cuadros costumbres-eliseo santiander, caicedo rojas
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CUADROS DE COSTUMBRES
N.0 22
BOGOTA EDITORIAL MINERVA, S.A.
1936
f:L ::'.EO SAf\. T1\NDEI\
IUA!J FR¡\, ;ISCO ORl¡ ~ JOSf_ CAIC_ o~ JWJ'\s
BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA
CUADROS DE COSTUMBRES
DE
RAFAEL ELISEO SANTANDER, JUAN FRANCISCO ORTIZ y )OSE CAICEDO ROJAS
©Biblioteca Nacional de Colombia
BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA
CUADROS D~ COSTUMQR~S
DE
RAFAEL ELISEO SANTANDER, JUAN FRANCISCO ORTIZ y JOSE CAICEDO ROJAS
©Biblioteca Nacional de Colombia
SELECCION SAMPER ORTEGA DE
LITERATURA COLOMBIANA
PUBLICACIONES DEL
MINISTERIO DE EDUCACION NACIONAL
Edirorinl Minervn , S . A. 1936
©Biblioteca Nacional de Colombia
COLOQUIO DE LOS TRES AUTORES QUE
FIGURAN EN ESTE VOLUMEN
Juan Francisco Ortiz.-No por haber gozado en mis
días fama de conversador inicio esta plática; sino porque,
según enseña el padre Astete, la edad es antes que la
dignidad y el gobierno, .Y yo nací antes que ustedes.
~afael E. Santander.-Despacio, Juan Francisco, des
pacw. No alargue tanto sus cuentas pues no aventaja mu
cho su edad a la mía: diferencia de meses en una vida dilatada, no es gran diferencia. '
José Caicedo Rojas.-¿Dilatada ha dicho usted? Pido
entonces mi prelación. ¡_Cuál de usted<:s llegó a mis 82
años? Que yo recuerde, Ortiz murió a los 67, y usted pagó
con la mortal sus otras deudas a los 74.
Santandet·.-¿Quiere eso decir que hemos de hablar de
nuestra muerte antes que de nuestra vida? Pues con en'
plazar al lector o curioso de nosotros para el día del j l"
cío estamos despachados.
Ortiz.-Bueno: si ha de hablar antes quien nació pri
mero, no estuvo mal haber comenzado yo, pero si es
quien murió último, Caicedo Rojas tiene la palabra.
Caicedo.-Devuelvo el cumplido, y que hable el ma
yor, ya que no el más viejo.
Ortiz.-Gracias, querido Celta. Y ¿qué diré yo de mí
que no parezca repetición? ¿No andan escritas mis "Re
miniscencias", o sea 1quel opúsculo a;Jtobiográfico que,
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habiendo quedado inédito a mi muerte, se publicó, aun· que incompleto, treinta y dos años después de ella?
Caicedo.-Razón tuvo, pues, don Miguel Antonio Caro para llamar ese opúsculo "testamento cerrado que el autor guardó para que se abriese y publicase después de su muerte".
Santander.-Mi testamento literario, en cambio, fue testamento abierto. Yo también, como Ortiz, quise de· jar una obra póstuma que diera cuenta de mis recuerdos; pero contra mi propósito se interpuso Alberto { Trdanrta, quien logró lo que no había conseguido ni el propio Vergara, es decir, que la "Historia de unas viruelas" oc ruhlicase cuando aun vivía este tuso que les habla a u;· tedes. Así, mis apuntes autobiográficos vieron la luz en el "Parel Periódico Ilustrado", diecisiete meses antes de ,, entierro, con esta nota que puse al mar¡:re-n · "El autor r!P estas líneas tenía el deseo de que elJ;¡s no rueran r11blir~das hasta después de su muerte, poniendo esta volunt~rl al cuidado de un~ mano filial. Hoy, aue ese sér amado "" ha hundido en el senulcro, ha accedido a los ruegos d" los amigos, pidiendo la benevolencia públicél sin eme nllP·
da nan•cer vanirlúl pues estando más cerc1 de h tumba oue del mundo, ésta es planta que ya no fructifica en el ;¡Jma". ¡Bien?
Orti:r..-Muy bien Pem antrs ele continuar qt1icro ha· cer a ustedes una T'rr>r-unta que me interesa. ¡qué m~s rliin de mí el señor Caro?
Caicedo.-Diio, en una biografía de don Toaouín Mo~ouera, que al teP.timonin de usted. como <1l ele ~"er~ona r>cu~nime. apelaba para reforzar alguna parte de la ser,, blanz.a del prócer.
Ortiz-Gracias a usted por el recuerdo .V ;:t} señor Caro por e1 elogio. Alguna vez, cierto, conversé con el se ñor don Joaauín, y el palique anda escrito en mis "Remi· niscencias". Ahí lo debió de leer don Miguel Antonio
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Santander.-Si tales cosas se dicen del amigo Juan Francisc0, ¿cuáles se predican de nosotros?
Caicedo.-No por disímiles nos habrá colocado en un
mismo grupo de autores nacionales est¡;; sobrino de José María Samper, que al publicar nuestros escritos, como
que nos arranca del olvido, o de la indifercnc1a, que es
peor cosa. Pues les digo yo a ustedes que hay en nos·
otros una virtud común, superior a nuestras aficiones li
terarias y acaso origen de ellas, algo que nos cobija por
igual a los tres, y es nuestro raizalismo, vindicado por el tuso en un escrito encantador. Sí, amigos míos: raizales
somos, y raizales de Bogotá, aun cuando yo naciera en Tunja y aunque nuestras familias viniesm de otras partes; porque cada uno de nosotros cantó a Santafé o escribió sus glorias, y ella nos atrajo y congregó, y tal es la causa, creo, por que el coleccionista de estas páginas, acordándose de su tío y mi tocayo, nos llamo ahora, como en otro tiempo nos llamaba el señor de la Calle de Bolivia, para que vengamos a mosaico.
Ortiz.-Intcrrumno. con perdón dl' ustedes. En la memoria tengo aquel billete de Santander para que una noche dd 58 fuéramos a su casa con pretexto de "tomar chocolate de media canela. y fumar v mentir. de cuatro a 11eis horas, como decía el canónigo Saavedra", y esa ve
lada, cuya fecha preci3a se me escapa, fue la de nuestro primer mosaico.
Santander.-Cierto. Y antes, y entonces, y después.
cuántas veces anduvimos juntos, como ahora. Así figura
mos en el "Museo de cuadros de costumbres'' que publi
caron los redactores del "Mosaico" y en el propio perió
dico. De "El Trovador" hubiera podido decirse que fue
la hoja de los tres Pepes, desde que nuestro tocayo Sam
per nos llamó a Caicedo y a mí a la dirección de ella. E8 decir, que cuando no todos juntos, al menos dos de nos
otros dimos que hacer a unas mismas prensas. ¡No re·
cuerda usted, Caicedo, dónde hice yo mis segundas, por
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no decir mis primeras armas? ¿No fue en "El Duende",
ese periódico retozón y entremetido, que tan pronto sr:
colaba a los bailes como a los conventos y cuarteles, y que
por los años de 4 7 dirigían usted y Maldonado, donde vie
ron la luz mis "Artesanos"? Recuerdo que la gente mr:
preguntaba entonces cuál era el nombre oculto tras de la
"C" con que usted firmaba sus escritos, que luégo se cam·
bió por "Celta" o por "Yarilpa", y yo me dtYertía hacién
dome el de nuevas. Sigamos. ¿Cuántas veces no frecuenta
mos usted y yo las oficinas de "El Neogranadino", "El
Pasatiempo" y "El Museo"? ¿A las de "L. Caridad" y "El
Conservador" no concurrían ustedes diariamente, mientras
yo, representante del partido opuesto, me iba con los ter
tulios y redactores de "El Tiempo"? "El Conservador''.
"El Tiempo" ... ¿no le recuerdan a usted algo estos nom·
bres? ""·~-
Caicedo.-"Vejeces de mi juventud" fueron ésas, si la
alusión va por mis discursos en la logia llamada la "Es
trella del Tequendama" . ¡Ay, amigo y tocayo, qué memo'
ria tan traviesa la suya! No sé si aun exista cierta hoja
aue reorodujo un editorial de "El Tiempo" donde se glo
sahan las causas que determinaron mi retirada de la Vene
rable, pormenorizadas en una carta que escribí en "El Con
~ervador". "Veieces de mi juventud", reoito. Pero do
blemos, si le place, esta hoja, cuyo recuerdo me conturba
Santander.-Doblémosla. Todo ha sidC' por una asocia·
ción de ideas. Hablábamos de algo que en nue tras vidas
fue común e hizo que muchas veces an ~twiéramos juntos.
aunque ideológicamente discrepáramos . Sí. Pepe amigo,
cu1ntas afinidad<>s exnlican nuestra presencia en estas pá·
~rinas. Redactores de unos mismos periódicoR y con
idénticos gustos literarios, al escrito de ust<>d soh,.r
"Las Casas". resnondo yo con mi "Jiménez de Oues~da" :
su "Don Alvaro" recuerda aquello mío snbre "La Ítl.~ticia
"el delito <>n el Nu<>vo Reino", y forma con "Teresa". clr
Ortiz, una bonita trilogía; cerca a "La chm:a de mis ahue-
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los" o junto a "Una taza de chocolate", qué bien suenan
las notas de su · "Tiple'; en sus "Recuerdos y apuntamien· tos" hay historias de viruelas y en los .. Apuntes de Ran•;'
che ría", noticias autobiográficas. Y pasando del país de las letras a otros campos, aparece que Celta y yo fuimos
alcaldes; y también diputados al congn~so; y a Ortiz y a mí nos decían doctores, porque lo éramos en derecho; y
todos tres fuimos colegiales de San Bartolomé, y a todos
por igual nos cobijó el manto de nuestro raizalismo.
Ortiz.-Por igual no. señor colega. SH ra~zalismo y el nuéstro son diferentes. El suyo era una especte de quietud
que no le dejó salir a usted de los límites de Bogotá. según lo dijeron, entre otros testigos, Emiro Kastos y Ricardo Carrasquilla: por eso es acabada la semblanza qu
el último de ellos, sin querer, hizo de usted, diciéndole: ~~ ~-~ ~...,.. . fl .. ~
-Dime hasta dónde has viajado, porque tu aire es de extranjero.
-Por el norte a Chapinero, por oeste a Fontibón, y por los otros dos puntos el oriente y mediodía. estuve en la Peña un día y en Tunjuelo una ocasión.
Pues bien, algo más leios que las suyas fueron mis an·
danzas. Nacido en Bogotá, en aquella casa que hace fren
te a la iglesia de Santa Inés, el vendaval de la reconquis·
ta sopló tan recio sobre mi padre y su familta, que a él Jo
llevó _desterra~o a Ve~;zuela, y a nosntrr5 a Boyacá, don• de mts correnas de mno fueron por las cañadas y los ce•
rros que baña el So¡zamoso, Y mis empresas las de un c<1m·
ncsinito rematado. Narlie como yo para correr a caballo
las más veces .. en pelo", y a esa mi hahilidad debí el
nalique con Bolívar. que todns conocen· y al raliquc el honor de hallarme ahora con ustedes.
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Caicedo.-Explique usted el porqué.
Ortiz.-Porque Bolívar, "en su tránsito para la villa del
Rosario de Cúcuta, se hospedó en Paipa (no recuerdo la
fecha) en casa del señor Tomás Monroy", quien me lo
comunicó, invitándome al propio tiempo a formar parte
de la comitiva que debía acompañar al héroe hasta las
;tfueras del poblado. el día siguiente al de su llegada. Pe
ro resultó Bolívar o más madrugador 0 menos amigo de
cahalgatas que nosotros, pues se marchó sin decir palabra,
caballero en el "Palomo blanco", su caballo favorito, que
conocía la ruta como el que más, por ser. oriundo de eso.s
lugares. En cuanto yo lo supe monté en mi potro, un "Tra
galeguas" genuino que, acicateado hriosamente, salió como la ira mala y no paró hasta "El Arenal", en don
de dimos alcance al Libertador; y allí, como éste me preguntara mi nombre. le respondí que era hijo del Dr. Ortiz, preso entonces por insurgente en Puerto C;¡ bello. El gener;¡ 1
me pidió algunos datos más relativamente a mis cnnrli ciones y empresas. Resultado del palique fue que Rolf
var le escribiera al señor vicepresidente. recomend~ndnme
para una beca de bartolina, que pronto se con~<iP'uió . v
¡¡sÍ. me trajeron al colegio. adonde en breve- clehb llegar, por instancias de mi padre, el C"E' hilhÍil .•;clf) •n
maestro de latín en Poraván. don FPlíx de Restrero. quien ahrió cátedra de filosofía. a la que il .~istimos con
Pene Santander. Y aauí tomo el hilo que deié atrás. Por
aue vo. ~migos, que llorf al dP.~pedirme de "mi" potro v "mis" ternero¡; de "El Salitre": yo. que sobre cazar go
rrionPs v salt<~r vall:do'l nn ¡;ahí;¡ más, llegado a Bogot~
rnmen ré a adquirir Mhitos mhanos. hice amist?d con rren
tP.~ onP cp llpv~ron mi a.fecto. v paré al cabo en escritor. ;:¡
ln rai7.a1 ~;¡nt::~fPrc.>ño. v raiza 1 fu; siPmnre. no obstante h::~,
rPrtne :111~E'ntado m1l('has VeCf'~ Oe la CiUd<ld. Va f'n mi¡;ÍÓn
[lpl rrohiPrno o nor nronia iniciativa, v recorrido hnPn ' n::~rte del territorio de l::t NuPv;t Gr;:¡n~rl:1 Pnr 1,., rn~l rlirvn
yo que si mi vida representa, como la de todo hombre,
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una cruz, el tronco de la mía, o sea la cabeza y el corazón, estuvo hincado en Santafé, sin perjuicio de que mis viajes me llevaran hacia el Valle del Cauca y I3oyacá, o hacia Pamplona y Neiva, o más lejos aún, hasta el Istmo y la ciudad de Lima.
Santander.-Como al principio de este diálogo, vuelvo ~ decir a usted: despacio. Creo verdad que su cabeza es
tuvo apegada a Santafé; pero no me Cf.~!'lvence que lo estuviera siempre su corazón. Rivera y Garrido, discípulo ~uyo, en cuya casa de Buga murió usted, le escribió a don José Joaquín Ortiz una carta que este anciano me leyó v que saca verdaderas mis dudas. Pues hablando don Luciano de "La venganza de una mujer", novela inédita de la que usted le hizo legado, entresaca un :-~parte, espl"ciP clr canto al Valle del Cauca, que termina con estas palahr3s: "¡Bendita tierra. Allá. se meció la cuna de mi padre ... "Allá quisiera yo morir!" ;Qué dice usted?
Ortiz.---:Que hay una circunstancia que todo lo explica y compag1~a Y que fue como la clave de mis empresas· la veneracwn que tuve por mi padre, cuya vida anhP]é imitar hasta en las cosas más triviales. Sn figura estuvo presente en todos mis actos, y para dPcirlo de una vez "quise yo ser como mi padre era". Si n'l alcancé ni siem~ pre ni nunca, a ponerme a la par de se01ei;~nte hombre sí estudié leyes porque mi padre lo había hecho; sus m~estros lo fueron míos: la litePtura, nuestra aficin11 mm1ín. y porque él había nacido en Buga, quise morir yo allí. Eso
es todo. Caicedo.-La conversación que uste,~es acaban de te
nf'r, originada de haber hablado yo de raizalismo, me des
pierta una duda torturante que quiero e>xponerles. Casi ni al "tuso" cedo vo la palma en esto del amor por Bogotá.
v. sin embarr:o, hube de separarmf' varia~ veces de ella. no sin la congoia de ver que se perdían a lo leios las fald::~• m;:¡ternales de Monserrate y Guadalupe. Pues hien, ami-
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gos míos: en tales circunstancias, ¿pude o no llamarme yo raizal?
Ortiz.-Púdolo, señor, y a boca llena, por cuanto ser raizal no significa ser inmóvil. Las Escrituras dicen que
"donde está tu tesoro allí está tu corazón", o sea que allí
echamos raíces donde está el ser am1do. Y el suyo se guardaba en una casita del Puente Nuevo, que era en f'~e entonces el nombre de una de nuestras calles. Tran
quilícese, mi buen Celta: bogotanos raizales fueron ese horrar, y su dueño y señor.
Caicedn.-Respim. La casa a que mted alude fue ];¡_
que formámos con Paulina, la amante cor:~¡:-añera que dulcificó todas mis h0r~~. v ::~donde se volvían mis oios siemp,·e cwe me aparté de Boczotá. Y ello sucedió alcmnas veces. Yo formé con los cachacos de la Compañía de la Unión qnc, al mando del general Herrán. hicimos la campaña del año 40, por tien-as de Santander, habiendo sido compañero~ mÍ ni:. en nrímer lugar Félix, novio de Pastora. nom hrrs é.<:to<: OUP viven en mis "Amantf's clr Us::lou?n". v ln~
Caro~. Jo¡:é Eusebio y Antonio, el último de los cuales murió en la campaña. De él escribí una noticia bioe-ráfica
Ortiz.-:Qué me dice ustPd ;:¡ mí. ounido Penpl u~tecl
me ha dado en lo hondo. Nombrar a Antonio José Cam v a los miembros de es::t familia. es nombrarme amirro~.
·No fuP con ellos mn nnienP.<: nublirámo!' Toaouín mi hermann v vo "b fqtrrlht Narional". el nrimPr r>rriódico PYcht<:ivamentr literario mw hubo Pn (',l,mb;~? r.mn.-lo
Antonio Caro nerPrió en hs almas drl río San Gil. ·no nn
hJ;rmr vo en una hoia ~twlta un;¡s estrof~, ;:¡ •11 mrm0r;~ 1
·0 '~"'-~ cn1P rn rl recurrdo dr Antnnio tamhirn volvemo~ ;¡ l'ncontrarnos?
Santande-r.-No Pn eso úniomente. ~Pa1ín lo ::> rlw·rd
vn m~s ;¡mh:~ . T:1mhién Pn Ar>olo v Pn Clío v en Marte rairedo.- En Marte. ~í ;Cu~nto.c; r~'C11Prclo~ "" IDP tr1r
a la memoria la campaña del norte! Th::tmos lo~ rlr 1:1
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Unión al mando inmediato del general Urdaneta, mientras
aquí se quedaron algunos cachacos, entre ellos, señor don
Juan Francisco, su hermano de usted, Joaquín, apodado
por nosotros el "Cabezón", los cuales formaron una guar
dia especial para la defensa de la ciudad, que resistió he
roicamente a las fuerzas de González. Entonces murió
Neira, bien que su recuerdo vive en mí y acaso viva en
una página de mis escritos. j Y qué contrastes! Junto a es
tos cuadros de desolación y muerte, los chistes de Bernar
do Pardo y las compasivas actitudes del general Herrán
Casi dijera yo como Vergara: "¡Pasad, memorias; pasad,
recuerdos!" Santander.-"¡No paséis nunca, dulces recuerdos!", di
ga usted más bien, querido Celta; o al menos no paséis ahora, que es preciso tener bien abierto el ojo de la memoria, a fin de que nada se quede entre el tintero. Y continuando en la charla, como que ninguno de ustedes había parado mientes en lo que yo llamé hace un instante nuestra .herman~ad en Marte, y los tres tenemos, parece, ejecutonas en d1cha hermandad.
Ortiz.- ¡Ya lo. creo! Si el dios de la guerra como que presidió los destmos de nuestras vidas y arrulló nuestras
cunas. Cuando Y_O desp~rté a la vida, mi p:J.Jre, ya lo dije, estaba preso por msurgente, o sea por haber sido de los del
Veinte de julio. Caicedo.-Y yo nací al ruido de las descargas en la
época del terror. Santander.-Ser hijos de héroes, o serlo nosotros mis
mos es lo que constituye n\!estra hermandad en la gue
rra·' y no tocando la segunda parte sino con Caicedo Ro
jas,' la primera nos cobija a Juan Francisco y a mí.
Caicedo.-¿Héroe yo? No, sino apenas soldado y no de
}os muy valientes, querido tuso.
Santander.-¡Tuso!. . . "¡Cuántos recuerdos dolorosos
y también cuántas dulces memorias han suscitado esas pin-
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tas o sei1ales", que llevé más que con p .!.t iencia con or2U' llo, y puedo decir que con canño, y cuya historia considero la mejor de mis página~ porque me la dictó el cora2;ón
como un homenaje de amor filial a aquella mujer, viuda
de un héroe y heroína ella misma, que se llamó Man"-,
habiendo debido llamarse más propiamente Cornelia o
Policar¡la.. Ortiz.-¿Por qué?
Santander.-Por el temple de su alma y su amor a la libertad que dieron con ella y conmigo en la cárcel,
donde prendió la enfermedad que me dejó señalado de
manera indeleble, y por otros muchos motivos, como el que voy a contarles. Cuando el vicepresidente ::iantander hi2;o fusilar a Barreiro y los otros oficiales de Boyacá, m1
madre me condujo hasta frente del b1.nquillo, para que presenciara la ejecución; y como yo llorando me ocultase, al estrépito de la descarga, debajo de su mantilla, ella la apartó violentamente, diciéndome: "No llores, hijo, que por culpa de "ellos" soy yo viuda y tú huér~ano". Así era mi madre.
Caicedo.-Digna esposa ella del teniente don Narciso, por lo cual podría decirse en este caso aquello de que Dios los crió y ellos se juntaron.
Santander.-Cierto. En mi padre se dieron cita la gratitud y el heroísmo; abra usted, si no, la "Historia de
unas viruelas", que confirma la primera cualidad; hojée usted, para verificar la segunda, el ''Diccionano" de Scar
petta, y verá que no miento. Durante la dominación es
pañola mi padre llegó a ocupar el puesto de · síndico prn
curador de la real audiencia de Santafé; pero, nacido pa
ra defender la libertad, se enroló con los que la proclamaron el veinte de julio en su ciudaJ natai, y fue de los
que el día 21 atacaron y tomaron el parque del virreina
to". Despu~s _figuró, al lado de Nariño, eD:, nuestra primera guerra ctvil, y mas tarde en el sur, habtendose cubierto
de gloria en Tasines y Calibío, pero sobre todo en el Al-
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to Palacé y en Pasto, en cuyas cercanías murió luchando junto a su jefe y "dejando un nombre lleno de gloria para su patria y una memoria imperecedera como simpático, modesto, leal y entendido republicano" . Y no legándome "otra riqueza que sus servicios abnegados a su patria, que no fue poco", dicen los señores Scarpetta y V ergara que diz que supe imitar con esmerada religios1dad el ejemplo de sus virtudes, opinión que agradezco, sin compartirla, m mucho menos.
Caicedo.- L¿ué mundo de memorias ha despertado ca mí el recuerdo biográfico que usted acaba de hacer sobre su padre. Al arrullo del relato daba yo suelta a la imaginación y volvía a vivir aquellas tardes transcurridas en mi casa de Bogotá, oyendo al inolvidable abanderado de Nariño la relación de sus campañas, ayudado él de los apuntes que guardaba en un cuaderno y de su memoria excepcional, mientras yo escribía lo que el anciano iba contand<?. En_ poco estuvo que el libro se perdiera, por la conftscac10n de la imprenta de "El Tradicionista", donde se editaba, el año de 76, y a causa j,; m1.~ uib·ulaciones y mis viajes, al regreso de uno de los cuales halle ya a la venta las "Memorias"_ de Espino~a. aunque no enteramente conformes a la pnmera reda, :,·)ón, por haberse extraviado algunos de los originales en el secuestro suso- · dicho. Y como era "notorio a muchas perso11as que el &1."
ñor Espinosa me había encargado bondadosamente de este trabajo", quise deslindar el alcance de mi r.::sponsablid<tu, y escribí al efecto, una nota en "El Zip:,." de Filemón Buitrago. Igualmente emprendí la enmienda y composición de otro manuscrito, los "Recuerdos de la Tierra Santa", de Duque ~ómez, los cuales _arreglé cuidadosamente habiendo stdQ recompensado m1 trabaJo con una carta d~ don Pedro Fernández Madrid, la mejor quizá de cuantas salieron de aquella pluma privilegiada.
Ortiz.- ¿Por qué tan callado el herm;_~no tuso? Santander.- Pensando estaba en nut>stra hermandad,
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cabalmante, que así nos juntó en aficiones y empresas co·
mo nos señaló en el rostro con una que otra cosilla, her
mano tuerto.
Ortiz.-Protesto en nombre de Celta, a quien no cobi,
Jan sus alusiones.
Santander.-Las cuales en ningún caso fueron por él
sino por nosotros dos, cosa que ni a usted ni a mí debe
molestarnos; a mí no, por lo que antes dije, y a usteo
tampoco, puesto que a su fealdad aplicó alguien "lo que
dijeron los hermanos Margueritte de la de no :>é qué pe
riodista": que "era una fealdad mtehgente· ·. Y para que
usted se acabe de consolar, sepa que usted gozó un don
que vale por muchos: el de la poesía.
Ortiz.-¡ Vuelvo a protestar en nombre de Caicedo Roo.
jas, ese sí poeta de veras!
Caicedo.-¡ Por Dios, Juan Francisco ... !
Ortiz.-Bueno, algo hice yo en estrofas que han gus,
tado y hasta merecido honores de reimpresión, y fue el
canto "Al río Buga", que con gusto cambiaxía por "La
Fuente de Torca" y también por 'El j?rimer b;;.ño", don,
de campean las dotes de buen gusto y rlelicadeza que tan,
to admiraba Marroquín en usted.
Caicedo.-Cuando José María Verg-ua emprendió la
edición del "Parnaso Colombiano", dispuso que el primer
volumen contuviera los versos de Marroquín de quien
es asimismo el prólogo del tercero, donde van los míos. En
esas líneas preliminares de mis estrofas vertió Manuel to,
do el afecto que me tuvo y que debió ser muy grande s1
se mide por el que yo le profesé y por lo bondadoso' de
su juicio acerca de mi obra.
Santander.-Modesto está el ex presidente de la 50 ,
ciedad Filarmónica".
Caicedo.-¿Olvida el ex regidor munícipe el sitio en
que ahora nos encontramos? Adv1erta que eu nuestro co,
loquio hay voces de eternidad y que la tumba es alquita.•
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ra que todo lo depura y rectifica. No es modestia lo que he dicho, ni vanidad lo que ahora van a oír, o sea, que entre mis versos hay algunos que amo y pougc. sobre lo.> restantes, como son los que historié en la segunda edición de mis "Apuntes de ranchería", publicada precisamente
el aiio en que Santander me dio el abrazo definitivo. Santandet·.-¡ Caigo! ¿Se refiere usted a "La F\lente de
Torca"?
Caicedo.-Justo. Regresaba yo de un viaje al "Desierto de la Candelaria", que es lugar comparable con la lengua de Castilla, la de los Luises sobre todo porque parece hecho para conversar con el cielo. Regresaba, digo, de aquel lugar, adonde me llevaron aficiones de historia· dor Y poeta, cuando en un recodo salió a mi encuentro la f';lente de Torca, ofrciéndome el arrullo dt> sus aguas. Qui· z.a el acopw de poesía que mi imaginación l:abía acumulado a la V!Sta de los cuadr')s que acababa el·~ depr, mits que el cansancw Y la sed, y uno como anhele de desahogo me obligaron a detenerme a la sombra de lo• f.rboles de aquel SitiO encantador. Y se .1tado allí, "ensa 1·é dar rienda a. la inspir~ción del momento, y, mira,ndo el correr del agua, co· menee a dec1r, no en tono de apostrofe sino hablando con · migo mismo y con las pausas y silencios del caso:
Fuente undosa y cristalina, que por las rocas murmuras, buscando a tus aguas puras entre la arena vecina blando lecho, ¿a dónde vas tan derecho?_
"Como la cerilla en que se enciende el c1garro", o co· m.o vela que parpadea, así mi numen por momentos se encendía y apagaba al viento de la inspiración. Pero hubo un intervalo en que pareció que la esquiva musa huía de modo definitivo, y entonces monté a caballo, resuelto a
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no perseguirla. De pronto volvió el parpadeo y el levan·
tarse de la llama o numen, y así fueron saliendo mis es•
trofas, entre llamarada y llamarada. Con lo que al arribar
a Bogotá, llegó mi canto al final, que dicr:::
Imagen fiel de mi vida, fuente clara y apacible, ¡oh, si me fuera posible, junto a tu corriente pura, en la maleza escondida cavara mi sepultura!
Ortiz.-¡Ah, mi don Pepe! Si le dijera yo a usted que
la fuente de Torca ha desaparecido casi, pm mano de la
civilización, y que apenas si se reconoce <hora aquel lugar
donde la vista y el pensamiento se recreaban viendo correr
el ~gua por entre riscos y malezas, ¿qué diría usted?
Caicedo.-Diría:
¡Torca humilde, quién creyera,
que tan pri!sto ése tu destino fuera!
Y agregara: ¡qué similitud entre la historia de esa fuen·
te y nuestra vida! Primero, el retozo y el bullicio y las
flores; los tambres y malezas después; pot ultimo, la muer·
te. Santander.-Falta algo en su comparación. Porque así
como la fuente de Torca, cegada que ¡:ea, vivirá en sus
versos de usted, as1m1smo, muertos nosotros, nues·
tras obras, segúr, la frase del Evangelio, darán testimonio de
nuestras vidas y empresas, desde estas página• Je la Se·
lección Samper. Ortíz.-Bien dicho.
Ricardo Pardo A.
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RAFAEL ELISEO SANTANDER
CUADROS DE COSTUMBRES
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• LAS FIESTAS EN MI PARROQUIA
Esta §Ociedad que se bulle, que hace esfuerzos para sacudir el ropaje viejo y echarse a volar vestida de lo nuevo, se siente, sin embargo, con ataduras, con hábitos que pareciera ya haber perdido y que de repente como que los recobra y se ostenta más aferrada a ellos.
Cuando de estas rancias costumbres bonadas casi ele la fisonomía de un pueblo, se presentan nuevamente algunos rasgos, producen en las masas lo que los gratos recuerdos sobre el ánimo. Hay entonces alhor02;o, regocijo y entusiasmo, originados por el reanilrecimiento de escenas que despiertan con perdidas m~rnorias sensaciones que acaso se refieren a la mejor época de la vida.
Ni más ni menos habría juzgado de mí el filósofo observvdor al reparar que yo, homhre et,tnclo ya en mio sesenta y cinco años, con todos los recuerdos del antiguo régimen y con una tintura innegable del colorido de est•· siglo, bajaba por la calle de San Juan de Dios, ~gil y Jespierto, vivo y alegre como un much?.cho, a plantarmr en la plaza de San Victorino a esperar desde las. doce dr lñ. mañana el encierro de los toros que se d1spusJeran P" ' r:' la corrida de la tarde.
Era un día de esos del mes de ,inlio. sin llovizna R , .. bri~as, y en que el sol brilla al través de una atm~~fe•·rl trasparente que deja ver los cerros acortando la dlstancia. y el cielo puro como la radiante físonomí~, de 18 hP! dacl. Era preciso dar a mi figura una expres10n análo~~
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de fiesta, y tempranito, echando a un lado la capa·escla· vina y el sombrero de paja de murrapo, muebles de cons· tante servicio, comencé a dejar el rostro expurgado de la más tenue cana que pudiera denunciar mis trece lustros; una peluca a la Luis Felipe cubrió la calva, ocultando en· teramente los restos de una cabellera gris; la corbata sub· yugó cierta deformidad que traigo en la garganta, y e chaleco blanco, dejando entrever la gc1.a sujeta con un camafeo netamente inglés, se realzaba sobre un pantalón azul sin trabillas, cayendo sobre los suizos y en pugna con una levita mona de dudosa hechura y de época inciert~ . coronado el todo por un sombrero a la bombé, la gala de 1824, y que el tiempo y la polilla más que el uso lo tie· nen a mal traer.
Héme aquí en la plaza ostentando mi rubicunda cara, placentera y jovial, expresando el contento, remedando la juventud y dirigiendo hacia todas partes apasionadas miradas con aspiraciones de seductor. ¿_Qué corazón mar· chito ya, cansado por los sufrimientos, no ha palpitac1r con la emoción que el espectáculo del lugar de las fies· tas inspirar suele hasta a la yerta vejez? Aquel cercado coronado de tablados, vacíos aún de gente pero llenos de taburetes, canapés, cortinas, que hien pronto estarán en ordPn ocupados por sus dueños deiando ver la más va· riada compostura; la afluencia de la gente que se agolpa hacia la puerta y recibe toda la que desemboca por ~1 puente, regada entre las barracas. las me~itas de lotería, blancas y coloradas, la rueda de la fortuna: aquel ir y ve· nir. aquel ruido incesante producido por la botillera que robra el precio del mazato vendido. el oaie c;m;rado de tra .~tns eme pide naso para lleg;.r al t::~hL~do, los jineteo aur desp;~ritn conducen el corcel, gritando: ¡a un lado! S' la voz aguda y penetrante que entona el cantar tan cn
nn r:- ;d0 PI árhnl verde v conoso. las ti;<'ras df' ::~ouel s::~~t•·e. y más detrasito viene, etc.; todo esto baio la in· fluencia de un sol abrasador, respirando polvo en vez d ':
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aire, y el olfato atormentado por las exhalaciones que ema
na el peón que en aquel momento lleva una múcura
de la buena, o los preparativos de la cena, o las viandas,
que trascienden de apetitosa sazón, <.kstinadas para los
fiesteros de asiento que no pueden abandonar el campo 111
aun para ir a comer a su competente domicilio; todo pre
senta un cuadro animado, compuesto de una masa de gen
te que ondula como las aguas de un mar bonancible.
De repente los gritos y carreras de ks muchachos, el
bullicio en los tablados y una nube de polvo que se di
visa por el camino que del lado de occidente forma la en
trada a la ciudad, anuncian el encierro. Seis toros bravíos
en compañía de perezosos bueyes vienen escoltados por
un número céntuplo de jinetes enlazadores, armados los unos de púas y los más de retorcidos rejos en actitud de plantarle un lazo que peine por los mi~mos cachos a la fiera más arisca que intente la fuga. Es de ver esta comitiva, compuesta en su base de legítimos íin~tes die.<tros en el arte de domeñar un toro con el lazo · o con la púa, otros aficionados, que se avanzan sobre las fieras en actitud provocadora, fingiendo destreza e impavidez, y los más que, a respetuosa distancia, cubriéndose el rostro pa
ra evitar la polvareda, cierran la cabalgata que entra al
cercado entre silbos y gritos desaforado~. La escena que
sigue es un preludio de animación. No hav una fisono
mía inerte, una mirada tibia, una boca silenciosa, w-as
manos ociosas: la sorpresa y la alegría se pintan en todos
los rostros, convertidos en aquel momento hacia los to
r0s, dirigiendo miradas escrutadoras, calificándolos por
sus pelos y señales. -¿Qué te parece aquel josco que no es posible reducir
lo al coso? Míra aquel barcino que se desmancha en pos
de aquel chino que está provocándolo. Qué cogote! Qué
carrera! -Pero más me gusta aquel pintado de las verrugas en
la frente, que está escarbando de puro matrero.
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Y a este tenor crúzanse diálogos y se emiten opiniones y presagios sobre el éxito de la ya ansiada corrida.
Renunciaba a presenciar las· escena~ subsecuentes al encierro, cuando de un tablado oí una voz que me gritaba: ¡tío Juancho, tío Juancho! Era nt: sobrino Pericles que a nombre de su mamá me invitaba a subir.
-¡Qué quieres, Petronila?, le dije. -No se vaya usted, me repuso, que hoy hemos dis-
puesto que la familia se divierta; y para evitarnos el ir hasta casa, tan lejos como es, y volver, comeremos aquí, en el tablado como si estuviéramos de p~~~eo en el Boque¡·Ón o en Fucha.
-Pero niña, va a ser la una, y mi costumbre de comer a esta hora no puedo alterarla sin que el cólico ...
-"No, tío, venga usted", me gritaron en coro los cinco sobrinos que Dios me ha dado; y Lucio, el mayor, con sus pretensiones de abogado y petimetre, me tendió la 11Pno para levantarme en el aire.
Primera bestialidad, dije para mis adentros, y procuré ~::;mar una frágil y estrecha escalera por la cual con .,;u-111'\ dificultad pude subir al tablado. Viejo ya y solterón, nn pude resistir a las caricias de mis sobrinitos, y por lo pronto sufrí en paz la pedantería de Lucio, resignándumc a pasar el rato e instalándome convenientemente pa · r;t esperar la comida.
Entre tanto seguía el encierro, reducdo a corretear de aquí para allá en separados grupos los cachacos de buc,l t0110, que a las doce y media cierran la ttenda o abandonan la oficina, embridan el corcel y se pavonean luégo en la pl;¡_za, nasando y repasando a la vista dd adomdo tormento o de la Filis que está de guardia aquel día, o en pos de una limonaria que buscan comn ser indi~pensable n ·1:-a cn;~rdecer un corazón de veintitrés años, que drl ·
ra nor comunicar chispas del amor en que rehosa. Allá cct:ín unos artesanos que desde temprano se afanan disponiéndose para el encierro y han tenidr. que alquilar ca-
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bailo, emprestar silla de montar, las e;;ruelas y todo el tren de caballería, que los más son gente Je infatueda, pero que una vez a caballo, corre y más corre hasta fati
gar las bestias, sin perjuicio de más de un porrazo, amén
de las peladuras y refregones. En otro término están les
orejones con sus rejos y zamarros, su apostura de diestro;.
jinetes, haciendo ostentación de su habilidad para l·r.l,l
zar, para tenerse a caballo y para cometer una barbari
dad por vía de regocijamiento, soltand.) sendas carcajadas
si han ahorcado un perro o procurado una caída a un com
pañero. Fatigados de la tarea de conducir y encerrar los toros, esperan el momento en que los orejones aficionados, que se atavían remedando el tren d.! los mig:aalt•s, los inviten a tomar un trago de brande, como ellos dicen. A esta saz.ó~1 ya el presidente de la repúl .Jica, so pena de pasar por impopular, por déspota y tirano, Í1~ d(~j.1.uo EU
caballo y, rodeado de la comitiva de buen tono, se f"IW a la mesa en· que el coñac y el brandi, el madera y el lerez han reemplaza do a la mistela y al :.111ís, quedando los bizcochitos y arepitas como monumentos de que antes acompañaran a la olvidada horchata, :t la desusada limonada, declarada notoriJ.mente nociva en las irritaciones de estómago. De aquella mesa todo ciudadano tisne .3eJT:-hn a tomar lo que más le cuadre, y puedr tomar hasta una
mona, si quiere, e incurrir en todos los desmanes y des
acatos que la chispa le sugiera, que f>sta es alegría en
tre los caballero~. y en tiempo de fiestas no se repara. s:. guense a esto los hrindis más o menos fervorosos e in·
tcresantes en que cada uno se desahoga :.rgún por donde le inspiran los tragos, que a los mustios sue!ClJ ln~e ... ¡,a, l->ladores, a éstos desaforados. a otros tlcrnn& y derreti
dos, y a los más, patriotas, liberales, generosos y magní
ficos; que para conocer a los hombres no hay cosa como que se alumbren un poquito. Un intrépido de éstos se erige en anunciador del próximo encierro v proclama pr·r ~J.
féreces a los que le indican o cree que han de hacer el gas-
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to; nombramiento que recae en el presidente de la república, en los secretarios de Estado, hac.:r1dados y comerciantes, gente rica y acomodada, de la que unos aguantan la banderilla, de miedo de pasar pot' pichicatos, otros se defienden con denuedo y no aflojan; para no dar gusto, dicen, a los fiesteros que quieren divertirse y comer a costa ajena. Ello es que esta bárbara costumbre de proclamar alféreces de encierro, ha retraído a mucho6 de concurrir a tan sabroso rato de diversión; y no P.S para menos oírse aclamar por bando, y en medio de vítores y cantares sentir que se le dirige un crudo golpe a la bolsa. Si es presta a hacer el gasto y no hay regalo y abundancia, el alférez se desluce y lo critican y censuran sin compasión. Si no se presta, la cosa es más amarga, porque lo conftrman de miserable, ruin, cicatero. ¿Qué hacer? Hay quien piense que se dejaría pillar, soportando un escote que le ~aliera costando entre música, cohetes y azadones, cien millones, antes que pasar por apretado. Y aquéllos que dicen ¡qué se me da a mí de eso? no se afanan; soportan las críticas, las burlas y se refugian en su filosofía: "yo no mantengo cachorros" ...
Pero han sonado las dos de la tarde, hora en qu" cr<:t todo negocio en Bogotá, hasta el curso de una revolución política; todo el mundo endereza para su casa, antes que, como dicen los del bronce, se enfríe el hígado o críe nata la mazamorra.
Por este día no tuve para qué abandonar la rla::.;:~.
puesto que mi complaciente hermana v mi dichoso cuñado, que es un empleado vieio en la Moneda. auisiernq agasajarme con su comida de fiesta. El puchero, tirando bien a la olla podrida, un estofado aue descuidó la coci-1~era un tanto en el fuego. un pavigallo que no hacÍ;t mu cho daba vueltas a. mi vi~ta en el. asador manejado por una fre¡zona en la 1mprov1sada cocma ctel próximo toldo formó el banquete de familia que tantos prefieren al sun: tuoso ambigú. Bien previsto tenía que Luc10 no faltaría
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a suscitar la eterna disputa que entre manos traemos,
para ponderarme los tiempos que hoy corren de civiliza
ción, elegancia y buen gusto, sobre los que ¡ay de mi! no
volverán jamás y fueron de dorada magia, de alegre paz,
de goces sin acíbar pará el que como yo los paladea en
copas de oro. -Tío Juancho, me pareció que ahora poco usted es
taba alegre como una sensitiva reanimada por la frescura
de la mañana, sin esa murria y mal humor que lo retraen
de la sociedad. -Sí, sobrino, el aspecto de una ciudad que está de
fiestas ¿a quién no comw1ica su alegría aunque sea de
rechazo? Y además, los recuerdos todos de la juventud, las desvanecidas ilusiones, los perdidos placeres, me reani
maron un instante; pero esas mismas mt::morias han vuelto a sumirme en el excentricismo que sabes me es habitual.
-Según eso, usted no halla que nuestras actua!es diversiones han superado infinitamente a los groseros en tretenimientos de su época, y que hoy ...
-¡Ya vienes tú a provocarme con el incesante propósito de refutar las costumbres que no has conocido! Este es refrán de cuatro noveles que lo pretenden todo a
fuerza de figuritas e imágenes como la q11e me acabas de
rspetar, como una sensitiva reanimada por la frescura! y
frescos nos ho.n dejado en todas materias. -Pero, tío, convenga usted alguna vez en que tengo
razón. -No siempre, sobrino, principalmente cuando se trata
ele fiestas. ¡ E~as sí que eran fiestas y lo demás patarata!
Para demostrártelo no necesitaría remontarme a los tiem
pns ele! señor Ezpeleta, ni a lo~ del señor Mendinueta,
nu.- va mdie me comprrndcría. Pero yo que he visto l<ts
fit>.st;j_s de la mronación de Carlos IV v Fernando VII, las
del Príncipe de la Paz, a quien aquí celebrábamos todavía,
cmndo el pohre, a la sazón perseguido y acosado COtT'O
un gato, yacía en un desván del palacio de Aranjuez, en-
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cuentro que todo lo que hoy pasa es mi~erable y peque·
ño, raquítico y consunto, como tú dijeras con esa afecLa·
ción de insoportable gravedad. Eres, sobrino, un atrev1do
y vano por demás al titular de groseros los entretenimiew
tos en que la juventud de mi tiempo cifraba sus recrea·
ciones. Para confundirte me basta y sobra recordar lo que
por mis ojos he visto y la nada que hoy tengo por de·
lante. La gravedad y gentileza, la decencia y compostura,
el lujo y magnificencia que reinaban en aquellos buenos
tiempos, ¿,qué se han hecho? Ruido y desorden, desver·
güenza y osadía, oropeles y zarandajas de ningún valor,
es sólo lo que veo, porque lo positivo todo ha desaparecí·
do. No me vengas ahora con tus fiesta~ populares y con
que un encierro sea cosa de diversión. Fn mi tiempo na·
da de esto había, que su invención es de ayer, cuando
don Francisco de Paula en la lozanía dr: la juventud, con
su faz placentera y franca, cubierto de lau~eles y borda·
dos, rodeado de gente entusiasta y gennosa, aflojaba las
riendas de un poder casi discrecional, pJra ser el señor ele
la fiesta, acatado por una multitud que respondía a sus ví
tores a la Independencia y libertad cor: aclamaciones de
júbilo verdadero. Es cierto que lns cmdatlanos animahan
con sus dádivas el festín, costeando bannuetes regalados,
derramando el dinero con mano blanda; y había expansión
v cordialidad y confianza sin licencia, generm;idad m~s
bien que ostentación; que la discordia no había relaia·
cln los vínculos de la sociedad, ni el egoísmo penetrado
en los corazones, ni se hacía gala de la voraz codicia que
de día en día va reduciendo a gua•·ismos ha~ta hs :,e¡¡ .:·,,
ciones. A.d es que ele est<t época sólo ha qucdaú•i 11 r. .•r,;
tn recuerdo, insepar;1 hle cJ,J homhre que haRta Pn cfil 0 ~u
po eternizar su memoria haciéndola tan querida ele los
~uenns gr~nadinos. Y si no, díme, Petides de la tierra
¡qué ves hov que indique en estas funciones contento ~
satisfacción. largueza y garbo, fraternidad v ¡0 oue nos
otros llamábamos buen humor? Figúrate, hijo mío, reco·
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rriendo a paso mesurado esta plaza en medio de una ca
balgata presidida por Santander, oyendo una música mar
cial y el eco de mil voces entonando h1mnos a la Libertad,
a la belleza y a nuestros héroes; celebrando los prodigios
de Bolívar, las mil batallas de la lucha por la Indepen·
dencia, y
"¡Viva Colombia ceñida De laureles y de oliva, Viva su Libertador, Viva el inmortal Bolívar!
Y todo esto a la vista de las bellas, que con sus demo~
traciones aprobaban los vuelos de un puro patr-iotio'~ v,
recibían los homenajes Je amor y de admiración por :.us en can tos y eran servidas y respetadas por sus caballeros, con la discreción y rendimiento de ios tiempos de los tro · vadores. Entonces este tu tío, que miras hoy viejo e indi
ferente a todo, también sintió su corazón palpitar de amor por una ingrata, de. contento por esta patria independiente. . . Pero dejemos a un lado tristes memorias,
que el tiempo corre, la comida buena o mala está ya en
el jergón, el clarín ha sonado remedando un que saquen
el toro, y no hay criatura impasible Pll este momento;
que unos corren a la barrera, otros toman sus rcspectivJ~
asientos, aquéllos se quedan dentro del cercado y todos
alegres se disponen a divertirse con la corrida.
- Ay, tío! que por estar usted regañando no ha visto
el despejo tan bien ejecutado, me dijo con su voz caden
ciosa y afectadita mi sobrina Lastenia, joven de diez y ocho
años, y esto para que la oyese un capitán de artillería que
no la perdía de vista, como prendado de: eus atractivos.
-Y luégo, continuó, diri usted que en su tiempo tam
hién había despejos y evoluciones militares en que tra
zaran sobre la arena estrellas e inscripciones y alegorías.
-Vamos, sobrina, ¿conque mucho te ha interesado el
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despejo? Lo entiendo! Y lo peor es que nadie le ha pues
Lo atención, que o no conocen su mento o los que circu
yen la tropa no permiten ver las maniobras. ¿Y para qué
sirve el despejo, si no es para aumen~ar la confusión,
atrayendo una multitud al fondo de la pla~a? También he
visto despejos, pero que sí hacían despeJar la pla~a de cu
nuSl)S e imprudentes, y no como hoy que de nada sirven .
En esto ya el toro había recorrido Jos veces la pla~a.
m:ís bien ansioso de buscar salida que de habl:rsebs w ..
lus toreadores. -¡Qué es esto! exclamé, ya no hay chuceros, ni jinetes
de púa y rejón, ni toreadores propiamente dichos: todo es
desorden, gentío, gritos y silbos. Allá cae uno, más allá
tres, aquí atrapa el toro a aquel que no pudo alcan~ar
el cercado; entre dos vigas de éste ahogan a una mujer
que, desapercibida, metió la cabe~a para no ver, y -¡que
se hunde un tablado!- ¡que suena una banderilla! ¡que se
~alió el toro ... ! ¡Y esto llaman juego de toros! Yo diría
más bien de imbéciles, de locos, de atolondrados que todo
lo han pervertido, todo lo han degenerado en ve~ de
sostener un entretenimiento tan humano, jJOr lo :nen()s,
como el pugilato. -Tío Juancho!, gritan a una mis sobrino&, cst<> \!S mny
alegre y divertido. -Ya se conoce, repuse, que no habéis visto otra cosa.
No hay término de comparación entre lo que veo y lo
que en mis tiempos se hacía. ¡Aquéllas s1 que eran fiestas!
Al punto de las tres de la tarde, presente el señor Vi
rrey en su balcón. y el ilustre cabildo en su puesto; de ·
sierta la plaza y hbres las barreras, entraban .:a :-qwl!a
los toreadores y chucheros precedidos por los de a caballo
todos vestidos con trajes adecuados y umfor;n¡;3, nn ._-¡,1:
tas y perendengues, con capitas de colores, h:·cientiü h
envidia de los chicos. Esta tropa daba vne:ltas en derredor
de la plaza,_ y en seguida Pichi~o, g?rra Pn mano y rodilla
en tierra, Imploraba la real licencia y rec1bía. del .:-abil-
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do la llave del toril. Salía la fiera afamada de la dehesa de Canoas, Fute o La éonejera, afiladas las astas en vez de recortadas, y daba al diablo con la tropa de chuceros destinados a provocarla; en seguida los puyadores ejercían su oficio, enardeciendo al animal para que el toreador pudiese lucir su destre;:a clavando con maestría y ],gl·n,z.a banderillas preñadas de palomas encintadas que, al reventar aquéllas, abrían su vuelo sobrecogidas y espantadas. Llegado el momento fatal, el hombre del rejón, afirmándose en los estribos, bien sentado en la silla, llama la fiera, espérala a pie firme, y ¡;:as! aciértale en el ceiviguillo y queda tendida a los pies de su caballo. En el caso malogrado, un toreador de a pie acudía veloz, desafiaba al animal y, a la embestida, dábale el golpe de .gracia. Entonces se oía un grito de sorpresa y de admiración, y mleJttras se hacían comentarios, el toro muerto era arrastrado por enjae~adas mulitas y sacado de la r1J.z:a, y ..... tre tanto el otro ya estaba listo para sabr a jugar. Así se de~ ]izaba la tarde, y par~ q_ue nada faltase, a las cuatro y media la noble~a. el senono y el buen pueblo de Santaté tomaban el refresco o colación, a la vista de todos y con singular confianza, aquéllos haciéndola en rico servicio de oro y plata, cuanto en bordadas toallas y servillet;lb comenzando por tomar el dulce y luégo el aromático chocolate; y el pueblo, siempre humilde, se contentaba cot~ su merienda, es decir, con las indispensables papas cubiertas de hilachoso queso y de sabroso guiso, provocando con su fragancia el apetito, recreándose el gusto al masticar un rostro de cordero sazonado dehcadamente y tostado al calor de un fuego lento, desengrasando luégo con ricos tragos de la que Dios crió tan amarilla y sabrosa.
Decidme ahora ;.qué tenéis que oponerme a estas sencillas y modestas costumbres, cuasi reglomentadas por un ceremonial de corte, que hacían del espectáculo de los t r ros un verdadero recreo en que sobresaHan la destreza y
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habilidad y orden y compostura, todo a propósito para
inspirar interés y entretener la atención? Hoy, con un
gentío inmenso que se introduce por todas partes, se con
vierte un lugar de diversión en bab1lonia que nada ofrece
de grato, si no fuera el natural impulso <.Íe reunirse lu ·
hombres para ver y las mujeres para su vistas. Despojad
vuestras fiestas de esta segunda parte, y una plaza de to
ros entre nosotros quedaría con la positiva bat bariclad que
le atribuyen los que han sido en París, para aprender a
despreciar las costumbres que no han conocido.
- Tío, tío, que se cae el tablado! A~í era la verdad.
Alarma terrible, gritos de desesperación, afanes, convulsio
nes. ¡Que se salió el toro! ¡Que nos coge' .1\y! Ay! ...
Y yo, molido y escarmentado, huí de la plaza para mm
ca volver a toros, prefiriendo molestar :1 m1s lectores con
cuadros tan pálidos como éste que aquí fina!Jza .
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LA CALLE HONDA
Recuerdo de 1816
Contando con la complacencia del editor, princlpta
remos por decir que cuando en voluntad nos viene escri
bir alguna cosa, por cierto que no hemos de hallar ma
teria fuera de los límites de la parroquia. Ella es la pa
tria, la cuna, nuestro universo. Allí vimos la primera luz,
allí se deslizaron los primeros días de la niñez· allí en
medio de bulliciosos camaradas, ávidos de emociones: de
ruido y algazara, pasaron los primeros años, entre el
trompo y la pelota,_ las cabalgatas en burras y las guerri
llas a pedradas, el JUego de toros y las carreras, amén de
la férula del maestro Vicente, q. d. D. g. Allí, en fin,
pasaron escenas de otro orden, graves, solemnes y ate
rradoras, de las que la edad no permite distinguir ni di
ferenciar las víctimas de los verdugos, b. razón de los unos,
la causa de los otros. En la edad de la niñez se ansía
un espectáculo, sea cual fuere, con tal que hiera la ima
ginación, con tal que produzca impresiones, ( on cal que
el placer o el asombro que inspire venp-:¡ ?. ser materia
de ponderadas relaciones o de creaciones tétricas para
consejas y cuentos de espantos y aparecidos.
Ya entrado en años, cuando la mente se lan:;~ a pe
netrar entre las nieblas del pasado; cuvndo, formadas ya
las ideas a esfuerzos de verídicas relaciones y cie recuer
dos, si bien confusos, por otro lado indelebles, entoncea
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aparecen los hechos a la vista del hombre y !os comprende en todos sus pormenores. Reconoce con pesar que a la vista del niño pasaron los marttrios de los próceres de la independencia; que a unos los vio marchar al suplicio y en él exhalar el postrer susp1ro; a otros, maniatados, formando una cadena, tomar el camino del destierro; y en pos de ellos las viudas y los huérfanos seguir también aquella senda dolorosa. Más tarde el hombre quiere recoger sus recuerdos, representarse las tragedias de que fue testigo, dar a los actores fisonomía, cuerpo y aun palabras; hay más, señala con precisión los sitios, demarca el campo, relata el acto y ¡es en vano que quiera figurarse los personajes que vio en tan sangriento drama, y cuyos nombres ha conoc1do después!
Tal es la fatigosa historia de los recuerdos. Así también los anales de las naciones ofrecen hechos cubiertos con sombras de un claroscuro que no permiten descifrar los objetos. En este estado se ama la cavilación, el ánimo gusta de entretenerse solo y sin gnía en aquella época de la vida de la que apenas quedar. memorias indefinibles. Y si por acaso un día paseamos los lugares en donde vimos la tremenda ejecución, súbito l0<; recuerdus vienen en confuso tropel ennubleciendo el pasado, y de él no podemos sacar ni personajes ni pormenores.
Pero la memoria despierta reanimada a la vista de los lugares que fueron el teatro de escenas qu<! yaci'<'.n en el olvido. Quizá no retenemos la fisonomfa de un padre, de un compañero de la infancia, del guerrero J. qnim vimos decorado con coronas de laurel; mientras que al traYés de los años y la distancia mantenemos viva la idea de la morada paterna, del templo donde una madre cariño34 nos
enseñó las primeras oraciones; de la inmensa plaza donde se levantara un patíbulo. De esta suerte los sitios públicos de la parroquia están siempre presentes a nuestra memoria; y ya deberá comprenderse que en ellos bns<..amos el lugar de tristes meditaciones, o de if1fantiles placeres
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CCADHOS D.E COSTlJ .MBRES 35
inocentes y los únicos que no dejan pesares ni remordimientos.
Y con todo, estos lugares ya no son lo que eran; que la mano del hombre va transformándolos a su placer. El crecimiento de la población ha ido llevando a ellos las gentes que no caben en los cuarteles populosos de la catedral. La tendencia visible de la ciudad es a explayarse por el lado de la parroquia. Mas antes que lus embellez.can casas elegantes, quizá palacios soberbios, calles ~~rr.
baldosadas; antes que de nuestra caduca cabe.za desapa rezcan antiguas reminiscencias, consignémoslas a los tipo~. junto con escenas que un día presenciamos, que luégo solicitará algo la historia, el drama o el romance, y aquí encontrará tal vez alguna luz.
Siguiendo la piadosa práctica del institutor que enseñ~_?a en . aquellos tiempos las primeras letras, debi'l.n Jo¿
nm~s de~~r la escuela a buena hora para ir a presenciar la eJecucwn de la pe~a d~ muerte, que en aquel día Jban a sufrrr los que hab1an stdo condenados por traidores a S. M. don Fernando VII, de feliz; olvido.
Hénos allí al lado del puente de San Victorino formando parte de esa falange de chicuelos que preside en cualquiera pública función, anhelando el momento en que desembocara en la plazuela el fúnebre cortejo.
Los españoles, aparte de sus crueldades, se han hecho célebres por la gravedad e imponente aparato con que han sabido revest ir las escenas de terror, dc;~'l" el auto d e fe hasta una simple ejecución.
Ocho batidores blandiendo relucientes espadas abrían paso ahuyentando a la multitud, que por todas partes se
apiñaba a reconocer a los ajusticiados. La comitiva rompía precedida por un crucifijo sostenido
a regular altura. Dos faroles de singular construcción a los lados alumbraban con dudosa luz la imagen del Hombre-Dios. La voz de la piedad se anunctaba por el tañido de esa campana que hoy mismo oímos resonar para
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advertir a los hermanos de la venerable orden tercera que uno de ellos ha dejado de existir.
La seráfica comunidad de franciscanos, con su sayal destinado para servir luégo de sudario, calada la capilla y salmodiando a compás el oficio de los agon~antes, formaba las filas que cerraban atrás los destinados al supli· cio, sostenidos cada uno por dos ministros del altar, y rodeados de sayones y de verdugos. Piquetes por todas partes, cubriendo las avenidas, corriendo la multitud, daban a conocer la importancia de las víctimas y el recelo de sus sacrificadores. En este orden entraba la comitJ.v1 por la vía dolorosa, es decir, por la calle honda que conduce a la Huerta de Jaime.
El nombre de esta calle, si nos remontamos a su origen, es verdaderamente etimológico. El lector que como nos
otros vaya para viejo recordará que bajo el nivel que hoy tiene abríase una senda profunda, de piso gredoso y
desigual, de penosa travesía, remedando una trocha formada por la mera acción del paso del hombre. Diríase que era una calle enclavada en otra superior, desapacible, solitaria y aterradora como toda encrucijada. Al lado izquierdo, así como entramos, veíase una serie de casitas de pobre apariencia. El empedrado se extendía como v;•ra y media e iba a dar sobre la hondonada, y dominaba a ésta, semejando un balcón. La eminenci<• del lado derecho era mavor, y la coronaba una cerca casi derruída, entremezclada de borracheros ( datura arborca) cuya sombra ocultaba la choza de un hortelano. Sep-uía luégo un solar inculto; a su frente unas tenduchas e.megrecidas. como sus moradores. por el humo v la miseria. El pasajero, al cruzar esta calle funesta, aceleraba el paso, como el que teme una asechanza. En su término descornase el panorama estrecho de la Huerta de Jaime.
El español escogió adrede esta plaza, abierta por e1 frente v circu~va_l;da de parede~ de tierra. como un lugar propio de exptacwn. Vese dommada por la ciudad, pues
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queda a su extremo central, y adonde de todas partes puede mírársela, y cuanto en ella pasa. Hacia el fondo se levantaba el suplicio, como para que se ostentase más visible. A las die4 de la mañana ya estaba formado ·el cuadro a su rededor por algunos cuerpos de guarnición, la multitud ocupaba el resto de la plaza y ganaba las paredes, para presenciar con más comodidad el espectáculo. Los sitios se tomaban a buen tiempo, se esperaba en si lencio el momento; y cuando un rumor confuso anunciaba la llegada de las víctimas, todos se disponían con afanoso cuidado para no perder el rasgo más insignificante de la sangrienta tragedia. ¿Cómo habremos de exphcar esta curiosidad? ¿Es barbarie, ferocidad o estupidez? A veces hemos pensado que el día en que no haya espectadores para la ejecución de la pena de muerte, ese día ella vendrá a ser ineficaz. Estamos seguros de que espectadores no faltarán, porque la barbarie, la ferocidad y la estupidez parecen ser el limo de que estamos formados.
Nosotros también acudíamos al espectáculo; pero una curiosidad de niño nos llevaba a presenctado. Acaso la vanidad tenía ya parte en esta determinactóa. Seguíamos paso a paso a los que iban a ser aJusticiados; observábamos sus movimientos, sus vestidos, su andar. Todo cuanto de ellos se ofrecía a nuestra vista era objeto de inexplicable emoción. Sus miradas, siempre fijas rn el crucifijo, el rostro pálido y descompuesto, _la voz insegura; aquél se mostraba fervoroso, ese otro, re"-)gnado; pero todos con vida; y, sin embargo, marchando a la muerte, en medio de todo un aparato!
Aquel día la fiesta, como entonces se decía, tenía algo de nuevo y sorprendente. No era sólo el número de los ajusticiados, ni su categoría lo que llamaba la atención. ¡Era un ahorcado! ....
En efecto, al pie de la máquina mostrábase un ser humano, con rostro feroz y atraidorado, avezado al crimen y diestro en dar la muerte. Llevaba vestido colorado ri-
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beteado de blanco, las piernas desnudas, cubierta la cabe·
~a con un sombrerillo apuntado: parecía el bufón del dra·
ma, y no era sino el verdugo!
Ya se dejará entender que nuestro puesto favorito pa
ra examinar más de cerca los destinados al suplicio era en
la "Calle Honda", allí donde formaba como un balcón
que dominaba sobre la parte baja. Allí ejercitábamos la
observación de que ya hemos hablado; y merced a ella
tuvimos ocasión para notar un anciano que caminaba pe
nosamente, porque cojeaba; pero cuya fisonomía revela
ba entereza y serenidad; otro nos dirigió una mirada que
.nunca olvidaremos; y para colmo de espanto, un hombre
del pueblo a quien se le escapó esta palabra ; POBRES
CABALLEROS!, cae a nuestro lado, herido por la mano
de un expedicionario pacificador.
Renunciamos a describir el momento en que, desembo
cando la comitiva en la Huerta de Jaime, se encaminaba
al suplicio. El redoble de los tambores, el movimiento de
las tropas, las voces de mando, el ruido y tropel de las
gentes; todo anunciaba que había llegado el instante su
premo. Para los que hayan apurado aquella agonía que
acompaña a los aprestos del martirio, tendría que ser pá·
lido lo que de ella intentásemos decir. Aquella ansiedad
de muerte mientras toma su puesto la víctima, se la ata y
sujeta al fatal banquillo; aquel combate glorioso que sos
tiene el apóstol de Jesucristo para separarse del que va a
morir; aquellas palabras de fortaleza y consuelo, de va
lor y paciencia con que sin cesar exhorta al que va a de
jar en brazos de la muerte . .. ¡renunciemos a describir es
ta escena! La descarga de fusiles suena, el humo se re•
monta en torbellino, todo se consuma; y el niño crédulo
sueña que las almas de los ajusticiados han alzado su vue·
lo hacia el cielo envueltas en aquella nube de humo.
El rigor de los años va emblanqueciendo nuestros ca
bellos, entibiando el ardor de nuestra sangre; pem nun
ca, lo juramos, alcam:ará a debilitar el menor de los re•
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cuerdos de nuestra niñez sobre los mártires que la barbarie española sacrificó a su brutal pacificación. La vista de una localidad, la apariencia del cielo, la hora, no
son medios menos poderosos que los caracteres y los ti
pos para producir el pleno recuerdo de un suceso in
fausto, acaecido a nuestra vista en la edad de la infancia.
Anselmo Pineda está llamado a recibir de la posteri
dad la merecida alabanza por la incontrastable laboriosi
dad con que ha venido preservando de la destrucción
multitud de documentos singulares destinados a ilustrar
nuestra historia. Un día leíamos, al lado de aquel amigo dE. tantos años,
un impreso cuyo sentido produJo en nosotros los más vivos y contrarios efectos. Hé aquí su título:
"Relación de las principales cabezas d(' la rebelión de este Nuevo Reino de Granada, que despoJaron las autoridades legítimas del mando, y fueron c-ausa de todos los trastornos Y males sufridos en estas provincias: los cuales (?) despué? de haber visto detenidamente sus procesos en el conseJO de guerra permanente. han sufrido la pena capital!!
¡Antonio Villavicencio, José Maria Carbonell, José Ramón de Leiva, Ignacio Vargas!. .. "
Estos nombres venerandos, que aprendimos en el en•
lutado hogar materno, en los días mismos en que fueron
inmolados, al leerlos en la relación, hicieron s'!ltar en nues
tra memoria el cuadro que acabamos de bosquejar.
Los contemporáneos, y los de'Jdos mismos de aquellos
generosos patricios nos han explicado que el anciano, de
quien hemos dicho que caminaba con pena era JOSE RA
MON DE LEIV A, teniente coronel y secretario del Virrey, en el antiguo régimen; que luégo ilustró su nombre
en los primeros combates de la guerra santa, dirigidos por
N1~RI~O; y dejó una viuda e hijos en quienes arde inexttngutble el fuego del patriotismo.
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La relación habla de un ahorcado: ése lo vimos pendiente del fatal suplicio, despidiendo humo de sus vestidos. El verdugo, o inhábil o incapaz, no pudo rematarlo, y hu..
bieron de fusilarlo a quemarropa. Ese ahorcado fue JOSE
MARIA CARBONELL, presidente d" la junta tumul· tuaria, principal autor y cabeza del motín, acérrimo
perseguidor de los españoles americanot~ y europeos.
El pacificador quiso ennegrecer el nombre de CAR
BONELL hasta apellidarlo el más perverso y cruel entre los traidores, como para justificar a la vez la ignominia de su suplicio. Pero el cielo deparaba a CARBONELL la corona de la inmortalidad que, tarde o temprano, tienen que conquistar los que dan su sangre y su vida por las grandes causas que los designios providenciales santifican y hacen inevitables para la consumación de los fmes de la humanidad.
Más de cuarenta años han transcurrido de cuando vimos la representación de este drama sangriento. Hemos
tra~~o de copi~rlo con. los colores que entonces nos eran familtares, Y baJo la mtsma impresión que nos dominara. El recm;rdo de aquellos tiempos de asombro y amargura hoy sena para nosotros de profundo rencor, si de otro lado no pudiéramos decir: al menos somos independientes.
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HISTORIA DE UNAS VIRUELAS
1
En 1808 la ciudad de Santafé de Bogotá hacía eco a los mil vítores con que, de todas las colonias hispanoamericanas saludaban el advenimiento de Fernando al trono de sus mayores. Llam.ábanle el amado, el deseado, el reparador de las miserias que traían agobiada la monarquía, en cuyos dominios nunca se ponía el sol. Mas, ru las colonias ni la misma corte, h3:bían alcam;ado a sospechar que sobre aquel Fernando grav1taba la maldición de su padre. "Tu le había dicho en Aranjuez, has arrebatado la corona de mis sienes y has deslustrado mis canas; pero yo te aseguro que la llevarás sin gloria n~ reposo" .
La ciudad, decíamos, qmso dar pruebas de su antigua nobleza y de su lealtad hacia su Monarca, entre otras cosas, con las indispensables fiestas reales. i Quién le hubiera podido predecir a la realista ciudad, que ocho años después llegaría a verse cubierta de luto y sangre, en nom• bre de ese mismo Fernando, digno de perdurable olvido 1
Las fiestas reales dicen por sí solas lo bastante para comprender que el obsequio iba dirigido al monarca y lo recibían inmediatamente el Virrey y la Real Audiencia, el Tribunal de cuentas y demás empleados superiores. En ellas tomaba parte activa la nobleza. La costosa etiqueta, por una parte, la ostentación y la fanfarronería, por otra, provocaban a que apareciese el lujo, grave y riguroso, a
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la par que en las calles, en juegos y saraos, en que se con
sumían cuantiosas sumas. Todo se hacía con orden y re
gularidad, mesura y continente. Santafé, como Lima, Mé·
jico, Santiago y demás capitales de colonias, no tenía
otro punto de mira sino la corte de Madrid, para reme•
darla en sus evoluciones estiradas y etiqueteras .
Por aquellos tiempos ocupaba una silla en la Audiencia
de Santafé el doctor Juan Hernández de Alba. Teníasele
por íntegro, severo e inflexible; cualidades que no le iban
mal con una figura importante y digna. Agregaban que
así como tronaba en el Acuerdo sosteniendo sus pareceres,
paraba en lo mejor del discurso al letrado que se entraba
en ociosas digresiones, o plantaba en ia cárcel de corte
al procurador moroso_, así se tornaba en afable y compla
ciente y decorosamente popular, cuando se trataba de un
público festejo. A grande honra debieron tener los mozos de aquella
época el verse agasajados por todo un Oidor . Bajo un
régimen aristocrático semejantes civilidades para con los
de la clase media, debían estimarse como la señal más
propicia de entrar en favor. Y entrar en favor suponía
estar un tanto a salvo de los desmanes de un poder arbi
trario. Convengamos en que, si hoy todavía no faltan
aduladores y quitapelos que se agachan servilmente para
recoger las migajas del rico, algo hemos ganado en altivez
republicana; lo que no quita que en nuestras épocas de
revueltas haya muchos que suelen pecar de payasos, de
tiranuelos, o de acomodarse al ruin oficio de esbirros y
sicofantes.
lJ
Los que no hemos tenido abuelos carecemos de la tan
socorrida muletilla para formular esta frase: "Nuestros
abuelos nos contaban ... " En su lugar si alguna vez se nos
ocurre sacar a la plaza algún asunto, siquiera íntimo nos '
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remitimos a lo que hemos aprendido de personas que han
solido hablarnos de lo que en otro tiempo ejecutaron nues
tros mayores. De esas historias aceptamos como corrien
te la parte que nos es personal. Si en lo demás de ellas
resultare que hayan sido inventadas, la suposición no de
be imputársenos: ésta debe recaer sobre los que han que
rido honrar a nuestros mayores con rasgos que de buena
gana recogeríamos como si fueren verdaderos.
Hechas estas salvedades, decíamos que el oidor Alba
se mostraba accesible y bondadoso en medio de una fies
ta pública. Con tal ocasión les era fácil a los de la clase
media hombrearse con los golillas y demás encopetados de
la colonia. El cuarto día de estas fiestas memorables había estado
él. pedir de boca. El encierro había enloquecido a la gen
te: toros que no harían echar de menos los ponderados
del Jarama, por cuanto la Conejera y Fute proveyeron con
los más engatillados que apacentaban en sus ricas prade
ras: los más die~tr::>s torer~s. de Punza, los esfor~ados pi
cadores de FontJ.bon compttteron en agilidad y maestría.
Para colmo de contento el señor otdor Alba dispuso que,
en seguida del encierro, se tuvieran carreras de caballos
allí en la plaza mayor. Este antojo cesárec· fue acogido con
alegría, y los mozos pasaron a colocarse en la respectiva
fila según el color de los caballos. -¡_Quién es ese mozo?, preguntó el oidor al que tenía
más cerca, y señalaba a un apuesto jinete que montaba
con garbo un potro blanco. -Es Narciso, contestó el preguntado; mozo apreciable
y que tiene fama de conocer el ofic1o a la jmeta.
-Por cierto que cabalga con desembarazo, y no irá mal
al frente de !:t cuadrilla A e los blancos.
Narciso recrbió de boca del oidor la insinuación de di
rigir la cuadrilla de los blancos. Esta marcada predilec·
ción hacia un criollo, hubo de lisonjear al agraciado,
echando en su ánimo los gérmenes del re:conocimiento; que
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no pocas veces una acción cariñosa llega a dominar cora
zones difíciles de atraer, ni aun con servietos positJvos.
Narciso tue en aquel día el sobresaliente entre cua; ,i:o.;
pugnaron por lucir su habilidad. Más de un mn".o huh•1
de envidiarlo; y sabemos que cierto corazón pal~..,itó de
amor, orgullo y envanecimiento al verlo caracolear en la
ancha plaza, sojuzgando con mano maestra los ananques
de su corcel.
III
Dos años después, en esta misma plaza, teatro de la es
cena que hemos diseñado, se levantaba una grita inmen
sa: "¡A la cárcel el oidor Alba! ¡La cabe~a del tirano Al
ba!" Era que comenzaba ese drama perdurable, que llama
mos "la revolución del 20 de julio de 1810".
Estamos seguros de que, entre los sacudimientos que
casi a un tiempo conmovieron de un extremo a otro esta
América del Sur en aquel año, ninguno se hallará que,
como el de Santafé, corriera exento de las atrocidades
con que suelen mancillarse las conmociones populares. Y
con todo, los agitadores de aquel movimiento no pudie
ron refrenar a la multitud en sus ímpetus contra los es
pañoles europeos, que en esos mismos días se habían es
merado en atraerse el odio del pueblo, irritando a los crio
llos con amena~as e invectivas.
También, a vueltas del sentimiento que arrastraba los
ánimos elevados en solicitud de un orden de cosas que les
permitiera intervenir en el gobierno del pais, sacudiendo
de una vez el tutel~je del Virrey y la Audiencia, no deja
ban de asomar pasiOnes puramente personales, los resen
timientos de la vanidad y el deseo de vt:ngar ofensas rea
les o supuestas. A esto se agrega que la multitud si<!m'
pre se ladea en contra del que se imagina poderoso ; y
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CUADROS DE COSTüMBRES 45
cuando los de más valía le derriban, ella se lanza a piso•
tearle. El Cabildo abierto, genuino representante del pueblo,
estrenó su autoridad revolucionaria haciendo comparecer
ante sí, ahora sumisos, a los que, poco antc.s, e;an los se·
ñores de la tierra, no tanto para humillados, cuanto para
salvarlos de la ira popular. No entraba por poco esta
demostración, a los ojos de la multitud, que veía en ella
que en el Cabildo residía el nuevo poder supremo.
El vocal más conocido y acatado por el pueblo, apare
ció en la galería de las casas consistoriales a anunciar que
el oidor Alba quedaría allí en segura guarda.
"¡A la cárcel, a la cárcel el oidor Alba!"
El estruendo de miles de voces llevó este grito a· todas
partes. Otro y otro se perdió, al parecer como desvaneci
do, pero fue para elevarse después como un clamor pro
longado que provocaban los azuzadores diseminados entre la gran concurrencia.
El Cabildo cedió prudentemente a esta exigencia y re•
solvió que el oidor fuera trasladado a la "cárcel grande"
y asegurado con una barra de grillos . El paso desde las c~sas del Cabildo hasta la cárcel, por
entre la apretada multttud, era sobrado riesgoso. No bien
había el oidor puesto el pie en la plaza, cuando el oleaje
de la gente amenazó cubrirlo. Sobre él se precipitaron
los que más saña parecían abrigar: los rasgoE de la ira en
el semblante, rostros lívidos, ojos saltados, ademanes fu
riosos y palabras de maldición. Todo hacía presentir
que habría lugar a escenas sangrientas.
Los que rodeaban al oidor y le conducían se agotaban
en esfuerzos animosos para defenderle . El paso era, por
Jo apiñado de la gente, lento y angustioso: por momentos
se sucedían las avenidas de la exaltada multitud que pa
recía iba a avasallarlo todo: los ímpetus se sucedían a los
ímpetus con grande algazara, empujándose loe unos a los
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otros para vencer la resistencia que oponían los guardias
del caído magistrado. Mas, al cruzar la acequia para entrar en la cárcel, cuan
do un paso más iba a poner al atribuladc oidor a cubierto
de tanta agonía y humillación, la multitud, viendo que el
objeto de su encono se le escapaba, redobló la grita, los empellones y las amenazas. Por encllila de todos se levan
tó un brazo, armado de puñal, que buscaba con ahinco
cómo hundirlo en la persona del oidor. De pronto un joven alto, membrudo, de facciones va
roniles, entre pálido y sonrosado, ojos negrot. y animados,
y en postura de cubrir con su cuerpo al oidor, y de re
volver sus acerados puños sobre el que le amenazaba, ese jo
ven paró el golpe, precipitó el paso de la guardia, y con
ésta y el oidor, ganó la puerta de la cárcel, que se cerró al
punto tras ellos. Ese joven era Narciso, el jinete del caballo blanco, d
que en las fiestas reales fue designado por Alba para guiar
la cuadrilla de los caballos de aquel colm.
IV
La revolución acababa de rendir su primera jornada.
El Virrey, su esposa, los oidores y algunos españoles
acaudalados y de fundamento habían pasado po:: esas
persecuciones de uso y costumbre contra los personajes
que ocupan los primeros puestos en el momento de una
transformación social y política. Otr. ' ~ eran ahora los
jefes, los magistrados, los hombres de valer y de impor
tancia, otras las doctrinas públicas. . . otros los ídolos del
día! Los nuevos principios de gobierno proclamados exigían
la desaparición de todo lo que les era contrario. La majes
~d .d.el pue,blo de?í~ sustituírse a la majestad del rey: la
JUsticta debía admtmstrarse en nombre del primero: todos
los atributos del poder real debían venir<'.. tierra. En nom-
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Cli.ADHOS DE COS"fuMBRES 47
bre Ja filosofía, que es la ciencia de la humanidad para
civil.i.zarla y ennoblecerla, debían desaparecer también
la mordaza, la cama de tormento, el potro, la cadena de
Montaña, instrumentos de la tiranía y la barbarie.
En cuanto a las personas de los presento&, b1en qui
siéramos correr un velo sobre los padecimientos inútiles
que se les impusieron, mayormente si ello:, fueron de ca
lidad propia para sacarnos los colores ?. la cara. A lar
ga distancia de aquellos sucesos, Y" extnños a las pasiones
que les dieron ser, fácil es v1tuperar esas acciones vili
pendiosas, tristes desahogos de un pueblo inculto, para
quien viene a ser divers1ón el ultraJar al caído. ¿Hoy
mismo, al cabo de medio siglo de independencia, el escán
dalo de nuestras disensiones civiles no hace brotar, del
cieno antiguo, miserables delatores, emhnsteros oficiales, insultadores públicos, carceleros despiadados(
· •' ·:a ~ u f'rcma había echado sobre sus hombros el
peS? del gobiemo d~l reíno. Entre las medidas que la ne•
ces1dad, la prudencia y la contemporización la obligaron
a adoptar, fue una la de echar del país a las autoridades
españolas. Hay cierta grandeza y dignidad propias que convidan a
tratar con miramientos al que en las luchas políticas que
da vencido. Estaría por demás aquí el entrar a escu
driñar si con aquellos personajes se guardaron las reglas
del decoro, en el trance de sahr expuisos de esta capital.
Sin embargo, muy menguado debió ser el autor cie la idea
de que los oidores saliesen caballeros en rocmes de carga.
con jaeces de carboneros, destinando los más raídos al or
gulloso Alba y su compañero Frías, que iban confinados
al Socorro. Alba se negó a montar, diciendo a sus con
ductores con altivez castellana: "Al que se ha sentado
bajo el dosel de la Audienc1a, ie está mejor tomar cami
no a pie". Así lo hizo. A la espalda del convento de recoletos de San Diego,
estaba apostado un criado, que tenía por el cabestro un
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caballo blanco, de ojo inquieto, oreja enhiesta y fina co
mo cortada adrede, hermosas crines, y tales alientos, que
con los cascos tenía ya trillado el suelo que pisaba. El
criado, al divisar la gente de partida, le salió al encuen·
tro. El de Alba reparó en el caballo } quedosek mirando,
como si aquel hermoso ammal, enjaezado con esmero,
le despertase ideas de otro tiempo. Luégo, volviéndose
a uno de los acompañantes:
-Ese caballo, dijo, me trae a la memoria el grato
día en que ahora dos años celebramos las fiestas reales,
y hubo de improviso unas carreras.
Montábalo, si mal no me acuerdo ... ¡Ah, sí! un jo
ven que lo manejaba con garbo; Narct~o, que estuvo a
mi lado en aquel día terrible ...
-Y se lo manda a sumercé, dijo el criado, para que
haga el viaje. -Dí1e que, exclamó el oidor conmovido, díle que ....
¡ Dios bendiga su posteridad!
V
Al desembocar el puente de San Victorino, sobre la
alegre plaz;uela de este nombre, hacia la mano iz;quierda,
había ahora cuarenta y cinco años una casucha con pre
tensiones de romántica. Entrábase en ella por una tien
da, y los balcones y ventanas daban al río. En esa redu
cida vivienda moraba una mujer, una de esas criaturas
boca de risa y facciones irregulares, pero animadas por
aquella indefinible expresión que comunica al rostro un
fl,tractivo irresistible. Figuraos una cara oval, franca y
a?ierta, de color pe~lino, nariz .medio arremangada, Ia
bws llenos qu~, por mstantes, deJan ver unos dientes en·
vidiable~; imagmaos que de esa boca sale una voz clara y
suave, que da más dulz;ura a las palabras de amor y a las
efusiones de patriotismo. Sin embargo, por el semblante
de esa mujer pasaba de vez; en cuando una sombra de pro-
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CUADROS DE COSTGMBRES 49
fundo pesar, un algo que venía a alterar su stmpática expresión. Y con razón ¡ay,! con razón,_ puesto que como vmda vestía el traje de la epoca, traJe Cle pancho azul, del mismo color que vistió más tarde POLlCARPA SALAV ARRIETA el día en que fue inmolada.
No brillaban en la mujer de quien hablamos rasgos aparentes que revelaran una fina educación. Si su lenguaje a veces era culto, si sus modales eran a.fables, si su trato era cortés, todo ello era fruto de las d0tes del corazón con que la Providencia quiso regalarla, iluminadas por una sólida y pronta razón natural. Esta luz del alma la hizo comprender que el movimiento de 1810 era regenerador del pueblo, por cuanto destruiría las desigualdades artificiales, abriría campo para todas las <1spiraciones honradas, Y sustituiría "una nobleza democdttica que a nadie puede hacer sombra imperecedera la del patriotismo y el talento" . '
María era madre ?e un chicuelo que, en la época que vamos a tocar, rayana en los siete años. Las facciones de
- la madre estaban retratadas en la físonom1a del hijo menos el donaire y la gracia; por lo cual era notable~ente feo, si los hay. Nos consta que el rapaz era vivaracho, juguetón, desaliñado, y en perfecta desavenencia con la escuela. Por lo demás, Pepe se hallaba virtual y precisamente incorporado en la falange de los muchachos activos del barrio, y cumplía con fidelidad su misión sobre la plaza de San Victorino y partes adyacentes .
El 6 de mayo de 1816, Pepe se encontraba a la salida del puente, poseído de asombro y alegría, viendo la entrada del ejército expedicionario pacificador, y respondiendo como un atolondrado a los vivas a Femaudo el amado, el desea~o. ¡Pobre muchacho! Más tarde comprendió que en e~e dta, los partidarios del realismo, los a fidonados al gob~erno :olonial, los pusilánimes e indiferentes, dieron la btenvemda a aquel ejército, persuadidos dr que la dominación borbónica iba a afianzarse irrevocablemente . Y
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50 .BlBLIOTECA . .\LDEANA DE COLOMBIA
más de un patriota, hostigado con seis años de tormento• sos ensayos, debió descoraz.onarse al aspecto de tanta.
iuerz.a, de tanto poder. No así María, que, con el rostro encendido por el des
pecüo c.le ver postradas las esperanzas de libertad, permanecía detrás del mostrador de su tienda en actitud altiva, repnnuendo las lágrimas y clisimulándolas con una risa desdeno&a, dmgida a los que, al pasar por allí, lanz.aban maldiciones a la patria, y a ella la apostrofaban de insurgen• te.
Dos días después de hallarse en esta ciudad, el pacificador Morillo comenz.ó a llenar las cárceles con cuantos ilusos creyeron en las promesas de olvid0 de lo pasado. Se vieron en pocos días los calaboz.os colmados de cuanto amencano criollo se llegó a saber que hubiese ejecutado el más leve hecho en servicio de la revolución . Los ambiciosos de gracias y favores acudieron apresurados a presentar al nuevo amo largas listas de insuq;entes. No pocos americanos incurrieron en esta villanía y en el desprecio de los mismos españoles, que veían en tan infame conducta la degradación de su ra.za. Y sea dicho en honra de los españoles arraigados en este suelo, raros ejercieron aquella infame vengan.za, y sí muchos se. empeñaron en aliviar la suerte de los colonos aherrojados.
La ,proscripción se hacía sentir e~ todos los hogares; se vela en la .zo.zobra, en el desasostego que se pinta en todos los semblantes, en el andar, en las precauciones· se hacía sentir hasta en la atmósfera y en e~e aspecto s~mbrío que la imaginación presta a cuantc nos rodea en esos congojosos días de persecución. Ent:·::nces el peligro se mide por la clase y calidad de las pE'rsonas que son aprehendida~: así puede úno calcular cu,ándo le llegará su ve2;. ¡Ah! JU.Zgando por lo que despues nos ha pasado es como podemos darnos ruón de los sobresaltos de aque~ lla época.
Mediaba el mes de junio, cuando una mañana fresca y
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CCADH.OS DE COST LJi\lBRES 51
risueña, coloreada por ~.os primeros rayos del sol naciente, andaba Pepe solazándose por la plaza consabida, en competencia con su perro Risitas, que entendía muy bien el jugar al toro. Las voces de María lo traje10n a la casa, y aquí recibió orden de partir para la escuela. Al despedirse Pepe imprimiendo un beso en aquella mano que acababa de bendecirlo y que le había de tener para las doce la golosina de costumbre, sobrevinieron dos húsares de Fernando VII, que hicieron alto a uno Y otro lado de la puerta de la tienda. Pepe se asió de las faldas de María en actitud de pasmo: ella volvió la cara hacia los soldados mirándolos serenamente.
- ¿Vive aquí, dijo el uno, M. D. A . ~ - Serllidora de ustedes. -Pue paizana, ziga osté con nosotro, que venimo con
orden del generá Morillo, pa que se le presente ozté. - Ahora mismo, contestó María, sin que su semblante
diera el menor asomo de sorpresa ni apocamiento.
VI
La cárcel de mujeres ocupaba entonces la misma área en donde hoy está la cárcel de hombres (J ) : en cuanto al edificio, tenemos que confesar que el d~ la monarquía le llevaba ventajas al de la república, y punto en boca.
En un salón de la parte alta, espacioso y ventilado, se hallaban reunidas las esposas y viudas de varios patriotas. Estampemos aquí con efusión y lágrimas los nombres de las Gaitán, Barriga, Robledo, Olaya. En la lísta de estos nombres se inscribió el de María. Sus gncias naturales, su respetuosa deferencia y el atractivo magnético que ejerce la mancomunidad de la opinión, le valieron una acogida que semejaba a la que se hace a una pc>rsona a quien se espera para dar principio a un festín.
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52 BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA
En los primeros días de prisión el ánimo se encuentra
firme y levantado, segú:-, >ea la causa que aliente al cau
tivo. Cuando esta causa es la de la independencia de la
patria, la defensa de las ' i.bertades públicas, la de la fe
:de los mayores, entoncet; d preso halla en los calabozos
el valor que inspira la convicción, la entereza que hace
desdeñar los sufrimientos y al que los impone. Con todo,
la pérdida de la libertad se hace sentir más cada día que
pasa. Entonces se comprende el valor d <; aquel d'"ln in·
estimable. Cuando hay sujeción en nues<:1os movimientos,
cuando la voluntad no es dueña de sm caprichos, cuan
do por todas partes chocamos con la m:t•10 d,~ hierro que
nos contiene y avasalla, entonces comienza la labor de ese
hondo pesar que da en tierra con la lozanía, y doblega
el alma más bien templada. María había pasado ya esos días que conducen al aba·
timiento. Además, la relación de los suplicios, de los des·
tierros, de las persecuciones incesantes, todo llegaba a sus
oídos para decirle que la causa que tánto amaba quedaba
perdida sin remedio. ¡Ah! muy amargos son esos días en
que el propio infortunio llega a ser leve al lado del in
menso pesar que produce el naufragio de b causa que se
ha abrazado y seguido con ardor! Hay infortunios que la mujer sabe llevar ccn inimita
ble resignación . María era de esas criaturas que cuentan
horas enteras de un silencio al parecer sombrío, y en las
que no puede asegurarse si el alma go~a o padece . A ";
taciturna ~ resignada se .:ncontró una mañana, a Ia luz
del sol nac1ente, con su hr¡o en el regazo. cliscurriendo pro
bablemente sobre la triste suerte del pobre huérfano ~
ra quien poco antes se complacía en labrar un po~en'. ~ f" lihertad y ventura. mr
Pepe se había dormido bajo ~a mano a¡:asajadora de su
madre . En aquella hora tal sueno en un r•iño retoz,
d . , d . . 1 U h d on . no e¡ o e mqmetar a . na ora espués la terrible epide-
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CUADROS DE COSTUMBRES 53
mia se manifestaba en el niño con todas las señales que
la hacen destructora y funesta . Por aquellos tiempos la viruela no había perdido aún
llU prestigio aterrador. Las poblaciones conservaban me
drosas tradiciones acerca de las veces en que la voraz;
plaga había asolado comarcas enteras El ejército pacifi
cador importaba a Santafé aquel funesto presente, como
para que concurriera a fijar más Y más la época de su
mayor desventura; la rigidez; española desplegaba un celo
sultánico en el establecimiento de lazaretos, y colocaL
celadores en los distritos de la ciudad, encargados de des
cubrir a todos los que se hallasen acometidos del horri
ble contagio, para recogerlos irremisiblemente en aquellos
asilos . María, luégo que se persuadió de que ~u hijo se encon
traba contagiado, sólo pensó en ocultar esta desgracia, pa
ra evitar que lo quitasen de su lado y lo llevasen al laza
reto. Aquel pensamiento era irrealiz;able en la reducida pri
sión y en medio de tantas personas. Bien pronto el esta
do del niño dejó de ser un misterio para las demás cau
tivas, las cuales se concertaron generosamente y cuidaron
de que el espantable secreto no trasminase a los demás
que se hallaban en la cárcel. Demasiado se había conseguido con que las compañe
ras de prisión de María se hicieran superiores a la cruel
aprehensión que inspira el miedo del contagio, pero to•
das a porfía se esmeraban en idear y aconsejar medios pa
ra sacar de aquel local al desventurado virolento, sin que
fuese notado el piadoso fraude.
Era un lunes. La costumbre que se guardaba en ese día
de enviar la ropa al lavadero, sugirió a las atribuladas se
ñoras ;t ardid de que echaron mano. Preparan un costal
Y -~n el acomodan al enfermo entre pk7a~ de ropa, cu
~endolo con sábanas. El chicuelo yaCÍ? privado por la
fteb;e_. U?a. criada se echó a cuestas la ligera carga y atra
veso tmpav1da los umbrales de la prisión.
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54 BIBLIOTECA ALDL:A~A DE COLOi\lBLL\
VII
Cuando varios y encontrados sentimientos se apoderan
del corazón, parece que ofuscan el alma o se neutrali1;an,
si no es ya que agotan las fuerzas para sentir. Mucho de
bió María padecer al desprenderse de su moribundo hijo
para dejarlo a merced de otros cuidados, y con todo ha
bía en ella pesares que sobrepujaban a loe de la separa
ción del hijo. La propia suerte, la de la causa que se ha
sustentado, la de los copartidarios y amigos, tienen voces
imperiosas que, por momentos, no nos dejan oír las de la
sangre y la naturaleza . Pepe fue llevado a la modestísima y no observada casa
de una su tía, en las afueras de San Victorino. Aquella
mujer bondadosa y en extremo afable, sr resentía del de
fecto común a las tías: amaba a su sobrino con ese amor de
tía, más vivo en ella cuanto que su matrimonio había si
do estéril. Si nos entretenemos en estas minuciosidades,
es para decir que las contemplaciones qm~ la inmejorable
tía guardaba por el sobrino cedieron en gran parte en da
ño de éste. La enfermedad se había desarrollado en él con
una intensidad cruel, maligna. Habría sido preciso ama
rrar al enfermo para que no se desgarra5e en fuerza de la
comezón, y a ese paso la buena de la tía se contentaba
con ruegos, a gasa jos y contemporizaciones. A duras penas el paciente salvó la villa. En cambio dr
esto. el infeliz Pepe presentaba en la cara principalmente
los horribles estragos del mal, y esas h"t;el]as, esas marcas
indelebles del contagio quedaron allí grabadas para toda
la \rida. ¡Cuántos recuerdos dolorosos v también cuánt¡.o
dulces memorias han suscitado esas pinta.q o señales!
Desde entonces Pepe se hizo cargo del apodo de Tuso
con todas sus ventajas y percances; cont:mdo entre aqué:
llas la no corta de evitar que lo bautizasen con otro u r¡tws
más. salvo los derivados por analogía dr aquella célebre
palabrita.
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CUADROS DE COSTUMBRES 55
En la dificultad de computar el tiempo que el futuro
Tuso estuvo en cama, nos contentamos con decir que, no
se sabe si antes o después, su curiosidad de niño y la oca•
sión lo llevaron a presenciar el suplicio de muerte im·
puesto a Carbonell, y la muerte del b~arro general Lei
va. Voluntarioso y mimado, un día se hizo sacar de la
cama, movido del deseo de ver a Bara ya que lo entraban
preso. Otro día atisbó desde la ventanilla a los Grillos,
padre e hijo, que los sacaban maniatados, para fusilarlos
en Facatativá. Y semana por semana llegaban a sus oídos
las detonaciones de las descargas, Y el sonido de los cla
rines, y el redoble de los tambores al terminar las ejecu•
ciones en la Huerta de Jaime. Llegó por fin el día en que Pepe, ya convaleciente, se
encaminó a la cárcel con paso vacilante a ver a su madre.
Al aspecto de aquella criatura horribkwente desfigurada
por la enfermedad, y, por consiguiente, as<!uerosa y repug
nante, las compañeras de María, poseída& de pavor, le re
husaron la entrada. Ella ¡ella era madre!. lo atrajo sobre
su corazón, lo acarició e inundó con su llanto, lo contem
pló con un dolor mudo que sólo las m;,.dres comprende
rán, y lo apartó de su seno con redoblamiento de lágrimas.
VIII
Las nuevas de la ocupación de Santafé por las tropas
pacificadoras. llegaron a la Habana. El oidor Alba, car·
gado de años, mantenía en lo profundo de su corazón la
memoria del insulto hecho a su dignidad . Su imponente
orgullo le hizo rehusar las instancias que: su hijo don Ig
nacio empleó para moverlo a que juntos se restituyesen
a Santafé. El altivo regente no debía pisar más una tierra
que los desacatos y las amenazas de muerte le habían he
cho odiosa. Padre e. hijo esperaban en la Habana el desenlace de
los acontecimientos de 1810, que no podí:l dilatar por mu•
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56 BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA
cho tiempo. Las contiendas intestinas habrían apresu1.t do el descrédito y la 1·aída de la república, si la monarquía de Fernando VII no se hubiese adelantado a enviar a América, para unirla de nuevo al yug.J peninsular, las mismas huestes que poco hacía habían arrojado al intruso
francés del suelo ibero . Los de Alba, en sus repetidas conversaciones sobre el
Nuevo Reino, repasaban la funesta historia de los sucesos
que de él los habían lanzado . La tragedia del 20 de julio se representaba a la memoria del Regente cargada de esas tintas sombrías, propias para agregar el encono y la pesadumbre del que en ella fue el blanco de las iras popu• lares. Entre los recuerdos que anublaban la frente del austero magistrado, uno había que siempre lo desenojaba. Ese recuerdo era el de aquel joven que había contribuído a salvarle la vida en el inminente trance que corrió el día del oprobioso insulto hecho a su persona .
Sería una ingratitud y una ofensa· a la memoria del Regente, un ultraje imperdonable a su elevado carácter, si no índicásemos que, entre las recomenoaciones que hizo a su hijo, la más encarecida fue la de que averiguara por Narciso y lo protegiera, y a los suyos, con todo el poder de su brazo.
Al cabo de meses, don Ignacio arribó a esta ciudad, patria de su esposa e hijos. No bien pasaron los abrazos y plácemes de la familia, cuando ya el recién llegado andaba en pasos de llenar el preciado encargo que le había encomendado su padre.
Los repetidos informes que pidió y recibió don Igna
cio, le instruyeron de que Narciso, el apuesto joven que
por insinuación del oidor había presidido la cuadrilla de
los caballos blancos en las renombradas fiestas de 1808
no existía ya. Por insignificantes que hubiesen sido lo~ compromisos que Narciso contrajo en el gran día de la independencia, no titubeó en seguir la suerte de las armas tan luégo como fue preciso salir a la defensa de ella.
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CUADROS DE COST UMBRES 57
El 10 de mayo de 1814, el ínclito Nariño libraba el úl·
timo combate, en tierra granadina, para despejarla de rea•
listas por el lado del Sur. Las relaciones de esos tiempos
nos dicen · que en ese día, Narciso, mouesto oficial, llenó su deber al lado de Vicente de la Maza . Cayó como buc ..
no y su nombre se ha inscrito en ese inmenso cuadro de
heroicos soldados que rindieron la vida por darnos una
patria independiente. Los deudos de Narciso recibieron
en santa herencia aquella inmolación y la guardan como
preciada ejecutoria de nobleza republicana.
IX
María era la viuda de aquel sencillo oficial, la misma cu•
yo corazón palpitó de amor, orgullo y er•v2necimiento al
ver a su esposo dominando el brioso corcel en la ancha
plaza . La prisión nada había podido ..:on ella: mantenía
sus gracias, su lo.zanía. y, más que todo, la había arraigado
en su causa. Esa muJer de pobre origen nada pretendía:
los bárbaros pacificadores le dieron la cel <:>bridad de la per'
secución. El de Alba lo había allanado todo pa1 a devolver la li·
bertad a María, dejando cumplido el mandato del noble
oidor, de corresponder en algún tiempo a la fineza que
con él había usado Narciso. Aun no h;,.bían transcurrido
veinte horas cuando María se despedía de sus compañe
ras de prisión, y por calles excusadas ganr,ba el camino de
su casa. Su presencia volvió a reanimar este lugar frío,
triste y solitario por tanto tiempo; y tornó la actividad y
el trabajo, y el ánimo y la esperanza de mPjores días.
X
. ,En cuanto a Pepe, sólo diremos que, desde que cono·
ao el -'?recio de sus tusas, ha vivido h~.ciendo gala del
sambemto. Semejante a Saint Preux, qut amaba tánto las
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58 BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA
suyas, por provenirle del contagio de la espiritual Eloísa, Pepe no ama menos las que usa y acostumbra, cuando piensa que el recuerdo de ellas va a perderse con los pa· decimientos de su madre. Y es que tambi,~ lo han llama• do tuso las personas que lo han distinguido con su cariño; y no pocos labios de rosa y seductora sonrisa le han dicho tuso, y quién sabe qué más ....
Y ese tuso, tan ufano de su achaque, como feliz en su oscuridad; que campa por sus respetos, y al rey no le debe nada, es el autor de estas líneas que devotamente consagra a la buena memoria de los que, bajo los auspicios de la Providencia, son los autores de sus días, y de todo bien acá en la tierra.
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EL RAIZALISMO VINDICADO
Díme hasta dónde has viajado
porque tu .:tire es de extranjero.
-Por el Norte a Chapinero,
por Oeste a Fontibón; y por los otros dos puntos,
el Oriente y Mediodía, estuve en la Peña un día. y en Tunjuelo una ocasión.
Ricardo Carrasquilla
Ha dado usted en la flor, señor Restrepo, de andar bu.,•
cando camorras con todo el mundo; se entiende, camo·
rras de éstas en que a peor andar perderá úno la negra
honrilla de escritor. ¡Allí me las den tod<t F! que al ser us•
ted uno de tántos matasietes, que a la l'egunda palabra
envían a pedir explicaciones con acompafí~1 miento de ame•
nazas y terríficas baladronadas, ya me guardaría de reco·
·ger el guante que usted me ha arrojado, así al desgaire,
poniéndome en el dudoso predicamento de campeón ca·
paz de sacar en palmas lo que usted y otros profesores de
paleontología han llamado raizalismo.
Ya en cierta ocasión tuve ímpetus dr salirle al paso
cu~ndo, enardecido usted contra el quieto y reposado rai
zalismo, se complació en representarlo con rasgos que cua·
dran a mi pergeño. "Ese soy yo", estu\·e a punto de gri·
tar en tal ocasión; pero, enemigo de engalanarme con
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60 BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA
adornos que otros saben llevar fundamentalmente, guardé
silencio, que al fin en boca cerrada no ~ntra mosca. Pero está visto que con usted no vale longanimidad.
Ahora mismo, sin saber por qué, se da por ofendido de
que Manuel Pombo le descubriera propensiones al raizalis·
mo, y respinga como ~:.i le hubiese picado un tábano. Mas
luégo, como volviendo en sí, recapacita que el rai:zalismo debe ser una cosa de tomo y lomo, cuando me cuenta,
dice, entre sus sacerdotes y admiradores. Y a renglón seguido me festejan con aquello de genio artístico, sabrosa conversación y distinguido talento. ¿A mí con leoncitos? ¿A mí con floreos hijos del miedo? Tiempo perdido.
Cepos quedos, señor Emiro, y repare u;;ted que aunque
ya soy hombre que está de vuelta, tengo todavía la dentadura intacta, para esto de no pasar entero. Cierto es que en mis mocedades cultivé un tanto la música, y casi, casi estoy por decir, al revés del príncipe de la Paz, que lo tengo por desgracia. Y no lo diría por mal, puesto que a aquel arte divino debo instantes de arrobamiento, de transportes dulcísimos; instantes acaso comparables con esos fugitivos en que se aspira nueva vida, cuando la ventolina de Ubaque sopla fresca en una risueña mañana de Santafé. Pero el cultivo de las artes, e'1. una época bien cercana a los tiempos de la colonia, como dijera el patrón Murillo, hacía perder en gravedad y compostura al que
aspirara a otra carrera. Vea usted lo que me ha costado
seguir, aunque de lejos, las huellas de Franco y Salas
Londoño y Guarín, genios positivamente artísticos a quie:
nes yo agraviaría si así, de buenas a primaas, hubiera de
consentir e~ poseer las cualidades artís6cas que usted me atribuye.
No sé si mi afición a las artes, en vez de infundirle ese desenfado de que adolecen en general los artistas me hi
zo soltar la lengua, Y de aquí me venga también ~ue eche mi cuarto a espadas, cuando en pláticas amenas, y con hu-
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CUADROS DE COSTUMBRES 61
millos del Jerez, me suelo engolfar en recitaciones que só· lo tendrán de sabroso lo que de heroico )' portentoso tie· nen las hazañas de nuestros padres en la magna guerra, el
recuerdo de hechos y dichos de hombres que han desapa·
recido, dejándonos memorias muy gratas. A ser un Vi·
<:ente Lombana, un Vicente Piñeres, créame que no decli•
naría aquello de la "sabrosa conversación", que a ellos sí
les viene de molde. Al llegar al punto de lo del talento, querría que mi pro·
testa estuviese autorizada por ante notario. Esto del ta· lento es un destello de la Providencia, d!t:pensado con ma· no avara a señalados mortales. En nuestro país, por poco que usted adelgace, creo que no encontr<~.ría media doce· na de hombres poseedores de este privilegio. No estamos muy distantes de aquellos días en que nos concedíamos ta.·
lento en todo y para todo; y ya es tiempo de que nos vayamos corrigiendo de este defecto de oue los discretos se han aprovechado para calumniarn~s suponiendo que de él hemos hecho una galantería con que nos obsequiamos recíprocamente .
No crea usted por eso que yo trate de achicar mi pro· pio valer, resabio muy común en los santafereños, con el que suelen paliar su natural desidia. Es porque así lo siento, es porque si en mejores días borroneé tal cual ar·
ticulejo de costumbres, hoy la brocha pintamonas ha sol
tado briznas que todo lo ensucian, a fuerza de ejercitar· se en lo del pido y suplico; o en tal cual necrología, que viene a salir lo mismo.
_Ya podrá usted imaginarse por esto cuál vendrá a ser m1 defensa del raizalismo. Dicen que no hay peor defen· sor de sus propias cosas que el dueño mismo. De esta
sue~e! y si no tuviera la seguridad de que usted y don }aviento Serna han procedido con la mejor intención del mundo, creería que me hubiesen tendido un lazo para h~cerme escribir, nada menos que el ser.món de la Bordadita.
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Bien he podido, por vía de excepción dilatoria, dar lar
gas a esta contestación, exigiendo que usted aclare su li
belo. Usted que metamorfosea su plum:~, ora dejándola
correr tierna y armoniosa, ora festiva y ligera, la convier
te luégo en un pincho, y lastima y hiere usando de voca•
blos que no se ha tomado la pena de definir. Rai4al y rai
.zalismo significan para usted algo de añejo y vetusto, por
aquello de la inmovilidad santafereña. } es cuanto he
sacado en limpio, por el uso que usted hace de aquellas pa•
labras. ¡A mí, los que han visto la luz primera en los cuatro
vientos de esta hija de Quesada! ¡A mí los que no han
visto el humo de las chozas del extranjero. ni han bebido
otras aguas que las de los Cristales o el Boquerón! Vos
otros, más dignos que yo para tan alta empresa, acorredme
para que pueda dejar mal parado al musulmán Emiro, de'
mostrándole arreo que en la inmovilidad santafereña hay
más encantos que delicias en Capua, más ensueños mági
cos que en las pálidas noches de Venecia. más fruiciones
y gozos que en la renombrada Lutecia!
La noble y leal Santafé, la ciudad del águila negra y
granada de oro, no bien salió de la mente de Quesada,
armada como la hija de Júpiter, cuando ya ostentaba las
eminentes prendas de grave matrona. R.: costada sobre las
faldas del Guadalupe dejó descorrer de un golpe majes
tuoso ropaje, y en un día se enseñoreó de cuantas comar
~s la dio en dote. el P~dente Felipe,, de_1 inmarcesible glo·
na. En su seno alimento cuanto de mas :. ustre se despren
dió de las "encantadas riberas del Betis": y para que na
da faltase a su imperial continente, también tuvo su fuen
te de Cibeles, reproducida en nuestra pila de la plaza cu
yas aguas, una vez bebid~s, adormecían en el regazo de la
ínclita ciudad a los acwtados peregrino~ que le pedían
hospedaje. Cuerdo y sesudo el ~spañol de aquelks tiempos, hubo
de trasplantar a esta t1erra sus lares y sus queridos pe·
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CUAD_._~os DE COSTUMBRES 63
nates, y con ellos el intenso amor que lo ARRAIGA (anóteme usted la palabrita) al suelo en donde se meció la cuna. El español tuvo ánimo para dejar ese suelo; pero luégo le faltó el valor para arrancarse de aquí, en donde ya había echado raíces.
Tenemos, pues, que nosotros derivamos del español ese apego al terruño. Es sabido que en la escala de los pueblos que tienen más propensión a abandonar la patria, el español ocupa el penúltimo grado. Si a esto se agrega que el indio tiene en aquella escala el último lugar, y que en nuestra revuelta sociedad, cuál más, cuál menos, de indio algo se nos ha ido entre vena y vena ¿qué tiene de extraño, al fin, que el santafere,ño sea entre los nacidos el más adherido a este pedacito de tierra?
Y ¿por qué habría de huir de ella? Nt el hambre, ni la peste, ni una nobleza insolente, ni una plebe revoltosa, ni el mismo despotismo colonial se hicieron sentir como en otras regiones desafortunadas, que han lanzado millares de hijos que no pueden sustentar, que no ofrecen pábulo a la industria, en donde son perseguidos de muerte por sus opiniones políticas ' o religiosas. Ninguno de estos motivos obró en la antigua colonia para hacer que sus hijos la abandonaran. Trescientos años de una vida cuyas graves ocupaciones consistían en comer y dormir, apenas alarmada por la;; contiendas de la madre patria, o apasionada a ratos por las demasías de un presidente o los amoríos de un oidor, hubieron de crear hábitos de sosiego, blandura y bienaventuranza, a cuya sombra la vida se deslizaba como la humilde barquilla re~bala sin vaivenes sobre las ondas mansas de un límpido b.go.
Imagínese usted cómo sería aquel paraíso, del que una abuela que yo tuve me hacía una pü1tura que no me atrevería ni aun a bosquejar, de miedo de trastrocar los colores, a causa de hallarse mi paleta un sí es no es impregr:~da con otros vívidos y gayos, que han venido confundtendose en ella de 1810 para acá. Mas, cumple a mí
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64 BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA
intento el que usted me haya comprendido que hay hon· das raíces en el pasado, de donde parte e!'e raizalismo que
los mozalbetes oligarquistas aparentan menospreciar, has·
ta que les llegue la hora de sentirse enraizados. Bueno es que de paso apunte que en Santafé debe de
haber algo que enamore y seduzca; algo en su cielo, algo
en sus días de espléndido sol, de atmósfera diáfana y re·
animadora; algo en sus días de grandes lluvias, cuando el
padre Monserrate se echa a cuestas su manto de nieblas y bruma. ¿No cree usted conmigo que t::~.mbién haya algo en la acogida cariñosa, en el trato jovial, J. la par que cor· tés y decente, de esas chicas que hieren con los ojos, se· ducen con la sonrisa, hacen enloquecer con ese conjunto que forma el todo de un palmito que rinde y esclaviza al más rabioso y espetado spleen? Y atienda que si le hago esta pregunta no es porque yo acepte que usted se haya quedado de mirón en el patio, asistien.dt-, a lo que usted llama la comedia del amor. El que una vez ha hecho como usted de primer galán en el drama, bien puede reír luégo en la comedia; pero nunca olvidará que su primer papel fue lucido; y que le ha dejado caros recuerdos de ternura infinita, de acrisolada fe, que la risa de Momo no alean· ,zará nunca a borrar de un corazón bien puesto. Y vol· viendo a mi asunto ¿no hay atractivos que encadenan en esa sociedad parlera, cuentera, bufona, en esa cachaqueña que de todo se ríe, menos del infortunio?
Ello es que si no acierto a explicarm~. sí me habrá us•
ted, compren?ido q~e tr~to de dar~ e razón por qué San·
tafe esNpatna c.om.un, tlerra, de amtgos. Me remito a us
ted, seno~ ~rovmcrano. ¿Cual es de ustedes el que no ha·
Ue en mt t:terra sabroso hogar, afectos, ronsideraciones
caminos francos q~e los conduzcan a la fortuna 0 al P:. der? Y es la gracta que apenas han transcurn'do 1
- d d S f' d J a gunos anos e esta a en anta e, cuan o os dp otra p t h
1 h'b' 1 ar e se a· cen a os a ttos, a as propensiones de Jos · 1
. 1 ra12:a es. y
aceptan, cast por comp eto, la manera de ser del más con· ~
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CUADROS DE COSTUMBRES 65
sumado raizalismo. Así aclimatados, van produciendo esos retoñitos del corazón, nacidos ya en S?.ntafé, y crecen y toman todo el aire y continente de raizalitos; y a la. postre ninguno, si no es por el árbol genealógico, que todavía se guarda algo de esto, podría sacar e,1 limpio de dónde fueron sus abuelos, si españoles, socorranos, neivanos o marquetanos. De aquí es que, platicando sobre estas niñadas con el fráter Plata, concluía con esa su lógica aristotélica, que a la larga resulta que todos wmos parvenus, o si usted gusta santaÍereños hechizos.
Convenga, pues, por Dios, que en Sc:ntafé hay ese no sé qué, que en una criatura no acertamos a definir; porque decir gracia y sandunga, todavía es poco para decir en qué consista. Si usted conviene, como lo espero de su Jociiidad antioqueña, en cuanto llevo expuesto, no qued:~.
duda que le he ganado el pleito. Haga usted la experiencia, si ya no el' que, trahajado
de andar a salto de mata, llevado del auri fames, pereciendo de hambre entre los farallones, l:'!l lúbricos baños con las ondinas chocoanas, o cazando lagartos, le ha tocado Dios el corazón y ha dicho, como otros tantos: "A Santafé me vuelvo mas que sea en una pata''. Tan luégo como usted tome esta cuerda reso!;,ción, le prometo iniciarlo en la vidorria santafereña, segc.ro de que a pocas vueltas llcgari a co.wertJrSe en mi bac;uiano. Consulte usted este punto C!Jll sus paisanos, que tan atrás están dejando a los nativos, o si quiere ir a la fuente, consúltelo con Ricardo Carrasquilla, su jeto que, en esto de raizalismo, le daría lecciones a mi maestro don Victorino García.
¡Oh! y cuánto siento no poder envidiarle hoy la inolvidable capa española! El santafereño ha perdido con este traje la mitad y el tercio y quinto de su gala más socorrida, desde que la re.::ortaron y le dieron la form<t mrzquina en que al presente se gasta. Imagínese usted si no, que en una fresca mañana, a eso de las siete, abrigado lo intimo con una jícara del bueno de Neiva, salía usted de
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su casa y echaba, por esa de San Diego, el embozo hasta
las narices; y por entre las sombras de los sauces, halaga
uo por el canto de los pajarillos, desperezado por el am
biente vivificador del claro día, daba su vueltecita, y tor
naba a la casa como nuevecito. No me ¡¡trevo a provo
carlo describiéndole un desayuno de ajiaco, frito, y más
del bueno, y para coronar la obra un va~o de agua, si de
los Molauos, del chorr~ de María Teresa o de la Manita;
esto no importa, que las aguas de Santafé manan de un
braz.o de las del paraíso, que subterráneamente la atravie
sa. En seguida iba usted, con achaques de quehaceres, a
la calle real; una palabra al uno, a otro le hablaba de ne
gocios, a todos de la crónica escandalosa, hasta que a las
dos dadas tomaba el camino de su casa, a hacer por la
vida. La tarde se deslizaba entre la siesta, el obligado pa
seo, y la noche . . . a pedir de boca. La tertulia, ese eter
no charlas con la mamá, con las muchachas, de todo y so
bn-: todo; luégo un valsecito; luégo el "Corsario" o la
"Extranjera"; y derretido de amor, o aplacado por el frío
de la noche, tomaba la cama . ¡Qué he dicho! ¡La cama!
Usted que las echa de andariego ¿puede decirme si en
alguna parte del mundo hay cosa comparable con la cama
de Santafé? Cuenta un viajero que Mr. de Boussingault,
en Guayaquil, se tendió a la bartola en una hamaca y
pasó quince días enteros fumando y meciéndose; con esto
decía que esos quince días habían sido ks únicos de ven
tura que el cielo le había dispensado. ¡El ingrato! así ha
bía olvidado la cama de Santafé!
Cuando usted, señor Emiro, se hace acaso de JaQ
d b. . ~ nue-
vas y con sorna u Jtattva supone que la inmovilidad
f ~ d b · san-
ta erena e e tener sus encantos, da a conocer que no ha
pasado en esta cmdad una semana santa un corpu
h • s, una
noche-buena; y que no a encontrado quién lo co d . n uz.ca
por la mano para que usted pud1era llegar a com d
' d · · pren er
cuanto e maJestuoso e Imponente, de profundam t
d d . d.f. enecon-
move or, e t1erno y e 1 1cante a la ve~ hay e ¡¡ .. n aque as
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Cí.JADROS DE COSTUMBRES 67
solemnidades, si usted asiste a ellas con el respeto de la tradición, con los recuerdos de la infanci:-~, con las emociones volubles de la juventud. Referir a usted uno por uno tantos encantos como los que el santafereño paladea en cada una de aquellas grandes ocasiones, sería perder mi tiempo; porque usted, hombre culebrero y desasosegado, no me comprendería jamás.
Nos pasa a los santafereños que cuando alguno de los nuéstros torna al hogar, después de haber visitado a Londres y París y corrídose hasta Madrid, nos mantenemos
·colgados de sus labios mientras nos está contando de los houlevares, de los cafés, el ferrocarril y los vapores. N() se admire usted si luégo de oírlo le levantamos que estuvo (el viajero) en las Tullerías, que bailó con la Eugenia, y que la casaca o el chaleco más ruidoso que haya importado lo debió a la munificencia napoleónica. Pase usted por estas chanzonetas que, en verd~d sea dicho, forman la delicia de la parlotería de Sant:tfé. Mas l:t gente machucha se pregunta, ¿qué es la vid::t íntima en . t
pa? El vapor y la electricidac.J, acortandn distancias y mo· vilizándolo todo, ha dcstruído costumbres, ha trastrocado hitbitos, ha borrado todas las tradiciones domésticas. ¿_ Q1h~ es entonces la vida sin el inmóvil asiento a cuyo rededor giran la esposa, los hijos, ese comercio generoso ele afee tos que sólo el tiempo y el sepulcro pmc!en acabar?
Rccoj:l a~tcd, como Dios le dé a entender, de entre las especies que en este artículo-carta, desgreñado y despergeñado he zurcido, las que puedan encarr.inarlo a esta conclusión: "el rai::alismo es un profundo amor, un amor sin término al pedacito de tierra en que a la Providencia le vino en voluntad mandarnos crecer y multiplicarnos".
f'onsidcrado el raizalismo desde este punto de vista, es claro que si los santafereños lo poseemo~ en alto grado, somos muy dignos de elogio.
Pero el raiz;alismo es a manera de un lago tranquilo en el que se dejase caer un cuerpo que conmoviese sus on-
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das· éstas se extenderían en círculos concéntricos hasta sus
m á~ apartados lindes. Así el santafereño ama primero su
ciudad, sin que esto le estorbe esparcir su amor hasta 1r
a derramar su sangre, en bien de sus prójimos, desde las
plateadas ondas del Orinoco hasta las heladas cimas del
Potosí . El raiz.alismo es relativo, y no he de concluír con u~
ted sin referirle los cachitos que le darán la más cumpLLL .
idea de cómo comprendemos aquel sentimiento los fijos
e imnobles santafereños. Usted es patriota y sabe como yo que el ilustre religio·
so Padilla tuvo que ir a dar con su hun'.anidad hasta Ro·
ma, echado de esta su tierra por envidias y calumnias con
que se quiso vengar en él su decisión por la causa de la
Independencia. El sabio agustiniano liP.vÓ consigo nada
menos que un chibcha neto de Fontibón . Días después
de estar en Roma, el expatriado Padilla entablaba con su
indio uno de esos diálogos que tan gratos cleben ser en tie·
rra extraña, aunque se tengan con un iudio.
-Y bien, Juancho, mucho has paseado en esta ciudad
de Roma? - Sí, mi amo, mucho. - ¿Has recorrido las plaz.as, los monurr,entos, sus gran·
diosas ruinas, has visto sus innumerables palacios?
-Sí, mi amo, casi todito.
-Díme ahora; qué tal te ha parecido la soberbia Ro·
ma? - Poro mucho bonita, mi amo, lo q.¡e es Fontibón e:·
más mejor! ¿Qué le pide usted ahora a este rafgo de raizalismo ?
;No le dice a usted que en aquel corazón de indio había
más amor a su tierra que en muchos de !os que vociferan
patriotismo? Pero hay otro linaje de raizalismo, 'JUe con todas ve·
ras quisie:a yo qu; pred.ominara entre nosotros. Conoz·
co a un cierto mgles, y digo que lo conozco, para diferen·
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CUADROS DE COSTUMBRES 69
ciar! o de tantos amigos como tengo o Departíamos en estos días, como ya debe usted suponerlo, sobre la obra de for· tificación de Cherburgo y la del cable !'.ubmarino; aqué· 1la, debida a los cálculos de un hombre <'tmbicioso, y ésta a la tenacidad y pertinacia de John Bull y del hermano Jonathan o Yo sostenía con todas las fuerzas de mi alma, y fingiendo sublime admiración hacia aquel hombre pro· digioso, encanto y adoración de los colonos de Cayena, que los siglos pasados y futuros no ofrecerían al asombro del viajero una obra más fructuosa par?. la dicha del gé nero humano que la de Cherburgo o 1·1i contrincante no anduvo escaso de razones en su vano empeño de probar que la obra del cable submarino, al fin 0l--ra de la pérfida Albión, multiplicaría, estrecharía las rel?ciones entre los dos mundos; que el comercio y la civilización en todas su o. relaciones tomarían tal vuelo, que hasta nosotros habría· m os de participar ampliamente de sus her1eficios o
-Inglaterra, me di_io, es muy grande para que Fran· cía pueda igualarla nunca en esa clase ele: obras; ella s<'la ha hecho mis por la ilustración y la libert?_d dd tmmd'"l . que cuanto han intentJ.do y cuanto har:an todas las otras naciones unidas o
- Ya se ve, le repuse; pero, dígame ¿qué t;cn g··~nd P es Inglaterra?
-Es dos veces y media más ~rande que el mundo! E~to sí que es rai~alismo, y de patente . Provocado, en fin, por usted y mi rrt~ !queriente .T2 vir·
rito Serna, he escrito este sermón de Ll Bordaclih, a s::~l· tos y brincos, y sólo en cumnlimientn GP un r1Pht>r mw P'ás de uno de mis naisanos habría desempeñ~do meior. Y si por ventura echase usted a descortP8Ía la tardan:-.a de este escrito, note usted que si me hubiese ~ nresuradn a macanearlo. mis paisanos me habrían vituoerado t~n cul· pable oreste~a, como ajena de su carácter; y como contra· ria a los fueros del rai.zalismo o He dicho o
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LOS ARTESANOS
i
No hay que alarmarse, queridos com;Jatriotas míos, 51
el "Duende" o~ toma hoy en boca, y con su brocha des
compuesta trata de presentar la parte dd rostro de esta
nuestra madre, que vosotros representáis dignamente, y
que forma uno de sus rasgos fisonómicos que mi s la dis
tinguen, y que bajo muchos aspectos más la hermosean.
Ocúpense otros, enhorabuena, en describir las demás cla
ses de la sociedad bogotana, y sobre el:;¡_.!' compon~an ~ ··
tículos de costumbres, que compitan con los mis aventa
jados en el arte ; pero cuando de vosotros se hable, esta
tarea corresponde al "Duende", que así en opiniones e in
t~reses como en esperanzas y en porvenir, est~ identifi c;.¡
do con vuestro destino, desde que en 1810 hizo d<> ~us
ejecutorias un solemne auto de fe, perteneciendo desde
entonces al pueblo, viviendo con el pne-blo, y muriendo
por él. probablemente. Hecha esta prevención, que los entendidos llamar~ n pre
facio. nada tiene de particular que el sér que tan de ccr
c:-a o~ pertenece. quiera sorprenderos, intE'ntando hosmw
i;¡r algunos de los rasgos que más cardcteriz8 n l<'l e l ;¡· ~
;ndustrial de Bo~otá, puesto que entre vosotros vive. v
ha participado de vuestros limitados contentamientos, co
mo de las penas y sinaabores que constantemente os afli-
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72 BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA
gen; que os ha acompañado desde la ruidosa francache
b, hasta la fiesta de San José y el mes dr María; y desde
que en 1830 sellásteis en el Santuario con sangre preciosa
vuestra decisión por los principios liberales, hasta el día
que en Tescua sofocásteis la hidra de la vuerra civil. Tal
vez alguno tachará al "Duende" de pró:ligo en elogios ha
cia sus compatriotas, y de apasionado y parcial lo critica
rá; mas a vosotros toca justificar cuanto de bueno se diga
en este artículo, mostrando con hechos h verdad; y •.
¡...i rn debéis perdonarle si, al lado de vuP,otras virtudes, dc
iarc entrever vicios o defectos gue, si lastiman vuestra re
putación, por desgracia son comunes á todos los huma
nos. Sin querer, va ese otro prólogo, v no faltará quien diga
que es porque el "Duende" no halla c0mo entrar en ma
teria. No, señores: lo menos sería deci1·, romo pudiera de
cirlo cualauiera otro, que estamos ya hien distantes de
:1quellos fclicísimos tiemnos en que los g-remios v cofradíi1s
fueron un plantel exquisito. donde hab la influencia de
un riguroso aprendizaje se formahan 'Tvfstros artesanos,
,, previo el noviciado y compPtcntc rx<men r:1.ro er~ ,,,
aspirante que alcanzaba el glorioso título de maestro ma
vo•-. aue lo autorizaba para <thrir un talb. ejercer por sí.
" NXlcr enseñar su industria. Tal pro..:edimiento forma
h<t entre IC1s artes<~.nos cierta aristocr<161 que frecuentP
'ilf'nte pasar.a ;1 ser heredit<Jria. en lo que no poco influía•1
1, +"-·Ma de gohiernC1. el fluio de las costumhres y c;u~ 1, 1 ,
tnr~les tendencias a la imitación. No t~s de nuc~t··o rcsor
t8 rntr<tr en el exampn de si ,oemei;mt~ régimen fuera a
nmnósito para formar exrelentes mae~tro~ v oficiales en
la .~ arte~. a favor de un sistema que cstahlecía la normal
rn~?íi;mza de un preceptor, ror algún tiempo. v rl em ha
r~zn oue un examen ofreci~ra .a los que ron decisión y ta
l,..n•n rwnqr(ln ,-encer la rtvahdad_ la envidirt v rl nrnulln
qtJe les opusieron los maestros; ni nos toca tampoco en
comiar o vituperar el sistema de libert._ J actual en que,
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CUADROS DE COSTUMBRES 73
sin aquellas trabas, hemos visto improvi~:ar talleres, mau·
gurilrsc maestros, y pulular oficiales, que es una maravi·
lJ;¡_. Quede para otros decidir si de estas novedades la so·
cicdad ha reportado algún provecho, obteniendo mejores
obreros, que trabajen con perfección y más barato; o sí
hemos caído en las manos de mil chapuc-eros, farfull;td n
rr:s, que así lo hacen de mal como piden de caro por sus
hechuras. Los límites de este bosquejo son tan circun.~cri ·
tos, que de nuestra pluma no hay que esperar sino brc·
res y toscas pinceladas, que apenas rev<>lan la exi8tenri1
de un artesano, existencia que hoy se desliza rnt•·c las fu·
gaces ilusiones que se desvanecen con 1~. realidad tempra·
namente. Si tan preciso no fuera, prescindiríamo~ de rcmontarnn <;
hasta inquirir la cuna del artesano; pero es fuerza comen·
zar por hallarla en esta clase numerosa que en el an•
tiguo régimen se _llamaba el pueblo bajo. la plebe, la ca
nall:~, destmada s1cmpre a formar el pedestal de la socir
dad, sin aspit·aciones, sin esperanzas. sin porvenir. De allá
germinaban los que sin tener más expect<•tiva se dedicaban
a ejercer los oficios mecánicos que por P~carnio se titul:-v
h1n oficios viles, por.que hacían incapace< de obtener nin
r:ún puesto de distinción o carga honorífica al que a ellos
se consagraba. Así que los oficios de sastres, carpinteros,
zapateros, albañiles, etc., estaban como vinculados en la
f~milia cuyo jefe lo ejercía, quien por "fecto o mecanis
mo ¡,;uiaba a sus hiios por el mismo sendEro. Aquí entra
ha la aristocracia de que hemos hablado, y constituía la '
(J:st~ncia que había entre maestros mayores, simplr>JTlr• ·
ffi;lPStros, y oficiales o jornaleros. Aparte de los años de
:-tprendiza ie y de m á~ rPquisitos que eran necesarios nar:t
vrnir a ser maestros, el vestido mismo hacía una distin
ción de estas categorías, que el menos :~visado podírt. com
f1rrnclrr. Figún:>se d lrctor amigo. que ~P encontraba pnr
esas calles con un hombre frescachón rt.Ím. a pesar de lor;
sesenta años, de formas abultrt.das, rostrr lleno, barba en·
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teramente rapada, el cabello recogido atrá&, sujeto en apre
tada, trenza, camisa con cuello desmedido y prolonga
da gola, enorme chaleco a la Luis XV, gran chaquetón de
cuero de venado curtido (y curtido por el uso), calzón
corto id., con su botonadura de muletilla a la rodilla, y
la charnela a veces, media blanca aborlonada y zapato de
oreja recogida por una hebilla de plata ; si a todo esto se
añadía la capa magna de paño azul o blanco, y el som
brero chato de vicuña, no había que d~tdarlo, este perso
naje era un maestro mayor, con voz y voto en el gremio
y cofradía, taller abierto para recibir discípulos, y perito
nato en todo avalúo judicial. Seguíase a esta categoría,
la de los oficiales con opción al maestrazgo. y no menos re
conocidos por su vestimenta, que consiotía en chaquetón
y calzones tirando a zaragüelles, como los que se han d,es
crito ya, gruesas botas de lana azul, la~ competentes al
pargatas, so m brerón de lana pardo, gran ruana guasqueña
y el indispensable pañuelo rabo de gallo atado en la c;~be·
ta. Por este estilo, aunque en inferior e:~;cala, se ataviaban
los demás oficiales y aprendices que a nn arte se dedica
han, dejando siempre traslucir un algo que lo~< identific~
h"-, a no dudar, con su oficio, de maner;; que el sastre por
aseado, el 2:.apatero trascendiendo a cuero, el herrero por
lo mugriento, el albañil por lo embarrado, y así de los
demás, todos revelaban en su grotesca y genial figura el
gremio a que pertenecían .
No nos atrevemos, de miedo de pa.f;Jr ror difu ~o~ ..•
llegar hasta el hogar doméstico de los buenos artesanos
de aquel dichoso tiempo, en que todo rep•·e.sentaba una hw
milde cuanto racífica situación. Una c<~ .qita pequeña. ca1-1i
a extramuros o en arartada calle. y en ella una salita 0
servía de salón de reci~o;. de comedor, de oratorio, adour~ n¡¡?a 1::~_ ~estera no~ cruCifJJo _de cobre, una Vircren de Chi
nnmouu·a. !0~ P"l~'no~o~ natnarras v otru.• per.~onaie d . ¡
rnrte celestial. di~trihuídos en lo demás de ella. uns "' a
b ·¡· 1 . a mesa
ha tttada para atar, para comer y aplanchar la ropa ' y
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•
CUADROS DE COSTUMBRES 75
pesadas sillas hacia los lados; y en seguida la alcoba, don
de de noche se recogía toda la familia, los amos en la an
cha cama, cubierta del pabellón socorrano, circundada del
labrado rodapié ; y los chiquillos y los criados, y el perro
y los gatos aquí y allí en sabrosa confusión . El patio no
era más animado, a pesar de los borracheros, la rosa blan
ca, el romero y el curubo enredador, y el corredorcillo en
forma de ángulo recto, adornado con las estampas del
hijo pródigo o la entrada triunfal de Felipe V en Ma
drid ; antes bien, venían a aumentar la p. ravedad, la seria
pobreza; así como en las casas de los grandes reinaba la
misma gravedad, pero rica en muebles sin gusto, en toscos
servicios de plata y adornos que infundían recogimiento y
tristeza. No descendamos más, y quédese a 110 lado la tienda,
este asilo del jornalero, que le sirve como de antesala para
pasar al hospital, y de allí a la fosa. La pluma se detiene
a delinear este cuadro, no porque inspirP horror, sino por
que en una extensión de seis pies cuadrados estaba, y con
tinúa encerrada, la familia del jornalero, compuesta de la
esposa, cinco hijos, tres hembras y dos varones, aquéllas
creciendo en cuerpo y en gracias, para pasto de lobos, y
~qu~llos para el oficio, para ganar el jornal. Allí anida
también otro matrimonio sin hijos, y hay perro que aúlla
a la luna, y gato que se torna en vagabundo dañino, y en
ocasiones frecuentes los huéspedes apuran por demás el
guatumillo, se arma una zagarrera en que dan al traste con
la tabla colgada a la pared, a guisa de aparador, y sucum
ben las pocas vasijas del preciso uso, despedazan la corti
na de crudo que forma la alcoba; y una desvencijada ca
ma, una ruin mesita, y quién sabe qué más, todo en es
pantoso desbarajuste, remeda el encontrón de los boro
también otro matrimonio sin hijos, y hay perro que aúlla
d~s melenas, y los chicos que gritan y lloran sin misericor
dia, acompañados por el cacareo de las gallinas. Todo se
ha perdido, los hombres, las ruanas, las mujeres, las ena-
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76 BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA
guas, el común aparador; y no quedan sino harapos y cacharros, una cabeza rota, un brazo del otro descompuesto, mordiscos y solución de continuidad, como dijera un mé
dico novel. Y ya que se atravesó este toque, que comprende, hasta.
hoy al menos, a todos los jornaleros pasados y presentes,
y probablemente a los futuros, mientras que, como dice el
actual secretario de la.s finanzas, no cottcluyamos con la
ruana y la frisa, volvamos a nuestros pasados artesanos,
que no conocieron sino paz y serenidad. sanas costumbres,
debidas en parte al celo y rigidez con que el oidor de semana, sin trámites ni enredos corregía a fuerza de azotes, aplicados en público por la mano del verdugo, al pobre diablo que se aficionaba a lo ajeno, o que de cualquier otro modo quebrantaba los bandos del buen gobierno, que hoy se llaman· reglamentos de policía dr· orden (que no tenemos), de aseo (que no se conoce), de ornato (que no se entiende), y de salubridad (que no8 hace vivir c?.si apestados). Entonces, el artesano que reñía o injuriaba a otro, que maltrataba a la mujer o la abandonaba, que era sorprendido en culpable contubernio o en un oscuro garito, no tenía más que poner su alma con Dios, y las posaderas a disposición del verdugo, quie:>n lo maniataba a la rejilla de la cárcel chiquita. y al grito de
Quien tal hizo que tal pague,
le acomodaba desde veinticinco azotes para arriba, hasta doscientos, según lo mandaba la gravedad del caso, y ne
gocio concluído. A pesar de tan amables correcciones, al
gunos, hoy que se sufre un dilatado proceso, la detención
en la cárcel por largos meses, y luégo por pena seis de
arresto, diez de prisión y dos años de presidio, preferirían el ver su. . . en fiestas; la subordinación, decimos, y el respeto, como cierta pureza de costumhres y algún tanto de moralidad que se nota de menos, eran cualidades que distinguían al artesano y lo mantenían en su ignorada
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CUADROS DE COSTUMBRES 77
condición, que si no era la servidumbH:, no dejaban de tener sus parecidos que con ella la identificaran. Así sus
entretenimientos, sus diversiones y pas;1tiempos eran tan
lün1tados, que aparte de unas fiestas reales, motivadas
all:t por faustos acontecimientos para el Rey nuestro se
ñor, y en las que el .trtesano no gozaba sino del espectCt
culo c.le los toros, jugados con todo el ceremonial y gra
vedad española, para él sólo había la sustanciosa merien
da, ervida en despoblado, bien por Fucha o el Boquerón,
San Diego o San Victorino, en la quP se desplegaba el gusto y la abundanci.:t: enormes caz;uel<¡: de pescado sudao, de lomo atomatao, de arroz de mf'nudo, flanqueadas por colmadas bandejas de papas guisad:ts cubiertas de derretido queso, con la indispensable ens;d;,da y la afamada chicha del Cedro o de Cuatro-Esquinas, rebosando en labradas toturnas de Timaná; y todo est<l en una hermosn. ·arde de verano a la caída del sol, cuandc.
Es púrpura el horizonte y el firmamento una hoguera, es oro la ancha pradera, la ciudad, el río, el monte;
v al son del guitarrillo y el pandero, los ánimos se hahían
desahogado de las fat1gas de la semana con un rato. de
solaz; y de confianza, coronado por el alegre torbellmo,
alternado con la manta redonda, y de vez en cuando un;¡
endecha popular que 1lgún cuitado amante no dejaba de
dirigir a la niña Estefanía, la hija del maestro el Muelón, por quien estaba perdido de ternura.
Tal era la vida de los artesanos de aq11ellos buenos tiem·
pos; así corría monótona y tranquila, sin que ningún :1contccimiento viniera a perturbar su serenidad, ni ella misma osara traspasar los límites que le impusieron los hábitos, las preocupaciones y la educ;,ción consiguiente a la forma monárquica que regía. El sastre, el carpintero,
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el albañil, dejaban a su larga sucesión los cortos bienes que
su industria y economía les proporcionaban, y descendían
al sepulcro con el consuelo de haber er..laz.ado a sus hijas
con sus iguales, y cuando mucho, con haber dado un Jw
jo a la iglesia, bien de clérigo de misa y olla, o b1en lk
religioso en alguna de las órdenes monásticas. La crómc,t
regtstrará con veneración los nombres de los Leones, de
los Cortáz.ares, Ortegas, Garayes, Torres y otros mil arte·
sanos que en esta tierra ejercieron su humilde profesión,
porque supieron honrarla y embellecerla con el ejercicio
de todas las virtudes. Tocamos ya al grande acontecimiento que vino a con·
mover nuestra sociedad, que la sacó de sus cimientos, que
la ha traído en perpetuas agitaciones y que la ha trans·
formado en todas sus clases. Seguiremos a este mismo ar·
tesano desde 1810, en que, como era uatural, los princi·
píos y las ideas que entonces se proclamaron y no acaban
de desenvolverse aún, debieron encontrar en su coraz.ón
grata¡¡, !\impatías. Trataremos de describirlo tal cual hoy se
ofrece a nuestra contemplación, con el temor de que no
alcancemos a hacerlo con propiedad y maPstría, porque, lo
confesamos, no siempre está el palo para cucharas. ¿Acep·
ta el lector el partido? ¿Sí? Pues ya verá la segunda parte.
11
Creíase que la clase de estos bene!T.hitos ciudadanos
quedara extinguida en la ardiente lucha que trabámos con
los godos, desdt 1810 hasta 1826, según que su sangre
generosa fue prodigada en Bárbula y San Mateo como
en Tasines y Juanambú, Vargas y Boyacá, como 'en Pi·
chincha y Ayacucho . Y recuérdese que el patíbulo es·
pañol también fue m:ucado ~o.n ella, y no poca tiñó las
aguas del Magdalena y salptco los m•1ros de la heroica
Calamar. De esta hueste de artesanos ¡qué raros fueron ¡08 que
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CUADROS DL COSTUMBRES 79
volvieron a pisar las riberas del San Francisco! Era de ver
los tornar a la patria, cubiertos de cicatrices, adornados
con gloriosas preseas y afectando en su porte y maneras
los modales cultos de un hijo de la capital, que en todas
partes se distinguiera por su valor y moderación, por su
gracia y galantería, y siempre echándola de fino y esme
rado en su comportamiento. Pero llegaba a Santafé, aban
donaba el servicio militar, o pedía su tercio; y pasado un
año o dos cuando más, ya había reconocido el pelo de la
Jehesa, y esta fuen;a de la primitiva inclinación le hacía
tornar a sus antiguos hábitos. La ruana, o cuando más
la capa, volvía a reempla4ar la casaca de dos colores, el
enorme cuello de la camisa, al apretado corbatín, los suizos
amarillos a las botas, y el sombrero enfundado al morrión.
Tras de una vida de a4ares y agitaciones, olvidado ya el
oficio, y más que todo, acostumbrado al ocio y distrac
ción de un viejo soldado, imposible fuera volver al traba
jo apacible del taller. i\sí que (no quisiéramos decirlo),
con muy cortas excepcwnes, el artesano militar retirado
ha pasado el resto de una vida glorias; alimentando lo~ vicios adquiridos en las campañas. Parroquiano celoso del
bodegón de la niña Serafina, allí permanece desde que por
la mañana va a enjuagarse la boca con el anisado, para
quitarse el mal sabor, hasta las once en que ya ha almor
zado; d~ allí a la tesorería, si es que no ha vendido la pen
sión a algún desalmado de estos vampiros que se han re
pletado con la sangre del inválido o del empleado calave
ra; y si alguna cosa logra,. vuelve a la taberna, se entien
de a tornar las onces, a platicar con los otros camaradas
sobre si pagarán la pensión o si ya la vendió al cabayero,
que le dio cinco pesos por los veintisiete que percibiera
al fin del mes. Mientras tanto, llega la consorte diciendo
que aun no se ha desayunado la famili:~. ni tiene con qué
1r a la plaz;a, y que ya fueron a cobrar el alquiler de la
casita; Y se arma una de los diablos, en que ella le increpa
que es un vagabundo, que se está malgastando el tiempo
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80 BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA
y el monis, jugando y bebiendo, mientras que la pobre
lo pasa. haciendo tabacos y bregando con los . chicos, que
la tienen sin vida. Si a esto se agrega una ch1sp1ta de ce
los, provoca y desafía el enojo del veterano, que llegará al
punto de descargarle buenos muletazo:;, SI en aquel mo
!I1Cnto no lo contuviera el teniente Roncancio, que lo to
ma por el brazo y se. lo lleva. ¿A dónde'! Nada menos que
a otro ventorrillo, frecuentado también por otros camara
J z,s, y allí se pasa el resto del día entre u:1 trago, una ma
nita de dado y la relación de una batalla; y por la noche
balle, se entiende torbellino y zarandé, hasta quedar ren
didos con el peso de la culebra.
Quién sabe si este toque habrá estaáo por demás en el
cuadro que nos hemos propuesto trazar; y si lo estuviere,
quede en descuento por los que nos faltaren, atendidas
las variedades que en nuestra tierra ofrece el tipo arte
sano, a tal punto, que no nos es posible comprenderlas en
un pobre articulejo como el presente; hlta que será cuan
do más un baldón de nuestra insuficiencia, y como en cas
tigo de nuestro atrevimiento. Puede ser que alguno más
indulgente haya encontrado que de estf: modo nos ha si
do preciso entrelazar la casi fenecida generación de arte
sanos, con la actual, que comprende la que se ha formado
en estos últimos treinta años.
¡Lindo cuadro, por cierto, tenemos a la vista! Mas, com
parándolo con el que hemos ofrecido en nuestra primera
parte, cuántas degradaciones de lu::;, cuántas alteraciones,
cuántas pérdidas; y qué inmensa variedad en todos los
representantes de esta fantasmagoría qut- llamamos vida!
Sin mayores conocimientos sobre las artPs Jiberale¿ y me·
cánicas, como .sobre las no.bles artes, gracias sean dadas
por esto a 1~ tgn~ranCla . m1sma ?e los orñores españoles,
0 a su des1d1a, o sr se qmere, pohttca mañosa, para mante
ner a sus colonos e.n: el mayor estado de brutalidad posible,
nosotros no conoCimos 111 un pmtor, ni un arquitecto, 11 ¡
un escultor; no tenemos que echar de menos al relojero,
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CUADROS DE COSTUMBRES 81
al maquinista, al carpintero en fino. y sin embargo, han desaparecido de la lista de los industriales, el que fabricaba sombreros de lana, el que torcía pita, el que hacía pajuelas y cuerdas de chivo; el que engan;aba rosarios, y el fue llera, como el que sacaba hormillas de totuma, y el baci hoja. ¿Qué es hoy un platero? Estupebcto se ha quedado a la vista de las piezas fabricadas en estranjis, que si bien no es oro todo lo que reluce, ya no es aquel tiempo en que él hiciera cálices y custodias, gargantillas y pendientes, y otros adornos y muebles en que, disponiendo con abundancia del oro y la plata, y de preciosas esmeraldas y rubíes, componía, es verdad, un todo bronco, ordinario, sin finura, sin elegancia. Nada diremos del barbero, que se ha quedado estacionado al través de su rejilla, limitada su industria a rapar a algm:os perezosos parroquianos, y a jornaleros y campesinos, que ya no hay peluc~s que empolvar ni cabelleras que rizar, desde que una mmensa mayoría ha encontr<t do sn m~s c;)¡nf"cln el afeitarse cada uno por sí mismo, en su c;>sa, bien que haya otros barberos que nos afeitan a tc:do&, y esto de l1s pelucas haya venido a se r negocio purarr entc de los peluqueros franceses.
Vengan, pues, bajo nuestra pluma, los restantes artesanos, de todos los gremios antes conocidos, que así en confusa mezcla habremos de considerarlos, ya que por tantos motivos se hallan entre sí relacion<clos. Sastres, carpinteros (hoy también ebanistas), herreros, silleros, que nosotros llamamos inocentemente talabarteros, zapateros, albañiles, etc., forman esta cohorte de maestros, oficiales y aprendices, a;;í dividida, mientras que el orden y la natural dependencia de otro subsistan; pm C]Ue esta desigualdad existe en todas partes; mientras que existan unos hombres más inteligentes, laboriosos y emprendedores que otros, más ricos y afortunados que otros, y hasta más apuestos y hermosos que tantísimos feos, que so~1 los más . Pero en estas clases de obreros no es la adulación ni la lisonja o el valimiento y el favor, lo que los
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eleva en su carrera, sino sus talentos y los medios con que
pueda contar el hijo del pueblo para hacerse notable en
la sociedad. Como de un manantial efcondido, brotaron
de repente maestros en todas las artes, rompiendo las tra
bas que tuvieran encadenada la industria, y comen4aron
a llenar la ciudad de talleres. Hemos viEto reempla4ar los
pobres obrajes, donde no había más que los precisos mue
bles para trabajar, por espaciosos y aseados almacenes, sur
tidos de todos los elementos para la obra, a pedir de boca
para el consumidor, quien encuentra en ellos cuanto le
sugiera su deseo. El nombre del maestro, inscrito sobre la
puerta en pulida muestra, provoca al elegante o al necesi
tado a acudir allí, que será bien servido, conforme a la
última moda de París, es decir, la de ahora t:los años, un
tanto reformada y adaptada al gusto del país, que en esto
no vamos tan de carrera . Se nota cierta novedad por to
das partes, que revela el ingenio, gusvJ y elegancia en la
obra; pero sea la experiencia o la propensión a ponderar
lo de otras edades, todo parece superficial, débil y de es
casa duración. Si es en el vestido, ya no hay aquellos afa
mados paños que desafiaban los siglos, y que, convertidos
en capas o casacones inmensos, formaban un artículo con
siderable del patrimonio de la familia; en punto a mue
bles, todo es frágil, los asientos, las mesas, la camas, todo
cede al menor esfuerzo, mientras que nuestros antiguos
muebles, sobre ser maciz;os y corpulentos, ofrecían una
completa comodidad. Hasta las casas hemos dado en ha
llarlas hechas al vapor, montadas al aire. divididas y sub
divididas en cuarticos, y donde el común está junto al
fogón, la caballeriza debajo de la alcoha, y eliminado el
patio como superfluo. Nosotros feliz;mP.nte marchamos a
la par con estas novelas, y las alabamo~ a despecho de
ciertos vejetes, y de ellas nos complacemos más, cuando
han venido a alterar los hábitos, genio o índole de nues
tros artesanos, para hacerlos mejores b:J io muchos aspectos.
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Como resto de las más ruines preocupaciones, quedó sentado el que la ruana y las alpargatas fueran el vestido y cab:ado de las gentes del pueblo; de <'~ta usan¡a no era permitido salir, ya por el ridículo con que la gente noble lastimaba al que se metía a novelero, ya porque en virtud de órdenes suntuarias el corchete tenía el cargo de advertir al que se desmandaba, que la capa era peculiar a los Dones, como el tapete a las damas. Pero el flujo por que nos hagan caso es el agente más poderoso para movernos a dejar el puesto en donde plugo a la Providencia colocarnos. Bien que estos remontarrtientos repentinos, sin brújula ni remos, ni lastre ni armaclmas, traigan consigo unas caídas ruidosas; a pesar de esto el anhelo es el de subir y brillar. El que no puede más se engalana, trata d; parecer, que es lo que le sucede dl artesano; y véas~ ~omo nos los refiere ño Chepito, sal'tre remendón de vteJO, que ha conocido a todos maestros presentes, porque él mismo fue oficial en el oficio del maestro El Mueló~, y los vio criaturitas, cuando comenzaron el aprendi~aJe.
El dice, por ejemplo, que Facundo era un muchacho travieso, alborotador, que apandillaba a sus compañeros de oficio en los juegos de toros, cometas y guerrillas ; que a su madre, que vivía por Belén, le coFtó amargas lágrimas hacer que el patojo no destro~ara la ruanita de hm, los pantalones de manta azul y el sombrero de paja ; con el bien entendido que cada infracción, cada falta, le costaba una docena de lapos, aplicados por el maestro, suspendido el paciente sobre las espaldas del mayor de los compañeros, y estirado de los pies por los chicuelos, lo que a veces les servía de escarmiento, y de causa de burla las más. Poco a poco Facundo fue entr~ ndose al oficio, y comenzó a obrarse en él la metamorfosis, viéndosele ya más aseado. Elevado al rango de oficial y entrado ya en la edad de la juventud, ganando por semana en proporción de su trabajo, adoptó la ruana guasqueña o de cúbica,
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cuidadosamente cosida, abierta por anc.hc cuello, que de
ja ver el del dormán y parte del de la camisa; la corbata
anudada con desdén; pantalones a la m•1da y ~apatos de
cuero inglés, para los domingos, y amariilos de soche para
los demás días. El sombrero, de ordinario paji~o o imi
tando el jipijapa, adornado con cinta negra, o bien cu
bierto con tunda transparente, lo lleva p1C.arescamentc car
gado hacia un lado, afectando en todo Slt porte el de un
tunante enamorado, que desde la tiencía (hoy almacén)
dirige chicoleos a las criaditas que van al mandado, o a
verse con ellas a la puerta de la casa donde sirven. Otros,
en las alturas de Facundo, después de haberla corrido en
bailecitos de confianza, paseos al Boquerón, jugarreta y
pasatiempos, se cansan al fin, Dios sabe cómo, y entregau
la pelleja, dándose a re~ar, cwdándose trabajosamente de la
familia y despidiéndose de las milicias, en donde drago
neaban de sargentos segundos; otros se acreditan de cala
veras, y de este número son los que tr;ten un porte más
elegante y pasan por ser de entre ellos los más cortejantes
con las. . . señoritas. Son los que están al frente de toda
parranda cuando se trata de divertirse, y conocen por sus
pelos y señales, y saben dónde vive cada una de las ....
señoritas, y tienen relaciones con los cachacos del bronce,
cuentan con éstos para todas las partidos de placer y se
dejan llamar cariñosamente los guachecitos. Si se trata de
un baile, por supuesto a escote, ellos son los que solicitan
la sala y los músicos, los que invitan a las .... señoritas y
compran el refresco; y se toman todos estos cuidados, por
bailar a la noche un valse con misiá Ularia, y tener el se
gundo puesto en la contradanza que dirige don Pepe, la
que baila con misiá Encarna; tratando ccn toda delicadeza
y finura a las que con cierta socarronería llaman señoritas·
lo que no impide que, por un desdén, desaire u otra cosí:
lla, las manejen luégo a los puros trompis y les regalen
ciertos dictadillos que. . . ya usted me entiende. Por an
dar en estos picos pardos, resulta que los tales oficiales no
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han ido al taller a trabajar, han quedado malísimamente con el maestro, que por lo mismo los despide. Como el
monis no se deja gam.r de otro modo. hay que tomarlo emprestado a rédito, para poder pagar el escote y lo que se ha tomado fiado; de aquí resulta que e! día menos pensado, el alguacil los anda buscando con una boleta para que vayan a contestar demanda sobre lo que deben y les cobran; y para mayor desgracia, los sarzentos del cuadro de la guardia nacional, que son su pena negra, tamhiP'1 los andan persiguiendo, porque hace cuc;tro domingos que no van al ejercicio. Por esta embrolla. r-omo dicen ellnt;. han perdido su ropa, sus trasto!!, deben el alquiler de la tienda, no tienen para semana, y a punto de dar el alma al diablo, los reclutan para un cuerpo veterano y van a engrosar las filas del 7o., que está en Pasto. ¡Oh, dolor ... ! Oueda para otra pluma elocuente y paté.tica describir el
rostro angustiado por momento!!, grosero y burlón por otros, que pone el guachecito el día en que. confundido en una partida de voluntarios. sale de Eogotá, dirigiendo sus adioses a los compañeros de c:tpuchin~das. que se ;¡•oman a verlo partir, entre condolidos, esc:u·mentados y bufones.
Pero volvamos a Facundo, que si biert no ha dejado de participar de estas francachelas, ha tenido en cambio mejor conducta, ha sido más sobrio y económico, y la fortu na junto con la gubernata que ha observ<> do le han .~o
piado a su contentamiento; de suerte que se ha encaminado por la senda que conduce al maestra7 Q"o. Despu?s tJ, haber economhado algunos realitos, y recibido algum. ')ar · te de la herencia que le tocaba por el ir.tcstado de un su tío, siguió por ponerse medias y sombrerito castor; corridos algunos días, abrió una tienda, puso una gran muestra, y se anunció en "El Día", y para el mrpus inmediato se presentó con capa magna. corbata verde, chaleco de terciopelo colorado, calzón de casimir hlanco, v quedó inaugurado el maestro N .... Esta feliz circunstancia, lo h1.
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puesto en contacto con los intrigantes en política, que sé aprovechan de su ignorancia y palurdería para hacerlo un fanático o un demagogo y enredarlo en todas las cuestiones de partidos y elecciones, y hacerlo que trabaje, ¡ po· brecito! en beneficio de otros. Así es que· se le ve dejar el taller, quizá en un momento precioso, para ir a alum· brar en la procesión de Jesús Nazareno, y renegar de los faiciosos; o se esconde y encierra a referir las noticias que tiene del catire Obando, y a exhalarse en votos por que este pajarraco vuelva algún día a su pa.ís, que al fin es granadino como todo hijo de vecino, de éstos que también han sido facciosos, y han matado. . . y hoy están en gran· de. Esta circunstancia, decimos, lo ha colocado en situa· cíón de que sí sus compromisos no han siJ0 muy explícitos, no sea ·molestado para el servicio en la gu:1rdia nacional. y
de hecho quede eximido de ser cívico; pnes no parece sino que la G:apa es circunstancia para darlo de ba_ia en aquel cuerpo; o para no ser alistado; como si sólo fuera carga que hubiera de gravitar sobre los granadinos de alpargata y ruana, el ser guardias nacionales. Ya lo veremos.
Aquí parece que vamos a poner térmit10 a este trabajo. No queremos en¡;olfarnos en las consiw1ie•1tes reflexiones acerca de si nuestros artesanos han ganado con la transformación política, y han meiorado su condición, como su porvenir, adelantando un algo con el común progreso eme ha hecho avanzar nuestra sociedad. Si dijéramos que los artesanos de hoy tienen mejores modales, son más cultos, más atentos; que tratan de imitar los modos, el tono y la cortesanía de la fina sociedad; que se consagran con m~R esmero, no sólo a su oficio, sino al cultive de las otras artes liberales; creerían algunos que les :1duláhamos parrt. granjearnos sus votos en las próximas elecciones para la Presidencia, a la que indudablemente aspir~ m os. O bien, no querríamos que nos contestasen qur. nuestrns artesa• nn~. de cuenta de haber leído el Contrato Social, han com· prendido que la igualdad que allí se encomia ha de enten·
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derse pelo a pelo, sin contar con que de otro lado la ma
dre común nos ha hecho tan de-siguales. que es una nece
dad pretender que el que no ha recibido una buena edu
cación, haya de tratar y alternar con otro que sí la ha
recibido o que tiene otros motivos para que se le conside
re de otro rango; así es que la cosa más salada de este
mundo, y que veríamos con placer, ser!a un billete de d!>
safío dirigido por un zapatero a un diputado, pidiénd0le
explicaciones por las ofensas que le irrogara en el mo
mento en que. probándose unas botas \' result~nd0le an
gostas. ha maldecido de todos los zapateros del mn11do
Chocaríanos también el que a nuestros c-ídos llegase 0''" una parte de nuestros artesanos que se entn~tiene: en
prácticas religiosas, en confesarse y comulgar, es aca~o m~ ~
intolerante y grosera, hipócrita e inmo_ral; al paso
aue otra oarte, que ha leído ~~ ~ Ruina.~ de P?J
mira y el Citador, sin entenderlo'!. vociferara aue
no hay tal Dios, ni tal religión c:ri~;tia.na. v se bur
lara de estos obietos santos y respetable¡;. Semejantes con
trastes nos afligirían demasiado. al r>:tso que sólo de¡:¡oa
mos que nuestros artesanos sean piadosos, creyentes sin
ceros, sin fanatismo ni hipocresía; que se ilustren sin al
canzar a entrever el impiísmo, que todo lo nerviertr · v ,., ,, ,
r;ean tan exigentes como quieran en cu,u;to por derecho
les toque. mas sin propasarse con P'rn~eras vuhr:>ricla ri f".~ .
con inepcias de taberna, ni con manejos SOf"ces . Paq m.
rl::~. de esto, aquí concluímos, jurando no proceder de ma
llcia, etc .
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LA NOCHE-BUENA
Profunda noctis otia Celestis abrumpit chorus Natumque .festo carmine Annuntiat terris Deum.
Los preceptos y enseñamientos que nuestros padres nos imbuyen en la edad de la niñez y de la pubertad; las prácticas religiosas, y principalmente las grandes solemnidades de la Iglesia, a las cuales nos preparaban con un aditamento de aseo y compostura; las faenas de la casa en aquellos días, un manjar señalado, un regalo en la mesa, y la satisfacción y el contento en el rostro de los mayores, el bullicio infantil y el regocijo de los domésticos; todo esto semeja un tesoro escondido de tiernas memorias, que en la edad madura vienen a pasar, una por una, por nuestra mente abrumada, con todo el sentimiento que causa el recuerdo de aquellos días de incomparable felicidad.
Estamos seguros de que cualquiera que haya recibido una educación cristiana, empapaC:ta en aquellas costumbres, que subsisten aún a pesar de las inevitables mutaciones que consigo traen los tiempos, no habrá dejado de volver los oios a lo pasado y evocar los recuerdos de la casa paterna. en más de una ocasión en que una fiesta o la solemnidad del día reaviwn las escenas de aquel lugar dulcísimo en donde se deslizaron los días de gozo que nunca
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volverán. De estos días, ningunos halagan tanto nuestra fantasía como los de aguinaldos y noche-buena.
No sabemos cómo pasan hoy estas cosas en la sociedad en que vivimos, ni si los adultos de ahora guardarán para amenizar sus pensamientos el caudal de memorias que, al declinar hacia el ocaso de la vida, nosotros nos
deleitamos en saborear. No sabemos, ni nos atrevemos a predecir, si la usura, la partida doble, con el ajuar del
lechuguino imberbe, despierten luégo en el hombre otros recuerdos que no sean los del egoísmo, la tirantez de la etiqueta mercantil y el frío y desabrido sentimiento de la posesión de la materia. En cuanto a nosotros, podemos asegurar que si no del todo nos son indiferentes los bienes de fortuna, damos cierto valor a las costumbres en que fuimos criados, y su recuerdo nos embelesa y tras· porta sin poderlo remediar.
Necesitamos, pues, hablar de aguina~clos y Nochebuena, ora por afecto, ora por solaz a las cotidianas tareas que nos inquietan y desazonan de ordinario. Demos rienda suelta a las efusiones en que brota. nuestro religioso corazón; que a Dim gracias lo haremr>s poseídos de la convicción de que la causa de la libertad, a b rm 1 h·mos servido con todas nuestras fuerzas, es también la c;tusa del cristianismo. Hablar de redenc1Ón, de salvación, de regeneración, es ser fieles a las ideas con que nos hem0s amamantado desde la cuna.
El mes de noviembre ha tocado a su término. y con él sus lluvias. el veranito de San Martín y el duelü por J,-.5
difuntos . . Desde el 29 en adelante princip1a:1 a brillar ¡¡:a., más despeiados, precursores de los espléndidos e incom
parables de diciembre, en los que el cielo de purísimo ~zul no deia por qué envidiar el tan decantad(• d~ h bella Italia. Los campanarios de la ciudad despiden sones alegres. las iglesias reciben adornos destinados a! pn~.:lilecto altar de la Virgen de la Concepción, y l'n hs .::tsas se apresta el altarcico, o algún aparato que pueda reme-
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darlo, en donde se coloca la santa imagen. Los mnos que tienen la dicha de poder armar un pesebre, empiezan por desembrollar los empolvados cajones y petacas, fundamentos del tinglado que ha de figurar el lugar en que nació el Niño. La calle del comercio gana cierta ammación producida por las bellas que pasan allí hora tras hora, de tienda en tienda, como inqmetas y vistus~~ tominejas, comprando aquí una gala, allí un adorno, más allá . . . un corazón íbamos a decir; pero esto no es .esencial en lo que ellas acopian para hechizar en los bailecitos de la novena, si es que no los hay de gran parada; o bien en el teatro si la cosa vale la pena. En los má¡, de los Cd'
sos Villeta, Fusaga.sugá. o Ubaque vienen a ser los sitios de recreo en donde los felices de Bogotá van a sacudir el polvo de los once meses del año que está de marcha .
Es preciso ser parcos en todo y por todo, e irnos con sumo tiento para no incurrir en la simple7a de ofrecer al lector un complicadísimo cuadro, que tal sería el que 1.:: ofreceríamos si intentásemos describirle este bendito mes de diciembre y lo que en él acontece. ;.Pata qué necesitaría el susodicho lector de que tr;~táramos de bosquejarle el tono primaveral y la alegría ele colore.: con que en estos días se halla revestida la naturalez~, si le sobra o sus propios ojos para abarcarlo todo, y su pecho para sentirlo y gozarlo? ¿Es que no basta la vista para admirar la venida de la aurora, entonces más festiva, más gaya y más rosada, cuanto que el padre de la luz como aue apre.•ur;~. su venida y se presenta sin tocas ni arambeles? Esnac.íese el lector por donde quiera; trepe ~ Egipto en una fresca mañana a oír la misa de aguinaldo costeada por t>l m~s nJmboso de los vecinos de aquel anfiteatro: que 110
se detenga mayormente en lo de la misa si, como lo creemo~. acmd acto no debe sufrir la ocurrencia de bufone rías. ni nada que tenf!a semeianza con profanidades d .... procedencia pagana o salvaje. Al sabr de Egipto encarr ~ nese por el paseo de la Agua-Nueva; no dé un paso sin
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dirigir una amplia mirada, que con ella pueda abarcar una llanura de diez leguas de Norte a Sur y poco menos de Oriente a Occidente; o bien contar los pueblos, las hacíend:~.s, las quintas, cuanto el panorama de esta risueña Sabana ofrece de un solo golpe a la vista contemplativa de un paseante que mira estos cuadritos acabados del Sumo Hacedor, y concluye por decir, sí tiene chispa y gu:, · to, que no hay en todo el mundo cosa parecida a esto.
Sin saber cómo nos metimos a describir lo que de suyo no admite descripción. Menos difícil nos parecería conducir al lector a que se entretuvien con una de esas diversiones caseras, en las que, si el Niño y su novena son el pretexto, con todo, no les falta cierto sabor tradicional que remonta a las edades primitivas y nos deja entrever las fiestas, los cantos, los loores, con que todos los pueblos han venido desde entonces saludando el natalicio del Hombre-bios. Mientras menos se ha alejado de su in
fancia un pueblo, se hallará en él más ingenuo y joviaL más sencillo y expresivo el modo corr..0 celebra aquella buena nueva. La cultura y las tendencias de otro género, que las revoluciones políticas y sociales han desenvuelto en los pueblos, no han podido arrancar de entre ellos lo" usos más o menos modificados que de Q'eneración en generación guardan para conmemorar aquel acontecimiento.
La historia santa, y el genio luégo, han grabado en nuestra mente el humilde pajar en que vino al mundo el deseado de las gentes. Vemos aquel rústico aposento representado en nuestros pesebres. ora con el más ~encil10
anarato, ora con la más recargada compostura. Allí e."tá el Niño en los brazos de la hija de Nazaret; los Reves lleP."an a presentarle sus ofrendas, los pastores se inclinan v le adoran, y coros de ángeles entonan "Gloria a Dios y paz a los hombres de buena VOluntad". f.J pinrpJ r1e v~~Quez supo dar a este asunto tal exoresión de verdad v sentimiento, que al contemplar el cuadro en que lo representa,
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el corazón más helado se conmueve y el pensamiento más escéptico medita.
¡Oh! no es posible encontrarse, sin emoción, en el seno de una familia cristiana, cuando, armado ya el pesebre, encendidas las bujías, y los concurrente!' de hinojos ante aquel misterio, una voz de creyente dice:
Dulce Jesús mío, Mi niño adorado.
Y el coro de otras voces, que también vibran por la fe, responde:
V én a nuestras ¡¡.lmas, Vén, no tardes tánto.
Entonces el hombre de espíritu distraído que allí se encuentre, pero que lleve en su cora.4ón la memoria de 1us venturosos días de su niñe-4 inocente, o que se haga car go de que aquella escena representa el reconocimiento de un hecho que data de siglos atrás, e inauguró la regeneración del hombre en espíritu y en verdad, sustituyendo la caridad al egoísmo, la fraternidad a la tiranía y el culto de un solo Dios a la torpe idolatría, comprende todo lo que ha y de tierna poesía en aquella escena
¿Y qué es lo que pasa en efecto? El hombre que la.J echa de entendido presume que es un aniversario cualquiera que acaso por hábito, y nada más, el pueblo ha perseverado en reverenciarlo. No tal; que ese aniversario, acatado por el pueblo, por el pueblo pobre, tiene una más alta significación. La historia no trae un solo ejemplo de un pueblo en el que profundizara tan hondamente el sentimiento de un hecho como el que en ese día conmemoran los pueblos cristianos. Así, divididos y subdivididos como se hallan sobre la haz de la tierra, por la variedad en las creencias, no lo están en todo lo que tiene relación con
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las tradiciones acerca del nacimiento ::le Jesús. No existe
un solo pueblo, cuiilquiera que sea su denominación cris
tiana, que no guarde una p1adosa costumbre, un símbo
lo, una tradición íntima de familia, dedicada al recuerdo
uel Niño Dios. Y ya es mucho que todos los pueblos, en medio de la
deplorable ignorancia que los cubre, tengan perfecta con
Ciencia de aquel punto de partida, que también lo es de
la rehabilitación de la humanidad. l~o sabemos si los po
líticos hallen de mediana importancia esa especie de
identificación que los desvalidos establecen allá en
sus adentros cuando piensan: "También el Niño fue
pobre, puesto que nació en un pesebre"; o bien
cuando dicen: "La casa de Dios es de todos , y tan
bueno es en ella el rico como el pobre". Nosotros, que
en estas materias nos hemos quedado al pie del Gólgot.t,
sí tenemos la mayor confianza de que aquellas demostra
ciones son hijas del espíritu del Cristianismo, germen re
generador arraigado en el corazón de las muchedumbres.
Por esto ha sido por lo que de años atrás hemos fija
do nuestra atención sobre lo que pasa en ei pueblo pre
cisamente el día del natalicio del Salvador. Ya hemos apuntado que el mes de diciembre tiene un
semblante que le es peculiar. Ora provenga de que es el
último del año, ora de la propensión a dar al tráfago de
la vida unos breves días de vagar, ello es que las tran
sacciones en general se resienten de flojedad y el hom
bre más laborioso tropieza a cada paso r.on la inercia de
los muchos que van dando de mano a los negocios re
mitiéndolos para el año nuevo. Así s1guen llevándos~ las
cosas, como a remolque, hasta el día de la Nochebuena.
En este día la tendencia al ocio gana por completo a to
da la gente: el comerciante, el empleado, el obrero, a
buena hora se retiran a . su~. , moradas, satisfechos de que
van a encontrar, como SI diJeramos, un garbanzo más en
la olla. Porque es de saberse que en este día la casa an-
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CUADROS DE COSTUMBRES 95
da toda revuelta con los aprestos de una comida que has· ta el más infeliz halla preparada con un bocado que es peculiar a la fiesta. Criadas solícitas y afanadas cruzan por las calles llevando y trayendo el obsequio de cos· tumbre, que por sabido no lo nombramos, o un plato delicado, siempre en consonancia con los manjares que en tal ocasión se sirven . En fin, señálase e3te día con el obse· quio que en las casas acomodadas reciben los niños y los criados, síquiera sea una copa de vmo, que en tiempos más felices era de consagrar.
Cuando el desgraciaJo Lm·a f¡guraba tn el asturiat o la síntesis del pueblo, que come y come doble, tan sólu 1;orqu(! se le ha dicho que se celebra un aniversario, dan do con esto a entender que, tratándose ele la Navidad , el pueblo español no tiene nociones precisas acerca d..: ese aniversario, se nos antoja que Larra expresó en aque· llo un arranque de despecho, que los tétricos de ocasión y moda solemos repetir en tono declamatorio; pero no dijo verdad en lo que dijo. La única noción clara que los pueblos cristianos tienen de su destino les proviene de la tradición de la venida de un Mesías, Redentor de la humanidad, cuyo hecho lo ven realiz;ado en el nacimientc de Jesús. Esta es la noción que rema por completo en la mente del pueblo, y consiguiente a ella es 4ue, s1 el día de Nochebuena come un bocado más, sabe por qué lo hace ; sabe qué es lo que conmemora, y sabe darse razón del grande acontecimiento.
Para cerciorarse de esto basta seguirle aquel día en sus dichos, en sus comidas, en sus cantos, en sus oraciones. Véase al infeliz ganapán, la aguadora, el doméstico, al encontrarse con los suyos o con las personas de quienes esperan algo, la salutación es una demanda en nombre de la gran noche que va a llegar. Si a alguno se le ocurre ronderar la desdicha que en aquel día lo haya perseguido, estad seguros que le oiréis decir q•1e se habrá encon- -trado tan de malas, que no habrá comido ni un buñuelito.
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Si de estas últimas capas del pueblo nos vamos remontan·
do por grados, el conocimiento del aniversario irá apa ·
reciendo más despejado, hasta tocar con las superiores,
en que el sentimiento cristiano será más ilustrado pero no
más significativo. Sigamos a ese pueblo al que el buen Larra no con ce ·
día la racionalidad sino por un efecto de la bondad de
los naturalistas, y lo veremos encaminarse alegre, quía
venit hora. Si se nos dijese que esa multitud, que desde
las primeras horas de la noche viene abocándose a la
plaza mayor, formando grupos de donde parten voces 7
risas, dichos alusivos a la función que va a tener lugar,
o conversaciones que ruedan sobre este mismo tema; s:
se nos dijese que esas gentes, que así de broma y jarana
se encaminaban hacia un festín u hol~orio, nada de in
sólito significaría su contento; pero esas geut':!s r<!¡_(<'Ó ·
;adas vienen de todos los barrios de la ciudad, rodean
por la plaza y las calles adyacentes, ocupan la escalinata
y el ancho altozano, y esperan con cierta emoción a que
las altas puertas de la Catedral les den paso franco . Ese
pueblo no es ¡vive Dios! el pueblo glotón que se está
trasnochando a las puertas de la taberna. En Sl•S cinti·
gas vulgares va a decirnos si hay en él algún sentimiento
que lo anime a esperar, algo que lo eleve en aquellos mo
mentos sobre la común ignorancia que lo ciega respecto
de los demás acontecimientos seculares que marcan las
edades del mundo. Oigámoslo:
Esta noche es Nochebuena, Y no es noche de dormir, Que está de parto la Virgen, Y esta noche ha de parir.
Bien pudiéramos agregar centenares de cantos de este
jaez., que nada importa la forma que re\·istan si en el fon
do de ellos hay sentimiento, ternura y verdaJ y ?Stl'S
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cantos no hay duda que no desmienten su procedencia, que es originaria del ¡.ueblo, o conservada por él desde una remota antigüedad El pueblo que en su3 cantares ha llegado a fijar la memoria de un I'Uceso y lo repite en la ocasión, cree en la verdad de ese suceso.
Al llegar a este punto de nuestras reflexiones o cavilaciones, nos sacó de ellas el rumor confuso de la multitud que cual ondas de lava penetraba por las elevadas puertas de nuestra basílica, llenando sus naves y capillas . En un momento la pla~a quedó desahogada, y diríase que casi en silencio, si unas pocas personas no se man· tuvieron aquí y allá entretenidos en cantos o paseos.
Es la noche sagrada del nacimiento de Jesús: el lugM, la hora y lo que nos rodea, y cuanto la vista alcan.~a a percibir, todo conmueve y previene el ánimo para perJerse en contemplaciones que bajo su peso doblegan el alma.
El cielo con su innúmera hueste de espkndentes es· trellas, denota en el hon4onte emblanqcecido que la luna va a asomar abriéndose paso por entre Monserrate y Guadalupe, y su !u~ crepuscular permite que el observador note la majestuosa mole de la Catedral interrumpiendo lo vacío del espacio. Los edificios circunvecinos aparecen como más agigantados, como moles informes y desordenadas echadas acá y allá entre los términos som~dos del cuadro. Oyense las voces sonoras, grave~ y acompasadas del órgano, que forman ese canto primitivo, cadencioso y tierno, que remeda la vo~ llena del hombre en us entonaciones patéticas. Entonces se agolpan a la menee los trances sucesivos por los que ha pasado el mundo, desde la venida del Cristo hasta nuestros días, y se recuerda que allí mismo, en donde ahora se eleva majestuoso el templo cristiano, estaba el sitio Je re-:reo de un potentado que dominaba como señor absoluto a un pueblo numeroso y pagano, del cual no qlldan sino los úl-
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timos vestigios de su raza, embrutecida y degradada por
la maldición de la conquista. ¡Qué cuadro y cuántas ..:cr.
templaciones para animarlo bajo el pincel de Espinosa o
de Torres! A la distancia a que nos hallábamos lle~~aban a nuestros
oídos frases de esos cánticos proféticos cuyo cumplimien
to parece que debiera realizarse en nuestro siglo:
"El juzgará a los pobres de entre el pueblo: él salvará a
los hijos del pobre. "Porque él arrancará al pobre de entre las manos del po
deroso; a ese pobre que antes no contaba con apoyo."
Los maitines han terminado, y va a tener lugar el sacri·
ficio. Aquí terminamos también nuestras reflexiones. No pre
sumimos de su originalidad, ni de que seamos los prime
ros en la arrogancia de darlas a la estampa. De esto es
tamos enterados por propia convicción, pues si algo nos
faltara, aquel inglés nuestro conocido, que en los momen
tos de nuestra meditación acertó a tropezar con nosotros,
nos habría sacado de la ilusión. Luégo, luégo pusimos al
corriente de lo que meditábamos en aquella alta hora de la
Nochebuena. -Es lástima, nos dijo, que ustedes no conozcan Christ
mas Day, de Washington Irving: cuanto ustedes sientan y
escriban respecto de este asunto, quedará eclipsado por
estos conceptos que voy a recitarles: "Solemniza el festín de Navidad cierto sentimiento su
blime que levanta nuestro espíritu llenándolo de un san
to regocijo. El servicio que para esta ocasión tiene reser
vado la Iglesia, infunde singular ternura en los ánimo ~.
sobrecogidos de inspirada piedad. Nunca la música es ca·
paz de producir mayor ni más profunda impresión que
cuando rompen el aire las armonías de un gran co~o de
voces acompañadas por el órgano poderoso, haciendo vi
hrar las bóvedas de una basílica con las triunfadoras no·
tas del himno de Navidad".
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CUADROS DE COSTUMBRES 99
-Sea enhorabuena, contestamos al empecinado inglés, que parece ser hombre de calzas atacadas; y así y todo siempre nos quedarán los humillos de haber tratado de espigar en el mismo campo en que el autor ele la vida de Colón recogió tan opima cosecha.
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JUAN FRANCISCO ORTIZ
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MOTIVO POR EL CUA.:.
Cuentecillo al galope y al paso.
Al saberse por ahí que vivo soltero, en un país en que
los hombres y las mujeres están en proporción como , l ,.
uno a siete, pensará .:ualquiera que soy un hombre sin
corazón y sin pasiones, un misántropo aburrido de la exis
tencia, o un para-poco, que no he tenido valor de decla
rarle a alguna beldad mi· atrevido pensan1iento; pero ¡vo
to a bríos! el que lo piense se equivoca de medio a me
dio. Verdad es que dejé pasar mis moced~rles sin pcnrar <'n
el matrimonio, como lo hacen mucho~. pero luégo, ha
biendo sentado los cascos, volví a mirar a mi alrededor, y
púseme a escoger la mujer que pudiera convenirme, te
niendo en cuenta mi pos1ción social, mi genio y sobre to
do mi gusto. Ofrecióse desde luégo a mi vista la romántica Julia; pe
ro Julia, la de breve y donosa cintura, sabía más que yo.
¡Tate! dije, ¿cómo podré sufrir a mi lado una. mujercita
,bachillera? Eso no en mis días, y salté co~: la música a otra
parte. En pos de Julia vino Delfina; Delfina, la encantadora
Delfina, la de los brazos de nieve, la i'el mirar atrevido,
la de la boca de rosa; pero Delfina era muy rica, y lo ' on'!
para otro hubiera sido un atractivo, para mí era un in
conveniente; Delfina hubiera podido comprarme, a no
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estar ya rendido mi corazón a sus mimos y a sus caricias .
Esta mujer me hechiza, dije, pero no me conviene, porque me dominaría completamente, y lo que yo apetezco· es mandar en mis calzones, en mi casa, eo mi mujer, y
Non bene pro toto libertas venditur auro.
Pasaron mis amoríos con Delfina, cual dorada nubeci
lla por encima del horizohte. En pos de la tarde vino la
noche. No sé si me explico: en pos de Delfina vino una
morena con un lunar asombroso, y con ella la pasé maIísimamente. No me podía ver, me aborrecía. de muerte, y
yo seguía porfiando, cuando salió a la palestra un tercero en discordia, un iayanazo de las sabanas de Bogotá. Me insultó, púsome de vuelta y media, y al fin y al cabo me desafió! Ad{nití el dudo, porque no supiera Paulita que me había escurrido, lo cual hubiera sido dar un nuevo triunfo a mi rival.
El de¡::afío que me pwpuso el sabanero era en esta for· ma: vea usted qué bárbaro! dijo que tanto él como yo y nu '!~tros segundos montaríamos en los mejores caballos que tuviéramos: que saldríamos al llano de Fucha; que a la primera señal. desatando nuestros re.io~ de enlazar, le echaría yo a él y él a mí bonitamente una lazada al pescuezo; que a la segunda señal amarraríamos los rejos a
las cahez<~s de las sillas; y a la tercera meteríamos espuelas a los caballos, y echaríamos una carrera abierta que diera
punto a nuestro combate. Y debo decl::uar aquí, para descargo de mi conciencia, que admití tan h~rbaro duelo con
l<l chñada intención de desnucar al sabanero. No se me
ocultaba que yo moriría sin remedio; pero ¿qué le impor•
ta morir al hombre que se ve despreci3.do de su bella, y mw Pl'tá clevoraclo ror la rabia de los celos?
Los padrinos que habíamos nombrado se opusieron a 1Jo ou c> ellos apellidaban un doble asesinato, v. viéndonos firmes en el propósito de llevarlo a efecto, dieron parte a la
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CUADROS DE COSTUMBRES 105
autoridad. Temien~o las persecuciones de la justicia, el sabanero se fue para el Perú, y yo para San Francisco de California. · ~ .:...~' ·- :
Al cabo de tres años regresé a la Nueva Granada con algunas águilas americanas en mis baúl~>. ¡ on no poca experiencia y tan soltero como me había embarcado en Panamá.
Pasados algunos días después de mi Jlegada a Bogotá, y así que hube contado cien veces a mis amigos cuán hermosa es la bahía de San Francisco, en la que estaban an•
ciados a mi arribo más de ochocientos hnques; después de haberles pintado la Laguna del Pájaro, en el centro de la cual se eleva una gran pirámide de granito, que parece obra de los Genios, y en cuyo alrededor vuelan grandes bandadas de alcatraces; después de haberles descrito las costumbres y los placeres del Sacramento y del San Joa· quín, etcétera, volví al cuento empezado, volví a pens;¡_r en la mujer que pudiera acompañarme en la difícil sencl:c de la vida. Vi cien jóvenes bogotanas a cual más donosas, a cual más apuestas; pero la una, que era muy linda, sabía más que yo, la 0tra era muy rica. !J. de más allá un herhecí, y la que m::tnifestaba buen w~·:io tenía una pa• rentela con la cual sólo Satanás se hubiera atrevido a em· parentar: en fin, todas tenían sus graci:ll' , y sin embargo, todas tenían sus peros, y peros de más de la marca. Así fue que al encontrar una niña gorda, blanca, colorada, en la flor de la edad. sin pi.zca de coquetería, pues era ·el mismo candor y la inocencia misma, me figuré que había encontrado un grano de oro, más preci,.,~o que el que ví en San Francisco, que pesaba ciento s~senta libras, cosa asombrosa!
Mi corazón se bahía fiiado en la hiia de un labr<1dor de la Sabana. que tiene una hacienda inmediata a Cit)~ · eón . Mi futurrt. no sabí~ sino leer y mc·rlio escribir. Prw es~ l::tclo no nodía dominarme. Era pobre, porque, aunque su prt.dre tenía unos v~inte mil fuertes, ¿qué podría tocar-
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le a Rosa, que era la penúltima de los veintidós hijos que alegraban el hogar de don Braulio Ramírn,? Por ese lac' r tampoco podría darme !a ley. Rosa no f'r<'. modista, ni romántica, ni coqueta; era la que me convE':lÍa, era· mujer de mi gusto por todos cuatro costados. Su cuerpo era bellísimo, sus carnes fírmes como el mármol, sus rlientes blancos como la leche, sus cabellos lustosos. del color del carey y sus ojos ¡ay! hablaban al alma.
Yendo días y viniendo días enloquecí de amor por aqu -lla serrana: no pensaba sino en Rosa, n<' hablaba, no ~riíaba sino con la linda sabanera; y el fuego que me de':""raba el alma, crecía en proporción a las dif1cultades que se me presentaban para verla, porque su p;~.dre era un ¡, bre adusto que no la permitía hablar con alma viviente. ··· me dejaba llegar a su casa. Don Braulio era un sabanero recachamudo, capaz de hacerle perder la paciencia al ~an
to Job, y por fin me sacó de mis casillas. Una vieja fue la tabla de mi salvación. en tan apuradas
circunstancias . La pri;nera misiva que llevó a Rooa m" costó cuatro duros. ¡Oh, pesos de Calif'Jrnia bien empleados! La respuesta que me trajo valía un millón . LarQ';tS horas gasté en descifrar las patitas de mosca de que se
valía la hermosa sabanera para decirme, en sustancia. qu e ya había reparado en mi persona, tanto en el mercado de Punza como en la puerta de la iglesia de Cipacón : y ouc si, como de un caballero debía esperari . .) , eran honrado' mis intentos, no perdiera las esperanzas
Nuestra correspondencia se hizo periódica. v nn . ,h , ..
tante el trabajo que me costaba traducir o adivinar las cl""s terceras partes de lo que Rosa me escribía, exnerim ent;¡ ha sumo nlacer al de.'v::ifrar aquel ¡ruirin v, aauellos palitos. aquellas patitas de mosca, aquellas barrabasacb ~ nnr usaba la infeliz en vez de la escritura car-tellan::t. F.n una de mis cartas me atreví a decirle que pa~<. ría a h::1 hb r r n •1
don Braulio: pero me contestó que no hiciera tal : aue no fuera a precipitarme; que era preciso aprovechar un m"-
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CUADROS DE COSTUMBRES 107
mento favorable en que don Braulio estuviese de buen humor, y que ella me avisaría.
El tiempo volaba entretanto y mis ansias crecían, cuando hé aquí que una mañana me trajo la buena vieja carta de Rosa, en que me decía que ya era,tiempo de hablar con
don Braulio; pero que antes deseaba tener una entrevista
conmigo, y me indicaba el sitio en que podría verla, sin
más testigo que su tía Catalina. Esto fue el 16 de diciembre, día de la primera misa de
Aguinaldo. Debía hallarme, pues, en la quebrada de Los Arraya
nes, cerca de los grandes sauces que sombrean el lavadero de la ropa, el 17 de diciembre de 185 5, el"tre dos y tres de la tarde, precisamente a la hora en que don Braulio ech;:v ba su siesta acostumbrada.
El que no haya estado enamorado debe suspender aquf la lectura de esta relación, que no podrá interesarte: el que lo haya estado alguna vez, puede continuar.
Mi primera diligencia fue buscar desde la víspera una cabalgadura, y don Timoteo me alquiló un macho retintn , grande, gordo, fuerte, asegurándome que era alhaja de príncipe. Apenas aclaró empren~H mi 'i;, je por la plazu·::la de San Victorino abajo, con mi ruana pintada, sombre
ro enfundado, zamarros de león, grande~ espuelas y la zu
rriaga de ordenanza. A la cabeza de 1a silla llevaba el caucno, y en los cojinetes una pistola, 1'0 paquete ele ci
garros y media botella de brandy. por si oe ofreciera hacer algunas libaciones a los buenos Genios CJue acompañarían
mi marcha solitaria.
El macho tenía buen paso. ciertamente. y el garbo con que empezó a andar prometía que llegaríamos yo " pf ;: la fuente de Los Arrayanes, antes de la hora señal:]ch .
¡Ah' no hav m1e fiar en las apariencias! Hasta Fontibón no hubo novedad. M{u; all:í. de F r>nt;,
bón el macho metió la cabeza, y se fue derecho a una casa, y no valieron a contenerlo ni el frP.~o, ni las espue-
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las, ni la zurriaga. En el patio de la casa había una cuerda con ropa que estaba secándose al sol; me hizo pasar por allí; la cuerda se reventó, cayó la ropa al suelo, mi sombrero también, el gallo y las gallinas se €'1'pantaron, salió una manada de perros que quería traprme, y yo me defendí con la zurriaga; la ventera y su hija se presentaron a insultarme, los indios que bebían chicha en la tienda se reían a carcajadas, y el macho de la trampa a todas estas se había árrimado a la pared, y se estaba quieto, miéntras caía sobre mí aquella granizada de insultos, en parte merecidos. Yo callaba y sufría. Así que hur.o pasado el chubasco, metí '· espuelas al retinto para coger el camino; pero ¡qué! mientras más lo espoleaba más se fruncía y más se arrimaba a la pared.
Tuve que desmonta-rme, que desatar .el cabestro y pagarle a un indio de los que había en la venta para que me arreara el macho. A fuerza de litigo lo sacamos al camino . Monté y seguí sin mayor novedad. Paradas como aquélla hizo el bendito macho unas cuantas antes de llegar a la puerta de Zipaquirá. Esa fue la más considerable. Dos calentanos de Anolaima acudieron a fa':orecerme: el uno cabestreó el macho, en tanto que el otro descargaba sobre éste una docena de zurriagazos que le hicieron muy buen provecho, porque tomó un trotecillo muy suave, tanto, que yo me prometía que aquella sería su última p;¡_rada cuando de repente, sin más ni !Jlás, se paró de redondo el perverso animal en medio del camino .
Se quedó plantado allí como una columna, y no hnho fuerzas humanas que le hicieran cambiar de resolución . Desastillóse la vara de la zurriaga, se volvió pedazos de tantos palos como le dí, le gritaba con todo mi aliento ¡arriba so gran demonio! ¡arriba so macho! ¡arriha p,~ diablo! rasgándole los ijares con las espuelas; pero el macho no se movía, cuando mucho reculaba, como queriew do echarse oara atrás; y fue tanta la brega, tanta la ira que me infundió el perverso animal, que, habiéndome
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CuAl>Rü~ DE co.::n Ul\lrlRES 109
acordado de que venía cargada la pistola, lo condene a lüuerte, resolvr hacer con la alimaña un lynch law, a semejan~a de los que vr ejecutar a los yanquis en L..alliúr
nia. Allá, cuando en despoblado se comt:Le un robo o u a asesinato, los circunstantes, en nombre del pueblo, 1mp1 u visan un jurado, cuya sentencia es eJecutada su1 taruan ~a. irremisiblemente. ¿Qué otra cosa era el macho en m1.>
circunstancias, sino el ladrón de mi dicna y el asesmo dt: mi felicidad? Yo seré el juez. que te concene, diJe, y el verdl:lgo que ejecute la sentencia.
Eché pie a tierra, le quité la silla, y habiéndole ~afado el freno, lo dej~ sólo con el ron~al para ~UJetarlo. ~ayu~ la pistola, le apunté al ojo, a boca de jarro, y ... ~as! La pistola negó, porque el fósforo se había humedecido. Ciego de cólera, le tiré el arma a los hocicos; y enton<:~:: "
macho se espantó y echó a correr; me cargué al re jo de la jáquima, pero no pude contenerlo; me aa·astró, me revolcó en el polvo y siguió corriendo al galope; y el c<.t · mino estaba desierto, sin alma viviente que lo pudiera at<l jar.
Renegando de mi suerte, del macho, del mulero y de todo el género humano, saqué el reloj y vi. . . la una y veintisiete! Era imposible llegar a Cipacón oportunamente.
Cargué a las espaldas la silla, que me pareció que pe· saba quintales, y me volví triste, sudando, y dado a todos los santos del cielo por no decir otra cusa .
Al primer indio con quien encontré le endosé la car• ga y seguí con él a pie, hasta que un labriego, compade· ciclo de mi desdicha, me alquiló una ye~ua de cargar le· ña, en la cual regresé a Bogotá. El indio quedó encargado de buscar el macho, que al cabo de tr<>s días pareció y fue devuelto a don Ti moteo con un millón de gracias.
El 18 recibí una carta de Rosa, en que ponía en duda m1 amor, por haber faltado a la cita. La contesté al instante pintándole el suceso, y pidiéndole por q•1ien ella era, que me disculpara; puesto que la falta no haría consistido en
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mí, sino en el macho de don Timoteo. Sin embargo, la
sabanera me cast1go privándome por ocho días del l:>'-' ~ · .•
de ver sus patitas de mosca; pues en ;.quella temporaua recibía pero no contestaba mis cartas .
.ti domingo de pascua la v1eja me trajo carta de la en v jada sabanera, en que me decía: "Creo '-!Ue ya estará U o·
ted un poco castigado, y pongo ésta dt>seándoselas mu 1 felices"; y terminaba así: ··t;i puede usted cunseguir una bestia que no se le canse en el camino, Jo espero maña· na a la misma hora y en el sitio que le indiqué, para tratar de cosas que quiz.á le interesen".
Bendito sea Dios! exclamé, ¿puede d<iJme mejures pascuas la linda sabanera?
Un amigo tenía un macho pardo famoso. Contra mi propósito de no pedir prestado nada a n:J.die, lo quebranté esa vez;, me humillé, y se lo pedí. Inmediatamente estuvo en casa un muchacho trayendo aqt:el soberbio animal, apellidado el Tragaleguas por buen caminador.
El lunes de pascua, muy temprano, mt: puse en marcha para concurrir a la segunda cita.
En el mes de diciembre sonríen los ricios con la hermosísima Sabana de Bogotá; entonces :!1 color del firmamento es del más puro azul turquí; la di1atada llanura presenta a la vista el encendido verde de la esmeralda; el aire fresco y perfumado restaura las perdidas fuerzas; se siente la vida y se respira el aura del placer y de la felicidad. ¿Cuál sería el contento del que, en una de esas mañanas, iba caballero en un arrogante macho a una cita amorosa? Ese era yo que tarareaba unos versos y formaba castillos en el aire: mi corazón estaba de pascua, de g;,udeamus, al ver ese cielo tan puro y esas verdes d~>hrsas llenas de innumerables vacadas.
El tiempo corría sin dejarse sentir el fastidio, y cuando menos lo pensé el reloj señalaba las dos de la tarde, y el Tragaleguas estaba muy cerca de la quebrada de Los Arra· yanes.
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CUADROS DE COSTUMBRES 111
Al torcer un recodo del camino vi a k lejos en la falda del monte la casa de don Braulio.
Más lejos, dos colinas cubiertas de arboleda formaban la rambla, por donde baja murmurando la fuentecilla de Los Arrayanes, que discurre de un bello prado a otro más bello todavía, cruzando el camino parroquial. Vi por fin los sauces, y sentadas sobre la grama, :1 veinte varas del camino, dos mujeres: una de ellas era Fosa, que se paró al verme pasar.
Estaba vestida de blanco; sus trenzas hermosísimas caían por sus espaldas y casi rozaban el césped de la pradería. Llevaba puesto un, sombrero de anchas alas, ajustado con dos cintas de color de fuego, que flotab.m al aire como los gallardetes de las naves ancladas en la bahía de San Francisco. ¡Qué embeleso! ¡Qué bella aparición! El corazón se me salía del pecho de puro regocijo.
Sofrené el macho para hacer a Rosita una cortesía con mi sombrero; pero el animal siguió sin hacer caso de la brida ni del bocado. ¡Adiós, caballero! me gritó la muchacha. Al ir a responderle, piqué al mad-.o con las espuelas. ¡No hiciera tal en mi vida! El soberbio animal arrancó a corcovear. Me tuve en la silla como jinete de la Sabana; de modo que no consiguió sembrarme en el suelo, pero no pude contenerlo, porque metiendo la cabeza siguió caminando a un pasitrote que igualaba a la carrera tendida. El viento unas veces levantaba y otras aplastaba contra mi rostro el ala de mi sombrero, que hubiera volado sin duda a no tener tan apretado el barboquejo.
El Tragaleguas bufaba y seguía caminaiJdo corno un desesperado; de modo que cuando volví la cabeza y miré atrás había traspuesto un montecillo, y no vi ni el humo de la casa de don Braulio.
No tenía a mano la consabida pistola, que a tenerla hubiera dejado en el sitio al macho de Satanás. No me atreví a arrojarme al suelo, temiendo que hiciera conmi-
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112 BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBiA
go alguna: diablura, y me resigné a espCI ar que llega;an
algunos pasajeros que me ayudasen a cttenerlo; pero el
camino estaba desierto y el macho me alejaba· más y más
de la casa de Ramíre~. Con todo, debo confesar aquí que b vista ele la sa ·
banera me había confortado, y aunque iba hecho una fu ·
ria contra el perverso macho, mi cólera ~e templó refkxio ·
nando que tántas dificultades para vernm aumentarían el
incendio en el pecho de Rosa, y que habl2 ndo inmediata·
mente con su padre acerca de nuestro enlace, no dilataría
en poner remedio a nuestros males. Cualquiera pensará que el macho se pé•rÓ rendido de la
jornada: no, siguió incansable hasta dar con mi persona
en mitad de la pla~a de Anolaima a las cinco de la tarde.
Allí me contaron primores del animal, asegurándome que
si no tuviera el resabio de ser volvedor, no habría dinew
con qué pagarlo. Torné a Bogotá, de donde escribí a Rosa con la india·
correo, explicándole extensamente que me había sido im·
posiblf: contener el macho; motivo por el cual había fa!·
tado a la segunda cita. La respuesta no se hi;;o esperar,
vino al día siguiente concebida en estos términos:
"Si ha creído usted, caballero, que soy alguna de ésas
que parecen nacidas para ser juguete de los hombres, m ·
ted se ha equivocado. "¿Conque unas veces su macho no alcan~a a rendir la
jornada, y otras no puede contenerlo? ; Vaya! me río de
sus disculpas! "Confieso que usted tiene muy buenos modales y sabe
escribir cartas muy bellas Y capaces de alucina; a una
campesina. "No me enojo, y en prueba de mi estimación, le remito
con la portadora esas flores de mi jardín".
-A ver ¿dónde están las flores quE' venían con esta
carta? pregunté a la india.
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CUADROS DE COSTUMBRES 113
:._Aquí, señor amo, me contestó, sacindolas de debajo de su mantilla.
¡Eran unas flores de calabaza! Desde aquella época Rosa no ha vuelto a saludarme;
si la encuentro en alguna parte clava los ojos en el suelo por no verme, motivo por el cual . ..
lié aquí el relato que me hizo cJ sdior \V. \"~"/. c~n abono de su soltería, no hace muchas Lard0s .
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UNA TAZA DE CHOCOlATE
Extraño título, por vida mía! me ded<! don Dieguito. Don Dieguito es una segunda edición de El mozo de buen humor que no pena por nada, gastrónomo por excelencia, y que tiene como de veintiocho a treinta años de edad.
-Sí, por cierto, extraño título, le contesté. -¿Y verdadero? -Verdadero, como usted puede cercicrarse leyéndolo. ¡-Hombre! una taza de chocolate! ¿Qué podrá decir
nos usted de una ta~a de chocolate? -Ya lo verá usted. ¿Y si son muchas ta~as? ¿Le pare
ce estéril el asunto? -¡Toma! sí me parece. -Y lo será talvez;; convengamos, sin embargo, en que
una ta~a de chocolate es bebida muy confortable. -Y un manantial de recuerdos, añada usted. -Cabalmente bajo ese punto de vista es que la con-
sidero. Tales palabras se trocaban entre don Dieguito y un
umilissimo servitore, como dicen en Venecia, hallándonos,
los dos solos, en un estrecho aposento perfumado (¡reniego de sus perfumes!) por el humo del cigarro, en una
de las tardes del pasado octubre. Don Dieguito había venido a verme, como lo acostum
braba, y sobre mi mesa, enteramente demócrata en lo de estar todo en desorden, vio por casualidad un pliego es-
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crito con el título que lleva este artículo, y de ahí provino su extrañez;a.
Quiso satisfacer su curiosidad, y con previo permiso, comenz;ó a leer lo que sigue:
"Apártense de aquí todos los bebedores de té: háganse a un lado los tomadores de café; retírense los que ponderan el punch; vayan lejos los que acostumbran desayuI .arse cou agua de az;úcar o de panela, y los que ensalz;an las vi rtudes de la coca. Salgan, he dicho y vuelvo a repetir, y déjenme solo con el lector, o siquier lectora de este artículo, que voy a des~hogar el coraz;ón trayendo a L" L.c t:d w juicio algunas reminiscencias ya casi borradas de la memoria. Quiero recordar los favores que he debido a algunas taz;as de chocolate.
I
·'En 1810, cuando no había ni asomos de transformación política, era yo umilissimo servitore, un gallardo rapaz;, de calz.ón de tripe, charretera de oro, media blanca y z;apato de hebilla. Usaba chaleco de brocado y casaca sin cuello, de anchos faldones, y camisa de olán batista, pañuelito de lino envuelto en el pescuezo a manera de corbata; gran capa de grana y sombrero de París completaban mi adorno. Blancos dientes, negros ojos animados por una alma de fuego, largas trenzas de negros cabellos, y las mejillas rosadas como un duraz;no y como él pobladas de un ligero vello, me daban tal preponderancia en las tertul,ias (ento~ces no eran círculos c.omo ahora), que las ~~mas . aplaud1an los donatres de m1 conversación, y las mnas, mocentes como la Galatea qHe le tiraba manz;anas a Virgilio y corría a esconderse detrás de los sauces, me dirigían miradas convencionales (palabra frances~) que tr~du~ía yo sin equivoc:rme en corredores y jardrnes. ¡Que tiempos los de antano! ¡oh recuerdos de mis juveniles victorias! Ahora, si me miro al espejo, no me
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CUADROS DE COSTUMBRES 117
conozco. ¡Tan mudado estoy! La cabeza se me ha pd;:v do y parece un melocotón; los dientes se los llevó la trampa; la espalda se ha encorvado; los colores se han perdido ; la voz suena ronca y el fuego de la juventud duerme en mí pecho entre las cenizas. Sólo conservo la memoria, y por eso me consuelo con hacer reminiscencias, viendo cuán mudado estoy.
Que ayer maravilla fui, y hoy sombra de mí no soy.
'·¿han visto ustedes en Bogotá, por la Alameda vJe.Ja, una casita de piso alto, que hace poco era del señor Gua!? Pues esa casita con su corredor alto, esa casita que parece de baraja, pert~necía en lo antiguo a una hermosa quinta. El dueño de ella era un canónigo que, después de cantar vísperas en la Catedral, salía infaliblemente todas las tardes, no a pasearse porque estaba gotoso, sino a ver el paseo del Virrey; y al efecto se instalab<1 en aquel balcón en medio de tres o cuatro señoras viejas, tan gruesas cada una como un confesonario, y de cinco o más doncellas de su parentela, muchachonas frescas, coloradas y rol·mtas. El paseo del Virrey, de los Oidores, Oficiales reales y dcm;Ís notabilidades (dispénsenme ustedes esta otra palabra que tampoco se usaba entonces), era en coche, con acompañamiento de lacayos y de alab:uderos. Aquellos buenos viejos se daban toda la importancia posible, sabían gastar sus reales dándose gusto; y aunaue muchos eran hijos de las favoritas o sobrinos de los Grandes de España de primera clase, pasando a Indias represent~ ban su papel principal: porque en aquella época no había elecciones de Presidente, ni sueldos retenidos. ni deuda pública, ni revoluciones periódicas. ni libertad de imprenta par't decirnos unos ;t otros pícaros, ladrones. horrarho• v asesinos, finezas que son ya moneda corriente, pero que no dejan de perturbar el espíritu. Entonces los ladrones
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no robaban con la ley en la mano, ni lc,s usureros daban
dinero al seis por ciento, ni los Congresos. . . Entonces
eran comedidos los amantes y gastaban algunos rodeos y
circunloquios: ahora van al grano, con bayoneta calada,
entonando el marchons! marchons! de la Marsellesa.
"Pero mientras me salgo ele la cuestión, como si fuc-q
ya diputado, el señor Virrey pasa en su coche con toda la
Corte para volver a Palacio a refrescar (que entonces se
comía a la hora de comer) y para asistir más tarde a nír
a la Cebollino o a la Nicolasa. El Can0nigo tenía dadas
órdenes perentorias, y era obedecido, pues los criados de
aquel tiempo ¡ésos sí que llame usted criados! sin haber
estudiado el Contrato Social ni Los Mi~terios de París.
Apenas el séquito de su excelencia había regresado, cuan
do se oía en el corredor del Canónigo, como un redoble
guerrero, el sonoro batir de los molinillos, y dos negras,
como dos gallinazos, muy prensadas y cubierto el pecho
con sus blancas líquiras, salían trayendo los humeantes
pozuelos de plata con exquisito chocolate, molido en las
monjas (vea usted si las monjas sabrán moler o no), ser
\·idos en platillos de plata, y a veces en cocos con pie del
mismo metal. La jícara se alzaba orond2 al lado del que
m del Rabanal. o de las sabrosas tostadas de pan con man
tequilla, y todo sobre sus respectivas -~<>rvilletas. Venían
después los ricos bocadillos de Vélez v PI dulce de duraz
nos, y encima un jarro de agua de la quebrada del Ar
zobispo. "Daban las seis, v ;el toque de Oraciones, Anp.elus Do
mini, decía el Canónigo, y toda su familia rezaba devo
t;unente, lo que ahora no se reza, v rodE:-ado de dueñas y
rlr rlcmcelbs regresa h;¡ a su ras::t. Entre aquellas iAvenes
hahía una que interesaba mis afectos, y cuando al descui
d;to nodía darle una rosa, o estrecharle una mano ¡~rrc
vieio' me contemplaba más feliz que el Canónigo con toda
~11 renta, y que el señor Virrey ron toe:! a su pompa. A 1-
gunas veces comí con ella el dulce en un mismo plato,
©Biblioteca Nacional de Colombia
CUADROS DE COSTUMBRES 119
oh! qué dulce tan dulce! y bebí el agua en un mismo va·
so, tocado antes por sus labios, más lindos que las flores!
¡Oh chocolate del señor Canónigo, enlazado con los re
cuerdos de mi amor! ¿Cómo es posible qu(' yo te olvide?
11
"Vino la patria (mal dicho, la patria estaba en casa,
como una cosa perdida), vino la libertad, vino Nariño,
vino Baraya, vinieron los venezolanos el año 14, vinieron
los godos el año 16, en fin, vino la r('volución, que es
como decir que vinieron todos los diablos juntos; y yo
que me hallaba metido en la danza escapé, por un prodi
gio, de que me hiciera arcabucear en la Huerta de Jai
me don Pablo Morillo, teniendo que asilarme · en la ciu
dad de los barrancos, quiero decir, en la ciudad de Tun
ja. Tun ja no es una bella ciudad; pero es hospitalaria,
abundante en víveres, y ciudad donde saben moler muy
bien el chocolate y prepararlo con primor. Era mocetón,
con la sangre caliente, y no podía sufrir el encierro a que
estaba reducido. Corría el año 19, y ya se barruntaba al
go de la venida del viejo Bolívar. Así e¡; que bonitamen
te me salí.W de mi escondite para ir donde una tía que Dios
me dio en aquella ciudad, que tenía un;. hija, tunjana al
fin donosa en extremo. Mis visitas eraFJ por la tarde y
sie~pre a horas de chocolate. Mi tía se confesaba con un
fraile de San Francisco, que la visitaba con frecuencia pa
ra hablar de la Patria, pues en aquel tiempo todos éramos
patriotas prácticos: ahora es cuando se usan los especula
tivos. "Me parece que estoy viendo el cu~rtito donde tomá
bamos el chocolate. Fray Pedro, gordo v corpulento, esta
ba sentado en una butaca; mi tía sobre un cojín, tenía
delante una mesita en la que hacía cigarros. Los que usa
ba fray Pedro eran descomunales, de cuatro pulgadas de
largo y una de diámetro. Clarita, en el hueco de la ven-
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t 20 BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA
tana, escarmenaba algodón con sus manos más blancas que el algodón mismo, y sus ojos picarísimos mantenían con
los míos un diálogo continuado. El viento de Runta doblaba los tallos de los flores que había el' el balcón y hacía temblar las hojas de una pasionaria (curuba) que re
verberaban con el sol de la tarde.
"Después que fray Pedro nos habh referido algunos
cuentos de duendes y aparecimientos del enemigo malo,
decía mi tía con su voz ronquilla, que me parece que es
toy oyendo (Dios la tenga en descanso) : niña, andá a fa
dispensa y trenos el chocolate, que me quieren dar estas morideras. Bajaba Clarita y volvía en breve a servirnos ella
misma el refresco. Al religioso se le olvidaban los duen· des y los diablos en presencia de una gran taza de loza rebosando de chocolate, que se encajaba su paternidad muy reverenda con una torta y dos almojábanas de Tunja, que es cuanto puede decirse (cuanto puede caber en un almofrej), ración cumplida para seis prelados benedictinos, hubiera dicho Moratín. Después st metía con una cncharita de naranjo un platillo de melado en el cu;~l ha
bía desmoronado, con el índice y pulgar de su mano confit!!rada, media libra de queso de OcuRá ; hebíase un jarro
de agua de La Fuente, y empezaba a chupar uno· de aquello ~ ci¡prros monstruos, oue ni JTiás ni menos parecía
que tuviese un tizón cogido con los labios; y mientras su
paternidad conversaba con mi tía de que Bolívar estaba en Paya, y que venía con Rondón, Carvajal, Anzoátegui
y los otros héroes de Boyacá a matar a esos pícaros go
dos. yo aprovechaba los momentos con Clara. ¡Clara! cu
v:t imagen hace palpitar todavía mi corazón, después de
tántas navidades; sí, me acuerdo de las tazas de choco
late!
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CUADROS DE COSTUMBRES 121
111
"Pasaron los años y Clara se casó, como se había casado la sobrina del Canónigo, por aqnrlla regla general que dice: no hay real que no pase, ni mujer que no se case; y quien las vea hoy y recuerde lo que fueron, no las conocerá. ni por el forro. Yo, servitore umi!issimo, como la hormiga siempre cargada con su hojita, he ido andando, abrumudo con el peso de mis recuerdos.
"Siempre me ha gustado cultivar la ¡;ociedad de los literatos y de los artistas. En 1840, año que no deja oué desear en punto a revoluciones, contraje amistad en Bogotá con mi caro Manuel, oriundo de Zipaquirá, a quien arrastró el viento de la revolución a playas extranjeras desde su tierna infancia·. Manuel es hombre de orden, mPtódico como un iesuíta y patriota como un nurita no. Ama las artes con delirio, y como hiio OP vizcaíno, tiene una probidad y una buena fe a la antigua, que no le sient<l mal con lo.-; <1 nteoios. el peinadn a la mnch v levita cortada por los últimos figurines de París . Manuel es un solterón apreciahle, si los h<1v, y nuestra amistad se estre-chó con algunas tazas de chocolate.
"Mis visitas eran nocturnas; Manuel escribía para los neriódicos; me leía a veces sus trabajos, y quería que yo le leyese los míos, que no están escritos. En una pieza sencill~t.,,nte ~rnnehlada. cerca de una mesa de m~rT"lol hl~n co, dos m)lllidas poltronas nos recibían oo sus brazos, a él con su levita y sus anteoios, y a mt Pmbozado en mi rat'~ . Una l~mpara encima de b. mes~ <0n °11 vrbci"r rlr p;tpel a la chinesca, como una gasa "util, disminuía los reflejos de la luz haciéndola más suave. Allí nos agarrábamos a pico. como suele decirse, v Manuel me hacía nedir cacao, hablándome en italiano y levéndn ...... ~ en inglés intrn>o<~nte .c; élrtírulo~ de los diarios oue acabaha el" recih;r. Allí me leyó las Silvas a la luz, y emhelesado, extasiado, gozaba un placer interior tan vivo que tlO sé cómo expre-
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122 BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA
sarlo. La poesía es una lengua aparte, que no todos en
tienden . Y o deletreaba apenas algunas voces. "Manuel se levantaba, y apretando el resorte de una
c;¡_mpanílla de sobremesa, resonaban tres martillazos has·
ta los últimos aposentos. Al instante se presentaba un
criado trayendo una mesita, cuya tabla pintada al óleo
entretenía la vista con un paisaje muy lindo. Dicha mesa
se cubría con dos tazas de chocolate, queso salado, pan
francés, riquísimo dulce de almíbar y copas elegantes con
agua cristalina; servido todo con una coquetería, como de
cía Manuel burlando, o con una delicadeza extremada, co·
m o digo yo. Cada sorbo de chocolate iba alternando con
un chiste, con una ocurrencia feliz, con algún recuerdo de
la hermosa Cuba o de la bella Caracas, ciudades en que
Manuel ha residido por mucho tiempo. Debo, pues, a
las tazas de chocolate que nos embaulamos, a las ocho de
la noche en punto, mucha parte de 1<>. ;;.mistad de Ma·
nuel.
IV
"No hace mucho que estaba yo, umilissimo servitore, haciendo de enfermero. Rosana estab.t convaleciendo de una grave enfermedad. Ya habían vuelto las rosas a her
mosear su cara; ya ::;us ojos, lánguidos siempre, habían
recobrado su antigua brillantez, ya no E'StJ.ba flaca ni ex
tenuada cual la vimos un día. Rosana tiene el cabello
corto, todo rizado, primorosamente rizado. Su cabeza no
tiene más adorno que los manojos de cn·¡:pos cabellos que
le caen por el cuello y por las espaldas; los cabellos ne·
gros como el azabache, Y las espaldas y los hombros blan
cos que parecen de mármol exquisito. ·Ojalá no fuera
también de mármol su pecho! La luz de una esperma,
puesta sobre una consola, se reflejaba de un espejo tan
grande como la joven que en él se mir:1ba, esparciendo
su benigna claridad en un dormitorio perfumado con la
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CUADROS DE COSTUMBRES 123
esencia de los jazmines, puestos en grandes jarras de China sobre la mesa. O na cama de caoba, cubierta con un pabellón de raso color de rosa, que la envolvía toda como con una gran capa de seda, era la de la enferma. Al lado, sentadas en taburetes de paja, estaban varias amigas, y un joven cerca de la cabecera estaba leyendo unos versos compuestos exprofeso para la habitadora de este retrete, quien los oía con gusto y a veces interl".Jmpía con una estrepitosa carcajada. A las once se tomaba el chocolate d~ la despedida, a la catalana. Una jícara muy pequeña, y muy espesa, oliendo a canela, y dos rebanaditas de pan tostado; encima un vaso de agua; y la escena se cerraba con decir:
-Que mañana la encuentre a usted mejor, Rosanita. --Gracias, Santiago, gracias .. -Que duerma usted mucho. -Y usted también. "La viveza, la graci-t, el talento natural de Rosana, sus
infortunios mismos, me interesan por ella, y aunque es planta muy rara la amistad sin interés, soy su amigo sin más aspiraciones. Es tan chistosa como una andaluza, y tan despreocupada como una francesa. Muchas veces, al dar las once de la noche, me acuerdo del chocolate que tomaba en casa de Rosana.
"A.o,í es que a esta exquisita y deliciosa bebida debo buenos ratos, varias <'.mistades, muchos consuelos y algunas inspiraciones. Los botánicos llaman al cacao Theobroma. que en griego quiere decir bebida de los dioses, como lo saben mis lectores perfectamf:'nte. El de Caracas se ufana con su 11ombradía. En nuestro país, el de los valles de Cúcuta, el de los llano~ Cf:' Neiva, el del Cauc~. y el del Magdalena, obtienen la preferencia. ¡ Oué ;q:('radable es rascar a la sombra de eso.c; cacaotale~ t~ n frn11dosos (porque el cacao se siembra a la sombra de las crihas y de otros árboles que lo protegen con sus extendidas ramas) y ver los montones de mazorcas (bayas) que
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son el patrimonio y la riqueza agrícola de tantas familias! "El chocolate es bueno para lod enfermos y para los
.<anos: niños y viejos lo toman a p9rfía. El viajero en la
Nueva Granada siempl'e lleva algunas pastillas en el co
jinete. El fraile P.iensa en el chocolate c1ando canta vísperas, los empleados se refocilan de vez en cuando con
una tacita; y para la jaqueca, para el crmstipado, para el
dolor eJe muelas, para todo mal, el chocolate es lo pri
mero. El chocolate es una panacea universal, es el consolador de los afligidos. Al fin de un baile ¡_quién apetece
otra cosa sino un pocíllo de chocolate7 ;,Y al fin de una partida de juego? Chocolate. Y despu{s de un temblor, el hombre aterrado y sin saber dónde está, lo primero que hace es pedir chocolate. Con una. taza de chocolate el escritor público toma fuerza; el orador que toma una
jícara, antes de subir a la tribuna, es €'!ocuente, sus pensamientos adquieren cuerpo y vida. ¡Infeliz el que busque sus inspiraciones en el licor! Perderá los estribos. El poeta, el músico, el pintor, cantan, tocan y pintan con más gusto si se han saboreado con un<>. taza de chocolate: sí, del chocolate celebrado por el Metastasio y por nuestros paisanos Marroquín y Gutiér'!:Z. El señor Aiguals de Izco ha propuesto recientemente el gran problema de huevos o chocolate, y tuvo quf. decidirse al fin porque se deben tomar ambas cosas, d;mdo a conocer así su buen gusto .
"Pero así como el buen chocolate merfce todos los elo
gios, hablo de aquel que es molido con ateo, y al que se
le ha puesto su proporcionada cantidad de azúcar bien
blanco, y su poco de canela, clavos, v?..i.1illa o nuez mos
cada; hay una purga malísima que se usurpa el mismo
nombre, y es una bebida insípida y m:¡Jsana. Hay perso
nas que primero se levantarían de la cama sin persignarl'e, ¡cosa horrenda! que sm tomar una jíc;:tra ele f' hoc0 !a ,
te; y provincias en que se toma much:ts veces al día, a
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CUADROS DE COSTUMBRES 125
pique de que empalague; pero no haya cuidado que tal suceda con una bebida tan nutritiva y agradable.
"¡Feliz aquel a quien no le falta una jícara de buen chocolate! ¡Feliz el pueblo donde hay una chocolatería bien establecida! y más feliz yo, si ... "
Don Dieguito interrumpió aquí su lectura para decirme que le habían entrado ya ganas de sorberse una taza de chocolate. Fue servido inmediatamente, y me pidió este artículo para publicarlo. Yo lo dejé hacer, seguro de que en toda sociedad de tono el chocolate es bien recibí· do, y que este artículo de costumbres tendrá muchos lec· tores; y me atrevo a decir de costumbres, pues sin disputa la mejor, la más general y la más inoceute de todas es la de tomar chocolate.
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JOSE CAICEDO ROJAS
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• EL l'IPLE
La música, tomada en su sentido más lato, es casi coetánea con la creación del mundo; a lo menos así debemos suponerlo. Dotado el hombre por su CrPador de ese órgano que después han llamado laringe. f•rgano que, auw que de una sola flauta, había de servirle para expresar todos sus sentimientos y todos los afc:rtos de su alma, nuestro primer padre por una inclinacié>n instintiva debió hacer algún uso de él. Cuál fuera ese uso es cosa que nadie podrá decir; a lo menos nosotros no podremos asegu• rar a punto fijo si los pnmeros cantos de Ad~ n scrí;m lia lces modulaciones, o graznidos desapacihles corno los del cuervo. De seguro no eran arias, ni cavatinas, porq u..: C! t ·
tonces no había Lucías, ni Julietas, ni Normas, ni mucho menos Barberos: quizá esos cantos prin:itivos se parecían algo a los modernos recitados de nuestra~ óperas, que, como todo el mundo sabe, son cantos ad libitum, sin medida ni ajuste . Nada, pues, se puede asegurar en el particular; pero si alguno preguntase con formalidad si nuestro padre Adán cantaba la Atala o el Corsat-io, yo le diría redondamente que no, sin temor de equivocarme. Si alguno otro, algo más iniciado en los misterios musicales, me preguntase si la voz de Adán sería de bajo, de tenor o de barítono, le respondería francamente que ignoraba el contenido de la pregunta; y que por lo mismo tampoco podría decir si la voz de Eva era de soprano o de contralto; si resonaba en las selvas encantadas del paraíso como el canto del jilguero o como flullidos del mono ; pero
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130 BiBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA
que sería más dulce que la de su amaPte, eso no admite'
duda; y que los dos cantarían a dúo, casi, casi se pud1era
asegurar. Mas para un simple artículo de periódico hemos toma
do el asunto de muy atrás; ni más ni menos como si pa
ra cantar la guerra de Troya nos hubiéramos remontado
al nacimiento de Elena, cosa que no le habría gustado mu
cho al viejo Horacio. Pero una cosa hay cierta, y es que desde la más remo
ta antigüedad la música existe: desde los tiempos fabulo
sos hallamos este elemento de la vida espiritual: desde Or
feo, desde Tracio, desde Mercurio, desde Tuba!, desde
Cadmo. Y si salimos de la historia y del mundo visible
para remontarnos al mundo de los espíritus celestiales, la
hallaremos desde que Dios habita en el cido.
"Todos los pueblos, aun los más bárbaros e incultos, han
tenido su canto y sus instrumentos pecul:ares que han in
ventado desde los primeros tiempos, y l<i mayor parte de
los cuales han quedado sin perfeccionarse a pesar del
transcurso de los siglos. Los israelitas, para no ir tan le
jos, conocieron la lira o arpa, mencionada. en el capítulo
V del Génesis con el nombre de Kinnor: el hagub o flau
ta de Pan (vulgo capador) . Los egipcios conocieron la
flauta sencilla, el photinx o flauta curva . Los frigios, el
trigone o arpa triangular, y el psalterium para las ceremo
nias del culto. Los griegos tuvieron, además de algunos
de éstos, el cistro. Los romanos el heptacorde, la buccina o
bocina, y la cítara de que tánto han hablado los historia
dores. En el Indostán se inventó el vina. Los mejicanos
usaban el huehuetl, el teponaztli y el ajacaztli. Los cafres
el lichaka. En fin, para no cansar con antiguallas, los espa:
ñoles han. tenido la vihuela o guitarr~; y entre los galie
gos la gatta. Los escoceses una especte rie gaita también
cuyo nombre particular no recordamos ahora. Los chino~
tienen el bisen, el kin, el gong Y el ching. Los turcos el
keman, el ajakli-keman, el sine-keman, el rebab, el ghlrif
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CUADROS DE COSTUMBRES 131
y otros varios. Tod¿s estos instrumentos nacionales, aun más que el carácter y el dialecto de los pueblos, han pasado intactos de generación en generación y al través eJe las vicisitudes de los tiempos .
En América, y particularmente en la Nueva Granada, tenemos el tiple o bandola, que es una degenración de la vihuela española, importada en estas regiones por sus primeros pobladores, entre los cuales no dejaría de haber algunos barberos, contrabandistas y demás gente del bronce, de aquella que en las calles de M álaga, C ádi4 o Sevilla se sola4a con su bandurria, sus castañuelas y panderos.
El tiple, decíamos, es una degeneración grosera de la española guitarra, lo mismo que nuestn•s bailes lo son de los bailes de la Península. Para nosotro., es evidente, es fuera de toda duda, que nuestros baile<; populares no son sino una parodia salvaje de aquéllos.
Comparemos nuestro bambuco, nuestro torbellino, nuestra caña, con el fandango, las boleras }' otros, y hallaremos muchos puntos de semejanza entre ellos; elegantes y poéticos éstos, groseros y prosaicos aquéllos; pero hermanos legítimos y descendientes de un común tronco. ¿Que es, en efecto, el bolero español sino el baile de una o dos parejas que al son de una ronca guitarra y al compás de un pandero, mueven el cuerpo con ekgancia y gracia y ejecutan pasos verdaderamente airosos y pintorescos? ¿Y qué le falta a nuestro bambuco o torbellino (que bien merece tal nombre) para imitar grotescamente este baile? Una o dos parejas salen a bailar en medio de un corro de candidatos terpsicorianos: un alegre tiple suple la guitarra: un pandero suele acompañarle: el canto afinado y compasado de los mismos músicos tiene todos los caracteres de las alegres seguidillas X de las picantes malagueñas; y en fin , para que nada falte a la semejan4a de esta caricatura, el alfandoque o chuchas con su ruido áspero y seco, hace las veces de las castañuelas, qne en vano inten-
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tarían manejar nuestras ninfas vestidas dt: frisa, bayeta o
fula, para las cuales el arte de la crotalogía es enteramen
te desconocido. Ni en conciencia podrían ellas atender al 1edoble y repiqueteo de Jas castañuelas, siéndoles for¿;oso
emplear ambas manos en remangar las largas enaguas, in
conveniente que no tiene el corto zagakjo de las manolas
y bailarinas Je teatro. Hasta el z,::tpateo que hacen con
las quimbas nuestros calentanos, tiene no sé qué olorcillo
a jota aragonesa, o al zapateado español. La diferencia, pues,
que hay entre unos y otros bailes está en el modo y no
en la cosa: las formas lo hacen todo. Los majos del bolero
visten rica y elegantemente: el raso, la seda, el oro y la
plata campean profusamente en sus lindos vestidos: sus
movimientos son suaves y voluptuosós, y no respiran sino
amor y deleite. Nuestras parejas campestres, vestidas gro
sera y toscame.nte, dejan a un lado la mochila, la coyabra y los plátanos; y arremangándose la ruana al hombro, emprenden al compás de la música sus estúpidas vueltas y
sus extravagantes contorsiones, con las cuales más parece que van a darse de mojicones que a hailar. En nada se parece una camiseta a la chaquetilla de terciopelo con alamares de plata de un majo; en nada se semeja una camisa calentana de tira bordada, al jubón ajustado que ciñe el
talle flexible y esbelto de una manola; en nada, unas ena
guas de fula az,ul con tripas de pollo y arandelas, al pica
resco zagalejo que, bajando dos pulgadas de la liga, deja
ver un::t p::tntorrilla torne::tda y cubierta por una fin::t me
dia de seda; en nada, finalmente, el aliento aguarclientoso
o el tufo de la chicha, a los perfumes con que se peinan
y acicalan los majos del bolero. Volvamos al tema que hemos enunciado: nucstr·o tiple
es una _degeneración informe de la vihuela: un vestigio de
las ant1guas costumbres penmsulares mal aclimatadas en
nuestro suelo, vestidas casi siempre con el traje indíge
na, y caracterizadas con el sello agreste de nuestra América, vestigios que están connaturaliz,ados con la índole y
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CUADROS DE COSTUMBRES 133
geni9 de nuestros pueblos, como ha su,eclido con el dialecto o habla corrompida del vulgo, y ,oon mil otras cosas. ¿Qué es lo que no degenera y se corrompe en nuestro continente?
El tiple es un instrumento pequeño y scnciilo; tan pequeño como dulce y agradable al oído o En vano intentaríamos definir las sensaciones que experimenta el sencillo habitante del interior d~ la Repúblic<•. al oír el rasgueado de una mano diestra erf las cuatro c•1e1das de un acordado tiple o Placer intenso, alegría, excitación nerviosa, recuerdos indescifrables de épocas pa~adas y de lugares lejanos, melancolía, ternura, propensión <1l baile y al bullicio; todo esto, pero no ' Se sabe a purtto fijo qué, despierta el alegre són de un tiple . En la ciudad recuerda el campo y sus pJaceres: en el campo recuerda la algazara de las poblaciones. Oído de lejos en una noche despejada y tranquila, cuando el viento duerme o ;,ólo nos trae sus gratos sonidos una aura tímida, nos d<t la idea perfecta de la grandeza de la ;;oledad, nos transporta, como e! canto de la rana, a regiones extrañas y solitarias, nos hace sahorear algo tan apacible y tan dulce como un amor rmrn . Cuando se halla uno en fiestas en algúr. pueblo de tierra caliente, y al acercarse ya la aurora se retira a descansar, si alcanza a oír a lo lejos el canto tristP y expresivo de un bambuco femenil acompañado de Ul" nar de tiple.o, cree uno ver entreabiertas las puertas del cielo y oír en medio ele! silencio y de la calma de la natur;:1Pza los preludios de algún coro de serafines. ¡Extraño poder el del tiple! ¡Oculta magia la de ese canto sentido, aunque monótono! No sin razón se priva al pobre soldado que sale a campaña, de llevar y acariciar este fiel comr~ñero de sus nr· nas y fati¡!as. l"Ues se h<t ohsenr~do casi constantP.mrnte que el sonido de un tiple ocasiona alguna deserción en nnestras tropas. ¡Recuerdos de la tierra . inevitables y poderosos! ...
El tiple, hecho toscamente de madera rle pino, sin pu-
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134 BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA
limento ni barniz, no excede en su mayor longitud de dos
tercios de vara; los :nás pequeños tienen poco más de
uno. El mástil o cuelo ocupa, por lo regular, más de la
1n 't;td de esta extensión, y en él se hallan incrustados lns
trastes de metal o hueso, cuyo número varía mucho; pe
ro no siendo de uso sino los dos o tres más cercanos a la
cejuela, en los demás poco se curan los fabricantes de co
locarlos a distancias convenientes y sew.Jn las reglas de
la guitarra. Por lo regular llevan cuatro cuerdas de las
(111r .~e fahrican en el país; algunos suelen tener cncord~do
doble, pero es más común el sencillo, estas cuatro cuerdas,
t~n altas o agudas como lo permite la extensión del ins
trumento, están templadas como las cuatro primeras de la
guitarra: mi, si, sol, re; pero siendo demasiado grave esta
última para que pueda distinguirse con cbridad su sonido,
se requinta ordinariamente, bien subiéndola una octava
hasta re agudo, o bien agre!:{ándole otra cuerda unísona
con ella. Suele templarse de alguna c,tra manera, pero
ésta es la más común y usada. El Torbellino, más comúnmente conocido en las pro
vincias del interior de la Nueva Gran:~da, tanto en los
países fríos como en los cálidos, es un aire en tres movimientns ráridos. de suerte aue es tanto o m~s allegro (!He
los valses alemanes; y puede muy bien valsarse éon él.
Cada uno de los tres tiempos consta ·:le dos notas de
igu;:l valor, y cada una de ellas es el acorde completo de
una octava, ya en la tónica, ya en la (Uarta. alternando
con la quinta. Los tonos más comunes del torbellino, que
siempre es en el modo m~yor, son do, re. sol, la. El juego
de la mano derecha consiste en rasguear alternativamente
cnn cuatro dedos para abajo, y con el pt>lgar para arriba.
Pero hasta aquí sólo hemos hablado del torbellino común, que no es otra cosa que un verd::~dero acompaña
miento del ale17.re canto de este nombre. J P'ual cosa suce
de con el bambuco que se rasguea en el tiple, el cual, con
el mismo aire y la misma construcción y compás, se toca
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CUADROS DE COSTUMBRES 135
siempre por tono menor, siendo los más comunes
mi, re, la. En el canto, que es mucho más melo
dioso, tiene regularmente una parte en mayor, siempre
en el relativo, la cual, contrastando con la parte menor, lo
hace más triste y melancólico de lo que en sí es. La im
presión que causa en el ánimo la música del bambuco está
ya perfectamente definida: es una alegría triste; o tam
bién pudiera decirse, una tristeza alegre, y la cuestión se
ría de colocación d~ las palabras. El torbellino, por el con
trario, es todo alegría, todo animación, todo vida; es una
especie de tarantela que incita a bailar y cantar, con un
poder mágico irresistible. Si en tiempo de Homero hu
bieran existido el tiple y el torbellino, €'1 poeta griego sin
duda habría repres!lntado a sus dioses en bullicioso co
rro, riendo y cantando en rededor de dos tiples bien ras
gueados. Es muy común que se junten una bandola y un tiple:
la primera puntea, o lleva el canto obli~ado, mientras que
el tiple la acoml'aña de la manera que hemos dicho. Si
a esto se agregan dos buenas voces de hombre y mujer
bien entonadas, queda completo el rústico concierto. La
bandola es un tiple algo más ilustrado: la diferencia con
siste en que aquélla suele tener el buque, o parte poste
rior de la caja, formado de la concha de un armadillo o tor
tuga, y en que las cuerdas, en vez de toci\rse con los de
dos, se puntean con un pedacillo de c::tñón de pluma. de
cuerno u otra sustancia semejante, a manera de uña lar-
ga (1).
(1) En los diez y siete años que han transcurrido des
de que se publicó este artículo en El Museo hasta hoy,
el uso de la bandola se ha generalizado mucho en los esta
dos del interior, entre todas las clases de la sociedad. Es
te pequeño instrumento se ha civilizado, no sólo en la for
ma, sino también en el empleo que de él se hace: tandas
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136 BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA
Los tiples más acreditados son los que se fabrican en Chiquinquirá y en Guaduas, de donde suelen sacarlos por car c:as, como las papas, para expenderlos en los pueblos principales. Suelen hacer algunos con más esmero y lujo que los comunes, de madera de granadillo u otra más fina, con embutidos y otros adornos. Aun .~e ven en algunas casas antiguas de Bogotá tiples de estos que llamaremos aristocráticos, y que en tiempos más felic.e!. han sido punteados por blancas y delicadas manos.
Para ciertos hombres del campo que llevan una vida errante de pueblo en pueblo, el tiple es tm compañero inseparable; en los caminos, en las poblaciones y aun en las calles mismas de la capital se les encuentra departiendo alegremente, con la mochila a la espald1 v el tiple por delante. Estos rústicos dilettanti primero se proveen de cuerdas que de ninguna otra cosa. En las ve11tas y posadas ~e ~uscan y se juntan para templar acordes sus t iples, y
dando la vuelta a la totuma colorada dE' Timaná, entonan con sus voces broncas aquello de
Hay ojos que dan enojos, hay ojos que congracean, hay ojos que con mirar consiguen lo que desean .
En tocl0s los nucblos de alguna consideración, y particnbrm pnte en los de tierra caliente, es muy com(m h;¡_llar los domingos por la noche grupos dr personas de ambos sexos, que, sostenidos por el guarapo, y alentados por
enteras de valses alemanes, polkas, mazurkas y demás aires al orden del día se puntean en la bandola, acompañada de un tiple o guitarra; y no es raro que se ha~a uso de él para bailar, aun en salones de buena sociedad . No puerlcn negarse los grandes progresos de la civilización bandnlcra en nuestro pais. ¿Serán ellos un indicante de otra clase de progresos?
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CUADROS DE COSTUl\1BRES 137 •
los humos del anisado, se disputan la palma, como los pastores de Virgilio y de Teócrito, apo;:tando a cuál dice más coplas; aunque sin jueces como Palemón, que les digan: non nostrum in ter vos tantas componore lites; ni disciernen como premio del vencedor en PI certamen un cayado o una copa dE; encina tallada. Esto!' alegres corros se forman por lo regular en .cierta calle que hay en casi todos los pueblos de tierra caliente, a la cual por un instinto popular se llama en todas partes la. calle caliente: nombre significativo que dice más de lo que nosotros pudiéramos explicar. Esta es la calle de las orgías dominicales, y la que primero se habría de quemar si lloviese fuego del cielo, como llovió sobre Sodoma y Gomorra.
La única monotonía agradable que conocemos es la de estos cantos; y tanto, que al oyente o espectador, como sea un poco aficionado a la música, se le pasan las horas insensiblemente, y también las noches. deleitado con los e-ncantos del tiple y de las voces argentinas de nuestras calcntanitas. Muchas veces el día sorprende a estos cantores infatigables, que a la luz de la aurora se dispersan y retiran a sus estancias o casas, después de haberse dicho y contestado innumerables coplas, acordes en su sentido y felicísimas en sus conceptos: muchas de ellas son improvisadas, pues no es raro hallar entrP- estos mustcos agrestes, destellos de un genio verdaderamente poético. Así es como, sin saberlo apreciar, halhmos realizado entre nosotros aquello de los improvisadorE'!' napolitanos .
Como este artículo es escrito especialmente para nuestros lectores de las provincias lejanas, y quizá del extranjero, que no conocen bien las costumbres del interior, les damos a continuación algunas muestras, no de las mejores, de esta poesía verdaderamente naciunal, belh. por su sencillez, por sus conceptos finos a vece~:. y por el sentimiento que encierran muchas de esas cuartetas. En estas inspiraciones fugitivas, hijas de la naturaleza y de difícil imitación para las personas civilizadas, y aun para los que
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se llaman poetas, es donde debemos buscar nuestra verda• dera poesía nacional y el genio de nuestro pueblo.
Los habitantes de los llanos de San Martín y Casanare son admirables en el género jocoso, y por rareza se en
cuentra nada sentimental en sus coplas y ji.caras. En otra oportunidad reuniremos una colección csco.gid<t de todas
estas cantinelas, para darlas a luz. Hé aquí algunas de las
que recordamos en este momento:
Ojos en cuya hermosura descifrado mi amor veo, negros como mi ventura, grandes como mi deseo!
Desde que te vi te amé, y todo fue de improviso: yo no sé qué fue primero, si amarte o haberte visto.
¡Qué alta que va la luna, y un lucero la acompaña: qué triste se pone un hombre cuando una mujer lo engaña!
Tus ojos son dos luceros, tus labios son de coral, tus dientes son perlas finas sacadas del hondo mar.
Me quisiste, me olvidaste y me volviste a querer; y me hallaste tan constante como la primera vez.
Esta calle está mojada, como que hubiera llovido,
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CUADROS DE COSTUMBRES
de lágrimas de un amante que anda por aquí perdido.
Ayer pasé por tu puerta y me tiraste un limón; el agrio me dio en los ojos, y el golpe en el cora4ón.
El árbol de mis amores era coposo y lo4ano: la indiferencia lo heló, los celos lo deshojaron .
Mi mujer y mi mulita se me murieron a un tiempo: ¡qué mujer ni qué demonio~;! Mi mulita es lo que siento.
El amor que te tenía era poco y se acabó: lo puse en una !omita y el aire se lo llevó.
El perder una bonita no es perder ninguna joya: es lo mismo que perder de la jáquima la argolla.
Decís que no me querés porque soy un probe mozo: yo soy como el espina4o, pelado, pero sabroso.
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EL DUENDE EN UN BAILE ( 1)
1
Celebraba don Antonio el santo de doña Pepa, y al efecto preparaba una alegre francachela; pues que, a fuer de caballero, juró, cuando era soltera, que aun después de casada había de hacerle fiestas. Don Antonio no es hermoso, doña Pepa es algo fea; él es brusco hasta el extremo, ella, en verdad, poco diestra en esto de cumplimientos, de sociedad y etiquetas; pero se quieren y basta para su dicha perfecta. Gastan plata y buen hun~or y cuando el día se acerca del Patriarca San José, enton'ces es que comienzan los recaudos y las compras,
( 1) Ot:b<' tenerse en cuenta 'lUe este artículo fue publicado
por primera vez en el periódico citulado •El Duende•. L. E.
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142 BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBTA.
los afanes y carreras para dar un bailecito y preparar una cena; y, aunque una vez; en el año, esto siempre lisonjea a la chusma de pipiolos que a costa de la pareja bailan, comen, se trasnochan, se divierten y recrean, y de los cuales no ha y mied¡, que ninguno lo agradezca. Uno de éstos soy yo mismo . yo,, que de la amable Pepa soy amigo desde el año mil ochocientos cuarenta, en que un su primo halló en casa buena acogida y franqueza, cuando andaba perseguido por causa de las revueltas. Mas esto no viene al caso: sigamos con doña Pepa. En semejante ocasión, como lo dice ella mesma, será don Pacho el primer chicharrón de la cazuela.
Me preparaba a salir, pues urgentes diligencias me llamaban a la calle, ':Uando tocan a la puerta.
II
-¿Quién es?-Soy yo-¿Qué decía'
-Que si estay mi amo don Pacho, -Ai está; dijo el muchacho -¿Cómo le va? ¿Qué queri¡¡.?
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CUADROS DE COSTUMBRES
-Que le espachaba a decir mi señora doña Juana que es su señor, que maña:1a tenga la bondad de ir, porque tiene una riunión: que es una cosa casera, y que sin falta lo espera al punto de la oración. -Hay aquí algún escondite;
doña Juana o doña Pepa . . · ..
-No, señor, mi señá Chepa
le ha encargado del convite,
porque como está ocupada con el horno y amasijo, sobre . el convite esque dijo que no podía hacer nada. -Decile que bien está; que si no hay inconveniente, a su mandato obediente sin falta allá me tendrá.
111
A la mañana siguiente volvió a casa Magdalena, que así llamaba la criada (aunque no hace penitencia)
con recaditos de su ama, que dispense la franque.z;a
que va a tomarse conmigo:
que les preste unas bandejas,
cuatro azafates pequeños, un convoy y una docena
de cubiertos que le faltan: que perdone la molestia;
y que tan sólo me ocupa
143
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por lo mucho que me aprecia. Entreguéla Jo que dijo, aunque con cierta sospecha de que aquella despedida había de ser la postrera que le daba a mi convoy, a mis platos y bandejas; mas no omití el cumplimiento (aunque de dientes afuera) de encargarla que dijese que en lo demás que se ofrezca mi placer será servirles, pues que mi pobre despensa está a su disposición con todo lo que ella encierra .
Llegó al fin aquella noche en que, de grado o por fuerz,a, tenía que divertirme y hacer cara placentera. A las cinco, poco menos, arremetí la tarea de ·acicalarme y prenderme ·como la mejor coqueta; afeitéme con desgano, puse en orden la melena, mudéme otra vez camisa con pereza o no pereza, me puse el chaleco blanco, la casaca dominguera, los guantes de cabritilla, el reloj con la cadena; y tomando la cachucha y una capa más que vieja, salí pisando blandito como gato por las tejas,
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CUADROS DE COSTUMBRES
pues llevaba por desgracia .zapato y media de seda. Atravesé veinte calles, pasé por cincuenta iglesias, y al fin cansado y molido sin farol y sin linterna, maldiciendo las tertulias llegué a la casa de Pepa.
Para colmo de desdichas cerrada estaba la puerta, que hay personas que dan b;;ile y con cerrojo se encierran.
IV
145
No falty.rían algunos lectores que aguardasen que este artículo continuase en verso, como comenzó; y a fe que tenían razón, porque aunque no es lo más común continuar y acabar las cosas com9 se comienzan, siguiendo siempre un mismo camino, sino variarlas todos los días, a cada instante; sostener una opinión al principio y otra a! fin; presentar un proyecto hoy y combatirlo mañana; romper un discurso en estilo sublime; con énfasis, con elación, y concluir como la mula de alquiler; ofrecer el oro y el moro en un periódico y no cumplir nada, no obstante todo esto, el Duende siempre ha sido formal en esto de cumplir sus promesas, y ha tenido punto en pasar por hombre de bien, perseverante, fijo e inmóvil.
Para evitar, pues, los cargos que sobre el particular pudiera hacerle algún lector poco indulgente o algún enemigo gratuito, anticipará y desvanecerá todas las suposiciones que es natural se hayan aventurado.
Que no es intención de engañar, parece que está demostrado. Tampoco es que al Duende se le haya extinguido la, vena y no pueda continuar escribiendo en verso,
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porque sobre sostener él que lo que es~bió en el núme
ro anterior no es verso, sino prosa en renglones cortos,
ha de saber el lector que de esta clase de versos puede
hacer tántos el Duende en una semana que unidos unos
a otros podrían atravesar el Atlántico, porque le chorrean
por la pluma en términos de no saber por dónde atajar
los (tosecilla general). Tampoco es que el Duende quie
ra introducir modas románticas, porque ni el Duende sa
be introducir nada, ni las modas son proyectos de leyes,
ni jenngas para introducírselas a los representantes o ál
lector. ¿Quiere usted saber en definitiva lo que es, lec
tor mío? ... Es ... es que la prosa es más económica de pa
pel, por cuanto no quedan anchas márgenes, y al mismo
tiempo más rica, más abundosa de palabras; es que los ver
sos son malos colores para pintar, y deben hallarse pocas
veces en la paleta del escritor de costumbres. ¿Está usted
satisfecho? Pues continuemos con nue5tro baile: siga usted conmigo y se divertirá un poco; pero advierta que no
vamos a entrar en un baile de aquellos en que se distin
gue la sociedad escogida de la capital, smo en un baile de aquellos que un administrador de aduana llamaría entre
finos: es decir, ni baile de buen gusto, ni baile de candil;
ni baile de buen tono, ni baile capuchinesco de aquellos
en que la última contradanza se baila como el miserere en tinieblas y cantando la polisona.
Se acordará usted que yo me había quedado en la puer
ta de la casa de Pep~, que es .:n Morti?os Street, aguar
dando a que me abnesen; abnome al fm una criada he
dionda y entré por un zaguán angosto y oscuro, cuya di
rección no podía seguir sino abriendo los brazos como
quien reza la estación. Subí por una escalera li~dioncla también y alumbrada por un farol que cuando nue\'O
sería de vidrio, pero que hoy es de sebo; esta escalera des
embocaba en un corredor oscuro en d0nde se hallaban
varios hombres, unos con capas, otros con capotes otros
en cuerpo, casi todos fumando tabaco y convt:~sanuo
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CUADROS DE COSTUMBRES 147
sotto voce, pero todos de buen humor. No he visto cosa que haga más amables a las gentes que la expectativa de un baile: el hombre más adusto se hact! un caramelo en el corredor de una casa donde ha y baile ; el m<is estirado y finchado se vuelve una gelatina al primer registro de los clarinetes; personas que no conoce usted . a quienes no ha saludado jamás, vienen a darle la mano, y se la estrechan tan cordialmente que le hacen brincar a usted como cau• cho. Cuando usted vaya a baile tenga cuidado de quitarse los anillos que lleve (si es que usted es hombre de car· gar anillos), pues de otro modo corre gran riesgo de qu~ le hagan en los dedos una herida. Un grupo de cachacos estaba en la puerta de la sala atisbando lo que había den· tro, pero sin atreverse a entrar. Y o, para no hacerme singular, me quedé también en el corredor después de haber sido introducido a la alcoba por la puert;¡ falsa, para que a11i dejase mi capa y demás adminícu!0s, y me acerqué a la puerta de la sala, en donde más pareda que se estaba velando un muerto que disponiéndose a bailar. Había una docena de señoras, parte de c1las en servicio activo, parte en disponibilidad, y otra docena retiradas con pcnsió.t ; el comandante de este depósito de retirados parecía ser una vieja majísima que miraba con áviJt•s ojos a los hom hres que había en la puerta, y que estaba empeñada en dar de alta en su depósito a varias j{tvenes de las que toda vía pueden hacer el ejercicio.
Como yo había ido con intención de dJVertirme de cuantos modos acostumbro yo a divertirm'! en un baile, me puse a examinar escrupulosamente cuanto a la vista se me presentaba, y cuanto a mis oídos llegaba. La sala era espaciosa, y la estera, aunque vieJa y remendada, la habían harrido aquel día. Los muebles no representaban ninguna época, o, por mejor decir, las representaban todas, desde el siglo XVIII hasta el año de 1846. Había cinco cam· pés o sofás, de los cuales sólo dos eran iguales, fabrica· dos por el maestro Garay en 1832; los demás eran de dis ·
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148 BlBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA
tintas figuras, tamaños, colores y maderas, lo que prove
nía de que para aquella func16n había sido necesario
traer a la sala los muebles del cuarto de costura, los del
estudio de don Antonio y los taburetes de guadamaCll
del comedor. Por esta misma raz;ón se '.'eían reunidas en
la mejor pa~ y armonía cuatro silletas de paja desvencija
das, cinco forradas en damasco az;ul de lana y barnizadas
de negro; y seis de guadamacil. El ropero de pino, que
ordinariamente estaba en la sala como mueble de lujo,
haciendo juego con una cómoda sin tiraderas, había mar
chado de frente para el cuarto de Pepa, y dejado un
buen espacio desocupado en la sala para la contradan~a.
El cajón del Niño Dios había quedado sobre una mesa;
pero los platos y vasos de cristal que lo rodeaban habían
marchado para la despensa destinados por el poder eje
cutivo a servir la horchata y bi~cochos de ordenan~a. En
lugar de colgadura de papel había un friso pintado con
brocha gorda, haciendo unas guirnaldas y flores que mos
traban la risueña imaginación del pintor. De las vigas atra
vesadas que ocupaban el lugar del cielo raso pendían dos
bombas de vidrio desiguales y una guardabrisa, en cada
una de las cuales había una vela de sebo. Sobre la có
moda había pomadas, frascos de aguas de olor y copas de
champaña, que habían quedado francas aquella noche,
porque no habiendo champaña qué bebu, no podían estar
de facción en la despensa. Enfrente de la puerta de la al
coba, que estaba adornada con unas cortinas zanconas de
muselina blanca lisa con fleco de pelotitas, se presentaba,
como un monumento histórico y vene1·able, la cama ma
trimonial, no ciertamente tan antigua como sus actuales
dueños, pues databa del año de 25, perv sí de una cons
trucción maciza y pesada, con gruesas columnas amarillas
talladas bestialmente; parecía un gran SPpulcro del orde~
toscano. Aquel día la cama estaba limpia y cubierta con
una gran colcha de damasco de lana; junto a aquel dicho
so tálamo y a la cabecera de él, una imagen de los Dolores,
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CUADROS DE COSTUMBRES 149
tan dolorosamente mal hecha que daba compasión. Por úl
timo, y a retaguardia, los baúles, percha~ y demás mue
bles, que sin duda hacían parte de -la función, pues se
habían quedado allí a la vista de todo el mundo.
Cuando yo asomé las narices por la puerta de la sala, no ,.
vi en ella sino mujeres que, por lo inmóviles y silenciosas,
me recordaron la colección de estatms de los Barreras;
todas estaban sentadas en fila como un h:~tallón, todas ca
lladas, todas mirando oblicuamente a sns compañeras de
barlovento y sotavento, todas con las manos sobre las ro
dillas o con los brazos cruzados; a ninguna se le ocurría
hablar a su compañera una palabra, decirla que vivía
muy lejos, que la noche estaba muy hLTmosa, que en Bo
gotá hay pocos bailes; nada, estaban como peleadas: cual
quiera hubiera dicho que era un certamen del colegio de
La Merced, y que las alumnas aguardaban a los examina
dores. Pero a la vista, aquel grupo era mny alegre, dema
s;ado ale¡;re; una tenía traje rosado con adornos verdes,
otra traje az;ul con adornos blancos, otra amarillo, otra
verde, otra negro, otra blanco, otra pintado, otra listado,
cuál vestía seda, cuál muselina, cuál z;:traz.a; ésta llevaba
manga corta con guante también corto: aquélla, manga
lare:a; la de mis acá, cotilla; la de más allá corpiño de
cuello; una peinaba sencillamente; otra llevaba un jardín
en la cabeza y se había metido las floree· y los ramos hasta
detrás de las orejas. A ninguna se le },;:¡hía ocurrido que
la sencillez y buen gmto constituyen la elPgancia; que un
traje blanco ligero, sobre ser poco costoso, da a la mujer
un aire angelical, un aspecto aéreo y f•1gaz; que un lige-
ro adorno en la cabe7.a, puesto con graria, vale más que
todos los ricos aderezos y brillantes pedrerías; que una
mórbida garganta desnuda es más enc;¡ntadora que todas
las cruces, esmeraldas y cuentas de oro, que sólo usan las
placeras y las indias entre nosotros, y las negras en otras
partes. En este punto iba yo de mis observ~cic nes cuando utt
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150 BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA
fuerte redoble de tambor me sacó de mi distracción, y por
el r;ronto me trasladó a un campo de batalla. Como yo
estaba preocupado con la idea de qu~ J.quella hilera fe
menil era un cuerpo de línea que estaba aguardando la
voz de mando de su comandante, la ilnsión vino a ser
completa, y decididamente creí que estétba presenciando
una revista de tropas. Todo en mi país se hace al revés, decía yo después del
baile: los trastos que debían estar en la despensa y come
dor están en la sala de recibo; lo mismo los que debieran
estar en la iglesia· u oratorio. ¡Un Santo Cristo en baile
es la anomalía más atroz! Los trajes de entrecasa, o el
desabillé, se escogen para una reunión nocturna; las ca
pas que deberían usar las señoras en la caUe para preca
verse del frío, se usan como adorno en una sala de baile
y en el teatro; las niñas se quitan los guantes para bai
lar y se los ponen para comer; finalmente, la música que
debiera estar en una plaza de armas a la cabeza de un
ejército, tocando piezas marciales, está en una tertulia,
en un corredor estrecho, en una casa P'!ClUeña, atronando
a los danzantes y al barrio entero. Es ~~erdad que esta
música estruendosa favorece a los amantr~ y es para ellos
m~< suave que el arrullo de la m~ns;t hrisa en la florr.st1,
porque al amparo de su ruido tremendo pueden hablar
libremente sin ser oídos, como pudieran hacerlo al pie de
la casc;¡_da del Tequendama; pero para el que no est:í. ena
morado, para el que llegó ya a los cuaJPJÍta, para el cn
FPrmo ck h '.·cr;nclad, nara el que vela en h caoa ccnti
rrm .. ocrh rn~s aaradablc una tempestél.cl, que al fin y al
cabo cede de su furor.
Al oír el redoble del tambor, que indicaba que se iba
;• r"m rer el fueg-o de taconazos y brincos en el primer
valse, todos aquellos corazoncitos que ~e ocultaban bajo
las cotillas y corsés comenzaron a saltar con más 0 menos
r:-rrip;t~c;ón; y si aquellos p~ch0~ se hubieran Yuclto trans
parentes en aquel instante, cualquiera hubiera creído es-
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CUADROS DE COSTUMBRES 151
tar viendo los martinetes de un piano que suben y bajan
con velocidad; pudiendo muy bien compararse a los ba
jos o graves, que suben rara vez, los curaz,ones de las se
ñoras mayores que allí estaban. Esto nu quiere decir que
a algunas señoras de edad no les palpite también el cu
charón cuando oyen el redoblante .. . N::• por ellas ... por
sus hijas: el pavo que come la hija se le indigesta a la ma
Jre; el pecado que comete una muchacha con ser fea, o
con no tener oreja para el baile, se extiende a la madre,
y su castigo recae sobre ella. Esta no es injusticia de la
sociedad, sino de la naturaleza. Comenzaron, pues, los corazones a bailar capuchinada
y valenciana y polka, como los títeres de octava, y los ca
chacos a atravesarse, a darse encontroPe-", a ponerse los
guantes, a lcYantarse el pelo que les cae por las narices,
a echar carretitas menuditas. -Señorita, ¿_tiene usted pa
reja? Señorita, ¿tendrá usted la bondad de bailar este val
t:e conmigo? -Señorita, ¿está usted citada? -Señorita,
;está usted comprometida? -Sei'iorita, ¡i-.e acuerda usted
de su promesa? -Señorita, si usted me hiciera el favor ...
- Señorita, si usted tuviera la bondad. . Este es el mo
mento solemne, la crisis, que talvez decirle de la suerte de
una joven en todo el resto de la noche; porque es muy ra
ro que la que se queda sentada en la primera pieza no
coma pavo hasta el fin, si es que tiene paciencia. para
aguardarse a ver el fin . Este es el momento de las sonrisas, de las miradas cam
biadas, de los ojos abiertos, de los peseuez.os estirados, de
los colores idos y venidos, de los sustos, de las congojas,
de las tribulaciones, de los temores, de las esperanzas; por
que este redoble y este registro por mi bemol producen
el mismo efecto que la llamada de cazadores y el toque de
atención cuando el enemigo está enfrente y se va a entrar
en batalla. Razón tienen las mujeres cuando dicen que nos
otros los hombres no sabemos lo que es ser mujer, ni te
nemos idea de lo que ellas sufren y padecen. Razón les
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152 BiBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA
sobra cuando dicen que la mujer es más infeli4 que el
hombre y arman sobre esto disputas y peloteras y escán
dalos, y hacen gavilla contra un pobre que tuvo la im
prudencia de aventurar la contraria opinión, y le mano
tean, y hasta le citan libros. La razón les arrastra cuando
dicen que darían cuanto poseen en este mundo por tener
calzones (con trabillas, se entiende) y por montar cuan
do les diese la gana, y bailar, y salir de noche y entrar a
los cafés, y al teatro, y visitar, y quién sabe cuántas cosas
más . Sí, señor; pero dejémoslas a ellas con su esclavitud
y sus faldas, y quedémonos nosotros con nuestros calzones
y nuestra libertad ; cada uno como Dios lo hizo; y vamos
a sacar pareja, que ya se enfría el valse y se cansan los
músicos. Yo, que siempre me quedo a los rezagos, por modera
ción o por simple4a, como lo dirían otros, me ac~rqué a
una joven de 2 7, que se había quedado recostada sobre el
bra4o de un sofá, haciendo lámina, · y la apostrofé en los
términos acostumbrados; aceptó, se puso en pie y comen
zó a dar vueltas conmigo de un modo no muy desagrada
ble . Se conoce (dije para mí, que a ella no se lo hubiera
dicho), se conoce que ésta pertenece a );:~ generación que
declina, y que se ha criado con el valse del país y educa
do con h c-apuchin2da; si fu era alguna saltona de quince,
seguro está que se conformaría con baihr despacio, como
nosotros los del tiempo de Colombia. El valse duró diez
minutos. . . ¡qué diez minutos! ¡Dios mío! Diez siglos de
purgatorio (confianza en Dios) nos van a valer a todos los
que bailamos aquel anárquico valse. Una pareja tumba
ha cuanto encontraba por delante; otra tiraba coces como
los muletos cuando salen del corral, y al infeliz que co
gían con el tacón le dejaban un carde:1al más grande y
tr.:ls w lorado qne el cardenal Lambruschini; otra se lle
~aha de un resbalón media sala y seis muchachos; por
que en medio de aquel tumulto había cuatro o cinco pa
rejas de arte menor, que servían como de ruñas en los hue-
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CUADROS DE COSTUMBRES 153
cos q1Je dejaban los grandes, o como el rJecajo en los em·
pedrados, y qu~ brincaban como quieneE eran. Aquí que
no peco, decían estas abreviaturas o apoyaturas humanas,
estos pedazos de gente que deberían estar durmiendo en
vez de estar bailando, y brinca que brinca, que no había
más que ver; y aunque las patitas de estos danzantes mi
croscópicos no fuesen tan grandes ni pesadas como las de
cualquier animal que baila, no dejaban por eso de hacer
todo el daño que podían, lo mismo que: los coditos que
nos andaban urgando a todos por las corvas, pues se po
nían la mano en la cintura. ¡Que bailen los muchachos
entre los viejos!, decía yo; pero qué tiene de extraño, si
esos viejos se vuelven muchachos!, ¡si bailan capuchinada!!
En los bailes distinguidos, decía yo, en los bailes de bue
na sociedad está proscrito ese resbalón ir•decente y de mal
gusto, y una señorita bien educitda no baila ya. de esa ma·
nera. En fin. se acabó el valse . Un rumor general se exten·
dió por la sala, proveniente de las galitnterías, agradc>ci
mientos y contestac10nes de las respectivas parejas. Cuál
era el hombre más feliz, cuál había pasado el rato más
agradable de su vida, cuál esperaba tener el gusto de vol
ver a bailar con la que conducía a su asirnto; en :-rguida
los hombres se reunían en corro en el rentro de la sala
como los soldados para hacer el ranchn en campaña, má~ animarlos. m~o drcidorcs, más espirituales; mirntras que
las señoritas volvían a retmirse y aptr.arse en los sofás
c-(lmn l?s (lvri?s, que buscan s;empre a las de su especie.
En estos bailes no sucede como en los de buen tono en
que los jóvenes, finos, galantes, y bien ed,Jcados como ~on, se acercan a las señoritas, se sientan ¡,mto a ella~. c(ln·
versan de cosas indiferentes, en voz alta o inteligible, las
llevan de brazo de un lado a otro, las ofrecen lo que rue
dan necesit~r; y ellas !os reciben con afal)ilidad, con sem·
hiante risueño. pero sin coquetería; rPsponden a sm pre
guntas, hablan con ellos amistosament<· , y nadie condena
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154 BIBLIOTECA ALDEANA .OE CULOMBIA
semejante conducta, como que ella es Ílwcente. Pero en
estos bailes, no, señor: se va por bailar, y nada más que
por hailar, por conversar en el baile, por el placer brutal
de brincar, estropearse la figura y entrar en calor; no se
va a buscar los placeres de la sociedad, los goces de la
civilización; se va a beber brandy, se va a ostentar una
educación poco culta y poco esmerada, ~; a hacer alarde de
una ordinariez inaguantable. En este primer entreacto tuve ocasión de examinar des
pacio las varias figuras masculinas que se presentaban en
aquella farsa, así como en los entreactos del teatro se pone
uno a mirar las fantásticas figuras del telón, después que
ya ~~he de memoria las de los palcos . La mayor parte de
aquellos sacerdotes de Terpsícore eran jóvenes imberbes,
que no pasaban de los veinte, y viejos que por sus moda
les y su figura a cualquiera hacían creer que también eran
iñvenes, s;endo a~ í que pasaban de los cuarenta, que mu
chos de ellos eran casados, y que algL.n JS tenían hijas que
estaban bailando. Nuevo motivo para adherirse a la opinión de las mu
jeres acerca de su infelicidad. Los vestidos que llevaban eran tan variados y capri
chosos como sus dueños. La mayor p~rte iban de frac
negro o azul, pero no faltaban algunos verdes, morados,
etc . ; y tampoco f:J.ltab,l una u otra levita, uno u otro pa
letot que también bailaban contradanza. Uno llevaba cha
leco blanco, otro lo llevaba negro, otro colorado, otro ver
rle, otro de cien colores ; éste de seda, aquél de lana, el
de acá de marsella, el de allá de terciopelo; cuál recto,
cuál de solapa, cuál a la Luis XV. Otro tanto sucedía en
el ramo de corbatas . Los guantes eratJ un assortiment
com-,lPt; veÍ;!. nse hlancns ( aun(lue pocos) , amarillos, aca
nelados, ¡negros! Sí, señor, guantes negr,Js en un baile . . .
rn donrl <> hav traies blancos. encaies y cint1s delicadas que
se manchan: en cuanto a la calidad. vl"Í<lnse también de
mouton, de ante, de hilo de Escocia, de lana, de seda,
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CUADROS DE COSTUMBRES 155
etc. . . . Qué calzado llevaban, no h~y que preguntar;
bota fuerte, por supuesto, la mayor parte sin barnizar, y
con unos tacones que más parecían zuecos.
El segundo acto fue de contradanza. Drspués del redo·
ble de ordenanza, que es, como si di_ihamos, el primer
pito, comenzaron a tocar La Puñalada, y puedo asegurar
que me cosieron a puñaladas aquellos IT'alditos clarinetes
y aquella infernal trompa, que estaba medio punto más
a Ita, y aquel flautín que era un térmit'o medio entre los
clarinetes y la trompa; en cuanto al rdoblante, lo único
que puedo decir es que, aunque yo jamát' he padecido tu
cutuco, ni lo permita Dios, aquella noche supe lo que
era tal enfermedad, pues parecía que t~'nÍa en el estóma·
go una fábrica de tejidos, o un molino ~e agua.
Al rrrrrrr del tamhor los soldados que estaban descan·
~ando corrieron a formarse v alinearse en la mitad de la
¡;aJa; pero es el caso que todos querían s~::r los primeros y
P.<til r ~. b ca hP:,.a de la en m pai'í Írl.; v para conseguirlo atro·
nrllal--an cu~ntfl encontraban rnr delante. pisaban, codea·
h;~n y alegaban por su puesto como pudieran hacerlo en
el patio de un colegio. -Yo est&ba aquí. -No, señor, que
C'•·a vo. -Que FPrnando me seguía. -Yo estaba arriba
JP Fernando. -Yo era segunda pareja. -Yo era terce
q . Nn. ~eti<"'r. cwe E'ra y~. N0 h~y 1 al, que a mí me
h1hí~ CC'clidn f'l ru"sto GarCÍll.. A todo esto. en la ca
beza se había armado otra disputa entre un joven que
en todos los bailes quería poner todas las contrildanz;1~,
y la echaba ele un hailarín consumado, a.: como de un rs
p~dachín temible; y un casado que tení~ pretensiones de
.<•,ltr--r> , v ~r creí~ nn Adon1• v a todo tranc-e qurrí~ l'CI'
pr.- la prirr:r>ra rnnt•·arbnza ron Tulia. y lucir<;e h~;-ien,ln
mil piruetas con los pies. Estas disput;;s ocasionaron ¡:tri
toi'. palabras descompuestas, ::tmenazas y ror último 1111 dr>
¡:;¡fío para después de la rontradanza. :Bravo!, diie y0;
rl ródi~?:o de los h<~iles de Bogotá es rl rócligo más liberal,
porque cada uno hace en ellos lo que le da la gana. Por
©Biblioteca Nacional de Colombia
156 BinLlOTECA ,\LDLA~"iA DE COL0.:\113lA
fortuna yo me dispon.ja a ver los toros desde lejos, pues
aunque me había acercado a una niña dP traje acanelado,
para citarla, creyendo que no tenía p<treja, me contestó
ella con mucho desenfado: "Voy a b-:tilar con mi primo
Antoñito". Hola, exclamé para mis adentros, con que és
ta baila con sus primos! y bailará con sus hermanos!, por
supuesto. ¡Qué tiene esto de extraño! ¿No con02;co yo
maridos que bailan con sus mujeres, hii~s que bailan con
sus padres? Don Atanasia nunca baila t:illo con su que
rida mitad, como él dice; don Frutos no baila sino con sus
dos chicas. En fin, me resigné a comer pavo, porque ya
otras jóvenes a quienes me había dirigido me habían di
cho: "Tengo pareja hasta para la sexta contradanza", "¿y
para los valses?" "tengo hasta para el octavo".
Muy bien. Me senté junto a una mamá, a quien todos
venían a preguntar: ¿por qué no baila l1sted? ... Infeliz
mujer! Qué había de responder!. . . Pcrque no me sa
can, o porque soy vieja. . . Los que hacen semejantes pre
guntas son bárbaros que no saben lo que hacen; a una
mujer jamás se le pregunta por qué no baila; se la saca a
bailar. Me instalé, pues, junto a mi mamá (es decir, no era
mía) y, tijeretazo por allí, tijeretazo por allá, nos dimos
forma de pasar el rato, departiendo eP.. sabrosa plática,
haciendo w1 corte de mangas a cada p~ójimo que pasaba
por ?~lante de n?sotros. ,i Qu~ lengua tan brava, Virgen
Santtstma!, yo mtsmo te111a nuedo de (lquella mamá que
donde clavaba la sin hueso levantaba ampolla. '
Al cabo de una hora mortal y un cuarto, concluyó la
dichosa contradanza, verdadera contra danza que, contra
todas las reglas del buen gusto, se comp0nía de figuras tan
arrevesadas y difíciles, que a la segund;¡ vuelta ya todas
las señoras estaban despeinadas, los broches reventados
las jaretas flojas; a una se le torcía un brazo. a la otra s~
le caía una peineta, a otra se le enredaSan los rizos con
los botones de las casacas, a otra se le zafaba el zapato con
©Biblioteca Nacional de Colombia
CUADROS DE COSTUMBRES 157
los taconeos. ¡Cuándo se bailarán contradanzas sencillas
y elegantes! decía yo ... ¡Cuándo dejarán de obligar a
una joven a que pase su linda cara por debajo del sobaco
de un hombre, y que éste se vea precisado a tocar cosas
que no debiera tocar! Después del segundo intermedio vino la primera copa,
y en seguida otras dos, y acto continuo, otra docena; todo
esto en la bodega, como llaman el comedor los cacha
cos o el lugar donde está el brandy. No hay_ lugar más
delicioso en estos casos que el comedor; allí son los brin
dis, por allí se atraviesan .las niñas de la casa con sus ami
gas, por allí andan las criadas propias y las ajenas; allí se
explayan los ánimos, se excita el númen, se estrechan las
amistades, se luce el ingenio. Acto 3.o Polka por alto, polka por bajo, polka de per
fil, polka en escorzo, polka en perspectiva, polka en re
lieve, polka de bulto, polka romántica, polka clásica, poi
ka de Paquita, polka nieblina. . . El lector perdonará, o
más bien, agradecerá que no le hable más de polka.
Las once y. media serían cuando sentí ruido en el co
rredor de la casa, y altercado de voces ; acerquéme a ver
lo que aquello podía ser, y me dijeron que era un desa
fío; por lo pronto me acordé del de la contradanza; pero
me dijeron que era uno nuevo, originad0 de una equivoca
ción. En efecto, un joven de los que ya había·n matado
la culebra con veinte o treinta lapos, estaba hecho una
verdadera culebra contra otro de patilla recortada, y el
motivo era éste: el de las patillas había ido a sacar para
la última contradanza a una joven; ésta se había compro
metido con él, sin acordarse de que ya tenía pareja; lle
gó la hora, vino el primero y al tiempo de sal.ir llegó el
segundo: ¿qué hacer en este caso? ¿Con quién bailar? con
el primer citador; a,sí se hizo; pero éste era primo de la
niña, y el otro creyó que era cubilete para deshacerse de
él, por lo que, para vengar su agravio, resolvió decirle en
su cara con la mayor franqueza: señorita, usted es una mal-
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158 BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA
criada. El primo, que lo oyó, saltó a la arena; trabáron
se de palabras, se amenazaron, el desairado se sostuvo en
lo dicho, y se citaron para después d ~. la contradanza.
Cuando yo salí al corredor estaban 'lrreglando este ne·
gocio; o por mejor decir, no eran ellos: era ... el brandy
el que lo arreglaba. Inmediatamente tomé mi sombrero y mi capa y sin des ·
pedirme Je naJie bajé la escalera; porque me aprecio de
masiado a mí mismo para consentir en ser testigo de se
mejantes escenas. La puerta estaba cerrada y no podía
salir... ¡Viva la libertad! exclamé; esto se llama buena
sociedad, buenas costumbres, amabilidad para festejarlo a
úno: beba usted; emborráchese usted ; trél!snóchese usted;
no haga usted su gusto, sino el nuéstro : enférmese usted;
muérase usted. . . Al fin pareció la llave después de mil
vueltas, y de haberme enseriado yo formalmente y dicho
cuatro frescas a mi amigo don Antonio, que así me con·
vid aba para encerrarme comi a un criminal ; y saü rene
gando de estos bailes que no son bailes ni tertulias; adon·
de va tanto joven sin cultura, tanto viejo sin delicadeza;
adonde las casas se convierten en cárceles y los convida
dos en cubas; donde hay más niños que gente; donde la
señora de la casa se atraviesa cada momento con el niño
de pechos que llora, con el más grandecito que grita, con
las criadas que apestan, y en fin, adonde no va un hom·
bre racional a divertirse sino a padecer )' sufrir .
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LAS CRIADAS DE BOGOTA
Para un observador alegre y desocupado ¡qué campo
tan extenso ofrece esta familia sui géneris en nuestro país'
¡Cuántos y cuántos tiempos diferentes! ; Cuántas varieda
des y medias tintas, en cuya distribución y clasificación
podría lucirse un talento analítico y nomenclaturista! Nos
otros, simples aficionados a estudiar y observar todas las
clases de la sociedad, aunque sin las dotes necesarias para
escritores de costumbres, apenas podremos ensayar en es
ta, como en otras materias, tal cual pinct'lada, a la ligera y
con brocha gorda, que pueda servir siquiera para llamar
la atención de los que con justicia pueden llamar.se tale-s,
hacia una clase tan notable de la sociedad en que vivimos,
tan íntimamente ligada con las demás, y tan digna de una
reforma radical, como lo es de las mirad~.~ y galanteos de
una buena parte de los cachacos.
Con el temor, pues, que naturalmente inspira una ma
teria, de suyo y de ajeno tan delicada y seria, que tiene,
tántas espinas, tantas entradas y salidas, tanta servidum
bre, y en fin, tantas muelas, como dice el vulgo, ponemos
el pie, o mejor dicho, la mano, en el terreno, para hacer
con mucha desconfianza alguna pálida descripción, aunque
lo pálido no sea lo más común en el tipo que hemos ele
gido por hoy. No se enojen las señoras porque hablemos Je las cria
das, que ellas también hablan, y mucho, ~obre este tema;
además de que su tiempo les llegará de que las tomemos
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160 BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA
también en boca (o en pluma) y las mandemos a la pren
sa; siempre con el respeto y acatamiento que se ,merece
el sexo delicado y bello; si damos la preferencia a aquéllas
es porque en buena ley de cortesía, y en todo ceremonial
los últimos lugares corresponden a las personas más carac
teri~adas . Dejemos a un lado el tipo de las criadas antiguas, aque
llas criadas esclavas o libertadas por la generosa humani
dad de sus amos; compañeras obligadas y vitalicias de la
familia; fincas raíces que nacían, vivían y morían en el ho
gar doméstico de sus protectores, y apegadas a él como el
bejuco a la encina, o como la vid al olT!lo: especie ya casi
extinguida, de que no queda sino uno que otro individuo
en determinadas casas. Prescindamos por ahora de esas
semi-señoras ancianas, que hacían juego con los braseros
de plata, los coquitos con patas y orejas del m~mo metal,
los tapetes quiteños, los pabellones de manta socorrana;
que cosían sentadas en una gran tarima, remedando los
estrados de la<S antiguas damas, y tomaban chocolate en
pozuelos timanejos o de lo~a de Talavera. De esas que
en tiempo de los privilegios los gozaban ellas también pro
porcionados a su categoría, y en virtud de tales privile
gios podían salir al balcón con sus ama~ al punto de las
dos de la tarde, para reposar la comida, y los domingos
hasta las seis, si bien guardando una distancia respetuo~
en el extremo opuesto de la larga galeda de madera, es
pecie de secretarios, encargados del triple portafolio de
ayas, camareras y amas de llaves, y otras cosas que pare
cían pormenores domésticos de poco interés . Por esta
especie de criadas de jubón y trenza suspiran hoy lp.s fa
milias de antiguo orig¿n que no las tienen, y por ser una
cosa imposible de conseguirse; dejémoslas con sus deseos
y suspiros, para ocuparnos de lo que en realidad existe .
Las criadas modernas pueden dividirsE' en cuatro clases
principales, a saber: copulativas, disyutltivas, condiciona
les y causales (y casi todas adversativas), ni más ni menos
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CUADROS DE COSTUMBRES 161
que las conjunciones en la lengua castellana. Pero para no entrar en clasificaciones las designaremos como el tabaco de Ambalema, o como los vales de- deuda pública ; en criadas de la., 2a., 3a. y 4a., con sus correspondientes intermedios o intersticios de que el perl'picaz lector se hará cargo allá en sus adentros.
La criada de la. tiene cierto aire distinguido y de desenfado adquirido con el roce de la buena sociedad; es aseada y pulcra, y no se distingue de !as señoras sino en la falta de ciertas preadas del vestido. romo los guantes y la gorra. Por lo demás, su traje es muy bien armado, siempre limpio y de buenas telas, el reinado elegante y esmerado, el porte airoso y coqueto. Su lenguaje tira a culto, saluda con buenas y corteses pahbras, a todos da el tratamiento republicano de usted, y a los inferiores el rresidencia'l de vos, equivalente de tú. Si se ofreec, habla de Europa, aunque al oído, como dicen los músicos, y agrega que el señorito había ido entre el paquete y entre el vapor hasta Santo Tomás; que había escrito de Animalia, y que pa~aría de París a Francia y de Inglatf'rr<l a Lonc!rl"s. p~ra embarcar.c;e en T;~utánton, y que volvería por los Estados Unidos de Nu Yor.
Esta, si sale buena de cuerpo y alma, es criada de desempeño, y la señora descansa en ella como en su brazo derecho. o su alter ego, para hablar más claro y de modo que todos nos entiendan. Su ministerio doméstico le impide llevar recados, ir a misa con la señera, o al mercado los viernes: eso se queda para las de e~caleras abajo, y eHa se reputa como la subsecretaria, procuradora y dele!!ataria; en una palabra el fac totum de la cit~ oue dice el Barbero de Sevilla, y que yo a¡;arro por lns cabeiios, y ensarto o inserto aquí, para que los aficiomdos no se quejen de falta de latines: hablo de los aficionados a los textos y a la música, no de los aficionados y la sujeta materia de este artículo.
Las de segunda clase son flotat1tes, y a falta de intere-
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162 lllBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA
ses que acumular, acumulan un buen c::~udal de noticias y
conocimientos prácticos que se comunican unas a otras, y
que circulan de casa en casa en forma de historias, anéc
dotas y relaciones. Lo de flotantes les viene de que no
tienen asiento ni estabilidad en parte alguna, ni más ca
riño por sus amos que el interés de g:war el mes, y de
escamotear todo lo que pueden. Esta es la regla general;
pero haríamos grave injuria a algunas de estas mercurias
si no las presentásemos como honrosas excepciones. An
dan, pues, como digo, de casa en casa, en continua alter
nabilidad y perpetuo rambio, ni más ni menos que en el
juego de ¿hay candela? de suerte que algunas tienen di
ficultad para hallar colocación; y en esto nsemejan mucho
a los empleados públicos. Esta clase es la .;111;:- lleva, o
debía llevar, el peso de la casa; ellas son las que hacen
mandados, y por una vía suelen hacer rlos o más, es de
cir, ver al amante, a la comadre y dar el recado. También
r.nrin:~n, h:~rn>:n. ~ lmirlnn:>n v ~p]:>nrh :~n ]:> '.''flP<l . v .;>n fin,
tienen a su cargo la generalidad de lo" oficios . . Los do
mingos salen a paseo, y no es raro que de éste pasen, sin
cambiar de traje ni decoración, a algún bailecito de ba
rrio, donde lucen las habilidades que han aprendido de
las señoritas de la casa, echando sus m::tnos de polka, re
dowa, mazurka y otros bailes modernos que han penetra
rln y:> pn lo~ ~uhnrhio~ V cw h:~n nP.morr:~tiz:~do _
En lo general son descalzas de pie y nü•rna, llevan man
tiHa de paño, y los domingos sombrero de jipijapa con
viRtosa:s y anchas cintas de colores. Se l'~ponjan como las
señoras, y al caminar hacen un ruido como el del hura
cán . Tienen sus fórmulas para los recados, y estropean pa
sahleMente la lengua castellana:
-Mi señora la manda saludar a sumercé; que desea
que no haya novedad, etc., y sigue ei diálogo por este
estilo: - i y cnmo están por allá?
- La señorita ha estado bastante mala. casi de muerte.
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CUADROS DE COSTUMBRES 163
"'" -Oiga!, no sabía; ¿y qué ha tenidn? -Una especie de afectación al pulmón, que se ha vis·
to malísima. Ha estado disputando sangre . -¿Y los niños? -El chiquito también ha estado enfermo con una ilu-
sión que le ha salido en las corvas . Esta jerga entre culta y bárbara, en que mezclan los
resabios de la primera edad con las palabras cogidas al vuelo a las gentes que entran a la caJSa, y a los mismos dueños de ella, es el lenguaje propio dP las criadas que antiguamente se llamaban filáticas, pa.l;,.bra que signifi· ca mucho, y que probablemente se ha snstituído a filatera.
Esta clase asciende un grado cuando de una casa aco· modada pasa. a otra que no lo es tanto, y en ésta viene a hacer el papel de premiére, como llaman al ministro p.rin· cipal de las monarquías.
Por lo regular tienen algún cernícalo que las persigue, es a saber alguna enemiga gratuita (criada de otra ca·sa), que las acosa y atormenta, y dondequiera que se encuen• tran hay alguna escena serio-jocosa de insultos y ame· nazas, apodos y dicharachos. Esta enemiga es la que las desacredita y las deshonra y tizna su reputación de criadas honradas, aunque les pese el decirlo, que han servido en buenas casas.
Suelen despedirse a la francesa de lag casas donde sirven, y entonces dejan la cama, la ropa y todos los demás corotos, qne rer.hm<~n nn:~ n rlo .~ ~m:~n:~ .~ rlP .~pnP..~ . 'Entre
el ajuar va por supuesto lo que la señora les ha regalado en los dos o tres meses que han estado en la casa, porque la tal criada se presentó como el paje de San Juan (palabras textuales de las señoras, gue sabrán quién era ese paie).
Las de 3a. son por lo general, una especie de atachées o suplentes de las otras. En sus costumbres y en sus ocupaciones participan de la clase superior y de la inferior: así ·nevan el tapete y van al mercado, como aprietan rl
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164 BlllLlOTECA ALDEANA DE COLOMBIA
corsé a la señora, en un caso apurado, y por falta tem
poral o absoluta de la propietaria en e1 destino. Siempre
estan llenas de mugre; el delantal es d~ cañama40, y las
enaguas, aunque de 4ara4a, no revelan el color ni la pinta
que tuvieron en un tiempo. De esta clase y de la 2a. sue
len salir las amas de bra4os y las ama~ de leche, cuando
para este ministerio no se buscan expresamente en el cam
po. Casi siempre son coadjutoras o secrHarias de las co
cineras, y las alivian no poco en las faenas de encender
el horno, limpiar las papas, moler y ffegar.
Vienen, por último, las que en las casas de larga fami
lia y numerosa servidumbre ocupan el más bajo escalón
en la jerarquía servil, o sean las a e 4a. clase. Estas salen
de la ínfima del pueblo, con perdón de la igualdad de la
democracia, y son el non plus ultra de la mugre, desaseo
y estupide4. Visten de frisa oscura y Iien4o áel Socorro;
la cabez.a, semejante a la de Medusa, causa espanto y ho
rror; tal es su desgreño. Aquel enredo inextricable de cri
nes negras e indomables, sólo puede compararse a alguno
de esos pleitos que en los juz.gados y not<>rías dan ocupa
ción y alimento a la larga familia de abogados, leguleyos,
jueces, gendarmes y aficionados. Empuñando en una ma
no la caña con un cuerno despuntado en la extremidad
y sosteniendo con la otra el cargador en que va la múcura,
este ente, medio racional, medio bestia df carga, va y vie
ne a la fuente pública die4 veces al día, y en cambio re
cibe algunos cuartillos y un bocado de pan; o bien trae a
hs costillas los canastos y costales del mercado a la casa,
si es que no se va con ellos para la suya, que algunas ve
ces suele equivocar la dirección, y en ,,.,z de tomar para
el Norte toma p~ra el Sur, Y deja a la FPñora, o a la que
hace sus veces, mirando para todos lados
Estas son las que sacan la basura de la casa, deshierban
la calle y hacen todos los pficios más humildes y viles. En
fin, digámoslo con dolor .ae nuestro corazón, o más bien
de nuestro estómago, de entre estas prójJmas ele los calca-
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CUADROS DE COSTUMBRES 165
ñares rajados, salen las panaderas y las que venden colación, carne, manteca, salchichas y otras muchas cosas de la factura y conocimiento culinario.
Hasta aquí hemos considerado la criada pedestre; si hubiéramos de considerar la ecuestre, sería necesario capítulo aparte y un lienzo por separado para pintar este cuadro. Omito por lo mismo hablar del antiguo sillón con cabos de plata, relegado a la historia y a uno que otro caso excepcional que se encuentra en el camino de Chiquinquirá . Sólo las criadas viejas y alguna campesina rica usan de esta montura, muy cómo.da para las que ven con las orejas y no con los ojos, y reducida ya a la mayor sencillez republicana posible. Estas equitadoras de la escuela antigua, con su gran ruana pastusa, su sombrero de hule, colorado o negro, y su látigo en la mano derecha, asegurado a la muñeca con un hiladillo, hacen con los brazos un ejercicio muy saludable, alternando una sofrenada con la mano izquierda y un latigazo con h derecha, y llevan el compás como el mejor músico.
Las demás criadas son todas de galápago, y da gloria verlas a caballo . En las excursiones y paseos (y qué familia no los hace cada año!), el procedimiento es éste: se toma un rocinante de cualquier color y hechura, y si es tuerto, mejor, porque entonces las probabilidades de que se espante disminuyen un cincuenta por uiento ; se les echa encima un fuste o momia, llamado galápago, que más parece un iamón curado al humo, teniendP cuidado de colocar un manoio de tamo sobre una almohadilla que tiene el mocho en el lomo; y encima de ambos se coloca la criada, entre risueña y temblorosa, dando un salto desde el pretil, porque el pie no le cabe en el estribo, que fue de una de las señoritas. Hé aquí un todo compuesto de tres piezas homogéneas. ¡Qué grupo tan intere~ante ... ! Al quinto latigazo comienza a moverse el caballo lentamente, v como un huque que ha levado el anda; v. como si tuvier~ niguas en las patas, va saliendo con mucho tiento y cuida-
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166 BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA
do hasta dar con piso blando. A un nuevo reclamo de la
jineta salen los tres camellón abajo, con un movimiento
de trepidación tan suave que bien pudiera ir tocando el
chinesco sin esfuerzo de ninguna clase. Sería interminable decir cuantas paradas y detenciones
hac-en en el camino, a cuantas cCIJSas se meten sin ser con
vidadas, y aun sin anunciarse, sólo porque el acongojado
rocinante busca un poco de sombra, o p11r hábito que ha
contraído. No acabaría si quisiera enumerar las veces que
es preciso apretar la cincha, coser la grupera, asegurar la
barbada, acortar el freno, recoger del euelo los atillos y
envoltorios que van bailando, el sombrero, el foete o el
sudadero; y en fin, los gritos y aspavientos, y las recon
venciones de las compañeras de viaje porque cuando corre
el caballo suelta las riendas, y cuando salta un vallado las
atiranta. Ni sería fácil decir cuál de ~os dos, caballo o ji
nete, llegan más molidos y matados a la posada, en donde
dejaremos al lector para que averigüe este punto, encar
gándole que madruge si ha de seguir el viaje con nuestra heroína.
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1 • INDICE.
Págs.
Coloquio de los tr,es auto~es que figuran en es-te volumen . . . . . . . . . . . . 5
Cuadros de costumbres
Rafael Eliseo Santander:
Las fiestas de mi parroquia La Calle Honda . . . . . Historia de unas viruelas . El raizalisrrío vindicado . Los artesanos . La Nochebuena . . . . .
Juan Francisco Ortiz:
Motivo por el cual Una taza de chocolate .
José Caicedo Rojas:
El tiple . . . . . . . . El Duende en un baile . Las criadas de Bogotá .
19 33 41, 59 71 89
103 1151
129 141 159
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