzas hermosísimas caían por sus espaldas y casi rozaban el césped de la pra­dera. Llevaba puesto un sombrero de anchas alas, ajustado con dos cintas de color de fuego, que flotaban al aire como los gallardetes de las naves ancladas en la bahía de San Francisco. ¡Qué embeleso!, ¡qué bella aparición! El corazón se me salía del pecho de puro regocijo.

Sofrené el macho para hacer a Rosita una cortesía con mi sombrero, pero el animal siguió sin hacer caso de la brida ni del bocado. ¡Adiós, caballero!, me gritó la muchacha. Al ir a responderle, piqué al macho con las es­puelas. ¡No hiciera tal en mi vida! El soberbio animal arrancó a corcovear. Me tuve en la silla como jinete de la Sabana; de modo que no consiguió sembrarme en el suelo, pero no pude contenerlo, porque metiendo la cabeza siguió caminando a un pasitrote que igualaba a la carrera tendida. El viento unas veces levantaba y otras aplastaba contra mi rostro el ala de mi sombrero, que hubiera volado sin duda al no tener tan apretado el barboquejo.

El Tragaleguas bufaba y seguía caminando como un desesperado; de modo que cuando volví la cabeza y miré atrás había traspuesto un montecillo, y no vi ni el humo de la casa de don Braulio.

No tenía a mano la consabida pistola, que al tenerla, hubiera dejado en el sitio al macho de Satanás. No me atreví a arrojarme al suelo, temiendo que hiciera conmigo alguna diablura, y me resigné a esperar que llegaran al­gunos pasajeros que me ayudasen a detenerlo; pero el camino estaba desierto y el macho me alejaba más y más de la casa de Ramírez.

Con todo, debo confesar aquí que la vista de la sabanera me había confortado, y aunque iba hecho una furia contra el perverso macho, mi cólera se templó reflexionando que tantas dificultades para vernos aumentarían el incendio en el pecho de Rosa, y que hablando inmediatamente con su padre acerca de nuestro enlace no dilataría en poner remedio a nuestros males.

Cualquiera pensará que el macho se paró rendido de la jornada: no, siguió incansable hasta dar con mi persona en mitad de la plaza de Anolaima a las cinco de la tarde. Allí me contaron primores del animal, asegurándome que si no tuviera el resabio de ser volvedor, no habría dinero con que pagarlo.

Torné a Bogotá, de donde escribí a Rosa con la india­correo, explicándole extensamente que me había sido im­posible contener el macho; motivo por el cual había faltado a la segunda cita. La respuesta no se hizo esperar, vino al día siguiente concebida en estos términos:

«Si ha creído usted, caballero, que soy alguna de esas que parecen nacidas para ser juguete de los hombres, usted se ha equivocado.

Page 178: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

177

¿Con que unas veces su macho no alcanza a rendir la jornada, y otras no puede contenerlo? ¡Vaya!, ¡me río de sus disculpas!

Confieso que usted tiene muy buenos modales, y sabe escribir cartas muy bellas y capaces de alucinar a una campesina.

No me enojo, y en prueba de mi estimación, le remito con la portadora esas flores de mi jardín».

-A ver ¿dónde están las flores que venían con esta carta?, pregunté a la india.

-Aquí, señor amo, me contestó, sacándolas de debajo de su mantilla.

¡Eran unas flores de calabaza!

Desde aquella época Rosa no ha vuelto a saludarme; si la encuentro en alguna parte clava los ojos en el suelo por no verme, motivo por el cual...

He aquí el relato que me hizo el señor W. W. W. en abono de su soltería, no hace muchas tardes.

Page 179: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

178

UN VIAJERO Por José Joaquín Borda

Santa costumbre es viajar. Por muy variado y hermoso que sea el suelo natal, no basta para darnos idea completa del mundo. Los viajes, que han formado la base de las grandes comunicaciones entre los distintos pueblos, han ensanchado el comercio y diseminado en los últimos rincones del mundo las luces intelectuales que brotan en los grandes centros del mundo civilizado; esto, aparte de las impresiones agradables que quedan grabadas indeleblemente en el alma, y de la fraternal tolerancia que inspiran hacia las distintas creencias, usos y costumbres de los hombres.

La costumbre de viajar ha sido sumamente común en nuestro país, a pesar de la falta de vías de comunicación. Pocos son los jóvenes de regular posición que llegan a los cinco lustros, sin haber cruzado los mares. Dotados de vivo ingenio y corazón ardoroso, ocupan en los colegios de Europa, para orgullo de su patria, puestos de distinción, y es innegable que su reputación está bien cimentada en las demás Repúblicas de nuestro gran continente.

Por desgracia no todos pueden contarse en este número. Acaso a la mayor parte se les puede leer con provecho el epigrama de Vergara:

¿Ves a Antonio? Es, sin engaño, Un guapo mozo. Fue a Europa Y se estuvo más de un año...

-¿Qué trae de nuevo? - La ropa.

En otro tiempo el haber viajado era un título de orgullo, bien tonto por cierto. Era de verse un recién desempacado, con su levita artísticamente arrugada, y su cabeza torcidamente erguida, como quien está acostumbrado a mirar las cúpulas de los altos edificios de Europa. Nuestras calles parecían estrechas a aquellos ilustres viajeros, que apenas cabían en ellas. Los amigos de otro tiempo, los condiscípulos más queridos, no merecían ya su saludo; las hermosas apenas alcanzaban a recibir una sonrisa de amor. Todo les parecía pequeño: Napoleones en miniatura, echaban de menos en esta pobre tierra los grandes teatros, donde se desplegara su figura con proporciones colosales; últimamente, una especie de nostalgia por la ausencia del extranjero, les daba un baño de melancolía y de romanticismo que hacía morir... de risa.

No faltan hoy algunos ejemplares de este tipo de tontería y pobreza de alma. Los vemos, los tocamos. Yo tengo en la memoria uno de ellos, y lo voy a incrustar en la galería de costumbres del país. El lienzo que le toca está vacío: es preciso llenarlo.

Page 180: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

179

Boca-de-lobo, mi condiscípulo, era hasta hace muy pocos años un pobre diablo en toda la extensión de la palabra. Rechoncho como una cuba; descolorido como la cera de laurel que arde ante las imágenes de la Virgen en algunos pueblos del norte; con unos ojos de buey, sin expresión y sin brillo; tenía, además, unas quijadas flojas, que quitaban todo atractivo a su conversación, no obstante que había recibido de la naturaleza algunas de esas chispas de ingenio, que más o menos poseen todos los jóvenes bogotanos.

Pariente muy cercano de su tío, el cura de Tuliné, fue enviado desde su infancia al colegio, y sus paisanos le dieron alguna vez votos para que los representase en las asambleas populares, lo cual, no pudo suceder por la flojera de las quijadas que apuntada dejamos.

En el campo de los amores, quiso romper lanzas con los primeros atletas; pero el más insignificante pepito lo derrotaba a la primera de espadas. Las flores, al pasar por sus quijadas, perdían todo el aroma y el brillo. Debemos, además, advertir que cuando nuestro héroe abría los labios para hablar o reír, dejaba adivinar un abismo oscuro y sin fondo, lo que le valió el apodo de Boca-de-lobo con que las espirituales *** lo bautizaron, y el cual ha prevalecido sobre su primitivo nombre. Esto explica también por qué sus versos que no desagradan impresos, suenan al pronunciarlos él, como una pieza de música en chillona y destemplada vihuela.

Desconsolado pasaba sus días el infeliz Boca-de-lobo, sin poder llenar sus grandes aspiraciones, a causa, según decía él, de las injusticias sociales, que sepultan el verdadero mérito bajo la polvareda del sarcasmo o de la envidia. Así como aquellos pobres insectos que los naturalistas atraviesan con la aguja, para clavarlos tras los cristales de un museo, en vano tratan de alzar el vuelo, antes bien cada impulso los aproxima más a la muerte; así Boca-delobo, clavado a la tierra por el desprecio universal, pero dotado de grandes aspiraciones, trataba sin cesar de alzar el vuelo. ¡Inútiles esfuerzos!, volvía a caer contra la tierra, clavado como el moscardón o la mariposa de museo. Boca-de-lobo se moría, se moría de consunción, de orgullo, de rabia, de tristeza, de envidia.

Un suceso infausto, mejor sería decir fausto, vino a reanimar su esperanza. Un día recibe Boca-de-lobo una carta de Tuliné, sellada con lacre negro. No le sorprendió el aviso que con el luto se le daba, pues no había vuelto a pensar en su familia, y se hubiera avergonzado de ella, al verla en la capital. Pero al leer la carta, se dio una palmada en la frente, abrió desmesuradamente las flojas quijadas y un brillo extraordinario alumbró sus ojazos.

Al día siguiente Boca-de-lobo se hallaba en camino para Tuliné, donde fue recibido por sus parientes, que procedieron a la repartición de los bienes del cura, el cual había mejorado en su testamento a Boca-de-lobo. Concluído todo, nuestro

Page 181: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

180

hombre realizó sus bienes, todos los productos de misas y responsos, y se preparó a llevar a cabo su proyecto. Había resuelto viajar. Ya se sabe que todo aquello de responsos y misas

Cantando se viene, Cantando se va.

Inútil sería que siguiésemos a Boca-de-lobo en toda su excursión. Sólo diremos que los calores del Magdalena aflojaron desmesuradamente sus quijadas, y con palabras cada vez más lánguidas, pero también más furiosas, maldijo el calor, maldijo el mosquito, maldijo los negros, maldijo la tierra en que nació.

Cruzó los mares. Al hallarse tendido en un estrecho camarote, con el rostro más amarillo de lo ordinario por el mareo que lo puso en estado de dar lástima, maldijo el mar y maldijo el momento en que le vino a la mollera la idea de viajar, sintiendo tener ya empleadas en tan diabólica empresa las onzas de los responsos y misas. ¡Y con razón!, esas onzas con que el cura había sacado mil almas del purgatorio, y que por consiguiente estaban consagradas, las empleaba ahora para pagar sus sufrimientos y tal vez su muerte.

Entre estas meditaciones y maldiciones, Boca-de-lobo saltó a las playas de Inglaterra. Las onzas del pobre cura, convertidas en libras esterlinas, comenzaron, como por arte mágica, a escurrirse de la faja en que las llevaba, atadas a la cintura ya que no al corazón.

Pasó el canal de La Mancha, siempre fiero y altivo, como un toro de Fute a quien no doma el brazo del orejón, ni humilla la rodaja aguda de las espuelas. Boca-de-lobo se mareó de nuevo y con más fuerza. ¡Maldijo entonces el canal, y el vapor, y los ingleses y cuanto alcanzaba su vista!

Llegó por fin a Francia, tierra de civilización, tierra de gloria, que nadie pisa sin sentir el corazón alborozado. Las onzas se convirtieron en francos y se escurrían con más celeridad que las libras esterlinas. Pero aquí Boca-de-lobo comenzó a perder los estribos, o si se quiere, la cabeza. En el bodegón donde posó, tres o cuatro criados le trataban con aquella cortesía, aquella elegancia francesa, que nunca se desmiente, ni en los salones de la corte ni en el taller del artesano. A un campanillazo, se presentaba un criado que esperaba sus órdenes, que adivinaba sus pensamientos. Comenzó a creerse grande hombre y por esta vez sus quijadas no maldijeron más. Asistió a teatros de menor cuantía, floreó a grisetas que entre dos sonrisas y un par de morisquetas, le birlaban los francos, le fumaban los cigarrillos y le sonsacaban botellas de champaña. Pero «soy un grande hombre, decía; sólo mi infame patria no ha sabido comprenderme: ¡no me merece! Aquí todos se desviven por servirme, todos me dan las consideraciones que merezco».

Page 182: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

181

Como su principal cualidad no es la generosidad, a veces se estremecía y se ponía pálido, recordando que la faja de onzas se hacía menos pesada cada día, sin que él hubiese adquirido ningún conocimiento, ni hubiese reportado ventaja alguna. Pero un genio maléfico, un espíritu burlón, evocado sin duda por Allan Kardec, murmuraba riendo a su oído, «que las onzas, de responsos y misas:

Cantando se vienen, Cantando se van».

Boca-de-lobo pasó a España. ¿No sería posible encontrar allí el tronco ilustre a que pertenecía? ¡Tal vez un título, un marquesado!... ¡no! Boca-de-lobo habría figurado mejor de conde. Desgraciadamente, nadie le hizo caso en aquella tierra. Cometió entonces la torpeza de hablarles del «león de Iberia, cuyas melenas arrancó la América» con otras tonterías por el estilo, y un andaluz que le oía amenazó botarlo al cielo de un puñetazo si no se callaba, y un catalán de los de barba en pecho, realizó la amenaza, dándole tan tremenda bofetada, que el infeliz Boca-de-lobo, maldijo la España, la tierra de sus nobles abuelos y ... también al cura. Después de haber andado de bodegón en bodegón, como en Inglaterra y Francia, se embarcó otra vez para América, sin que haya necesidad de decir que descargado del dulce peso de su faja.

No hace mucho tiempo le vi por primera vez en la calle.

¡Oh!, ¡cuánto había variado!, su dentadura perfectamente limpia; su cabeza peinada con esmero; las quijadas un poco más firmes; el vestido pobre pero aseado y una cachucha de nutria tan mona, tan bien terciada al lado derecho, tan simpática y graciosa, que bastaría para hacerle célebre. Boca-de-lobo era un completo lord. Su aire majestuoso, su mirada severa, su presencia imponente; a juzgar por eso no más, se le podría hacer Presidente de la República.

Lancéme a sus brazos, al verle, por un impulso en que no cupo premeditación.

-¡Qué costumbres!, me dijo, alejándome con la mano. En Inglaterra eso no se hace.

-¡Ah!, ¡allí se besan; pero no, no os besaré, Boca-de-lobo! Un beso a vos sería más criminal que el beso de Judas.

Tomó con ambas manos la solapa de la pobre levita, con un aire de elegancia suprema, lo que me obligó a mirarle de pies a cabeza.

-¡Qué país éste!, me dice. Parece que está maldito de Dios.

-¿Cómo así?, le pregunté con asombro.

Page 183: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

182

-Apenas llegué a la costa, no bien hube saltado a la chalupa, cuando se voló el vapor y perdí mi soberbio equipaje.

-¡Desgracia inmensa!, pero... ¿no habéis venido en el vapor King?

-¡Y bien!

-Los cargamentos se salvaron, ¿sólo el equipaje vuestro se ahogó?

-¡Ah!, este país está perdido sin remedio. Aquí hay una ignorancia completa. Aquí no se sabe nada de lo que pasa en el mundo... ¡ya se ve!, ¡como no hay diarios!, se ignora hasta el incendio de los buques...

-¡Cierto!, ¡cierto, Boca-de-lobo! ¿Y cómo estamos?, el viaje...

-¿Cómo estamos?, como se puede estar en esta tierra. Aquí todos son unos canallas, empezando por mí.

-Gracias por lo que me toca.

-¡Qué queréis!, después de viajar, los juicios tienen que ser severos. Aquí nos creemos a la vanguardia del mundo y somos unos salvajes. En este país sólo es grande el crimen.

-No es tan mala la opinión que tenéis formada de nosotros, señor.

-¿Pero no es exacta?, yo al pan, lo llamo pan, al vino, vino. ¿Qué tenemos aquí? ¿Dónde están los ferrocarriles, las fábricas, la riqueza, el progreso?, sólo tenemos inmoralidad.

-¡El viaje os ha aprovechado en extremo!

-Por lo menos soy gente. Aquí no hay sino canallas. Aquí no hay señoras...

-Entre las que vos tratáis... Boca-de-lobo. Sin duda habéis adquirido mucha franqueza; pues no sé que hayan muerto vuestra madre y hermanas.

-Toda regla tiene sus excepciones; yo no hablo en general.

-Y hacéis bien; porque de otro modo os puede costar una tunda, cuando menos lo penséis.

-¡Sí, ¡sí!, ¡la fuerza!, ¡la fuerza!, este país está perdido.

-¿Y qué juzgáis de la Europa?

Page 184: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

183

-¡Ah!, mío caro! ¡Eso sí es grandeza! Esa sí es una tierra donde se puede vivir. Parece que yo hubiera nacido allí; nada me sorprendió; todo lo encontré natural. A excepción de algunas pequeñeces... ved, por ejemplo, ¡en París no saben freir huevos!

-¡Cómo que no saben freir huevos!

-¡No saben freir huevos, señor!

-Sin embargo ... me parece... yo he estado algunas veces en París y ...

-Conozco todos los hoteles, todas las fondas, todos los restaurantes de París.

-Pero allí hay cocineros de todas las naciones.

-¡Oh!, en esto no admito discusión. Sé muy bien lo que digo.

Tuve, pues, que resignarme al tono magistral de mi viajero. Más aún: tuve suficiente paciencia para oírle desbarrar por dos horas mortales. Nada de nuestro país le gustaba; todo lo encontraba defectuoso, malo, bárbaro y salvaje. Se habían secado en su corazón las flores del afecto y la ternura, que nacen en la infancia a los rayos del patrio sol. Un año de viaje bastó para convertirlo en el enemigo más implacable de su patria. Si en su mano estuviera, la incendiaría toda y sembraría sal en su suelo; eso es lo que se deduce de sus palabras. ¿No habría sido mejor que hubiese aprendido algo nuevo, para ponerlo al servicio de su patria? ¿Las maldiciones qué dejan?

Después le he visto en el teatro; ocupaba un palco, por supuesto; el patio no sería para él un lugar suficientemente aristocrático. Pero al verle, creí que perteneciera a la compañía mímica de Ravel. Su cara era verdaderamente el espejo de su alma, que destila limón y vinagre. A cada momento parecía exclamar: «¡esto es horroroso!, ¡qué diferencia de los teatros de Europa!»

Boca-de-lobo no gusta ya de andar sino en coche o en ferrocarril; pero como aquí no puede tener ninguna de estas cosas, alguna vez sale a caballo. Entonces es cuando va a dar el golpe de gracia a las hermosas, que tiemblan a sus pies, heridas de amor; así como en los corrillos de por la tarde, expone sus observaciones de viajero, ante unos jóvenes que le contemplan con toda la hilaridad que inspira un tonto. Se cree un grande hombre, por el hecho solo de haber estado en Europa, y todo el mundo se ríe de él. Sigue clavado en tierra como antes; su vuelo sólo alcanza a imitar el de los peces volantes; vuelve a caer con más fuerza; y si así sigue caerá para no levantarse más.

Page 185: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

184

En una palabra, derrotado en amores por un travieso pepito que a manera de cernícalo le sigue; despreciado por todos los hombres de sensatez y juicio, que oyen sus imprudentes conceptos; henchido de aspiraciones excesivas que no podrá llenar, Boca-de-lobo está entrando en el período de nostalgia. Ya todo le causa horror, ya se coloca con menos gracia la elegante cachucha, y no viendo en torno suyo sino miseria, pobreza, inmoralidad y degradación, quiere abandonarnos otra vez. Esto es lamentable. Sin embargo, está en su derecho; no vivimos en el Paraguay, ni tenemos doctores Francias. Si el único medio de que se conserve la preciosa vida de Boca-de-lobo es salir del país, viajar, ¡que salga!, ¡que viaje! Algunas lágrimas verteremos por su ausencia; ¡pero no importa!, ¡que viaje! Al fin volverá, y lo mejor es, que volverá cambiado, reconociendo que en toda tierra hay flor y espina, vicio y virtud, oro y escoria.

Page 186: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

185

QUEJAS AL MONO DE LA PILA Por Crisóstomo Osorio

Figúrese usted, señor Mono, que hace algunos meses me dio, por mal de mis pecados, la ventolera de aprender piano, sin proponerme fin ninguno. Yo no pensaba en que más tarde me serviría de distracción, ni pasó por mí la idea de gloria, ni la de ser llamado maestro o aficionado; y mucho menos pensé en las funestas consecuencias que el dicho aprendizaje había de tener para mí, que si tal hubiera pensado, me habría guardado bien de emprenderlo. Aprendía por aprender, y porque mi familia me lo aconsejaba.

Recibía entonces lecciones de música una hermana mía, y aprovechándome de esta oportunidad, empecé a recibirlas yo también. Ocho días después estaba yo enfrascado en aquello del pentagrama, y las adicionales, las breves y las longas, semínimas, garapateas, y mordentes, y calderones, y líneas en forma de zig-zag, y todo lo demás que en la obra de Agudelo más largamente se contiene; por otra parte, rabiando y dándole de puñetazos al piano, como si el cuitado fuera responsable de la tesura de mis dedos, no menos reacios para ejecutar la diatónica que para repasar la cromática, o de mi poca destreza para hacer una cosa con la zurda y otra con la derecha, cuando ya estaba en vals. Entonces eran los apretones de manos, las yucas y todas las atrocidades que hacen los pianistas con sus desventuradas manos, las cuales se me figura que se han de consolar viendo, o mejor dicho, palpando que las teclas no sufren menos, porque al fin y al cabo es cierto que mal de muchos consuelo de tontos, y ya tengo dicho que tontos eran mis dedos. A todo esto se agregaba que mi hermana, que sabía más que yo, me gritaba desde su cuarto: «eso no es así, eso está muy feo», y antecogiendo su costura, solía irse al rincón más retirado de la casa, gritándome al irse: «eso está sin compás», y seguía diciendo como hablando consigo misma: «no sé cómo dicen que este niño tiene disposición». Todo esto es nada, señor de la Pila; ya llegaremos a las tertulias caseras.

Cuando se les ocurría bailar a los que estaban en casa de visita, me hacían tocar; y a los cuatro o cinco compases me decía alguno de mis hermanos: «toque bien, o no toque», y si estaba tocando una polka mía, no faltaba quien dijera: «esa contradanza es muy fea, es plagio». Esto es nada todavía, señor Mono; ya llegaremos a los bailes.

En este estado de cosas, interrumpí mi estudio sin dejar por eso de poner una que otra piececita al oído, y de ese modo he llegado a la época aciaga y calamitosa que actualmente atravieso; a la mala como hombre de sociedad; a la peor como bailarín, y a la pésima como pianista.

Page 187: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

186

Revístase usted, señor Mono de la Pila, de toda la paciencia que lo caracteriza, que bien la necesita, si ha de escuchar atentamente lo que paso a referirle. Cuando se está formando la lista de convidados a un baile, dicen: «Convidemos a N, ese toca piano y nos puede servir de mucho». No me atrevería a jurar que así sucede, pero lo tengo por más que probable. Lo que sí me atrevo a asegurar, por haberlo visto y palpado, es que me convidan a todos los bailes en que no hay orquesta, y rarísimas veces a aquellos en que no hay piano. ¡Qué casualidad!

Es cosa de ver la seriedad que conmigo gastan los cachacos, y sobre todo, las cachacas al principio de un baile. Nunca he conseguido ni una sonrisa, ni una mirada, ni un saludo sin mirarme. Entonces sí que me siento abrumado bajo el peso de mi fealdad; las jóvenes me hacen creer, al empezar una tertulia, que soy más feo de lo que soy; entonces no encuentro pareja ni se me llama al comedor ni una vez siquiera. A los de la casa, como que les oigo decir allá para su capote: «vaya, ya llegó el músico oneroso».

Pero pasan una hora o dos; ¡qué transformación, qué cambio, qué diferencia tan pronta, tan admirable, tan sorprendente! Empiezo a notar unas risitas así tal cual; me saludan mis amigas antiguas; los desconocidos se me presentan ellos mismos; los amigos me descuartizan a abrazos; la señora de la casa me busca pareja, y su señor esposo me lleva al comedor repetidas veces.

-Mire que tiene que hacerme un favor, me dice una antigua amiga, y una nueva tiene el honor de saludarme por primera vez pidiéndome un servicio; un amigo me da unas amabilísimas palmadas en el hombro a trueque de que lo saque de un apuro; el dueño de casa me hace multiplicadas cortesías, diciéndome:

-Tiene usted que dispensar, pero...

Y la señora de casa me hace el favor de proporcionarme modo de lucirme; no hay varón que no tenga algo que decirme, ni hembra que no tenga ardientes deseos de oírme tocar.

-¿Qué significa todo esto?

-Que todos tienen ganas de que yo les toque para bailar.

-Nada de esto me sucedería si yo estuviera como usted, señor Mono, con las manos pegadas al estómago, o si mis dedos fueran tan inflexibles como los de usted.

En esto una voz me grita:

-El piano lo aguarda: un valsecito para oir. Mientras que otra me dice:

Page 188: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

187

-Por lo que más quiera; mire que me interesa.

Otra voz, que es de otra niña, me hace la confianza de que ella (la niña), va a bailar con él. Por fin cuando algún conocido me lleva a empellones hasta el piano, hago las mejores demostraciones de gusto y esforzándome en poner buena cara, toco el vals para oir, pero lo bailan. Bien sé que a los danzantes les importa poco saber cómo estaré yo por dentro; lo que les interesa, es bailar, y que rabié el músico.

Ocúrresele a la sazón a alguna vieja que el vals es deshonesto y me manda decir, o viene ella misma y me dice:

-¿Tuviera usted la bondad de cambiarlo en polka?

-Sí, señora, le contesto; y hágolo al momento.

Entonces la sala se vuelve un laberinto, ¿qué digo un laberinto?, un día del juicio, o por mejor decir, una noche de locura.

-¡No!, ¡no!, ¡no!, que no se cambie la pieza, dicen unos.

-¡Sí!, ¡sí!, ¡sí!, gritan otros.

-Otros exclaman: mejor es schottisch.

-Que siga la polka, vocifera otro; y no falta quien chille:

-Redova, redova; ni quien me diga al oído:

-Mejor es que lo deje, hay muchos comiendo pavo.

¡Qué posición la de mi cuitada persona con tantos man­dones como concurrentes! Póngase usted en mi lugar, señor Mono de la Pila, y la mano sobre su corazón, y dígame, si a pesar de su genial apatía no saldría usted de sus casillas. Por último, a la voz de «cualquier cosa, pero no lo deje», aburrido, desesperado de ver tanta gente tan galante y considerada, toco lo que mejor me parece y concluyo a la hora que creo conveniente; y entonces, si toco corto, me regañan los que bailan con la novia, y si largo, todos los que no bailan o lo hacían con quien no era de su agrado, tan de serio, que es increíble le den tan mal pago a quien les ha hecho la merced de tocarles; diciendo términos hasta feos, como amigo inconsecuente,

canalla, bobo y otros. Los descontentos me regañan y los contentos no me dan las gracias. Me paso, pues, ese intermedio renegando de mi estrella.

Page 189: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

188

A poco ya están todos contentos: las mujeres no sólo me sonríen, sino que ríen conmigo; me pegan con el abanico, diciéndome: mire que tengo que decirle una cosa; me recuerdan que somos parientes, amigos, vecinos o compadres, o me aseguran que han conocido a mi abuela, o a alguno parecido a mí, haciendo valer todos estos títulos para otro favorcito. Empiezan los elogios a mi habilidad musical y encarecen lo sabroso que es bailar cuando yo toco. Empiezan de nuevo a decir: «otra cosita, una cuadrilla», y yo les contesto: «tengo pareja»; «no le hace, replica alguna, yo le toco después para que baile»; cosa que (por mi palabra de honor), nunca se ha verificado; yo sigo diciendo: «es precisamente para lo que tengo pa-reja», y siguen con el eterno no le hace; alegan que ya la mamá se quiere retirar, y yo me resisto hasta que la pareja que tengo viene y me dice: «una cuadrillita». A semejante descaro, no me queda qué contestar, y voy con la humildad de un cordero a tocar la cuadrilla que hubiera debido bailar conmigo la misma que me obliga a tocar. ¡Qué bien hizo usted, señor Mono, en no dedicarse a la música! Llego al galop y entonces sí hay unanimidad de votos y tengo que tocar un prolongado galoppopular; hasta que algunas caritativas madres prohiben que siga y se sientan a refrescarse. Entonces es cuando la desdicha de un pianista llega a su colmo; entonces, cuando quisiera no haber nacido, se me insta para que toque algo para oir, algo bien ruidoso, dice uno; sí, sí, una pieza de bravura,dice otro que las echa de entendido, y yo que sé de pe a pa lo que significan esos ruidos y esas bravuras donde hay machos y hembras, me resisto hasta donde mis debilitadas fuerzas me lo permiten, diciendo que no sé. -¿Cómo no?, si usted toca admirablemente, replica uno.

-Aprisa que ya se van, añade otro, llevándome hasta el piano; por último me resigno a ser el biombo musical de toda aquella gente y toco recio y largo.

-Concluyo, y en vez de oír aplausos, no dejo de oír decir alguna vez:

-¿Cuándo empieza usted por fin?

Yo contesto:

-Hasta mañana, señores, que pasen ustedes buena noche; nadie me responde, y me salgo jurando no volver a tertulias en que haya piano, y temeroso de que me hagan volver del zaguán a tocar el cotillón, cócora de viejas y de pianistas; que si ellas le han puesto el engaña-madres, yo le quiero poner el agota-paciencia de los pianistas.

Por tanto, no extrañe usted, señor Mono de la Pila, que, cuando me vengan a convidar a una tertulia, en vez de dar las gracias, pregunte si hay piano; lo que suplico a usted tenga la bondad de poner en conocimiento del público, aprovechándose de la elevada posición que ocupa.

Page 190: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

189

LOS ENAMORADOS Por Lázaro María Pérez

CUADRO PRIMERO

No hay que amohinarse con el título; no hay que poner mala cara porque haya tocado su turno a cada uno. Felizmente en este cuadro no hay bicho viviente que no tenga parte, hasta mi pobre personalidad, que por cierto, no es muy amorosa. Unos porque lo están y otros porque lo estuvieron; unos por carta de más y otros por carta de menos; unos por activa y otros por pasiva; pero todos han entrado más o menos justos en ese diabólico cartabón. Desde el mozalvete imberbe, hasta el apolillado vejete, bonitos y feos, sabios y brutos, pobres y ricos, cuerdos, locos y desesperados, unos más, otros menos, pero todos han vestido la azarosa librea del niño ciego.

A todos y a ninguno Mis advertencias tocan,

Y el que haga aplicaciones Con su pan se las coma.

«El enamorado es un ente lanzado en medio de la creación como un emblema del movimiento perpetuo; ni está despierto, ni dormido, pasando rápidamente de la rabia de los celos a las ternuras del amor, de la ilusión a la realidad, del paraíso al infierno; un ente a quien nada satisface y que a todos aburre; que habla solo, que camina acelerado, que sueña sin cesar, que en medio de una sociedad se aisla y entrega a su delirio de amor. Si va a un baile, fija los ojos en su ídolo, que gira tal vez en brazosde otro por el salón; y empinado en la punta de sus pies, alza la cabeza que sobresale entre todos, la sigue a todas partes como el remordimiento. Si va al templo, permanece estático contemplándola, no se inclina, no se santigua, no golpea su pecho; una sola cosa le ocupa, sus miradas se concentran en las formas de una mujer arrodillada más adelante. El enamorado es medio animal, medio vegetal, medio espíritu; elástico, impermeable, crustáceo, todo en fin, según las diversas circunstancias en que se encuentra.

Si se posa en una esquina, echa raíces y nada ve, nada siente, y aunque lance enero sus lluvias, aunque vibre septiembre sus rayos abrasadores, aunque abata los robles el vendaval, permanece insensible como un torreón de la edad media sobre quien han pasado los siglos, las guerras y los hombres y aún existe en pie. Si se arrima a una ventana, la enlaza con sus brazos, semejante a la hiedra, se consustancia con ella como una ostra a la roca que la vio nacer. En el silencio de la noche se desliza entre las sombras como una visión; su potencia locomotora es extraordinaria, se halla en todas partes. Colocado en su avanzada, sirve de espectáculo a unos, de estorbo a otros; embelesado por la contemplación, no da

Page 191: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

190

señal alguna de sensibilidad; éste le pisa, aquel le empuja haciéndole girar en torno, y él queda en la misma posición sin echarlo de ver y sus ojos vuelven a fijarse en el ídolo que los fascina, como la aguja magnética, que por más que la muevan, siempre indica el polo.

Si un tuno o un cegato dan con él y le vuelven como ala de molino, equilíbrase prontamente sin notarlo; todos los hombres son sus rivales, y cuando los celos se levantan en su corazón inquieto es capaz de pasearse horas enteras atisbando por una rendija, y allí colocado entre la esperanza y el temor, sufre las angustias del infierno, agoniza a cada instante, y llora y se sonríe, y es, por último, un frenético. Este ser caprichoso es sin embargo un joven adornado de bellas prendas: está dotado de una imaginación volcánica, ama con toda su alma, siente hasta la desesperación; su juventud es una corona de rosas y de abrojos; su frente, como el firmamento en las siestas del estío, aparece mudable a cada momento; ya la vemos radiar de gozo, ya oscurecida con las nubes del dolor, o encendida con el fuego de los celos; verdugo y víctima a un mismo tiempo, es el remedo de la locura, y un objeto de risa y de compasión; nadie puede comprender aquella alma borrascosa, edén e infierno, luz y tinieblas».

He aquí el tipo genérico de ese animal racional, de ese ser infinito que llamamos el enamorado. No hay que dudarlo, el amigo Betancourt tiene buen ojo y fina brocha. Después de la pintura hecha por él, nada puede agregarse; añadir una tinta es poner un borrón. Pero el enamorado es una planta multiforme, variada como un bouquet, caprichosa como él mismo; los hay de distintas maneras, y es al examen de esta clasificación que dedicaré algunos de mis cuadros.

¡Cuán amena es esa raza que llamamos los enamorados! Los hay tontos y vivos, valientes y timoratos, reflexivos y atolondrados, soberbios y mansos, ricos y pobres, amantes y desamados, tristes y festivos, sufridos y quisquillosos, celosos y confiados, agrios y dulces, dobles y sencillos, insulsos y sabrosos, indolentes y babiecas, habladores y mudos, ciegos, torpes y endemoniados. Ya lo están viendo, hay de todo.

Pero entre estas diferentes clases, no todas merecen consideración especial. Los enamorados tontos, simples, esos que a fuerza de visajes quieren decir lo mismo que se empeñan en callar; esos enamorados mudos que avergonzados de su cobarde silencio ensayan en su alcoba una heroica resolución; y al llegar ante el objeto amado apenas balbucean un a los pies de usted; esos amartelados de pobre espíritu, víctimas siempre de la burla y del desdén, que si alguna vez son amados, lo son por amor de Dios,

Enamorados de piedra De genio cuitado y pulcro

Page 192: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

191

Callados como un sepulcro, Tontos como un Pipelet:

Esos que dicen su amor A la mamá y no a la dama Que de graves tienen fama

Y de zopencos también;

Hombres que llevan el nombre Porque peinan guacharaca,

Porque visten de casaca Y menguan un pantalón;

Enamorados ad hoc, Amantes de interinatos,

¿Quién al verlos tan zocatos No les tendrá compasión?

Esta clase de enamorados es no sólo la peor, sino la más perjudicial. Como nunca dicen, jamás les contestan; quieren tener amores por obra y gracia del Espíritu Santo, y en su calidad de galanes sustitutos sufren más alternativas que un empleado público, y más modificaciones y contradicciones que un proyecto de constitución.

Son los peores, porque no son nada en realidad, y precisamente por falta de realidad o sea de seguridad, es que se les ve todo el día pasando y repasando la calle en que vive su adorado tormento, o fijos como un edicto se siembran en la esquina contigua, clavada la vista en el desierto balcón o en la ventana favorita; amén de la visita vespertina en que siempre se frustra la heroica resolución, mil veces tomada y nunca cumplida, de decir diablo claro, y en que sólo atina el malaventurado babieca a hablar con la insinuante mamá «de lo temprano que sale la luna», «de la temperatura que está muy fría», «de los frutos que están muy caros», «de los muletos que han muerto de morriña», y «de las bestias que se

entran en las casas». ¡Qué animal tan simple! Son los más perjudiciales, porque

se adhieren a la causa de sus ensueños, como el olmo a la vid; de todo sirven,

para todo se ofrecen; son, como si dijéramos, de la casa. Llaman al médico si

alguno se enferma, ponen una cataplasma que da gusto, rotulan las cartas, son el

zarcillo de la mamá en los paseos, en los bailes, en las visitas; amigos de

confianza, están en todos los secretos de alcoba y los consultan como a uno de la

familia. Como no son amados, son celosos, y como celosos desconfiados; no

permiten que nadie se acerque a la niña so pena de poner quejas a la mamá.

Como el perro del hortelano, ni comen ni dejan comer; cencerros de la bella

Page 193: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

192

desdeñosa, de todo le hablan, menos del asunto; detodo le sirven, menos de amantes; son todo para ella, hasta un estorbo.

Hay entre esta clase de enamorados algunos que no son tontos, sino timoratos; hacen en materia de amor, lo que algunos en materia de duelo, se baten por honor; palidecen cuando dicen una galantería, pero la dicen; afanados en proporcionarse una ocasión favorable, buscan un ad latere a la mamá y se aferran a la deliciosa hija. Estos no tienen miedo a la lucha, sino a los resultados; enamorados de buena fe, preferirían un incendio a puerta cerrada, a oir nones de la boca de su bella. Como el enamorado tonto, jamás pierden de vista la brújula, pero al menos conocen que no se navega a palo seco. Fac totum de la casa, sirven también hasta de paje, pero nunca de estorbo; por dar el brazo a la bella, les es indiferente pisar un callo a la mamá.

Estos tales de la escuela Son de aquel don Agapito,

Extenuado y menudito Que figura en La Marcela.

Menos temerarios y más resignados, pero un tanto vanidosos, jamás reciben un no sin contarlo al punto a los amigos de tertulia, con mil gestos y contorsiones de fingida indiferencia, y exclamando con don Mariano Larra: «bienaventurado el hombre a quien la mujer dice no quiero, porque ese al menos oye la verdad...»

El enamorado timorato es un tanto fastidioso; pero el enamorado tonto es insoportable: el uno causa risa, pone de buen humor a su dama; el otro causa desprecio y produce spleen a su víctima. El uno es un hombre encogido, el otro es un animal montés. El uno es un enamorado, el otro es un verdugo.

CUADRO SEGUNDO

Ya en mi cuadro anterior hase visto la fisonomía de dos especies de enamorados: los tontos y los timoratos. Veamos en el presente el reverso de la medalla. Los enamorados vivos y atolondrados, los valientes y habla, dores servirán de asunto en este segundo examen.

Señores, Calderón lo ha dicho: «no hay chanzas con el amor»; y sin embargo, ningunos más chanceros que los enamorados vivos. Esta clase de pretendientes es de las más divertidas. Tienen tantos puntos de analogía con los

atolondrados, que haré un solo examen de estas dos razas, como consustanciales. Pervertidos, viciosos, relajados, galantean por

pasatiempo, riegan flores a manos llenas, afinque hayan de secarse en un lodazal; enamoran a un demonio con el mismo interés que a un ángel; a todas dicen lo mismo; su vocabulario es invariable.

Page 194: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

193

Cómicos en amor desempeñan permanentemente el mismo papel, sin ver que varía la escena, que se mudan la decoración y los actores; enamorados de

profesión, les dura el amor cuanto les dura el encanto, pero el encanto desaparece tan luego como se ven correspondidos; libran sus combates de amor, como nuestros generales sus batallas, por ganar tiempo y aumentar la hoja de

servicios; escépticos y materialistas, miden sus pasiones por sus deseos y sus creencias, por sus caprichos; ambiciosos aunque no exigentes, dicen en materias de amor, como los cristianos en materias religiosas, con la intención basta; no tienen más placer en, amores que publicarlos; mudar de objeto es para ellos mudar de encanto, porque sólo en lavariedad encuentran el placer; mariposas en

amor,

No hay bella a quien no enamoren, Vieja a quien no galanteen, Camisón que no persigan,

Maluca a quien no requiebren... Tienen amores de sobra; Y por coquetear mujeres

En perjurarse y llorar Ningún embarazo tienen. Lágrimas y juramentos

Abundantemente ofrecen; ¡Que aquello que nada cuesta

Se ofrece y da fácilmente!

Los enamorados vivos son una plaga perniciosísima para la sociedad, pero son entidades fecundas para el moralista. Enamorados de sus triunfos, celosos de sus victorias, nada les inquieta, nada los contrista, a no ser el desdén de la

hermosa de turno. Como los enamorados timoratos, preferirían un incendio a puerta cerrada, a oir nones de la boca de su bella; pero después de correspon-didos se les da un ardite oir de esa misma boca serpientes y maldiciones; son como los enamorados de Morán, que

Vengan mal o vengan bien, Ora sean pulcras o toscas,

Hay amantes papamoscas, Que adoran a cuantas ven.

Los enamorados valientes son, como si dijéramos, el terremoto del amor; forman una misma clase con los enamorados habladores. El uno es complemento del otro, y viceversa. Estos enamorados atropellan por todo; quieren sus amores a

Page 195: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

194

pasi-trote; distintos de los demás enamorados, su gran cuestión es la cuestión de tiempo.

Cuando todos tienen amores por pasatiempo, éstos acechan con la muestra en la mano las peripecias de sus pretensiones, y un minuto perdido es un tormento devorado; han abreviado todas las operaciones; los tontos a palo seco, los timoratos a la vela, los vivos por vapor, los valientes por vapor y vela.

Exigentes y atolondrados, todo su afán consiste en llegar a un resultado: bueno o malo, próspero o adverso, poco les importa; quieren un fin, aunque sea la muerte. Enamorados a la ligera se paran poco en mirar de quién se enamoran. Es tal su deseo de llegar aprisa, que al ver a algunos tan apasionados de la velocidad, he temido que se enamorasen de un ferrocarril. Morán, hablando de estos enamorados-centellas, dice así:

Hay amadores marciales Que cual recio torbellino

Van de amor por el camino Sin temor nunca a sus males.

Hacen su declaración Rectamente o de rechazo. Siempre de golpe y porrazo

Sin maldita la aprensión.

Y aunque amen con frenesí, Cuando su arenga acabó, Escuchan frescos un no

Del mismo modo que un sí.

Los más son afortunados, Porque en los lances de amor

Salen los hombres mejor Cuanto más desvergonzados.

Estos enamorados son los menos malos. Las mujeres no quieren en materia de amores nada que no siga con oído al compás de su pespunte; por consiguiente encuentran en estos corre que te alcanzo lo que más desean, la brevedad.

Como son veloces en todo, lo son también para matrimoniarse, y una de dos, o de dos una: o hieren y matan con la rapidez del rayo - y la muerte es súbita - o baten y sanan con la eficacia de un novio - y la curación es rápida.

Page 196: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

195

Con estos hombres no hay quietud en nada, ni aun durmiendo; emblemas del movimiento perpetuo, según la expresión de Betancourt, tienen a su bella y ellos mismos se mantienen en un eterno zarandeo. Huracán en amores, con ellos las mujeres viajan al trote o naufragan aprisa.

CUADRO TERCERO

No hay que molestarse, señores míos, ya voy a concluír. Si todo lo que se puede se debiera decir, ¡pobre de la paciencia de mis lectores! ... Mi obra sería tan larga como El Quijote. La materia de estos cuadros es de suyo fecundísima. Los enamorados son, como si dijéramos, el pandemonium de la sociedad. Quien haya concurrido a una función de diorama, podrá formarse una idea de lo que pretendo hacer en este cuadro. Después de atraer la vista de mis lectores detenidamente a las figuras más notables de mi catalejo, voy a sorprenderlos con la galería de las de talla menor, haciéndolos desfilar al trote de un ferrocarril.

Los enamorados tristes; esos ecce homo dé la melancolía, víctimas inultas de las visiones y de los ensueños; esos hombres desventurados, que dicen su amor en el lenguaje paralítico de sus sollozos y suspiros, y escriben la historia lacrimosa de su pasión malhadada con la pálida tinta de sus lágrimas; esos enamorados quejumbrosos, poetas del sentimiento del amor; esas misteriosas almas para quienes padecer es gozar; los enamorados tristes, digo, son en los cuadros del escritor moralista la gasa de duelo, el crespón del amor. Ellos explotan como una rica mina el prestigio de las simpatías, que rara vez se hace esquivo a los que sufren; sus lágrimas son su talismán. El corazón de las mujeres, que se impresiona tan fácilmente al tocársele el exquisito resorte de la sensibilidad, rara vez puede libertarse de la mañosa red que le tienda un enamorado llorón. Los más desgraciados son figuras románticas del catalejo del amor.

Los enamorados tristes, cuando dan con una mujer-piedra, son como el hombre

sin dinero, de Bonilla, «el espectáculo más lamentable, un pleonasmo humano, la parálisis de la voluntad; el padrón de la injusticia constitucional; la fisiología de la calamidad, una plegaria ambulante, la efigie de la humildad, la humildad de la desesperación, un solitario entre la multitud; el sinapismo de la amistad, la agonía en infusión, un soliloquio a oscuras, un eco que todos oyen y nadie escucha».

Nada consuela a los enamorados tristes cuando no logran ablandar con llanto a la ingrata mujer a quien adoran; entonces su martirio es cruento, sus sacrificios son estériles, sus lágrimas ruedan por dentro.

No hay un espectáculo más lastimoso que un enamorado triste llorando sobre un corazón de pedernal; su vida es una elegía lastimosa, su sueño es una interminable pesadilla, su fisonomía es patológica, su situación es deplorable. Si al levantar su lívida frente del duro cabezal donde ha devorado las angustiosas horas de una noche de vigilia, oye la voz desapacible de la cocinera que le reclama

Page 197: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

196

el diario, cruza sus brazos en ademán de duelo, alza la faz, dilata su mirada, y exclama apesarado:

¡Ay, para qué te vi! La ardiente lágrima Que vierte el hombre a su primer amor

Brotó en mi pecho y abrazó mis párpados Como gota de plomo abrasador...

¡Ay, para qué te vi! Mi primer cántico Como un suspiro lúgubre vibró...

Canto fatal que de mi humilde cítara El eco pesaroso remedó...

¡Ay, para qué te vi! Mi ardiente súplica, La primera tal vez que pronuncié,

Rodó apagada en mi ferviente labio Como un conjuro de esperanza y fe...

¡Ay, para qué te vi! ¿Para qué mísero Llevé mis ojos do brilló tu faz?

Ya la esperanza que abrigaba cándido Brilló engañosa y se eclipsó fugaz...

Pero como los versos no son moneda corriente y mucho menos en la pesa (vulgo mercado), la cocinera reitera su exigente pedido, mucho más premioso ahora que malicia ser el objeto de querellosas endechas, y sospecha ser la víctima de un patrón en estado de locura. No hay remedio, el enamorado triste se ve precisado a salir de la enajena, ción ad hoc en que ha despertado y se dedica a reflexionar una cuestión, si no más seria, por lo menos tan seria como sus amores - la cuestión estómago.

El enamorado triste, cuando por desgracia se ve desechado, es la entidad más fisiológica que encontrarse puede. Sus lúgubres instintos, bien encaminados, serían de extraordinaria utilidad social. Esta especie de enamorados son como el

limbo para sus caros tormentos, que no les ofrecen ni pena ni gloria. Egoístas en todo, lo son hasta en sufrir, y no obstante sus eternos lloriqueos, jamás son fastidiosos para las mujeres, que generalmente aman el sentimentalismo.

Los enamorados reflexivos pertenecen, aunque no de una manera absoluta, a la escuela de los enamorados tristes.Como éstos, explotan también el prodigioso talismán de las simpatías, y cuidan de sonar aunque con mejor pulso, la cuerda más sensible del corazón de su bella. Los enamorados reflexivos jamás pierden la reflexión; filósofos en amores, pasan el tiempo en buscar el árbol más derecho para ahorcarse; les importa poco contemplar el dogal y sentir su impresión al

Page 198: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

197

ajustárselo con tal de que todo sea meditado y hecho en regla; metodistas aferrados a su doctrina, se les da un bledo por la triste figura que hayan de hacer después de colgados. Los enamorados reflexivos cuidan mucho de ocultar sus pretensiones, y una vez correspondidos, ocultarían con el mismo interés sus amores; encogidos y avergonzados como los enamorados timoratos, les cuesta mucha brega decir lo que sienten, pero lo dicen.

Como son reflexivos, son graves; y como graves, cejijuntos, y es por esto precisamente que navegan con poco viento en el mar proceloso de los

coqueteos. Las mujeres no quieren nada serio en materia de amores y las asusta un enamorado de mal ceño. El enamorado reflexivo adolece de otro flaco, que casi siempre da en tierra con sus pretensiones; él no baila, ni canta, ni da serenatas; ni

parrandea; si monta a caballo no sale del diplomático paso de dos y dos; si el imán de sus delirios lo arrastra a un baile, a un paseo, a una parranda o le exige una serenata, allí fue Troya para mi pobre hombre; su catadura es de lo más triste, su papel el más desairado, y por fin de fiestas, sale desesperado masticando un conato de suicidio, porque la bella desdeñosa puso mejor cara al amigo que le acompañó en mala hora, el cual canta como un jilguero, baila donosamente y puntea un tiple o una vihuela con primor.

Los enamorados soberbios es la peor raza de enamorados; todo lo quieren llevar a punta de lanza, y si alguno se entromete por algún descuido en sus asuntos... ¡Santa Bárbara! ... un duelo a la primera sangre es lo menos que sucede. Los enamorados soberbios viven siempre como un basilisco, de mal humor, con mal ceño. Los más usan bigote retorcido como distintivo de su genio endiablado. Como los enamorados reflexivos, no bailan ni cantan, pero tampoco permiten que sus aficionadas bailen ni canten; asisten a una parranda por ser en ella los protagonistas de una camorra, y si van a una serenata es para formar un pleito y tener el gusto de acabarla a garrotazos.

Más que el sí de la que adoran Les alegra un zambapalo;

Y a la pobre que enamoran La asustan y la encocoran

Como un espíritu malo.

Las mujeres se hacen esclavas de estos hombres-ponzoñas, no por amor, sino por miedo, y ellos consiguen hacerse temibles, no por su valor sino por su mal genio. Enamorados-vinagres, tal vez no tienen valor, pero sí tienen mala cara; más que a sus damas, quieren un escándalo de que sean caudillos, y por baladronear un duelo llegan hasta a desafiar a su amada; son tan amigos de la crueldad, que en los ejércitos de amor jamás quieren pasar de cabos de escuadra.

Los enamorados sufridos son los animales mas pacíficos. Persuadidos de lo que es el mundo, no se fatigan por nada, y se aferran en un todo al antiguo adagio

Page 199: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

198

a burro lerdo, arriero loco; tienen mucha analogía con los enamorados reflexivosen cuanto a filósofos y socarrones, pero por mal que les vaya en sus negocios, jamás pasa por su mente un conato de nada, y menos de suicidio; resignados, tolerantes y conformes, no conocen ese soberbio egoísmo de los que a fuer de amorosos se dicen que han nacido el uno para el otro; aguanta-quines en amores, ponen la misma cara en creciente que en menguante; juegan con una frescura que aturde a pares ynones, y lo mismo es para ellos que los quiera Leticia o que los ame Angustias; su pasión dominante no es una mujer, lo es el sexo en conjunto; atrevidos en su reposo, negocian siempre por mayor, nunca al detal; estos son los peores coquetos, porque lo son cachazudos y bobarrones.

Al fijar el sitio de sus maniobras amoriles, cuidan de que en él haya más de una fortaleza que asediar. Veamos a uno de esos enamorados de caucho frente a frente y casi a quemarropa, batiendo con la tranquila estoicidad de un teólogo a la casa de doña Robustiana Estoperoles. Veámoslo. Se fija de preferencia en Dolores y sólo consigue tenerlo de cabeza; amaina velas y pone la proa a Soledad, y después de correr un deshecho vendaval a palo seco, encalla en un islote, donde se ve perdido y solo, en alta mar; varía de rumbo con el designio de dar caza a Encarnación, y después de remar y remar con el alma, sale fatigoso y

encarnado con la lengua entre la boca; le dice una flor a Clara y sale más turbio que el Magdalena en creciente; se resbala a Paz, y le declaran guerra; saluda a Angela, y le dicen diablo; por último da una voltereta y se pasa a la triste y patiestevada Cruz, que lo acoge con pudorosa atención, llegando en menos de lo que camina un pensamiento, de agobiado Nazareno a esposo crucificado.

Los enamorados mansos son de la misma ley, y profesan las mismas doctrinas que los enamorados sufridos, sólo que al matrimoniarse no recorren como éstos todo el escalafón, sino que por el contrario pescan su novia echando su red al agua, salga pez o salga diablo. Los mansos usan un procedimiento más sencillo, se fijan frente al torreón de la fecundísima y robusta doña Robustiana, y sin en-comendarse a nadie, ni al santo de la devoción de la señora, le piden de golpe y porrazo a una de sus hijas, aunque hayan de darle a Bárbara o a Pobreza.

Los enamorados confiados son como los ciegos o cortos de vista, los mejores para novios. En asuntos de amor lo más acertado es no ver nada, porque de lo contrario se expone uno a quedar sin ojos por ver demasiado.

Mirando signos celestes El celestial don Ambrosio

Con Monsieur de Perroquet Tuvo el siguiente coloquio:

-Nada veo... Ya es inútil... Se me baja el telescopio...

Page 200: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

199

-Si osté mirra per la izquierda Truverá le Capricornio».

Este epigrama, que también es verso y es verdad, explica demasiado claro lo conveniente que es no ver nada en asuntos en que se debe andar a tientas.

Los enamorados dobles son los más torpes de estos animales. Narcisos en amor, no quieren otra cosa que a su persona, ni tienen más encanto que su espejo; enamorados recíprocos, no dan amor sino se lo tienen.

Ni son hombres ni son mujeres, y pudiera dárseles un nombre que callo por respeto a mis lectoras. Como los enamorados vivos, su amor es su vanidad, pero su vanidad es su engreimiento y su torpeza. Esta clase de seres (que no sé a qué reino pertenezcan, y que si pertenecen al reino animal deben ser salvajes por lo menos), suelen enamorar a otras personas por la misma razón que algunas mujeres enamoran a los hombres, por una aberración de sexo; se gustan tanto que se ofrecen a otros para que gusten también; son como don Sergio Aiguals, que aparentaba quererse tanto, que hizo unos versos a su retrato en los cuales se decía:

«Oh Yo, mi querido, Mi dulce embeleso,

Mi amor, mis delicias, Mis ansias, mi anhelo;

Mi contemporáneo,

Yo, mi caro objeto A quien tanto adoro,

A quien tanto aprecio; ¡Oh, Yo me saludo

Con sincero afecto!»

Ya hemos visto las diferentes caricaturas de ese capricho de la naturaleza, de «esa alma borrascosa e incomprensible, edén e infierno, luz y tinieblas».

He dado exhibición a todas las figuras notables que en este asunto forman la amena galería de mi catalejo. Cada cual buscará en ella su fisonomía, y a los que al darse con ella digan enojados «yo no soy ese» a esos les digo:

El que niega su retrato Porque le parece feo

Es un grande mentecato Que según lo que yo creo

Pagará caro el deseo De lo que quiso barato.

Page 201: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

200

LA SEMANA SANTA EN POPAYAN Por José María Vergara y Vergara

I

En aquellos tiempos... un día, un español señalado en la historia por su constancia y por sus desventuras, en cuya tumba yace su cadáver sin cabeza donde poner la corona de su gloria, subió la agria y montañosa cuesta de los Andes, se paró en su cima, y desde allí descubrió lo que buscaba, se volvió a sus compañeros, que representaban la España, y les mostró el término de su peregrinación.

Era Balboa, que regalaba a España un nuevo océano, como Colón le había regalado un nuevo continente.

Desde aquel elevado asiento donde el oscuro representante de Carlos V saludaba al mar Pacífico, se veía una línea azul que corría redondeando la comba gigantesca del océano, desde el Istmo donde Balboa estaba, hasta allá, al pie de las andas de oro de Atahualpa, más allá todavía, al pie de las montañas de «Arauco no domada».

Aquella línea azul era la costa granadina de Barbacoas, o el alto Chocó.

Los aventureros que tras la mirada de Balboa se lanzaron a conquistar la suerte con Pizarro y Almagro, supieron que el oro estaba cuajado en filones colosales en aquella privilegiada orilla sombreada de palmas.

Casi por el mismo tiempo, un caballero de espuela dorada, el mariscal Jorge Robledo, hacía subir sus caballos por los peñascos de Antioquia, y aunque estaba parado sobre el oro, aunque lo despilfarraba en tan rico y loco extremo, que herraba con él sus caballos, no estaba aún satisfecho, porque sabía por los indígenas que caminando más al sudoeste encontraría el oro a flor de tierra. La tierra a que se referían era el bajo Chocó.

Un poco antes, Sebastián de Belalcázar, había hecho una ciudad de un campamento, poniendo cimiento a sus tiendas, y soltando a pastar sus caballos españoles en las vegas del Cauca. La ciudad de Popayán, quedó fundada.

Popayán reunió pronto en su seno un centenar de hidalgos que tenían pergaminos en España y minas de oro en Barbacoas y en el Chocó, es decir, que habían visto y tocado la tierra de promisión que Balboa entrevió, Pizarro orilló y Robledo soñó.

El alto y bajo Chocó está cuajado de oro, es cierto; pero la lucha del hombre en ese suelo es de tal naturaleza, que hace avergonzar a los titanes por sus

Page 202: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

201

mezquinas empresas. El temperamento es una fiebre de 100 pulsaciones; en su suelo cenagoso se enredan las culebras como las raíces del césped en nuestras plácidas praderas del Funza. El oro atrae los rayos del cielo, y la carne del hombre al tigre de las espesas selvas o la certera flecha del indio darién, que disputa a los guacamayos su habitación en los árboles. Los ríos despeñados y clamorosos pasan por angustiadas estrechuras, donde la salvaje canoa naufraga más aprisa, mientras más cargada baje con el oro, la plata, el platino, el cinabrio. No hay un palmo de tierra donde no se encuentre oro; en cambio, no hay un palmo donde pueda crecer el trigo, amigo de los hombres, y donde no se pise la ignorada sepultura de un conquistador, de un aventurero, de alguno de los aborígenes. La muerte y la riqueza duermen juntas. ¿Qué puede hacer allí el inteligente y delicado hijo de la zona templada o de las llanuras andinas, acostumbrado a respirar aroma de flores en blandas brisas; ¿qué puede hacer cuando el ardiente y mortal verano seque los inmensos pantanos y le haga tragar fiebre por todos sus poros, una fiebre delante de la cual la Facultad de Medicina de París se retira, sombrero en mano, saludando a los dolientes? ¿Qué puede hacer allí la blanda raza que inventó el fósforo y el ferrocarril, cuando el largo y desmedido invierno de la costa, haga subir los ríos y los lagos, y llegue hasta el dintel de su cabaña armada sobre troncos de árboles, y lo incomunique hasta con la cabaña más vecina?

La raza negra, empero, respira fiebre, toma contra para hacer inocente el veneno de las culebras, lucha con las fieras, nada en los torrentes y vive en las delicias allí mismo donde el blanco cae como una hojita de clavel desgarrada por el céfiro.

Los conquistadores cruzaron ese suelo y descubrieron sus minas; con el primer oro que sacaron compraron negros; con los primeros negros sacaron millones; y con los primeros millones hicieron casas suntuosas y llenaron de lujo y de gloria a Popayán.

Popayán, que no exporta nada, y que no consume sino unas pocas cargas de arroz de Patía, de cacao de Neiva, de anís de Pasto, de maíz de Quilichao y unos centenares de reses del Cauca; Popayán no se explica como ciudad sino como quinta o villa italiana, o sitio real. Fue puesta adrede en un lugar donde se pudiera retirar de ella la antipática agitación del comercio; pero sus ricos fundadores no buscaban agitaciones sino dulzura. Su clima... ¿sabéis cuál es su clima? El sabio Caldas tomó la tarea de fijar las alturas, latitudes y climas de todos los lugares del Virreinato, y a cada uno le puso su 35° 15m.s, o su 24°; y al llegar a Popayán, él, el inventor de un nuevo ipsómetro, no encontró cifra ninguna que diese idea de aquel clima, patria de las rosas, y apuntó, en vez de un número una frase. «Parece, dijo, un clima inventado por los poetas». He aquí la altura de Popayán.

Popayán es una pequeñita ciudad erizada de torres de iglesias. Tiene apenas 50 manzanas, con una población de 8.000 habitantes; y entre las 50 manzanas hay

Page 203: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

202

diez iglesias y una capilla. Porque aquella generosa raza que la fundó, que esgrimía la espada y se adornaba con una cruz, no era esta raza descreída y mezquina, de ánimo cobarde, fuerzas apocadas y costumbres extragadas, cuyo estéril y único símbolo es: no. Aquellos hombres creían mucho y hacían mucho; la fuerza de la lógica ha hecho que nosotros que no creemos en nada, no hagamos nada.

He querido hacer conocer la ciudad antes de hacer andar las procesiones de semana santa, porque aquella riqueza de la conquista, ofrecida noblemente al Señor, es lo que explica la abundancia de riquísimas estatuas; así como aquella religiosidad de nuestros valientes abuelos, los conquistadores, es lo que explica el lujo de piedad que se despliega en la Semana Santa en Popayán, una de las dos fiestas populares de esta ciudad, que tras un reposo de 300 años, ha sido ocupada militarmente setenta y siete veces desde 1810 hasta la fecha, desde don Miguel Tacón, gobernador por Carlos IV, hasta el señor Eliseo Payán, actual Presidente del Estado del Cauca, con residencia en Popayán.

II

El pueblo de Popayán, sus hidalgos y sus pecheros, sus damas y sus ñapangas, duermen todo el año y no se despiertan sino dos veces: una al son de la plegaria que tocan las campanas en semana santa, y otras al son del pífano que tocan los disfrazados en la fiesta de los Negritos en los últimos días de diciembre.

Esto no impide que si hay guerra, estén despiertos todo el año.

El domingo de ramos las alegres campanas de la iglesia de la Compañía, se adelantan al sol, llamando a todo el pueblo a que vaya a cantar hosannas en el triunfo del Hijo de David. No describiré la función de iglesia, porque ella es igual en todos los países cristianos; y en ésta y en las otras funciones, no me tocan sino aquellos pormenores especiales del pueblo de Popayán.

Los indios de Yanaconas, Puelenje, Julumito, Tambo, Puracé y demás pueblos que rodean la ciudad, han buscado en los montes, con anticipación, la palma real, consagrada especialmente al Señor, para adornar su triunfo. Si el alcalde, o si el gobernador necesitara del mismo número de palmas, que así se llaman enfáticamente los ramos de las palmas; si lo necesitara para solemnizar la entrada del mayor de los héroes, y las pidiera a todos los alcaldes y éstos a todo el pueblo, no reuniría un número de palmas igual al que reúnen ese día los indios, sin que nadie se las pida. ¿Nadie, dije? No, se las pide el sentimiento religioso, el más profundo y más durable de los sentimientos del alma. La pequeña y elegante iglesia de la Compañía se llena de gente, gente de toda clase: damas ricas y

Page 204: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

203

pobres jornaleras; apuestos caballeros y humildes indios, esclavizados dos veces, por sus conquistadores y por sus libertadores. Niños que semejan a un botón de azahar, y ancianos que parecen tronco sin savia. Todas las edades, todas las clases, todos los dolores y todas las alegrías concurren a celebrar esa fiesta que nunca cansa, aunque se está celebrando hace dos mil años con monotonía, es cierto, con una monotonía siempre entusiasta.

Como cada circunstante tiene una palma real en sus manos, al agitarse éstas, sus doradas y largas hojas forman un ruido como el roce de trajes de seda en un baile. Y luego el olor de aquellos nobles vegetales, que ayer no más estaban en su montaña nativa; y el aire que penetra libremente por las dos abiertas y encontradas puertas de la iglesia; y el olor de los vestidos nuevos y el del incienso; todo forma un aliento campesino, todo trae a la memoria escenas que, o pasaron en nuestra infancia, o han pasado en otro mundo mejor, mundo más propio a las aspiraciones de las almas.

¿Dónde están los mármoles que solemnizaron la batalla del Gránico, el paso del Rubicón, y los idus de marzo; la gloria de Augusto o la muerte de Pompeyo y de Alcibíades? No pregunto por las palmas, porque de fuerza deben estar hechas polvo: ¡pregunto por los mármoles, por las piedras! ¡Se han vuelto polvo también! ¡Y sin embargo, en la entrada del Hijo de David hubo palmas solamente, y esas palmas... helas aquí! Ayer el indio yanacona, en la ciudad de Popayán, en un rincón de los Andes, en la América meridional, cogió frescas palmas para reponer las que se vienen gastando desde el día en que Jesús, Hijo de David, entró a Jerusalem.

Un sacerdote anciano, que no puede tener miedo a na­die sino a Dios, porque «vivió en la intimidad de Bolívar, y tiene un pie en el sepulcro»[1]es decir, que contempló a solas lo que hay de más grande en la gloria, y está con­templando a solas también lo que hay de más grande en la vida; ese hombre que vio a Bolívar y ve la muerte, era el que, de pie en el presbiterio de la Compañía, bendecía los ramos, en la semana santa de 1857, que es la que estoy describiendo. El noble viejo, haciendo ostentación de sus años y de sus canas ante Dios, las descubre ante el único a quien teme; él vio pasar la monarquía española, tras ella la República; luego el terror; luego Bolívar y Colombia, y sollozó sobre la tumba de Sucre; él ha visto pasar todo lo grande y todo lo pequeño, como sombras chinescas sobre un lienzo; pero este triunfo que celebra ahora, el triunfo de Jesucristo, no lo ha visto ni lo verá pasar como sombra. Su rica capa episcopal bordada de oro oprimía un poco sus hombros; su mano flaca y traspa­rente empuña con fuerza un báculo de plata. Vuélvese al pueblo poniéndose a un lado del altar y alza la mano para bendecir a su belicosa grey. Sacude el hisopo con agua bendita para bendecir las palmas, y al punto se alza sobre todas las cabezas un bosque entero de palmas reales, que da a la iglesia una fisonomía extraña, poética, oriental.

Page 205: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

204

La procesión empieza. Recorre la iglesia, sale por el atrio y vuelve a entrar a la iglesia, acompañando la estatua que representa a Jesús, cabalgando en una mansa pollina.

He aquí el triunfo más ridículo que han podido presen­ciar estos diez y nueve y medio siglos que van corriendo. Un ¡Rey que viene pobre montado sobre una

asna! ¿Cómo los enemigos de la Iglesia no han podido tumbar ese triunfo? Compadezco no sólo su debilidad sino hasta sus esfuerzos. Gritábamos cantando himnos a ese Rey muerto, ¡a ese Dios vivo! ¡Hosanna al Hijo de David! Cuando empezó la misa y el celebrante al leer el largo evangelio dijo: Algunos de los

fariseos dijeron a Jesús: Haced, Maes­tro, callar vuestros discípulos, yo volví la cara sorprendido. Iguales palabras había leído en ciertos periódicos de Bo­gotá. . . Mas Jesús respondía (siguió el celebrante como contestando a los espíritus fuertes del siglo XIX), mas Jesús respondía: En verdad os digo, que si ellos

callasen, las piedras hablarían...

Puesto que han de hablar las piedras, inútil es que uno calle. Por mi parte, mi corazón obligaba a mis labios a que no cesaran de decir: ¡Hosanna! ¡Bendito el

que viene en nombre del Señor!

Lunes santo. - La ánima sola hace sonar su melancó­lica campanilla durante la mañana, golpeando de puerta en puerta, seguida de dos caballeros que dejan boletas de convite, y de tres o cuatro cereros, que van dejando tantos cirios en cada casa cuantas personas hay en ella que puedan ir a alumbrar en la procesión. El síndico de la Catedral, señor José María García, es quien convida y manda las ceras. La ánima sola, vestida de traje talar de oscura fula y cubierta la cabeza con un paño blanco que le sirve de antifaz, es... adivínelo usted. Es un devoto, o un peni­tente que está mortificando su amor propio con esta humilde tarea. ¿Pero quién es? Es algún artesano, tal vez un caballero: acaso sea el doctor... o el señor don...

El pueblo cristiano se prepara para asistir a los oficios y deja a un lado todo negocio desde el domingo de ramos. El lunes, por lo tanto, no está ausente nadie de su casa cuando llega la ánima sola a entregar una papeleta y las ceras.

A las diez de la mañana empieza la gran campana de la Catedral a tocar plegaria, sin interrupción, hasta las diez de la noche, en que con su silencio, parece decir: ¡orad!, ¡orad!, ¡ha comenzado la Pasión del Redentor! ¡Vigilad y orad!

La plegaria en los días siguientes, la toca la campana de la iglesia de donde sale la procesión. A las ocho de la noche está el pueblo en la Compañía, con sus cirios en­cendidos, para acompañarla. Los hombres y las mujeres, señoras y ñapangas, alumbran indistintamente en esta noche. Mil quinientas luces se alínean a distancias iguales; los que no alumbran se colocan detrás en silencio, y sale la procesión a la calle. Todos rezan en silencio, porque en ninguna parte hay más

Page 206: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

205

devoción que en Popayán; y así es que las procesiones, que son todas nocturnas, en lugar de ser fuentes de abusos protegidos por las sombras de la noche, como sucedería en Bogotá, son, por el con­trario, una diversión perfectamente decorosa para los que tienen la desgracia de ser indiferentes o incrédulos, y una edificación saludable para los que tenemos la dicha de creer... El silencio es tal, a pesar de los seis mil acom­pañantes, que se oye el chirrío de las velas, las pisadas de los circunstantes, y el son de las ferradas pértigas de los que cargan los pasos. La lenta salmodia que canta el clero se oye distintamente.

De la Catedral, o sea la iglesia de la Compañía, sale la procesión del lunes, en el siguiente orden: San Juan, la Magdalena, la Verónica, el Señor del Huerto, la Ora­ción, el Señor Caído, el Ecce Homo, Jesús con la Cruz, el Santo Cristo, la Virgen. La estatua de la Virgen Santa, a semejanza de su original, cierra la marcha de los dolores de su Divino Hijo. La del Ecce-Homo que hemos nom­brado, es la famosa efigie a que se da culto en la Capilla de Belén, extramuros de la ciudad, efigie muy venerada por las popayanejas, a cuyos pies han derramado casi todas las lágrimas que les han hecho derramar sus esposos en la casi no interrumpida guerra del sur, desde 1812 hasta la época presente. Y es en verdad una devota estatua, de algún mérito artístico y mucho mérito de sentimiento. Tiene un ceño de dolor, una expresión de profundo dolor, que enternece; la estatura alta y bella, y las manos re­cogidas con innoble cordel sobre sus llagadas rodillas. El Ecce

Homo es traído de Belén y vuelto en la misma noche a su capilla, acompañado de muchos fieles cuyas luces se ven desde la ciudad en los pintorescos quingos (zig-zags) de la subida, como una serpiente de fuego que encoge y dilata sus relumbrosos anillos. Alumbra todo el pueblo y sale el cuerpo de canónigos.

Martes santo - La ánima sola del martes trae boleta de convite del síndico de San Agustín, ese virtuoso e inmejorable ciudadano, que se ofenderá al verse elogiado por mi pluma de amigo, el señor Tomás Olano.

(Un paréntesis. Pasada la guerra de 1854 el precio de la carne subió mucho en Popayán. Un propietario, no tan rico que dejara de ser heroico lo que a contar voy, tenía una abundante ceba de hermosos novillos patianos, y los carniceros le pagaban a buen precio sus reses. Todos ponderaban la ganancia que iba a hacer el afortunado dueño; pero éste no quiso vender sus novillos sino con una rebaja de diez pesos por res, con condición de que venderían la carne al antiguo precio. El propietario era el señor Tomás Olano.

La res cuando reposa por la tarde, rumia en su blando reposo, es decir, trae del estómago a la boca la yerba que ha comido, y vuelve a saborearla. Así rumio yo, trayendo de la memoria al espíritu lo que me ha sido dulce al alma).

La procesión sale a las ocho de la noche, como de cos­tumbre. Tras los pasos de San Juan, la Magdalena y la Verónica, de forzosa presencia en todas las procesiones, vienen los pasos especiales de San Agustín, y son los siguientes, en

Page 207: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

206

su orden: El Señor del Perdón, el Señor del Huerto, el Prendimiento, el Señor de la Columna, e Señor de la Cruz, el Santo Cristo y la Virgen. Estos dos últimos cierran todas las procesiones. En esta noche no alumbran sino las señoras y los caballeros.

Miércoles santo - La pequeña ermita llamada por excelencia la Ermita, da su contingente en esta noche. Su síndico, señor Nicolás Rada (que murió en 1861 fusilado: ¡descanse en paz!), era quien convidaba. Los pasos espe­ciales, fuera de los cinco forzosos, son: la Oración del Huerto, el Señor de las Cruces, el Prendimiento. Alumbra todo el pueblo.

Jueves santo - Esta es una de las mejores. Sale de San Francisco, y está a cargo del síndico...

Otro paréntesis. Colombia había dado un sucesor a Bolívar y el hombre que había merecido aquel terrible honor, era no solo el caballero más buen mozo que hubo en Colombia, sino un distinguido hombre de Estado, y lo que es más que todo, un ciudadano inmaculado. ¡Pues bien!, este hombre que hubiera hecho la felicidad de cualquiera nación europea, que en Bélgica hubiera sido otro Leopoldo I, entre nosotros, nación de locos, fue un presidente caído tumbado por una revolución que no ha alcanzado a justificarse todavía. Se dio la batalla deci­siva del Santuario, y se perdió el 27 de agosto de 1830. La noche de aquel infame día, la pasó el ilustrado presi­dente en casa de un amigo suyo, don Cristóbal de Vergara, a donde fue a buscar un rato de soledad y de meditación, protegido por el respeto y el cariño del dueño de la casa. Empezó a medir a largos pasos la estancia, en las prime­ras horas de la noche, y se paseó sin cesar hasta las pri­meras horas de la alborada, en que volviéndose brusca­mente a su amigo, que había estado inmóvil contemplando aquella noble e inmerecida desgracia, le dijo: «se necesitan

fuerzas para no aborrecer a los hombres».

El hombre que por su religión no ha llegado a aborre­cer a los hombres, cumple piadosamente en Popayán la herencia de sus padres: es el síndico de San Francisco, y quien costea la procesión del jueves. Las magníficas efi­gies de esta procesión, fuera de San Juan y las otras cuatro nombradas, son estas: El Señor del Huerto, el Señor del Prendimiento, el Señor de la Sentencia, el Señor de la Columna, la Flagelación, la Coronación de Espinas, el Señor con la Cruz a Cuestas, el Señor Caído, la Cruci­fixión. En esta noche alumbran los caballeros y las ñapan­gas, ese tipo especial del pueblo caucano.

Viernes santo - El síndico de Santo Domingo, señor Vicente Javier Arboleda, es el alférez de esta hermosísima procesión, la mejor de todas. Santo Domingo es la iglesia anexa a la Universidad, y la especial favorecida de la noble familia de los Arboledas. En ciertos días, en días de repicar recio, como en el de la fiesta del patriarca titular, he visto allí un lujo indescribible; pero lujo de buena ley, no de representación, como el que se usa hoy, sino como el que se usaba antes,

Page 208: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

207

cuando había religiosidad y riqueza, que ambas cosas han volado al mismo tiempo. Desde el alto techo hasta el suelo bajan cubriendo todo el templo cortinajes de damasco rojo de seda, de gran valor. La tela, aunque está sirviendo hace más de un siglo, se encuentra tan nueva y flamante como el día que salió de la fábrica: tal es el cuidado y el esmero con que la tienen guardada! La estatua de Santo Domingo, escultura de soberana belleza, que tiene pestañas y cejas de pelo, y que parece viva, en fuerza de su mérito artístico, aparece vestida de sus hábitos dominicanos, que son de tela finí­sima y de mucho valor. De lejos, cualquiera diría que era un fraile vivo, de pie sobre el altar para engrandecer la fiesta. El número de imágenes buenas que hay en Santo Domingo es increíble. La procesión es vistosísima. Salen San Juan y la Verónica. Seis ángeles en diferentes pasos; cada uno lleva una de las insignias de la pasión. Las Tres Marías, la Muerte y San Miguel, un Angel, la Cruz, los Tres Varones, el Sepulcro, cuarenta ángeles y la Virgen. La procesión deja el paso del Sepulcro en la iglesia de la Encarnación, donde es custodiado hasta que el domingo lleve erguido sobre él al Vencedor de la Muerte.

Cada paso en ésta y en las otras procesiones es cargado por seis, ocho o más nazarenos. Hay algunos, como el de la Virgen, que es sumamente pesado, por las arrobas de plata de sus adornos, y que necesita más de diez cargueros. Este oficio lo desempeñan algunas veces los principales caballeros de Popayán.

No sé si fue en 1840 o 1841, pero fue durante aquella guerra espantosa que diezmó las provincias del sur. La alarma en Popayán era constante; ningún hombre podía dormir fuera de los retenes, o de las torres, y a pesar de la vigilancia, el enemigo hacía entradas y mataba en las mismas calles de la ciudad. Llegó la semana santa y se celebraron las funciones con entera seguridad de que los guerrilleros las respetarían. Todo el pueblo de Popayán hubiera dado algo por aprehender al general Obando y al coronel Sarria, los dos famosos jefes de las

Page 209: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

208

guerrillas timbianas. En la procesión del jueves, notaron los circuns­tantes cierto nazareno de anchas espaldas y erguido talante, que ayudaba a cargar el paso de la Virgen. Sospecharon quién era, no le perdieron de vista los que lo habían cono­cido; y al volver a la iglesia, un descuido que le hizo levantar un poco el antifaz, les hizo ver la cara del temible Sarria, que había venido bajo la inviolable salvaguardia de la religión, a cumplir sus acostumbradas devociones. Al día siguiente, estaba el formidable guerrillero otra vez entre sus rústicos tercios timbianos.

El general Obando cargó muchas veces, como nazareno, los pasos de la semana santa.

Estamos todavía en la noche del viernes santo. La procesión recorrió las calles por las de Santo Domingo, la Encarnación y la Compañía. Los fieles han acompaña­do la procesión hasta San Francisco, y van a rezar una estación, mientras llega la hora de la espléndida fiesta de la Soledad, en la Catedral. Para esta fiesta, se escoge siem­pre el predicador de más fama, y el canónigo doctor Manuel M. Aláix desempeñó muchas veces este encargo. Era el doctor Aláix (que en paz descanse), de estatura pequeña y de flaca constitución; vestía con nimio aseo, y su voz demasiado melosa, era sin embargo grata porque pronunciaba bien y había estudiado la declamación, cosa en que poco se fijan los predicadores, que creen que gritando sin son ni ton, son elocuentes, y que no desga­rrarán las conciencias si no desgarran los oídos, cosas que se contradicen por sí mismas. Aláix era hombre más de imaginación que de talento, y su instrucción era más de gárrulo cortesano que de teólogo, sin que por esto se le pudiera llamar mediano en su erudición canónica. Tenía el buen gusto de dar a sus sermones forma de discurso, y si algún defecto se le pudiera acusar era de ser demasiado poeta, demasiado florido en su composición. En el sermón de la Soledad de 1857 conmovió profundamente al audi­torio, encantándolo con un poético sermón. Hablando de la Virgen y de su Hijo, en los dolores del Calvario, decía con su grata dicción: «Eran dos tórtolas gimiendo en un mismo bosque... dos hostias ofrecidas sobre el mismo altar».

Concluido el sermón, salió la procesión de la Soledad. Eran las 12 de una noche de verano. La luna no aparecía en el cielo con inoportuna luz sino un millón de estrellas que sobre el azul turquí del fondo, daban al cielo la semejanza de un palio de reina. Dulcísimas brisas empa­padas en aromas, hacían oscilar levemente las luces de los cirios. La hermosísima Virgen de la Soledad en un paso lleno de luces, vestida con su toca blanca y su gran manto de terciopelo negro, con su expresión de dolor y llevando en las manos la corona de espinas que los hom­bres dieron a su Hijo, era llevada lentamente por las enfloradas calles. Las señoras, únicas personas que alum­bran en esta procesión, con sayas de gro, y mantos de punto negro que les cubrían el rostro, cercaban el paso de su reina, con gran decoro y compostura. Adelante marchaba el paso de San Juan, el casto servidor y el hijo adoptivo de la Virgen. Detrás del paso, un coro de flautas

Page 210: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

209

acompañaba la doliente música de Mozart sobre el Stabat mater; y cerraba la marcha el majestuoso cuerpo de canó­nigos, vestidos de punta en blanco con sus trajes negros de larga cola. Todo era triste, profundamente triste y dulce.

En esa noche las iglesias se cierran; pero toda la pobla­ción anda rezando las estaciones en las puertas de las iglesias, hasta la venida del alba.

Sábado santo. - El Señor está en el Sepulcro. La Virgen está de duelo. Los fieles oran...

En vez de las campanas, que callaron desde el jueves, suenan las ásperas matracas, como si dijeran: ¡Dormid ya y descansad! ¡No pudísteis velar

una hora!

El día se pasa en los rezos, hasta la hora en que la igle­sia vuelve a encender el fuego simbólico y celebra otra vez la Resurrección del Redentor.

El domingo, la procesión del Señor Resucitado, que sale de la Encarnación, se junta a la de la Virgen, que sale del Carmen, y siguen juntas a la Catedral, donde se cele­bra la fiesta conmemorativa de la consumación de todas las profecías, de la rehabilitación del hombre corrompido y el perdón de la mujer corruptora. ¡Todo está consumado! ¡Ni una letra quedó sin cumplimiento!

Lector, si vas algún día a Popayán, no te olvides de ver de cerca las imágenes de Santo Domingo y la Dolorosa, en Santo Domingo; de la Concepción, en la Compañía; del Señor de la Columna, en San Francisco y del Santo Ecce-

Homo, en Belén.

Y si todavía crecen en Popayán las blancas rosas del cielo, que nacen en cuajados ramos, corta uno bien her­moso, y preséntaselo en mi nombre a la Virgen de los Dolores. [1] Ilustrísimo señor Pedro Antonio Torres.

Page 211: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

210

EL CONTRABANDISTA Por Manuel María Madiedo

Las leyes forman las costumbres

C. Comte

Era una hermosa tarde de las más calurosas del mes de agosto. Corrían dispersas por el espacio algunas nubes, cual copos de algodón, impelidas por el viento que susurraba entre el follaje de unas ceibas frondosas. El Magdalena tronaba, rompiéndose en ocultas rocas, y a lo lejos se veían varios pescadores pasando de peñasco en peñasco con la mochila en la mano. En la orilla occidental del río, en una ladera pedregosa, sombreada por magníficos caracolíes, reposaban doce hombres guarecidos del ardiente sol, que empezaba a declinar. De vez en cuando se oían bulliciosas carcajadas, mezcladas de algunos denuestos enérgicos, trocados entre aquellas gentes como cosa bien recibida y acostumbrada. Un pañuelo rabo de gallo servía de cobertor a una piedra con oficio de mesa, sujetado por una botella de aguardiente de anis ya en las últimas, acompañada de una totumita muy blanca; no lejos de allí, algunos tabacos de dimensiones exageradas; un montoncito de granos de maíz y algunos reales, la mayor parte falsos, ocupaban el lado opuesto a la botella, y en el centro estaba parte de una baraja, cuyas figuras borradas por la mugre adivinaban los jugadores en fuerza de antiguas relaciones con aquellos naipes.

-Envido, dijo muy serio uno de los jugadores, brujuleando sus cartas y atormentándoles las puntas superio res entre el índice y pulgar de la mano derecha, con ademán misterioso.

-Quiero, repúsole otro con aguardientosa mueca y ojos abultados. Los demás jugadores se hacían signos con manos y ojos. Y prosiguieron jugando.

Parte de aquellos hombres conversaban sin ocuparse en el juego de sus compañeros, al compás de los ronquidos de otro que, sin camisa ni sombrero, derramaba a todo sol por los poros una botella de anís que tenía en el estómago.

En la orilla estaba amarrada una canoa de tamaño común; flameaba en la popa una bandera nacional, cuyo extremo venía a besar de vez en cuando la frente de un hombre de atlética musculatura, huraño semblante, el cual fumaba negligentemente un tabaco de primera que le agobiaba con su descomunal peso los morados labios y le envolvía por intervalos el tostado rostro en una nube de humo expelido por boca y nariz.

Uno de los que conversaban en la ribera prorrumpió en una exclamación demasiado heterodoxa para ser reproducida, y dijo:

Page 212: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

211

-¡Cuándo volveremos a tener otro encuentro tan bonito como el del sábado pasado! ... ¡Hasta una misa les mandaba decir a las ánimas si volviéramos a saludar a aquél caballero rodeado de otros tercios de aquella ropa del país, como él decía!

-¡Linda ropa del país!, replicó a carcajadas otro. Pero si el blanquito se puso de color de papaya, y por coger el sable cogió la vaina. ¡Vaya!, ¿para qué se meterán esas gentes en camisa de once varas?

-Pedazo de bagre, prorrumpió un tercero, bonito papel haríamos nosotros aquí en el río, matando jején de día, y aguantando aguaceros de noche, si esos mosiures no anduvieran con sus terciecitos de ropa del país, de panelas, de cordobanes y de tantas cositas, que en verdad verdad no son sino arrobas de comiso. Dios les conserve las intenciones, por lo menos mientras yo sea guarda, que después veremos en qué paramos.

-Sí, repuso el primero; pero qué lástima me dio hace media docena de años con aquel niño tan buen mozo, pero que por poco nos fuma a todos él solo; era una fiera; parecía que tenía un tigre entre el corazón.

-¿Cuándo fue eso?, preguntó el segundo interlocutor con interés.

-Hará seis años; ninguno de ustedes era guarda entonces.

-Ah, sí, dijo el tercero, yo oí el caso. Yo no habría querido pleito con blanco tan rabioso, ni me gustan esos envites, porque uno está muy expuesto a comer tierra, o a beber más agua de la necesaria para la salud.

-Ese es nuestro oficio, repuso el primero, y el que no quiere ver lástimas no va a la guerra. Pero ¡oh!, fue un lance aquel que a mí mismo me dio pena, y casi me salieron las lágrimas de pesadumbre. Era una madrugada, después de un ventarrón que levantaba olas espantosas en el río, cuando la luna empezaba a salir, pero no podía verse, porque el cielo estaba lleno de nubes espesas. Los relámpagos menudeaban, a tiempo que nosotros ganábamos el puerto de Chaguaní; cuando, al reflejo de un rayo que nos hizo temblar, vimos como de día una balsa grandísima que bajaba delante de nosotros. El comandante dio orden de partir sobre ella aboga-arrancada, y en pocos minutos conocimos que la tal embarcación no se movía absolutamente. Estaba cogida por el tronco de un árbol. Apenas estuvimos al alcance necesario, el comandante gritó: «atraca a tierra, atraca a tierra, piloto de la balsa, atraca a tierra!».

-Vengan ustedes a atracarla con la pepita del alma, respondió una voz varonil en tono resuelto y amenazador.

Page 213: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

212

-¡Carguen!, mandó entonces el comandante.

-Con ustedes deberían cargar los demonios en cuerpo y alma, dijo la misma voz, ladrones hambrientos, que viven del sudor de los demás hombres. Es imposible atracar la balsa a tierra, porque está cogida por debajo; pero si no lo estuviera, sería lo mismo, porque no querría nunca regalar infamemente a unos canallas el pan de mis hijos; y sobre todo, porque no me da la gana de hacer lo que piden, porque no tengo por qué, ni se me antoja en este momento.

-¡Qué bravo está el niño!, dijo Juan Mayor, que era el comandante de nuestra piragua. Eso lo veremos ahora mismo.

La respuesta fue el tris tras de la llave de un trabuco que iba a reventarnos en las narices, porque ya estaba la proa de nuestra piragua en la balsa encallada. El comandante trató de poner el pie en la balsa, pero en el instante, el hombre cuya voz nos había hecho aquellos cariños, tomando un ademán amenazador y resuelto, gritó como un trueno:

-Infames, este tabaco es el pan de seis hijos, de su madre, y de sus pobres abuelos, que no pueden valerse; os daré mi sangre; pero será después de haberme bañado en la vuestra.

Y al decir esto rastrilló su trabuco casi en nuestros pechos; la ceba ardió con una luz funesta; pero el tiro no partió; el hombre dio una gran patada acompañada de tremenda maldición, y oímos que caían unas cosas pesadas entre el río; creímos que arrojaba el tabaco al agua en su desesperación. A la luz de los relámpagos, vimos nadando algunas cabezas de hombres que ganaban la orilla cercana: eran los bogas de la balsa que dejaban en aquel momento solo al contrabandista.

-Ya sé que estoy solo, dijo con los dientes apretados y bramando como tigre; pero nadie entrará aquí hasta que yo salga de este mundo, porque no lo quiero, y el que guste de entrar que avance.

Y al decir esto metió mano por una espada muy larga, de esas que llaman toledanas, y continuó:

-Si ustedes están autorizados, como de costumbre, para asesinar, manos a la obra, canallas, que tendré el placer de mandar al infierno algunos.

-¡Háganle fuego!, dijo Juan Mayor.

A estas palabras, la balsa desahogada por la falta del peso de los bogas empezó a rodar río abajo, sobreaguada notablemente. Dos de mis compañeros descargaron sus carabinas contra el furioso comisero, pero fue en vano. Entonces

Page 214: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

213

el de la balsa dio un salto tan violento sobre el borde de nuestra barqueta, que fue imposible evitarlo; tomó mucha agua y la hizo bandear con tanta fuerza y prontitud, que se fue a pique sin más remedio. Afortunadamente no había a bordo más que las armas y las camas; éstas salieron flotando río abajo; dos de mis compañeros se fueron a fondo enredados en una atarraya; y algunas noches, soñando, me figuro aún que veo sus manos asomarse sobre las aguas en señal de pedir socorro. Entretanto un boga llamado Macana, nadador como caimán, embistió con el comisero, armado de un cuchillo que tenía en la cintura, más no lo encontró desapercibido; porque el blanco tenía una navaja machetona pendiente de un cordón de cáñamo, y se trabó entre los dos una riña de lo bueno; ambos eran pejes en el agua. El blanco se zambullía como danta, y cuando Macana lo buscaba arriba lo sentía por detrás santiguándole los lomos con la machetona. Parecían aquellos dos hombres dos animales ensoberbecidos. Entretanto la piragua se había volcado y cuatro de nosotros estábamos sobre ella, con la esperanza del día que ya nos alcanzaba al trote. Yo estaba viendo y oyendo al diablo, porque uno de los ahogados era mi hermano, y el otro hermano de Macana. La riña seguía brava entre el agua con buenos zapatazos y cada palabra que metía miedo; la balsa, que nos había cogido ventaja, se pegó un estrujón contra un tronco de los muchos que hay entre el río, y dando una vuelta en círculo empezaron sus manojos a separarse y la carga a irse al agua.

De pronto oimos la voz de Macana que nos gritaba: ¡Socorro, compañeros! - ¡Socorro!, dijo también el blanco.

Al primer grito, pensamos que Macana era vencido, pero al segundo conocimos que ambos combatientes estaban sin fuerzas.

«Se les acaba la sangre», dijimos a la vez los que íbamos sobre la piragua.

¡Era ya de día y los gritos de socorro!, ¡socorro!, nos partían el corazón: el blanco y Macana habían hecho amistad como buenos compañeros, porque más de veinte caimanes venidos al olor de la sangre los acometían por todas partes; daba susto ver aquellos tamaños animales cómo formaban olas con la trompa, cortando el agua y remolineando. Macana había desaparecido; el blanco fue agarrado al través por un caimanazo que lo levantaba fuera del agua, a pesar de sus gritos y de los movimientos que el pobre hacía con los pies y las manos, acaso en las ansias de la muerte; el caimán lo llevaba hacia la mitad del río, y los demás caimanes perseguían al de la presa con una velocidad y un empeño que hacía temblar, tirándole repetidos colazos y tarascadas. ¡La Santa Virgen me guarde! ¡Cómo pataleaba y cómo gruñía el pobre blanco dando puñaladas al agua!

Aquí llegaba la narración del guarda, cuando una voz magistral gritó:

Page 215: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

214

-¡Muchachos, listos!, ¡hay un pájaro en la jaula!

Era el comandante, que fumaba en la popa de la piragua, el cual había hablado hacía un buen rato en muy baja voz con un mocito mal vestido, que le dirigía los gestos más enérgicos golpeándose el pecho.

-¡A bordo todo el mundo!, dijo el comandante.

Los jugadores recogieron su naipe, los que conversaban se levantaron desperezándose y sacudiéndose la ropa, el dormilón, al cual llamaron dándole un tirón brutal por una pierna, después de haberse sentado murmurando entre dientes «maldita sea el alma del que me ha llamado», se rascó la cabeza mirando a los demás, por debajo de las cejas con abotagados y huraños ojos, dio un prolongado bostezo ostentando toda la elasticidad de su descomunal boca, en un rincón de la cual se vio patentemente la mascada de tabaco; y esto hecho, entró en la piragua gruñendo. Los guardas miraban al mocito delator con cierta atención y gesto desconfiado, hablándose en voz baja mal contentos.

-Bien, señores, dijo el mocito con aire de franqueza varonil. Yo vengo a ver si recupero algo de lo perdido. Ustedes me cogieron el otro día un contrabando por denuncio de no se quién; pues si hubo denunciante para mí, yo soy ahora también denunciante de otros; y ustedes no serán desconocidos con un hombre que ya es un amigo y un compañero en el peligro.

-Ese es otro cantar, ese es otro cantar, decían los guardas bogando río arriba.

-¡Silencio!, dijo el comandante.

Y los bogas apenas pujaban, porque en tales circunstancias el joi, joi, con que acompañan sus esfuerzos, les es prohibido. La noche entraba con una oscuridad que podía cortarse; cada tronco de la ribera parecía un hombre apostado, y aquella lóbrega oscuridad, apenas era surcada de vez en cuando por algunos insectos fosfóricos de los muchos que hay en nuestros bosques. Serían ya como las diez de la noche cuando llegaron a una alta barranca sembrada de corpulentos árboles; era uno de aquellos bosques magníficos, claros por debajo, pero formando un cerrado dosel, que negaba hasta la débil vislumbre de las pocas estrellas que un cielo de agua dejaba entrever por intervalos.

-Aquí, es, dijo con voz fuerte el mocito denunciante, a quien el comandante daba por nombre Pepe.

-¡Chitón!, repuso el jefe celador con mal modo. Usted no tiene maña para este oficio. ¿Ha visto usted cazador que cante cuando está cerca de la pieza?

Page 216: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

215

-Ah, es verdad, dijo Pepe con voz más fuerte; pero aquí no hay peligro ninguno: los dueños del tabaco lo han puesto aquí, y a la madrugada debían venir a pasarlo por el Salto de Honda.

-Los dueños han venido mucho más temprano de lo que pensaban, dijo el comandante en tono irónico. ¿No le parece a usted?

-Bien, dijo Pepe, un par de hombres conmigo a tierra; pero de lo mejor, gentes de armas tomar, porque no gusto de las gallinas sino en el plato.

-Juancho, a tierra conmigo, repuso el comandante; y Juancho tomó su machete; era el guarda que antes refería la historia de Macana.

Los tres salieron de la piragua y tomaron un sendero blanquecino formado en la barranca, a cuya falda estaba la canoa amarrada. La noche parecía la boca del infierno.

-Por aquí, dijo Pepe.

Y echaron a andar en silencio. Al cabo de diez minutos de marcha dijo el comandante reteniendo el paso:

-¿Hasta dónde demonios vais a buscar ese comiso?

-Parece que vamos al otro mundo, repuso Juancho en tono de chanza, veremos de qué color son los diablos.

-¡Oh!... me parece que...

Iba a reproducir el comandante, cuando sintió de repente una cuerda entre las piernas, que tirada de un modo particular con gran fuerza, por una mano invisible, le hizo caer de cara... bajando algo más que en abreviatura y con más uso de sus narices que de sus piernas, a una profundidad que correspondía a unas doce varas de altura. No bien hubo caído cuando un par de hombres desconocidos se le pusieron encima.

-Buenas noches, querido, le dijo uno de ellos.

-¡Amigazo!, dijo el otro, ¿muy cansado viene usted de allá arriba?, parece que no habrá echado muchos años en el camino, porque ha llegado con una violencia en-diablada.

Entretanto, Juancho al oír el descenso del comandante, sin adivinar qué era aquello, ni con quién, empezó a decir en voz baja:

Page 217: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

216

-¡Comandante!, ¡comandante! ... ¿qué ruido ha sido ese?

Iba a hacer otra pregunta, cuando una mano que parecía pertenecer a un elefante, le dio tan fuerte pescozón que lo trajo a tierra, y encima se le puso el dueño del pescozón.

-¡Maldita sea hasta mi madre!, dijo el guarda con extremada cólera. ¡Déjenme levantar, asesinos!

-Vamos, chito, chito, le replicó una voz ronca. No hay que acalorarse, o te sacaremos alguna sangre para que se te acabe el tabardillo. No tengas cuidado, que ya te pondrás más alegre que una pascua.

-¡Déjenme levantar!, gritó el guarda forcejeando furiosamente.

-¡Levantar!, repitió la ronca voz; pero si el mal que padeces es de lengua, habrá que sacártela, vagabundo.

Y diciendo esto le puso una mano enorme llena de callos sobre la nuca, apretándole como la prensa de un encuadernador.

-Párate ahora, muchachito, díjole con ironía, párate, nene, le repitió, apretándole más y haciéndole lanzar gritos lamentables. Estás en poder del Tigre.

El guarda se estremeció todo. Un profundo silencio se siguió luego. El Tigre era un antiguo contrabandista formidable.

Momentos después el comandante y Juancho con las caras disformes y sangrientas se hallaban alojados en una cueva, alumbrada por una especie de pabilo encerado, puesto en el mango de un cuchillo clavado en la tierra. El comandante estaba desnudo, y a Juancho le pusieron en la mano un látigo tremendo. Pepe, el fingido delator, se hallaba presente, con la sonrisa en los labios y los brazos cruzados.

-Bien, comandante de ladrones, dijo, ¿te acuerdas del tabaco que me robaste en días pasados?, ¿te acuerdas de mis súplicas para que no me hicieras aquel daño?, ¿te acuerdas que con el tabaco venían otros objetos que no eran de comiso y que te los robaste tú con tus camaradas?, ¿te acuerdas que me tuviste una noche entera en cepo de campaña, al cielo raso bajo el más espantoso aguacero? Pues bien, canalla, infame, ladrón detestable, ahora sabrás lo que es ser pícaro y malvado; yo te enseñaré de tal manera, que no se te olvide aunque vivas mil siglos, lo que cuesta abrazar el partido de salteador de caminos, so pretexto de servir al gobierno; veremos qué gobierno te arranca lo que voy ahora a pegarte en las costillas. ¡Manos a la obra, guabina!, dijo dirigiéndose a Juancho y

Page 218: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

217

poniendo la mano en el cuchillo que tenía a la cintura, menea el brazo o te meneo yo el alma a puñaladas.

-Señor... dijo el guarda, por el amor de Dios, por las ánimas benditas, por el Santísimo Sacramento, (y se arrojó a los pies de Pepe), ¡a mi comandante yo no le pego!

Un zambo que parecía un hércules de bronce lo hizo levantar dándole una patada, con la cual besó el suelo mal de su grado. Era el Tigre.

-¡Ahora venimos con ánimas y pandorgas, ladronazo! ... y cuando dan ustedes con un zoquete le saquean el alma; pero ya saben que conmigo es gana, porque no tengo ni para empezar con todos ustedes.

El comandante callaba y echaba miradas desesperadas a soslayo.

-¡Manos a la obra te he dicho, bribón!, gritó Pepe. Dale hasta que yo te avise. El me robó mil pesos de tabaco, del cual habría yo hecho dos mil con don Pacho el antiloqueño; fuera de lo que no era tabaco y que ustedes se robaron. Bien: me pagará uno por todos, el principal, a razón de a peso el latigazo. Manos a la obra.

-¡Mil azotes!, ¿mil azotes a mí?, dijo esta vez el comandante con entereza. Quiero que se me apée la cabeza al instante.

-Hola, ladrón, ¿eres guapo?, bien, te rebajaré porque amo a los valientes: llevarás doscientos; pero de ahí no te quito ni medio latigazo, porque entonces sería juego de niños.

A estas palabras se metió en el estómago un buche enorme de brandy que le hizo rascarse el pecho. Juancho estaba remiso con el látigo, temblándole la mano.

-¡Vamos, despáchate, canalla!, exclamó Pepe.

Y dicho esto hizo un gesto al Tigre, quien desnudando su largo machete descargó dos planazos tan violentos sobre el zurdo verdugo, que lo hizo doblarse como una culebra. Entonces, maquinalmente, el brazo de Juancho comenzó a subir y bajar sobre el cuerpo del comandante con tal torpeza, que así le daba por la cabeza como por las piernas; mientras que el Tigre con acento claro y sonoro llevaba la cuenta de los azotes que caían sobre la víctima.

El comandante blasfemaba a la sordina; el ejecutor ya no podía mover el brazo salpicado de sangre.

Page 219: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

218

-¡Ciento noventa y nueve!, dijo el Tigre; y al caer el otro golpe la luz que alumbraba la caverna expiró, y quedaron solos la víctima y el verdugo, pues los contrabandistas se escurrieron descolgándose por unos bejucos a una quebrada inmediata.

-¡Al brazuelo, al brazuelo!, ordenó Pepe acelerando el paso.

Tomaron pronto una canoa pescadora, que partió rápida, y entrando en un brazo del Magdalena arrimaron a un rancho. Un hombre estaba allí como en acecho; luego aparecieron otros dos, todos con machetes, todos de caras aviesas y endurecidas.

-Braulio, dijo Pepe, ¿la balsa está lista?

-Desde prima noche está cargada, ¿cómo te fue con tu plan?

-¡Oh!, están esperándome ahora mismo bien arriba.

El bribón aquel ha llevado una felpa de Satanás. -¡Toma!, eso sí me gusta; son unos ladrones, esa canalla infame.

-Bien: ligero; vamos presto, que por el camino te diré todo lo ocurrido, y ya verás.

Era la una de la mañana cuando pasaron el Salto de Honda, con la noche ya muy clara y buena luna; pero, ¿qué importaba? El resguardo estaba esperando el comiso de Pepe, y su azotado comandante necesitaba de algunos meses y un buen médico para reponerse de su aventura. Pasaron, pues, serenamente y cantando. Una hora después los dos hermanos recibieron de un hombre desconocido, abajo de la Vuelta de la Madre de Dios, algunas onzas de oro, valor de doscientas arrobas de tabaco de primera clase, entregadas a salvo por Pepe y recibidas sin peso ni cuenta por el comprador, quien las hizo internar luego a hombros de muchos indios fornidos que allí esperaban.

Braulio y Pepe volvieron a la canoa; y al amanecer entraban en Honda sobre buenos caballos, en traje de viajeros, bien embarradas las bestias, y ellos con todas las apariencias de gente honrada que venía de largo camino del interior.

Page 220: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

219

PENITENCIA Por José Manuel Marroquín

Místico y serio estás hoy, me dijo un amigo que vio el título que puse a este articulejo, y por cierto, añadió, que los lectores de Los Cuadros de Costumbres, podrán sacar más provecho espiritual que agradable entretenimiento, si no se espantan con el título y leen el sermón con que parece quieres obsequiarlos.

-No, querido, le contesté: no me propongo convertir sino divertir a los lectores. La penitencia puede servir de tema no sólo para graves discursos en que se trate de con, sino también para festivos razonamientos en que se trate de divertir. ¿No te han convidado mil veces a hacer la penitencia?

-Ah, ya caigo, dijo mi amigo; y con esto se despidió, y por de contado es personaje que no vuelve a aparecer en la escena; por lo cual no será extraño que algún crítico califique de inoportuna y desacertada su introducción.

Yo pudiera echarla de erudito, entrando en hondas investigaciones sobre si la expresión quédese usted a hacer la penitencia es de origen puramente santafereño, o si la hemos heredado de los españoles. Si en semejantes honduras hubiera de meterme, sostendría que es de origen español, pues más de una vez se la oía a mis abuelos, que eran del otro lado del charco; pero juzgo preferible re-servar los materiales de que pudiera echar mano, para trabajar sobre el asunto una memoria científica, etimológica y erudita; memoria que puedo presentar a la Academia nacional apenas se instale.

Quédese usted a hacer la penitencia, es la fórmula de que nos valemos para convidar a comer al extraño que se encuentra en nuestra casa, y que quiere despedirse cuando se acerca o cuando suena la hora en que habitualmente comemos. En sumo grado embarazosos e impertinentes son estos convites imprevistos y ocasionales.

La parte convidante en tanto que pronuncia la fórmula o que aguarda la respuesta, ruega interiormente a todos los santos de su devoción, si es que tiene devoción a algunos santos, no permitan que la invitación se acepte. La parte convidada casi nunca ignora esto, y, además, echa de ver que el comer fuera de su casa trastorna más o menos los planes que había formado para el día y el orden de sus ocupaciones; así es que nunca deja de esforzarse por encontrar buenas excusas.

Page 221: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

220

Hónranos con su amistad a mi mujer y a mí y visítanos a menudo don Urbano Cortés, excelente santafereño, empleado en la curia eclesiástica y hombre que, por razón de la asistencia a su oficina, no puede hacer sus visitas sino de las doce o una del día para adelante. Cuando intenta despedirse, mi mujer, santafereña también a carta cabal, le ruega con aparente sinceridad se quede a hacer la

penitencia.

-Tendría el mayor gusto, mi señora, responde don Urbano; pero me aguardan en casa.

-Viendo que usted no llega, replica Presentación (que esta es la gracia de mi señora, para servir a ustedes), se sentarán a la mesa.

-Ya me ha sucedido mil veces quedarme a comer fuera de casa, y mi mujer no ha querido que se sirva la comida hasta mi vuelta.

-Hola, conque en otras partes sí es usted más condescendiente cuando le instan que se quede a hacer la penitencia. Mucho miedo tiene usted de que la mazamorra esté fea; si estará; pero la buena voluntad...

-No, mi señora: yo sé muy bien que con ustedes comería infinitamente mejor que en casa; pero ya ve usted que me esperan.

-No le hace; mandamos a avisar que no lo aguarden.

Y acto continuo volviendo la cabeza hacia la puerta llama a Encarnación, que es la china que hace los mandados.

-¡Cómo había de tomarse usted esa molestia!, exclama don Urbano; otro día tendré más bien el gusto de aceptar el convite de usted, pues, además de que me esperan en casa, estoy citado para las tres con un sujeto, y ya ve usted que mientras voy a casa...

-A las dos y media, repone Presentación, ya habremos acabado de comer y a usted le sobrará tiempo para concurrir a su cita.

Por este tenor siguen las instancias y las excusas, hasta que don Urbano consigue que se le deje partir, o consiente en aguardarse.

¿Y por qué toma Presentación tanto empeño en que don Urbano se quede a hacer

la penitencia? En su interior, está muy lejos de desearlo; pero, aunque hizo el convite por puro cumplimiento, quiere hacer creer que fue sincero y que luégo no se diga que lo hizo con frialdad.

Page 222: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

221

Diré, entre paréntesis, que cuando es una señora la que se encuentra en el caso en que acabamos de suponer a don Urbano, las excusas que ella presenta a Presentación son mucho más sólidas e incontestables.

-Ya es hora de poner la comida en casa, dice la convidada, y no he mandado por el pan, ni he puesto el dulce.

-¿Qué ha de contestar mi mujer, que por experiencia propia conoce el peso y la solidez de estas razones?

Volviendo a don Urbano, haré observar que, cuando hay riesgo próximo de que llueva, Presentación encuentra argumentos más poderosos que nunca, para vencer su obstinación. Va a diluviar le dice, y usted se hace una sopa.

-De aquí a casa hay buen alar, replica don Urbano, y además, mire usted la dirección de la veleta; sopla el aire de arriba y tal vez se disipa el agua.

Estas observaciones meteorológicas que don Urbano se ve precisado a hacer, consumen unos instantes que para él son preciosos. Si ellas dan lugar a que se descuelgue el aguacero, don Urbano es hombre perdido. Bien quisiera Presentación ofrecerle paraguas y zapatones; pero eso sería lo mismo que decirle: váyase usted. Suele don Urbano tomar la iniciativa y pedir aquellos enseres con urbanas razones; Presentación observa entonces que podría dárselos; pero que la gente, al verle salir con un tiempo tan malo, juzgaría que habían peleado. Si don Urbano consigue que se le den aquellos arreos, sale muy satisfecho; y diré de paso que casi nunca se acuerda de restituírlos. Los paraguas, los zapatones, las novelas y los arreos de montar a caballo, nunca envejecen en poder de sus legítimos dueños.

Si no hay paraguas ni zapatones, o si don Urbano se ve precisado a ceder a las instancias y consiente por fin, aunque a pesar suyo, en quedarse a hacer la penitencia, Presentación busca pretexto para salir de la sala y se dirige a la cocina.

-¡Ala, dice a la cocinera, no ves qué tentación!, tenemos a comer a don Urbano.

-No me lo diga sumercé... ¡y hoy que la sopa es cuchuco y que se me ha pegado el menudo!

A esta sazón descubre mi mujer a la china mandadera, que está haciendo como quien friega, o fregando en realidad, en un rincón de la cocina, y le pregunta si ya trajo el pan.

-Como sumercé estaba con visita, responde la muchacha, no pude pedirle la plata.

Page 223: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

222

-¡Si con estas chinas no es capaz!, exclama Presentación, y le da orden de que vuele a traer pan, no de la panadería acostumbrada, sino de la tienda de ahí a la vuelta, que está mucho más inmediata. ¡Qué socorridas son esas tiendas de ahí a

la vuelta! En seguida prosigue en estos términos el interrumpido diálogo con la cocinera:

-Hay que hacer algo ligerito.

-¿Y qué le parece a sumercé que hagamos?

-Podías hacerte sopa de pan.

-Pues entonces sáqueme su mercé la bandeja de plata, el pan y unos huevos.

-Y será menester que te fries unas tajadas de plátano para adornar el arroz seco.

-Dice su mercé bien. Sacaremos plátano y manteca.

-Pero ala, y el dulce, que es melado.

-Nada (responde la cocinera después de reflexionar un rato); en la despensa hay un poco de almíbar que sobró de los duraznos; ahora echo a conservar esas torrejas que están friyendo, y sale un plato a modo de buñuelos.

-Decís bien; pero entonces falta una cosa de sal.

-Se hace frito.

Hechos los preparativos para llevar a efecto un plan que pone tan de manifiesto la inteligencia y la abundancia de recursos culinarios de mi mujer y de la ministra del ramo, pasa la primera a conferenciar con la criada de adentro, a cuyo cargo está el poner la mesa y disponer el servicio. La actividad de esta última también tiene que ponerse a prueba. Pide manteles limpios, hace sacar cubiertos y loza, y renueva la sal del salero. Presentación vuelve a la sala; pero no puede dominar su inquietud ni seguir a derechas la conversación con don Urbano.

Al cabo de pocos instantes viene de la cocina una criada, la que colocándose cerca de la puerta, de manera que don Urbano no pueda verla, llama por señas a su señora. Esta, que está devanándose, sale al corredor, y después de oír la embajada que de la cocina le llega, toma de nuevo sus llaves y va a sacar un poco de canela que la cocinera quiere moler para despolvorearla encima de los buñuelos improvisados. Entretanto pasan los cuartos de hora, y don Urbano, a quien no se ocultan los trastornos e inquietudes que su presencia ocasiona, suda y trasuda; pero no se atreve a darse por entendido.

Page 224: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

223

Presentación, que no ha olvidado que su huésped tiene una cita para las tres, suda también y se acongoja, pero afecta indiferencia y toma cierto aire de satisfacción, como quien dice: «todo va como siempre». Por último se sirve la comida: la sopa de pan hirviendo y chirriando y adornada con tajadas de huevo cocido sustituye al malhadado cuchuco; el frito y las torrejas ascendidas a la categoría de buñuelos, sacan con lucimiento a la señora de la casa y a la cocinera; don Urbano come, poco más o menos, tan bien o tan mal como lo hubiera podido hacer en su propia mesa, y mi mujer con un desasosiego y una zozobra que no le permiten digerir la comida.

Muy bien sabía ella cuántas incomodidades se le aparejaban convidando a don Urbano; éste tampoco ignoraba cuánto se le habría agradecido que rehusase; pero era preciso someterse a la costumbre santafereña de convidar con instancia, y a la urbanidad, que prohibía rehusar con demasiada obstinación y hacer un desaire. Muy laudables son la hospitalidad y la obsequiosidad que nos distinguen. Ellas forman una gran parte del encanto y de las dulzuras de la vida de Bogotá; pero muy a menudo las hacemos rayar en impertinencia.

Los convites ocasionales a merendar, refrescar, cenar o tomar el chocolate (que todo viene a ser una misma cosa), suelen ser más frecuentes. Es de ver cómo al tratar de excusarse de una de estas invitaciones, alega cada uno la diferencia que hay entre sus hábitos y los de la casa en que se le convida. No hay quien en este caso no pretenda tener costumbres raras y caprichosas.

Uno confiesa que toma chocolate, pero añade que no acostumbra tomarlo hasta las ocho; otro afirma que lo toma a las cinco de la tarde y que por consiguiente ya lo tiene medio digerido; éste asegura que no puede hacer más que una comida por día; aquel, que sólo toma té, y no de cualquiera, sino de uno que le mandan expresamente de Inglaterra; quién asegura que su merienda es una tacita de leche de cabra terciada con agua de manzanilla; y quién, finalmente, que la suya es un poco de café de cebada, y que ha de tomarlo precisamente a las nueve menos trece minutos.

Es cosa muy sabida que las reuniones y la conversación con los amigos nunca tienen tantos atractivos como cuando se come con ellos. Mas no hay duda de que esto ha de ser cuando se les convida de antemano y cuando se hacen en la casa las prevenciones convenientes. Los convites de que he hablado en este artículo son una fuente de contradicciones, de inquietudes y de mentiras. Yo lo reconozco más que ninguno; pero como soy más santafereño que escritor de costumbres y moralista, no puedo dejar de convidar a mis lectores, ya que me hallo en comuni-cación y sabroso trato con ellos, a que hagan conmigo la penitencia.

Page 225: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

224

NOS FIUMOS A UBAQUE Por José Manuel Groot

I

Cuando una familia está en vísperas de viaje, en esta tierra que se llama Bogotá, toda la casa se pone en movimiento. Las mujeres se afanan; los muchachos se alegran; los hombres disponen, y las criadas andan como ringletes. Sólo la cocinera se mantiene con calma componiendo las gallinas para el fiambre, y cuando más pregunta a dónde nos vamos a quedar al otro día, y si el caballo será corcoveador.

El día del viaje aumenta el movimiento. Yo describiré el cuadro que se me ofreció a la vista teniendo que viajar con la familia de mi tío.

Se hacía el viaje para Ubaque, y mi tío, como hombre experimentado y de recursos, había tocado con quien le pudiera mandar de aquel vecindario mejores bestias; amén de dos caballos de pesebrera que para las dos muchachas, mis primas, había conseguido en Bogotá. Yo tenía mi caballo, y el día de la salida, a las siete de la mañana, ya estaba llegando a la casa de mi tío. Apenas sintieron los muchachos ruido de caballos en el zaguán, salieron corriendo a ver si eran las bestias; y por poco no me hacen dar un golpe; porque con el tropel con que salieron a la puerta a tiempo que yo me iba a desmontar, me espantaron el caballo, que dio una vuelta conmigo cuando ya había sacado el pie derecho del estribo, y así medio agarrado de la cabeza de la silla, como Santiago matando moros, me sacó zumbando para fuera, dándome un raspón en la rodilla contra la pared.

Con el alboroto, mi tía empezó a dar gritos arriba; las criadas salieron corriendo para abajo, y mi tío lo mismo; pero ya yo entraba desmontado, y aunque descolorido, le dije que no era nada sino que los muchachos me habían espantado el caballo. Ellos, que estaban ya con sus ruanitas y sus espuelitas puestas, bien ensombrerados, tuvieron que largarse escaleras arriba con un par de coscorrones cada uno: Subí las escaleras y ya estaban hinchendo almofrejes en el corredor. Los baúles estaban liados y lo mismo las petacas, con excepción de una que estaba abierta aguardando un queso que habían mandado a comprar y no parecía.

Mis dos primitas estaban apuntando los velillos en sus sombreritos, y componían un baulito con el espejo, los peines, un tarro de pomada y otras chucherías mujeriles; «el fiambre de mis señoritas», como decía la cocinera. La batahola de la composición de almofrejes era de ver. Ya iban a liar, cuando salía la criada:

Page 226: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

225

-Mi señora, mire que aquí se olvidan los botines de mi señá Pepita.

Salía la Pepita.

-No me vayan a dejar los botines ni el corsé, porque son para ir a misa el domingo.

-Pues que deslíen el almofrej y los metan en una esquina. Salía por allá otra.

-Aquí dejan los pañales de la niña, y las naguas de ña Teresa que encargó que se las metieran por ahí.

-Que abran otra vez el almofrej y métanlas en una esquina.

-Que no me vayan a dejar mis zapatones, decía mi tío a su vez.

-Métanlos en el almofrej.

No hay sujeto de más capacidad que un almofrej, me decía yo a mí mismo; todo le cabe en las esquinas y se queda como si no. Así hay muchos hombres que tienen gran capacidad de almofrej, que todo les cabe en la cabeza y les sobra hueco para más.

En estas se oyó gran tropel de caballos por la calle, y los muchachos, gritando ¡ya están ahí!, bajaron corriendo como diablos por las escaleras; mi tía empezó a darles gritos; mi tío salió a atajarlos y los hizo volver del descanso de la escalera. Eran los caballos efectivamente y entraron al patio. El hombre que venía para llevar a la niña y entender en el carguío y ensilladura, se desmontó y arrastrando el zurriago y las espuelas, subió, y quitándose el sombrero chiguano, puso un papelito en manos de mi tío.

Allí empezaron las designaturas o designaciones.

-Pues que ahí viene aquel castaño que es de paso y muy manso para mi señora. El rucito es para uno de los niños.

-Papá, decía el uno, yo voy en aquel negrito.

No, señor, decía el otro, ese es algo resabiado y no sirve sino para criada. El cervuno es para sumercé, y el alazanito careto para el otro niño.

Empezóse la sacada de las sillas, galápagos y sillones. ¡Qué bulla! Los muchachos ya estaban entre los caballos queriéndoles poner el freno. Mi tía decía afanada:

Page 227: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

226

-¡Niños, que los cocean los caballos, suban para arriba! Los peones empiezan a ensillar y salimos con que falta un freno y dos sudaderos.

-Pues que vayan donde don Mariano y que le den recado, que me haga el favor de prestarme un freno para una criada, que de aquí a un mes se lo devuelvo; y para sudadero que corten de ese pedazo de friso que se quitó del cuarto.

-Que para el sillón de la cocinera falta cincha.

-Pues que le acomoden un lazo.

Así se facilitaba todo y marchábamos viento en popa.

Las muchachas estaban ya en el corredor con sus vestidos de montar arremangados, y con sus sombreritos currutacos.

-¿Y por qué será que no nos han traído los dos caballos? Que vayan a ver.

Sale corriendo un muchacho y vuelve con uno solo, diciendo que el otro no ha venido todavía de la Estanzuela. Mi tío, considerando que se hace tarde y que puede llover, le pregunta al hombre si el caballo que viene para él, puede servirle a una de las niñas. En el momento dijeron éstas a dúo:

-Yo no voy en ese caballo tan flaco y espelucado.

-Pero se hace tarde, hijas.

-No le hace, más que se haga; ¿yo había de salir a caballo en ese rango para que se rieran los cachacos?, eso sí que no, papá. Que le presten el caballo a Pelegrín.

-Ese caballo es de mucho brío, niña, ¿cómo había dé exponerse así?

-No papá, no le hace; como yo vaya en un caballo gordo y herrado, más que me aporree al salir; peor es que lo vean a uno en un caballo feo.

En estas estábamos; yo había ofrecido el mío, pero con la espantada de la puerta le habían cogido miedo, como dicen los orejones, y como yo no tenía ganas de que aceptaran la oferta, había procurado persuadirlas de que era manso, metiéndoles más miedo con las mismas persuasiones, pues les decía: «eso fue porque salieron corriendo los muchachos; pero cuando no hay cosa con que se espante, no se espanta, y en yendo uno con cuidado para que no lo coja descuidado no hay riesgo. Eso sí, no hay que pegarle en las ancas porque se echa para atrás».

Page 228: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

227

Con este modo de persuadir quedé yo en posesión de mi caballo; y como a esta sazón llegó el que no parecía, la cosa quedó concluída.

Llamaron a almorzar, y almorzamos en platos quebrados y con cucharas de palo. Mi tía dijo:

Dispensen el servicio, porque ya está todo guardado.

Almorzamos aprisa, como los israelitas al salir de Egipto. Los muchachos estaban desganados, por ir a montar. Mi tía les decía:

-Almuercen, porque después les da hambre en el camino.

Concluido todo esto, bajamos a montar. Mi tía no acababa de dar órdenes y recomendaciones a la vieja que dejaba cuidando la casa: cada rato se volvía de las escaleras para decirle otra cosa.

Llegó el momento de montar, y se redoblaron las carreras, los gritos y el aboroto.

-Que no se olvide la olleta. ¡Que le amarren a la china en la horqueta del galápago el atado de ropa y el jarro de plata! ¡Que amarren las alforjas del fiambre en la barandilla del sillón de la cocinera! ... y la olleta también, porque dizque no la pueden llevar los arrieros, gritaba otro por allá; «y los fuelles que no los vayan a dejar, porque yo no puedo soplar con esta mi cara tan mala», respondía la cocinera desde abajo, ya enruanada y con su sombrero de barboquejo y su varejón en la mano.

-¡Que monten las criadas primero! Se oyó esta voz; pero ya andan los muchachos a caballo espantando a los otros.

-¡Niños, esténse quietos! ... La cocinera está montando. A la china la han dejado teniendo su caballo del freno.

-Este caballo como que muerde, decía, porque le veía mascar el freno.

Yo me acomedí a tenerle a la cocinera el sillón por la, espalda y un peón le arrimó el taburete.

-¡Ave María!, si me irá a botar este animal, ñor.

-No, señora, es mansito.

-En el nombre de Dios, y se echó tres cruces poniendo la pata en la tablilla. El mocho estaba matado en los riñones, y a lo que le bornegueó el sillón en las

Page 229: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

228

carnes, se pandeó de espinazo y alzó la cabeza de medio lado con oreja torcida. ¡Ay Jesús!, este caballo quiere corcovear; ¡mírele las orejas!

En fin, monta, el peón le da la rienda y la varita. La cocinera empezó a chupar el caballo y a darle sofrenadas para arriba y fue saliendo poco a poco hasta la puerta de la calle. Al salir fuera se le cayó el varejón y largó la rienda y asida de las barandillas empezó a gritar que le atajaran el caballo, que tomaba ya calle abajo como con una carga.

Había montado ya la china, que menos miedosa y más atolondrada, salió al trote pegándole al caballo por la cabeza con un manatí, y como pasó de refilón por detrás de la cocinera, le llevó de paso la alforja, que con otros arremuescos iba prendida de la barandilla del sillón, y allí fue el gritar y el tener que salir corriendo los arrieros a alzar los cachivaches y atajarles los caballos, que medio espantados iban tomando su camino más aprisa de lo necesario.

Los demás salíamos unos tras otros sin novedad; y antes bien con cierto garbo que daba a la cosa el sonar de las herraduras de los caballos de las niñas, que se habían vuelto buenas equitadoras, desde que les dio por salir a pasear a caballo por las tardes para lucir sus personitas de un modo pintoresco, particular, y sobre todo, ruidoso.

II

NOS QUEDAMOS EN CHIPAQUE

Marchábamos sin novedad hasta que llegamos al río de Fucha que estaba un algo crecido. La cocinera se había quedado un poco atrás porque decía que el caballo no quería caminar. Al pasar el río se le antojó al mocho beber agua, y como estaba con freno, empezó a manotear y dar vueltas en la mitad del río. La criada se desvaneció y comenzó a dar gritos diciendo que se la llevaba el río. Yo me volví a galope a ver qué era; pero antes de llegar, ya ella se había botado al agua y había salido toda mojada. Mi tía y las niñas se volvían llenas de susto pensando en si la criada se iba ahogando, pues no veían sino el caballo solo entre el río.

-¿Qué fue? ¿qué fue?, gritaban; yo contestaba: ¡nada! ¡nada!, y más se asustaban porque creían que la criada se iba río abajo y que yo le decía que nadara; y tenían razón para creerlo, porque no la veían por allí, a causa de haberse puesto en cuclillas tras un barranco para torcerse las faldas que tenía empapadas. Yo le saqué el caballo a tierra, la monté y seguimos.

Después de algunas paradas para apretar cinchas y comer bizcochos, llegamos a Yomasa a eso de la una. Nos desmontamos. Mis primitas estaban ardidas del sol. Yo las bajé del caballo, mientras mi tío y el hombre que llevaba la chiquita

Page 230: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

229

desmontaban a mi tía, que con el camisón fruncido y dando quejidos de cansancio, ponía el pie en un taburete de cuero sin curtir, para echarse al suelo. Las muchachas también estaban entumidas, como pollos que sacan de la jaula, y no podían dar paso. La china se había pelado toda la pierna con la correa del estribo. La cocinera estaba mojada y los muchachos corrían por el camino sin quererse desmontar, hasta que mi tío los amenazó con no volver a sacarlos otra vez.

Era viernes, por mala fortuna, y la patrona no estaba en casa; se había ido a mercado; no había qué comprar, y nos la pasamos con el fiambre solamente, después de haber esperado las petacas más de hora y media sin que llegaran. Por supuesto, dimos cuenta de todo lo de la alforja, porque decíamos: en Chipaque tendremos las petacas. Luego que acabamos de comer, montamos, dejándoles dicho a los arrieros con la criada de la venta, que abreviasen el paso para que llegasen a Chipaque pronto, pues allí nos íbamos a quedar. Seguimos, pues, nuestro camino, y a la oración llegamos a la plaza de aquel tristísimo y feísimo pueblo y nos desmontamos en una casa vacía y escueta que Sabogal le había proporcionado a mi tío.

Nuevos quejidos: todos estaban estropeados y con hambre; el hombre que nos acompañaba llevó los caballos al potrero, y yo salí a comprar vela y alguna cosa para comer interin llegaban las cargas, que ya no podía dilatar. Me cansé de dar vueltas a oscuras y no hallé más que velas, chicha y un pan medio crudo, endemoniado. Pensé soplarme en casa del cura, aunque no le conocía, e implorar sus auxilios temporales; pero una india me dijo: «el amo cura se jué dende esta mañana onde la seña Rosalía que está agonizando de un tabardillo dormido que le agarró dende el domingo de una mojada».

Volví a la posada y di cuenta a la familia del éxito de mi comisión y agregué lo que la india me había dicho del cura, y no fue menester más para que mi tía empezara a agonizarse de aprensión por la mojada de la cocinera, pensando en que le podía dar tabardillo dormido la mojada del río. ¡Pero a todo esto qué hambre! . . . Allí era el desear las cargas: ¡el queso!, ¡los bocadillos!, ¡el chocolate!, ¡los bizcochos!, ¡los salchichones!, ¡tantas cosas buenas, que venían en las petacas! Pero sobre todo, las camas, las camas se deseaban por momentos; los colchones para botarse encima y descansar!, ¡las frazadas para arroparse en aquel frío! Todo era asomarse a la puerta a cada momento; cada vez que se oía ruido de bestias o la-drar de perros, salíamos corriendo. Todo era poner el oído para escuchar si gritaban arrieros por el alto. Eran las ocho de la noche y no había esperanzas; estábamos tiritando de frío y no habíamos merendado sino pan, de aquel que dije, con panela que había llevado la criada entre la faltriquera.

Page 231: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

230

También había salido en comisión la cocinera a ver si hallaba algo de sustancia para cenar, y más afortunada que yo, vino trayendo unas costillas de cordero que había comprado a buen precio. Se puso a asarlas y cuando estuvieron, las comimos con grande apetito. La escena era patética. Estábamos rodeados de un caucho extendido en el suelo sobre el cual yacía una cazuela de barro con la costilla chamuscada; la vela estaba pegada a la pared, y cada uno sacaba a mano su pedazo de costilla.

Las muchachas que estaban por allá tendidas en una ruana, vinieron a la mesa; pero Antonia se arrimó primero al cabo de vela que estaba en la pared y empezó a untarse sebo en la cara para lo quemado del sol, y por un acto tan natural como involuntario, fue a mirarse en el espejo como si estuviera colgado en la pared. Entonces dio un ¡ay!, y dijo: «El baulito con el espejo y los peines también se quedó atrás!» Se arrimaron a comer, y lo mismo los muchachos; y era cosa que me hacía mucha gracia, verlas comer aquel cordero pascual con los deditos llenos de manteca, después de ser tan remilgadas en su casa.

En fin, esto ya era algo; por lo menos caliente. Pero, ¿las camas? ¡Con qué comodidad se viaja en la Nueva Granada!, le decía yo a mi tío. No hay República más adelantada; y esto sucede a las puertas de la capital. . . Oyese tropel de cargas y voces de arrieros... ¡Afuera todos, menos los muchachos que ya estaban mancornados y roncando encima de los galápagos! En efecto, llegan los arrieros con las cargas: ¡qué gusto! Pero eran los arrieros de Sabogal que volvían del mercado de Bogotá con sus bestias cargadas de retorno.

Mi tío empezó a preguntarle al que hacía cabeza (aunque no traía la suya muy en su lugar), si había dejado por el camino algún equipaje.

-No, mi caballero, no le daré razón; por el camino yo no dejé meramente más que a los que veníamos de mercao y ninguna otra cosa de equipaje; paqué es decir lo que uno no ha visto.

Mi tía se angustiaba; las muchachas le daban señas al hombre de cómo era el equipaje, pero él decía:

-No mis señoritas, yo no vide por el camino venir pa acá peones con equipaje. El único equipaje que vimos nosotros los que ahora venimos aquí con las bestias del patrón Sabogal, fue el que traía el Chispas que es arriero de don Gregorio, que traya unos almofreses y petacas con baúles...

-Pues esas son nuestras cargas, interrumpió mi tía. -¿En dónde los ha dejado?, preguntamos todos a la vez.

Page 232: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

231

-Puú tú tú, contestónos el otro, esas ya estarán en Ubaque descansadas a la hora de estas...

-Cómo así, cuando no nos han alcanzado?, dijo mi tío.

-Pus porque ellos agarraron por Cruz-verde que es nás derecho.

-Y cómo sabe usted que se fueron por Cruz-verde?

-Pus porque yo me junté y me vine con ellos hasta Las Cruces y ahí tomamos chicha y ellos agarraron de jilo por la subida de Los Laches arriba y nosotros nos venimos por abajo, porque teníamos que traer aquí las bestias del patrón Sabogal.

Mi tío se puso ambas manos en la cabeza y se fue para dentro diciendo: ahora sí que nos amolamos sin tener en qué dormir, sin comer, en este páramo y con estas niñas que pueden hasta enfermarse ¡quién sabe de qué!

Mi tía dijo:

-Pues aquí no hay más que juntar ruanas y hacernos montón para poder dormir. Este consejo fue adoptado por todos, aunque yo debía haber estado negativo, por cuanto que se deja ver que no podía hacer parte del montón, por más sobrino que fuera de mi tío.

-¡Hombre!, decía éste, cómo se me olvidó el haberles advertido que nos veníamos por Chipaque! Ya se ve, si lo atolondran a uno en términos que no sabe dónde tiene la cabeza. Pues vamos a ver cómo nos acomodamos.

-¿Y mañana, con qué nos peinamos?, decían las muchachas. Aunque se hubieran ido las camas y el fiambre como no se hubiera ido el baulito con los peines y el espejo, decía Antonia.

Se acabó, pues, la engañosa esperanza; supimos a lo que debíamos atenernos, que a ratos es lo mejor, y empezamos a desenvolver ruanas y cauchos. Los muchachos estaban dormidos como piedra, y yo los fuí levantando de un brazo para que se quitaran las ruanas, los zamarros y las espuelas que todavía tenían puestas; pero lo que hacían era caminar por la sala dándose topones y buscando sus camas, que estaban bien lejos.

Como se había resuelto dormir todos juntos en montón y yo quedaba excluído de este beneficio, hube de quedarme solo a las diez de la noche como gallina buscando el palo, y sin hallar donde ponerme al abrigo del frío porque mi bayetón se lo había dado a las niñas y no me quedaba sino la ruana corta. Estaban mis tíos, mis primitas y primitos en el montón como el grupo de Niobe, y a ratos como

Page 233: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

232

Laocoonte con las serpientes envueltas, porque el par de muchachitos no dejaban dormir, pellizcando piernas, riéndose y revolviéndose para todos lados. Se les había espantado el sueño, y ya se sabe lo que son los muchachos cuando se les espanta el sueño. Las dos criadas se acomodaron en la cocina, en donde hacía menos frío, a causa de que habían prendido candela y aún quedaba el rescoldo. Así, pues, como gatos durmieron entre la ceniza.

Yo me fui largando a ver si encontraba abrigo en otro montón, aunque fuera de indios, y di con un rancho de olleros que me alojaron en un rincón donde estaba la paja, y allí (para qué he de decir otra cosa), dormí perfectamente, después de haber oído un cuento que referiré cuando lleguemos a Ubaque.

Los demás se levantaron al otro día traspillados, como era natural. Logramos conseguir un pollo y huevos para almorzar. Las bestias vinieron tarde, porque se les había vuelto una para el comedero, y era uno de los dos caballos prestados, que fueron a alcanzarlo a la salida del páramo. Se ensilló, montamos y nos fuimos. Pero aquí fue otra vez el lamentar de las niñas la falta del baulito.

-Y cómo entramos a Ubaque sin peinarnos?, decían.

-No es lo malo, les decía yo, entrar en Ubaque sin peinarnos, sino entrar con la barriga tan vacía.

III

LLEGAMOS A UBAQUE

Henos aquí entrando en Ubaque. Eran las doce; el día estaba hermoso y varias gentes iban para el baño con sus quitasoles y hatillos de ropa. Las niñas me dijeron:

-Primo, piquemos los tres adelante, porque nosotras no queremos entrar al pueblo a paso de cargas; y ese sillón tan feo de la cocinera. . . y la china con la grupera reventada...

-Bueno, pues, les dije, y picando los caballos salimos a todo el paso dejando atrás a los demás. Pero a los muchachitos se les antojó también venirse adelante con nosotros, y partieron a todo el galope para alcanzarnos, porque se habían quedado atrás de todos cogiendo flores, y al pasar con su tropel por entre los demás, le pegaron un latigazo al caballo de la china, que, alborotado, siguió y pasó a escape, desbocado, por entre nosotros, y ella agarrada de la horqueta, sin sombrero y sin mantilla, con las mechas y trapos por el aire, daba gritos pidiendo misericordia, y más se alborotaba el mocho, porque una alforja que llevaba colgada de la horqueta con unas totumas adentro, le pegaba por el pescuezo y la

Page 234: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

233

barriga haciendo un ruidajo de todos los diablos. Yo dejé a las primas y seguí tras ella a la furia, queriendo atajarle el caballo, y por poco no matamos a unos cuantos por el camino; a lo menos un puerco que se atravesó fue a dar por allá. Mi tío daba voces; mi tía invocaba a todos los santos y su afán era con las muchachas, que iban adelante, solas con los dos muchachos, cuyos caballos estaban también alborotados dando vueltas, tascando los frenos, casi sin poderlos contener; y a todas estas nos hallábamos a la vuelta de la lomita a la entrada del pueblo, y toda la gente estaba parada viendo el trastorno de nuestra expedición.

Por fin logré atravesármele al caballo de la china y echarle mano al freno al entrar en la plaza; pero, como a ese tiempo pegó una rehuída, salió por allá la china ro-dando con alforja y totumas. Esto era a tiempo que venía con mucha pausa por la mitad de la plaza una comunidad de hombres y mujeres de Bogotá, que con sus paraguas y sábanas se dirigían al río. Al ver el fracaso, todos hicieron alto y empezaron a gritar: ¡la mató!, ¡la mató! Venía ahí la familia de doña Gabriela con Aniceto, quien me conoció al momento, y largando prontamente del brazo a Domitila, vino corriendo a ayudarme, y asustado me decía:

-¡Hombre, Pacho, qué es ésto!, ¡qué loca es ésta!

La china se levantó llena de polvo, atontada; pero sin daño de consideración, si no son de consideración unas narices reventadas. Ya todos nos rodeaban; a la aporreada le daban agua; otro recogía las totumas y la alforja, y todos me hacían preguntas. Yo medio contestaba y miraba hacia atrás, deseando que llegase pronto el grueso del ejército, para que me ayudasen a contestar al ejército de preguntadores.

A esta sazón desembocaban por la otra esquina las niñas, detrás mi tío, luego mi tía con el resto. Entonces se dirigieron a ellos los conocidos y desconocidos y me dejaron a mí con la china, que ya estaba en regla, puesta la mantilla y el sombrero, que le había traído un oficioso muchacho que recogió las prendas cuando fueron regadas por el camino. Allí nos reunimos todos y nos dirigimos a la casa que estaba ahí no más en la plaza; la china y yo a pie, los demás a caballo. Pepita y Antonia venían cada una con una amiga cogida de la mano, hablando a gritos con mucho contento. Mi tío y mi tía no hablaban de otra cosa que del chasco de las cargas, culpando a los arrieros que no les habían adivinado el itinerario. Por supuesto que todos convenían en ello, ponderaban la bestialidad de esa gente y lamentaban los trabajos de Chipaque. La cocinera venía detrás de todos muy contenta porque ese día no le había sucedido nada, y decía que a la china le había sucedido eso porque se había reído de ella el día que se había caído entre el río.

Page 235: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

234

Así hablando todos a un tiempo, todos cantando, todos preguntando y cada uno mintiendo un poquito, llegamos al corredor de la casa de ñor Riveros, que era la que se nos tenía preparada. El patrón salió con unos dos taburetes para que se desmontasen las señoras. Sobraban allí quienes las desmontaran y llevaran de la mano para dentro; en la sala encontramos al fin los almofrejes y demás cargas.

-Si habrán dormido anoche en nuestras camas, dijo una de las niñas. Mi tía la volvió a mirar de pronto y le hizo una seña con los ojos señalando a ñor Riveros, como quien dice, calla, niña, que lo oye. Pero no había razón para pensar tal cosa, pues que todo estaba liado como había venido de Bogotá.

Abrimos los almofrejes y desliamos petacas y baúles. El baulito de los peines fue abierto en el momento; y el espejo, colocado en la pared, empezó a ser frecuentado y a dar algunas pesadumbres, porque las mascarillas, con el sol, se habían desfigurado un tanto. Los hombres andábamos por encima de todo abriendo y componiendo.. Rejos por aquí; lazos por allí; cabuyas por acá se nos enredaban en las espuelas al pasar de una parte para otra. De golpe, tropel de los caballos allá fuera. Grita mi tío: ¡niños qué es eso! Salimos a ver. ¡Qué había de ser!, pues que los niños querían desensillar sus caballitos, pero al quitar la silla no zafaron la grupera, y el caballo salió corriendo con la silla arrastrando del rabo y espantó a todos los demás.

-No fue nada... No fue nada... Vamos para dentro otra vez.

Sigue la faena. Que estas camas para allí; que más bien para aquí, que hay barbacoas; pero que por ahí entra aire; que las cobijas de mi seña Pepita no parecen.

-¿Si las dejarían en casa?

-No, señora, porque yo mesma las metí.

-¿Si habrá alacranes en esta alcoba?

-Eso llévenlo para el cuartico de la despensa.

Todo esto con vueltas, con revueltas, mientras las dos primitas están sentadas, haciendo frente a las visitas de amigas conocidas y desconocidas, que inalterables siguen sentadas sobre los baúles haciendo estorbo y tertuliando muy divertidamente, preguntando de cuanto hay en Bogotá; quiénes se han casado; quiénes se han muerto; dónde han bailado; quiénes se han ido; quiénes han venido; quiénes han parido; si ha llovido; si no ha llovido, y a todo esto mirando y reparando cuanto se saca de los almofrejes, petacas y baúles, para tener de qué conversar luego con otras amigas, sobre si las almohadas tenían arandelas o no

Page 236: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

235

tenían; sobre si las camisas estaban o no remendadas, sobre si tenían muchos o pocos camisones; y a este tenor otras cuantas observaciones de mucho interés.

Mi tía renegaba en la despensa con las visitas tan largas. Yo le decía: tía, prefiero una noche como la de Chipaque sin camas y sin fiambre a una llegada tan solemne como ésta, con tanta visita.

¡Qué haremos para que se vayan!, me decía ella sentada en una petaca. ¡Qué gente tan desconsiderada!, no hacerse cargo de que viene uno cansado; pero no señor; ahí repantigadas conversa y más conversa. Ya se ve, tambien consiste en que aquellas niñas se ponen a llevarles adelante la conversación con tanto gusto, en lugar de decir de cuando en cuando: ¡ay! qué cansadas estamos.

Habíamos llegado a Ubaque a las doce del día, eran ias dos de la tarde y todavía había visita. Ya estaba la comida; la cocinera lo había dicho, y aunque habíamos tomado bizcochos y bebido vino con las visitas, teníamos buena hambre. Mi tía se resolvió, por consejo mío, a mandar poner la mesa, juzgando que al ver entrar la china con los platos y tender el mantel, las visitas se despedirían. Pues sí señor: unas se fueron, pero otras más afectuosas se quedaron y nos acompañaron a comer; poniendo a mi tía en el trabajo de abrir una petaca más, para sacar una caja de ariquipe y agregar postre a la comida. Mi tía y las niñas decían a las amigas que dispensaran lo malo de la comida y el mal servicio, porque ya veían que acabábamos de llegar y que todo estaba embrollado. Ellas contestaban con mucha gracia que demasiado bueno estaba todo para ser tales las circunstancias. Después de que comimos, se despidieron largamente diciendo que se iban porque nos consideraban muy cansados, que a la noche volverían más despacio.

A un rato vino Aniceto con sus hermanas y misiá Gabriela. Volvieron a los saludos; a los abrazos; a los apretones; a las preguntas y averiguaciones, como si poco antes no hubieran hablado hasta por los codos. Luego empezaron los planes.

-Niñas, decía Domitila a las muchachas, mañana nos vamos a bañar a un pozo que tenemos que no lo conoce nadie, y en donde se lava uno a su gusto sin temor de que los cachacos vayan a fisgar.

-¡Y qué!, dijo Pepita, ¿los cachacos van al río cuando hay mujeres lavándose?

-Puu niña, entonces es cuando se les antoja.

-Ese sí que es trabajo, dijo Antonia, que donde quiera nos hemos de encontrar con los cachacos.

Page 237: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

236

-Es maldición que tenemos encima las muchachas, dijo Domitila, y me reí mucho con Teodora un día en Bogotá. Ibamos una tarde por Sanfacon y no había nadie por allí, cuando de golpe me dijo:

-Niña, mira cuánto cachaco.

Yo miraba para todas partes y no veía nada.

-¿En dónde están?, le decía.

-Pues allí, entre la chamba.

Miraba y no veía nada.

-¿En dónde, niña?, y más me afanaba, porque creía que estaban escondidos atisbándonos.

-Allí, que salen de entre la zanja, y van subiendo por el sauz.

Más me desesperaba, porque no comprendía cómo iban subiendo por el sauz, y no los veía, hasta que por fin se largó de mi brazo, echó una carrerita hasta la zanja y me dijo: míralos míralos, señalando con el dedo las flores de pajaritos amarillos, de esos que hay tantos por Sans-Facon.

-Ah, niña, ¿esos eran los cachacos?

-Sí, mi china, yo los llamo así.

-¿Y por qué?

-Pues porque se parecen en todo.

-Pero dime, ¿en qué se parecen?

-Pues en que son tan comunes, que por donde quiera se encuentran; en que lo mismo prenden en los jardines de las casas, que entre el barro de las zanjas de los ranchos; en que por donde quiera enredan y de todo se prenden; donde se deja nacer una matica, a poco tiempo hay veinte, y cuesta trabajo para desterrarlos, porque mientras más se pisan más prenden.

Aquí soltamos todos la risa y Pepita dijo:

-Y en lo oloroso también se parecen desde que han dado en echarse tanto pachulí.

Page 238: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

237

El cuento dio lugar a mil comentarios y ampliaciones sobre los hermanos cachacos; de los cuales, no faltaban por allí algunos, paseando por la plaza, sin saber las honras que se les estaban haciendo, quizá en cambio de las que ellos estarían haciendo a las cachacas en aquella misma hora.

Page 239: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

238

EL DUENDE EN UN BAILE[1] Por José Caicedo Rojas

I

Celebraba don Antonio Esto siempre lisonjea El Santo de doña Pepa, A la chusma de pipiolos

Y al efecto preparaba Que a costa de la pareja Una alegre francachela;

Bailan, comen, se trasnochan, Pues que, a fuer de caballero,

Se divierten y recrean, Juró, cuando era soltera,

Y de los cuales no hay miedo Que aun después de casada Que ninguno lo agradezca Habla de hacerle fiestas.

Uno de estos soy yo mismo, Don Antonio no es hermoso,

Yo, que de la amable Pepa Doña Pepa es algo fea; Soy amigo desde el año

El es brusco hasta el extremo, Mil ochocientos cuarenta,

Ella, en verdad, poco diestra En que un su primo halló en casa

En esto de cumplimientos,

Buena acogida y franqueza, De sociedad y etiquetas;

Cuando andaba perseguido Pero se quieren y basta

Por causa de las revueltas. Para su dicha perfecta.

Mas esto no viene al caso: Gastan plata y buen humor,

Sigamos con doña Pepa. Y cuando el día se acerca

En semejante ocasión Del Patriarca San José,

Como lo dice ella mesma, Entonces es que comienzan

Será don Pacho el primer Los recaudos y las compras,

Chicharrón de la cazuela. Los afanes y carreras Me preparaba a salir Para dar un bailecito

Pues urgentes diligencia Y preparar una cena;

Me llamaban a la calle, Y, aunque una vez en el año,

Cuando tocan a la puerta.

II-¿Quién es?-yo soy -¿qué decía?

-Hay aquí algún escondite: -Que si estai mi amo don Pacho?

Doña Juana o doña Pepa... -Ay está; dijo el muchacho. -No señor, mi señá Chepa - ¿Cómo le va? ¿qué quería?

Le ha encargado del convite, -Que le espachaba a decir

Porque como está ocupada Mi señora doña Juana

Con el horno y amasijo,

Que es su señor, que mañana Sobre el convite esque dijo

Tenga la bondad de ir, Que no podía hacer nada. Porque tiene una riunión:

-Decile que bien está; Que es una cosa casera,

Que si no hay inconveniente, Y que sin falta lo espera. A su mandato obediente Al punto de la oración. Sin falta allá me tendrá.

III

A la mañana siguiente Tenía que divertirme

Volvió a casa Magdalena,

Y hacer cara placentera. Que así llamaba la criada, A las cinco, poco menos,

Page 240: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

239

(Aunque no hace penitencia) Arremetí la tarea

Con recaditos de su ama, De acicalarme y prenderme Que dispense la franqueza

Como la mejor coqueta; Que va a tomarse conmigo:

Afeitéme con desgano, Que les preste unas bandejas,

Puse en orden la melena, Cuatro azafates pequeños, Mudéme otra vez camisa Un convoy y una docena Con pereza o no pereza,

De cubiertos que le faltan: Me puse el chaleco blanco, Que perdone la molestia; La casaca dominguera,

Y que tan sólo me ocupa Los guantes de cabritilla,

Por lo mucho que me aprecia. El reloj con la cadena; Entreguéla lo que dijo, Y tomando la cachucha

Aunque con cierta sospecha Y una capa más que vieja De que aquella despedida

Salí pisando blandito Había de ser la postrera Como gato por las tejas, Que le daba a mi convoy,

Pues llevaba por desgracia A mis platos y bandejas; Zapato y media de seda.

Mas no omití el cumplimiento Atravesé veinte calles

(Aunque de dientes afuera) Pasé por cincuenta iglesias,

De encargarla que dijese Y al fin cansado y molido

Que en lo demás que se ofrezca Sin farol y sin linterna, Mi placer será servirles, Maldiciendo las tertulias

Pues que mi pobre despensa Llegué a la casa de Pepa. Está a su disposición

Para colmo de desdichas Con todo lo que ella encierra.

Cerrada estaba la puerta, Llegó al fin aquella noche

Que hay personas que dan baile En que, de grado o por fuerza,

Y con cerrojo se encierran

IV

No faltarían algunos lectores que aguardasen que este artículo continuase en verso, como comenzó; y a fe que tenían razón, porque aunque no es lo más común continuar y acabar las cosas como se comienzan, siguiendo siempre un mismo camino, sino variarlas todos los días, a cada instante; sostener una opinión al principio y otra al fin; presentar un proyecto hoy y combatirlo mañana; romper un discurso en estilo sublime, con énfasis, con elación, y concluir como la mula de alquiler; ofrecer el oro y el moro en un periódico y no cumplir nada; no obstante todo esto, El Duende siempre ha sido formal en esto de cumplir sus promesas, y ha tenido punto en pasar por hombre de bien, perseverante, fijo e inmóvil.

Para evitar, pues, los cargos que sobre el particular pudiera hacerle algún lector poco indulgente o algún enemigo gratuito, anticipará y desvanecerá todas las su­posiciones que es natural se hayan aventurado.

Que no es intención de engañar, parece que está de­mostrado. Tampoco es que a El Duende se le haya extin­guido la vena y no pueda continuar escribiendo en verso, porque sobre sostener él que lo que escribió en el número anterior no es

Page 241: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

240

verso, sino prosa en renglones cortos, ha de saber el lector que de esta clase de versos puede hacer tantos El Duende en una semana, que unidos unos a otros podrían atravesar el Atlántico, porque le chorrean por la pluma en términos de no saber por donde atajarlos (tose­cilla general).

Tampoco es que El Duende quiera introdu­cir modas románticas, porque ni El

Duende sabe introducir nada, ni las modas son proyectos de leyes, ni jeringas para introducírselas a los representantes o al lector. ¿Quiere usted saber en definitiva lo que es, lector mio?. .. Es.. . es que la prosa es más económica de papel, por cuanto no quedan anchas márgenes, y al mismo tiempo más rica, más abundosa de palabra; es que los versos son malos colores para pintar, y deben hallarse pocas veces en la paleta del escritor de costumbres. ¿Está usted satisfecho? Pues continuemos con nuestro baile: siga usted conmigo y se divertirá un poco; pero advierta que no vamos a entrar en un baile de aquellos en que se distingue la sociedad escogida de la capital, sino en un baile de aque­llos que un administrador de aduana llamaría entrefinos: es decir, ni baile de buen gusto, ni baile de candil; ni baile de buen tono, ni baile capuchinesco de aquellos en que la última contradanza se baila como el miserere, en tinieblas y cantando la polisona.

Se acordará usted que yo me había quedado en la puer­ta de la casa de Pepa, que es en Mortiños Street, aguar­dando a que me abriesen; abrióme al fin una criada hedionda y entré por un zaguán angosto y oscuro, cuya dirección no podía seguir sino abriendo los brazos, como quien reza la estación. Subí por una escalera hedionda también y alumbrada por un farol que cuando nuevo sería de vidrio, pero que hoy es de sebo; esta escalera desem­bocaba en un corredor oscuro en donde se hallaban varios hombres, unos con capas, otros con capotes, otros en cuerpo, casi todos fumando tabaco y conversando a sotto voce, pero todos de buen humor.

No he visto cosa que haga más amable a las gentes que la expectativa de un baile: el hombre más adusto se hace un caramelo en el corredor de una casa donde hay baile; el más estirado y pinchado se vuelve una gelatina al primer registro de los clarinetes; personas que no conoce usted, a quienes no ha saludado jamás, vienen a darle la mano, y se la estre­chan tan cordialmente que le hacen brincar a usted como caucho.

Cuando usted vaya a baile tenga cuidado de qui­tarse los anillos que lleve (si es que usted es hombre de cargar anillos), pues de otro modo corre gran riesgo de que le hagan en los dedos una herida. Un grupo de cacha­cos estaba en la puerta de la sala atisbando lo que había dentro, pero sin atreverse a entrar. Yo, para no hacerme singular, me quedé también en el corredor después de haber sido introducido a la alcoba por la puerta falsa, para que allí dejase mi capa y demás adminículos, y me acerqué a la puerta de la sala, en donde más parecía que se estaba velando un muerto que disponiéndose a bailar.

Page 242: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

241

Había una docena de señoras, parte de ellas en servicio activo, parte en disponibilidad, y otra docena retiradas con pensión; el comandante de este depósito de retiradas parecía ser una vieja majísima que miraba con ávidos ojos a los hombres que había en la puerta, y que estaba empeñada en dar de alta en su depósito a varias jóvenes de las que todavía pueden hacer el ejercicio.

Como yo había ido con intención de divertirme de cuantos modos acostumbro yo a divertirme en un baile, me puse a examinar escrupulosamente cuanto a la vista se me presentaba, y cuanto a mis oídos llegaba. La sala era espaciosa, y la estera, aunque vieja y remendada, habían barrido aquel día. Los muebles no representaba ninguna época, o, por mejor decir, la representaban toda desde el siglo XVII hasta el año de 1846. Había cinco canapés o sofás, de los cuales sólo dos eran iguales, fabricados por el maestro Garay en 1832; los demás, eran c distintas figuras, tamaños, colores y maderas, lo que pro venía de que para aquella función había sido necesario traer a la sala los muebles del cuarto de costura, los do estudio de don Antonio y los taburetes de guadamacil del comedor. Por esta misma razón se veían reunidas en la mejor paz y armonía cuatro silletas de paja desvencijadas, cinco forradas en damasco azul de lana y barnizadas d negro, y seis de guadamacil.

El ropero de pino, que ordinariamente estaba en la sala como mueble de lujo, haciendo juego con una cómoda sin tiraderas, había marchado de frente para el cuarto de Pepa, y dejado un buen espacio desocupado en la sala para la contradanza. El cajón del Niño Dios había quedado sobre una mesa; pero los platos y vasos de cristal que le rodeaban habían marchado para la despensa destinados por el poder ejecutivo a servir la horchata y bizcochos de ordenanza. En jugar de colgadura de papel había un friso pintado con brocha gorda, haciendo unas guirnaldas y flores que mostraban la risueña imaginación del pintor.

De las vigas atravesa­das que ocupaban el lugar del cielo raso pendían dos bom­bas de vidrio desiguales y una guardabrisa, en cada una de las cuales había una vela de sebo. Sobre la cómoda había pomadas, frascos de aguas de olor y copas de cham­paña, que habían quedado francas aquella noche, porque no habiendo champaña que beber, no podían estar de facción en la despensa.

Enfrente de la puerta de la alcoba, que estaba adornada con unas cortinas zanconas de mu­selina blanca lisa con flecos de pelotitas, se presentaba, como un monumento histórico y venerable, la cama ma­trimonial, no ciertamente tan antigua como sus actuales dueños, pues databa del año de 25, pero sí de una cons­trucción maciza y pesada, con gruesas columnas amarillas, talladas bestialmente; parecía un gran sepulcro del orden toscano.

Aquel día la cama estaba limpia y cubierta con una gran colcha de damasco de lana; junto a aquel dichoso tálamo y a la cabecera de él, una imagen de los Dolores, tan dolorosamente mal hecha que daba compa­sión. Por último, y a

Page 243: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

242

retaguardia, los baúles, perchas y demás muebles, que sin duda hacían parte de la función pues se habían quedado allí a la vista de todo el mundo.

Cuando yo asomé las narices por la puerta de la sala no vi en ella sino mujeres que, por lo inmóviles y silen­ciosas, me recordaron la colección de estatuas de los Barreras; todas estaban sentadas en fila como un batallón, todas calladas, todas mirando oblicuamente a sus compa­ñeras de barlovento y sotavento, todas con las manos sobre las rodillas o con los brazos cruzados; a ninguna se le ocurría hablar a su compañera una palabra, decirla que vivía muy lejos, que la noche estaba muy hermosa que en Bogotá hay pocos bailes; nada, estaban como pe­leadas; cualquiera hubiera dicho que era un certamen del Colegio de La Merced, y que las alumnas aguardaban a los examinadores.

Pero a la vista, aquel grupo era muy alegre, demasiado alegre; una tenía traje rosado con adornos verdes, otra traje azul con adornos blancos, otra amarillo, otra verde, otra negro, otra blanco, otra pintado, otra listado, cuál vestía seda, cual muselina, cual zaraza; ésta llevaba manga corta con guante también corto; aquella, manga larga; la de más acá, cotilla; la de más allá cor­piño de cuello; una peinaba sencillamente; otra llevaba un jardín en la cabeza y se había metido las flores y los ramos hasta detrás de las orejas.

A ninguna le había ocu­rrido que la sencillez y buen gusto constituyen la elegancia; que un traje blanco ligero, sobre ser poco costoso, da a la mujer un aire angelical, un aspecto aéreo y fugaz; que un ligero adorno en la cabeza, puesto con gracia, vale más que todos los ricos aderezos y brillantes pedrerías; que una mórbida garganta desnuda es más encantadora que todas las cruces, esmeraldas y cuentas de oro, que sólo usan las placeras y las indias entre nosotros, y las negras en otras partes.

En este punto iba yo de mis observaciones cuando un fuerte redoble de tambor me sacó de mi distracción, y por el pronto me trasladó a un campo de batalla. Como yo estaba preocupado con la idea de que aquella hilera femenil era un cuerpo de línea que estaba aguardando la voz de mando de su comandante, la ilusión vino a ser

completa, y decididamente creí que estaba presenciando una revista de tropas.

Page 244: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

243

...Mujeres que, por lo inmóviles y silenciosas, me recoraron la colección de estatuas de los Barreras...

Todo en mi país se hace al revés, decía yo después del baile: los trastos que debían estar en la despensa y comedor están en la sala de recibo; lo mismo los que debieran estar en la iglesia u oratorio. ¡Un santo cristo en baile es la anomalía más atroz! Los trajes de entrecasa, o el desabillé, se escogen para una re­unión nocturna; las capas que deberían usar las señoras en la calle para precaverse del frío, se usan como adorno en una sala de baile y en el teatro; las niñas se quitan los guantes para bailar y se los ponen para comer; finalmente, la música que debiera estar en una plaza de armas a la cabeza de un ejército, tocando piezas marciales, está en una tertulia, en un corredor estrecho, en una casa pequeña, atronando a los danzantes y al barrio entero. Es verdad que esta música estruendosa favorece a los amantes y es para ellos más suave que el arrullo de la mansa brisa en la floresta, porque al amparo de su ruido tremendo pueden hablar libremente sin ser oídos, como pudieran hacerlo al pie de la cascada del Tequendama; pero para el que no está enamorado, para el que llegó ya a los cuarenta, para el enfermo de la vecindad, para el que vela en la casa contigua, sería más agradable una tempestad, que al fin y al cabo cede de su furor.

[1] Debe tenerse en cuenta que este artículo fue publicado por primera vez en el periódico titulado «El Duende». – L. E.

Al oir el redoble del tambor, que indicaba que se iba a romper el fuego de taconazos y brincos en el primer vals, todos aquellos corazoncitos que se ocultaban bajo las cotillas y corsés comenzaron a saltar con más o menos pre-cipitación, y si aquellos pechos se hubieran vuelto trasparentes en aquel instante, cualquiera hubiera creído estar viendo los martinetes de un piano que suben y bajan con velocidad; pudiendo muy bien compararse a los bajos o graves, que suben rara vez, los corazones de las señoras mayores que allí estaban. Esto no quiere decir que a algunas señoras de edad no les palpite también

Page 245: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

244

el cucharón cuando oyen el redoblante... No por ellas... por sus hijas: el pavo que come la hija se le indigesta a la madre; el pecado que comete una muchacha con ser fea, o con no tener oreja para el baile, se extiende a la madre y su castigo recae sobre ella. Esta no es injusticia de la sociedad, sino de la naturaleza.

Comenzaron, pues, los corazones a bailar capuchinada y valenciana ypolka, como los títeres de octava, y los cachacos a atraversarse, a darse encontrones, a ponerse los guantes, a levantarse el pelo que les cae por las narices a echar carreritas menuditas. Señorita, ¿tiene usted pareja? Señorita, ¿tendrá usted la bondad de bailar este vals conmigo? Señorita, ¿está usted citada? Señorita, ¿está usted comprometida? Señorita, ¿se acuerda usted de su promesa? Señorita, si usted me hiciera el favor... Señorita, si usted tuviera la bondad ... Este es el momento solemne, la crisis, que tal vez decide de la suerte de una joven en todo el resto de la noche; porque es muy raro que la que se queda sentada en la primera pieza no coma pavo hasta el fin, si es que tiene paciencia para aguardarse a ver el fin.

Este es el momento de las sonrisas, de las miradas cambiadas, de los ojos abiertos, de los pescuezos estirados, de los colores idos y venidos, de los sustos, de las congojas, de las tribulaciones, de los temores, de las esperanzas; porque este redoble y este registro por mí bemol producen el mismo efecto que la llamada de cazadores y el toque de atención cuando el enemigo está enfrente y se va a entrar en batalla. Razón tienen las mujeres cuando dicen que nosotros los hombres no sabemos lo que es ser mujer, ni tenemos idea de lo que ellas sufren y padecen. Razón les sobra cuando dicen que la mujer es más infeliz que el hombre, y arman sobre esto disputas y peloteras y escándalos, y hacen gavilla contra un pobre que tuvo la imprudencia de aventurar la contraria opinión, y le ma-notean, y hasta le citan libros. La razón les arrastra cuando dicen que darían cuanto poseen en este mundo por tener calzones (con trabillas, se entiende), y por montar cuando les diese la gana, y bailar, y salir de noche y entrar a los cafés, y al teatro, y visitar, y quién sabe cuántas cosas más. Sí, señor; pero dejémoslas a ellas con su esclavitud y sus faldas, y quedémonos nosotros con nuestros calzones y nuestra libertad; cada uno como Dios lo hizo; y vamos a sacar pareja que ya se enfría el vals y se cansan los músicos.

Yo, que siempre me quedo a los rezagos, por moderación o por simpleza, como lo dirían otros, me acerqué a una joven de 27 que se había quedado recostada sobre el brazo de un sofá, haciendo lámina, y la apostrofé en los términos acostumbrados; aceptó, se puso en pie, y comenzó a dar vueltas conmigo de un modo no muy desagradable. Se conoce (dije para mí, que a ella no se lo hubiera dicho), se conoce que ésta pertenece a la generación que declina, y que se ha criado con el vals del país y educado con la capuchinada; si fuera alguna saltona

Page 246: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

245

de quince, seguro está que se conformaría con bailar despacio, como nosotros los del tiempo de Colombia.

El vals duró diez minutos... ¡qué diez minutos! ¡Dios mío! diez siglos de purgatorio (confianza en Dios), nos van a valer a todos los que bailamos aquel anárquico vals. Una pareja tumbaba cuanto encontraba por delante; otra tiraba coces como los muletos cuando salen del corral, y al infeliz que cogían con el tacón le dejaban un cardenal más grande y más colorado que el cardenal Lambruschini; otra se llevaba de un resbalón media sala y seis muchachos; porque en medio de aquel tumulto había cuatro o cinco parejas de arte menor, que servían como de cuñas en los huecos que dejaban los grandes, o como el cascajo en los empedrados, y que brincaban como quienes eran.

Aquí que no peco, decían estas abreviaturas o apoyaturas humanas, estos pedazos de gente que deberían estar durmiendo en vez de estar bailando, y brinca que brinca, que no había más que ver; y aunque las patitas de estos dan-zantes microscópicos no fuesen tan grandes ni pesadas como las de cualquier animal que baila, no dejaban por eso de hacer todo el daño que podían, lo mismo que los coditos que nos andaban hurgando a todos por las corvas, pues se ponían la mano en la cintura. ¡Que bailen los muchachos entre los viejos!, decía yo; ¡pero qué tiene de extraño, si esos viejos se vuelven muchachos!, ¡si brincan como potros!, ¡si bailan capuchinada! En los bailes distinguidos, decía yo, en los bailes de buena sociedad está proscrito ese resbalón indecente y de mal gusto, y una señorita bien educada no baila ya de esa manera.

En fin, se acabó el vals. Un rumor general se extendió por la sala, proveniente de las galanterías, agradecimientos y contestaciones de las respectivas parejas. Cuál era el hombre más feliz, cuál había pasado el rato más agradable de su vida, cuál esperaba tener el gusto de volver a bailar con la que conducía a su asiento; en seguida los hombres se reunían en corro en el centro de la sala, como los soldados para hacer el rancho en campaña, más animaos, más decidores, más espirituales; mientras que las señoritas volvían a reunirse y apiñarse en los sofás como las ovejas, que buscan siempre a las de su especie.

En estos bailes no sucede como en los de buen tono, en que los jóvenes, finos, galantes y bien educados como son, se acercan a las señoritas, se sientan junto a ellas, conversan de cosas indiferentes, en voz alta o inteligible, las llevan de brazo de un lado a otro, las ofrecen lo que pueden necesitar; y ellas los reciben con afabilidad, con semblante risueño, pero sin coquetería; responden a sus preguntas, hablan con ellos amistosamente, y nadie condena semejante conducta, como que ella es inocente. Pero en estos bailes, no, señor: se va por bailar, y nada más que por bailar, por conversar en el baile, por el placer brutal de brincar estropearse la figura y entrar en calor; no se va a buscar los placeres de la

Page 247: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

246

sociedad, los goces de la civilización; se va a beber brandy, se va a ostentar una educación poco culta y poco esmerada, y a hacer alarde de una ordinariez inaguantable.

En este primer entreacto tuve ocasión de examinar despacio las varias figuras masculinas que se presentaban en aquella farsa, así como en los entreactos del teatro se pone uno a mirar las fantásticas figuras del telón, después que ya sabe de memoria las de los palcos. La mayor parte de aquellos sacerdotes de Terpsícore eran jóvenes imberbes, que no pasaban de los veinte, y viejos que por sus modales y su figura a cualquiera hacían creer que también eran jóvenes, siendo así que pasaban de los cuarenta, que muchos de ellos eran casados, y que algunos tenían hijas que estaban bailando.

Nuevo motivo para adherirse a la opinión de las mujeres acerca de su infelicidad.

Los vestidos que llevaban eran tan variados y caprichosos como sus dueños. La mayor parte iban de frac negro o azul, pero no faltaban algunos verdes, morados, etc.; y tampoco faltaba una u otra levita, uno u otropaletot que también bailaban contradanza. Uno llevaba chaleco blanco, otro lo llevaba negro, otro colorado, otro verde, otro de cien colores; éste de seda, aquél de lana, el de acá de marsella, el de allá de terciopelo; cuál recto, cuál de solapa, cuál a la Luis XV. Otro tanto sucedía en el ramo de corbatas. Los guantes eran un assortiment com-

plet; veíanse blancos (aunque pocos), amarillos, acanelados, ¡negros! Sí, señor, guantes negros en un baile... en donde hay trajes blancos, encajes y cintas delicadas que se marchan; en cuanto a la calidad, veíanse también de moutton, de ante, de hilo de Escocia, de lana, de seda, etc. Qué calzado llevaban, no hay que preguntar: bota fuerte, por supuesto, la mayor parte sin barnizar, y con unos tacones que más parecían zuecos.

El segundo acto fue de contradanza. Después del redoble de ordenanza, que es, como si dijéramos, el primer pito, comenzaron a tocar La puñalada, y puedo asegurar que me cosieron a puñaldas aquellos malditos clarinetes y aquella infernal trompa, que estaba medio punto más alta, y aquel flautín que era un término medio entre los clarinetes y la trompa; en cuanto al redoblante lo único que puedo decir es que, aunque yo jamás he padecido tucutuco, ni lo permita Dios, aquella noche supe lo que era tal enfermedad, pues parecía que tenía en el estómago una fábrica de tejidos, o un molino de agua.

Al rrrrrrr del tambor los soldados que estaban descansando, corrieron a formarse y alinearse en la mitad de la sala; pero es el caso que todos querían ser los primeros y estar a la cabeza de la compañía; y para conseguirlo, atropellaban cuanto encontraban por delante, pisaban, codeaban y alegaban por su puesto como pudieran hacerlo en el patio de un colegio. - Yo estaba aquí. -

Page 248: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

247

No, señor, que era yo. - Que Fernando me seguía. - Yo estaba arriba de Fernando. - Yo era segunda pareja. - Yo era tercera. - No, señor, que era yo. - No hay tal, que a mí me había cedido el puesto García... A todo esto, en la cabeza se había armado otra disputa entre un joven que en todos los bailes quería poner todas las contradanzas, y la echaba de un bailarín consumado, así como de un espadachín temible; y un casado que tenía pretensiones de soltero, y se creía un Adonis, y a todo trance quería poner la primera contradanza con Julia, y lucirse haciendo mil piruetas con los pies.

Estas disputas ocasionaron gritos, palabras descompuestas, amenazas, y por último un desafío para después de la contradanza. ¡Bravo! dije yo; el código de los bailes de Bogotá es el código más liberal, porque cada uno hace en ellos lo que le da la gana. Por fortuna yo me disponía a ver los toros desde lejos, pues aunque me había acercado a una niña de traje acanelado, para citarla, creyendo que no tenía pareja, me contestó ella con mucho desenfado: «voy a bailar con mi primo Antonito». ¡Hola!, exclamé para mis adentros, conque esta baila con sus primos!, ¡y bailará con sus hermanos! por supuesto ¿Qué tiene esto de extraño! ¿No conozco yo maridos que bailan con sus mujeres, hijas que bailan con sus padres? Don Atanasio nunca baila sino con su querida mitad, como él dice; don Frutos no baila sino con sus dos chicas. En fin, me resigné a comer pavo porque ya otras jóvenes a quienes me había dirigido me habían dicho: «tengo pareja hasta para la sexta contradanza» «¿y para los valses?», «tengo hasta para el octavo».

Muy bien. Me senté junto a una mamá, a quien todos venían a preguntar: ¿por qué no baila usted?... ¡Infeliz mujer! ¡Qué había de responder!... Porque no me sacan, o porque soy vieja... Los que hacen semejantes preguntas, son bárbaros que no saben lo que hacen; a una mujer jamás se le pregunta por qué no baila; se la saca a bailar.

Me instalé, pues, junto a mi mamá (es decir, no era mía), y tijeretazo por allí, tijeretazo por allá, nos dimos forma de pasar el rato, departiendo en sabrosa plática, haciendo un corte de mangas a cada prójimo que pasaba por delante de nosotros. ¡Qué lengua tan brava, Virgen Santísima!, yo mismo tenía miedo de aquella mamá, que donde clavaba la sin hueso levantaba ampolla.

Al cabo de una hora mortal y un cuarto, concluyó la dichosa contradanza, verdadera contra-danza que, contra todas las reglas del buen gusto, se componía de figuras tan arrevesadas y difíciles que a la segunda vuelta ya todas las señoras estaban despeinadas, los broches reventados, las jaretas flojas; a una se le torcía un brazo, a la otra se le caía una peineta, a otra se le enredaban los rizos con los botones de las casacas, a otra le zafaban el zapato con los tacones. ¡Cuándo se bailarán contradanzas sencillas y elegantes!, decía yo... ¡Cuándo dejarán de

Page 249: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

248

obligar a una joven a que pase su linda cara por debajo del sobaco de un hombre, y que éste se vea precisado a tocar cosas que no debiera tocar!

Después del segundo intermedio vino la primera copa, y en seguida otras dos, y acto continuo otra docena; todo esto en la bodega, como llaman el comedor los cachacos, o el lugar donde está el brandy. No hay lugar más delicioso en estos casos que el comedor; allí son los brindis, por allí se atraviesan las niñas de la casa con sus amigas, por allí andan las criadas propias y las ajenas; allí se explayan los ánimos, se escita el numen, se estrechan las amistades, se luce el ingenio.

Acto 3.° - Polka por alto, polka por bajo, polka de perfil, polka en escorzo, polka en perspectiva, polka en relieve, polka de bulto, polka romántica, polka clásica, polka de Paquita, polka neblina... El lector perdonará, o más bien agradecerá que no le hable más de polka.

Las once y media serían cuando sentí ruido en el corredor de la casa, y altercado de voces; acerquéme a ver lo que aquello podía ser, y me dijeron que era un desafío; por lo pronto me acordé del de la contradanza; pero me dijeron que era uno nuevo, originado de una equivocación. En efecto, un joven de los que ya habían matado la culebra con veinte o treinta lapos, estaba hecho una verdadera culebra contra otro de patilla recortada, y el motivo era éste.

El de las patillas había ido a sacar para la última contradanza a una joven; ésta se había comprometido con él, sin acordarse de que ya tenía pareja; llegó la hora, vino el primero y al tiempo de salir llegó el segundo; ¿qué hacer en este caso?, ¿con quién bailar?, con el primer citador; así se hizo; pero este era primo de la niña, y el otro creyó que era cubilete para deshacerse de él, por lo que, para vengar su agravio, resolvió decirle en su cara con la mayor franqueza: Señorita, usted es una malcriada. El primo, que lo oyó, saltó a la arena; trabáronse de pa-labras, se amenazaron, el desairado se sostuvo en lo dicho, y se citaron para después de la contradanza. Cuando yo salí al corredor estaban arreglando este negocio; o por mejor decir, no eran ellos: era... el brandy el que lo arreglaba.

Inmediatamente tomé mi sombrero y mi capa y sin despedirme de nadie bajé la escalera; porque me aprecio demasiado a mí mismo para consentir en ser testigo de semejantes escenas. La puerta estaba cerrada y no podía salir... ¡Viva la libertad!, exclamé; esto se llama buena sociedad, buenas costumbres, amabilidad para festejarlo a uno: beba usted; emborráchese usted; trasnoche usted; no haga usted su gusto, sino el nuestro; enférmese usted; muérase usted... Al fin apareció la llave después de mil vueltas, y de haberme enseriado yo formalmente y dicho cuatro frescas a mi amigo don Antonio, que así me convidaba para encerrarme como a un criminal; y salí renegando de estos bailes que no son bailes ni tertulias;

Page 250: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

249

a donde va tanto joven sin cultura, tanto viejo sin delicadeza; a donde las casas se convierten en cárceles y los convidados en cubas; donde hay más niños que gente; donde la señora de la casa se atraviesa cada momento con el niño de pechos que llora, con el más grandecito que grita, con las criadas que apestan, y en fin, a donde no va un hombre racional a divertirse sino a padecer y sufrir.

Page 251: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

250

UN DIA DE SAN JUAN EN TIERRA CALIENTE Por David Guarín

Sería ya más de media noche y yo no había podida dormir, porque sonaban más tamboras que casas había en el pueblo de E . . .

Como era la primera vez que salía de Bogotá me hallaba poco ducho en buscar posadas y me quedé en la primera que encontré; ésta era de una vieja ochentona y con mas arrugas que pelos tiene un cuero, mas sorda que quiere no quiere oír; la nariz de pico de águila y la barba puntiaguda estaban tan vecinas, que eran necesario conjeturas o cálculos matemáticos para adivinar dónde estaría la boca, que era como una cortadura; un colmillo creo que le había quedado para atestiguar que en un tiempo había tenido con qué morder.

Pero antes de todo les haré una súplica a mis lectore y es que me perdonen el no poner disparates en letra bastardilla como se usa ahora, porque entonces tendría que subrayarlo todo.

Serían, como les he dicho, mas de las doce de la noche cuando admirado de oir por la calle tantas tamboras tiples, gritos y cantos, llamé a mi casera:

-¡Patroncita.. . patroncita! ¡patroncita! Después algún tiempo, respondió:

-Señor

-¿Por qué será que hay tanta gente por la calle y no dejan dormir?

-Porque hoy es 23 de junio, señor.

-Linda razón, dije yo; pero ella que comprendió que yo no le entendía, me volvió a decir:

-Porque mañana es 24, día de mi padre señor San Juan.

-¡Sí esta es la víspera qué será el día! ¿Y, por qué empezará la fiesta desde esta noche?

-Porque ahora se van a bañar: ¿no sabe que el señor San Juan se baña esta noche en todas las aguas del mundo para bendecirlas?

Me pareció tan extraño oír decir que a esas horas se iban a bañar, que no pude menos de reirme; pero la abuelísima siguió explicándome cómo era que bailaban hasta media noche y después se iban al baño todos, hombres y mujeres en parranda; que volvían a la madrugada y seguían bailando hasta que amanecía.

Page 252: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

251

Yo no sabía nada de eso, porque era la primera vez que salía de mi casa y allá no había leído sino novelas y periódicos, y éstos raras veces dicen algo de nuestras costumbres, y si a veces los literatos hacen alguna cosita, buscan asuntos en otras partes: todo a la europea.

Al día siguiente, a las cinco de la mañana, empecé a sentir carreras de caballos y gritos de «¡San Juan!» Me levanté, no muy temprano porque estaba trasnochado, me bañé la cara, me saqué bien la carrera, porque era una de las cosas en que me esmeraba más, me amarré bien la corbata, me calé el sombrero un si-es-no-es a la izquierda y me fui a parar a la esquina de la calle que me pareció más pública porque era la más ancha. Allí, con ese aire de orgullo del recién llegado, me preparé a hacer mis observaciones, pareciéndome que toda la atención la llamaba mi persona y que yo era el único blanco de las miradas de todos, en particular de las calentamos. Si alguno me saludaba, yo le contestaba con una ligera inclinación de cabeza y con un modito entre sí es o no es afable o desdeñoso.

Las carreras, gritos y tropeles se aumentaban a cada instante, así como mi orgullo se disminuía, porque empecé a ver que nadie me miraba. Entonces vi que esas gentes son las únicas que se divierten, y ese día vi desmentido el refrán de que «no pega San Juan en yegua»; porque no se paran en saber si es yegua o caballo, macho o burra lo que importa es que corra y sea lo que sea. Había su: distinciones, por supuesto, porque la verdadera igualdad no se ha podido establecer ni en las democracias. La generalidad de los jinetes iba montados en gordos caballos, de paso y lustrosos; pero antes que se me olvide, le: diré que el gusto de los calentamos consiste en templar la rienda y hacer que el caballo baile en dos patas, mientras que ellos gritan: ¡Santa María! Con un calentano que les describiera quedarían todos, porque si alguno usa silla, zamarros, espuelas, todos esos adherentes que lleva mos por aquí, no por eso deja de ser una excepción entre los suyos; todos montan en un fuste a medio forrar y para ablandar el asiento le ponen unos cueros de oveja; todo; usan estribos de aro y algunos de ellos son de un cacho y rejos; el más rico usa espuelas de plata, pero pegadas a puro calcañar; ninguno se pone zamarros, ni ruana; si llevan una camiseta, esa va por delante, en la silla.

Ah tienen ustedes: lo que sí llevan todos es un machete metido por debajo de la coraza de la silla y cuya punta y manija con ribetes de plata, dan indicios de la calidad del señor que lo lleva; y de los cotudos no hablemos, porque, que unos sean más y otros sean menos, eso no quiere decir que no lo sean; para qué es quitarles nada. Me dirán ustedes que no todos los que van en esas parrandas son así como he dicho, que hay muchos buenos mozos y bien montados Vaya, vaya; si quisiera describir otra clase de gente que no fueran los calentamos netos, entonces me metería a una plaza de toros en un pueblo de la Sabana y verían qué figuras tan bizarras las que me salían. Lo mismo sucede con las mujeres: ¿por

Page 253: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

252

qué no he de decir que todas usan pañolón colorado o azul, que tienen camisas muy bordadas y enaguas de fula con su arandela al pie, y que unas montan en silla como hombre y otras en sillones colorados con galones blancos y cantoneras de plata?

La concurrencia se aumentaba cada vez más y más; ya no se veía en las calles sino una nube de polvo y al fin tuve que convencerme de que no solamente nadie se fijaba en mí, sino de que yo era un estorbo para mí mismo, porque a ellos poco les hubiera importado llevarme por delante a los gritos de ¡San Juan! Me metí en el hueco de una puerta cerrada, para seguir haciendo mis observaciones, mientras que pasaba la caballería. Si las gentes de a caballo estaban de humor, las de a pie, no lo estaban menos; las calles estaban cuajadas y apenas habría uno que no tuviera su tiple, tambora o alfandoque. Una de las cosas que noté en las mujeres era que muy pocas había que no tuvieran zarcillos, gargantilla y rosario de oro. Y aquel su modo de andar meneándose todas y aquel su desabrido «maluco» con que le corresponden a quien les dice una palabra, me chocaron tanto, que llegué a pensar que jamás simpatizaría con aquella gente; sin pensar en que Dios lo castiga a uno con aquello que menos se quiere, menos con la plata, que cada día la aborrezco más y nada que me castiga con ella.

Por variar de escena, y seguir paso a paso todas aquellas costumbres que me parecieron tan bárbaras, por no ser los paseos en ómnibus, las tertulias y el teatro, únicas diversiones de que disfruta un cachaco moderado en Bogotá, me eché a pasear a lo largo de una calle y donde vi bastante gente, una que entraba y otra que salía, allí me entré. Ahora me dirán que fue a alguna casa de juego. No, señores, que la escena no pasa en Bogotá; fue a una venta. ¿Dirán entonces que me entré a tomar? No, señores, no estaba en los portales; si entré allí fue a observar, sin tomar nada; así hacemos los críticos de costumbres. Pero si la calle era un mar agitado de gente, la venta no dejaba de ser un hormiguero, en donde unos tocaban, otros cantaban y tal cual que relataba largas aventuras con aquell verbosidad y elocuencia que da la chispa, tenía entretenido al auditorio, porque nunca faltan majaderos que celebre las gracias de un tonto. Entre tantos grupos había uno qu me llamó más la atención; era un hombre con su hija ; un allegado, cosa que nunca falta a las hijas de Eva, el cual le prodigaba mil floreos a su modo.

Este tal era un hombre, que empezando desde su cabellera casi colorada hasta sus grandes pies forrados en unos enormes zapatos, todo él era un solo contraste, o un pasquín ambulante la raza humana, como dijo Deidamo; su frente era angosta y sumida, la nariz tan ancha y aplastada como si s sentaran en ella; los ojos eran azules y encontrados de manera que para mirar, tenía que volver la cara par otro lado; nunca hubiera adivinado lo que aquel hombr sentía por lo que él mostraba en su cara, pues, si los ojos casi siempre son la expresión del sentimiento, como se ha visto, los tenía de tal manera trocados que nada se podía

Page 254: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

253

leer en ellos. Una cortada en el lado izquierdo que le atravesaba un carrillo, le hacía los honores de un antiguo soldado o de salteador; tal era su cara.

Ademá era tan jorobado que parecía haber vivido debajo de un carga; las dos piernas eran cortas y abiertas y con los talones unidos, de manera que el hueco que quedaba entre una y otra pierna era un óvalo perfecto. El tal marchante recostado detrás de una puerta daba seguro descanso a su persona, la que a pesar de eso, se le iba para un lado otro, pues no tenía alientos ni para escupir. La otra persona era una muchacha, con su pañolón colorado, camisa de arandelas bordadas con seda negra, su correspondiente rosario y gargantilla de oro y enaguas azules; un son brerito de murrapa con su cinta ancha daba fin al traje de la graciosa calentanita. El tercero era alto, derecho seco como un varejón; vivaracho como una pólvora, de ojos chiquitos y bailadores y de boca inquieta, porque no se callaba, y para dar a entender que no era majadero hablaba de todo y mucho. El bizco y la muchacha haría tiempos que estaban en requiebros amorosos (de parte de él, porque ella se reía), cuando yo llegué.

-Orirú sa, me dijo el bizco, tocándose el sombrero, y yo que estaba recién salido del colegio, le contesté, sin correrme:

-Comaan sabá... Uno y otro quedamos satisfechos con nuestro saludo y ninguno de los dos supimos lo que nos habíamos dicho. El padre de la muchacha luego que nos oyó, le dijo:

-¡Eh!, ¡mire cómo el cachaco sabe hablar en lengua! Entonces me le arrimé y le pregunté pasito: ¿quién es este señor?

-Es el señor que está herrando en el pueblo, y es de la extranjería.

-Entonces herrará que es un primor, ¿no?

-¡Ah, señor!, si ellos lo saben hacer.

Ya iba volverme a hablar en idioma el hombre tuerto, cuando la calentanita le dijo no se qué, y le llamó la atención con su cara de relámpago, como decía él. Efectivamente, la muchacha tenía una de aquellas caras que juegan con el corazón de quien las contempla: un cielo azul en un día de verano con las nubes escarmenadas y esparcidas aquí y allá, era menos risueño que su cara, que sembraba la esperanza en el corazón y hacía asomar la risa del placer a los labios; pero de repente se quedaba tan seria y tan imponente que hacía contristar el ánimo y retroceder la esperanza que un momento antes había nacido bajo una sonrisa seductora. Era el relámpago que alumbraba en una noche de tormenta, para dejar después al viajero sumido en la duda y en la oscuridad... ¡Pero malhaya sea!, ya me sentía romántico cuando no quería; aunque viéndolo bien, todo en

Page 255: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

254

esta vida no es otra cosa; la vida misma no es otra cosa que un paréntesis o una digresión en grande; jamás hacemos lo que debiéramos, y si hacemos algo, es como por mientras tanto; piensen bien lo que les digo y verán.

Cuando salí de esta venta fuí a, pararme en otra esquina a ver pasar aquellos jinetes, que corren con la barbaridad más grande del mundo. Frecuentemente vienen a todo escape pelotones de veinte o treinta, a tiempo en que de otra calle desembocan otros tantos, produciendo el contrones violentos y caídas peligrosas. Otros más pacíficos vienen con tiples, alfandoques, panderetas, tambora y cantando aquellos bambucos y bundes que sólo en tierra caliente se oyen; los caballos de estos músicos ambulante parece que comprenden la misión que llevan y camina tan despacio como el jinete lo necesita para llevar el compás de su tiple.

Medio distraído con la música y los cantos de los que pasaban ya a pie, ya a caballo, consideraba cuán distinta son las costumbres de un lugar a otro, y cómo los regocijos populares sirven muy bien de medida de la civilización de los pueblos. Los romanos, por ejemplo, antes de la era cristiana, tenían espectáculos de fieras que luchaban con un hombre; de gladiadores, en que los gritos de agonía de vencido regocijaban al espectador y aumentaban el triunfo del vencedor; y los españoles y nosotros, tenemos todavía la corrida de toros a la mitad del siglo XIX... En esto pensaba yo cuando un golpe brusco dado en el hombro me hizo volver a mirar inmediatamente.

-Señor, me dijo el hombre que me hizo tal cariño.

-¿Señor?, le contesté.

-¿Por qué no monta?

-Porque no tengo en qué.

-Camine a casa y yo le doy.

Después de este diálogo tan lacónico como el de dos espartanos, me fui tras de mi hombre pensando en la franqueza de esas gentes y admirando la generosidad d aquellos hombres que en ese día no piensan sino en qu todos se diviertan. Habíamos andado una cuadra, cuando me preguntó: ¿Usted sí se sabrá tener, no?

Tal pregunta me puso en el embarazo de no saber qué contestarle, porque o me acreditaba de cobarde o me exponía a montar en un potro probablemente; pero al fin venció el orgullo y respondí:

-Por supuesto, con tal que no brinque el animal en que yo monte.

Page 256: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

255

Se rió el picarón de mi hombre, y dijo: pues ese caballo que le voy a dar era manso, pero hace mucho que lo tenemos engordando, y quien iba a montar en él se arrepintió. Llegamos a la casa, y desde la puerta lo alcancé a ver amarrado debajo de unos mangos. Me le acerqué y vi que era alto, gordo, fornido, lustroso y de color castaño, el ojo vivo y de mirada alegre, nariz ancha y orejas pequeñas; no permitía que se le acercara nadie. En tanto que yo lo contemplaba sacó mi hombre con qué ensillarlo y me dijo:

-Esta silla es nuevecita, nadie la ha estrenado todavía.

-Peor para mí, le contesté, porque tendré que amansar silla y potro.

Para ensillarlo empezaron por taparle los ojos y sobarle el lomo hablándole quedo; pero aquel animal parecía nervioso, porque cualquier cosita, cualquier rejito que le tocara lo hacía fruncir y de vez en cuando bufaba como un toro que embiste. Por fin lo ensillaron, quitaron los estorbos que había en el patio, y a los chiquitos de la casa los llevaron para adentro, no fuera a ser que los atropellara; un hombre lo cogió de la jáquima bien cerca de la quijada y otro estaba pronto para tener el estribo, cuando Don no sé qué, porque nunca supe cómo se llamaba mi, protector, me convidó para que fuésemos a la sala. En el camino le pregunté por los zamarros y él me contestó: Eso no usamos nosotros; espuelas sí hay, pero ojalá no se las ponga.

Cuando entramos a la sala,

-Aquí te traigo el cachaquito para que me le des un trago de pechereque, le dijo a su esposa, que era mujer ancha, espaldona y con un abdomen que al reirse se movía como una gelatina; cada una de sus palabras e un grito y cada carcajada un estruendo.

-¿Usted es quien va a montar en el potro?, me dijo midiéndome con una mirada de pies a cabeza.

-Sí, señora, le contesté con calma.

-Pues entonces, téngase.

-Eso pienso, mi señora.

Pronto estuvieron llenas dos copas de un aguardíer tan puro que hacía escupir al verlo, y sin brindis ni ceremonias nos lo acomodamos entre pecho y espalda, ¡manos a la obra!

Page 257: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

256

No hubo novedad mientras montaba, y por lo que hace a mi figura no acierto a decir cómo quedaría, pero supongo que los calzones ajustados se irían a las rodillas, dejando al descubierto las medias y los botines. Un muchacho cabestreó el caballo hasta la puerta entre si brinco o no brinco, pero como en la calle había una multitud de gente que esperaba tan sólo para ver quién era el que montaba en semejante animal, cuando los muchachos vieron mi encogida figura y el caballo con las orejas arriscadas y la cola fruncida, gritaron:

-Téngase de atrás; las mujeres: ¡mírenlo cómo viene y los calentanos: ¡San Juan! Con esto y un lapo que dieron, el tal caballo salió corriendo como la ira mala. Todos me gritaron: ¡téngalo!, pero yo no tenía manos con qué hacerlo, porque la una era para la cabeza de silla y la otra para el sombrero. Cuando el animal sintió sin quien lo manejara, cuando los estribos (que muy pronto perdí), empezaron a golpearle los ijares, entonces sí que perdí la esperanza de salir con vida. Nadie lo pudo contener y unos gritaban: ¡uiste!, otros: ¡arre!, todos 1o espantaban, ninguno hacía por contenerlo, por done quiera que pasaba cerraban las puertas y otros las abrían para ver correr aquella furia. Por fin empecé a perder el sentido y al principio vi niebla, después no vi nada y, adiós...

Me contaron después que el caballo había dado vueltas por todas las calles y que viendo que no era posible contenerlo y temiendo que se estrellara conmigo, habían resuelto enlazarlo de cualquier manera; los rejos, según me dijeron, llovieron sobre mí; de eso sí pude dar razón por las peladuras y cardenales que me quedaron. Y fueron tantos los enlazadores que sobre mí cayeron, que uno me echaba un chambuque al pescuezo, otro a la cintura, uno enlazaba el caballo, otro caballo y jinete, y todos tiraban, y ninguno aflojaba, como si yo fuera el tesoro. Después que pudieron sujetar el caballo me desenredaron y dicen que les costó un trabajo inmenso soltarme las manos de la cabeza de la silla, como si fuera contrato con el gobierno. Cuando volví en mí estaba en una venta rodeado de una multitud de gentes que jamás había visto, y como todos se interesaban tanto por mi salud, lo primero que hicieron cuando abrí los ojos fue darme aguardiente, es decir, hacerme perder otra vez la cabeza.

El dueño de la venta, que parecía un canónigo en traje de entre casa, dijo que no me volvieran a hacer montar en ese caballo y que él daría uno manso. Era este sujeto de estatura regular y cilíndrica; cualquiera diría que era una pipa con cabeza; pero como es necesario hacer justicia, diré que, si por la frente se mide el talento, este hombre era la inteligencia personificada, pues le empezaba desde más atrás de la coronilla; en una palabra toda la cabeza se le iba convirtiendo en frente; la nariz era arqueada, los ojos pardos sin cejas y sumidos entre dos enormes carrillos, que, agobiados por la gordura, caían más abajo de las mandíbulas como caen los labios de un perro dogo.

Page 258: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

257

El caballo que me tocó en suerte era el reverso de la medalla del otro; así debiera sucederles a los que se casan después de haber perdido una buena mujer. Mi caballo era rucio mosqueado, chico y tan flaco que en él se hubiera podido estudiar anatomía sin necesidad de quitarle el cuero; tenía lá mirada lánguida y la boca como la de los que están conformes con su suerte, es decir, con el labio inferior más largo que el otro y en continua convulsión, como si buscara consonante. Pero, eso sí, era animal que no necesitaba de espuelas, porque lo mismo se le daba de que se las arrimaran que de que no se las arrimaran.

II

Ya eran las doce del día más hermoso del mes de junio, cuando los hombres empezaron a reunirse para ir a sacar a las señoras. La banda de músicos, presidiendo el paseo, hacía alto en cada casa de donde había que sacar a alguna de aquellas, a los gritos de «¡San Juan!», con que todos la recibían.

Todas las señoras montaban en briosos caballos y la mayor parte de ellas tenía enaguas blancas largas, y jardineras de merino azul o verde ajustaban sus talles flexibles y delgados; muchas llevaban capas y alguna que otra iba con el traje de pura calentana. De una de esas casas salió un sol; un sol era según quemaban sus miradas. Montaba un caballo bayo naranjado, alto, gordo y muy proporcionado en sus formas; pateaba el suelo orgulloso con su carga (miento, que era tercio), tenía una obediente inquietud que lo hacía no estarse quieto en tanto que su dueña lo contenía; en su cuello arqueado que alargaba alternativamente ya hacía una, ya hacia otra de las rodillas como para limpiar la espuma del freno, tenía crin blanca y brillante que le caía del lado izquierdo, haciendo ondas en las que brillaba el sol; la cola, que dejaba a merced del viento cuando corría, parecía una pluma y en el movimiento airoso de las manos parecía mostrar el orgullo de quien comprende que lo que hace está bien hecho.

La señorita que montaba en este hermoso caballo se llamaba Rosa, y bien lo era por su frescura, sus colores, su belleza y también por sus espinas; ¡qué agudas eran!, todavía siento sus punzadas. Supóngala, mi querido lector, tan amable como un niño, y con la risa de la inocenciaque asome a sus provocativos labios, sin que caiga en cuenta de que sus ojos dejan una herida donde quiera que se fijan; que hieran sin querer; no le ponga más adorno que la sencillez y una camisa bordada de sedas de colores, tan blanca y fina «que las formas virginales del seno dibuje y guarde»; ahora, imagínela con el cabello estudiosamente abandonado por los hombros y con bucles negros que oscilen a los latidos de su corazón o al menor movimiento de su inquieto caballo; y por último, póngale un sombrerito negro con dos plumas y lazos de cinta color de cereza, que unas veces floten libres y otras vengan a acariciar sus rosadas mejillas, y tendrá usted, mi buen lector, una idea de lo que era la encantadora Rosa.

Page 259: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

258

Después que estuvimos todos a caballo, empezamos a recorrer las calles entre mil gritos, músicas y cantos hasta que salimos a un inmenso llano para ir al río, y aquí fueron mis apuros, porque mi caballo, aunque sonaba como una tambora al repique de mis calcañares, no se daba por entendido de que muy pronto nos dejarían atrás. Viendo que ni los gritos de «¡San Juan»!, los cohetes, los latigazos y ni aun las copas que yo tenía en la cabeza lo hacían correr para alcanzar a la del caballo bayo, determiné echarme a pie y dejar entregado a ese infeliz a su triste suerte; pero viendo esto uno de los de la comitiva, hizo desmontar a uno de sus hijos y me dio el caballo. Entonces sí que no dejé a quien no atropellara, con quien no apostara a las carreras, ni dejé traje que no rompiera con los estribos, en una palabra, corrí como en caballo ajeno.

Ese llano por donde pasamos es de los más pintorescos que he visto en mi vida. La inmensa esplanada está rociada de casitas donde el sonoro plátano convida a gozar de la sombra que brindan sus anchas hojas, donde los naranjos y limoneros, unos cargados de flores y otros de frutas, recrean la vista y el olfato, y donde de entre espesos y cargados mangos se levanta la palma con su plumaje de dengosas hojas que se dejan mecer a los soplos de la brisa como se mueve el talle de una mujer para hacer un desdén. En todas esas casitas tenían precisamene un gallo colgado de las patas con la inocente intención de quitarle la cabeza, como hicieron con San Juan. ¡Dies iroe!, para los gallos y las gallinas también.

Pasamos ese llano a la carrera, visitando todas esas casas, donde el saludo era un grito de «¡San Juan!», y después una copa de aguardiente. En seguida empezamos a entrar a una vega de árboles coposos y tupidos que formaban una techumbre de verdura sin que en el pie hubiese ni una zarza que impidiera el paso. Ibamos despacio gozando de aquel espectáculo tan agradable, cuando de repente vimos el río! ... Parecía que acababa de abrirse paso por entre esa vega, porque de un lado y otro venía besando los troncos de los árboles y las gramas de la orilla, que se arrimaban hasta mojarse en las primeras olas. Este río, aparentemente quieto y silencioso, como el semblante de quien quiere ocultar la pasión que lo domina, copiaba en su seno las ramas de los árboles, que se alargaban como para mirar su imagen en el fondo de las aguas, antes que algún soplo rizase la superficie, así como un recuerdo agradable arranca una sonrisa que apenas asoma y muere. En este momento me olvidé de todo para contemplar aquella escena de que apenas tenía una idea.

Yo no había oído la brisa que acompaña a los ríos y que unas veces parece dormida sobre la corriente y otras se levantan a las ramas de los árboles para mecerlas y arrancarles las hojas que caen y siguen a su pesar el curso de las aguas, como caen las horas en el pasado para no volver. Yo no había visto la golondrina que viene rastrera sobre la superficie del agua, que moja su pecho y se

Page 260: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

259

alza a su nido para amasarlo con el agua que lleva embebida en sus plumas, y meditaba en todo esto, cuando desperté al grito universal de «¡San Juan!», y «¡San Juan!», grité yo también para volverme a mezclar en aquel bullicio. Ambas riberas estaban llenas de gentes de todas clases: unos debajo de enramadas, otros debajo de los árboles, y muchos debajo de toldos, y en todas partes ardiendo la hoguera en que se preparaba la comida para después del baño, y en todas partes los chuzos con pollos ensartados. Día terrible, vuelvo a decir, ¡para el linaje gallicáneo!

Apuros de otra clase fueron los que tuve a la hora del baño, porque por allá es más fácil que muchos no sepan persignarse, que el que una mujer no sepa nadar. Ese día serví de diversión a todos, porque cuando me vieron preguntando dónde sería menos hondo, hasta los muchachos querían cogerme por su cuenta entre el río.

Después del baño empezó la música y dimos principio al baile. Yo no sé si en los grandes salones y en medio de las riquezas haya un instante siquiera que de idea de la felicidad y de la inocente sencillez de que se goza en escenas de esta naturaleza. Allí, sin más techo que las hojas de los árboles o el mismo cielo con su hermoso azul que no tiene una nube que cruce a esas horas el espacio, sin más alfombra que la grama o la ardiente arena; por un lado la vega, que entre el follaje y los troncos oculta cierto misterio que parece que convida a gozar o que «a los hurtos de amor brinda», como dice Saavedra, y por otra parte el río que pasa torciendo su paso como para entretenerse un poco más y gozar de aquella alegre fiesta; allí, digo, hay encantos que no han saboreado nunca los de las grandes ciudades y los ricos salones donde impera una tirante cortesía. Yo quisiera dar una idea a mis lectores de lo que es oír los gritos de alegría que, unidos a los ecos de la música y al murmullo sordo del río, llenan el aura de una armonía más propia para gozarla en silencio que para ser explicada.

¡Quién pudiera hacerles sentir, lectorcitos míos, lo que es un bambuco entonado en las playas de un río por dos voces femeniles, sin más acompañamiento que los tiples! ¡Ah!, esto es para volver loco a un buen cristiano.

Cuando el bambuco empezó, toda la gente fue formando un círculo y dejando el lugar suficiente para que los bailadores se exhibieran. No tardó mucho en presentarse un muchacho con alpargatas limpias y calzón blanco tan bien aplanchado como su camisa, con ruana de colores vivos y con un sombrero raspón que medio ocultaba, medio descubría sus picarescos ojos. De una mirada, buscó en todo el círculo la que quería sacar a bailar y se fue hacia ella.

En tierra caliente no se usa más cumplimiento ni ceremonia para invitar al baile que llegar delante de la pareja haciendo una pequeña venia, y a esta invitación no

Page 261: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

260

se resiste nadie. Salió, pues, la bailadora entre tímida y vergonzosa, pero sin esquivarse, y luego que se colocaron uno al frente del otro como a ocho pasos de distancia esperando a que los músicos entonaran un verso con su estribillo, la muchacha pareció reconocer su puesto y se armó. Con sus enaguas de linón azul, camisa fina y bien bordada, el cabello negro y húmedo, suelto en bucles sobre los hombros y contenido por una ligera corona de helecho, un pañuelo blanco en la mano que apoyaba en la cintura y arregazando con la otra las enaguas de encima como para dar campo a su inquieto pie, parecía desafiar a la que más hermosa y modesta se presentase allí; pero ¿quién se había de atrever, si era Rosa, la que estaba en el puesto?

Empezó el baile y el canto también con esa poesía lírica tan sencilla en su expresión como ardiente y constante en sus resultados: cuartetos sencillos como hijos del pueblo a quien sirven de intérprete; ¡pero cuánto sentimiento hay en ellos! Dos mujeres a dúo, acompañadas de tiples y del casi callado son de la tambora, o como dice Pombo: «con salsitas de violín, alfandoque o pandereta», entonaron este cuarteto en tanto que Rosa bailaba:

Cuando dices son mis ojos Los que tu alma está quemando

Se te olvida que los tuyos Me tienen desesperando.

Después de repetido por mitades el verso, empezaron a cantar el estribillo de «Que se quema el monte, - déjalo quemar - que la misma cepa - vuelve a retoñar».

Yo no sé qué calificativo darle a este baile; si airoso, elegante o arrebatador; apenas oye uno su música, quisiera bailar o gritar y, ¡cosa extraña!, es triste el bambuco también cuando se quiere. Este aire nacional, tan antiguo como nosotros, es siempre tan nuevo como el día que está pasando, y tiene tanta popularidad como para el mundo la ha tenido la Ilíada de Homero. Siglos vendrán en que nuestra sociedad se haya regenerado al influjo de la civilización y en que nuestras costumbres sean enteramente francesas, y el bambuco será repetido como un recuerdo siempre agradable: La Marsellesa y el bambuco no morirán.

En el baile me pareció ver representar en pantomima la historia de unos amores con todas sus peripecias, porque empieza el hombre con su paseo hasta la pareja, como para invitarla; ella cede y lo sigue, y ya se vienen, ya se van; el hombre escobilla, mientras la mujer zapatea; después se retiran desdeñosos y cuando el hombre vuelve hacia el centro, la mujer también se acerca, pero al tiempo de encontrarse, cuando ya parece que se tocan, la mujer con una media vuelta se esquiva desdeñosa y se va, y entonces el hombre la sigue siempre en tanto que

Page 262: Museo de cuadros de costumbres I - Banrepcultural

261

los músicos suelen cantar el estribillo de «Cógela, cógela de la colita, que se te va!»

Lo que me agradó también fue el ver que allá todas bailan, porque presentándose una mujer en el puesto, aunque sea una vieja, la que baila le cede el lugar, y el hombre tiene que bailarlas hasta que algún otro quiera venir a reemplazarlo. Después del bambuco bailamos valses confidenciales y sabrosos, elegantes contradanzas, caña y torbellino hasta que llegó la hora de la comida.

Pocos de mis lectores habrá que no hayan gozado de una comida a la orilla de un río y rodeados de lo más querido de su familia y amigos, sin más asiento ni mesa que el mismo suelo, y muchas veces sin más mantel que grandes hojas de plátano. En este día nos sentamos alternando un hombre y un mujer, con el objeto de que cada uno le sirviese a una de ellas, a riesgo de que muy pronto ellas fuesen las que nos sirvieran, porque eso es lo que sucede siempre. La comida era exquisita, y el orden era mejor; pero muy pronto empezaron las lenguas a enredarse y los colores a salir a la cara, y ya un hombre por alcanzar una copa tropezaba con una botella, creyendo que no estaba tan cerca, ya una señora exigía a un hombre que tomase más de lo necesario, para lo cual se comprometía a tomar con él, y en tanto yo que gozaba de fama de talentazo, no sé si porque me callaba, fui invitado a brinda en menos de nada dije más disparates que palabras; eché contra el partido caído y elogié al dominante, hablé de literatura y de ciencias como un estudiante de amores, todos me palmotearon y algunos gritaron: ¡Viva el orador!, no faltó quien dijera: ¡que se repita!, como en función de teatro. Todos quedaron satisfechos y yo no supe lo que dije, ni los demás tampoco; pero así es como se gana la popularidad.

Por la tarde volvimos a salir al llano, y como en cada casita había un gallo colgado, todos pasábamos con la inocente intención de arrancarle la cabeza, pero el que manejaba el rejo, en el punto en que pasábamos tiraba y hacía levantar el gallo dejándonos con la mano cerrada como quien sueña con una mochila de plata. En otras partes un gallo enterrado esperaba, o lo hacían esperar, a que alguno viniera a quitarle la cabeza de un machetazo ¡Pobres gallos!, si ellos tuvieran conciencia del sufrimiento cuánto padecerían al verse rodeados de gente que se ríe y oyendo los acompasados golpes de una tambora y lo repetidos gritos de «¡San Juan!» Y todo esto tan sólo porque alguno mal vendado venga a cortarles la cabeza.