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GERMÁN ARCINIEGAS

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Prólogo Germán Arciniegas y el Ensayo Contemporáneo "Toda la devorante fuerza de este continente tiende con desesperación a una voz" Eduardo Mallea. 1. El ensayo en Hispanoamérica "¿Por qué la predilección por el ensayo como género literario en Nuestra América?", se preguntaba Germán Arciniegas en un artículo titulado "Nuestra América es un ensayo", publicado en la revista Cuadernos en 1963. La razón era obvia para él: América se revela al mundo con su geografía y sus hombres como problema que da lugar a grandes transformaciones en el pensamiento. De la necesidad de comprender y explicar ese problema surge el ensayo. Desde entonces este género ha sido un fascinante laboratorio de ideas y una fuente de inspiración para los soñadores de utopías que tanto han tenido que ver en la construcción de Hispanoamérica. En América, como afirma Arciniegas en el artículo mencionado, se ensayan la revolución de independencia, la democracia, la libertad religiosa y de culto y la tolerancia. Tales experimentos nos sugieren la idea de que allí nada es definitivo, que si se fracasa, se pueden volver a intentar nuevos proyectos. Esta condición de materia propicia para los sueños, de realidad en proceso formativo, hace del Nuevo Mundo el espacio ideal para la creación y la reflexión tan propias de un género que por sus características ha servido de medio de expresión de lo americano y de algún modo ha contribuido a fijar los contornos del ser americano. Que el género y su materia surjan al mismo tiempo es una coincidencia que merece la pena señalar, pues nos sirve de argumento para afirmar que sus rasgos se fijan antes que Montaigne, quien, como todos sabemos, inaugura el género en sus hoy paradigmáticos Essais. El ensayo surge en Hispanoamérica con Colón y con Vespucci, quienes discuten en sus primeros escritos los temas que ocuparán gran parte de la ensayística hispanoamericana a lo largo de su historia, en especial el de los seres humanos y su relación con el medio geográfico en el que se desarrollan. Las crónicas suscitan verdaderas polémicas en Europa. Montaigne, inspirado en la lectura de López de Gomara, se ocupa del Nuevo Mundo criticando duramente la política colonialista española en un capítulo de los Essais titulado "Los coches". En este autor vemos cómo la escritura no es sólo una vía a través de la cual discurre su pensamiento, sino también una forma de confesarse ante sus contemporáneos, un medio a través del cual fluyen los sentimientos: el asombro ante una realidad

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inédita, el desconcierto frente a lo que parece extraño, el disgusto que despierta lo que no se comparte, la admiración que suscita la belleza. Además de la guerra y la aventura, a los conquistadores les atraía enfrentar los problemas intelectuales. Las crónicas son una muestra de esa preocupación que impulsa esa tendencia cognitiva que caracteriza al ensayo hispanoamericano y que es una constante. Tal tendencia abarca diferentes ramas del saber: la sociología, la filosofía de la historia, la cultura, la política, casi siempre en función de una historicidad americana. Si J. E. Rodó inicia la historia del pensamiento latinoamericano contemporáneo, Andrés Bello, Domingo Faustino Sarmiento, José Martí son sus precursores y José Carlos Mariátegui, Pedro Henríquez Ureña, Ezequiel Martínez Estrada, Germán Arciniegas y Octavio Paz representan la apropiación de las novedosas corrientes de pensamiento del siglo XX que van a enriquecer el género con una nueva concepción de la historia, del ser humano y de la realidad. En los autores mencionados hay una preocupación por el ser americano en el que forjan la esperanza de un mundo mejor. Cada uno de ellos pone el acento, bien en el carácter latino de sus gentes, como Rodó; bien en el indígena, como Manuel González Prada y José Carlos Mariátegui; bien en la síntesis de las dos vertientes, la indígena y la española, como Vasconcelos, que concibe una "raza cósmica", resultado de esas dos culturas; bien en la diferencia, como Arciniegas para quien los americanos son un producto distinto, descendientes de europeos emigrados a partir de 1500 que han abandonado Europa en busca de la justicia, la libertad o El Dorado. Pero también hay autores, como Ezequiel Martínez Estrada, que proponen buscar la esencia de ese ser americano en el interior del individuo. Es claro que en esta preocupación palpita uno de los temas más vitales de la ensayística hispanoamericana contemporánea, el de un mestizaje conflictivo que explica muchas de sus tensiones sociales. 2. América como el principio de la modernidad. Producto de la mentalidad renacentista que intenta mostrar la interioridad del ser humano, el ensayo, como hemos dicho, tiene en Montaigne a uno de sus precursores. La subjetividad y arbitrariedad propias del género permiten el desarrollo de la capacidad crítica del sujeto y el ejercicio de una libertad de pensamiento que se siente como una necesidad. Al fijar los rasgos del ensayo es preciso partir de Montaigne y de Bacon que dice: "The word is late but the thing is ancient", tan antigua como las epístolas de

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Séneca y Lucio que Montaigne cita como autoridades en sus Essais donde elige como disculpa un tema cualquiera para expresarnos su punto de vista sobre diferentes aspectos de la vida, proceso que implica una indagación honda sobre sus principios morales, sus emociones, sus conocimientos, lo cual supone un ejercicio de honestidad cuyo resultado debe ser la desnudez del ser interior; "Je m'etudie plus qu'autre subjet. C'est ma metaphysique, c'est ma physique" (III, 13), nos dice. Lo novedoso es la presencia de la interioridad del sujeto en el mundo de las ideas, así como el análisis de la relación entre el individuo y el medio que lo rodea. La integración de América al universo europeo crea una serie de problemas de orden científico, moral y religioso. Montaigne se ocupa de ese buen salvaje al que debe asignarle una categoría para integrarlo a su imagen del mundo. Germán Arciniegas defiende a lo largo de su obra la idea de que América es el origen del pensamiento moderno, pues ciencias como la sociología, por ejemplo, nacen de esa observación de las gentes del Nuevo Mundo que se convierte en un aperitivo indispensable para estimular las investigaciones sobre la vida de las sociedades humanas. La idea de América como origen de la modernidad es un argumento que puede servirnos para discutir las generalizaciones de europeos como Papini, quienes niegan los aportes del Nuevo Mundo al desarrollo del pensamiento occidental. Al ignorar estos aportes se está borrando a América del mapa, como si aún no se hubiese demostrado la redondez de la Tierra, se quejará Arciniegas, con una elocuencia que empuja a los americanos a buscar ese lugar que tan mezquinamente les niegan filósofos como Hegel, quien, en su Filosofía de la historia, 1830, dejó a América fuera del tiempo, enterrada en un supuesto idealismo totémico, a la espera del día en el que llegase a entender su independencia. Lo que sorprende en el filósofo es su desconocimiento de la configuración de la sociedad americana compuesta en su mayoría por descendientes de europeos emigrados que habían conquistado ya la independencia. Hegel borraba más de 49 años de historia en los que habían ocurrido 4 procesos independentistas: El de Norte- América en 1871, el de Haití en 1804, el triunfo de Bolívar sobre las tropas españolas en 1824 y la pérdida del imperio de Brasil por Portugal en 1822. Excluir a América de la historia europea es desconocer la dimensión del acontecimiento más importante del Renacimiento. La presencia de España en América, como señala Arciniegas, es preciso entenderla en dos momentos cruciales para la historia de la humanidad: el Renacimiento y la Ilustración, que

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dan la clave de los tiempos modernos y que están íntimamente unidos al Nuevo Mundo, que ofrece los ejemplos con los que los sabios pueden demostrar sus teorías. De este acontecimiento surgen muchas de las ideas que estimulan los avances del pensamiento occidental. Sin duda, el redescubrimiento de América que protagonizan los ensayistas contemporáneos conquista la universalidad reclamando un lugar en la historia y señalando sus aportes. Esto es posible, como ya he dicho, gracias a una nueva concepción de la historia que ofrece nuevos elementos de juicio que enriquecen el pensamiento hispanoamericano a partir de los años treinta. Además de este afán de universalidad, existe un claro deseo de conquistar la independencia intelectual de Europa. Por tal razón los ensayistas vuelven los ojos sobre su realidad, miran el paisaje, se interrogan a sí mismos y buscan las respuestas en las fuerzas telúricas o en el interior de la conciencia individual, tratando de llegar a la esencia y en el plano poético, buscan quizás la pureza en una sustancia que fluye siguiendo un orden prelógico y que alude a un tiempo anterior al génesis. 3. Lo universal y lo particular: un problema de perspectiva. Como expresaba Leopoldo Zea en Precursores del pensamiento latinoamericano contemporáneo, el paso del siglo XIX al XX va acompañado de una doble actitud en el pensamiento hispanoamericano: decepción frente a un proyecto que ha fracasado a lo largo del siglo que termina y esperanza frente a un futuro que se abre en el horizonte. El sueño de hacer de los pueblos americanos naciones al estilo de las europeas había fracasado. La independencia no acabó con las estructuras del sistema colonial. Las guerras civiles ensangrentaron las naciones en una lucha por aniquilar la barbarie e instaurar el progreso que significaba borrar todo reducto colonial a través de la educación. La filosofía positivista inspiraba tanto a la política como al pensamiento de hombres como Alberdi y Sarmiento. Pero esta filosofía no garantizó la creación de naciones al estilo de Europa y los Estados Unidos y Rodó ya era consciente de esto. El experimento había fracasado entre los hispanoamericanos que habían dejado de ser ellos mismos, estancándose, mientras los del Norte expandían sus dominios, haciendo sentir su presencia en Centroamérica y el Caribe. Los pensadores del siglo XX buscan la solución en Martí que en Nuestra América, proponía, en primer lugar, conocer la realidad del continente y darla a conocer y, en segundo lugar, crear modelos adecuados a sus gentes y a su historia. En definitiva, crear será la preocupación de estos pensadores contemporáneos que necesitan explicar la esencia de sus gentes, íntimamente unida a la tierra que modela sus rasgos.

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En su Indice crítico de la literatura hispanoamericana, el ensayo y la crítica1, Zum-Felde opinaba que el americanismo propio de la ensayística hispanoamericana no se había incorporado aún a la temática universal por estar demasiado ligado a la vida nacional, a su determinismo histórico territorial, mientras que en Europa los problemas del individuo estaban más adscritos a fenómenos de conciencia, a la psicología y la metafísica, ramas del saber, quizás más ligadas a temáticas universales, según él. Merece la pena preguntarse qué entiende el crítico uruguayo por temática universal y desde qué concepción del ser humano y de la historia cuestiona la producción ensayística hispanoamericana. Quizás el hecho de reducir la dimensión espacial del ser humano al medio geográfico en el que se desarrolla su vida y explicar los problemas por su relación con el espacio que habita, sea un punto de vista menos universal, para Zum-Felde, en tanto que la visión del ser humano estaría así cercada por sus fronteras geográficas. Los matices entre el ser humano "universal" y el "nacional", como ocurrió en México durante la revolución, dan lugar a confusiones nefastas como el hecho de que al referirse al "hombre universal" se piensa que se trata tan sólo del ser humano como realidad abstracta y, por el contrario, al hablar del "ser mexicano", por ejemplo, se habla del "hombre concreto". José E. Iturriaga planteaba los aspectos polémicos de esta concepción del ser humano en El carácter del mexicano: "Ha sido un tema de vasta meditación la existencia de un carácter nacional de cada pueblo, en cuya virtud los individuos que van brotando y formándose en su seno poseen un sello inconfundible que los distingue de los otros pueblos. Parejamente a esta tesis o, mejor aún, en oposición a ella, existe otra teoría según la cual un hombre -independientemente de su oriundez- en último análisis es igual e idéntico a cualquier otro"2. La artificialidad de este problema está en la falsa dicotomía entre lo que se entiende por universal o abstracto y lo que se entiende por particular, concreto o nacional. Si bien todas las ciencias humanas aspiran a la generalidad, a fijar valores cognitivos, a establecer modelos y a formular leyes, no es menos cierto que los criterios de validez universal por lo general se fijan desde una posición eurocentrista, esto es, desconociendo las particularidades que resultan extrañas, si no invisibles, a los ojos de los europeos. Esta pretendida universalidad ha sido cuestionada por filósofos como Derrida, quienes desmontan, por decirlo de algún modo, el logocentrismo occidental basado en dualidades y oposiciones. Zum-Felde, prisionero de antítesis tan engañosas como lo individual y lo humano, lo nacional y lo internacional o universal, mide los alcances de la ensayística hispanoamericana tomando como modelo el pensamiento europeo. La posición

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mental del hombre americano, a su juicio, está limitada por su condición histórica, de modo que en sus argumentos prevalece el factor territorial, telúrico. Este determinismo ambiental -argumento positivista- cuestionaría no sólo la posición mental de los americanos, sino también la de los europeos que se apoyan en este método para analizar los problemas del individuo. En la narrativa hispanoamericana tenemos numerosos ejemplos, Rivera es uno de ellos, en los que el medio geográfico no sólo explica los problemas, sino que sirve a los fines estéticos del autor, a la vez que permite penetrar en el fondo de la conciencia de los personajes. Recurriendo a la metáfora de la selva, Rivera da cuenta de la angustia existencial del individuo contemporáneo. Los argumentos de ensayistas como Arciniegas no se reducen al esquema positivista del determinismo ambiental, pese a que en su discurso la geografía americana, la historia y el individuo explican los problemas -si pensamos, por ejemplo, en Biografía del Caribe-. Este no asimila las teorías europeas para alcanzar el nivel de universalidad idealizado por Zum-Felde, sino para cuestionarlas o enriquecerlas con su experiencia. La diferencia entre los dos ensayistas es que el colombiano empieza cuestionando el logocentrismo europeo enfrentando otras culturas y otras sociedades que funcionan con sus propias reglas y guardan una lógica interna que, a su juicio, debe ser respetada y comprendida, no juzgada. Frente a las dicotomías entre lo universal y lo particular, Arciniegas defiende la diferencia y la pluralidad, como rasgo fundamental de lo americano, con una sencilla afirmación: América es otra cosa, algo por definir, algo inconcluso, un experimento: "De todos los personajes que han entrado a la escena en el teatro de las ideas universales, ninguno tan inesperado ni tan extraño como América"3. Y es que Arciniegas, presa del asombro juvenil que lo caracteriza, no deja de ensayar una manera de mostrar a sus lectores las diferentes formas de lo americano. Así nos presenta una materia rica en referencias visuales, en imágenes, en metáforas, en paradojas, de modo que ya no sabemos si lo que sale de ese laboratorio es poesía o sociología. Desde la publicación del primer libro, El estudiante de la mesa redonda, en 1932, hasta el último, América es otra cosa, en 1992, Arciniegas ha escrito más de cincuenta títulos. Este curioso impertinente para muchos se acerca a los temas desde distintas perspectivas, la del estudiante, la del historiador, el periodista, el fabulador, el poeta y el humanista. Así mismo mezcla diferentes géneros: biografía e historia en El caballero de El Dorado, Amérigo y el Nuevo Mundo, Bolívar, el hombre de la gloria; historia, en Los alemanes en la conquista de América; ensayo

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sociológico, en América tierra firme; ensayo político en Entre la libertad y el miedo; periodismo, en el país de los rascacielos las zanahorias; ensayo sociológico, historia y poesía en Biografía del Caribe, América mágica, El continente de los siete colores; autobiografía y novela en A medio camino de la vida, etc. Tal variedad de miradas y géneros desde mi punto de vista resumen su necesidad de búsqueda de una forma adecuada para expresar lo americano. 4. Germán Arciniegas, una visión americanista No es fácil clasificar a Germán Arciniegas dentro de esa corriente americanista en la que se inscriben muchos de los ensayistas contemporáneos: ¿Historiador? ¿Periodista? ¿Poeta? Dónde colocarlo después de leer América mágica, La biografía del Caribe, o El estudiante de la mesa redonda, sus libros más conocidos. Algunos de sus críticos han sido implacables al señalar en su obra datos históricos inexactos y de segunda mano, otros celebran su estilo personal, su elegancia y capacidad de persuasión. Algunos menos tolerantes reprueban sus "excursiones al campo de la fantasía" su "escepticismo" o su "veneno". Lo cierto es que Arciniegas es molesto para eruditos, investigadores e historiadores que lo consideran un periodista ágil, sin tener en cuenta su activo papel de intelectual, su militancia en defensa de los valores democráticos, de la diferencia. Arciniegas ha sido coherente en su ser y su decir desde los años veinte cuando lideró el movimiento estudiantil en su país hasta hace unos años cuando cuestionó el protagonismo del Descubrimiento y la Colonia en las celebraciones del V Centenario, al ser excluido de la presidencia de dicha comisión en Colombia. Al preguntarnos sobre las fuentes ideológicas de este ensayista, debemos pensar en primer lugar en la incidencia de la revolución mexicana en Hispanoamérica. Intelectuales como José Vasconcelos, ministro de Educación de la revolución en los años veinte, alcanzaron una notoria influencia entre los jóvenes intelectuales hispanoamericanos de aquellos años. El colombiano Germán Arciniegas (Bogotá, 1900) era entonces un apasionado estudiante que defendía con ardor las ideas liberales, que se manifestaba en contra del imperialismo norteamericano y que compartía el ideal bolivariano de la unidad americana. También debemos remitirnos a la generación a la que pertenecieron intelectuales peruanos como Víctor Raúl Haya de la Torre, el fundador del APRA, y el crítico Luis Alberto Sánchez. El aprismo se extendió por toda Hispanoamérica entre 1927 y 1930 y fue el acicate para la fundación de la Acción Democrática en Venezuela -que tuvo como presidente al novelista Rómulo Gallegos-, para el socialismo en Chile y para un sector del liberalismo en Colombia.

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El aprismo, que veía también en el comunismo una forma de imperialismo, contó con la aprobación de líderes como César Augusto Sandino, Alfredo Palacios y Rómulo Betancourt. Recordemos los cinco puntos fundamentales del APRA: 1. Acción contra el imperialismo norteamericano, luego ampliada contra todo imperialismo. 2. Unidad de América Latina. 3. Nacionalización de las principales riquezas y tierras. 4. Internacionalización del canal de Panamá. 5. Solidaridad con todos los pueblos y clases oprimidas. Germán Arciniegas se mantuvo fiel a ese ideario. En libros como Entre la libertad y el miedo (1952), escrito en los momentos más álgidos de la violencia en Colombia -cuando Eisenhower hace explotar la primera bomba de hidrógeno y Batista protagoniza un golpe de Estado en Cuba-, el libro es mandado a quemar en la aduana de Bogotá durante la dictadura de Rojas Pinilla. Por esta publicación su autor debió exiliarse en los Estados Unidos, aunque antes de entrar en el país había sido detenido en Ellis Island. Su caso fue estudiado y pudo quedarse allí como profesor en la Universidad de Columbia. Como gestor de empresas culturales y como profesor universitario en la Universidad Nacional, Arciniegas participó activamente en el desarrollo intelectual en su país. Al mismo tiempo animó diálogos y debates de carácter americano, como el de la revista Sur (1940): "Las relaciones interamericanas", con Amado Alonso, Francisco Ayala, Pedro Henríquez Ureña y Victoria Ocampo; o en el debate sobre las "Dictaduras latinoamericanas" (1956) con Victoria Ocampo, J. L. Borges y Bioy Casares. Pero veamos en qué se fundamenta el pensamiento americanista de Arciniegas. Si José Martí en Nuestra América quiere convencer a sus contemporáneos de la necesidad de luchar por la unidad del continente y de la urgencia por crear formas de gobierno originales, para superar la dependencia de modelos foráneos, Arciniegas quiere convencer a sus contemporáneos de la originalidad de la cultura americana, de su diversidad y de su ventajosa diferencia frente a lo europeo. Detrás de esa defensa de América hay en él un deseo de elevar la temperatura moral de sus compatriotas, de animarlos a vencer el complejo de inferioridad frente a Europa que genera una relación de dependencia. Esta actitud de intelectuales como Asturias, Mariátegui, Vallejo y Huidobro, es el resultado del clima que crean las vanguardias en el París de los locos años veinte,

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al que se integran los latinoamericanos. Los estudiantes, como el autor de Leyendas de Guatemala, descubren la esencia de lo americano en una Europa decadente que busca en el pensamiento mágico de las culturas africanas y precolombinas la materia del arte. Esta generación que va a Europa, como todos los jóvenes, se asombra, no de lo ajeno, sino de lo americano que cobra un enorme interés entre los intelectuales y artistas de Montparnasse. Arciniegas, al igual que Bello y Martí, pone el acento en el paisaje. Esta relación de los seres con el paisaje aflora una vez más en la ensayística, como puede verse en el joven de Historia de una pasión argentina, de Eduardo Mallea, que cansado de buscar el saber en las bibliotecas, se refugia en el campo para encontrarse a sí mismo, igual que el muchacho de Cuatro años a bordo de mí mismo del colombiano Eduardo Zalamea. Como si lo viera por primera vez, el autor de América Mágica se rinde ante la presencia del paisaje que, como él mismo señala, aflora en las letras americanas y brota de la provincia donde el acento humano resuena dentro de ese paisaje único. Se refiere sin duda a Rómulo Gallegos y José Eustasio Rivera, autores que logran convertir el paisaje en protagonista de las ficciones.

4.1 Arciniegas: el eterno estudiante En las páginas de Arciniegas cobran vida muchos de los personajes de la historia, las primeras mujeres que se embarcaron rumbo a América, los piratas caballeros y los caballeros piratas, los indios maliciosos, las santas y los estudiantes. A estos últimos les dedica su primer libro, El estudiante de la mesa redonda, en el que los presenta como la verdadera conciencia de la historia y la semilla de muchas revoluciones. Para él, fueron, precisamente, los estudiantes de la Universidad del Rosario los que protagonizaron la independencia en la Nueva Granada. El mismo se define como estudiante cuando defiende su irreverencia e indisciplina ante la erudición de ciertos historiadores. En 1920, como ya he dicho, Arciniegas lideró el movimiento estudiantil en su país. Los ecos de la reforma universitaria de Córdoba se escucharon en Bogotá y él, influido por esos aires renovadores, reivindicaba la libertad de cátedra. Aquel movimiento proponía abrir la universidad al pueblo, invitaba a salir de los claustros a la calle, a poner la filosofía al servicio de la vida, a hermanar lo popular y lo culto, a hacer de la universidad una escuela de la vida y no un laboratorio de cultura. Dentro de ese ideario, la libertad y la democracia constituían las normas fundamentales de la conducta académica. Años más tarde la reforma universitaria

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colombiana introdujo cambios importantes, dando importancia a la sociología, proponiendo una mirada sobre el entorno y el presente e invitando a una revisión de la historiografía. Arciniegas recibe la herencia de Vasconcelos, quien fue nombrado por los estudiantes colombianos, Maestro de las Juventudes de aquel país. Ser estudiante es para este colombiano una condición que implica, como ya he dicho, curiosidad, capacidad de asombro, deliberada informalidad y rechazo a la rigidez y a la falsa erudición. Estas cualidades se perciben en sus ensayos donde al rigor de los datos históricos enfrenta la imaginación, como si obedeciera al secreto impulso de ser un muchacho irreverente.

4.2 ¿Historiador? ¿Fabulador? A propósito del libro de Arciniegas, Los alemanes en la conquista de América, el crítico Miguel Enguídanos acusaba a su autor, en la Revista de Indias de Madrid, en 1947, de recurrir a los tópicos falsos a la hora de presentar los hechos históricos. Pero Arciniegas es consciente de la necesidad de matizar los datos, sobre todo cuando se utilizan las crónicas como fuentes históricas. El afán de exactitud de los historiadores le parece ingenuo, sobre todo su obsesión por fijar en nítidos perfiles lo que fue borroso y confuso. Aquello que aparece notoriamente inexacto, en el marco del siglo XVI, le resulta posible y necesario: lo mágico, las intervenciones del demonio, son para él la más auténtica verdad de aquella época. Arciniegas mira con curiosidad los hechos del pasado, introduciéndose en las conversaciones de los soldados o de los marineros que se embarcaban hacia tierras desconocidas y recurre a la imaginación para llenar las zonas oscuras de la historia, o al humor para desdramatizar los hechos de la conquista. En El caballero de El Dorado nos muestra a un Gonzalo Jiménez de Quesada confuso y a unos indios "cavilosos" que se valen de tretas inimaginables para ocultar la verdad a los conquistadores y que se ríen ante el desconcierto de éstos. Si bien los personajes adquieren un matiz novelesco, la historia que nos ofrece parece volverse, como afirma Juan Gustavo Cobo Borda, uno de sus más apasionados críticos, no sólo más clara, sino más persuasiva. En 1940 Arciniegas defendía una "historia vulgar", no la de los héroes, sino la de los de abajo, indios, negros, gentes del pueblo. Lo más importante para él no es exaltar la figura del capitán que hacía blandir su espada, sino indagar sobre la vida del artesano desconocido, la del labrador olvidado, la del señor anónimo que tenía un negocio de paños o la del pescador que remendaba las velas en el puerto.

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La deuda que Arciniegas tiene con el historiador Waldo Frank es indiscutible. En América hispana, un retrato y una perspectiva, este autor no sólo muestra una gran sensibilidad hacia las clases menos favorecidas, sino que da vida al paisaje desde la selva a la pampa, pasando por los Andes, situando a los seres en íntima relación con la naturaleza, teniendo en cuenta la filosofía animista de las culturas precolombinas, sin ignorar la perspectiva de los conquistadores y valorando también el carácter unificador del catolicismo que en algunas comunidades hispanoamericanas alcanzó los rasgos de un comunismo primitivo, como en el Paraguay. Desde una perspectiva múltiple este ensayista colombiano reflexiona sobre la historia americana y reivindica personajes como los comuneros, aquellos rebeldes americanos que en la población del Socorro en Nueva Granada, en los albores de la independencia, se levantaron contra los abusos de la administración colonial. Hasta antes de la publicación de su libro Veinte mil comuneros hacia Santa Fe de Bogotá, estos personajes habían permanecido en el olvido.

4.3 Un conversador ameno y convincente Arciniegas, como todo buen conversador, además de polemizar y cuestionar a sus interlocutores, también establece con ellos una relación de complicidad que acaba convenciéndolos. Quizás sea ésta una de las razones por las cuales parece sentirse tan a sus anchas con el ensayo, pues, entre los géneros, es éste el que permite un mayor acercamiento con el lector. El crítico José Luis Gómez Martínez señala ese carácter comunicativo del ensayo. "El ensayista en su diálogo con el lector o consigo mismo, reflexiona siempre sobre el presente, apoyado en la sólida base del pasado y con el implícito deseo de anticipar el futuro por medio de la comprensión del momento actual". Así proyecta su personalidad en una escritura sencilla que recurre a menudo a las expresiones coloquiales para alcanzar la temperatura emocional que requieren los hechos al ser narrados. Muchas de sus fuentes son las crónicas que enriquece con estas expresiones de las que podemos ofrecer innumerables ejemplos como: "Qué México ni qué Perú: Riquezas las de la Florida que el de Vaca no le cuenta sino al Rey". Así mismo hace confidencias al lector como si entablara con él una charla informal: "Ahora me viene a los labios algún cuento que aunque no sea sobre Santa Fe, echa su hilillo de luz sobre la vida que hacían las hermosas en aquellos tiempos", o "Así se anima la historia...". Igualmente incluye expresiones dirigidas al lector: "Excusará el lector que en este libro se le zarandee llevándole de un siglo a otro". También utiliza con frecuencia la primera persona con el ánimo de imprimir cierto tono de confesión: "Yo no sé si sea una presunción excesiva la de creer que nosotros..." o

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"Yo quiero que todos mis amigos..."; o "Recuerdo que de niño solíamos echar a campo travieso por unas partes de la sabana...". En ocasiones, creemos escuchar en sus páginas las voces de los cronistas en cuya lectura se apoya para ofrecernos esta historia amena e imaginativa. Cuando Arciniegas quiere ofrecernos un retrato de las primeras damas que llegan al Nuevo Mundo con las pasiones que debieron despertar, conversa con los textos, se involucra en las discusiones de la época, capta el tono de las polémicas en ensayos como América Tierra Firme en fragmentos como éste: "Decía el señor cura que las indias 'Amicísimas son de novedades y no poco salaces y lascivas'. Aténgase el señor cura a que así son las indias, y no diga nada de las criollas, que a la vuelta de la casa donde él vive queda nada menos que la calle del árbol donde por sus muchas liviandades fue colgada la más bella entre todas las mujeres que vivían en Tunja". Con este tono de cotilleo recrea la vida cotidiana durante la época de la Colonia. El autor acaba seduciéndonos con su tono de íntima conversación y con su capacidad de hacer de un acto cotidiano algo insólito mediante la utilización de los recursos poéticos de la lengua. Cada imagen, cada paradoja nos muestra cómo su prosa se teje con altas dosis de poesía y no pocas de filosofía y con un sentido humano de la historia y una delicada sensibilidad hacia esos seres anónimos que designamos como pueblo. Hacia ellos se acerca con una mezcla de curiosidad y generosidad, hacia los héroes, con una irreverencia que no degenera jamás en apología demagógica ni en grosero panfleto. Ensayos como América Tierra Firme o Biografía del Caribe, nos permiten apreciar su peculiar manera de trabajar la materia de la lengua, su intento por desmontar los argumentos eurocentristas, recurriendo a la técnica del espejo, señalando las paradojas de la historia, desdramatizando los hechos de la conquista, defendiendo las virtudes del mestizaje, sin dejar de señalar sus defectos.

4.4 Por un mundo plural Nos parece excepcional en este autor su práctica de un pluralismo de hondas raíces filosóficas y su empeño en defender, frente a los errores de la historia, la voluntad de ser de los hispanoamericanos. Ese pluralismo empieza por ser una cuestión de gramática y acaba por convertirse en una manera de estar en el mundo. Para Arciniegas la esencia de la moral es también una cuestión de gramática. En América Tierra Firme (1937) lo expresa de este modo: "Esta pequeña diferencia

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gramatical, el fenómeno de agregarse una 'S' a una palabra, viene pues a invertir el orden de las ideas con que veníamos trabajando hasta ahora los estudiantes de ciencias morales y políticas"4. Quien tiene una idea absoluta de la moral le resulta presuntuoso y dogmático, como los teólogos del siglo XVI que no acertaban a decidir si el americano era hombre o bestia. Por el contrario, quien reconoce varias morales se inclina sin prejuicios al indio, al esquimal o al negro. Este humanismo de Arciniegas se materializa en una escritura rica en el uso de los plurales con los que pone en práctica la moral abierta y tolerante que defiende. Por eso habla de "los Colones", "los Vespuches", sin juzgarlos por su crueldad con los nativos y reivindicando su papel en la configuración del mapa de América. Por tal razón, prefiere hablar de morales, de familias y de sociedades, una opción que bien puede servirnos para enfrentarnos a los discursos totalitarios que imponen una moral única y un modelo de vida. Esta actitud pluralista de nuestro autor se aprecia tanto en las obras que tienen un carácter histórico, como 20.000 comuneros hacia Santafé, como en sus numerosos artículos recopilados en Transparencias de Colombia o en América es otra cosa. En este último destaco el artículo titulado América civilizando a los europeos, donde recurre al humor y al uso del diminutivo para brindarnos una visión amena y festiva de la Conquista: "Una locura. ¿Cuántos se quedaron? Para ser exactos, no muchos. No pocos importunaban luego para volver. Pero se quedaron los primeros que vinieron a ser americanos. Habían traído yeguas, gatas y burras... No mujeres. Encontraron que las indias de que hablaba Colón eran como las pintaba el Almirante: hermosas, nadadoras, cariñosas. La conquista, por ese lado, no siempre acabó en física violencia. Hubo casos de amor. El mestizaje tuvo sus consecuencias, como suele ocurrir en esa clase de encuentros. A los nueve o diez meses saltaban a la arena mesticitos como cocos"5. Cuando Arciniegas sitúa a las mujeres al lado de las gatas y las yeguas lo hace deliberadamente y desde la mentalidad de la época. En su obra hay un interés en destacar el papel de las mujeres en la historia. En América Tierra Firme, por ejemplo, dedica unas páginas a las valerosas pioneras que se embarcaron rumbo a América: "Digamos que estas aventureras bravas en el amor, sagaces en la economía, dadivosas en el sostenimiento del culto, no quedan mal como nudos en donde se reúnan y se amarren los hilos de las intrincadas genealogías"6.

4.5 Un continente de siete colores Nuestra América es, para Arciniegas, más que un espacio geográfico que Colón comparó con el paraíso terrenal, el lugar de la utopía soñada por Tomás Moro y antes por Platón, espacio donde se ensayan la democracia, las revoluciones, la

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tolerancia; la esperanza de tantos europeos desterrados que atravesaron el océano; el reducto del pensamiento mágico y, sobre todo, poesía rica en referencias visuales, en sonidos, en olores y sabores. Amigo de las cosas elementales, como Neruda, Arciniegas dedica un ensayo a las humildes y silvestres frutas americanas, la granadilla, la curuba, las uchuvas que "son como un farolillo de hojas secas, con un tomatito anaranjado adentro", pero lo hace presa del asombro que debió apoderarse de los descubridores, haciéndonos sentir los sabores y contagiándonos de su sorpresa. En Biografía del Caribe nos describe el cuadro de Botticelli, El nacimiento de Venus, y señala la coincidencia entre esta escena y el descubrimiento del mar Caribe, con una riqueza de imágenes y colores: "No hay que pensar que en estas islas de los siete colores sólo existen holandeses, franceses, ingleses, españoles, indios, negros, hugonotes, católicos y puritanos. Al contrario, quienes dan el color local en el siglo XVIII son los bucaneros y filibusteros"7. Así mismo recurre a la enumeración retórica, a la variedad de olores y sabores para ilustrar el proceso cultural que une los mares Mediterráneo y Caribe: "Por el Caribe entraron las cosas desconocidas: el trigo, los caballos, las vacas, los burros, las gallinas y los perros, los oidores y los frailes, las naranjas, el aceite de olivas, los naipes y los dados, el fierro y la pólvora..."8. En el sentido inverso anota un cambio de paisaje en el Mediterráneo: "Sicilia estrenó nuevo paisaje con las espinosas tunas de México", "los magnolios de Roma crecieron como árboles de palomas blancas". Arciniegas percibe el momento poético cuando florece la primera rosa en Lima, coincidiendo con el nacimiento de la que será la primera santa americana: Rosa de Lima, cuya imagen se encuentra también en Siena, cerca de Santa Catalina. "Todo esto, por misterioso y legendario, poéticamente explica el diálogo iniciado en el quinientos mejor que los argumentos racionales"9. Con ejemplos parecidos, podríamos reconstruir la poética mediante la cual Arciniegas señala la riqueza, la variedad y la diversidad de un continente que es el centro de sus preocupaciones y el motivo de su inspiración y cuya diferencia defiende frente a toda pretensión universalista, frente al logocentrismo europeo cuyo velo deformante obstaculiza el conocimiento y la comprensión del otro.

4.6 Una defensa de la diferencia La posición de Arciniegas es clara y contundente: "Yo quiero que todos mis amigos que me leen participen de mi propio desconcierto y se convenzan de que nosotros los americanos vivimos en un mundo arbitrario, en países exóticos y estrambóticos, en un gongorismo geográfico que elude las clasificaciones de los

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sabios europeos"10. Con esta conciencia de la diferencia argumenta una defensa de lo americano con el fin de elevar la moral de sus lectores hispanoamericanos y acabar con su complejo de inferioridad frente a Europa. Si Papini afirma que América todo se lo debe a Europa, que nada ha aportado a la cultura universal, Arciniegas responde provocadoramente que Europa todo se lo debe a América, sin dejar de reconocer el legado europeo. Haciendo una historia "al revés", el colombiano no habla de la América europea, sino de la Europa americana. Como se ha dicho, la confrontación entre lo europeo y lo americano surge en el momento del descubrimiento y esta temática va a ocupar gran parte de la ensayística hispanoamericana. Cada autor plantea el conflicto desde su particular manera de entender el mundo. José Luis Martínez en De la naturaleza y el carácter de la literatura mexicana, 1960, resuelve este antagonismo entre lo europeo y lo americano explicando que América es una síntesis entre las culturas indígenas y la española y europea, dos brazos que pertenecen a un mismo cuerpo. De este modo presenta como complementarias dos vertientes tradicionalmente antagónicas. Vasconcelos proclama con entusiasmo la creación de una "raza cósmica". Rodó se reconoce como herencia de una España latina, opuesta a la cultura anglosajona. Germán Arciniegas comparte con matices estos puntos de vista desde una mirada que se centra más en lo que América le aportó a Europa que en lo que heredó de ésta. Al igual que su compatriota Baldomero Sanín Cano, considera que los valores europeos no son los únicos válidos. Lo americano para él no puede ser explicado desde la lógica, sino interpretado mediante la magia y la poesía. Y esto es lo que propone Asturias, quien se sumerge en el mundo del Popol Vuh buscando la génesis de lo americano y el ritmo poético de una voz remota que responda a las preguntas esenciales. 5. El ensayo: una posibilidad de ser en la escritura Como es sabido, después de la Segunda Guerra Mundial empiezan a advertirse en Hispanoamérica los síntomas de un conflicto generacional. En Europa el desencanto y la crisis dan lugar a las corrientes estructuralistas históricas y deshumanizadoras de los procesos sociales. Las estructuras representan las realidades. La irrupción de los medios masivos de comunicación permite que América descubra el mundo y se descubra a sí misma. La crítica al pasado es despiadada en autores como Leopoldo Zea que al referirse a la filosofía americana en su Ensayo sobre filosofía en la historia, en 1948, sólo encuentra malas copias de los sistemas europeos11. Hay una suerte de conciencia moral que invade la

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producción literaria de la década de los cincuenta y una intensa reflexión que encuentra en el ensayo el medio de expresión más propio. Con la publicación de El laberinto de la Soledad (1950), Paz rastrea las huellas de la identidad mexicana, penetrando en lo más hondo de la conciencia, reinterpretando los mitos de la cultura maya y azteca. Igual que Arciniegas, Paz se detiene en diferentes períodos de la historia, buscando en ellos la esencia de ese carácter ensimismado y taciturno de los mexicanos. En América Tierra Firme (1937), Arciniegas ya había reflexionado sobre el carácter de los americanos: "¿A qué, preguntará el lector, este dolido recuento de lo que fue la grandeza americana? ¿A qué este rastrear por los subterráneos de la historia, cuando todo aquello se fue a tierra y no tenemos a la vista sino la realidad de una cultura fundada en los principios europeos? No. Nuestra cultura no es europea. Nosotros estamos negándola en el alma a cada instante. Las ciudades que perecieron bajo el imperio del conquistador bien muertas están. Y rotos los ídolos y quemadas las bibliotecas mexicanas. Pero nosotros llevamos por dentro una negación agazapada. Nosotros estamos descubriéndonos en cada examen de conciencia y no es posible someter la parte de nuestro espíritu americano por silenciosa que parezca"12. Paz señala la lucha de mexicano entre su "voluntad de ser" y su "miedo a ser", porque, según él, el mexicano no se atreve a ser. Las realidades pasadas se levantan como fantasmas, obstaculizando su realización plena13. Para Jaime Torres Bodet "...el hombre no es sólo una reacción frente al lugar donde nace y ama, sufre, piensa y desaparece; ni es tampoco una pasiva entidad subordinada al rigor de la biología. Contestación vulnerable, y en ocasiones imprevisible, a las exigencias del medio que lo circunda y al llamado de su linaje, es el hombre también hipótesis sin descanso, invención sin tregua, creación perenne y descubrimiento incesante de los enigmas que le propone su propia esfinge en la ondulación -luminosa y sombría- del universo"14.Así mismo el ensayista mexicano José E. Iturriaga señalaba en 1951 la "dinamicidad" del alma del mexicano -el de los Estados del interior donde hubo mayor mestizaje-, en "activa gestación"15, un alma "dirigida a fijarse", a "precisarse en un tipo inconfundible". Arciniegas empuja con su palabra la realización de ese "ser americano", libre de todo complejo de inferioridad, sin necesidad de recurrir a la imitación de modelos europeos, consciente de la complejidad de su herencia y enfrentando a los discursos sobre su identidad la pluralidad y la diferencia. Tal vez los americanos

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como Arciniegas y Paz vieron en el ensayo esa posibilidad de ser ellos mismos, de delimitar sus contornos, de fijar sus rasgos y de reconocerse en el espejo de la historia. El carácter festivo de Arciniegas reivindica el color, la alegría y la diversidad de un pueblo cuya vitalidad y capacidad creadora pone en cuestión muchas de las teorías científicas sobre la inferioridad o inmadurez de los americanos. Consuelo Triviño Anzola Prof. Visitante de Literatura Hispanoamericana Universidad de Cádiz.

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III. FRONTERA ENTRE DOS MUNDOS (Polonia, Checoslovaquia, Rumania) A Gabriela París 1973 - Bogotá 1982 Polonia... Bohemia... Rumania! Lo que fueron y lo que son... Por diez siglos una frontera que ha sufrido las embestidas de prusianos, rusos, turcos, y marca la raya divisoria entre Oriente y Occidente. Cuando el primer papa polaco que en veinte siglos viene a ocupar la silla de San Pedro, se asoma al balcón y bendice a doscientas mil personas que lo aclaman, desde esa ventana ve a Polonia tantas veces crucificada y se detiene su mirada en la plaza vieja de Cracovia, donde ocurrieron las escenas que pintó Jan Mateiko. El mundo ahora, por eso, contempla de nuevo la frontera, y regresan a la imaginación, Polonia, Bohemia, Rumania... y Cracovia, y Praga y Bucarest, y esas gentes que yo he visto llevando en el corazón el recuerdo y la sonrisa, y en la cara, la tristeza. De un saco de papeles tomo lo que fueron las notas de mis andanzas por esos reinos y otra vez llegan a mí los diálogos que tuve con mis amigos que, si algunos han muerto, ninguno escapa a mi memoria. Juan Pablo II, al inaugurar su pontificado, mencionó la novela de un polaco que vivió en Roma, donde se encuentra hoy el hotel de Inglaterra, en la Bocca d'Leone. Ahí puede leerse en mármol cómo en esa casa escribió Quo Vadis. Citar una novela un pontífice en semejante ocasión fue inusitado y nuevo, pero además correcto. Cuanto peregrino llega a Roma tiene como fondo para visitar a San Pedro o ver el Coliseo, el cuadro que pintó Sienkiewicz y en su compañía, de guía ineludible, recorre las ruinas de los palacios imperiales, llega al lugar donde fueron los teatros, los circos y las termas, y evoca la tragedia del pescador crucificado. Nadie mejor que aquel polaco para semejantes servicios. Es el hombre de la frontera graduada en el martirio. Oriente y Occidente marcaron el destino de las tierras que forman el confín. Las personas que nos guían no dicen nada y lo revelan todo. "Cambió la suerte voces alegres en silencio mudo...". Hablan de los antiguos reyes, de las leyendas de sus santos, de los ríos que sirvieron de espejo a pintores y arquitectos y constructores de puentes, muestran retablos y monasterios, paisajes y castillos... con cuanto pueden encerrar mil años de historia. Y con lo que callan, va apretándose una tierra firme para la amistad, y la confidencia.

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Las páginas que escribí son superficiales. Quedan sin recoger confidencias por razones que no hay que explicar. Toca al lector leer lo que no está escrito, cosa que no es del todo imposible cuando se palpa la calidad del velo que lo recata. El guía anónimo que nos conduce visitando las fronteras de la corona de alambres de espinas es un Sienkiewicz que nada dice, y que lo dice todo. Polonia, de Copérnico a Chopin Invitación al viaje He llegado alegremente a Polonia. Fuera de todos los encantos de la aventura, me entusiasma gastar una cierta cantidad de zlotis que aquí tengo, antes de que se pudran. Hace cosa de 3 años se publicó en Varsovia una traducción de mi Biografía del Caribe, con buena suerte. Desde entonces, tengo a mi disposición las regalías en el Banco Nacional de Polonia y sólo puedo disponer de ellas viniendo a gastarlas en el propio lugar. Cosa, no sólo razonable, sino, en mi caso, estupenda. Un amigo polaco me dijo en París: "Procure los coche - camas rusos: son magníficos". Había decidido viajar en tren para ver las cosas mejor. Al comprar los billetes en la agencia: "querría -les dije- ir en coche ruso". Son los únicos, me respondieron. Y así, desde que subí al tren en la Gare du Nord comencé a hacerme entender por señas. ¿Habla usted inglés? ¿Francés? ¿Italiano? ¿Español? Me respondieron los rusos: un poquito de alemán. Sin otra alternativa me lancé al ruso. Un ruso mudo, señalando con el dedo números de los billetes, valijas, pasaportes. El tren iría atestado, y los funcionarios despachaban con aspereza mi complicado asunto. Cuando estuvimos en nuestro compartimiento -mi mujer, mi hija y yo-, el ruso desató su primera sonrisa, una sonrisa de malicia, de triunfo, de todo comprendido. Su inteligencia había logrado lo increíble: colocar en su mundo -un mundo ruso- a tres criaturas que no eran capaces de hablar. Pronto comprendimos que nadie en el coche hablaba ningún idioma que nosotros entendiéramos, salvo la armenia del compartimiento vecino, el francés. Viajaba ella con el nieto, el nieto consentido, que acabamos por adorar en treinta horas de viaje. La armenia seguiría a Moscú. De allí -cuatro días más de tren- a su tierra. Nos había contado ya la mitad de su vida y sus negocios, cuando entró al coche, precedido de muchísimas valijas, un eslavo desconocido: ocuparía, para sorpresa de ella, su mismo compartimiento. El lecho del tercer piso. Los cuatro familiares

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que habían salido a dejar a este amigo reían desde el andén, viendo sus trabajos con las valijas, con la armenia, con el tercer piso. Todo lo cual se lo decían y comentaban con picardía en los ojos, que me hizo gozar lo indecible. La primera tarde, perfecta. El coche - cama ruso tiene una tradición secular. Creo que fueron los rusos, en el Transiberiano -época de los Zares- los primeros en introducir este progreso. Hoy no tiene ese tren los refinamientos del francés, la gracia del italiano, la perfección del alemán. Es un coche simple, sin llegar a la pobreza. Buena la cama. Lo estrictamente necesario. Alfombra. Al fondo del coche, el samovar. Cuando usted lo desea, el camarero le trae un gran vaso de té, en estuche de plata. Sólo el segundo día nos enteramos de que el tren no llevaba restaurante. De milagro, para la primera noche habíamos llevado fiambre. Lo que nos esperaba para el día siguiente era la geografía del hambre. En nuestro caso iban muchos otros. Al llegar a Poznam nos escribió en el vidrio "20" el camarero. Tendríamos veinte minutos para defendernos. No teníamos ni un zloty, para comprar una salchicha, ni otro vocabulario que el de los dedos. A dedo descubrimos la agencia de cambio, convertimos en zlotis unos francos, rompimos una fila -graciosamente nos cedieron el turno los de la cabeza- y provistos de salchichas y pan agarramos el tren en el último minuto. Todo sonriente, el camarero nos trajo, en estuches de plata, tres vasos de té. Así llegamos, sin decir una palabra, a Varsovia. Todo el mundo está en Varsovia Ya no cabe más gente en los hoteles. Ni hay asiento libre en los trenes. Esto -dirán los otros- ocurre en todo el mundo. Sobre la Costa Brava se han volcado los alemanes, Grecia está que no soporta un inglés más... Etcétera. Lo de Varsovia, o Cracovia, o los lagos o las montañas de Polonia es distinto. Polonia se llena de polacos y sólo de polacos. Polacos nacidos en Nueva York, San Francisco, Argentina o Brasil. Con cinco, diez o veinte años de anticipación, han hecho las reservaciones imaginarias y cada verano hay aquí una multitudinaria reunión de familia. El músico del Canadá, el profesor de Buenos Aires, el negociante de Brooklyn regresa a esta su tierra, o a la de los padres -que es lo mismo-para sentir de nuevo el aire de la patria. Una patria mil veces desgarrada. Encogido a causa de los vecinos. El mundo se ha ido llenando de polacos o poloneses peregrinos. No hay rincón adonde no hayan llegado alguna vez los hijos del Vístula, en no pocos casos llevando consigo un genio loco, un espíritu de rebeldía, una herencia romántica que ha acabado por hacer historia en tierras lejanas.

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En la primera mitad del siglo XIX había en París una Polonia tan beligerante, o más que en Varsovia, y música, novela, artes polacos infundían a la política una pasión capaz de contagiar a los extraños. En nuestro siglo, estas condiciones se aburguesan o asordinan, y decir hoy "los polacos" no sugiere la misma imagen de otros días. Cosa que nada significa. La trama tupidísima de estas muchedumbres que llegan a los hoteles derramando montañas de valijas, y recorren las calles de Varsovia rodando en los buses de vitrina, se diría que tapa el espíritu polonés. Y no. Es imposible no ver al fondo el ánima insomne de la más romántica de todas las naciones. Estos turistas polacos, nacidos en el otro mundo, cuando llegan a Varsovia, de Varsovia se mueven en todas direcciones. Van a aldeas de que no hablan las guías de turismo, y refrescan diálogos interrumpidos por un cuarto de siglo. Tal vez los niños no alcancen a estimar al tío legendario que andaba por el nuevo mundo. Pero hasta estos mismos niños desligados caerán en las mismas nostalgias que al volver cierta esquina del tiempo, sorprenden al más reseco y desentendido. Tengo pocos días de andar por Varsovia, y muchos años de mirar la contradanza en la comedia humana. Es posible que me equivoque. Pero estoy convencido de que hay algo distinto del turismo corriente en este de los polacos en Polonia. Habría que saber en qué proporción aparecen aquí entre los que llegan para el verano los de origen polaco y los que definitivamente son extranjeros. A España o a Italia vuelven todos los años cientos de miles de españoles o italianos, pero no forman caudal donde los "extranjeros" son corrientes amazónicas. Aquí reverdece Polonia como una gran familia. Y no salen de su pasmo los norteamericanos cuando encuentran en Varsovia más polacos que en Nueva York. Hay momentos en que quien llega a Atenas no se siente entre griegos, ni quien a la Costa Brava entre españoles, ni quien a Venecia entre italianos. Aquí, estando esto cuajado de turistas, da la impresión de que no se oye sino polaco, no se anda sino entre polacos, y se ha llegado, de veras, a Polonia. Donde fue, será y es No quedó piedra sobre piedra, ni ladrillo sobre ladrillo. Los funcionarios de Hitler cumplieron los deseos del amo, y Varsovia tenía que volver a comenzar a partir de cero. Con menos esfuerzo habrían podido echarse cimientos, para la ciudad nueva unos kilómetros más arriba, unos kilómetros más abajo, siempre a la orilla del Vístula. Pero hay algo en la naturaleza del hombre que no le permite apartarse del lugar mismo, bueno o malo, que ha enmarcado todas las tradiciones de su familia, sus amigos. Sus romances, sus negocios, su vida. En Varsovia, todo tenía

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que ser donde fue la placita del mercado, la catedral, la ópera, hasta el palacio real, aunque sin rey. Han pasado veinticinco, casi treinta años, y todavía pesa sobre esta gente el problema de tener un cuarto dónde dormir. Varsovia es una ciudad cerrada. Nadie puede moverse de otra ciudad, o de una aldea, o del campo, para llegar acá a agravar el problema de los nueve o doce metros cuadrados, límite actual que tiene un hombre para su habitación. Cuando por fuerza tiene el Estado que aumentar el cupo de habitantes, lo mide con estricto rigor. Se construyen gigantescos bloques multifamiliares, pero todo es poco. Varsovia había salido de la primera guerra como una pequeña ciudad que creció hasta el millón. Así va al comenzar la segunda. Entonces el problema de alojamientos fue resolviéndose a la manera burguesa con el contraste que sabemos: entre holgura y estrechez. Hoy la ciudad tiene un millón doscientos mil habitantes, y o pagan al Estado el alquiler o son dueños de su vivienda. El alquiler es ínfimo, pero hay que esperar turnos de años para lograr una adjudicación, y podrían escribirse novelas de novios haciendo cola. Comprar es un ideal esquivo, pero hay un sistema elástico en Polonia que la distingue de las otras repúblicas comunistas. Es posible salir a trabajar a otro país. A Suecia, por ejemplo. Quien lo logra, y permanece por fuera unos meses, puede regresar con un automóvil, o con posibilidades de comprarse un apartamento. Quien es dueño de un apartamento lo puede dejar en herencia. El ajuste íntimo de la vida tiene que correr las contingencias de la norma general. Un matrimonio que se deteriora puede divorciarse, pero como no es fácil hallar alojamientos, los divorciados seguirán viviendo bajo el mismo techo, en apretada estrechez. A menos que se combinen los divorcios y venga sólo un cambio de parejas... Para un escritor, un pintor, un músico, nueve metros son el tamaño de una tumba. Aquí puede venir, o viene, la mano del Estado que les favorece. Con eficacia relativa. El ministerio autoriza a un escritor para que compre un estudio adicional. Y, ¿de dónde saca el dinero que no deje flotando la autorización como teoría? He visitado en su casa a dos señoras que en otro tiempo fueron de los ricos de Polonia. Lo que hoy poseen es una sala grande dividida en dos ambientes. Se entra por un pequeño recibo que es al mismo tiempo cocina - estufa, heladera, derramadero, despensa -y algo así como una biblioteca para unos doscientos libros de bolsillo-. Como el escaparate de ropas es diminuto, los abrigos están colgados a la vista -no olvidar que en Polonia hay seis meses de nieve-. El baño se desarrolla en un metro cuadrado. De ahí se pasa al segundo ambiente. Es un dormitorio - comedor -sala de trabajo. Las señoras son de un decoro exquisito.

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Nos sentaremos ocho a la mesa, a manteles limpios, y deliciosa comida polaca. Ellas se mueven como si estuvieran en una sala ducal. Las dos camas se ven como dos sofás, anchos y acogedores. Todo es grato y cordial. Cuando todos salgamos, y se laven los platos y levante el mantel, una de ellas colocará su máquina de escribir y trabajará todavía un par de horas más... Y seguirá rodando el mundo como siempre. Un museo de lo monstruoso En un ángulo de la plaza del Mercado Viejo de Varsovia hay que visitar el museo histórico de la ciudad. Podría prescindirse de ir al museo nacional o la casa de Chopin: nunca dejar de lado este pequeño rincón que sólo retiene al visitante media hora. Lo dejará impresionado con imágenes que nunca escaparán de su memoria. El museo se compone de un vestíbulo en donde con alguna estrechez se moverán cincuenta personas viendo tarjetas postales y recuerdos para turistas. Al fondo, una sala vacía. En esa sala se proyecta una película, y eso es todo. Viendo la película se llega a los más negros abismos de la barbarie humana. No existe otro retrato de Hitler que lo muestre mejor. Las nuevas generaciones, y las futuras, deberían conocer en todo el mundo este documento. Está hecho en buena parte con películas tomadas por los nazis mientras iban ejecutándose las órdenes del Führer. Al fondo, música de Beethoven... La violencia de las imágenes se profundiza por la circunstancia de quedar el museo enclavado en la parte de Varsovia que con amorosa curia han reconstruido sus habitantes, fieles hasta el último detalle. La orden del Führer era tajante: arrasar a Varsovia. Que no quedara piedra sobre piedra. Disciplinados, sus oficiales lo hicieron en orden perfecto. Primero, habían echado a los judíos. A culatazos, con el látigo silbando, viejos y niños, mujeres y varones, despojados de todo, avanzan como río de miseria hacia los campos que todos sabemos. Luego, salió todo el mundo. Y ya, la ciudad vacía, a cumplir el deseo del capataz ensoberbecido: de la romántica Varsovia sólo habría de quedar el nombre en la historia, vagando como sombra perdida. Un oficial guiaba brigadas de soldados lanzallamas; iban llevando los incendios manzana por manzana. Cada manzana, previamente bañada en petróleo. Luego, el gran director de la orquesta de todos diablos iba apretando, en riguroso orden, unos botones. Se ve en el documental del estado mayor alemán, perfecto. A cada botón que oprimía, se derrumbaba un edificio de seis u ocho pisos. Se ve caer como en las películas. Unos segundos. El oficial se cerciora de que la cosa no falla, y oprime el botón siguiente... En pocos minutos, lo que era la hermosa fachada de una gran avenida, convertido en escombros. Y así el palacio real, y las iglesias, y los ministerios. Entre montañas

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de basura, una imagen de Jesús, la mano que saludaba en Jerusalén, queda señalando a un cielo negro de tierra, de humo, de miseria. Pedazos de Cristos, muebles destrozados, espejos rotos, jarrones de Sevres en añicos. Dicen que el noventa por ciento de la ciudad quedó en escombros. Se ve en vistas a vuelo de pájaro. Y lo que hubo antes: aquella Varsovia, pequeña Viena, risueña, de cara al Vístula, con palacios a la francesa, barrocas las iglesias, teatros para las noches de gala. Final de la guerra. Varsovia comienza a recuperarse, a partir de la liberación, bajo la bandera de Rusia. En esto hay algo paradójico. Se ve en la plaza del Mercado Viejo de la ciudad antigua, la han reconstruido los polacos como quien le devuelve el corazón al cuerpo. ¡Es el monumento a la burguesía! Casas italianas, con cornisas de oro y muros grafiados, de los burgueses que trajo el Renacimiento quizás a un tiempo con la reina Bona Sforza. Cerradas las calles con cadenas, en dos cuadras a la redonda, no entra automóvil. Quien se arrima a una mesita a tomar helados en el centro de la plaza mira ese marco de nuevas casas viejas, con todos sus oros y calcomanías, como un sueño de gloria -pero gloria burguesa-, después de la pesadilla macabra que vio en la película del museo. A las orillas de un río Las aguas del Vístula, color arena, cambian con el tiempo. Unas veces parecen de oro; otras, de cobre. En estos días de verano, caminar en la tarde dos o tres kilómetros por el paseo de la orilla izquierda es ver a los enamorados con aire de idilio de otro tiempo. Por los tres puentes que unen las dos mitades de Varsovia, a los lejos, trenes y autobuses rojos: cohetes que llevan lejos de nosotros los afanes ajenos. Entre la calzada de nuestro paseo y la cara de cemento y ladrillo de la ciudad, hay una faja verde de árboles y prados de cien metros. Mirando desde nuestra terraza hacia abajo, está el Vístula de todos los tiempos sirviendo para los del otro paseo: los que se apretujan en el puente de los buques que llevan hasta el Báltico... Sin correr el río entre muros de pierde sus playas de Varsovia hacia fuera se llenan de jóvenes bañistas- estas aguas no están urbanizadas. El Vístula de ahora es más como un río de América que de Europa. La diferencia está en el cuento. Caminamos con un amigo, dueño de unas tierras en las afueras de Varsovia. Antes de la guerra tenía allí una fábrica de ladrillos. Ocho millones de piezas al año... Le volaron la fábrica. Sólo quedó en pie el edificio de la administración, ahora su casa. El río, nos dice, corría entre los dos campos. A la izquierda, los

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alemanes; a la derecha, los rusos. La batalla fue resolviéndose en favor de los rusos. Los alemanes ordenaron evacuar a Varsovia. Mi casa se convirtió en hospital. Cuatro, cinco veces entré a la ciudad casi desierta para conducir las ambulancias que los propios alemanes me dieron. Pude sacar heridos a centenares. Cuando no quedó nadie, metódicamente fueron volando los nazis casa por casa. Los rusos deberían entrar a una montaña de ladrillos humeantes... En el museo nacional hay una sala dedicada al Canaletto. De los tres Canalettos venecianos, uno, Bernardo Belloto, se radicó en Varsovia. Lo que los otros hicieron dejando, con Guardi, la visión más completa de los canales de San Marcos en la laguna del Adriático, Bernardo lo realizó en la ciudad del Vístula. Es la mejor historia de colores que puede consultar el visitante para entrar en la ciudad antigua. Este Canaletto reproduce los palacios, jardines, plazas, grandes avenidas de fines del setecientos con la precisión de un fotógrafo, en una región que no tiene la luz de Venecia sino el aire misterioso que viene de unas llanuras cubiertas de nieve profunda seis meses al año y de los bosques vecinos, bosques de jabalíes, osos, renos y lobos. Si las aguas del Vístula hablaran -y hablan a quien las quiera escuchar- contarían -y cuentan a quien las interroga- la historia que se han llevado sus espejos fugitivos. Lo del setecientos, ahí está en las telas del Canaletto. Entonces bajaban las casas hasta la orilla: se bañaban los quicios en el agua. Se reflejaban lindas fachadas, se duplicaban las siluetas de las barcas -casi góndolas-. Oros y granas y marfiles, disputándoles el campo, entre las aguas, a verdes bosques y prados y jardines. Las carrozas doradas, con portezuelas de paisajes en laca, cuatro o seis troncos de blancos caballos, arneses dorados, lacayos de flamantes libreas, bajaban de las avenidas a la orilla, y versallescamente todo se convertía en una estampa de alamares, peluca, polvo de arroz. Aquí también hubo, diría Alfonso Reyes, corte de Alfeñique... El corazón de Chopin En la avenida del Nuevo Mundo -Nowy Swiat- está la iglesia donde se conserva lo que Chopin quiso dejar a su tierra: el corazón. El monumento es sencillo: un medallón de mármol, con el relieve de la romántica cabeza, y la inscripción de rigor. Jamás pasan sin llegar a este lugar estudiantes del mundo entero. Dejan como recuerdo los escudos de sus escuelas. No hay nombre de héroe alguno que se oiga y repita tanto como el de Chopin en una tierra que de veras llevaba él en el corazón. Cuando Chopin vivía había dos Polonias: la una tenía su capital en Varsovia, la otra era París. Era la época revolucionaria de los románticos de la

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libertad. Las últimas palabras del héroe: "Polonia ha muerto, pero yo soy polaco", resonaban en la Marsellesa de emigrados que cantaban: ¡Polongne vit encore - Puisque nous vivons! Todo lo que en la música de Chopin nos hace estremecer como pasión poética, en los nocturnos, para el polaco tiene un sentido nacional. Él no puede olvidar a aquel iluso peregrino que se exaltaba y hacía saltar el piano con la desmesurada fuerza de su naturaleza enferma y febril, ya estuviera en París o en Mallorca... Era una antena receptora, recogiendo la onda patriótica. Y oír hoy en Varsovia esa música es meterse por el oscuro laberinto de desencantos, ilusiones, heroísmos, derrumbamientos y resurrecciones. Si usted va a Varsovia, visite su casa en la calle Przedmiescie; vaya el domingo a oír el concierto de las doce del día en los jardines del palacio Lazienki; conozca la casa en donde nació en Zelazowa Wola. Y ante todo no olvide el museo de Chopin... es lo primero que se encuentra en las guías, y lo que cualquier polaco dice a quién proyecte venir a Varsovia. Lo mismo aconsejan al llegar. Así, el primer día, he ido al museo Chopin, en la noche. Un pianista venido del Canadá -Czeslaw Kaczynski- daría un concierto. Es difícil encontrar una sala de conciertos conservada con tanto decoro, amor y nobleza como esta del museo Chopin. Ese niño que a los ocho años ya escribía una obra importante y que a los diez recibía una medalla de oro de un artista que lo consideraba genial obligó a Schumann a exclamar el primer día que lo oyó: "¡Hoy ha nacido uno de los grandes de Polonia!". Así va apareciendo, a través de los documentos del museo abriéndose camino en las largas noches de Cracovia, de Varsovia. Czeslaw Kaczybnski inició su concierto con Bach, Brahms, Ravel y Debussy. Se trataba de una simple presentación para entrar en materia. No se puede ejecutar una obra de Chopin sin ponerse en forma. El atrevido pianista sacudía el alma de los poloneses que lo escuchaban. Aquellas notas límpidas que caen en medio de los cantos, aquellas tempestades apasionadas, llegaban con doble eficacia al auditorio. Jamás, nunca pasó por la mente de Chopin hacer nada vecino a una Marsellesa. Pero ese fondo universal de su música que para el buen polaco es fácilmente perceptible convierte en música patriótica el más cándido pasaje. Es algo de aquello que ocurría en Paderewski, o que pasa en Casals en nuestro tiempo. Lo obvio en Chopin es haberle dejado a Varsovia su corazón. Lo obvio para el polaco es el estar Polonia toda en el corazón de Chopin.

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Zelazowa Wola No sé si Zelazowa Wola sea el rincón más romántico de Polonia, pero puede ser el más romántico del mundo. Vieja casa de campo, a 54 kilómetros de Varsovia, se agazapa entre el jardín más florido que pueda recordar el nombre de un músico. A este santuario llegan los hijos de Polonia todos los días. A ver brotar malvas y rosas, a cerciorarse de que su patria conserva la frescura original. Bajo los árboles, de lejos, se ve el pórtico entre las ramas de los manzanos en flor. Suben tanto como la altura de la casa. Los muros cubiertos por las enredaderas. Atrás, las malvarrosas de las casas campesinas de Polonia. En torno, en cuadras a la redonda, flores y flores en desorden romántico, estanque de lotos, y a cien pasos, el río estrecho y callado reflejando la bóveda de los árboles que apenas mece el aire. Todo esto, en recuerdo de aquel Federico Chopin que allí nació el 22 de febrero de 1810, y de donde debía partir en 1830 para no tornar nunca a Polonia. Llevaba en un cofre de plata un puñado de su tierra, y en el alma, polkas, cracovianas, polonesas, para tenderlas sobre el mundo como eterno manto musical. Chopin vivió poco en su casa natal. Pero siempre que estaba en Varsovia venía a pasar ahí sus días de ocio y ensueño. La última vez, cuando ya el coche rodaba camino del viaje sin retorno, oyó, al alejarse, la música con que sus amigos lo despedían. Esa música popular de dónde sacó él una inspiración revolucionaria, con aires que no entendían los maestros, pero que fueron abriéndose camino por el mundo. La casa Zelazowa Wola parecía olvidada. Hoy, las flores brotan con un furor que hubiera enloquecido a Chopin de ternura si alguna vez hubiera visto tantas en unas cuadras alrededor del sitio donde se meció su cuna. Quienes más hondamente lo recordaban, a cuarenta y tantos años de su muerte, decidieron devolverle a Zelazowa Wola la fisonomía que tuvo cuando él nació. Con Paderewsky a la cabeza, retomaron la casa y la convirtieron en lo que es hoy: el lugar en donde el espíritu de Polonia se convierte en flores, los visitantes recorren en silencio los senderos del jardín, se detienen frente al estanque de los lotos, caminan lentamente y en un cierto momento paran. Entonces no se oye ni el paso de un niño. De la vieja sala sale una música que se difunde en torno. Como si las manos del de los nocturnos estuvieran diciéndonos sus confidencias. Razón tuvo Hitler, en su tiempo, prohibiendo que esta música pudiera ser oída en esta tierra... Y es tremendo hoy oírla, no en una sala de París o Nueva York, sino en Zelazowa Wola. Aquí la música está en el aire, en el ambiente. Cuentan que cuando se devolvió a la casa su ser original, un antiguo sirviente señaló el árbol a cuya sombra Chopin

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tocaba. En ese lugar se sentaron al piano los dos más famosos de la época. Fue algo como aquella canción con que lo despidieron sus amigos: "Aunque te vayas de nuestra tierra, aquí queda tu corazón...". Había algo de compensación sentimental. Chopin llegó a París con 14 polonesas, 20 mazurcas, 9 valses, 8 nocturnos: Toda Polonia en una caja de música. Como aquí, entre los cuatro costados de una casa vieja. Los rusos en tierra ajena En el centro de Varsovia se alza una torre de treinta pisos. Es el Palacio de la Cultura. Domina la ciudad. La construyeron los rusos como un regalo a la ciudad que resurgía de los escombros. Modelo de arquitectura staliniana es, al propio tiempo, el monumento que a sí mismo se erigieron los rusos en recuerdo de haber sido los libertadores. Los hijos de Varsovia dirán siempre al visitante que la más bella vista de la ciudad se logra subiendo al último piso. ¿Por qué? Porque no se ve la torre. El estilo staliniano, desde luego, choca con el espíritu polaco. Pero en este caso simboliza lo peor para un pueblo que durante diez siglos viene luchando por ser independiente y libre. Cuántas veces ha perdido estas conquistas, ha alentado su voluntad de reconquistarlas. Es irónico seguir hablando del ejército libertador y de la liberación de Polonia, cuando los libertadores se apresuraron a imponer el régimen en que hoy se vive, en que nadie se atreve a hablar, y si lo hace es en voz muy baja. Los mismos tanques que aplastaron a los nazis volvieron la cara para amedrentar a los polacos. Seguramente Varsovia libre sería tan socialista como Estocolmo. Nadie desconoce las ventajas de tener médico, medicina y hospital gratuitos, escuela obligatoria o gozar de un sistema de tranvías eficaz a precio mínimo. Lo que nadie acepta es la independencia perdida. En cien habitaciones de una residencia de estudiantes en París se encontrarán cien enormes retratos de Lenin, como en cualquier estudio de un latinoamericano de menos de veinticinco años, en Bogotá, México, Caracas o Lima. Donde no se ve uno es en Varsovia. A lo mejor habría muchos retratos de Lenin en Varsovia si Polonia fuera libre, tan libre como la imaginaron quienes le dieron la vida hace mil años. Toda piedra que recuerde algo querido a los polacos es piedra consagrada a quienes en esos mil años han luchado por hacerla independiente y libre. En diez siglos este país atormentado ha tenido que enfrentarse o contra una Alemania avasalladora que los ha perseguido desde los tiempos de los Caballeros Teutónicos hasta Hitler, o

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contra una Rusia que, desde que Polonia se hizo, el año 966 hasta hoy, ha tratado de reducirlos, de colonizarlos. Los polacos sueñan en su liberación lo mismo dormidos o despiertos. Ese ha sido y es su destino. Cuando dándole la espalda al palacio del partido -grande como el más grande parlamento del mundo- mira el polaco la grande avenida que tiene al frente, siente un alivio de esperanza. Se llama Nowy Swiat: Nuevo Mundo. A Varsovia ha llegado la anécdota de un rico colombiano que se mostraba satisfecho de que su hijo se hubiera ido a estudiar a Moscú. Un amigo se lo censuraba, y él le dijo: - ¿lo que usted quiere es que lo mande a París para que se me vuelva comunista? Si el Palacio de la Cultura es la Torre de Varsovia, el Palacio del partido es para la ciudad como el capitolio para Washington. Desde sus centenares de oficinas -tiene más cubículos que un panal, y más calculadoras que el Banco del Estado- se controla la vida de Polonia, al modo soviético, en sus menores detalles. Desde allí se premia a quienes se someten y escriben loas, y se castiga a quienes resisten, piensan o dudan. Sobre el mecanismo normal de la administración se impone lo que el partido decide. Pesaba menos España absolutista, con su Inquisición, sobre América colonial, que Rusia socialista sobre Polonia. La paradoja sangrienta en la historia de estas "democracias" está en habérsele dado el nombre de Varsovia al pacto bélico que hace cuatro años sirvió para arrasar a Checoslovaquia con tropas de Polonia misma, y de Rusia, Alemania soviética, Hungría y Bulgaria. Esas tropas fueron a echar una capa de plomo sobre la muy relativa independencia del país hermano. Nadie habla tan apasionadamente como el polaco cuando calla. Ni hay una patria más viva y elocuente que esta Polonia ardientemente muda. La apasionante historia de Jan Matejko Entre los más grandes y los más ignorados pintores de Europa está Jan Matejko. Matejko es para Polonia lo que Delacroix para Francia o Rubens para María de Médicis, y un poco más. Si Matejko está marginado en la historia del arte, si no está en el Louvre, es por el avaro y justo deseo de los polacos de retener en Varsovia o Cracovia la totalidad de su obra. Genial y grandioso en la proyección de los momentos estelares de la historia polaca, el testimonio que él aporta no es sólo la continuación de una pintura de acontecimientos con antecedentes tan ilustres como la "Rendición de Breda" de Velázquez o la "Ronda Nocturna" de Rembrandt, sino que refleja esa otra Polonia profunda y atormentada que llevan en el alma los hijos de Cracovia, de Varsovia. Lo que no dicen hoy los polacos, a gritos lo publican estas inmensas pinturas. Ante ellas detiene los pasos aun el más

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premuroso visitante del museo. No hay en cada cuadro de éstos un solo personaje que no esté retratado en cuerpo y alma, con una profundidad que crece cuanto más se lo contempla. Matejko coloca delante del hijo de Polonia aquellos tiempos en que sus reyes extendían las fronteras de la patria del Báltico hacia oriente y las llevaban hasta el mar Negro, cuando reducían y humillaban a zares y a príncipes de Alemania y en manos de los reyes de Polonia estaba la defensa del mundo occidental. Estremece ver hoy, teniendo al fondo todo lo que luego ha ocurrido, al duque de Prusia, Alberto de Bandeburgo, de rodillas ante el rey Segismundo. El Rey le presenta, abierto, el libro de los Evangelios para que Alberto, último maestro de los Caballeros Teutónicos, con la mano puesta sobre él, le jure sumisión. De un lado aparece allí la humillación de los prusianos; del otro, la magnanimidad del vencedor que tiende la mano victoriosa con aire de nobleza parecido al de Marco Aurelio en el bronce del capitolio romano. Tirado al pie del trono está un bufón que mira irónico el significado de todo esto. El bufón es el propio Jan Matejko, el pintor, notario simbólico de la vida de su pueblo. La presencia de Rusia en este teatro de la pintura es parecida. El duelo mortal en que se empeñaron Rusia y Polonia ocurrió en tiempos de Iván el Terrible y el rey Estaban. Iván, movilizando sus hordas bárbaras, empujaba hacia el Báltico resuelto a poner allá las banderas de Moscú. El rey Esteban decidió detener la amenaza. Reunió un ejército de 60.000 hombres con 600 cosacos en la vanguardia y 10.000 caballeros de Lituania. Se unió a los suecos. Convirtió el país en fábrica de cañones. Iván el Terrible tenía para oponerle 200.000 hombres. La guerra duró cinco años. Esteban fue tomando una a una las ciudades fuertes del moscovita, con una precisión estratégica de maravilla, hasta que cayeron los últimos soldados de Iván en Psków, y el Zar tuvo que rendirse firmando la paz en Kiwerowa Horka. Toda Livornia quedó en manos de Polonia. Jan Zamoyski, el gran canciller, cuyo retrato en el lienzo de la profecía de Skarga es una de las obras maestras de Matejko, decía ante el gran consejo del Rey en 1851: "Es cosa probada que el enemigo moscovita no respeta la paz sino mientras la necesita. No nos basta arrancarle las plumas e impedir que reaparezcan. Hay que cortarle las alas y echarlo del mar para que no le lleguen socorros, ni material de guerra, ni ayuda humana. Sí: hay que cortarle las alas, y echarlo atrás...". Matejko ha recorrido toda esa historia en un cuadro monumental: "Esteban después de la victoria de Psków".

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El rey bajo la tienda está sentado en su silla de campaña más seguro que en la del trono en Cracovia. Sobre las piernas ha puesto la espada. El embajador moscovita, de rodillas, le presenta en una bandeja los símbolos de su entrega. Quienes lo siguen, grandes de Moscú, en cuatro patas, pegan la cabeza contra el suelo, o miran con los ojos saliéndose de las órbitas, la escena increíble. Un jesuita, de los que están recién instalados en Polonia, mira con la mirada de acero y las manos inmóviles de los de su orden, esto que no esperaba de su paso por el reino. Los generales de Polonia asisten a este final de la victoria con un aire de reposo y grandeza. El cuadro no representa un incidente insólito en la Polonia de otros tiempos. Todavía en 1610 el capitán Zolkiewski se cubrió de gloria en la batalla de Kluszyn, llevando prisioneros a Varsovia al Zar y a sus hermanos... Quienes nos llevan hoy a los museos no se detienen a explicarnos nada en los cuadros de Matejko. En las librerías no se encuentran reproducciones de estas obras. Pero una vez que se las ha visto, no se olvidan. Jan Matejko es un pintor cabal, grande entre los grandes de Europa. Si lo ignoramos es por el misterio de su espíritu patriótico, que se pierde en las llanuras sin límite de la gran Polonia, adonde no llega la curiosidad del mundo. Faras la maravillosa Entre Nubia y Egipto existió una vez un reino cuyo nombre quedó escrito en la arena. Mil años de soledad lo borraron de la memoria de los hombres. Se llamó Faras. Un estrecho brazo del Nilo lo separaba de las móviles arenas, infinitas. Al frente habría unas minas de oro, fabulosas. Lavando arena era mucho el oro que quedaba en el fondo de las bateas, en los primeros siglos. Luego, el polvo dorado fue adelgazándose, y todo fue arena, arena, arena. En tiempos faraónicos, Faras tembló como una llama bajo el ala mágica de Tutankamon. Luego, sus torres -si las hubo- se vieron coronadas: Los soberanos de Nubia fijaron en Faras su capital. Más tarde pasó a ser la de un reino cristiano: bajo esta luz hay que verla con arcángeles y apóstoles bizantinos, y el soplo de la emperatriz Teodora que en las paredes pintadas de la catedral mecía las alas de los ejércitos celestiales. En esas mismas paredes -se comenzaron a pintar en el siglo VII, y pintándolas siguieron artistas anónimos hasta el X- se ven saltar unos ágiles caballos árabes urgidos por el afán de tres reyes magos, y la estrella de Belén abriendo sus pétalos agoreros en un cielo de tierra coloreada. Luego Faras quedó abandonada. Todo lo borró el viento. Caminaron las dunas a paso de camello y cubrieron patios, estancias, los muros de la fortaleza, el viejo monasterio, la catedral. Hay un momento de diez siglos en que el paso del tiempo y el de la arena caminan al

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mismo ritmo silencioso, y así el viento se lleva su memoria. Lo que hoy queda de Faras lo dice una Santa Ana enigmática, de grandes ojos abiertos al misterio, con un dedo sobre labios. El silencio de esta belleza rescatada hace apenas diez años es el poema de la gracia de Faras. Esta Santa Ana se ha comparado, por lo insoluble, y por lo bella, a Gioconda, la de Leonardo. La Santa Ana de Faras, por eso, se ha llamado la Gioconda de Varsovia. Y, en efecto, llegará un día en que gentes de todo el mundo se detendrán a ver esta imagen, infinitamente más simple que la dama del Louvre, pero nunca menos intrigante, ni menos sugestiva, ni menos bella. El trabajo para rescatar a Faras del olvido fue empresa de años. Hace sesenta, el arqueólogo Griffith, de Oxford, encontró en ese rincón de Nubia restos faraónicos y griegos, y árabes de los tiempos de Sarib el-Gebel. Griffith tocó la frontera donde comenzaba el mundo cristiano de los arcángeles, sin avanzar. El Colón de este otro mundo vino a ser un polaco de nuestros días, Michalowski, a quien he encontrado en el museo de Varsovia. El, de viva voz, me ha narrado su aventura. Siguiendo los pasos de Griffith, Michalowski comenzó con ochenta hombres a abrir un foso que alcanzó 33 metros de longitud, seis y medio de ancho, diez de profundidad. Arenas, arenas, arenas que los obreros iban arrojando al Nilo, dejando atrás búhos y escarabajos faraónicos labrados en piedra, y largas alas de sagrados pájaros egipcios -aviones de piedra que todavía hacen guardia a las esfinges-. Hasta que un día, el 6 de marzo de 1961, comenzó a salir de entre la arena ¡la catedral! Lo que vino luego es cinematografía de contener el aliento. La represa de Aswan va levantando el nivel del agua. Ahora las dunas líquidas, irremediablemente, dejarán para siempre sumergidas estas Faras de siglos, borrada por el hombre. Michalowski moviliza los poquísimos recursos humanos de que dispone para desprender como calcomanías los frescos de la más antigua ciudad artística cristiana del Egipto y de Nubia. Mientras va levantando los colores, el agua le llega a los tobillos. Si naufragan estas imágenes, Faras quedará suspendida en la memoria como tela inasible que sólo han visto los ojos de estos sabios alucinados. Nada pasó. Los frescos rescatados se salvaron y hoy pueden verse, la mitad en Khartoum, capital de Sudán; la mitad en Varsovia, patria de Michalowski... La tumba del obispo Johannes Falta por escribir el misterio, el estupor, el deslumbramiento del arqueólogo cuando con su lamparilla va rasgando tinieblas de siglos y arranca a la piedra los secretos perdidos. Cuando Michalowski, el descubridor de Faras, fue sacando de

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las arenas de Nubia la catedral que nadie conocía, lo primero que tocó fue una piedra con una larga inscripción en lengua griega. Fecha: El año 606 de nuestra era. Con una escobilla iría él limpiando letra a letra, palabra a palabra, la oración que grabaron allí los fieles, hasta dejar en limpio este texto que leería con infinita emoción: "Dios de los espíritus y de toda carne, que destruiste la muerte y la arrojaste al infierno y que diste vida al mundo, concede reposo a tu servidor Johannes, obispo de Pakhoras, en el seno de Abraham, Isaac y Jacob, en el lugar de la claridad, en el lugar de la verdura, en el lugar del descanso donde ya no existen ni tristezas, ni penas, ni llantos. Perdónales todos los pecados cometidos de pensamiento, palabra u obra, tú que eres bueno y misericordioso, porque no hay hombre que viva y no peque. Tú eres el único que no pecó y tu justicia es una y eterna. Señor, tu palabra es la verdad. Tú eres la paz y la resurrección de tu servidor Johannes, obispo, y nosotros te glorificamos, Padre, Hijo y Espíritu Santo, ahora y en la eternidad, por los siglos de los siglos. Amén. Murió después del martirio el año 322 del mes Toth, a los 82 años de su vida". Devolviéndole la voz a quienes hace mil cuatrocientos años dejaron dormido este coro sobre el mármol, el arqueólogo seguiría apartando la arena y viendo la imaginería de aquel cristianismo primitivo, elemental. Deslumbrado, iría colocándose ante uno de los frescos más bellos en la historia del arte de Oriente y Occidente. Los artistas que los pintaron dejaban de lado la maestría -que conocieron- de escultores egipcios o griegos, para figurar no un renacimiento, sino el nacimiento balbuciente de la nueva fe. Con colores muy diversos -rojos, verdes, azules, blancos, brunos, oros... -, representaron a San Mercurio jinete atravesando con su lanza a Juliano el apóstata; a San Miguel arcángel protegiendo contra las llamas del horno a tres judíos: Ananías, Azarías y Misael; a la reina Marte con la Virgen protectora al fondo; a un joven príncipe bajo la misericordia de Cristo... a la Trinidad de las representaciones más antiguas: tres rostros iguales, como tres personas no distintas sino idénticas, para hacer más accesible el misterio teológico. Todo en un estilo pueril. El estilo en que parece nacer el arte. El arte niño. Veintisiete obispos, con sus nombres y sus fechas, han salido así a la luz de nuestro tiempo y vienen hasta nosotros con trajes y ornamentos que aún conserva -si los conserva- la Iglesia. Así, en Africa de Nubia, retroceden las fechas de la historia del arte, y una nueva imaginería sale, intacta, a recibirnos. Lo hemos visto -y hay que verlo-, en el museo de Varsovia donde el descubridor Michalowski ha colocado como en santuario la mitad de las pinturas descubiertas. Quien no vaya a verlas perderá una de las visitas mejores que puedan hacerse en la Europa de nuestro tiempo.

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La Torre de Cracovia y el "Hejnal" ¡Esta de Cracovia sí es la plaza vieja! Las piedras y hasta los ladrillos, todavía están en su puesto desde hace mil o mil quinientos años, y más. Eso, y cuanto se fue agregando, en cámara lenta, en diez siglos, parece de milagro que se haya salvado. Hace ochocientos años se trazó este enorme cuadrilátero -doscientos metros por cada lado-. Europa entonces era pequeña y en tinieblas, y la plaza de Cracovia como la plaza abierta del mundo. Llegaban los reyes con sus cortes y era un espectáculo de fierro, seda, encajes, oro y pedrería. Debió de ser una tapicería viviente ver arrodillándose ante el rey de Polonia al orgulloso humillado maestro de los Caballeros Teutónicos, príncipe de Prusia, rindiéndole vasallaje. Cuánto lujo y emoción en los torneos, cuánto duelo y pasión ahorcando traidores, cuánta liturgia y rezos en las procesiones, cuánto negocio en el mercado de trapos de los burgueses... para que ahora vengan en muchedumbre suecos y americanos a chupar helados cayendo como moscas en las mesitas que duplican en Cracovia el espectáculo de la plaza de San Marcos en Venecia. De los cobres medievales sólo queda el de un trompetero que cada hora, desde lo más alto de la torre mayor en la iglesia de Nuestra Señora, entona un aire medieval -el hejnal- en cada una de las cuatro esquinas. Da una señal vida que ha de expandirse a las cuatro puntas del globo. Al final, la melodía se corta bruscamente, y queda flotando una sensación de tragedia. La leyenda dice que el trompetero en los tiempos antiguos debía dar la alarma al acercarse las hordas de los tártaros, y que alguna vez no había terminado el hejnal cuando una flecha le atravesó la garganta. En el punto preciso de la melodía que ahora, en su recuerdo, se interrumpe. La iglesia de Nuestra Señora tiene dos torres de distinta altura, cuadradas, de ladrillos. Van elevándose en la simplicidad y sencillez del gótico más austero, hasta un cierto punto en que la una se corona con mucha gracia y engreimiento, dejando a la otra vencida en su ascensión. Dos hermanos se propusieron levantar cada uno su torre en señal de devoción y penitencia. El hermano mayor terminó la suya -la más alta que se eleva a noventa metros- y tuvo celos de que el otro pudiera superarlo rematándola con mayor belleza. Como correspondía al estilo de su tiempo, asesinó al hermano menor. Todavía puede verse en el museo el cuchillo del homicida. Al consagrarse la torre mayor, el fratricida confesó su crimen, y se arrojó desde lo alto del campanario. Desde el balcón del trompetero... Las calles principales de Cracovia, las que vienen de las puertas de la muralla, las que entran de los cuatro puntos cardinales, van a dar a esta plaza de mercado en

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signo de sumisión a la burguesía. Arriba, afuera, quedan el castillo y la catedral, montados en las peñas agrestes, alevosas. Aquí, en el centro, son las galerías del bazar por donde circula la clientela como en las tiendas orientales, como en Estambul. Y está la Torre del Ayuntamiento: único trozo del edificio viejo que se derrumbó o lo derrumbaron. La torre es de piedra color calavera, ruina en huesos. Pero no tan ruina. Metiéndose a los subterráneos, el pequeño espacio de la base de la torre se extiende en un laberinto de galerías inmensas adonde llegan en rebaños cracovinos y forasteros a tomar limonadas o café, en ambientes un tanto tenebrosos, burlando la resplandeciente belleza de siglos que se despliega en la plaza. La que intrépido divisó el trompetero legendario cuanto tuvo abajo, insultándolo, las hordas de los tártaros. Los turistas ahora tratan de agarrar al vuelo, quebrándose la nuca, el diminuto anillo de cobre, única cosa que alcanzan a ver del trompetero quienes tienen ojo zahorí, cuando llega la hora y aparece a noventa metros de altura la corneta. Los católicos de Polonia Para el polaco, el catolicismo es una manera -a veces la más vehemente- de expresar su patriotismo. Y Polonia una nación de patriotas. Por mil años la historia nacional ha sido de luchas o contra Rusia, o contra Alemania o Turquía. Polonia ha tomado la bandera católica para hacer frente al paganismo, a los mahometanos, a los protestantes. El ingrediente que une a este pueblo, cuyas fronteras se han ensanchado o encogido en un dramático forcejeo de mil años, ha sido el cristianismo católico. Lo mismo en la lucha contra Iván el Terrible que contra los caballeros teutónicos, o contra Hitler o contra el comunismo ruso. En el año 992 murió el príncipe Mieszko I habiendo creado el reino cristiano de donde arranca la historia nacional. Legó a su pueblo una Polonia libre e independiente, que bajo el rey Boleslao colaboró con el Emperador a imponer el orden cristiano, marchando contra las tribus eslavas, todavía paganas. Esto es lo primero que sabe un niño cuando se le enseña su historia. El año 1079 Boleslao II sometió a muerte cruel al arzobispo de Cracovia -Estanislao- por sospechas de alta traición. El pueblo se levantó contra el Rey. El Arzobispo fue canoni-zado y es hoy patrono de Polonia. En la monarquía polone-sa, donde el rey era elegido, quedó fijado un destino en que se unieron el Estado y la Iglesia, no para gozar de una vida tranquila, sino para padecer en una lucha heroica. Boleslao es un rey cuyo sepulcro no se encuentra en el panteón de Cracovia. Su tumba legendaria está en un claustro olvidado de Carintia, donde fue a expiar su

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falta. Y Polonia quedó abierta para la vida de los santos. La reina Santa Eduviges es la Santa Juana de Arco para los polacos. Siguen poniéndole flores en el bellísimo mármol de su tum-ba, en la catedral de Cracovia. La universidad la recuerda como la fundadora en 1399. San Casimiro fue hermano del rey Ladislao... A lo largo de las carreteras se ven en Polonia imágenes de la Virgen, antiguas y modernísimas, como en cualquier camino de Antioquia en Colombia. En las plazas de las ciudades hay Cristos, siempre con flores frescas. Les encien-den velas que ni el viento apaga. Me ha sorprendido no ver en parte alguna retratos de Lenin. Sistemáticamente he acabado por comprobarlo en casa por casa de las no pocas que he visto. En cambio, la vieja tradición del icono familiar se refresca con imágenes de todos los tamaños y colores. Jamás faltan en las salas, que hoy son alcoba y comedor, el Sagrado Corazón, la Cena de Leonardo, Jesús en el Monte de los Olivos, y ante todo la Virgen Negra de Czestochowa que toda Polonia lleva en el alma. Por curiosidad he contado en una sola sala siete pinturas religiosas. Y retratos. Los polacos se encantan con las fotografías -ahora en colores-. La primera que se ve siempre es la de la primera comunión. No creo que haya empedernido comunista en esta tierra que no conserve con vidrio y moldura su fotogra-fía de la primera comunión, y la de sus hijos... Las niñas con sus coronas de flores, los niños con la cinta en la manga. Todos con el cirio en la mano. Con natural impertinencia he preguntado si los políticos van a misa. Cada día se reúnen en las iglesias de Polonia cientos de miles de personas. Más que en la plaza el Primero de Mayo, que sigue siendo el mes de la Virgen. Me han dicho: si van los políticos locales a misa, pero no a la parroquia en donde ejercen... Este rasgo de humor es posi-ble que sea tan cierto en quienes me lo dicen como en quienes de veras lo hacen. Lo que impresiona es ver en cada ciudad el gran museo de Lenin. El de Varsovia es un palacio enorme, vacío. Al menos cuando lo visité. No he ido a ningún otro museo, ni castillo, ni palacio, ni iglesia con tesoro artístico, en donde la afluencia de visitantes polacos, de niños de escuela, no obligue a abrirse camino con los codos. De las once a las doce de la mañana, en el museo de Lenin, sólo había dos visitantes: mi señora y yo. La iglesia de Polonia es hoy más flamante que en el resto del mundo. En Poznan visitaba la prodigiosa iglesia de los franciscanos, del más amazónico barroco, cuando se cele-bró un matrimonio. No duró menos de una hora la ceremo-nia. Leyeron a los novios no sólo la epístola de San Pablo, sino mil cosas más que no pude entender. La comunión no se recibe de pie sino, como en los tiempos

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pasados, de rodillas. Los curas, las monjas, los frailes andan por la calle con sus antiguos hábitos. En una aldea nueva, saliendo de Cracovia, vi aglomeración de gente un domingo. Creí se trataba de alguna manifestación obrera. Era la misa. Se celebraba en la calle, pues aún no se ha construido la iglesia. He vuelto a ver casullas bordadas con hilos de oro. Al conocer el maravilloso retablo de la iglesia de Nuestra Señora en Cracovia llegan en muchedumbre los turistas. Pero hay siempre más polacos que turistas. Es parte de 1a educación cultural llevar a los niños de las escuelas. En este caso, los niños llegan hasta el altar, se arrodillan y, como decimos nosotros, se echan la bendición. Todo hijo de esta tierra, en diez siglos, ha tratado de estar lo más cerca de la protección divina en tiempos difíciles. Y así hoy. El oro del retablo Media hora antes que el trompetero anuncie las doce, desde lo alto de la torre de Nuestra Señora, entramos a este templo de Cracovia y del mundo. La música del órgano llena el aire y físicamente se tiene la sensación de irse acer-cando al misterio de la creación humana o en la noche iluminada del gótico o en la ardiente liberación del barroco. Estas palabras -gótico, barroco- nos llevan de la mano en toda Polonia, sin que nos sea posible desatarnos de ellas. Lo que se ve al fondo de la iglesia, en el altar mayor, es ya algo como las puertas del paraíso. Son las del retablo, ahora cerradas. En doce escenas de oro y esmaltes, la vida de la Virgen. Desde el encuentro de Santa Ana y San Joaquín, hasta la aparición de Jesús Jardinero. ¿Se ha escrito, jamás, una novela mística que pueda superar a ésta en dramatismo, en milagrosa belleza, en frases como aquella de "Llena eres de gracia"? Todo eso está en esta puerta. El templo conserva los colores del gótico, cuando las paredes eran una geometría de celestes, bermellones, ne-gros, rojos, y legiones de ángeles y querubines... Naves, arcos, y ventanales tenían la misma magia. La luz pasa a través de vidrios de colores: leyendas sacadas de los Evange-lios, vidas de santos. Bajo un cielo de azul de mediodía, cuajado de estrellas de oro, colgando del arco triunfal, un Cristo. La cruz bizantina, gigantesca, sube rompiendo el aire puro, como decía fray Luis. (Lo primero que el visitante encuentra al entrar es la imagen de la Virgen Negra de Czestochowa, presente en las casas humildes, y en las altas de Polonia). El órgano lleva en crescendo la música. Pero hay un instan-te en que se adelgaza casi en silencio. Se acercan las doce del día. Un viejo sacristán, melenudo y cano, el pecho cubierto de medallas, se acerca al altar con una vara rematada en

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gancho de fierro. Se alcanza a oír el toque del trompetero que anuncia desde la tierra, con el aire del hejnal, la hora. El sacristán, lentamente, abre las puertas del retablo. La vida de la Virgen escapa a la vista... y va apareciendo el más famoso de los retablos del mundo, consagrado por el maes-tro Wit Stowsz al adormecer de la Virgen. La música termi-na: carece de sentido. Ahora, es un silencio que cae de rodillas. Un rito, único en el mundo. Hoy el retablo tiene mucho más oro del que le puso Wit Stowsz años antes de que Colón llegara a América. Stowsz tallaba en madera de tilo que ha resistido a los siglos. Más que dorar, policromaba. Pero no hay que alarmarse. No todo es oro en el retablo. Es una floresta de oro, son mil ramas doradas, que sirven de pajas de nido a esta obra. La Virgen se está adormeciendo y es la más bella durmiente. Ya no la sostienen las rodillas. Se va desgonzando. Las manos caídas son como si la oración que las juntaba se le escapara. Los doce apóstoles miran al cielo la ascensión anticipada, o contemplan el vacío en torno, como si sus propias madres estuvieran derrumbándoseles. Juan, el que solía dormirse, más alto que todos, con los brazos unidos en las manos trenzadas, forma una corona que anticipa la que le coloca-rán en los cielos a María, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Prodigios. Hay que verlos o parándose sobre la tierra firme del siglo en que ocurrieron, o en el milagro de nuestro tiempo. De cómo se salvó Cracovia de la ira monstruosa de los nazis, de cómo el retablo de Wit Stowsz tornó a su iglesia es caso de rara fortuna. El tríptico tiene trece metros de altura y once de anchura. El terror se apoderó de los pola-cos, durante la invasión nazi, cuando sintieron los pasos de la bestia. ¡A desmontarlo! A esconderlo en Sandomierz, donde los alemanes lo encontraron, llevándoselo a Nuremberg, a un subterráneo. Cuando terminó la guerra, se dieron los polacos a la caza del tesoro perdido, lo hallaron y a Cracovia llegó. Les volvió el alma al cuerpo. En 1957 se colocó en su puesto. Ahí, cada día abre las alas a las doce, y se renueva cotidianamente la maravilla de su descubrimiento. Segunda visión del ignorado tesoro de Cracovia El arte móvil de nuestro tiempo es apenas un entreteni-miento infantil de juegos visuales y mecánicos, comparado con este tríptico del siglo XV. Wit Stowsz presenta entre las ramas doradas del crepúsculo medieval, imágenes escultóri-cas de colores que se mueven sobre el crepúsculo de un siglo, aurora del Renacimiento. El altar es el más grande de la Europa gótica. En doce tableros escenas de la vida de Jesús y su madre desde el poético encanto de María niña

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cuando sube ya sola la escalera del templo y descubre en el altar ¡un niño Dios! hasta los dramáticos momentos de la crucifixión, el descendimiento, el entierro del Señor. Doce páginas en colores se cierran por encanto, y se abren las dos alas y queda a la vista la representación del gran teatro místico. La escena central, el adormecimiento de la Virgen. Los apósto-les, en tamaño natural, asisten al tránsito. María lentamente se desmaya, apenas sostenida por San Juan, viril, de barbas mesiánicas y melancólica mirada distante. Este arte de bisagras mágicas fue en siglos pasados co-mún en los trípticos. Hasta las familias viajeras llevaban cofrecillos diminutos que eran altares portátiles. Cuando los abrían en la noche en las posadas, se prendían colores a la luz de las candelas. El altar de Cracovia es la misma idea en proporciones tales que cuando el altar abre sus alas, se abren las puertas del paraíso. Entonces, se ven ángeles voladores entre rayos de oro, diablos de piel comida por la sífilis con narices de pico de águila, taimados doctores de la ley, figuras divinas de santos, manos entrelazadas como las letras de monogramas místicos, manos suplicantes, manos rudas de apóstoles que fueron campesinos y pescadores, ángeles con el cuerpo todo de plumas, verdugos groseros que sacan la lengua maldiciente, el soldado incendiario que levanta la tea contra el viento, una Eva desnuda que se arrodilla en el Limbo cuando llega Jesús, diablos medievales con cuerpo de lagarto que descienden de las rocas para interponerse entre el Salvador y la humanidad suplicante, batallas entre soldados que van a prender a Jesús y apóstoles que por un momento se atreven a defenderlo... Todo esto, diabólico y divino, contradictorio y batallador, levemente tocado de un barroquismo apenas contenido. Lo hizo Wil Stowsz en el filo del cuatrocientos al quinientos, cuando a Cracovia llegaban la oleada del huma-nismo, el aviso del Renacimiento, los resplandores últimos de los siglos góticos. Cracovia de la frontera, mitad eslava, mitad germánica. Ese mundo humano y divino, en rostros bigotudos, de vigoroso realismo, es la época de Stowsz. Todo, tallado a la maravilla, con oro que, a pesar de no ser aún de América, se fundía como en El Dorado. Los ángeles volantes, las telas en cuyos pliegues se complacían enton-ces los artistas, la mesa familiar, la armónica de fuelle que toca el ángel, el fuego que envuelve en llamas la calde-ra donde hierve el agua... ¿qué no hay en el altar de Cra-covia? Wit Stowsz fue oriundo, quizás, de Nuremberg. Viajó a Cracovia de treinta años. De regreso a Alemania Jacobo Boner lo dejó sin un cobre. Algunos lo tuvieron por escanda-loso y turbulento. Dejó trece hijos de dos mujeres: Estanis-lao, que hacía

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tallas en madera; Florián, aurífice; Jan, pintor, etc. Nació Stowsz años antes que Tilman Riemenschneider, el de los altares de madera de Rotemburgo, pasmo de Alemania. Auschwitz A unos cuarenta kilómetros de Cracovia, Auschwitz. Una enorme entrada, como la del jardín de un castillo, abierta hoy a todo el mundo. En lo alto, una leyenda en alemán, pedagógica: El Trabajo Libera. A cien pasos, las carrileras para los trenes que llegaban de Francia, de Alemania, de Polonia... Al fondo, edificios de ladrillo. Fue un cuartel. Muchas barracas, decenas de barracas. Se hicieron para alojar a los recién llegados. Fuera de quienes llegan hoy de visita -cinco mil al día-, por avenidas y establos y talleres y depósitos de esta hacienda que fue de Hitler, de Himmler, de Rudolf Hess, de Eichmann, se mueven las sombras de cuatro millones de seres humanos, traídos a este lugar, entre 1940 y 1945, a una cita con la muerte. No es Auschwitz un latifundio: tiene el tamaño de una hacienda en la Sabana de Bogotá. Debería alojar a doscientos mil judíos o cristianos. Y en las haciendas de Bogotá no caben quinientas vacas. Como los trenes llegaban repletos, la administración llegó a sacrificar veinte mil diarios. No podía ser de otra manera: en cada cama dormían -o se acostaban- cuatro personas. Se aprovechaba hasta el límite el espacio físico de las barracas. Las camas eran de tres pisos, como en los cuarteles. Hubo que hacer un campo adicional para muje-res. Todo está ahí, a la vista, y hoy mismo, caminando por las barracas vacías, apenas es posible moverse entre cuatro millones de sombras que hacen irrespirable el aire. Ahora es un museo. Algunas salas se han arreglado para determinados testimonios. En una, de unos cuatro metros por tres, hay una montaña de pelo. Todavía se ven trenzas rubias... Venían las mujeres de Holanda, de Francia, apretu-jadas, sin posibilidad de sentarse, en vagones para bestias, después de un viaje de días, y se las pasaba a una inmensa sala: ¡A bañarse!, anunciaba el capataz. Velozmente les rapaban el pelo, y las hacían desnudarse. Después de todo, era un descanso pasar a las duchas del establecimiento hidráulico. Qué orden el de estos militares -pensaban las mujeres-. Entraban, confiadas, a buscar descanso higiéni-co. Los guardas empujaban y empujaban a cientos y cientos de mujeres. El baño sería para recibirlo apretadas como sardinas. Al fin, se

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cerraban las puertas. Y se abrían las duchas... del gas. El cyklon B. Todo en silencio. Cuando se abrían las puertas, se sacaban los cadáveres para el cremato-rio. Despachar a veinte mil en un día era la gran proeza de organización que sólo podían cumplir hombres como Rudolf Hess, como Eichmann... En otra sala la montaña de anteojos. En otra, ropas. ¡Y la de zapatos! En una se han recogido miles de zapatitos de niño: hay siempre flores frescas que dejan al pasar los visi-tantes. Hay también una muestra de los sacos de pelo que se despachaban a la fábrica instalada en las vecindades por la Ig-Farbenindustrie. Hitler provocó un renacimiento indus-trial de la región, aprovechando los desperdicios de esa mina de cuatro millones de hombres libres asesinados. Los trenes llegaban a la estación, y un jurado de capataces iba haciendo la selección de entrada. Los que juzgaban aptos para trabajar pasaban a las barracas. Los que parecían incapaces, directamente al baño. Un día llegó en uno de los trenes una familia de judíos de Holanda. 5 de septiembre de 1944. El padre, la madre, y dos niñas: Anna y Edith. Eran los Frank... El primer grupo de prisioneros de Varsovia llegó el 15 de agosto de 1940. Eran 1.666.513 provenían de Pawiak, 1.153 agarrados en una tarde en las calles de Varso-via. Imposible mayor diligencia y eficacia. El santo de los anteojos En la iglesia de los franciscanos en Cracovia hay un altar consagrado a un santo con anteojos. Del fondo de un paisaje idealizado, avanza hacia la eternidad un personaje pulcra-mente rasurado, sano, con el aire de un rozagante varón de nuestro tiempo, y límpidos anteojos enmarcados en carey artificial. Si San Sebastián es el Apolo traspasado por las flechas, Lorenzo el de la parrilla, Bartolomé el despellejado, el padre Kolbe será, sencillamente, el de los anteojos de carey. A distancia de una hora de esta iglesia de los francisca-nos, está la celda donde pasó el padre Kolbe sus últimos veinte días. La historia todo el mundo la sabe. Del campo de Auschwitz se fugó un prisionero, y la dirección decidió castigar esta burla condenando a diez personas a morir de hambre. Se trataba de un refinamiento especial. Bastaba salir al patio y caminar treinta pasos para llegar al muro de la muerte, donde todo pasaba en un instante. El muro se había estrenado el 11 de noviembre de 1941 fusilando en menos de un cuarto de hora 151 prisioneros polacos.

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Luego, aquello se convirtió en ejercicio de rutina. Bastaba registrar en un prisionero una sonrisa irónica para que el atrevido tuviera que caminar los treinta pasos del patio y llegar al muro. Esta vez se trataba de un crimen mayor. De los que se pagaban en la celda del hambre. Si el fugitivo escapaba de los verdugos, se castigaba la idea de la fuga sacando al azar, del montón, a diez prisioneros. Nueve escucharon tranqui-los la decisión. Sólo uno dejó escapar lágrimas que no pasaron inadvertidas a la mirada del padre Kolbe. El conde-nado a muerte se acordó de su mujer, de sus hijos. El padre Kolbe no lo conocía, pero no lo pensó dos veces: se ofreció para reemplazar a este hombre. Los de la celda del hambre resistieron esta vez más de lo ordinario. Pasaron los días. Al fin, halló el guarda que todos, menos uno, habían muerto. Quedaba vivo el padre Kolbe. Lo sostenía una extraña voluntad increíble. Tras los cristales de sus anteojos, sus ojos brillaban con una mirada insoportable. Una mirada que no resistían los carceleros, que ofendía al capataz, que sigue horadando las tinieblas del tiempo. El capataz tomó la decisión nazi: le hizo inyectar el veneno de la muerte. Es muy posible que todavía esa técnica fracasara. La mirada del padre Kolbe debió seguirlo mucho más allá de la vida y de la muerte. Que uno, entre cuatro millones de víctimas, se recuerde, es singularidad que hace del padre Kolbe un símbolo. Toda esta historia ha podido evitarla el funcionario del campo dando al sacerdote heroico un castigo que no alcanzó a inventar su falta de rapidez en el juicio, por carecer de imaginación. Hubiera podido oponerse a que el padre reem-plazara a la víctima señalada por el azar. La tranquila decisión del padre Kolbe -y su mirada- fueron más poderosas que la razón de un nazi. El oficial cedió, sin darse cuenta de que estaba abriendo las puertas del cielo a un santo. Los cuatro millones de seres humanos que fueron asesinados en el campo Auschwitz forman la imagen simbólica de un solo pueblo inocente. El pueblo que a los ojos de Hitler se interponía para cerrar el camino a su soberbia, Hitler lo condujo a ese calvario sin relieve, a esa llanura de Polonia, y le colocó sobre las sienes una corona de alambre de espinas... Han pasado 27 años, y aún llega a este lugar una mirada de piedad: la del padre Kolbe. Los polacos que visitan todos los días, por millares, el campo, se detienen ante la vitrina donde están los zapatitos de millares de niños asesinados, ante el muro de la muerte, ante la celda en donde murió de hambre de justicia el padre Kolbe, y dejan claveles, rosas frescas. Maximiliano Kolbe fue beatificado por Pablo VI en 1971 y canonizado en 1982 por el papa polaco Juan Pablo II.

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Polonia en los socavones Se ha dicho que, entre las maravillas del mundo y el hombre, Wieliczka es comparable a las pirámides de Egipto, a la muralla China, el coloso de Rodas. Durante diez siglos el hombre ha venido cavando una fabulosa red subterránea en la montaña de sal más rica del planeta. Las galerías se extienden a 180 kilómetros -y van hasta una profundidad de 400 metros-. Quien entra a este laberinto no admira tanto la riqueza de la mina, como la voluntad de quienes la han trabajado. Se trata de un pueblo bueno como la sal, que ha pasado siglos soñando en su libertad desde las catacumbas. A Polonia puede vérsela mejor desde estas profundidades que sobre la misma tierra. Medio mundo ha pasado por Wieliczka, y hoy mismo quinientos mil turistas la visitan al año. Siglo y medio antes de que Colón cruzara el Atlántico, el rey de Polonia, Casimi-ro el Grande, festejaba a sus visitantes reales en estos soca-vones. En 1424 llegaron allí el Emperador de Alemania, el Rey de Dinamarca y cuantos príncipes acudieron a Cracovia para la consagración de la reina Sofía. Sabios desde Copér-nico hasta Humboldt, poetas como Goethe, santos como quien iba a ser el papa Juan XXIII, bajaron a estos subterrá-neos. El Rey de Polonia los recorría en trenes de trineos, tirados por perros o caballos. Hoy, a una profundidad de cuatrocientos metros, se ha abierto un hospital para curas de alergia. Se internan los pacientes por un par de semanas y el aire hace lo que los médicos no logran. A 135 metros, en la enorme sala Warszawa, más que sala un teatro, se hacen bailes y fiestas, torneos deportivos. Al lado, están las salas del museo, y el anfiteatro para conferencias científicas inter-nacionales. Las comunicaciones se hacen por ascensores eléctricos. En tiempos no muy remotos -ahí están los testimonios en el museo- se bajaban al fondo, en maromas de red, los caballos, para mover tornos de cinco metros de diámetro. Polonia ha sido nación de poetas, de cristianos, de campe-sinos. No llevaba cinco años de establecido el Premio Nobel, cuando se le adjudicó a Sienkiewicz -el de Quo Vadis- y veinte años más tarde a Reymont -el de Los Campesi-nos-. Cuanto haya en estas obras del alma del pueblo que más adentro lleva su ilusión de ser libre, cristianamente libre, se refleja en el arte popular de los mineros. Escultores de veras geniales han venido tallando desde hace tres siglos esculturas de santos, reyes, trabajadores, personajes fabulo-sos. Cuando la sal es gris se ven como labradas en granito las estatuas; cuando es el cristal blanco, es transparente como alabastro. Las esculturas y el trabajo arquitectónico de la capilla de San Antonio vienen del año 1689. Las más recientes están inconclusas: sólo trabaja en ellas el escultor minero en horas libres.

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La leyenda original de Wieliczka se remonta al siglo XIII. Boleslao el Tímido, príncipe de Polonia, obtuvo entonces la mano de Kinga, hija del rey de Hungría Bela IV. Kinga no quiso que le dieran por dote ni oro ni piedras preciosas, fuentes de sangre y lágrimas, ni ricos vestidos, signos de vanidad y orgullo. Pidió las minas de sal de Transilvania: la sal -dijo- es buena y va a todo el pueblo. En signo de posesión de las minas, Kinga arrojó al fondo de una fuente de sal su sortija. Llegados a Polonia los novios para la boda, Kinga propuso a los invitados un paseo fuera de Cracovia, a Wieliczka. Los mineros celebraron la llegada de la princesa, y Kinga les pidió cavar en un pozo. ¡Cavando, hallaron la sortija que ella había echado al agua en la remota Transilva-nia! El escultor minero ha tallado en piedra de sal los personajes principales de esta leyenda. Se ven, como vivos, en un gran teatro. A la misma bienaventurada princesa han consagrado los mineros su iglesia subterránea, donde se celebran oficios el día de Santa Bárbara y para la Navidad. Es una iglesia de cincuenta y cuatro metros por quince. Todo de sal: los retablos, el altar mayor, la baranda del comulgatorio, las losas del pavimento. La obra de los escultores, monumental. En los muros han labrado escenas del Antiguo y el Nuevo Testamento. Es posible ver el progreso con que han ido perfeccionándose en su arte estos escultores de catacumba a lo largo de su vida. Cuando se baja por la ancha escalinata que conduce al templo, es maravilloso ver las enormes lámparas que cuelgan de la bóveda, a diez metros de altura. Parece que fueran de cristal de Bohemia. Son de sal. He hecho un recorrido de tres kilómetros por las amplias galerías de la mina, llevado de la mano del estupor y la sorpresa. Surgen al paso fascinantes grutas de estalactitas, lagos profundos, y hasta esa cueva gigantesca en donde Hitler montó una fábrica para motores de avión -tenía que ser subterránea- donde trabajaron judíos cautivos. Al ce-rrar los talleres los asesinó... Todo aquí es poético, dramáti-co, grandioso, y escondido. Como el alma de sal de una Polonia, más para ser cantada, que dicha. La gran novela de Solzhenitsyn Estando en Polonia, hubiera querido leer la última novela de Solzhenitsyn. Siendo esa novela el gran telón de fondo de donde sale la historia de la Rusia revolucionaria, todo ocurre en tierra de Polonia. Los famosos lagos mazurianos, que se anuncian hoy en los prospectos de turismo polacos como la comarca ideal para los cazadores, fueron la escena de la gran batalla que dio celebridad a

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Mackenzie y Hindemburg en una hora crucial de la Primera Guerra Mundial. Donde hoy se dan cita los grandes de la caza para perseguir jabalíes, lobos, ciervos, gamos, linces, liebres y patos, en agosto de 1914 perseguían los cosacos a los prusianos, y los artilleros del Káiser reducían a escombros las aldeas del Zar. Pero todo eso era en la Polonia milenaria, cu-bierta con mapas de anilina a causa de las reparticiones. El Káiser y el Zar, con todos sus ejércitos, encontraron allí el campo señalado por sus respectivos dioses para servir los desig-nios de la muerte. Si Solzhenitsyn pudiera circular libremente en Polonia, Agosto 1914 sería la novela más leída en estos días. En Polonia nadie sabe qué agosto 1914 haya sido publicada, y sólo nos dicen que, reproducidas en mimeógrafo, clandestinamente, circulan Un día en la vida de Iván Denissovitch, y otras obras del gran Solzhenitsyn. La suerte de la última novela es típica de lo que logra salvarse, casi por azar, de la Inquisición moscovita. Dios y los editores sabrán cómo logró llegar a París el manuscrito ruso, y en esta lengua se publicó. Ahora, ha salido la versión francesa que publica Seuil. Los otros libros los han editado Julliard y Laf-font. Más afortunados fueron Dostoiewsky o Tolstoi, cuyas obras circulaban en la Rusia de los zares, sin mayor dificultad. A Solzhenitsyn, ruso hasta la médula de los huesos, nadie logró tentarlo para que saliera de su tierra. Tuvieron que echarlo. En su nueva novela inicia una reconstrucción ambiciosa de la Rusia de su infancia, de su juventud. Agosto 1914 proyecta con precisión y poética maestría cosas que nada tienen que ver con el comunismo de hoy, si no es por la coyuntura que lo relaciona con la derrota rusa de los lagos mazurianos. Los generales, el estado mayor, los cosacos, los campesinos, los nobles de las grandes haciendas, las mujeres que por primera vez iban a las universidades, aparecen dentro de un fresco monumental que sólo puede compararse con La Guerra y la Paz de Tolstoi, cuya figu-ra, por cierto, entra como el personaje vivo que el propio Solz-henitsyn alcanzó a conocer. Los suecos del Premio Nobel han unido a los dos escritores con los mismos laureles. Pero todos estos méritos no le servían a Solzhenitsyn ni para poder recibir el dinero del Premio Nobel, ni lo que le produzcan sus libros edita-dos en tierras extrañas. Seguía siendo el díscolo que se anticipó a condenar a Stalin -como luego lo hicieron todos-. El pagó ese delito en el campo de reeducación por el trabajo, donde estuvo prisionero de 1945 a 1953, condenado a relegación perpetua... Rehabilitado en 1956, siguió siendo el solitario que se atrevió a acompañar los despojos de Kruschev al cementerio... Agosto 1914 aparece como novela. En realidad, es historia. Es la crónica humanizada de un episodio tan moscovitamente dramático, que acaba en ciertos

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capítulos por convertirse en poema. Caballos y hombres agonizan entre cañones, morteros, ametralladoras, fusiles, en un basurero hirviente. Como en Sin Novedad en el Frente de Remarque, o en Guernica de Picasso, el grito desgarra-dor de los caballos deja atrás las quejas de los hombres. Ahí está la tierra de Polonia; ahí, el drama del pueblo ruso, para que lo lean todos... menos los polacos, menos los rusos. América en Cracovia Cómo Cracovia descubrió a América es toda una novela. Había salido de la ciudad, para Bolonia, un seminarista inquieto que, además, se interesaba en medicina y tenía el poéti-co impulso de contar las estrellas. Entonces la tierra era plana, estaba firme, y el sol y las constelaciones se complacían en darle vueltas en torno, lo cual servía para saber del destino de cada hombre. Si nació bajo Capricornio sería así, si bajo Taurus, de otra manera... ¿Acabaría de astrólogo? Se preguntaría el semina-rista la noche antes de llegar a Bolonia, mientras veía girar las esferas de vidrio que sostienen las estrellas. Siguió en Bolonia el polaco con sus medicinas y su teología, el destino que le había señalado su tío el canónigo: sucederlo en tan cómoda prebenda. Con estas vacilaciones, con esos estudios y con ligeras dudas, algo le impulsó a ir a Roma para el jubileo propuesto por el papa español Alejandro VI, el Borgia. Alejandro se había iniciado firmando unas bulas en favor de los Reyes Católicos. Les daba el derecho a las conquistas ¡del otro mundo! En siete años lo de las Bulas fue creciendo, y cuando el semina-rista llegó a la Ciudad Eterna se encontró con que la tierra era redonda y grande. Turbado regresó a Cracovia. Lo verían entrar con un globo sobre los hombros. Decía que era la tierra. Por suerte entonces Cracovia, como toda ciudad medieval, estaba llena de locos, y su excentricidad pasó inadvertida. Pero el hombre era ya otro, se encerró en un estudio lejos de Cracovia, y allí pasó treinta años dándole la vuelta al globo, y mirando a cada vuelta un nombre que acabó por apasionarlo: América. Fue entonces cuando tuvo la idea genial de que esa tierra estaba girando alrededor del sol. Semejante temeridad la comunicó a los amigos, hubo estudiantes que le oyeron, y el cuento llegó hasta Roma. Y hasta en Roma hubo quienes quisieron oírlo. Acabó sabiéndose que, sobre este tema, que él llamaba de "Las Revoluciones", tenía escrito un libro, que puso en manos de un editor. Al publicarlo, se lo dedicó al Papa. Estaba en ese momento en la silla un obispo ilustrado, y le decía: "Por las páginas que vas a leer habrá muchos que pondrán el grito en el cielo: pero como tú eres sabio y pienso que las leerás con gusto, las pongo bajo tu benevolen-cia...". El autor, de tanto haber visto correr el sol y las estrellas, estaba

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ciego. Cuando el libro quedó hecho, se lo llevaron. Tuvo que sentirlo con las manos. Y murió. ¡Cosas que pasan en Cracovia! Murió así Copérnico, y desde entonces puede decirse que Cracovia quedó como el símbolo de una frontera entre dos edades, entre dos mundos. Fue el primer gran milagro de la aparición de América. Cuando se va a Cracovia la gente habla con religioso encanto de las revoluciones de Copérni-co, le enseña al visitante la estatua del sabio con el globo, y en la universidad, donde hay todo un museo de esferas, hay una que muestran con singular afecto: La primera en donde aparece grabado el nombre de América. Dos alas de oro Las plazas en las ciudades y aldeas de Polonia son plazas con grandes cruces de piedra o madera, adonde llegan las mujeres, colocan flores, encienden candelas. Los caminos son caminos en donde se levantan estatuas a la Virgen. Polonia conti-núa víctima de los desgarramientos de siglos. Quienes tienen hoy la edad del Papa nuevo han sufrido lo mismo bajo el paso de las botas militares de los que llevaban la bandera de patas de araña de Hitler, que bajo las de los que llevaban la hoz de cortar cabezas, el martillo de golpear duro de Stalin. Lo único que no han perdido es una fe tozuda que se confunde con el ser de la nación. Se entra a cualquier casa de cualquier pueblo, y en la salita de familia no se ven sino imágenes de la Virgen, retratos de las niñas que han hecho la primera comunión... Una vez, camino del horrendo campo de Auschwitz -el horno donde los nazis quemaban a millares de judíos-, vi a la distancia una pequeña aldea con una inmensa concentración de gentes. Me pareció sería una manifestación política. Supuse que habrían movilizado a muchedumbres de las vecindades, como es de rigor en las demostra-ciones comunistas. Pregunté al chofer de qué se trataba. Como es domingo, señor, y no ha sido posible construir el templo, la misa se celebra en la calle. En Auschwitz fui recorriendo por patios y galerías la historia del exterminio, pero al llegar a una cierta celda vi que la gente tiraba flores. Cada polaco, al pasar, dejaba una rosa. Allí había transcurrido la última noche del padre Kolbe. Para castigar la fuga de un detenido, la dirección del campo había decidido fusilar a diez, y entre ellos estaba un buen hombre que imploró en nombre de su mujer y sus hijos. El padre Kolbe le salvó la vida: se ofreció para reemplazarlo; y pasó tranquilo a que lo fusilaran. En las minas de sal de Wieliczka, a unos 150 metros bajo la tierra, los mineros han hecho una iglesia maravillosa, con imágenes esculpidas, sus capillas,

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sus altares, sus lámparas, todo de sal. Como si se entrara en un templo de alabastro, enor-me. Así es Polonia. Un templo que se alumbra por dentro, en las entrañas de la tierra y del hombre. La patria se confunde con esta religión que todo lo ata en una esperanza sin límites ni en el tiempo, ni en la historia de los hombres. Se pierde ya en la memoria el año en que hubo otro Papa polaco. Al proclamar ahora al arzobispo de Cracovia, y ver abrirse las hojas de la ventana en donde hizo su primera aparición, se vuelve la imaginación a recordar las dos abras del retablo que labró en el cuatrocientos Wit Stwos. Si hay otras dos hojas en el mundo de mayor belleza, no las conozco. Todos los días, a la hora de las doce, el retablo se abre. Tiene trece metros de altura. Es un momento en que la muchedumbre, dentro del templo, se recoge en profundo silencio. El sacristán va abriendo las hojas del retablo y brilla como el primer día el oro. Se ven los doce apóstoles saliendo de todos los crepúsculos de los siglos de los siglos, para ver la ascensión de la Virgen. Ahora el Papa polaco, en Roma, recuerda al bendito sacristán. Las puertas de San Pedro, como de oro, en memoria de las de su iglesia de Cracovia. Praga, de Jan Huss a Jan Palach El ascensor y el festival El hotel, espléndido. Los ascensores, muy amplios y, para la ocasión, musicales. Subimos a nuestra habitación acompañados de un trozo de la Sonata en si bemol de Schubert (al piano Arturo Benedetti Michelangeli). Bajamos al salón cuando el ascensor transmite algo de Dvorak. Se trata de un hotel modernísimo y el desayuno, en la cafetería, así: jugo de naranja, huevos, café, pan, mermelada, con Sinfonía -la Pastoral- al fondo. Si por rara necesidad tomamos un taxi, casi no se oye la maquinita que marca las coronas: se imponen Mozart, Schumann, Stravinsky. Esto es corriente en los festivales, pero en Praga hay algo singular. Desde los tiempos en que Mozart se hallaba más a gusto a orillas del Vltava, que en el propio Danubio. Si usted quiere oír una gran misa, no vaya a San Pedro de Roma, ni a Notre Dame de París: vaya a un país comunista. La de las once de mañana en la iglesia de Santiago, en Praga, es para que nadie pueda nunca olvidarla. La iglesia parece totalmente barroca, por la decoración, pero la estructura gótica levanta las naves a una altura tal, que las voces del coro, y la música de un órgano-milagro de perfección técnica-, encuentran la más justa resonancia. A la iglesia de Santiago

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se va para oír mejor a Mozart que escuchándolo en Smetana Hall. Es cierto que en Smetana la gente se recoge en los conciertos religiosamente: los sigue callada y atenta como en misa (las misas de otro tiempo). Pero he asistido muchas veces a las noches de Smetana Hall, y nunca he visto llorar de emoción, llorar a toda lágrima, a nadie, como a la señora que tuve a dos pasos de distancia en la misa del último domingo. Hasta en la aldea más diminuta o en la casa perdida en los bosques, en toda Checoslovaquia, se están oyendo los mismos programas que congregan a melómanos de toda Europa, pero sobre todo a checos, en los cuatro grandes teatros de Praga, en las varias salas de conciertos, en la catedral de San Vito, en los pequeños auditorios, en la casa de los artistas. En una república popular esto ha de ser así, y quién paga en Viena un billete carísimo para la sinfónica, aquí tiene la misma orquesta por un precio que no es la cuarta parte. Pero, eso sí, al teatro hay que ir como se iba en el XIX o a comienzos de este siglo: las señoras, de largo -sedas y brocados-; los caballeros, como caballeros. Como en la Opera de París. La vida no se alarga mucho en las noches. Las cervecerías levantan manteles antes de las doce -con los últimos cantos de los alegres parroquianos-. En las cavas de vino -las Vinarnas- a esa hora se cierran las puertas. Apenas en la Rana de Oro la noche se prolonga media hora. Naturalmente, en la Rana de Oro se ha oído toda la Novena de Beethoven... Por las calles, casi desiertas, regresamos al hotel. En el ascensor, el fondo musical que sabemos, y codeándonos en el pequeño viaje de la planta baja al quinto piso, con Svjatoslov Richter -el pianista ruso-, Carlo María Giuli -el director italiano-, Salvatore Accardo -el violinista-, etc., etc., etc. Cada una de estas etcs. puede llenarla el lector con los nombres más ilustres que recuerde. Praga desde un puente Esto que va recogiendo la luz y amortiguándola desde los espejos deslustrados del Vltava hasta las agujas góticas del castillo, de los puentes ahora misteriososo a los palacios perdidos, no es niebla convocada para transfigurar a Praga en estampa poética. Acaso, ¿en qué instante, por qué razón, necesitó nunca Praga de esta circunstancia o artificio? No. No. No es la niebla. Es el molino lento de los siglos -cinco, seis, siete, ocho- que muele y muele fina ceniza de perlas y va difundiéndola en el aire. Desde este puente del rey Carlos miro hacia uno y otro lado -uno, dos, tres, cuatro, cinco puentes...- y veo pasar por ellos tumultos y soledades, príncipes melancólicos y guerreros arrogantes, cortejos, fanfarrias,

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duelos: cuanto conviene al fluir de la leyenda cuando devuelve a la vida la poesía que le niega la historia. No es la niebla la que pone el castillo por las nubes, la que acaricia piedras en esta calzada tendida de una orilla a otra, la que va alzando velos desprendidos de las aguas muertas, la que camina del canal a la rueda del molino, la que convierte en fantasmas la doble cadena de enormes estatuas de las barandas del puente, la que reduce a sombras coloreadas de rojos, verdes, azules, amarillos... esos turistas que van y vienen, como yo, de un lado al otro, por este camino real montado sobre los ojos líquidos de la recia puente romana... No, no, no es eso, no es la niebla. Es la luz innecesaria que se ha ido porque no tenía nada que hacer, cargando con los días abiertos para que vivan las cosas muertas de Praga. Para que Praga se nos entre y difunda por los laberintos del alma. Las aguas que bañan los primeros estribos están ya verdes. El río todo, o no camina, o camina con tal sigilo, que se diría un estanque. Nadan, o no nadan patos que parecen puestos ahí para nada, como conviene a estas inutilidades. Las barcas de los pescadores, quietas, ancladas en su espera sin afanes, cumplen su tarea como si fueran un ocio (divino ejemplo). A distancia, se ven las curvas del río obedeciendo a su destino de que los puentes -uno, dos, tres, cuatro, cinco...- no se vean en fila, paralelos, sino abiertos a manera de abanicos. De un puente a otro la distancia hay que medirla en zancadas del tiempo imaginario. La última silueta - ¿truco de la bruma?- queda colgante entre dos orillas que esfuma la leyenda. ¿Cómo un castillo, el del rey, tan alto y empinado, podría nadie decir que forma parte inmediata de nuestro tiempo, tiempo sin alas, y sin cortes doradas ni reyes pintados? Mirándolo desde el puente, y a esta hora, se le ven durezas que suben y bajan por caracoles de piedra metidos entre las paredes, reyes asesinos, príncipes de cuchillo, nidos de águilas y nidos de búhos, salas de espejos y caballeros de oro, sótanos para los condenados a morir de hambre, cámaras para coger en la trampa a los traidores, buhardillas para los bufones, teatros para el carrusel de los caballos, altares dónde celebran los arzobispos, patio de honor para que entren los reyes visitantes entre rumor de cadenas de oro... ¿Qué tiene que ver todo esto con los tranvías colorados que corren por el tercer puente como lacayos de los obreros? ¿Qué, con los turistas de Rolleyflex, cansancio, inglés, sueco, alemán, helados, Coca-Cola? Nada. Entonces... allá queda, como lo veo, el castillo del rey en su puesto: lejos del tiempo, parado en el espacio, remoto, desplazado. Igual que todo esto que está girando, quieto, en

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torno a este puente inmóvil -móvil-. Entre los dedos mágicos de Praga la Hilandera. La calle del poeta Neruda La calle del poeta Neruda es muy singular. Se desprende de las faldas del castillo de los reyes, y, a trancazos, bajando, bajando de Praga hacia el infinito, va a dar... a Santiago de Chile. Al comienzo hay que tomarla por largas escaleras de piedra -de piedra es toda la calle- y luego seguirla a la diabla. Es angosta y bailadora, con el desequilibrio propio de un camino para poetas. Cada casa lleva no un número sino un nombre pintado: la de la Llave de Oro, la de la Estrella del Alba, la de la Espuela. Y como todas son de siglos, y las paredes han ido desconchándose, de las pinturas que les cubrían el frente no quedan sino pedazos de Inmaculadas, alas de ángeles, coronas de la Virgen sostenidas en el azul, retazos de Historia Sagrada que a modo de pañuelos de colores nos despiden desde el otro mundo. Al llegar a la casa del poeta Neruda -a quién ignoro- me paro ante una gran lápida en dónde se dicen de él palabras en checo que no entiendo, y de cuyos versos intraducibles no sé nada. Pienso en la sorpresa que este bohemio se llevaría en el otro mundo al saber que su sombra, puesta sobre las anchas espaldas de un poeta chileno, entraría al palacio de Estocolmo para recibir un homenaje universal. De cómo se produjo la operación en que Neftalí Reyes tomó el nombre del checo que habitó esta casa, es historia que debe tener tantas variantes como la del brazo partido de don Ramón del Valle Inclán. En Praga la cuentan así: El padre de Neftalí, viendo en Santiago de Chile que su hijo, en quién tenía puestas todas sus esperanzas, tomaba el denigrante rumbo de escribir versos, sentenció: "Ahora, que no vayas a salir en las gacetas dañanado el nombre de la familia". El joven puso a girar la ruleta imaginaria, y la aguja paró en el nombre Neruda, de cuya obra tendría menos noticias él de las que yo tengo ahora. Y se produjo el fenómeno. Despeñadero o disparate, la calle sigue bajando. Quizás en alguna parte pasará bajo un puente cuyo arco une dos casas: los flancos grafiados, pasadizo de vidrios, tejas de barro. Ya en una esquina -de esto sí que estoy seguro- hay una cervecería de esas que aquí tienen cien años sin haber estado vacía ni en un día de chubascos y tormentas. Iniciando el descenso, mi acompañante me dijo: "Por aquella ventana del castillo que usted ve, echaron un día a los nobles revolucionarios confabulados para dañar al rey". Gracias a Dios los reyes hacían altos los castillos, y ciudadano que se echaba por la ventana se reventaba en las piedras... O al menos, así se esperaba. Ese fue el primer defenestramiento de la

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historia... Pero... No hubo, pero. Llegábamos a la cervecería y entramos para seguir ése y otros paliques. Recorrimos todos los salones. Ni un solo puesto libre. Lo de siempre. Continuamos. Pablo Neruda ha venido a Praga y a esta calle, muchas veces. Con ese lento andar suyo con reminiscencias de marinero, y de coleccionador de caracoles, se habrá echado a cuestas el caracol de piedra de la calle, y lento como una oruga habrá llegado a la cervecería. El sí habrá encontrado mesa libre dónde recitarle a la sombra del otro Neruda versos castellanos... Pensando en esto voy, cuando mi compañero, a quién interesan, además, otros sujetos, me pregunta: -"¿Cree usted, profesor, que el hombre americano vino de Polinesia y entró por el sur de Chile?...". Cada cual está en lo que está. Yo también. Le respondí: "-Lo único cierto es que esta calle va a dar a Santiago de Chile, y que la poesía cruzó el mar, así no más. Lo otro, amigo, no son sino Kontiquis. Aténgase usted a lo que estamos viendo...". Los diamantes de la condesa Aquí termina la cueva de Aladino, y empieza la historia de los tesoros de Praga. Cuentan que la condesa Ludmila, al casarse, llevaba un traje con 6.222 diamantes. De cómo los cosieron es problema de modistería y joyería que nadie se ha detenido a dilucidar. Lo cierto es que no se perdió una piedra, y la condesa, al morir, dejó como heredero universal de sus riquezas a Nuestra Señora de Loreto... Ahí estaban los 6.222 diamantes. ¡Cosas de los Lobkowitz! En su pasión de católicos, se empeñaron en oponer al protestantismo insurgente todas las armas dela contrarreforma, y sus riquezas de fábula. Cristóbal Popel de Lobkowitz abrió la campaña mariana, haciendo una copia para Praga, de la casita de la Virgen que los ángeles transportaron por el aire de Nazareth a Dalmacia, y de Dalmacia a Loreto. La casita de la Virgen tuvo tan entusiasta acogida, que varias docenas de casas como la de Loreto y Praga atraen hoy a los fieles en muchos lugares del país, y a visitantes del mundo. Claro: ninguna, en Checoslovaquia, como la de Praga. Con los diamantes del traje de la condesa se hizo una de las custodias más ricas del mundo. Una pequeña Inmaculada de oro, apoyándose, como las vírgenes bailarinas sevillanas, en el arco de una luna de diamantes, mira hacia el sol de dónde parten cincuenta rayos de diamantes. Esta joya, de poco menos de un metro de altura, brilla por sobre todas las custodias del mundo. O al menos, sobre los tesoros aladinescos de Checoslovaquia: el de la iglesia de Nuestra Señora de

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Loreto y el de la Catedral de San Vito. Los 6.222 diamantes de la Condesa quedaron, en la custodia, suspendidos en ese milagro de la orfebrería universal. El tesoro de la Catedral de San Vito, dentro de las murallas del castillo, tiene joyas de todos los tiempos. El de Nuestra Señora de Loreto gira en torno a la época barroca de los Lobkowitz. Pero los dos recrean la verdadera edad de oro de las leyendas cristianas, crepúsculo resplandeciente que nunca morirá, al menos mientras se conserven estas colecciones de Praga. Todavía se habla de las precauciones y gente armada que se ordenaron cuando se trajo la custodia de Viena -en Viena la hizo en tres años de infinita dedicación el joyero John Kanischbauer-. Los soldados la guardiaban como centinelas del Sol. ¡Las cosas que se ven hoy en el tesoro del Loreto de Praga! La mitra de seda blanca del arzobispo Harrach, con 190 diamantes, y su cáliz de granates y amatistas. Casullas, misales, copas, patenas, altares diminutos... y custodias y custodias y custodias... Filigranas de oro, inverosímiles trabajos en coral, el cofrecillo en que la condesa guardaba los seis mil diamantes... Con qué limpieza, en qué vitrinas más hermosas, aquí y en la catedral, con qué recato muestran estas piezas sagradas del tesoro (turístico) los comunistas, dueños ahora de joyas y reliquias. Y cómo ven los guardias de la república soviética la emoción de los cristianos que las miran... Cuando las casas de Loreto se multiplicaban, Lobkowitz y Martinitz (un Martínez polonizado) emulaban sobre quién traería las mayores riquezas. Los Martinitz, en un cofre, el velo de la Virgen. Los Lobkowitz, una espina de la corona de Jesús... En 1655, la noble española doña María Manrique de Lara llegó con una edición de bolsillo del Niño Jesús. Veinte centímetros de escultura. Como es obvio, en un par de cruzamientos matrimoniales, el Niño Jesús de Praga vino a quedar en manos de los Lobkowitz. Y hoy, de cien personas que llegan a Praga, noventa se arrodillan a pedirle cosas al Niño Jesús, y sólo diez van a ver la custodia de los diamantes de la condesa... Al menos, si de señoras de América Latina se trata... El reino de los santos El Niño Jesús de Praga, chiquitito, parece manejar el mundo con el dedo meñique. Pero en Praga hay otras devociones. La estatua del rey Wenceslao y su plaza son el centro de Praga, de la Praga de hoy. Allá confluyen todas las calles, se reúne toda la gente, se aprieta todo el comercio. Pero Wenceslao, como el Niño Jesús, forma parte de la Bohemia mística. Nació hace más de mil años (en 907), y además de haber iniciado la dinastía de los reyes de Bohemia, fue santo. Lleva

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siglos de estar en los altares. La abuela de Wenceslao, Ludmila, es también santa canonizada. El cristianismo se confunde en Bohemia con la independencia y la libertad. Por el cielo de Praga entran volando santos, como en una pintura de Chagall. En tiempos anteriores al propio Wenceslao, quién primero tuvo una idea de fabricar un reino con ingredientes cristianos, a orillas de Vltava, fue el valiente príncipe Ratislao. Se dirigió al emperador de Bizancio pidéndole unos misioneros que hablaran lengua eslava. Ratislao "se daba cuenta de que su pueblo debería ser cristiano, pero no quería que su conversión entrañara la pérdida de la independencia nacional". El peligro real que amenazaba a la nación estaba, de un lado, en el imperio germánico, desbordante y avasallador, y del otro, en las tribus eslavas del este, bárbaras y agresivas. El emperador bizantino envió de misioneros a Cirilo y Metodo: otros dos santos. Ellos inventan una escritura -la gaglolítica-, traducen los libros santos al eslavo, introducen la lengua nacional en la liturgia. La madre del rey Wenceslao era una mujer de fierro. Virago de corazón de piedra, ordenó la muerte de Santa Ludmila. Cuando Wenceslao llegó a la edad de gobernar -18 años- se arrodilló ante la tumba de su abuela. Ludmila, desde el cielo, estaba obrando milagros, el pueblo veneraba su memoria, y el reyecito se mostró fuerte. Apartó del trono a los asesinos de su abuela y colocó a su madre dónde no hiciera daño. Tenía el rey más de penitente que de guerrero. En invierno salía descalzo, a escondidas, por los caminos que llevan al monte, para cortar leña y llevarla a los hogares pobres de viudas y huérfanos. Pronto se descubrió que algún ladrón estaba merodeando en el bosque, se redobló la vigilancia, y Wenceslao fue sorprendido. No reveló su identidad, lo castigaron, lo azotaron varias veces. Esta leyenda inspiró a un poeta inglés para el canto de Navidad The Good King Wenceslas, qué se canta... Cuando todos los tranvías de Praga ruedan al pie de la estatua del rey Wenceslao, quienes conocen la historia del reino de Bohemia y cantan la de The Good King Wenceslas, saben que es la de un rey que dejaba la huella de su paso por los caminos del monte en la sangre de sus pies. Era un rey peregrino que ayudaba en secreto a los pobres del reino. Esos pobres todavía besan su imagen en la tumba de la catedral de San Vito. El rey era de paz. Rechazaba la pena de muerte. Sólo quería que su nación fuera libre. Las batallas que ganó las ganó ya muerto. Llevaban su lanza los ejércitos, y vencían. Los regimientos que iban con su estandarte volvían triunfantes, sin perder un hombre. Dice el doctor Dvornik, biógrafo de Wenceslao: "El primer batallón checo que se formó en Rusia -la Ceská druzina- en 1914, llevaba en su estandarte la imagen del santo. El primer regimiento checo formado en Rusia, en

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1916, llevaba el nombre del santo". Desde el siglo XIII se canta en las iglesias; lo dice todo:

San Wenceslao duque de la tierra checa,

nuestro príncipe ruega a Dios por nosotros

y al Espíritu Santo: Kyrie eleison.

Tú, heredero de la tierra de Bohemia, acuérdate de tu raza:

no dejes que perezcamos nosotros ni nuestros hijos.

¡San Wenceslao! ¡Kyrie eleison!

San Nicolás de oro Todo de oro, en el altar mayor, señor de su iglesia, San Nicolás ha visto durante cuatro siglos al bravo viento del barroco sacudir las faldas de todos los santos que decoran los altares, con una violencia que no conoció el buen obispo cuando la tempestad lo sorprendió en los mares griegos. Más resplandeciente se ve la imagen por la blancura del resto de esculturas que pueblan los otros altares; parecen de mármol y son de madera. Esta es una de las singularidades del barroco checoslovaco o polonés, con centenares de vírgenes y santos, tallados en tilo, nunca coloreados. Eso sí, el viento huracanado jamás empujó el follaje de la selva ni lo hizo sacudir como estos escultores las vestiduras de profetas y mártires poseídos de una pasión arrebatada. Quien no haya conocido estos barrocos no sabe lo que es barroco. Los Berninis de Roma, las tempestades arquitectónicas de los jesuitas en sus iglesias de Italia, México, España, Portugal o Brasil, se quedan en la era de la blanda brisa cuando apenas se insinúa el vendaval. San Nicolás, el del corazón de oro, el de las leyendas que engendraron los regalos de Santa Claus, el de las largas barbas de algodón, queda aquí, en su templo de lujo, como la última estatua de oro repulido, en una edad en que los caballos dorados de San Marcos de Venecia van oscureciéndose en el crepúsculo de un siglo sucio y corrosivo, cuando el Marco Aurelio de Roma apenas conserva a modo de caricia toques de su juventud dorada, y en Florencia pierden el brillo las puertas de Paraíso.

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¿Por qué en estas tierras polonesas, checas, eslovacas, el romántico barroco apasionado ha tomado una fuerza que supera la del arte contemporáneo universal? Hay en el destino de estas gentes un trágico destino excepcional ? ¿Fueron las luchas sostenidas contra el turco, el alemán, el moscovita, o los propios desgarramientos en las guerras de la Reforma, más intensos aquí que en el resto de Europa? ¿Encontró el arquitecto, el escultor, el pintor de estas provincias el instrumento de expresión que su circunstancia le pedía, en el barroco huracanado? Entraban en los antiguos templos góticos los del movimiento acelerado, y a lo largo de las naves, contra las pilastras que sostienen las bóvedas, rompiendo la magia contenida de la tiniebla iluminada medieval, montaban altares para exaltar el ímpetu de profetas enardecidos, predicadores que levantan con la elocuencia de sus brazos implorantes multitudes poseídas del fuego sagrado, Jesuses volando del sepulcro al cielo, Marías desgarradas... Estas iglesias no son iglesias: son teatros. Teatros con balcones, cornisas doradas, órganos que enfilan sus tubos entre revuelos de ángeles musicantes. ¡Como si para cada misa se prepara una ópera fulgurante! La iglesia de San Nicolás tiene, como todas las grandes, un segundo piso de galerías y palcos que, en este caso, visitamos untándole la mano al sacristán. Descubrimos entonces una estupenda galería de pintura, y vemos de cerca el truco de perspectiva celestial en la pintura de la bóveda central: siendo apenas de altura normal, parece ir disparando las imágenes a alturas imponderables. Esa novedad que de la iglesia del Gesú, de los jesuitas, en Roma, se difundió a todo el mundo, en las iglesias barrocas de estas tierras encontró su mejor ambiente, y por eso la vida de San Nicolás pierde el encanto íntimo del viejo que tiraba monedas por las ventanas para salvar la pureza de las doncellas y se convierte en el acercamiento triunfal a la gloria eterna. El viejo San Nicolás no era de oro como éste: lo único que tenía de esta riqueza era su corazón, pequeño como una de las monedas milagrosas. Praga lo transfiguró en esta imagen resplandeciente por ser él puente de oro entre las iglesias cristianas de Oriente y Occidente. Si esta iglesia de mármoles de colores se mantiene limpia y repulida como tacita de plata, es por la vigenica de esa leyenda peregrina. Es un cuento proyectado al infinito que hay que escucharlo desde ese lugar. Lugar dónde no se apaga el murmullo que hacen, al pasar, los siglos.

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Donde el tiempo camina hacia atrás Hay en Praga un reloj que camina al revés. Las manecillas parecen estar echando las horas en sentido inverso, hacia el pasado. Como en el cuadrante no figuran ni las cifras romanas ni las arábigas, sino las hebreas, para quién no es judío todo esto es misterioso. Para él es tan lógico como leer de derecha a izquierda. Donde el judío ve, del minuto a la hora, que el mundo va del hoy al mañana, nosotros tenemos la sensación de que nos está empujando del Nuevo al Viejo Testamento. Que proyecta a cada instante el drama de la historia hebrea. Una historia que en este caso de Praga se aprieta en el pequeño espacio que ocupan las viejas sinagogas, el cementerio más antiguo, el museo de los tiempos nazistas. ¿Cómo sobrevivieron estas cosas al arrasamiento hitleriano? Por Praga pasó la furia nazi con todo su ímpetu exterminador. 77.297 judíos fueron sacados de este barrio para matarlos en los campos de concentración. 77.297 cuyos nombres están registrados, en la sinagoga Pinkas, cubriendo los muros. Es la inscripción funeral más larga del mundo. Pero Hitler, que daba por terminada la existencia de los judíos en el mundo, decidió dejar en pie estas sinagogas, respetar este cementerio. Como museos. Sería la historia de un pueblo convertido en piedras tumbales, en sinagogas mudas. Irónicamente, con el enorme reloj que camina al revés -ese reloj que cantó en su tiempo Guillaume Apollinaire-, se ven rodar, como granos de arena, hacia la playa del tiempo perdido, los soberbios ímpetus hitlerianos, y tomar cuerpo las historias del Viejo Testamento. En este sentido, el reloj de los judíos de Praga enseña más que los que decoran nuestras torres cristianas. He visitado el cementerio en compañía de uno de los que escaparon a la suerte de los 77.297. Se había marchado a Buenos Aires, y ha regresado a su tierra, a Praga la de sus padres y abuelos. Aquí se considera más feliz que en ninguna otra parte del mundo. "Yo ya no podría vivir en ningún país capitalista", nos dice, convencido de su utopía inhabitable. "Aquí gozo -me comenta- yendo a un gran hotel de vacaciones dónde me siento a la mesa con una campesina que jamás hubiera pensado antes estar a manteles en semejante casa: no creo que haya un lugar más hermoso, en su silencio mudo, que este cementerio". El cementerio es un poema. Se han juntado las lápidas tumbales en tal forma que parecen un libro de piedra, apenas entreabierto. Ahí se narra la historia de los judíos de Praga desde unos cincuenta años antes del viaje de Colón a América, hasta unos cincuenta años antes de la ascensión de Hitler al poder. En las hojas de piedra se recuerdan epopeyas y leyendas que cubren media Europa. Es cierto

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que a Praga llegaron, y ahí duermen, los fugitivos de España, pero llegaron con sus banderas: en la sinagoga está el pabellón de Castilla. Lo trajeron quienes, como banqueros de los Reyes Católicos, ayudaron a la conquista de Granada y recibieron de manos de Isabel esa bandera. Aquí duerme el viejo organista y poeta Frantisek Skroup cuyo himno "¿Dónde está mi patria?" se ha convertido en el nacional del país. Pero, ante todo, está la tumba de Jehuda Liva ben Bezalel; de todas, es la que tiene el mayor número de piedrecitas recordatorias. El judío que visita estos cementerios pone pequeños guijarros sobre las tumbas, como nosotros flores. Para una librería de lápidas ya verdes por el tiempo que vuelve sobre sus pasos, estos guijarros quedan bien como flores disecadas. Jehuda Liva ben Bezalel conocía mejor que nadie los secretos de la Thora y el Talmud; era pedagogo y filósofo, conocedor de la kábala. Modeló, dice la leyenda, de greda, un hombre, y de un soplo le dio vida. Este Adán suyo fue su mensajero, su criado, su hermano. Se le veía moviéndose con toda diligencia, atendiendo a su criador, siempre fiel, nunca dormido. Sólo los sábados se tomaba el descanso de la ley. Pero Jehuda era, como buen sabio, distraído, y un sábado ordenó al hombre de barro un trabajo cualquiera. En la misma forma mágica como el muñeco había tomado vida, perdió ahí mismo el alma y quedó convertido en estatua de barro... Es, de todo lo de Jehuda, lo que más se recuerda. Y como la misma fábula enseña muchas cosas, los judíos que llegan al cementerio nunca dejan de poner su piedrecita en la tumba del maestro. El antiguo cervecero de Praga La Casa de Halanek fue, durante mucho tiempo, cervecería y destilería. Hoy, museo de antropología: El cambio pasó hace cien años. En 1848 ocurrió en Praga una revolución, y el hijo del cervecero tuvo que escapar a Estados Unidos huyendo de la policía austríaca. En Estados Unidos se apasionó por el estudio del hombre americano. De regreso a Praga, lo único que le interesó fue la antropológica cuestión. Entró a la vieja cervecería y en vez de olor a lúpulo y cebada, encuentro testimonios de los indios norteamericanos, cerámicas y esculturas en piedra de olmecas, aztecas, mayas, incas, y la colección más completa que pueda haberse reunido en Europa de los araucanos. El director del museo, Václav Sloc, me habla en castellano y me regala dos libros: su estudio sobre la cultura chiriquí, con muchas reproducciones de cerámica panameña y costarricense, en inglés, y Los Aymaras de las Islas del Titicaca, escrito por él directamente en castellano.

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Ha vivido años en Sur América, y conoce muy bien los libros del inca Garcilaso de la Vega o la crónica de Poma de Ayala. Pasó una larga temporada entre los araucanos. Sabe tanto sobre cómo fabrican sus balsas los pescadores del Lago Titicaca, que Heyerdahl, el aventurero de Kon-Tiki, su amigo, ha venido a consultarle sobre estas naves-las yampu- góndolas de totora, que reflejan en las aguas del lago más alto del mundo el sueño milenario de los aymaras. Sorprende hallar en el corazón de Praga a este sabio atraído por el embrujo americano. Por él, hasta los niños de Checoslovaquia conocen la América de los tiempos más antiguos. Václav Sloc ha escrito algunos libros sobre América que, tal como se han editado en Praga, con ilustraciones de colores en todas las páginas, podrían traducirse al castellano con provecho para los de nuestra América. Sloc me muestra dos de estas obras. Una, Nejtarsi Americané, sobre los más antiguos príncipes de América, es el cuento maravilloso de nuestra historia más remota. El otro, Robinsón z And (El Robinsón de los Andes) entra en el campo de la fantasía, sin hacerle daño a la pura realidad. Tratándome como a un niño -así es su pedagogía- me habla con entusiasmo de la papa de cuatro colores que se cultiva en Checoslovaquia, y que llegó de América en los tiempos de la emperatriz María Teresa. Y de sus aventuras en los Andes, cuando, todavía poco experto para hablar el aymara, preguntaba un día a los indios por la papa y se mostraban confusos; en su mala dicción de la lengua, estaba diciendo "oro" en vez de "papa": las dos palabras son casi idénticas en aymara, quizás por estar tan cerca de sus propios valores. Los jardines de oro de Cuzco no valían tanto para los incas como las papas de la sierra... Ahora alienta Sloc la ilusión de traer a Praga la muestra del Museo del Oro de Bogotá que está presentándose en otras ciudades de Europa. Hacer estas cosas explica en parte su entusiasmo por el Nuevo Mundo. Obviamente, su campo de acción es el estudio, la exploración, el contacto directo con el hombre americano. Si, accidentalmente, ha pasado a ocupar un puesto administrativo, ha sido sacrificando mucho de su vida de sabio investigador. Quizás si el antiguo cervecero que fundó el instituto volviera a esta vida, le diría a Sloc: "Váyase para el Titicaca: aquí me quedaré yo guardándole el museo". Las Casas revolucionario Más allá de lo que representó la prédica de Bartolomé de las Casas en favor de los indios, hubo en ella un matiz antiimperialista que la hizo entrañablemente eficaz hace cuatrocientos años en los reinos europeos. Entonces se luchaba

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contra el imperio de España. Así se explica la resonancia de La Destrucción de las Indias en los Países Bajos... o en Bohemia. Es notable encontrar en Praga, en papeles del siglo XVI, recogidas las expresiones americanas del defensor de los indios. Eran un cartel filosófico para salvar la independencia del reino, ante las amenazas del único imperio peligroso cuyas pretensiones habían desatado la revolución emancipadora. El profesor Polisensky es un sabio investigador que, desde su estudio emparedado de libros, hace decenas de años viene explorando el fondo de los archivos de Bohemia. Lo que ha escrito, en unión del profesor Vebr, en torno a Las Casas, es fascinante. Da la medida de cómo la idea de justicia sacada de América pudo llegar a Praga hace cuatrocientos años. Ya con la publicación en idioma checo de las noticias dadas por Vespucci, se había abierto camino a la revolución científica de Copérnico. Ahora, tocaba el turno a la revolución política de Las Casas. Se han encontrado en una biblioteca del quinientos, la de Tobías Valentín de Jenstein, la Brevísima Relación de la destrucción de los indios, y en el Colegio de San Clemente de Praga ejemplares del mismo libro editados en Barcelona en tiempos del levantamiento catalán de 1646, o en Heidelberg y Ámsterdam. Esos libros no eran volúmenes muertos y emparedados en los anaqueles. Servían para inflamar el pensamiento de los moralistas y condenar la destrucción en tierra de Bohemia. La protesta de Las Casas, nacida en América, y por esto americana, caldea en las páginas de Comenio, el gran pensador checoslovaco. "Sabemos -escribe Comenio- cómo hace cien años entraron a gobernar los españoles en el Nuevo Mundo: aplicando toda suerte de suplicios extinguían a los americanos inermes...". Lo escribió Bartolomé de las Casas, arzobispo, quién no creía que nuestro Viejo Mundo tuviese tanta gente como la que en breves años fusilaron en el Nuevo los conquistadores, tajándolos con las espadas, ahogándolos en los ríos, quemándolos. Me sobrecojo de horror al pensar en la ira de Dios al ver así castigada la segunda mitad del mundo y dejando desierta la tierra que antes estuvo densamente poblada...". Comenio, como el abate Reynal dos siglos más tarde, se preguntaba si no había que dudar en que los viajes de los europeos a otros mundos trajeran a Europa buenos o malos resultados: "Es verdad que Europa quedó henchida por la plata de América y el oro del África, pero los precios subieron tanto, que nadie se benefició con la moneda abundante y la moral empeoró...".

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Hoy, como hace quinientos años, la posición de las naciones que caen bajo la subordinación de los imperios es la misma. El tema de la justicia resulta tan actual en nuestra época como cuando Las Casas. El programa de la revolución americana es siempre el mismo. El fraile que nació a la protesta en Cuba, en México, en Guatemala contraponía su imperio cristiano al de Sepúlveda, su contrincante, que tenía la idea totalitaria. A través del imperio cristiano Vitoria, como Las Casas, sacó de la lección americana la filosofía de la libertad de las naciones. El profesor Phelan resume así a Vitoria en la Revista de Occidente consagrada a Las Casas: "Los españoles podían predicar el Evangelio a los indios, pero debían también respetar la soberanía política y los derechos de propiedad que las naciones indias y sus ciudadanos poseían en virtud de su pertenencia a la comunidad mundial de los pueblos". Reduciendo Phelan a pocas palabras el famoso debate de Salamanca, puntualiza: "La visión que tenía Las Casas de la soberanía de las Indias era pluralista: la de Sepúlveda, unitaria" (digamos: totalitaria). ¡Y pensar que todo esto se había proyectado en la pantalla de Bohemia desde el quinientos! El viaje de Colón a Praga No faltará en Praga persona seria que crea en una venida de Colón a esta ciudad después de su grande aventura, y lo lleve a la cervecería en dónde el Almirante pasó algunas horas de esparcimiento y comunicación. Es lo menos que puede ocurrir en un país que con sólo el nombre de una cerveza -Pilsen- le ha dado un millón de veces más vueltas al mundo que Magallanes. Así, la experiencia del marino genovés queda como entretenimiento de quienes meten en una botella un velero diminuto. En Praga la vida se ve a través del ópalo de la Pilsen, y el resto es pura espuma. ¡Esa cervecería a dónde le dicen al viajero, como misterio, de esa supuesta fuga de Colón de España, es un mesón gigantesco en dónde en patios enormes, o en salas medievales que parecen refectorios de frailes, pueden reunirse ochocientas personas a beber, a beber, a beber! Acabando por cantar, como los alemanes, cogidos por los brazos en cadena y moviéndose con el ritmo del vaivén de los barcos. Estas canciones se cantan después de la medianoche, cuando ya se han

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contado muchas historias... ¿No sería una muy buena, por allá a comienzos del XVI, la del descubrimiento del Nuevo Mundo? Todo esto se produce en Praga en forma tan natural como el paso del doctor Fausto por su historia. El personaje fantástico que todos conocemos en Praga es tan real como Carlos V. Carlos V discutió con Fausto algunas cosas de brujería, cuando se preparaba la dieta destinada a hacerles frente a las herejías protestantes. Si yendo a Praga no se visita la casa del doctor Fausto, la visita será incompleta, por no decir que perdida. Un auténtico hijo de la ciudad no perdonará a quién cometa semejante falta, tan insultante olvido. Lo de Colón tuvo en Praga, como lo de Vespucci, resonancia de auténtica noticia de gran cervecería. El orden es muy claro. En el origen, fue la ciudad de Pilsen, cuyas aguas siguen siendo de una calidad misteriosa -fáustica-: así, su cerveza es la mejor del mundo. Luego, vino lo de América. En 1508 se publicó la carta de Amérigo sobre el Nuevo Mundo, en lengua checa, y de una manera única entre todas las ediciones de ese aviso famoso que anuncia la aparición de un nuevo continente: se recogieron en un mismo cuaderno la primera carta de Colón, la de Amérigo sobre los países nuevamente descubiertos y una descripción de las Antillas. Todo esto, en esa fecha, en esa lengua, en ese rincón del mundo, hace pensar que quizás en Praga estas cosas revolucionaban más al mundo intelectual que en lugares más vecinos a aquella Castilla en dónde Colón encontró su tierra firme. De la visita fantasma de Colón a Praga sólo quedan tres cosas: la cervecería del cuento; el librito de Colón y Amérigo, del cual sólo se encontrarán en el mundo unos cinco ejemplares; y una callejuela. La callejuela se llama del Nuevo Mundo. De unos cien pasos, estrecha, apachurrada y desconocida, corre jorobada a la sombra del castillo. Es refugio de poetas y pintores, y es linda, casa por casa. Si aún quedan ojos para ver en las noches de luna el paso de los fantasmas, se verán correr por ella las sombras de don Cristóbal y Amérigo, como si salieran a la madrugada de la cervecería vieja. El caballero del taxi El chofer oyó que proyectábamos una visita al castillo de Krivoklat, a unos cuarenta kilómetros de Praga, y se ofreció para prestarnos ese servicio al día siguiente. Nos explicó que en realidad sólo hablaba alemán, francés e italiano, pero entendía el inglés. El italiano le ayudaba a darse cuenta del castellano. No era para sorprenderse. Ya sabíamos que el servicio de choferes lo prestaban

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médicos, arquitectos, ingenieros, o antiguos nobles. La dictadura del proletariado se expresa colocando al obrero, en la escala de los salarios, por encima del universitario. Si un médico gana hasta mil quinientas coronas, un albañil tendrá dos mil, y si tiene alguna especialidad como pegar ladrillos, subirá hasta tres mil. A los de la antigua nobleza se les ha colocado en la situación más difícil. No es raro que en las embajadas trabajen antiguos condes como criados. Lo del chofer, sin agradarme del todo, no hubo manera de eludirlo. Nos ofreció estar puntualmente a las tres de la tarde en el hotel. Menos me entusiasmó ver que demoraba en cumplir con la hora convenida. Se presentó a las tres y quince, con el cuento de que debía hacerle una reparación al automóvil, cosa que implicó nueva demora. Ya en el camino fuimos viendo que el joven conductor era una joya. Cuando nos sentamos a la mesa en una heladería para tomar un descanso, nos informamos de que estaba para graduarse de químico, tenía excelente récord universitario y alternaba el estudio con el servicio del taxi. -Entonces -le digo-, una vez que usted saque su título dejará este oficio. -No -me responde-. Con el título podré ganar mil doscientas coronas, y con el taxi puedo llegar a tres mil... -Habrá un ascenso rápido en la profesión... -le pregunto. -No. En las mil doscientas o mil quinientas coronas tendré que quedarme tal vez indefinidamente. En cambio, con el taxi, usted ve... -Pero, por qué, si eso es así, ¿insiste en estudiar química? -Ah, la química ejerce en mí una fascinación irresistible: amo el estudio... En este punto concuerda lo que me dice el chofer con cosas que he oído de otras personas, en Checoslovaquia o en Polonia, y con reportajes que se han publicado sobre Rusia. He conocido en Polonia un matrimonio joven, en que él y ella trabajan en un instituto de física teórica y tienen que exprimir el cerebro ocho horas al día -de las seis de la mañana a las dos de la tarde- resolviendo los más intrincados problemas matemáticos, y ganando menos que los obreros de un taller o los cargueros en la estación del ferrocarril. La diferencia está en qué estos jóvenes científicos trabajan en lo que les apasiona, y los otros en lo que el destino crudamente les ofrece. En estos casos, la diferencia entre un país socialista y un país capitalista está sólo en la escala de los salarios. En Estados Unidos un plomero, un albañil, un electricista, gana más qué un profesor de la universidad. Pero en Praga o Varsovia esto ocurre dentro del límite exiguo de dos o tres mil coronas, y en Estados Unidos

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hay salarios hora qué llegan a los cien dólares... En París, el albañil qué me ha limpiado los muros del apartamento gana mucho más de lo que me producen estas notas. Etcétera. Y mientras suda el sabio por tener una biblioteca propia y espacio dónde armar los estantes, en Praga o en Varsovia, cubrir un muro con estantes de libros es cosa qué logra cualquiera en Caracas, Buenos Aires, Cuernavaca de México o Iquitos del Perú. En Praga una vez... Una vez.... hubo una revolución. La gran revolución de la universidad, del pueblo, del campesino tcheco qué tomaban conciencia de sí mismos. Para qué no haya equívoco, me adelanto a decir qué esto ocurrió en 1400. Cosas de Juan Huss, se entiende. Pero qué no todos recordamos con exactitud. Europa ardía por causa del cisma de Occidente, y Juan Huss, qué por ningún motivo quería desprenderse de la Iglesia y buscaba su unidad, desencadenó, sin proponérselo, la primera revolución qué habría de conducir a la Reforma. El predicador de la iglesia de Bethlem, confesor de la reina, creador de la literatura tcheca... se negó a someterse a la decisión del Concilio Ecuménico de Constanza. El Concilio se había reunido para deponer a los tres papas cismáticos, y designar uno solo capaz de afirmar la unidad de la Iglesia. Huss buscaba la misma solución, pero iba más lejos. Colocando en primer término el Evangelio, propugnaba por un régimen de libertad e igualdad. Los campesinos se apasionaron por esta reforma qué los libertaría de los vejámenes a qué los tenían sometidos los amos ensoberbecidos. Los nobles se ilusionaban con extender sus propiedades a expensas de la Iglesia. Y en medio del levantamiento qué cada cual interpretaba a su antojo, surgía una nueva invención política: Bohemia liberada, el pueblo tcheco unificado en una nación... El primer levantamiento fue el de la universidad. Cuando se convocó el sínodo de Pisa, la universidad de París qué lo había preparado invitó a la de Praga para qué se sumará a la empresa. Los profesores alemanes apoyaban al papa Gregorio y se negaron a participar. Huss indujo al Emperador a reformar la carta de la Universidad de Praga en el sentido de dar a la nación tcheca tres votos, contra uno qué tendrían las otras tres naciones, qué formaban parte del colegio. Era un golpe brutal para los alemanes: en un solo día se retiraron de Praga dos mil estudiantes y profesores. En total, hubo cinco mil qué fueron a buscar educación en otras universidades. La universidad de Leipzig debió su origen a esta desbandada. Huss decía: "Los bohemios deben ser los primeros en el reino de Bohemia, como son los franceses en el reino de Francia o los alemanes en el de Alemania...".

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Cuenta la historia qué el partido de la reforma llegó al delirio del triunfo cuando el sínodo de Pisa eligió papa a Alejandro. Por ahí comenzaría la nueva era para reprimir los abusos de la Iglesia... Ilusión fugaz. Los dos papas cismáticos se negaron a renunciar y con la elección de Alejandro, en vez de dos papas, quedaron tres. No había qué retroceder. Con mayor ímpetu los reformadores de Praga se prepararon para el próximo concilio en Constanza. La opinión se dividió. La universidad y la jerarquía se enfrentaron. Huss, qué acaudillaba la universidad, fue excomulgado por el arzobispo. La excomunión fue confirmada por Juan XXIII (antipapa). El Concilio de Constanza, presionado por el cardenal Pedro d'Ailly, condenó la rebeldía de Huss. La tesis de Huss era radical: No hay otra ley qué la de Cristo, ni otra fuente de inspiración sino la Biblia: La Iglesia no es el papa, los obispos y los sacerdotes, el conjunto de los fieles qué ruegan a Cristo y merecen su Gracia. La tesis de d'Ailly rechazaba esta salida democrática y proclamaba la soberanía del Concilio: aunque el Papa se retirara -como se había retirado- del Concilio, las decisiones del Concilio eran inapelables. Huss volcó su elocuencia contra la corrupción eclesiástica. "Poco a poco la emoción pasó de la universidad a las calles. Los curas qué habían aprobado la excomunión pronunciada contra Huss eran golpeados en las manifestaciones; las paredes se cubrieron de letreros injuriosos contra el papa; en las calles se cantaban canciones satíricas contra el arzobispo...". Juan XXIII predicó una cruzada contra el Emperador, y con esto arrimó unos haces más de leña a la hoguera... "Jerónimo de Praga, muy adicto a Huss, organizó una gran procesión satírica. Centenares de estudiantes pasearon una carreta llena de bulas pontificias. Uno, vestido de cortesana, llevaba sobre el pecho una bula de Juan XXIII. Otros, vestidos de ujieres, a grito herido, anunciaban qué iban a quemar la carta del Papa tratándolo de hereje y pillo. La procesión fue hasta el palacio arzobispal, dónde se encendió una hoguera y se quemaron las bulas del escarnio... El estado capitalista Después de unas cuantas semanas en cada país -qué para un turista tragaleguas serían demasiadas y para mí, muy pocas-visitando a Polonia, Checoslovaquia y Rumania, he llegado a formular una hipótesis de trabajo transitoria para explicarme su sistema de gobierno. Me he preguntado: ¿Qué es una república

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comunista soviética? Por el momento mi respuesta sería la siguiente: Un estado capitalista empeñado en formar un proletariado burgués. Encuentro inexacto cuanto se dice de acabar con el capitalismo. Se trata sólo de hacer del estado una institución capitalista qué sobrepase en mucho el poder alcanzando hasta ahora por caminos privados. La industria soviética reproduce la técnica, la ambición, el poder desmesurado, de la civilización occidental, adoptando los mismos modelos, produciendo las mismas cosas, haciendo trabajar al obrero con mayor intensidad. El nuevo estado realiza lo que pudiera ser el más utópico de los sueños qué jamás tuvo el más atrevido empresario de Alemania, Francia, Inglaterra o Estados Unidos, es decir: defender sus fábricas con el poderío militar del Estado, sin permitir, no digamos una huelga, ni el más leve reclamo del obrero. Y de otra parte -sueño también del mismo empresario en las democracias libres-, poder darle a todo hombre un trabajo. Relativamente el hombre sin trabajo no existe en estos países, ganancia positiva qué no ha sido capaz de lograrse ni en el resto de Europa, ni en América. Si la utilización de las viejas fórmulas se ha hecho pasar como una revolución, se debe a un truco gramatical tan simple como eficaz. Se dice "dictadura del proletariado", en vez de "dictadura para el proletariado". Es evidente que el nuevo estado busca hacer del obrero y el campesino un privilegiado. Que quién pega ladrillos gane más que un médico. La meta final es la misma qué en todas partes ha fijado el maravilloso engaño de nuestra época: tener un televisor y un automóvil. El televisor lo encuentra usted hasta en la última choza de la estepa o la montaña -me dice un entusiasta del sistema-, y en cuanto al automóvil lo tendrán primero los albañiles qué los doctores. Y agrega el mismo informante: Es cierto que un obrero de Alemania, Francia o Estados Unidos tiene hoy comodidades qué buscará en vano usted acá, pero tenga presente qué allá hace dos siglos viene trabajando la fábrica, y aquí tenemos sólo cincuenta años. Con todos los recursos de la producción en la mano, el estado soviético ha desatado una revolución industrial como no la conoció Manchester en el XVIII. Estos países fabrican hoy toda suerte de maquinaria, unas veces aprovechando lo tomado al antiguo mundo capitalista -Skoda en Checoslovaquia-; otras, iniciando complejos como el de Nova Huta en Polonia. Así, todos aquí tienen trabajo, de las seis de la mañana a las dos de la tarde, o de las dos de la tarde a las diez de la noche, siempre en jornada continua. Si llega a necesitarse, habrá el tercer turno, de las diez de la noche a las seis de la mañana. Con esto desaparecen el ocio y la

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miseria, lo cual es evidente. Eso sí, como todo capitalismo, el de estos países es implacable. Si Nova Huta ha crecido como un hongo atómico, la belleza del espectáculo va acompañada de una polución qué va extendiendo su sombra negra hasta la resplandeciente -antes- Cracovia. Jan Huss o la verdad a medias Del viejo ayuntamiento de Praga sólo queda en pie la torre medieval. Fue lo único qué no alcanzaron a arrasar los nazis en su fuga rabiosa. Desde lo alto de la torre, la vista de la ciudad es como un milagro del tiempo. Los tejados de terracota forman el más intrincado juego cubista. Se inclinan por mil lados siguiendo los laberínticos juegos de las callejuelas, espiadas por los ojos a medio abrir de las buhardillas. Las mismas tejas forman en cúpulas diminutas linternas de barro. A lo lejos o desde la plaza vecina, cien torres feudales coronadas de cuatro torrecillas. Agujas qué ensartan en el aire esferas doradas, como burbujas de oro perdidas en la bruma del tiempo. Todo esto, sí: pero lo qué vale está al pie de la torre: la plaza vieja. Y en la plaza, el inmenso fantasma de Jan Huss. Un bronce nada solitario: surge seguido de todo su pueblo. Es un monumento multitudinario. La base circular es tan grande qué sirve de asiento para cien o doscientos turistas cansados, o checos ociosos qué dialogan -o callan- sobre todo y sobre nada. Con los trajes de verano, el monumento a Jan Huss se ve desde el mirador de la torre entre una enorme corona de flores a todo color. ¿Por qué se ha salvado este monumento, inaugurado en 1915, al cumplirse quinientos años del suplicio de Jan Huss? Jan Huss fue el precursor de la justicia social. Recio campesino, un siglo antes de Lutero, levantó a los checos contra la iglesia millonaria y corrompida, dueña de una tercera parte -o de la mitad- de las tierras de Bohemia. Huss, rector de la universidad, propugnó por la justicia cristiana contra la desigualdad impuesta por las clases sociales. Desafió, seguido de estudiantes y campesinos, a los grandes señores encastillados en sus fortalezas de piedra, señores de bosques y praderas qué iban hasta los confines de Bohemia y Moravia. Hace quinientos cincuenta años se oían así, a no muchos pasos de esta plaza, estas admoniciones socialistas. En la iglesia de los Santos Inocentes, siendo párroco, dijo entonces los capítulos qué luego inventó Lenin. Esto, que es lo que dicen hoy al visitante de Praga quienes lo llevan a la plaza, es la verdad. Y no es toda la verdad.

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La otra parte de la verdad, qué no se dice, pero qué todo checo mantiene callada -no dormida-, en el fondo del alma, es la historia de Jan Huss, inventor de la independencia nacional. En Huss el ser cristiano y el ser checo eran dos partes indisolubles de su ardiente vida luchadora. Cristiano, quería seguir el ejemplo de Jesús hasta apurar la última gota en el cáliz de la sangre redentora. No se contentaba con el pan: había de comulgar también con el vino: no perder ni una sílaba de las palabras dichas por el hijo de Dios en la cena de su despedida y testamento. Y hacer cristiano, de veras, a su pueblo. Eso sí, predicaba en lengua checa. Sin la altivez de los grandes señores qué entre ellos hablaban en alemán -el checo sólo lo usaban con los siervos-, para hacer más clara su palabra de explotación y despotismo. La patria checa se confunde así con el recuerdo de Huss. En el bronce de la plaza, el checo de hoy oye una campanada de siglos de esperanza... qué no llega al oído de los extraños. El año de 1415 Huss comparece en Constanza ante el Concilio de la Iglesia. Se le ha llamado a juicio. De herejía se han calificado sus sermones cristianos, y ante el Papa y el Emperador y los obispos ha de retractarse. La sentencia estaba escrita en la mente de la soberbia qué iba a juzgarlo. La víspera del suplicio lo llevan a ver la hoguera en qué se echan al fuego sus libros, como leña. El resplandor de las llamas ilumina su sonrisa. Al día siguiente, escoltado por tres mil hombres armados y una muchedumbre de campesinos y mujeres, se lo conduce al propio sacrificio. En total silencio, inmóviles, lo oyen despedirse de este mundo, entregando al juicio de Dios la revisión del proceso qué le formaron los hombres. Cuando se apagaban las llamas, se ve el cuerpo calcinado pendiente de las cadenas qué lo sujetaron al poste del tormento. Los verdugos removieron la leña para aprovechar hasta la última llama. Luego, machacaron los huesos y la cabeza para acelerar el proceso de la destrucción definitiva. De acuerdo con lo que le concedía la ley, el jefe de los verdugos tomó para sí la capa de Huss. Lo obligaron a echarla al fuego. El representante del Rey le daría otra mejor, y se evitaba qué quedase de Huss reliquia alguna. Se prendió un segundo fuego, y las cenizas finales se recogieron con escoba y se echaron en una carreta para arrojarlas al Rhin. No debería quedar nada qué pudiera luego llevarse a Bohemia. Aquella noche, sin embargo, cuentan los biógrafos de Huss, los checos cavaron en el lugar dónde se prendió la hoguera, y se llevaron a Praga la tierra qué estuvo empapada por su sangre, tocada por sus cenizas. Entre quienes así lo hicieron estaba un cierto Zizka. El mismo Zizka, el tuerto, cuya imagen es la más familiar a los checos de todos los tiempos. Aparece hasta en los billetes de hoy, con un

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trapo sobre el ojo, como el general Dayan. Esta ya es otra historia, sobre la cual tendremos que volver. Zizka el tuerto Las guerras religiosas del mil trescientos carecen de sentido en la Checoslovaquia de nuestro tiempo. Lo qué fue audacia de incendio cuando Huss tronó contra la corrupción y enriquecimiento del clero, y contra el acaparamiento de tierras por la Iglesia, o el proponer comulgar con pan y vino hasta hacer del cáliz el símbolo de sus banderas son cosas qué hoy dice cualquier cura católico en el sermón de cada día. O qué introduce la liturgia sin escándalo. Si Jan Huss, o Jan Zizka, invencible capitán de las guerras hussitas, resurgen hoy como símbolos de Checoslovaquia, no lo son ya en el sentido de reformadores protestantes. Son ellos, ante todo, los fundadores de la nacionalidad. Héroes de una lucha de quinientos años contra los invasores de su tierra. Se levantaron contra los alemanes porque los alemanes ocupaban el país, lo sojuzgaban, hablaban otra lengua. Si el monumento a Jan Huss se alza desde 1915, en el centro de Praga vieja, como una catedral de bronce, quién exaltó su memoria, y la impuso, fue Masarik, el primer presidente, autor de la república checoslovaca. Jan Zizka, a su turno, corre en las manos del pueblo como moneda de buena ley. Su retrato está en los billetes. En los museos, siempre el cuadro más importante es el de este guerrillero convertido en 1420 en capitán de todos los ejércitos. Entonces, un 14 de julio derrotó a ejércitos alemanes armados de fierro y soberbia, con muchedumbres de campesinos, mujeres y niños. Zizka sacó de Praga a los intrusos, y los mandó a la otra orilla del Vltava, venciendo al mismo tiempo al Emperador y al Papa, dos soberanos temporales, dos extranjeros en tierras de Bohemia. Todos saben la historia de Zizka el libertador. En 1419 no era sino uno en la muchedumbre qué invadió la iglesia de Santa María de las Nieves, cuando en ella estaban reunidos los autores de la represión. Enardecido, pedía el pueblo la liberación de los hussitas detenidos. De las Nieves se encaminó a la iglesia de San Esteban y forzó las puertas. Se celebró la misa comulgando con las dos especies. Encabezando las manifestaciones, iba el sacerdote llevando la hostia y el vino. Se movilizaron de la iglesia hacia la casa en dónde los parlamentarios deliberaban. Estaban en el balcón, a la vista de todos. Del balcón se arrojó una piedra qué hizo blanco en el sacerdote qué llevaba la hostia. Se desató la tempestad. Los hussitas forzaron las puertas, invadieron la casa y arrojaron del balcón a los consejeros. Fue la primera defenestración qué hizo el pueblo. Zizka se retiró a Mont Thabor a organizar a sus campesinos. Cuando regresó a Praga

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fue para derrotar a los enemigos del pueblo. Sólo iban con él nueve mil infantes. Lo demás eran guerrilleras airadas, pueblo menudo. Era el pueblo de Dios puesto en marcha. Con ese pueblo Zizka echó de la ciudad al enemigo. Zizka inventó los tanques. Un tanque rural, del medioevo, máquina rústica qué espantó a los caballeros de relucientes armaduras. Era una carreta campesina de cuatro ruedas, protegida con planchas de fierro. O se fijaba en tierra como fortaleza, o avanzaba movida por veinte hombres dirigidos por señales. Iba cargada de piedras. En las pendientes, se echaba a rodar como un polvorín del diablo: ya existían las primeras armas de fuego, la pólvora qué espantaba y enloquecía a los caballos. El ejército de Zizka tenía una moral qué no conocieron los cruzados. En sus filas no se admitían falsarios, ladrones, jugadores, pillos, borrachos, libertinos, juradores, adúlteros ni rufianes. Ni adúlteras, ni putas. Nada de esa espuma asquerosa de los otros ejércitos en la Europa medieval. Zizka castigaba toda infracción o indisciplina, con la ayuda de la Santísima Trinidad y el rigor crudo de la ley de Dios. Y vencía. Fue invencible. Apenas perdió un ojo, qué cubría con un trapo, como se ve en los billetes, en los cuadros, en los bronces. Invicto murió, y no quiso qué lo enterraran en monumento: "entiérreme en un potrero por dónde pase el ganao." Como dice el corrido de los llaneros... Schweik el buen soldado No es rigurosamente necesario, en Praga, pararse delante de la torre del Ayuntamiento cuando van a dar la hora, ni ver salir a los doce apóstoles y al gallo qué anuncian la ceremonia, aunque haya quinientos turistas atentos a esta representación mecánica. Puede usted omitir la visita a la casa de Kafka y pasar de largo las hojas de piedra en el libro secular del cementerio judío. Quédese sin ver el puente del Rey Carlos y olvídese del Castillo, la Catedral o el monumento a Jan Huss. Pero vaya a la taberna del buen soldado Schweik. No está muy lejos de la plaza del rey Wenceslao. Las guerras han dejado en cada país poemas épicos, novelas desoladoras o románticas: en Checoslovaquia el libro de Jaroslav Hasek -hoy clásico del humorismo universal: El Buen Soldado Schweik. Schweik entra en el cuadro en la primera guerra en cuanto se produce el asesinato del archiduque Fernando en Sarajevo. Una mujer le informa del crimen qué desata la guerra, cuando Schweik está frotándose la rodilla para aliviarse del reumatismo. Su alejamiento del ejército es completo. Lo habían echado de la tropa por idiota, por débil mental, y se ganaba la vida vendiendo perros. Cuando la mujer le dice qué han matado a Fernando, Schweik se rasca a cabeza y se da cuenta de qué sólo recuerda a dos

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Fernandos: uno qué trabajaba con un farmaceuta y se bebió por error una botella de tricófero, y otro qué vivía de recoger boñiga en el campo y la vendía como abono. La noticia del tercer Fernando le encendió el patriotismo. Pensó qué su deber patriótico estaba en ofrecer sus servicios y llegar hasta el sacrificio en defensa del emperador Maximiliano. De sus mil aventuras en el ejército quedó este libro de Hasek qué sólo puede clasificarse con un término venezolano. Se trata de la mayor mamadera de gallo qué conoce la literatura universal. En este camino, los praguenses son como los caraqueños de Morrocoy Azul. Schweik pone de lado el reumatismo y se dirige a la taberna en busca de noticias. Llega a la hora en qué el gobierno ha soltado a la policía para qué con todo disimulo busque a cuanto sospechoso pueda considerarse comprometido en el horrendo crimen de Sarajevo. En la taberna, Schweik no acaba de oír lo del asesinato cuando monta su teoría. "Eso es cosa de los turcos -dice-. Los turcos perdieron la guerra de 1912 contra Serbia, Bulgaria y Grecia. Querían qué Austria los ayudara y como no lo hizo, matan al Archiduque... Los de la secreta tuvieron qué oír con embeleso esta teoría qué les estaba indicando los conocimientos enciclopédicos de Schweik en asuntos internacionales, y los ponía en guardia contra el administrador del establecimiento. Para sondear a este último, uno de los policías le dijo: "¿Por qué no tiene usted aquí el retrato del Emperador, como hace años, y ha puesto en cambio un espejo?". El tabernero, a quién la política le importa una higa, elude todo compromiso: "Quité el retrato del Emperador por respeto: ustedes ven la cantidad de moscas qué hay y pueden imaginar cómo estaban depositando suciedades en el rostro del Emperador: para ponerlo a cubierta de semejantes porquerías, lo llevé a lugar seguro y decente...". Fue así como, por imaginar lo de los turcos y por evitar los puntos negros de las moscas, Schweik y el tabernero fueron a dar a la cárcel. Hasek no volvió a ocuparse del tabernero, y se entregó a seguir los pasos del buen soldado Schweik, quién de paso para la cárcel trató de levantar el sentimiento patriótico de los checos lanzando vivas al emperador del retrato. A lo largo de las 470 páginas de su novela, Hasek muestra los enternecedores esfuerzos de decenas de autoridades del ejército por enviar a Schweik al frente y hacerlo matar. Nunca se logró por el desorden profesional de un ejército en dónde no se sabe ni para dónde se va, ni cuál es el frente, y desde coronel hasta capellán nadie piensa en nada distinto de comer, beber y divertirse. Schweik, como ordenanza, diciendo a cada paso: "Perdón, mi teniente..." llevándose la mano a la sien y juntando los talones, puede hablar sin limitaciones, opinando en todo con el buen juicio de quién ha leído periódicos y se siente autorizado a inventar lo qué le dé la gana...

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Termina la guerra, sin qué el formidable engranaje del más perfecto de los ejércitos del mundo logre encontrar la manera de llevarlo al frente y hacerlo matar. Es triste, en el fondo, la historia de una máquina qué logró sacar de este mundo a millones de gentes, y no logró tragarse al buen Schweik, el único qué tantos quisieron ver con las sienes y las tripas fuera de su puesto. En la taberna cercana a la Plaza del Rey Wenceslao todavía se pueden beber jarros de Pilsen rubia y fresca, en homenaje al sinvergüenza de Schweik. El muerto conversando con su pueblo A unos cuarenta kilómetros de Praga hay una aldea diminuta -Lany- qué tiene, de un lado, los jardines y el castillo y, del otro, el cementerio. Los dominios de castillo o el cementerio son más grandes qué la aldea. Cuando no hay nadie en el castillo, es decir: cuando no está el presidente de la república, se abren los jardines y allí juegan los niños, se sientan a no hacer nada los viejos. Cuando el señor llega, se cierran las puertas y se hace el silencio. El señor habla menos qué quienes en el cementerio duermen bajo tierra, con la cruz de piedra sobre el cráneo. Pero más grande qué el cementerio qué, como digo, es más grande qué la aldea, es el alma de Thomas Masaryk que por allí se mueve. Un martes cualquiera llego a cualquier hora y veo a un grupo de gentes silenciosas qué oyen crecer la voz de Masaryk, y llenan de flores su tumba. Esto ocurre lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, sábado, domingo... Todos los días, todas las semanas, todos los meses, todos los años. Masaryk es para los checos lo qué Bolívar o San Martín o Juárez o José Martí para nosotros, y un poco más. Checoslovaquia fue una invención suya. Antes de él, ese nombre no existía, y en vano se buscará en ninguna geografía o enciclopedia anterior a 1920. La nación checa, sí, como la eslovaca, son tan antiguas como Polonia, Rumania, Prusia o Moscovia. Pero la historia venía cubriendo a esa patria qué Masaryk inventó, descubrió, liberó, modeló, llevó al atlas, le dio bandera. Era él un filósofo. Lo primero que escribió fue un libro sobre Platón. Pero bajando a la pura tierra, sociólogo y humanista singular, fue hundiéndose en las profundidades de su pueblo y haciendo de la cuestión checa la razón de su vida. Puso bajo una nueva luz a Jan Huss e hizo qué lo qué el ardiente reformador había dicho desde la hoguera volviera a oírse como voz viva. Luchó contra el antisemitismo. Perseguido por los nazis logró escapar para llevar a Suiza o a Inglaterra -al mundo- la queja y esperanzas de sus pueblos -de su invención-. En 1917 pasó a Rusia y organizó con los noventa mil prisioneros checos liberados de los alemanes, las legiones qué dieron libertad a su

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tierra. Cuando terminó la guerra, por él quedó en el mapa un color nuevo: el de la República de Checoslovaquia. Por unanimidad se le aclamó presidente en 1920. Se le reeligió en el 27. Liberal, socialista, fundó el partido checo del pueblo. Muchas calles y plazas y bronces llevaron su nombre, por espontánea voluntad de quienes veían en él lo qué era: el Padre de la Patria. De eso no queda nada. Las calles cambiaron primero su nombre por el de Stalin. Luego tuvieron otros nombres. Los bronces se fundieron para trabajos en escuelas de artes y oficios. Sólo quedó esta tumba adonde llegan silenciosamente los checos lunes, martes, miércoles... Es lo único que se escucha por acá, y se difunde hasta los confines del país. Del otro lado de la aldea se oyen voces cuando sale, como un muerto, el personaje del palacio y entran los niños. Torna el silencio cuando regresa el señor. El señor es el "presidente" de la república. Tiene ahí su casa de retiro. Casi siempre está de retiro. En la capital, al pie del castillo real, hay un inmenso edificio: el Ministerio de Relaciones Exteriores. De piedra rubia, imponente y sencillo, tiene una, dos, cien ventanas. Las gentes se detienen a mirarlo, se sientan a conversar en el café y se quedan mirando una ventana, del piso más alto. Una mañana, al pie de la ventana, se encontró destrozado el cadáver de Jan Masaryk, hijo del viejo presidente. Había continuado como Ministro de Relaciones Exteriores después de la entrada de los rusos. Se lo había rogado el presidente Benes, sucesor de su padre. Todavía se discute sobre el mismo tema: ¿Se suicidó? ¿Lo suicidaron?... Desde el mismo lugar en qué se coloca usted para ver el palacio y la ventana, se ven la torre y la ventana de la torre del castillo. Desde esa ventana de aquella torre, hace siglos, se tiraron a las rocas los nobles qué quisieron conspirar contra el rey. Se inventó entonces la palabra defenestrar. Todo lo que haya de misterio y silencio en esta historia se aclara y rompe yendo cualquier día a visitar el cementerio de Lany. La tumba de Jan Palach Dicen que en este enorme cementerio de Praga se guardan los huesos de doscientos cincuenta mil cristianos. La vista se pierde en una perspectiva de cruces y mausoleos. En cada tumba está muy bien grabado un nombre, y se recuerdan unas fechas. Sólo en la de Jan Palach falta toda inscripción. Se sabe en qué punto lo enterraron, al lado de su padre, porque hay siempre una cantidad de flores frescas y muchas velas encendidas, y es el lugar adonde llegan en silencio

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las gentes más distantes de su familia, y no se muestran menos conmovidas qué su madre cuando llega a rezarle. Jan Palach tenía veintitrés años cuando se hizo negro el cielo de Praga, más por las sombras de miles de aviones qué por los velos de la noche. Al llegar la alborada, los tanques cubrían de fierro las piedras de calles y plazas. Mil muchachos decidieron sortear de entre ellos cincuenta para quemarse vivos en señal de protesta. El primero en el escrutinio fue Jan Palach. Dicen qué veintitrés más le siguieron en su decisión de cumplir el voto del sacrificio. A algunos los salvaron, a otros los hicieron desistir del propósito, por inútil. En todo caso, Jan Palach llegó al pie de la estatua ecuestre de San Wenceslao, se bañó en gasolina, se prendió fuego, y quedó para siempre en el recuerdo de todos como la antorcha viva de la patria. La plaza de San Wenceslao es para Praga lo qué la de la Concordia para París. Y un poco más. La vida de la ciudad se concentra en ese lugar. De allí irradia todo el tráfico. No es precisamente una belleza urbana, pero sí el centro más activo. Sólo en el extremo, dónde la estatua del santo qué cristianizó a Bohemia se levanta frente al museo nacional, la plaza toma toda su dignidad. Cuando Jan Palach se convirtió en una llamarada, mil ojos lo vieron con espanto. Hoy, la imagen se multiplica y renueva en la imaginación universal. Los invasores tuvieron que dejar inmóviles los tanques, bajar las armas, soportar, para qué la muchedumbre siguiera los despojos de Jan Palach hasta el cementerio. Sólo algunos días más tarde se tuvo el coraje de arrancar la piedra en dónde estaba grabado el nombre del estudiante. Ahora qué han pasado cuatro años de la invasión, Praga ha estado silenciosa. Simplemente, ha ido en desfile al cementerio, y han llovido flores sobre la tumba. Todo en la muerte de Jan Palach da la medida de cuán trágica resulta la defensa de un ideal patriótico -a lo mejor, de un ideal cualquiera- en esta época en qué el poder se arma de máquinas aplastantes, de sistemas policíacos, de instrumentos de represión qué nunca antes fueron tan eficaces y pavorosos. Un muchacho qué, inerme, desamparado, tiene a la vista eso qué estaban viendo los ojos muy abiertos de Jan Palach, puede no hallar otra solución para expresarse distinta de convertirse en una llamarada. No le importaría nada distinto de su sacrificio. Que los otros, los que vinieran, hicieran lo qué su conciencia les dictara.

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El gesto no resultó fugaz. La llama ha seguido ardiendo. Y las velas qué se encienden en su tumba sin nombre indican que el fuego no se apaga en torno al estudiante inolvidable. Aquí, Praga Cuando pasé por Praga, en el mes de agosto de 1972, no se movía la hoja de un árbol. Todo tranquilo, normal. Apenas algunos embajadores, captando transmisiones de Londres, Nueva York o París, sabían lo que pasaba. Estaba desarrollándose un juicio en Praga, Brno y Bratislava, a cuatro años de la intervención soviética en Checoslovaquia. En todo el mundo produjo enardecidos comentarios esa represión tardía, esa implacable persecución destinada a castigar profesores, políticos, escritores, cuyo delito no era el de tibieza comunista -todos eran marxistas convencidos-, sino el ser defensores de la independencia de Checoslovaquia frente a la ocupación rusa. Pronto me di cuenta de qué nadie ignoraba lo qué estaba pasando, pero nadie se atrevía a decir nada. Si alguien hacía alguna alusión era en voz baja. El periódico, al fin, aludió a la bajeza de la prensa occidental qué presentaba como represiones políticas procesos inocuos en qué no estaba ocurriendo nada extraordinario. Sólo en París, meses después, lo supe todo. Un comunista checo desterrado, Jiri Pelikan, recogió en un libro el material clandestino qué había circulado en Praga (Ici Prague: l'Opposition interieur parle, Ed. Seuil). Así vine a enterarme de lo que era el silencio de aquel agosto. Cuarenta y siete personas habían sido condenadas a un total de 118 años de prisión. La mayor parte, comunistas de vieja data -miembros del partido, del comité central-, o historiadores, periodistas, profesores. El filósofo Ladislav Hejdánek, miembro de la iglesia evangélica, dijo en el juicio: "No soy marxista por convicciones religiosas, pero adhiero a un socialismo formal fundado sobre el humanismo". Y Joroslav Sabata: "Somos humanistas y no comunistas de la oposición; vosotros, quienes nos juzgáis, no sois comunistas". El caso de la juventud, de los estudiantes, es distinto. No se trata de gentes con larga tradición de partido, sino de socialistas convencidos qué tratan de explorar las fuentes originales del marxismo, y caen en la lectura de libros prohibidos: Trotsky, Rosa Luxemburgo, Djilas, Che Guevara... forman un partido socialista revolucionario... y propician la huelga de una hora para condenar, en el primer aniversario, la ocupación de Checoslovaquia por las tropas rusas. Diecinueve

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líderes estudiantiles qué descubre la policía son condenados a prisión. Petr Uhl, el más conocido, a cuatro años. El silencio de Praga en agosto era, como todos estos silencios, mitad silencio, mitad miedo. Se decía qué ampliando fotografías del año 68, se identificaban los participantes en las protestas contra la invasión rusa. Ahora, a los cuatro años, los agarraban. Algunos de quienes se estaban juzgando esperaban el juicio desde hacía nueve meses, en la cárcel. Todos sabían de antemano la sentencia. Todo se llevó a cabo a puerta cerrada. No se admitieron periodistas. Sólo, bajo este silencio, se pasaba de mano en mano una hoja de los socialistas checos en qué se iba dando cuenta del proceso. "Aunque la Constitución garantiza formalmente a todos los ciudadanos la libertad de palabra... los ciudadanos checos pueden ser perseguidos porque se atreven a pensar. Quienes han comparecido ante el tribunal... se han mostrado resueltos a sufrir las consecuencias de sus actos... Ninguno ha buscado recobrar la libertad humillándose... Ninguno se ha reconocido culpable, ni ha renunciado a sus opiniones... Se han comportado ante el tribunal como comunistas o socialistas, sin renunciar al rechazo de la intervención soviética. Los acusados han sido declarados culpables y condenados... Pero esas leyes no son leyes socialistas: Son las de un estado totalitario...". Fidel Castro llega a Praga No es difícil reconstruir ahora lo qué fue la última visita de Fidel Castro a Praga. Para el Gobierno era algo qué se salía de lo común. Cuba fue el único país de América y de los pocos del mundo, qué por boca de su jefe de gobierno aprobó la invasión rusa, en agosto de 1968. Hasta los más fieles comunistas condenaron el golpe brutal. Fidel Castro, no. Mostró su asentimiento, y semejante prueba tenía qué recibir la recompensa de una acogida oficial. Se hizo qué las escuelas estuvieran presentes en el aeropuerto, se ayudó a qué Cuba entrara a formar parte del mercado común de las repúblicas socialistas soviéticas, se otorgó al famoso líder el título de doctor Honoris Causa. No trepidó, quién semejantes homenajes recibían, al aceptar este galardón, así estuvieran ausentes del cuerpo académico insignes profesores qué andan desterrados por el mundo, como consecuencia del verano fatal del año 68. Otra cosa ha sido la actitud del hombre común qué se duele de su independencia perdida. Aquí el testimonio es al revés. Lo qué fue en otro tiempo admiración y encanto es hoy rechazo y acerbidad. Conocí a estudiantes de los que solían ir a La Habana a estudiar humanidades -antes eran muchísimos, ahora son muy

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contados y van sólo en plan de adiestramiento político- y a uno le hice esta pregunta a quemarropa: -Si usted volviera a nacer, ¿dónde quisiera ver la primera luz, en La Habana o en Praga? Casi con violencia me respondió: -En Praga; en La Habana, ¡jamás! Es muy posible que el juicio actual sobre las cosas de Cuba esté oscurecido por la amargura y el sentimiento de la humillación sufrida, pero no he llegado a oír descripciones más desfavorables al régimen, a la vida, al acontecer diario de Cuba como las que salen de labios checos. Les duele tener qué ayudar a quién contribuyó a quitarles la relativa libertad de qué gozaban. Les parece qué en La Habana la gente vive una vida radicalmente inferior a la de la propia Praga. Publican los absurdos de la administración cubana. Encuentran qué Castro ya no es aquel hombre del pueblo qué andaba sin guardaespaldas por las calles. Se escandalizan de qué los altos funcionarios se muevan en lujosísimos automóviles italianos. Castro vino para confirmar su alineamiento con Moscú, lo cual no les hace gracia alguna a quienes se sienten oprimidos por esta causa. Pero hay algo de fondo, dentro de la filosofía marxista-leninista-cubana qué la hermana con la más cruda doctrina de Moscú: el derecho qué se asigna a intervenir en la vida de otros estados cuando en su concepto está en peligro la causa internacional de su revolución. "Nosotros no tenemos la intención de intervenir en asuntos qué son estrictamente internos del partido o del Estado checo -han advertido a los checos quienes los han aplastado con las armas del pacto de Varsovia-, ejercemos lo qué Korovine llamó el derecho internacional de la época de transición..." Que es lo mismo qué Castro alegaría filosóficamente al apoyar la acción guerrillera en los países latinoamericanos. La diferencia, en síntesis, de la opinión checa sobre la visita de Fidel Castro está en la manera como se juzgue aquella operación en qué quinientos mil hombres aparecieron, saliendo del vientre de unos aviones gigantescos, armados de tanques y fusiles, en una noche de agosto de 1968. Para quienes de esa invasión recibieron el poder, aquello fue un recurso milagroso, qué hizo desaparecer en veinticuatro horas a los liberalizantes del régimen anterior. Para el resto de los checos, sólo recuerda el final de su independencia.

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Praga musical A la iglesia vieja de San Nicolás se va siguiendo el laberinto de recovecos mágicos de la ciudad arcaica, partiendo de la gran plaza, la del ayuntamiento quemado. Para llegar a tiempo al recital de órgano de las cinco -no olviden, nos dice Ivana, llevar un periódico- nos ponemos en camino temprano y estamos a las puertas de la iglesia a las cuatro y media. La iglesia está atestada, y apenas hallamos, buscándolo mucho, un puesto libre. Los demás nos sentamos en las gradas, al pie de los altares. A poco, jóvenes y viejos van tendiendo periódicos en el pavimento. Jamás he visto una muchedumbre tan apretada y silenciosa como en este lugar santo, convertido en campamento de melómanos. El programa de Haydn y Bach se oyó con un recogimiento como lo quisieran encontrar en la mañana los oficiantes de la misa. Pensé que sería algo excepcional, como lo probarían los aplausos qué se desataron al final. Al viernes siguiente volvimos con los periódicos y estuvimos antes de las cuatro y media... Era ya tarde. Los periódicos nos salvaron. Esa vez sí podría decirse qué era excepcional. El concierto era de violín y órgano -música de César Frank y algunos checos- y lo qué nos llegaba del más famoso órgano de Praga y del violín encantado caía directamente del cielo. Una noche fuimos a un recital de piano y clavicordio en casa de Mozart. Mozart pasó allí algunos de sus días más felices y escribió algunas de sus páginas mejores. La casa, más de campo qué urbana, en medio de árboles magníficos y rosales, conserva, como museo, las reliquias del músico. La noche estaba negra, azarosa. El concierto era en el jardín. A la hora justa, los bancos, dispuestos como en anfiteatro, atestados. Se inició con la finísima voz del clavicordio, y un viento amenazador. No importaba. Del clavicordio se pasó al gran piano de concierto, resplandeciente bajo los árboles como en el escenario de la ópera. Cuando iba a comenzarse la parte de Mozart, se desató la tormenta. En un instante se pusieron a salvo clavicordio y piano. Ya a punto de desbandar el público, se anunció: "Deploramos este incidente: el concierto se continuará en el anfiteatro de la Universidad". De la casa de Mozart a la Universidad había mucho por andar... pero el público fue a la Universidad. Los jardines del castillo real tienen rincones propios para los mejores momentos musicales. Tan obvio es esto qué al pie de la gran muralla se ha creído encontrar el mejor sitio para un teatro al aire, y hemos ido a escuchar allí un concierto del cuarteto de Praga. De maravilla oírlo por cinco coronas -esto es nada- cuando en Bogotá se pagaban ciento cincuenta pesos. Aquí no hay nota perdida y me parece imposible qué en la mejor sala de conciertos del mundo puedan encontrar los

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cuatro mágicos condiciones mejores para sus sortilegios. Pero como estos hombres son de una galantería vieja, al final, cuando paso a saludar a quién hace de cabeza del grupo, me ha dicho: "Encontré en Bogotá el mejor público de América: presentar dos veces todo el ciclo de Beethoven es cosa qué no puede hacerse en ningún otro lugar...". La sala de los espejos en el palacio real era también la de demostraciones de caballería en otro tiempo. Hoy es de conciertos. Dentro del programa qué iba a desarrollar otro cuarteto figuraba América, de Dvorak. Esta página, de belleza insuperable, fue escrita por Dvorak como recuerdo de su visita a una aldea en el estado de Nueva York, poblada toda de checos. El descubrió allí las mayores intimidades de unas gentes sencillas qué en el interior de América mantenían, en lo más recóndito de su espíritu, la poesía de su tierra. Y así, el mismo genio qué en la Sinfonía del Nuevo Mundo descubrió el cruce de todos los caminos subterráneos de nuestra América mágica, inventó una aldea musical checa americana, qué traída a Praga parece cosa de ensueño. Y así, a cada vuelta de cada esquina de Praga, se oye crecer la música. Hasta en el silencio... Concierto en la catedral Como todas las viejas catedrales de Europa, esta de San Vito en Praga es una oración en piedra rodeada de guerras a través de los siglos. Peor en este caso, porque la catedral es parte del castillo de los reyes y la historia de Bohemia es la de sus guerras. Dentro del recinto cerrado alternaban el arzobispo y el rey, la oración y la pólvora, el incienso en el altar y la sangre de los degollados en los calabozos. Por las ventanas de la casa de Dios se filtraba la luz por vitrales de la vida de Jesús y por las del palacio se tiraba a los adversarios del rey qué quedaban reventados contra las peñas. Hace treinta años, para liberarse del nazismo, entraron los checos con los rusos al corazón de Praga y así, el festival de la música de todos los años tiene, además, ahora, el recuerdo de una guerra más, y un día de victoria. Raras veces se ha agolpado muchedumbre parecida a la de hoy en los patios del castillo para colmar la catedral. La gente no ha venido a celebrar la guerra tanto como a cantar la paz. La orquesta y los coros se han oído tanto como el pulso de los corazones. Siendo Europa el más guerrero de los continentes, el qué más millones de seres humanos ha llevado a las carnicerías del mundo, aquí la paz

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tiene una razón de invocarse qué se confunde con la historia de cada familia, con el recuerdo de cada generación. Britten, compositor inglés, perdió a cuatro de sus compañeros, en la segunda guerra. Los cuatro, marinos. Veinte años después de la derrota nazista, Coventry, reducida a escombros por los bombardeos, surgía de nuevo, e iba a consagrarse la catedral reedificada. Entonces se presentó por primera vez el "Réquiem a la guerra" de Britten. Lo había escrito, en memoria de sus cuatro amigos, sobre un poema de Owen, oficial inglés muerto en la guerra de 1918, en los campos de Francia. Owen, de veinticinco años, había denunciado en ese poema -escrito en las trincheras-, las brutalidades monstruosas de las hecatombes europeas. Los sobrevivientes, clamaba el poeta, deben levantar su protesta contra el vano sacrificio de los hombres, en favor de la paz. El poema de Owen, convertido en música, llevado a un coro límpido y profundo, es la expresión opuesta a las músicas heroicas de los cantos guerreros. Aquello qué en la gran fanfarria de los que sacan el pecho de fierro para celebrar triunfos militares es ostentación de triunfo, en la obra de Britten es plegaria, repudio a las bárbaras contiendas, materia propia no de los teatros sino de las catedrales. Es el canto qué sale de los escombros y la muerte en busca de una región más pura, de un aire limpio, transparente. Se oyen las voces blancas de los niños, cuando antes sólo hubo espacio para el ronco coro de los regimientos armados. Europa es así. Un continente qué ha vivido entre el clamor de la victoria y la voz de la venganza o la fugaz esperanza de la paz. Las dos actitudes, con sus interpretaciones musicales. El poema de Owen, la música de Britten han encontrado un eco de maravilla en esta isla de piedra -la catedral de San Vito- rodeada de guerras a través de los siglos. Una historia chiquitita Krecoviche es la aldea de diez o doce casas donde el visitante no sospecha que puedan toparse más de treinta almas. Perdida en una región de montes y pinares, verdes colinas y cielos sin humo, tuvo en otro tiempo muchos castillos en torno. Queda en pie uno, propio para Blanca Nieves. Si en los bosques quizás no haya ni el lobo ni el jabalí, los cazadores se satisfacen con venados y otras bestezuelas. Ir de Krecoviche a Praga sería viaje de jornadas hace un siglo. A José Suk, cuando lo llevó su padre, se le saltaron las lágrimas de miedo, de melancolía y de entusiasmo. Iría a estudiar música en el conservatorio.

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Krecoviche viene del siglo XIV. ¿Cómo ha podido quedarse tan pequeña? Nadie lo explica. Allí hay más muertos qué vivos, y quienes dan señales de vida son los muertos. El cementerio baja en pendiente de la iglesia a la escuela. De la vieja iglesia gótica del 300 no quedó nada. La nueva, de unos doscientos años, no es sino un altar y un coro: barroco pobre, elemental. Lo bello, la gran belleza de Krecoviche -si no tuviera, además, la vida de José Suk-, está en el cementerio. Para cada muerto, dos metros cuadrados. Los deudos los encierran en un sardinel de mármol negro para hacer al difunto su propio jardín. En otros lugares al muerto le ponen encima una piedra. Aquí tierra negra y plantas: pensamientos, lirios, tulipanes, begonias. Como si los sobrevivientes no tuvieran otro quehacer -en cuanto pasan las nieves- distinto de reparar los jardincitos de los muertos. La primavera luce en el campo santo. Cuando ya José Suk era todo un músico, le daba pena ver en la punta del cementerio la tumba común de los pobres, menos florida. Tendió sobre esa tierrita un canto y la dejó convertida en música. El padre de José Suk llegó a Krecoviche de otra aldea, como ayudante del maestro. Trajo al hombro el violín. Pronto la orquesta qué formó, y el coro, con los vecinos, resultaron tan buenos qué de los castillos los llamaban para animar las fiestas, y algo ganaban con los entierros. José comenzó a tocar cuando tendría seis años. A los siete, para el cumpleaños de su madre, a alguien, a escondidas, le enseñó una pieza. El día de la fiesta la sorpresa hizo llorar a los padres. Cuando tuvo ocho años, él mismo compuso una polka para el padre. Aún se toca. En Praga vivió siempre con otros músicos. Estudiaba violín y escribía. Tocaba el piano. No sabía cómo decidirse. El maestro era uno de los grandes: Dvorak. Un día, Suk daba a conocer a sus compañeros algo qué estaba escribiendo, cuando de sorpresa entró al aula el maestro: oyó la obra de Suk, y le dijo: "Bien, muy bien, siga por ese camino". Y Suk se dio cuenta de qué su destino estaba en escribir música. Además, la hija de Dvorak era bellísima. Se casaron. El matrimonio, como en los cuentos. Otilia sólo lo acompañó unos cuantos años. Pocos meses antes de morir, Suk tuvo el presentimiento: escribió para ella un movimiento melancólico: "Un poco triste". Cuando su hijo tuvo cinco años, le escribió en música la vida de Otilia. "Así fue tu madre". Todo pasó en Krecoviche. La pieza en dónde nació José es tan pequeña, qué apenas cabía la cama (como en la que nació Beethoven, en Bonn). Al casarse, José hizo una casa al lado de la de sus padres. Las dos caben en un mismo

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jardín. La de José y Otilia tiene la alcoba de los padres, la del hijo y, en el estudio de Suk, un piano de cola qué lo ocupa todo, y una mesita no más grande qué un libro de música abierto. Allí escribió obras qué hoy se conocen en todo el mundo. Lo espacioso en la casa es afuera, dónde se reunían los amigos: la sombra del árbol, frente a la casa. Cuando trajeron a José para enterrarlo, a lo largo del camino el pueblo lo saludó cantando. La tumba es la única grande en el cementerio: en ella descansan José, sus padres y Otilia Dvorak. Cuatro metros cuadrados de flores. En las noches de navidad, llegan de los pueblos los niños con linternas encendidas, prenden sus árboles en el interior de la iglesia y Suk regresa a la vida. Su música es como un clavel en el heno -lo dijo Góngora- al niño dios de los pastores y los Reyes Magos. Smetana, un símbolo checo Hay tantos teatros en Praga, qué parecerían igualar en número a las iglesias. (Además, también las iglesias son teatros). El gran teatro es el nacional. Los mejores arquitectos, pintores, escultores, decoradores del XIX participaron en esta obra. Para los checos, tiene la gracia de haber sido la escena dónde se representó por primera vez Libuse. La historia de Libuse es la de los orígenes míticos de Praga. Era una princesa qué se enamoró de un campesino, fundó a Praga, y de sus amores salió la dinastía del reino de Bohemia. La ópera de Smetana es el poema nacional. Pero Smetana, qué comienza su vida como revolucionario, y acaba sordo y loco, no sólo recogió esa leyenda y le dio un valor universal: dijo todo lo qué no siempre han podido decir los checos en palabras musicales. Él es la voz de la independencia nacional. Algo de lo que para los poloneses fue, y sigue siendo, Chopin. Que el Teatro Nacional hubiera sido el escenario de la historia de la princesa según Smetana, no era bastante para Praga. Se levantó otro teatro, el Smetana, con más amor y encanto qué el Nacional. Es, si se quiere, un salto qué va del alfeñique al rococó. Quien por primera vez lo ve queda deslumbrado. Siendo inmenso, uno diría: La ópera de París puede ser más bella: el Smetana es más lindo. La sala es una floresta de oro, pero el oro no está derrochado a borbotones: es una canastilla de finísimos ramajes qué de la platea llegan hasta la galería. Decenas de estatuas sostienen las cornisas: eso sí, hay que descubrirlas: no se colocaron para imponerlas con ostentación. Las lámparas son de la misma hechura de las de Aladino. Cada palco, una gran litera de los tiempos de marquesas y cortesanas: alfeñique por fuera, rojos damascos por dentro, y el espejo enmarcado como en tiempo de los Luises, para qué la dama estuviera

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segura de no haber perdido su lunar... Todo esto, ¿en homenaje a quién? Al músico qué por componer, en 1848, canciones subversivas para la Guardia Nacional fue expulsado del país por los Habsburgo... Cuando regresó a su Praga, iluminó la lucha por la independencia poniendo en los violines las palabras qué nadie podía escribir en las gacetas. Todo en Smetana tiene algo de un canto por la independencia nacional. Su ópera Los Burgueses de Bohemia es, en 1866, la protesta de un músico, de un checo, contra la invasión alemana. Delibor, la exaltación al héroe legendario checo qué lucha por su libertad. Como en Chopin, todo esto es tan hondamente orquestado, qué nadie escapa a la resonancia universal de sus mensajes. Praga es musical como Viena, como Cracovia, como la vena azul del Danubio. Cuando se la oye a Smetana se comprende la razón de ser de unas gentes qué por generaciones han soñado en la canción de su libertad. En todo festival de música de Praga las dos notas finales son: La Novena de Beethoven, y una ópera de Smetana. Juárez gana la última batalla En pleno corazón de Praga, en la calle Národní, que es lo que el Paseo de la Reforma para la ciudad de México, el indio Benito Juárez ha ganado su última batalla. Como la anterior, contra los Habsburgo. De cómo ha ocurrido esto en 1972 -año de Juárez en México y año de Juárez en Checoslovaquia-, es un episodio notable de qué hemos sido afortunados testigos quienes ahora visitamos a Praga. Ante todo, un golpe de teatro. Arrancando de la galería Václav Spala, una ancha faja de tela blanca anuncia, en letras rojas, sobre la calle, una manifestación artística cuyo texto nos resulta incomprensible. Sólo sacamos en claro las palabras qué más resaltan: Portrétu Benito Juárez. Se ve desde la entrada de la galería, al fondo de una serie de salas, el mejor retrato qué europeo alguno haya hecho del gran indio mexicano. Para algunos, ni el propio Diego Rivera hizo un óleo tan vigoroso, tan realista, tan mexicano, como este de Karel Svolinsky. A Svolinsky la república ha dado el más alto título a qué pueda aspirar un pintor en Checoslovaquia: Artista Nacional. Exposiciones en torno a Juárez pueden hacerse en cualquier parte del mundo. Pero ésta ocurre en una ciudad de los Habsburgo, adonde venían a coronarse los

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emperadores. Bajo las bóvedas de la catedral de San Guy, por las flamantes galerías del castillo fabuloso, siguiendo la estrecha calle por dónde se movía el cortejo real, pasando los puentes sobre el Ultava qué se reflejan en el espejo gris de la melancolía, se ven ir y venir las sombras de los Habsburgo... Sombras qué ahora disipa, con su mirada venida del otro mundo, el indio de Oaxaca, qué a los once años no sabía palabra de español. Del nido de estos Habsburgo salió para el Nuevo Mundo el emperador Maximiliano con la bendición de Pío IX, empujado por la pasión restauradora de Eugenia de Montijo, llevando en su nave las ilusiones de todas las cabezas coronadas de Europa. Entonces, hasta Praga imperial debió sentir las ansias de estos gozos. Y a México llegaron felices Emperador y Emperatriz, y llovió sobre ellos como torrente de la gloria el repiqueteo de todas las campanas de todos los campanarios de la ciudad de México... hasta qué el Emperador paró frente a la otra campana, la del cerro, cuando la lluvia de plomo. ¿Qué había pasado? Que la república dijo ¡alto! Y quién pasó a ocupar el castillo de Chapultepec vino a ser el indio Juárez, el de la Reforma brava qué todavía hoy sigue dando batallas, improvisado Cid americano. Todo en esta historia del año de Juárez en Praga resulta conmovedor. El inventor del carro del triunfo ha sido Bernardo Reyes, embajador insuperable, qué ha descubierto aquí un tesoro americano: los dibujos, grabados, acuarelas y pinturas de Karel Svolinsky, qué una vez fue a México, pasó allá cinco semanas, y quedó conquistado, invadido, alucinado por el pueblo de don Benito el Benemérito. La exposición en la calle Národní revela la obra del checoslovaco, insólita, y hasta hoy desconocida. No en vano Svolinsky ha recibido el título de "Artista Nacional". Versátil y genial, ha querido verlo y hacerlo todo, y si como dibujante de precisión y seguridad magistrales ha hecho los dibujos para ciento cincuenta timbres postales checoslovacos -las flores del país, las cabezas de sus hombres ilustres, alegorías de las artes y los oficios-, como grabador se ha hundido en la interpretación de los personajes de Shakespeare, y como contemplador de los humildes ha llegado a pisar la misma tierra en qué se afirmó Diego Rivera. Bernardo Reyes decía al abrir la exposición: "Emociona de verdad ver a Juárez rodeado aquí de su México indígena qué tanto amó...". Convengamos en qué esta batalla simbólica es tan grande como la de Puebla. Praga vista en la miniatura de los viejos grabados, y Praga vista desde los puentes, parece una corona real. Las agujas de las iglesias góticas, las del

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castillo, las de las torres feudales, y hasta la muchedumbre de estatuas qué decoran las barandas del puente de Carlos IV no son otra cosa sino la corona de Bohemia qué, según Bismark, señalaba el poder qué podría dominar a Europa. Pues bien: esa corona, en este año de Juárez, ya no sirve para adornar ni la sombra de los Habsburgo. En cambio, ha quedado flotando en el aire -y no se la llevará el viento- la frase del indio mexicano: El respeto al derecho ajeno es la paz. Un emperador a cambio de una paloma Entre México y Checoslovaquia existe un viejo litigio: el de La Paloma. Cuando los músicos qué les habían soplado aires marciales a las tropas del emperador Maximiliano -músicos checos- regresaron a Praga, tocaban La Paloma. La Paloma y sólo La Paloma. Se ha llegado a decir qué con La Paloma habían acompañado al desgraciado Habsburgo a la falda del cerro dónde lo fusilaron, y la música tomaba en Praga o Viena un romántico aire recordatorio. En todo caso, pronto fueron olvidándose las tristes historias de la última monarquía mexicana y fue quedando en el aire un solo aire: La Paloma. Hoy, ya nadie discute si México hizo bien o mal en sacar de este mundo al emperador intruso. En cambio, se polemiza en torno a La Paloma. ¿Es música checa? ¿Es mexicana? Si fue mexicana, mexicano es el origen en qué se inspiró la canción checa Camposanto, Camposanto, Jardín Verde, qué confundiéndose casi con La Paloma se tiene por la más checa de las canciones tristes. En un librito de la doctora Sitka Pusová (Encuentros con la América Latina, Ed. Orbis) se recogen los ecos de esta polémica, así como la historia de los músicos de Maximiliano. El propio embajador Bernardo Reyes me decía: "Es el único tema en qué encuentro a veces obstinados a los checos en materia mexicana...". Así, cuando lo del fusilamiento del Emperador o la locura de Carlota se pone escabroso, basta pasar a Si a tu ventana llega una paloma... y a la voz de combate: "¡Esa música es checa!" quedarán abandonados al pie del cerro los restos del Emperador, se olvidará la tragedia de su mujer y empezará el combate gentil. Cuando Maximiliano partió de Trieste, rumbo al México de su fatal destino, hubo algo qué se impuso sobre el murmullo de las despedidas, los vítores y los sollozos: la banda de música qué dirigía el maestro Josef Rudolf Zavrtal. Llevaba el Emperador un ejército austríaco compuesto en su mayor parte de checos -gentes pobres y desesperadas, reclutadas a la fuerza, según las normas un tanto bárbaras de la Europa contemporánea-. Pensar en llevarlas a un combate en tierras americanas era absurdo... al menos qué hubiera una buena banda de música. Y el maestro Zavrtal, experto en operetas y canciones, era, de todos los músicos militares, el más apropiado para semejante empresa. Completaba en la capital azteca los vacíos de los sueldos qué la corte no pagaba a tiempo,

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alternando el cuartel con el teatro. Salvó con La Paloma el honor de su banda, después del fracaso de los ejércitos. Si el imperio y los mexicanos no se entendieron, los expertos demuestran que, entre la música de viento de los checos y el oído mexicano, el acuerdo fue total. Los checos sostienen que la gran entrada de los cobres a México no hay que buscarla en las trombas y cornetas españolas, sino en la banda del maestro Zavrtal. La doctora Pusová dice: "¿Cómo explicar de otra manera esa identidad musical entre checos y mexicanos, ¿dónde se enlazan la alegre trompeta y el ritmo de la polca, cuando en ninguna otra parte de América Latina hay nada parecido?". Declarar checa La Paloma queda un poco fuerte. Parece tan propia del suelo mexicano como Si Adelita se fuera con otro... Pero en lo de la banda, Bernardo Reyes me ha dicho algo qué me ha dejado perplejo. Está preparando él una fabulosa fiesta mexicana para el 16 de septiembre, ¡con mariachis! "¿Sabe -me dice- de dónde he sacado los mariachis? De aquí mismo: son checos, y están al hilo...". Como los quiere el ranchero. Una ciudad como un cuento Cada cual iba haciendo lo suyo. Uno, una torre; otro, un puente; otro, un castillo. El rey, un palacio. El arzobispo, una catedral. El rico, una capilla; la condesa, una custodia. Y, así, otro puente y otra catedral y otro castillo. Sobre el rizado muy menudo de los tejados de Praga, torres y torres. Sobre el río, puentes y puentes. Arriba, en las lomas, castillos. La ciudad acaba por ser inverosímil, más vecina de la fábula qué de la mezquina realidad. El más humilde de los ciudadanos o rústicos piensa: si yo fuera rey, haría un castillo; si cura, una iglesia, toda gótica, toda barroca, toda rococó: lo qué fuera, o lo que fuere. En todo caso, divina. Hay otros países en dónde las gentes piensan de manera distinta. Si yo fuera rey, me comería a los vecinos; si arzobispo, desataría una guerra religiosa. Ahí está la diferencia entre las naciones qué hacen historia y las qué se pierden entre el laberinto del recrear poético. No diré -¡jamás!- qué el antiguo reino de Bohemia no tenga historia. La tiene. Pero por encima de su historia, están tendidos los puentes, se levantan las torres, se oye la voz de las campanas, hay el castillo. La torre del Big Ben de Londres es más alta y ostentosa qué las torres de Praga: la torre de un imperio tiene qué ser como la inglesa. En cambio, la de un reino antiguo como éste, metido en los repliegues de Oriente y Occidente -dónde se oía el vozarrón mujicoso de los eslavos, el ruido de fierro de los germanos, la voz

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embrujada de los checos-, ha de ser una torre con misterio, qué remate en muchas torrecillas, torrecillas como lámparas o faroles de gran fantasía, como coronas de monarcas más cercanos al reyecito de las tiras cómicas qué a los del museo. A Praga se puede venir sólo por darse el gusto de subir a una torre o a una colina, y ver abajo el río, los puentes, las tejas de terracota, y las torres, y las torres, y las torres de verde latón y burbujas doradas en el aire. Al visitante se le invita, para salir del paso, a qué trepe la torre del Ayuntamiento, el mirador más a mano, en un costado de la plaza vieja. De ahí se ve bastante, si no todo. Lo primero, las dos torres de la catedral vieja, qué no tiene fachada. Las dos torres, y punto. Lo que sería el cuerpo principal de la iglesia lo tapa un edificio físicamente pegado al templo. La catedral nueva, o de San Vito, casi es lo mismo. Hay que meterse al patio del palacio para ver la fachada. De lejos sólo se ven las dos agujas de las torres góticas. Mirando la fachada, sigue viviéndose de tejas para abajo. Y como no se trata de esto, sino de ver de tejas para arriba, de situarse en la región del aire, quién ve a San Vito desde los puentes, desde la ciudad, desde la otra orilla, sólo encuentra qué sobresale de la masa del palacio, de las murallas del castillo, el heráldico cuento mágico de las torres. Todo lo anterior no es sino una digresión inútil. Lo principal es encontrar el gran belvedere de la ciudad, y esto entra ya en un terreno propio de García Márquez y su patriarca, como más adelante se verá... El monumento fantasma El más grandioso monumento de Praga, destinado a ser tan famoso como el Castillo, la Torre de la Pólvora o la estatua a Huss, es un monumento fantasma. Fue erigido para conmemorar el décimo aniversario de la liberación de la ciudad por el ejército soviético. Se pensó qué así tendría la capital de Checoslovaquia algo como lo qué son para París la Torre Eiffel, para Londres el Big Ben. A la orilla del Vltava, en el parque de Lenta, donde un día quedó señalada la victoria de Zizka sobre el emperador Segismundo -año 1420-, se construyó una plataforma al estilo staliniano, grande como una plaza, con amplias escalinatas y severas decoraciones. Sobre la plataforma, el gigantesco grupo escultórico de los soldados rusos guiados por un Stalin colosal, obra del escultor Svec. Era la montaña sagrada, qué se encontrará descrita en las viejas guías de Praga. Stalin murió en 1953. El 26 de febrero de 1956 Kruschev subió a la tribuna de Moscú para dirigirse al XX Congreso del Partido Comunista, y descorrió el telón.

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Un nuevo Stalin vino a descubrirse. Se conoció entonces el "testamento" de Lenin, poniendo al comunismo a la defensiva contra el despotismo fanático del compañero Stalin. Comenzaron a salir de las prisiones cientos de escritores qué Stalin había silenciado. Reconstruida la verdadera imagen del gran dictador, se encontró qué detrás del hombre qué había logrado la industrialización de Rusia y echado las bases de su imperio, había un paranoico cuyos campos de concentración colocaban a Rusia en el mismo plano de la Alemania de Hitler. Y en el proceso de desalinización universal, el monumento de Praga desapareció. No he podido hallar en Praga un grabado, una tarjeta postal qué lo recuerden. Apenas se conserva el cerro artificial construido para el monumento. Dicen que el escultor Svec se suicidó. Svec pensaba qué había hecho una obra de arte respetable y no pudo sobrevivir al dolor de haber visto la destrucción de su coloso de Praga. Con más experiencia, los romanos solían hacer las estatuas de sus emperadores con cabeza desmontable para salvar el cuerpo de los grandes monumentos. En las ruinas de Cesárea, en Israel, he visto ejemplares de tan inteligente invención. Las gentes recuerdan algún discurso de la época en qué se celebró el XX aniversario de la liberación -el humor es la gran defensa de estos pueblos-, del cual se cuenta esta historieta: Dijo el orador: -Camaradas: Hasta hoy hemos sufrido privaciones y trabajos infinitos, qué están vivos en la memoria de cuantos me escuchan, pero al fin brilla en el horizonte la felicidad de una victoria total: cuanto habíamos acariciado como ilusión se ha logrado: vamos a recoger el fruto de nuestros sudores y fatigas... El auditorio estaba compuesto de gentes enérgicas, sufridas y sencillas. Alguno comprendió casi todo el discurso, pero había una palabra cuyo sentido escapaba a su comprensión: "Horizonte". Regresó a su casa y afanosamente halló en el diccionario: "Horizonte. Línea imaginaria en dónde parecen juntarse el cielo con la tierra, y qué, cuanto más se avanza, más se aleja de nosotros...". Entre la amargura y la alegría Hace treinta años salieron los nazis en derrota. Praga sintió el ala de la libertad, y el presidente Benes, regresando de sus cuarteles de Londres, fue aclamado en su tierra liberada. De la ocupación alemana quedaba flotando un nombre: Lúdica. Las nuevas generaciones apenas sí saben lo que esta palabra quiere decir. Los checos no lo olvidan. Hitler cubría con sus cruces pata-de-araña lo qué fueron los

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reinos de Bohemia, Moravia y Eslovaquia. Su agente y marioneta, un tal Tirso, declaró la guerra a los Estados Unidos y montó en grande escala la exterminación de los judíos. Benes, desde Londres, declaró la guerra a Alemania y vino la tragedia. Cerca de Praga se produjo un atentado contra el gobernador alemán Heinrich. Hitler vengó esa muerte a su modo: destruyó a Lídice, mató a todos los hombres, envió a las mujeres a campos de concentración, los niños a Alemania. Desde entonces, Lídice, con su vieja plaza, sus árboles, sus jardines, sus hombres, sus mujeres y sus niños se mantienen en la memoria del mundo tanto más fresca y viva, cuanto mayores son las tinieblas en qué está hundido el monstruo qué la destruyó. Para hacer corta la historia, 20.000 checos pagaron con su vida la acometida hitleriana. Pero aún quedaron bastantes para formar una división, unirse a las tropas aliadas y participar en las jornadas de la liberación. Desde entonces, los festivales musicales de Praga tienen ese fondo de resurrección primaveral. ¿Cómo expresar la alegría de la victoria de hace treinta años? ¿En qué románticos fondos podría hallarse el canto mejor para celebrarla? Los checos no vacilaron: En la propia Alemania estaba la música simbólica. Beethoven había hallado el tema y la palabra. La Novena Sinfonía. Desde entonces, cada año, al cerrar el festival, se toca y canta la Novena Sinfonía. El drama se resuelve en un duelo alemán: Hitler, la bestia apocalíptica, y Beethoven y Schiller, los libertadores. Las batallas políticas de Hitler han dejado una herencia simbolizada: Lídice. Las batallas políticas de Beethoven, ese canto qué todos los años hace estremecer a los de Praga. Parece increíble: Beethoven acaba ganando siempre. Cuando Hitler invadió a Viena, dirigía la orquesta de Colón en Buenos Aires un vienés de cuyo nombre no me acuerdo. Organizó un concierto sobre Viena musical. En ese momento Hitler lo reducía todo a silencio, espanto, cárceles y crímenes. Aparentemente se arrasaba a la reina del Danubio. Desde Buenos Aires se veía el absurdo. A través de Beethoven, Viena se volvía eterna. Como una locura universal fue la ovación de esperanza y fe de ese día, qué aún me parece estar presenciando. Cuando Churchill sacó de las ruinas de Londres la V de la victoria, apoyó cada palabra en los primeros compases de la Heroica. Por cierta anécdota del Sordo sabemos qué la Heroica acabó siendo un conjuro contra los desvíos imperiales de Napoleón... Pero dónde más conmovedoramente he oído la voz liberadora de

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Beethoven ha sido en Berlín. La ciudad estaba todavía humeante, reducida a montañas de escombros. Sólo se había salvado un teatro, y en él se representó Fidelio. Con todo el decoro de unos pobres arruinados, los berlineses salieron de sus ruinas para ir a la ópera. Cuando al final se produce el canto de los prisioneros liberados, las lágrimas y la alegría estrangulaban las almas de estas gentes. El canto a la libertad de Fidelio puede ser más conmovedor qué la Alegría de la Novena. Pero en cualquiera de estos casos, ¡qué distancia más grande la que va de esa música a la de las botas de los regimientos invasores! Bucarest, de Trajano a Brancusi Detenido en Viena Yendo para Bucarest fuimos detenidos en Viena. El conductor del tren examinó minuciosamente los pasaportes y consideró que estábamos indocumentados. En el más incorrecto francés me dijo: ¡Bájense! Ustedes no pueden pasar por Hungría, tienen dos minutos, el tren va a partir... Le expliqué cómo yo no iba a pasar por Hungría, sino de tránsito: mi destino era Bucarest, nadie en París me había hablado de visa para Hungría... -Si quiere usted, siga hasta la frontera: allá lo bajarán. Lo demás, corre por su cuenta... Bajamos una, dos, tres, cuatro... ocho valijas, a toda prisa. Cuando se tienen amigos en Bucarest, y se conocen rumanos en París, llueven encomiendas de los de París para Bucarest. De las ocho valijas, sólo dos eran una de mi hija, otra mía. La solidaridad de la familia rumana es ejemplar. No hay quién pierda la oportunidad de enviar un regalo a sus parientes. Quedó mi hija en el andén, rodeada de valijas, y yo me dirigí a la policía para comunicarme con mi embajada. Si usted va a Viena, le será muy útil el alemán, lengua qué yo ignoro. El forcejo en la policía para hacerme entender fue heroico. Eran las tres y media de la tarde y pude saber qué, a las tres, quedaban cerradas todas las embajadas. Los teléfonos de los embajadores, secretos: no aparecen en el libro, ni nadie suministra el número. Rescaté a mi hija y mis valijas, y desde el hotel, comenzó la batalla por descubrir el teléfono de cualquier embajador de un país amigo. Tenía compromisos en Bucarest para unas conferencias, y, detenido en Viena, se derrumbaban los programas. Lo más qué pude fue comunicarme con Bucarest y explicar el inexplicable percance.

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Una parada en Viena es la gloria: museos, teatro, sótanos dónde se bebe cerveza y se canta, palacios, jardines... Nada de esto puede ni olerlo quién está haciendo adivinanzas por teléfono y se mueve tras una visa qué no se deja agarrar. A las nueve de la mañana comenzó la cacería del permiso. Lograr la visa antes del mediodía, para asegurar el tren de la tarde, sería la obra maestra de mi embajador. Él la consiguió, a alto nivel diplomático. Cuando nos sentamos, documentados, en el tren, a las tres de la tarde, no podíamos creerlo. Subimos una, dos, tres, cuatro... ocho valijas, a un coche en dónde los pasajeros difícilmente se veían entre montones y montones de cajas, valijas, paquetes... regalos. Cada uno era un duplicado de mi propia experiencia. El tren no tenía coche-cama. Sentados, pasamos la noche más feliz. Cinco veces nos despertaron para pedir los pasaportes, y cada vez qué nos veíamos tan bien documentados sentíamos un alivio y un gozo y una certidumbre de no haber quedado sobre el asfalto de la frontera. Placeres difíciles de realizar para quien no ha pasado por semejante experiencia. Los contralores de la documentación iban acompañados de jóvenes que exploraban con linternas bajo los asientos. Otros caminaban sobre los coches destapándolos, para estar seguros de que ningún ser humano, ningún indocumentado se había escondido. Y desde el fondo de nuestro más profundo reconocimiento agradecíamos al gentil caballero del incorrecto francés por habernos obligado a descender en Viena, deteniéndonos al borde de la que hubiera sido una aventura mucho peor. Esa otra aventura lo hubiera divertido a usted, mi querido lector, mucho más de lo que hayan podido servirle de distracción estas líneas, de gracia muy dudosa... Cita en Bucarest Paradoja. Mi viaje a Bucarest -para asistir a una conferencia mundial de futuristas, empeñados en anticiparse a los sucesos del año 2000-, es tanto más misterioso cuanto que mi vocación ha sido la de mirar hacia atrás. Pertenezco al gremio de los historiadores. Casi soy como aquel incomparable cándido chileno a quien no le tembló el pulso para titular su libro Recuerdos del Pasado... Como periodista, que debe vivir en el presente, del presente, para el presente, me siento dos veces pretérito, cada vez que me interno por los laberintos del XIV, del XVI o del XVIII. Y en medio de un congreso en el cual participan 554 sabios, geógrafos, sociólogos, ecólogos... empeñados en escrutar el futuro, debo aparecer como el huésped incómodo. De pronto adiviné, sin embargo, que me hallaba como en mi casa. Como si estuviera sumergido en el más antiguo pasado. El presidente, el nobilísimo Bertrand de Jouvenel, con ese rostro suyo de mosquetero envejecido, de Quijote blanco de canas, acostumbrado a moverse por las regiones etéreas de

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las más altas esferas, abrió la asamblea con un mensaje que me llegó al alma: Comenzó por Confucio. "Ossip Flechtheim -dijo-, que si no me equivoco está hoy con nosotros, ha dado al asunto de que vamos a ocuparnos, el nombre de futurología -es decir: estudio del porvenir-. De mi parte, no acepto esta palabra. Confucio decía que es muy importante darle su nombre a cada cosa. Los nombres tienen su sentido. Yo uso la palabra 'futurible', para indicar la apertura hacia el porvenir, señalando que hay muchos porvenires posibles...". Luego, hizo una afirmación tan exacta que pienso escapó a muchos utopistas empeñados en señalar un solo camino a la humanidad: "Creo que al estudiar el porvenir debemos partir de un común acuerdo: que hay muchos porvenires posibles... Y comenzar por estudiar el presente, porque no hay porvenir posible que no salga del presente"... y del pasado ¿verdad? Tan sabias reflexiones debieron ser escuchadas de dos maneras. Una, la manera rusa, crudamente expresada por uno de los sabios soviéticos que primero tomaron la palabra: "Para nosotros, dijo, la perfección es el sistema comunista tal como nosotros lo practicamos. La otra manera sería la que yo mismo expliqué luego, cuando tuve que hablar en el grupo de los desgraciados, es decir: los del Tercer Mundo, los subdesarrollados, los que giran en torno a grandes potencias que los aprovechan e ignoran, los empujan y arrastran, los rebajan y retienen. Mi punto de vista sería el de quien para explicarse el porvenir mira no simplemente al presente, sino al pasado. Si el futuro, para nosotros, satelizados, ha de ser la proyección del presente, el futuro será monstruoso. No es posible seguir avanzando sobre la base actual de grandes potencias que para ser más grandes van haciendo mayor la diferencia de niveles entre el altísimo en que ellas se mueven, y el bajísimo en que nosotros estamos. Si este presente que estamos viviendo no encuentra una contradicción radical, si el conjunto de las naciones no se mueve hacia un plan de equilibrio, sino de creciente injusticia, el Tercer Mundo, que es más grande, más poblado, más necesitado, más nutrido en una experiencia que lo mueve hacia la indignación, la revuelta, la desesperación, la revolución acabará por estallar. El teatro de los debates, este Bucarest de Rumania, me pareció ideal para el congreso. En Bucarest se dan la mano hablo, como siempre, a lo histórico- lo eslavo y lo latino, lo bizantino y lo romano, lo campesino y lo urbano. Vemos un pueblo que parece de campesinos estrenando zapatos, subir por las anchísimas escaleras de mármol de la ópera. ¿No es éste -me pregunto- el lugar perfecto para hacer lo de los gitanos? Los gitanos dejaron de ser analfabetos leyendo el futuro en las líneas de las manos.

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Dónde se leerá el proceso de las desigualdades Repasando en Bucarest el caudaloso catálogo de concurrentes a la III Conferencia Mundial de Investigación del Futuro, encuentro que de los 554 participantes sólo aparecen mencionados unos seis de América Latina -sólo he podido hallar tres en los debates-. Hay uno del Africa y dos de la India. China es un país importante. No tienen ni un solo delegado los ochocientos millones de seres humanos que gobierna Mao Tsé-tung. Así, la primera cuestión que debemos explorar es irritante. ¿Puede estudiarse el presente, abordarse el tema del futuro, si no llega a esta conferencia una representación que debería ser la más sabia, la más capacitada, la más numerosa, de los países que representan el problema más dramático del mundo contemporáneo? En la primera lista de delegados que nos entrega la secretaría -en total 415- encuentro que hay 40 de Estados Unidos, 40 de Francia, 11 de Rusia... Como es natural, los sabios de esos países no ignoran, ni mucho menos, que el problema del mundo está en la confrontación entre un desarrollo bloqueado de los del Tercer Mundo y la avasalladora economía de las grandes potencias industriales que vuelcan su polución sobre un hemisferio predestinado por ellas a servirles de base, y aun se aventuran a hacer la interpretación de lo que nosotros representamos como problema en el mundo. Pero, ¿es exacta la interpretación que ellos hacen de lo nuestro? ¿Será exacta la que nosotros hacemos de lo suyo? ¿Es posible reducir el coloquio a monólogos, o anti diálogos? Si de nuestra América se han formado una imagen los yanquis y le han fijado su destino, o los rusos, o los franceses, o los chinos..., ¿no es imaginario el futuro que salga de estas interpretaciones ajenas? A lo mejor, un europeo que llegue, nos estudie y nos retrate dará con vicios o virtudes que nosotros mismos ignoramos y quizás tengamos. Lo cual será exacto en sentido inverso: lo que nosotros descubramos o pensemos descubrir de los demás, ¿será así? Lo provechoso sería la confrontación de estas apreciaciones. El debate dialéctico. El que no aparece a la vista en la conferencia. Hay similitudes, dentro de abismales diferencias, que un latinoamericano descubre, o cree descubrir, al sentar el pie en un sitio como Bucarest. Me parece -dije en mi intervención-, que Rumania, como Polonia o Hungría o Checoslovaquia, viven dentro de una circunstancia muy semejante a la nuestra. Nosotros estamos metidos dentro de la órbita del poderío de Estados Unidos, y aun hemos sido considerados como satélites que en sus momentos de grandes ambiciones

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espaciales los Estados Unidos han querido aprovechar para clavar su bandera. Gran parte de nuestro destino está determinado por esa lucha ya secular en que nos hemos visto envueltos, tratando de afirmar nuestra independencia frente a un vecino tan capacitado y duro. Pues bien -agregué-: en el fondo es lo mismo que ha de ocurrir a ustedes, los rumanos, girando en la periferia de los Estados Unidos de Rusia, cuyo poderío es como el de los nuestros Estados Unidos de Norte América. Vistas así las proyecciones de los coloquios de futurología surge claro algo de lo que indicó Bertrand de Jouvenel en el discurso inaugural. Hay muchos porvenires posibles. Y aún tiene toda la razón un ruso, como el profesor Osipov, cuando dice que para él el porvenir del mundo se confunde con el de su Rusia. El cree que el Estado de donde viene ha hallado la mejor de las soluciones y habla como el francés que piensa lo mismo de Francia o el norteamericano que ama la solución de los Estados Unidos. Está bien que así lo piensen y lo crean. Sería monstruoso que lo que están haciendo no les pareciera lo mejor. De esta certidumbre nace la fe que ha movido a cada cual, a abrirse camino entre las demás naciones, y llegar a resultados que nos dejan pasmados. Nosotros también podemos pensar en un futuro -para nosotros, de nosotros, hecho por nosotros, a nuestra imagen y semejanza- que se expresaría en otra lengua, saldría de otra historia, se encaminaría en otra dirección. Sólo que andar en fila india, moverse como satélites que están fuera de todo sistema distinto del solar que los mueve, es perder toda la eficacia en el discurso. Seguramente los rumanos encontrarán dificultades muy grandes para formar un frente unido con sus vecinos en la periferia rusa. Lo sabemos de sobra nosotros que no hemos logrado hacer del sistema latinoamericano algo que nos ponga a nivel con el gran país del Norte. Ese país nació de haber hecho, con su federación, el primer mercado común grande de los tiempos modernos. (El segundo ha sido Rusia). Son potencias surgidas de haberse federado. Como nosotros andamos sueltos por habernos disgregado. ¿Seguirán, en el futuro de los futurólogos, haciéndose los coloquios sobre el año 2000, olvidándose de que este drama de la desigualdad es la rajadura que va minando la paz del porvenir? ¿Seguiremos, los observadores marginados, perdidos en el paraíso ilusorio de nuestros orgullos provincianos? Por el momento, salgo a campo traviesa para ver cómo es el Bucarest en donde -por azar- me encuentro. Es mejor esto que pasar las horas oyendo a norteamericanos, rusos o grandes de Europa.

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Hanu-Manuc, la gran posada El Hotel Intercontinental de Bucarest es tan flamante como el mejor de los de su género en el mundo. El Lido de Bucarest quedaría muy bien entre los de lujo de París o Londres, pero si lo que usted quiere es sentirse en Rumania, váyase a la gran posada, al Hanu-Manuc, en cuyo patio, grande como cuatro veces el de un convento en Bogotá, oirá, sin mayor esfuerzo de la imaginación, entrar carretas y diligencias y el eco de los troncos de caballos, que con las patas herradas, levantarían chispas en las piedras al parar, frenados por los rudos aurigas. Con este consejo no estoy haciéndole publicidad a ninguna empresa. El Lido, y el Intercontinental, como el Hanu-Manuc o cualquier hotel, fonda, posada o paradero, son negocios del Estado... En Hanu-Manuc -esto es obvio- brillan por su ausencia escaleras de mármol, paredes con espejos, u otras europeidades del Intercontinental o el Lido. Aquí todo es de palo, de piedra, de ladrillo. Una planta baja, un primer piso, y los tejados. Sobre todo, los tejados. Grises y campesinos, hay que verlos dos y tres veces para convencerse de que no son techos de paja, sino tejados. Tienen, magnificado, el mismo aspecto de las iglesitas y chozas de las aldeas de Maramures, de Banat, de Seceava, que sacadas de sus montañas se han llevado a uno de los grandes parques de Bucarest. Y bajo esos tejados, en donde las ventanillas de los desvanes asoman como pechos de paloma, los anchos corredores dan la vuelta al patio como balcón pueblerino, de cientos de metros, en arquitectura de madera florida. Las criadas, en la noche echan cera y cera y cera y brillan los entablados hasta dejarlos impecables, olorosos a miel. Si brama el viento y la posada no cruje, es por maravilla de los maestros que han erigido esta obra de gran carpintería. Pero la llave de la alcoba puede rechinar, para que salte a la vista el encanto primitivo de cada cuarto, todo cubierto de tapices orientales, con alacenas, camas, sillas, arcones de aldea, olorosos a tilo. Se le hace sentir al huésped como campesino rico en un palacio rural. Hay que asomarse en la tarde o en la noche a los corredores de la planta alta, para ver en el fondo del patio doscientos, trescientos, cuatrocientos parroquianos bebiendo cerveza, devorando pollos, trabajando con los cuchillos en los asados. Hanu-Manuc está a diez pasos del mercado, y nada más natural, en una república popular, sino atravesar la calle y pasar parroquianos y vendedores, a tomar cerveza. Músicos de acordeón y cuerdas pasan por entre las mesas. En una carreta de colores se venden chaquetas de cuero. Al patio llegan las familias que celebran aniversarios, los políticos, los de la boda o el bautizo.

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En la planta alta los comedores desbordan de salones inmensos, al balcón. Allá podrían subir los del mercado y los aburguesados todavía rudos, porque barreras no existen: pero el patio atrae como un trozo todavía vigente del pasado que todo el mundo añora. Al patio podrían bajar, y bajan eventualmente, ministros, altos funcionarios, embajadores, visitantes extranjeros, pero, como siempre, prefieren el balcón, para ver mejor las largas mesas del patio que congregan a veinte o treinta parientes de una familia, o pequeños grupos de tres o cuatro camaradas de los que todavía no han descubierto que a la mesa puede sentarse un hombre sin el sombrero. Estando en Hanu-Manuc va saliendo en colores, como calcomanía, la más auténtica Rumania. Es como ver a Flandes a través de Brueghel. Hanu-Manuc lo tiene todo, es un palacio de carpintería en donde usted se mete a la cama y se cree un rey de la montaña. Y si el viento del progreso pasa por este patio estupendamente funcional, también trae el recuerdo de los establos. En Rumania casi se entiende todo Después de visitar Polonia y Checoslovaquia, llegar a Rumania, abrir el periódico en la mañana y darse cuenta de lo que está ocurriendo en el mundo es la gloria para un latinoamericano. Como lengua latina, el rumano se ha defendido a través de los siglos. Echando a andar por las calles, no hay que detenerse a ver las vitrinas para darse cuenta de a que se destina cada tienda, que profesión ejerce quien tiene un anuncio a la entrada de su oficina. Un taxi es un taxi, como en cualquier parte del mundo, pero además el autobús es el autobuz, y el tranvía, el tramvai. Y mirando por la ventanilla vamos encontrando lo de cualquier calle de París o de Madrid: fotografía, librarie, papetarie, prodyce alimentari, articole de sport, muzica, florario, teatru, restaurant, cofetarie, parfumerie, bijuterii, lenjerie, farmacie... O la doctora, la dentist, la spital. Cuando usted va a pagar en un restaurante pide la cuenta, es decir: la "nota de plata". Los números son los números: zero, unu, doi, tre, patru, cinci, sase, sapte, opt, noua, zace, unsprezece, doisprezece, triesprezece... La semana es como la nuestra: luni, marti, miercuri, joi, vineri, simbata, duminica... Y el año lo mismo: ianuarie, februarie, martie, aprilie, mai, iunie, iulie, august, septembrie, octombrie, moiembrie, decembrie. En un periódico literario del día encuentro que se ha dedicado todo un suplemento a escritores peruanos, y en la página central, con gran despliegue, todo un capítulo de Redoble por Rancas, la novela de Manuel Scorza cuya traducción total se anuncia para muy pronto. El libro de Scorza no es fácil como texto literario. Lo he leído en castellano, y ahora sigo la versión rumana

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con relativa facilidad. Es decir: en Bucarest no me siento desligado de nuestro propio mundo. Convengamos en que en el origen, fue Trajano. Este emperador español, queriendo asegurar para Roma el sur del Danubio, conquistó la Dacia, a la manera romana: se construyeron ciudades, se tendieron calzadas por todo el territorio, se dotó de teatros y termas cada centro urbano y se le dio al país una lengua que penetró hasta en los últimos repliegues campesinos: Del año 101 al 105 se hizo la conquista, y durante ciento setenta años nadie movió a los romanos de la Dacia. Luego vinieron los godos, y los turcos, y los eslavos... pero en diez siglos nadie alcanzó a borrar lo que sembró Trajano. En los campos siguió hablando todo el mundo como en su tiempo, y así hasta hoy. Si el mapa de la Dacia trajana se coloca sobre el Rumania de hoy, se encontrarán las mismas fronteras, y dentro de ese mapa un pueblo que cuando quiere ilustrarse se inclina más hacia Francia que hacia ningún otro país. Rumania sigue siendo parte de la frontera de occidente, con todas sus consecuencias. Por siglos la han embestido o los turcos o los eslavos. Y por siglos se ha mantenido más latina que bizantina o eslava, aunque turcos y rusos hayan puesto toques en los iconos de las iglesias, en el color del idioma. Hace años, Miguel Angel Asturias pasó largos meses en el interior de Rumania, y de ahí quedó un voluminoso libro suyo que es un canto a la nueva Dacia. Y un profesor como Alexandru Georgescu me habla de Cortázar o de Borges -no digamos de García Márquez- como de autores que le son del todo familiares. No ha sido difícil para los traductores lanzar en rumano Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos; Los de Abajo, de Mariano Azuela; La Vorágine, de José Eustasio Rivera; El Señor Presidente, de Asturias; Don Segundo Sombra, de Guiraldes; Anaconda, de Horacio Quiroga; El Mundo es Ancho y Ajeno, de Ciro Alegría; Huasipungo, de Jorge Icaza, o Terra Sem Fin, de Jorge Amado, y Cuarto de Despejo, de la negra Carolina María de Jesús... En la antología de poesía latinoamericana -un volumen de 704 páginas- se han reunido "84 forjadores de bellezas líricas, desde el 'fuerte y florido' Pedro de Oña hasta el joven poeta colombiano Carlos Castro Saavedra". El profesor Georgescu tradujo respetando el metro original, "Privire asupra poezeiei hispanoamericane" (Ojeada sobre la poesía hispanoamericana) poemas de José Joaquín Olmedo, José Eusebio Caro, José Hernández, Jorge Carrera Andrade, Arturo Capdevilla y Jaime Torres Bodet... De Nicolás Guillén, César Vallejo y, sobra decirlo, Pablo Neruda, los estudios se suceden como en cualquier lugar de nuestra América. Con esto se afirma el puente entre nuestras lenguas latinas, y así el rumano se refresca.

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Bucarest visto desde un tranvía Para hacer una estimación conservadora, las tres cuartas partes de los de Bucarest se movilizan en tranvía. Lo mismo he visto en las ciudades de Polonia o Checoslovaquia. Si los cientos de miles de personas que se desplazan por la ciudad tuvieran que hacerlo en automóviles de gasolina, el aspecto de Bucarest sería muy distinto, y la ciudad, hedionda. En el hemisferio americano nos convencieron los vendedores de automóviles de que el tranvía era un elefante mecánico arcaico, y nos obligaron a levantar los rieles. Hoy vemos las fotografías de "aquellos" divertidos aparatos, y nos da risa, cuando deberíamos llorar. Europa toda ha conservado sus tranvías, o los ha metido bajo tierra, pero siempre poniendo al margen del automóvil a millones de gentes que de otra suerte producirían todavía mayores aglomeraciones de las que sufrimos y peor aire del que respiramos. Para Rumania, el tranvía es doblemente bueno: bueno para hoy y mejor para el futuro. Dentro de diez años se habrán terminado las reservas de petróleo del país... (futurología). Vista Bucarest desde el tranvía nos resulta una ciudad increíble, desde los puntos de vista europeo y americano. Nos parece que sus habitantes son analfabetos, pues no han aprendido a escribir en las paredes. Quien viene de seguir la política internacional y las protestas internas de Francia, escritas en París en las paredes de los palacios, del Metro, de la escuela de Bellas Artes, en los pedestales de las estatuas, sorprende una ciudad en donde no se haya llegado a la edad de la piedra ilustrada. Esta novedad es común a todas las ciudades que he visto en estos países socialistas. Al principio, llegando a Varsovia, creía que había terminado la guerra de Vietnam, y que ya los yanquis no eran hijos de mala madre. Luego me he convencido de que se trata sólo de una cuestión de limpieza urbana en estados policías donde no se permiten estas libertades. Esta reflexión me ha hecho pensar que más que analfabeto, el rumano, el polaco o el checo son educados. Así pierda el transeúnte el anhelado contacto con los vietnameses... Democracia es tranvía. Por un papelito que no vale nada se va de punta a punta en una gran ciudad, y en el coche que corre sobre rieles andan el obrero y el ministro, el estudiante y la mecanógrafa. Ministros tal vez no, pero sí el médico, el abogado, el novelista. Los tranvías -van dos o tres acoplados- parecen pequeños trenes. Hay horas en que pasan atestados, asfixian, ponen a prueba el poder de la mecánica. Pero, ¿que sería de estas ciudades sin ese recurso? Es pueril imaginar que con automóviles podría aliviarse la situación. Por otra parte, mientras más automóviles, más diferencia de clases. ¡Que se multipliquen los tranvías! Y que los otros pueblos lo sepan: por ahí va la democracia. Democracia es tranvía...

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Eventualmente, puede pedirse un taxi, y quizás llegue. Los hay. Los usan los extranjeros, y a veces hasta los nativos. Pero a la ópera vamos, y al concierto y al congreso y a los museos y a la universidad y al parque, como quien va al trabajo: en tranvía. Y nos maravilla ver así, a todo el mundo, en vagón, aligerando, después de todo, la vida ciudadana. En el paraíso de los iconos En Bucarest, a la vuelta de cada esquina, un templo de bolsillo, una iglesia de juguete, con las puertas de madera labrada más bellas del mundo. Adentro Madonas, San Jorges, el San Nicolás de las barbas de lino, que apenas asoman la cabeza entre paisajes, casullas, caballos, dragones, lunas y soles de plata repujada. En candeleros de mil bocas, velas delgadas -lápices de cera-. Los fieles las encienden entre la memoria y la esperanza. Así lo hicieron los padres de los padres de sus padres, y así lo reclama una fe puesta en un futuro de tinieblas deslumbradas. Los patriarcas que vemos en la calle -cofias negras, sotanas nocturnas-, en la iglesita entran y salen por las puertas del iconostasio -todos de seda, todos de oro- como apariciones místicas. En estos santuarios ortodoxos van entretejidos Oriente y Occidente como la carne y huesos en el hombre, como el cuerpo y alma en el cristiano, como la ficción y la realidad en el mundo, como el aire y la luz en el ambiente. ¿Cabrán cuarenta, cien personas en un templo? A lo mejor sí, a lo mejor no. No se trata "de ir a misa" en muchedumbre, de entrar antes de que alcen, de salir con la bendición. Él rumano entra y sale, desfila, coloca unas flores, enciende una vela, besa la plata labrada de la Madona, los pies de plata de San Nicolás, la cuna de plata del Niño Dios, o besa sencillamente las alfombras del suelo, y de rodillas se echa bendiciones de cruces griegas: la misma distancia de arriba hacia abajo que de hombro a hombro. Cada cual lleva consigo su propio misterio, su angustia o su ilusión, sale por unos cuantos minutos del mundo, y al volver a la calle camina con un disimulo: como si no hubiera estado en conversación con sus santos... Cuando la iglesita está en medio de un jardín, las flores de Bucarest se dan mejor. Hay alguna mano que las riega, las cuida, las limpia, para que todos las contemplen. Él pórtico es de columnas de piedra labradas como los altares barrocos españoles. Columnas floridas de la base al capitel, y en los capiteles, pájaros, guirnaldas, el caballero que alardea, el dragón, la mística floresta imaginaria. Antes de entrar al templo, quien lo visita se encuentra en un balcón que tiene el toque de la linterna mágica. Mirando al techo verá en colores ángeles

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y querubines, el Sol, la Luna y las estrellas, el padre eterno bajo el arco iris... y, colgando, canastillas de plata con lucecillas en vasos rojos. Todo lo cual es nada ante las puertas de madera desnuda, sin barniz, labradas con la misma perfección que los marfiles en las tapas de los libros de horas. Se empuja una de las alas de la puerta y se entra a volver hojas en el libro del misterio. Adentro, son las paredes y las bóvedas pintadas, y las series de iconos, enormes, donde la plata alunada brilla a la luz de las velas. Alfileteros de cera que son como cabezas en llamas. Por los iconos corre a veces un viento de poesía para mover al más incrédulo. La Trinidad de Pirvu Pirvescu sería ejemplar incomparable. Esta Trinidad, la bien amada en los templos ortodoxos, es la de la Philoxenia de Abraham, o la Cena de Mamvri: tres ángeles se sientan a la mesa, las alas apenas desplegadas. Vuelan, sí, y se detienen, las manos sobre la cesta de frutas, sobre las copas de oro. Las tres cabezas se inclinan, las tres miradas se pierden en el vacío y lo llenan de ternura. En punta de pies camina por el aire la gracia bizantina. Los colores, apenas desteñidos, mantienen la gracia antigua. Cuando estamos dentro de la iglesita -una de las tres más vecinas al Hanu-Manuc donde nos alojamos- vemos un grupo de feligreses que rodean al sacerdote. Sobre una mesa, cestas de tortas, un gran plato con arroz de leche y canela espolvoreada, y muchas otras delicias que se bendicen. Nueve días después de que ocurre un funeral, la familia da una cena para los parientes y amigos, y lo mismo hace en varios aniversarios. Eventualmente, puede ser una gran cena extensiva a los pobres. Un amigo nos explica: "Nosotros no atacamos a la iglesia. La religión está destinada a ir muriendo de muerte natural. De eso, ya no habrá nada en el futuro. Pero las iglesias han de quedar como museos. Son testimonios de un arte que ha llegado a producir obras maestras, y por eso hay que conservarlas. Ya hay muchas puertas que están en los museos, muchos iconos, muchas Biblias trabajadas con perfección por los miniaturistas. Cuando todo esto quede como el testimonio de épocas ya superadas, las iglesias mismas serán visitadas por los curiosos que aman el arte". Él casco de oro de Poiana-Cotofenesti Él Museo Nacional de Antigüedades de Bucarest tiene un tesoro que se visita en punta de pies. Ahí, por ejemplo, está el casco de oro de Poiana-Cotofenesti, descubierto en 1929. Cuatro siglos antes de Cristo habría en cierta región de Rumania un pueblo de adoradores del sol. Él hombre que llevaría, en tan remotas

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edades, este casco, se vería como un papa con la tiara, como el rey de Inglaterra con su corona, tocado de un esplendor divino que deja mudos hoy a los niños de las escuelas cuando llegan a la sala del tesoro. Ellos, con sus miradas todavía de campesinos apenas desbrozados, se ven a la puerta de oro de la leyenda rumana. Él casco no es sino una parte del tesoro. En la enorme sala subterránea hay platos, brazaletes, anillos, coronas... Un reflejo de las joyas de Tutankamon, de alguna sala del Museo del Oro de Bogotá, de las riquezas incaicas de Mujica en Lima. Hay un broche con una cabeza de águila digno de que traten de duplicarlo Cartier o Tiffany. Y estos lujos de todos los tiempos sorprenden hoy, como sorprendieron hace veintitantos siglos. Todavía no ha llegado el día en que los ojos del hombre miren con indiferencia las joyas de un metal tocado del esplendor solar. Él casco no parece símbolo guerrero sino clave indescifrable de los secretos sacerdotales. Para la guerra está el fierro; para la imaginación, el oro. Ajustado sobre las sienes, y abierto sobre la frente, este divino tocado muestra en los lados escenas de sacrificios propios de todas las religiones antiguas, y delante, bajo una cabellera estilizada en crespos de oro, la segunda frente del sacerdote -el sacerdote tendría una frente de dos pisos-: sobre la puramente humana estaba superpuesta la otra, con otros ojos, como para ver dos veces a los hombres sometidos al gobierno religioso. Él Museo de Antigüedades no es creación socialista, como no lo son la mayor parte de los grandes museos de estas repúblicas. Este proviene de los tiempos del príncipe Couza -1864- y como está hoy, en flamante palacio, se arregló en 1932: tiempos del rey Carol. Ciertamente, el Museo es ventana abierta sobre el pasado, y ese pasado seduce al niño, seduce al hombre maduro, seduce al viejo. No hay quien se atreva a clausurarlo. Al contrario, el palacio se mantiene resplandeciente, con sus pisos de mármol impecables, como el día en que se estrenó, y aun mejor. Quien llega a esta casa abierta a todos siente que estos lujos son del pueblo y para el pueblo. La teoría comunista se complace no en enterrar el lujo, sino en ponerlo al alcance del común, y no hay arañas de luz tan esplendorosas, ni mármoles y bronces tan brillantes, ni cornisas de oro tan respetadas como en los teatros, las salas de conciertos, los museos... las iglesias... los viejos conventos abiertos al público... o en las estaciones del metro de Moscú. A todo podría renunciarse, menos al casco de oro. No todos los visitantes extranjeros llegan hasta el tesoro, un tanto recatado, del Museo de Antigüedades de Bucarest. Hay que encontrarlo, o escudriñar con

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atención las guías. Faltan libros que lo publiquen. Pero esto no quiere decir que al descubrirlo no se advierta una muchedumbre de rumanos que desde la escuela pasan por ahí, y que miran siempre con el mismo recogimiento estas cosas de sus antiquísimos abuelos. Los que adoraban el sol. Como si todavía fuera adorable el sol. Matrimonio de dos pisos El primer matrimonio -el civil- estaba fijado para las once de la mañana. En el edificio del Ayuntamiento, a la entrada de la oficina del registro, vi tal gentío, que imaginé un accidente. Él accidente consistía en la cantidad de matrimonios. Centenares de amigos y parientes, que físicamente no cabían en la antesala. Adentro, era la alegre muchedumbre en un mercado común de bodas civiles. Una ciudadana uniformada anunciaba los turnos. Siguiendo a la pareja que iba a casarse, veinte, cuarenta invitados descongestionaban el recinto. Cuando se anunció nuestro turno, avanzamos. Casi llenamos el despacho. El jefe del registro -una señora de uniforme oscuro y viril, aire militar, cruzada sobre el pecho la angosta banda tricolor- se inclinó levemente y abrió un registro. Silencio. De un gramófono salió la música de la marcha nupcial. Pasada la marcha, leyó por décima vez en la mañana textos que deben ser semejantes a los de todos los países. Conectó de nuevo el gramófono. Tomó las firmas. Cerró el acto. Los amigos fueron desfilando para besar a la novia, llevando cada uno un ramo de flores envuelto en celofán. Al final, detrás de la novia había montaña de flores... Al día siguiente, a las tres de la tarde, la ceremonia en la iglesia ortodoxa de la patriarquía. Como enclaustrada, en el centro del jardín que encuadran las construcciones del monasterio, la iglesita estaba vestida para la boda. A la entrada, los padrinos esperaban, cada uno con un cirio de dos metros de alto, grueso como el brazo de un hombre, adornado con un enorme collar de claveles. La novia llegó, bellísima, vestida de velo azulado. Tres viejos sacerdotes de barbas amarillentas los esperaban cerca del altar. Amplias capas pluviales, azules, bordadas de plata. Al fondo, grandes iconos resplandecientes; la Virgen o los santos muestran apenas la cara y las manos pintadas, asomados a su ventana de plata repujada. La ceremonia duró más de una hora. Cantan los viejos sacerdotes o los del coro, sin que jamás los guíe ni acompañe instrumento musical. El humo perfumado que salía de los incensarios velaba de azul y gris la escena. Constantemente, sacerdotes y asistentes se persignaban y santiguaban al revés,

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terminando la cruz de derecha a izquierda, como es el estilo ortodoxo. Esto, eventualmente, muestra el camino en esa dirección inesperada. El libro de los Evangelios, de pesados enchapados de plata, lo besaron primero el novio, luego la novia, manteniendo la frente contra las chapas, con la mano del padrino, de la madrina, firme sobre sus cabezas. Dos coronas de príncipe, en bronce, fueron colocadas sobre las cabezas de los novios. Simbolizaban la nobleza de las vidas nuevas que se iniciaban para ellos. Cambiados los anillos, hechos los votos, cumplida la parte grave de la liturgia, comienza la danza. Asidos de las manos, sacerdotes, padrinos, novios, danzan en ronda en torno al altar. La danza se apoya en bellos poemas del profeta Isaías, el más cumplido lírico (con David, con Salomón), Isaías, el que cantó el primer villancico, siglos antes de que naciera Jesús:

El pueblo que andaba a oscuras vio una luz intensa.

Sobre los que vivían en sombras brilló una luz.

Acrecentaste el gozo hiciste grande la alegría...

Porque toda bota que taconea con estrépito y el manto revolcado en sangre

serán para la quema pasto del fuego...

La madrina, joven, no alcanzaba a sostener el cirio de siete kilos en este regocijo: entró otra mujer a ayudarla... Llegado el momento de los últimos avisos, el patriarca tomó la palabra. Había conocido de niña a la novia, y en esta misma iglesia sido testigo de las luchas, afanes y esperanzas de sus padres, sus abuelos. A todos los había conocido. Y recordando estas vidas, hacía reír a los invitados, a los novios... La vieja de Mogosoaia El bus que sale de la plaza de la Victoria (piata Victoriei) nos lleva a un cierto punto en donde se pasa del bus urbano al bus rural. Vamos a visitar el Palacio de Mogosoaia, famoso como muestra del arte que impulsó el príncipe Brincoveanu, abriendo para Rumania las puertas del Renacimiento. Como Mogosoaia está a unos veinte kilómetros de Bucarest, el camino que seguimos es un avance sobre el mundo campesino. Al bus suben labriegos, mujeres criadas al sol y al viento,

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repolludas. Llevan en mochilas de red panes morenos de cuarenta centímetros de circunferencia, olorosos a horno y harina. Como el bus va atestado, el roce social es caluroso, íntimo, popular. De las chozas, bien abrigadas bajo sus techos de paja, brotan las flores, y salen las gallinas y los perros. Y la gente, además. De la parada del bus al palacio del príncipe tenemos que hacer a pie unos quinientos metros; ya dorados por el otoño, son una delicia. Y una enseñanza. En el mismo bus que nos ha traído, venía una vieja que al parecer sigue la misma dirección del palacio, vieja pobre, forrada en lana desde los pies hasta el cuello, cubierta la cabeza con la pañoleta de todas las estampas campesinas. Lleva en la mano un grueso mazo de flores. ¿Qué hace con esas flores, por este camino? ¿Adónde las va a vender? Una enorme carreta, en forma de canoa, cargada de paja y trabajadores... Un jeep del ejército... En un huerto, ocho, diez, pavos reales, blancos y de colores... Y, adelante, la vieja. Con unas botas como de fieltro, gruesas medias tejidas, y el mazo de flores, y el cielo azul del otoño. Y nosotros, que la seguimos. Al fondo, la vista del palacio. Aparece recortado por la ancha puerta que se alza sobre el enorme espacio de una plaza abierta. A la entrada, una especie de palacete: fue la cocina del príncipe. Antes del recinto del palacio, a un lado del camino, una iglesia diminuta. Se levantó para reposo de los despojos mortales del príncipe. Del otro lado del camino, tres cruces de piedra. La vieja de las flores sigue los pasos que se sabe de memoria: va a la iglesia. Se oyen adentro cantos litúrgicos. Seguimos a la vieja. Ha traído las flores para papá Dios. Las coloca donde ha de ser, y pasa a confundirse con las diez o quince personas que siguen el oficio. Como los demás, se acurruca en las esteras, besa el suelo, se echa bendiciones. Todos hacen lo mismo. Todos son viejos. Todos son pobres. Algunas, con la frente contra el suelo, parecen perros temblorosos. El monje lee cantando, a la luz de un cirio que en su mano sarmentosa sostiene el sacristán. El sacristán, de pelo blanco flotante, largas barbas amarillas, una frente hecha de arrugas y unos ojos vidriados por la luz de la vela, tiene tanto de fantasma como de hombre: mitad, mitad. Arrebujados contra las paredes, hechos ovillos humanos, tocados apenas por la poca claridad de las candelas, todos son iguales, todos hacen lo mismo bajo la mirada de unos iconos ya negros, cerca de la tumba del príncipe. Y traen flores como la vieja, y encienden velas, y arrastran la frente en las esteras, y se echan y se echan y se echan bendiciones. "Aquí yace... George Valentín, Príncipe Bibescu"... No muy príncipe, pero ahí yace.

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Salimos a visitar el castillo. Pasa una hora o más. De regreso, damos con la vieja que casualmente sale de la iglesia en ese momento. ¿Se deja retratar? Le explicamos, mostrándole la cámara. Encantada. Al lado de una cruz verde, de piedra, se queda mirándonos. Y nos da luego su dirección en Mogosoaia para que le enviemos el retrato. Sobre las arrugas de su rostro, hecho de tierra, sol y viento, pasa la nube de un sueño. Bucarest - 1968: Plaza de la República En aquel día de agosto -año 68- la plaza de la República atrajo a todo Bucarest. A toda Rumania. Dicen que había quinientas mil personas. Hacía meses venía produciéndose un forcejeo dramático en los países de la periferia rusa. Entre la libertad y el miedo. Rumania, como Checoslovaquia, comunistas tanto o más que Rusia, y más seguras en su fe marxista, venían aceptando el desafío de la crítica. Se permitía una cierta libertad de expresión. Era asunto interno. Esos países se creían soberanos para decidir de su propia suerte. Rusia encontraba inaceptables gestos de tamaña independencia. En el fondo, se proyectaba un duelo entre el despotismo eslavo, mongólico y estas naciones de formación occidental. Todas -Rusia, Polonia, Alemania Oriental, Bulgaria, Hungría, Rumania, Checoslovaquia-, al producirse la formación bélica de la OTAN -poder amenazante frente a los países del grupo socialista ruso- habían firmado el Pacto de Varsovia. Así quedaban enfrentadas una Europa Oriental y una Occidental. Lo que no quedaba comprendido en este acuerdo -según los checoslovacos o los rumanos- era la entrega de la propia independencia al poder de los rusos. El secretario general del partido comunista rumano, Nicolae Ceausescu, definió la política internacional rumana así: "Cada país comunista es libre de seguir su propio curso, sin la interferencia o presión de otras potencias". En el fondo, era el desarrollo lógico de la ley fundamental del país: "La República Socialista de Rumania mantiene y desarrolla relaciones de amistad y colaboración fraternal con los países socialistas, en el espíritu del internacionalismo socialista, promueve relaciones de colaboración con países de otro sistema social-político, actúa en organizaciones internacionales a fin de asegurar la paz y el entendimiento entre los pueblos. Las relaciones externas de la República Socialista de Rumania se basan en los principios del respeto a la soberanía y a la independencia nacionales, la igualdad de derechos y la utilidad recíproca, y la no injerencia en los asuntos internos". En febrero de 1968 se produjo el rompimiento académico. En la conferencia de los partidos comunistas, Rumania se retiró por no estar dispuesta a seguir ciegamente

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la línea soviética. Entendido. A las reuniones siguientes, Rumania no fue invitada. El 20 de agosto, 200.000 hombres de un ejército montado por Rusia, cubrieron el suelo checoslovaco. Esa noche durmieron -si durmieron-, en Rusia, los miembros del gobierno checoslovaco. Del golpe se había dado noticia a Polonia, Alemania Oriental, Bulgaria y Hungría. En Bucarest se supo cuando todo era un hecho cumplido. ¿Qué podría ocurrir al propio país? Rumania estaba cometiendo los mismos pecados de Checoslovaquia. ¿Despertaría, al otro día, con 200.000 soldados en casa, y tanques en las calles de Bucarest? No fueron doscientos mil, sino quinientos mil los hombres que se reunieron en la plaza de la República en Bucarest. El mismo día en que llegó la noticia. Y fue el jefe de gobierno quien habló. No las bayonetas de los rusos. Quienes vieron aquello no lo olvidarán nunca. Rumania condenó, sin ninguna reticencia, el arrasamiento de la independencia checoslovaca. Los quinientos mil rumanos que estaban en la plaza no tenían un fusil. Al otro lado de la raya estaba Rusia con sus poderes blindados. De todas las protestas que en el mundo levantó la agresión rusa ninguna es tan valerosa como la de este acto cumplido en la plaza de la República, en Bucarest. Quizás todavía no se ha hecho justicia a un hecho tan viril, tan elocuente. Brancusi, el Huevo y la Columna Al entrar al Museo de Bellas Artes de Bucarest, en el vestíbulo, hay una muestra de Brancusi. El amigo que me acompaña me da la versión del encuentro de Rodin y Brancusi, tal como se cuenta en Rumania, y cómo debió ocurrir. Brancusi contaba ya 28 años y llegaba a descubrir a París. Lo primero, la visita de rigor: Rodin. Rodin, en 1904, era el dios. El Picasso de su tiempo, Brancusi, un campesino sin desbrozar. El maestro fue enseñando al rumano deslumbrado bronces, mármoles, dibujos. El rumano abría los ojos, y callaba. ¿Venía a estudiar escultura? Sí. Poco o nada le dijo de su vida. Hijo de un campesino, nacido en una diminuta aldea, Hobita, en medio de las montañas, en las cercanías del monasterio de Tismana que como un pájaro descansa sobre el pico de una roca de donde brota una cascada, Brancusi fue un muchacho vagabundo. Por fuerza tenía que soñar en el monte, la piedra, el agua, el cielo abierto. Ya de 18 años entró a una escuela de ebanistería en Craiova, y descubrió su destino. Pasó a la escuela de bellas artes de Bucarest. De 27 años echó a andar por Europa. ¿Había hecho algo? ¿Traía una pieza que pudiera mostrarle a Rodin? Sí, le dijo: "He traído una escultura". Y de una bolsa, envuelta en periódicos, sacó una piedra. La

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puso en manos del maestro. Era una piedra sacada del río, pulida por el agua. Un huevo perfecto. Rodin fue en este momento quien se quedó mudo. El viejo comprendió. Descubrió en el campesinote algo. Dos años después, Rodin propuso a Brancusi que trabajara con él. ¿A quién otro pudo ofrecérsele oportunidad mejor? Brancusi, tímidamente tenso, declinó la invitación. Por sobre toda tentación, defendía su independencia. No iba a trabajar con nadie. Brancusi figura en todos los museos del mundo, pero sobre todo en el de arte moderno de París. En éste está la reconstrucción de su taller, una cantidad de esas obras que todos conocemos, y la clasificación, tal como se lee en la guía: Brancusi, escultor francés, nacido en Rumania. Visto Brancusi en este museo de Bucarest se rectifica: Brancusi, escultor rumano que vivió en París, sin entregarse. Porque no fue únicamente la tentación de Rodin: fue la de los cubistas, la de Picasso, la de todos los revolucionarios que no pudieron llevárselo. El huevo del primer día lo explicaba todo: ahí estaba "el embrión, el núcleo, el huevo original, el óvalo ideal y concreto" de donde salieron bronces y mármoles y pulidísimas figuras espaciales que a distancia denuncian su arte. Brancusi fue como la primera piedra que enseñó a Rodin. Como si él mismo hubiera sentido la lengua del agua, la de la cascada del monasterio de Tismana, lamiéndolo, convirtiéndolo, de un canto rodado de las peñas, en ese huevo que habría que ver al fondo de un remanso, en el lecho de un río. El campesinote que llegó a París a comienzos del siglo había hecho todo el camino, de la montaña brava a la perfección del óvalo ideal. Todo esto queda reunido en un monumento de cierto cementerio de París: la tumba del aduanero Rousseau: allí está esculpido un poema de Apollinaire y la Quimera de Brancusi, tallada al hacha. En los Cárpatos rumanos, en Torgu Jiu, adonde sólo van los rumanos, se conservan como gran tesoro del arte unas cuantas obras que sólo se ven o allí o en las páginas ilustradas de todas las historias del arte moderno. Son obras que sólo están bien en Torgu Jiu, porque ésa es la comarca de la infancia de Brancusi. Se erigieron cuando, al final de la primera guerra mundial, había que cantar en alguna forma a los soldados del país cuyas vidas fueron arrasadas. Las obras son talladas en silencio y esperanza. Quien no las recuerde, búsquelas en algún libro. Es ahí donde la simplicidad de Brancusi se expresa con acentos más callados y más hondos. La mesa redonda del silencio -esa mesa piedra que apenas se levanta de la tierra entre un círculo de doce sillas de piedra (parecen dos mitades de huevo que se unen por los extremos)- es, en un rincón del parque, la invitación a callar. Luego, la Puerta del

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Abrazo, arco del triunfo fraternal, sin ninguna figura que rompa la belleza tranquila. Pero, sobre todo, la famosa Columna de la Gratitud Infinita, en acero dorado. Es la columna anti-Trajano. En la de Trajano quedó labrada la historia de la conquista de Dacia por los romanos: los moldes de esta parte de esa crónica monumental se pueden ver en el museo de Bucarest, y los tiene en la memoria todo rumano. La columna de Brancusi tiene la fineza de un surtidor, es el tornillo sin fin de la esperanza. Girando en la vara dorada, se adelgaza la ilusión, se proyecta hacia el infinito. Es la independencia del rumano no conquistado ni por los antiguos poderíos, ni por las nuevas tentaciones. Regreso al silencio Un montañero salido de las tierras crudas de Rumania llegó a la capital del mundo. A fines del siglo, cuando se preparaba la exposición universal. Eiffel había terminado la torre de fierro y el tricolor flotaba más alto que nunca. Culminaba el más orgulloso de los siglos: se iniciaba la edad de las máquinas. Del espectáculo que tenía a la vista, recibía, el recién venido, impresiones muy distintas de las que asaltaban a los otros visitantes. En su alma llevaba una carga de silencio y paz que crecían más cuanto mayor era el ruido y agresiva la carga del progreso. Los tres puntos de referencia que a todos se imponían provocaban en él extrañas reacciones. Primero, el Arco del Triunfo de las guerras. Cien nombres de generales aparecían grabados en mármol y saltaba a la vista el grito de una Marsellesa de piedra desatando el huracán de los combates. Del Arco partía la más flamante de las avenidas por donde desfilaban las grandezas de este mundo, hasta llegar al Rond-point. Luego en el centro de la plaza famosísima, el Obelisco. Lo había traído Napoleón como señalado trofeo de las campañas de Egipto. Durante cuarenta años, todos los días vio el montañero de Rumania el Arco, el Rond-Point y el Obelisco. Durante cuarenta años creció en él una oposición callada, enfrentamiento de su cultura de los montes a la cultura de la metrópoli. Oponía su cultura del silencio a la del ruido. Su cultura de la paz, a la de la guerra. Veía cómo los otros hacían coro a la fanfarria marcial, al mundanal ruido, transformando en un culto su cultura. Él se movía en sentido contrario. Una puerta al amor, una mesa redonda del silencio, la columna del ideal infinito... Monumentos imaginarios para levantarlos en verdaderos Campos Elíseos donde sólo se oyera el rumor de las aguas, de las hojas en el bosque.

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El montañero había llegado a la capital del mundo atraído por un escultor genial que renovaba entonces las grandezas de Miguel Angel con ingredientes sacados de los temerarios desafíos de la nueva era. Sedujo a Rodin el silencio del montañero escultor que bajo su influencia había labrado sus primeros mármoles, pero que no se entregaba y acabó tomando un camino inesperado. En el fondo de sus soledades el rumano acariciaba un canto rodado de sus montañas, pulido por las aguas. Quería hacer con el mármol lo mismo que hacen el agua y el viento... A los sesenta años, el montañero se había hecho famoso en el mundo y regresó a Rumania. Jamás acabaremos -dijo- por reconocer cuánto debemos a la tierra, que nos lo ha dado todo. El montañero, Constantino Brancusi. En Jobitsa todo es así Cuando Brancusi, el de la barba gris, regresó a su casa de Jobitsa, que no veía desde niño, encontró que todo había cambiado, que todo era igual. Ya no estaban ahí sus padres, pero no había que ir muy lejos para leer sus nombres en dos cruces. En Jobitsa, la casa, las tejas, las columnas, las puertas, la silla, la mesa, la cama, la cuna, el piso de los cuartos, el huso, la cuchara, la carreta, la iglesia, el cofre, la caja del muerto... todo es de madera. Vienen los inviernos y todo lo cubre la nieve. Llega el calor, brotan las flores y la casa desnuda, con su madera sin pintar, sigue teniendo el color de las piedras de Jobitsa, de la ceniza y los huesos, de la piel del burro y el pecho de la paloma. En torno a Tirgu Jiu, la ciudad más vecina al caserío de Jobitsa, están grandes fábricas de cemento y uno de los centros de producción de energía eléctrica más importantes de Rumania. Surgen construcciones imponentes multifamiliares. Pero la ciudad vieja se preserva, y como en la casa de Brancusi, allí todo cambia y todo es igual. Yendo por la calle que va al puente, nos cruzamos con un cortejo. Adelante, una banda de música -un tambor y cuatro cobres- abre la marcha. Luego, una cruz de plata y el sacerdote y sus acompañantes de negro y plata. Sobre la cama de un camión abierto, entre coronas, el muerto. La caja destapada, la cara descubierta. Todos podían verlo y decir: ahí va Alejandro, o Constantino, o Jorge... Se quitaban el sombrero. Sin abrir los labios le decían: "Adiós". El muerto llevaba a los pies el sombrero. En la iglesia, simbólicamente, le habían desatado el lazo que, en la noche, le ataran a los tobillos. Detrás, los familiares. En la casa quedaba una bandera negra. Tirgu Jiu es así. Como hace doscientos años, llevan a los muertos de esta manera. Las fábricas, en plena producción, crecen en el vestíbulo de la ciudad.

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Brancusi se movía silencioso entre el recuerdo y la pujante presencia de un futuro inmediato. Cerrando los ojos, al tacto, repasaba él, con los dedos, cuanto acababa de acariciar con la mirada. Encontraba en el labrado de cada puerta, de cada columna, de cada cofre, una geometría -círculos, estrellas, rombos, dientes, flores...- que recogía en lenguaje de siglos los sueños del pueblo. Hasta en las cruces colocadas donde reposaban los huesos de sus padres, estaban labrados los maderos con las mismas marcas de siglos, tocadas de eternidad. Son cruces labradas como se labran los yugos para los bueyes. En Jobitsa todo se acerca, desde la faena cotidiana hasta el paso al otro mundo. Forman parte de la familia el perro, las gallinas, el buey. Las huellas de los trabajos y los días van dejando marca en la madera. Brancusi pensaría que también en la piedra o en el bronce podrían señalarse los hechos y esperanzas de su pueblo. Así fueron naciendo sus creaciones, como en la cuna de tablas en que lo arrulló su madre. Tres momentos del genio Si estando usted en París abre cualquier enciclopedia o historia del arte, encontrará siempre, al llegar a la obra de Brancusi, tres ilustraciones: La Mesa del Silencio, la Puerta del Beso y la Columna Infinita. Y la falsa indicación biográfica: Brancusi, escultor francés, etc. Lo que haya de francés en Brancusi es apenas lo que cualquiera que haya vivido en París tenga de francés. Fue tan rumano como Picasso español. Y en cuanto a las tres ilustraciones -síntesis y culminación de cuanto hizo Brancusi- corresponden a unas obras que, para verlas, hay que cruzar a Europa de un extremo al otro y llegar a Tirgu Jiu, en el corazón de Rumania, muy lejos de la capital. Esas tres obras de Brancusi sólo han podido situarse donde están. En cualquier museo o jardín de Europa o América resultarían incomprensibles, sofisticadas. En Tirgu Jiu se les ven las raíces, están en su ambiente, y aunque apenas nacieron allí en 1938 parece que estuvieran allí siglos, como si un genio del pasado más remoto las hubiera previsto. Hay en Tirgu Jiu, a la orilla del río, un bosque. No es muy grande, pero adentro se olvida que hay una ciudad en torno. Se abrió en el centro una avenida que sólo tendrá cien o doscientos pasos de largo pero que, andando despacio, se puede caminar en media hora. A la entrada está la Puerta del Beso. Una puerta, sencillamente. De dimensiones humanas. En rigor, la puerta del Paraíso. El marco, geométrico, de líneas rectas. Todo en piedra de travertino, levemente dorada. Quien no sepa de amor no pase por esta puerta. El beso mismo es una

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abstracción, un jeroglífico. Como si se hubiera esculpido con los ojos cerrados. Un círculo de eternidad. El arte rumano sabe de la abstracción desde tiempos pasados. Los arquitectos vienen representando de siglos la trinidad de su religión y los tres reinos en que se fundió la nación, con un cordón de piedra que se anuda a lo largo de las cornisas, en los templos... De la Puerta del Beso se va por la calzada de las butacas hacia la orilla del río. De un río que sólo se ve a través de los árboles. En el extremo se ha pulido un espacio circular, y en el centro, la Mesa del Silencio y sus doce butacas. Como si los personajes que allí se hubieran reunido se hubieran ido hace veinte siglos y sólo quedaran flotando en el aire unas palabras: La paz os dejo... Sobre un cilindro de piedra que sobresale un palmo de la tierra, la tabla redonda, de la misma piedra, gruesa, pesada. Las doce butacas, muy bajas -medias naranjas unidas en la misma forma que las ampollas de un reloj de arena-. Nada, absolutamente nada. De esa nada se desprende un silencio religioso que se ve crecer y pone a distancia infinita el rumor del río que se pierde, se aleja. La columna está apartada. El eje que la une a la mesa y a la puerta es ideal. Catorce inmensos rombos se adelgazan en el aire, uniéndose como en las columnas de las casas, en las cruces del cementerio, en los balaustres de las barandas de los corredores. Se alza la columna en el centro de un espacio circular -árboles en torno-, ligeramente curvo como el casco de una esfera. Metálica, como de bronce, la columna sin ningún pedestal, el primer medio rombo, a ras de la yerba, se alza al infinito. La sucesión de rombos toma formas inesperadas en cuanto se mueve la luz o cambia el punto de observación del visitante. Tiene treinta metros de altura. Parecen ciento. Es un prodigio que se sostenga, siendo tan fina. Tiene en el interior una vara de acero... Hacia el otro Danubio Un Danubio lo conocemos todos; es azul y bailable, con aire de vals. Ahora se trata del otro, más profundo, bárbaro; el de las puertas de hierro. Para verlo hay que cruzar media Rumania. El otoño está de azul y oro. Hacemos trescientos y tantos kilómetros de llanuras. Luego, nos acercamos a regiones grises, onduladas. La tarde amortigua la luz. Todo, muy bien, para anticipar la garganta de las montañas que estrechan el paso del río. Si el día se torna gris es pura coincidencia. Pero, para quien va cantando por dentro un Danubio Azul, la sorpresa es notable.

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Además, hay que moderar la marcha. El vals está en los giros y ondulaciones de la ruta. Hay, a cada vuelta, la posibilidad de lo imprevisto. Avanzan perezosas enormes carretas campesinas cargadas de heno, tiradas por caballos flacos de paso lento, por yuntas de bueyes. En los repliegues de las colinas se forman fantasmas de niebla. Cuando bajan al camino muere la visibilidad. Se corre a ciegas, a tientas. A estas horas del año, y cuando aún hay algo de sol, la luz amortiguada, los montes que juegan a escondidas sacan de sus repliegues el nebuloso gris azul de las leyendas, oponen al azul resplandeciente del otro Danubio, un sí es, no es de tristeza. Se camina por otros rumbos musicales. No hay que olvidar que octubre suena a cobre. Cuando se dice octubre todo son cobres y músicas de viento en las marchas que vienen por el aire. Los árboles, de candela y naranja, forman montes, florestas, tostadas que por estos caminos, se pierden en la niebla. Si por descuido inexcusable caemos en la falsa tentación de cantar por dentro el vals de Strauss, nos damos cuenta de que este mundo es otro mundo. La imaginación se columpia en un columpio que cuando está arriba deja ver la realidad que se derrumba, y cuando está abajo, la poesía que se va. En cierto lugar donde casi avanzamos en línea recta, se ven a la distancia dos luces. Se bambolean entre la niebla. Las manos que traigan estas lámparas -si son manos y son lámparas- las mecen como meciendo campanas, sin premura. Poco a poco la presencia de una rústica invención va tomando forma. Se ve la cornamenta de los bueyes como si los fantasmas avanzaran con cachos y yugo. Crece desmesuradamente la tolda de la carreta. Las dos lámparas de petróleo, con sus luces amarillas, en los costados, aclaran a medias el misterio que nos intrigaba. Los campesinos, tirados en el heno, hacen su camino al paso de las bestias, menos medrosos que nosotros, con su noche tranquila a la espalda, como sus padres, como sus abuelos, como sus tatarabuelos, que nunca erraron la cuenta de las estrellas y las lunas. Desde la ventana del hotel, de cara al Danubio, vemos el río borroso, de orillas inciertas, todo gris, nada azul. Quizás mañana. Tal vez. Ya se verá. Las puertas de fierro Cuando ya el Danubio llegaba a la edad del reposo y la profundidad -había corrido muchas tierras y pueblos muy diversos-, se volvió loco. Entraba en los Balcanes de historias azarosas e iba directo hacia el mar Negro. En la angostura que le cerraba el paso, se tornó como esos ríos de los Andes americanos que corren entre peñascos y braman en los rápidos. En la lengua de los Sitas se llamó

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Danubio al río: quiero decir río de la desventura. Subir las naves por esa garganta era riesgo mortal. De entonces viene el nombre de Puerta de Hierro que se dio a la angostura del Danubio. Pero como hacia arriba era el camino real para llegar al corazón de tantas naciones, por el Danubio subieron "las naves fenicias, los trirremes griegos, los veleros bizantinos, las carabelas genovesas, los galeones venecianos, los bergantines turcos, las caicas cosacas...". Hoy todo esto es arqueología legendaria. Entre rumanos y yugoslavos se construyó una de las represas más grandes del mundo, se contuvo el río, las islas que conocieron turcos, romanos, griegos... quedaron sumergidas, el nivel de las aguas subió doce o quince metros, Rumania sola saca cinco millones de kilovatios de las turbinas que aprovechan la fuerza hidráulica, y se tendió sobre el dique el "Puente de la Amistad". Por ese puente corren los automóviles entre Rumania y Yugoslavia. Quien primero respondió al desafío del Danubio fue un español que llegó al trono del Imperio Romano. De él han quedado descritas, en la columna más famosa de Roma, hazañas increíbles. Trajano llegó a este lugar hace 1.870 años. Llevaba con él al ingeniero Apolodoro de Damasco, y decidió hacer un puente para atravesar el Danubio. Apolodoro lo hizo. Tuvo el puente mil trescientos metros de largo, y sirvió por más de dos siglos a los romanos. En menos de tres años se concluyó esta obra que hoy nos parece increíble. Las patas de cada arco eran de aquellas piedras que colocaban semejantes conquistadores para que las respetaran los siglos, y sobre esas patas se apoyaban con perfección geométrica las semicircunferencias de madera, trabadas con toda solidez, para cargar con las enormes vigas, unidas como las piedras de una calzada. Eran aquellos tiempos duros en que los emperadores, ellos mismos, hacían las campañas en países remotos, y ésta, de Trajano, por las tierras que integran hoy el Estado rumano, explicaría por sí sola su fama legendaria. El "triunfador Trajano, ante quien muda se postró la tierra". Vista ahora aquella empresa, pasados los siglos que han pasado, crece por el milagro de que haya un pueblo que hable en una lengua tan latina como el español en el centro de los Balcanes, tan eslavos, tan griegos y tan turcos. El imperio político romano fue efímero -apenas dos siglos-. Cuando se vio que conservar el puente era exponerse a los ataques enemigos, lo quemaron los mismos romanos. Para eso los arcos eran de madera. Lo quemaron, o echarían las vigas a la corriente para que se las llevara hasta el mar. Sólo han quedado en

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pie unos estribos que el visitante mira pasmado, y un modelo del puente en el museo. Eso basta para saber "cuánta fue su grandeza y es su estrago". El chofer humanista Del Danubio hacia los Cárpatos, la Rumania que se ve está como calculada para un chofer humanista. La circulación nunca es pesada, los automóviles individuales, muy pocos. Sólo se ven lentos camiones gigantescos, tractores, autobuses. En estas circunstancias, las dimensiones humanas se conservan. El chofer tiene que estar atento al gato, al perro, a la gallina. Si, de pronto, hay que usar de los frenos, es para no matar a un caballo o una vaca que cruza la carretera o respetar la fila de gansos que va de un lado al otro con su andar de obispos. O la vida del pavo que no ha de morir antes de Navidad. Si los gansos pensaran, pensarían que la carretera fue construida por el gobierno para que ellos tuvieran un paseo. Si el campesino pensara, pensaría que la cinta de asfalto se tendió para comodidad de los bueyes o del caballo que tira su carreta. No miden los kilómetros piedras clavadas por los ingenieros, sino pozos que a todo lo largo del camino forman el acueducto tradicional. Son casitas para sacar el agua, con techo de tejas de barro, pintados por dentro con escenas bíblicas -Jesús y la Samaritana, San Juan Bautista, la Madona... -. El balde, la cuerda y el torno de que se sirven todos los vecinos vienen de siglos. Como se suceden los pozos y los pozos, se suceden las cruces con sus tejados de dos aguas e imágenes del Crucificado. Están ahí desde que Rumania existe. Los pueblos siguen siendo como fueron. La torre muy alta de una iglesia ortodoxa marca el centro de cada aldea. Todo el mundo desfila por la iglesia, besa los iconos, toca el suelo con la frente, enciende velas, se echa muchas bendiciones... y sale tranquilo. Todos los rumanos, a pocos días de haber llegado al mundo, fueron llevados a esa iglesia. Quienes se casan reciben allí la bendición. Los que mueren -desde el padre del presidente de la república hasta el último campesino- pasan por ahí antes de que los lleven al hoyo. En la tumba quedará marcado el nombre del difunto en una cruz. La claridad de la región es la del Mediterráneo. La casa se construye, más que para habitarla, para tener un balcón, un mirador, una logia para ver caer o levantarse el sol, o contar las estrellas en la noche. Para tener un jardín colgante, cargado de geranios. Una casa, sin ese belvedere, no es casa. Además de los gansos y los pavos, de la carreta y de la mujer que va a sacar agua del pozo, pasan por la carretera las viejas y los niños. Los niños, a las horas de entrar o salir

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de la escuela, forman menudas muchedumbres de colores, todos bien vestidos, con sus maletitas cargadas de cuadernos, lápices, cartillas... disciplinados en medio de su desorden para no exponerse al paso de las máquinas. Las viejas solitarias no se cuidan tanto. Caminan despacio y son de mucho bulto. Siempre con las pantorrillas bien forradas en medias de lana y el pañuelo sobre la cabeza, anudado al cuello. Nadie sabe si son gordas. Deben de serlo. Las faldas y las faldas y las faldas y las blusas y camisetas y chaquetas y sacos y pañolones las convierten en un gran repollo de cuero, lana y lino. Si se desnudan del todo al entrar en el lecho -¡quién va a saberlo!- dejarán al pie de la cama un montón de paños y trapos, más grande que el bulto que vemos moverse por la calle. Siempre, al salir de cada pueblo, se ve una casa inmensa, de más de una cuadra de frente, con chimeneas y rasgos de fábrica. Si el chofer sabe, nos dirá que ahí se fabrican telas, o cemento, o automóviles. Esto jamás lo dice ninguna leyenda. El visitante piensa que son fábricas de política, pues invariablemente se anuncia en grandes caracteres: Triasca Partitul Comunist Ruman (Viva el Partido Comunista Rumano). Trinidad con ángeles Venir a una república comunista y entregarse a visitar monasterios parece una experiencia paradójica. Pero Rumania es Rumania y sus monasterios. Tres millones de turistas llegaron el año pasado, y contados serían los que no entraran a una iglesia a ver iconos o no fueran a Moldavia a los monasterios. Esto, el estado no lo ignora, y sería insensato de su parte acabar con esta meca del turismo. En Moldavia, el monasterio explica la historia y el espíritu rumanos. Un monasterio es una fortaleza. El vasto cuadrilátero que sirve de marco a la pequeña iglesia toda pintada que está en el centro es una muralla, con sus torres de defensa para los cañones, galerías para la guardia militar y ventanitas para arcabuces y fusiles. El príncipe dedicaba la iglesia a Dios y, de paso, montaba las defensas para enviar al otro mundo a turcos, eslavos, húngaros o enemigos locales. Quedaba bien con este mundo y con el otro. Esteban el Grande tuvo unas cuarenta victorias, y para celebrar cada una fundó un monasterio... con cañones. Hoy pueden visitarse muchos de los monasterios y ver en cada uno, al centro, como un huevo de Pascua, la iglesita pintada con las mil historias de la historia sagrada. Pero no hay que ver sólo por fuera estos monumentos únicos del arte universal. Se entra a la iglesita, y hasta donde el humo de las velas no ha oscurecido mil imágenes que no dejan sin escena pintada un palmo de las paredes, todo semeja

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un cofre de estampas de colores, el más prodigioso que pueda nadie imaginar. Son las escenas que lleva por dentro el pueblo rumano. A lo largo de cuatro siglos no ha dejado de hojear un solo día esta Biblia iluminada en el claustro de su alma peregrina. La luz que llega a la razón del campesino se quiebra como un arco iris y lo llena de gracia. Cuando digo miles de imágenes, no exagero. La iglesia es en las paredes del interior una colcha de retazos. Tiene tres cuerpos: el prona, la sala de los muertos y la nao donde está el iconostat, tras el cual el sacerdote celebra la parte más misteriosa de la misa. En sólo el prona suele pintarse todo el calendario, es decir, trescientas sesenta y cinco imágenes con las vidas del santo del día. Para hacer un experimento práctico, busqué en Voronest el 6 de diciembre, y ahí estaba San Nicolás -el santo de ese día- haciendo un milagro. Un San Nicolás como sacado de un ex voto. Entre las bellezas de estas caudalosas colecciones de iconos una de las que siempre hay que ver con la atención que impone un toque de gracia es la Trinidad. La Trinidad en estas iglesias ortodoxas no es la del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo del culto católico, sino la Trinidad presentida en los primeros libros del Viejo Testamento: Abraham ha invitado a sentarse a su mesa a tres ángeles, que aparecen compartiendo la divina hospitalidad. Los dueños de casa -Abraham y Sara- aparecen atendiendo los asuntos domésticos. El pintor no se complicó la vida tratando de darle forma al gongorino misterio con el Padre de respetables barbas en las nubes, la paloma resplandeciente en el aire y abajo el Crucificado. Le bastó presentar en íntimo banquete a los tres invitados con sus alas de plumas irisadas, los rostros de bellos ángeles morenos y las seis manos animando el diálogo de la pequeña mesa redonda. El anuncio que cada cual lleve en la mente apenas si roza sus frentes con el misterio que complica la historia en el Nuevo Testamento. Por el hilo de esta Trinidad, el curioso visitante se encamina a las moradas de la religión ortodoxa cuyo primer capítulo parece estar en el viaje de tres Reyes salidos del Oriente Mágico para adorar a un Dios Niño, recién nacido. Los guiaba una estrella... Otra trinidad simbólica. Los monasterios de Moldavia Si se está en Bucarest y se quiere tocar el cielo con las manos, tendrá que hacerse un largo viaje. Primero, ir en avión -si avión se encuentra- a la antigua capital de Moldavia, Suceava: más de cuatrocientos kilómetros. Y de Suceava, por malos caminos, en automóvil, llegar a Voronet -más de cien kilómetros-. En Voronet, se toca el cielo con las manos.

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Hace quinientos años, Moravia era un hervidero de guerras. Los príncipes de la región o tenían que hacerles frente a los turcos, o a los polacos. De cada victoria brotaba un monasterio. Una iglesita de colores, suspendida entre los montes, como lámpara japonesa. Pintada toda por fuera, con tejados de amplios aleros para defender los frescos de los únicos enemigos visibles: el viento, la lluvia, la nieve del invierno, el sol del verano... Y los frescos han sobrevivido por los siglos de los siglos. La iglesita de Voronet la construyó Esteban el Grande unos cuantos años antes de que Colón cruzara el Atlántico. Acababa de vencer a los turcos, y ordenó emprender la obra en el mismo lugar donde el monje Danilo había vivido en una ermita de madera. La iglesia del triunfo sería de piedra. En medio de los montes. Pequeñita: veinticinco pasos de largo, diez de ancho. Adentro, cabrían el príncipe y sus familiares y caballeros. Pero sobraba entrar. Toda la novela mística, desde Adán con el arado comenzando a romper la tierra, y Abel segando el trigo y Caín mirándolo con recelo... hasta el juicio final... pasando por todas las peripecias de las vidas de los santos, los dolores y gozos de la Virgen, los padecimientos de Cristo, las luchas de los ejércitos celestiales, las tretas del diablo, la victoria de San Jorge, el árbol genealógico de la Virgen -cada uno de sus lejanos abuelos, hasta David, parados sobre el cáliz de una flor-... todo, todo coloreado, dibujado con simplicidad mayor, vecina a la imaginación de pastores y campesinos... Como esos cofres pintados en donde se guarda la ropa perfumada, en las cabañas... Todo, todo a la vista. Bastaba detenerse a ver la iglesita, y las paredes desataban la lengua, contando historias que nunca terminaban. Que no han terminado. Han pasado cinco siglos, y quien llega a estos monasterios pintados, a esta iglesita de colores de Voronet, oye la poesía que lo llama, se detiene un instante, y ya no sigue. Ha tocado el cielo con las manos. ¿Cómo ha resistido a todos los embates del tiempo esta pintura de cinco siglos? Desde luego, son los azules del fondo fraangélicos que sostiene los oros de las aureolas, poesía obligada de todas las leyendas. Se hicieron con lapislázuli. Pero hay aún secretos que ahora se investigan para explicar lo menos importante de todo: la técnica de los divinos artesanos. Lo bueno no es saber la fórmula de la pintura. Sino ver el grupo de los turcos asombrados con sus caras feroces, el despotismo pintado en los ojos, el silencio apretándoles los labios, la pompa inútil en sus trajes de flores, en sus gorros de cucurucho, como pasteles de trapo. Ver al ángel de la trompeta que anuncia el juicio, las alas de iris, la túnica verde y azul, la cara morena entre el círculo de oro. Santo Tomás, y todos los apóstoles, cada cual con su rollo o libro en la mano, sentados en el escaño más rico, forrado con tela

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de flores o geometrías rosas, celestes, verdes, marrones... las túnicas plegadas a lo gótico... los rostros, las manos, los pies morenos como los montañeses de Moldavia... y detrás, en la tribuna, la muchedumbre de los ángeles, las alas de plumas multicolores plegadas, cada uno con su lanza en reposo, y las aureolas que se pierden en la distancia en un mar de oro. Si alguna vez en el mundo una iglesita se vistió de fiesta, cuento y encanto, fue en Voronet de Moldavia. Aquí se echaron a vuelo las sagradas historias. Y se produjo el milagro de que ni la luz, ni el agua, ni la nieve, ni el sol, ni el verano, ni la noche, ni el viento, ni el tiempo, ni el olvido echaran a perder esas páginas pintadas en el corazón de los montes de Rumania por unos primitivos. La Sixtina de Voronest Este es el otro Juicio Final. Se dice en los libros de arte "La Sixtina de Oriente", y está bien: Oriente es la palabra. Quizás nos entusiasma más éste que el propio Juicio de Miguel Angel: cuanto en Miguel Angel es de espanto, en Voronest es de encanto. El terrible reparto de quienes llegan al Tribunal para caer en el infierno o subir al cielo, se hace en Roma en el interior de la Sixtina, cuando el Renacimiento llega a su apogeo. En Voronest todo es al aire libre. El enorme mural que cubre el frente de la iglesia despliega todos sus azules -infinitamente azules, con la luz del día-, y dora todos sus oros bizantinos al atardecer. El anónimo pintor se quedó con el Giotto de Asís, con Fray Angélico, a pesar de estar pintando poco antes que Miguel Angel. Su arte había salido de misales y evangelios caligrafiados por los monjes, donde veía en miniatura escenas de la Pasión, nacimientos, resurrecciones, por el ojo de una letra de oro, florida. La puerta para entrar a la iglesia es pequeña y está en un costado. Así, todo el frente, siendo la iglesia pequeñita, de bolsillo, es un inmenso muro iluminado. Como el frente, los costados, el ábside, hasta la torre, pintados con cientos de escenas bíblicas. Quien se acerca a la iglesia, desde fuera, lo está viendo todo. Sin necesidad de entrar, pueden pasarse los días y los meses siguiendo en esta Biblia de imágenes de colores cuanto pueden enseñar la pasión y los martirios, los nacimientos y las resurrecciones, los adormecimientos y las batallas de San Jorge. Como no lo enseñarán nunca los textos ni los sermones. El Juicio Final tiene lugar en Voronest, no en Josafat. No hay sino que ver los trajes de las gentes, y los turcos echados al río de fuego, a las aguas coloradas de todos los diablos, en compañía de papas y monarcas cismáticos. Todos, con el mismo turbante. La trompeta que anuncia la resurrección de los muertos no es la

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de plata que otros acostumbran para estas representaciones, sino el "bucium" de los pastores, largo como el cuerpo de un hombre, cuyo son es familiar a los rumanos. La mano del Padre Eterno, que sostiene la balanza donde se pesan las almas, está ahuecada con una manotada de almas inocentes sacadas del limbo. Vuelan a lado y lado de la balanza dos viejos, hombre y mujer, como pájaros de otras edades: Adán y Eva. Como padres de la humanidad, fueron perdonados... Más que por contraste con el Juicio de Miguel Angel, el de Voronest -y los muchos de los otros monasterios pintados-, deslumbran por su ingenuidad en esta página de azules y oros, a quienes vienen de las catedrales góticas de Europa. En esas catedrales, a la entrada, sobre la puerta principal, hay un juicio esculpido en piedra, en un nicho, fatalmente oscurecido por el tiempo, apretado por las exigencias de la arquitectura, sin colores, sin dorados (si alguna vez los tuvieron). Este de Voronest es un cuento oriental, genialmente distribuido en muchas escenas, con grupos de patriarcas y santos aureolados, Abrahames que llevan en el canto cantidades de almas, profetas sentados en un banco de mosaicos orientales, como viejos atentos al resultado de su obra. El Padre y el Hijo y el Espíritu Santo y la Madona, cada cual en su lugar, esperan, mientras se cumple el apocalíptico, escalofriante rito de despertar a los muertos. Entre las cosas buenas de estos juicios finales de los monasterios de Moravia hay que apuntar lo que primer salta a la vista: que en nada se parecen al romano del florentino Miguel Angel... Ni a los de las catedrales góticas. Su único parentesco habría que buscarlo en Fray Angélico... que tenía mucho de oriental. La flecha del gran Esteban Como todos los guerreros de muchos siglos, Esteban el Grande había puesto a su servicio a la Divina Providencia. Cada vez que ganaba una batalla, daba gracias a Dios por haberle servido como buen aliado. Y le erigía un monasterio. 36 batallas, 36 monasterios. El de Putna sería uno de los predilectos suyos, pues ahí reposan sus huesos. Esteban fue el Sol de Moldavia. Pensaban que lo harían santo canonizado. Esteban dio la batalla más grande contra los turcos, cuando ya los de la media luna habían convertido en mar turco el Negro. El Papa lo felicitó emocionado. Siempre, para escoger el sitio en que debería erigirse un monasterio, Esteban subía a la punta de un cerro y disparaba su flecha. La flecha volaba a alturas increíbles. Donde caía, quedaba señalado el lugar para el altar de la iglesia. En el caso de Putna, si hubiera disparado en otro sentido, el monasterio, o estaría hoy en tierras de Rusia soviética, o la frontera rumana llegaría más al

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norte. Yendo hacia Putna elevamos a la vista. Ahí no más, en unos potreros ralos, pedregosos, comienza Rusia soviética. La devoción que despierta Esteban entre los rumanos corresponde a la del gran héroe nacional. Rodeado de enemigos, en los mismos años en que vivía Maquiavelo y Colón descubría a América, se impuso como el más batallador guerrero de la cristiandad. En la introducción al precioso libro de fotografías de Rumania de Mariapía Vecchi, resume ella con mucha gracia la política de Esteban: "Contra las expansiones de los vecinos, Esteban aplicó al pie de la letra el precepto de política internacional: Los enemigos de mis enemigos son mis amigos. Contra los húngaros se alió a los polacos, contra los turcos se alió con los polacos, los húngaros y los venecianos, contra los polacos se alió con húngaros, los turcos, los lituanos y los rusos moscovitas, contra los tártaros de Crimea instigó a los tártaros del Volga..." La iglesia del monasterio ha sufrido como corresponde a un lugar que se llama puerta de las tempestades, pero como ahí están los huesos de Esteban, los tesoros que guarda el monasterio son fabulosos. Cada vez que han peligrado, los monjes los han salvado enterrándolos como sólo ellos saben enterrar. El oro no se economizó jamás. En las pinturas de Putna era tanto el que se ponía al fondo, que se dice hubo más oro que pintura. Las lámparas de la iglesia son las gigantescas coronas de bronces y oro de los templos bizantinos. Se anudan los encajes metálicos con verdaderos huevos de avestruz. El huevo representa la resurrección y la vida: es la vida que se esconde bajo la arena caliente... La escuela de miniaturistas formada en Putna dejó en Evangelios y libros del coro la más bella historia iluminada: se funden imágenes de Oriente y Occidente. Esos pergaminos y las joyas y los iconos, en el museo en el monasterio, dejan mudo al visitante, pero lo que más adorable resulta de estos poemas trabajados por la artesanía monacal son la obras no de la pluma, el buril y el cincel, sino de la aguja. Las capas y estolas encierran, en trocitos bordados con sedas e hilos de oro y plata, escenas de la Pasión o los cuadros de la vida de la Virgen y retratos de los donantes, llevando siempre en la punta de la aguja reminiscencias góticas, ensueños orientales, recuerdos italianos del Giotto o Cimabue. Los epitafios son, de todas esas obras de la poesía bordada, lo más vecino al trabajo místico. El epitafio es un mantel en donde figura el Cristo yacente a cuya cabeza se inclina la de María. Sin tender ese mantel sobre la mesa del altar, no pueden celebrar los ortodoxos. Y en los epitafios se lleva a extremos de la mayor belleza la costumbre de seguir el contorno del dibujo con hilos de perlas. Un

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epitafio, así, prepara a la resurrección entre un nido de perlas. Perlas de Oriente, de Oriente como los magos, la luz del alba, la poesía de los salmos, el arpa de David. La iglesia de oro La iglesia de piedra y mármol de Los Tres Jerarcas, en el centro de Iassi, una vez fue de oro. Toda labrada -parece hoy un encaje de piedra-, debió deslumbrar a los turcos cuando llegaron a este lugar de Moldavia, en plan de bárbaros conquistadores. En el centro del monasterio se vería a manera de una enorme lámpara de oro, con sus dos torres como dos llamas fulgurantes. Cuentan que los invasores hicieron hogueras contra los muros hasta derretir el oro, y llevárselo. Apenas dejaron los rastros que aún se ven en los marcos de las ventanas. Viejas representaciones de la iglesia hacen pensar que hasta las tejas eran doradas. Si en el norte de Moldavia la iglesia de cada monasterio, toda pintada por fuera, se ve aún entre los montes como una lámpara japonesa coloreada por los ángeles, en Iassi, la capital donde fundó su monarquía Miguel el Bravo -reuniendo en 1600 los tres principados de Moldavia, Valaquia y Transilvania-, la lámpara tenía que ser de oro. En el principio de ese arte bizantino, el misal, el libro de Horas, los Evangelios los iluminaban los monjes trasladando versiones de los pasajes bíblicos a hojas de pergamino. Cuando llegó la hora de levantar los templos, de esas pinturas tomaron los arquitectos su inspiración. Jamás escuela semejante ha servido para formar constructores con normas parecidas. Sobre el oro y el arte habría mucho que decir. Se pintaban iconos sobre tablas doradas, y donde la pintura no cubría el fondo, eran las aureolas de los santos, los rayos del sol, o simplemente se mostraba a la Madona saliendo de su casa dorada como suele ocurrir en las imágenes de Siena, en Simone Martini, en Fray Angélico. En Moldavia de Rumania, en Moldavia de los monasterios, esto toma caracteres orientales. Pudo haber iglesias que fueran, antes de ser pintadas, de oro por fuera y por dentro. En la de Iassi se detendría el artífice en medio del camino de la inspiración. Al verla toda de oro, desnuda, labrada íntegramente como diadema de la religión, pensaría que así estaba bien. Y se diría: esto ya no es el templo de un monasterio: es la flor del alba en el centro del mundo. Mientras así fue, llegarían de lugares los más distantes, peregrinos, a ver la maravilla. Hoy, la iglesia de los Tres Jerarcas, con esta leyenda al fondo, es, a modo de una custodia de piedra, un relicario de mármol. Lo único que pueden decirnos las gentes del lugar es: "Aquí una vez se vio nacer el sol en la más estupenda de

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todas las alboradas". O "aquí se derrumbó una época en un crepúsculo radiante". Y eso basta. Hay cosas para ser imaginadas y no vistas. García Márquez en Rumania Iassi se considera capital intelectual de Rumania. Antigua capital de Moldavia, fue la primera ciudad del país en donde hubo imprenta, universidad, academia. Su teatro es el mejor de Rumania. Convorbiri Literare, una revista que está a la vanguardia en el campo de las letras. Un poeta y novelista de esa publicación me acompaña a ver las cosas de Iassi. Caminando, me habla de García Márquez. "Si usted lo ve algún día, cuéntele que en Iassi tiene al rumano que más lo admira". La primera edición de Cien Años de Soledad abrió el camino, y hoy es la novela más leída de cuantas se han traducido de América Latina. La segunda edición, popular, debió de pasar de los cincuenta mil ejemplares. Entramos a una librería. "Quiero -dije a mi nuevo amigo- comprar un ejemplar de Cien Años de Soledad". Soltó la risa: no lo encontrará en ninguna parte. En tres días se agotó: soy afortunado porque tengo dos ejemplares: uno, para prestarlo... En Bucarest visité al editor de Cien Años de Soledad. Con él pude obtener un ejemplar del libro. Es el número 806 de la colección Minerva, pero pocas novelas han tenido la suerte de éste. Editado con toda pulcritud, la portada es una composición surrealista del pintor Claudiu. A todo color. El volumen, 460 páginas. Vale 5 leis. Poco más de lo que se paga por una revista cualquiera. En la Universidad debía dictar yo una conferencia. Los estudiantes, a una, me pidieron: que sea sobre García Márquez. El auditorio estaba colmado. Me dijeron: Díganos de su conocimiento personal: trabajos de crítica, se han hecho muchísimos en Rumania... Hablé hora y media. No hubiera sido posible nada mejor para entrar en contacto con los estudiantes. Uno de ellos estaba particularmente feliz. Había podido confirmar algunos puntos de que trata en la tesis doctoral que está haciendo sobre Cien Años de Soledad. Como siempre, la mayor parte de quienes me oían eran mujeres. Una de ellas me contó del caso, famoso en el curso, de su compañera que "había visto a García Márquez". ¡Increíble! ¿Cómo? Fue a Barcelona y se presentó a su casa. El novelista se mostró reticente. "Necesito -le dijo ella- hablar con usted: estoy trabajando en una tesis sobre usted". Le dio informaciones. Lo redujo. ¡Habló tres horas con él! De regreso a Bucarest publicó la entrevista. ¿No le parece a usted un milagro? El profesor Georgescu, que ha movido a todos estos estudiantes a conocer la literatura latinoamericana -ha escrito el mejor libro sobre Asturias, y despertado la

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curiosidad sobre Neruda, Cortázar, Borges, Carpentier, Fuentes, Rulfo, Vargas Llosa... - me habla sobre estudios que han hecho sus discípulos -sobre el tiempo en Cien Años de Soledad, o cualquier otro aspecto de la novela-, y así comprendo cómo el nombre de Gabo es el mejor pasaporte que puede presentarse para llegar al corazón de la universidad en Rumania. Georgescu saldrá muy pronto para Venezuela y dictará cursos sobre el nuevo relato venezolano. No quedaría completa esta información sin reproducir al menos cuatro, las cuatro primeras líneas de la traducción. Usted juzgará...: "Multiani dupa aceea, in fata plutonului de executie, colonelul Aureliano Buendia avea sa-si aminteasca da dupa-amiaza indepartata, cind tatal sau l-a dus sa faca cunostinta cu gheta. Macondo era..." La doctora Aslan Visitar Bucarest y no ver a la doctora Aslan es como ir a Roma y no ver al papa. La única diferencia está en que ver a la doctora es poco menos que imposible. Buena parte del año la pasa asistiendo a congresos científicos. Tuve la suerte de verla en mi primer día de Bucarest, por eso mismo: porque el congreso ocurría en esta ciudad. Entre los ocho sabios que presidían desde el rostrum la Conferencia Mundial de Futurólogos, impresionaba la presencia de esta mujer, menuda y laboriosa como una hormiga. ¿Por qué, la doctora, en este programa? Porque sí. Por derecho muy propio. Una mujer de genio, infatigable y sagaz, que busca la fórmula de rejuvenecer los organismos cansados, trabaja para el futuro en forma directa y práctica. Por eso se la conoce en medio mundo. Si usted va a Bucarest, me decían en París, es un hombre afortunado: verá a la doctora Aslan. De verla, allá distante, en el rostrum, a conversar con ella, había mucho camino que andar. Tuve la suerte de que el profesor Georgescu, amigo de ella y hombre de gran influencia, me diera una carta de introducción que me abrió todas las puertas. Pero cuando estuve ya en el corazón de la clínica... la doctora había salido para Roma y Viena. "Si usted va a Roma, la alcanza", me dijeron. Y me fui a Roma. La clínica de Bucarest es un espectáculo. Un edificio enorme, de tres plantas, a donde llega, a veces atropellando, gente de todo el mundo. Sobre todo, italianos. No hay día que no entren dos grandes autobuses que descargan ciento veinte pasajeros. Se necesita un genio organizador para registrar a los que van llegando, pasarlos a los laboratorios de cardiología, radiografía, exámenes de sangre y orina, y cuanto sirve para reducirlos a un cuadro clínico, y luego pasarlos por los

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consultorios en donde un grupo de médicos, jóvenes, despiertos y sabios, pesan y miden los casos. Al final, cada cual lleva, de regreso para Italia... o Venezuela... o Francia, unas cajas grandes con inyecciones y píldoras de Gerovital (la última fórmula se llama Aslavital, en honor a la doctora) y las detalladas hojas de instrucciones para graduar las dosis. Será millonaria la doctora, pensará la gente. No. Ella ha hecho la clínica, ella ha inventado la fórmula, ella trabaja sin tregua ni fatiga, pero en Rumania es el estado quien hace la recolección de los frutos. La clínica, tan suya, ostenta en la fachada, en los papeles, en todas partes, la indicación de ser un instituto del Ministerio de Salubridad. En este instituto los precios son muy bajos, democráticos. Pero en la caja van amontonándose sumas muy apreciables de dólares, francos, liras, esterlinas, marcos o pesetas. El estado está dirigido con harta habilidad para agarrar cuanta moneda de otro país entre a Rumania. El extranjero no puede pagar sino en su moneda. Si usted quiere viajar por Rumania, no puede hacerlo por las empresas que movilizan a los rumanos, sino por las que transportan a los forasteros de los dólares, las liras, o los francos. Para hacer el cuento corto, la doctora gana lo que cualquier funcionario del estado... Eso sí, viaja. Lo mismo que todos los que viajan. Si va a Roma, de la frontera hacia fuera ha de hacerlo sin sacar un cobre de Rumania, y luego, presentar los comprobantes de que cuanto ha gastado ha sido por cuenta ajena. Los límites comunes de los permisos para salir del país quedan señalados por la duración del compromiso. Un profesor, por ejemplo, el tiempo que dure su curso en el exterior. La doctora es cosa aparte, sólo por la multiplicidad de sus compromisos. Y me fui a Roma. Me seducía la idea de conversar con ella. "Se aloja siempre en el Excelsior", me dijeron. En el Excelsior nada sabían: "Estuvo, sí; pero cuándo volverá, Dios lo sabe: pecado que nosotros nada sepamos de cierto...". Claro: había que mostrar la carta del profesor Georgescu, en la Embajada. Entonces, sí. Vendría en la semana próxima. El propio agregado de la Embajada me introdujo, muy de mañana, en "su" despacho. Nada de suite de lujo. Unas habitaciones de trabajo, de conferencias con los médicos que trabajan para ella en Roma. Teléfonos. Telegramas. Libros. Una hormiga. Los grandes del mundo han dialogado con ella. Kruschev lo recordaba, agradecido. Habla como un profesional; mira como miran los médicos. Cuantas horas tenga el día. Sin drama. Sin presunción. Segura de sí misma. De América, me habla con particular afecto de Venezuela, que visitó hace poco

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tiempo. Es de las pocas personas que al hablar del futuro lo hacen con fe. Mañana regresará a Bucarest... Pedagogía del otro mundo Aplicando algo así como una ciencia de computadores, el estado en las repúblicas socialistas conoce con años de anticipación el número de médicos, químicos o profesores que puede emplear y necesita. Según este cálculo, se fija la cantidad de estudiantes que se admiten para comenzar una carrera. Quien entra a la universidad sabe que tendrá ocupación segura al recibir su título y que deberá servir en esta forma a su país. Es un compromiso o pacto que implica obligaciones de parte y parte. Si un profesional quiere abandonar el país, tendrá que pagar al estado lo que el estado gastó en educarlo: desde las primeras letras, hasta coronar su carrera. Dentro de este esquema matemático pueden ocurrir pequeñas variaciones y finos toques políticos, únicos reparos que he oído a esta parte del sistema. Hacia los trece años debe decidir el estudiante de su futura orientación. Con la ligereza propia de su edad, me decía una praguense, escogió matemáticas, para convencerse en seguida de que su vocación no sólo la empujaba al estudio de las lenguas, sino que estaba reñida con los números. Ya su error era irremediable. De otra parte, al hacer el escrutinio de quienes deben ajustarse a la cuota del primer año de estudios, se da preferencia a hijos de obreros; a quien tiene antecedentes de nobleza o burguesía se le cierra el paso. Quien comienza una carrera lo hace para estudiar, y punto. El estudiante profesional, que decimos nosotros, el que repite diez veces el primer año y está sirviendo a otro destino, jamás se explicaría en estas tierras. Quien queda mal calificado un año sólo puede repetirlo previo el más riguroso control médico, ofreciendo razones convincentes de salud para explicar la pérdida del curso. Otrosí: el estado es un estado católico que echa a la hoguera a los protestantes: el estudiante que proteste desaparece. Así las cosas, la juventud es muda y la autoridad, sorda. En Praga les fastidiaban los estudiantes cubanos. Por suerte ya no llegan; hablaban demasiado. Preguntaba a un profesor sobre su experiencia con los estudiantes de español. Se han reducido a quince, me decía, y en años excepcionales a veinte, de acuerdo con el cálculo de probabilidades de empleo. De éstos, dos o tres serán -como ocurre en todas partes- excelentes. Habrá unos diez buenos; y el resto, mediocres. Los excelentes lo son en toda la extensión de la palabra, y darían más

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rendimiento si no los recargaran con las muchas horas para estudio del marxismo y actividades del partido... Esto es inevitable. En Rumania me han dicho que quien sale de la universidad ha de ganar más que quien pega ladrillos. No he oído lo mismo ni en Polonia, ni en Checoslovaquia. En todo caso, la perspectiva no es de holgura económica -a menos que se le agregue algún ingrediente político-, pero la pasión del estudio compensa esta oscuridad. Bertrand de Jouvenel, que se movió dentro del mundo científico rumano, vio sorprendentes progresos. En Praga o Bucarest he encontrado profesores que se saben de memoria páginas de García Márquez, conocen a fondo a Alejo Carpentier, Cortázar, Asturias... Traen una tradición que viene desde Rómulo Gallegos y no se apaga en Carlos Fuentes. La historia de las universidades es igual y patética desde tiempos de Copérnico. En Cracovia me enseñaron una vasta sala de clases a donde fueron convocados los profesores para cambiar ideas sobre temas académicos. Cuando todos estuvieron dentro-eran unos cientos cuarenta- cerraron la puerta y les dijeron: "Sigan por acá". Al campo de concentración. Tiempo de los nazis. En Praga, bajando por el Vtlava, vi al fondo uno de los más hermosos puentes de la ingeniería moderna que jamás haya encontrado en parte alguna del mundo. Lo llaman el puente de la inteligencia. Se construyó en los tiempos de Stalin. Al acercarme me hicieron ver que no pasaba por ahí ningún automóvil. Sólo unos cuantos peatones. Me explicaron: hubo un error en los cálculos, y, terminado, se vio que no soportaba el peso de un camión. Se construyó más que todo para que trabajaran ahí, como obreros, los profesores a quienes se quiso castigar por desafecto al régimen... Pasaron esos tiempos, y han venido otros. He preguntado en Praga cómo podré enterarme sobre la literatura checa contemporánea, y me han dicho: En el occidente, en París mismo, están los mejores críticos: trabajan como asesores de las editoriales: tuvieron que abandonar el país después de la purga del 68... Estado - Izquierda, sin Derecha Recorriendo de punta a punta el territorio de Rumania, visitando ciudades y aldeas, no he visto una sola pared en ningún lugar de ninguna parte donde haya un solo letrero. Quien quiera poner letreros en las paredes, que se vaya a París, a Bogotá, a Caracas. Aquí, como en todo el mundo comunista, el muro es una página en blanco, apenas ensuciada por el tiempo y una escasa polución.

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Se entiende que Rumania es un país de izquierda en sentido internacional, suponiendo que los estados capitalistas representen la derecha. Mirada desde fuera es el estado - izquierda. Vista desde dentro, no. Izquierda es una palabra que implica relación con derecha. Internamente, en un estado comunista, la contradicción no puede existir. La derecha o la contraparte está abolida. No he visto en Rumania un periódico de oposición, una duda que se exprese públicamente, una opinión pública que se alce para contradecir la política del gobierno. El gobierno es el partido; la asamblea, la del partido; el presidente de la república, el secretario del partido. El estado es monolítico. El sistema, totalitario: dispone de la totalidad de los medios de expresión. Realizándose trabajos formidables, no quiere decir esto que todo el mundo sea plenamente feliz, y en la necesidad humana de expresar esa infelicidad relativa reside el principio de la contradicción, el alivio que buscan las democracias libres. Si usted quiere leer una opinión contraria al gobierno, tiene que recorrer dos mil kilómetros, y comprar en París un libro de Virgil Gheorghiu -el autor de La Hora Veinticinco-. En vano lo buscará en ninguna librería, ni biblioteca de Rumania. En las asambleas del partido, cada iniciativa es aclamada por una apretada selva de brazos que se alzan mecánicamente. Paradójicamente, esos brazos son todos muertos. Son brazos derechos, y la derecha no existe. Se le han cortado la lengua y la mano. Esto no es invención rumana. En cualquier estado de derecha o de izquierda, totalitario, ocurre lo mismo, así se trate de Cuba o de Chile, de la Italia de Mussolini o la Rusia de Stalin. Rumania, nación balcánica, tomó cuerpo, se hizo estado, a través de una lucha de siglos por ser independiente. Tradicionalmente, ha sido atacada por los turcos, los rusos, los polacos, los húngaros. La lengua, la religión, la voluntad, el heroísmo han sido instrumentos puestos al servicio de su independencia. Hubo un momento en Occidente en que los rumanos fueron la barrera que contuvo a los turcos, y Rumania salvó al Occidente de un imperio de la Media Luna en su interior. Hoy los rumanos, siendo comunistas, han puesto un obstáculo al imperio soviético de Rusia. Eso sí: el estado obra como un partido. No tiene, no admite oposición válida ni a la derecha, ni a la izquierda. Y el culto de la personalidad se impone como en los tiempos de Esteban el Grande. Comunismo a la rumana Al comunismo universal le pasa lo que al cristianismo católico (universal), que acabó siendo una iglesia a la griega, otra a la rusa, otra a la inglesa, otra a la romana... El comunismo a la rumana no tiene sino una relación de principio con el

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comunismo a la cubana, a la rusa, a lo yugoslavo, lo chino o lo albanese. Stalin, para hacer la reforma agraria, les cortó la cabeza a unos tres millones de terratenientes (los kulaks) como lo hubiera hecho Iván el Terrible si de cosas semejantes se tratara. En Rumania, la tierra se nacionalizó, ciertamente, y los antiguos terratenientes dejaron de serlo, pero no hubo cuchillo. Y el tránsito de la idea del rico terrateniente al estado terrateniente se hizo en forma pedagógica. Se pusieron en vigor dos sistemas, uno al lado del otro. Unos latifundios se parcelaron para que hubiera pequeños campesinos propietarios. Otros los administró el Estado. Luego -me informan- se vio que la hacienda enorme administrada como gran empresa industrial doblaba la producción y la hacienda desmenuzada en pequeñas manos producía menos que en los tiempos del patrón y los siervos. En la hacienda grande, el nivel de vida iba en ascenso y había riqueza para repartir. En la desmenuzada se repartían pobreza y fatigas. Los campesinos de las parcelas acabaron por pedir el tratamiento de los otros. Como es natural, la agricultura industrializada se hace con menos gente. Rumania se empeñó en planes ambiciosos de desarrollo industrial para absorber la población sobrante de los campos y llegar al ideal de no dejar a nadie sin empleo. El país venía de tener un ochenta por ciento de población campesina: hoy tiene el cuarenta por ciento. Para un futuro muy próximo se ha fijado el ideal de un veinte por ciento de población campesina. Lo notable del proceso está en que la producción agrícola no ha disminuido en ningún momento y hoy se señala un crecimiento espectacular en relación con lo que había hace treinta años. El proceso de la reforma agraria, visto de esta manera, implica de una parte la formación de un nuevo trabajador del campo, y de otra la educación del sujeto más difícil de educar, después del campesino: el estado. Para que una hacienda en manos del estado produzca lo que no produjo jamás en manos de un hacendado es, teóricamente, fácil. Se trata de aplicar las máquinas, los estudios, los sistemas aconsejados por la estación experimental, por la ciencia, por la técnica. Un particular no tiene cómo saber qué es lo más aconsejable para aprovechar la tierra, ni puede escoger entre mil semillas la mejor, ni comprar para una extensión relativamente pequeña una maquinaria desmesuradamente costosa. El estado puede disponer de todas estas facilidades. Pero obra bajo el peligro de crear una nueva burocracia que no tiene el gusto sensual de meter las manos en la tierra. Que no ha sentido el placer del olor de la majada. Para superar las dificultades que cualquiera puede prever al montar un estado hacendado, industrial, capitalista, el comunismo intenta, en cada país, una

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solución que haga posible tan compleja utopía. En el caso de Rumania hay un ingrediente histórico que da el tono de su república comunista: la independencia. Su historia se reduce a una lucha de cinco siglos por lograrla. Algo ha conseguido. Y la independencia, si esta vez la logra, es un motor ideal que ayuda a sobrepasar muchas dificultades.

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IV MEMORIAS INVOLUNTARIAS Víctor Raúl Haya de la Torre Santa Fe de Bogotá, D. C., 17 de febrero de 1995 Señor Don LUIS ALVA CASTRO Presidente Comisión del Centenario Víctor Raúl Haya de la Torre Perú Muy distinguido Presidente y amigo: Por haber perdido totalmente la vista, y por razones de salud, no me encuentro en condiciones de ir a Lima, como hubiera querido, para estar con ustedes en la celebración del Centenario de Víctor Raúl. Les envío el mensaje que les lleva mi compañero muy distinguido, el doctor Otto Morales Benítez, quien lleva la representación de Colombia, que no puede estar en mejores manos. Él es portador de mi cordial saludo y del afectuoso abrazo que le envía su amigo muy cordial, Germán Arciniegas. A la comisión del centenario del nacimiento de Víctor Raúl Haya de la Torre Cuando en la semana que termina se cerró el incidente que por muchos días nos mantuvo como al borde de un conflicto entre el Perú y el Ecuador por la disputa sobre sus límites en la región amazónica, temí que nos fuera imposible una celebración tranquila del centenario de Víctor Raúl. Llegado a un acuerdo diplomático el conflicto, debemos convenir en que la amenaza fue una campanada oportuna para darnos cuenta de que el destino de nuestra América no está en las armas. Si se hubiera desencadenado la guerra, habría sido para los negocios de armas, el endeudamiento, el luto, la sangre y unos heroísmos que se pueden mostrar mejor en encuentros deportivos que matándose gentes de nuestra misma familia en disputas por pedazos de tierra donde nunca han vivido y que sólo han sido hogares de culebras, arañas, alacranes y peces caníbales. La mera expectativa de riquezas que no han pertenecido a nadie moviliza ambiciones que explota la pasión nacional para crear motivos de lucha fratricida. Detener esta

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guerra ha sido una bendición que queda como llamamiento oportuno a la celebración del centenario de Víctor Raúl. Nuestro destino no está en volver a la civilización de los cuarteles, que no es civilización, porque América se inventó justamente para darle un nuevo giro a la vida por los emigrantes que en 500 años han salido de Europa, hastiados de una historia de guerras, persecuciones, fascismos, nazismos, franquismos, comunismos, que repiten en nuestro siglo lo que fueron las hogueras de la Inquisición, las persecuciones de los católicos contra los hugonotes, de los protestantes contra los católicos, y todos los fanatismos que forman la trama de la vida europea, de la cual se vinieron huyendo españoles, portugueses, franceses, ingleses, alemanes, polacos, rusos, o hasta los escandinavos que se venían escapando al hambre. Porque este continente de donde se saca la papa de las entrañas de la tierra y donde la gruesa espiga de maíz se levanta para dar un pan no tan fino como el que sale de la blanca harina de trigo dorado, detuvo las hambres seculares que diezmaban la población de Europa. Para mí es glorioso recordar a Víctor Raúl, el utópico, el idealista, el feliz, imaginativo creador del Apra, al cumplirse, con su centenario, los 500 años de la invención del Nuevo Mundo, porque son días de reflexión que debemos aprovechar para pensar en lo bueno que es inventar un Nuevo Mundo que sea de paz, de arbitrajes, de organización de estados que se comprendan y se den la mano, en contraposición a los que viven haciéndose la guerra y han llegado hasta provocar guerras mundiales que América ha tenido que ir a apagar con su cuerpo de bomberos. Para celebrar los 500 años, nos invitaban los organizadores de la fiesta a quemar cohetes para recordar el imperio y la conquista. Ahora, al celebrar los cien años del nacimiento de Víctor Raúl, debemos invitar nosotros a los de todas las Américas -así como lo digo: de todas las Américas- a una reconciliación en que se cumpla lo que dijo Juárez: "El respeto al derecho ajeno es la paz". Yo tengo la confianza más profunda en que este cese de fuego en el conflicto entre Perú y Ecuador sea confirmado por el Apra como un irrevocable llamamiento a la solución pacífica de cualquier conflicto que amenace con otra guerra interior nuestra paz. Por todos los caminos posibles, lo que tenemos que buscar nosotros es llegar a acuerdos que permitan a los vecinos ser buenos vecinos y vigorizar, en el entendimiento, la unión que federe nuestra América como la vio José Martí y como la soñaba Víctor Raúl. Fui el amigo personal de Víctor Raúl y tengo la certeza de que, al final de su vida y sus experiencias, ésta era su más íntima convicción.

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Yo pido, por la libertad de nuestros pueblos y por la memoria del hombre que Colombia se honró defendiendo en Lima de la saña con que lo perseguía la reacción peruana de entonces, que debemos honrar su memoria con actos de fe en la civilización de América. Reciban un saludo muy cordial y un abrazo de quien está con ustedes de todo corazón. Germán Arciniegas. El Windsor Una estudiosa alemana, Brigitte Köning, que está escribiendo sobre los cafés literarios, ha venido a entrevistarme sobre lo que fue en Bogotá el Windsor. En ese pequeño trozo de Bogotá, en el corazón de lo que fue para nosotros la ciudad, aparecieron, como borradas entre el humo que hacía casi irrespirable la atmósfera, toda la poesía, el chisme y la crónica en que se ambientaba la política y nacía la nueva poesía de la Colombia de entonces. Fue el Windsor para nosotros lo que el atrio de la Catedral para los que hacían la política en el siglo pasado, paseándose de la esquina de "la botella de oro" la tienda de licores en la calle 10 a la de la Catedral, en la 11. Se sabían los cuentos de la vida diaria y se conocían poemas que irían a cambiar el tono de la literatura colombiana. Mientras en la Calle Real y en la 13 llovía, y siempre estaba lloviendo, en el Windsor oíamos sonetos y sabíamos los enredos del partido liberal. Nos apretujábamos sentados de a seis en las mesitas que eran para cuatro, y hacía prodigios el sirviente que pasaba los vasos del espumante sifón para distribuirlo sin derramarlo. En un tiempo en que todos usábamos sombrero no habría en el Windsor dónde colgar los de la clientela. Ni se necesitaba. Para eso estaban las cabezas. Siendo limitado el espacio, casi no había separación entre las sillas que ocupaban quienes negociaban ganado y trigo de Sogamoso y los poetas que se comunicaban sonetos y baladas. Leo Le Gris, Rendón, Luis Tejada cubrían más espacio con sus chambergos, y boyacenses y cundinamarqueses se contentaban con el espacio de los borsalinos.

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Como la lluvia obligaba a buscar refugio en el café, no era fácil encontrar mesa libre. A medida que avanzaba la tarde, iban saliendo los hacendados y crecía el número de los poetas. Es conmovedor recordar cómo, en medio de esa atmósfera, vinimos a conocer arietas tan delicadas como "Las manos atormentadas / de las dulces prometidas / son dos palomas aladas / son dos palomas heridas"/. O la inolvidable "Esta mujer es una urna / llena de místico perfume / como Anabel, como Ulalume /. Para mi alma taciturna / por el dolor que la consume / esta mujer es una urna / llena de místico perfume". Cuando Gregorio Castañeda Aragón llegó de Santa Marta, nos situamos con él en una mesita del Windsor con vista a la calle. Era tímido y conservó siempre el aire del hombre que llega de un mar que nos era a todos desconocido. León había escrito la Balada del Mar no Visto con toda la nostalgia del marino condenado a vivir en el corazón de la montaña oyendo los relatos de sus abuelos, llegados del Báltico o del Mar del Norte. Castañeda Aragón llegaba de Santa Marta, traía impregnadas sus ropas del yodo y la sal que corren por la brisa. Lo oíamos como se oyen los cuentos de Simbad. Y así como conocimos el mar desde el Windsor, las historias de las montañas de Santander, o los misteriosos relatos de Ipiales y Pasto, traídos al café con un lenguaje en tono menor que le daba el colorido de la frontera ecuatoriana. Yo recuerdo el Windsor no con el estrépito de las alegres comadres inglesas sino con un melancólico regreso a la juventud. La Calle Real fue ensanchándose, perdió su nombre, se llamó la carrera 7ª, la tertulia se llevó al "Automático" y el café irrespirable desapareció. No quedaron sino el humo y la ceniza. Los hombres fueron dejando el sombrero y la cabeza dejó de perder ese empleo que la hacía entonces tan útil para muchos hombres. Todo el primer mamotreto de las tergiversaciones de Leo Le Gris lo conocimos nosotros en el Windsor. Toda la poesía de Castañeda Aragón. Todas las crónicas de Luis Tejada. No había entonces sino El Tiempo y El Espectador. Ni Eduardo Santos ni Luis Cano conocieron el café. Esa era una provincia totalmente nuestra. Se llegaba de Medellín, de Santa Marta, de Pasto, directamente al Windsor. Y en el Windsor se tramaban todas las conspiraciones, los enredos y del Windsor salían los libros y en el Windsor nacían y morían las ilusiones.

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Rendón se quitó la vida en La Gran Vía. Nunca lo hubiera hecho en el Windsor. Del Windsor a La Gran Vía había un siglo y seis cuadras de distancia. León dijo: "Señora muerte que se va llevando / todo lo bueno que en nosotros topa"... Lo del Windsor no se repetirá jamás. Ni tiene nada que ver con los cafés de París o de Viena. Es el café de los hombres solos que no se quitan el sombrero y recitan sonetos, consumiendo tinto o sifón, mientras en la calle rueda el tranvía de mulas, sube el partido liberal y, para no romper la costumbre bogotana, llueve a cántaros y se muere de frío. El Tiempo, jueves 28 de marzo de 1996, p. 5A. El Mar El Windsor, que era en Bogotá nuestro café situado en la calle 13, esquina de la séptima, frente a la puerta de los correos, a las 5 de la tarde estaba en su punto. Los cafés no eran abiertos, entraba uno empujando una puerta de vaivén y se demoraba unos instantes para poder localizar la mesa libre en medio del pesado humo que envolvía la atmósfera. En una mesa de la esquina del norte, contra la carrera séptima, tenía su peña Gregorio Castañeda Aragón, llegado de pocos meses de Santa Marta. Venía con su cuaderno Rincones en el Mar con visiones de la vida marinera que, en ese extremo del Caribe, trae pegada a los acordeones cosas de la vida de Curazao y Jamaica, para nosotros tan exóticas como novelas del Báltico o de Escocia. Gregorio, a diferencia de los otros costeños, hablaba despacio y confidencialmente. Por esa punta, el Windsor nos resultaba como una taberna de Cherburgo o de Ámsterdam. La luz que venía de la Calle Real se nos antojaba que eran reflejos de un faro. Cuando Gregorio salía del Windsor, nos parecía que caminaba como marinero. Estábamos embrujados con su libro y sus historias. En una mesa del centro tenía su peña León de Greiff. Lo acompañaban, habitualmente, Rendón, Luis Tejada, Jaramillo Arango y antioqueños que habían sido del grupo de los Panidas o que pasaban por Bogotá. León respondió a Gregorio con la Balada del Mar no Visto. Él tenía en la memoria los recuerdos de los vikingos con que mecieron la cuna sus progenitores. Las historias de San Brandano. El archipiélago maravilloso en donde hay unas islas pobladas de pájaros blancos, otros en donde trabajaban los genios que manejan constantemente las fraguas en donde se funden campanas fabulosas, otras en donde los árboles nacen en la mañana y al mediodía alcanzan su mayor desarrollo. León oponía al mar real de

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Gregorio uno fantástico con todos sus olores de yodos y de algas. Y así como Gregorio sacaba del bolsillo caracolitos y conchas de nácar y caparazones mínimos de tortuguitas de carey, León precisaba, en el mar que no había visto, ensenadas, llevaba en su imaginación teorías de mares orientales como no los conocía Simbad, ni el más famoso de los navegantes. Yo entraba al café con Carlos Pellicer, otro que no vino a conocer el mar sino ya hacia los 20 de su vida porque había, como nosotros, nacido en las alturas de México y vio el Caribe ya para viajar a Colombia cuando lo deslumbró, y escribió su primer libro Colores en el Mar. Lo traía fresco cuando llegó a Bogotá. Era el relato de su propio deslumbramiento. Los que nos encontrábamos en el Windsor éramos todos unos aprendices que vinimos a conocer el mar después de los 20 años y tuvimos por maestros a Castañeda Aragón, marino viejo, y a Carlos Pellicer, recién iniciado. Cuando yo conocí en Barranquilla el mar, me sentí obligado a ponerle un telegrama a Pellicer: "He visto el mar". Recuerdo que, desde antes de llegar a Puerto Colombia, tuve la sensación de que cambiaba el aire, de que se ensanchaba el cielo, de que todo en torno mío se hacía distinto. Cuando alcancé a divisar el agua azul, la orilla de arena, sentí algo así como lo que Rodrigo Triana debió experimentar cuando creyó ver la tierra. Cuando Otto de Greiff llegó a Buenaventura en las mismas circunstancias y vio por primera vez el Pacífico me puso un telegrama: "Thalassa. Vital Aza". Este último era un escritor humorista español en boga en aquella época. El conocimiento del mar era para nosotros como entrar en una vida nueva. El presidente Suárez llegó a la primera magistratura sin haber conocido el mar. Al año hizo su primera visita a Cartagena, se desnudó, se puso un traje de baño y bajó a la playa. Se metió al mar, y cuando tenía el agua ya hasta las rodillas, llegó la ola, lo golpeó y le llegó la salpicadura casi hasta el cuello. Se salió discretamente, la huella del pie fue quedando en la arena, pero el agua la borró casi en seguida, no quedando para la historia. Con todo, la república entera se conmovió con este primer baño marítimo de su presidente. Muchos otros antes, como el señor Caro, murieron sin haber visto el mar. Las nuevas generaciones que viajan hoy a Barranquilla, Cartagena o Buenaventura, con sólo sacar un pasaje en Avianca, no pueden imaginar la emoción de mi generación y de las anteriores cuando tuvimos ese motor del mar como un estímulo que nos llevó a las cosas más increíbles. Yo todavía recuerdo la impresión que me hizo la primera película en donde vi moverse el mar contra las rocas, rompiéndose salvaje como sólo lo había leído en libros que no alcanzaron a darme la imagen total de ese fenómeno. La película primera de mar que aquí llegó

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fue Las rocas de Kador y su horrible crimen. Gonzalo Mejía movilizó a toda Antioquia y daba la sensación de que si no le caminaban a su proyecto de carretera al mar, Antioquia se separaba con el solo eslogan de carretera al mar. Septiembre Hacia 1920, el peso colombiano era una moneda fuerte. Estudiar en Chile costaba menos que en Colombia. Santiago estaba lleno de estudiantes colombianos. Llegó entonces Pablito de la Cruz a Bogotá, que había hecho en Santiago su carrera de arquitecto. Habría de hacerse famoso con obras como el Instituto Pedagógico de la Avenida de Chile, el Palacio de Justicia de la carrera 6ª con la 11 y Villa Adelaida, la residencia de don Agustín Nieto Caballero. Para nosotros lo sensacional fueron sus relatos de la fiesta del estudiante. La universidad se tomaba a Santiago y todo se volvía un carnaval, desde la capital hasta Valparaíso. Se había reunido en Montevideo, en 1919, el Congreso Internacional que creó la fiesta del estudiante para el 21 de septiembre, primer día de la primavera en el sur. Entonces, por concurso, se adoptó el himno estudiantil, con letra del poeta peruano José Gálvez y música del chileno Soro. Feliz gesto de reconciliación entre los dos países después de la Guerra del Pacífico. No bien oímos el relato de Pablito de la Cruz, cuando empezamos a cantar el himno de Montevideo: Juventud, juventud, torbellino / soplo eterno de eterna ilusión / fulge el sol en el largo camino / que ha nacido la nueva canción /. Sobre el viejo pasado soñemos / y en sus ruinas hagamos jardín /. Y mirando al futuro cantemos / que a lo lejos resuena un clarín. Enloquecíamos de entusiasmo. Decidimos que también en Bogotá hubiera primavera. Se acordó nombrar reina de los estudiantes. Aprendimos a cantar. Se formaron murgas para llevar serenatas a las candidatas al reinado estudiantil. Se creó la Casa del Estudiante. Se proyectó la coronación de la reina en el Teatro de Colón. Las candidatas al reinado se escogían por su posición social. Se vendían los votos en los clubes. Un voto, cinco centavos. El total para la Casa del Estudiante. Candidatas al segundo reinado eran, entre otras, Helena Ospina, hija del presidente Pedro Nel Ospina, y Elvira Zea Hernández, hija del doctor Luis Zea Uribe, hermana de Germán. Le llevamos una serenata a Elvira con una murga de más de cien músicos. Ella vivía a media cuadra del Palacio Presidencial. Como a las 11 de la noche el golpe de estudiantes llegó a la casa de Elvira. Salió al balcón del Palacio Helena Ospina, la candidata rival. Helena era espléndida. Tenía buena provisión de serpentinas que fue tirando sobre los manifestantes y fue el triunfo compartido. Ese año salió

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elegida Elvira y al siguiente, Helena... Vendíamos votos por millares. Entonces, la Logia se había remozado, y los Pradilla, los MacAllister, los Obando Lombana habían llevado muy buena gente a los talleres. Se hizo un baile para Maruja Vega, la candidata al primer reinado. Tuvo su consecuencia. De ahí salió el noviazgo y posterior matrimonio con Carlos Arango Vélez. Vista hoy, aquella fiesta en sus últimas consecuencias, y viendo que de ese matrimonio resultó la esposa del Presidente Misael Pastrana, se ve en lo que paraban las fiestas del estudiante. Septiembre, pues, vino a ser una clave en la revolución universitaria desde México hasta Chile y la Argentina. A Bogotá llegó más tarde, como ministro de Chile, Julio Barrenechea. Había sido presidente de la Federación de Estudiantes en Santiago. Cuando, años más tarde, fui a Santiago y cenamos, llenando la noche de recuerdos bogotanos, ebrios sólo de nostalgia, salimos cantando: Juventud, juventud, torbellino... en memoria de los días en que pusimos el calendario al revés para hacer primavera en Bogotá. Pero en aquellos tiempos, y en esa dichosa edad, esto era tan sencillo como darle una vuelta al reloj de arena. El Tiempo, jueves 31 de agosto de 1995, p. 5A. La Sala Samper La casa de don Chepe Samper ocupaba casi un cuarto de manzana en la esquina de la carrera 5ª y la calle 13. Sobre el costado de la calle, quedaba el solar. Don Chepe ordenó construir una sala de conferencias que consagró a la memoria de don Santiago Samper. Era espléndida, con una capacidad para unas 300 personas, y la primera que en Bogotá se inauguraba para estrenar este aspecto de la vida cultural. La revista Cultura la dirigía Luis López de Mesa. Y su animador inmediato era el menor de los cuatro Santos Montejo periodistas de aquella generación, Gustavo. Los otros tres figuraban, Eduardo en El Tiempo, Hernando en la cátedra, y Enrique en La Linterna de Tunja. Completaban el grupo Jiménez López, Raimundo Rivas, Calixto Torres. Una generación viajada por Europa, que formaría el grupo del centenario. Las conferencias de Cultura se publicaron en la revista de este nombre y fueron el golpe de gracia de la Sala Samper. Hablo de ocho a diez conferencias que tuvieron lugar hacia 1920. Parece increíble hoy que quienes asistieron a ese evento se acuerden de los títulos de sus conferencias, de sus autores y hasta de los textos mismos, como si hubiera ocurrido en estos días. Cuando se habla de la generación del centenario, se

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piensa en la Constituyente de 1910, en la fundación de El Tiempo, en la venida de El Espectador a Bogotá; pero quienes fuimos testigos de cómo surgió ese grupo de escritores que orientó en una forma distinta el pensamiento colombiano podríamos afirmar que todo empezó en la Sala Samper en esas conferencias. Eran leídas. Se equivocan los que piensan, por los títulos, que pudieran ser charlas improvisadas. La mayor parte se publicaron en la revista Cultura, nombre que quedó incorporado desde entonces en las nuevas costumbres de la vida intelectual. El punto de arranque podía estar en la publicación de Ariel de Rodó. Para nosotros era el paso de la generación guerrera de los generales de la guerra civil que aparecían retratados en las cajetillas de cigarrillos de la "Legitimidad", con sus barbas de pelea que les llegaban al pecho y unos bigotes de Napoleón III, sin faltar el quepis, que daba a los cigarrillos un olor a pólvora. Todo eso quedaba como la imagen que ponía en fuga los jóvenes llegados de Europa cuidadosamente afeitados, como salidos de otro planeta. En la Sala Samper oímos a García Ortiz imponiendo una nueva imagen con el carácter del General Santander y a Raimundo Rivas refrescando la figura de Nariño y volviendo a la escena bogotana la dramática lucha de su mujer en los días de su prisión en Bogotá. Don Tomás Rueda Vargas recreó la vida de la Sabana de Bogotá y López de Mesa presentó una nueva teoría de cómo se ha formado la nación colombiana y acostumbró a escrudiñar el pensamiento americano con esa lucidez justificada que enloquecía a los bogotanos cuando reducía a apólogos grecolatinos los problemas nacionales. En la Sala Santiago Samper nació la Asamblea de Estudiantes. Ahí pronunciaron sus primeros discursos Gabriel Turbay, Camacho Carreño, Eliseo Arango, Guillermo Londoño Mejía, Hernando de la Calle, Nicolás Llinás, los muchachos de toda Colombia que habrían de producir lo que llamábamos entonces revoluciones, es decir todo lo contrario de lo que habían sido las del siglo XIX. Grandes agitaciones de ideas, fundaciones de revistas, academias de poesía desobediente, disidencias políticas, escuelas de economía, periódicos y sociedades literarias. Del Salón Samper bajamos los universitarios a la Sala del Conservatorio de Música, foyer del Teatro Colón, al salón de grados de la Escuela del Derecho, al de la Biblioteca Nacional, multiplicando las tribunas y llevando la agitación de Bogotá a los departamentos.

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Lo que no siempre se ve es ese punto de arranque de donde parte la iniciativa. Cuando se convierte el solar de "lengua de vaca", de arboloco y de papayuela en la Sala Samper y pasa a ser lo que era el solar de la casa la sala de conferencias. Se sigue hablando de los lanudos y los orejones de Santa Fe sin registrar cómo van formándose los núcleos que llevan a todo el país la nueva revolución sin barbas y fusiles. El Tiempo, jueves 29 de diciembre de 1994, p. 5A. Mis Exiliados Cubanos Eran mis abuelos. Vivían en una casa moderna pero modesta del barrio de Las Nieves. Don Basilio era un hombre erguido que se la pasaba recorriendo los angostos corredores apoyado en un bastón de puño de marfil. Caminaba de memoria, pues era ciego. Había perdido la vista en el campamento de Canipa, construyendo el camino que debía comunicar a Tunja con el Bajo Magdalena. Era pariente de Cisneros, el autor del ferrocarril que unió a Medellín con Puerto Berrío y construyó en Barranquilla el muelle de Puerto Colombia. Don Basilio, de La Habana, y Luz, de Bayamo, habían llegado a Cayo Hueso (Key West) en La Florida, huyendo los dos al estallar la guerra chiquita. Se vinieron a Colombia, como muchos otros cubanos, donde terminaron sus días. Don Basilio era Angueyra. Luz, Figueredo. No les oí jamás una palabra en inglés. La Florida era un almácigo de cubanos y allí se enteraría Luz, que llegó niña, de poco más de 13 años, de la suerte de su padre, Perucho, de los libertadores de Cuba. Después de haberse tomado a Bayamo, con peones y esclavos liberados de su ingenio, Perucho se empeñó en una lucha imposible por la precipitación que hubo en el grito que dio Céspedes. Perdida la causa, no le quedó más recurso que incendiar a Bayamo y emprender la fuga a la Sierra Maestra. Durante un año, acompañado por un ayudante fiel, erró por los montes burlando la cacería de los perseguidores, hasta que la fiebre tifoidea lo redujo a esperar en una hamaca que llegara el tigre. Le dijo a su ayudante: "Aquí está mi pistola: Usted me mata, pero no deja que quede vivo en poder de los españoles". Cuando llegaron los españoles, el ayudante no tuvo el valor de matar a Perucho. Lo agarraron. Lo llevaron a la cárcel. La víspera de que lo fusilaran, escribió a su mujer una carta que no llena un pliego de papel. No conozco otro documento más valeroso ni conmovedor: "no te echarás a llorar porque tienes una misión que

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cumplir: la de educar a tus hijos y decirles quién fue su padre. Te recomiendo particularmente a Luz que es una niña y a quien debes colocar en tu lugar. Piensa en Dios, piensa en Perucho y piensa en ellas...". Antes de las 6 de la mañana abrieron los carceleros la puerta y ordenaron a Perucho: -Síganos. - ¿Cómo se les ocurre a ustedes que dé un paso? Vean mis pies. Tráiganme una carroza para ir al cadalso. Respondió el carcelero: -Para un traidor como usted, un burro es bastante. -Y le trajeron un burro. Se hizo montar en el burro y tranquilamente se volvió a los carceleros y les dijo: -No es la primera vez que un redentor monta en burro. Así marchó al cadalso Perucho Figueredo. Luz, mi abuela, había querido ser la abanderada que acompañara a Perucho cuando salieron del ingenio para ir a tomarse a Bayamo. Tenía unos 13 años. Perucho pensó que no era de niños esa batalla y puso más bien a Candelaria que era apenas mayor que Luz. Por eso a Candelaria la recuerdan todos los cubanos como la abanderada que figura en las estampas, entrando al lado de Perucho a Bayamo, como se recuerda a Perucho escribiendo sobre la cabeza de la silla la letra del himno que había compuesto para la república y que sigue siendo el Himno Nacional que entonces se sabían por la música todos en Bayamo sin saber que iba a convertirse en lo que es todavía. Perucho lo había compuesto sobre una melodía del Don Juan de Mozart que había oído en París y que se pega al oído sin que sea posible olvidarla. De cómo los cubanos que llegaban a Cayo Hueso transfiguraban estas historias para llevarlas a lo largo de América y convertirlas en la lección de libertad que siguen siendo, es algo que sólo se comprende cuando se recuerda la llegada de José Martí al taller en donde enrollaban las hojas de tabaco las cubanas y en donde él les habló en ese discurso que se hizo inmortal sobre Los Pinos Nuevos. Yo tuve una lección parecida cuando veía a mi abuela preparándole los cigarrillos a don Basilio mi abuelo, como se fumaba entonces. Ella tenía una cajita de carey repleta con miga de tabaco y otra cajita con hojitas de papel. Sacaba una hojita, la ponía sobre las mesas y ponía en ella la cantidad exacta de miga que forma un cigarrillo. Lo extendía, envolvía el cigarrillo y se lo pasaba a mi abuelo. Mi abuelo empezaba a fumar, y el aroma del tabaco que echaba por las narices me llenaba a

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mí de gozo. Tenía él amarillas las canas del bigote ahumado. Hoy soy alérgico al cigarrillo. Pero el de mi abuelo tenía un aroma de leyenda, de maravilla, porque lo acompañaban versos que recitaba mi abuela y que todavía recuerdo:

Tiene Cuba las vegas de Granada y las Pampas hermosas del Perú,

del Bezia los miríficos paisajes del africano el rústico bambú...

Mas Cuba es bella toda: El verde bosque, la dura roca

el frágil caracol. Y su campo y su mar y sus hazañas de que testigo fue su ardiente sol.

El Tiempo, lunes 18 de octubre de 1993, p. 5A. Mi Periódico de Estudiante No era aún bachiller cuando saqué mi primer periódico. El Año Quinto, de que yo era director, editor y el caricaturista. Periódico manuscrito. De los compañeros de clase, sólo uno era poeta: Alejandro Mesa Nichols. Estaba destinado a morir un año más tarde, pero hubiera sido de los buenos de entonces. Alcanzó a publicar un libro. De sus poemas lo poco que quedó fue lo del Año Quinto. Todavía recuerdo:

Roto el blasón sobre la antigua puerta hace pensar en ínclitos hidalgos

y aún inspira terror, aunque desierta, la casilla de hierro de los galgos.

Era el final de la primera guerra. Todos éramos ardientemente francófilos. Alejandro lo decía en sus sonetos del Año Quinto (del poema a Francia):

Eres grande y magnífica. Tus hijos siempre al honor y a la justicia fijos

te defienden cuan nobles espartanos. O en este soneto:

Mientras oscureciendo los confines pasan los gigantescos zepelines

como nubes de bárbara tormenta.

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Al año siguiente (mi último de bachillerato) saqué el primer periódico impreso. Una gaceta de cuatro páginas que casi produce mi expulsión. Lo sensacional es que en esa Voz de la Juventud publiqué poemas inéditos de quienes iban a ser grandes de América. León de Greiff no tenía acceso a los grandes diarios: El Espectador, El Tiempo. Publicaba en Voz de la Juventud. Estaba recién llegado de Medellín. Dejó la villa después de haber producido el mayor escándalo literario del medio siglo, con la revista Panida en que salieron sus primeros poemas. Al llegar a Bogotá, se movía dentro de un círculo cerrado de antioqueños, algunos de ellos panidas, que llegaron a desempeñar trabajos menores en la capital. Yo era amiguísimo de Otto, hermano de León, y publicaba sus poemas en mis revistas. Pero mi relación mayor estaba en que a mi novia la había encontrado en Medellín y era compañera de la de León. Nos casamos por los mismos años, con dos amigas. Yo iba al "Café Windsor" y León sacaba de los bolsillos poemas que publiqué primero en Voz de la Juventud y luego en Universidad. Quien haga la biografía de León encontrará con desconcierto publicados en Voz de la Juventud algunos de los poemas que luego fueron famosos:

Al resonar los carillones vespertinos mi corazón de misterio se embriaga.

Dolores anodinos -cansancio de las rutas, tedio de los caminos-

un trémulo dolor, único, apaga. Carillones del véspero,

carillones del véspero anhelante. Ángelus que optimismos ilusorios arista.

Optimismos que hacían la conquista de mi espíritu vacilante...

Lo de León se explica por andar yo tan cerca de los antioqueños. Lo que es notable es que en ese periódico de estudiantes de bachillerato, aparecieron los "Hai-Kus" de José Juan Tablada y sus poemas ideográficos, puente tendido entre la revolución literaria de la vanguardia europea y lo que a la poesía de Hispanoamérica había traído el mexicano de su temporada en el Japón. Tablada entró a Voz de la Juventud llevado de Carlos Pellicer, como se verá en seguida. No se sintió a su acomodo en Bogotá, como enviado de México ante nuestro gobierno y se estableció en La Esperanza, estación del ferrocarril que va de Bogotá a Girardot. Le escribía a Pellicer en hojas de los árboles que pasaban por sus manos a las mías. Así vine a ser el editor de esos poemas a la oriental que

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recogieron instantáneas de Tablada, cuando subió de Barranquilla al interior en un buque de vapor. Por ejemplo:

El gris caimán sobre la playa idéntica

parece de cristal. Todos en aquella época sabíamos de memoria los poemas del poeta en Nueva York que fueron por entonces la fama de Tablada:

Mujeres que pasáis por la Quinta Avenida tan cerca de mis ojos, tan lejos de mi vida.

Pero donde yo gozaba más como editor, era publicando los poemas de Carlos Pellicer que escribió en Boyacá y Bogotá y forman parte de su primer libro, Colores en el Mar. Nadie podía imaginar entonces las dimensiones continentales que alcanzó la poesía de Pellicer. El mismo, al cambiar su ámbito mexicano por la vida bogotana, encontró un mundo poético que incorporó al comienzo de su función lírica. Entonces los primeros toques de esa proyección poética quedaron registrados en mi periódico de estudiante. A nosotros nos parecía que nadie había tocado las aguas del Lago de Tota con el encanto mágico de Carlos Pellicer:

Si hundiera mis manos en el agua me quedarían azules para siempre...

Hoy el poeta publica su poema en Lecturas Dominicales de 500.000 ejemplares. Voz de la Juventud debió tirar 500 ejemplares y se quedarían 400 sin vender, pero publicar en ese periódico de estudiante trajo buena suerte. Eso sí, nunca le pagué una colaboración a León, ni a Pellicer, ni a Tablada. Y me quebré. El Tiempo, lunes 5 de abril de 1993, p. 5A. Tiempos Duros Los de ahora no pueden imaginar la dureza de los años de mi juventud. Empezando por la ropa interior. Cuando no habían llegado ni los interiores de

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seda, ni de nailon, la ropa blanca de las mujeres era almidonada y planchada, pero la pieza esencial era el corsé. Una faja apretada a la cintura montada sobre unas varillas de barba de ballena. Como este cetáceo ya escaseaba, se cambiaron por varillas metálicas, con pequeños casquetes en las puntas para no herir a las damas. Se bailaba pues, en esa época en que el baile era abrazando a las damas, como llevando en los brazos un canasto lleno de frutas. Digo canasto, para diferenciar de las canastas de mimbre, pues los canastos eran de chusque. Lo de los hombres era más serio. La pieza fundamental de la ropa interior era la camisa. Ropa interior, porque entonces eran de rigor el chaleco y el saco. La camisa tenía unas partes móviles: el cuello, los puños y la pechera. Las partes móviles almidonadas y planchadas eran duras y le daban tiesura al cuerpo masculino. Los juegos de botones se guardaban en estuche. Los del cuello y la pechera, los de los puños. Eran de oro y algunas veces con perlas o piedras de acuerdo con el traje. Todo esto acompañado de lujos que hacían del caballero un sujeto tan enjoyado como la dama. Otra cosa terrible eran los zapatos. Recuerdo siempre como una descripción gráfica lo que me decía el doctor Alejandro López, I.C. Lo sacaban a visitar monumentos el Viernes Santo, que era el día de estrenar. Llegaba adolorido a la casa después de visitar cuatro o cinco iglesias, tiraba los botines lo más lejos posible, abría los dedos que habían estado prisioneros y exclamaba feliz: "¡Viva la libertad!". Porque una de las cosas más duras de entonces era estrenar zapatos. Los cueros eran duros y teníamos que someternos a lo que daba la zapatería nacional... La otra parte que más me impresiona recordar es el sombrero. El de las mujeres, no se diga, porque era tan complicado e ineludible que parecían cariátides vivientes. Pero el de los hombres no era para menos. El más corriente era el que llamaban en Europa de hongo y aquí coco o media calabaza. Se sabía de la mayor edad cuando empezaba en las ceremonias el caballero a usar el sombrero de copa, que llamábamos el cubilete. Pero el coco o media calabaza le daba a la ciudad su categoría, porque desde luego nadie podía salir con la cabeza destapada. Ni hombre, ni mujer. Debemos convenir en que nuestra vida empezó a ser flexible y se ablandó en el vestido al contacto con la civilización norteamericana. Comenzó a hablarse del cuello flojo, empezaron a desaparecer los puños y se acabó la pechera. Personalmente me impresionó siempre la fidelidad de Carlos Lleras, que usó el cuello duro tal vez hasta el final de su vida. A los americanos del norte debemos

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esa flexibilidad que se ha impuesto en la camisa, que ha eliminado el coco sobre la cabeza, y que ha hecho la vida menos dura. Yo recuerdo que cuando tendría unos 20 años empezó a hablarse del cuello flojo casi al mismo tiempo que el sinsombrerismo vino a ser una oleada revolucionaria que modificó la vida nacional. Le sorprenderá a la generación actual enterarse de que por los norteamericanos perdimos ese acartonamiento del corsé, el cuello duro, los puños y las mancornas. Todos guardamos como una reliquia de nuestros padres los juegos de mancornas y botones de la camisa. Al inventor del cierre de cremallera, como al de la raya blanca para el orden de la circulación en las carreteras, se le deberían levantar monumentos, porque cambiaron la dureza y el orden de la vida que nos tocó en la juventud a los que vamos hoy sobre los 90 años. La parte más dura del traje estaba en los uniformes. Los militares, condenados a los uniformes prusianos que traducían las viejas armaduras en trajes de cuero con suplementos metálicos que daban a los soldados y oficiales un aspecto brillante, reproducido en los batallones de plomo de nuestros juegos infantiles. Ese militar que vemos hoy, deportivo, fácil para moverse hasta en la vida civil, está muy lejos de lo que fueron los soldados prusianos que sirvieron de modelo a nuestros ejércitos, inspirados en los prusianos de Chile. No se podía inventar una corporación religiosa o civil sin uniformes duros que obligaran al cuerpo a moverse dentro de ellos como dentro de armaduras. De la república sajona del norte vino ese militar que fue perdiendo la cárcel del uniforme alemán. Siguió el ejemplo de la república protestante nuestra Iglesia, facilitándoles a los clérigos y monjas moverse por la ciudad sin la coraza de los hábitos antiguos. Basta ver un cuadro de las antiguas corporaciones y las procesiones para darse cuenta del martirio que sería vestir con los trajes rituales de las viejas ceremonias. Yo ahora me doy cuenta de cuánta razón tenía el tuerto López cuando, hace 50 años, expresaba en un soneto su amor a los zapatos viejos. El Tiempo, lunes 23 de octubre de 1995, p. 5A. Paso del Tiempo He cumplido 94 años. Es la quinta parte de la edad del Nuevo Mundo. Cuando empecé a leer, era con vela de sebo. La luz, amarillenta, daba a lo que se leía color de cosa vieja, como si fuera apergaminada. Pasé pronto a la esperma que dejaba en el candelero unas lágrimas transparentes. La luz, ya blanquecina. Luego vinieron la lámpara, primero de petróleo, también con luz amarillenta, más tarde de gasolina, con luz como de esperma. El ideal era la luz blanca de las

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lámparas de arco: había unas pocas en lugares muy destacados de la ciudad. Cuando vino la electricidad fue lo mismo. Primero eran los bombillos con luz de filamento de carbón y luz de otoño. La entrada del filamento metálico -en lámparas Osman- fue el inicio de esa evolución constante que ha venido hasta hoy mejorando, llegando a que en nuestros días los interiores y las noches son tan claros como la luz del día. Ya al llegar a este punto, perdí la vista, se hicieron en mí las tinieblas y empecé a ver claro en las cosas esenciales. De esto, hace apenas meses. Lo del movimiento ha sido semejante a lo de la luz. Mi padre era un campesino del Tolima que acabó avecindándose en Bogotá y sus ahorros los fue poniendo en potreros en la Sabana. Así, en mi lejana juventud, yo vivía parte del año en la Sabana, parte en la casa de Bogotá, montando primero en burro y luego a caballo. A veces iba a San Antonio, la pequeña finca en Mosquera, a pie. Veinte kilómetros. Cuando pasábamos temporadas en San Antonio, tomaba el tren en Tres Esquinas para llegar a la Estación de la Sabana y de ahí el tranvía de mulas para ir a la Escuela de Comercio, primero, y luego a la universidad. Del tranvía de mulas se pasó al tranvía eléctrico. Mi padre salía de la casa antes de las 7 de la mañana. Nos desayunábamos al tiempo, él para tomar el tranvía e ir a su tren en la Estación de la Sabana y yo para la escuela. Él se ponía su ruana, su sombrero suaza, tomaba su guayacán y nos despedíamos al salir de casa. Cuando él llegaba por la tarde, dejaba sus arreos de campesino, se acicalaba un poco y salía para el Gun Club, a jugar billar con los Samper, los Díaz, los Sáenz, los Umaña, los Santamaría, los Jimenos, los Gutiérrez... Nos sentábamos a comer temprano y llegaba un criado del Gun con una boleta: "Mando por mi sobretodo y mis zapatones...". La política cambió como el tranvía de mulas y como la luz eléctrica. Fueron reuniéndose en Bogotá gentes venidas de todos los departamentos, cansadas todas de la violencia y de las guerras civiles. La gana de una reconciliación nacional coincidió con el paso del siglo XIX al XX. Mi padre venía de los radicales del Tolima y ya he contado cómo asesinaron al suyo en Natagaima. Cuando yo tuve uso de razón nos acercábamos al año de 1910, en que la unión republicana fue un puente de enlace de liberales y conservadores en busca de un acuerdo patriótico. Fue lo del Centenario. Conservaban los recuerdos de radicales y godos, pero los envolvían como quien pone un algodón entre dos vidrios. En mi casa poco se hablaba de política. Pero recuerdo unas elecciones en que nombraron a mi padre jurado de votación. Vivíamos cerca de los cuarteles de San

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Agustín y le tocó presidir un jurado de votación. Mi padre se pasó la noche leyendo los reglamentos y leyes que establecían las reglas de los jurados. Lo eligieron presidente de la mesa, y puntualmente se abrió la votación. Iban a votar en la mesa los militares. Llegaron los de la tropa en fila y el oficial que la mandaba pasó de primero a votar con su uniforme y armado. Mi padre, respetuosamente, le dijo: "Usted debe dejar el arma afuera, antes de pasar a votar". Era lo que decía el reglamento. El oficial se negó a desarmarse. Mi padre, como era domingo, estaba de cubilete (sombrero de copa). Se quitó el sombrero, lo puso sobre la caja de votación y repitió: "Usted no puede votar mientras no deje el arma antes de entrar al recinto de votación". El oficial en un forcejeo no accedía. Mi padre como una roca le pidió a la guardia que cuidaba el puesto que retirara al oficial mientras no cumpliera la orden de desarmarse. No hubo caso. El oficial tuvo que someterse. Ya se había armado una gritería, pero el escándalo se apagó porque mi padre fue inflexible. Lo único que ocurrió fue que nunca más lo volvieron a escoger para jurado de votación. En las salas de mi casa se mantenía una litografía muy bien enmarcada de Murillo Toro. De resto, mi padre no funcionaba como político, pero me llevó de niño a una escuela anexa de la Universidad Republicana, que era un Instituto Politécnico donde estudiaban los liberales venidos de los departamentos que no iban a la Universidad Nacional, entonces dirigida exclusivamente por personal conservador. La primera conservaba en algunos sectores una ferocidad del siglo XIX y el republicanismo se abría camino en El Tiempo y más tarde en El Espectador de Medellín, que vino a establecerse también en Bogotá. Quedaban algunos restos de ferocidad. En la puerta del Ministerio de Educación estaba la lista de los colegios excomulgados. En primer término, la Universidad Republicana... El Tiempo, jueves 8 de diciembre de 1994, p. 5ª Semana Santa Llegaba la Semana Santa y había unas cortas vacaciones. Se esperaban con la alegría de quien va a estrenar. Eran los tiempos en que los trajes resistían meses y meses, y estrenar, un acontecimiento en la vida privada. Sobre todo, los zapatos. Como eran de confección nacional, y el estreno coincidía con la visita a los monumentos el Jueves Santo, al llegar la noche, después de haber recorrido seis o siete iglesias, quien estaba amansando calzado llegaba a casa, tiraba los zapatos nuevos y sentía un alivio enorme.

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Recuerdo también aquel poema que recitaba en la noche del jueves Gustavito del Castillo, bohemio empedernido, con una tristeza infinita y que empezaba así: "Semana Santa y sin vestido nuevo...". Las procesiones eran espléndidas. Ciudades y pueblos gastaban lo del año para rivalizar en este teatro que iba a ser la vitrina de su fervor religioso. Llegado el viernes, enmudecían en las casas los pianos, en las iglesias las imágenes quedaban cubiertas con telas moradas y sólo se oía doblar el toque de los bronces de campanario en campanario. En Bogotá la Catedral se llenaba hasta no caber un alfiler más para oír el Sermón de las Siete Palabras de Monseñor Carrasquilla. Toda la noche del jueves se había trabajado en el arreglo de la Calle Real y la de Florián para las procesiones. El viernes, la Real quedaba convertida en un tapiz de flores de aserrín que iba desde el pie del atrio de la Catedral hasta San Francisco, quedando cerrada la calle al tranvía de mulas, que ese día llegaba solo a la esquina de la calle 15 con calle de Florián. Era entonces la Real más angosta que ahora. En todo el trayecto se tendían festones que iban de alero en alero sobre los balcones y, colgando de los festones, angostos estandartes que remataban en coronas de laurel a una cierta altura que no impidiera la circulación del cortejo. Los balcones de las casas se vestían tendiendo tapices sobre las barandas y poniendo al pie angostos tapetes para no dejar a la vista de los curiosos que en los andenes irían a ver la procesión, las piernas de las niñas de la casa y de los visitantes. En cada esquina se habían construido altares en que la nota predominante eran las materas con matitas de trigo recién nacido El Santo Sepulcro era un paso bellísimo. El ataúd estaba recubierto con chapas de carey y el baldaquín que lo cubría, sostenido por cuatro varas de plata, con techo de terciopelo y flecos de plata; lo recuerdo todavía como si lo hubiera visto ayer. Era un honor cargar el paso. En Popayán se heredaba de generación en generación el derecho a ser carguero. Los cargueros vestían traje de penitente, encapuchados, con los rostros cubiertos y apenas los agujeros para ver el camino. Custodiaban el Santo Sepulcro el gobernador, los ministros de Estado y otras autoridades. Siguiendo el paso, venían los canónigos con unas colas de varios metros de largo y los monaguillos que las sostenían, con sus trajes morados y sus roquetes de encaje blanco. En seguida los colegios. Lo más espectacular del cortejo que alcancé a ver en mi remotísima juventud era el cuerpo de zapadores creado por el general Reyes. Estos obreros de la civilización llevaban un uniforme vistoso con

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morrales de cuero peludo y por armas picas y garlanchas. Nada de casco militar, sino un morrión también de cuero peludo como correspondía a quienes estaban destinados a trabajar en las carreteras y posiblemente en la selva. Tendría uno que recordar la suerte de los hermanos Reyes a quienes se habrían comido los indios antropófagos en la selva amazónica... Pasada la procesión comenzaba un cierto desorden, porque la gente del pueblo agarraba las coronas de laurel que colgaban de los estandartes para ponérselas en el cuello a las beatas, mientras todos volvían a las casas a consumir el tardío almuerzo de bagre salado que llegaba del Magdalena y cerraba el Viernes Santo, haciéndolo inolvidable. El regreso a la Catedral con la procesión del Resucitado cerraba la Semana Santa, cubriendo a Bogotá con repiques de campanas. Entre el viernes y el sábado, todo era el ruido de las matracas. El paso del bronce a la madera le daba un toque único a la vida bogotana. Dejar los trajes negros y vestir de color era como pasar de la noche al día, del invierno a la primavera, en un cambio repentino de la luz. Había que ver lo provinciano que era Bogotá y el papel que jugaban los campanarios en su vida diaria. Era como pasar del silencio a la risa y la alegría. Cambiaban el clima y la voz de las campanas. El Tiempo, jueves 4 de abril de 1996, p. 5A. El Sapo

Los sapos en las charcas serenatas jocundas

van a decir a las deidades zarcas

en las noches profundas para reír...

Leo Le Gris A las alturas de la vida en que me encuentro, cuando ocurre un desajuste en el organismo o se va a la clínica o se pasa la temporada en casa, la diferencia está en que la tertulia de los visitantes, si es en la clínica, habla de política; si es en la casa, de medicina. Este tropezón que me ha inhabilitado temporalmente y me ha retenido en la cama por la afección de una pierna decidimos pasarlo en casa.

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Colocamos mi pierna en la mesa de conversación, y recordaron mis hermanas que, hace añísimos, tuve una erisipela, en nuestra tierrita de San Antonio en la Sabana. Por acuerdo de campesinos, se convino en que el remedio era de sapo. Cogido el animalito de patas y manos, me sobaron con la barriga el empeine del pie afectado hasta que ésta se le puso roja al sapo. Cumplida la faena, se tiró el sapo a la basura, y a los dos días yo estaba caminando, totalmente curado. Ahora, en la tertulia, estaba un sabio naturalista que tomó la palabra y dijo: "No me sorprende el cuento, porque hay un fenómeno que explica cómo esto puede ocurrir con los batracios y las culebras". Dio algunas explicaciones que deben ser muy exactas y que yo acepto respecto de los sapos y no me seducen pensando en las culebras. Oía la conversación un amigo panadero que tiene finca cerca de Silvania e intervino diciendo: "Yo les traigo mañana el sapo de la finca". Cosa que ocurrió con toda puntualidad. Intervino la enfermera que venía asistiendo al debate: "Don Germán, yo quiero anticiparle con mucha pena que, lo que soy yo, no le paso el sapo". La malicia natural me hizo pensar que la enfermera no rehusaba propiamente por razones profesionales, sino teniendo en cuenta que los sapos toreados tiran leche. Al día siguiente, el panadero trajo de Silvania el sapo en una caja. El portero, más valeroso que la enfermera, en medio de un silencio sepulcral -pues todos se quedaron como en misa para no torear al sapo- empezó su trabajo y fue repasando el empeine como si se tratara de una ceremonia religiosa. Al cabo de un tiempo prudencial, la barriga del sapo estaba sonrosada y yo había prestado mi paciencia como hago siempre con las experiencias médicas. Terminada pues la función, se abandonó al sapo en un lugar despoblado, y a los dos días yo estaba caminando tranquilo y sereno. No sé hasta qué punto pueda contribuir este relato a la entrada de los sapos en la vida académica, pero creo que la cosa viene de siglos atrás. El primer servicio registrado en los libros de ciencia es en la época de Franklin. Todos sabemos cómo deslumbró el americano a los franceses haciendo el experimento del pararrayos con una rana en las afueras de París. Acudieron los reyes, y naturalmente toda la corte y fue con la ranita como pudo mostrar ante los monarcas del reino la primera gran experiencia que ilustró el comienzo de la física moderna en la capital francesa. No es de extrañar, pues, que los sapos traten de hacer valer su posición social, esto desde el comienzo de los tiempos. Nosotros sabemos desde las primeras

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clases de literatura cómo, ya en Grecia, se hablaba de las ranas pidiendo rey. ¿Qué de extraño tiene que venga ahora un sapo a obrar prodigios médicos en un pobre patojo colombiano? El Tiempo, lunes 18 de septiembre de 1995, p. 5A. Mi España Cualquiera imagina hasta dónde puede emocionar esta clase de homenajes póstumos. Sobre todo y particularmente éste, porque muchos pensarán que se trata de una reconciliación, por esa leyenda que se ha hecho alrededor de lo que significa mi vida frente a la cultura hispánica. Y se me pinta un poco como un individuo que se ha especializado en presentar una especie de contrapunto con España, desde la América que se independizó en 1824. Lo fundamental está en que se presenta a la cultura hispánica en una forma que no corresponde a la realidad. Todo el homenaje organizado por la Embajada de España en Colombia puede aparecer como una especie de puente tendido para recibir a un hijo pródigo. No crean ustedes que la cosa es así. Yo creo que una de las funciones de la nueva generación está en repasar la idea que se tiene de la cultura hispánica. Cuando fui la primera vez a España, tuve una sensación extraña y me sorprendió encontrar en una misma cuadra una catedral, una mezquita y una sinagoga, que eran el testimonio de cómo en España, mejor que en ninguna otra parte de Europa, había ocurrido durante un largo período histórico un caso de convivencia fraternal entre naciones que habían tenido una historia hostil entre ellas. Basta ver que el mapa de España lo formaban unos califatos que iban desde cerca del Mar Cantábrico hasta el Mediterráneo. Duraron siete siglos en mover la frontera para hacer la reconquista española, hasta que corrieron a los moros y los sacaron, los acorralaron en Granada. No es que se hubiera presentado una guerra de siete siglos, posible en Europa, porque en Europa se daban guerras de cien años, de treinta años. Eso no ha ocurrido jamás en América. Y naturalmente no fueron siete siglos continuos de pelea. Eran siete siglos de frontera, de un lado estaban las moriscas, que son lindas, tienen un aspecto encantador. Bastaba que se empinaran los mozos, de dieciocho y veinte años, para que las vieran y se establecía una relación humana, amorosa, con todas sus consecuencias. De manera que son siete siglos de consecuencias, de rozamiento, de acercamiento humano que lo mismo aparece en el arte, en todo lo que concierne a lo que se llama la cultura hispánica.

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Lo árabe y lo judío Quiten ustedes la contribución árabe a la cultura hispánica y se quedan las casas sin alero, se quedan las salas sin alfombra, se quedan los jardines sin aljibes. Eso cambia totalmente. Uno llega a Granada, llega a Córdoba, llega a Cádiz y lo que ve en todas partes es, por ejemplo, el agua libre. Se salta de la Roma pagana que construyó el acueducto de Segovia, aquellos acueductos monumentales, de arquerías fabulosas, a las albercas de los moros. Porque cristianamente el agua es muy pecaminosa. Eso de meter el cuerpo desnudo en el agua -¡Dios mío!- es muy peligroso. En cambio, el árabe pone a saltar el agua. Son esos jardines del Generalife, es esa manera maravillosa de que el agua se mueva, de que la goce la gente, de que la toque, de que toque el cuerpo, todo eso que ocurre como una especie de contribución a la cultura hispánica. Mira uno el techo de las iglesias y encuentra esos artesonados que son obra de esa carpintería geométrica en donde está la mano de obra de los árabes. Quiten ustedes la contribución de los judíos, y se queda España sin medicina, se queda sin remedios, se queda la casa real sin quién le lleve las cuentas. Los cristianos eran una cosa maravillosa, pero no sabían sumar, no sabían multiplicar, no sabían restar... no sabían aritmética. Eso lo manejaban los rabinos. Echan a los judíos, y tenían que seguir trabajando con los conversos. La ciencia era algo que estaba en manos de los judíos y llegó un momento en que España tenía un control de las ciencias realmente sorprendente. El día en que van a buscar la ciencia griega, tienen que ir a las bibliotecas de los rabinos. Lo reaccionario De modo que esa supuesta cultura hispánica reaccionaria, de parrilla para asar herejes, de vela verde y San Benito, era una manifestación de grupos reaccionarios, pero no era la cultura hispánica. Yo, como todos los de mi generación, como todos los hispanoamericanos, aprendí a leer en libros españoles. Y no nos formamos ninguna idea de tipo reaccionario que nos animara a quemar enemigos o a echarlos fuera del país o a no recibirlos. De modo que la idea de que la cultura hispánica tenía que ser de San Benito y vela verde no corresponde a la realidad hispánica. No quiere decir que la cultura hispánica sea cerrando puertas, puede ser abriendo ventanas. Yo, de estudiante, dejaba de comer, sobre todo las golosinas -lo que le daban a uno en la casa para entretenimiento y para recreación-, lo gastaba en comprar libros de la Revista de Occidente. Y la Revista de Occidente tenía la Biblioteca

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Universal, que era unos tomitos pequeñitos, la verdadera biblioteca de bolsillo, en donde estaban agrupados la literatura rusa, la literatura escandinava, la literatura italiana, todos los libros que desaconsejaba el padre Ruano, los libros prohibidos que uno no debía leer, eso no era cultura hispánica. Era realmente la anticultura hispánica escrita en español. El falseamiento De modo que cuando a uno le dicen que está en contra de la cultura hispánica porque no es fanático y reaccionario, lo que están es falseando a la cultura hispánica. Y yo creo que una de las misiones de esta generación consiste en desarraigar esa idea de que la cultura hispánica es reaccionaria. Así pensamos todos los de mi generación. Lago Carballo ha hecho aquí una cita muy buena de los que orientaban a los universitarios en mi tiempo, Pedro Henríquez Ureña, Mariano Picón Salas, Vasconcelos, una serie de maestros que nos abrían los ojos para ir formando una especie de conciencia latinoamericana, cordial y generosa. Yo no he entendido a España sino como la entiende el embajador Angulo Barturen, quien ha promovido esta reunión: una España abierta, una España que no cierra puertas, sino que abre ventanas. ¿Con qué objeto se quitó del estrecho de Gibraltar el letrero que decía non plus ultra para que no pudieran seguir al mar tenebroso? Pues para ensanchar los límites de la cultura hispánica; es que a uno no lo admiten en la cultura hispánica, sino que ella avanza. Es que la cultura hispánica deja de estar encerrada como querían los europeos, que decían "el Africa comienza en los Pirineos" y lo que hacían era que acorralaban a España y llevaban a Europa hasta los Pirineos y de los Pirineos para abajo era el Africa. Pues no, ni Africa empezaba en los Pirineos, ni terminaba en el estrecho de Gibraltar. No, en realidad el viaje de Colón lo que hizo fue abrir las puertas para que avanzara y se derramara la cultura hispánica, de manera que nosotros lo que hacemos es contribuir hasta donde podemos en ese avance. No presumo de ser un maestro, por eso le agradezco infinitamente a Conrado Zuluaga la pintura que ha hecho de la obra mía. Cualquiera dice "pues, éste es un genio". No se preocupen, no doy para tanto. Lo que trato de ver es hasta qué punto somos capaces de corresponder a la esperanza que pusieron los emigrantes que se vinieron de Europa, porque Europa les quedaba estrecha. Eso sí, Europa en 1500 empezó ya a ser definitivamente insoportable para los que se estaban muriendo de hambre o estaban sufriendo el fanatismo que disminuía la capacidad vivible del continente, el Viejo Continente.

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El testigo Eso lo estaban viendo desde la época de Platón, cuando él inventó la Atlántida, era porque en Atenas ya no se podía vivir. Tan mal le iba a Platón, que estuvo como esclavo del tirano de Siracusa, en Sicilia. Para liberar a los cristianos que caían cautivos de los moros, hubo muchas batallas. Los liberados se embarcaban con Colón para venir a fundar un nuevo mundo. Pero cuando se funda una nueva Granada, una nueva España, una nueva Andalucía, se funda no para ser la misma Granada o la misma España o la misma Castilla, sino algo nuevo, más abierto. Estamos hoy, al cabo de quinientos años. Y quinientos años no son una bicoca. Pues no. Yo voy a vivir cien años: es la quinta parte. Es decir, soy un testigo de la quinta parte de la vida del nuevo mundo. De manera que el valor de mi obra es únicamente ése: que me ha tocado ver más. No tengo capacidad excepcional ni inteligencia extraordinaria. No, no. Veo simplemente lo que alcanza a distinguir un tipo que ha vivido el tiempo suficiente para darse cuenta de cómo llegó un español como Balboa, que venía de estar durmiendo posiblemente en el suelo, en un cuero, en España; y tuvo que entrar como paje, es decir un matón al servicio de un señor. Y llega a Santo Domingo de puro desgraciado; se mete de contrabando en la expedición de Enciso, se esconde en un barril con el perro. ¡Lo más incómodo! Y cuando está lejos de la orilla, sale con el perro y eso les cae divinamente a los otros tripulantes, la trampa que había hecho Balboa. Cuando arriban a la costa, Santa María de Antigua, era ya el héroe. Empieza el perro a hacerse amigo de los indios y entonces los perros tienen ya una nueva posición en el mapa humano. Los valores populares empiezan a formar parte de la nueva cultura americana y la cultura hispánica comienza a derramarse en el continente americano y naturalmente a crecer. La nueva cultura Nosotros somos parte de esa nueva cultura: somos los que vienen a llenar los huecos que quedaron cuando echaron a los árabes y a los judíos. A los siete colores de España se suman los siete colores de América; y del surtido de colores de esa paleta, va resultando una cultura hispánica de mucha más riqueza, de mucho más colorido, en que nosotros somos también autores y actores. Yo, como estudiante, contribuyo a ello. No sé de los cuadernos que he escrito, de los libros que he publicado, no sé qué quede. Quedarán dos o tres páginas de las

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que ha leído Lago Carballo, las que conoce Conrado Zuluaga y las que han reunido Conrado y Cobo Borda. Le agradezco definitivamente a la Fundación Santillana de Bogotá que me celebre este acto, aunque ha podido esperar al año 2001, que es cuando se cumplen los quinientos años de América, porque eso sí me hubiera gustado. Estoy tratando de no morirme todavía. Y aunque asista a los homenajes póstumos como éste, me gustaría mucho estar presente en un homenaje parecido en el año 2001. Bueno sí, yo espero pues que, con Belisario Betancur y con todos ustedes... Ustedes tienen muchas más posibilidades de estar vivos para entonces. Yo, si de mí depende, con seguridad estaré. Y en ese caso, los espero. ¡Vamos a ver si somos capaces de llegar! Ojalá tengamos el mismo embajador, porque este embajador sí es capaz de volver a hacer esta reunión. Y naturalmente yo soy muy capaz, aunque no los vea, de asistir. Y, con un vaso de naranjada, capaz de celebrar y darles las gracias, como lo hago ahora. Muchas gracias. El Tiempo, "Lecturas Dominicales", julio 2 de 1995, pp. 2-3. América Ladina Podría pensarse que es un chiste el título de América Ladina dado a mi libro que acaba de lanzar en Bogotá el Fondo de Cultura Económica. No es así. Cuando yo digo América Ladina, respondo sí a un chiste del New York Times, que se ha incorporado ya como un hecho histórico en la prensa de Estados Unidos y que viene aceptándose por todos nosotros. En Nueva York, el gran diario resolvió que cada noticia desagradable salida de Queens, Manhattan o Brooklyn, proveniente de las barriadas hispánicas, fuera de gente latina. Para efectos periodísticos, decir latinoamericano es una expresión muy larga. Desde entonces viene extendiéndose la costumbre de quedar clasificados nosotros como latinos. Latino quiere decir lo mismo uno de Chihuahua que de Chichicastenango en Guatemala. Latinos son los del Caribe, latinos los del Perú. De esta simplificación periodística resulta que, en las balsas de enea del Lago de Titicaca, que atraviesan el lago con velas de juncos, esas velas son latinas. Los indios de Asunción que llegan a Brooklyn van a figurar en la crónica con los del Putumayo, como si vinieran de la tierra de los Césares. Para ser justos, debemos decir que la enseñanza del latín en nuestras escuelas casi desapareció al

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comenzar la República. Yo no recuerdo sino esta frase recogida por Martiñón en sus recuerdos universitarios. "Mortus est qui non resollat... Vivus est qui pataleat". Pero ya, declinar insulae, lo hace mejor un estudiante de Harvard que uno de Los Andes en Bogotá. Cuando se traslada lo latino a la realidad americana del sur, surgen unas escuelas que no nos convencen. Nosotros tenemos la prueba hasta en el Himno Nacional. Ahora que se recuerda el centenario de Núñez, me viene a la memoria aquella escena del himno en que las viudas vírgenes se tiraban las mechas para colgarlas de un árbol. Esta estrofa, que se ha puesto a un lado piadosamente, corresponde a lo latino de que habla el diario de Nueva York. De esta suerte, la América Ladina que yo he tratado de explorar, la de la melancolía de nuestro Armando Solano, no está inspirada en el aguafuerte de Alberto Durero, sino en el sol de los venados de la Sabana bogotana. Juan Gustavo Cobo, que ha realizado la recopilación de este libro, como de tantos otros míos, me ha hecho feliz en la escogencia de los textos esta vez. Porque siempre me ha tentado excursionar esa zona en donde nos movemos con astucia y con malicia para defender la herencia de lo que vale de un pasado que, como opone sus resistencias, tiene muchas cosas buenas. La América, como latina, lo que heredó fue el recuerdo de las grandezas imperiales, y hasta el derecho romano está lleno de esos signos de grandeza que nos hicieron tanto daño. Por la parte ladina, se conservaban de España las canciones que formaron las bellezas del cancionero. Yo he recordado la experiencia de Carlos García Prada, que, enseñando una vez en la Universidad de Portland, al salir de la clase oyó a una niña que cantaba viejas canciones españolas. Se le acercó y le preguntó de dónde las había sacado, y ella: "eso lo cantamos en mi casa de toda la vida", Carlos se hizo invitar y encontró unas docenas de canciones que hoy están recogidas en el cancionero español. Se trataba de una familia de judíos que las guardaban, lo mismo que otros tesoros, como la llave de la casa de Sevilla. El caso se repite en los indios de Chichacastenango que, al salir de la misa, se van con los sahumerios a perfumar los santuarios de sus dioses tutelares. Son estos caminos secretos, que yo llamaría caminos ladinos, los que he tratado de explorar para valorar las intimidades de la América Ladina.

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En la familia de las pasionarias están las curubas indias y las curubas de Castilla. Las indias son apretaditas y verdes. Para comerlas se chupan y a sorbos, se traga el almíbar. Las de Castilla son gordas. La cáscara es blanda y se abre con una gran facilidad. Se desgranan las semillas con generosa blandura. El comerlas es una fiesta, como colarlas para hacer sorbete en una licuadora. Los indios con humildad dicen: "éstas sí son de Castilla". Y Castilla se las apropia. El Tiempo, 3 de octubre de 1994, p. 5A. Noche en Palacio El presidente Ernesto Samper reunió en Palacio a un centenar de embajadores, ministros, altos funcionarios y sobre todo amigos para hablarles de perros y gatos y entregarles un libro en que Juan Gustavo Cobo Borda, su asesor cultural, ha recogido notas mías sobre estos y otros animales, entregando la obra como tarjeta de Navidad, con su señora, en una noche para mí inolvidable. Este gesto franciscano en un presidente resulta muy de acuerdo con la carga pedagógica del apellido Samper. Esta rara familia introdujo en Bogotá elementos de progreso como la luz eléctrica y el cemento. O los laboratorios de investigación científica. Pero tenía una vocación pedagógica que habría que recordar en tiempos de Navidad. Cuando en el breve discurso de presentación del libro de los gatos y los perros, el Presidente decía que quería dejar un mensaje a los colombianos para que miraran con cariño a la naturaleza que nos rodea, como él mira a sus perros, yo recordaba que algo de eso lo aprendí de don Chepe Samper. Todos recuerdan como fundador del Gimnasio Moderno a don Agustín Nieto Caballero, pero se ha olvidado que quien lo empujó a hacer la fundación del gimnasio fue don Chepe Samper. Todavía recuerdo cómo, antes del Gimnasio, inició en el Chicó lo que iba a ser el Gimnasio mismo. Yo era un niño y mi padre me llevó a esta inauguración. Se me grabó semejante novedad en la educación, que luego vino a convertirse en lo que fue, ya en firme, el Gimnasio Moderno. Lo mismo pasó con los boy scouts. Se recuerda siempre a Miguel Jiménez López y al mismo don Agustín Nieto introduciendo aquí a los exploradores de Baden Powell. Pero yo vestí el uniforme, como Daniel Samper Ortega, llamados por don Chepe Samper e hicimos nuestras primeras excursiones y montamos nuestro

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primer campamento en Santa Ana de Usaquén, que don Tomás Rueda Vargas tomó promovido por don Chepe Samper. De esas iniciativas quedaban semillas tan bien sembradas, que es imposible olvidarlas para quienes estrenamos estas cosas. Cuando leo los decretos y discursos del nuevo Presidente de Colombia, y sus constantes alusiones a la vida rural, o ese canto en dos palabras, para pedirles a los colombianos amor a la naturaleza en su discurso sobre los perros y los gatos de la noche de Palacio, pensé que, si estas cosas se profundizan en los cuatro años de su gobierno, su recuerdo se hará perdurable y algo nuevo podrá ocurrir para contener esta ola de odio y violencia que vienen desatando diabólicos espíritus de Colombia y de fuera, empeñados en contener el progreso nacional. Todos debemos celebrar cuanto venga del alto gobierno encaminado a reconciliar al hombre con la naturaleza. Colombia es copropietaria del más grande tesoro que tiene el planeta en la hoya del Amazonas, y es monstruoso que lo que salga de ahí sea el producto de la más grande fábrica de cocaína en el mundo. Este solo aspecto del desafío que la naturaleza le hace al hombre americano compromete a Colombia posiblemente más que a ningún otro país en la lucha más desigual que pueda imaginarse. La sola consideración de la desigualdad de las fuerzas sociales que están en juego en este caso explica la imposibilidad de soluciones que puedan darse con sólo los recursos de la nación. Se necesita la solidaridad internacional, y posiblemente, un cambio radical en el mismo orden jurídico, para hacerle frente a la mafia que se mueve utilizando hoy todos los recursos de la banca, la aviación, la ciencia y la tecnología para montar la red de contrabando mejor organizada de todos los tiempos. Cuando el presidente Samper coloca al hombre colombiano frente a la naturaleza, enfoca el problema más serio no sólo para Colombia sino para sus relaciones internacionales. Si en el mismo paisaje unos ven el infierno verde y otros aquellas verdes mansiones en donde Hudson situó poéticamente el escenario de Rima, basta cambiar el horizonte mental para buscarle un destino opuesto a los mismos elementos de la naturaleza. Al Amazonas unos van a buscar peces de colores y otros a montar laboratorios de veneno. Del discurso del Presidente no queda un texto, sino una lección. Él vuelve sobre el más profundo significado de su mandato: ser el primer magistrado. Lo que da hablando de los perros y los gatos es una enseñanza que viene de un fondo

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familiar que es extiende por todo el pasado de la república en que los Samper llenan una función pedagógica que parece prolongarse en el actual Presidente. El Tiempo, 26 de diciembre de 1994, p. 5A. El Estudiante de la Mesa Redonda Un domingo en Londres habíamos bajado a la casa del cónsul Alejandro López, I.C., y nos preparábamos a salir de paseo como muchas veces lo hacíamos. Las visitas a Windsor, a Hampton Court, a Cambridge, a Greenwich, a un centenar de pequeños lugares, de lagos, tabernas, castillos, que evocan cuanto conocemos de leyendas, historias o estancias poéticas, es un descanso que recompensa todo el trabajo de la semana. Ya estábamos para salir, cuando bajó tembloroso y asustado, el cocinero chino que trabajaba en la casa del cónsul. Un susto en la cara de un chino es dos veces susto. En este caso, algo mucho más de las dos veces. El cónsul y Lucía, su mujer, adivinaron. Casi no dejaron que hablara el chino. El cónsul alcanzó a decir: "Ga..." ¿Y el chino? Gabriel... como un resorte se levantaron y lo siguieron. Desde antes de llegar, ya el fuerte olor del gas llenaba el corredor. El chino se había adelantado a cerrar la llavecilla del gas abierta Dios sabe cuánto tiempo hacía. Gabriel, tendido en el suelo y con la boca pegada al tubo de escape, estaba ya con el cuerpo endurecido. Se abrieron las ventanas y la puerta para dar lugar a que se ventilara la pieza. El olor del veneno era insoportable. Sobre una mesa vecina al aparato del gas, Gabriel había dejado un cuaderno donde escribió un largo poema, imposible de reproducir. Era una porquería. Como si hubiera vivido su último día nadando en una cloaca. El cónsul en realidad esperaba este desenlace. Que se demoró porque, a última hora, Gabriel, a quien se le habían acabado todos los intereses en la vida, descubrió una cosa nueva que despertó su curiosidad y le abrió un horizonte inesperado. Él no tenía ninguna noticia de Beethoven. Y lo descubrió. Compró toda la música de Beethoven, cosa de diez discos. Las sinfonías y los conciertos. Y se encerró a escucharlos hasta el último compás. Cuando los terminó íntegramente, se le terminó Beethoven. Ahí sí se le acabó la vida. Y acabado Beethoven, se mató. Ya lo sabía todo. Alejandro López resolvía todos los problemas de su vida en una forma, y que Dios me perdone, parecida. Para él la cuestión era trabajar. Ya había ido a Londres como secretario. Después me hicieron vicecónsul. Y el doctor López lo único que

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deploraba del día domingo era que lo obligaran a cerrar el consulado. Llegaba a la oficina, y cuando se terminaba la rutina de firmar facturas y expedir pasaportes y controlar los consulados de toda Europa, que era lo que correspondía al consulado central de Londres, tomaba el suplemento financiero del Times y, al ver un artículo largo, lo estudiaba y hacía un resumen de cuatro o cinco páginas para mandarlo como ensayo al Ministerio de Bogotá. En esa forma se mantenía el prestigio de aquel hombre estudioso que dominaba las cuestiones económicas desde la capital financiera del mundo. Mi papel como vicecónsul era muy secundario. Tenía un jefe ejecutivo infatigable que se amparaba detrás de la pantalla del Financial Times. Y entonces busqué una compensación intelectual, pensando en un antiguo proyecto que había propuesto a los que escribían en Bogotá. Escribir el relato de lo que había sido el papel de los estudiantes en las revueltas del mundo, preparando las revoluciones a partir de la Sorbona de París por allá en el siglo XVIII. Este es el origen del Estudiante de la Mesa Redonda. El descanso de un secretario en las jornadas del trabajo esclavo en la secretaría de un consulado. Alejandro López tenía un olfato natural para ver dónde estaba la trampa que hacían los cónsules en Europa. Había una cantidad que tenía montado su propio negocio, vendiendo facturas consulares al precio que se les antojaba y estableciendo con sus tarifas negocio, como si fuera una prebenda ganada por servicios políticos en Colombia. El cónsul, certero, trataba de reducirlos al orden y se le insubordinaban, como si cada consulado fuera de la propiedad de quien lo organizaba como su mismo negocio. Ahí sí no había teoría científica ni cuestión universitaria de por medio, y Alejandro López era el terror, un poco solitario, porque no siempre Bogotá le prestaba su ayuda. Fue ahí donde se animó el trabajo consular y la rutina dejó de serlo. Que si así fuera todo, ni yo escribo el Estudiante, ni habría llegado a ser escritor. El Tiempo, jueves 21 de septiembre de 1995, p. 5A. Itinerario de la Emoción Colombiana Nueva York, 10 de mayo. A las seis de la mañana repica el teléfono. Es un amigo que me llama de Miami para decirme: "Acabamos de hablar con Bogotá. Cayó Rojas Pinilla. ¡Viva Colombia libre!". A las ocho de la noche mi departamento está atestado. Estudiantes de Colombia, amigos de Cuba y Venezuela, el grupo de los argentinos. A medianoche,

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cantábamos el himno colombiano. A un mexicano se le hacía un nudo de pena en la garganta: "Me avergüenza -dijo- no saber cantar el himno de Colombia". En la mañana le dirigí un telegrama a Eduardo Santos, a París, con el primer verso del himno colombiano: "¡Oh gloria inmarcesible!". Media hora más tarde recibía su respuesta, con el segundo verso de la misma canción: "¡Oh júbilo inmortal!". 13 de mayo. Las primeras cartas de Colombia. Me escribe mi hermana: "A las cinco de la mañana comenzaron las llamadas por teléfono. Los niños saltaron de la cama, se vistieron de carrera y fueron a despertar a los vecinos, pero ya todo el mundo estaba en pie. Salimos en el automóvil y nos metimos en el río humano. A la seis de la mañana ya era una fiesta universal, un carnaval. Todos los automóviles en la calle haciendo con las bocinas un ruido glorioso infernal. A mediodía la manifestación iba desde la avenida de Chile (calle 72) hasta la Plaza de Bolívar (calle 10), llenando completamente en todo el trayecto dos avenidas. Jamás hemos visto nada semejante". Buenos Aires, 23 de mayo. He llegado y los amigos me cuentan cómo la caída del dictador colombiano se convirtió en una fiesta argentina. En Buenos Aires hay mil estudiantes de Colombia que se echaron a la calle. Se les juntaron los compañeros argentinos, venezolanos, peruanos, chilenos. Al pie de la Pirámide de Mayo levantaron tribuna. Esa noche se iluminó y embanderó el Palacio del Ayuntamiento. Las embajadas de Colombia y Venezuela pidieron protección a la policía. Los estudiantes se limitaron a desfilar cantando los himnos de sus patrias. En La Plata se declaró día de fiesta en la Universidad y en las escuelas. 26 de mayo. Ha venido a verme un mecánico argentino, del Rosario, que estuvo en Colombia hace dos años, y dejó una amiga en Bogotá. Ella le viene informando de todo en una serie de cartas que bastarían para hacer la crónica de los sucesos vista por una persona común. El mecánico me deja dos de esas cartas. Estas líneas pertenecen a una del 9 de mayo: "Como el padre Velásquez iba a pronunciar su sermón en la Porciúncula fuimos allá, a la misa de once. La iglesia estaba atestada, y lo mismo la calle. Había varios miles de estudiantes que se dieron cita. Cuando el padre dijo: '¡Maldito sea el tirano que hace infeliz a Colombia! ¡Malditos los que con la injusticia esclavizan a nuestro pueblo!', todo el mundo agitó al aire los pañuelos. Luego vino el momento de la elevación y en coro hubo diez mil voces que entonaron el himno de Colombia. La policía arrojó

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entonces, dentro del templo, bombas de gases lacrimógenos. La gente tuvo que salir en fuga, atacada por estos gases que producían un efecto terrible en los ojos y en la garganta. Creció la confusión porque con mangueras de apagar incendio echaba la policía chorros de agua teñida con anilina roja. Cuando salí, vi a los estudiantes haciendo barricadas con los automóviles para entorpecer la marcha de los policías. Se trababan verdaderos combates en que los muchachos sólo disponían de sus puños y de sus piernas para correr y los otros los perseguían con sus bolillos. Vi caer a un muchacho sobre quien se fueron los policías para reventarlo a patadas. Un grupo de compañeros corrió a salvarlo, y más muerto que vivo lo sacaron bajo una lluvia de bastonazos...". La resistencia civil Para justificar su dictadura, como jefe de las fuerzas armadas, Rojas Pinilla había dicho: "Si permito el libre juego de los partidos políticos, Colombia volverá a la guerra civil." Era una invención. Cuarenta años vivió Colombia con plena libertad y en esos cuarenta años hubo menos muertos que en un mes del "orden" de la dictadura. Pero había que quitarles hasta la apariencia de la verosimilitud a las palabras del déspota. El líder del liberalismo, Alberto Lleras, salió un día para España, se entrevistó con el jefe de los conservadores, Laureano Gómez, que estaba desterrado en España, y firmaron un pacto de unión nacional, comprometiéndose a deponer toda querella para lanzar un candidato único a la presidencia. Regresó Lleras con el pacto, lo apoyó todo el país y se acordó la candidatura del conservador Guillermo León Valencia. Todo gesto del apoyo a Valencia se declaró subversivo por el Gobierno. Se fijó el alcance del material clandestino, único en que podían los partidos hacer circular sus informaciones. Tres años de prisión y diez mil pesos de multa eran el castigo para quien hiciera circular las hojas mimeografiadas. El decreto vio la luz en los diarios en la mañana, y al mediodía las señoras de Bogotá repartían en el centro de la ciudad las hojas prohibidas, a vista y presencia de la policía. A unas cuantas, entre ellas a la señora de Alberto Lleras, se las llevó a la cárcel. Era demasiado, y el dictador ordenó en seguida su libertad. La señora de Lleras se negó a salir. "No salgo -dijo- hasta que ustedes no me den explicaciones de por qué me han detenido y venga mi marido a sacarme de acá". La policía quedaba desarmada y humillada. Guillermo León Valencia fue a Popayán -su propia casa- y como el Gobierno no permitiera la reunión de sus partidarios que querían proclamarlo, lo hicieron en el palacio del Arzobispo. Luego, el candidato fue a Cali, y allí su casa se vio cercada de tropas -tanques, artillería, infantería-, se le notificó orden de no seguir a Bogotá

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y regresar a Popayán: "Regreso a Popayán -les dijo- muerto o amarrado: ahora mi camino es Bogotá". Lo único que tenía en su bolsillo era una pistola con seis cartuchos. "Estos seis cartuchos bastan para un caso de honor", dijo Valencia. El Arzobispo le ofreció asilo en el palacio. Aprovechó su automóvil Valencia para pasar por en medio de las tropas e ir a decirle: "Mil gracias, Su Ilustrísima: no acepto su asilo y vuelvo a mi casa, pero le ruego recibir mi confesión como fiel católico". Valencia se confesó, recibió la comunión y volvió a su casa. Dos sacerdotes lo acompañaron. Cali parecía un campamento en vísperas de una batalla. La batalla a un gobierno armado por los Estados Unidos, representado en esa ciudad por el oficial que había capitaneado las tropas colombianas en Corea, contra un solo hombre. ¿Contra un solo hombre? No. Contra todo hombre civil. Los estudiantes se echaron a la calle. De Cali corrió la voz a toda Colombia. No quedó mozo en ninguna escuela. Se cerró el comercio. En todo el país se cegaron las vitrinas de las tiendas clavándoles tablas. Se convino desde Bogotá en cerrar los bancos. Ya nadie pudo en todo el país retirar de su cuenta un centavo. Amenazó el Gobierno con que reclutaría para el ejército a los empleados bancarios y abriría con la tropa y el pueblo las oficinas. No aparecieron los empleados y cuando militarmente se ocupó el Banco de Bogotá no se pudieron abrir las arcas triclaves. Se paralizó la industria. Ni una fábrica, ni un taller. Los gerentes dijeron a los obreros: "Váyanse para sus casas, que seguirán ganando sus salarios como si vinieran al trabajo. Ahora, quienes vamos a salir a la calle seremos nosotros". Pero quienes llevaban en la república la voz de su Marsellesa eran los estudiantes. Dos de ellos fueron fusilados en Bogotá en el momento en que de sus gargantas salían las estrofas del himno nacional. Y cayó la dictadura. Reconozcámosle la gloria al joven director del liberalismo colombiano, a Alberto Lleras, de haber descubierto un sistema que le permitió a un pueblo inerme derrotar a un grande ejército, y restaurar la vida civil en un país sin que hubiera corrido la sangre hasta las rodillas. Si en Colombia se hubiera acudido a otra forma de lucha, decenas de miles de muertos cubrirían su suelo ensangrentado. A Rojas Pinilla -que visto ahora en traje de civil es un pobre diablo- se lo colocó al centro de un círculo de silencio. Y huyó espantado, como si le hubiera salido al encuentro su propia conciencia. Cuadernos, París, Nº 26, septiembre - octubre 1957, pp. 27-29.

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Entre la Libertad y el Miedo El libro Entre la Libertad y el Miedo, que por primera vez se publica en Colombia por Editorial Planeta, después de muchas ediciones hechas en México, Chile y Buenos Aires, tuvo una vida sobre la cual podría escribir toda una biografía. Fue escrito tal como aparece en el título de la obra. Quienes viven hoy, sin haber conocido la época que nosotros vivimos, no alcanzan a darse cuenta de lo que fueron los despotismos de entonces. La columna que hoy escribo en El Tiempo, durante muchos meses no pudo aparecer con mi firma. Siendo el de Colombia el más blando de todos los gobiernos dictatoriales de la época, mi nombre no podía publicarse en Bogotá. Tuvimos que recurrir a un seudónimo. Yo le propuse a García-Peña este seudónimo: "S. de Monteclaro". A Roberto o le pareció que el chiste no funcionaría, o se lo prohibió la censura. Entonces la totalidad del material del periódico pasaba por los ojos de un censor que revisaba hasta el texto de los avisos económicos. Roberto, por su cuenta y riesgo, me "seudonimizó 'Ariel' ". Durante un largo tiempo fui "Ariel". Casos semejantes, algunos dramáticos, ocurrieron en muchas partes. El libro fue prohibido en la mayor parte de los países de nuestra América. La primera edición fue editada en México por el Fondo de Cultura Económica. La cubierta se diseñó siguiendo las mismas líneas onduladas de Cuadernos Americanos. En cosa de diez países el libro lo detuvieron en las aduanas y, en algunos casos, todas las ediciones que llevaran ese diseño. Así resulté perjudicando la edición de Cuadernos, de carambola. En la Argentina los estudiantes que iban a Chile compraban el libro en la edición chilena, y las muchachas lo volvían cuadernillos que, a manera de corsé, se lo ponían en la cintura. De esta manera yo pasaba de Chile a la Argentina por la cordillera como parte del vestido interior de las universitarias. En el Perú el libro se leía por capítulos en emisoras clandestinas de los apristas. Será difícil para el lector de hoy entender estas cosas. Lo que en el libro aparece se lee hoy en seminarios internacionales de libre circulación. Creo que han bajado las talanqueras tal vez en todas partes, con excepción de Cuba. El caso de Colombia ayuda a entender por qué viví tantos años en Estados Unidos, donde fijé mi residencia finalmente en Montclair. Cuando después de 13 años de estar fuera de Colombia regresé, al desembarcar en El dorado el jefe del aeropuerto estuvo muy cortés conmigo. Todo había cambiado radicalmente. Me hicieron seguir a la sala del jefe, que me atendió como un huésped ilustre. Nos sentamos en su despacho y, excediéndose en sus atenciones, me dijo: "Profesor: usted tendrá muy mala idea de mí, pero voy a quitársela porque no sabe lo que sucedió. Le habrán dicho que yo quemé sus

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libros, y eso no es cierto. Sí recibí la orden del general Rojas Pinilla para quemar los paquetes que traían sus libros y estaban en la bodega. Pero usted comprende que quemar un paquete de libros, eso no prende. Sin hacer caso de la orden yo los tiré por el Salto del Tequendama". El funcionario estaba muy orgulloso para conmigo de haber incumplido la orden del general Rojas Pinilla. Le di mis agradecimientos, y por fortuna llegó pronto el automóvil que iba a llevarme a la ciudad. El libro circulaba clandestinamente, entrando a pesar de estos trabajos, sin llegar nunca a las librerías. Los vendedores ambulantes lo ofrecían y lo llevaban debajo de la ruana. Algunas personas que viajaban de Chile lograban introducirlo. Esto, que pasaba en Colombia, se repetía tal vez en la mayoría de los países de nuestra América. Vivíamos de acuerdo con el título del libro. Lo escribí en Nueva York y guardo los mejores recuerdos de las facilidades que tuve para escribirlo y para informarme, de lo cual quedó lo que podía ser como un archivo, que entregué íntegro a la biblioteca de la calle 42. Allá sí teníamos las facilidades que no se encontraban tal vez en ningún lugar de nuestra América. Por el Seminario de Tanenbaum, en Columbia University, desfilaron en aquellos años decenas de novelistas, profesores, poetas que escapaban a Nueva York. Nos reuníamos los jueves. Una tarde tuvimos en nuestro seminario cuatro presidentes fugitivos. Muchas veces me acompañaron, entre ellos Eduardo Santos de Colombia y el general Isaías Medina, de Venezuela. No quiere esto decir que no tuviera algún riesgo escribir desde Nueva York. Jesús de Galíndez, que trabajaba conmigo y ayudaba a Tanenbaum, escribió su tesis de doctorado sobre Trujillo, el famoso déspota de Santo Domingo, que se las arregló para secuestrarlo en pleno corazón de Nueva York. Lo prendieron, se lo llevaron a Ciudad Trujillo y fue sometido a increíbles torturas. Le hicieron comer el libro que publicó sobre el dictador, físicamente. Y mientras estaba haciendo la digestión del mamotreto lo llevaron al borde de unas rocas sobre la bahía y lo arrojaron al mar donde, destrozado, cayó en aguas infestadas por los tiburones. El Tiempo, jueves 14 de marzo de 1996, p. 5A. La Habana de Batista Mi última visita a La Habana creo que fue cuando Batista, a una de las conferencias que teníamos en la época de Miss Grant. Era La Habana entonces la ciudad más alegre y atractiva de Caribe -la dictadura no alcanzaba a quitarle sus

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encantos- y para los americanos del Norte un San Remo, o Cannes para los europeos. El casino, la playa, la música y el sol. Miami resultaba aburrido y sin atractivos y, jugar a la ruleta en el tapete verde del Hotel Nacional unos pocos dólares, un pecadillo que hacía feliz a cualquier campesino de Texas o tendero de Brooklyn, porque el sol en las playas de La Habana, único, cambiaba la rutina de las vacaciones en el norte. Tiempos de la rumba y, como todos participaban en ese baño de abundancia que traían los dólares, La Habana, hasta en el último suburbio, era una caja de música. Todos vestían bien, dormían bien, bailaban bien, y se oía cantar hasta la madrugada. Nuestra asamblea, política. Yo, huésped de Raúl Roa, entonces humanista y crítico del comunismo, que participaba en la junta de Miss Grant, como Salvador Allende, venido de Chile, y Rómulo Betancourt, de Caracas, y Figueres, de Costa Rica, y Schlesinguer, de Estados Unidos, que luego fue secretario de Kennedy. Ya contados los particulares de esta reunión en su famoso libro Los Mil Días, recuerdo que, cuando me preparaba para ir a La Habana, alguien prudente me dijo: "No vaya: mire lo que dice el periódico". Que estaba programado asesinar al jefe de la policía en el restaurante Tropicana, durante la reunión de Miss Grant. Me reí de la información y me fui para La Habana. De acuerdo con el programa publicado, a los tres días de haber llegado, asesinaron en el restaurante al jefe de policía. Los cubanos son así: extrovertidos. Y desenvueltos. Batista, sabiendo de qué trataba el Congreso, ofreció en palacio una recepción en honor de los delegados. La dictadura era deshonesta, Batista subió del modesto taquígrafo y teniente de policía a ser uno de los hombres ricos del Caribe y era sinvergüenza. Sabía muy bien que nuestro Congreso condenaba las impudicias. Pero organizó la recepción y nosotros fuimos por cortesía. Yo llegué con mucho retardo cuando ya todos estaban reunidos. Me acompañaba el ministro de Colombia Gutiérrez Lee. Era amigo personal de Batista. El dictador estaba en el salón, pero alcanzó a ver que subíamos la escalera y se adelantó a recibirnos en la entrada. Cuando estuvimos frente a él, se acercó a Gutiérrez Lee y le puso el índice en el ombligo diciéndole: "¿Este pelao sinvergüenza qué viene a hacer aquí?". Y le dio un fuerte abrazo y luego se volvió a mí para que el Ministro me presentara formalmente. Ya en el salón, dimos dos o tres vueltas y salimos a la terraza para echar un vistazo a la plaza. Al fondo, se veían dos torres gemelas al comienzo de una

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avenida. Luego supe que la una era un edificio que pertenecía a Batista y la otra, el correspondiente, a su mujer... Cosas de la lotería. La corrupción, un alegre capítulo de la administración pública y lo que peleaba entonces la oposición, el establecimiento de la contraloría para establecer la fiscalización de los gastos. El jefe de partido de oposición, Chibás, elocuente como es normal en cualquier cubano, pronunció un último discurso por la televisión que todavía se recuerda. Después de una ardiente perorata, para despedirse, teniendo en la mesita en que apoyaba el vaso de agua unos papeles de apuntes y una pistola, dijo dos o tres frases. Tomó la pistola y se la disparó en la sien. Veinte mil personas lo vieron morir en directo... Yo salía de la reunión del Congreso con don Fernando Ortiz a almorzar a un restaurante de los que él conocía. Es el Caribe, en la geografía gastronómica de América, el que tiene platos más ricos y famosos. Y don Fernando sabía de cocina tanto como de música. Por él conocí los cangrejos moros, que me enseñó en toda la riqueza de sus entrañas, que son un estuche, el más sabroso de lo que puede ofrecerse en un cascarón sacado del fondo del mar. Pero lo hermoso en esta Habana antigua es que la cocina popular la gozaban lo mismo los pobres que los ricos. El pobre no existía. En el restaurante el camarero le contestaba al parroquiano que le hacía preguntas en nuestro idioma, en inglés. Lo hacía con una picardía deliciosa como para que se enterara todo el mundo del arma que estaba usando para subir en la escala de valores. Todo fundado en la economía de la abundancia que reglamentaba las relaciones sociales. El Diario de la Marina era uno de los más antiguos de América. Conservador. Bohemia, la revista de Quevedo, una revista liberal famosa en toda América. Circulaban los periódicos de Estados Unidos, Argentina, Europa y toda América. Cuando Jaime Torres Bodet asumió la dirección de la UNESCO decidió crear para el Nuevo Mundo una agencia especial. ¿El lugar cuál sería? La Habana. Argentina: Una Revolución que Duró Doce Horas El destino sincronizó las cosas de suerte que yo llegase a Buenos Aires para asistir a una revolución relámpago, que ha podido ser la más sangrienta en la historia ya bien roja de nuestra América. Ha sido la última obra de Perón. Un apéndice a su libro La Fuerza, el Derecho de las Bestias. En una carta que escribió de Panamá a Ronald Hilton y que se publicó en el mes de febrero en la revista que Hilton edita en la Universidad de Stanford (California), el autor de las dos cosas -del libro y de la revolución- se anticipó a decir lo que habría de ser, de

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acuerdo con sus cálculos: un episodio que le costaría a la Argentina un millón de muertos, y que le obligaría a él a suspender sus vacaciones en Panamá para hacerse otra vez cargo del negocio en Buenos Aires. De lo que pasó tiene el gobierno provisional un copioso archivo que producirá estupor el día que se publique. Unas pocas palabras de una carta sirven para mostrar la clase de combustible que se usó. Decía uno de los agentes: "Definitivamente éstos son los últimos seiscientos mil pesos que da el jefe para el movimiento...". Los planes de la revolución eran muy elaborados en cuanto a los edificios que deberían incendiarse, el ataque a los diarios, y sobre todo la lista de personas que fusilar: un catálogo de todos los nombres conocidos en la vida Argentina. Pasaban de mil. El Gobierno reaccionó a una velocidad impresionante. Apenas se explica cómo pudo hacerlo. El presidente Aramburu no estaba en la capital, sino en Rosario. Los conjurados de La Plata dieron el asalto al cuartel el sábado, cuando los oficiales habían salido de vacaciones. El arma decisiva para aplastar la revuelta fue la nula respuesta de la población o de la tropa a los alzados. En los juicios sumarísimos que se adelantaron para castigar a los rebeldes se confesó una y otra vez lo mismo: todos habían esperado que los obreros de esa ciudad industrial los siguiesen, y no lo hizo ninguno. Decretada la ley marcial, hubo cuarenta fusilamientos. Escalofría el anotarlo. Todos afrontaron la muerte con valor. Gritaban "¡Viva la Patria!", y caían. Me parece que fue Goebbels quien dijo: "El día que tenga que salir de Alemania batiré la puerta con tal fuerza, que no quede piedra sobre piedra". El gaucho tiró la bolita a la ruleta y dijo: "un millón de pesos, un millón de muertos". Perdió la parada. Ironía de los tanques La Plaza de Mayo se llenó hasta las cornisas para saludar al presidente Aramburu y al vicepresidente Rojas, el mismo domingo en que se supo lo de la revolución. De acuerdo con la rutina, se habían llevado al lugar dos tanques enormes y cuatro camiones con tropa bien armada. Todo pasó como en una fiesta cívica. Aramburu, creo que, por primera vez en su vida, tuvo que improvisar un discurso para una manifestación semejante. Lo hizo excelente. De muy buen humor empujó a Rojas para que hiciera lo propio. Las ovaciones fueron unánimes. Yo andaba mezclado entre la muchedumbre, y no vi el asomo de una reserva que acusara la presencia de un peronista disimulado. Pero al disolverse la reunión, una mujer de un coraje que no tuvo hombre alguno, desafiando a todo el mundo gritó: "¡La vida por

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Perón!". Aquello era para que la linchasen. Mil rostros enfurecidos la cercaron, se levantaron los puños al aire, pero la cosa era más para admirar que para romperle el alma. Y en ese momento los dos tanques y los cuatro camiones con la tropa encontraron ocupación: salvar a la pobre mujer. Fue la única operación marcial esa tarde en la Plaza de Mayo. Una de las travesuras de los "Gorilas" De acuerdo con "el plan", debían formarse cordones de milicianos para cercar las embajadas e impedir que tomasen asilo los del gobierno frente a la revolución triunfante. En eso falló el plan, y así quienes tuvieron que buscar asilo, que fueron los alzados, no tropezaron con estorbos. En la embajada de Haití se salvó de esta manera uno de los principales. Era una rata que se les escapaba a "los gorilas". Los gorilas son militares jóvenes que ganaron este nombre haciendo proezas en la revolución de septiembre. Y los gorilas se sintieron tan decepcionados que, con la ligereza propia de sus años, saltaron por sobre el obstáculo del asilo, y se robaron al fugitivo. No les duró mucho la satisfacción de la hazaña. Se les leyó la cartilla, y tuvieron que regresar a la embajada, y hacer el depósito del objeto robado. Convengamos en que el gorila se ha educado en una escuela de lucha en que hay muchas de estas delicadezas que no se conocen. ¿Sabe usted por qué se llaman gorilas? Porque cuando un yanqui dice "guerrilla" pronuncia "gorila". Los oficiales jóvenes son todos así En la sala de conferencias de La Prensa dicté una conferencia, y dije lo que a mi juicio debe ser un militar en América. A Dios gracias, no tenía ni la más remota idea de quiénes eran las personas que me oían, y pude hablar con ese estilo de desenvuelta frescura con que suelo atropellar todas las convenciones. Yo veía muchas señoras, muchos civiles, y encontraba que todas las caras eran caras amigas. Luego supe, por ejemplo, que las dos señoras que tenía enfrente, confundidas con el resto del público en las butacas, la una era la señora del presidente Aramburu, y la otra, la del vicepresidente Rojas. Mi teoría sobre el ejército es muy simple. Me parece que el ejército de América es el único del mundo que nació para libertar pueblos y no para conquistarlos. Todos los ejércitos de Europa se han formado para arrebatarle al vecino un pedazo de tierra y hacerle saber al prójimo -al próximo- que lo están espiando para romperle

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la cabeza. En América los ejércitos son libertadores. Cuando San Martín dobla los Andes, y da la batalla de Chacabuco, que libera a Chile, quieren aclamarlo gobernador los chilenos, y él les responde: "Muchas gracias, no; he venido para ayudarles a ganar su libertad y no para conquistar una gobernación". Bolívar baja desde Caracas hasta el Alto Perú, liberta cinco repúblicas, y no se queda con una pulgada de tierra. Decía Papini que nosotros, endeudados con toda la sangre europea que hemos recibido de los inmigrantes, no la habíamos pagado entregándole al mundo ni una sola idea digna de ser registrada en los anales de la cultura universal. ¿Y le parece poca esta lección de grandeza y superación de los ejércitos, que deja pigmea la historia de Europa? También señalé el ejemplo de San Martín, que a mi juicio debería ser la primera lección obligatoria de nuestras escuelas militares. San Martín era para el chileno Vicuña Mackenna el más grande criollo del Nuevo Mundo, y para el peruano Paz Soldán, el más grande de los héroes. Esto se ha escrito en bronce. Pero, desde luego, no podía la Argentina presentar otro nombre que le igualase en méritos para colocarse como el primer ciudadano y gobernarla. No lo hizo. Se retiró de la escena y fue a morir, casi olvidado, a Europa. El entendió que la función de las armas tiene un límite. Que ellas en América se dieron para libertar y defender la vida civil, para ponerle un pabellón de gloria a la constitución, y dejar que civilmente se escoja a los mandatarios. De paso, digamos que esta lección sanmartiniana la ha recogido la revolución, anunciando que no podrán ser elegidos para ningún cargo público, en las votaciones próximas, quienes están desempeñando el gobierno provisional. Esta es la herencia sagrada que cumple guardar al militar de América, herencia que no conoce ningún otro ejército del mundo. Terminé la conferencia y pasé al despacho de don Alberto Gainza Paz a conversar unos minutos y descansar, mientras la gente salía. Tocaron algunas personas a la puerta, el mismo don Alberto las hizo entrar, y resultaron ser ocho oficiales jóvenes, que vestían de civiles. Querían estrecharme la mano. Y hablaron con una seguridad, con un entusiasmo, con una convicción, que dejaba atrás todo lo que yo había dicho. Sentí un orgullo de esos militares que me salió del alma. Cuando salieron, Gainza Paz me explicó quiénes eran. Habían hecho las jornadas más atrevidas, más gloriosas, más decisivas en la revolución. Y no parecían sino lo que eran: unos buenos muchachos argentinos. Cuadernos, París, Nº 20, septiembre - octubre 1956, pp. 25-27.

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Dos Recuerdos Argentinos En 1950, para recordar el primer centenario de la muerte del general San Martín, me pidió Gainza Paz, director de La Prensa de Buenos Aires, una colaboración para un número extraordinario recordatorio del fundador de la república. Expresé entonces la admiración que siempre he tenido por la grandeza del héroe en lo que tiene de más auténtico y singular: su desprendimiento. Era de todos los argentinos el más señalado para ser su primer presidente. Pero comprendió que el destino del libertador como militar terminaba con la última batalla. Su deber era poner a sus soldados al servicio del ciudadano elegido para ejercer el poder civil democráticamente. Prefirió retirarse de la escena argentina e ir a pasar el resto de su vida en un lugar campestre en Europa, a ocupar la silla presidencial. Yo encontraba y encuentro en esta grandeza un ejemplo digno de ser presentado en un catecismo en las escuelas militares. Hay que ver sobre el terreno lo que fue la marcha para escalar los Andes y caer sobre Chile para dar la batalla de Chacabuco y seguir luego a rematar con la de Maipú su liberación y avanzar luego a iniciar la independencia del Perú, porque todo eso era necesario para que la Argentina quedara para siempre gobernada por los propios argentinos. Tenía de la independencia un concepto radical y definitivo. Había peleado por ella para los mismos españoles contra los invasores franceses y ganado su ascenso militar, por este motivo, en Bailén. Escribí todo esto con tal fervor, que indignó a los peronistas. Presentaron un proyecto de ley de desagravio a la memoria de San Martín que incluía la clausura de La Prensa. Si no se aprobó en todo su rigor, sí fue el primer campanazo y poco tiempo después, el periódico fue confiscado con la alevosía que todos recuerdan. O que deberían recordar. Por lo que a mí toca, cuando pude volver a Buenos Aires, 30 años después, caído ya Perón, celebraba en Córdoba en una conferencia el retorno a la libertad y la reaparición del periódico, devuelto a sus dueños legítimos. El día de mi regreso a Buenos Aires salió a despedirme al aeropuerto un grupo de amigos que más que todo recordaban mi libro Entre la Libertad y el Miedo, artículo de contrabando que apenas iba a circular libremente ahora que Perón había caído. Partí para Buenos Aires y el aeropuerto quedó vacío. Empezó el avión a sobrevolar la cordillera y no habían pasado cinco minutos, cuando hizo un giro cerrado y regresó a su base. Era una cuestión técnica y tendríamos una demora de una hora. El aeropuerto estaba desierto y poco a poco llegaron pasajeros para vuelos locales. Una señora vino a sentarse a unos pocos pasos de distancia,

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frente de donde yo estaba. Me miraba con una impertinencia, que no me hizo gracia. Finalmente, se puso de pies, avanzó, me tendió la mano y me dijo: "Señor Arciniegas, quiero estrechar su mano. Hace unos meses, con mi marido, salimos a unas cortas vacaciones a Chile. En Santiago compramos un ejemplar de Entre la Libertad y el Miedo. Algunas estudiantes lo traían descuadernándolo y colocándoselo como un cinturón interior, y así lo conocieron unos pocos. Nosotros simplemente arrancamos las tapas y les pusimos unas de Los Tres Mosqueteros, así entramos con unos tres mosqueteros falsos a Córdoba. Mi hijo comenzó a leerlo y resolvió organizar lecturas nocturnas con los estudiantes de su clase. Cada noche leía un capítulo. Irían por la mitad del libro, cuando una mañana anunció la radio: 'Ha caído el tirano'. No se imagina usted el entusiasmo indescriptible. Mi hijo organizó a los estudiantes en manifestación. Salieron a la calle, llevando él a la cabeza el pabellón argentino. Le salieron al encuentro los soldados. Dispararon. Hubo unos cuantos muertos. El primero, mi hijo. Murió con el grito en la boca...". El grito era libertad, libertad, libertad. La señora hizo una pequeña pausa, se repuso y en tono muy afirmativo dijo: "Tengo un gran orgullo de él. Y quería agradecerle a usted, señor Arciniegas, las enseñanzas que leyó en su libro". Me estrechó nuevamente la mano, me besó en la frente y lentamente se alejó segura y tranquila. Yo quedé sembrado y confuso. El grito a que ella se refería está en el himno argentino: "Oíd, mortales, el grito sagrado libertad, libertad, libertad". El Tiempo, jueves 1 de marzo de 1994, p. 5A. Memorias de la Segunda Guerra Mundial El pangermanismo de la primera guerra había dejado preparada la opinión para la segunda. El nazismo repugnaba por sus fórmulas totalitarias y puede decirse que el caso en Colombia, como el de toda la América Latina, en materia de opinión popular, estaba resuelto en favor de los aliados en cualquier plebiscito. Se veía con desconfianza el avance de Hitler en todos los frentes europeos y empezaba a tenerse una información cada vez más alarmante de las violencias nazistas. Otra cosa era la estimación por la colonia alemana y su comercio, apreciados por su seriedad y la calidad superior de los productos. La ferretería, la óptica habían ganado un terreno que ninguna otra marca extranjera podía disputarles. Además, a los alemanes debíamos reconocerles que fueron pioneros en la aviación

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suramericana, con la Scadta, una empresa que se adelantó en Colombia, en servicios de pasajeros, de carga, de fotografía aérea, posiblemente en el mundo entero, fundando una compañía que era el ejemplo para las demás naciones. Tan exacto es esto, que los aviadores de la Scadta pasaron a ser pilotos famosos, una vez disuelta la empresa, en la segunda guerra mundial. Tan apegados estábamos de la calidad del alemán como ser humano, que podría vincularse a la civilización colombiana, que López de Mesa, en una de sus famosas Utopías, llegó a pensar en formar grupos de inmigrantes alemanes en una diagonal que iría desde La Guajira hasta Tumaco, pensando que, con el desarrollo del país, había que atenuar el movimiento migratorio del occidente colombiano, saturado de elemento negroide, corriéndose hacia el oriente, cargado éste de población indígena. En un estudio confidencial, decía él que unas colonias de alemanes, establecidas en una diagonal que fuera como una talanquera humana, podría servir de parachoques en esta oleada de los dos costados del país. Era uno de esos sueños del maestro, que manejaba las ideas más extravagantes, pero que en el fondo da la medida de hasta qué punto había una especie de superestimación en el valor del elemento alemán. Lo que sí tuvo más resonancia fue la aparición del fenómeno fascista y quien despertó entusiasmo, en ciertos grupos políticos, fue Mussolini. El aspecto teatral del Duce, que arrastraba las muchedumbres italianas, tuvo seguidores de derecha y de izquierda que quisieron introducir en Colombia métodos fascistas. Los que iban a Roma y veían sus apariciones en el balcón de la Plaza de Venecia no resistían la tentación de repetir el espectáculo en Manizales, en Pereira o en Bogotá. Alzate Avendaño hacía los discursos mussolinescos y Jorge Eliécer Gaitán llenó el liberalismo de fórmulas y gestos copiados directamente del modelo romano. Caso Scadta Fueron éstos los puntos débiles en la ideología que sirvió de base a la política de Colombia durante la Segunda Guerra. Al entrar los americanos en la guerra, empezó a funcionar en la lista negra para castigar las empresas que apoyaran a los alemanes. En la lista quedó incluido El Siglo de Bogotá. Era un golpe mortal que el gobierno mismo deploraba, porque no podía ver con buenos ojos que se acabara el periódico de la oposición. Se le negaron al periódico los despachos de papel, pero Eduardo Santos ordenó que El Tiempo le cediera todo el que había pedido. No era ciertamente El Siglo un periódico germanófilo.

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Laureano había pronunciado una conferencia apocalíptica era su lenguaje habitual sobre el Führer, recogida luego en El Cuadrilátero, que podría presentar como certificado de buena conducta. Para los americanos no resultaba creíble porque, en la casa de El Siglo, mantenía sus oficinas la Academia Caro, tertulia de fanáticos de camisas negras, integrada por Álvaro Gómez, Guillermo Camacho Montoya, Fandiño Silva, Plata Bermúdez y cuantos más que publicaba la Revista Colombiana y hacían las más temerarias demostraciones con una agresividad en que se jugaban la vida como locos. Una mañana recibí una llamada, siendo ministro de Educación, de Palacio. El presidente Eduardo Santos me llamaba para mostrarme unos documentos. Al llegar a Palacio me enseñó una serie de fotografías tomadas de una sesión nocturna de la logia nazista que sostenía secretamente el Colegio Alemán. Los estudiantes eran iniciados y prestaban el juramento de fidelidad nazista. La documentación era concluyente, y le pregunté al Presidente: "¿Qué podemos hacer?". "Nada más sencillo -me respondió-. Usted debe cerrar el colegio esta misma tarde". El colegio Alemán era muy estimado por quienes tenían hijos que recibían allí una educación distinguida. Se lustraban los zapatos, se peinaban, se limpiaban las uñas, se abotonaban el saco, estaban puntuales en sus clases. Daba gusto reconocer la disciplina como la urbanidad de sus modales. Al día siguiente hubo que reacomodar toda la población del colegio en los que la recibieron de acuerdo con el Ministerio. Le tocó al presidente Santos resolver en la misma forma citaciones más difíciles. En primer término, lo de la Scadta (Sociedad Colombo-Alemana de Transportes Aéreos). Fue esta compañía una escuela, en algunas cosas la más avanzada del mundo para su tiempo, que introdujo todos los adelantos de transporte en carga y pasajeros en un terreno de las mayores dificultades para una aviación que se estrenaba en una geografía endemoniada. En Colombia se formaron pilotos que resultaron notabilísimos cuando se liquidó la compañía y fueron a prestar servicio en su patria durante la guerra. La Scadta transportaba primero en hidroaviones, que acuatizaban en el Magdalena, y luego en los de tipo ordinario que aterrizaban en los potreros, pasajeros y correo y luego, poco a poco, fueron movilizando carga de toda especie. Para los campamentos de las nacientes perforaciones de petróleo, llevaban todo el material y eran además hospitales aéreos que transportaban las medicinas y a los enfermos. Llegó un momento en que en Colombia se prestaban por el aire todos los servicios que luego han sido corrientes en Europa y en Estados Unidos. Entonces eran una novedad colombiana. Colombo-alemana.

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Cuando sobrevino la guerra con el Perú, el presidente Olaya Herrera tuvo una idea genial: la única forma de hacerla, por parte de Colombia, era con la aviación. Tal vez fue la primera guerra aérea. Se llevó la tropa, el armamento, y se sostuvo el frente con los pilotos alemanes que encontraron el entrenamiento necesario para lucirse luego en la guerra europea. Lo que Colombia no sospechaba era que la escuela quedaba incluida dentro de un vasto plan que incorporaría a Sur América dentro de una guerra que fuera realmente mundial, según la concepción del Führer. La aviación de Bolivia fue otro experimento alemán. En la Argentina y Chile, todo lo tenía penetrado la técnica alemana. El sueño nazista era el de una plataforma aérea que dominara todos los altiplanos de los Andes para llegar al Canal de Panamá. La Scadta sería básica dentro de esta concepción: tenían fotografiado al milímetro todo el contorno del canal con los elementos más avanzados de fotografía aérea. Al entrar Colombia en la guerra, el presidente Santos en un día terminó la Scadta, canceló la totalidad de los pilotos alemanes, los reemplazó dentro de la nueva compañía -Avianca- por pilotos colombianos y lo que era el lunes vuelos alemanes, pasó a ser el martes vuelos colombianos. No he conocido una decisión más rápida, más limpia y más eficaz en la administración colombiana. No hubo tiempo para una propuesta, para una reacción, para nada. Injusticia con Latinoamérica Creo que cuando se hizo el balance final de la guerra y el plan Marshall se proyectó para reconstruir el mundo, comenzando por reedificar ciudades enteras de los países causantes del conflicto y creando estados como el de Israel, se cometió un olvido grave al marginar a la América del Sur y dejarla fuera de todo proyecto restaurador. Es cierto que fue muy pequeña la contribución en tropas, en ejércitos suramericanos en los frentes europeos. Unos cuantos batallones de brasileños no alcanzaron a desempeñar un papel visible. Pero basta pensar en no haberse prestado al juego de Hitler sirviéndole, por ejemplo, con una plataforma aérea. Basta pensar -el solo imaginarlo horroriza- que hubiera servido para asestarle un golpe al Canal de Panamá. Lo que ocurría en Colombia se vio en el resto de América. Yo estaba en Buenos Aires cuando López de Mesa, como ministro de Eduardo Santos, fue a inaugurar la estatua de Santander que se erigió entonces en Buenos Aires. En la visita al presidente Castillo, éste le dijo: "Mi querido canciller: sobre esto no debemos equivocarnos. Esta guerra la van a ganar los alemanes y sería una inmensa equivocación apuntarnos al que va a perder". Castillo había subido a

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la presidencia por la enfermedad del presidente Ortiz. Pronto vio que las cosas no eran como él pensaba. Berta Singerman enloqueció al pueblo de Buenos Aires recitando en el teatro La Marsellesa. La victoria de los aliados hizo esa noche vibrar hasta las piedras a un Buenos Aires que era el revés de lo que pensaba el presidente Castillo. El plan Marshall, como proyecto para un nuevo orden mundial, correspondía a la idea que se ha formado el mundo del papel que se le ha asignado a Estados Unidos como restaurador universal, que acepta el papel de una responsabilidad indirecta de los descalabros que otros han cometido. La carga que se echaron encima los americanos, empezando por reconstruir las naciones causantes de la guerra, es un caso que todavía vemos con asombro. Lo que resulta inexplicable es que en el plan general no se hubiera incluido nuestra América, que iba a ser la defensa de la democracia en los años futuros. La responsabilidad histórica de los estadistas latinoamericanos está en no haber precisado el papel que estaba llamada a desempeñar nuestra América como un nuevo mundo que nació para ser el de la esperanza de los perseguidos, por quienes, en la Segunda Guerra, estuvieron representados por nazistas y fascistas. Si en Colombia recluimos en Fusagasugá y en Villeta a los alemanes, japoneses e italianos en quienes vimos posibles agentes del nazismo y el fascismo y de la causa que podía representar un peligro para las instituciones democráticas, y con esto contribuimos a destruir una posible arma que trajera a Sur América el morbo hitleriano, hemos debido valorar esta contribución al hacer el balance de la victoria, al menos para tomar conciencia de nuestra propia actitud. Para darle el sentido que tuvo a la creación de Avianca. Que pudo quedar convertida en una simple filial de la Panamerican y que, por la vigilante intervención del gobierno de Santos, tomó el carácter tan colombiano que ha tenido hasta hoy. Pero, fuera de esa ganancia, ni Colombia, ni la América Latina participaron en una proporción justa del plan mundial de la liquidación de la guerra. El Tiempo, "Lecturas Dominicales", Santa Fe de Bogotá, 30 de abril de 1995, pp. 10-11. Oficio de Periodista Un periódico, cuando publiqué mi primer artículo, tenía cuatro páginas y el tiraje no llegaba en ningún caso a cinco mil ejemplares. Eso sí, tenía más influencia que el de hoy. Eduardo Santos compró El Tiempo, hacia 1912, cuando estaba para morir el periódico, no llegaba la edición a quinientos ejemplares y él no tenía plata. Pagó

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por la empresa no sé si dos o cinco mil pesos, que prestó con la firma de su madre. Hacia 1918, cuando publiqué en El Tiempo mi primer artículo, la prensa todavía se alimentaba a mano, era "de pliego". Entonces yo era estudiante en la escuela secundaria, y un buen agitador estudiantil (el mejor). Había comenzado mi especialidad en huelgas y necesitaba el periódico para explicar las razones de mi iniciación. Mi vocación de escritor, si la hubo, se había reducido a periódicos manuscritos, en donde siendo "el director", no escribía sino hacia las caricaturas. No era mal dibujante... Luego, ya en plena agitación universitaria, en vez de escribir, suministraba las noticias. Aprendí el arte de hacerlas publicar. Si escribí, no escribí por escribir, sino porque tenía cosas que decir, que "comunicar". Lo último fue ser escritor. Hoy mismo escribo con la inocente ilusión de comunicar a quien me lea ciertas experiencias personales que me dan gusto a mí mismo, y trato de que en este gusto participen otros. El periodismo es la mejor disciplina para observar mejor las cosas, y decir en el menor espacio posible lo que se ha registrado personalmente. Si voy a un espectáculo, visito un lugar, tengo una conversación, y me doy cuenta de que sobre eso voy a escribir, observo todo con una atención que nunca pone en la misma circunstancia quien de ahí no va a sacar tema para un artículo. Cualquiera puede ver todo lo que yo veo, si aplica la misma atención. En otro tiempo, el escritor escribía de espalda al público. El que me lea, que sufra. Y había ese tipo de lector desgraciado que por decir que había leído un libro, se lo sufría, entraba en las páginas más aburridas y tediosas. Hoy, saliendo a la ventana del periódico, se sabe que el lector dispone de poco tiempo y quiere que le hablen con claridad. El periodista tiene que tener en cuenta al lector, como no lo hacían los de los tiempos de la Torre de Marfil y el regodeo literario. La dificultad para mí está en que me interesan cosas que carecen de importancia. Crear el interés es un lío. En este momento acaba de producirse una revelación en el campo periodístico que ojalá no registren las escuelas de periodismo para que no la dañen. Hemos tenido una papa periodista, y como tal ha logrado algo sin precedentes: en 34 días hacer un pontificado completo, con la más coherente exposición de doctrina y la más perfecta sonrisa. Para abocar un tema como la Fe, o la Esperanza, o la Caridad, preparaba su audiencia en la misma forma en que lo hacía unas semanas antes de ser papa, cuando en un semanario de Venecia escribía artículos de intención pastoral, envolviendo el tema difícil en relatos humoristas tan agradables que pudieran ambientar la doctrina, despertar la curiosidad y mantener la atención.

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Mirando hacia el futuro, ahora cuando, y con razón, se responsabiliza a la prensa de haber pervertido al lector medio haciendo que sólo la violencia o el escándalo tengan valor de noticia, hay que pensar en que llegue un día en que una cosa buena pueda ser noticia, digna de publicarse y apta para ser leída. Tal vez para ese entonces, un autor digno de estudio va a ser el papa Juan Pablo. Mi problema personal está en cierta predilección por asuntos que para la generalidad están muertos y a mí me parecen vivos. Esto crea una situación contradictoria para el escritor, dentro de una sociedad apasionada por la geometría plana, que no quiere ver la tercera dimensión, que deforma monstruosamente (según lo pienso yo), el valor del presente, y no quiere aceptar ni que el tiempo tenga raíces, ni consecuencias remotas. Esto es llevar la sensación periodística a la desaparición de la perspectiva. Me consuela lo que ha hecho Gianni Granzotto en un libro que en este momento se lee con furor en Italia: Carlo Magno. Granzotto, director de la agencia de noticias ANSA, ha sido, sencillamente, un periodista, a quien vino a interesarle el nacimiento de la primera Europa, en la visita que hizo a un monasterio donde tuvo lugar algo de Carlo Magno. Una noticia vieja, desconocida, olvidada, que a su modo de ver servía para explicar el movimiento de Europa del año ochocientos para acá. Hasta hoy, con la noticia, hizo lo de Truman Capote con su A Sangre Fría. Durante tres años fue penetrando las intimidades del imperio carolingio, e hizo un reportaje que, entre crónica e historia, nos da una sorprendente visión, toda actualidad. Para mí, el libro es algo que me hace falta y que me sobra. Necesito tanto de la biblioteca como de montar en autobús. Quiero estar en la calle y tener mis soledades. Pasar estas experiencias al papel es lo que nos toca a quienes quisiéramos que este ejercicio de escribir para los diarios (en la mañana la lectura de todos y en la tarde basura) dejara un poco de gracia y de horizontes para alivio de la jornada cotidiana. Opiniones, Miami, Nº 7, enero 1979, pp. 44-46. El Discurso de Samper El presidente Ernesto Samper inaugura su gobierno cuando Colombia se ha colocado en un punto en que lo que aquí se haga tienen consecuencias que exceden los límites nacionales. El discurso del presidente Samper no es sólo un

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programa para Colombia, sino que está lleno de compromisos que servirán a los jefes de estado que lo escucharon para sus relaciones con el gobierno inaugurado el 7 de agosto. De cómo se va a comportar la nueva administración frente a una guerrilla que tiene raíces internacionales, a la industria y comercio de la droga que no tiene patria, y al mundo que la consume, son temas que imponen políticas de solidaridad común, que Samper pide resolver de común acuerdo en campañas internacionales. Reclamar el derecho exclusivo para resolver estas cosas en forma de soberano aislamiento es una vanidad nacionalista que parece haber muerto en las páginas sobrias, claras, precisas del discurso presidencial. En ese sentido lo que escucharon los presidentes fue un programa colombiano, un llamado a la lucha solidaria que reclama hoy como nunca, el mundo americano. No se trata de que Colombia sea débil. Ha sido fuerte. Pero se ha sentido solitaria. En parte solitaria por su culpa, porque no se trata de imponer el derecho exclusivo de la soberanía para resolver sin poder, hacer un desafío al cual no puede responder ni la más grande potencia del mundo, sino de crear una formidable defensa internacional para reducir la fuerza del mal organizada por unos demonios que no tienen patria, ni corazón, ni ciudadanía. Fueron cortantes y precisos los apartes del discurso del nuevo presidente, notificando a los guerrilleros para decirles que el nuevo gobierno no se sentará a la mesa de las negociaciones para reanudar diálogos de bla, bla, bla, que sólo tienen por objeto llevar a otros diálogos, como se multiplica una imagen en juego de espejos paralelos. No debieron hacerle mucha gracia estos anuncios al más nuevo de los miembros de la asociación siendo su decano por llevar 35 años de ejercer el poder. Fidel Castro ha sido el padrino de los grupos guerrilleros que vienen desangrando a Colombia, ofreciendo a La Habana como la banca central para el manejo de millones que recogen asaltando bancos, secuestrando hacendados y cometiendo toda suerte de crímenes. Cuba, como centro de enlace de lo que forma hoy la coordinadora guerrillera, tiene una responsabilidad, de hace años la más grande. En cuanto el país viene padeciendo por las guerrillas y el comandante Castro oiría esta parte del discurso como una advertencia para sus nuevas relaciones. Porque el discurso todo del presidente Samper es como un texto de cómo se gobierna un país democrático y libre, que es la piedra sillar sobre la cual está concebida la Organización de Estados Americanos, la oposición entre la despocracia y la democracia. Está el principio que se buscó para planear la comunidad en acciones americanas, obra a la cual Colombia entregó su espíritu en la creación de Alberto Lleras, de quien tomó el presidente Samper, como un recuerdo sagrado, la banda

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presidencial. O nosotros somos fieles a ese espíritu o Colombia no puede aparecer como creadora de la organización americana. En este sentido el anuncio del presidente Samper fue recibido con caluroso aplauso por todos los presidentes latinoamericanos que estaban presentes, menos uno. Lo mismo entiendo yo la parte del discurso alusiva a la droga. Aquí hay el reconocimiento de la importancia nacional de resolver este problema no sólo por Colombia, sino por cualquier país, por grande que sea. Ni Francia, ni España, ni Alemania, ni Italia, ni los mismos Estados Unidos, solos pueden hacerles frente a las organizaciones que disponen de la banca internacional, del aire que no tiene dueño, de las industrias sin límites que lavan los dólares, los almacenan, los movilizan, distribuyen la materia prima para fabricar la cocaína, los aviones que se mueven por todas partes sin que haya control nacional que reduzca las posibilidades de los narcotraficantes. Ni hay país que pueda solo controlar las siembras de coca o de amapola, en América o en Asia, ni hay aduana que detenga los cargamentos de sustancias químicas necesarias para la fabricación de cocaína embarcadas en un puerto de Estados Unidos que llegan al corazón del Amazonas. Sólo una legislación internacional puede controlar estas cosas. Y en el discurso de Samper están precisadas las posibilidades de llegar a estas soluciones internacionales. Si los medios de comunicación entendieran el discurso, ¿le darán el alcance a estos llamados internacionales? Me temo que no. Lo que he visto en los telegramas, en que la única noticia es referente a la llegada de los delegados, es el vestido de uno de los mandatarios, el de Fidel Castro. En todos los diarios de Europa, Asia y América salió la noticia que había venido en traje verde oliva. Historia y Novela He leído con emoción el saludo que la Academia de Historia me envía y que me recuerda la noche en que me recibió como numerario, hace exactamente 50 años. Fue una aventura. Lo que leí esa noche se salía de la rutina, y recuerdo la información de El Siglo, que era una cápsula venenosa con toda la insidia de que eran capaces los de la academia Caro: "Historiador habemus". Las páginas que leí al tomar posesión de la silla se apartaban del rigor tradicional. Pensaba entonces, como he seguido pensando que, para reconstruir el pasado, los papeles del archivo llegan hasta un punto en que, si la imaginación no interviene, la imagen de lo que fue queda sin vida. Acababa de publicar mi libro sobre los comuneros. Sin una sola referencia documental. Había trabajado tres años en un archivo que estaba virgen en la Biblioteca Nacional.

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Había documentos doblados en cuatro y cosidos de tal forma que no habían podido leerse. Para escribir mi libro lo hice aprovechando esa documentación que estaba muerta, intacta, al punto de haberla hecho de imposible lectura. Y en todo el texto de mi libro, ni una sola referencia al documento. Tenía el capricho de presentar el relato desprovisto del aparato en que me apoyaba. Claro que ponía en peligro la verosimilitud del relato. Más tarde tuve que hacer otro libro complementario, aunque el primero fue leído con benevolencia. Pero cuando me recibieron en la Academia no faltó el comentario insidioso. Lo que sostuve y lo sostengo, y lo que he visto cuantas veces me he acercado a escarbar en el pasado de nuestra América, me ha indicado que llega un momento en que los papeles dejan de hablar. Ya no queda rastro escrito de qué pasó después de la llegada del conquistador, o cuándo salió el General con su gente de Santa Fe para Ayacucho y anduvo por valles y por páramos, con una tropa que iban siguiendo las mujeres, y llegaba a los pueblos, y no quedaba gallina viva, y sacrificaban el ganado, y se entraba a los combates, no a pelear sino a vencer, con una disciplina que nos les daba la Escuela de los militares, sino una gana de salir de los chapetones, despertada más por la magia de los discursos que por la táctica militar, que, en nuestro caso, se inventaba. De eso no queda huella en los partes de secretaría. Cada vez que yo salía de trabajar en el archivo y tomaba el camino de mi casa, a medida que caminaba, imaginaba. Y al escribir el libro, aprovechaba tanto más lo que imaginaba que lo que había leído. Esa noche en la Academia, lo confesé todo. Hice el elogio de la historia como novela. Cuando al salir en el automóvil con Eduardo Santos, quien me había recibido, encontré que estaba regocijado porque habíamos producido un choque que hacía falta al Instituto. Recibí su aprobación. Era cuanto yo podía esperar. Lo que siempre me he preguntado es hasta dónde puede recrearse el pasado de un pueblo sobre el documento escrito, cuando quienes lo han modelado, lo han dirigido, lo han poblado, han trabajado el campo, son analfabetos que, cuanto tienen en último caso de extrema necesidad que firmar un documento, hacen una cruz. Hay mil hechos en la vida de un pueblo que no dejan huella en el papel. Ciudades que nacen, que mudan de sitio, que mueren, que renacen, aventureros que arrastran muchedumbres, dan batallas, instalan campamentos, fundan pueblos, sin haber conocido el alfabeto. Libros de historia en que no aparece en doscientas páginas ni la sombra de una mujer. Me preguntaba yo: ¿sería esa nación sólo de hombres? ¿Lloverían los hijos del cielo? Porque en las historias

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oficiales, mientras no aparece el General o el Arzobispo, hasta el día en que no llega la figura oficial, no empieza a escribirse el libro. Decir estas cosas en una sociedad tan culta como la que me había recibido esa noche, no dejaba de ser una aventura. El doctor Santos me había respaldado siempre con un cariño paternal y al comentar en el automóvil alegremente la posesión, quedé tranquilo. Para ser exacto, cuando pienso en el pasado de Antioquia, me sirve más la Marquesa de Yolombó de Tomás Carrasquilla que la historia de Julio César García que se enseñaba en el Liceo. En los 50 años de vida académica he encontrado un apoyo cordial. He sido presidente muchos de ellos. He visto en las páginas del boletín estudios que tal vez hubieran ruborizado a los fundadores. Hubo largos años en que el historiador no quedaba tranquilo hasta no haber disecado la materia histórica con fechas y papeles que le quitaran el calor, el color y la vida. Creo que eso ya pasó. Si en algo contribuí, debo regocijarme. Todavía me horroriza pensar que puedan momificarse los episodios más dolorosos o felices de una Colombia que surgió en medio de luchas y heroísmos de vívida epopeya, como se mete una flor entre un libro pensando que disecada conserva todo su perfume y su encanto. El Tiempo, 1º de agosto de 1996.

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V. CORRESPONDENCIA Carta enviada al fundador del premio Alfonso Reyes, Santa Fe de Bogotá, 16 de febrero de 1996. Señor: Miguel Limón Rojas, Secretario de Educación Pública de los Estados Unidos Mexicanos Señora: Alicia Zendejas, Esposa de Don Francisco Zendejas, Fundador del Premio Alfonso Reyes, Señor Director y Compañeros de la Capilla Alfonsina Señor Embajador de Colombia Señores Embajadores Amigos y Amigas Cuando me acerco a cumplir mis primeros 100 años, me hacen ustedes, queridos amigos de la Capilla Alfonsina, la gracia que tanto me regocija, de darme el Premio Alfonso Reyes, en el mismo año en que se termina la edición de sus obras completas, empeño en que han puesto ustedes su devoción. Todo esto ocurre cuando estamos en vísperas de que se cumplan los 500 de la fundación del Nuevo Mundo. Cuando junto a estos acontecimientos, me veo puesto en una esquina que me mueve a contemplar el destino de ideales, que nos animaron a cuantos estuvimos más cerca del gallardo poeta, cuya capilla conservan ustedes con tan celoso cuidado. Ese Nuevo Mundo, al cual ha llamado el Pontífice con un acierto genial, "el Continente de la Esperanza", ha sido el personaje único que en mi corta vida vengo tratando de interpretar con los sentidos que ahora empiezo a perder. La historia del Nuevo Mundo, la verdadera historia, como diría Díaz del Castillo, es una fascinante aventura que sigue siendo la mayor tentación posible para quienes escriben y para quienes leen. Tengo la convicción de que ésa aún está por escribirse. Los mil o dos mil libros que circulan sobre el continente de siete colores no son sino caricias superficiales. Todavía no llegan a lo más hondo de lo que es nuestra América. Cuando ustedes me dan el diploma que hoy va a recibir mi hija, por no poder yo ir personalmente a que lo pongan en mis manos, se lo entregan simbólicamente a un estudiante. No soy otra cosa. Lo recibo alborozado para que quienes siguen estudiando nuestro Nuevo Mundo vean cómo hay una Escuela Alfonsina, que premia a quienes se detienen a explorar los recónditos secretos del continente que encontró Américo Vespucci, a los 10 años de que Colón anunciara que era posible atravesar de orilla a orilla el tenebroso Atlántico, que parecía condenado a devorar las naves que pretendieran atravesarlo. He dicho que los 200 millones de blancos que desde entonces han venido de Europa a poblar el Nuevo Mundo y aquí se han quedado

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para confundirse con los de la piel cobriza, y los de la morena, vienen desde 1493 inventando cuanto su ingenio les sugiere, porque haya sobre la tierra repúblicas de hombres libres, independientes, capaces de organizarse para la vida, donde se respete el derecho ajeno, y la república del pueblo y para el pueblo. Vivo repitiendo estas cosas hasta la impertinencia, siguiendo la fórmula que nos dio Don Alfonso, de hacer el deslinde. Que se entienda bien que aquí los blancos del pueblo vinieron a inventar la república de la justicia para obtener la igualdad que no conocían en el Viejo Mundo. Así, los indígenas mismos les enseñaron a los blancos lo que Hidalgo y Morelos decían desde el púlpito. Que el cristianismo volviera a levantarse como se alzan nuevos pinos, según el símbolo que les ofrecía José Martí a las que en Tampa enrollaban las hojas de tabaco. Todo esto que tantas veces he dicho se me agolpa en la mente como si otra vez el valle de Anáhuac recobrara la transparencia de los tiempos antiguos. Lo que nosotros necesitamos es hacer el gran deslinde. Sentir la misma necesidad del emigrante humilde que en Cádiz subía a la nave española, llevando en la mente, no precisamente la idea de ensartar indios con la lanza, sino de buscar una tierra donde pudiera libertarse. El deslinde comienza cuando el emigrante se desprende del Viejo Mundo y se embarca para el Nuevo. Porque sí había muchos que lo que pensaban era soltar los perros sobre los indios, para que a mordiscos les dejaran libre el campo, no eran pocos los que venían a compartir con las indias la noche y la vida. Y poco a poco se fue dorando la piel, se fue formando el mestizo, se fueron amalgamando las razas y quedándose el pueblo equilibrado, que en tres siglos proclamó la independencia absoluta y vino a inventar la república americana; lo mismo que en España nacía la lengua para explicar la formación de nuevos reinos y, a la sombra del árbol de Guernica, los vascos proclamaban su propia identidad. Cultivar la propia independencia, firmarla, defenderla, son virtudes naturales que trajeron los emigrantes y que encontraron aquí un suelo abonado para producir Bolívares, San Martines, Hidalgos y Morelos. Aquí en México, la cultura hispánica es válida hasta donde es mexicana. No siempre quienes han contribuido a la creación de esta América han visto lo que han hecho. Colón pensó haber llegado al mar del Japón y vio en Cuba la tierra firme de la China y en Panamá las minas de Salomón, que decía estaban en Egipto. Bolívar quiso que a Panamá regresaran los ingleses, que las tropas de Washington y de La Fayette habían puesto fuera de América. Fue una suerte inmensa para su gloria y para nosotros, que no hubiera hablado en el Congreso de

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Panamá. A Sucre le había escrito, cuando le envió la constitución bolivariana, aquella carta que nos hace estremecer de horror, donde le decía que la batalla de Ayacucho "no valía lo que un acorazado inglés", y en los puntos que envió a Panamá, como la base de su pensamiento, proponía entregar a los ingleses el istmo para que quedaran ellos dueños del fiel de la balanza entre los dos océanos. Lo movían a tan amargos pensamientos la desconfianza justa que tenía en los políticos que lo rodeaban, y quiso buscar un príncipe para hacer de la Gran Colombia un protectorado. A principios de este siglo, Jorge Enrique Rodó nos ilusionaba describiendo a nuestra América como simbolizando la pureza de Ariel, tal como aparece en La Tempestad de Shakespeare, y en oposición al monstruo de Calibán, que simbolizaría el imperialismo yanqui. Hemos crecido en este siglo, con esa ilusión de pureza de nuestra parte, frente a un monstruo que hace del yanqui el constante imperialista, que debemos mirar siempre con la misma desconfianza que inspira el monstruoso Calibán de diabólica rapacidad. Al cultivar esta división, se nos ofreció, al celebrarse el centenario de la aparición del Nuevo Mundo, el logotipo donde sobre esta fecha se colocó la corona de la monarquía, como si los 300 años de la Colonia pesaran más que los 200 que llevamos de vida republicana. Si yo tengo el deseo de redondear mis 100 años de vida, es porque quiero llegar al 6 de diciembre cuando los cumplo, al año 2000, y aprovechar esta fecha para decirles a mis amigos, dentro de 4 años, que mi experiencia de este primer siglo me obliga a recordarles que nuestro destino es el de llevar las esperanzas que nos recuerda el pontífice romano en su certera manera de llamarnos. No debemos recibir las palabras de Juan Pablo como un elogio, sino como el recuerdo de lo que han visto en 500 años quienes han salido del Viejo Mundo para venir a crear uno Nuevo. Si en el Viejo hubo hambre, esperan que en el Nuevo encontrarán trabajo y una mesa suficiente. Si en el Viejo, el fanatismo de nazistas, fascistas o franquistas les hizo invivibles sus patrias, que aquí encuentren un lugar de convivencia. Mayor compromiso no puede tener el hombre del Nuevo Mundo. No hay que mirar la tierra donde hemos nacido como un regalo de los dioses, sino como un campo en donde nos toca ofrecer a los demás, ese lugar de esperanza de que habla el papa Juan Pablo. No porque él lo haya dicho propiamente, sino porque eso está en el corazón de nuestra historia.

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Esta fiesta que me hacen ustedes tiene esa profundidad tremenda, que yo veía en el fondo de la sonrisa de don Alfonso Reyes. Porque cuando él hablaba de la Ultima Tule, lo que estaba viendo era esa América de siete colores, en donde cada matiz de iris acaba por convertirse en una especie de compromiso con la gente ingenua, que se viene de Europa o de cualquier parte de los cuatro continentes, siempre con la idea de que aquí llegará a libertarse y convivir en un ambiente republicano porque aquí se inventó la república de la orden moderna. Es cuanto tengo que decir para agradecer de todo corazón el que hayan unido mi nombre al de don Alfonso, a la sombra de su Capilla, en donde tantas veces he soñado cuando pienso en mi tierra y en la suya. De nuevo, mil gracias por haberme escuchado. Germán Arciniegas.

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Arciniegas, Fundador de Museos - El Colonial, el Nacional

Dos cartas Bogotá, D.E., enero 5 de 1990. Señor doctor Andrés Pastrana Arango Alcalde Mayor de Bogotá E. S. D. Muy querido Alcalde Mayor: Mil gracias por su carta y el envío del libro sobre los Museos de Bogotá. Benjamín Villegas se ha superado, él, que edita libros tan hermosos, con este que quedará como una de las obras mejor editadas del año que acaba de pasar. Sólo debo señalar en el texto dos falsas historias, en relación con el Museo Colonial y con el Nacional, iniciados el primero bajo la administración de Eduardo Santos y el segundo en la primera de Alberto Lleras Camargo, en los dos casos siendo yo ministro de Educación. El empeño de ignorar cómo surgieron los dos museos, que viene recogiéndose en la prensa pa-ra celebrar el centenario de doña Teresa Cuervo, obedece a razones que no quiero escrutar y que dañan más que benefician la memoria de tan distinguida trabajadora de la cultura. En los dos casos la llamé a la dirección de esos Museos, una vez que estaban para inaugurarse. Siempre he recordado co-mo lo que más quise de mi paso por la administración las dos obras, fruto de mi propia iniciativa, y ocupación de la mayor parte del tiempo que pasé al frente del Ministerio. La omisión de este hecho la tomo como una invitación para que borre dos años en mi hoja de vida. No sé si sea justo pedir-le esto a quien va para los noventa. Pero no está bien que semejante propuesta se formalice en una obra editorial de la Alcaldía a su digno cargo. La idea de un Museo Colonial estaba en la mente de muchos cuando en 1945 -me llamó Eduardo Santos para ocupar el ministerio que dejaba Juan Lozano y -Lozano. Sobre el tema de un museo habíamos platicado muchas veces con Pepe González Concha y Gustavo Santos. Lo mismo hice entonces con Juan Lozano. Se pensaba en una posible adquisición de la Casa del Marqués de San Jorge. De lo mismo hablé con Teresita Cuervo y con quienes iban a acompañarme en la extensión cultural que empezaba a tomar cuerpo en ese despacho. Enton-ces pensé, y creo que a nadie se le había ocurrido, devolverle al edificio en que funcionaba el Ministerio, su destino casa de la cultura. Había sido parte del San Bartolomé de los jesuitas en la Colonia, y el salón de grados pasó a ser,

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desterrados los de la Compañía, biblioteca. Luego, pasó a edi-ficio público. Yo, de niño, lo conocí, cuando ahí se reunía en 1910 la Asamblea Nacional que eligió a Carlos E. Restrepo. Ya de estudiante, en 1921, instalé allí la Primera Asamblea de Estudiantes. Para que usted, mi querido Alcalde, se dé cuenta de estas cosas, de esa Asamblea surgió la idea de las reinas de estudiantes, y la primera que nos acompañó valerosa-mente, y elegimos y coronamos en el vecino Teatro Colón con discurso de Laureano Gómez, fue su abuela. Yo la conocí entonces. Le juro que era la más bella de Bogotá. Me parecía haber descubierto el patio cuando tomé algunas de las primeras fotografías que se publicaron, con la Cúpula de San Ignacio -nosotros decíamos de San Carlos- al fondo. Sobre el patio y la cúpula escribí para Cromos una de mis primeras páginas. Después se instaló allí la Biblioteca Nacional, que en 1938 trasladó Daniel Samper Ortega al edificio que hoy ocupa, pero no bien hizo Daniel la mudanza, cuando cayó sobre el bien raíz el Ministerio. El patio había muerto. Se construyeron oficinas en un horrendo plan de amontonamiento. El salón de grados se con-virtió en dos pisos de depósitos de pizarras, tiza y gises. Sólo había un lugar agradable, mi oficina, con una ventana sobre la casita cural de la catedral, con el encanto de la cúpula, que no viéndose ya desde el patio muerto, se contemplaba desde el de la vecina. Y así nació la idea del mu-seo en la casa en que usted, mi querido Alcalde, lo ha conocido. Le dije a Eduardo Santos: ¿Qué tal si hacemos el Museo Colonial en la casa que ocupa el Ministerio? Santos me tenía un cariño paternal, y sin vacilar: Hágalo. "Hágalo", pero no me dio ni un centavo. Lo que siguió fue una de aquellas locuras a que mi edad -apenas pasaba de los cuarenta- me empujaba. Haciendo con los ministros amigos combinaciones y milagros se tomó en arrendamiento un edificio en la Jiménez de Quesada, y en un tiempo récord nos instalamos. Lo que ahora se llama restauración se adelantó en la casa vie-ja sin expertos. Se trataba de tumbar paredes. Por el zaguán salían camio-nes y camiones de ladrillos, tejas y basura.. El arquitecto me aseguraba que el patio no tenía arcadas sino en dos costados. El del lado sur era, según él, muro ciego. Una mañana llegué a las 7 y les dije a los obreros: rompan aquí. Y fueron saliendo los arcos blanqueados, las columnas de una sola piedra. La iglesia tenía una capilla que avanzaba al centro del patio. Entré en conversaciones con el rector de San Bartolomé, el padre Mejía. Era un hombre de decisiones rápidas, con gran sentido de la realidad y nos entendíamos a la maravilla. Tenía el edificio una oficina grande pegada a la iglesia, de norte a sur. No sé cómo, en un dos por tres, acordamos tumbar la capilla a cambio de la oficina. Quedó mejor la iglesia y se salvó el patio. En el centro instalé una pila, la del mono, que no sólo se ve muy bien, sino es simbólica porque impuso silencio.

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Ya el mono no indicaba, como en la Colo-nia, que no debían murmurar los aguadores, sino los visitantes amigos del Museo. Ya estaba todo listo como Museo. Ahora: ¿Cómo llenarlo? Lo colonial del entonces muerto Museo Nacional era poquísimo. Necesitábamos diez veces más. Las Pardo, herederas de don Rafael, tenían una colección, única en Bogotá, que me ofrecían en veinte mil pesos de los de entonces, que desde luego no tenía el Ministerio. Ciento veintitantos dibujos de Vásquez Ceballos, un portalón dorado como un altar, una cama de Virrey, cuadros de Vásquez como el Niño de la Espina... Le dije a Eduardo Santos: Regálame esa colección. Ya le he dicho, mi querido Alcalde, cómo me llevaba el apunte el Presidente. Convine con las Pardo una visita. Felices porque lo adoraban. Llegamos puntuales. El doctor Santos dejó en el vestíbulo su Sletson -sombrero inglés- -de fieltro finísimo, no como nuestros Borsalinos baratos. Las Pardo fueron mostrándole 120 dibujos, la cama, el portalón dorado... El encuentro que teníamos planeado, de pocos minutos, se fue convirtiendo en lo que eran las visitas de zaguán. Interminables. Las Pardo se desbordaron ofreciéndonos colaciones y agüita de yerbabuena, y el Presidente, que era maestro en despedir visitantes, no encontró manera de acortar el encuentro. Absurdo, porque él tenía un puesto que no le permitía esos descansos. Al fin, pero había pasado más de una hora, salimos. Las Pardo, dichosas por haber vendido por nada lo que era en realidad un museo que les ocupaba la casa; yo, porque iba a poner las bases del Colonial; Eduardo Santos, porque viendo salvado lo mejor de Bogotá en La Candelaria, se había encariñado con lo que se estaba haciendo. Sólo me quedó una preocupación: la del tiempo robado al Presidente. Ya al recibir los dibujos de Vásquez Ceballos, entre sonrisa y cinismo, les hice ver cómo era excepcional el tiempo que les dedicó el presidente. Figúrese usted lo que pasó: Si usted sufrió nosotras estábamos muriéndonos. El gato se había orinado en el sombrero, y tuvimos que, a fuerza de agua, jabón y plancha, dejarlo como nuevo... Se acercaba el final de la presidencia de Santos y para inaugurar el Museo el plazo era improrrogable: 6 de agosto. Acudí a las dos personas únicas que podían poner el toque final de gracia: Lorencita, la mujer de Eduardo Santos, y Gabriela, la mía. En un mes, o menos, llenaron el patio de gera-nios. Cuando en la noche del 6 se inauguró, era el patio más bello de Bogotá, y en ese ambiente, con el Salón de Grados restaurado, todo lleno de luces y flores, se celebró el final de la administración de Santos.

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Lo esencial era llamar a la dirección a una persona que pudiera entregarse de lleno a dirigirlo. Creo haber encontrado la mejor: Teresita Cuervo. Lo tomó como cosa propia y por cuatro años estuvo al frente de la dirección. Se vio entonces que en manos femeninas estas cosas se mantienen con entra-ñable amor. El 9 de abril de la violencia y la sangre, cuando la ira se arremolinó en la Plaza de Bolívar y de ahí se extendió hacia el norte, el sur, el occidente y el oriente, Sophy Pizano, que había sucedido a Teresi-ta, sola, valientemente sola, detuvo la avalancha que quiso arrasar la casa, como había saqueado el comercio. Y volvió a nacer el Museo... Me he extendido en este relato, que por otra parte puede tomarse de los periódicos del 7 de agosto de 1942, y de la Memoria del Ministerio que entregué al Congreso, pero no sólo quiero que el autor del texto en el libro de la Alcaldía, el Dr. Enrique Pulecio Mariño, se entere de la historia, sino que me agrada recordar cómo se hacían entonces las buenas obras, sin plata y con ilusiones. Lo del Panóptico también está mal tratado en el libro, por mala información del doctor Pulecio Mariño, pero lo dejo para una segunda carta. El cuento es más largo y usted puede pensar, mi querido Alcalde, que el gato está orinándose en su sombrero. Cordialmente, Germán Arciniegas

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Bogotá, D.E., enero 5 de 1990. Señor doctor Andrés Pastrana Alcalde Mayor de Bogotá E. S. D. Mi querido Alcalde Mayor: Lo del Museo Nacional ocurrió de esta manera. Tocó a Alberto Lleras Camargo ocupar la Presidencia en el último año correspondiente a Alfonso López -Alberto me llamó al mismo Ministerio-. Acepté - ¿cómo no aceptar? - pero le dije: "Me dejas sacar los presos del Panóptico y convertir la cárcel en Museo Nacional"... Ni yo mismo me daba cuenta de lo que decía, pero Alberto me contestó: "Lu-z verde". Luz verde sí, pero el Panóptico era una propiedad de Cundinamarca, había que precipitar la apertura de la Cárcel Modelo, y convertir en salas de exhibición las celdas. Todo estaba fuera de la plata que tenía el Minis-terio. Yo conocía el Panóptico muy bien. De universitario me interesó más que nin-guna otra rama del Derecho, el Penal, y fui muchas veces a conocer cómo se manejaban los criminales ya juzgados en la primera de las prisiones de Co-lombia. Era el Panóptico la gran porquería en el centro de Bogotá. Llegaban las mu-jeres de los presos con las cabezas humeantes, colocados como corroscas braseros en que cocían sus guisos, y el olor a cebolla y ajos impregnaba en dos cuadras a la redonda. De mi contacto con los presos saqué una tesis que por poco me corta los estudios. Entonces Colombia era, nacionalmente, analfabeta. Un sesenta por ciento de los niños no tenían escuela. Y para mi per-plejidad, la población carcelaria correspondía a los pocos que sabían leer y escribir. De letreros estaban llenas hasta las paredes de las letrinas. Mis observaciones me llevaron a presentar al doctor Rafael Escallón una monografía sobre La Escuela en Colombia como factor del delito. El doctor Escallón se indignó y me calificó: Dos. Me rajó. Tuve que habilitar. Era gobernador de Cundinamarca Miguel Arteaga, Jurista insigne. Conocedor de todo mil veces más que yo, me escuchó. Le propuse: Cundinamarca entrega legalmente la propiedad del Panóptico a la Nación, instalamos en el edificio principal el Museo Nacional y en las otras edificaciones abrimos un colegio mayor para mujeres... La propuesta implicaba desprenderse el departamento de la más valiosa de sus propiedades y contribuir a la creación del Museo Nacional. Veinte mil metros cuadrados en lo que ya era el eje de Bo-gotá valían. Es cierto que los

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estaba disfrutando la Nación con la cárcel, y de hecho no le representaban a Cundinamarca sino el olor de las guisanderas. Pero en todo caso había que devolverle a Cundinamarca algo, y el Colegio Mayor era por lo menos más bueno para el departamento que dejar el Pa-nóptico para cárcel nacional. El Gobernador aceptó. Se anticipó la apertura de la Cárcel Modelo. Y quedaba al fondo la enorme cárcel vacía. Lo que había que hacer era desmesurado, sin recursos. Recogí las disponibilidades del Ministerio hasta barrer y empecé a buscar ayudas. Álvaro Díaz, ministro de Obras, me daba cuadrillas de obreros, y Luis Fajardo, secretario de Obras Públicas del municipio, con su gente, hizo el arreglo de todo el frente, hasta sembrar los árboles. En los talleres de la Escuela de Artes y Oficios se fundieron las letras que anunciaban en la fachada la nueva destinación del edificio: Colegio Mayor de Cundinamarca - Museo Nacional. Todavía se puede ver la parte que dice Museo Nacional. La del Colegio se arrancó y echó a la basura más tarde. Trabajamos día y noche tumbando los calabozos hasta convertir cada ala del viejo Panóptico en una galería abierta. Yo llegaba a mi casa a medianoche, hecho una porquería, feliz. Entre los presos estaba el coronel Gil, pagando su delito de amarrar en Pasto al presidente López. Le di el contrato de las obras de carpintería, y él a su turno puso a trabajar a los presidiarios entablando las galerías. Como en el caso del Colonial, la fecha límite para entregar montado el Museo era el último día del gobierno de Alberto Lleras: 6 de agosto. Año de 1946. Estando todo listo, nombré para la dirección a Teresita Cuervo. Como cuando el Colonial. Con una adehala. Teresita era una especie de Eduardo Lemaitre con faldas en su embeleso fanático por Laureano Gómez, y Laureano tenía manos libres y fondos para preparar la Conferencia Panamericana. Teresita le pediría para mejorar lo que quedaba hecho con pobreza. Invité a Laureano para mostrarle la obra. Era increíble ver cómo se había transformado la cárcel. Recorriendo las huertas le mostré el edificio donde quedaba instalado el Colegio Mayor de Cundinamarca, que puse bajo la dirección de Ana Restre-po del Corral. Ahora que usted tiene lo de la Conferencia, si le da una ma-no a esta obra, será la coronación de todo: Teresita Cuervo quedará al frente del Museo... Y con ese imperio que le era innato, me dijo: "Y usted debe seguir hasta completar lo que ha hecho"... De la entrevista saqué el convencimiento que le ayudaría a Teresa, y así fue. El teatro que inauguramos el 6 de agosto con la silletería más modesta, él lo amuebló con espléndidas butacas, la pavimentación se afirmó con baldosines o

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ladrillos en vez de los entablados del coronel Gil ... Quitó del vestíbulo el busto de Santander fundador del Museo a tiempo con la Repúbli-ca, y la piedra de la inauguración que decía que el Museo se había abierto el 6 de agosto de 1946 siendo Alberto Lleras presidente y yo, Ministro de Educación. Lo mismo las letras de bronce del Colegio Mayor de Cundinamarca. Lo respetable de estas últimas iniciativas está en lo que dice don Eduardo Lemaitre: "Laureano era la conciencia moral de la República. No todo el mundo creyó que del Panóptico salieran el Museo y el Colegio Ma-yor. Cuando del proyecto no se había adelantado en los periódicos informa-ción alguna, llevé a Rafael Muñoz, ilustre antecesor suyo en la Alcaldía, le dije qué iba a hacer del Panóptico: "Cómprese usted para el municipio La Perseverancia y convierta este terreno en un parque donde se pueda cons-truir el Hotel Tequendama". Entonces el barrio de la carrera 5ª a la 1ª era de lucecillas verdes y se había podido adquirir a precio de arrabal. Muñoz, que era un gran cachaco, pensó que yo estaba loco. Y nada. Luis Duque Gómez había instalado lo que fue la base del Museo de Antropolo-gía en una de las oficinas de la Biblioteca Nacional. Le dije: "Esto tiene que pasar al Panóptico". "Usted puede llevárselo todo -me dijo-, pero pasando sobre mi cadáver". Luis Duque es de una pieza, conoce el destino que se espera de estas mudanzas, y yo le respondí con violencia: "Se pasan allá, yo soy el Ministro". Más se afirmó en su decisión porque a él palabras semejan-tes lo envalentonan en vez de reducirlo. El diálogo fue de eslabón y peder-nal... Pero se convenció, y con el Museo de Historia se pasó el de Antropología. Lo de que se hiciera el Museo no parecía posible. Luis Duque acabó viendo que era realidad, y lo único que sucedió entre los dos fue un robus-tecimiento de la amistad que traíamos y creció esa vez echando chispas. Lo de Laureano explica muchas cosas. Como conciencia moral tenía que borrar la imagen de Santander, y erradicar la palabra Cundinamarca. Su pasión de litigante lo llevó a ver de qué manera se sacaba a Cundinamarca del teatro, desconociendo los títulos de propiedad. Se buscaba la forma de acabar con el Colegio Mayor... Algún tiempo después, tuve una larga entrevista con el papa Pío XII, que conocía de Colombia mucho más de lo que pueda imaginarse. Incidentalmente le hablé de los Colegios Mayores, cómo los había iniciado y lo que se estaba haciendo. Me obligó a darle información minuciosa -hablé con él más de una hora- sin más testigos que Gabriela, mi mujer, y volviéndose a ella me dijo: "Esa es una solución admirable... lástima que en Italia no pudiera hacerse algo parecido...". A Dios gracias Laureano no supo nunca de esta conversación. Si la conoce, la arremete contra Pío XII y acude a todos los medios para sacarlo de la silla. Teresita lo

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veneraba -a Laureano-- y acabó abriendo en el eje del edificio una sala consagrada a glorificarlo... Se mantuvo así mientras ella dirigió el Museo. Como en el caso del Colonial, el doctor Pulecio Mariño no tiene sino que leer en el periódico del 7 de agosto cómo se inauguró, o acudir a la Memo-ria que presenté al Congreso. El busto de Santander, pasados los años irregulares, volvió a colocarse en el vestíbulo. La piedra que recordaba la inauguración quedó enterrada en la huerta, y se colocó otra de redacción ambigua que pudiera servir a lo que se hace ahora para desconocer a quien lo inventó. El doctor Pulecio Mariño cayó en la trampa. Si él, o usted, mi querido alcalde, quieren mayores informaciones, Jorge Rojas o Carlos Martín, que trabajaron conmigo, pueden darle detalles curiosos. Para mí es fastidioso por lo incómodo que me siento trajinando estos recuerdos en primera per-sona. Pero eso sí: Si me obligan puedo llenarle cuadernillos y nadie sabe mejor que yo lo atareado que está un funcionario cuando sabe que el término de su gestión se le viene encima... Ya con dos cartas largas es robar mu-cho tiempo. Un cordial abrazo de su viejo amigo, Germán Arciniegas

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Dos Cartas a Juan Gustavo Cobo Borda, 1993 Santa Fe de Bogotá, 3 de febrero de 1993 Mi querido Cobo Borda: Después de que hablamos por teléfono, me presenté en la Biblioteca Nacional como un aparecido del otro mundo y se llevaron el susto que era de esperarse. Después, con una gran generosidad me regalaron dos ejemplares del libro. No crea que conseguí uno más. Pero me han jurado que le han enviado 10 y por eso me he quedado con los 2, protestando furioso porque no llegan a 5. Lo suyo me lo leí al domingo siguiente de un tirón. Cobo Borda, Luego Existo. No sólo es generosísimo, sino que resultó un tipo por lo menos diferente dentro del pro-grama colombiano. Yo no tengo cómo pagarle a usted, mi querido Juan Gustavo, el interés que ha tomado por una obra tan difusa como la mía. Yo mismo me pierdo cuando trato de juzgarla. Voy llegando al momento de hacer un balance y me muero de envidia del tipo que escribe la telenovela En Cuerpo Ajeno que no se pierde entre los personajes que ha inventado. Yo no tengo sino 4 o 5 que muevo desde hace 60 años y a la fecha no acabo por entenderlos. Si le digo que todas las mañanas le encuentro cosas distintas a don Cristóbal Colón, usted es el único que me lo cree, pero me vuelvo loco porque me resul-ta un libro diferente cada 13 de octubre. Esta carta he debido escribírsela hace más de un mes. Es una canallada la demora. Pero no puedo decirle el número de prólogos atrasados que he tenido que despachar sin dejar de atender a los artículos de El Tiempo. Y afrontar el problema de cómo sigo con el libro que tengo entre manos y que no sé cómo resolver. Conrado Zuluaga vive urgiéndome para que le dé algo del texto. Tengo desde luego la obligación contraí-da con Planeta como presidente de la editorial en Santa Fe de Bogotá. Y la ambición de redondear el tema, antes de que mi Dios me quite la maquinita. Por otra par-te, estoy sobadísimo de los ojos porque he tenido que dejar de escribir y pa-sar a dictar. Es una experiencia nueva que me está cambiando el estilo. Pa-ra que se dé cuenta de mi problema, voy a hacerle una confidencia. No sé có-mo afrontar este final y me salen una serie de caminos que le confío. Si de pronto no alcanzo a aprovecharlos, y le interesan, se los regalo. Un camino. Colón y Vespucci, una amistad burlada. En 1492 Vespucci llega a Sevilla y entra por primera vez en contacto con Colón. Tienen para interesarlo la circunstancia de manejar el negocio de los Médicis en lo que directamente se relaciona con aprovisionar las naves para el primer viaje. A Vespucci le nace el interés de los viajes marítimos y de la navegación teórica. Se en-tiende con los

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pilotos y los marinos. Va aprendiendo las cosas del oficio. Y la menudencia del diario quehacer en las naves. Conversa con Colón sobre las pocas cosas que sabe de Génova. La vida de los Catáneo que él conoce a través de Simonetta. Los Catáneo han tenido la experiencia directa del gobierno de Génova e intereses en la explotación de las minas de Elba. Es gente rica de mucho poder en Génova que Colón ha visto de lejos y que ahora puede interesarle por el dinero que mueve en Sevilla. Vespucci es el tipo que le da las claves de la vida política y de la vida económica de la Génova que él no ha conocido sino de lejos. Segundo Acto. Los viajes van apretando esta amistad que liga cada vez más a Colón al grupo florentino de Berardi más que a los genoveses o venecianos de Sevilla y cuando los Reyes Católicos se ven obligados a investigar a Colón sin herir su tremenda susceptibilidad, utilizan a Vespucci enviándolo al Caribe para que informe sobre la veracidad de sus descubrimientos y la calidad de gobierno que están dando él y su hermano que tantas quejas y dolores de cabeza les traen a los Reyes. Vespucci es un tipo de confianza que en esta clase de misiones se caracteriza a lo largo de toda su vida. Cuando los viajes de Colón em-piezan a intrigar al rey de Portugal, el rey de Portugal propone a Vespucci que vaya a servirle por un tiempo, como es obvio con la idea de obtener datos sobre las cosas de Colón. Queda sobreentendido que no utilizarán a Vespucci en nin-guna exploración dentro de lo que corresponde a Castilla por la división de la línea de Tordesillas y en el viaje que hace Vespucci para el Rey de Portugal, no como piloto sino dentro de la tripulación al acercarse a la América del Sur, las naves navegan por donde nunca habían navegado las de Colón. Es decir, ha-cia el Polo Sur y llegan casi hasta la Patagonia, repasando casi todas las costas del Brasil. Se abre el interrogante de si esta navegación pudo hacerla Vespucci previo conocimiento de Colón y si resultaría posible inclusive la teoría que hoy defienden los portugueses de ser Colón el hijo de un infante de Portu-gal y la madre fue a tener su hijo en Génova para ocultar sus amores secretos. En todo caso, el origen de haber tomado Vespucci la dirección de la nave portuguesa, cuando la costa de Sur América se interna hacia el occidente ya en el Uruguay es porque el mar pasa a ser castellano, de acuerdo con el Tratado de Tordesillas y se reconoce esta calidad por los navegantes portugueses. Tercer Acto. Cuando regresa Vespucci de su viaje a Portugal, Colón le confía sus negocios en el viaje que Vespucci hace a la corte porque ya los reyes a quien le tienen más confianza y favorecen, es al florentino. La reina Isabel ha muerto, Colón está tan enfermo, que no puede viajar a ver al rey Fernando y le escribe a

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su hijo diciéndole que pone toda su confianza y sus esperanzas en Américo Vespucci, un hombre de bien a quien los soberanos tienen que reconocer más de lo que le han reconocido. De esta amistad entre Colón y Vespucci no quedaron sino testimonios de aprecio mutuo y sólo la suspicacia de los historiadores, que inventó más tarde una ri-validad que nunca existió. Otro Camino. La Creación del Nuevo Mundo. Parto del principio de que la co-sa no fue el 12 de octubre de 1492, sino el año de 1502, es decir, cuando Américo Vespucci llega al punto en que asume el mando de la nave portuguesa y definitivamente se da cuenta de que lo que han descubierto no es el Asia sino otro continente y que él propone se llame el Nuevo Mundo. Entonces se trata de ver cómo lo primero que se aprovecha del camino que abre Colón viene a ser para descubrir el continente inesperado. Como el viaje es portugués y la noticia parte de Florencia y se extiende de París a la hoya del Rhin, el cuento no tiene nada que ver con España ni los Reyes Católicos. Una de las consecuencias va a ser la publicación del viaje en Saint Dié, que es una aldea en el fondo de un valle del Rhin, en Lorena, que forma parte del imperio alemán. Como ahí nace el nombre de América, la publicación de la carta y del mapa constituyen la fe de bautismo del Nuevo Continente. En donde no figuran, como es normal y natural, ni Colón, ni la reina Isabel, ni Fernando, tres personajes totalmente extraños al viaje. Esto explica que brilla por su ausencia, en las miles de publicaciones del V Centenario, la fe de bautismo del continente. Siguiendo la suerte de la carta de Vespucci, la bola que va rodando es una historia fascinante, porque donde quiera y se anuncia ocurre algo extraordinario que daría para una novelita. En Florencia al recibirse la carta, la señoría decreta iluminación general y en particular de la casa de los Vespucci que en cierto modo es la de Simonetta. Los dos tíos de Amérigo son dos personajes fabulosos. Guido Antonio, que es el que ordena todas las pinturas con que se inicia la Capilla Sixtina. He contado la vida en El Embajador. La del otro tío es más notable y está por escribir. Ese Georgio Antonio que fue amigo de Toscanelli, de Ficcino, de Lorenzo el Magnífico y de todos los humanistas, lo fue también de Reuchlin, padre del humanismo alemán y que sirvió de contacto para que la carta y los mapas de Amerigo circularan por el mundo alemán. De Florencia pasa la carta a París y el traductor es el arquitecto de Verona que construye el puente de Notre Dame, que es como una calle que une la isla donde está la catedral con la ciudad. Impresiona tanto la edición que hace el veronés de la carta de Vespucci en la Sorbona, que la lleva a Colonia un poeta desde donde se difunde por primera vez en el mundo

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alemán. Y el mismo es el poeta Ringmann, la lleva a Saint Dié, donde los canónigos que están editando como una gran no-vedad la geografía de Ptolomeo que acaba de descubrirse, suspenden por inútil esta publicación para hacer la de la carta de Vespucci como la noticia del siglo. Ellos proyectan y hacen la edición con el planisferio que por primera vez trae el nombre de América, y la imagen íntegra de las Américas desde Alaska hasta la Patagonia. Ringmann le consagra una oda a Vespucci e inventa el nombre que aparece en el prólogo y en el cuerpo mismo de América, sobre la tierra del Brasil. De ahí en adelante, empieza a reproducirse en toda Europa el nuevo nombre en mapas que van cambiando de forma hasta acertar con la que hoy tiene ya definitiva. De Saint Dié pasa la carta a Brujas, donde se produce el primer debate sobre el Nuevo Mundo que viene a llenar la ilusión de Erasmo y sus amigos Tomás Moro, Luis Vives, Peter Guilles- de una sociedad más cristiana, más piadosa, más honesta, sin propiedad privada en donde el hombre vive de acuerdo con la naturaleza, reviviendo los ideales de Platón. La carta de Vespucci viene a ser el anteproyecto de la Utopía de Tomás Moro. De tal manera impresiona la carta de Vespucci, que a partir de 1503 ya no se vuelve a publi-car durante un siglo la carta de Colón a Luis Santangel y empieza a reproducirse en todas partes la de Vespucci ya no sólo en latín sino principalmente en lengua alemana. Se publica en todas las ciudades alemanas donde el invento de la imprenta empieza a florecer. De ahí pasa a Pilsen en el reino de Bohe-mia, donde se publica en checo, lengua eslava, que posiblemente sirve para que la carta llegue a Polonia, donde la conoce Copérnico. Copérnico entiende que ahí está la clave definitiva para apoyar en firme su sistema astronómico, y así lo dice en el primer capítulo de su libro Las Revoluciones, que llevaba 30 años de estar elaborando y que ahora confía al editor para hacerlo público. Como ve, mi querido Juan Gustavo, desarrollando este cuento sale un libro completamente distinto de los que se publicaron en el centenario, que da el valor universal al caso americano. Tercer camino. El tercer camino es el que orienta todo lo que estoy hacien-do, y definitivamente he abandonado. Es "Europa en América". Consistiría en hacer un estudio de cada una de las naciones emigrantes que van llegando a América para hacer una Nueva España, una Nueva Inglaterra, una Nueva Portugal, una Nueva Suecia, una Nueva Escocia, una Nueva Irlanda, una Nueva Ámsterdam... etc. En realidad, éste es el libro fundamental y el que me sirve para ha-cer las clases en los Andes. Imposible de hacer porque al escribir cualquier historia, le resulta a quien la haga más voluminosa que la Enciclopedia Britá-nica. La primera sería la

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Nueva España. Es la más ignorada, la más complicada porque la tapa la obra oficial del Imperio, que en cierto modo es la nega-ción de América y lo que habría que escribir sería el por debajo de esa histo-ria. Como ve, mi querido Juan Gustavo, dictar es mucho más fácil que escribir y un tipo que dicta es un "dictador". Yo podría tener aquí a Graciela días enteros y haría cartas de 400 páginas. Más ahora en que leo con mucha dificultad y me divierto dictando porque no hay luz para leer. Esta carta la termino porque ella tiene que irse a almorzar. Usted se salva y si no serían 20 páginas. Hace tres días está aquí Fernando Botero. Para que se dé cuenta de la Colom-bia de hoy, no han salido dos líneas en el periódico, dando cuenta de que llegó. No pueden decirlo porque están protegiéndole la vida. Tal vez cuando se vaya se sabrá que estuvo. Pero esto le da la medida de los extremos a que hemos llegado, gracias a don Pablo Escobar a quien el cura García Herreros lla-maba el "hermano Pablo". Un abrazo y punto. Germán

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La carta más larga de mis últimos cuarenta años. Santa Fe de Bogotá, 27 de septiembre de 1993 Mi querido Juan Gustavo: El otro día, impensadamente, porque no había aviso especial, estábamos viendo televisión cuando de repente aparecimos usted y yo. Sensacional la entrevis-ta. Pero al mismo tiempo con una coincidencia. Para su información de biógrafo, cumplo con la obligación de decirle que me estoy quedando totalmente ciego. Por esa razón tuve que renunciar a seguir de presidente de la Academia de Historia. La ocurrencia produce efectos inesperados. No siento en absoluto comple-jo de inferioridad. Hace ya más de un año que no escribo una línea, y todos los artículos estoy dictándolos, lo mismo que las cartas. No veo ni para fir-mar un cheque. Esto último ya es una gran ventaja. Al principio fue muy difícil lo de dictar, pues no lo había hecho antes ni siendo ministro, y estoy construido alérgicamente opuesto a esa manera de producir. No he podido hacer na-da con la grabadora. Apenas me entiendo con Graciela, que está tomando mis apuntes. En cambio, dejo de leer mil cosas inútiles. Por la mañana vagamente me entero de los titulares. O bien Graciela, o mi hija o la enfermera me leen las noticias que selecciono, que generalmente son una escogencia por lo bajo. Creo que mientras menos se sepa de lo que está pasando, se vive más tranquilo y más feliz. Pero de otro lado, ya en mi calidad de persona acostumbrada a trabajar con las cosas viejas, saber que no puedo hacer uso de los documentos, y sí puedo trabajar con la imaginación, es lo que siempre había soñado. He tenido que renunciar a la presidencia de la Academia de Historia porque es idiota dirigir un debate estando ciego y sordo. Con tres sentidos comete uno torpezas que no encuentran disculpa en los colegas, en cuya benevolencia no hay que confiar. Pero, para despedirme, voy a explicarle por qué al entrar a la cámara oscura seguiré especulando sobre la vida y los hechos de una cantidad de sujetos a quienes he conocido a lo largo de más de 60 años en forma muy limita-da, por haber pagado mi ineludible tributo a la reverencia documental. Lo primero que voy a destacar es mi experiencia casi constante de los casos decisivos que han torcido el curso de la historia en que vamos siguiendo los hechos pun-tualmente, documento por documento. Cuando se llega al instante que va a cambiar las cosas, los archivos enmudecen. Esto me ha resultado casi

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una constante en la vida de todos los personajes que me han interesado. Colón regresa de su primer viaje feliz de haber llegado al Asia, después de cruzar el Atlántico como nadie lo habría hecho. Se embarca en Monte Cristi del Caribe, regresando con él sólo dos carabelas de las tres de la proeza. La Santa María, que era la capitana, se volvió añicos la noche de Navidad de 1492. Yáñez Pinzón piloteaba La Pinta, y Colón, La Niña. Todo lo que llevaba del Asia para comprobar el viaje eran diez indios en pelota con un moquito de oro, úni-ca muestra de las fabulosas riquezas que seguían existiendo sólo en su imaginación. No se entendía con Yáñez Pinzón, que desde que llegó al Caribe se puso a navegar por su cuenta, como si no dependiera del Almirante. Desde que se embarcaron para regresar, hasta que llegaron al otro lado, no se cambiaron sino las palabras de orden en las maniobras de las dos naves. Iban como dos niños peleados que no se hablan. El mar estaba tranquilo como un lago y se tiraban a nadar de las naves como divirtiéndose en una playa. Al llegar a las Azores empezó a soplar un viento de tempestad estilo Caribe. Las dos naves se sepa-raron y una hora después no volvieron a verse. Yáñez Pinzón pensó que Colón había naufragado, y lo mismo Colón de Yáñez Pinzón. Después de dos días de vomitar y revolcarse en la inmundicia, volvió la calma. Lo único bueno fue el lavado de la cubierta por las olas. Las velas y todo el aparejo quedaron hechos una miseria, y Colón se acercó a la Boca del Tajo para desembarcar en un puer-to insignificante al norte de Lisboa, como escapado de un naufragio, para ha-cer su primer contacto con el Viejo Mundo. De los diez indios que embarcó en el Caribe para llevar de muestra, no llegaron sino nueve, pues el décimo se murió en el camino y lo tiraron a los tiburones. Eran diez asiáticos desnu-dos con un moquito de oro cada uno. Taviani que, en su obra monumental sobre Colón, sigue paso a paso todos los detalles del regreso, da cuenta en cuatro líneas de lo que ocurrió en el de-sembarco. Estaba amarrada en el puertecillo una flamante nave portuguesa que hacía el servicio de vigilancia para que no desembarcara en el reino nadie escapando al control de su majestad. Al ver a estos desgraciados, no le da-ba licencia a Colón para desembarcar si no mostraban papeles que acreditaran quién era. Colón, altivo, con ese maldito orgullo que no le permitía incli-narse ante simples funcionarios, accedió a sacar las cartas del rey que lo acreditaban como Almirante del Mar Océano y Virrey de la Tierra Firme y las islas que iba a descubrir al otro lado del Atlántico, es decir: en el Asia. Como estaban tan en orden los documentos, el capitán de la nave le dio el vis-to bueno para que bajara con su tripulación agregándole que, como el rey esta-ba en las vecindades, iba a

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darle la noticia, pues le interesaría recibirlo. ¿Quién era el capitán de la nave portuguesa? ¡Santo cielo! Bartolomé Días, que dos años antes, sosteniendo exactamente la teoría opuesta a la de Colón, había propuesto el viaje al Asia por el camino lógico de seguir la Costa del Africa hasta el Cabo de las Tormentas, doblarlo, y tomar el camino directo por el Océano Indico hacia la China y el Japón. Hizo el viaje Bartolomé Días, dobló el Cabo de las Tormentas, al que le puso el nombre de Buena Esperanza, y quedó abierto el camino al Océano Indico, que vino a ser el camino de Portugal. Regresó con sus naves, que las trajo repletas de marfil blanco y negro (el negro, esclavos de Etiopía), oro de la Costa de Oro y muestra de las especias que ya anunciaban el nuevo camino que haría la riqueza de Portugal. La curiosidad del historiador está en saber cómo se desarrollaría el diálogo entre ese Bartolomé Días en el apogeo de su triunfo y el Almirante Colón, que sólo sostenía su título con una carabela en harapos y nueve indios en pelota. ¿Cómo buscaría Colón saciar su curiosidad tomándole noticias a Bartolomé Días de su viaje? ¿Qué le preguntaría Días a don Cristóbal, que estaba tan segu-ro de venir del Japón y de haber visto la China? No hay en los registros de este encuentro, ni en los que relatan en seguida los encuentros de Colón con el rey Don Juan, ninguna información que aclare estas cosas. Es como provi-dencial que, por una tempestad en las Azores llegue precisamente Colón, no a Cádiz sino a Lisboa, y que las dos primeras personas que vea sean Bartolomé Días, el descubridor de la otra ruta, y el rey Don Juan, que unos años antes le negó su ayuda para ser él quien patrocinara la travesía a través del Atlántico para llegar al mar del Japón. De la entrevista con el rey, particularmente, nace toda la teoría política que servirá de base a Colón para pedirle al rey y al Papa la creación de los Imperios de España y Portugal al lado y lado del meridiano que debería trazar su Santidad. Colón en realidad tiene dos vidas. La del político y la del navegante. La del político tuvo consecuencias enormes, porque de su iniciativa, al pedir las bulas papales, nacen los dos imperios más grandes de la Europa del siglo XVI. Y como las entrevistas, que son el origen de esa actividad su-ya, quedan para uso exclusivo de la imaginación, el papel del ciego va a ser, por lo menos, tan grande como el del historiador de documentos en esa parte que es la del inicio de la vida americana. Este cuentecito, que no puedo ha-cer más corto, es apenas una muestra de decenas que muestran la importancia de los ciegos en el comienzo de la historia de América. Como ve, mi querido Juan Gustavo, si un mero incidente da para una carta tan larga como ésta, tengo cantidades para escribir "En la taberna de la historia", la

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novela con que pienso inaugurar la larga serie de libros que voy a escribir en los próximos 20 años, ya como novelas, despidiéndome de la historia docu-mental. Al mismo tiempo, resolví hacer con Planeta una combinación para empezar la serie de libros de Europa en América, que he venido consultando aquí con gente de Francia, Portugal, Inglaterra, Estados Unidos, etc., pensando, no en un proyecto con programa anticipado, sino que recoja lo que vaya consiguiéndose de libros sobre experiencias de europeos que se trasladan a América a hacer una vida nueva. Si uno le sigue la pista a un infeliz que cuida puercos en España y se embarca para América, a lo que salga, para convertirse en las estatuas de bronce que lo recuerdan como Belalcázar en Quito, Popayán, Pasto, Cali o Bogotá, se da cuenta de cómo se va forjando un hombre americano sobre una raíz europea. La idea consiste en tener un comité internacional que vaya seleccionando libros a lo que caiga, ya sea encomendándoselos a gente que simpatice con el proyecto, aprovechando trabajos publicados como, por ejemplo, uno precioso sobre la emigración de los suecos a Estados Unidos, de donde salió una película hace unos 20 años que fue sensacional. Creo que sería una buena manera de empezar de nuevo a hacer la historia de América. Y uno de los tipos para encabezar la cosa sería Juan Gustavo Cobo. En la carta que le he escrito a la agregada cultural de Francia, que se apasionó por el proyecto, encontrará la explicación del plan. Ella me pidió que le diera por escrito el cuento, porque cree que se podría interesar una buena editorial francesa que tomara conjuntamente con Planeta el plan. Entre los autores que discutimos estaba Daniel Mesa, que ha hecho un estudio, el más completo hasta hoy, de la venida de los judíos a Colombia. Pensaba hablar con él en esta semana sobre el pro-yecto y se me murió hace dos días, cuando menos se esperaba. Lo que necesito, por lo pronto, es su reacción frente al proyecto en términos generales. Tengo unas conversaciones en estos días, entre otros con Leonel Giraldo, que ha entrado a formar parte de Planeta. De todo le iré informando. Pero a usted se le pueden ocurrir muchas cosas, y lo que necesito es su reacción inmediata. Le he escrito esta carta a trancazos, entre ayer y hoy, y, ayer, de pura casualidad, me llegó su última carta con el recorte del periódico argentino que me va a leer ahora Graciela. Le acompaño la copia de la carta a la consejera de Francia. Escríbame como yo voy a hacerlo. Esta carta no es sino una amenaza. A Paloma, un collar de recuerdos, lo mismo a Griselda. Abrazos. Germán

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GERMAN ARCINIEGAS BIBLIOGRAFIA 1. El estudiante de la mesa redonda, Madrid, Juan Pueyo, 1932, 248 págs., 2. La universidad colombiana, proyecto de ley y ex-posición de motivos presentado a la Cámara de Representantes por Germán Arciniegas, Bogotá, Imprenta Nacional, 1932, 196 págs., 3. Memorias de un congresista, Bogotá, Editorial Cromos, 1933, 189 págs., 4. Diario de un peatón (segundo suplemento a la Revista de las Indias), Bogotá, Imprenta Nacional, 1936 276 págs. 5. América tierra firme. Sociología, Santiago de Chile, Ercilla, 1937, 325 págs, 6. Los comuneros, Bogotá, Editorial ABC. 1938. 402 págs. 7. Jiménez de Quesada, Bogotá, editorial ABC, 1939, 347 págs. 8. ¿Qué haremos con la historia? (Cuadernos del Noticiario Colombiano, No. 14) San José, Costa Rica, 1940, 80 págs. 9. Los alemanes en la conquista de América, Buenos Aires, Editorial Losada, 1941, 268 págs. 10. El caballero de El Dorado, Buenos Aires, Editorial Losada, 1942, 253 págs. 11. Este pueblo de América, México, Fondo de Cultura Económica, 1945, 181 págs. Dibujos de José Moreno Villa. 12. En el país del rascacielo y las zanahorias, Bogotá. Librería Suramérica, 1945, dos volúmenes, Vol. I; 126 págs. VOL. II; 108 págs. 13. Biografía del Caribe, Buenos Aires, Editorial Suda-mericana, 1945, 531 págs 14. El pensamiento vivo de Andrés Bello, Buenos Ai-res, Editorial Losada, 1946, 214 págs. (Biblioteca del pensa-miento vivo, 33). 15. En medio del camino de la vida, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1949, 288 págs.

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16. Entre la libertad y el miedo, México, Editorial Cultura (Cuadernos Americanos), 1952, 362 págs. 17. Américo y el Nuevo Mundo, México - Buenos Aires, Editorial Hermes, 1955, 388 págs. 18. Italia, guía para vagabundos, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1957, 239 págs. 19. América mágica. Los hombres y los meses, Bue-nos Aires, Editorial Sudamericana, 1959 317 págs. 20. América mágica. Las mujeres y las horas, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1961, 253 págs. 21. Cosas del pueblo. Crónicas de historia vulgar, México - Buenos Aires, Editorial Hermes, 1962, 243 págs. 22. Colombia, Washington, Unión Panamericana, 1962, 91 págs. 23. El mundo de la bella Simonetta, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1962, 185 págs. 24. Entre el mar Rojo y el mar Muerto: guía de Israel, Barcelona, Edhasa, 1964, 194 págs. 25. El continente de siete colores. Historia de la cul-tura en América Latina, Buenos Aires, Editorial Sudame-ricana, 1965, 715 págs. 26. Genio y figura de Jorge Isaacs, Buenos Aires, Eu-deba, 1967 191 págs. 27. Nuevo diario de Noé, Caracas. Monte Avila Editores, 1969 199 págs. 28. Medio mundo entre un zapato, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1969, 288 págs 29. Colombia. Itinerario y espíritu de la Inde-pendencia, según los documentos principales de la revolución. Cali, Carvajal, 1969, 162 págs.

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30. Nueva imagen del Caribe, Buenos Aires, editorial Sudamericana, 1970, 457 págs. 31. Roma secretísima, Madrid, Anaya, 1972, 194 págs, 32. Transparencias de Colombia. Bogotá. Instituto Colombiano de Cultura, 1973, 2 vols. 1: 157 págs 33. Estancia en Rumania, Bucarest, Pentru Turism. 1974, 32 págs. 34. América en Europa, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1975, 335 págs. 35. Páginas escogidas (1932-1973), Madrid, Gredos. Antología Hispánica, núm. 33, 1975, 318 págs. 36. El Zancudo. La caricatura política en Colombia (siglo XIX), Bogotá, Editora Arco, 1975, 213 págs. Texto de Arciniegas, págs. 8-39. 37. Antología de León de Greiff, Bogotá. Instituto Colombiano de Cultura, Colección Popular, No. 18 1976, 33l págs. Selección y prólogo, Germán Arciniegas. Prólogo: págs 15-30. 38. Galileo mira a América, Roma, Pliegos de cordel. 1:7, Instituto Español de Cultura, 1977 36 págs. 39. Fernando Lorenzana. Recuerdo de su vida, Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1978, 426 págs. 40. Fernando Botero, Bogotá, Ed. Lerner, 1979. Texto de Arciniegas, págs. 13-48. 41. El revés de la historia, Bogotá, Plaza y Janés, 1980, 350 págs. 42. Bolívar, de Cartagena a Santa Marta, Bogotá, Ban-co Tequendama, 1980, 206 págs. Texto de Arciniegas: págs. 9-26. 43. Simón Bolívar, Roma, Trec, 1980. 44. 20.000 comuneros hacia Santa Fe, Bogotá, Edito-rial Pluma, 1981, 442 págs. Texto de Arciniegas, págs. 11-58.

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45. Los pinos nuevos. Diario de un sonámbulo ena-morado, Tunja, Editorial Bolivariana Internacional, 1982, 515 págs. 46. Bolívar, el hombre de la gloria, Bogotá, ediciones Tercer Mundo, 1983, 142 págs. Originalmente publicado co-mo artículo en la revista Selecciones, julio de 1943, los editores lo amplían, con testimonios sobre Bolívar y una cronología. Textos de Arciniegas, págs. 7-70. 47. Bolívar y la revolución, Bogotá, Editorial Planeta, 1984, 345 págs. 48. Centralismo europeo, federalismo americano, Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 1985, 59 págs. 49. De Pío XII a Juan Pablo II. Papas que han conmovido al mundo, Bogotá, Editorial Planeta, 1986, 165 págs. 50. Bolívar: de San Jacinto a Santa Marta. Juventud y muerte del Libertador, Bogotá, Planeta, 1988, 194 págs 51. El embajador, Bogotá, Planeta, 1990, 260 págs. 52. El Libertador y la guerrillera, Bogotá, Carlos Milla Bartres, 1990, 99 págs. (Teatro). 53. Con América nace la nueva historia textos escogidos. Selección y prólogo de Juan Gustavo Cobo Borda. Bogotá, Tercer Mundo Editores, 1990, 371 págs. 54. América es otra cosa. Antología y epilogo de Juan Gustavo Cobo Borda. - Bogotá, Intermedio Editores/Círculo de Lectores, 1992, 245 págs. 55. El mundo cambió en América. Antología y prólogo de Juan Gustavo Cobo Borda. Bogotá, Intermedio Editores. 1993, 290 págs. 56. América Ladina. Compilador: Juan Gustavo Cobo Borda. México, Fondo de Cultura Económica, 1993, 432 págs. 57. Cuadernos de un estudiante americano. Compila-ción y prólogo de Juan Gustavo Cobo Borda. Bogotá, Unidades - Educar, 1994, 598 págs.

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58. Gatos, patos, armadillos y otros seres humanos, Bogotá, Presidencia de la República, 1994, 109 págs. 59. Bolívar y Santander Vidas paralelas. Bogotá, Editorial Planeta 1995. p. 301. 60. América nació entre libros 2 vols., Bogotá, Biblioteca Familiar- Presidencia de la República, 1996

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EPÍLOGO: Premio Alfonso Reyes para German Arciniegas En una punta de la inmensa sala de dos pisos tenía su escritorio don Alfonso. Los dos pisos estaban divididos por un corredor circular. Las paredes eran de libros. Don Alfonso entornaba los ojos, sonreía, y empezaban a salir de los volúmenes Agamenón, Diomedes y cuantos personajes vagamente conocemos nosotros y para él eran familiares. De Helena lo sabía todo. No era sólo la crónica de las batallas sino las menudas ocurrencias y picardías de la vida diaria. De cómo un mexicano pudo enterarse tanto, y llegar a tanta familiaridad con los héroes de la Ilíada, parece un abuso literario. Don Alfonso en la cima de Tenochtitlán y abajo, el mar Caribe -de bucaneros y piratas- andaba en coloquios con Agamenón y Diomedes con la misma naturalidad de Homero a orillas del mar Egeo en los tiempos de La Ilíada. Podría pensarse que lo de don Alfonso sería un atrevimiento literario, el más audaz que pueda cometer un mexicano. Para ser exactos, en cuanto él entornaba los ojos, iban saliendo de sus libros y tomando cuerpo los fantasmas para entrar en coloquio con el mexicano con la mayor naturalidad que pueda uno imaginar. ¿Cómo explicarse que este travieso ingenio del laberinto azteca pudiera en el Golfo de México hacer amistad con los héroes de La Ilíada? ¿Cómo llegó a conocer los encantos de Helena? En todo esto no hay ningún misterio. Se sabe por la verídica tradición de la Atlántida que ésta nació cuando el jardín de las Hespérides. Congréguense los Atlantes en el Templo de Neptuno. Los que van llegando cuentan cataclismos de la tierra de donde vienen. Mien-tras están hablando, un terremoto hunde el templo, y la imagen de Neptuno es destruida por un rayo. A lo lejos se oye el clamor de las Hespérides. Convirtiendo en armas los árboles y las columnas del atrio, acometen a Hércules, con quien sostienen rudo combate. Trasladados ya al Caribe, de Neptuno para abajo, los dioses griegos con todas sus trampas, astucias y enredos humanos quedan contagiados de la sustancia americana. La aventura de don Alfonso le da ciudadanía americana lo mismo a Agamenón y a Diomedes que a Helena. Su gracia convierte el virreinato en un virreinato de alfeñique. Sor Juana se sale de los suelos y entra de lleno al teatro del cazador de sonrisas sin perder la profundidad de sus sueños. Don Alfonso escribe la octava partida que se le olvidó al sabio castellano. Su aventura es la más arriesgada de nuestras letras, y por eso, todos a una proclamaban su candidatura como la ideal para que se le diera el Premio Nobel. Fue entonces la grande ilusión de nuestra América. Sólo él nunca pensó en eso. Su placer estaba en conversar con los personajes que salían de sus anaque-les a platicar en veladas de regocijo devolviéndole la vida a imágenes que parecían destruidas por el tiempo. Si don Alfonso le devolvió a nuestra América el derecho de

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fami-liarizarse hasta con los del Olimpo griego, como los griegos se habían tomado la libertad de jugar en el Caribe la creación y destrucción de la Atlántida, su lección es una de las aventuras ejemplares de las letras de nuestra América que él desenvolvía como si no hiciera otra cosa que moverse sonriente por entre llamas. El México de entonces se presentaba en el mundo a través de las memorias de Pancho Villa. Los mariachis llenaban con sus cornetas y guitarrones los ámbitos, no sólo de América, sino de Europa. No eran solamente los frescos de Orozco y Diego Rivera sino los infernales de David Siqueiros los que se salían de los muros de México para llenar las revistas de arte de América y Europa. En medio de esta estruendosa presentación surgía don Alfonso como un cazador de sonrisas. Había una fineza que quedó como una nueva lección tranquila e inesperada. Todavía está por difundirse entre nosotros esa fineza de su arte que quedó como una enseñanza al margen de la revolución mexicana. Recuerdo la reacción de Alfred Knopf en Nueva York, cuando publi-có la Visión de Anáhuac. Esta pequeña joya quedaba fuera de los programas editoriales de esa que era, y sigue siendo, una casa de primera línea entre las grandes de Estados Unidos. Yo trabajaba entonces con ellos, y cuando se publicó la Visión de Anáhuac me dijo Alfred, que era como una especie de emperador y fue fundador de la casa: "Lanzo el libro que no va a ser, ni con mucho, un éxito comercial. Es una joya que se va a editar por el prestigio de la casa: quiero darme este lujo y que quede como un modelo en los Estados Unidos".