cuadros costumbres-eliseo santiander, caicedo rojas

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CUADROS DE COSTUMBRES N. 0 22 BOGOTA EDITORIAL MINERVA, S.A. 1936 f:L ::'.EO SAf\. T1\NDEI\ IUA!J FR¡\, ;ISCO ORl¡ JOSf_ CAIC_ JWJ'\s BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA CUADROS DE COSTUMBRES DE RAFAEL ELISEO SANTANDER, JUAN FRANCISCO ORTIZ y )OSE CAICEDO ROJAS ©Biblioteca Nacional de Colombia

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Page 1: Cuadros Costumbres-Eliseo Santiander, Caicedo Rojas

CUADROS DE COSTUMBRES

N.0 22

BOGOTA EDITORIAL MINERVA, S.A.

1936

f:L ::'.EO SAf\. T1\NDEI\

IUA!J FR¡\, ;ISCO ORl¡ ~ JOSf_ CAIC_ o~ JWJ'\s

BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA

CUADROS DE COSTUMBRES

DE

RAFAEL ELISEO SANTANDER, JUAN FRANCISCO ORTIZ y )OSE CAICEDO ROJAS

©Biblioteca Nacional de Colombia

Page 2: Cuadros Costumbres-Eliseo Santiander, Caicedo Rojas

BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA

CUADROS D~ COSTUMQR~S

DE

RAFAEL ELISEO SANTANDER, JUAN FRANCISCO ORTIZ y JOSE CAICEDO ROJAS

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Page 3: Cuadros Costumbres-Eliseo Santiander, Caicedo Rojas

SELECCION SAMPER ORTEGA DE

LITERATURA COLOMBIANA

PUBLICACIONES DEL

MINISTERIO DE EDUCACION NACIONAL

Edirorinl Minervn , S . A. 1936

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COLOQUIO DE LOS TRES AUTORES QUE

FIGURAN EN ESTE VOLUMEN

Juan Francisco Ortiz.-No por haber gozado en mis

días fama de conversador inicio esta plática; sino porque,

según enseña el padre Astete, la edad es antes que la

dignidad y el gobierno, .Y yo nací antes que ustedes.

~afael E. Santander.-Despacio, Juan Francisco, des­

pacw. No alargue tanto sus cuentas pues no aventaja mu­

cho su edad a la mía: diferencia de meses en una vida dilatada, no es gran diferencia. '

José Caicedo Rojas.-¿Dilatada ha dicho usted? Pido

entonces mi prelación. ¡_Cuál de usted<:s llegó a mis 82

años? Que yo recuerde, Ortiz murió a los 67, y usted pagó

con la mortal sus otras deudas a los 74.

Santandet·.-¿Quiere eso decir que hemos de hablar de

nuestra muerte antes que de nuestra vida? Pues con en'

plazar al lector o curioso de nosotros para el día del j l"

cío estamos despachados.

Ortiz.-Bueno: si ha de hablar antes quien nació pri­

mero, no estuvo mal haber comenzado yo, pero si es

quien murió último, Caicedo Rojas tiene la palabra.

Caicedo.-Devuelvo el cumplido, y que hable el ma­

yor, ya que no el más viejo.

Ortiz.-Gracias, querido Celta. Y ¿qué diré yo de mí

que no parezca repetición? ¿No andan escritas mis "Re­

miniscencias", o sea 1quel opúsculo a;Jtobiográfico que,

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habiendo quedado inédito a mi muerte, se publicó, aun· que incompleto, treinta y dos años después de ella?

Caicedo.-Razón tuvo, pues, don Miguel Antonio Ca­ro para llamar ese opúsculo "testamento cerrado que el autor guardó para que se abriese y publicase después de su muerte".

Santander.-Mi testamento literario, en cambio, fue testamento abierto. Yo también, como Ortiz, quise de· jar una obra póstuma que diera cuenta de mis recuerdos; pero contra mi propósito se interpuso Alberto { Trdanr­ta, quien logró lo que no había conseguido ni el propio Vergara, es decir, que la "Historia de unas viruelas" oc ruhlicase cuando aun vivía este tuso que les habla a u;· tedes. Así, mis apuntes autobiográficos vieron la luz en el "Parel Periódico Ilustrado", diecisiete meses antes de ,, entierro, con esta nota que puse al mar¡:re-n · "El autor r!P estas líneas tenía el deseo de que elJ;¡s no rueran r11blir~­das hasta después de su muerte, poniendo esta volunt~rl al cuidado de un~ mano filial. Hoy, aue ese sér amado "" ha hundido en el senulcro, ha accedido a los ruegos d" los amigos, pidiendo la benevolencia públicél sin eme nllP·

da nan•cer vanirlúl pues estando más cerc1 de h tumba oue del mundo, ésta es planta que ya no fructifica en el ;¡Jma". ¡Bien?

Orti:r..-Muy bien Pem antrs ele continuar qt1icro ha· cer a ustedes una T'rr>r-unta que me interesa. ¡qué m~s rli­in de mí el señor Caro?

Caicedo.-Diio, en una biografía de don Toaouín Mo~­ouera, que al teP.timonin de usted. como <1l ele ~"er~ona r>cu~nime. apelaba para reforzar alguna parte de la ser,, blanz.a del prócer.

Ortiz-Gracias a usted por el recuerdo .V ;:t} señor Ca­ro por e1 elogio. Alguna vez, cierto, conversé con el se ñor don Joaauín, y el palique anda escrito en mis "Remi· niscencias". Ahí lo debió de leer don Miguel Antonio

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Santander.-Si tales cosas se dicen del amigo Juan Francisc0, ¿cuáles se predican de nosotros?

Caicedo.-No por disímiles nos habrá colocado en un

mismo grupo de autores nacionales est¡;; sobrino de José María Samper, que al publicar nuestros escritos, como

que nos arranca del olvido, o de la indifercnc1a, que es

peor cosa. Pues les digo yo a ustedes que hay en nos·

otros una virtud común, superior a nuestras aficiones li­

terarias y acaso origen de ellas, algo que nos cobija por

igual a los tres, y es nuestro raizalismo, vindicado por el tuso en un escrito encantador. Sí, amigos míos: raizales

somos, y raizales de Bogotá, aun cuando yo naciera en Tunja y aunque nuestras familias viniesm de otras partes; porque cada uno de nosotros cantó a Santafé o escribió sus glorias, y ella nos atrajo y congregó, y tal es la cau­sa, creo, por que el coleccionista de estas páginas, acor­dándose de su tío y mi tocayo, nos llamo ahora, como en otro tiempo nos llamaba el señor de la Calle de Bolivia, para que vengamos a mosaico.

Ortiz.-Intcrrumno. con perdón dl' ustedes. En la me­moria tengo aquel billete de Santander para que una no­che dd 58 fuéramos a su casa con pretexto de "tomar chocolate de media canela. y fumar v mentir. de cuatro a 11eis horas, como decía el canónigo Saavedra", y esa ve­

lada, cuya fecha preci3a se me escapa, fue la de nuestro primer mosaico.

Santander.-Cierto. Y antes, y entonces, y después.

cuántas veces anduvimos juntos, como ahora. Así figura­

mos en el "Museo de cuadros de costumbres'' que publi­

caron los redactores del "Mosaico" y en el propio perió­

dico. De "El Trovador" hubiera podido decirse que fue

la hoja de los tres Pepes, desde que nuestro tocayo Sam­

per nos llamó a Caicedo y a mí a la dirección de ella. E8 decir, que cuando no todos juntos, al menos dos de nos

otros dimos que hacer a unas mismas prensas. ¡No re·

cuerda usted, Caicedo, dónde hice yo mis segundas, por

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no decir mis primeras armas? ¿No fue en "El Duende",

ese periódico retozón y entremetido, que tan pronto sr:­

colaba a los bailes como a los conventos y cuarteles, y que

por los años de 4 7 dirigían usted y Maldonado, donde vie­

ron la luz mis "Artesanos"? Recuerdo que la gente mr:­

preguntaba entonces cuál era el nombre oculto tras de la

"C" con que usted firmaba sus escritos, que luégo se cam·

bió por "Celta" o por "Yarilpa", y yo me dtYertía hacién­

dome el de nuevas. Sigamos. ¿Cuántas veces no frecuenta­

mos usted y yo las oficinas de "El Neogranadino", "El

Pasatiempo" y "El Museo"? ¿A las de "L. Caridad" y "El

Conservador" no concurrían ustedes diariamente, mientras

yo, representante del partido opuesto, me iba con los ter­

tulios y redactores de "El Tiempo"? "El Conservador''.

"El Tiempo" ... ¿no le recuerdan a usted algo estos nom·

bres? ""·~-

Caicedo.-"Vejeces de mi juventud" fueron ésas, si la

alusión va por mis discursos en la logia llamada la "Es­

trella del Tequendama" . ¡Ay, amigo y tocayo, qué memo'

ria tan traviesa la suya! No sé si aun exista cierta hoja

aue reorodujo un editorial de "El Tiempo" donde se glo­

sahan las causas que determinaron mi retirada de la Vene­

rable, pormenorizadas en una carta que escribí en "El Con­

~ervador". "Veieces de mi juventud", reoito. Pero do­

blemos, si le place, esta hoja, cuyo recuerdo me conturba

Santander.-Doblémosla. Todo ha sidC' por una asocia·

ción de ideas. Hablábamos de algo que en nue tras vidas

fue común e hizo que muchas veces an ~twiéramos juntos.

aunque ideológicamente discrepáramos . Sí. Pepe amigo,

cu1ntas afinidad<>s exnlican nuestra presencia en estas pá·

~rinas. Redactores de unos mismos periódicoR y con

idénticos gustos literarios, al escrito de ust<>d soh,.r

"Las Casas". resnondo yo con mi "Jiménez de Oues~da" :

su "Don Alvaro" recuerda aquello mío snbre "La Ítl.~ticia

"el delito <>n el Nu<>vo Reino", y forma con "Teresa". clr

Ortiz, una bonita trilogía; cerca a "La chm:a de mis ahue-

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los" o junto a "Una taza de chocolate", qué bien suenan

las notas de su · "Tiple'; en sus "Recuerdos y apuntamien· tos" hay historias de viruelas y en los .. Apuntes de Ran•;'

che ría", noticias autobiográficas. Y pasando del país de las letras a otros campos, aparece que Celta y yo fuimos

alcaldes; y también diputados al congn~so; y a Ortiz y a mí nos decían doctores, porque lo éramos en derecho; y

todos tres fuimos colegiales de San Bartolomé, y a todos

por igual nos cobijó el manto de nuestro raizalismo.

Ortiz.-Por igual no. señor colega. SH ra~zalismo y el nuéstro son diferentes. El suyo era una especte de quietud

que no le dejó salir a usted de los límites de Bogotá. se­gún lo dijeron, entre otros testigos, Emiro Kastos y Ri­cardo Carrasquilla: por eso es acabada la semblanza qu

el último de ellos, sin querer, hizo de usted, diciéndole: ~~ ~-~ ~...,.. . fl .. ~

-Dime hasta dónde has viajado, porque tu aire es de extranjero.

-Por el norte a Chapinero, por oeste a Fontibón, y por los otros dos puntos el oriente y mediodía. estuve en la Peña un día y en Tunjuelo una ocasión.

Pues bien, algo más leios que las suyas fueron mis an·

danzas. Nacido en Bogotá, en aquella casa que hace fren ­

te a la iglesia de Santa Inés, el vendaval de la reconquis·

ta sopló tan recio sobre mi padre y su familta, que a él Jo

llevó _desterra~o a Ve~;zuela, y a nosntrr5 a Boyacá, don• de mts correnas de mno fueron por las cañadas y los ce•

rros que baña el So¡zamoso, Y mis empresas las de un c<1m·

ncsinito rematado. Narlie como yo para correr a caballo

las más veces .. en pelo", y a esa mi hahilidad debí el

nalique con Bolívar. que todns conocen· y al raliquc el honor de hallarme ahora con ustedes.

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Caicedo.-Explique usted el porqué.

Ortiz.-Porque Bolívar, "en su tránsito para la villa del

Rosario de Cúcuta, se hospedó en Paipa (no recuerdo la

fecha) en casa del señor Tomás Monroy", quien me lo

comunicó, invitándome al propio tiempo a formar parte

de la comitiva que debía acompañar al héroe hasta las

;tfueras del poblado. el día siguiente al de su llegada. Pe­

ro resultó Bolívar o más madrugador 0 menos amigo de

cahalgatas que nosotros, pues se marchó sin decir palabra,

caballero en el "Palomo blanco", su caballo favorito, que

conocía la ruta como el que más, por ser. oriundo de eso.s

lugares. En cuanto yo lo supe monté en mi potro, un "Tra­

galeguas" genuino que, acicateado hriosamente, salió como la ira mala y no paró hasta "El Arenal", en don­

de dimos alcance al Libertador; y allí, como éste me pregun­tara mi nombre. le respondí que era hijo del Dr. Ortiz, preso entonces por insurgente en Puerto C;¡ bello. El gener;¡ 1

me pidió algunos datos más relativamente a mis cnnrli ­ciones y empresas. Resultado del palique fue que Rolf­

var le escribiera al señor vicepresidente. recomend~ndnme

para una beca de bartolina, que pronto se con~<iP'uió . v

¡¡sÍ. me trajeron al colegio. adonde en breve- clehb lle­gar, por instancias de mi padre, el C"E' hilhÍil .•;clf) •n

maestro de latín en Poraván. don FPlíx de Restre­ro. quien ahrió cátedra de filosofía. a la que il .~istimos con

Pene Santander. Y aauí tomo el hilo que deié atrás. Por­

aue vo. ~migos, que llorf al dP.~pedirme de "mi" potro v "mis" ternero¡; de "El Salitre": yo. que sobre cazar go­

rrionPs v salt<~r vall:do'l nn ¡;ahí;¡ más, llegado a Bogot~

rnmen ré a adquirir Mhitos mhanos. hice amist?d con rren ­

tP.~ onP cp llpv~ron mi a.fecto. v paré al cabo en escritor. ;:¡

ln rai7.a1 ~;¡nt::~fPrc.>ño. v raiza 1 fu; siPmnre. no obstante h::~,

rPrtne :111~E'ntado m1l('has VeCf'~ Oe la CiUd<ld. Va f'n mi¡;ÍÓn

[lpl rrohiPrno o nor nronia iniciativa, v recorrido hnPn ' n::~rte del territorio de l::t NuPv;t Gr;:¡n~rl:1 Pnr 1,., rn~l rlirvn

yo que si mi vida representa, como la de todo hombre,

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una cruz, el tronco de la mía, o sea la cabeza y el corazón, estuvo hincado en Santafé, sin perjuicio de que mis viajes me llevaran hacia el Valle del Cauca y I3oyacá, o hacia Pamplona y Neiva, o más lejos aún, hasta el Istmo y la ciudad de Lima.

Santander.-Como al principio de este diálogo, vuelvo ~ decir a usted: despacio. Creo verdad que su cabeza es­

tuvo apegada a Santafé; pero no me Cf.~!'lvence que lo es­tuviera siempre su corazón. Rivera y Garrido, discípulo ~uyo, en cuya casa de Buga murió usted, le escribió a don José Joaquín Ortiz una carta que este anciano me leyó v que saca verdaderas mis dudas. Pues hablando don Lucia­no de "La venganza de una mujer", novela inédita de la que usted le hizo legado, entresaca un :-~parte, espl"ciP clr canto al Valle del Cauca, que termina con estas palahr3s: "¡Bendita tierra. Allá. se meció la cuna de mi padre ... "Allá quisiera yo morir!" ;Qué dice usted?

Ortiz.---:Que hay una circunstancia que todo lo explica y compag1~a Y que fue como la clave de mis empresas· la veneracwn que tuve por mi padre, cuya vida anhP]é imitar hasta en las cosas más triviales. Sn figura estuvo presente en todos mis actos, y para dPcirlo de una vez "quise yo ser como mi padre era". Si n'l alcancé ni siem~ pre ni nunca, a ponerme a la par de se01ei;~nte hombre sí estudié leyes porque mi padre lo había hecho; sus m~es­tros lo fueron míos: la litePtura, nuestra aficin11 mm1ín. y porque él había nacido en Buga, quise morir yo allí. Eso

es todo. Caicedo.-La conversación que uste,~es acaban de te­

nf'r, originada de haber hablado yo de raizalismo, me des­

pierta una duda torturante que quiero e>xponerles. Casi ni al "tuso" cedo vo la palma en esto del amor por Bogotá.

v. sin embarr:o, hube de separarmf' varia~ veces de ella. no sin la congoia de ver que se perdían a lo leios las fald::~• m;:¡ternales de Monserrate y Guadalupe. Pues hien, ami-

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gos míos: en tales circunstancias, ¿pude o no llamarme yo raizal?

Ortiz.-Púdolo, señor, y a boca llena, por cuanto ser raizal no significa ser inmóvil. Las Escrituras dicen que

"donde está tu tesoro allí está tu corazón", o sea que allí

echamos raíces donde está el ser am1do. Y el suyo se guardaba en una casita del Puente Nuevo, que era en f'~e entonces el nombre de una de nuestras calles. Tran­

quilícese, mi buen Celta: bogotanos raizales fueron ese horrar, y su dueño y señor.

Caicedn.-Respim. La casa a que mted alude fue ];¡_

que formámos con Paulina, la amante cor:~¡:-añera que dulcifi­có todas mis h0r~~. v ::~donde se volvían mis oios siemp,·e cwe me aparté de Boczotá. Y ello sucedió alcmnas veces. Yo formé con los cachacos de la Compañía de la Unión qnc, al mando del general Herrán. hicimos la campaña del año 40, por tien-as de Santander, habiendo sido compañe­ro~ mÍ ni:. en nrímer lugar Félix, novio de Pastora. nom ­hrrs é.<:to<: OUP viven en mis "Amantf's clr Us::lou?n". v ln~

Caro~. Jo¡:é Eusebio y Antonio, el último de los cuales murió en la campaña. De él escribí una noticia bioe-ráfica

Ortiz.-:Qué me dice ustPd ;:¡ mí. ounido Penpl u~tecl

me ha dado en lo hondo. Nombrar a Antonio José Cam v a los miembros de es::t familia. es nombrarme amirro~.

·No fuP con ellos mn nnienP.<: nublirámo!' Toaouín mi her­mann v vo "b fqtrrlht Narional". el nrimPr r>rriódico PYcht<:ivamentr literario mw hubo Pn (',l,mb;~? r.mn.-lo

Antonio Caro nerPrió en hs almas drl río San Gil. ·no nn ­

hJ;rmr vo en una hoia ~twlta un;¡s estrof~, ;:¡ •11 mrm0r;~ 1

·0 '~"'-~ cn1P rn rl recurrdo dr Antnnio tamhirn volvemo~ ;¡ l'ncontrarnos?

Santande-r.-No Pn eso úniomente. ~Pa1ín lo ::> rlw·rd

vn m~s ;¡mh:~ . T:1mhién Pn Ar>olo v Pn Clío v en Marte rairedo.- En Marte. ~í ;Cu~nto.c; r~'C11Prclo~ "" IDP tr1r

a la memoria la campaña del norte! Th::tmos lo~ rlr 1:1

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Unión al mando inmediato del general Urdaneta, mientras

aquí se quedaron algunos cachacos, entre ellos, señor don

Juan Francisco, su hermano de usted, Joaquín, apodado

por nosotros el "Cabezón", los cuales formaron una guar­

dia especial para la defensa de la ciudad, que resistió he­

roicamente a las fuerzas de González. Entonces murió

Neira, bien que su recuerdo vive en mí y acaso viva en

una página de mis escritos. j Y qué contrastes! Junto a es­

tos cuadros de desolación y muerte, los chistes de Bernar­

do Pardo y las compasivas actitudes del general Herrán

Casi dijera yo como Vergara: "¡Pasad, memorias; pasad,

recuerdos!" Santander.-"¡No paséis nunca, dulces recuerdos!", di­

ga usted más bien, querido Celta; o al menos no paséis ahora, que es preciso tener bien abierto el ojo de la me­moria, a fin de que nada se quede entre el tintero. Y con­tinuando en la charla, como que ninguno de ustedes ha­bía parado mientes en lo que yo llamé hace un instante nuestra .herman~ad en Marte, y los tres tenemos, parece, ejecutonas en d1cha hermandad.

Ortiz.- ¡Ya lo. creo! Si el dios de la guerra como que presidió los destmos de nuestras vidas y arrulló nuestras

cunas. Cuando Y_O desp~rté a la vida, mi p:J.Jre, ya lo dije, es­taba preso por msurgente, o sea por haber sido de los del

Veinte de julio. Caicedo.-Y yo nací al ruido de las descargas en la

época del terror. Santander.-Ser hijos de héroes, o serlo nosotros mis­

mos es lo que constituye n\!estra hermandad en la gue­

rra·' y no tocando la segunda parte sino con Caicedo Ro­

jas,' la primera nos cobija a Juan Francisco y a mí.

Caicedo.-¿Héroe yo? No, sino apenas soldado y no de

}os muy valientes, querido tuso.

Santander.-¡Tuso!. . . "¡Cuántos recuerdos dolorosos

y también cuántas dulces memorias han suscitado esas pin-

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tas o sei1ales", que llevé más que con p .!.t iencia con or2U' llo, y puedo decir que con canño, y cuya historia conside­ro la mejor de mis página~ porque me la dictó el cora2;ón

como un homenaje de amor filial a aquella mujer, viuda

de un héroe y heroína ella misma, que se llamó Man"-,

habiendo debido llamarse más propiamente Cornelia o

Policar¡la.. Ortiz.-¿Por qué?

Santander.-Por el temple de su alma y su amor a la libertad que dieron con ella y conmigo en la cárcel,

donde prendió la enfermedad que me dejó señalado de

manera indeleble, y por otros muchos motivos, como el que voy a contarles. Cuando el vicepresidente ::iantander hi2;o fusilar a Barreiro y los otros oficiales de Boyacá, m1

madre me condujo hasta frente del b1.nquillo, para que presenciara la ejecución; y como yo llorando me ocultase, al estrépito de la descarga, debajo de su mantilla, ella la apar­tó violentamente, diciéndome: "No llores, hijo, que por culpa de "ellos" soy yo viuda y tú huér~ano". Así era mi madre.

Caicedo.-Digna esposa ella del teniente don Narciso, por lo cual podría decirse en este caso aquello de que Dios los crió y ellos se juntaron.

Santander.-Cierto. En mi padre se dieron cita la gra­titud y el heroísmo; abra usted, si no, la "Historia de

unas viruelas", que confirma la primera cualidad; hojée usted, para verificar la segunda, el ''Diccionano" de Scar­

petta, y verá que no miento. Durante la dominación es­

pañola mi padre llegó a ocupar el puesto de · síndico prn

curador de la real audiencia de Santafé; pero, nacido pa­

ra defender la libertad, se enroló con los que la proclama­ron el veinte de julio en su ciudaJ natai, y fue de los

que el día 21 atacaron y tomaron el parque del virreina­

to". Despu~s _figuró, al lado de Nariño, eD:, nuestra prime­ra guerra ctvil, y mas tarde en el sur, habtendose cubierto

de gloria en Tasines y Calibío, pero sobre todo en el Al-

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to Palacé y en Pasto, en cuyas cercanías murió luchando junto a su jefe y "dejando un nombre lleno de gloria pa­ra su patria y una memoria imperecedera como simpático, modesto, leal y entendido republicano" . Y no legándome "otra riqueza que sus servicios abnegados a su patria, que no fue poco", dicen los señores Scarpetta y V ergara que diz que supe imitar con esmerada religios1dad el ejemplo de sus virtudes, opinión que agradezco, sin compartirla, m mucho menos.

Caicedo.- L¿ué mundo de memorias ha despertado ca mí el recuerdo biográfico que usted acaba de hacer sobre su padre. Al arrullo del relato daba yo suelta a la ima­ginación y volvía a vivir aquellas tardes transcurridas en mi casa de Bogotá, oyendo al inolvidable abanderado de Nariño la relación de sus campañas, ayudado él de los apuntes que guardaba en un cuaderno y de su memoria ex­cepcional, mientras yo escribía lo que el anciano iba contand<?. En_ poco estuvo que el libro se perdiera, por la conftscac10n de la imprenta de "El Tradicionista", donde se editaba, el año de 76, y a causa j,; m1.~ uib·ula­ciones y mis viajes, al regreso de uno de los cuales halle ya a la venta las "Memorias"_ de Espino~a. aunque no en­teramente conformes a la pnmera reda, :,·)ón, por haberse extraviado algunos de los originales en el secuestro suso- · dicho. Y como era "notorio a muchas perso11as que el &1." ­

ñor Espinosa me había encargado bondadosamente de este trabajo", quise deslindar el alcance de mi r.::sponsablid<tu, y escribí al efecto, una nota en "El Zip:,." de Filemón Bui­trago. Igualmente emprendí la enmienda y composición de otro manuscrito, los "Recuerdos de la Tierra Santa", de Duque ~ómez, los cuales _arreglé cuidado­samente habiendo stdQ recompensado m1 trabaJo con una carta d~ don Pedro Fernández Madrid, la mejor quizá de cuantas salieron de aquella pluma privilegiada.

Ortiz.- ¿Por qué tan callado el herm;_~no tuso? Santander.- Pensando estaba en nut>stra hermandad,

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cabalmante, que así nos juntó en aficiones y empresas co·

mo nos señaló en el rostro con una que otra cosilla, her­

mano tuerto.

Ortiz.-Protesto en nombre de Celta, a quien no cobi,

Jan sus alusiones.

Santander.-Las cuales en ningún caso fueron por él

sino por nosotros dos, cosa que ni a usted ni a mí debe

molestarnos; a mí no, por lo que antes dije, y a usteo

tampoco, puesto que a su fealdad aplicó alguien "lo que

dijeron los hermanos Margueritte de la de no :>é qué pe­

riodista": que "era una fealdad mtehgente· ·. Y para que

usted se acabe de consolar, sepa que usted gozó un don

que vale por muchos: el de la poesía.

Ortiz.-¡ Vuelvo a protestar en nombre de Caicedo Roo.

jas, ese sí poeta de veras!

Caicedo.-¡ Por Dios, Juan Francisco ... !

Ortiz.-Bueno, algo hice yo en estrofas que han gus,

tado y hasta merecido honores de reimpresión, y fue el

canto "Al río Buga", que con gusto cambiaxía por "La

Fuente de Torca" y también por 'El j?rimer b;;.ño", don,

de campean las dotes de buen gusto y rlelicadeza que tan,

to admiraba Marroquín en usted.

Caicedo.-Cuando José María Verg-ua emprendió la

edición del "Parnaso Colombiano", dispuso que el primer

volumen contuviera los versos de Marroquín de quien

es asimismo el prólogo del tercero, donde van los míos. En

esas líneas preliminares de mis estrofas vertió Manuel to,

do el afecto que me tuvo y que debió ser muy grande s1

se mide por el que yo le profesé y por lo bondadoso' de

su juicio acerca de mi obra.

Santander.-Modesto está el ex presidente de la 50 ,

ciedad Filarmónica".

Caicedo.-¿Olvida el ex regidor munícipe el sitio en

que ahora nos encontramos? Adv1erta que eu nuestro co,

loquio hay voces de eternidad y que la tumba es alquita.•

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ra que todo lo depura y rectifica. No es modestia lo que he dicho, ni vanidad lo que ahora van a oír, o sea, que entre mis versos hay algunos que amo y pougc. sobre lo.> restantes, como son los que historié en la segunda edición de mis "Apuntes de ranchería", publicada precisamente

el aiio en que Santander me dio el abrazo definitivo. Santandet·.-¡ Caigo! ¿Se refiere usted a "La F\lente de

Torca"?

Caicedo.-Justo. Regresaba yo de un viaje al "Desier­to de la Candelaria", que es lugar comparable con la lengua de Castilla, la de los Luises sobre todo porque pa­rece hecho para conversar con el cielo. Regresaba, digo, de aquel lugar, adonde me llevaron aficiones de historia· dor Y poeta, cuando en un recodo salió a mi encuentro la f';lente de Torca, ofrciéndome el arrullo dt> sus aguas. Qui· z.a el acopw de poesía que mi imaginación l:abía acumulado a la V!Sta de los cuadr')s que acababa el·~ depr, mits que el cansancw Y la sed, y uno como anhele de desahogo me obligaron a detenerme a la sombra de lo• f.rboles de aquel SitiO encantador. Y se .1tado allí, "ensa 1·é dar rienda a. la inspir~ción del momento, y, mira,ndo el correr del agua, co· menee a dec1r, no en tono de apostrofe sino hablando con · migo mismo y con las pausas y silencios del caso:

Fuente undosa y cristalina, que por las rocas murmuras, buscando a tus aguas puras entre la arena vecina blando lecho, ¿a dónde vas tan derecho?_

"Como la cerilla en que se enciende el c1garro", o co· m.o vela que parpadea, así mi numen por momentos se en­cendía y apagaba al viento de la inspiración. Pero hubo un intervalo en que pareció que la esquiva musa huía de modo definitivo, y entonces monté a caballo, resuelto a

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18 UlBLlOTECA ALDEANA DE COLOMBIA

no perseguirla. De pronto volvió el parpadeo y el levan·

tarse de la llama o numen, y así fueron saliendo mis es•

trofas, entre llamarada y llamarada. Con lo que al arribar

a Bogotá, llegó mi canto al final, que dicr:::

Imagen fiel de mi vida, fuente clara y apacible, ¡oh, si me fuera posible, junto a tu corriente pura, en la maleza escondida cavara mi sepultura!

Ortiz.-¡Ah, mi don Pepe! Si le dijera yo a usted que

la fuente de Torca ha desaparecido casi, pm mano de la

civilización, y que apenas si se reconoce <hora aquel lugar

donde la vista y el pensamiento se recreaban viendo correr

el ~gua por entre riscos y malezas, ¿qué diría usted?

Caicedo.-Diría:

¡Torca humilde, quién creyera,

que tan pri!sto ése tu destino fuera!

Y agregara: ¡qué similitud entre la historia de esa fuen·

te y nuestra vida! Primero, el retozo y el bullicio y las

flores; los tambres y malezas después; pot ultimo, la muer·

te. Santander.-Falta algo en su comparación. Porque así

como la fuente de Torca, cegada que ¡:ea, vivirá en sus

versos de usted, as1m1smo, muertos nosotros, nues·

tras obras, segúr, la frase del Evangelio, darán testimonio de

nuestras vidas y empresas, desde estas página• Je la Se·

lección Samper. Ortíz.-Bien dicho.

Ricardo Pardo A.

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RAFAEL ELISEO SANTANDER

CUADROS DE COSTUMBRES

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• LAS FIESTAS EN MI PARROQUIA

Esta §Ociedad que se bulle, que hace esfuerzos para sacu­dir el ropaje viejo y echarse a volar vestida de lo nue­vo, se siente, sin embargo, con ataduras, con hábitos que pareciera ya haber perdido y que de repente como que los recobra y se ostenta más aferrada a ellos.

Cuando de estas rancias costumbres bonadas casi ele la fisonomía de un pueblo, se presentan nuevamente al­gunos rasgos, producen en las masas lo que los gratos recuerdos sobre el ánimo. Hay entonces alhor02;o, rego­cijo y entusiasmo, originados por el reanilrecimiento de es­cenas que despiertan con perdidas m~rnorias sensaciones que acaso se refieren a la mejor época de la vida.

Ni más ni menos habría juzgado de mí el filósofo ob­servvdor al reparar que yo, homhre et,tnclo ya en mio se­senta y cinco años, con todos los recuerdos del antiguo régimen y con una tintura innegable del colorido de est•· siglo, bajaba por la calle de San Juan de Dios, ~gil y Jespierto, vivo y alegre como un much?.cho, a plantarmr en la plaza de San Victorino a esperar desde las. doce dr lñ. mañana el encierro de los toros que se d1spusJeran P" ' r:' la corrida de la tarde.

Era un día de esos del mes de ,inlio. sin llovizna R , .. bri~as, y en que el sol brilla al través de una atm~~fe•·rl trasparente que deja ver los cerros acortando la dlstan­cia. y el cielo puro como la radiante físonomí~, de 18 hP! ­dacl. Era preciso dar a mi figura una expres10n análo~~

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22 BIBUOTECA ALDEANA DE COLOl\,fBlA

de fiesta, y tempranito, echando a un lado la capa·escla· vina y el sombrero de paja de murrapo, muebles de cons· tante servicio, comencé a dejar el rostro expurgado de la más tenue cana que pudiera denunciar mis trece lustros; una peluca a la Luis Felipe cubrió la calva, ocultando en· teramente los restos de una cabellera gris; la corbata sub· yugó cierta deformidad que traigo en la garganta, y e chaleco blanco, dejando entrever la gc1.a sujeta con un camafeo netamente inglés, se realzaba sobre un pantalón azul sin trabillas, cayendo sobre los suizos y en pugna con una levita mona de dudosa hechura y de época inciert~ . coronado el todo por un sombrero a la bombé, la gala de 1824, y que el tiempo y la polilla más que el uso lo tie· nen a mal traer.

Héme aquí en la plaza ostentando mi rubicunda cara, placentera y jovial, expresando el contento, remedando la juventud y dirigiendo hacia todas partes apasionadas miradas con aspiraciones de seductor. ¿_Qué corazón mar· chito ya, cansado por los sufrimientos, no ha palpitac1r con la emoción que el espectáculo del lugar de las fies· tas inspirar suele hasta a la yerta vejez? Aquel cercado coronado de tablados, vacíos aún de gente pero llenos de taburetes, canapés, cortinas, que hien pronto estarán en ordPn ocupados por sus dueños deiando ver la más va· riada compostura; la afluencia de la gente que se agol­pa hacia la puerta y recibe toda la que desemboca por ~1 puente, regada entre las barracas. las me~itas de lotería, blancas y coloradas, la rueda de la fortuna: aquel ir y ve· nir. aquel ruido incesante producido por la botillera que robra el precio del mazato vendido. el oaie c;m;rado de tra .~tns eme pide naso para lleg;.r al t::~hL~do, los jineteo aur desp;~ritn conducen el corcel, gritando: ¡a un lado! S' la voz aguda y penetrante que entona el cantar tan cn­

nn r:- ;d0 PI árhnl verde v conoso. las ti;<'ras df' ::~ouel s::~~­t•·e. y más detrasito viene, etc.; todo esto baio la in· fluencia de un sol abrasador, respirando polvo en vez d ':

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CUADROS DE COSTUMBRES 23

aire, y el olfato atormentado por las exhalaciones que ema­

na el peón que en aquel momento lleva una múcura

de la buena, o los preparativos de la cena, o las viandas,

que trascienden de apetitosa sazón, <.kstinadas para los

fiesteros de asiento que no pueden abandonar el campo 111

aun para ir a comer a su competente domicilio; todo pre­

senta un cuadro animado, compuesto de una masa de gen­

te que ondula como las aguas de un mar bonancible.

De repente los gritos y carreras de ks muchachos, el

bullicio en los tablados y una nube de polvo que se di­

visa por el camino que del lado de occidente forma la en­

trada a la ciudad, anuncian el encierro. Seis toros bravíos

en compañía de perezosos bueyes vienen escoltados por

un número céntuplo de jinetes enlazadores, armados los unos de púas y los más de retorcidos rejos en actitud de plantarle un lazo que peine por los mi~mos cachos a la fiera más arisca que intente la fuga. Es de ver esta co­mitiva, compuesta en su base de legítimos íin~tes die.<tros en el arte de domeñar un toro con el lazo · o con la púa, otros aficionados, que se avanzan sobre las fieras en ac­titud provocadora, fingiendo destreza e impavidez, y los más que, a respetuosa distancia, cubriéndose el rostro pa­

ra evitar la polvareda, cierran la cabalgata que entra al

cercado entre silbos y gritos desaforado~. La escena que

sigue es un preludio de animación. No hav una fisono­

mía inerte, una mirada tibia, una boca silenciosa, w-as

manos ociosas: la sorpresa y la alegría se pintan en todos

los rostros, convertidos en aquel momento hacia los to­

r0s, dirigiendo miradas escrutadoras, calificándolos por

sus pelos y señales. -¿Qué te parece aquel josco que no es posible reducir­

lo al coso? Míra aquel barcino que se desmancha en pos

de aquel chino que está provocándolo. Qué cogote! Qué

carrera! -Pero más me gusta aquel pintado de las verrugas en

la frente, que está escarbando de puro matrero.

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24 BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA

Y a este tenor crúzanse diálogos y se emiten opiniones y presagios sobre el éxito de la ya ansiada corrida.

Renunciaba a presenciar las· escena~ subsecuentes al encierro, cuando de un tablado oí una voz que me gri­taba: ¡tío Juancho, tío Juancho! Era nt: sobrino Pericles que a nombre de su mamá me invitaba a subir.

-¡Qué quieres, Petronila?, le dije. -No se vaya usted, me repuso, que hoy hemos dis-

puesto que la familia se divierta; y para evitarnos el ir hasta casa, tan lejos como es, y volver, comeremos aquí, en el tablado como si estuviéramos de p~~~eo en el Boque­¡·Ón o en Fucha.

-Pero niña, va a ser la una, y mi costumbre de co­mer a esta hora no puedo alterarla sin que el cólico ...

-"No, tío, venga usted", me gritaron en coro los cin­co sobrinos que Dios me ha dado; y Lucio, el mayor, con sus pretensiones de abogado y petimetre, me tendió la 11Pno para levantarme en el aire.

Primera bestialidad, dije para mis adentros, y procuré ~::;mar una frágil y estrecha escalera por la cual con .,;u-111'\ dificultad pude subir al tablado. Viejo ya y solterón, nn pude resistir a las caricias de mis sobrinitos, y por lo pronto sufrí en paz la pedantería de Lucio, resignándu­mc a pasar el rato e instalándome convenientemente pa · r;t esperar la comida.

Entre tanto seguía el encierro, reducdo a corretear de aquí para allá en separados grupos los cachacos de buc,l t0110, que a las doce y media cierran la ttenda o abando­nan la oficina, embridan el corcel y se pavonean luégo en la pl;¡_za, nasando y repasando a la vista dd adomdo tormento o de la Filis que está de guardia aquel día, o en pos de una limonaria que buscan comn ser indi~pensable n ·1:-a cn;~rdecer un corazón de veintitrés años, que drl ·

ra nor comunicar chispas del amor en que rehosa. Allá cct:ín unos artesanos que desde temprano se afanan dis­poniéndose para el encierro y han tenidr. que alquilar ca-

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CUADROS DE COSTUMBRES 25

bailo, emprestar silla de montar, las e;;ruelas y todo el tren de caballería, que los más son gente Je infatueda, pero que una vez a caballo, corre y más corre hasta fati­

gar las bestias, sin perjuicio de más de un porrazo, amén

de las peladuras y refregones. En otro término están les

orejones con sus rejos y zamarros, su apostura de diestro;.

jinetes, haciendo ostentación de su habilidad para l·r.l,l­

zar, para tenerse a caballo y para cometer una barbari­

dad por vía de regocijamiento, soltand.) sendas carcajadas

si han ahorcado un perro o procurado una caída a un com­

pañero. Fatigados de la tarea de conducir y encerrar los toros, esperan el momento en que los orejones aficiona­dos, que se atavían remedando el tren d.! los mig:aalt•s, los inviten a tomar un trago de brande, como ellos dicen. A esta saz.ó~1 ya el presidente de la repúl .Jica, so pena de pasar por impopular, por déspota y tirano, Í1~ d(~j.1.uo EU

caballo y, rodeado de la comitiva de buen tono, se f"IW a la mesa en· que el coñac y el brandi, el madera y el le­rez han reemplaza do a la mistela y al :.111ís, quedando los bizcochitos y arepitas como monumentos de que antes acompañaran a la olvidada horchata, :t la desusada limo­nada, declarada notoriJ.mente nociva en las irritaciones de estómago. De aquella mesa todo ciudadano tisne .3eJT:-hn a tomar lo que más le cuadre, y puedr tomar hasta una

mona, si quiere, e incurrir en todos los desmanes y des­

acatos que la chispa le sugiera, que f>sta es alegría en­

tre los caballero~. y en tiempo de fiestas no se repara. s:. guense a esto los hrindis más o menos fervorosos e in·

tcresantes en que cada uno se desahoga :.rgún por donde le inspiran los tragos, que a los mustios sue!ClJ ln~e ... ¡,a, l->ladores, a éstos desaforados. a otros tlcrnn& y derreti­

dos, y a los más, patriotas, liberales, generosos y magní­

ficos; que para conocer a los hombres no hay cosa como que se alumbren un poquito. Un intrépido de éstos se erige en anunciador del próximo encierro v proclama pr·r ~J.

féreces a los que le indican o cree que han de hacer el gas-

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26 lliBLlUTECA ALDEANA DE COLOMlllA

to; nombramiento que recae en el presidente de la repú­blica, en los secretarios de Estado, hac.:r1dados y comer­ciantes, gente rica y acomodada, de la que unos aguan­tan la banderilla, de miedo de pasar pot' pichicatos, otros se defienden con denuedo y no aflojan; para no dar gus­to, dicen, a los fiesteros que quieren divertirse y comer a costa ajena. Ello es que esta bárbara costumbre de procla­mar alféreces de encierro, ha retraído a mucho6 de concu­rrir a tan sabroso rato de diversión; y no P.S para menos oír­se aclamar por bando, y en medio de vítores y cantares sen­tir que se le dirige un crudo golpe a la bolsa. Si es pres­ta a hacer el gasto y no hay regalo y abundancia, el al­férez se desluce y lo critican y censuran sin compasión. Si no se presta, la cosa es más amarga, porque lo conftr­man de miserable, ruin, cicatero. ¿Qué hacer? Hay quien piense que se dejaría pillar, soportando un escote que le ~aliera costando entre música, cohetes y azadones, cien millones, antes que pasar por apretado. Y aquéllos que dicen ¡qué se me da a mí de eso? no se afanan; soportan las críticas, las burlas y se refugian en su filosofía: "yo no mantengo cachorros" ...

Pero han sonado las dos de la tarde, hora en qu" cr<:t todo negocio en Bogotá, hasta el curso de una revolu­ción política; todo el mundo endereza para su casa, antes que, como dicen los del bronce, se enfríe el hígado o críe nata la mazamorra.

Por este día no tuve para qué abandonar la rla::.;:~.

puesto que mi complaciente hermana v mi dichoso cu­ñado, que es un empleado vieio en la Moneda. auisiernq agasajarme con su comida de fiesta. El puchero, tirando bien a la olla podrida, un estofado aue descuidó la coci-1~era un tanto en el fuego. un pavigallo que no hacÍ;t mu ­cho daba vueltas a. mi vi~ta en el. asador manejado por una fre¡zona en la 1mprov1sada cocma ctel próximo toldo formó el banquete de familia que tantos prefieren al sun: tuoso ambigú. Bien previsto tenía que Luc10 no faltaría

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CUADROS DE COSTUMBRES 27

a suscitar la eterna disputa que entre manos traemos,

para ponderarme los tiempos que hoy corren de civiliza­

ción, elegancia y buen gusto, sobre los que ¡ay de mi! no

volverán jamás y fueron de dorada magia, de alegre paz,

de goces sin acíbar pará el que como yo los paladea en

copas de oro. -Tío Juancho, me pareció que ahora poco usted es­

taba alegre como una sensitiva reanimada por la frescura

de la mañana, sin esa murria y mal humor que lo retraen

de la sociedad. -Sí, sobrino, el aspecto de una ciudad que está de

fiestas ¿a quién no comw1ica su alegría aunque sea de

rechazo? Y además, los recuerdos todos de la juventud, las desvanecidas ilusiones, los perdidos placeres, me reani­

maron un instante; pero esas mismas mt::morias han vuel­to a sumirme en el excentricismo que sabes me es habitual.

-Según eso, usted no halla que nuestras actua!es di­versiones han superado infinitamente a los groseros en ­tretenimientos de su época, y que hoy ...

-¡Ya vienes tú a provocarme con el incesante propó­sito de refutar las costumbres que no has conocido! Este es refrán de cuatro noveles que lo pretenden todo a

fuerza de figuritas e imágenes como la q11e me acabas de

rspetar, como una sensitiva reanimada por la frescura! y

frescos nos ho.n dejado en todas materias. -Pero, tío, convenga usted alguna vez en que tengo

razón. -No siempre, sobrino, principalmente cuando se trata

ele fiestas. ¡ E~as sí que eran fiestas y lo demás patarata!

Para demostrártelo no necesitaría remontarme a los tiem­

pns ele! señor Ezpeleta, ni a lo~ del señor Mendinueta,

nu.- va mdie me comprrndcría. Pero yo que he visto l<ts

fit>.st;j_s de la mronación de Carlos IV v Fernando VII, las

del Príncipe de la Paz, a quien aquí celebrábamos todavía,

cmndo el pohre, a la sazón perseguido y acosado COtT'O

un gato, yacía en un desván del palacio de Aranjuez, en-

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28 BIBLIOTECA ALDEANA OE COLOMBIA

cuentro que todo lo que hoy pasa es mi~erable y peque·

ño, raquítico y consunto, como tú dijeras con esa afecLa·

ción de insoportable gravedad. Eres, sobrino, un atrev1do

y vano por demás al titular de groseros los entretenimiew

tos en que la juventud de mi tiempo cifraba sus recrea·

ciones. Para confundirte me basta y sobra recordar lo que

por mis ojos he visto y la nada que hoy tengo por de·

lante. La gravedad y gentileza, la decencia y compostura,

el lujo y magnificencia que reinaban en aquellos buenos

tiempos, ¿,qué se han hecho? Ruido y desorden, desver·

güenza y osadía, oropeles y zarandajas de ningún valor,

es sólo lo que veo, porque lo positivo todo ha desaparecí·

do. No me vengas ahora con tus fiesta~ populares y con

que un encierro sea cosa de diversión. Fn mi tiempo na·

da de esto había, que su invención es de ayer, cuando

don Francisco de Paula en la lozanía dr: la juventud, con

su faz placentera y franca, cubierto de lau~eles y borda·

dos, rodeado de gente entusiasta y gennosa, aflojaba las

riendas de un poder casi discrecional, pJra ser el señor ele

la fiesta, acatado por una multitud que respondía a sus ví­

tores a la Independencia y libertad cor: aclamaciones de

júbilo verdadero. Es cierto que lns cmdatlanos animahan

con sus dádivas el festín, costeando bannuetes regalados,

derramando el dinero con mano blanda; y había expansión

v cordialidad y confianza sin licencia, generm;idad m~s

bien que ostentación; que la discordia no había relaia·

cln los vínculos de la sociedad, ni el egoísmo penetrado

en los corazones, ni se hacía gala de la voraz codicia que

de día en día va reduciendo a gua•·ismos ha~ta hs :,e¡¡ .:·,,

ciones. A.d es que ele est<t época sólo ha qucdaú•i 11 r. .•r,;­

tn recuerdo, insepar;1 hle cJ,J homhre que haRta Pn cfil 0 ~u­

po eternizar su memoria haciéndola tan querida ele los

~uenns gr~nadinos. Y si no, díme, Petides de la tierra

¡qué ves hov que indique en estas funciones contento ~

satisfacción. largueza y garbo, fraternidad v ¡0 oue nos­

otros llamábamos buen humor? Figúrate, hijo mío, reco·

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CUADROS DE COSTUMBRES 29

rriendo a paso mesurado esta plaza en medio de una ca­

balgata presidida por Santander, oyendo una música mar­

cial y el eco de mil voces entonando h1mnos a la Libertad,

a la belleza y a nuestros héroes; celebrando los prodigios

de Bolívar, las mil batallas de la lucha por la Indepen·

dencia, y

"¡Viva Colombia ceñida De laureles y de oliva, Viva su Libertador, Viva el inmortal Bolívar!

Y todo esto a la vista de las bellas, que con sus demo~­

traciones aprobaban los vuelos de un puro patr-iotio'~ v,

recibían los homenajes Je amor y de admiración por :.us en can tos y eran servidas y respetadas por sus caballeros, con la discreción y rendimiento de ios tiempos de los tro · vadores. Entonces este tu tío, que miras hoy viejo e indi­

ferente a todo, también sintió su corazón palpitar de amor por una ingrata, de. contento por esta patria inde­pendiente. . . Pero dejemos a un lado tristes memorias,

que el tiempo corre, la comida buena o mala está ya en

el jergón, el clarín ha sonado remedando un que saquen

el toro, y no hay criatura impasible Pll este momento;

que unos corren a la barrera, otros toman sus rcspectivJ~

asientos, aquéllos se quedan dentro del cercado y todos

alegres se disponen a divertirse con la corrida.

- Ay, tío! que por estar usted regañando no ha visto

el despejo tan bien ejecutado, me dijo con su voz caden­

ciosa y afectadita mi sobrina Lastenia, joven de diez y ocho

años, y esto para que la oyese un capitán de artillería que

no la perdía de vista, como prendado de: eus atractivos.

-Y luégo, continuó, diri usted que en su tiempo tam­

hién había despejos y evoluciones militares en que tra­

zaran sobre la arena estrellas e inscripciones y alegorías.

-Vamos, sobrina, ¿conque mucho te ha interesado el

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30 J:HBLlOT.ECA ALDEANA DE COLOMBIA

despejo? Lo entiendo! Y lo peor es que nadie le ha pues­

Lo atención, que o no conocen su mento o los que circu­

yen la tropa no permiten ver las maniobras. ¿Y para qué

sirve el despejo, si no es para aumen~ar la confusión,

atrayendo una multitud al fondo de la pla~a? También he

visto despejos, pero que sí hacían despeJar la pla~a de cu­

nuSl)S e imprudentes, y no como hoy que de nada sirven .

En esto ya el toro había recorrido Jos veces la pla~a.

m:ís bien ansioso de buscar salida que de habl:rsebs w ..

lus toreadores. -¡Qué es esto! exclamé, ya no hay chuceros, ni jinetes

de púa y rejón, ni toreadores propiamente dichos: todo es

desorden, gentío, gritos y silbos. Allá cae uno, más allá

tres, aquí atrapa el toro a aquel que no pudo alcan~ar

el cercado; entre dos vigas de éste ahogan a una mujer

que, desapercibida, metió la cabe~a para no ver, y -¡que

se hunde un tablado!- ¡que suena una banderilla! ¡que se

~alió el toro ... ! ¡Y esto llaman juego de toros! Yo diría

más bien de imbéciles, de locos, de atolondrados que todo

lo han pervertido, todo lo han degenerado en ve~ de

sostener un entretenimiento tan humano, jJOr lo :nen()s,

como el pugilato. -Tío Juancho!, gritan a una mis sobrino&, cst<> \!S mny

alegre y divertido. -Ya se conoce, repuse, que no habéis visto otra cosa.

No hay término de comparación entre lo que veo y lo

que en mis tiempos se hacía. ¡Aquéllas s1 que eran fiestas!

Al punto de las tres de la tarde, presente el señor Vi­

rrey en su balcón. y el ilustre cabildo en su puesto; de ·

sierta la plaza y hbres las barreras, entraban .:a :-qwl!a

los toreadores y chucheros precedidos por los de a caballo

todos vestidos con trajes adecuados y umfor;n¡;3, nn ._-¡,1:

tas y perendengues, con capitas de colores, h:·cientiü h

envidia de los chicos. Esta tropa daba vne:ltas en derredor

de la plaza,_ y en seguida Pichi~o, g?rra Pn mano y rodilla

en tierra, Imploraba la real licencia y rec1bía. del .:-abil-

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CUADROS DE COSTUMBHES 31

do la llave del toril. Salía la fiera afamada de la dehesa de Canoas, Fute o La éonejera, afiladas las astas en vez de recortadas, y daba al diablo con la tropa de chuceros des­tinados a provocarla; en seguida los puyadores ejercían su oficio, enardeciendo al animal para que el toreador pudie­se lucir su destre;:a clavando con maestría y ],gl·n,z.a ban­derillas preñadas de palomas encintadas que, al reventar aquéllas, abrían su vuelo sobrecogidas y espantadas. Lle­gado el momento fatal, el hombre del rejón, afirmándose en los estribos, bien sentado en la silla, llama la fiera, es­pérala a pie firme, y ¡;:as! aciértale en el ceiviguillo y queda tendida a los pies de su caballo. En el caso malo­grado, un toreador de a pie acudía veloz, desafiaba al ani­mal y, a la embestida, dábale el golpe de .gracia. Enton­ces se oía un grito de sorpresa y de admiración, y mleJt­tras se hacían comentarios, el toro muerto era arrastra­do por enjae~adas mulitas y sacado de la r1J.z:a, y ..... tre tanto el otro ya estaba listo para sabr a jugar. Así se de~ ]izaba la tarde, y par~ q_ue nada faltase, a las cuatro y me­dia la noble~a. el senono y el buen pueblo de Santaté to­maban el refresco o colación, a la vista de todos y con singular confianza, aquéllos haciéndola en rico servicio de oro y plata, cuanto en bordadas toallas y servillet;lb comenzando por tomar el dulce y luégo el aromático cho­colate; y el pueblo, siempre humilde, se contentaba cot~ su merienda, es decir, con las indispensables papas cu­biertas de hilachoso queso y de sabroso guiso, provocan­do con su fragancia el apetito, recreándose el gusto al masticar un rostro de cordero sazonado dehcadamente y tostado al calor de un fuego lento, desengrasando luégo con ricos tragos de la que Dios crió tan amarilla y sa­brosa.

Decidme ahora ;.qué tenéis que oponerme a estas sen­cillas y modestas costumbres, cuasi reglomentadas por un ceremonial de corte, que hacían del espectáculo de los t r ros un verdadero recreo en que sobresaHan la destreza y

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32 BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA

habilidad y orden y compostura, todo a propósito para

inspirar interés y entretener la atención? Hoy, con un

gentío inmenso que se introduce por todas partes, se con

vierte un lugar de diversión en bab1lonia que nada ofrece

de grato, si no fuera el natural impulso <.Íe reunirse lu ·

hombres para ver y las mujeres para su vistas. Despojad

vuestras fiestas de esta segunda parte, y una plaza de to­

ros entre nosotros quedaría con la positiva bat bariclad que

le atribuyen los que han sido en París, para aprender a

despreciar las costumbres que no han conocido.

- Tío, tío, que se cae el tablado! A~í era la verdad.

Alarma terrible, gritos de desesperación, afanes, convulsio­

nes. ¡Que se salió el toro! ¡Que nos coge' .1\y! Ay! ...

Y yo, molido y escarmentado, huí de la plaza para mm ­

ca volver a toros, prefiriendo molestar :1 m1s lectores con

cuadros tan pálidos como éste que aquí fina!Jza .

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LA CALLE HONDA

Recuerdo de 1816

Contando con la complacencia del editor, princlpta­

remos por decir que cuando en voluntad nos viene escri­

bir alguna cosa, por cierto que no hemos de hallar ma­

teria fuera de los límites de la parroquia. Ella es la pa­

tria, la cuna, nuestro universo. Allí vimos la primera luz,

allí se deslizaron los primeros días de la niñez· allí en

medio de bulliciosos camaradas, ávidos de emociones: de

ruido y algazara, pasaron los primeros años, entre el

trompo y la pelota,_ las cabalgatas en burras y las guerri­

llas a pedradas, el JUego de toros y las carreras, amén de

la férula del maestro Vicente, q. d. D. g. Allí, en fin,

pasaron escenas de otro orden, graves, solemnes y ate­

rradoras, de las que la edad no permite distinguir ni di­

ferenciar las víctimas de los verdugos, b. razón de los unos,

la causa de los otros. En la edad de la niñez se ansía

un espectáculo, sea cual fuere, con tal que hiera la ima­

ginación, con tal que produzca impresiones, ( on cal que

el placer o el asombro que inspire venp-:¡ ?. ser materia

de ponderadas relaciones o de creaciones tétricas para

consejas y cuentos de espantos y aparecidos.

Ya entrado en años, cuando la mente se lan:;~ a pe­

netrar entre las nieblas del pasado; cuvndo, formadas ya

las ideas a esfuerzos de verídicas relaciones y cie recuer­

dos, si bien confusos, por otro lado indelebles, entoncea

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34 BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA

aparecen los hechos a la vista del hombre y !os com­prende en todos sus pormenores. Reconoce con pesar que a la vista del niño pasaron los marttrios de los pró­ceres de la independencia; que a unos los vio marchar al suplicio y en él exhalar el postrer susp1ro; a otros, ma­niatados, formando una cadena, tomar el camino del des­tierro; y en pos de ellos las viudas y los huérfanos seguir también aquella senda dolorosa. Más tarde el hombre quiere recoger sus recuerdos, representarse las tragedias de que fue testigo, dar a los actores fisonomía, cuerpo y aun palabras; hay más, señala con precisión los sitios, de­marca el campo, relata el acto y ¡es en vano que quiera figurarse los personajes que vio en tan sangriento dra­ma, y cuyos nombres ha conoc1do después!

Tal es la fatigosa historia de los recuerdos. Así tam­bién los anales de las naciones ofrecen hechos cubiertos con sombras de un claroscuro que no permiten descifrar los objetos. En este estado se ama la cavilación, el áni­mo gusta de entretenerse solo y sin gnía en aquella épo­ca de la vida de la que apenas quedar. memorias inde­finibles. Y si por acaso un día paseamos los lugares en donde vimos la tremenda ejecución, súbito l0<; recuerdus vienen en confuso tropel ennubleciendo el pasado, y de él no podemos sacar ni personajes ni pormenores.

Pero la memoria despierta reanimada a la vista de los lugares que fueron el teatro de escenas qu<! yaci'<'.n en el olvido. Quizá no retenemos la fisonomfa de un padre, de un compañero de la infancia, del guerrero J. qnim vimos decorado con coronas de laurel; mientras que al traYés de los años y la distancia mantenemos viva la idea de la mo­rada paterna, del templo donde una madre cariño34 nos

enseñó las primeras oraciones; de la inmensa plaza donde se levantara un patíbulo. De esta suerte los sitios públi­cos de la parroquia están siempre presentes a nuestra me­moria; y ya deberá comprenderse que en ellos bns<..amos el lugar de tristes meditaciones, o de if1fantiles placeres

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CCADHOS D.E COSTlJ .MBRES 35

inocentes y los únicos que no dejan pesares ni remordi­mientos.

Y con todo, estos lugares ya no son lo que eran; que la mano del hombre va transformándolos a su placer. El crecimiento de la población ha ido llevando a ellos las gentes que no caben en los cuarteles populosos de la ca­tedral. La tendencia visible de la ciudad es a explayarse por el lado de la parroquia. Mas antes que lus embellez.­can casas elegantes, quizá palacios soberbios, calles ~~rr.

baldosadas; antes que de nuestra caduca cabe.za desapa ­rezcan antiguas reminiscencias, consignémoslas a los tipo~. junto con escenas que un día presenciamos, que luégo solicitará algo la historia, el drama o el romance, y aquí encontrará tal vez alguna luz.

Siguiendo la piadosa práctica del institutor que ense­ñ~_?a en . aquellos tiempos las primeras letras, debi'l.n Jo¿

nm~s de~~r la escuela a buena hora para ir a presenciar la eJecucwn de la pe~a d~ muerte, que en aquel día Jban a sufrrr los que hab1an stdo condenados por traidores a S. M. don Fernando VII, de feliz; olvido.

Hénos allí al lado del puente de San Victorino for­mando parte de esa falange de chicuelos que preside en cualquiera pública función, anhelando el momento en que desembocara en la plazuela el fúnebre cortejo.

Los españoles, aparte de sus crueldades, se han hecho célebres por la gravedad e imponente aparato con que han sabido revest ir las escenas de terror, dc;~'l" el auto d e fe hasta una simple ejecución.

Ocho batidores blandiendo relucientes espadas abrían paso ahuyentando a la multitud, que por todas partes se

apiñaba a reconocer a los ajusticiados. La comitiva rompía precedida por un crucifijo sostenido

a regular altura. Dos faroles de singular construcción a los lados alumbraban con dudosa luz la imagen del Hom­bre-Dios. La voz de la piedad se anunctaba por el tañi­do de esa campana que hoy mismo oímos resonar para

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36 BIBLIOTECA ALDEA::'-[A DE COLOMBIA

advertir a los hermanos de la venerable orden tercera que uno de ellos ha dejado de existir.

La seráfica comunidad de franciscanos, con su sayal destinado para servir luégo de sudario, calada la capilla y salmodiando a compás el oficio de los agon~antes, for­maba las filas que cerraban atrás los destinados al supli· cio, sostenidos cada uno por dos ministros del altar, y rodeados de sayones y de verdugos. Piquetes por todas partes, cubriendo las avenidas, corriendo la multitud, da­ban a conocer la importancia de las víctimas y el recelo de sus sacrificadores. En este orden entraba la comitJ.v1 por la vía dolorosa, es decir, por la calle honda que con­duce a la Huerta de Jaime.

El nombre de esta calle, si nos remontamos a su origen, es verdaderamente etimológico. El lector que como nos­

otros vaya para viejo recordará que bajo el nivel que hoy tiene abríase una senda profunda, de piso gredoso y

desigual, de penosa travesía, remedando una trocha for­mada por la mera acción del paso del hombre. Diríase que era una calle enclavada en otra superior, desapacible, solitaria y aterradora como toda encrucijada. Al lado iz­quierdo, así como entramos, veíase una serie de casitas de pobre apariencia. El empedrado se extendía como v;•­ra y media e iba a dar sobre la hondonada, y dominaba a ésta, semejando un balcón. La eminenci<• del lado derecho era mavor, y la coronaba una cerca casi derruída, entre­mezclada de borracheros ( datura arborca) cuya sombra ocultaba la choza de un hortelano. Sep-uía luégo un solar inculto; a su frente unas tenduchas e.megrecidas. como sus moradores. por el humo v la miseria. El pasajero, al cruzar esta calle funesta, aceleraba el paso, como el que teme una asechanza. En su término descornase el panora­ma estrecho de la Huerta de Jaime.

El español escogió adrede esta plaza, abierta por e1 frente v circu~va_l;da de parede~ de tierra. como un lugar propio de exptacwn. Vese dommada por la ciudad, pues

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CUADROS DE COSTLM.BRES 37

queda a su extremo central, y adonde de todas partes pue­de mírársela, y cuanto en ella pasa. Hacia el fondo se le­vantaba el suplicio, como para que se ostentase más vi­sible. A las die4 de la mañana ya estaba formado ·el cua­dro a su rededor por algunos cuerpos de guarnición, la multitud ocupaba el resto de la plaza y ganaba las pare­des, para presenciar con más comodidad el espectáculo. Los sitios se tomaban a buen tiempo, se esperaba en si lencio el momento; y cuando un rumor confuso anunciaba la llegada de las víctimas, todos se disponían con afanoso cuidado para no perder el rasgo más insignificante de la sangrienta tragedia. ¿Cómo habremos de exphcar esta cu­riosidad? ¿Es barbarie, ferocidad o estupidez? A veces hemos pensado que el día en que no haya espectadores pa­ra la ejecución de la pena de muerte, ese día ella vendrá a ser ineficaz. Estamos seguros de que espectadores no fal­tarán, porque la barbarie, la ferocidad y la estupidez pa­recen ser el limo de que estamos formados.

Nosotros también acudíamos al espectáculo; pero una curiosidad de niño nos llevaba a presenctado. Acaso la vanidad tenía ya parte en esta determinactóa. Seguíamos paso a paso a los que iban a ser aJusticiados; observába­mos sus movimientos, sus vestidos, su andar. Todo cuan­to de ellos se ofrecía a nuestra vista era objeto de inex­plicable emoción. Sus miradas, siempre fijas rn el cruci­fijo, el rostro pálido y descompuesto, _la voz insegura; aquél se mostraba fervoroso, ese otro, re"-)gnado; pero todos con vida; y, sin embargo, marchando a la muerte, en me­dio de todo un aparato!

Aquel día la fiesta, como entonces se decía, tenía algo de nuevo y sorprendente. No era sólo el número de los ajusticiados, ni su categoría lo que llamaba la atención. ¡Era un ahorcado! ....

En efecto, al pie de la máquina mostrábase un ser hu­mano, con rostro feroz y atraidorado, avezado al crimen y diestro en dar la muerte. Llevaba vestido colorado ri-

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38 BIBLiOTECA ALDEANA DE COLOMBIA

beteado de blanco, las piernas desnudas, cubierta la cabe·

~a con un sombrerillo apuntado: parecía el bufón del dra·

ma, y no era sino el verdugo!

Ya se dejará entender que nuestro puesto favorito pa­

ra examinar más de cerca los destinados al suplicio era en

la "Calle Honda", allí donde formaba como un balcón

que dominaba sobre la parte baja. Allí ejercitábamos la

observación de que ya hemos hablado; y merced a ella

tuvimos ocasión para notar un anciano que caminaba pe­

nosamente, porque cojeaba; pero cuya fisonomía revela­

ba entereza y serenidad; otro nos dirigió una mirada que

.nunca olvidaremos; y para colmo de espanto, un hombre

del pueblo a quien se le escapó esta palabra ; POBRES

CABALLEROS!, cae a nuestro lado, herido por la mano

de un expedicionario pacificador.

Renunciamos a describir el momento en que, desembo­

cando la comitiva en la Huerta de Jaime, se encaminaba

al suplicio. El redoble de los tambores, el movimiento de

las tropas, las voces de mando, el ruido y tropel de las

gentes; todo anunciaba que había llegado el instante su­

premo. Para los que hayan apurado aquella agonía que

acompaña a los aprestos del martirio, tendría que ser pá·

lido lo que de ella intentásemos decir. Aquella ansiedad

de muerte mientras toma su puesto la víctima, se la ata y

sujeta al fatal banquillo; aquel combate glorioso que sos­

tiene el apóstol de Jesucristo para separarse del que va a

morir; aquellas palabras de fortaleza y consuelo, de va­

lor y paciencia con que sin cesar exhorta al que va a de­

jar en brazos de la muerte . .. ¡renunciemos a describir es­

ta escena! La descarga de fusiles suena, el humo se re•

monta en torbellino, todo se consuma; y el niño crédulo

sueña que las almas de los ajusticiados han alzado su vue·

lo hacia el cielo envueltas en aquella nube de humo.

El rigor de los años va emblanqueciendo nuestros ca­

bellos, entibiando el ardor de nuestra sangre; pem nun­

ca, lo juramos, alcam:ará a debilitar el menor de los re•

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CUADROS DE COSTUMBRES 39

cuerdos de nuestra niñez sobre los mártires que la bar­barie española sacrificó a su brutal pacificación. La vis­ta de una localidad, la apariencia del cielo, la hora, no

son medios menos poderosos que los caracteres y los ti­

pos para producir el pleno recuerdo de un suceso in­

fausto, acaecido a nuestra vista en la edad de la infancia.

Anselmo Pineda está llamado a recibir de la posteri­

dad la merecida alabanza por la incontrastable laboriosi­

dad con que ha venido preservando de la destrucción

multitud de documentos singulares destinados a ilustrar

nuestra historia. Un día leíamos, al lado de aquel amigo dE. tantos años,

un impreso cuyo sentido produJo en nosotros los más vivos y contrarios efectos. Hé aquí su título:

"Relación de las principales cabezas d(' la rebelión de este Nuevo Reino de Granada, que despoJaron las auto­ridades legítimas del mando, y fueron c-ausa de todos los trastornos Y males sufridos en estas provincias: los cua­les (?) despué? de haber visto detenidamente sus proce­sos en el conseJO de guerra permanente. han sufrido la pe­na capital!!

¡Antonio Villavicencio, José Maria Carbonell, José Ra­món de Leiva, Ignacio Vargas!. .. "

Estos nombres venerandos, que aprendimos en el en•

lutado hogar materno, en los días mismos en que fueron

inmolados, al leerlos en la relación, hicieron s'!ltar en nues­

tra memoria el cuadro que acabamos de bosquejar.

Los contemporáneos, y los de'Jdos mismos de aquellos

generosos patricios nos han explicado que el anciano, de

quien hemos dicho que caminaba con pena era JOSE RA­

MON DE LEIV A, teniente coronel y secretario del Vi­rrey, en el antiguo régimen; que luégo ilustró su nombre

en los primeros combates de la guerra santa, dirigidos por

N1~RI~O; y dejó una viuda e hijos en quienes arde in­exttngutble el fuego del patriotismo.

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40 BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA

La relación habla de un ahorcado: ése lo vimos pen­diente del fatal suplicio, despidiendo humo de sus vestidos. El verdugo, o inhábil o incapaz, no pudo rematarlo, y hu..­

bieron de fusilarlo a quemarropa. Ese ahorcado fue JOSE

MARIA CARBONELL, presidente d" la junta tumul· tuaria, principal autor y cabeza del motín, acérrimo

perseguidor de los españoles americanot~ y europeos.

El pacificador quiso ennegrecer el nombre de CAR­

BONELL hasta apellidarlo el más perverso y cruel entre los traidores, como para justificar a la vez la igno­minia de su suplicio. Pero el cielo deparaba a CARBO­NELL la corona de la inmortalidad que, tarde o temprano, tienen que conquistar los que dan su sangre y su vida por las grandes causas que los designios providenciales santifican y hacen inevitables para la consumación de los fmes de la humanidad.

Más de cuarenta años han transcurrido de cuando vi­mos la representación de este drama sangriento. Hemos

tra~~o de copi~rlo con. los colores que entonces nos eran familtares, Y baJo la mtsma impresión que nos dominara. El recm;rdo de aquellos tiempos de asombro y amargura hoy sena para nosotros de profundo rencor, si de otro lado no pudiéramos decir: al menos somos independientes.

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HISTORIA DE UNAS VIRUELAS

1

En 1808 la ciudad de Santafé de Bogotá hacía eco a los mil vítores con que, de todas las colonias hispanoamericanas saludaban el advenimiento de Fernando al trono de sus mayores. Llam.ábanle el amado, el deseado, el reparador de las miserias que traían agobiada la monarquía, en cu­yos dominios nunca se ponía el sol. Mas, ru las colonias ni la misma corte, h3:bían alcam;ado a sospechar que sobre aquel Fernando grav1taba la maldición de su padre. "Tu le había dicho en Aranjuez, has arrebatado la corona de mis sienes y has deslustrado mis canas; pero yo te aseguro que la llevarás sin gloria n~ reposo" .

La ciudad, decíamos, qmso dar pruebas de su antigua nobleza y de su lealtad hacia su Monarca, entre otras co­sas, con las indispensables fiestas reales. i Quién le hubie­ra podido predecir a la realista ciudad, que ocho años des­pués llegaría a verse cubierta de luto y sangre, en nom• bre de ese mismo Fernando, digno de perdurable olvido 1

Las fiestas reales dicen por sí solas lo bastante para comprender que el obsequio iba dirigido al monarca y lo recibían inmediatamente el Virrey y la Real Audiencia, el Tribunal de cuentas y demás empleados superiores. En ellas tomaba parte activa la nobleza. La costosa etiqueta, por una parte, la ostentación y la fanfarronería, por otra, provocaban a que apareciese el lujo, grave y riguroso, a

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42 BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA

la par que en las calles, en juegos y saraos, en que se con­

sumían cuantiosas sumas. Todo se hacía con orden y re­

gularidad, mesura y continente. Santafé, como Lima, Mé·

jico, Santiago y demás capitales de colonias, no tenía

otro punto de mira sino la corte de Madrid, para reme•

darla en sus evoluciones estiradas y etiqueteras .

Por aquellos tiempos ocupaba una silla en la Audiencia

de Santafé el doctor Juan Hernández de Alba. Teníasele

por íntegro, severo e inflexible; cualidades que no le iban

mal con una figura importante y digna. Agregaban que

así como tronaba en el Acuerdo sosteniendo sus pareceres,

paraba en lo mejor del discurso al letrado que se entraba

en ociosas digresiones, o plantaba en ia cárcel de corte

al procurador moroso_, así se tornaba en afable y compla­

ciente y decorosamente popular, cuando se trataba de un

público festejo. A grande honra debieron tener los mozos de aquella

época el verse agasajados por todo un Oidor . Bajo un

régimen aristocrático semejantes civilidades para con los

de la clase media, debían estimarse como la señal más

propicia de entrar en favor. Y entrar en favor suponía

estar un tanto a salvo de los desmanes de un poder arbi­

trario. Convengamos en que, si hoy todavía no faltan

aduladores y quitapelos que se agachan servilmente para

recoger las migajas del rico, algo hemos ganado en altivez

republicana; lo que no quita que en nuestras épocas de

revueltas haya muchos que suelen pecar de payasos, de

tiranuelos, o de acomodarse al ruin oficio de esbirros y

sicofantes.

lJ

Los que no hemos tenido abuelos carecemos de la tan

socorrida muletilla para formular esta frase: "Nuestros

abuelos nos contaban ... " En su lugar si alguna vez se nos

ocurre sacar a la plaza algún asunto, siquiera íntimo nos '

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CUADROS DE COSTUMBRES 43

remitimos a lo que hemos aprendido de personas que han

solido hablarnos de lo que en otro tiempo ejecutaron nues­

tros mayores. De esas historias aceptamos como corrien­

te la parte que nos es personal. Si en lo demás de ellas

resultare que hayan sido inventadas, la suposición no de­

be imputársenos: ésta debe recaer sobre los que han que­

rido honrar a nuestros mayores con rasgos que de buena

gana recogeríamos como si fueren verdaderos.

Hechas estas salvedades, decíamos que el oidor Alba

se mostraba accesible y bondadoso en medio de una fies­

ta pública. Con tal ocasión les era fácil a los de la clase

media hombrearse con los golillas y demás encopetados de

la colonia. El cuarto día de estas fiestas memorables había estado

él. pedir de boca. El encierro había enloquecido a la gen­

te: toros que no harían echar de menos los ponderados

del Jarama, por cuanto la Conejera y Fute proveyeron con

los más engatillados que apacentaban en sus ricas prade­

ras: los más die~tr::>s torer~s. de Punza, los esfor~ados pi­

cadores de FontJ.bon compttteron en agilidad y maestría.

Para colmo de contento el señor otdor Alba dispuso que,

en seguida del encierro, se tuvieran carreras de caballos

allí en la plaza mayor. Este antojo cesárec· fue acogido con

alegría, y los mozos pasaron a colocarse en la respectiva

fila según el color de los caballos. -¡_Quién es ese mozo?, preguntó el oidor al que tenía

más cerca, y señalaba a un apuesto jinete que montaba

con garbo un potro blanco. -Es Narciso, contestó el preguntado; mozo apreciable

y que tiene fama de conocer el ofic1o a la jmeta.

-Por cierto que cabalga con desembarazo, y no irá mal

al frente de !:t cuadrilla A e los blancos.

Narciso recrbió de boca del oidor la insinuación de di­

rigir la cuadrilla de los blancos. Esta marcada predilec·

ción hacia un criollo, hubo de lisonjear al agraciado,

echando en su ánimo los gérmenes del re:conocimiento; que

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44 BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOi.VIBIA

no pocas veces una acción cariñosa llega a dominar cora­

zones difíciles de atraer, ni aun con servietos positJvos.

Narciso tue en aquel día el sobresaliente entre cua; ,i:o.;

pugnaron por lucir su habilidad. Más de un mn".o huh•1

de envidiarlo; y sabemos que cierto corazón pal~..,itó de

amor, orgullo y envanecimiento al verlo caracolear en la

ancha plaza, sojuzgando con mano maestra los ananques

de su corcel.

III

Dos años después, en esta misma plaza, teatro de la es­

cena que hemos diseñado, se levantaba una grita inmen­

sa: "¡A la cárcel el oidor Alba! ¡La cabe~a del tirano Al­

ba!" Era que comenzaba ese drama perdurable, que llama­

mos "la revolución del 20 de julio de 1810".

Estamos seguros de que, entre los sacudimientos que

casi a un tiempo conmovieron de un extremo a otro esta

América del Sur en aquel año, ninguno se hallará que,

como el de Santafé, corriera exento de las atrocidades

con que suelen mancillarse las conmociones populares. Y

con todo, los agitadores de aquel movimiento no pudie­

ron refrenar a la multitud en sus ímpetus contra los es­

pañoles europeos, que en esos mismos días se habían es­

merado en atraerse el odio del pueblo, irritando a los crio­

llos con amena~as e invectivas.

También, a vueltas del sentimiento que arrastraba los

ánimos elevados en solicitud de un orden de cosas que les

permitiera intervenir en el gobierno del pais, sacudiendo

de una vez el tutel~je del Virrey y la Audiencia, no deja­

ban de asomar pasiOnes puramente personales, los resen­

timientos de la vanidad y el deseo de vt:ngar ofensas rea­

les o supuestas. A esto se agrega que la multitud si<!m'

pre se ladea en contra del que se imagina poderoso ; y

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CUADROS DE COSTüMBRES 45

cuando los de más valía le derriban, ella se lanza a piso•

tearle. El Cabildo abierto, genuino representante del pueblo,

estrenó su autoridad revolucionaria haciendo comparecer

ante sí, ahora sumisos, a los que, poco antc.s, e;an los se·

ñores de la tierra, no tanto para humillados, cuanto para

salvarlos de la ira popular. No entraba por poco esta

demostración, a los ojos de la multitud, que veía en ella

que en el Cabildo residía el nuevo poder supremo.

El vocal más conocido y acatado por el pueblo, apare­

ció en la galería de las casas consistoriales a anunciar que

el oidor Alba quedaría allí en segura guarda.

"¡A la cárcel, a la cárcel el oidor Alba!"

El estruendo de miles de voces llevó este grito a· todas

partes. Otro y otro se perdió, al parecer como desvaneci­

do, pero fue para elevarse después como un clamor pro­

longado que provocaban los azuzadores diseminados entre la gran concurrencia.

El Cabildo cedió prudentemente a esta exigencia y re•

solvió que el oidor fuera trasladado a la "cárcel grande"

y asegurado con una barra de grillos . El paso desde las c~sas del Cabildo hasta la cárcel, por

entre la apretada multttud, era sobrado riesgoso. No bien

había el oidor puesto el pie en la plaza, cuando el oleaje

de la gente amenazó cubrirlo. Sobre él se precipitaron

los que más saña parecían abrigar: los rasgoE de la ira en

el semblante, rostros lívidos, ojos saltados, ademanes fu­

riosos y palabras de maldición. Todo hacía presentir

que habría lugar a escenas sangrientas.

Los que rodeaban al oidor y le conducían se agotaban

en esfuerzos animosos para defenderle . El paso era, por

Jo apiñado de la gente, lento y angustioso: por momentos

se sucedían las avenidas de la exaltada multitud que pa­

recía iba a avasallarlo todo: los ímpetus se sucedían a los

ímpetus con grande algazara, empujándose loe unos a los

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46 BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA

otros para vencer la resistencia que oponían los guardias

del caído magistrado. Mas, al cruzar la acequia para entrar en la cárcel, cuan­

do un paso más iba a poner al atribuladc oidor a cubierto

de tanta agonía y humillación, la multitud, viendo que el

objeto de su encono se le escapaba, redobló la grita, los empellones y las amenazas. Por encllila de todos se levan­

tó un brazo, armado de puñal, que buscaba con ahinco

cómo hundirlo en la persona del oidor. De pronto un joven alto, membrudo, de facciones va­

roniles, entre pálido y sonrosado, ojos negrot. y animados,

y en postura de cubrir con su cuerpo al oidor, y de re­

volver sus acerados puños sobre el que le amenazaba, ese jo­

ven paró el golpe, precipitó el paso de la guardia, y con

ésta y el oidor, ganó la puerta de la cárcel, que se cerró al

punto tras ellos. Ese joven era Narciso, el jinete del caballo blanco, d

que en las fiestas reales fue designado por Alba para guiar

la cuadrilla de los caballos de aquel colm.

IV

La revolución acababa de rendir su primera jornada.

El Virrey, su esposa, los oidores y algunos españoles

acaudalados y de fundamento habían pasado po:: esas

persecuciones de uso y costumbre contra los personajes

que ocupan los primeros puestos en el momento de una

transformación social y política. Otr. ' ~ eran ahora los

jefes, los magistrados, los hombres de valer y de impor­

tancia, otras las doctrinas públicas. . . otros los ídolos del

día! Los nuevos principios de gobierno proclamados exigían

la desaparición de todo lo que les era contrario. La majes­

~d .d.el pue,blo de?í~ sustituírse a la majestad del rey: la

JUsticta debía admtmstrarse en nombre del primero: todos

los atributos del poder real debían venir<'.. tierra. En nom-

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Cli.ADHOS DE COS"fuMBRES 47

bre Ja filosofía, que es la ciencia de la humanidad para

civil.i.zarla y ennoblecerla, debían desaparecer también

la mordaza, la cama de tormento, el potro, la cadena de

Montaña, instrumentos de la tiranía y la barbarie.

En cuanto a las personas de los presento&, b1en qui­

siéramos correr un velo sobre los padecimientos inútiles

que se les impusieron, mayormente si ello:, fueron de ca­

lidad propia para sacarnos los colores ?. la cara. A lar­

ga distancia de aquellos sucesos, Y" extnños a las pasiones

que les dieron ser, fácil es v1tuperar esas acciones vili­

pendiosas, tristes desahogos de un pueblo inculto, para

quien viene a ser divers1ón el ultraJar al caído. ¿Hoy

mismo, al cabo de medio siglo de independencia, el escán­

dalo de nuestras disensiones civiles no hace brotar, del

cieno antiguo, miserables delatores, emhnsteros oficiales, insultadores públicos, carceleros despiadados(

· •' ·:a ~ u f'rcma había echado sobre sus hombros el

peS? del gobiemo d~l reíno. Entre las medidas que la ne•

ces1dad, la prudencia y la contemporización la obligaron

a adoptar, fue una la de echar del país a las autoridades

españolas. Hay cierta grandeza y dignidad propias que convidan a

tratar con miramientos al que en las luchas políticas que­

da vencido. Estaría por demás aquí el entrar a escu­

driñar si con aquellos personajes se guardaron las reglas

del decoro, en el trance de sahr expuisos de esta capital.

Sin embargo, muy menguado debió ser el autor cie la idea

de que los oidores saliesen caballeros en rocmes de carga.

con jaeces de carboneros, destinando los más raídos al or­

gulloso Alba y su compañero Frías, que iban confinados

al Socorro. Alba se negó a montar, diciendo a sus con­

ductores con altivez castellana: "Al que se ha sentado

bajo el dosel de la Audienc1a, ie está mejor tomar cami­

no a pie". Así lo hizo. A la espalda del convento de recoletos de San Diego,

estaba apostado un criado, que tenía por el cabestro un

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48 BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA

caballo blanco, de ojo inquieto, oreja enhiesta y fina co­

mo cortada adrede, hermosas crines, y tales alientos, que

con los cascos tenía ya trillado el suelo que pisaba. El

criado, al divisar la gente de partida, le salió al encuen·

tro. El de Alba reparó en el caballo } quedosek mirando,

como si aquel hermoso ammal, enjaezado con esmero,

le despertase ideas de otro tiempo. Luégo, volviéndose

a uno de los acompañantes:

-Ese caballo, dijo, me trae a la memoria el grato

día en que ahora dos años celebramos las fiestas reales,

y hubo de improviso unas carreras.

Montábalo, si mal no me acuerdo ... ¡Ah, sí! un jo­

ven que lo manejaba con garbo; Narct~o, que estuvo a

mi lado en aquel día terrible ...

-Y se lo manda a sumercé, dijo el criado, para que

haga el viaje. -Dí1e que, exclamó el oidor conmovido, díle que ....

¡ Dios bendiga su posteridad!

V

Al desembocar el puente de San Victorino, sobre la

alegre plaz;uela de este nombre, hacia la mano iz;quierda,

había ahora cuarenta y cinco años una casucha con pre­

tensiones de romántica. Entrábase en ella por una tien­

da, y los balcones y ventanas daban al río. En esa redu­

cida vivienda moraba una mujer, una de esas criaturas

boca de risa y facciones irregulares, pero animadas por

aquella indefinible expresión que comunica al rostro un

fl,tractivo irresistible. Figuraos una cara oval, franca y

a?ierta, de color pe~lino, nariz .medio arremangada, Ia­

bws llenos qu~, por mstantes, deJan ver unos dientes en·

vidiable~; imagmaos que de esa boca sale una voz clara y

suave, que da más dulz;ura a las palabras de amor y a las

efusiones de patriotismo. Sin embargo, por el semblante

de esa mujer pasaba de vez; en cuando una sombra de pro-

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CUADROS DE COSTGMBRES 49

fundo pesar, un algo que venía a alterar su stmpática ex­presión. Y con razón ¡ay,! con razón,_ puesto que como vmda vestía el traje de la epoca, traJe Cle pancho azul, del mismo color que vistió más tarde POLlCARPA SALA­V ARRIETA el día en que fue inmolada.

No brillaban en la mujer de quien hablamos rasgos aparentes que revelaran una fina educación. Si su lengua­je a veces era culto, si sus modales eran a.fables, si su tra­to era cortés, todo ello era fruto de las d0tes del corazón con que la Providencia quiso regalarla, iluminadas por una sólida y pronta razón natural. Esta luz del alma la hizo comprender que el movimiento de 1810 era regene­rador del pueblo, por cuanto destruiría las desigualdades artificiales, abriría campo para todas las <1spiraciones hon­radas, Y sustituiría "una nobleza democdttica que a na­die puede hacer sombra imperecedera la del patriotismo y el talento" . '

María era madre ?e un chicuelo que, en la época que vamos a tocar, rayana en los siete años. Las facciones de

- la madre estaban retratadas en la físonom1a del hijo me­nos el donaire y la gracia; por lo cual era notable~ente feo, si los hay. Nos consta que el rapaz era vivaracho, ju­guetón, desaliñado, y en perfecta desavenencia con la es­cuela. Por lo demás, Pepe se hallaba virtual y precisamen­te incorporado en la falange de los muchachos activos del barrio, y cumplía con fidelidad su misión sobre la pla­za de San Victorino y partes adyacentes .

El 6 de mayo de 1816, Pepe se encontraba a la salida del puente, poseído de asombro y alegría, viendo la entra­da del ejército expedicionario pacificador, y respondiendo como un atolondrado a los vivas a Femaudo el amado, el desea~o. ¡Pobre muchacho! Más tarde comprendió que en e~e dta, los partidarios del realismo, los a fidonados al go­b~erno :olonial, los pusilánimes e indiferentes, dieron la btenvemda a aquel ejército, persuadidos dr que la domi­nación borbónica iba a afianzarse irrevocablemente . Y

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50 .BlBLIOTECA . .\LDEANA DE COLOMBIA

más de un patriota, hostigado con seis años de tormento• sos ensayos, debió descoraz.onarse al aspecto de tanta.

iuerz.a, de tanto poder. No así María, que, con el rostro encendido por el des­

pecüo c.le ver postradas las esperanzas de libertad, perma­necía detrás del mostrador de su tienda en actitud altiva, repnnuendo las lágrimas y clisimulándolas con una risa desdeno&a, dmgida a los que, al pasar por allí, lanz.aban maldiciones a la patria, y a ella la apostrofaban de insurgen• te.

Dos días después de hallarse en esta ciudad, el pacifica­dor Morillo comenz.ó a llenar las cárceles con cuantos ilusos creyeron en las promesas de olvid0 de lo pasado. Se vieron en pocos días los calaboz.os colmados de cuanto amencano criollo se llegó a saber que hubiese ejecutado el más leve hecho en servicio de la revolución . Los am­biciosos de gracias y favores acudieron apresurados a pre­sentar al nuevo amo largas listas de insuq;entes. No pocos americanos incurrieron en esta villanía y en el desprecio de los mismos españoles, que veían en tan infame conduc­ta la degradación de su ra.za. Y sea dicho en honra de los españoles arraigados en este suelo, raros ejercieron aquella infame vengan.za, y sí muchos se. empeñaron en aliviar la suerte de los colonos aherrojados.

La ,proscripción se hacía sentir e~ todos los hogares; se vela en la .zo.zobra, en el desasostego que se pinta en todos los semblantes, en el andar, en las precauciones· se hacía sentir hasta en la atmósfera y en e~e aspecto s~m­brío que la imaginación presta a cuantc nos rodea en esos congojosos días de persecución. Ent:·::nces el peligro se mide por la clase y calidad de las pE'rsonas que son aprehendida~: así puede úno calcular cu,ándo le llegará su ve2;. ¡Ah! JU.Zgando por lo que despues nos ha pasado es como podemos darnos ruón de los sobresaltos de aque~ lla época.

Mediaba el mes de junio, cuando una mañana fresca y

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CCADH.OS DE COST LJi\lBRES 51

risueña, coloreada por ~.os primeros rayos del sol naciente, andaba Pepe solazándose por la plaza consabida, en com­petencia con su perro Risitas, que entendía muy bien el jugar al toro. Las voces de María lo traje10n a la casa, y aquí recibió orden de partir para la escuela. Al despe­dirse Pepe imprimiendo un beso en aquella mano que acababa de bendecirlo y que le había de tener para las do­ce la golosina de costumbre, sobrevinieron dos húsares de Fernando VII, que hicieron alto a uno Y otro lado de la puerta de la tienda. Pepe se asió de las faldas de María en actitud de pasmo: ella volvió la cara hacia los soldados mirándolos serenamente.

- ¿Vive aquí, dijo el uno, M. D. A . ~ - Serllidora de ustedes. -Pue paizana, ziga osté con nosotro, que venimo con

orden del generá Morillo, pa que se le presente ozté. - Ahora mismo, contestó María, sin que su semblante

diera el menor asomo de sorpresa ni apocamiento.

VI

La cárcel de mujeres ocupaba entonces la misma área en donde hoy está la cárcel de hombres (J ) : en cuanto al edificio, tenemos que confesar que el d~ la monarquía le llevaba ventajas al de la república, y punto en boca.

En un salón de la parte alta, espacioso y ventilado, se hallaban reunidas las esposas y viudas de varios patriotas. Estampemos aquí con efusión y lágrimas los nombres de las Gaitán, Barriga, Robledo, Olaya. En la lísta de estos nombres se inscribió el de María. Sus gncias naturales, su respetuosa deferencia y el atractivo magnético que ejerce la mancomunidad de la opinión, le valieron una acogida que semejaba a la que se hace a una pc>rsona a quien se espera para dar principio a un festín.

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52 BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA

En los primeros días de prisión el ánimo se encuentra

firme y levantado, segú:-, >ea la causa que aliente al cau­

tivo. Cuando esta causa es la de la independencia de la

patria, la defensa de las ' i.bertades públicas, la de la fe

:de los mayores, entoncet; d preso halla en los calabozos

el valor que inspira la convicción, la entereza que hace

desdeñar los sufrimientos y al que los impone. Con todo,

la pérdida de la libertad se hace sentir más cada día que

pasa. Entonces se comprende el valor d <; aquel d'"ln in·

estimable. Cuando hay sujeción en nues<:1os movimientos,

cuando la voluntad no es dueña de sm caprichos, cuan­

do por todas partes chocamos con la m:t•10 d,~ hierro que

nos contiene y avasalla, entonces comienza la labor de ese

hondo pesar que da en tierra con la lozanía, y doblega

el alma más bien templada. María había pasado ya esos días que conducen al aba·

timiento. Además, la relación de los suplicios, de los des·

tierros, de las persecuciones incesantes, todo llegaba a sus

oídos para decirle que la causa que tánto amaba quedaba

perdida sin remedio. ¡Ah! muy amargos son esos días en

que el propio infortunio llega a ser leve al lado del in­

menso pesar que produce el naufragio de b causa que se

ha abrazado y seguido con ardor! Hay infortunios que la mujer sabe llevar ccn inimita­

ble resignación . María era de esas criaturas que cuentan

horas enteras de un silencio al parecer sombrío, y en las

que no puede asegurarse si el alma go~a o padece . A ";

taciturna ~ resignada se .:ncontró una mañana, a Ia luz

del sol nac1ente, con su hr¡o en el regazo. cliscurriendo pro­

bablemente sobre la triste suerte del pobre huérfano ~­

ra quien poco antes se complacía en labrar un po~en'. ~ f" lihertad y ventura. mr

Pepe se había dormido bajo ~a mano a¡:asajadora de su

madre . En aquella hora tal sueno en un r•iño retoz,

d . , d . . 1 U h d on . no e¡ o e mqmetar a . na ora espués la terrible epide-

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CUADROS DE COSTUMBRES 53

mia se manifestaba en el niño con todas las señales que

la hacen destructora y funesta . Por aquellos tiempos la viruela no había perdido aún

llU prestigio aterrador. Las poblaciones conservaban me­

drosas tradiciones acerca de las veces en que la voraz;

plaga había asolado comarcas enteras El ejército pacifi­

cador importaba a Santafé aquel funesto presente, como

para que concurriera a fijar más Y más la época de su

mayor desventura; la rigidez; española desplegaba un celo

sultánico en el establecimiento de lazaretos, y colocaL

celadores en los distritos de la ciudad, encargados de des­

cubrir a todos los que se hallasen acometidos del horri­

ble contagio, para recogerlos irremisiblemente en aquellos

asilos . María, luégo que se persuadió de que ~u hijo se encon­

traba contagiado, sólo pensó en ocultar esta desgracia, pa­

ra evitar que lo quitasen de su lado y lo llevasen al laza­

reto. Aquel pensamiento era irrealiz;able en la reducida pri­

sión y en medio de tantas personas. Bien pronto el esta­

do del niño dejó de ser un misterio para las demás cau­

tivas, las cuales se concertaron generosamente y cuidaron

de que el espantable secreto no trasminase a los demás

que se hallaban en la cárcel. Demasiado se había conseguido con que las compañe­

ras de prisión de María se hicieran superiores a la cruel

aprehensión que inspira el miedo del contagio, pero to•

das a porfía se esmeraban en idear y aconsejar medios pa­

ra sacar de aquel local al desventurado virolento, sin que

fuese notado el piadoso fraude.

Era un lunes. La costumbre que se guardaba en ese día

de enviar la ropa al lavadero, sugirió a las atribuladas se­

ñoras ;t ardid de que echaron mano. Preparan un costal

Y -~n el acomodan al enfermo entre pk7a~ de ropa, cu­

~endolo con sábanas. El chicuelo yaCÍ? privado por la

fteb;e_. U?a. criada se echó a cuestas la ligera carga y atra­

veso tmpav1da los umbrales de la prisión.

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54 BIBLIOTECA ALDL:A~A DE COLOi\lBLL\

VII

Cuando varios y encontrados sentimientos se apoderan

del corazón, parece que ofuscan el alma o se neutrali1;an,

si no es ya que agotan las fuerzas para sentir. Mucho de­

bió María padecer al desprenderse de su moribundo hijo

para dejarlo a merced de otros cuidados, y con todo ha­

bía en ella pesares que sobrepujaban a loe de la separa­

ción del hijo. La propia suerte, la de la causa que se ha

sustentado, la de los copartidarios y amigos, tienen voces

imperiosas que, por momentos, no nos dejan oír las de la

sangre y la naturaleza . Pepe fue llevado a la modestísima y no observada casa

de una su tía, en las afueras de San Victorino. Aquella

mujer bondadosa y en extremo afable, sr resentía del de­

fecto común a las tías: amaba a su sobrino con ese amor de

tía, más vivo en ella cuanto que su matrimonio había si­

do estéril. Si nos entretenemos en estas minuciosidades,

es para decir que las contemplaciones qm~ la inmejorable

tía guardaba por el sobrino cedieron en gran parte en da­

ño de éste. La enfermedad se había desarrollado en él con

una intensidad cruel, maligna. Habría sido preciso ama­

rrar al enfermo para que no se desgarra5e en fuerza de la

comezón, y a ese paso la buena de la tía se contentaba

con ruegos, a gasa jos y contemporizaciones. A duras penas el paciente salvó la villa. En cambio dr

esto. el infeliz Pepe presentaba en la cara principalmente

los horribles estragos del mal, y esas h"t;el]as, esas marcas

indelebles del contagio quedaron allí grabadas para toda

la \rida. ¡Cuántos recuerdos dolorosos v también cuánt¡.o

dulces memorias han suscitado esas pinta.q o señales!

Desde entonces Pepe se hizo cargo del apodo de Tuso

con todas sus ventajas y percances; cont:mdo entre aqué:

llas la no corta de evitar que lo bautizasen con otro u r¡tws

más. salvo los derivados por analogía dr aquella célebre

palabrita.

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CUADROS DE COSTUMBRES 55

En la dificultad de computar el tiempo que el futuro

Tuso estuvo en cama, nos contentamos con decir que, no

se sabe si antes o después, su curiosidad de niño y la oca•

sión lo llevaron a presenciar el suplicio de muerte im·

puesto a Carbonell, y la muerte del b~arro general Lei­

va. Voluntarioso y mimado, un día se hizo sacar de la

cama, movido del deseo de ver a Bara ya que lo entraban

preso. Otro día atisbó desde la ventanilla a los Grillos,

padre e hijo, que los sacaban maniatados, para fusilarlos

en Facatativá. Y semana por semana llegaban a sus oídos

las detonaciones de las descargas, Y el sonido de los cla­

rines, y el redoble de los tambores al terminar las ejecu•

ciones en la Huerta de Jaime. Llegó por fin el día en que Pepe, ya convaleciente, se

encaminó a la cárcel con paso vacilante a ver a su madre.

Al aspecto de aquella criatura horribkwente desfigurada

por la enfermedad, y, por consiguiente, as<!uerosa y repug­

nante, las compañeras de María, poseída& de pavor, le re­

husaron la entrada. Ella ¡ella era madre!. lo atrajo sobre

su corazón, lo acarició e inundó con su llanto, lo contem­

pló con un dolor mudo que sólo las m;,.dres comprende­

rán, y lo apartó de su seno con redoblamiento de lágrimas.

VIII

Las nuevas de la ocupación de Santafé por las tropas

pacificadoras. llegaron a la Habana. El oidor Alba, car·

gado de años, mantenía en lo profundo de su corazón la

memoria del insulto hecho a su dignidad . Su imponente

orgullo le hizo rehusar las instancias que: su hijo don Ig­

nacio empleó para moverlo a que juntos se restituyesen

a Santafé. El altivo regente no debía pisar más una tierra

que los desacatos y las amenazas de muerte le habían he­

cho odiosa. Padre e. hijo esperaban en la Habana el desenlace de

los acontecimientos de 1810, que no podí:l dilatar por mu•

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56 BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA

cho tiempo. Las contiendas intestinas habrían apresu1.t do el descrédito y la 1·aída de la república, si la monar­quía de Fernando VII no se hubiese adelantado a enviar a América, para unirla de nuevo al yug.J peninsular, las mismas huestes que poco hacía habían arrojado al intruso

francés del suelo ibero . Los de Alba, en sus repetidas conversaciones sobre el

Nuevo Reino, repasaban la funesta historia de los sucesos

que de él los habían lanzado . La tragedia del 20 de julio se representaba a la memoria del Regente cargada de esas tintas sombrías, propias para agregar el encono y la pesa­dumbre del que en ella fue el blanco de las iras popu• lares. Entre los recuerdos que anublaban la frente del austero magistrado, uno había que siempre lo desenoja­ba. Ese recuerdo era el de aquel joven que había con­tribuído a salvarle la vida en el inminente trance que co­rrió el día del oprobioso insulto hecho a su persona .

Sería una ingratitud y una ofensa· a la memoria del Re­gente, un ultraje imperdonable a su elevado carácter, si no índicásemos que, entre las recomenoaciones que hizo a su hijo, la más encarecida fue la de que averiguara por Narciso y lo protegiera, y a los suyos, con todo el poder de su brazo.

Al cabo de meses, don Ignacio arribó a esta ciu­dad, patria de su esposa e hijos. No bien pasaron los abra­zos y plácemes de la familia, cuando ya el recién lle­gado andaba en pasos de llenar el preciado encargo que le había encomendado su padre.

Los repetidos informes que pidió y recibió don Igna­

cio, le instruyeron de que Narciso, el apuesto joven que

por insinuación del oidor había presidido la cuadrilla de

los caballos blancos en las renombradas fiestas de 1808

no existía ya. Por insignificantes que hubiesen sido lo~ compromisos que Narciso contrajo en el gran día de la independencia, no titubeó en seguir la suerte de las armas tan luégo como fue preciso salir a la defensa de ella.

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CUADROS DE COST UMBRES 57

El 10 de mayo de 1814, el ínclito Nariño libraba el úl·

timo combate, en tierra granadina, para despejarla de rea•

listas por el lado del Sur. Las relaciones de esos tiempos

nos dicen · que en ese día, Narciso, mouesto oficial, llenó su deber al lado de Vicente de la Maza . Cayó como buc ..

no y su nombre se ha inscrito en ese inmenso cuadro de

heroicos soldados que rindieron la vida por darnos una

patria independiente. Los deudos de Narciso recibieron

en santa herencia aquella inmolación y la guardan como

preciada ejecutoria de nobleza republicana.

IX

María era la viuda de aquel sencillo oficial, la misma cu•

yo corazón palpitó de amor, orgullo y er•v2necimiento al

ver a su esposo dominando el brioso corcel en la ancha

plaza . La prisión nada había podido ..:on ella: mantenía

sus gracias, su lo.zanía. y, más que todo, la había arraigado

en su causa. Esa muJer de pobre origen nada pretendía:

los bárbaros pacificadores le dieron la cel <:>bridad de la per'

secución. El de Alba lo había allanado todo pa1 a devolver la li·

bertad a María, dejando cumplido el mandato del noble

oidor, de corresponder en algún tiempo a la fineza que

con él había usado Narciso. Aun no h;,.bían transcurrido

veinte horas cuando María se despedía de sus compañe­

ras de prisión, y por calles excusadas ganr,ba el camino de

su casa. Su presencia volvió a reanimar este lugar frío,

triste y solitario por tanto tiempo; y tornó la actividad y

el trabajo, y el ánimo y la esperanza de mPjores días.

X

. ,En cuanto a Pepe, sólo diremos que, desde que cono·

ao el -'?recio de sus tusas, ha vivido h~.ciendo gala del

sambemto. Semejante a Saint Preux, qut amaba tánto las

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58 BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA

suyas, por provenirle del contagio de la espiritual Eloí­sa, Pepe no ama menos las que usa y acostumbra, cuando piensa que el recuerdo de ellas va a perderse con los pa· decimientos de su madre. Y es que tambi,~ lo han llama• do tuso las personas que lo han distinguido con su cari­ño; y no pocos labios de rosa y seductora sonrisa le han di­cho tuso, y quién sabe qué más ....

Y ese tuso, tan ufano de su achaque, como feliz en su oscuridad; que campa por sus respetos, y al rey no le debe nada, es el autor de estas líneas que devotamente consa­gra a la buena memoria de los que, bajo los auspicios de la Providencia, son los autores de sus días, y de todo bien acá en la tierra.

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EL RAIZALISMO VINDICADO

Díme hasta dónde has viajado

porque tu .:tire es de extranjero.

-Por el Norte a Chapinero,

por Oeste a Fontibón; y por los otros dos puntos,

el Oriente y Mediodía, estuve en la Peña un día. y en Tunjuelo una ocasión.

Ricardo Carrasquilla

Ha dado usted en la flor, señor Restrepo, de andar bu.,•

cando camorras con todo el mundo; se entiende, camo·

rras de éstas en que a peor andar perderá úno la negra

honrilla de escritor. ¡Allí me las den tod<t F! que al ser us•

ted uno de tántos matasietes, que a la l'egunda palabra

envían a pedir explicaciones con acompafí~1 miento de ame•

nazas y terríficas baladronadas, ya me guardaría de reco·

·ger el guante que usted me ha arrojado, así al desgaire,

poniéndome en el dudoso predicamento de campeón ca·

paz de sacar en palmas lo que usted y otros profesores de

paleontología han llamado raizalismo.

Ya en cierta ocasión tuve ímpetus dr salirle al paso

cu~ndo, enardecido usted contra el quieto y reposado rai­

zalismo, se complació en representarlo con rasgos que cua·

dran a mi pergeño. "Ese soy yo", estu\·e a punto de gri·

tar en tal ocasión; pero, enemigo de engalanarme con

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60 BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA

adornos que otros saben llevar fundamentalmente, guardé

silencio, que al fin en boca cerrada no ~ntra mosca. Pero está visto que con usted no vale longanimidad.

Ahora mismo, sin saber por qué, se da por ofendido de

que Manuel Pombo le descubriera propensiones al raizalis·

mo, y respinga como ~:.i le hubiese picado un tábano. Mas

luégo, como volviendo en sí, recapacita que el rai:zalismo debe ser una cosa de tomo y lomo, cuando me cuenta,

dice, entre sus sacerdotes y admiradores. Y a renglón se­guido me festejan con aquello de genio artístico, sabrosa conversación y distinguido talento. ¿A mí con leoncitos? ¿A mí con floreos hijos del miedo? Tiempo perdido.

Cepos quedos, señor Emiro, y repare u;;ted que aunque

ya soy hombre que está de vuelta, tengo todavía la den­tadura intacta, para esto de no pasar entero. Cierto es que en mis mocedades cultivé un tanto la música, y casi, casi estoy por decir, al revés del príncipe de la Paz, que lo tengo por desgracia. Y no lo diría por mal, puesto que a aquel arte divino debo instantes de arrobamiento, de transportes dulcísimos; instantes acaso comparables con esos fugitivos en que se aspira nueva vida, cuando la ven­tolina de Ubaque sopla fresca en una risueña mañana de Santafé. Pero el cultivo de las artes, e'1. una época bien cercana a los tiempos de la colonia, como dijera el patrón Murillo, hacía perder en gravedad y compostura al que

aspirara a otra carrera. Vea usted lo que me ha costado

seguir, aunque de lejos, las huellas de Franco y Salas

Londoño y Guarín, genios positivamente artísticos a quie:

nes yo agraviaría si así, de buenas a primaas, hubiera de

consentir e~ poseer las cualidades artís6cas que us­ted me atribuye.

No sé si mi afición a las artes, en vez de infundirle ese desenfado de que adolecen en general los artistas me hi­

zo soltar la lengua, Y de aquí me venga también ~ue eche mi cuarto a espadas, cuando en pláticas amenas, y con hu-

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CUADROS DE COSTUMBRES 61

millos del Jerez, me suelo engolfar en recitaciones que só· lo tendrán de sabroso lo que de heroico )' portentoso tie· nen las hazañas de nuestros padres en la magna guerra, el

recuerdo de hechos y dichos de hombres que han desapa·

recido, dejándonos memorias muy gratas. A ser un Vi·

<:ente Lombana, un Vicente Piñeres, créame que no decli•

naría aquello de la "sabrosa conversación", que a ellos sí

les viene de molde. Al llegar al punto de lo del talento, querría que mi pro·

testa estuviese autorizada por ante notario. Esto del ta· lento es un destello de la Providencia, d!t:pensado con ma· no avara a señalados mortales. En nuestro país, por poco que usted adelgace, creo que no encontr<~.ría media doce· na de hombres poseedores de este privilegio. No estamos muy distantes de aquellos días en que nos concedíamos ta.·

lento en todo y para todo; y ya es tiempo de que nos vayamos corrigiendo de este defecto de oue los discretos se han aprovechado para calumniarn~s suponiendo que de él hemos hecho una galantería con que nos obsequiamos recíprocamente .

No crea usted por eso que yo trate de achicar mi pro· pio valer, resabio muy común en los santafereños, con el que suelen paliar su natural desidia. Es porque así lo siento, es porque si en mejores días borroneé tal cual ar·

ticulejo de costumbres, hoy la brocha pintamonas ha sol­

tado briznas que todo lo ensucian, a fuerza de ejercitar· se en lo del pido y suplico; o en tal cual necrología, que viene a salir lo mismo.

_Ya podrá usted imaginarse por esto cuál vendrá a ser m1 defensa del raizalismo. Dicen que no hay peor defen· sor de sus propias cosas que el dueño mismo. De esta

sue~e! y si no tuviera la seguridad de que usted y don }aviento Serna han procedido con la mejor intención del mundo, creería que me hubiesen tendido un lazo para h~cerme escribir, nada menos que el ser.món de la Borda­dita.

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Bien he podido, por vía de excepción dilatoria, dar lar­

gas a esta contestación, exigiendo que usted aclare su li­

belo. Usted que metamorfosea su plum:~, ora dejándola

correr tierna y armoniosa, ora festiva y ligera, la convier­

te luégo en un pincho, y lastima y hiere usando de voca•

blos que no se ha tomado la pena de definir. Rai4al y rai­

.zalismo significan para usted algo de añejo y vetusto, por

aquello de la inmovilidad santafereña. } es cuanto he

sacado en limpio, por el uso que usted hace de aquellas pa•

labras. ¡A mí, los que han visto la luz primera en los cuatro

vientos de esta hija de Quesada! ¡A mí los que no han

visto el humo de las chozas del extranjero. ni han bebido

otras aguas que las de los Cristales o el Boquerón! Vos­

otros, más dignos que yo para tan alta empresa, acorredme

para que pueda dejar mal parado al musulmán Emiro, de'

mostrándole arreo que en la inmovilidad santafereña hay

más encantos que delicias en Capua, más ensueños mági­

cos que en las pálidas noches de Venecia. más fruiciones

y gozos que en la renombrada Lutecia!

La noble y leal Santafé, la ciudad del águila negra y

granada de oro, no bien salió de la mente de Quesada,

armada como la hija de Júpiter, cuando ya ostentaba las

eminentes prendas de grave matrona. R.: costada sobre las

faldas del Guadalupe dejó descorrer de un golpe majes­

tuoso ropaje, y en un día se enseñoreó de cuantas comar­

~s la dio en dote. el P~dente Felipe,, de_1 inmarcesible glo·

na. En su seno alimento cuanto de mas :. ustre se despren­

dió de las "encantadas riberas del Betis": y para que na­

da faltase a su imperial continente, también tuvo su fuen­

te de Cibeles, reproducida en nuestra pila de la plaza cu­

yas aguas, una vez bebid~s, adormecían en el regazo de la

ínclita ciudad a los acwtados peregrino~ que le pedían

hospedaje. Cuerdo y sesudo el ~spañol de aquelks tiempos, hubo

de trasplantar a esta t1erra sus lares y sus queridos pe·

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CUAD_._~os DE COSTUMBRES 63

nates, y con ellos el intenso amor que lo ARRAIGA (anó­teme usted la palabrita) al suelo en donde se meció la cuna. El español tuvo ánimo para dejar ese suelo; pero luégo le faltó el valor para arrancarse de aquí, en donde ya había echado raíces.

Tenemos, pues, que nosotros derivamos del español ese apego al terruño. Es sabido que en la escala de los pue­blos que tienen más propensión a abandonar la patria, el español ocupa el penúltimo grado. Si a esto se agrega que el indio tiene en aquella escala el último lugar, y que en nuestra revuelta sociedad, cuál más, cuál menos, de indio algo se nos ha ido entre vena y vena ¿qué tiene de extraño, al fin, que el santafere,ño sea entre los nacidos el más adherido a este pedacito de tierra?

Y ¿por qué habría de huir de ella? Nt el hambre, ni la peste, ni una nobleza insolente, ni una plebe revoltosa, ni el mismo despotismo colonial se hicieron sentir como en otras regiones desafortunadas, que han lanzado millares de hijos que no pueden sustentar, que no ofrecen pábulo a la industria, en donde son perseguidos de muerte por sus opiniones políticas ' o religiosas. Ninguno de estos motivos obró en la antigua colonia para hacer que sus hijos la abandonaran. Trescientos años de una vida cu­yas graves ocupaciones consistían en comer y dormir, a­penas alarmada por la;; contiendas de la madre patria, o apasionada a ratos por las demasías de un presidente o los amoríos de un oidor, hubieron de crear hábitos de so­siego, blandura y bienaventuranza, a cuya sombra la vida se deslizaba como la humilde barquilla re~bala sin vaivenes sobre las ondas mansas de un límpido b.go.

Imagínese usted cómo sería aquel paraíso, del que una abuela que yo tuve me hacía una pü1tura que no me atrevería ni aun a bosquejar, de miedo de trastrocar los colores, a causa de hallarse mi paleta un sí es no es im­pregr:~da con otros vívidos y gayos, que han venido con­fundtendose en ella de 1810 para acá. Mas, cumple a mí

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intento el que usted me haya comprendido que hay hon· das raíces en el pasado, de donde parte e!'e raizalismo que

los mozalbetes oligarquistas aparentan menospreciar, has·

ta que les llegue la hora de sentirse enraizados. Bueno es que de paso apunte que en Santafé debe de

haber algo que enamore y seduzca; algo en su cielo, algo

en sus días de espléndido sol, de atmósfera diáfana y re·

animadora; algo en sus días de grandes lluvias, cuando el

padre Monserrate se echa a cuestas su manto de nieblas y bruma. ¿No cree usted conmigo que t::~.mbién haya algo en la acogida cariñosa, en el trato jovial, J. la par que cor· tés y decente, de esas chicas que hieren con los ojos, se· ducen con la sonrisa, hacen enloquecer con ese conjunto que forma el todo de un palmito que rinde y esclaviza al más rabioso y espetado spleen? Y atienda que si le hago esta pregunta no es porque yo acepte que usted se haya quedado de mirón en el patio, asistien.dt-, a lo que usted llama la comedia del amor. El que una vez ha hecho como usted de primer galán en el drama, bien puede reír luégo en la comedia; pero nunca olvidará que su primer papel fue lucido; y que le ha dejado caros recuerdos de ternura infinita, de acrisolada fe, que la risa de Momo no alean· ,zará nunca a borrar de un corazón bien puesto. Y vol· viendo a mi asunto ¿no hay atractivos que encadenan en esa sociedad parlera, cuentera, bufona, en esa cachaqueña que de todo se ríe, menos del infortunio?

Ello es que si no acierto a explicarm~. sí me habrá us•

ted, compren?ido q~e tr~to de dar~ e razón por qué San·

tafe esNpatna c.om.un, tlerra, de amtgos. Me remito a us­

ted, seno~ ~rovmcrano. ¿Cual es de ustedes el que no ha·

Ue en mt t:terra sabroso hogar, afectos, ronsideraciones

caminos francos q~e los conduzcan a la fortuna 0 al P:. der? Y es la gracta que apenas han transcurn'do 1

- d d S f' d J a gunos anos e esta a en anta e, cuan o os dp otra p t h

1 h'b' 1 ar e se a· cen a os a ttos, a as propensiones de Jos · 1

. 1 ra12:a es. y

aceptan, cast por comp eto, la manera de ser del más con· ~

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CUADROS DE COSTUMBRES 65

sumado raizalismo. Así aclimatados, van produciendo esos retoñitos del corazón, nacidos ya en S?.ntafé, y crecen y toman todo el aire y continente de raizalitos; y a la. pos­tre ninguno, si no es por el árbol genealógico, que toda­vía se guarda algo de esto, podría sacar e,1 limpio de dón­de fueron sus abuelos, si españoles, socorranos, neivanos o marquetanos. De aquí es que, platicando sobre estas ni­ñadas con el fráter Plata, concluía con esa su lógica aris­totélica, que a la larga resulta que todos wmos parvenus, o si usted gusta santaÍereños hechizos.

Convenga, pues, por Dios, que en Sc:ntafé hay ese no sé qué, que en una criatura no acertamos a definir; por­que decir gracia y sandunga, todavía es poco para decir en qué consista. Si usted conviene, como lo espero de su Jociiidad antioqueña, en cuanto llevo expuesto, no qued:~.

duda que le he ganado el pleito. Haga usted la experiencia, si ya no el' que, trahajado

de andar a salto de mata, llevado del auri fames, pere­ciendo de hambre entre los farallones, l:'!l lúbricos baños con las ondinas chocoanas, o cazando lagartos, le ha to­cado Dios el corazón y ha dicho, como otros tantos: "A Santafé me vuelvo mas que sea en una pata''. Tan lué­go como usted tome esta cuerda reso!;,ción, le prometo iniciarlo en la vidorria santafereña, segc.ro de que a pocas vueltas llcgari a co.wertJrSe en mi bac;uiano. Consulte usted este punto C!Jll sus paisanos, que tan atrás están de­jando a los nativos, o si quiere ir a la fuente, consúltelo con Ricardo Carrasquilla, su jeto que, en esto de raizalis­mo, le daría lecciones a mi maestro don Victorino García.

¡Oh! y cuánto siento no poder envidiarle hoy la inolvi­dable capa española! El santafereño ha perdido con este traje la mitad y el tercio y quinto de su gala más soco­rrida, desde que la re.::ortaron y le dieron la form<t mrz­quina en que al presente se gasta. Imagínese usted si no, que en una fresca mañana, a eso de las siete, abrigado lo intimo con una jícara del bueno de Neiva, salía usted de

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66 BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA

su casa y echaba, por esa de San Diego, el embozo hasta

las narices; y por entre las sombras de los sauces, halaga­

uo por el canto de los pajarillos, desperezado por el am­

biente vivificador del claro día, daba su vueltecita, y tor­

naba a la casa como nuevecito. No me ¡¡trevo a provo­

carlo describiéndole un desayuno de ajiaco, frito, y más

del bueno, y para coronar la obra un va~o de agua, si de

los Molauos, del chorr~ de María Teresa o de la Manita;

esto no importa, que las aguas de Santafé manan de un

braz.o de las del paraíso, que subterráneamente la atravie­

sa. En seguida iba usted, con achaques de quehaceres, a

la calle real; una palabra al uno, a otro le hablaba de ne­

gocios, a todos de la crónica escandalosa, hasta que a las

dos dadas tomaba el camino de su casa, a hacer por la

vida. La tarde se deslizaba entre la siesta, el obligado pa­

seo, y la noche . . . a pedir de boca. La tertulia, ese eter­

no charlas con la mamá, con las muchachas, de todo y so­

bn-: todo; luégo un valsecito; luégo el "Corsario" o la

"Extranjera"; y derretido de amor, o aplacado por el frío

de la noche, tomaba la cama . ¡Qué he dicho! ¡La cama!

Usted que las echa de andariego ¿puede decirme si en

alguna parte del mundo hay cosa comparable con la cama

de Santafé? Cuenta un viajero que Mr. de Boussingault,

en Guayaquil, se tendió a la bartola en una hamaca y

pasó quince días enteros fumando y meciéndose; con esto

decía que esos quince días habían sido ks únicos de ven­

tura que el cielo le había dispensado. ¡El ingrato! así ha­

bía olvidado la cama de Santafé!

Cuando usted, señor Emiro, se hace acaso de JaQ

d b. . ~ nue-

vas y con sorna u Jtattva supone que la inmovilidad

f ~ d b · san-

ta erena e e tener sus encantos, da a conocer que no ha

pasado en esta cmdad una semana santa un corpu

h • s, una

noche-buena; y que no a encontrado quién lo co d . n uz.ca

por la mano para que usted pud1era llegar a com d

' d · · pren er

cuanto e maJestuoso e Imponente, de profundam t

d d . d.f. enecon-

move or, e t1erno y e 1 1cante a la ve~ hay e ¡¡ .. n aque as

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Cí.JADROS DE COSTUMBRES 67

solemnidades, si usted asiste a ellas con el respeto de la tradición, con los recuerdos de la infanci:-~, con las emocio­nes volubles de la juventud. Referir a usted uno por uno tantos encantos como los que el santafereño paladea en cada una de aquellas grandes ocasiones, sería perder mi tiempo; porque usted, hombre culebrero y desasosegado, no me comprendería jamás.

Nos pasa a los santafereños que cuando alguno de los nuéstros torna al hogar, después de haber visitado a Lon­dres y París y corrídose hasta Madrid, nos mantenemos

·colgados de sus labios mientras nos está contando de los houlevares, de los cafés, el ferrocarril y los vapores. N() se admire usted si luégo de oírlo le levantamos que estu­vo (el viajero) en las Tullerías, que bailó con la Euge­nia, y que la casaca o el chaleco más ruidoso que haya im­portado lo debió a la munificencia napoleónica. Pase us­ted por estas chanzonetas que, en verd~d sea dicho, for­man la delicia de la parlotería de Sant:tfé. Mas l:t gente machucha se pregunta, ¿qué es la vid::t íntima en . t

pa? El vapor y la electricidac.J, acortandn distancias y mo· vilizándolo todo, ha dcstruído costumbres, ha trastrocado hitbitos, ha borrado todas las tradiciones domésticas. ¿_ Q1h~ es entonces la vida sin el inmóvil asiento a cuyo rededor giran la esposa, los hijos, ese comercio generoso ele afee tos que sólo el tiempo y el sepulcro pmc!en acabar?

Rccoj:l a~tcd, como Dios le dé a entender, de entre las especies que en este artículo-carta, desgreñado y desper­geñado he zurcido, las que puedan encarr.inarlo a esta con­clusión: "el rai::alismo es un profundo amor, un amor sin término al pedacito de tierra en que a la Providencia le vino en voluntad mandarnos crecer y multiplicarnos".

f'onsidcrado el raizalismo desde este punto de vista, es claro que si los santafereños lo poseemo~ en alto grado, somos muy dignos de elogio.

Pero el raiz;alismo es a manera de un lago tranquilo en el que se dejase caer un cuerpo que conmoviese sus on-

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das· éstas se extenderían en círculos concéntricos hasta sus

m á~ apartados lindes. Así el santafereño ama primero su

ciudad, sin que esto le estorbe esparcir su amor hasta 1r

a derramar su sangre, en bien de sus prójimos, desde las

plateadas ondas del Orinoco hasta las heladas cimas del

Potosí . El raiz.alismo es relativo, y no he de concluír con u~­

ted sin referirle los cachitos que le darán la más cumpLLL .

idea de cómo comprendemos aquel sentimiento los fijos

e imnobles santafereños. Usted es patriota y sabe como yo que el ilustre religio·

so Padilla tuvo que ir a dar con su hun'.anidad hasta Ro·

ma, echado de esta su tierra por envidias y calumnias con

que se quiso vengar en él su decisión por la causa de la

Independencia. El sabio agustiniano liP.vÓ consigo nada

menos que un chibcha neto de Fontibón . Días después

de estar en Roma, el expatriado Padilla entablaba con su

indio uno de esos diálogos que tan gratos cleben ser en tie·

rra extraña, aunque se tengan con un iudio.

-Y bien, Juancho, mucho has paseado en esta ciudad

de Roma? - Sí, mi amo, mucho. - ¿Has recorrido las plaz.as, los monurr,entos, sus gran·

diosas ruinas, has visto sus innumerables palacios?

-Sí, mi amo, casi todito.

-Díme ahora; qué tal te ha parecido la soberbia Ro·

ma? - Poro mucho bonita, mi amo, lo q.¡e es Fontibón e:·

más mejor! ¿Qué le pide usted ahora a este rafgo de raizalismo ?

;No le dice a usted que en aquel corazón de indio había

más amor a su tierra que en muchos de !os que vociferan

patriotismo? Pero hay otro linaje de raizalismo, 'JUe con todas ve·

ras quisie:a yo qu; pred.ominara entre nosotros. Conoz·

co a un cierto mgles, y digo que lo conozco, para diferen·

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CUADROS DE COSTUMBRES 69

ciar! o de tantos amigos como tengo o Departíamos en estos días, como ya debe usted suponerlo, sobre la obra de for· tificación de Cherburgo y la del cable !'.ubmarino; aqué· 1la, debida a los cálculos de un hombre <'tmbicioso, y ésta a la tenacidad y pertinacia de John Bull y del hermano Jonathan o Yo sostenía con todas las fuerzas de mi alma, y fingiendo sublime admiración hacia aquel hombre pro· digioso, encanto y adoración de los colonos de Cayena, que los siglos pasados y futuros no ofrecerían al asombro del viajero una obra más fructuosa par?. la dicha del gé nero humano que la de Cherburgo o 1·1i contrincante no anduvo escaso de razones en su vano empeño de probar que la obra del cable submarino, al fin 0l--ra de la pérfida Albión, multiplicaría, estrecharía las rel?ciones entre los dos mundos; que el comercio y la civilización en todas su o. relaciones tomarían tal vuelo, que hasta nosotros habría· m os de participar ampliamente de sus her1eficios o

-Inglaterra, me di_io, es muy grande para que Fran· cía pueda igualarla nunca en esa clase ele: obras; ella s<'la ha hecho mis por la ilustración y la libert?_d dd tmmd'"l . que cuanto han intentJ.do y cuanto har:an todas las otras naciones unidas o

- Ya se ve, le repuse; pero, dígame ¿qué t;cn g··~nd P es Inglaterra?

-Es dos veces y media más ~rande que el mundo! E~to sí que es rai~alismo, y de patente . Provocado, en fin, por usted y mi rrt~ !queriente .T2 vir·

rito Serna, he escrito este sermón de Ll Bordaclih, a s::~l· tos y brincos, y sólo en cumnlimientn GP un r1Pht>r mw P'ás de uno de mis naisanos habría desempeñ~do meior. Y si por ventura echase usted a descortP8Ía la tardan:-.a de este escrito, note usted que si me hubiese ~ nresuradn a macanearlo. mis paisanos me habrían vituoerado t~n cul· pable oreste~a, como ajena de su carácter; y como contra· ria a los fueros del rai.zalismo o He dicho o

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LOS ARTESANOS

i

No hay que alarmarse, queridos com;Jatriotas míos, 51

el "Duende" o~ toma hoy en boca, y con su brocha des­

compuesta trata de presentar la parte dd rostro de esta

nuestra madre, que vosotros representáis dignamente, y

que forma uno de sus rasgos fisonómicos que mi s la dis­

tinguen, y que bajo muchos aspectos más la hermosean.

Ocúpense otros, enhorabuena, en describir las demás cla­

ses de la sociedad bogotana, y sobre el:;¡_.!' compon~an ~ ··

tículos de costumbres, que compitan con los mis aventa­

jados en el arte ; pero cuando de vosotros se hable, esta

tarea corresponde al "Duende", que así en opiniones e in ­

t~reses como en esperanzas y en porvenir, est~ identifi c;.¡ ­

do con vuestro destino, desde que en 1810 hizo d<> ~us

ejecutorias un solemne auto de fe, perteneciendo desde

entonces al pueblo, viviendo con el pne-blo, y muriendo

por él. probablemente. Hecha esta prevención, que los entendidos llamar~ n pre­

facio. nada tiene de particular que el sér que tan de ccr­

c:-a o~ pertenece. quiera sorprenderos, intE'ntando hosmw­

i;¡r algunos de los rasgos que más cardcteriz8 n l<'l e l ;¡· ~

;ndustrial de Bo~otá, puesto que entre vosotros vive. v

ha participado de vuestros limitados contentamientos, co­

mo de las penas y sinaabores que constantemente os afli-

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72 BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA

gen; que os ha acompañado desde la ruidosa francache­

b, hasta la fiesta de San José y el mes dr María; y desde

que en 1830 sellásteis en el Santuario con sangre preciosa

vuestra decisión por los principios liberales, hasta el día

que en Tescua sofocásteis la hidra de la vuerra civil. Tal

vez alguno tachará al "Duende" de pró:ligo en elogios ha­

cia sus compatriotas, y de apasionado y parcial lo critica­

rá; mas a vosotros toca justificar cuanto de bueno se diga

en este artículo, mostrando con hechos h verdad; y •.

¡...i rn debéis perdonarle si, al lado de vuP,otras virtudes, dc­

iarc entrever vicios o defectos gue, si lastiman vuestra re­

putación, por desgracia son comunes á todos los huma­

nos. Sin querer, va ese otro prólogo, v no faltará quien diga

que es porque el "Duende" no halla c0mo entrar en ma­

teria. No, señores: lo menos sería deci1·, romo pudiera de­

cirlo cualauiera otro, que estamos ya hien distantes de

:1quellos fclicísimos tiemnos en que los g-remios v cofradíi1s

fueron un plantel exquisito. donde hab la influencia de

un riguroso aprendizaje se formahan 'Tvfstros artesanos,

,, previo el noviciado y compPtcntc rx<men r:1.ro er~ ,,,

aspirante que alcanzaba el glorioso título de maestro ma­

vo•-. aue lo autorizaba para <thrir un talb. ejercer por sí.

" NXlcr enseñar su industria. Tal pro..:edimiento forma­

h<t entre IC1s artes<~.nos cierta aristocr<161 que frecuentP­

'ilf'nte pasar.a ;1 ser heredit<Jria. en lo que no poco influía•1

1, +"-·Ma de gohiernC1. el fluio de las costumhres y c;u~ 1, 1 ,

tnr~les tendencias a la imitación. No t~s de nuc~t··o rcsor­

t8 rntr<tr en el exampn de si ,oemei;mt~ régimen fuera a

nmnósito para formar exrelentes mae~tro~ v oficiales en

la .~ arte~. a favor de un sistema que cstahlecía la normal

rn~?íi;mza de un preceptor, ror algún tiempo. v rl em ha­

r~zn oue un examen ofreci~ra .a los que ron decisión y ta­

l,..n•n rwnqr(ln ,-encer la rtvahdad_ la envidirt v rl nrnulln

qtJe les opusieron los maestros; ni nos toca tampoco en­

comiar o vituperar el sistema de libert._ J actual en que,

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CUADROS DE COSTUMBRES 73

sin aquellas trabas, hemos visto improvi~:ar talleres, mau·

gurilrsc maestros, y pulular oficiales, que es una maravi·

lJ;¡_. Quede para otros decidir si de estas novedades la so·

cicdad ha reportado algún provecho, obteniendo mejores

obreros, que trabajen con perfección y más barato; o sí

hemos caído en las manos de mil chapuc-eros, farfull;td n­

rr:s, que así lo hacen de mal como piden de caro por sus

hechuras. Los límites de este bosquejo son tan circun.~cri ·

tos, que de nuestra pluma no hay que esperar sino brc·

res y toscas pinceladas, que apenas rev<>lan la exi8tenri1

de un artesano, existencia que hoy se desliza rnt•·c las fu·

gaces ilusiones que se desvanecen con 1~. realidad tempra·

namente. Si tan preciso no fuera, prescindiríamo~ de rcmontarnn <;

hasta inquirir la cuna del artesano; pero es fuerza comen·

zar por hallarla en esta clase numerosa que en el an•

tiguo régimen se _llamaba el pueblo bajo. la plebe, la ca­

nall:~, destmada s1cmpre a formar el pedestal de la socir­

dad, sin aspit·aciones, sin esperanzas. sin porvenir. De allá

germinaban los que sin tener más expect<•tiva se dedicaban

a ejercer los oficios mecánicos que por P~carnio se titul:-v

h1n oficios viles, por.que hacían incapace< de obtener nin­

r:ún puesto de distinción o carga honorífica al que a ellos

se consagraba. Así que los oficios de sastres, carpinteros,

zapateros, albañiles, etc., estaban como vinculados en la

f~milia cuyo jefe lo ejercía, quien por "fecto o mecanis­

mo ¡,;uiaba a sus hiios por el mismo sendEro. Aquí entra­

ha la aristocracia de que hemos hablado, y constituía la '

(J:st~ncia que había entre maestros mayores, simplr>JTlr• ·

ffi;lPStros, y oficiales o jornaleros. Aparte de los años de

:-tprendiza ie y de m á~ rPquisitos que eran necesarios nar:t

vrnir a ser maestros, el vestido mismo hacía una distin ­

ción de estas categorías, que el menos :~visado podírt. com­

f1rrnclrr. Figún:>se d lrctor amigo. que ~P encontraba pnr

esas calles con un hombre frescachón rt.Ím. a pesar de lor;

sesenta años, de formas abultrt.das, rostrr lleno, barba en·

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74 BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA

teramente rapada, el cabello recogido atrá&, sujeto en apre­

tada, trenza, camisa con cuello desmedido y prolonga­

da gola, enorme chaleco a la Luis XV, gran chaquetón de

cuero de venado curtido (y curtido por el uso), calzón

corto id., con su botonadura de muletilla a la rodilla, y

la charnela a veces, media blanca aborlonada y zapato de

oreja recogida por una hebilla de plata ; si a todo esto se

añadía la capa magna de paño azul o blanco, y el som­

brero chato de vicuña, no había que d~tdarlo, este perso­

naje era un maestro mayor, con voz y voto en el gremio

y cofradía, taller abierto para recibir discípulos, y perito

nato en todo avalúo judicial. Seguíase a esta categoría,

la de los oficiales con opción al maestrazgo. y no menos re­

conocidos por su vestimenta, que consiotía en chaquetón

y calzones tirando a zaragüelles, como los que se han d,es­

crito ya, gruesas botas de lana azul, la~ competentes al ­

pargatas, so m brerón de lana pardo, gran ruana guasqueña

y el indispensable pañuelo rabo de gallo atado en la c;~be·

ta. Por este estilo, aunque en inferior e:~;cala, se ataviaban

los demás oficiales y aprendices que a nn arte se dedica­

han, dejando siempre traslucir un algo que lo~< identific~­

h"-, a no dudar, con su oficio, de maner;; que el sastre por

aseado, el 2:.apatero trascendiendo a cuero, el herrero por

lo mugriento, el albañil por lo embarrado, y así de los

demás, todos revelaban en su grotesca y genial figura el

gremio a que pertenecían .

No nos atrevemos, de miedo de pa.f;Jr ror difu ~o~ ..•

llegar hasta el hogar doméstico de los buenos artesanos

de aquel dichoso tiempo, en que todo rep•·e.sentaba una hw

milde cuanto racífica situación. Una c<~ .qita pequeña. ca1-1i

a extramuros o en arartada calle. y en ella una salita 0

servía de salón de reci~o;. de comedor, de oratorio, adour~ n¡¡?a 1::~_ ~estera no~ cruCifJJo _de cobre, una Vircren de Chi­

nnmouu·a. !0~ P"l~'no~o~ natnarras v otru.• per.~onaie d . ¡

rnrte celestial. di~trihuídos en lo demás de ella. uns "' a

b ·¡· 1 . a mesa

ha tttada para atar, para comer y aplanchar la ropa ' y

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CUADROS DE COSTUMBRES 75

pesadas sillas hacia los lados; y en seguida la alcoba, don­

de de noche se recogía toda la familia, los amos en la an­

cha cama, cubierta del pabellón socorrano, circundada del

labrado rodapié ; y los chiquillos y los criados, y el perro

y los gatos aquí y allí en sabrosa confusión . El patio no

era más animado, a pesar de los borracheros, la rosa blan­

ca, el romero y el curubo enredador, y el corredorcillo en

forma de ángulo recto, adornado con las estampas del

hijo pródigo o la entrada triunfal de Felipe V en Ma­

drid ; antes bien, venían a aumentar la p. ravedad, la seria

pobreza; así como en las casas de los grandes reinaba la

misma gravedad, pero rica en muebles sin gusto, en toscos

servicios de plata y adornos que infundían recogimiento y

tristeza. No descendamos más, y quédese a 110 lado la tienda,

este asilo del jornalero, que le sirve como de antesala para

pasar al hospital, y de allí a la fosa. La pluma se detiene

a delinear este cuadro, no porque inspirP horror, sino por­

que en una extensión de seis pies cuadrados estaba, y con ­

tinúa encerrada, la familia del jornalero, compuesta de la

esposa, cinco hijos, tres hembras y dos varones, aquéllas

creciendo en cuerpo y en gracias, para pasto de lobos, y

~qu~llos para el oficio, para ganar el jornal. Allí anida

también otro matrimonio sin hijos, y hay perro que aúlla

a la luna, y gato que se torna en vagabundo dañino, y en

ocasiones frecuentes los huéspedes apuran por demás el

guatumillo, se arma una zagarrera en que dan al traste con

la tabla colgada a la pared, a guisa de aparador, y sucum­

ben las pocas vasijas del preciso uso, despedazan la corti­

na de crudo que forma la alcoba; y una desvencijada ca­

ma, una ruin mesita, y quién sabe qué más, todo en es­

pantoso desbarajuste, remeda el encontrón de los boro ­

también otro matrimonio sin hijos, y hay perro que aúlla

d~s melenas, y los chicos que gritan y lloran sin misericor­

dia, acompañados por el cacareo de las gallinas. Todo se

ha perdido, los hombres, las ruanas, las mujeres, las ena-

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76 BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA

guas, el común aparador; y no quedan sino harapos y ca­charros, una cabeza rota, un brazo del otro descompuesto, mordiscos y solución de continuidad, como dijera un mé­

dico novel. Y ya que se atravesó este toque, que comprende, hasta.

hoy al menos, a todos los jornaleros pasados y presentes,

y probablemente a los futuros, mientras que, como dice el

actual secretario de la.s finanzas, no cottcluyamos con la

ruana y la frisa, volvamos a nuestros pasados artesanos,

que no conocieron sino paz y serenidad. sanas costumbres,

debidas en parte al celo y rigidez con que el oidor de se­mana, sin trámites ni enredos corregía a fuerza de azotes, aplicados en público por la mano del verdugo, al pobre diablo que se aficionaba a lo ajeno, o que de cualquier otro modo quebrantaba los bandos del buen gobierno, que hoy se llaman· reglamentos de policía dr· orden (que no tenemos), de aseo (que no se conoce), de ornato (que no se entiende), y de salubridad (que no8 hace vivir c?.si apestados). Entonces, el artesano que reñía o injuriaba a otro, que maltrataba a la mujer o la abandonaba, que era sorprendido en culpable contubernio o en un oscuro ga­rito, no tenía más que poner su alma con Dios, y las po­saderas a disposición del verdugo, quie:>n lo maniataba a la rejilla de la cárcel chiquita. y al grito de

Quien tal hizo que tal pague,

le acomodaba desde veinticinco azotes para arriba, hasta doscientos, según lo mandaba la gravedad del caso, y ne­

gocio concluído. A pesar de tan amables correcciones, al­

gunos, hoy que se sufre un dilatado proceso, la detención

en la cárcel por largos meses, y luégo por pena seis de

arresto, diez de prisión y dos años de presidio, preferi­rían el ver su. . . en fiestas; la subordinación, decimos, y el respeto, como cierta pureza de costumhres y algún tan­to de moralidad que se nota de menos, eran cualidades que distinguían al artesano y lo mantenían en su ignorada

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CUADROS DE COSTUMBRES 77

condición, que si no era la servidumbH:, no dejaban de tener sus parecidos que con ella la identificaran. Así sus

entretenimientos, sus diversiones y pas;1tiempos eran tan

lün1tados, que aparte de unas fiestas reales, motivadas

all:t por faustos acontecimientos para el Rey nuestro se­

ñor, y en las que el .trtesano no gozaba sino del espectCt­

culo c.le los toros, jugados con todo el ceremonial y gra­

vedad española, para él sólo había la sustanciosa merien­

da, ervida en despoblado, bien por Fucha o el Boquerón,

San Diego o San Victorino, en la quP se desplegaba el gusto y la abundanci.:t: enormes caz;uel<¡: de pescado su­dao, de lomo atomatao, de arroz de mf'nudo, flanqueadas por colmadas bandejas de papas guisad:ts cubiertas de de­rretido queso, con la indispensable ens;d;,da y la afamada chicha del Cedro o de Cuatro-Esquinas, rebosando en la­bradas toturnas de Timaná; y todo est<l en una hermosn. ·arde de verano a la caída del sol, cuandc.

Es púrpura el horizonte y el firmamento una hoguera, es oro la ancha pradera, la ciudad, el río, el monte;

v al son del guitarrillo y el pandero, los ánimos se hahían

desahogado de las fat1gas de la semana con un rato. de

solaz; y de confianza, coronado por el alegre torbellmo,

alternado con la manta redonda, y de vez en cuando un;¡

endecha popular que 1lgún cuitado amante no dejaba de

dirigir a la niña Estefanía, la hija del maestro el Muelón, por quien estaba perdido de ternura.

Tal era la vida de los artesanos de aq11ellos buenos tiem·

pos; así corría monótona y tranquila, sin que ningún :1contccimiento viniera a perturbar su serenidad, ni ella misma osara traspasar los límites que le impusieron los hábitos, las preocupaciones y la educ;,ción consiguiente a la forma monárquica que regía. El sastre, el carpintero,

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78 BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMtllA

el albañil, dejaban a su larga sucesión los cortos bienes que

su industria y economía les proporcionaban, y descendían

al sepulcro con el consuelo de haber er..laz.ado a sus hijas

con sus iguales, y cuando mucho, con haber dado un Jw

jo a la iglesia, bien de clérigo de misa y olla, o b1en lk

religioso en alguna de las órdenes monásticas. La crómc,t

regtstrará con veneración los nombres de los Leones, de

los Cortáz.ares, Ortegas, Garayes, Torres y otros mil arte·

sanos que en esta tierra ejercieron su humilde profesión,

porque supieron honrarla y embellecerla con el ejercicio

de todas las virtudes. Tocamos ya al grande acontecimiento que vino a con·

mover nuestra sociedad, que la sacó de sus cimientos, que

la ha traído en perpetuas agitaciones y que la ha trans·

formado en todas sus clases. Seguiremos a este mismo ar·

tesano desde 1810, en que, como era uatural, los princi·

píos y las ideas que entonces se proclamaron y no acaban

de desenvolverse aún, debieron encontrar en su coraz.ón

grata¡¡, !\impatías. Trataremos de describirlo tal cual hoy se

ofrece a nuestra contemplación, con el temor de que no

alcancemos a hacerlo con propiedad y maPstría, porque, lo

confesamos, no siempre está el palo para cucharas. ¿Acep·

ta el lector el partido? ¿Sí? Pues ya verá la segunda parte.

11

Creíase que la clase de estos bene!T.hitos ciudadanos

quedara extinguida en la ardiente lucha que trabámos con

los godos, desdt 1810 hasta 1826, según que su sangre

generosa fue prodigada en Bárbula y San Mateo como

en Tasines y Juanambú, Vargas y Boyacá, como 'en Pi·

chincha y Ayacucho . Y recuérdese que el patíbulo es·

pañol también fue m:ucado ~o.n ella, y no poca tiñó las

aguas del Magdalena y salptco los m•1ros de la heroica

Calamar. De esta hueste de artesanos ¡qué raros fueron ¡08 que

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CUADROS DL COSTUMBRES 79

volvieron a pisar las riberas del San Francisco! Era de ver­

los tornar a la patria, cubiertos de cicatrices, adornados

con gloriosas preseas y afectando en su porte y maneras

los modales cultos de un hijo de la capital, que en todas

partes se distinguiera por su valor y moderación, por su

gracia y galantería, y siempre echándola de fino y esme­

rado en su comportamiento. Pero llegaba a Santafé, aban­

donaba el servicio militar, o pedía su tercio; y pasado un

año o dos cuando más, ya había reconocido el pelo de la

Jehesa, y esta fuen;a de la primitiva inclinación le hacía

tornar a sus antiguos hábitos. La ruana, o cuando más

la capa, volvía a reempla4ar la casaca de dos colores, el

enorme cuello de la camisa, al apretado corbatín, los suizos

amarillos a las botas, y el sombrero enfundado al morrión.

Tras de una vida de a4ares y agitaciones, olvidado ya el

oficio, y más que todo, acostumbrado al ocio y distrac­

ción de un viejo soldado, imposible fuera volver al traba­

jo apacible del taller. i\sí que (no quisiéramos decirlo),

con muy cortas excepcwnes, el artesano militar retirado

ha pasado el resto de una vida glorias; alimentando lo~ vicios adquiridos en las campañas. Parroquiano celoso del

bodegón de la niña Serafina, allí permanece desde que por

la mañana va a enjuagarse la boca con el anisado, para

quitarse el mal sabor, hasta las once en que ya ha almor­

zado; d~ allí a la tesorería, si es que no ha vendido la pen­

sión a algún desalmado de estos vampiros que se han re­

pletado con la sangre del inválido o del empleado calave­

ra; y si alguna cosa logra,. vuelve a la taberna, se entien­

de a tornar las onces, a platicar con los otros camaradas

sobre si pagarán la pensión o si ya la vendió al cabayero,

que le dio cinco pesos por los veintisiete que percibiera

al fin del mes. Mientras tanto, llega la consorte diciendo

que aun no se ha desayunado la famili:~. ni tiene con qué

1r a la plaz;a, y que ya fueron a cobrar el alquiler de la

casita; Y se arma una de los diablos, en que ella le increpa

que es un vagabundo, que se está malgastando el tiempo

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80 BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA

y el monis, jugando y bebiendo, mientras que la pobre

lo pasa. haciendo tabacos y bregando con los . chicos, que

la tienen sin vida. Si a esto se agrega una ch1sp1ta de ce­

los, provoca y desafía el enojo del veterano, que llegará al

punto de descargarle buenos muletazo:;, SI en aquel mo­

!I1Cnto no lo contuviera el teniente Roncancio, que lo to­

ma por el brazo y se. lo lleva. ¿A dónde'! Nada menos que

a otro ventorrillo, frecuentado también por otros camara­

J z,s, y allí se pasa el resto del día entre u:1 trago, una ma­

nita de dado y la relación de una batalla; y por la noche

balle, se entiende torbellino y zarandé, hasta quedar ren­

didos con el peso de la culebra.

Quién sabe si este toque habrá estaáo por demás en el

cuadro que nos hemos propuesto trazar; y si lo estuviere,

quede en descuento por los que nos faltaren, atendidas

las variedades que en nuestra tierra ofrece el tipo arte­

sano, a tal punto, que no nos es posible comprenderlas en

un pobre articulejo como el presente; hlta que será cuan­

do más un baldón de nuestra insuficiencia, y como en cas­

tigo de nuestro atrevimiento. Puede ser que alguno más

indulgente haya encontrado que de estf: modo nos ha si­

do preciso entrelazar la casi fenecida generación de arte­

sanos, con la actual, que comprende la que se ha formado

en estos últimos treinta años.

¡Lindo cuadro, por cierto, tenemos a la vista! Mas, com ­

parándolo con el que hemos ofrecido en nuestra primera

parte, cuántas degradaciones de lu::;, cuántas alteraciones,

cuántas pérdidas; y qué inmensa variedad en todos los

representantes de esta fantasmagoría qut- llamamos vida!

Sin mayores conocimientos sobre las artPs Jiberale¿ y me·

cánicas, como .sobre las no.bles artes, gracias sean dadas

por esto a 1~ tgn~ranCla . m1sma ?e los orñores españoles,

0 a su des1d1a, o sr se qmere, pohttca mañosa, para mante­

ner a sus colonos e.n: el mayor estado de brutalidad posible,

nosotros no conoCimos 111 un pmtor, ni un arquitecto, 11 ¡

un escultor; no tenemos que echar de menos al relojero,

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CUADROS DE COSTUMBRES 81

al maquinista, al carpintero en fino. y sin embargo, han desaparecido de la lista de los industriales, el que fabricaba sombreros de lana, el que torcía pita, el que hacía pajue­las y cuerdas de chivo; el que engan;aba rosarios, y el fue ­llera, como el que sacaba hormillas de totuma, y el baci ­hoja. ¿Qué es hoy un platero? Estupebcto se ha queda­do a la vista de las piezas fabricadas en estranjis, que si bien no es oro todo lo que reluce, ya no es aquel tiem­po en que él hiciera cálices y custodias, gargantillas y pen­dientes, y otros adornos y muebles en que, disponiendo con abundancia del oro y la plata, y de preciosas esme­raldas y rubíes, componía, es verdad, un todo bronco, or­dinario, sin finura, sin elegancia. Nada diremos del bar­bero, que se ha quedado estacionado al través de su re­jilla, limitada su industria a rapar a algm:os perezosos pa­rroquianos, y a jornaleros y campesinos, que ya no hay peluc~s que empolvar ni cabelleras que rizar, desde que una mmensa mayoría ha encontr<t do sn m~s c;)¡nf"cln el afeitarse cada uno por sí mismo, en su c;>sa, bien que ha­ya otros barberos que nos afeitan a tc:do&, y esto de l1s pelucas haya venido a se r negocio purarr entc de los pelu­queros franceses.

Vengan, pues, bajo nuestra pluma, los restantes arte­sanos, de todos los gremios antes conocidos, que así en confusa mezcla habremos de considerarlos, ya que por tan­tos motivos se hallan entre sí relacion<clos. Sastres, car­pinteros (hoy también ebanistas), herreros, silleros, que nosotros llamamos inocentemente talabarteros, zapateros, albañiles, etc., forman esta cohorte de maestros, oficiales y aprendices, a;;í dividida, mientras que el orden y la na­tural dependencia de otro subsistan; pm C]Ue esta desigual­dad existe en todas partes; mientras que existan unos hom­bres más inteligentes, laboriosos y emprendedores que otros, más ricos y afortunados que otros, y has­ta más apuestos y hermosos que tantísimos feos, que so~1 los más . Pero en estas clases de obreros no es la adulación ni la lisonja o el valimiento y el favor, lo que los

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82 BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA

eleva en su carrera, sino sus talentos y los medios con que

pueda contar el hijo del pueblo para hacerse notable en

la sociedad. Como de un manantial efcondido, brotaron

de repente maestros en todas las artes, rompiendo las tra­

bas que tuvieran encadenada la industria, y comen4aron

a llenar la ciudad de talleres. Hemos viEto reempla4ar los

pobres obrajes, donde no había más que los precisos mue­

bles para trabajar, por espaciosos y aseados almacenes, sur­

tidos de todos los elementos para la obra, a pedir de boca

para el consumidor, quien encuentra en ellos cuanto le

sugiera su deseo. El nombre del maestro, inscrito sobre la

puerta en pulida muestra, provoca al elegante o al necesi­

tado a acudir allí, que será bien servido, conforme a la

última moda de París, es decir, la de ahora t:los años, un

tanto reformada y adaptada al gusto del país, que en esto

no vamos tan de carrera . Se nota cierta novedad por to­

das partes, que revela el ingenio, gusvJ y elegancia en la

obra; pero sea la experiencia o la propensión a ponderar

lo de otras edades, todo parece superficial, débil y de es­

casa duración. Si es en el vestido, ya no hay aquellos afa­

mados paños que desafiaban los siglos, y que, convertidos

en capas o casacones inmensos, formaban un artículo con­

siderable del patrimonio de la familia; en punto a mue­

bles, todo es frágil, los asientos, las mesas, la camas, todo

cede al menor esfuerzo, mientras que nuestros antiguos

muebles, sobre ser maciz;os y corpulentos, ofrecían una

completa comodidad. Hasta las casas hemos dado en ha­

llarlas hechas al vapor, montadas al aire. divididas y sub­

divididas en cuarticos, y donde el común está junto al

fogón, la caballeriza debajo de la alcoha, y eliminado el

patio como superfluo. Nosotros feliz;mP.nte marchamos a

la par con estas novelas, y las alabamo~ a despecho de

ciertos vejetes, y de ellas nos complacemos más, cuando

han venido a alterar los hábitos, genio o índole de nues­

tros artesanos, para hacerlos mejores b:J io muchos aspec­tos.

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CUADROS DE COSTUMBRES 83

Como resto de las más ruines preocupaciones, quedó sentado el que la ruana y las alpargatas fueran el vestido y cab:ado de las gentes del pueblo; de <'~ta usan¡a no era permitido salir, ya por el ridículo con que la gente noble lastimaba al que se metía a novelero, ya porque en vir­tud de órdenes suntuarias el corchete tenía el cargo de advertir al que se desmandaba, que la capa era peculiar a los Dones, como el tapete a las damas. Pero el flujo por que nos hagan caso es el agente más poderoso para mo­vernos a dejar el puesto en donde plugo a la Providencia colocarnos. Bien que estos remontarrtientos repentinos, sin brújula ni remos, ni lastre ni armaclmas, traigan con­sigo unas caídas ruidosas; a pesar de esto el anhelo es el de subir y brillar. El que no puede más se engalana, tra­ta d; parecer, que es lo que le sucede dl artesano; y véa­s~ ~omo nos los refiere ño Chepito, sal'tre remendón de vteJO, que ha conocido a todos maestros presentes, por­que él mismo fue oficial en el oficio del maestro El Mue­ló~, y los vio criaturitas, cuando comenzaron el aprendi­~aJe.

El dice, por ejemplo, que Facundo era un muchacho travieso, alborotador, que apandillaba a sus compañeros de oficio en los juegos de toros, cometas y guerrillas ; que a su madre, que vivía por Belén, le coFtó amargas lágri­mas hacer que el patojo no destro~ara la ruanita de hm, los pantalones de manta azul y el sombrero de paja ; con el bien entendido que cada infracción, cada falta, le cos­taba una docena de lapos, aplicados por el maestro, sus­pendido el paciente sobre las espaldas del mayor de los compañeros, y estirado de los pies por los chicuelos, lo que a veces les servía de escarmiento, y de causa de burla las más. Poco a poco Facundo fue entr~ ndose al oficio, y comenzó a obrarse en él la metamorfosis, viéndosele ya más aseado. Elevado al rango de oficial y entrado ya en la edad de la juventud, ganando por semana en proporción de su trabajo, adoptó la ruana guasqueña o de cúbica,

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o4 BlBLlOTECA ALDEANA Dt: COLOMBiA

cuidadosamente cosida, abierta por anc.hc cuello, que de­

ja ver el del dormán y parte del de la camisa; la corbata

anudada con desdén; pantalones a la m•1da y ~apatos de

cuero inglés, para los domingos, y amariilos de soche para

los demás días. El sombrero, de ordinario paji~o o imi­

tando el jipijapa, adornado con cinta negra, o bien cu­

bierto con tunda transparente, lo lleva p1C.arescamentc car­

gado hacia un lado, afectando en todo Slt porte el de un

tunante enamorado, que desde la tiencía (hoy almacén)

dirige chicoleos a las criaditas que van al mandado, o a

verse con ellas a la puerta de la casa donde sirven. Otros,

en las alturas de Facundo, después de haberla corrido en

bailecitos de confianza, paseos al Boquerón, jugarreta y

pasatiempos, se cansan al fin, Dios sabe cómo, y entregau

la pelleja, dándose a re~ar, cwdándose trabajosamente de la

familia y despidiéndose de las milicias, en donde drago­

neaban de sargentos segundos; otros se acreditan de cala­

veras, y de este número son los que tr;ten un porte más

elegante y pasan por ser de entre ellos los más cortejantes

con las. . . señoritas. Son los que están al frente de toda

parranda cuando se trata de divertirse, y conocen por sus

pelos y señales, y saben dónde vive cada una de las ....

señoritas, y tienen relaciones con los cachacos del bronce,

cuentan con éstos para todas las partidos de placer y se

dejan llamar cariñosamente los guachecitos. Si se trata de

un baile, por supuesto a escote, ellos son los que solicitan

la sala y los músicos, los que invitan a las .... señoritas y

compran el refresco; y se toman todos estos cuidados, por

bailar a la noche un valse con misiá Ularia, y tener el se­

gundo puesto en la contradanza que dirige don Pepe, la

que baila con misiá Encarna; tratando ccn toda delicadeza

y finura a las que con cierta socarronería llaman señoritas·

lo que no impide que, por un desdén, desaire u otra cosí:

lla, las manejen luégo a los puros trompis y les regalen

ciertos dictadillos que. . . ya usted me entiende. Por an­

dar en estos picos pardos, resulta que los tales oficiales no

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CUADROS DE COSTUMBRES 85

han ido al taller a trabajar, han quedado malísimamente con el maestro, que por lo mismo los despide. Como el

monis no se deja gam.r de otro modo. hay que tomarlo emprestado a rédito, para poder pagar el escote y lo que se ha tomado fiado; de aquí resulta que e! día menos pen­sado, el alguacil los anda buscando con una boleta para que vayan a contestar demanda sobre lo que deben y les cobran; y para mayor desgracia, los sarzentos del cuadro de la guardia nacional, que son su pena negra, tamhiP'1 los andan persiguiendo, porque hace cuc;tro domingos que no van al ejercicio. Por esta embrolla. r-omo dicen ellnt;. han perdido su ropa, sus trasto!!, deben el alquiler de la tienda, no tienen para semana, y a punto de dar el alma al diablo, los reclutan para un cuerpo veterano y van a engrosar las filas del 7o., que está en Pasto. ¡Oh, dolor ... ! Oueda para otra pluma elocuente y paté.tica describir el

rostro angustiado por momento!!, grosero y burlón por otros, que pone el guachecito el día en que. confundido en una partida de voluntarios. sale de Eogotá, dirigiendo sus adioses a los compañeros de c:tpuchin~das. que se ;¡•o­man a verlo partir, entre condolidos, esc:u·mentados y bu­fones.

Pero volvamos a Facundo, que si biert no ha dejado de participar de estas francachelas, ha tenido en cambio me­jor conducta, ha sido más sobrio y económico, y la fortu ­na junto con la gubernata que ha observ<> do le han .~o­

piado a su contentamiento; de suerte que se ha encamina­do por la senda que conduce al maestra7 Q"o. Despu?s tJ, haber economhado algunos realitos, y recibido algum. ')ar · te de la herencia que le tocaba por el ir.tcstado de un su tío, siguió por ponerse medias y sombrerito castor; corri­dos algunos días, abrió una tienda, puso una gran mues­tra, y se anunció en "El Día", y para el mrpus inmediato se presentó con capa magna. corbata verde, chaleco de terciopelo colorado, calzón de casimir hlanco, v quedó inaugurado el maestro N .... Esta feliz circunstancia, lo h1.

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f6 BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA

puesto en contacto con los intrigantes en política, que sé aprovechan de su ignorancia y palurdería para hacerlo un fanático o un demagogo y enredarlo en todas las cues­tiones de partidos y elecciones, y hacerlo que trabaje, ¡ po· brecito! en beneficio de otros. Así es que· se le ve dejar el taller, quizá en un momento precioso, para ir a alum· brar en la procesión de Jesús Nazareno, y renegar de los faiciosos; o se esconde y encierra a referir las noticias que tiene del catire Obando, y a exhalarse en votos por que este pajarraco vuelva algún día a su pa.ís, que al fin es granadino como todo hijo de vecino, de éstos que también han sido facciosos, y han matado. . . y hoy están en gran· de. Esta circunstancia, decimos, lo ha colocado en situa· cíón de que sí sus compromisos no han siJ0 muy explícitos, no sea ·molestado para el servicio en la gu:1rdia nacional. y

de hecho quede eximido de ser cívico; pnes no parece sino que la G:apa es circunstancia para darlo de ba_ia en aquel cuerpo; o para no ser alistado; como si sólo fuera carga que hubiera de gravitar sobre los granadinos de alparga­ta y ruana, el ser guardias nacionales. Ya lo veremos.

Aquí parece que vamos a poner térmit10 a este trabajo. No queremos en¡;olfarnos en las consiw1ie•1tes reflexiones acerca de si nuestros artesanos han ganado con la transfor­mación política, y han meiorado su condición, como su porvenir, adelantando un algo con el común progreso eme ha hecho avanzar nuestra sociedad. Si dijéramos que los artesanos de hoy tienen mejores modales, son más cultos, más atentos; que tratan de imitar los modos, el tono y la cortesanía de la fina sociedad; que se consagran con m~R esmero, no sólo a su oficio, sino al cultive de las otras ar­tes liberales; creerían algunos que les :1duláhamos parrt. granjearnos sus votos en las próximas elecciones para la Presidencia, a la que indudablemente aspir~ m os. O bien, no querríamos que nos contestasen qur. nuestrns artesa• nn~. de cuenta de haber leído el Contrato Social, han com· prendido que la igualdad que allí se encomia ha de enten·

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CUADROS DE COSTUMBRES 87

derse pelo a pelo, sin contar con que de otro lado la ma­

dre común nos ha hecho tan de-siguales. que es una nece­

dad pretender que el que no ha recibido una buena edu­

cación, haya de tratar y alternar con otro que sí la ha

recibido o que tiene otros motivos para que se le conside­

re de otro rango; así es que la cosa más salada de este

mundo, y que veríamos con placer, ser!a un billete de d!>­

safío dirigido por un zapatero a un diputado, pidiénd0le

explicaciones por las ofensas que le irrogara en el mo­

mento en que. probándose unas botas \' result~nd0le an­

gostas. ha maldecido de todos los zapateros del mn11do

Chocaríanos también el que a nuestros c-ídos llegase 0''" una parte de nuestros artesanos que se entn~tiene: en

prácticas religiosas, en confesarse y comulgar, es aca~o m~ ~

intolerante y grosera, hipócrita e inmo_ral; al paso

aue otra oarte, que ha leído ~~ ~ Ruina.~ de P?J ­

mira y el Citador, sin entenderlo'!. vociferara aue

no hay tal Dios, ni tal religión c:ri~;tia.na. v se bur­

lara de estos obietos santos y respetable¡;. Semejantes con­

trastes nos afligirían demasiado. al r>:tso que sólo de¡:¡oa­

mos que nuestros artesanos sean piadosos, creyentes sin­

ceros, sin fanatismo ni hipocresía; que se ilustren sin al­

canzar a entrever el impiísmo, que todo lo nerviertr · v ,., ,, ,

r;ean tan exigentes como quieran en cu,u;to por derecho

les toque. mas sin propasarse con P'rn~eras vuhr:>ricla ri f".~ .

con inepcias de taberna, ni con manejos SOf"ces . Paq m.­

rl::~. de esto, aquí concluímos, jurando no proceder de ma­

llcia, etc .

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LA NOCHE-BUENA

Profunda noctis otia Celestis abrumpit chorus Natumque .festo carmine Annuntiat terris Deum.

Los preceptos y enseñamientos que nuestros padres nos imbuyen en la edad de la niñez y de la pubertad; las prác­ticas religiosas, y principalmente las grandes solemnidades de la Iglesia, a las cuales nos preparaban con un aditamen­to de aseo y compostura; las faenas de la casa en aquellos días, un manjar señalado, un regalo en la mesa, y la satis­facción y el contento en el rostro de los mayores, el bu­llicio infantil y el regocijo de los domésticos; todo esto se­meja un tesoro escondido de tiernas memorias, que en la edad madura vienen a pasar, una por una, por nuestra mente abrumada, con todo el sentimiento que causa el re­cuerdo de aquellos días de incomparable felicidad.

Estamos seguros de que cualquiera que haya recibido una educación cristiana, empapaC:ta en aquellas costumbres, que subsisten aún a pesar de las inevitables mutaciones que consigo traen los tiempos, no habrá dejado de volver los oios a lo pasado y evocar los recuerdos de la casa pa­terna. en más de una ocasión en que una fiesta o la so­lemnidad del día reaviwn las escenas de aquel lugar dul­císimo en donde se deslizaron los días de gozo que nunca

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volverán. De estos días, ningunos halagan tanto nuestra fantasía como los de aguinaldos y noche-buena.

No sabemos cómo pasan hoy estas cosas en la socie­dad en que vivimos, ni si los adultos de ahora guarda­rán para amenizar sus pensamientos el caudal de memo­rias que, al declinar hacia el ocaso de la vida, nosotros nos

deleitamos en saborear. No sabemos, ni nos atrevemos a predecir, si la usura, la partida doble, con el ajuar del

lechuguino imberbe, despierten luégo en el hombre otros recuerdos que no sean los del egoísmo, la tirantez de la etiqueta mercantil y el frío y desabrido sentimiento de la posesión de la materia. En cuanto a nosotros, podemos asegurar que si no del todo nos son indiferentes los bie­nes de fortuna, damos cierto valor a las costumbres en que fuimos criados, y su recuerdo nos embelesa y tras· porta sin poderlo remediar.

Necesitamos, pues, hablar de aguina~clos y Nochebue­na, ora por afecto, ora por solaz a las cotidianas tareas que nos inquietan y desazonan de ordinario. Demos rien­da suelta a las efusiones en que brota. nuestro religioso corazón; que a Dim gracias lo haremr>s poseídos de la convicción de que la causa de la libertad, a b rm 1 h·­mos servido con todas nuestras fuerzas, es también la c;tusa del cristianismo. Hablar de redenc1Ón, de salvación, de regeneración, es ser fieles a las ideas con que nos he­m0s amamantado desde la cuna.

El mes de noviembre ha tocado a su término. y con él sus lluvias. el veranito de San Martín y el duelü por J,-.5

difuntos . . Desde el 29 en adelante princip1a:1 a brillar ¡¡:a., más despeiados, precursores de los espléndidos e incom­

parables de diciembre, en los que el cielo de purísimo ~zul no deia por qué envidiar el tan decantad(• d~ h be­lla Italia. Los campanarios de la ciudad despiden sones alegres. las iglesias reciben adornos destinados a! pn~.:li­lecto altar de la Virgen de la Concepción, y l'n hs .::tsas se apresta el altarcico, o algún aparato que pueda reme-

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CUADROS DE COSTVl\lBRES 91

darlo, en donde se coloca la santa imagen. Los mnos que tienen la dicha de poder armar un pesebre, empiezan por desembrollar los empolvados cajones y petacas, funda­mentos del tinglado que ha de figurar el lugar en que nació el Niño. La calle del comercio gana cierta amma­ción producida por las bellas que pasan allí hora tras ho­ra, de tienda en tienda, como inqmetas y vistus~~ tomi­nejas, comprando aquí una gala, allí un adorno, más allá . . . un corazón íbamos a decir; pero esto no es .esen­cial en lo que ellas acopian para hechizar en los bailecitos de la novena, si es que no los hay de gran parada; o bien en el teatro si la cosa vale la pena. En los má¡, de los Cd'

sos Villeta, Fusaga.sugá. o Ubaque vienen a ser los sitios de recreo en donde los felices de Bogotá van a sacudir el polvo de los once meses del año que está de marcha .

Es preciso ser parcos en todo y por todo, e irnos con su­mo tiento para no incurrir en la simple7a de ofrecer al lector un complicadísimo cuadro, que tal sería el que 1.:: ofreceríamos si intentásemos describirle este bendito mes de diciembre y lo que en él acontece. ;.Pata qué necesi­taría el susodicho lector de que tr;~táramos de bosquejar­le el tono primaveral y la alegría ele colore.: con que en estos días se halla revestida la naturalez~, si le sobra o sus propios ojos para abarcarlo todo, y su pecho para sen­tirlo y gozarlo? ¿Es que no basta la vista para admirar la venida de la aurora, entonces más festiva, más gaya y más rosada, cuanto que el padre de la luz como aue apre­.•ur;~. su venida y se presenta sin tocas ni arambeles? Es­nac.íese el lector por donde quiera; trepe ~ Egipto en una fresca mañana a oír la misa de aguinaldo costeada por t>l m~s nJmboso de los vecinos de aquel anfiteatro: que 110

se detenga mayormente en lo de la misa si, como lo cree­mo~. acmd acto no debe sufrir la ocurrencia de bufone rías. ni nada que tenf!a semeianza con profanidades d .... procedencia pagana o salvaje. Al sabr de Egipto encarr ~ nese por el paseo de la Agua-Nueva; no dé un paso sin

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dirigir una amplia mirada, que con ella pueda abarcar una llanura de diez leguas de Norte a Sur y poco menos de Oriente a Occidente; o bien contar los pueblos, las ha­cíend:~.s, las quintas, cuanto el panorama de esta risueña Sabana ofrece de un solo golpe a la vista contemplativa de un paseante que mira estos cuadritos acabados del Su­mo Hacedor, y concluye por decir, sí tiene chispa y gu:, · to, que no hay en todo el mundo cosa parecida a esto.

Sin saber cómo nos metimos a describir lo que de su­yo no admite descripción. Menos difícil nos parecería conducir al lector a que se entretuvien con una de esas diversiones caseras, en las que, si el Niño y su novena son el pretexto, con todo, no les falta cierto sabor tradicional que remonta a las edades primitivas y nos deja entrever las fiestas, los cantos, los loores, con que todos los pue­blos han venido desde entonces saludando el natalicio del Hombre-bios. Mientras menos se ha alejado de su in ­

fancia un pueblo, se hallará en él más ingenuo y joviaL más sencillo y expresivo el modo corr..0 celebra aquella buena nueva. La cultura y las tendencias de otro género, que las revoluciones políticas y sociales han desenvuelto en los pueblos, no han podido arrancar de entre ellos lo" usos más o menos modificados que de Q'eneración en ge­neración guardan para conmemorar aquel acontecimiento.

La historia santa, y el genio luégo, han grabado en nuestra mente el humilde pajar en que vino al mundo el deseado de las gentes. Vemos aquel rústico aposento re­presentado en nuestros pesebres. ora con el más ~encil10

anarato, ora con la más recargada compostura. Allí e."tá el Niño en los brazos de la hija de Nazaret; los Reves lle­P."an a presentarle sus ofrendas, los pastores se inclinan v le adoran, y coros de ángeles entonan "Gloria a Dios y paz a los hombres de buena VOluntad". f.J pinrpJ r1e v~~­Quez supo dar a este asunto tal exoresión de verdad v sen­timiento, que al contemplar el cuadro en que lo representa,

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CUADROS DE COSTUMBRES 93

el corazón más helado se conmueve y el pensamiento más escéptico medita.

¡Oh! no es posible encontrarse, sin emoción, en el se­no de una familia cristiana, cuando, armado ya el pesebre, encendidas las bujías, y los concurrente!' de hinojos an­te aquel misterio, una voz de creyente dice:

Dulce Jesús mío, Mi niño adorado.

Y el coro de otras voces, que también vibran por la fe, responde:

V én a nuestras ¡¡.lmas, Vén, no tardes tánto.

Entonces el hombre de espíritu distraído que allí se en­cuentre, pero que lleve en su cora.4ón la memoria de 1us venturosos días de su niñe-4 inocente, o que se haga car go de que aquella escena representa el reconocimiento de un hecho que data de siglos atrás, e inauguró la regenera­ción del hombre en espíritu y en verdad, sustituyendo la caridad al egoísmo, la fraternidad a la tiranía y el culto de un solo Dios a la torpe idolatría, comprende todo lo que ha y de tierna poesía en aquella escena

¿Y qué es lo que pasa en efecto? El hombre que la.J echa de entendido presume que es un aniversario cualquie­ra que acaso por hábito, y nada más, el pueblo ha per­severado en reverenciarlo. No tal; que ese aniversario, acatado por el pueblo, por el pueblo pobre, tiene una más alta significación. La historia no trae un solo ejemplo de un pueblo en el que profundizara tan hondamente el senti­miento de un hecho como el que en ese día conmemoran los pueblos cristianos. Así, divididos y subdivididos como se hallan sobre la haz de la tierra, por la variedad en las creencias, no lo están en todo lo que tiene relación con

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las tradiciones acerca del nacimiento ::le Jesús. No existe

un solo pueblo, cuiilquiera que sea su denominación cris­

tiana, que no guarde una p1adosa costumbre, un símbo­

lo, una tradición íntima de familia, dedicada al recuerdo

uel Niño Dios. Y ya es mucho que todos los pueblos, en medio de la

deplorable ignorancia que los cubre, tengan perfecta con­

Ciencia de aquel punto de partida, que también lo es de

la rehabilitación de la humanidad. l~o sabemos si los po­

líticos hallen de mediana importancia esa especie de

identificación que los desvalidos establecen allá en

sus adentros cuando piensan: "También el Niño fue

pobre, puesto que nació en un pesebre"; o bien

cuando dicen: "La casa de Dios es de todos , y tan

bueno es en ella el rico como el pobre". Nosotros, que

en estas materias nos hemos quedado al pie del Gólgot.t,

sí tenemos la mayor confianza de que aquellas demostra­

ciones son hijas del espíritu del Cristianismo, germen re­

generador arraigado en el corazón de las muchedumbres.

Por esto ha sido por lo que de años atrás hemos fija­

do nuestra atención sobre lo que pasa en ei pueblo pre­

cisamente el día del natalicio del Salvador. Ya hemos apuntado que el mes de diciembre tiene un

semblante que le es peculiar. Ora provenga de que es el

último del año, ora de la propensión a dar al tráfago de

la vida unos breves días de vagar, ello es que las tran­

sacciones en general se resienten de flojedad y el hom­

bre más laborioso tropieza a cada paso r.on la inercia de

los muchos que van dando de mano a los negocios re­

mitiéndolos para el año nuevo. Así s1guen llevándos~ las

cosas, como a remolque, hasta el día de la Nochebuena.

En este día la tendencia al ocio gana por completo a to­

da la gente: el comerciante, el empleado, el obrero, a

buena hora se retiran a . su~. , moradas, satisfechos de que

van a encontrar, como SI diJeramos, un garbanzo más en

la olla. Porque es de saberse que en este día la casa an-

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CUADROS DE COSTUMBRES 95

da toda revuelta con los aprestos de una comida que has· ta el más infeliz halla preparada con un bocado que es peculiar a la fiesta. Criadas solícitas y afanadas cruzan por las calles llevando y trayendo el obsequio de cos· tumbre, que por sabido no lo nombramos, o un plato delicado, siempre en consonancia con los manjares que en tal ocasión se sirven . En fin, señálase e3te día con el obse· quio que en las casas acomodadas reciben los niños y los criados, síquiera sea una copa de vmo, que en tiempos más felices era de consagrar.

Cuando el desgraciaJo Lm·a f¡guraba tn el asturiat o la síntesis del pueblo, que come y come doble, tan sólu 1;orqu(! se le ha dicho que se celebra un aniversario, dan do con esto a entender que, tratándose ele la Navidad , el pueblo español no tiene nociones precisas acerca d..: ese aniversario, se nos antoja que Larra expresó en aque· llo un arranque de despecho, que los tétricos de oca­sión y moda solemos repetir en tono declamatorio; pero no dijo verdad en lo que dijo. La única noción clara que los pueblos cristianos tienen de su destino les proviene de la tradición de la venida de un Mesías, Redentor de la humanidad, cuyo hecho lo ven realiz;ado en el nacimien­tc de Jesús. Esta es la noción que rema por completo en la mente del pueblo, y consiguiente a ella es 4ue, s1 el día de Nochebuena come un bocado más, sabe por qué lo ha­ce ; sabe qué es lo que conmemora, y sabe darse razón del grande acontecimiento.

Para cerciorarse de esto basta seguirle aquel día en sus dichos, en sus comidas, en sus cantos, en sus oraciones. Véase al infeliz ganapán, la aguadora, el doméstico, al encontrarse con los suyos o con las personas de quienes esperan algo, la salutación es una demanda en nombre de la gran noche que va a llegar. Si a alguno se le ocurre ronderar la desdicha que en aquel día lo haya persegui­do, estad seguros que le oiréis decir q•1e se habrá encon- -trado tan de malas, que no habrá comido ni un buñuelito.

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9ó BiBLiOTECA ALDEANA DE COLOMBIA

Si de estas últimas capas del pueblo nos vamos remontan·

do por grados, el conocimiento del aniversario irá apa ·

reciendo más despejado, hasta tocar con las superiores,

en que el sentimiento cristiano será más ilustrado pero no

más significativo. Sigamos a ese pueblo al que el buen Larra no con ce ·

día la racionalidad sino por un efecto de la bondad de

los naturalistas, y lo veremos encaminarse alegre, quía

venit hora. Si se nos dijese que esa multitud, que desde

las primeras horas de la noche viene abocándose a la

plaza mayor, formando grupos de donde parten voces 7

risas, dichos alusivos a la función que va a tener lugar,

o conversaciones que ruedan sobre este mismo tema; s:

se nos dijese que esas gentes, que así de broma y jarana

se encaminaban hacia un festín u hol~orio, nada de in­

sólito significaría su contento; pero esas geut':!s r<!¡_(<'Ó ·

;adas vienen de todos los barrios de la ciudad, rodean

por la plaza y las calles adyacentes, ocupan la escalinata

y el ancho altozano, y esperan con cierta emoción a que

las altas puertas de la Catedral les den paso franco . Ese

pueblo no es ¡vive Dios! el pueblo glotón que se está

trasnochando a las puertas de la taberna. En Sl•S cinti·

gas vulgares va a decirnos si hay en él algún sentimiento

que lo anime a esperar, algo que lo eleve en aquellos mo­

mentos sobre la común ignorancia que lo ciega respecto

de los demás acontecimientos seculares que marcan las

edades del mundo. Oigámoslo:

Esta noche es Nochebuena, Y no es noche de dormir, Que está de parto la Virgen, Y esta noche ha de parir.

Bien pudiéramos agregar centenares de cantos de este

jaez., que nada importa la forma que re\·istan si en el fon­

do de ellos hay sentimiento, ternura y verdaJ y ?Stl'S

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CUADROS DE COSTUMBRES 97

cantos no hay duda que no desmienten su procedencia, que es originaria del ¡.ueblo, o conservada por él desde una remota antigüedad El pueblo que en su3 cantares ha llegado a fijar la memoria de un I'Uceso y lo repite en la ocasión, cree en la verdad de ese suceso.

Al llegar a este punto de nuestras reflexiones o cavi­laciones, nos sacó de ellas el rumor confuso de la mul­titud que cual ondas de lava penetraba por las elevadas puertas de nuestra basílica, llenando sus naves y capi­llas . En un momento la pla~a quedó desahogada, y diría­se que casi en silencio, si unas pocas personas no se man· tuvieron aquí y allá entretenidos en cantos o paseos.

Es la noche sagrada del nacimiento de Jesús: el lugM, la hora y lo que nos rodea, y cuanto la vista alcan.~a a percibir, todo conmueve y previene el ánimo para per­Jerse en contemplaciones que bajo su peso doblegan el alma.

El cielo con su innúmera hueste de espkndentes es· trellas, denota en el hon4onte emblanqcecido que la luna va a asomar abriéndose paso por entre Monserrate y Gua­dalupe, y su !u~ crepuscular permite que el observador note la majestuosa mole de la Catedral interrumpiendo lo vacío del espacio. Los edificios circunvecinos aparecen como más agigantados, como moles informes y desorde­nadas echadas acá y allá entre los términos som~dos del cuadro. Oyense las voces sonoras, grave~ y acompa­sadas del órgano, que forman ese canto primitivo, caden­cioso y tierno, que remeda la vo~ llena del hombre en us entonaciones patéticas. Entonces se agolpan a la men­ee los trances sucesivos por los que ha pasado el mundo, desde la venida del Cristo hasta nuestros días, y se re­cuerda que allí mismo, en donde ahora se eleva majes­tuoso el templo cristiano, estaba el sitio Je re-:reo de un potentado que dominaba como señor absoluto a un pue­blo numeroso y pagano, del cual no qlldan sino los úl-

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timos vestigios de su raza, embrutecida y degradada por

la maldición de la conquista. ¡Qué cuadro y cuántas ..:cr.­

templaciones para animarlo bajo el pincel de Espinosa o

de Torres! A la distancia a que nos hallábamos lle~~aban a nuestros

oídos frases de esos cánticos proféticos cuyo cumplimien­

to parece que debiera realizarse en nuestro siglo:

"El juzgará a los pobres de entre el pueblo: él salvará a

los hijos del pobre. "Porque él arrancará al pobre de entre las manos del po­

deroso; a ese pobre que antes no contaba con apoyo."

Los maitines han terminado, y va a tener lugar el sacri·

ficio. Aquí terminamos también nuestras reflexiones. No pre­

sumimos de su originalidad, ni de que seamos los prime­

ros en la arrogancia de darlas a la estampa. De esto es­

tamos enterados por propia convicción, pues si algo nos

faltara, aquel inglés nuestro conocido, que en los momen ­

tos de nuestra meditación acertó a tropezar con nosotros,

nos habría sacado de la ilusión. Luégo, luégo pusimos al

corriente de lo que meditábamos en aquella alta hora de la

Nochebuena. -Es lástima, nos dijo, que ustedes no conozcan Christ­

mas Day, de Washington Irving: cuanto ustedes sientan y

escriban respecto de este asunto, quedará eclipsado por

estos conceptos que voy a recitarles: "Solemniza el festín de Navidad cierto sentimiento su­

blime que levanta nuestro espíritu llenándolo de un san ­

to regocijo. El servicio que para esta ocasión tiene reser­

vado la Iglesia, infunde singular ternura en los ánimo ~.

sobrecogidos de inspirada piedad. Nunca la música es ca·

paz de producir mayor ni más profunda impresión que

cuando rompen el aire las armonías de un gran co~o de

voces acompañadas por el órgano poderoso, haciendo vi

hrar las bóvedas de una basílica con las triunfadoras no·

tas del himno de Navidad".

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CUADROS DE COSTUMBRES 99

-Sea enhorabuena, contestamos al empecinado inglés, que parece ser hombre de calzas atacadas; y así y todo siempre nos quedarán los humillos de haber tratado de espigar en el mismo campo en que el autor ele la vida de Colón recogió tan opima cosecha.

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JUAN FRANCISCO ORTIZ

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MOTIVO POR EL CUA.:.

Cuentecillo al galope y al paso.

Al saberse por ahí que vivo soltero, en un país en que

los hombres y las mujeres están en proporción como , l ,.

uno a siete, pensará .:ualquiera que soy un hombre sin

corazón y sin pasiones, un misántropo aburrido de la exis­

tencia, o un para-poco, que no he tenido valor de decla­

rarle a alguna beldad mi· atrevido pensan1iento; pero ¡vo­

to a bríos! el que lo piense se equivoca de medio a me­

dio. Verdad es que dejé pasar mis moced~rles sin pcnrar <'n

el matrimonio, como lo hacen mucho~. pero luégo, ha­

biendo sentado los cascos, volví a mirar a mi alrededor, y

púseme a escoger la mujer que pudiera convenirme, te­

niendo en cuenta mi pos1ción social, mi genio y sobre to­

do mi gusto. Ofrecióse desde luégo a mi vista la romántica Julia; pe­

ro Julia, la de breve y donosa cintura, sabía más que yo.

¡Tate! dije, ¿cómo podré sufrir a mi lado una. mujercita

,bachillera? Eso no en mis días, y salté co~: la música a otra

parte. En pos de Julia vino Delfina; Delfina, la encantadora

Delfina, la de los brazos de nieve, la i'el mirar atrevido,

la de la boca de rosa; pero Delfina era muy rica, y lo ' on'!

para otro hubiera sido un atractivo, para mí era un in­

conveniente; Delfina hubiera podido comprarme, a no

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estar ya rendido mi corazón a sus mimos y a sus caricias .

Esta mujer me hechiza, dije, pero no me conviene, por­que me dominaría completamente, y lo que yo apetezco· es mandar en mis calzones, en mi casa, eo mi mujer, y

Non bene pro toto libertas venditur auro.

Pasaron mis amoríos con Delfina, cual dorada nubeci­

lla por encima del horizohte. En pos de la tarde vino la

noche. No sé si me explico: en pos de Delfina vino una

morena con un lunar asombroso, y con ella la pasé ma­Iísimamente. No me podía ver, me aborrecía. de muerte, y

yo seguía porfiando, cuando salió a la palestra un tercero en discordia, un iayanazo de las sabanas de Bogotá. Me insultó, púsome de vuelta y media, y al fin y al cabo me desafió! Ad{nití el dudo, porque no supiera Paulita que me había escurrido, lo cual hubiera sido dar un nuevo triun­fo a mi rival.

El de¡::afío que me pwpuso el sabanero era en esta for· ma: vea usted qué bárbaro! dijo que tanto él como yo y nu '!~tros segundos montaríamos en los mejores caballos que tuviéramos: que saldríamos al llano de Fucha; que a la primera señal. desatando nuestros re.io~ de enlazar, le echaría yo a él y él a mí bonitamente una lazada al pes­cuezo; que a la segunda señal amarraríamos los rejos a

las cahez<~s de las sillas; y a la tercera meteríamos espuelas a los caballos, y echaríamos una carrera abierta que diera

punto a nuestro combate. Y debo decl::uar aquí, para des­cargo de mi conciencia, que admití tan h~rbaro duelo con

l<l chñada intención de desnucar al sabanero. No se me

ocultaba que yo moriría sin remedio; pero ¿qué le impor•

ta morir al hombre que se ve despreci3.do de su bella, y mw Pl'tá clevoraclo ror la rabia de los celos?

Los padrinos que habíamos nombrado se opusieron a 1Jo ou c> ellos apellidaban un doble asesinato, v. viéndonos fir­mes en el propósito de llevarlo a efecto, dieron parte a la

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CUADROS DE COSTUMBRES 105

autoridad. Temien~o las persecuciones de la justicia, el sabanero se fue para el Perú, y yo para San Francisco de California. · ~ .:...~' ·- :

Al cabo de tres años regresé a la Nueva Granada con algunas águilas americanas en mis baúl~>. ¡ on no poca ex­periencia y tan soltero como me había embarcado en Pa­namá.

Pasados algunos días después de mi Jlegada a Bogotá, y así que hube contado cien veces a mis amigos cuán her­mosa es la bahía de San Francisco, en la que estaban an•

ciados a mi arribo más de ochocientos hnques; después de haberles pintado la Laguna del Pájaro, en el centro de la cual se eleva una gran pirámide de granito, que parece obra de los Genios, y en cuyo alrededor vuelan grandes bandadas de alcatraces; después de haberles descrito las costumbres y los placeres del Sacramento y del San Joa· quín, etcétera, volví al cuento empezado, volví a pens;¡_r en la mujer que pudiera acompañarme en la difícil sencl:c de la vida. Vi cien jóvenes bogotanas a cual más dono­sas, a cual más apuestas; pero la una, que era muy linda, sabía más que yo, la 0tra era muy rica. !J. de más allá un herhecí, y la que m::tnifestaba buen w~·:io tenía una pa• rentela con la cual sólo Satanás se hubiera atrevido a em· parentar: en fin, todas tenían sus graci:ll' , y sin embargo, todas tenían sus peros, y peros de más de la marca. Así fue que al encontrar una niña gorda, blanca, colorada, en la flor de la edad. sin pi.zca de coquetería, pues era ·el mismo candor y la inocencia misma, me figuré que había encontrado un grano de oro, más preci,.,~o que el que ví en San Francisco, que pesaba ciento s~senta libras, cosa asombrosa!

Mi corazón se bahía fiiado en la hiia de un labr<1dor de la Sabana. que tiene una hacienda inmediata a Cit)~ · eón . Mi futurrt. no sabí~ sino leer y mc·rlio escribir. Prw es~ l::tclo no nodía dominarme. Era pobre, porque, aunque su prt.dre tenía unos v~inte mil fuertes, ¿qué podría tocar-

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le a Rosa, que era la penúltima de los veintidós hijos que ale­graban el hogar de don Braulio Ramírn,? Por ese lac' r tampoco podría darme !a ley. Rosa no f'r<'. modista, ni ro­mántica, ni coqueta; era la que me convE':lÍa, era· mujer de mi gusto por todos cuatro costados. Su cuerpo era bellísimo, sus carnes fírmes como el mármol, sus rlientes blancos co­mo la leche, sus cabellos lustosos. del color del carey y sus ojos ¡ay! hablaban al alma.

Yendo días y viniendo días enloquecí de amor por aqu -­lla serrana: no pensaba sino en Rosa, n<' hablaba, no ~r­iíaba sino con la linda sabanera; y el fuego que me de':""­raba el alma, crecía en proporción a las dif1cultades que se me presentaban para verla, porque su p;~.dre era un ¡, bre adusto que no la permitía hablar con alma viviente. ··· me dejaba llegar a su casa. Don Braulio era un sabanero recachamudo, capaz de hacerle perder la paciencia al ~an

to Job, y por fin me sacó de mis casillas. Una vieja fue la tabla de mi salvación. en tan apuradas

circunstancias . La pri;nera misiva que llevó a Rooa m" costó cuatro duros. ¡Oh, pesos de Calif'Jrnia bien emplea­dos! La respuesta que me trajo valía un millón . LarQ';tS horas gasté en descifrar las patitas de mosca de que se

valía la hermosa sabanera para decirme, en sustancia. qu e ya había reparado en mi persona, tanto en el mercado de Punza como en la puerta de la iglesia de Cipacón : y ouc si, como de un caballero debía esperari . .) , eran honrado' mis intentos, no perdiera las esperanzas

Nuestra correspondencia se hizo periódica. v nn . ,h , ..

tante el trabajo que me costaba traducir o adivinar las cl""s terceras partes de lo que Rosa me escribía, exnerim ent;¡ ­ha sumo nlacer al de.'v::ifrar aquel ¡ruirin v, aauellos pali­tos. aquellas patitas de mosca, aquellas barrabasacb ~ nnr usaba la infeliz en vez de la escritura car-tellan::t. F.n una de mis cartas me atreví a decirle que pa~<. ría a h::1 hb r r n •1

don Braulio: pero me contestó que no hiciera tal : aue no fuera a precipitarme; que era preciso aprovechar un m"-

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mento favorable en que don Braulio estuviese de buen humor, y que ella me avisaría.

El tiempo volaba entretanto y mis ansias crecían, cuan­do hé aquí que una mañana me trajo la buena vieja carta de Rosa, en que me decía que ya era,tiempo de hablar con

don Braulio; pero que antes deseaba tener una entrevista

conmigo, y me indicaba el sitio en que podría verla, sin

más testigo que su tía Catalina. Esto fue el 16 de diciembre, día de la primera misa de

Aguinaldo. Debía hallarme, pues, en la quebrada de Los Arraya­

nes, cerca de los grandes sauces que sombrean el lavadero de la ropa, el 17 de diciembre de 185 5, el"tre dos y tres de la tarde, precisamente a la hora en que don Braulio ech;:v ba su siesta acostumbrada.

El que no haya estado enamorado debe suspender aquf la lectura de esta relación, que no podrá interesarte: el que lo haya estado alguna vez, puede continuar.

Mi primera diligencia fue buscar desde la víspera una cabalgadura, y don Timoteo me alquiló un macho retintn , grande, gordo, fuerte, asegurándome que era alhaja de príncipe. Apenas aclaró empren~H mi 'i;, je por la plazu·::­la de San Victorino abajo, con mi ruana pintada, sombre­

ro enfundado, zamarros de león, grande~ espuelas y la zu­

rriaga de ordenanza. A la cabeza de 1a silla llevaba el caucno, y en los cojinetes una pistola, 1'0 paquete ele ci­

garros y media botella de brandy. por si oe ofreciera hacer algunas libaciones a los buenos Genios CJue acompañarían

mi marcha solitaria.

El macho tenía buen paso. ciertamente. y el garbo con que empezó a andar prometía que llegaríamos yo " pf ;: la fuente de Los Arrayanes, antes de la hora señal:]ch .

¡Ah' no hav m1e fiar en las apariencias! Hasta Fontibón no hubo novedad. M{u; all:í. de F r>nt;,

bón el macho metió la cabeza, y se fue derecho a una casa, y no valieron a contenerlo ni el frP.~o, ni las espue-

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las, ni la zurriaga. En el patio de la casa había una cuerda con ropa que estaba secándose al sol; me hizo pasar por allí; la cuerda se reventó, cayó la ropa al suelo, mi som­brero también, el gallo y las gallinas se €'1'pantaron, salió una manada de perros que quería traprme, y yo me de­fendí con la zurriaga; la ventera y su hija se presentaron a insultarme, los indios que bebían chicha en la tienda se reían a carcajadas, y el macho de la trampa a todas estas se había árrimado a la pared, y se estaba quieto, miéntras caía sobre mí aquella granizada de insultos, en parte me­recidos. Yo callaba y sufría. Así que hur.o pasado el chu­basco, metí '· espuelas al retinto para coger el camino; pero ¡qué! mientras más lo espoleaba más se fruncía y más se arrimaba a la pared.

Tuve que desmonta-rme, que desatar .el cabestro y pa­garle a un indio de los que había en la venta para que me arreara el macho. A fuerza de litigo lo sacamos al camino . Monté y seguí sin mayor novedad. Paradas como aquélla hizo el bendito macho unas cuantas antes de llegar a la puerta de Zipaquirá. Esa fue la más considerable. Dos calentanos de Anolaima acudieron a fa':orecerme: el uno cabestreó el macho, en tanto que el otro descargaba sobre éste una docena de zurriagazos que le hicieron muy buen provecho, porque tomó un trotecillo muy suave, tanto, que yo me prometía que aquella sería su última p;¡_rada cuando de repente, sin más ni !Jlás, se paró de redondo el perverso animal en medio del camino .

Se quedó plantado allí como una columna, y no hnho fuerzas humanas que le hicieran cambiar de resolución . Desastillóse la vara de la zurriaga, se volvió pedazos de tantos palos como le dí, le gritaba con todo mi aliento ¡arriba so gran demonio! ¡arriba so macho! ¡arriha p,~ diablo! rasgándole los ijares con las espuelas; pero el ma­cho no se movía, cuando mucho reculaba, como queriew do echarse oara atrás; y fue tanta la brega, tanta la ira que me infundió el perverso animal, que, habiéndome

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CuAl>Rü~ DE co.::n Ul\lrlRES 109

acordado de que venía cargada la pistola, lo condene a lüuerte, resolvr hacer con la alimaña un lynch law, a se­mejan~a de los que vr ejecutar a los yanquis en L..alliúr­

nia. Allá, cuando en despoblado se comt:Le un robo o u a asesinato, los circunstantes, en nombre del pueblo, 1mp1 u visan un jurado, cuya sentencia es eJecutada su1 taruan ~a. irremisiblemente. ¿Qué otra cosa era el macho en m1.>

circunstancias, sino el ladrón de mi dicna y el asesmo dt: mi felicidad? Yo seré el juez. que te concene, diJe, y el verdl:lgo que ejecute la sentencia.

Eché pie a tierra, le quité la silla, y habiéndole ~afado el freno, lo dej~ sólo con el ron~al para ~UJetarlo. ~ayu~ la pistola, le apunté al ojo, a boca de jarro, y ... ~as! La pistola negó, porque el fósforo se había humedecido. Cie­go de cólera, le tiré el arma a los hocicos; y enton<:~:: "

macho se espantó y echó a correr; me cargué al re jo de la jáquima, pero no pude contenerlo; me aa·astró, me revolcó en el polvo y siguió corriendo al galope; y el c<.t · mino estaba desierto, sin alma viviente que lo pudiera at<l jar.

Renegando de mi suerte, del macho, del mulero y de todo el género humano, saqué el reloj y vi. . . la una y veintisiete! Era imposible llegar a Cipacón oportunamente.

Cargué a las espaldas la silla, que me pareció que pe· saba quintales, y me volví triste, sudando, y dado a todos los santos del cielo por no decir otra cusa .

Al primer indio con quien encontré le endosé la car• ga y seguí con él a pie, hasta que un labriego, compade· ciclo de mi desdicha, me alquiló una ye~ua de cargar le· ña, en la cual regresé a Bogotá. El indio quedó encargado de buscar el macho, que al cabo de tr<>s días pareció y fue devuelto a don Ti moteo con un millón de gracias.

El 18 recibí una carta de Rosa, en que ponía en duda m1 amor, por haber faltado a la cita. La contesté al instante pintándole el suceso, y pidiéndole por q•1ien ella era, que me disculpara; puesto que la falta no haría consistido en

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mí, sino en el macho de don Timoteo. Sin embargo, la

sabanera me cast1go privándome por ocho días del l:>'-' ~ · .•

de ver sus patitas de mosca; pues en ;.quella temporaua recibía pero no contestaba mis cartas .

.ti domingo de pascua la v1eja me trajo carta de la en v jada sabanera, en que me decía: "Creo '-!Ue ya estará U o·

ted un poco castigado, y pongo ésta dt>seándoselas mu 1 felices"; y terminaba así: ··t;i puede usted cunseguir una bestia que no se le canse en el camino, Jo espero maña· na a la misma hora y en el sitio que le indiqué, para tra­tar de cosas que quiz.á le interesen".

Bendito sea Dios! exclamé, ¿puede d<iJme mejures pas­cuas la linda sabanera?

Un amigo tenía un macho pardo famoso. Contra mi propósito de no pedir prestado nada a n:J.die, lo quebran­té esa vez;, me humillé, y se lo pedí. Inmediatamente es­tuvo en casa un muchacho trayendo aqt:el soberbio ani­mal, apellidado el Tragaleguas por buen caminador.

El lunes de pascua, muy temprano, mt: puse en marcha para concurrir a la segunda cita.

En el mes de diciembre sonríen los ricios con la her­mosísima Sabana de Bogotá; entonces :!1 color del firma­mento es del más puro azul turquí; la di1atada llanura pre­senta a la vista el encendido verde de la esmeralda; el aire fresco y perfumado restaura las perdidas fuerzas; se sien­te la vida y se respira el aura del placer y de la felicidad. ¿Cuál sería el contento del que, en una de esas mañanas, iba caballero en un arrogante macho a una cita amorosa? Ese era yo que tarareaba unos versos y formaba castillos en el aire: mi corazón estaba de pascua, de g;,udeamus, al ver ese cielo tan puro y esas verdes d~>hrsas llenas de in­numerables vacadas.

El tiempo corría sin dejarse sentir el fastidio, y cuando menos lo pensé el reloj señalaba las dos de la tarde, y el Tragaleguas estaba muy cerca de la quebrada de Los Arra· yanes.

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CUADROS DE COSTUMBRES 111

Al torcer un recodo del camino vi a k lejos en la falda del monte la casa de don Braulio.

Más lejos, dos colinas cubiertas de arboleda formaban la rambla, por donde baja murmurando la fuentecilla de Los Arrayanes, que discurre de un bello prado a otro más bello todavía, cruzando el camino parroquial. Vi por fin los sauces, y sentadas sobre la grama, :1 veinte varas del camino, dos mujeres: una de ellas era Fosa, que se paró al verme pasar.

Estaba vestida de blanco; sus trenzas hermosísimas caían por sus espaldas y casi rozaban el césped de la pradería. Llevaba puesto un, sombrero de anchas alas, ajustado con dos cintas de color de fuego, que flotab.m al aire como los gallardetes de las naves ancladas en la bahía de San Fran­cisco. ¡Qué embeleso! ¡Qué bella aparición! El corazón se me salía del pecho de puro regocijo.

Sofrené el macho para hacer a Rosita una cortesía con mi sombrero; pero el animal siguió sin hacer caso de la brida ni del bocado. ¡Adiós, caballero! me gritó la mucha­cha. Al ir a responderle, piqué al mad-.o con las espue­las. ¡No hiciera tal en mi vida! El soberbio animal arran­có a corcovear. Me tuve en la silla como jinete de la Sabana; de modo que no consiguió sembrarme en el sue­lo, pero no pude contenerlo, porque metiendo la cabeza siguió caminando a un pasitrote que igualaba a la ca­rrera tendida. El viento unas veces levantaba y otras aplastaba contra mi rostro el ala de mi sombrero, que hu­biera volado sin duda a no tener tan apretado el bar­boquejo.

El Tragaleguas bufaba y seguía caminaiJdo corno un des­esperado; de modo que cuando volví la cabeza y miré atrás había traspuesto un montecillo, y no vi ni el humo de la casa de don Braulio.

No tenía a mano la consabida pistola, que a tenerla hubiera dejado en el sitio al macho de Satanás. No me atreví a arrojarme al suelo, temiendo que hiciera conmi-

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go alguna: diablura, y me resigné a espCI ar que llega;an

algunos pasajeros que me ayudasen a cttenerlo; pero el

camino estaba desierto y el macho me alejaba· más y más

de la casa de Ramíre~. Con todo, debo confesar aquí que b vista ele la sa ·

banera me había confortado, y aunque iba hecho una fu ·

ria contra el perverso macho, mi cólera ~e templó refkxio ·

nando que tántas dificultades para vernm aumentarían el

incendio en el pecho de Rosa, y que habl2 ndo inmediata·

mente con su padre acerca de nuestro enlace, no dilataría

en poner remedio a nuestros males. Cualquiera pensará que el macho se pé•rÓ rendido de la

jornada: no, siguió incansable hasta dar con mi persona

en mitad de la pla~a de Anolaima a las cinco de la tarde.

Allí me contaron primores del animal, asegurándome que

si no tuviera el resabio de ser volvedor, no habría dinew

con qué pagarlo. Torné a Bogotá, de donde escribí a Rosa con la india·

correo, explicándole extensamente que me había sido im·

posiblf: contener el macho; motivo por el cual había fa!·

tado a la segunda cita. La respuesta no se hi;;o esperar,

vino al día siguiente concebida en estos términos:

"Si ha creído usted, caballero, que soy alguna de ésas

que parecen nacidas para ser juguete de los hombres, m ·

ted se ha equivocado. "¿Conque unas veces su macho no alcan~a a rendir la

jornada, y otras no puede contenerlo? ; Vaya! me río de

sus disculpas! "Confieso que usted tiene muy buenos modales y sabe

escribir cartas muy bellas Y capaces de alucina; a una

campesina. "No me enojo, y en prueba de mi estimación, le remito

con la portadora esas flores de mi jardín".

-A ver ¿dónde están las flores quE' venían con esta

carta? pregunté a la india.

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CUADROS DE COSTUMBRES 113

:._Aquí, señor amo, me contestó, sacindolas de debajo de su mantilla.

¡Eran unas flores de calabaza! Desde aquella época Rosa no ha vuelto a saludarme;

si la encuentro en alguna parte clava los ojos en el suelo por no verme, motivo por el cual . ..

lié aquí el relato que me hizo cJ sdior \V. \"~"/. c~n abono de su soltería, no hace muchas Lard0s .

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UNA TAZA DE CHOCOlATE

Extraño título, por vida mía! me ded<! don Dieguito. Don Dieguito es una segunda edición de El mozo de buen humor que no pena por nada, gastrónomo por excelencia, y que tiene como de veintiocho a treinta años de edad.

-Sí, por cierto, extraño título, le contesté. -¿Y verdadero? -Verdadero, como usted puede cercicrarse leyéndolo. ¡-Hombre! una taza de chocolate! ¿Qué podrá decir­

nos usted de una ta~a de chocolate? -Ya lo verá usted. ¿Y si son muchas ta~as? ¿Le pare­

ce estéril el asunto? -¡Toma! sí me parece. -Y lo será talvez;; convengamos, sin embargo, en que

una ta~a de chocolate es bebida muy confortable. -Y un manantial de recuerdos, añada usted. -Cabalmente bajo ese punto de vista es que la con-

sidero. Tales palabras se trocaban entre don Dieguito y un

umilissimo servitore, como dicen en Venecia, hallándonos,

los dos solos, en un estrecho aposento perfumado (¡re­niego de sus perfumes!) por el humo del cigarro, en una

de las tardes del pasado octubre. Don Dieguito había venido a verme, como lo acostum­

braba, y sobre mi mesa, enteramente demócrata en lo de estar todo en desorden, vio por casualidad un pliego es-

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116 BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA

crito con el título que lleva este artículo, y de ahí pro­vino su extrañez;a.

Quiso satisfacer su curiosidad, y con previo permiso, comenz;ó a leer lo que sigue:

"Apártense de aquí todos los bebedores de té: hágan­se a un lado los tomadores de café; retírense los que pon­deran el punch; vayan lejos los que acostumbran desayu­I .arse cou agua de az;úcar o de panela, y los que ensalz;an las vi rtudes de la coca. Salgan, he dicho y vuelvo a re­petir, y déjenme solo con el lector, o siquier lectora de este artículo, que voy a des~hogar el coraz;ón trayendo a L" L.c t:d w juicio algunas reminiscencias ya casi borradas de la memoria. Quiero recordar los favores que he debido a algunas taz;as de chocolate.

I

·'En 1810, cuando no había ni asomos de transforma­ción política, era yo umilissimo servitore, un gallardo ra­paz;, de calz.ón de tripe, charretera de oro, media blanca y z;apato de hebilla. Usaba chaleco de brocado y casaca sin cuello, de anchos faldones, y camisa de olán batista, pañuelito de lino envuelto en el pescuezo a manera de corbata; gran capa de grana y sombrero de París comple­taban mi adorno. Blancos dientes, negros ojos animados por una alma de fuego, largas trenzas de negros cabellos, y las mejillas rosadas como un duraz;no y como él pobla­das de un ligero vello, me daban tal preponderancia en las tertul,ias (ento~ces no eran círculos c.omo ahora), que las ~~mas . aplaud1an los donatres de m1 conversación, y las mnas, mocentes como la Galatea qHe le tiraba man­z;anas a Virgilio y corría a esconderse detrás de los sau­ces, me dirigían miradas convencionales (palabra france­s~) que tr~du~ía yo sin equivoc:rme en corredores y jar­drnes. ¡Que tiempos los de antano! ¡oh recuerdos de mis juveniles victorias! Ahora, si me miro al espejo, no me

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CUADROS DE COSTUMBRES 117

conozco. ¡Tan mudado estoy! La cabeza se me ha pd;:v do y parece un melocotón; los dientes se los llevó la tram­pa; la espalda se ha encorvado; los colores se han perdido ; la voz suena ronca y el fuego de la juventud duerme en mí pecho entre las cenizas. Sólo conservo la memoria, y por eso me consuelo con hacer reminiscencias, viendo cuán mudado estoy.

Que ayer maravilla fui, y hoy sombra de mí no soy.

'·¿han visto ustedes en Bogotá, por la Alameda vJe.Ja, una casita de piso alto, que hace poco era del señor Gua!? Pues esa casita con su corredor alto, esa casita que parece de baraja, pert~necía en lo antiguo a una hermosa quinta. El dueño de ella era un canónigo que, después de cantar vísperas en la Catedral, salía infaliblemente todas las tar­des, no a pasearse porque estaba gotoso, sino a ver el paseo del Virrey; y al efecto se instalab<1 en aquel balcón en medio de tres o cuatro señoras viejas, tan gruesas ca­da una como un confesonario, y de cinco o más doncellas de su parentela, muchachonas frescas, coloradas y rol·m­tas. El paseo del Virrey, de los Oidores, Oficiales reales y dcm;Ís notabilidades (dispénsenme ustedes esta otra pa­labra que tampoco se usaba entonces), era en coche, con acompañamiento de lacayos y de alab:uderos. Aquellos buenos viejos se daban toda la importancia posible, sabían gastar sus reales dándose gusto; y aunaue muchos eran hijos de las favoritas o sobrinos de los Grandes de Espa­ña de primera clase, pasando a Indias represent~ ban su papel principal: porque en aquella época no había elec­ciones de Presidente, ni sueldos retenidos. ni deuda públi­ca, ni revoluciones periódicas. ni libertad de imprenta pa­r't decirnos unos ;t otros pícaros, ladrones. horrarho• v asesinos, finezas que son ya moneda corriente, pero que no dejan de perturbar el espíritu. Entonces los ladrones

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no robaban con la ley en la mano, ni lc,s usureros daban

dinero al seis por ciento, ni los Congresos. . . Entonces

eran comedidos los amantes y gastaban algunos rodeos y

circunloquios: ahora van al grano, con bayoneta calada,

entonando el marchons! marchons! de la Marsellesa.

"Pero mientras me salgo ele la cuestión, como si fuc-q

ya diputado, el señor Virrey pasa en su coche con toda la

Corte para volver a Palacio a refrescar (que entonces se

comía a la hora de comer) y para asistir más tarde a nír

a la Cebollino o a la Nicolasa. El Can0nigo tenía dadas

órdenes perentorias, y era obedecido, pues los criados de

aquel tiempo ¡ésos sí que llame usted criados! sin haber

estudiado el Contrato Social ni Los Mi~terios de París.

Apenas el séquito de su excelencia había regresado, cuan­

do se oía en el corredor del Canónigo, como un redoble

guerrero, el sonoro batir de los molinillos, y dos negras,

como dos gallinazos, muy prensadas y cubierto el pecho

con sus blancas líquiras, salían trayendo los humeantes

pozuelos de plata con exquisito chocolate, molido en las

monjas (vea usted si las monjas sabrán moler o no), ser­

\·idos en platillos de plata, y a veces en cocos con pie del

mismo metal. La jícara se alzaba orond2 al lado del que­

m del Rabanal. o de las sabrosas tostadas de pan con man­

tequilla, y todo sobre sus respectivas -~<>rvilletas. Venían

después los ricos bocadillos de Vélez v PI dulce de duraz­

nos, y encima un jarro de agua de la quebrada del Ar­

zobispo. "Daban las seis, v ;el toque de Oraciones, Anp.elus Do­

mini, decía el Canónigo, y toda su familia rezaba devo­

t;unente, lo que ahora no se reza, v rodE:-ado de dueñas y

rlr rlcmcelbs regresa h;¡ a su ras::t. Entre aquellas iAvenes

hahía una que interesaba mis afectos, y cuando al descui­

d;to nodía darle una rosa, o estrecharle una mano ¡~rrc

vieio' me contemplaba más feliz que el Canónigo con toda

~11 renta, y que el señor Virrey ron toe:! a su pompa. A 1-

gunas veces comí con ella el dulce en un mismo plato,

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CUADROS DE COSTUMBRES 119

oh! qué dulce tan dulce! y bebí el agua en un mismo va·

so, tocado antes por sus labios, más lindos que las flores!

¡Oh chocolate del señor Canónigo, enlazado con los re­

cuerdos de mi amor! ¿Cómo es posible qu(' yo te olvide?

11

"Vino la patria (mal dicho, la patria estaba en casa,

como una cosa perdida), vino la libertad, vino Nariño,

vino Baraya, vinieron los venezolanos el año 14, vinieron

los godos el año 16, en fin, vino la r('volución, que es

como decir que vinieron todos los diablos juntos; y yo

que me hallaba metido en la danza escapé, por un prodi­

gio, de que me hiciera arcabucear en la Huerta de Jai­

me don Pablo Morillo, teniendo que asilarme · en la ciu­

dad de los barrancos, quiero decir, en la ciudad de Tun­

ja. Tun ja no es una bella ciudad; pero es hospitalaria,

abundante en víveres, y ciudad donde saben moler muy

bien el chocolate y prepararlo con primor. Era mocetón,

con la sangre caliente, y no podía sufrir el encierro a que

estaba reducido. Corría el año 19, y ya se barruntaba al­

go de la venida del viejo Bolívar. Así e¡; que bonitamen­

te me salí.W de mi escondite para ir donde una tía que Dios

me dio en aquella ciudad, que tenía un;. hija, tunjana al

fin donosa en extremo. Mis visitas eraFJ por la tarde y

sie~pre a horas de chocolate. Mi tía se confesaba con un

fraile de San Francisco, que la visitaba con frecuencia pa­

ra hablar de la Patria, pues en aquel tiempo todos éramos

patriotas prácticos: ahora es cuando se usan los especula­

tivos. "Me parece que estoy viendo el cu~rtito donde tomá­

bamos el chocolate. Fray Pedro, gordo v corpulento, esta­

ba sentado en una butaca; mi tía sobre un cojín, tenía

delante una mesita en la que hacía cigarros. Los que usa­

ba fray Pedro eran descomunales, de cuatro pulgadas de

largo y una de diámetro. Clarita, en el hueco de la ven-

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t 20 BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA

tana, escarmenaba algodón con sus manos más blancas que el algodón mismo, y sus ojos picarísimos mantenían con

los míos un diálogo continuado. El viento de Runta do­blaba los tallos de los flores que había el' el balcón y ha­cía temblar las hojas de una pasionaria (curuba) que re­

verberaban con el sol de la tarde.

"Después que fray Pedro nos habh referido algunos

cuentos de duendes y aparecimientos del enemigo malo,

decía mi tía con su voz ronquilla, que me parece que es­

toy oyendo (Dios la tenga en descanso) : niña, andá a fa

dispensa y trenos el chocolate, que me quieren dar estas morideras. Bajaba Clarita y volvía en breve a servirnos ella

misma el refresco. Al religioso se le olvidaban los duen· des y los diablos en presencia de una gran taza de loza rebosando de chocolate, que se encajaba su paternidad muy reverenda con una torta y dos almojábanas de Tun­ja, que es cuanto puede decirse (cuanto puede caber en un almofrej), ración cumplida para seis prelados benedic­tinos, hubiera dicho Moratín. Después st metía con una cncharita de naranjo un platillo de melado en el cu;~l ha­

bía desmoronado, con el índice y pulgar de su mano con­fit!!rada, media libra de queso de OcuRá ; hebíase un jarro

de agua de La Fuente, y empezaba a chupar uno· de aque­llo ~ ci¡prros monstruos, oue ni JTiás ni menos parecía

que tuviese un tizón cogido con los labios; y mientras su

paternidad conversaba con mi tía de que Bolívar estaba en Paya, y que venía con Rondón, Carvajal, Anzoátegui

y los otros héroes de Boyacá a matar a esos pícaros go­

dos. yo aprovechaba los momentos con Clara. ¡Clara! cu­

v:t imagen hace palpitar todavía mi corazón, después de

tántas navidades; sí, me acuerdo de las tazas de choco­

late!

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CUADROS DE COSTUMBRES 121

111

"Pasaron los años y Clara se casó, como se había ca­sado la sobrina del Canónigo, por aqnrlla regla general que dice: no hay real que no pase, ni mujer que no se case; y quien las vea hoy y recuerde lo que fueron, no las conocerá. ni por el forro. Yo, servitore umi!issimo, co­mo la hormiga siempre cargada con su hojita, he ido an­dando, abrumudo con el peso de mis recuerdos.

"Siempre me ha gustado cultivar la ¡;ociedad de los li­teratos y de los artistas. En 1840, año que no deja oué desear en punto a revoluciones, contraje amistad en Bo­gotá con mi caro Manuel, oriundo de Zipaquirá, a quien arrastró el viento de la revolución a playas extranjeras desde su tierna infancia·. Manuel es hombre de orden, mPtódico como un iesuíta y patriota como un nurita no. Ama las artes con delirio, y como hiio OP vizcaíno, tiene una probidad y una buena fe a la antigua, que no le sien­t<l mal con lo.-; <1 nteoios. el peinadn a la mnch v levita cor­tada por los últimos figurines de París . Manuel es un sol­terón apreciahle, si los h<1v, y nuestra amistad se estre-chó con algunas tazas de chocolate.

"Mis visitas eran nocturnas; Manuel escribía para los neriódicos; me leía a veces sus trabajos, y quería que yo le leyese los míos, que no están escritos. En una pieza sen­cill~t.,,nte ~rnnehlada. cerca de una mesa de m~rT"lol hl~n ­co, dos m)lllidas poltronas nos recibían oo sus brazos, a él con su levita y sus anteoios, y a mt Pmbozado en mi rat'~ . Una l~mpara encima de b. mes~ <0n °11 vrbci"r rlr p;tpel a la chinesca, como una gasa "util, disminuía los re­flejos de la luz haciéndola más suave. Allí nos agarrába­mos a pico. como suele decirse, v Manuel me hacía nedir cacao, hablándome en italiano y levéndn ...... ~ en inglés in­trn>o<~nte .c; élrtírulo~ de los diarios oue acabaha el" recih;r. Allí me leyó las Silvas a la luz, y emhelesado, extasiado, gozaba un placer interior tan vivo que tlO sé cómo expre-

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122 BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA

sarlo. La poesía es una lengua aparte, que no todos en­

tienden . Y o deletreaba apenas algunas voces. "Manuel se levantaba, y apretando el resorte de una

c;¡_mpanílla de sobremesa, resonaban tres martillazos has·

ta los últimos aposentos. Al instante se presentaba un

criado trayendo una mesita, cuya tabla pintada al óleo

entretenía la vista con un paisaje muy lindo. Dicha mesa

se cubría con dos tazas de chocolate, queso salado, pan

francés, riquísimo dulce de almíbar y copas elegantes con

agua cristalina; servido todo con una coquetería, como de­

cía Manuel burlando, o con una delicadeza extremada, co·

m o digo yo. Cada sorbo de chocolate iba alternando con

un chiste, con una ocurrencia feliz, con algún recuerdo de

la hermosa Cuba o de la bella Caracas, ciudades en que

Manuel ha residido por mucho tiempo. Debo, pues, a

las tazas de chocolate que nos embaulamos, a las ocho de

la noche en punto, mucha parte de 1<>. ;;.mistad de Ma·

nuel.

IV

"No hace mucho que estaba yo, umilissimo servitore, haciendo de enfermero. Rosana estab.t convaleciendo de una grave enfermedad. Ya habían vuelto las rosas a her­

mosear su cara; ya ::;us ojos, lánguidos siempre, habían

recobrado su antigua brillantez, ya no E'StJ.ba flaca ni ex­

tenuada cual la vimos un día. Rosana tiene el cabello

corto, todo rizado, primorosamente rizado. Su cabeza no

tiene más adorno que los manojos de cn·¡:pos cabellos que

le caen por el cuello y por las espaldas; los cabellos ne·

gros como el azabache, Y las espaldas y los hombros blan­

cos que parecen de mármol exquisito. ·Ojalá no fuera

también de mármol su pecho! La luz de una esperma,

puesta sobre una consola, se reflejaba de un espejo tan

grande como la joven que en él se mir:1ba, esparciendo

su benigna claridad en un dormitorio perfumado con la

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CUADROS DE COSTUMBRES 123

esencia de los jazmines, puestos en grandes jarras de Chi­na sobre la mesa. O na cama de caoba, cubierta con un pa­bellón de raso color de rosa, que la envolvía toda como con una gran capa de seda, era la de la enferma. Al lado, sentadas en taburetes de paja, estaban varias amigas, y un joven cerca de la cabecera estaba leyendo unos versos compuestos exprofeso para la habitadora de este retrete, quien los oía con gusto y a veces interl".Jmpía con una es­trepitosa carcajada. A las once se tomaba el chocolate d~ la despedida, a la catalana. Una jícara muy pequeña, y muy espesa, oliendo a canela, y dos rebanaditas de pan tostado; encima un vaso de agua; y la escena se cerraba con decir:

-Que mañana la encuentre a usted mejor, Rosanita. --Gracias, Santiago, gracias .. -Que duerma usted mucho. -Y usted también. "La viveza, la graci-t, el talento natural de Rosana, sus

infortunios mismos, me interesan por ella, y aunque es planta muy rara la amistad sin interés, soy su amigo sin más aspiraciones. Es tan chistosa como una andaluza, y tan despreocupada como una francesa. Muchas veces, al dar las once de la noche, me acuerdo del chocolate que tomaba en casa de Rosana.

"A.o,í es que a esta exquisita y deliciosa bebida debo buenos ratos, varias <'.mistades, muchos consuelos y al­gunas inspiraciones. Los botánicos llaman al cacao Theo­broma. que en griego quiere decir bebida de los dioses, como lo saben mis lectores perfectamf:'nte. El de Cara­cas se ufana con su 11ombradía. En nuestro país, el de los valles de Cúcuta, el de los llano~ Cf:' Neiva, el del Cauc~. y el del Magdalena, obtienen la preferencia. ¡ Oué ;q:('radable es rascar a la sombra de eso.c; cacaotale~ t~ n frn11dosos (porque el cacao se siembra a la sombra de las crihas y de otros árboles que lo protegen con sus exten­didas ramas) y ver los montones de mazorcas (bayas) que

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son el patrimonio y la riqueza agrícola de tantas familias! "El chocolate es bueno para lod enfermos y para los

.<anos: niños y viejos lo toman a p9rfía. El viajero en la

Nueva Granada siempl'e lleva algunas pastillas en el co­

jinete. El fraile P.iensa en el chocolate c1ando canta vís­peras, los empleados se refocilan de vez en cuando con

una tacita; y para la jaqueca, para el crmstipado, para el

dolor eJe muelas, para todo mal, el chocolate es lo pri­

mero. El chocolate es una panacea universal, es el conso­lador de los afligidos. Al fin de un baile ¡_quién apetece

otra cosa sino un pocíllo de chocolate7 ;,Y al fin de una partida de juego? Chocolate. Y despu{s de un temblor, el hombre aterrado y sin saber dónde está, lo primero que hace es pedir chocolate. Con una. taza de chocola­te el escritor público toma fuerza; el orador que toma una

jícara, antes de subir a la tribuna, es €'!ocuente, sus pen­samientos adquieren cuerpo y vida. ¡Infeliz el que bus­que sus inspiraciones en el licor! Perderá los estribos. El poeta, el músico, el pintor, cantan, tocan y pintan con más gusto si se han saboreado con un<>. taza de choco­late: sí, del chocolate celebrado por el Metastasio y por nuestros paisanos Marroquín y Gutiér'!:Z. El señor Ai­guals de Izco ha propuesto recientemente el gran proble­ma de huevos o chocolate, y tuvo quf. decidirse al fin porque se deben tomar ambas cosas, d;mdo a conocer así su buen gusto .

"Pero así como el buen chocolate merfce todos los elo­

gios, hablo de aquel que es molido con ateo, y al que se

le ha puesto su proporcionada cantidad de azúcar bien

blanco, y su poco de canela, clavos, v?..i.1illa o nuez mos­

cada; hay una purga malísima que se usurpa el mismo

nombre, y es una bebida insípida y m:¡Jsana. Hay perso­

nas que primero se levantarían de la cama sin persignar­l'e, ¡cosa horrenda! que sm tomar una jíc;:tra ele f' hoc0 !a ,

te; y provincias en que se toma much:ts veces al día, a

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CUADROS DE COSTUMBRES 125

pique de que empalague; pero no haya cuidado que tal suceda con una bebida tan nutritiva y agradable.

"¡Feliz aquel a quien no le falta una jícara de buen chocolate! ¡Feliz el pueblo donde hay una chocolatería bien establecida! y más feliz yo, si ... "

Don Dieguito interrumpió aquí su lectura para decir­me que le habían entrado ya ganas de sorberse una taza de chocolate. Fue servido inmediatamente, y me pidió es­te artículo para publicarlo. Yo lo dejé hacer, seguro de que en toda sociedad de tono el chocolate es bien recibí· do, y que este artículo de costumbres tendrá muchos lec· tores; y me atrevo a decir de costumbres, pues sin disputa la mejor, la más general y la más inoceute de todas es la de tomar chocolate.

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JOSE CAICEDO ROJAS

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• EL l'IPLE

La música, tomada en su sentido más lato, es casi coe­tánea con la creación del mundo; a lo menos así debemos suponerlo. Dotado el hombre por su CrPador de ese ór­gano que después han llamado laringe. f•rgano que, auw que de una sola flauta, había de servirle para expresar todos sus sentimientos y todos los afc:rtos de su alma, nuestro primer padre por una inclinacié>n instintiva debió hacer algún uso de él. Cuál fuera ese uso es cosa que na­die podrá decir; a lo menos nosotros no podremos asegu• rar a punto fijo si los pnmeros cantos de Ad~ n scrí;m lia l­ces modulaciones, o graznidos desapacihles corno los del cuervo. De seguro no eran arias, ni cavatinas, porq u..: C! t ·

tonces no había Lucías, ni Julietas, ni Normas, ni mucho menos Barberos: quizá esos cantos prin:itivos se parecían algo a los modernos recitados de nuestra~ óperas, que, co­mo todo el mundo sabe, son cantos ad libitum, sin medi­da ni ajuste . Nada, pues, se puede asegurar en el particu­lar; pero si alguno preguntase con formalidad si nuestro padre Adán cantaba la Atala o el Corsat-io, yo le diría re­dondamente que no, sin temor de equivocarme. Si algu­no otro, algo más iniciado en los misterios musicales, me preguntase si la voz de Adán sería de bajo, de tenor o de barítono, le respondería francamente que ignoraba el con­tenido de la pregunta; y que por lo mismo tampoco po­dría decir si la voz de Eva era de soprano o de contral­to; si resonaba en las selvas encantadas del paraíso como el canto del jilguero o como flullidos del mono ; pero

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que sería más dulce que la de su amaPte, eso no admite'

duda; y que los dos cantarían a dúo, casi, casi se pud1era

asegurar. Mas para un simple artículo de periódico hemos toma­

do el asunto de muy atrás; ni más ni menos como si pa­

ra cantar la guerra de Troya nos hubiéramos remontado

al nacimiento de Elena, cosa que no le habría gustado mu­

cho al viejo Horacio. Pero una cosa hay cierta, y es que desde la más remo­

ta antigüedad la música existe: desde los tiempos fabulo­

sos hallamos este elemento de la vida espiritual: desde Or­

feo, desde Tracio, desde Mercurio, desde Tuba!, desde

Cadmo. Y si salimos de la historia y del mundo visible

para remontarnos al mundo de los espíritus celestiales, la

hallaremos desde que Dios habita en el cido.

"Todos los pueblos, aun los más bárbaros e incultos, han

tenido su canto y sus instrumentos pecul:ares que han in­

ventado desde los primeros tiempos, y l<i mayor parte de

los cuales han quedado sin perfeccionarse a pesar del

transcurso de los siglos. Los israelitas, para no ir tan le­

jos, conocieron la lira o arpa, mencionada. en el capítulo

V del Génesis con el nombre de Kinnor: el hagub o flau­

ta de Pan (vulgo capador) . Los egipcios conocieron la

flauta sencilla, el photinx o flauta curva . Los frigios, el

trigone o arpa triangular, y el psalterium para las ceremo­

nias del culto. Los griegos tuvieron, además de algunos

de éstos, el cistro. Los romanos el heptacorde, la buccina o

bocina, y la cítara de que tánto han hablado los historia­

dores. En el Indostán se inventó el vina. Los mejicanos

usaban el huehuetl, el teponaztli y el ajacaztli. Los cafres

el lichaka. En fin, para no cansar con antiguallas, los espa:

ñoles han. tenido la vihuela o guitarr~; y entre los galie­

gos la gatta. Los escoceses una especte rie gaita también

cuyo nombre particular no recordamos ahora. Los chino~

tienen el bisen, el kin, el gong Y el ching. Los turcos el

keman, el ajakli-keman, el sine-keman, el rebab, el ghlrif

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CUADROS DE COSTUMBRES 131

y otros varios. Tod¿s estos instrumentos nacionales, aun más que el carácter y el dialecto de los pueblos, han pa­sado intactos de generación en generación y al través eJe las vicisitudes de los tiempos .

En América, y particularmente en la Nueva Granada, tenemos el tiple o bandola, que es una degenración de la vihuela española, importada en estas regiones por sus pri­meros pobladores, entre los cuales no dejaría de haber al­gunos barberos, contrabandistas y demás gente del bron­ce, de aquella que en las calles de M álaga, C ádi4 o Se­villa se sola4a con su bandurria, sus castañuelas y pande­ros.

El tiple, decíamos, es una degeneración grosera de la española guitarra, lo mismo que nuestn•s bailes lo son de los bailes de la Península. Para nosotro., es evidente, es fuera de toda duda, que nuestros baile<; populares no son sino una parodia salvaje de aquéllos.

Comparemos nuestro bambuco, nuestro torbellino, nues­tra caña, con el fandango, las boleras }' otros, y hallare­mos muchos puntos de semejanza entre ellos; elegantes y poéticos éstos, groseros y prosaicos aquéllos; pero herma­nos legítimos y descendientes de un común tronco. ¿Que es, en efecto, el bolero español sino el baile de una o dos parejas que al son de una ronca guitarra y al compás de un pandero, mueven el cuerpo con ekgancia y gracia y ejecutan pasos verdaderamente airosos y pintorescos? ¿Y qué le falta a nuestro bambuco o torbellino (que bien me­rece tal nombre) para imitar grotescamente este baile? Una o dos parejas salen a bailar en medio de un corro de candidatos terpsicorianos: un alegre tiple suple la guita­rra: un pandero suele acompañarle: el canto afinado y compasado de los mismos músicos tiene todos los caracte­res de las alegres seguidillas X de las picantes malagueñas; y en fin , para que nada falte a la semejan4a de esta cari­catura, el alfandoque o chuchas con su ruido áspero y se­co, hace las veces de las castañuelas, qne en vano inten-

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tarían manejar nuestras ninfas vestidas dt: frisa, bayeta o

fula, para las cuales el arte de la crotalogía es enteramen­

te desconocido. Ni en conciencia podrían ellas atender al 1edoble y repiqueteo de Jas castañuelas, siéndoles for¿;oso

emplear ambas manos en remangar las largas enaguas, in­

conveniente que no tiene el corto zagakjo de las manolas

y bailarinas Je teatro. Hasta el z,::tpateo que hacen con

las quimbas nuestros calentanos, tiene no sé qué olorcillo

a jota aragonesa, o al zapateado español. La diferencia, pues,

que hay entre unos y otros bailes está en el modo y no

en la cosa: las formas lo hacen todo. Los majos del bolero

visten rica y elegantemente: el raso, la seda, el oro y la

plata campean profusamente en sus lindos vestidos: sus

movimientos son suaves y voluptuosós, y no respiran sino

amor y deleite. Nuestras parejas campestres, vestidas gro­

sera y toscame.nte, dejan a un lado la mochila, la coyabra y los plátanos; y arremangándose la ruana al hombro, em­prenden al compás de la música sus estúpidas vueltas y

sus extravagantes contorsiones, con las cuales más pare­ce que van a darse de mojicones que a hailar. En nada se parece una camiseta a la chaquetilla de terciopelo con ala­mares de plata de un majo; en nada se semeja una camisa calentana de tira bordada, al jubón ajustado que ciñe el

talle flexible y esbelto de una manola; en nada, unas ena­

guas de fula az,ul con tripas de pollo y arandelas, al pica­

resco zagalejo que, bajando dos pulgadas de la liga, deja

ver un::t p::tntorrilla torne::tda y cubierta por una fin::t me­

dia de seda; en nada, finalmente, el aliento aguarclientoso

o el tufo de la chicha, a los perfumes con que se peinan

y acicalan los majos del bolero. Volvamos al tema que hemos enunciado: nucstr·o tiple

es una _degeneración informe de la vihuela: un vestigio de

las ant1guas costumbres penmsulares mal aclimatadas en

nuestro suelo, vestidas casi siempre con el traje indíge­

na, y caracterizadas con el sello agreste de nuestra Amé­rica, vestigios que están connaturaliz,ados con la índole y

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geni9 de nuestros pueblos, como ha su,eclido con el dia­lecto o habla corrompida del vulgo, y ,oon mil otras co­sas. ¿Qué es lo que no degenera y se corrompe en nues­tro continente?

El tiple es un instrumento pequeño y scnciilo; tan pe­queño como dulce y agradable al oído o En vano intenta­ríamos definir las sensaciones que experimenta el senci­llo habitante del interior d~ la Repúblic<•. al oír el rasguea­do de una mano diestra erf las cuatro c•1e1das de un acor­dado tiple o Placer intenso, alegría, excitación nerviosa, recuerdos indescifrables de épocas pa~adas y de lugares lejanos, melancolía, ternura, propensión <1l baile y al bu­llicio; todo esto, pero no ' Se sabe a purtto fijo qué, des­pierta el alegre són de un tiple . En la ciudad recuerda el campo y sus pJaceres: en el campo recuerda la algazara de las poblaciones. Oído de lejos en una noche despejada y tranquila, cuando el viento duerme o ;,ólo nos trae sus gratos sonidos una aura tímida, nos d<t la idea perfecta de la grandeza de la ;;oledad, nos transporta, como e! can­to de la rana, a regiones extrañas y solitarias, nos hace sa­horear algo tan apacible y tan dulce como un amor rmrn . Cuando se halla uno en fiestas en algúr. pueblo de tierra caliente, y al acercarse ya la aurora se retira a descansar, si alcanza a oír a lo lejos el canto tristP y expresivo de un bambuco femenil acompañado de Ul" nar de tiple.o, cree uno ver entreabiertas las puertas del cielo y oír en medio ele! silencio y de la calma de la natur;:1Pza los preludios de algún coro de serafines. ¡Extraño poder el del tiple! ¡Oculta magia la de ese canto sentido, aunque monótono! No sin razón se priva al pobre soldado que sale a campa­ña, de llevar y acariciar este fiel comr~ñero de sus nr· nas y fati¡!as. l"Ues se h<t ohsenr~do casi constantP.mrnte que el sonido de un tiple ocasiona alguna deserción en nnestras tropas. ¡Recuerdos de la tierra . inevitables y po­derosos! ...

El tiple, hecho toscamente de madera rle pino, sin pu-

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limento ni barniz, no excede en su mayor longitud de dos

tercios de vara; los :nás pequeños tienen poco más de

uno. El mástil o cuelo ocupa, por lo regular, más de la

1n 't;td de esta extensión, y en él se hallan incrustados lns

trastes de metal o hueso, cuyo número varía mucho; pe­

ro no siendo de uso sino los dos o tres más cercanos a la

cejuela, en los demás poco se curan los fabricantes de co­

locarlos a distancias convenientes y sew.Jn las reglas de

la guitarra. Por lo regular llevan cuatro cuerdas de las

(111r .~e fahrican en el país; algunos suelen tener cncord~do

doble, pero es más común el sencillo, estas cuatro cuerdas,

t~n altas o agudas como lo permite la extensión del ins­

trumento, están templadas como las cuatro primeras de la

guitarra: mi, si, sol, re; pero siendo demasiado grave esta

última para que pueda distinguirse con cbridad su sonido,

se requinta ordinariamente, bien subiéndola una octava

hasta re agudo, o bien agre!:{ándole otra cuerda unísona

con ella. Suele templarse de alguna c,tra manera, pero

ésta es la más común y usada. El Torbellino, más comúnmente conocido en las pro­

vincias del interior de la Nueva Gran:~da, tanto en los

países fríos como en los cálidos, es un aire en tres movi­mientns ráridos. de suerte aue es tanto o m~s allegro (!He

los valses alemanes; y puede muy bien valsarse éon él.

Cada uno de los tres tiempos consta ·:le dos notas de

igu;:l valor, y cada una de ellas es el acorde completo de

una octava, ya en la tónica, ya en la (Uarta. alternando

con la quinta. Los tonos más comunes del torbellino, que

siempre es en el modo m~yor, son do, re. sol, la. El juego

de la mano derecha consiste en rasguear alternativamente

cnn cuatro dedos para abajo, y con el pt>lgar para arriba.

Pero hasta aquí sólo hemos hablado del torbellino co­mún, que no es otra cosa que un verd::~dero acompaña­

miento del ale17.re canto de este nombre. J P'ual cosa suce­

de con el bambuco que se rasguea en el tiple, el cual, con

el mismo aire y la misma construcción y compás, se toca

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CUADROS DE COSTUMBRES 135

siempre por tono menor, siendo los más comunes

mi, re, la. En el canto, que es mucho más melo­

dioso, tiene regularmente una parte en mayor, siempre

en el relativo, la cual, contrastando con la parte menor, lo

hace más triste y melancólico de lo que en sí es. La im­

presión que causa en el ánimo la música del bambuco está

ya perfectamente definida: es una alegría triste; o tam­

bién pudiera decirse, una tristeza alegre, y la cuestión se­

ría de colocación d~ las palabras. El torbellino, por el con­

trario, es todo alegría, todo animación, todo vida; es una

especie de tarantela que incita a bailar y cantar, con un

poder mágico irresistible. Si en tiempo de Homero hu­

bieran existido el tiple y el torbellino, €'1 poeta griego sin

duda habría repres!lntado a sus dioses en bullicioso co­

rro, riendo y cantando en rededor de dos tiples bien ras­

gueados. Es muy común que se junten una bandola y un tiple:

la primera puntea, o lleva el canto obli~ado, mientras que

el tiple la acoml'aña de la manera que hemos dicho. Si

a esto se agregan dos buenas voces de hombre y mujer

bien entonadas, queda completo el rústico concierto. La

bandola es un tiple algo más ilustrado: la diferencia con­

siste en que aquélla suele tener el buque, o parte poste­

rior de la caja, formado de la concha de un armadillo o tor­

tuga, y en que las cuerdas, en vez de toci\rse con los de­

dos, se puntean con un pedacillo de c::tñón de pluma. de

cuerno u otra sustancia semejante, a manera de uña lar-

ga (1).

(1) En los diez y siete años que han transcurrido des­

de que se publicó este artículo en El Museo hasta hoy,

el uso de la bandola se ha generalizado mucho en los esta­

dos del interior, entre todas las clases de la sociedad. Es­

te pequeño instrumento se ha civilizado, no sólo en la for­

ma, sino también en el empleo que de él se hace: tandas

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Los tiples más acreditados son los que se fabrican en Chiquinquirá y en Guaduas, de donde suelen sacarlos por car c:as, como las papas, para expenderlos en los pueblos principales. Suelen hacer algunos con más esmero y lujo que los comunes, de madera de granadillo u otra más fi­na, con embutidos y otros adornos. Aun .~e ven en algunas casas antiguas de Bogotá tiples de estos que llamaremos aristocráticos, y que en tiempos más felic.e!. han sido pun­teados por blancas y delicadas manos.

Para ciertos hombres del campo que llevan una vida errante de pueblo en pueblo, el tiple es tm compañero in­separable; en los caminos, en las poblaciones y aun en las calles mismas de la capital se les encuentra departiendo alegremente, con la mochila a la espald1 v el tiple por de­lante. Estos rústicos dilettanti primero se proveen de cuer­das que de ninguna otra cosa. En las ve11tas y posadas ~e ~uscan y se juntan para templar acordes sus t iples, y

dando la vuelta a la totuma colorada dE' Timaná, ento­nan con sus voces broncas aquello de

Hay ojos que dan enojos, hay ojos que congracean, hay ojos que con mirar consiguen lo que desean .

En tocl0s los nucblos de alguna consideración, y par­ticnbrm pnte en los de tierra caliente, es muy com(m h;¡_­llar los domingos por la noche grupos dr personas de am­bos sexos, que, sostenidos por el guarapo, y alentados por

enteras de valses alemanes, polkas, mazurkas y demás ai­res al orden del día se puntean en la bandola, acompañada de un tiple o guitarra; y no es raro que se ha~a uso de él para bailar, aun en salones de buena sociedad . No pue­rlcn negarse los grandes progresos de la civilización ban­dnlcra en nuestro pais. ¿Serán ellos un indicante de otra clase de progresos?

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los humos del anisado, se disputan la palma, como los pastores de Virgilio y de Teócrito, apo;:tando a cuál dice más coplas; aunque sin jueces como Palemón, que les di­gan: non nostrum in ter vos tantas componore lites; ni dis­ciernen como premio del vencedor en PI certamen un ca­yado o una copa dE; encina tallada. Esto!' alegres corros se forman por lo regular en .cierta calle que hay en casi todos los pueblos de tierra caliente, a la cual por un ins­tinto popular se llama en todas partes la. calle caliente: nombre significativo que dice más de lo que nosotros pu­diéramos explicar. Esta es la calle de las orgías dominica­les, y la que primero se habría de quemar si lloviese fue­go del cielo, como llovió sobre Sodoma y Gomorra.

La única monotonía agradable que conocemos es la de estos cantos; y tanto, que al oyente o espectador, como sea un poco aficionado a la música, se le pasan las horas insensiblemente, y también las noches. deleitado con los e-ncantos del tiple y de las voces argentinas de nuestras calcntanitas. Muchas veces el día sorprende a estos canto­res infatigables, que a la luz de la aurora se dispersan y retiran a sus estancias o casas, después de haberse dicho y contestado innumerables coplas, acordes en su senti­do y felicísimas en sus conceptos: muchas de ellas son im­provisadas, pues no es raro hallar entrP- estos mustcos agrestes, destellos de un genio verdaderamente poético. Así es como, sin saberlo apreciar, halhmos realizado en­tre nosotros aquello de los improvisadorE'!' napolitanos .

Como este artículo es escrito especialmente para nues­tros lectores de las provincias lejanas, y quizá del extran­jero, que no conocen bien las costumbres del interior, les damos a continuación algunas muestras, no de las mejo­res, de esta poesía verdaderamente naciunal, belh. por su sencillez, por sus conceptos finos a vece~:. y por el senti­miento que encierran muchas de esas cuartetas. En estas inspiraciones fugitivas, hijas de la naturaleza y de difícil imitación para las personas civilizadas, y aun para los que

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se llaman poetas, es donde debemos buscar nuestra verda• dera poesía nacional y el genio de nuestro pueblo.

Los habitantes de los llanos de San Martín y Casana­re son admirables en el género jocoso, y por rareza se en­

cuentra nada sentimental en sus coplas y ji.caras. En otra oportunidad reuniremos una colección csco.gid<t de todas

estas cantinelas, para darlas a luz. Hé aquí algunas de las

que recordamos en este momento:

Ojos en cuya hermosura descifrado mi amor veo, negros como mi ventura, grandes como mi deseo!

Desde que te vi te amé, y todo fue de improviso: yo no sé qué fue primero, si amarte o haberte visto.

¡Qué alta que va la luna, y un lucero la acompaña: qué triste se pone un hombre cuando una mujer lo engaña!

Tus ojos son dos luceros, tus labios son de coral, tus dientes son perlas finas sacadas del hondo mar.

Me quisiste, me olvidaste y me volviste a querer; y me hallaste tan constante como la primera vez.

Esta calle está mojada, como que hubiera llovido,

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CUADROS DE COSTUMBRES

de lágrimas de un amante que anda por aquí perdido.

Ayer pasé por tu puerta y me tiraste un limón; el agrio me dio en los ojos, y el golpe en el cora4ón.

El árbol de mis amores era coposo y lo4ano: la indiferencia lo heló, los celos lo deshojaron .

Mi mujer y mi mulita se me murieron a un tiempo: ¡qué mujer ni qué demonio~;! Mi mulita es lo que siento.

El amor que te tenía era poco y se acabó: lo puse en una !omita y el aire se lo llevó.

El perder una bonita no es perder ninguna joya: es lo mismo que perder de la jáquima la argolla.

Decís que no me querés porque soy un probe mozo: yo soy como el espina4o, pelado, pero sabroso.

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EL DUENDE EN UN BAILE ( 1)

1

Celebraba don Antonio el santo de doña Pepa, y al efecto preparaba una alegre francachela; pues que, a fuer de caballero, juró, cuando era soltera, que aun después de casada había de hacerle fiestas. Don Antonio no es hermoso, doña Pepa es algo fea; él es brusco hasta el extremo, ella, en verdad, poco diestra en esto de cumplimientos, de sociedad y etiquetas; pero se quieren y basta para su dicha perfecta. Gastan plata y buen hun~or y cuando el día se acerca del Patriarca San José, enton'ces es que comienzan los recaudos y las compras,

( 1) Ot:b<' tenerse en cuenta 'lUe este artículo fue publicado

por primera vez en el periódico citulado •El Duende•. L. E.

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los afanes y carreras para dar un bailecito y preparar una cena; y, aunque una vez; en el año, esto siempre lisonjea a la chusma de pipiolos que a costa de la pareja bailan, comen, se trasnochan, se divierten y recrean, y de los cuales no ha y mied¡, que ninguno lo agradezca. Uno de éstos soy yo mismo . yo,, que de la amable Pepa soy amigo desde el año mil ochocientos cuarenta, en que un su primo halló en casa buena acogida y franqueza, cuando andaba perseguido por causa de las revueltas. Mas esto no viene al caso: sigamos con doña Pepa. En semejante ocasión, como lo dice ella mesma, será don Pacho el primer chicharrón de la cazuela.

Me preparaba a salir, pues urgentes diligencias me llamaban a la calle, ':Uando tocan a la puerta.

II

-¿Quién es?-Soy yo-¿Qué decía'

-Que si estay mi amo don Pacho, -Ai está; dijo el muchacho -¿Cómo le va? ¿Qué queri¡¡.?

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CUADROS DE COSTUMBRES

-Que le espachaba a decir mi señora doña Juana que es su señor, que maña:1a tenga la bondad de ir, porque tiene una riunión: que es una cosa casera, y que sin falta lo espera al punto de la oración. -Hay aquí algún escondite;

doña Juana o doña Pepa . . · ..

-No, señor, mi señá Chepa

le ha encargado del convite,

porque como está ocupada con el horno y amasijo, sobre . el convite esque dijo que no podía hacer nada. -Decile que bien está; que si no hay inconveniente, a su mandato obediente sin falta allá me tendrá.

111

A la mañana siguiente volvió a casa Magdalena, que así llamaba la criada (aunque no hace penitencia)

con recaditos de su ama, que dispense la franque.z;a

que va a tomarse conmigo:

que les preste unas bandejas,

cuatro azafates pequeños, un convoy y una docena

de cubiertos que le faltan: que perdone la molestia;

y que tan sólo me ocupa

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por lo mucho que me aprecia. Entreguéla Jo que dijo, aunque con cierta sospecha de que aquella despedida había de ser la postrera que le daba a mi convoy, a mis platos y bandejas; mas no omití el cumplimiento (aunque de dientes afuera) de encargarla que dijese que en lo demás que se ofrezca mi placer será servirles, pues que mi pobre despensa está a su disposición con todo lo que ella encierra .

Llegó al fin aquella noche en que, de grado o por fuerz,a, tenía que divertirme y hacer cara placentera. A las cinco, poco menos, arremetí la tarea de ·acicalarme y prenderme ·como la mejor coqueta; afeitéme con desgano, puse en orden la melena, mudéme otra vez camisa con pereza o no pereza, me puse el chaleco blanco, la casaca dominguera, los guantes de cabritilla, el reloj con la cadena; y tomando la cachucha y una capa más que vieja, salí pisando blandito como gato por las tejas,

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CUADROS DE COSTUMBRES

pues llevaba por desgracia .zapato y media de seda. Atravesé veinte calles, pasé por cincuenta iglesias, y al fin cansado y molido sin farol y sin linterna, maldiciendo las tertulias llegué a la casa de Pepa.

Para colmo de desdichas cerrada estaba la puerta, que hay personas que dan b;;ile y con cerrojo se encierran.

IV

145

No falty.rían algunos lectores que aguardasen que este artículo continuase en verso, como comenzó; y a fe que tenían razón, porque aunque no es lo más común conti­nuar y acabar las cosas com9 se comienzan, siguiendo siempre un mismo camino, sino variarlas todos los días, a cada instante; sostener una opinión al principio y otra a! fin; presentar un proyecto hoy y combatirlo mañana; rom­per un discurso en estilo sublime; con énfasis, con elación, y concluir como la mula de alquiler; ofrecer el oro y el moro en un periódico y no cumplir nada, no obstante to­do esto, el Duende siempre ha sido formal en esto de cumplir sus promesas, y ha tenido punto en pasar por hombre de bien, perseverante, fijo e inmóvil.

Para evitar, pues, los cargos que sobre el particular pudiera hacerle algún lector poco indulgente o algún ene­migo gratuito, anticipará y desvanecerá todas las suposi­ciones que es natural se hayan aventurado.

Que no es intención de engañar, parece que está de­mostrado. Tampoco es que al Duende se le haya extin­guido la, vena y no pueda continuar escribiendo en verso,

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porque sobre sostener él que lo que es~bió en el núme­

ro anterior no es verso, sino prosa en renglones cortos,

ha de saber el lector que de esta clase de versos puede

hacer tántos el Duende en una semana que unidos unos

a otros podrían atravesar el Atlántico, porque le chorrean

por la pluma en términos de no saber por dónde atajar­

los (tosecilla general). Tampoco es que el Duende quie­

ra introducir modas románticas, porque ni el Duende sa­

be introducir nada, ni las modas son proyectos de leyes,

ni jenngas para introducírselas a los representantes o ál

lector. ¿Quiere usted saber en definitiva lo que es, lec­

tor mío? ... Es ... es que la prosa es más económica de pa­

pel, por cuanto no quedan anchas márgenes, y al mismo

tiempo más rica, más abundosa de palabras; es que los ver­

sos son malos colores para pintar, y deben hallarse pocas

veces en la paleta del escritor de costumbres. ¿Está usted

satisfecho? Pues continuemos con nue5tro baile: siga us­ted conmigo y se divertirá un poco; pero advierta que no

vamos a entrar en un baile de aquellos en que se distin­

gue la sociedad escogida de la capital, smo en un baile de aquellos que un administrador de aduana llamaría entre­

finos: es decir, ni baile de buen gusto, ni baile de candil;

ni baile de buen tono, ni baile capuchinesco de aquellos

en que la última contradanza se baila como el miserere en tinieblas y cantando la polisona.

Se acordará usted que yo me había quedado en la puer­

ta de la casa de Pep~, que es .:n Morti?os Street, aguar

dando a que me abnesen; abnome al fm una criada he­

dionda y entré por un zaguán angosto y oscuro, cuya di­

rección no podía seguir sino abriendo los brazos como

quien reza la estación. Subí por una escalera li~dioncla también y alumbrada por un farol que cuando nue\'O

sería de vidrio, pero que hoy es de sebo; esta escalera des­

embocaba en un corredor oscuro en d0nde se hallaban

varios hombres, unos con capas, otros con capotes otros

en cuerpo, casi todos fumando tabaco y convt:~sanuo

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CUADROS DE COSTUMBRES 147

sotto voce, pero todos de buen humor. No he visto cosa que haga más amables a las gentes que la expectativa de un baile: el hombre más adusto se hact! un caramelo en el corredor de una casa donde ha y baile ; el m<is estirado y finchado se vuelve una gelatina al primer registro de los clarinetes; personas que no conoce usted . a quienes no ha saludado jamás, vienen a darle la mano, y se la estrechan tan cordialmente que le hacen brincar a usted como cau• cho. Cuando usted vaya a baile tenga cuidado de quitar­se los anillos que lleve (si es que usted es hombre de car· gar anillos), pues de otro modo corre gran riesgo de qu~ le hagan en los dedos una herida. Un grupo de cachacos estaba en la puerta de la sala atisbando lo que había den· tro, pero sin atreverse a entrar. Y o, para no hacerme sin­gular, me quedé también en el corredor después de haber sido introducido a la alcoba por la puert;¡ falsa, para que a11i dejase mi capa y demás adminícu!0s, y me acerqué a la puerta de la sala, en donde más pareda que se estaba velando un muerto que disponiéndose a bailar. Había una docena de señoras, parte de c1las en servicio activo, parte en disponibilidad, y otra docena retiradas con pcnsió.t ; el comandante de este depósito de retirados parecía ser una vieja majísima que miraba con áviJt•s ojos a los hom ­hres que había en la puerta, y que estaba empeñada en dar de alta en su depósito a varias j{tvenes de las que toda vía pueden hacer el ejercicio.

Como yo había ido con intención de dJVertirme de cuan­tos modos acostumbro yo a divertirm'! en un baile, me puse a examinar escrupulosamente cuanto a la vista se me presentaba, y cuanto a mis oídos llegaba. La sala era es­paciosa, y la estera, aunque vieJa y remendada, la habían harrido aquel día. Los muebles no representaban ningu­na época, o, por mejor decir, las representaban todas, des­de el siglo XVIII hasta el año de 1846. Había cinco cam· pés o sofás, de los cuales sólo dos eran iguales, fabrica· dos por el maestro Garay en 1832; los demás eran de dis ·

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tintas figuras, tamaños, colores y maderas, lo que prove­

nía de que para aquella func16n había sido necesario

traer a la sala los muebles del cuarto de costura, los del

estudio de don Antonio y los taburetes de guadamaCll

del comedor. Por esta misma raz;ón se '.'eían reunidas en

la mejor pa~ y armonía cuatro silletas de paja desvencija­

das, cinco forradas en damasco az;ul de lana y barnizadas

de negro; y seis de guadamacil. El ropero de pino, que

ordinariamente estaba en la sala como mueble de lujo,

haciendo juego con una cómoda sin tiraderas, había mar­

chado de frente para el cuarto de Pepa, y dejado un

buen espacio desocupado en la sala para la contradan~a.

El cajón del Niño Dios había quedado sobre una mesa;

pero los platos y vasos de cristal que lo rodeaban habían

marchado para la despensa destinados por el poder eje­

cutivo a servir la horchata y bi~cochos de ordenan~a. En

lugar de colgadura de papel había un friso pintado con

brocha gorda, haciendo unas guirnaldas y flores que mos­

traban la risueña imaginación del pintor. De las vigas atra­

vesadas que ocupaban el lugar del cielo raso pendían dos

bombas de vidrio desiguales y una guardabrisa, en cada

una de las cuales había una vela de sebo. Sobre la có­

moda había pomadas, frascos de aguas de olor y copas de

champaña, que habían quedado francas aquella noche,

porque no habiendo champaña qué bebu, no podían estar

de facción en la despensa. Enfrente de la puerta de la al­

coba, que estaba adornada con unas cortinas zanconas de

muselina blanca lisa con fleco de pelotitas, se presentaba,

como un monumento histórico y vene1·able, la cama ma­

trimonial, no ciertamente tan antigua como sus actuales

dueños, pues databa del año de 25, perv sí de una cons­

trucción maciza y pesada, con gruesas columnas amarillas

talladas bestialmente; parecía un gran SPpulcro del orde~

toscano. Aquel día la cama estaba limpia y cubierta con

una gran colcha de damasco de lana; junto a aquel dicho­

so tálamo y a la cabecera de él, una imagen de los Dolores,

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CUADROS DE COSTUMBRES 149

tan dolorosamente mal hecha que daba compasión. Por úl­

timo, y a retaguardia, los baúles, percha~ y demás mue­

bles, que sin duda hacían parte de -la función, pues se

habían quedado allí a la vista de todo el mundo.

Cuando yo asomé las narices por la puerta de la sala, no ,.

vi en ella sino mujeres que, por lo inmóviles y silenciosas,

me recordaron la colección de estatms de los Barreras;

todas estaban sentadas en fila como un h:~tallón, todas ca­

lladas, todas mirando oblicuamente a sns compañeras de

barlovento y sotavento, todas con las manos sobre las ro­

dillas o con los brazos cruzados; a ninguna se le ocurría

hablar a su compañera una palabra, decirla que vivía

muy lejos, que la noche estaba muy hLTmosa, que en Bo­

gotá hay pocos bailes; nada, estaban como peleadas: cual­

quiera hubiera dicho que era un certamen del colegio de

La Merced, y que las alumnas aguardaban a los examina­

dores. Pero a la vista, aquel grupo era mny alegre, dema­

s;ado ale¡;re; una tenía traje rosado con adornos verdes,

otra traje az;ul con adornos blancos, otra amarillo, otra

verde, otra negro, otra blanco, otra pintado, otra listado,

cuál vestía seda, cuál muselina, cuál z;:traz.a; ésta llevaba

manga corta con guante también corto: aquélla, manga

lare:a; la de mis acá, cotilla; la de más allá corpiño de

cuello; una peinaba sencillamente; otra llevaba un jardín

en la cabeza y se había metido las floree· y los ramos hasta

detrás de las orejas. A ninguna se le },;:¡hía ocurrido que

la sencillez y buen gmto constituyen la elPgancia; que un

traje blanco ligero, sobre ser poco costoso, da a la mujer

un aire angelical, un aspecto aéreo y f•1gaz; que un lige-

ro adorno en la cabe7.a, puesto con graria, vale más que

todos los ricos aderezos y brillantes pedrerías; que una

mórbida garganta desnuda es más enc;¡ntadora que todas

las cruces, esmeraldas y cuentas de oro, que sólo usan las

placeras y las indias entre nosotros, y las negras en otras

partes. En este punto iba yo de mis observ~cic nes cuando utt

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150 BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA

fuerte redoble de tambor me sacó de mi distracción, y por

el r;ronto me trasladó a un campo de batalla. Como yo

estaba preocupado con la idea de qu~ J.quella hilera fe­

menil era un cuerpo de línea que estaba aguardando la

voz de mando de su comandante, la ilnsión vino a ser

completa, y decididamente creí que estétba presenciando

una revista de tropas. Todo en mi país se hace al revés, decía yo después del

baile: los trastos que debían estar en la despensa y come­

dor están en la sala de recibo; lo mismo los que debieran

estar en la iglesia· u oratorio. ¡Un Santo Cristo en baile

es la anomalía más atroz! Los trajes de entrecasa, o el

desabillé, se escogen para una reunión nocturna; las ca­

pas que deberían usar las señoras en la caUe para preca­

verse del frío, se usan como adorno en una sala de baile

y en el teatro; las niñas se quitan los guantes para bai­

lar y se los ponen para comer; finalmente, la música que

debiera estar en una plaza de armas a la cabeza de un

ejército, tocando piezas marciales, está en una tertulia,

en un corredor estrecho, en una casa P'!ClUeña, atronando

a los danzantes y al barrio entero. Es ~~erdad que esta

música estruendosa favorece a los amantr~ y es para ellos

m~< suave que el arrullo de la m~ns;t hrisa en la florr.st1,

porque al amparo de su ruido tremendo pueden hablar

libremente sin ser oídos, como pudieran hacerlo al pie de

la casc;¡_da del Tequendama; pero para el que no est:í. ena­

morado, para el que llegó ya a los cuaJPJÍta, para el cn­

FPrmo ck h '.·cr;nclad, nara el que vela en h caoa ccnti­

rrm .. ocrh rn~s aaradablc una tempestél.cl, que al fin y al

cabo cede de su furor.

Al oír el redoble del tambor, que indicaba que se iba

;• r"m rer el fueg-o de taconazos y brincos en el primer

valse, todos aquellos corazoncitos que ~e ocultaban bajo

las cotillas y corsés comenzaron a saltar con más 0 menos

r:-rrip;t~c;ón; y si aquellos p~ch0~ se hubieran Yuclto trans­

parentes en aquel instante, cualquiera hubiera creído es-

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CUADROS DE COSTUMBRES 151

tar viendo los martinetes de un piano que suben y bajan

con velocidad; pudiendo muy bien compararse a los ba­

jos o graves, que suben rara vez, los curaz,ones de las se­

ñoras mayores que allí estaban. Esto nu quiere decir que

a algunas señoras de edad no les palpite también el cu­

charón cuando oyen el redoblante .. . N::• por ellas ... por

sus hijas: el pavo que come la hija se le indigesta a la ma­

Jre; el pecado que comete una muchacha con ser fea, o

con no tener oreja para el baile, se extiende a la madre,

y su castigo recae sobre ella. Esta no es injusticia de la

sociedad, sino de la naturaleza. Comenzaron, pues, los corazones a bailar capuchinada

y valenciana y polka, como los títeres de octava, y los ca­

chacos a atravesarse, a darse encontroPe-", a ponerse los

guantes, a lcYantarse el pelo que les cae por las narices,

a echar carretitas menuditas. -Señorita, ¿_tiene usted pa­

reja? Señorita, ¿tendrá usted la bondad de bailar este val­

t:e conmigo? -Señorita, ¿está usted citada? -Señorita,

;está usted comprometida? -Sei'iorita, ¡i-.e acuerda usted

de su promesa? -Señorita, si usted me hiciera el favor ...

- Señorita, si usted tuviera la bondad. . Este es el mo­

mento solemne, la crisis, que talvez decirle de la suerte de

una joven en todo el resto de la noche; porque es muy ra­

ro que la que se queda sentada en la primera pieza no

coma pavo hasta el fin, si es que tiene paciencia. para

aguardarse a ver el fin . Este es el momento de las sonrisas, de las miradas cam­

biadas, de los ojos abiertos, de los peseuez.os estirados, de

los colores idos y venidos, de los sustos, de las congojas,

de las tribulaciones, de los temores, de las esperanzas; por­

que este redoble y este registro por mi bemol producen

el mismo efecto que la llamada de cazadores y el toque de

atención cuando el enemigo está enfrente y se va a entrar

en batalla. Razón tienen las mujeres cuando dicen que nos­

otros los hombres no sabemos lo que es ser mujer, ni te­

nemos idea de lo que ellas sufren y padecen. Razón les

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152 BiBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA

sobra cuando dicen que la mujer es más infeli4 que el

hombre y arman sobre esto disputas y peloteras y escán­

dalos, y hacen gavilla contra un pobre que tuvo la im­

prudencia de aventurar la contraria opinión, y le mano­

tean, y hasta le citan libros. La razón les arrastra cuando

dicen que darían cuanto poseen en este mundo por tener

calzones (con trabillas, se entiende) y por montar cuan­

do les diese la gana, y bailar, y salir de noche y entrar a

los cafés, y al teatro, y visitar, y quién sabe cuántas cosas

más . Sí, señor; pero dejémoslas a ellas con su esclavitud

y sus faldas, y quedémonos nosotros con nuestros calzones

y nuestra libertad ; cada uno como Dios lo hizo; y vamos

a sacar pareja, que ya se enfría el valse y se cansan los

músicos. Yo, que siempre me quedo a los rezagos, por modera­

ción o por simple4a, como lo dirían otros, me ac~rqué a

una joven de 2 7, que se había quedado recostada sobre el

bra4o de un sofá, haciendo lámina, · y la apostrofé en los

términos acostumbrados; aceptó, se puso en pie y comen­

zó a dar vueltas conmigo de un modo no muy desagrada­

ble . Se conoce (dije para mí, que a ella no se lo hubiera

dicho), se conoce que ésta pertenece a );:~ generación que

declina, y que se ha criado con el valse del país y educa­

do con h c-apuchin2da; si fu era alguna saltona de quince,

seguro está que se conformaría con baihr despacio, como

nosotros los del tiempo de Colombia. El valse duró diez

minutos. . . ¡qué diez minutos! ¡Dios mío! Diez siglos de

purgatorio (confianza en Dios) nos van a valer a todos los

que bailamos aquel anárquico valse. Una pareja tumba­

ha cuanto encontraba por delante; otra tiraba coces como

los muletos cuando salen del corral, y al infeliz que co­

gían con el tacón le dejaban un carde:1al más grande y

tr.:ls w lorado qne el cardenal Lambruschini; otra se lle­

~aha de un resbalón media sala y seis muchachos; por­

que en medio de aquel tumulto había cuatro o cinco pa­

rejas de arte menor, que servían como de ruñas en los hue-

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CUADROS DE COSTUMBRES 153

cos q1Je dejaban los grandes, o como el rJecajo en los em·

pedrados, y qu~ brincaban como quieneE eran. Aquí que

no peco, decían estas abreviaturas o apoyaturas humanas,

estos pedazos de gente que deberían estar durmiendo en

vez de estar bailando, y brinca que brinca, que no había

más que ver; y aunque las patitas de estos danzantes mi­

croscópicos no fuesen tan grandes ni pesadas como las de

cualquier animal que baila, no dejaban por eso de hacer

todo el daño que podían, lo mismo que: los coditos que

nos andaban urgando a todos por las corvas, pues se po­

nían la mano en la cintura. ¡Que bailen los muchachos

entre los viejos!, decía yo; pero qué tiene de extraño, si

esos viejos se vuelven muchachos!, ¡si bailan capuchinada!!

En los bailes distinguidos, decía yo, en los bailes de bue­

na sociedad está proscrito ese resbalón ir•decente y de mal

gusto, y una señorita bien educitda no baila ya. de esa ma·

nera. En fin. se acabó el valse . Un rumor general se exten·

dió por la sala, proveniente de las galitnterías, agradc>ci­

mientos y contestac10nes de las respectivas parejas. Cuál

era el hombre más feliz, cuál había pasado el rato más

agradable de su vida, cuál esperaba tener el gusto de vol­

ver a bailar con la que conducía a su asirnto; en :-rguida

los hombres se reunían en corro en el rentro de la sala

como los soldados para hacer el ranchn en campaña, má~ animarlos. m~o drcidorcs, más espirituales; mirntras que

las señoritas volvían a retmirse y aptr.arse en los sofás

c-(lmn l?s (lvri?s, que buscan s;empre a las de su especie.

En estos bailes no sucede como en los de buen tono en

que los jóvenes, finos, galantes, y bien ed,Jcados como ~on, se acercan a las señoritas, se sientan ¡,mto a ella~. c(ln·

versan de cosas indiferentes, en voz alta o inteligible, las

llevan de brazo de un lado a otro, las ofrecen lo que rue

dan necesit~r; y ellas !os reciben con afal)ilidad, con sem·

hiante risueño. pero sin coquetería; rPsponden a sm pre­

guntas, hablan con ellos amistosament<· , y nadie condena

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154 BIBLIOTECA ALDEANA .OE CULOMBIA

semejante conducta, como que ella es Ílwcente. Pero en

estos bailes, no, señor: se va por bailar, y nada más que

por hailar, por conversar en el baile, por el placer brutal

de brincar, estropearse la figura y entrar en calor; no se

va a buscar los placeres de la sociedad, los goces de la

civilización; se va a beber brandy, se va a ostentar una

educación poco culta y poco esmerada, ~; a hacer alarde de

una ordinariez inaguantable. En este primer entreacto tuve ocasión de examinar des­

pacio las varias figuras masculinas que se presentaban en

aquella farsa, así como en los entreactos del teatro se pone

uno a mirar las fantásticas figuras del telón, después que

ya ~~he de memoria las de los palcos . La mayor parte de

aquellos sacerdotes de Terpsícore eran jóvenes imberbes,

que no pasaban de los veinte, y viejos que por sus moda­

les y su figura a cualquiera hacían creer que también eran

iñvenes, s;endo a~ í que pasaban de los cuarenta, que mu­

chos de ellos eran casados, y que algL.n JS tenían hijas que

estaban bailando. Nuevo motivo para adherirse a la opinión de las mu­

jeres acerca de su infelicidad. Los vestidos que llevaban eran tan variados y capri­

chosos como sus dueños. La mayor p~rte iban de frac

negro o azul, pero no faltaban algunos verdes, morados,

etc . ; y tampoco f:J.ltab,l una u otra levita, uno u otro pa­

letot que también bailaban contradanza. Uno llevaba cha­

leco blanco, otro lo llevaba negro, otro colorado, otro ver­

rle, otro de cien colores ; éste de seda, aquél de lana, el

de acá de marsella, el de allá de terciopelo; cuál recto,

cuál de solapa, cuál a la Luis XV. Otro tanto sucedía en

el ramo de corbatas . Los guantes eratJ un assortiment

com-,lPt; veÍ;!. nse hlancns ( aun(lue pocos) , amarillos, aca­

nelados, ¡negros! Sí, señor, guantes negr,Js en un baile . . .

rn donrl <> hav traies blancos. encaies y cint1s delicadas que

se manchan: en cuanto a la calidad. vl"Í<lnse también de

mouton, de ante, de hilo de Escocia, de lana, de seda,

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CUADROS DE COSTUMBRES 155

etc. . . . Qué calzado llevaban, no h~y que preguntar;

bota fuerte, por supuesto, la mayor parte sin barnizar, y

con unos tacones que más parecían zuecos.

El segundo acto fue de contradanza. Drspués del redo·

ble de ordenanza, que es, como si di_ihamos, el primer

pito, comenzaron a tocar La Puñalada, y puedo asegurar

que me cosieron a puñaladas aquellos IT'alditos clarinetes

y aquella infernal trompa, que estaba medio punto más

a Ita, y aquel flautín que era un térmit'o medio entre los

clarinetes y la trompa; en cuanto al rdoblante, lo único

que puedo decir es que, aunque yo jamát' he padecido tu­

cutuco, ni lo permita Dios, aquella noche supe lo que

era tal enfermedad, pues parecía que t~'nÍa en el estóma·

go una fábrica de tejidos, o un molino ~e agua.

Al rrrrrrr del tamhor los soldados que estaban descan·

~ando corrieron a formarse v alinearse en la mitad de la

¡;aJa; pero es el caso que todos querían s~::r los primeros y

P.<til r ~. b ca hP:,.a de la en m pai'í Írl.; v para conseguirlo atro·

nrllal--an cu~ntfl encontraban rnr delante. pisaban, codea·

h;~n y alegaban por su puesto como pudieran hacerlo en

el patio de un colegio. -Yo est&ba aquí. -No, señor, que

C'•·a vo. -Que FPrnando me seguía. -Yo estaba arriba

JP Fernando. -Yo era segunda pareja. -Yo era terce­

q . Nn. ~eti<"'r. cwe E'ra y~. N0 h~y 1 al, que a mí me

h1hí~ CC'clidn f'l ru"sto GarCÍll.. A todo esto. en la ca­

beza se había armado otra disputa entre un joven que

en todos los bailes quería poner todas las contrildanz;1~,

y la echaba ele un hailarín consumado, a.: como de un rs

p~dachín temible; y un casado que tení~ pretensiones de

.<•,ltr--r> , v ~r creí~ nn Adon1• v a todo tranc-e qurrí~ l'CI'

pr.- la prirr:r>ra rnnt•·arbnza ron Tulia. y lucir<;e h~;-ien,ln

mil piruetas con los pies. Estas disput;;s ocasionaron ¡:tri­

toi'. palabras descompuestas, ::tmenazas y ror último 1111 dr>­

¡:;¡fío para después de la rontradanza. :Bravo!, diie y0;

rl ródi~?:o de los h<~iles de Bogotá es rl rócligo más liberal,

porque cada uno hace en ellos lo que le da la gana. Por

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156 BinLlOTECA ,\LDLA~"iA DE COL0.:\113lA

fortuna yo me dispon.ja a ver los toros desde lejos, pues

aunque me había acercado a una niña dP traje acanelado,

para citarla, creyendo que no tenía p<treja, me contestó

ella con mucho desenfado: "Voy a b-:tilar con mi primo

Antoñito". Hola, exclamé para mis adentros, con que és­

ta baila con sus primos! y bailará con sus hermanos!, por

supuesto. ¡Qué tiene esto de extraño! ¿No con02;co yo

maridos que bailan con sus mujeres, hii~s que bailan con

sus padres? Don Atanasia nunca baila t:illo con su que­

rida mitad, como él dice; don Frutos no baila sino con sus

dos chicas. En fin, me resigné a comer pavo, porque ya

otras jóvenes a quienes me había dirigido me habían di­

cho: "Tengo pareja hasta para la sexta contradanza", "¿y

para los valses?" "tengo hasta para el octavo".

Muy bien. Me senté junto a una mamá, a quien todos

venían a preguntar: ¿por qué no baila l1sted? ... Infeliz

mujer! Qué había de responder!. . . Pcrque no me sa­

can, o porque soy vieja. . . Los que hacen semejantes pre­

guntas son bárbaros que no saben lo que hacen; a una

mujer jamás se le pregunta por qué no baila; se la saca a

bailar. Me instalé, pues, junto a mi mamá (es decir, no era

mía) y, tijeretazo por allí, tijeretazo por allá, nos dimos

forma de pasar el rato, departiendo eP.. sabrosa plática,

haciendo w1 corte de mangas a cada p~ójimo que pasaba

por ?~lante de n?sotros. ,i Qu~ lengua tan brava, Virgen

Santtstma!, yo mtsmo te111a nuedo de (lquella mamá que

donde clavaba la sin hueso levantaba ampolla. '

Al cabo de una hora mortal y un cuarto, concluyó la

dichosa contradanza, verdadera contra danza que, contra

todas las reglas del buen gusto, se comp0nía de figuras tan

arrevesadas y difíciles, que a la segund;¡ vuelta ya todas

las señoras estaban despeinadas, los broches reventados

las jaretas flojas; a una se le torcía un brazo. a la otra s~

le caía una peineta, a otra se le enredaSan los rizos con

los botones de las casacas, a otra se le zafaba el zapato con

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CUADROS DE COSTUMBRES 157

los taconeos. ¡Cuándo se bailarán contradanzas sencillas

y elegantes! decía yo ... ¡Cuándo dejarán de obligar a

una joven a que pase su linda cara por debajo del sobaco

de un hombre, y que éste se vea precisado a tocar cosas

que no debiera tocar! Después del segundo intermedio vino la primera copa,

y en seguida otras dos, y acto continuo, otra docena; todo

esto en la bodega, como llaman el comedor los cacha­

cos o el lugar donde está el brandy. No hay_ lugar más

delicioso en estos casos que el comedor; allí son los brin­

dis, por allí se atraviesan .las niñas de la casa con sus ami­

gas, por allí andan las criadas propias y las ajenas; allí se

explayan los ánimos, se excita el númen, se estrechan las

amistades, se luce el ingenio. Acto 3.o Polka por alto, polka por bajo, polka de per­

fil, polka en escorzo, polka en perspectiva, polka en re­

lieve, polka de bulto, polka romántica, polka clásica, poi­

ka de Paquita, polka nieblina. . . El lector perdonará, o

más bien, agradecerá que no le hable más de polka.

Las once y. media serían cuando sentí ruido en el co­

rredor de la casa, y altercado de voces ; acerquéme a ver

lo que aquello podía ser, y me dijeron que era un desa­

fío; por lo pronto me acordé del de la contradanza; pero

me dijeron que era uno nuevo, originad0 de una equivoca­

ción. En efecto, un joven de los que ya había·n matado

la culebra con veinte o treinta lapos, estaba hecho una

verdadera culebra contra otro de patilla recortada, y el

motivo era éste: el de las patillas había ido a sacar para

la última contradanza a una joven; ésta se había compro­

metido con él, sin acordarse de que ya tenía pareja; lle­

gó la hora, vino el primero y al tiempo de sal.ir llegó el

segundo: ¿qué hacer en este caso? ¿Con quién bailar? con

el primer citador; a,sí se hizo; pero éste era primo de la

niña, y el otro creyó que era cubilete para deshacerse de

él, por lo que, para vengar su agravio, resolvió decirle en

su cara con la mayor franqueza: señorita, usted es una mal-

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158 BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA

criada. El primo, que lo oyó, saltó a la arena; trabáron­

se de palabras, se amenazaron, el desairado se sostuvo en

lo dicho, y se citaron para después d ~. la contradanza.

Cuando yo salí al corredor estaban 'lrreglando este ne·

gocio; o por mejor decir, no eran ellos: era ... el brandy

el que lo arreglaba. Inmediatamente tomé mi sombrero y mi capa y sin des ·

pedirme Je naJie bajé la escalera; porque me aprecio de­

masiado a mí mismo para consentir en ser testigo de se­

mejantes escenas. La puerta estaba cerrada y no podía

salir... ¡Viva la libertad! exclamé; esto se llama buena

sociedad, buenas costumbres, amabilidad para festejarlo a

úno: beba usted; emborráchese usted ; trél!snóchese usted;

no haga usted su gusto, sino el nuéstro : enférmese usted;

muérase usted. . . Al fin pareció la llave después de mil

vueltas, y de haberme enseriado yo formalmente y dicho

cuatro frescas a mi amigo don Antonio, que así me con·

vid aba para encerrarme comi a un criminal ; y saü rene­

gando de estos bailes que no son bailes ni tertulias; adon·

de va tanto joven sin cultura, tanto viejo sin delicadeza;

adonde las casas se convierten en cárceles y los convida­

dos en cubas; donde hay más niños que gente; donde la

señora de la casa se atraviesa cada momento con el niño

de pechos que llora, con el más grandecito que grita, con

las criadas que apestan, y en fin, adonde no va un hom·

bre racional a divertirse sino a padecer )' sufrir .

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LAS CRIADAS DE BOGOTA

Para un observador alegre y desocupado ¡qué campo

tan extenso ofrece esta familia sui géneris en nuestro país'

¡Cuántos y cuántos tiempos diferentes! ; Cuántas varieda­

des y medias tintas, en cuya distribución y clasificación

podría lucirse un talento analítico y nomenclaturista! Nos­

otros, simples aficionados a estudiar y observar todas las

clases de la sociedad, aunque sin las dotes necesarias para

escritores de costumbres, apenas podremos ensayar en es­

ta, como en otras materias, tal cual pinct'lada, a la ligera y

con brocha gorda, que pueda servir siquiera para llamar

la atención de los que con justicia pueden llamar.se tale-s,

hacia una clase tan notable de la sociedad en que vivimos,

tan íntimamente ligada con las demás, y tan digna de una

reforma radical, como lo es de las mirad~.~ y galanteos de

una buena parte de los cachacos.

Con el temor, pues, que naturalmente inspira una ma­

teria, de suyo y de ajeno tan delicada y seria, que tiene,

tántas espinas, tantas entradas y salidas, tanta servidum­

bre, y en fin, tantas muelas, como dice el vulgo, ponemos

el pie, o mejor dicho, la mano, en el terreno, para hacer

con mucha desconfianza alguna pálida descripción, aunque

lo pálido no sea lo más común en el tipo que hemos ele­

gido por hoy. No se enojen las señoras porque hablemos Je las cria­

das, que ellas también hablan, y mucho, ~obre este tema;

además de que su tiempo les llegará de que las tomemos

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también en boca (o en pluma) y las mandemos a la pren­

sa; siempre con el respeto y acatamiento que se ,merece

el sexo delicado y bello; si damos la preferencia a aquéllas

es porque en buena ley de cortesía, y en todo ceremonial

los últimos lugares corresponden a las personas más carac­

teri~adas . Dejemos a un lado el tipo de las criadas antiguas, aque­

llas criadas esclavas o libertadas por la generosa humani­

dad de sus amos; compañeras obligadas y vitalicias de la

familia; fincas raíces que nacían, vivían y morían en el ho­

gar doméstico de sus protectores, y apegadas a él como el

bejuco a la encina, o como la vid al olT!lo: especie ya casi

extinguida, de que no queda sino uno que otro individuo

en determinadas casas. Prescindamos por ahora de esas

semi-señoras ancianas, que hacían juego con los braseros

de plata, los coquitos con patas y orejas del m~mo metal,

los tapetes quiteños, los pabellones de manta socorrana;

que cosían sentadas en una gran tarima, remedando los

estrados de la<S antiguas damas, y tomaban chocolate en

pozuelos timanejos o de lo~a de Talavera. De esas que

en tiempo de los privilegios los gozaban ellas también pro­

porcionados a su categoría, y en virtud de tales privile­

gios podían salir al balcón con sus ama~ al punto de las

dos de la tarde, para reposar la comida, y los domingos

hasta las seis, si bien guardando una distancia respetuo~

en el extremo opuesto de la larga galeda de madera, es­

pecie de secretarios, encargados del triple portafolio de

ayas, camareras y amas de llaves, y otras cosas que pare­

cían pormenores domésticos de poco interés . Por esta

especie de criadas de jubón y trenza suspiran hoy lp.s fa­

milias de antiguo orig¿n que no las tienen, y por ser una

cosa imposible de conseguirse; dejémoslas con sus deseos

y suspiros, para ocuparnos de lo que en realidad existe .

Las criadas modernas pueden dividirsE' en cuatro clases

principales, a saber: copulativas, disyutltivas, condiciona­

les y causales (y casi todas adversativas), ni más ni menos

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que las conjunciones en la lengua castellana. Pero para no entrar en clasificaciones las designaremos como el ta­baco de Ambalema, o como los vales de- deuda pública ; en criadas de la., 2a., 3a. y 4a., con sus correspondientes intermedios o intersticios de que el perl'picaz lector se ha­rá cargo allá en sus adentros.

La criada de la. tiene cierto aire distinguido y de des­enfado adquirido con el roce de la buena sociedad; es aseada y pulcra, y no se distingue de !as señoras sino en la falta de ciertas preadas del vestido. romo los guantes y la gorra. Por lo demás, su traje es muy bien armado, siempre limpio y de buenas telas, el reinado elegante y esmerado, el porte airoso y coqueto. Su lenguaje tira a culto, saluda con buenas y corteses pahbras, a todos da el tratamiento republicano de usted, y a los inferiores el rresidencia'l de vos, equivalente de tú. Si se ofreec, habla de Europa, aunque al oído, como dicen los músicos, y agrega que el señorito había ido entre el paquete y entre el vapor hasta Santo Tomás; que había escrito de Anima­lia, y que pa~aría de París a Francia y de Inglatf'rr<l a Lon­c!rl"s. p~ra embarcar.c;e en T;~utánton, y que volvería por los Estados Unidos de Nu Yor.

Esta, si sale buena de cuerpo y alma, es criada de des­empeño, y la señora descansa en ella como en su brazo derecho. o su alter ego, para hablar más claro y de modo que todos nos entiendan. Su ministerio doméstico le im­pide llevar recados, ir a misa con la señera, o al mercado los viernes: eso se queda para las de e~caleras abajo, y eHa se reputa como la subsecretaria, procuradora y dele­!!ataria; en una palabra el fac totum de la cit~ oue dice el Barbero de Sevilla, y que yo a¡;arro por lns cabeiios, y en­sarto o inserto aquí, para que los aficiomdos no se quejen de falta de latines: hablo de los aficionados a los textos y a la música, no de los aficionados y la sujeta materia de este artículo.

Las de segunda clase son flotat1tes, y a falta de intere-

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ses que acumular, acumulan un buen c::~udal de noticias y

conocimientos prácticos que se comunican unas a otras, y

que circulan de casa en casa en forma de historias, anéc­

dotas y relaciones. Lo de flotantes les viene de que no

tienen asiento ni estabilidad en parte alguna, ni más ca­

riño por sus amos que el interés de g:war el mes, y de

escamotear todo lo que pueden. Esta es la regla general;

pero haríamos grave injuria a algunas de estas mercurias

si no las presentásemos como honrosas excepciones. An­

dan, pues, como digo, de casa en casa, en continua alter­

nabilidad y perpetuo rambio, ni más ni menos que en el

juego de ¿hay candela? de suerte que algunas tienen di­

ficultad para hallar colocación; y en esto nsemejan mucho

a los empleados públicos. Esta clase es la .;111;:- lleva, o

debía llevar, el peso de la casa; ellas son las que hacen

mandados, y por una vía suelen hacer rlos o más, es de­

cir, ver al amante, a la comadre y dar el recado. También

r.nrin:~n, h:~rn>:n. ~ lmirlnn:>n v ~p]:>nrh :~n ]:> '.''flP<l . v .;>n fin,

tienen a su cargo la generalidad de lo" oficios . . Los do­

mingos salen a paseo, y no es raro que de éste pasen, sin

cambiar de traje ni decoración, a algún bailecito de ba­

rrio, donde lucen las habilidades que han aprendido de

las señoritas de la casa, echando sus m::tnos de polka, re­

dowa, mazurka y otros bailes modernos que han penetra­

rln y:> pn lo~ ~uhnrhio~ V cw h:~n nP.morr:~tiz:~do _

En lo general son descalzas de pie y nü•rna, llevan man­

tiHa de paño, y los domingos sombrero de jipijapa con

viRtosa:s y anchas cintas de colores. Se l'~ponjan como las

señoras, y al caminar hacen un ruido como el del hura­

cán . Tienen sus fórmulas para los recados, y estropean pa­

sahleMente la lengua castellana:

-Mi señora la manda saludar a sumercé; que desea

que no haya novedad, etc., y sigue ei diálogo por este

estilo: - i y cnmo están por allá?

- La señorita ha estado bastante mala. casi de muerte.

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"'" -Oiga!, no sabía; ¿y qué ha tenidn? -Una especie de afectación al pulmón, que se ha vis·

to malísima. Ha estado disputando sangre . -¿Y los niños? -El chiquito también ha estado enfermo con una ilu-

sión que le ha salido en las corvas . Esta jerga entre culta y bárbara, en que mezclan los

resabios de la primera edad con las palabras cogidas al vuelo a las gentes que entran a la caJSa, y a los mismos dueños de ella, es el lenguaje propio dP las criadas que antiguamente se llamaban filáticas, pa.l;,.bra que signifi· ca mucho, y que probablemente se ha snstituído a filatera.

Esta clase asciende un grado cuando de una casa aco· modada pasa. a otra que no lo es tanto, y en ésta viene a hacer el papel de premiére, como llaman al ministro p.rin· cipal de las monarquías.

Por lo regular tienen algún cernícalo que las persigue, es a saber alguna enemiga gratuita (criada de otra ca·sa), que las acosa y atormenta, y dondequiera que se encuen• tran hay alguna escena serio-jocosa de insultos y ame· nazas, apodos y dicharachos. Esta enemiga es la que las desacredita y las deshonra y tizna su reputación de cria­das honradas, aunque les pese el decirlo, que han servido en buenas casas.

Suelen despedirse a la francesa de lag casas donde sir­ven, y entonces dejan la cama, la ropa y todos los demás corotos, qne rer.hm<~n nn:~ n rlo .~ ~m:~n:~ .~ rlP .~pnP..~ . 'Entre

el ajuar va por supuesto lo que la señora les ha regalado en los dos o tres meses que han estado en la casa, porque la tal criada se presentó como el paje de San Juan (pala­bras textuales de las señoras, gue sabrán quién era ese paie).

Las de 3a. son por lo general, una especie de atachées o suplentes de las otras. En sus costumbres y en sus ocu­paciones participan de la clase superior y de la inferior: así ·nevan el tapete y van al mercado, como aprietan rl

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corsé a la señora, en un caso apurado, y por falta tem­

poral o absoluta de la propietaria en e1 destino. Siempre

estan llenas de mugre; el delantal es d~ cañama40, y las

enaguas, aunque de 4ara4a, no revelan el color ni la pinta

que tuvieron en un tiempo. De esta clase y de la 2a. sue­

len salir las amas de bra4os y las ama~ de leche, cuando

para este ministerio no se buscan expresamente en el cam­

po. Casi siempre son coadjutoras o secrHarias de las co­

cineras, y las alivian no poco en las faenas de encender

el horno, limpiar las papas, moler y ffegar.

Vienen, por último, las que en las casas de larga fami­

lia y numerosa servidumbre ocupan el más bajo escalón

en la jerarquía servil, o sean las a e 4a. clase. Estas salen

de la ínfima del pueblo, con perdón de la igualdad de la

democracia, y son el non plus ultra de la mugre, desaseo

y estupide4. Visten de frisa oscura y Iien4o áel Socorro;

la cabez.a, semejante a la de Medusa, causa espanto y ho­

rror; tal es su desgreño. Aquel enredo inextricable de cri­

nes negras e indomables, sólo puede compararse a alguno

de esos pleitos que en los juz.gados y not<>rías dan ocupa­

ción y alimento a la larga familia de abogados, leguleyos,

jueces, gendarmes y aficionados. Empuñando en una ma­

no la caña con un cuerno despuntado en la extremidad

y sosteniendo con la otra el cargador en que va la múcura,

este ente, medio racional, medio bestia df carga, va y vie­

ne a la fuente pública die4 veces al día, y en cambio re­

cibe algunos cuartillos y un bocado de pan; o bien trae a

hs costillas los canastos y costales del mercado a la casa,

si es que no se va con ellos para la suya, que algunas ve­

ces suele equivocar la dirección, y en ,,.,z de tomar para

el Norte toma p~ra el Sur, Y deja a la FPñora, o a la que

hace sus veces, mirando para todos lados

Estas son las que sacan la basura de la casa, deshierban

la calle y hacen todos los pficios más humildes y viles. En

fin, digámoslo con dolor .ae nuestro corazón, o más bien

de nuestro estómago, de entre estas prójJmas ele los calca-

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ñares rajados, salen las panaderas y las que venden cola­ción, carne, manteca, salchichas y otras muchas cosas de la factura y conocimiento culinario.

Hasta aquí hemos considerado la criada pedestre; si hu­biéramos de considerar la ecuestre, sería necesario capítu­lo aparte y un lienzo por separado para pintar este cua­dro. Omito por lo mismo hablar del antiguo sillón con cabos de plata, relegado a la historia y a uno que otro caso excepcional que se encuentra en el camino de Chi­quinquirá . Sólo las criadas viejas y alguna campesina rica usan de esta montura, muy cómo.da para las que ven con las orejas y no con los ojos, y reducida ya a la mayor sen­cillez republicana posible. Estas equitadoras de la escue­la antigua, con su gran ruana pastusa, su sombrero de hu­le, colorado o negro, y su látigo en la mano derecha, ase­gurado a la muñeca con un hiladillo, hacen con los brazos un ejercicio muy saludable, alternando una sofrenada con la mano izquierda y un latigazo con h derecha, y llevan el compás como el mejor músico.

Las demás criadas son todas de galápago, y da gloria verlas a caballo . En las excursiones y paseos (y qué fami­lia no los hace cada año!), el procedimiento es éste: se toma un rocinante de cualquier color y hechura, y si es tuerto, mejor, porque entonces las probabilidades de que se espante disminuyen un cincuenta por uiento ; se les echa encima un fuste o momia, llamado galápago, que más pa­rece un iamón curado al humo, teniendP cuidado de colo­car un manoio de tamo sobre una almohadilla que tiene el mocho en el lomo; y encima de ambos se coloca la criada, entre risueña y temblorosa, dando un salto desde el pre­til, porque el pie no le cabe en el estribo, que fue de una de las señoritas. Hé aquí un todo compuesto de tres pie­zas homogéneas. ¡Qué grupo tan intere~ante ... ! Al quin­to latigazo comienza a moverse el caballo lentamente, v como un huque que ha levado el anda; v. como si tuvier~ niguas en las patas, va saliendo con mucho tiento y cuida-

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do hasta dar con piso blando. A un nuevo reclamo de la

jineta salen los tres camellón abajo, con un movimiento

de trepidación tan suave que bien pudiera ir tocando el

chinesco sin esfuerzo de ninguna clase. Sería interminable decir cuantas paradas y detenciones

hac-en en el camino, a cuantas cCIJSas se meten sin ser con­

vidadas, y aun sin anunciarse, sólo porque el acongojado

rocinante busca un poco de sombra, o p11r hábito que ha

contraído. No acabaría si quisiera enumerar las veces que

es preciso apretar la cincha, coser la grupera, asegurar la

barbada, acortar el freno, recoger del euelo los atillos y

envoltorios que van bailando, el sombrero, el foete o el

sudadero; y en fin, los gritos y aspavientos, y las recon­

venciones de las compañeras de viaje porque cuando corre

el caballo suelta las riendas, y cuando salta un vallado las

atiranta. Ni sería fácil decir cuál de ~os dos, caballo o ji­

nete, llegan más molidos y matados a la posada, en donde

dejaremos al lector para que averigüe este punto, encar­

gándole que madruge si ha de seguir el viaje con nuestra heroína.

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1 • INDICE.

Págs.

Coloquio de los tr,es auto~es que figuran en es-te volumen . . . . . . . . . . . . 5

Cuadros de costumbres

Rafael Eliseo Santander:

Las fiestas de mi parroquia La Calle Honda . . . . . Historia de unas viruelas . El raizalisrrío vindicado . Los artesanos . La Nochebuena . . . . .

Juan Francisco Ortiz:

Motivo por el cual Una taza de chocolate .

José Caicedo Rojas:

El tiple . . . . . . . . El Duende en un baile . Las criadas de Bogotá .

19 33 41, 59 71 89

103 1151

129 141 159

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