museo de cuadros de costumbres, tomo iii

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LA SERENATA Por Juan Francisco Ortiz

Delio a las rejas de Elisa Le canta en noche serena

Sus amores. - Espronceda.

Hablemos claro: ¿Quién es el que no ha amado algún día? ¿Quién el que no ha sentido palpitar alguna vez su corazón viendo una doncella, de cuyos negros ojos salía una luz blanda, suave, dorada, que iluminaba una cara de quince años? ¿Quién no se ha embelesado contemplando los contornos de una virgen, en aquella edad en que la naturaleza adorna a las mujeres con todas sus gracias? La mujer se parece entonces a la primavera de España, o a la aurora del día.

Y así es que unos se prendan de sus lindos ojos, otros de sus bellos dientes; quienes dan la preferencia a sus redondos brazos, a su flexible cintura, o a su cándido seno; cuáles se enamoran de sus hermosas pestañas, o de las trenzas de sus sedosos cabellos.

Hay quienes se pagan del conjunto, y lo aceptan con todas sus perfecciones, como quien abraza un partido político con todas sus consecuencias. El pie que dicen cuco, la mano que denominan ebúrnea, la voz que llaman argentina, la palidez que titulan romántica, todo, todo les sirve de pretexto para dejarse resbalar a lo hondo de ese despeñadero que apellidan amor, en cuya horrible profundidad rugen los celos y rechinan los dientes los adoradores de la belleza.

Un autor ha dicho atrevidamente que no hay mujer fea; y yo soy del mismo parecer, desde luego que supeque un amigo mío se había enamorado de una tuerta, cuyo defecto no llegó a notarle, sino al cabo de cuatro meses de matrimonio.

Lo cierto es que hay entre persona y persona, entre corazón y corazón un lazo de simpatía, que los sabaneros de Bogotá llaman el garabato. ¡Feliz, pues, la muchacha que tiene buen garabato, y más feliz el que no queda engarzado en él; porque el amor da muchos pesares, como lo confirma el suceso que intento referir a mis lectores.

El pueblo de Titiribí es famoso en el Estado de Antioquia por sus pastos, sus minas de oro y sus bonitas muchachas.

Entre éstas, no ha muchos años, había una que se llevaba la palma. Cuando la conocí estaba en sus quince. Era una Hebe; tenía el cuerpo más bien formado que he visto en toda la República. Tan bien proporcionado, que hubiera podido servir de modelo a un pintor o a un estatuario.

La garganta, los hombros, el pecho y los brazos de una blancura deslumbradora; la cintura redonda y flexible como un junco; el pie como el de una andaluza; buen color, mucha gracia, y unos cabellos de azabache, que se partían en su frente y le formaban una preciosa corona, eran el adorno de su cabeza.

Si tuviera la pluma del afamado Balzac, que no omite en sus descripciones ni el negro de la uña al tratar de una persona, ni el musgo de las paredes al describir un edificio; aquí me cabía enumerar una a una todas las gracias de la belleza de Titiribí; mas cada uno tiene su manera de pintar que le es propia, y confiado en la penetración del que leyere este artículo, juzgo impertinente el dete-nerme en describir los encantos de Matilde.

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Tal era el nombre de la reina de Titiribí. Sus labios eran como flores, sus mejillas como rosas, y sus ojos ocultaban un garabato que... que... Pero ¿qué cosa hay en el mundo más hermoso que los quince años de una doncella de nuestras montañas?

Matilde era única hija de Tenorio Gil, pobre en sus principios, patán en sus medios y en sus fines, quien tuvo la fortuna de encontrar una mina de oro que lo ha vuelto poderoso, suceso que nada tiene de raro en el Estado de Antioquia.

La mina de Tenorio Gil le ha dado muchas arrobas de tan apreciado metal, que el bueno del hombre debe de tener soterradas, pues su riqueza ni luce ni parece. Cuatro perros, tremendos animales que se comen ocho libras de carne todas las mañanas, están encadenados por el día y duermen sueltos por la noche, guardando su ingente tesoro.

Tenorio Gil es timorato, rezandero, hombre de bien a carta cabal, y si no fuera por una tos seca que le acompaña, cualquiera diría que le restan largos años de vida.

Por lo poco que he dicho de la señorita Matilde, puede inferirse que tendría el pueblo en candela: me explicaré más claro, quiero decir, que tendría muchos adoradores. Y así era a la verdad, Mastín Pérez, mozo de veinte a veinticinco años, carilargo y boquifrío, con unas piernas muy largas y un aire dejativo, abrigaba un corazón muy sensible, que ardía, ya para dos años, en el fuego que encendieron en él los ojos de la risueña Matilde.

Hético, consumido, lo tenía la pasión; pasión que no ignoraba el pueblo, y de la cual se reía a sus anchas la festiva muchacha. Tal era el estado de las cosas, cuando yo me presenté en aquel dichosísimo pueblo, por mal de mis pecados, a mediados de diciembre de 1848.

Los negocios que me llevaron allí me detuvieron algunas semanas, bien a mi pesar; pues como no estaba enamorado no tenía materialmente en qué divertirme. Pasaba el día haciendo cálculos y números, y las noches oyéndole ponderar al bueno de Martín Pérez, las gracias de su adorada Dulcinea.

Llegó a visitarme una noche a la hora acostumbrada, y con una sonrisa que hacía más patente su terrible pasión, que se revelaba también en el fuego de sus miradas, me dijo: esta noche vamos a dar una serenata y es preciso que usted nos acompañe.

-Con muchísimo gusto, le contesté, porque aunque las serenatas sólo sientan bien cuando hay correspondencia entre los enamorados, soy decidido por toda clase de armonía, y la música...

-¡Sí, ya verá usted qué buen rato nos pasamos!

-Ya me lo supongo. Pero dígame usted, ¿cuántos vamos, quiénes tocan, cuáles cantan?, explíqueme usted, como quien dice, el programa de la fiesta.

-Vea usted, nos reuniremos a las nueve en casa de la Matea; allí nos entretendremos jugando a los dados o a la primera. Y por cierto, ahora me acuerdo, que esta noche van a hacer la rifa de las pistolas de Camilo. ¡Linda alhaja!, es preciso que usted entre a la rifa y se las gane.

-A eso no me comprometo, porque aborrezco el juego por instinto, por convicción y por cálculo.

-De todo hay en el mundo: vea usted, otros juegan por inclinación. Bien: usted se divertirá entretanto en conversar con las hijas de la Matea, que son un par de pichonas muy divertidas. Mientras usted conversa con ellas, alguno se sacará la rifa, y la media noche irá viniendo. ¡Hora

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grande y solemne para los que saben amar! Se descorcha una botella, se llenan las copas, se apuran a un tiempo, y empiezan a templar las guitarras.

Sale la procesión, se acerca a las ventanas de Matilde, se cantan dos famosas canciones, y se va cada uno a recoger. Para eso se escogen los sábados en la noche, pues se puede dormir hasta las diez, que la misa del domingo poco importa.

Pasmado me quedé al oír tal explicación; y más bien por observar que por divertirme, me dejé llevar a la serenata.

La noche era magnífica: el cielo estaba despejado y sereno; la luna brillaba con una luz tibia y suave que rielaba por entre las hojas de los árboles, o por sobre los techos de paja; el aire, impregnado de esencias, sesentía por todas partes con el olor de los azahares, de los jazmines, de las rosas, y de tantas plantas como florecen en estos países. Reinaba un gran silencio cuando llegamos cerca de las ventanas de Tenorio Gil.

Mientras acababan de igualar las guitarras, y para limpiar el pecho tosían los cantores, me acordaba yo de las relaciones que me hacía un amigo que ha recorrido gran parte de la Europa, y me figuraba estar oyendo las barcarolas de los venecianos, o las serenatas de los andaluces a las señoritas de Sevilla.

Veía cómo la luna, que duerme tranquila en la playa de los mares, según la expresión de Milton, bañaba con su luz las olas del Adriático; y las góndolas de donde salían, al son de los remos que iban cortando las aguas, esos cantares tan afamados en toda Europa por su ternura y por su sencillez.

Parecíame luego que veía la Giralda, que cual una flecha quería rasgar las unbes; veía al español con su capa revuelta al brazo, con un sombrero chambergo en la cabeza, tañendo la guitarra y cantando un bolero, con aquel chiste que colora y anima las palabras y los acentos.

-¿En qué parará esto?, me decía.

-¿Cuál es la ventana que dice al cuarto de los viejos? preguntó uno de los acompañantes.

Martín Pérez, conocedor de las entradas y salidas de la casa, señaló la última, de cinco que daban a la calle. Uno preguntó que qué cantaban primero, si el Arroyuelo o la Barquilla. Otro propuso que empezaran a tocar a dúo una contradanza con las guitarras, fundándose en que era preciso llamar primero la atención del enemigo; quién fue de opinión que comenzaran el ataque bruscamente sin preludios, ni preparativos.

A todo esto habíamos formado un corrillo de siete personas, que deliberaban en voz baja, como si aquello fuera una conspiración. Yo era el mueble más inútil, y hacía por lo mismo las veces de se-cretario. El parlamento estaba dividido en pareceres y la disputa llevaba filos de no dar ningún resultado favorable al palpitante corazón de Marín Pérez, que, como perfecto enamorado, hubiera querido tener en aquella noche la voz de los serafines para encantar a su adorada princesa.

Esta se hallaba renegando de un dolor de muelas que no la dejaba pestañear; y sabida cosa es que con tal dolor el que lo sufre no desea sino dormir, porque, según afirman los que lo han padecido, es mal tan violento que hace renegar hasta de la existencia. Martín Pérez había escogido, pues, una hora fatal; y dicen los políticos, entre ellos Talleyrand, que muchos triunfos diplomáticos se han debido al haber aprovechado el feliz momento de hacer una proposición.

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Esta regla es infalible en la práctica respecto de las mujeres.

Como digo, en el corrillo no sabían qué resolver cuando uno, jayanote estupendo que descollaba con toda la cabeza, propuso que se cantara un solo acompañado con la corneta pistón, que sacó de bajo del capote, y con la cual ofreció hacerlo a las mil maravillas. La oferta fue recibida con un palmoteo de aprobación. Martín Pérez se colocó en la mitad del círculo y a su lado aquel nuevo Orfeo, que iba a evocar la sombra de aquella casta Eurídice, que estaba bien acostada bocarriba, llorando como una Magdalena su dolor de muelas.

Soltó la voz el bueno de don Martín cantando:

En las sombras de la noche, Cuando el mundo duerme en paz, Las caricias de...

La corneta pistón iba siguiendo, como un galgo que corre tras un venado, con su clamoreo desapacible, la voz de aquel patán de las montañas, cuando ladró un perro, y ladró otro, y por fin ladraron y respondieron en coro todas aquellas fieras desatadas que guardaban a la virgen de Titiribí y las onzas de Tenorio Gil, más vírgenes todavía.

No paró en esto: quiso nuestra desgracia que, como estaban haciendo una reparación en las paredes del corral de la casa del asmático Gil, los perros saltaron a las bardas y las coronaron dando ladridos espantosos. El de la corneta, que estaba muy distraído, volvió a hacer retumbar su instrumento, y los perros se nos vinieron encima como unos toros. Yo desenvainé inmediatamente mi estoque, y el parlamento se volvió una merienda de negras. A fuerza de pegarles con las guitarras en la cabeza a aquellas furias, y de haber atravesado de una estocada al más atrevido, nos dejaron volver a casa de la Matea. Allí pasamos revista.

Dos guitarras quebradas, un sombrero y un zapato perdidos y una capa hecha pedazos, fueron las bajas que tuvimos en aquel encuentro. Si sigue el amor, si las serenatas siguen, o si hubiera permanecido yo por más tiempo en aquel santo lugar, no me habría quedado ni cara en qué persignarme. .

Martín Pérez se desmayó en casa de la Matea, y a fuerza de hacerle respirar humo de plumas quemadas, volvió en sí, fijo en su amorosa idea, como lo están en su tema los maniáticos. Lo primero que preguntó fue si Matilde se había asomado a la ventana.

-¡Qué Matilde, ni qué sota de bastos!, le respondió el de la trompeta, lo que usted debe hacer es guardar el más profundo silencio, y que nadie trascienda tan negra aventura, para tapar la boca a los maldicientes.

En los lugares cortos es mucho lo que se murmura, mucho lo que se repara, y mucho lo que se miente; sin que por esto queden santificadas las ciudades populosas, en donde también se cruzan los maldicientes y los murmuradores. Al otro día no más se supo ya en Titiribí que los ladrones habían asaltado la casa de Tenorio Gil, y mostraban en el juzgado parroquial un zapato roto, como cuerpo del delito, del cual hablaba el juez con mucha formalidad en la cabeza del proceso que estaba instruyendo para averiguar el hecho. Otra ventaja indisputable de los lugares cortos, en donde se levanta un sumario por una futesa, y en donde hay una pocilga en que fragua sus iniquidades algún tinterillo de aldea, que, como la araña, extiende su tela en los más oscuros rincones.

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Lo que no estaba en mi librito, ni llegaría nunca a sospechar Martín Pérez, fue lo que de ahí a poco se supo: que la encantadora Matilde se casaba con uno de esos suizos que se aparecen en nuestros poblados con un mono o con un organito en vez de credenciales y de pasaporte; éste decía que era insigne sacamuelas, y que sabía poner dientes artificiales.

El lector querrá saber si Matilde se casó por fin, o si las de su matrimonio fueron meras hablillas de pueblo; y como narrador concienzudo y verídico de esta historia, me toca informarle que se casó en efecto, influyendo mucho en acelerar su determinación las burlas que comenzaron a propagarse respecto de la mencionada serenata.

Martín Pérez, que amaba a la muchacha de buena fe, y que a pesar de su semblante cadavérico tenía un corazón que ardía como el abrasado Monjibelo, adoptó, para consolarse y olvidar a su bella, el pésimo recurso de frecuentar la casa de la Matea, jugar y beber. Tenía ya sus buenos principios, y pienso que le daría poco trabajo para llegar a ser uno de los discípulos más aventajados de aquel famoso establecimiento. Qué bien decía Samaniego:

Cuenta con los primeros pajaritos.

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JOAQUIN MARIN PorJoséCaicedoRojas

Estaba yo ausente de Bogotá cuando recibí la noticia de la muerte de Guarín. Temiendo haber sido

mal informado, ya sobre el hecho mismo, ya sobre las circunstancias que lo hubieran acompañado,

y no queriendo dar crédito a una cosa que para mí era imposible, escribí inmediatamente a un

amigo mío, suplicándole me informase de lo que había en el particular, y, si por desgracia aquella

noticia era cierta, me comunicase todos los pormenores de ella. El me contestó la carta que a

continuación se verá, y que vale bien por una sentida necrología.

Aunque ésta es una carta puramente familiar, y como tal entra en ciertas interioridades ajenas de

cualquiera otra clase de escrito, no creo que los pormenores que ella contiene puedan carecer de

interés para las personas que conocieron y supieron apreciar el mérito del joven Guarín.

________

Mi querido amigo:

Me pides que te hable de Guarín, y me preguntas por qué no he escrito su necrología... La

necrología de Guarín.. . ¡Palabras terribles que jamás me figuré tuviera que pronunciar, y que ni

por la imaginación me habían pasado!...

¿Y para qué sería bueno escribir lo que tú llamas la necrología de Guarín? ¡Se escriben tantas

cosas de cualquiera que muere! La sola palabra necrología, ya gastada y sin resortes ¿no sería

suficiente motivo para que el más sentido recuerdo de nuestro amigo fuese visto con indiferencia, y

aun tal vez con repugnancia? Por lo que hace a la biografía de este joven extraordinario, paréceme

que aún no es tiempo de escribirla: aguardemos mejor época, y por ahora libremos la memoria del

genio del ultraje de la indiferencia, y aun del desprecio de los contemporáneos, y contentémonos

con llorar en secreto su pérdida, aquellos que supimos apreciar lo que valía.

Así que esto, que en tono bajo y familiar te escribo, tenlo y guárdalo como cosa privada, que no

debe ver la luz pública, sino solamente quedar dentro del reducido círculo de algunos amigos que

sepan sentir como tú y como yo.

Hacía algún tiempo que no veía yo a Guarín, porque los maldecidos acontecimientos del mes de

abril (1854), y la distancia de una milla a que vivíamos uno de otro, nos habían separado; cuando a

mediados de agosto me propuse arriesgar mi personalidad en la calle, y como una rata que

atraviesa velozmente de un agujero a otro, me presenté en su casa una tarde, Agradecióme él sin

duda esta visita, y me recibió, como siempre, con los brazos abiertos.

No hay satisfacción más grande que la que se experimenta al ver el júbilo sincero, natural y

espontáneo que la presencia de uno produce en casa de un verdadero amigo: aquellas caras

alegres de amos y criados, que asoman por todas partes, aquellas sonrisas amables, aquellas

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carreras de los niños que anuncian bulliciosamente la llegada, serían capaces de romper un

corazón menos elástico que el que Dios nos ha dado para amar. «Vengo a ver nuestro nuevo

departamento, le dije, cuyo arreglo me ha anunciado usted hace tanto tiempo».

En efecto, me condujo a las piezas que había preparado con tanto gusto como profusión y

elegancia; porque tú sabes que aunque Guarín no era rico, era grande y rumboso en todas sus

cosas, pero sin afectación ni bambolla, y que su bolsillo jamás se cerraba para proporcionarse

todas las comodidades de la vida. En aquel departamento, compuesto de una sala, un gabinete y

un jardín, que apenas comenzaba a plantar con sus manos, había colocado ya su magnífico piano

de cola, y veíanse amontonados aqui y allí en un gracioso desorden, que pudiera compararse al

delirio de un amante, las óperas de Bellini, Donizzetti, Mozart y Verdi; las sinfonías de Haydn y

Beethoven, libros preciosos, álbumes riquísimos, bustos y estatuitas de mármol, retratos de todas

las notabilidades artísticas, cuadros de Vásquez, lámparas de bronce, relojes historiados,

periódicos de todos géneros, fósiles y otras curiosidades geológicas.

En igual desorden estaba su pequeña biblioteca: aquí andaba por el suelo fray Luis de Granada

con Humboldt; por allá estaba la Biblia con César Cantú; por aquí Juan Flórez y Ocariz con

Lamartine y Bossuet; allá las obras de Gaume con Dumas y Feijóo; y en otro rincón, Cervantes con

Kempis, el diamante empastado, como él le llamaba.

En medio de este acervo de cosas tomé asiento en una poltrona que allí estaba, y supliqué a

Guarín tocase una de mis fantasías favoritas. Con aquella condescendencia que le era genial, se

sentó al piano y ejecutó admirablemente el sueño, luego ie roulis, fantasía marina, y otra cuyo

nombre no recuerdo, todas del género que Guarín y yo llamábamos música contemplativa.

Con la última nota que expiró entre sus dedos como un eco lejano, brotó de sus ojos una lágrima

furtiva, que se apresuró a enjugar con disimulo, a tiempo que yo sacaba mi pañuelo para enjugar

otra que respondía a la suya, producidas ambas por las mismas emociones, y tal vez... por un

mismo presentimiento.

Para mejor disimular, me dijo levantándose negligentemente del piano:

-Si es cierto que el Angel del Juicio ha venido ya a la tierra en forma humana, creo que no será el

único ángel que haya bajado a visitar a los hombres: el autor de estas melodías indefinibles lo era

también sin duda.

-Así es, le contesté: sólo un ángel puede tener pensamientos del cielo.

Permíteme que continúe refiriéndote este diálogo, por la significación que tiene para mí.

-¿Qué ha hecho usted en todo este tiempo?, me dijo.

-Creo haber hecho algo de provecho, le contesté; he complementado mi matrimonio, velándome.

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-Las circunstancias son muy tristes.

-Por lo mismo.

-¡Y se confesaría usted!, añadió sonriéndose.

-Es condición sine qua non, le contesté con una seriedad verdaderamente diplomática; y lo he

hecho con el mayor placer. ¿Usted se ha reconciliado alguna vez con un amigo enojado?

-No tengo amigos que se enojen.

-¡Cierto!, ¡quién había de enojarse con usted!

-¡Pero bien! ...

-Ha sido un día muy feliz para mí; porque lo son todos aquellos en que veo feliz a mi esposa... ¡Y

después no hay cosa más dulce que reconciliarse con el mejor de los amigos, y por consiguiente

con el prójimo! Ni hay cosa más sabrosa que saldar cuentas con la conciencia y con el mundo.

-Usted me está provocando, dijo alargándome la mano, voy a confesarme. Hacía algún tiempo que

por una inspiración secreta lo deseaba, y usted es el ángel que viene a conducirme.

De allí mismo me dirigí al convento vecino a hablar con el santo religioso que con tanta paciencia

había oído mis pecados, y quedó arreglada su entrevista con mi amigo.

Ocho días después, Guarín, esa alma candorosa y sencilla, en que no había un solo punto negro,

estaba limpio como una paloma, y puro como el agua que salta de la roca. Tres meses más tarde

hizo su tercera confesión en el lecho del dolor, ¡y fue la última! ...

La siguiente visita que hice a Guarín después de la escena que acabo de referirte, me proporcionó

un momento feliz: él estaba fuera de casa, pero me recibió su bella y amable esposa con las

demostraciones más vivas de gratitud.

-Usted es nuestro mejor, nuestro verdadero amigo, me dijo entre otras cosas. Yo me congratulé

con aquella alma piadosa y llena de candor, sin esquivar sus palabras lisonjeras, y me instalé en

mi poltrona favorita, diciendo a la joven compañera de Guarín:

-Aquí se respira por todas partes un perfume de felicidad inexplicable. ¡Cuán dichosos son

ustedes! Sólo yo puedo comprender esa dicha. Una sonrisa acompañada de un suspiro fue su

única respuesta. El corazón de la mujer es el verdadero magnetismo que adivina los sucesos al

través de los tiempos y de los lugares...

A pocos momentos entró él, lleno de un alborozo casi infantil: los religiosos de Santo Domingo

acababan de regalarle una Magdalena de Vásquez, que colocó al frente de otros dos bellos

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cuadros. Un buen cuarto de hora gastamos en observar aquella pintura cuyo paisaje nos parecía,

aunque legos en el arte, demasiado bueno para ser del pincel de Vásquez, que, según los

conocedores, no era muy fuerte en este género, o por lo menos se le tacha de amanerado.

Guarín, que en sus últimos días hallaba en todo una especie de tinte místico, sin duda porque su

alma estaba preparándose ya para volar a las mansiones celestes, me dijo: «este regalo tiene una

gran significación, y es una rara coincidencia». En efecto, no pude menos de reconocer con

admiración en aquel lienzo animado un elocuente aviso de perseverancia.

En las dos o tres veces que estuve después en casa de Guarín, siempre huyendo de ser conocido

en la calle, no ocurrió nada de notable; pero no quiero dejar de referirte una circunstancia que,

aunque insignificante a primera vista, me ha preocupado mucho después de la catástrofe que

lamentamos.

Sobre un elegante armario de rosa tenía siempre nuestro amigo una pequeña redomade

porcelana, de cuello estrecho, y en ella conservaba una flor, una sola flor, que sin duda renovaba

todos los días. La primera vez que hice alto en esta flor aislada y solitaria, lejos de mirarla como un

emblema de soledad y de viudez, sólo vi en ello un capricho de artista, o tal vez una casualidad;

pero fue tan repetida mi observación, que al fin le dije:

-¿Es usted partidario de los floreros unitarios? Para un soltero sería un bello emblema de amor.

-No entiendo el lenguaje de las flores, me dijo; y un preludio vago y distraído que murmuró en el

piano, cortó nuestro dialoga, que sin duda, había herido su corazón con una espina.

¿Era esta flor un terrible pregón de desgracia para su esposa, o tal vez para mí? Por tal lo he

traducido yo después.

Soy muy susceptible a esta clase de impresiones producidas por tristes coincidencias. Por vía de

episodio, y como se trata de asuntos familiares, te referiré una anécdota bien singualr y que te

interesará por ser amigo de las personas que en ella figuran. Cuando el malogrado general Acosta

y yo exhumábamos el cadáver de nuestro amigo el general Acevedo, notó aquel que en la caja

exterior en que debíamos depositarlo, formada de tablas de pino, estaban casualmente

estampadas las iniciales J. A., que lo eran de José Acevedo y también de Joaquín Acosta, y debajo

esta palabra francesa fragile... La conmoción que experimentó Acosta fue visible, y dirigiéndose a

mí, «¿qué dice usted de eso?», me preguntó. «Que es una especie de epitafio bien epigramático»,

le contesté. Un mes después de esto murió el general Acosta, y su cadáver fue colocado en la

bóveda que ocupaba el del general Acevedo. Refiriendo yo esta triste anécdota a Guarín, me dijo:

«¡Amigo!, crea usted, que el cielo nos anuncia muchas cosas que pasan desapercibidas para

nosotros... Esta vida no es más que uncanon, para hablarle a usted en términos del arte;

una fuga, como decimos los músicos, en que nos vamos alcanzando unos a otros en diferentes

entonaciones y claves, pero siempre en el mismo tema, y siempre alfinal.

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Volvamos a nuestro pobre amigo. Todavía has de admirar dos cosas que tú llamarás pequeñeces,

si quieres. Quince días antes de su muerte se hizo retratar por tercera o cuarta vez, y llevó el

retrato a su esposa, diciéndole que era un regalo que quería hacerle. Esto fue en medio de los días

más aciagos de la revolución.

Por ese mismo tiempo la esposa de Guarín había encargado a un amigo suyo que le hiciese un

pequeño dibujo con el cabello de, su primer hijito, que ya había muerto. Este amigo, encontrando a

Guarín en la calle, le cortó casi por la fuerza, una guedeja de pelo, y pocos días después, en el

cumpleaños de la señora, le remitió un primoroso trabajo compuesto del cabello de entrambos.

Este amigo había adivinado que, a aquel primer dardo que había desgarrado el corazón de la

madre, debía seguirse bien pronto otro que desgarrase el corazón de la esposa.

El día 4 de diciembre se batían en las calles y casas de Bogotá, catorce mil hombres: era el

combate del crimen con la virtud, de la nación con algunos granadinos desnaturalizados; ¡era la

lucha de la serpiente con el cóndor, en medio de esta tempestad de dos días, que derribó tantos

árboles, orgullo de la patria, y que agostó en flor tanta mies, el genio se extinguía al soplo de una

fiebre violenta; Guarín apenas respiraba ya, acometido por crueles paroxismos.

¡Momentos terribles! Su casa era un campo de batalla; los soldados constitucionales que atacaban

ciudad por el oriente, se habían apoderado de ella; el vi fuego de fusilería se hacía a diez pasos del

lecho mortuorio; los toques de corneta, las voces de mando se daban casi a su cabecera; los

fantasmas que el agonizante joven veía en su delirio, no eran fantasmas... eran los oficia y

soldados que, después de dar la muerte al enemigo iban a socorrer al pobre febricitante, a sujetar

al desdichado que había perdido la razón por la afección cerebral y de allí volvían a cargar su fusil

o a desenvainar la espada... Algo muy extraordinario debía haber, y en efecto lo hubo, en la muerte

de Guarín...

Haydn, a quien tanto admiraba nuestro joven compositor, murió en circunstancias idénticas; y

refiriéndome éste los últimos momentos del profesor alemán, se estremecía. «Figúrese usted, me

decía, que la ciudad de Viena era un infierno y el combate que se había trabado en sus calles y

casas con el ejército francés que la sitiaba, era horrible. Haydn estaba expirando, y en vez de las

dulces armonías que debían haber acompañado sus últimos instantes, sólo oía a su rededor las

multiplicadas detonaciones del cañón, de las bombas y fusiles, los gritos de guerra, los lamentos

de los heridos; ¡el humo de la pólvora le sofocaba!.... ¡Si el gran maestro conservaba su razón,

debió creer por un momento que estaba ya irremisiblemente condenado!» ¡Quién hubiera dicho a

nuestro Guarín que en aquella relación que le aterraba, hacía la de su propia muerte!

Los defensores de la ley, del orden y de la moral triunfaron al fin.

Guarín, que esperaba saludarlos con alegres canciones, no vio su triunfo, como tampoco

sus amigos hemos gozado de él. La Providencia, que tenía levantado el brazo de su justicia sobre

esta ciudad por las blasfemias y abominaciones de sus moradores, nos perdonó como a Isaac,

pero señaló víctimas. Os concedo la paz, dijo, pero a condición de arrebataros seres bien

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queridos... El cambio se efectuó, y Bogotá y la patria, y el arte: quedaron huérfanos; y Herrera, y

Mendoza, y Olarte, y Caro y Guarín y otros varios perecieron en aquel día de ira y de clemencia.

Las exequias se hicieron en la iglesia de la Candelaria el 6... aquél día funesto en que Bogotá

lloraba cubierta de luto; en que no se oía sino el lúgubre concierto de mil campanas, las

detonaciones del cañón y los tristes lamentos de una población entera; en que por todas partes y a

todas horas tropezaba el transeunte con un féretro, con un cortejo funerario.

Se cantó el magnífico oficio de difuntos que el mismo Guarín había compuesto; y aquellas

lecciones llenas de sublime melancolía, aquellas notas llenas de lastimera inspiración, subiendo

del coro a las bóvedas del templo, para reflejarse después sobre el mismo que las había dictado,

¿no eran parte a despertarlo de su último sueño?

Una señorita, discípula suya, dotada de un alma grande y de una sensibilidad exquisita, se

adelantó al catafalco, en el momento solemne del miserere, y colocando sobre él dos coronas de

ciprés e inmortales, lo regó con un río de lágrimas.

Aunque las circunstancias eran poco propicias para desplegar toda la pompa fúnebre del caso, sin

embargo, la orquesta fue más numerosa de lo que era de esperarse, y en ella se veían algunos

extranjeros que iban a pagar su postrera deuda de admiración y de amistad. Yo mismo tomé parte

en aquellas tristes armonías, y más de una vez dejé el instrumento para enjugar las lágrimas, al par

de mis desolados compañeros.

Al declinar el día marchábamos silenciosos por la avenida del cementerio algunos amigos que

llevábamos en hombros aquellos restos queridos, los cuales dejamos en su lecho de tierra,

dándoles el adiós postrero en medio de sollozos. El sol se despedía también en aquel momento de

nuestro amigo, haciendo penetrar tímidamente sus últimos rayos por entre las arboleda del

panteón, y dorando con ellos las rosas que se mecían tristemente enfrente de aquella tumba que

iba a cerrarse.

Al siguiente día una mano desconocida escribió sobre el calicanto que cerraba la entrada de la

bóveda, estas palabras latinas:

Aes rodit tempus, rodere corda nequit;

pensamiento que vendrá mejor cuando la futura civilización de nuestro país haya levantado a la

memoria de Guarín un monumento duradero.

Guarín contaba apenas 29 años cuando murió. Había sido feliz: tú sabes que su carácter apacible

y bondadoso, su ingenuidad y sencillez, su jovialidad bogotana, su excelente corazón, lo hacían

dichoso en el recinto doméstico y fuera de él. Tenía tantos amigos y admiradores cuantas

personas le conocían, porque sabía hacerse agradable a todo el mundo, y poseía aquel imán

secreto y misterioso que se atrae todas las simpatías. Pero había sufrido ya grandes golpes: en

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edad temprana perdió a su madre, quedando huérfano, y mas tarde dos hijos varones, uno de ellos

de edad de seis años.

Creo haber satisfecho en lo posible tus deseos, haciéndote la sencilla relación de pormenores que

sin duda tendrán un grande interés para tí, y que no he podido recordar sin profunda emoción, y sin

verter una lágrima de dolor. -Tu amigo, ***

Page 14: Museo de cuadros de costumbres, tomo III

13

UNA NOCHE DE FIESTAS Por Ricardo Carrasquilla

Si los sucesos que pasan

En las fiestas, de un sol claro

A la viva luz, se esconden

Al ojo más avisado,

Hora que la noche tiende

Sobre Bogotá su manto,

¡Cuántos misterios habrá

En esta plaza encerrados!

Mas por dicha, de la luna

Ya asoma el tranquilo carro,

Sobre la extendida plaza

Largas sombras dibujando;

Y numerosos faroles

De muy diferente rango

Alumbran escasamente

Los incómodos tablados.

Hay en ellos pocas damas:

Todas están paseando

De la plaza en derredor,

Apoyadas en el brazo

De los amables galanes,

Que ocasión han encontrado

De mostrar el sacro fuego,

Que largo tiempo ocultaron

En sus tiernos corazones.

Las niñas no son de mármol;

Y les responden así...

Claro está, con cierto agrado;

Mas con toda la prudencia

De un antiguo diplomático.

-¿Qué habrá esta noche?

-Unos globos

De colores, fabricados

Page 15: Museo de cuadros de costumbres, tomo III

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En el barrio de las Nieves,

Y toro encandelillado.

En un corro numeroso

Hay unos negros caucanos,

Que al son de sabrosos tiples

El bambuco están cantando

Con las coplas que improvisan.

Copiaremos tres o cuatro:

Los ojos mejores son,

Por más que todos se alaben,

Los que expresar mejor saben

Lo que siente el corazón.

Una muchacha encontré

Graciosísima, divina;

Pero luego la dejé

Porque tiene crinolina.

Me gusta toda mujer,

Aunque fuere vieja y goda;

Pero no puedo querer

A las niñas a la moda.

Entre mujeres prefiero

Las niñas de Santafé;

Porque tienen un salero,

Y un garbo... y un no sé qué.

¡Qué diferentes ruidos!

El chirriar del pescado

Que se fríe en la sartén;

Los silbos de los muchachos;

De infinitas loterias

Los mil gritos destemplados;

El largo mugir del toro,

Porque le están amarrando

Los candiles; chuchas, tiples,

Panderos, alegres cantos;

Page 16: Museo de cuadros de costumbres, tomo III

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El sonido de las copas,

Los cubiertos y los platos;

Los gritos de las guarichas

Que se insultan peleando;

Y el estruendo del concurso,

Semejante al son lejano

Del mar rabioso, o de un río

Con las lluvias desbordado.

-¡Globo, globo! -¡Qué bien sube!

-Ya se enredó en los tablados

-Que se quema.-¡Se quemó!

-¡Oh! ¡qué millón de muchachos!

-¡Cómo gritan! ¡cómo corren!

-Se queman.

-Jesús, qué bárbaros!

-Ya sueltan el otro globo.

Música.

-¡ Bueno!

- ¡Qué alto!

-Está como una estrellita.

-Ya las nubes lo ocultaron.

-El toro sale por fin.

-¡Pobre! va a morir asado.

-Jesús, cuántos toreadores.

-No embiste: ya lo embobaron.

-Aquí no hay nada que ver;

Dejemos la plaza y vamos

Allí a las casas de juego,

Para darles un vistazo.

En una casa contigua

A la plaza, están mezclados

Mil y mil juegos distintos

En que se disfraza el dado,

Y otros mil en que se roba

Con admirable descaro.

Page 17: Museo de cuadros de costumbres, tomo III

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En ella se ve un concurso

Indescriptible, formado

De toda edad, todo sexo,

Toda condición y rango,

Al lado de un niño rubio

Está un enorme negrazo;

Junto a dos lindas doncellas

De alta alcurnia dos borrachos,

Una vieja, dos mendigos,

Un pepito y tres soldados;

Allí con la inmunda frisa

Se rozan trajes de raso;

Y nagüitas de zaraza

Con...-No digas eso, Fabio,

No es bueno decirlo todo;

Que el lector adivine algo.

-¡Oh¡ ¡qué confusión, qué estruendo!

¡Parece el juicio! Escribamos

Algunas frases tomadas

De esta Babel, de este oceano,

Donde se confunden clases,

Y condiciones y rangos.

-Sí, mi negro.-Sí, mi china.

-El morrión de Juan soldado.

-No lo dudes, te lo juro,

Será ardiente, eterno.- El cháfaro

Del calentano- Se va

La bola.

-Un amor sagrado.

-Si, los hombres dicen eso

Y después...-Me apunto al cuatro.

-Esos son hombres vulgares.

-La fruta de chil colgando.

-Juro romperle la crisma.

-Alto, amigo, yo no aguanto

Roncas.

-Salga aquí si es hombre.

Page 18: Museo de cuadros de costumbres, tomo III

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-Los anteojos de Pilatos.

-Apúntese, caballero.

-Gracias, mil gracias, Medrano.

-A primera sangre. -A muerte.

-Mi padrino será Flavio.

-El chulo jalando tripa.

-Dame dos condores, Pacho.

-Otro bizcocho, Adelaida.

-El chirlobirlo en el árbol

-¿Este será el chilobirlo?

-No señor, ese es el sapo.

-Brandy.-Más vino. -Adiós, Pepe.

-Otra copa de anisado.

-¿Celos yo? ni los conozco.

-Diez y ocho y seis, veinticuatro.

-¡Hola! señor don Felipe.

-Hombre, José, ¡qué milagro!

-Los alféreces mañana

Son los antioqueños.

-Malos.

-¿Y las niñas?

-Están buenas.

-¡Fuera de aquí! Qué muchachos!

-¿Por qué me bota mis chochos?

-¡Qué bueno está el monte dado!

-Por Dios, no rompan las copas.

-Arriba, arriba, ¡cachacos!

-Blanqueó.

-Coloreó.

-Me apunto.

-Pintó por tres: treinta y cuatro.

-Está jugando de flor.

-Pague.

-La bota chirriando.

Page 19: Museo de cuadros de costumbres, tomo III

18

-¡Qué rondas las que nos echa!

-¡Qué calor! ¡estoy asado!

-El martillo taque taque,

-¡Infeliz!, ¡lo desbancaron!

-Ñongo.

-Puertas.

-Cero negro.

-Josefita, tome el brazo.

-Préstame unos ocho fuertes.

-Ya no tengo, estoy pelado.

-Caballero, una limosna

A su cojo. ¡Voto al chápiro!

-Reserva para la cena

Unos fuertes.

-Abran paso.

-Hombre, con las crinolinas

Nos tienen aquí sitiados.

Por tres y cuartillo libres

Se va la ficha.

-Ande, blanco.

-¡Qué miseria!

-IQué piojera!

-Todos son descamisados.

-Dejemos este barullo

Y a las otras casas vamos.

En una mesa forrada

De paño verde, sentados

Están un lindo Pepito,

Que tendrá diez y siete años,

Un viejo blanco de canas,

Muy corto de vista y calvo,

Y un militar bigotudo

Y de gesto avinagrado.

Hay como esta mesa muchas,

Y en cada una están jugando

Page 20: Museo de cuadros de costumbres, tomo III

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Tres o cuatro hombres, y entre ellos

Hay pobres, hay millonarios,

Lindos, feos, viejos, mozos,

Grandes, chicos, gordos, flacos,

Nobles, plebeyos, pepitos,

Cornabacetes, letrados,

Altas notabilidades,

Comerciantes, democráticos,

Militares, congresistas,

Y médicos, y empleados,

Y autoridades, y músicos,

Y pintores, y artesanos,

Y hombres de todas naciones,

Y hombres de todos estados.

Oyese un rumor confuso,

Producido por cien diálogos

Que solamente comprenden

Los señores iniciados.

-Paso.

-Juego.

-Juego más.

Robe.

-¿Quiere oros?

-¡Qué diablos!

-Usted da la carta.

-!Bueno!

-No se duerma.

-Pase el plato.

-Más vale rey que...

-¡Caramba!

-¡Maldito sea el caballo!

-¡Oh, qué polla la que pierdo!

-De eso no tengo.

Page 21: Museo de cuadros de costumbres, tomo III

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-Son bastos.

-¡Bravo !-Oremus.

-¡Oh! qué bestia!

-¡Qué codillo?

-Contrafallo.

-Qué calaverada, entrar

Sólo con malicia y basto.

-Haga todas las podridas.

-Esta tal vez no la gano.

-Mándeme dar chocolate.

-Pues.

-Yo vuelvo arrastrando.

-Esta polla no se pierde

Aunque lo manden los diablos.

-Pero, hombre, es mucha torpeza:

¿Por qué no le pone el basto?

No se me corra, mi viejo.

-Ambos nos fuimos al plato.

-Esa sí estuvo fregada.

-Una, dos, tres, diez morlacos.

-Imposible que se pierda:

Seis de espadas, rey, caballo,

Malilla, punto, una más,

Rey de copas ensotado.

-Jugó.

-Espadas.

-Robe espadas.

-La chilló.

-¡Jesús, qué escándalo!

-Se le mojan los papeles.

-¡Hombre, qué tal si me agacho!

-¡Maldita sea mi suerte!

-Oros.-¿Quiere oros? -Negado.

Page 22: Museo de cuadros de costumbres, tomo III

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Se me olvidaba decir

Que a más de los tres sentados

Hay muchísimos mirones,

Que no hablan en estos diálogos,

Pero que comentan siempre

Al terminar cada mano,

Diciendo así, por ejemplo:

-Si larga al arrastre el basto

No la pierde de codillo.

-El sólo era condenado.

-El contrahombre jugó bien.

-Si le hubiera vuelto el cuatro...

-Hizo muy mal en chillarla

-Siempre se va por debajo.

En un salón frío y húmedo,

Lúgubre, hediondo, ahumado,

De pie en torno de una mesa

Hay diez hombres agrupados.

Unos están encendidos

Como un tomate, otros pálidos,

Otros con sonrisa irónica

Muestran un gozo satánico;

Unos se tiran el pelo,

Otros se muerden los labios,

Otros... En una palabra

Están al dado jugando.

Unos dicen: paro pinta;

Otros cincos.

-Senas.

-Paro;

Otros.

-¿De a cómo la dice?

Otros.

-Bueno.

-Otros.

Page 23: Museo de cuadros de costumbres, tomo III

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-Barajo,

Pasando la mano abierta

Por encima de los dados.

-Cinco y sena.

-Me voy dentro.

-¡Qué demonios!

-Hasta el rabo.

Arrastre. -Senas.

-¡Maldito!

-¡Maldita suerte !-A mi tráido.

Topo.

-Pago.

-Sena y as.

-¡Arre!,

-Va vuelta, y barajo.

-¡Ay!

-Paro seco mi resto.

-Topo su mute.

-¡Qué diablos!

-Me voy de cují

-Se corre.

-Echeme el dulce.

-Qué bárbaro!

-No me sancoche la sangre.

-Pago.

-As y dos.

-¡Qué mulato!

-No los amarre, rebulla.

-Dígala.

-En senas.

Page 24: Museo de cuadros de costumbres, tomo III

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-Cambiado.

-Su resto en parada.

-¡Bien!

-Otra igual, ¿a que la gano?

-Deme veinte pesos.

-Gracias.

-No me la converse tanto.

-No la perderás.

-¡Divino!

-Paro pinta y a mi tráido,

Que es caridad; y que tiene

Sangre en el...

-¡Ay! fueron cuatros.

-Dígame usted, y estos juegos

Tan fuertes ¿no están vedados?

-Sí, pero son en oculto.

-¿Cómo en oculto?, si entraron

Aqui las autoridades

Y... preciso es tolerarlos.

-¿En qué toldo cenaremos?

-En el de la Chata.

-Vamos.

Pudiera llamarse el toldo

De la Chata aristocrático,

Porque todo es relativo

En este mundo. Son varios

Los estrechos aposentos

De este hotel improvisado.

Alcoba, una; sala, dos;

Tienda, tres; cocina, cuatro;

En la sala hay una mesa

Grande, donde están cenando

Tres muchachas, dos pepitos,

Dos viejas y un colombiano.

Al compás de alegres chanzas

Y requiebros afectados, Las muchachas comen pisco,

(No queremos decir pavo,

Page 25: Museo de cuadros de costumbres, tomo III

24

Por no despertar recuerdos

Que suelen ser muy amargos).

Los pepitos toman vino,

Chocolate el colombiano,

Y las dos viejas devoran

Sabroso y humeante ajiaco;

Item más, grandes tamales,

Pan y lomo atomatado.

En la alcoba hay tres mesitas;

En la una están sentados

Una muchacha muy bella,

Que viste camisón blanco;

Y un sastre barbilampiño

Con sombrerito arriscado,

Linda bota de charol

Y ruana negra de paño;

Ella está muy ruborosa

Y tiene los ojos bajos;

El alegre y decidor;

Y ella y él están cenando

Ensalada de lechuga,

Tierno pan, y pollo asado;

Y con mucha pulcritud

Comen menudos bocados.

Hay en la segunda mesa

Dos fornidos democráticos,

Con ruanas de bayetón,

Botas y calzones blancos;

Y una mujer bizarrota

Con camisón encarnado.

Cenan rostro de cordero,

Papas con queso, ají bravo;

Y del dorado licor,

Hasta el borde rebosando,

La ancha tinameja tienen,

Que pasa de mano en mano.

Están en la última mesa

Un militar retirado,

Y una vieja desdentada

Con nariz pico de yátaro.

Juegan tute con un naipe

Roto y mugriento, y al lado

Tienen en un charolito

Page 26: Museo de cuadros de costumbres, tomo III

25

Tres bizcochos, seis tabacos,

Dos copitas desiguales

Y remendadas, y un frasco

De místela, cuya tapa

Es un clavel colorado.

En un canapé sin forro

Hay tres jóvenes borrachos:

Uno duerme a pierna suelta;

Los otros con tono lánguido

Hablan a un tiempo de amores

Y negocios diplomáticos.

Perfeccionan y completan

Los dos precedentes cuadros

Dos perros flacos y hambrientos,

Un hermosísimo gato,

Y un muchachito en camisa

Flaco, mocoso y tiznado.

Antes de entrar a la tienda,

A la Chata conozcamos:

Es una mujer rechoncha

Que tendrá unos cuarenta años,

Más colorada que un pisco,

Más gorda que un buey cebado,

Más brava que una serpiente,

Más fea que el mismo diablo.

Viste naguas de bayeta

Y camisa con bordados

Negros, y tiene los pies

Sin medias y con zapatos;

Lleva aderezo de perlas,

Y en la cintura un gran mazo

De llaves, que suenan más

Que cuarenta presidiarios.

Tiene la Chata una hija

Joven, de notable garbo,

Y que atiende a todo el mundo

Con gentil desembarazo;

Y tres criadas tan mugrientas

Que causan horrible asco.

Está la tienda atestada

De jamones, y estofados,

Y de lenguas, y pasteles,

Y de pollos, y de pavos,

Page 27: Museo de cuadros de costumbres, tomo III

26

Y de ricos encurtidos,

Y de sabroso pescado,

Y de mistela, y de chicha,

Y de vinos afamados;

Y en fin, de lo que pudiera

Saciar a mil Heliogábalos.

Cenan sobre el mostrador

De la tienda unos soldados;

Y en la puerta alegremente

Torbellino están tocando

Dos tiples, a los que ahogan

Con indecible entusiasmo

Amén de tres alfandoques,

Dos panderos destemplados,

Una disforme tambora

Y diez cantores borrachos.

Al concluir advertiremos,

Porque es preciso ser francos,

Que nosotros (los autores)

También estamos cenando;

Y que si en estos romances

Hay versos cojos y malos

Es porque estamos así...

Ebrios no, sino chispados.

(De las «Fiestas de Bogotá»)

Page 28: Museo de cuadros de costumbres, tomo III

27

LA DOCENA DE PAÑUELOS Por José David Guarín

Al señor Ricardo Silva

Me metiste un clavo, Ricardo, y a fe que no me quedé con él adentro. Por supuesto que ya ni te

acordarás de que una vez que estuve en esa capital a emplear mis cincuenta pesos, tú me metiste

unos pañuelos «rabo de gallo» tan caros como te dio la gana. Por poco que no me queda plata con

qué comprar el clavo, la canela, las puntilla y demás artículos que formaban el presupuesto de mi

factura. De lo que sí te acordarás, porque eso se lo dice a todo el mundo, es de los argumentos

que me hiciste para convencerme de que debía darte mis cincuenta pesos por la docena de

pañuelos.

Ya, que eran pañuelos madrases muy finos, pinta firme; ya, que eran tan grande que con uno solo

habría para toldo de un ejército; que la guerra del norte había hecho subir los algodones, que en

Inglaterra estaban las fábricas casi sin trabajo por falta de materia prima; que esos artículos eran

caros, porque en Europa se manufacturaban tan sólo por 1os pedidos especiales de estas plazas,

pues debía suponer que las parisienses no usaban pañuelos «rabo de gallo», fulas; y sobre todo,

que siendo artículo de tanto consumo no debía regatear, pues ya no quedaba sino esa docena y

que me la vendías por ser a mí, pues la tenían apartada. ¡Diablo!, me acuerdo que si apuras más

la dificultad, dejo mi plata y firmo una obligación por el resto.

Cogí mi docena de pañuelos, compré mis otros chismecitos, tomé al fiado en el almacén de

Párraga y Quijano las bogotanas y cuartos listones, acomodé mi carguita y, ¡vámonos para nuestro

pueblo! Te juro por San Crispín el sabio, que nunca habrás tenido sueños como los míos. Cuando

se tiene factura adelantada y que el consignatario anuncia que los bultos están de Honda para

arriba, se goza mucho; pero nunca eso sí, como un principiante que lleva consigo todo su capital y

toda su esperanza en una maleta.

Nunca hizo la lechera cuentas como las mías. Estudié por el camino todo lo que me habías dicho

para decírselo a los indios y sacarles un doscientos por ciento en mis pañuelos. ¡Y cómo crecía mi

capital como si fuera espuma! ¡Qué de esperanzas fundadas en aquellos chismes! ¡Qué diserta-

ciones mentales acerca del trabajo y lo próspero del comercio, que en todas épocas ha servido

para llevar entre sus fardos, no sólo la riqueza material, sino la intelectual también! Un pueblo sin

comercio es un pueblo bárbaro, decía para mí, y orgulloso por ser comerciante, traía a la memoria

la gloria de los fenicios; y qué se yo que más diabluras pensaba, hasta que llegué a casa.

Aquí debía poner yo punto, dejar lo anterior como disertación preliminar y empezar con números

romanos una serie de artículos; sin embargo, me contento con poner sólo esta rayita:

________

Page 29: Museo de cuadros de costumbres, tomo III

28

En jueves llegué a mi pueblo; al día siguiente es el mercado grande, con el item más que el jueves

próximo era día de Corpus. Me iban a faltar manos y pañuelos para vender. Muy a la madrugada,

entre oscuro y claro, me fui para mi tienda, que está en la plaza, y empecé a arreglarlo todo. Los

cominos en muy finos cartuchos aquí, alli la canela y el azafrán en envoltorios muy grandes para

darlos cada uno por una mitad, pero por dentro con dosis homeopáticas; las piezas de bogotana,

que fueron dos, bien extendidas para que ocultaran un hueco; los cortes de zaraza colgando desde

la tabla de más arriba, no tanto porque llamaran la atención, cuanto porque cubrieran el inmenso

vacío que mi falta de crédito y capital, dejaban entre tabla y tabla.

Reconté después los pañuelos que traía, los intercalé entre los otros que se habían convertido

en hueso, e hice una sarta de todos ellos, que, amarrada desde adentro, saliera hasta más afuera

del marco de la puerta. Con un pañuelo colorado izado en un palo, anuncié que la legación estaba

ese día de fiesta, y después de haberles hecho todas esas trampas a los compradores, me senté a

esperar. Una araña, después de haber tejido su tela, no lo haría mejor que yo esperando a mis

parroquianos para cogerlos en todas esas trampulinas que les tenía preparadas.

Poco tuve que esperar. Un indio fue acercándose, el primero, como receloso, y con un aire de

desconfiado o estúpido, cogió la punta de un pañuelo y preguntó:

¿Cuánto da este pañuelito?

(Ahora lo que Ricardo me dijo, y el indio quedará convencido).

-Vale cinco reales, le contesté. Es pañuelo Madras muy fino, y como los algodones se han

escaseado con la guerra del norte, y además los derechos de importación y el peso bruto hacen

subir tanto las facturas... El camino de Honda, los fletes, el peaje, la contribución directa y tantos

otros derechos hacen subir tanto los artículos, que no se puede dar por menos de lo que he

pedido.

-¿Cuánto, mi amo?, volvió a preguntar con el aire propio de quien se ha quedado a oscuras.

-Cinco reales, volví a decirle, y resolví hablarle de otro modo.

-¡Iiiihh!, enque fuera de seda, mi amo.

-Mejor que de seda, hombre, porque es pinta firme, no destiñe, y mientras más lo laven más le sale

el color. Un pañuelazo como ese, es regalado por cinco reales.

El indio por toda respuesta movió la cabeza lentamente. Después refregó bien la punta, lo sacudió,

lo puso contra la luz y dijo:

¡Y se deja pedir esque cinco riales!

-¿Yqué tiene ese pañuelo?

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29

-¿No ve sumercé que es pura tierra? Mire, queda que ni un cedazo de puro escarralao.

-Pero hombre, así, refregándolo, ni un cuero resiste. Ese pañuelo no puede ser mejor.

-No ve sumercé que en el lavadero se le qué toitica la tierra colorada y queda que... ¿Cuánto

es lúltimo?

-Cinco reales.

-¿Dos y medio será bueno?

Me rasqué la cabeza y contesté con calma:

-No se puede.

-Dos y medio, mi amo, y me encima la aujita.

-Dios me perdone y me de paciencia. Lo único puedo rebajarle es medio real y le encimo la aguja.

El indio contestó con un gesto de desprecio, y sin decir nada salió.

Aquí quisiera ver a Ricardo, para que vea si es lo mismo vender allá en su almacén, que en una de

estas tiendas en que se lidia sólo con indios, pensé, y me puse a esperar otro.

-¿Tenemos por suerte cuerdas, mi amo?, pregunto otro...

-Sí hay, muy buenas: barcelonas.

El indio tomó un rollito en la mano, escogió la que le pareció más a propósito y le metió diente.

¿Habrá cuerda que se resista a tal prueba? Suponte que la cogen con los dientes y tiran a dos

manos. La que resiste ilesa a tal experimento, es la buena. Luego que escogió unas pocas

preguntó:

-¿A cuántas da, mi amo?

-A tres: son muy buenas.

-¿Las da sumercé a cinco por cuartillo?

-Imposible, aunque me las hubieran regalado.

-¿Me cambia sumercé dos huevos por un cartucho de cominos?, preguntó una india.

-Sí. No me destuerza las cuerdas; si quiere, llévelas, y si no ...

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30

En esto empezó a llenarse la tienda.

-Abájeme sumercé un lazo, pero escójamelo.

-¿Me cambia un franco? Pero buena plata.

-Estos reales cundinos no los quieren.

-¿Cuánto es lo último del pañuelito?, volvió a preguntar el mismo indio del principio.

-Cinco reales. Mientras usted se fue he vendido y han quedado de venir por más para el Corpus.

-Rebájele sumercé y tratamos. Buena plata.

-No puedo.¿Lleva las cuerdas, o no? Y si no, déjelas.

-No, mi amo, de mí no hagas esconfianza enque soy indio ...

-¿La bogotana?

-A dos y medio.

-¿Compra mantequilla?

-No.

-Alcáncela pa verla.

-Muy fina y ancha.

-Pero como un colador, dijo la india después de fregarla.

-Un cuartillo de clavo y canela.

-Tome, pero deme cuartillo hecho.

-¿Lo último? Le llevo media vara.

-Que si hay piedra contra.

-Es a dos y medio. No hay. Se la mido bien. ¿Lleva por fin el pañuelo?

-¿Hay por fin piedra contra?

-No.

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31

-Recaditos le mandó mi señá Eduvigis, y que qué tal le fue a sumercé en su viaje, y que es su

señor y que si trajo bogotana fina, que le mande una pieza para verla, y que no le vaya a vender

los pañuelos bonitos porque quiere comprar uno, y que si trajo algo particular, que se lo mande

sumercé y que acá lo mandará después.

-Dígale que no traje sino una pieza de bogotana, y que de esa estoy vendiendo, y que me fue muy

bien.

-Hasta luego.

-Memorias.

-¿Hay alimento belisanio?

-¿Qué?

-Alimento belisanio, de ese que sirve para las lacras.

-Linimento veneciano, será.

-Sí, mi amo. Véndame sumercé un cuartillo.

-No hay.

-Manda decir mi señora que le mande para la semana, porque ya es tardísimo, y cuando vaya ya

no hay nada y todo caro.

-Toma, llévale, dije abriendo el cajón. No había vendido sino real y medio en toda la mañana, y ya

eran las nueve.

El hambre, el ruido del mercado y el alboroto de la tienda me tenían zonzo, y, para colmo de todo,

una maldita india se había situado junto a la puerta con una marrana parida, y los cochinos

gritaban sin cesar. Tuve intenciones de comprársela para no aguantar los chillidos.

En alcanzar alpargates para que se los midieran, en bajarlo todo y volverlo a alzar, y contestar

preguntas de cuantos iban llegando, se me pasó media hora más. La tienda era un laberinto de

indios que entraban y salían, el mercado derramaba por las esquinas su gente a fuerza de

concurrido, cuando el primer campanazo a sanctus sonó. Todos los indios y los sombreros cayeron

como movidos por resortes ocultos, los primeros de rodillas, los segundos boca arriba, para que no

se salieran los pañuelos.

Y nada volvió a oirse. El órgano dejaba escapar una sonata a manera de marcha, y cada

campanazo iba produciendo un ruido como si fuera un eco, producido por los golpes de pechos y

el murmullo de las oraciones que a media voz rezaban todos; aquel ruido parecía el oleaje lejano

Page 33: Museo de cuadros de costumbres, tomo III

32

de un mar que se azota contra las costas ¡Y, cosa extraña!, hasta la marrana y los cochinos que

habían chillado en toda la mañana callaron. Tres campanazos sonaron y otras tantas veces se oyó

el ruido de los golpes de pechos y oraciones, pero eso sí, no acababan de dar el tercero cuando

los de la plaza, aprovechando el silencio en que estaban, empezaron a gritar:

-¡Maíz a siete reales!

-¡Yo lo doy a seis!

-¡Turma a cuatro!

-¡Quién compra carne gorda, y si no la boto!

Los últimos gritos ya no se oyeron, porque el ruido del mercado empezó de nuevo, como si les

hubieran destapado a todos las bocas a un tiempo.

Al punto empezó en la tienda la misma barahunda de antes; pero yo no aguanté más por entonces,

y me preparé para cerrar e ir a almorzar. Cuando ya iba a torcer la llave llegó de nuevo el indio del

pañuelo y me dijo:

-No cierre sumercé, véndame el pañuelito.

-A ver la plata que trae.

-Buena plata, mi amo, no haga esconfianza.

-Entonces cierro: así como así no tengo necesidad de apurarme. Están volando; ya casi no quedan

pañuelos.

-Abra sumercé, que no haiga miedo que...

-Entonces me voy, dije, y cerré la tienda.

A tiempo de irme reparé que una india mocetona y robusta acompañaba al indio.

Aquí venía como pedrada en ojo de boticario otro capítulo y su mote en letras grandes que

dijera: Planes para engañar indios; pero ya que he adoptado el sistema de rayitas pondré esta otra:

________

En tanto que me servían el almuerzo, y después, mientras que almorzaba, me puse a pensar en

que lo mejor del mercado había pasado ya y yo no había vendido un solo pañuelo. Los castillos

formados perdían su base y venían a tierra; el nuevo viaje a Bogotá a traer más pañuelos y

artículos para la tienda, lo veía muy lejano, y mi viaje a Europa cuando hubiera enriquecido con

Page 34: Museo de cuadros de costumbres, tomo III

33

esa tienda, se nubló tanto como la esperanza que hoy tiene un empleado de ver cuartillo. Y

revolviendo ideas, formando planes y pensando en tretas, se me ocurrió la tenacidad del indio del

pañuelo, me acordé de la india mocetona que lo acompañó a lo último, y hasta la criada que me

servía el almuerzo vino a figurar, ¡quién lo creyera!, en primer término para mis nuevos fines. Cierto

es que el almuerzo se me fue sin sentir, pero yo combiné un plan.

Antes de volver a la tienda instruí debidamente a la cocinera, me fui a completar el plan de mis

nuevas operaciones.

Lo primero que hice fue esconder los pañuelos, no dejando sino dos colgados; después salí a la

puerta y llamé a un muchacho, le ofrecí un caramelo porque buscara a otros y me ayudaran en mi

proyecto, y luego que lo hube arreglado todo me senté a esperar.

El primero que entró fue el indio del pañuelo, acompañado de la india.

-Mire, le dije al verlo, por no haber querido llevar el pañuelo desde esta mañana, ya no queda sino

aquel, y ese otro está apartado.

¡Mire qué caso!, dijo la india, y era el mejor.

A este tiempo llegó un muchacho ahogándose y dijo:

-Que manda decir la niña Juanita Castra, que aquí están los seis reales por el pañuelo y que se lo

mande, y que si tiene otro de esos mismos, que se lo aparte, que ora mandará por él.

-Vean a ver, dije a los indios, si quieren el pañuelo y si no, ya ven que van a llevárselo.

-Pero seis riales, ¡cuándo!, esta mañana me lo daba por cuatro y medio.

-Y no quiso llevarlo; ahora ni un cuartillo menos.

Los dos indios se miraron.

-No encimará alguito, mi amo.

-Un alfiler les doy.

El indio sacó una bolsa de cuero y a escondidas empezó a sacar real por real, luego echó sobre el

mostrador; fui a contar y había cinco y medio.

-Falta medio.

-Rebájenos sumercé, mi amo, ese mediecito.

-No puedo; si no lo quieren, déjenlo.

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Entonces el indio echó un cuartillo más.

-Ahí está, dijo, rebájenos sumercé el cuartillo, no sumercé tirano.

-No, les contesté, moviendo la cabeza.

Un cuarto de hora lo menos me estuve para sacarles el otro cuartillo.

Al despedirse la india, le di su trago y le dije que tenía escondidos otros dos, y que si necesitaba

más le vendía uno. Muy agradecida salió, a tiempo que entraban otros. Cuando esos me ofrecían

dos y medio por el pañuelo, entró la criada de casa y me preguntó qué valía el pañuelo.

-Ya no lo vendo, le contesté, no hay sino ese y lo necesito.

Me rogó con seis reales que me los echaba sobre el mostrador, y no quise darlo. En tanto los

indios se miraban unos a otros. A fuerza de súplicas les vendí el pañuelo. Así me estuve toda la

mañana sosteniendo esa posición falsa, para ver de vender a los indios los pañuelos. A las doce

no había uno solo ni de los tuyos ni de los otros viejos, que hacía tiempos tenía ahí. Nueve pesos

saqué de la docena de pañuelos «rabo de gallo»s, y han durado preguntando por dos semanas los

mismos pañuelos. Gracias a los muchachos que cumplieron su comisión y a la criada que llegó a

tiempo, y más que todo a mis ardides, que si no, Ricardo, ahí estuvieran tus pañuelos.

Después de esta fiel historia, de lo que es vender en una de estas tiendas, ¿volverás a meterme

tan cara otra docena de pañuelos? Todavía me duelen los cinco pesos que te dí por ella, aunque

les gané cuatro a los indios a fuerza de trampas.

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UN SUEÑO DE DOS COLORES

Por José Manuel Groot

Dedicado al estudio de nuestras antigüedades hace algunos años, tengo la costumbre de emplear parte de la noche en la lectura de cuantos documentos puedo con­seguir sobre este asunto importante. Cuando he leído o escrito algunas horas, me pongo a pasear en la sala hasta que el sueño me obliga a tomar la cama.

En una de esas noches había estado leyendo varios documentos sobre los trabajos científicos de los sabios Mutis, Caldas, Lozano y Valenzuela. Mi imaginación se enardecía al contemplar el majestuoso arranque de las ciencias en nuestro país. Contemplaba con cierta especie de orgullo nacional el progreso que había llevado por algunos años, y me decía a mí mismo: ¿en dónde están los sucesores de aquellas altas inteligencias? ¿Quién ha continuado la serie de trabajos que aquellos sabios em­prendieron? Yo alcancé a conocer el establecimiento botánico y el Observatorio Astronómico antes de su ruina. ¿Qué se ha hecho todo esto? No queda sino el mudo edificio en un deterioro lamentable. Lo demás no existe...

Con estos tristes pensamientos me fui a la cama, y apenas me dormí cuando empecé a soñar que me hallaba en un gran salón, donde trabajaban varios pintores sobre papel, en grandes mesas. Al primero que reconocí fue a Matiz, que con grande atención dibujaba una planta del natural. Luego vi a Hinojosa, que después fue mi maestro de dibujo; a Barrionuevo y a otros, todos ocupados en la misma tarea. Estaban tan embebidos en ella, que ni hacían alto en que yo andaba por allí dando vueltas de curioso, observando lo que cada uno hacía.

En esto entraron Mutis y Lozano; éste con un rollo de papeles en la mano. Era una parte de la Fauna Cundinamarquesa, obra que actualmente escribía como en­cargado de la parte zoológica de la expedición botánica. Acercáronse a unos estantes que estaban llenos de obje­tos de historia natural, entre ellos multitud de muestras de diversas maderas. Estas son, dijo Mutis a su noble compañero, las muestras que últimamente me han traído de la montaña de Carare; por el correo próximo las re­mitiremos a la corte con el té de Bogotá que tenemos preparado.

Pasaron luego a un gabinete contiguo a la sala, y yo, que andaba allí como una sombra invisible, seguí tras ellos. Entrados a la pieza se sentaron los dos sabios, cada uno en su grande silla de brazos, junto a una mesa. Allí tenía Mutis parte de los manuscritos de la obra que esta­ba escribiendo bajo el título de La Flora de Bogotá, y parte también de la magnífica colección de láminas que debían acompañarla, trabajadas por los pintores de la botánica. Tenía también la memoria del doctor Parra, cura de Matanzas, sobre el cultivo del trigo; la disertación del doctor Duquesne, cura de Gachancipá, sobre el ca­lendario de los indios muiscas, dedicada al mismo Mutis; la memoria del doctor Valenzuela, cura de Bucaramanga, sobre la mina de alumbre de Girón, y en fin, otros mu­chos papeles, libros e instrumentos matemáticos. Las pa­redes de la pieza estaban cubiertas de mapas y de pinturas de objetos raros de la naturaleza. En el suelo y sobre otra mesa había varias máquinas de física.

En un estante tenía Mutis la correspondencia con el virrey Góngora, que se hallaba en Turbaco, y con la corte de Madrid. Acercándose al estante tomó un oficio que acababa de recibir por el correo; volvió a su silla y lo leyó a Lozano. Era una real orden suscrita por el mar­qués de Sonora, ministro español, en que se decía que el té de Bogotá había sido reconocido por don Casimiro Gómez de Ortega, primer catedrático del real jardín bo­tánico, y que lo había hallado tan bueno como el mejor de la China, con cuyo motivo se prevenía que se hiciesen grandes remesas de este artículo. Pasaron luego a hablar sobre el cultivo de los árboles de canela, de los cuales se habían logrado

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ya once en Mariquita.

Yo estaba suspenso viendo y oyendo a los dos sabios, cuando de repente me hallé, sin saber cómo, en un jardín donde andaban varias personas, unas con sus lentes ob­servando las flores, y otras conversando con gran sosiego. Se me figuraban a aquellos personajes de los Campos Elíseos que Fenelón nos pinta en su bella obra de Los diálogos de los muertos. Allí volví a ver a Matiz que explicaba a otro, que no conocí, la naturaleza y propiedades de la verónica, planta medicinal.

El día era hermoso, no había una nube en el cielo, y serían como las once de la mañana, cuando he aquí otra novedad sonámbula. El día se volvió noche en un abrir y cerrar de ojos. Quedé a tientas entre las matas, con las que me enredaba y tropezaba al caminar; tal tenía de ofuscada la vista, como cuando en noche oscura la hiere la instantánea luz del relámpago.

Mi anhelo era salir de aquel laberinto, en el cual me hallaba solo, por­que las otras personas habían desaparecido no sé cómo. Estaba atemorizado, y más cuando vi blanquear a alguna distancia un enorme fantasma o bulto blanco tan alto co­mo una torre. No me engañaba. Era el Observatorio As­tronómico situado en el mismo jardín, pero que por una especie de encanto, yo no había visto con la luz del día. Las estrellas brillaban en el cielo como diamantes, sobre un turquí tan oscuro como las aguas de alta mar.

Con el objeto de ver si había quien me guiara a la puerta de la calle, me acerqué a la del Observatorio y di dos golpes, cuyo eco resonó en la sala acústica, y se me erizó el cabello. Una voz me contestó desde arriba, y a poco bajaba un sujeto con luz en la mano, y desde la escalera me dijo:

-Siga usted.

Era Caldas el que me hablaba. Yo le respondí que an­daba buscando quién me guiase a la puerta de la calle.

-Suba usted, volvió a decirme, haciéndose con la mano sombra en la cara para verme.

Empecé a subir por aquella escalera espiral hasta don­de él estaba. Allí me saludó y dio la mano con agrado, fijando bien en mí los ojos, como para reconocer con quién estaba. Siguió para arriba y yo tras él.

Llegamos al primer salón, donde tenía los libros y va­rios instrumentos de observación que preparaba para aquella noche.

-¿Es usted aficionado a la astronomía?, fue lo pri­mero que me dijo cuando estuvimos arriba; y en seguida me dio asiento junto a la mesa, donde tenía dos luces.

-Sí, señor, le contesté, me gustan mucho las ciencias naturales, y ahora doy por bien empleado lo que me ha sucedido, proporcionándoseme la ocasión de estar con usted.

El modesto sabio bajó los ojos dándome las gracias, y me dijo:

-¿Ha estudiado usted astronomía?

-Apenas tengo una ligera tintura; la que se puede adquirir en el curso de filosofía que se hace en el

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colegio. Ojalá. que, esta ciencia se adelante entre nosotros, y que ustedes logren ver él fruto de sus trabajos!

-De eso se trata, dijo Caldas, y si no, vea usted cuánto se ha hecho ya. Este Observatorio, debido a la gene­rosidad y patriotismo del doctor don José Celestino Mutis, se comenzó el día 2 de mayo de 1802, y se concluyó cl 20 de agosto de 1803.

El arquitecto a quien el señor Mutis confió la formación de los planos y la ejecución de la obra, fue fray Domingo Petres, lego capuchino, que la ejecutó tan perfecta como se ve. También contribuyó mucho para su pronta conclusión el celo y actividad de don Salvador Rizo, mayordomo de la Expedición Botá­nica. Esta sala es la principal del edificio: vea usted qué octágono tan hermoso.

Observatorio astronómico

-¡Oh!, exclamé, interrumpiendo a Caldas. Bien qui­siera yo que usted no tuviese tanto que hacer esta noche, para que me hiciese conocer la situación geográfica del Observatorio, que, según me han dicho, está ya determina­da por usted, y es más feliz que la de cuantos observatorios se conocen.

-Como es temprano y la noticia que usted desea no es muy larga, tiempo hay de sobra para satisfacer su laudable curiosidad. Permítame usted un momento, mientras subo a la azotea este anteojo.

Quedé solo en la sala y me puse a reparar lo que en ella había. Globos, instrumentos, mapas, libros, etc., se veían por todas partes; pero lo que en particular me llamó la atención fueron dos

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cosas: la piedra en que estaba grabado el calendario de los indios muiscas, cuyos caracteres había descifrado el doctor Duquesne, y un péndulo astronómico que estaba colocado entre dos ventanas. Lo observaba yo con la vela en la mano a tiempo que volvió Caldas.

-¿Está usted viendo el péndulo?, me dijo.

-Sí, señor; me ha llamado la atención este instrumento, lo mismo que la piedra del calendario de los indios.

-Este péndulo, continuó el sabio, es una de las me­jores alhajas del Observatorio, porque a más de su per­fección, tiene su historia. Es obra maestra de Gaban, y célebre porque sirvió a los académicos del viaje al Ecuador para determinar la figura de la tierra. Mr. La Condamine lo vendió al reverendo padre Feral, dominicano de Quito, y muy profundo en el arte de la relojería. Cuando murió este padre, lo compraron los oidores para arreglar las horas del tribunal en su despacho; pero poco propio para este destino, pasó a manos de don N. Proaño, hábil relojero, de cuyo poder lo saqué yo para este Observatorio. Tenemos también un cuarto de círculo de John Brid, de 18 pulgadas de radio, con micrómetro exterior, que sirvió a Humboldt en su viaje al Orinoco, y que don José Ignacio Pombo, del comercio y consulado de Cartagena, compró a este sabio para mis expediciones a la provincia de Quito, y que a mi regreso a esta capital deposité aquí.

Otra alhaja preciosa posee el Observatorio, que está en la segunda sala, y la verá usted mañana si gusta. Esta alhaja preciosa para los astrónomos es una lápida, despojo del viaje más célebre de que puede gloriarse el siglo XVIII y formada por los académicos del Ecuador. Cayó entre mis manos en Cuenca, y resolví trasladarla a nuestro Observatorio, como lo he verificado. Tiene 20 pulgadas de pie de rey de longitud, y de latitud 19; pesa cinco arrobas 10 libras; es de mármol blanco medio trasparente; está escrita en latín, en caracteres mayúsculos romanos, y contiene la distancia del cenit de Tarquí a la estrella Thita de Antinoo y las demás indicaciones relativas al lugar en que la colocaron esos astrónomos.

Bouguer, La Condamine y Ulloa no hacen mención de ella en las obras que publicaron sobre este viaje. La descubrió en 1793 el doctor don Pedro Antonio Fernández de Córdoba, arce­diano de la catedral de Cuenca, y se publicó en el Real Mercurio Peruano del mismo año, aunque con algunos errores.

Este canónigo ilustrado, a quien tanto deben mis trabajos astronómicos y botánicos en esta provincia, me informó de su paradero y del destino que pensaba darle su poseedor, y contribuyó a sacar esta preciosa lápida de unas manos que no la merecían.

Usted la conocerá luego y verá también todos los anteojos y telescopios, tres de los cuales son de reflexión; todos debidos, con otros cuantos instrumentos y libros, a la generosidad del mo­narca y a las fatigas del señor Góngora para fundar y establecer la Real Expedición Botánica, que abraza un programa científico capaz de llevar el país al más alto grado de civilización y de progreso.

Admiraba yo a aquel sabio que tan empapado estaba en las ciencias como atento y sencillo era en su trato. Pero el tiempo corría y era preciso que le recordase la oferta que me había hecho. Se lo indiqué así y entonces, acercándose a la mesa, despabiló las velas y, tomando su asiento, dijo:

En diciembre de 1805 puso el señor Mutis el Observa­torio a mi cargo; en esta época monté los instrumentos y comencé una serie de observaciones astronómicas y me­teorológicas que no he interrumpido. Aun no he podido determinar con toda precisión su posición geográfica, por las nubes que ocultaron el sol en el solsticio de di­ciembre de aquel año, y en los de 1806 y 1807 no han permitido concluir de una manera invariable y libre de toda suposición la latitud de este edificio.

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No obstante, por numerosas alturas meridianas del sol y estrellas to­madas al norte, al sur y al cenit, he hallado que está a cuatro grados, treinta y seis minutos y seis segundos norte; determinación que no puede inducir cinco segundos de error, atendido el cuidado que se ha puesto en este ele­mento capital para un observatorio.

Por lo que mira a la longitud, aunque se han observado muchas emersiones e inmersiones del primero y segundo satélites de Júpiter en el decurso de 1806 a 1807, no hemos recibido ninguna correspondiente de los observatorios de Europa; pero nuestros primeros ensayos, usando del cálculo, sitúan el meridiano del nuestro a cuatro horas, treinta y dos minutos, catorce segundos al occidente del real observatorio de la isla de León. Su altura sobre el nivel del océano, deducida de una larga serie de observa­ciones del barómetro lleno, con todas las precauciones necesarias, es de 1.352,7 toesas.

Si los observatorios de la Europa hacen ventaja a éste por la colección de instrumentos y por lo suntuoso del edificio, éste no cede a ninguno por la situación importante que ocupa sobre el globo. Dueño de ambos hemisferios, todos los días se le presenta el cielo con todas sus riquezas. Colocado en el centro de la zona tórrida, ve dos veces en un año el sol en su cenit y los trópicos casi a la misma elevación. Establecido sobre los Andes ecuatoriales, a una prodigiosa elevación sobre el océano, tiene poco que temer de la inconstancia de las refracciones; ve brillar las estrellas con más claridad y sobre un azul más subido, de que no tiene idea el astrónomo europeo.

De aquí ¡cuántas ventajas para el progreso de la astronomía! Si el célebre Lalande anunció con entusiasmo la creación del observatorio de Malta por hallarse a treinta y seis grados de latitud y ser el más meridional de cuantos existen en Europa ¿qué habría dicho del nuestro a cuatro grados y medio de la línea? Lejos de las nieblas del norte y de las vicisitudes de las estaciones, puede, en todos los meses, registrar el cielo.

Hasta hoy suspiran los astró­nomos por un catálogo completo de las estrellas boreales, y apenas conocen las australes; ¿qué no se debe esperar de nuestro Observatorio si llega a montar su círculo como el de Piazzi?

¡Con un Herschel a esta latitud, cuántas estrellas nuevas! ¡Cuántas dobles, triples!, ¡cuántas nebu­losas!, ¡cuántas planetarias!, ¡cuántos cometas que se acercan a nuestro planeta por el sur, o vuelven a hundirse por esta parte en el espacio, escapan a las observaciones de los astrónomos europeos! Mi amigo, la gloria de con­quistar las regiones antárticas del cielo está reservada a nuestro Observatorio, así como tiene la de haber sido el primer templo que se ha erigido a Urania en el continente americano; y la posteridad colocará al sabio y generoso Mutis al lado de Landgrave Guillermo y de Federico II de Dinamarca; y como astrónomo al lado de Tycho, de Kepler y de Hevelius.

Al llegar aquí sentimos que subían por la escalera. Caldas tomó una luz y se dirigió a la puerta, cuando se presentaron en ella dos sujetos, de los cuales conocí el uno, que era el piadoso don Julián Torres, mi maestro de matemáticas, que venían a acompañar a Caldas en sus observaciones. Quise retirarme dándole infinitas gracias por la bondad con que me había tratado, pero no me lo permitió.

-Aguárdese usted, me dijo; ya que es aficionado a la astronomía y que se halla en el Observatorio, suba usted con nosotros y verá con el telescopio de reflexión el anillo de Saturno. Con gran gusto me detuve y resolví estarme con tan agradable compañía hasta la hora en que se retirasen a sus casas. Subimos, pues, cargando con un teodolite nue­vamente montado, y un sextante de Dollon. Caldas dirigió la mira del telescopio a Saturno, para que yo lo viese. Luego me dijo: gradúelo usted a su vista, y se retiró a empezar sus observaciones con los dos compañeros.

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Estaba yo entretenidísimo mirando el planeta, cuando empezó a soplar por el oriente un aire tan recio que me llevó el sombrero, y de tal modo se aumentaba la vio­lencia que ya no podíamos mantenernos en pie, hasta que por fin nos echó al suelo y nos habría llevado como basuras si la azotea no estuviera guarnecida de su alto muro contra el cual nos pegamos como mariposas. Em­pezaron a desprenderse del cerro de Guadalupe enormes piedras que nos pasaban zumbando por encima, como disparadas con honda.

Todos pedíamos misericordia; sólo Caldas estaba sobre sí, y con la tranquilidad de un filó­sofo decía: «Este fenómeno es digno de observarse». Pero en esto vino tal golpe de aire que, haciendo inclinar el edificio de arriba a abajo, copio si fuera fundido de una sola pieza, hacia el solar de las monjas de Santa Clara, íbamos describiendo por el aire una curva, muy airosos, por su puesto, aunque pensando estrellarnos contra la tierra que nos iba a recibir, como madre común, para darnos el último descanso. Aquí, dijo Caldas: «Es un arco de noventa grados el que vamos recorriendo».

Don Julián Torres gritaba: Montes, sicut cera fluxerunt a facie Domini.

El decir esto y dar entre el solar de las monjas fue todo uno. Habían salido las madres de sus celdas al solar temiendo no se les cayese el convento encima, y les cai­mos nosotros con toda la ciencia astronómica. Al golpe (de Estado, porque ahora todos los golpes son de Estado) que dimos contra el suelo, sentí que me había hecho pedazos, y dando un vuelco en la cama desperté... ¡Pero cómo!, sudando a mares y con el corazón que se me salía por la boca. Me palpaba y abría bien los ojos a ver si de veras estaba despierto. Tomé resuello y me senté en la cama.

Pasado el susto, no quedé impresionado de otra cosa que de las gratas memorias de Caldas, sus ilustres com­pañeros Mutis, Lozano, etc., y de todas las cosas ligadas a estos nombres. Habría querido que (sin la caída y el aire), el sueño se hubiera prolongado tanto como el de Epiménides. Aun me parecía que estaba en la época de aquellos sabios. Tenía que hacerme violencia para per­suadirme que estaba en tiempos bien diferentes, y traía a la memoria los hombres y las cosas presentes para borrar aquella impresión; y entonces un amargo dolor se apoderaba de mi corazón.

Comparaba un tiempo con otro, unos hombres con otros, y me parecía que la ciencia había muerto en esta tierra junto con aquellas inteligen­cias que, como un hermoso meteoro, la habían iluminado por un momento para honor de un gobierno que tal inte­rés tomaba por el progreso de las ciencias útiles en el país. Sentía en mi alma la misma impresión que cuando habiendo perdido a una persona querida, sueña uno que está viva, que está con ella, y al despertar se halla con la triste realidad.

Fatigado con estos pensamientos, me preguntaba como antes: ¿dónde están los sabios?, ¿dónde el templo de las ciencias?... No existe sino el Observatorio; que existe como la necrología de aquellos sabios; como el monu­mento sepulcral de la generación que los produjo; pero más como el monumento de oprobio para la presente, que como una loca grita: ¡Adelante, adelante con el

progreso, con la perfectibilidad indefinida!,mientras extingue y demuele los elementos de la civilización y del saber, debidos a un gobierno a quien se acusa de ser enemigo de las luces.

Pero somos políticos, somos socialistas, tenemos la nueva idea, la República que viene, el

pasado que se va, el yo y el no-yo, las tríadas, las grandes derivaciones del cristianismo a

novo, la sustancia única más allá delfenó­meno; los espíritus del vacío que sueñan en las nebu­losas, con otras mil curiosidades dignas del tiempo del peripato, de que tanta burla había hecho el siglo de la filosofía y tenemos, sobre todo, las tres gran­des palabras cuasi-cabalísticas:

Libertad, Fraternidad, Igualdad, con las evoluciones de la humanidad, que se asesina y se mata en guerras y revoluciones para establecer la armonía social y la República genuina, que consiste en

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abolir los gobiernos y las leyes... ¿Para qué es más? Para esto no necesitamos de observatorios sino de balas.

Estasideas,máspesadasparamíquelapesadilladelaire,melanzarondelacama,como

situvieraespinas.Tomélavelaymefuiparamicuarto.

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EL ULTIMO ABENCERRAJE O LA TRATA DE CABALLOS

Por José María Vergara y Vergara

A José Maria Samper

Yo he sido siempre muy aficionado a poseer caballos, haciendas, casas y almacenes de comercio. Lo único que no he deseado nunca son carboneras y minas de azufre. ¿Qué diablos quería usted que hiciera yo con un depósito de tres o cuatro mil arrobas de azufre, por ejemplo?

No piense, Pepe, que voy a espetarle la historia de las haciendas que he pensado comprar, ni de las casas que aún no he comprado, ni de los almacenes que me han ofrecido en venta, y que no he comprado porque no pudimos convenirnos con los dueños en... los plazos. Voy a hablar solamente de mis caballos.

He tenido ocho por junto. Todos ellos tenían la ventaja de marcar las lecturas que acababa de hacer. El primero, titulado Rodin, lo compré poco después de haber leído el Judío Errante. Era un negro manso, petacón, que aguantaba perfectamente, no una jornada larga, sino la espuela.

Tuvo siempre un profundo desprecio por este instrumento: no le hacía ningún caso. Me costó $ 80 en dinero, y lo vendí en $ 60 a cambio de féferes. El segundo se llamaba El Gólgota, porque acababa de leer yo varias poesías sumamente románticas; este sujeto era moro, farolón, boquiduro, de mucho brío y buenos movimientos. Me costó $ 120; me sirvió lealmente cuatro años y murió, no entre mis brazos como mi fino amor lo deseaba, sino entre mis piernas, porque iba yo caballero en él el día que le dio un torozón mortal.

El tercero llamóse El Cólera; me daba tres porrazos por día, un día con otro, unas veces porque le quedaba la cincha floja y otras porque estaba apretada. Había adquirido la loable costumbre de caminar arrimándose a la pared cuando andaba en las calles de Bogotá, por cuyo motivo adolece una de mis dos rodillas de un dolor que, algunos médicos, con una lucidez digna de otro enfermo, han calificado de reumático.

El Cólera me costó $ 200 y lo vendí a plazo por igual suma. El plazo se cumplió pero... no sé cómo explicármelo... el pago no se ha cumplido. El Cólera era bayo, mayor de edad y sin... No, señor: ahora que me acuerdo, sí tuvo un general en la guerra de 1854; pero ya no era mío.

El cuarto se llamó El Cacique.

¡Qué bien lo coronaron Qué bien su porvenir adivinaron Los que velaron su primera luz!

En mi vida he visto un sujeto más digno de ser cacique. Tonto, resabiado, coleador, haragán, de poco aliento y de muchísima soberbia. Creerá usted que un día (delante de mi amada), porque le arrimé un poquito la espuela, volvió su feo hocico y me mordió, ¡ay!, ¡ay!, la espinilla «¡Hombre, le dije yo, caray!, ¡qué genio!, ¡qué modales! Es usted un... grosero dispénseme la palabra». Eso sí, él no dijo esta boca es mía. Sería seguramente porque calculaba que yo estaba convencido de que esa boca era suya. Excusado es decir que El Cacique era morcillo.

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Di por El Cacique una silla chocontana, las obras de Say, un relojito de mala conducta y un lapicero de plata. Cuando lo vendí recibí una obligación de un quebrado, a ver si la podía

cobrar, por valor de $ 800; una resma de papel ministro; la colección de láminas representativas de la conversión de Julio Ratisbonne; una cartera y un chaleco de seda.

No pude cobrar la obligación; ahí la tengo todavía, y si usted quiere, se la negocio por chécheres. Este caballo no me proporcionó más ganancia que la extensa erudición que tengo en materia de concurso de bienes; porque para ver sipodía cobrar, me aprendí de memoria a Pardesus y Robron. Bien es cierto que la tarea nocturna que tuve me costó una reuma y la reuma mi dentadura de marfil, y ambas cosas un ataque de nervios, que me obligó a ir a temperar, y gastar... ¡no lo creerá usted!, exactamente la misma suma de mi obligación. ¡Y dicen que no hay casualidades! En aquellos estudios que hice a la vela, adquirí un profundo horror por esta clase de trabajo. Por eso, cuando me cuentan que en el Pacífico anda un buque a la vela, digo yo: ¡pobre buque! ¡Cómo le quedará la dentadura! Y si me agregan que el susodicho buque navega de conserva, exclamo: ¡peor por ahí!, ¡si la conserva es un veneno para los dientes!

¡Después de El Cacique tuve El Suspiro! ¡Maldito sea El Suspiro, la yegua, su señora madre, el padre que lo engendró y los pastos que lo criaron! El Suspiro era alazán, cenceño, tan cenceño que se podía atravesar con un alfiler. Engordaba en seis meses y se adelgazaba en media hora. Las gentes decían que yo le ponía corsé: ¡pura calumnia! El Suspiro tenía un pasito corto, un galopito corto, un trotecito corto, y el aliento no era muy largo.

Le monté en Bogotá, para pasear en las calles, y resultó que era afeminado y boquirrubio: delante de las ventanas donde había señoritas, enarcaba el cuello, abría las narices, tascaba el freno; y seguro de que la jornada no lo había de matar, se ponía a dar salticos, salticos... Yo saludaba con la mayor elegancia, y el caballo daba salticos, salticos; iba a seguir, y El Suspiro se estaba dando salticos, salticos! Avergonzado de mi posición horrorosa, le apretaba los diminutos tacones de mis botas, y El Suspiro, acariciado por aquel suave aguijón que no le dolía, ¡seguía dando salticos, salticos! Al fin reventaban las carcajadas de las lindas muchachas de la ventana, viendo ese indes-criptible espectáculo, y el ruido de las risas animaba a El Suspiro, ¡quien seguía dando salticos, salticos! Todas las ventanas se abrían, todas las familias se asomaban, las cocineras y las chinas

de adentro (la última escala de la sanción social) salían a los portones a ver aquel nunca visto cuadro; y El Suspiro, entusiasmado con la concurrencia, ¡seguía dando salticos, salticos!

Al fin, la noche, creada por Dios para tapar los dolores y la vergüenza, echaba sus velos de merino sobre la ciudad; se cerraban las ventanas; se retiraba la gente; y yo, ciego de vergüenza y de cólera, me desmontaba y cogía de cabestro al fementido animal, quien, visto que terminaba la función, cogía ese trotecito que toman los cómicos cuando se van de las tablas al vestuario. Por eso, cuando leí en Olmedo, que para ponderar las gracias del caballo dice:

Que da mil pasos sin salir del puesto,

tiré el libro indignado exclamando: ¡si hubieras montado en El Suspiro! ¡Toma tus saltos!

El Suspiro me hizo echar a perder como cuarenta matrimonios que armé en distintas calles. A pie, me trataban favorablemente las muchachas; en el saludo a caballo, era Troya. ¡Salticos, salticos!

El Suspiro me había costado $ 300 en vales de 8a clase, y lo vendí en igual suma por vales de 3a; pero los vales de 8a se cotizaban con mucha demanda al 80 por 100 por moneda de talla mayor; y después que yo poseía mis delgados vales de 3a, dijo un Congreso que ya se habían pagado muchos vales de 3a, y que por lo tanto, no se pagaran más. Aquella ley se llamó «Ley de arbitrios fiscales, autorizando al poder ejecutivo para levantar el crédito nacional». Yo la llamé la ley de El Suspiro, e hice una poesía que empieza así:

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¡Salve, decreto próvido, ilustrado!

¡Salve, noble alazán, piel de carey¡

Mas, ¿quién hiló, decidme, más delgado, El Suspiro o la ley?

Hubo un tiempo... Mi patria, ¡ay!, ¡era esclava Del español sultán...

¡Ay!, ¿dónde están mis vales, los de octava?

!Por lo que hace a los otros, aquí están!

¡Aquí! ¿Sabes tú dónde? ¡En mi cartera! ¡Pichincha! ¡Juanambú!

¡Qué recuerdo!

¡Ayacucho! ¡La Porquera!

¿Fue en la Porquera do naciste tú?

Luchamos y vencimos! ¡Yo te admiro, Bolívar colosal!

Mas yo puedo decir que en un suspiro ¡Se fue mi capital!

La salida de El Suspiro me costó no una pulmonía, sino un déficit en mis fondos: el balance del presupuesto no vino a verificarse sino después de tres años; pero el de los números colorados, está por hacerse en mis libros.

Tras El Suspiro vino el rucio Ilusión. El Ilusión era una maravilla, un asombro. ¡Qué dulzura de movimiento! ¡Qué brío!, ¡qué boca tan dócil, qué estampa tan linda! El bellaco orejón que me lo vendió, se hizo de rogar un mes; al fin abrió gola al trato, me lo dejó montar, y anduve desde San Diego hasta San Victorino, y volví por el Camellón de los Carneros hasta San Francisco.

¡Oh!, ¡yo me sentía elevado a las nubes! Me encontré con el Presidente de la República, y dije para entre mí: ¡pobre hombre!, ¡mire usted con lo que se ha contentado, con ser Presidente! El orejón tenía un airecito como de quien aguarda a que le devuelvan su cigarro recién encendido; se le conocía en la cara que hubiera vendido todo, menos su lindo caballo.

Se dejó rogar, le eché empeños; hablé con un amigo mío que era primo de un concuñado suyo; ¡y todos juntos le rogaron en mi nombre que me trasladara su Ilusión! Al fin dijo que sí, de mala gana; le hablé de precio, y me dijo él que ofreciese. Yo, con el color de la vergüenza y del pudor en mis mejillas, le dije: quiere usted... ¿cuatrocientos pesos? El pícaro orejón volteó la cara y comenzó a silbar un valsecito que ya no se usa y que él aprendería en algunas fiestas en Ubaque.

-¡Cuatrocientos.. . cincuenta? Don Pablo silbó entonces el principio de una contradanza. ¡Sabía contradanzas ese monstruo! Yo me moría, estaba ebrio de dolor y de amor.

-¿Cuánto?, le dije en última instancia.

-Seiscientos pesos.

-¿Nada menos?

-Ni esto, me dijo, haciendo sonar su uña contra los dientes. ¡El bribón tenía dientes, cosa envidiable para mí!, estuve por decirle en mi aturdimiento: ¡seiscientos pesos por el rucio y los dientes! Pero afortunadamente me contuve.

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-¿Con qué condiciones?

-Al contado.

-¿Da algún plazo?

-Con buena firma. Como se ve, el taimado era lacónico. ¿En dónde diablos pudo aprender laconismo,

lengua que Agesilao

aunque viejo, la hablaba en champurreao?

Como no cedió ni esto (y haga él la seña), yo tuve que salir a hacer mis quiebras. Pude dar $ 200 al contado, se los llevé en oro, y cuando quise descontarle el premio, empezó a silbar otra contradanza.

¡El desdichado sabía dos contradanzas! Fue menester dárselo a la par. Por los $ 400 restantes le otorgué escritura con hipoteca de un solar por San Diego. Cuando se concluyó el negocio, llevé mi criado con el galápago y ensillé el caballo.

Al salir del zaguán, cuando ya el caballo era mío y muy mío, creí notar una expresión de profunda alegría en el moreno semblante de don Pablo, y dije para mi saco: este hombre es capaz de reírse de un entierro. ¡Vea usted, que alegrarse al perder este caballo! ... Ya montado le pregunté:

-¿Cómo se llama el rucio?

-Ilusión.

-¿Quién le puso ese nombre?

-Eugenia, mi hija.

-Póngame a los pies de esa señorita.

-Se los apreciará mucho.

Y puse mi caballo al paso largo.

El primer mes todo fue dicha. Resultó que el rucio Ilusión era engordador, que comía de todo con buena gana, y me ahorraba así muchos pesos por mes, propinándole en tres dosis diarias los desperdicios de la cocina. Además, era manso como una oveja mansa, porque las ovejas de las manadas, lo que menos tienen es ser mansas. Yo podía darme el placer de llevar mis amigos a la caballeriza, y manosear delante de ellos todo el cuerpo del caballo, sin que él se enojara. Le golpeaba amigablemente el vientre, las ancas, las corvas, y con pedirle ¡la pata!, ¡la pata!, o bien ¡la mano!, ¡la mano!, levantaba la pata o la mano y la dejaba tomar por mí.

Averigüé toda su genealogía y condiciones: por el diente se vio que tenía ocho años, la juventud del caballo; supe que era sogamoseño, es decir, que no era de ninguna parte. En Bogotá, cuando no conviene al dueño de un caballo revelar su origen, para que hagan rectificaciones de sus palabras, dice que es sogamoseño, lo que quiere decir en buen castellano, que uno no debe tener la indiscreción de seguir preguntando.

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Monté a Ilusión varias tardes, y fuimos en las calles la admiración del mundo entero. Algunas veces, acompañado de dos o tres amigos, solía ir hasta Chapinero o Aranda. En la sabana era mucho más sabroso que en las calles. Por aquellos tiempos, y gracias a la poderosa cooperación que me prestaba la hermosura de mi rucio, pude anudar mis relaciones con Luz, la más querida de mis cuarenta escogidas. Se atravesó un proyecto de paseo al Salto, y yo lo apoyé enérgicamente, porque allí esperaba que el rucio me haría vencedor al fin en la lucha amorosa que había empezado.

El día solemne llegó; yo había conseguido que Juan Sayer me prestara un bayito, alhaja que tenía; ensillé mi Ilusión con la montura de Luz, y como el bayo era igualmente aco, dejamos atrás a los padres, a los amigos y nos embriagamos de amor, de soledad, de aire y movimiento cuatro drogas que componen la píldora que llamamos juventud, cuarta parte de esa otra píldora más grande que se llama vida.

Mas de repente, ¡oh Dios!, ¿qué hay durable en este mundo? ¡ni el amor, ni la dicha, ni el imperio de los persas, ni Roma, ni Puente-grande! Cayó Ilusión en el camino, maltratando horriblemente a Luz. Permítame que ahorre detalles, y cuente el resumen: Ilusión padecía de una enfermedad que no le sobrevenía sino en viaje un poco largo. Esa enfermedad vergonzosa, era tal vez el resultado de una mala conducta... ¡Ay!, ¿cómo me atreveré a decirlo?... ¡Ilusión padecía de mal de perros!

Es forzosa una pausa... La emoción me ahoga.

Desde que adquirí la certeza de aquella fatal y vergonzosa enfermedad, no dejé persona a quien no preguntara con qué remedio se curaba. A favor de esta imprudente conducta hice público el espantoso secreto, de tal manera que al decir Ilusión, todos agregaban mal de perros. Yo le quité el nombre, y en recuerdo de los Misterios de París, le puse D'Harville, que mi paje pro-nunciaba ardil, y que al fin se convirtió en ardila.

El rucio Ardila fue vendido por mí en la cantidad de $ 200, a un caqueceño recién llegado a Bogotá, y que esperaba que en la tierra templada se curaría de la enfermedad, porque yo lealmente le descubrí el secreto.

Cuando me encontré con don Pablo y le hablé del mal de perros, sacó de su bolsillo copia de la escritura en que me reconocía yo deudor de $ 400 por valor recibido a mi satisfacción sin decir cuál era ese valor. Mientras yo leía, él silbaba una contradanza que yo no le había oído la primera vez. ¡El infame sabía tres contradanzas!

Luz, la postrer luz de mi vida, debía consolarme de mis desventuras. Pero ¡ay!, el mal de perros de mi caballo le había inspirado hacia mí la misma repugnancia que sentía por su esposo la señora de D'Harville, cuando descubrió que su esposo tenía también mal de perros.

En vano le insté con mi ardiente amor; en vano le dije: ¿est-ce ma faute si mon cheval a mal

de chiens? Ella volvía la cabeza; y en una de las veces que la volvió, vio al que es hoy su feliz esposo.

El séptimo caballo que compré fue un pisador retinto de crín guedejuda, ojos saltados, casco negro y acopado, ancho pecho y resonante nariz. Me costó $ 200 (los me dieron por Ilusión Ardila), escogido entre corraleja de potros cerreros.

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Lo hice quebrantar en mi presencia. Al ver su soberbia figura lo llamé Atila; ¡y ancho pecho y resonante nariz. Me costó $ 200 (los vendí a la diabla, que es un precio innominado muy significativo.

He aquí la historia de mis siete caballos; fáltame referir del octavo:

Voy a llorar la historia dolorosa

La historia del postrer Abencerraje,

Mas voy a descansar, porque esa historia

Merece ser cantada en pliego aparte.

Descansad, pues, oyentes, mientras lloro;

Luego comenzaré por punto acápite.

__________

¡Musa antigua! ¡Tú que inspiraste al poeta de Sorrento y al ciego de Albión! ¡Tú que inspiraste sus inmortales cantos al cisne de Mantua, Musa griega o romana, ven a templar las cuerdas de mi lira! ¡Musa consoladora de mis dolores, ven y con tu auxilio cantaré al último Abencerraje. . . !

-¿Qué te parece, Pepe, el parrafito?

¡Lloras!, ¿tu faz escondes?

-¡No!, ¡quién puede llorar cuando se escucha

Literatura fósil!

Cansado ya de poseer caballos indignos, me dirigí al señor Aquilino Quijano, dueño de San José, y le abrí mi corazón. Contéle todas mis cuitas, y le rogué que me vendiera un potro sin ninguna de las cualidades de mis caballos: que no se cansara, que no diera salticos, que no fuese viejo ni mozo, ni tuviera mal de perros, ni fuera pasador ni espantador, ni alto ni chico, ni castaño, ni moro, ni rucio, ni sogamoseño.

El me hizo ver una recogida de cien potros, y entre todos ellos escogí un peceño, cuya figura parecía, como el clima de Popayán, inventada por los poetas. Ofrecí ciento cincuenta pesos; pero el dueño no quiso dármelo sino por ciento. En seguida me exigió que se lo dejara allí para qué lo amansara su chalán, y que no lo llevara hasta que estuviera perfectamente manso y arreglado; y que últimamente, si me lo daba en ese precio, era con la condición de que siempre que se enflaqueciera se lo enviara allá para engordarlo.

Yo suscribí suspirando a todas esas condiciones: era forzoso resignarme, porque él estaba en su casa. Por la tarde me exigió que montara en uno de sus mejores caballos y fuéramos a pasear en los pantanos; y por la noche, tras una buena cena me hizo dormir en una buena cama. El hombre se resigna a todo.

Un año después me presentaron en el zaguán de mi casa, en Bogotá, un hermosísimo caballo peceño, suave y brioso, perfectamente sano, gordo como un cerdo y manso como un perro. Lo monté, y abandonándome a sus propios instintos, porque la rienda era un lujo en él, descubrí que tenía todos los movimientos conocidos. Unas veces echaba paso trochado de indecible suavidad; otras pasitrote de novecientos milésimos; ya galopaba sobre la mano izquierda; ya sobre la derecha; el galope era unas veces tan corto como el paso de un hombre, otras largo como el de un caballo vaquero.

Le solté a la carrera y gané una apuesta contra un afamado corredor; le arrimé a una zanja de tres varas de ancho, y la saltó como si fuera un pájaro. Lo llevé en una larga jornada hasta Nemocón y

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llegó con más brío que el que tenía al salir de Bogotá, y sin mal de perros. Yo les preguntaba a los pasajeros que alababan la hermosura de su estampa, qué remedio sería bueno para ese mal, y me decían que mi peceño moriría de todas las enfermedades conocidas, menos de mal de perros, porque era muy bien conformado. Lo hice avaluar y lo avaluaron en $ 400.

Al volver a casa, le tenía pensado ya nombre: le puse el noble dictado de Abencerraje. Cuatro años viví dichoso con aquel excelente animal, durante los cuales no medió ni una mala pisada. Como apenas tenía ocho, y un caballo cuidado dura veinte en buen estado de servicio (dígalo el rusio de J. M. Quijano), tenía por delante un porvenir entero: ¡doce años de Abencerraje! Durante la última guerra lo mantuve escondido entre un cuarto de mi casa.

Mas, un día que tuve que hacer una diligencia gravísima en Villeta, donde me esperaba un amigo moribundo, tuve que sacarlo a la luz. Atravesé la sabana como si fuera en coche de blandos resortes, e iba ya a tomar el monte, en donde yo sabía que mi Abencerraje avergonzaba a las más prudentes y fuertes mulas, cuando, ¡oh desgracia!, me encontré con el impávido coronel Samudio, que marchaba en comisión a Ambalema, y con la impavidez que lo caracteriza. . .

No puedo decir más... El Abencerraje fue declarado bagaje a pesar de mi resistencia.

¿En dónde yaces ahora, Abencerraje mío? ¿Has muerto en Neiva o en Mariquita? ¿Te hicieron atravesar la cordillera? ¿Vagas por el Cauca, o pisas oro en Antioquia? ¿Te vendió el coronel Samudio, como hizo el coronel Infante con el Chamelote? ¿Has ido a dar a los llanos con aquellas partidas de bestias que llevaban unos señores militares? ¡Ay! nada sé de tí, Abencerraje; pero en cualquier parte donde estés, muérete, Abencerraje adorado, muérete y verás lo útil y sabroso que es irse de la Nueva Granada, en donde ni un caballo de buena conducta está libre de un mal encuentro.

Pasado el período álgido de la guerra, vino el de los suministros, en que tiene que mantenerse el enfermo con caldo de pollo para que no haya una recaída. Yo me presenté con una información de nudo hecho de testigos buscados aquí y allá, que declararon que era cierto que yo había dado en suministro (¿voluntario?), un caballo negro que según su leal saber y entender valdría cien pesos.

El Procurador opuso excepciones de pago que me dilataron mucho los términos del juicio; pero después de dos años logré sentencia favorable y he recibido los cien pesos en bonos del 3, que he vendido al 20 por 100. De estos $20 he deducido 12, valor de las costas y del papel, y me quedaron 8: los voy a gastar en imprimir este artículo, que será el único, el postrer recuerdo que en el mundo se tribute al último Abencerraje.

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LA PIRAMIDE DE LA ITICA-POL

(Viajes por Suramérica)

Por Santiago Pérez

Los tres viajeros continuaban la exploración de aquellas hermosas comarcas, en que la naturaleza

había sabido distribuir la transparencia en los aires, la variedad en el paisaje y la sombra en los

caminos. Habiendo dejado su nave surta en la costa vecina, y después sus caballos al pie de la

montaña enriscada, continuaba la ascensión de ésta, en el declive de la cual su guía les había

ofrecido un bello espectáculo; como a Jesús, desde la cumbre del monte, había ofrecido el reino de

la tierra el espíritu de la tentación.

Era su guía, natural en aquellas regiones, uno de esos seres particulares que el mundo se cree

con derecho para llamar alternativamente sabios y locos. Los árboles, que enredaban sus raíces

dentro de la tierra, que entretejían sus ramas en los aires y que mezclaban sus aromas en el cielo;

la yerba de que salían sobre tallos desiguales, flores de nunca vista belleza; las aguas cristalinas y

rumorosas, sobre cuyo cauce ancho y sesgado formaban un velo abigarrado centenares de

insectos de alas fulgurosos y ligeras; las aves de canto y plumaje desconocido, que revoloteaban,

rasgando el encaje de las hojas y la nube de los perfumes; todo esto que se prolongaba en la

vereda que seguían, encantaba los sentidos y enajenaba el espíritu de nuestros viajeros.

Si su vista se apartaba de la oblicua línea del camino, cuestas que remataban en valles floridos o

en mansas corrientes, ribazos crespos y verdecidos, o a lo lejos, escarpas de piedra amarilla,

mesetas de pizarra gris, o bancos de césped pajizo, iluminados por un sol equinoccial y dilatados

en horizonte hasta el limbo indeciso del cielo o del mar, desvanecían, por decirlo así, su mirada en

el espacio y su alma en el infinito.

Y no era la menor causa de la dicha que, delante de tal espectáculo, sentían todos ellos la entera

identidad de sus sensaciones y la completa conformidad de sus juicios, lo cual hacía como una

sola de sus tres almas y uno solo de sus tres extasiados corazones.

Muy cerca ya del tope de la montaña y en el lugar en que la ruta enderezaba al oriente,

espaciándose en forma de semicírculo y asomándose como un balcón sobre los valles

comarcanos, hizo de repente alto el guía, y con voz decisiva les dijo:

-¡Hasta aquí!

-¿Termina, pues, aquí, el paraíso que nos has mostrado?

El guía enjugó las gotas de sudor que rodaban como rocío por su frente coronada de pocas y

plateadas guedejas.

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-No, les replicó. Este paraíso, como queréis llamarlo, cubre ambos repechos de la montaña; y aun

dicen que, traspuesta la cumbre, son más las hojas y las flores, más limpias las aguas y más

espléndido el cielo.

-¿Por qué entonces te detienes aquí?

-Porque cien pasos arriba se halla la cumbre.

-¡Y bien! Desde esa cumbre, en la opuesta pendiente, volveremos a ver el edén de esta montaña

sin par.

-Pero es que desde esa cumbre se mira muy alto.

-¿Y qué importa que miremos desde el mismo umbral del cielo?

-Importa; porque la vista desde muy alto alcanza hasta muy lejos.

¡Mejor! Miraremos alto y lejos.

-En tal caso distinguiréis el otro cordón de la serranía, cuyo cuello festonado está casi todo ceñido

de nieve.

-Y veremos su larga fila desigual y azulada destacarse hasta el cielo.

-¡No! no debéis verla; el sol debe iluminarla ahora con sus rayos perpendiculares e intensos.

-¡Mejor! así podremos percibir su forma y seguir sus perfiles.

-Os engañáis. La luz solar, rechazada de las fases inmensas de esos montones de nieve, volverá

contra vuestros ojos una llamarada blanca y penetrante que les será f atal.

-¿Nos volverá ciegos?

-A unos volverá ciegos, y a otros volverá locos. ¿Y por qué a nosotros no más?

-A vosotros no más; porque yo no os acompañaré. Hasta aquí he venido siempre con los viajeros;

aquí he aguardado a los que han pretendido ver, desde la cumbre, los nevados fatales; y desde

aquí los he vuelto a conducir al valle, por la mano cuando han vuelto ciegos, y de lejos cuando han

vuelto locos.

-Indícanos, pues, el camino hacia esa cumbre siniestra, y aguárdanos aquí. Procuraremos no

cegar todos tres, como quiera que con tus dos manos no podrás guiar sino a dos. Ya decidiremos

cuál de nosotros haya de volver loco, para que a ese le conduzcas de lejos.

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Y los tres viajeros, sonriéndose compasivamente de la ignorancia supersticiosa de su guía, que en

esta vez les pareció loco, emprendieron solos el camino indicado hacia la cumbre, para ver el

níveo yelmo de los farallones distantes reverberar a los rayos de un espléndido sol.

A los cien pasos, con efecto, se encontraron en el ápice de la altura. Esta era estrecha y sinuosa,

con vegetación rara y raquítica. Gramíneas formaban la ceja velluda de esa masa estupenda, que

a uno y otro lado estaba vestida de selvas, con aves y arroyos, con aromas y ruidos.

Mas una vez en el término de su ascensión, de nada se acordaron los viajeros; nada más pudieron

ver que el manto de nieve que envolvía, como una túnica de plata, la cordillera fronteriza, bañada

por una luz meridiana.

¡Espectáculo singular! Una fila gigantesca de montes alzadísimos coronaba su cúspide con anchas

diademas de nieve, contra la cual se partían los rayos del sol, llenando en su reflexión de lumbre

blanca y penetrante el seno del horizonte.

Uno de esos nevados, sobre todo, era como una pirámide de plata bruñida, y parecía por un efecto

caprichoso de la reverberación de la luz, que giraba sobre su base, y que ostentaba a la vista de

los viajeros sucesiva y rápidamente, sus prismas diamantinos. Y era cada uno de esos prismas

como el escudo enorme con que Milton cubre los costados colosales del arcángel batallador.

Esa pirámide, que no era otra que la de Itica-pol, atrajo y fijó como un imán los ojos de los viajeros,

quienes la miraron hasta que sintieron fatigarse sus fuerzas, oscurecerse sus pupilas y medio

unirse sus párpados.

En seguida quisieron descender hacia donde el guía los estaba esperando.

Pero entonces uno de los tres, precisamente el que por más tiempo se había estado contemplando

la espléndida masa, al separar de ella sus ojos los tuvo que cerrar; y al volverlos a abrir, buscó el

camino para bajar; mas en tal punto sintió que le pasaba por delante una bruma helada, una

neblina turbia, que desvaneciéndose en el aire, le dejó al fin ver la misma pirámide, aunque inmóvil

y descolórida, a donde quiera qué volvía el paso o la vista.

-¿Por dónde bajamos? preguntó a sus compañeros.

-Por aquí, le respondió uno de ellos, enseñándole el camino que él mismo seguía.

-Pero por ahí está la pirámide, observó el primero, la veo y casi la toco.

-Venid, pues, por este lado, le dijo el otro viajero, indicándole la parte por donde él descendía.

-¡Oh! ¡Por aquí también está la pirámide! Me he vuelto y la he encontrado. Camina delante de mí, y

se vuelve conmigo.

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-Dadme la mano y seguidme, le replicó el primero. Y diciendo y haciendo, le condujo hasta donde

encontraron al guía, en el punto de donde no había querido pasar.

-Es que estáis deslumbrado, le decía el que hacía de lazarillo.

-¡Es que está ciego!, le corrigió el guía. Yo os lo advertí... mas, dadme la mano de él, y seguidme

vosotros.

-Los locos, ¿no es verdad?

El guía no contestó nada. El espectáculo extraordinario que presenciaba no era nuevo para él; mas

no por eso perdía en su ánimo ninguno de sus horribles caracteres. El sabía que aún faltaba el

lance más extraño en esta escena fatal.

Los otros dos viajeros caminaban detrás. Al silencio en que los había dejado la no respuesta del

guía, poco a poco se había ido sucediendo primero el ruido de una conversación, después el

clamor de una disputa, y por último, el tumulto de una riña.

Entonces el guía se detuvo un instante y escuchó.

-Es esa flor que está a vuestra izquierda, decía el uno.

-Yo no veo a mi izquierda sino una piedra; la flor está al otro lado; cabalmente que su matiz es rojo

y que sus pétalos se exienden en forma de cruz.

-¡Entonces el guía tiene razón respecto de vos! Estáis loco, si no veis que está donde yo digo, que

su matizés amarillo y su forma casi redonda.

-Pues repito que os equivocáis como un tonto.

-Y yo insisto en que mentís como un miserable.

-Pero yo os advierto a entrambos, les dijo entonces el guía en tono solemne, que disputáis como

dos locos. Uno y otro tenéis razón, o mejor dicho, ninguno de los dos la tiene... ¡Y mirad! En vez de

disputar, mirad que uno de vosotros ha tomado uno de los extremos de la vereda, y el otro ha

tomado el opuesto extremo. Os váis a despeñar si no os acercáis uno y otro hacia el justo medio.

-¡Precisamente es el que yo llevo!, respondió el uno sin apartarse del borde fatal.

-¡Yo sí que voy por él, y de él no saldré por nada! replicó el otro; y siguió el filo peligroso.

-Y entretanto, añadió aquel a quien el guía llevaba por la mano, entretanto la pirámide aún está

delante de mí, y no me deja ver nada más que ella con sus vueltas eternas y su brillo encendido y

flotante.

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-Peor le va al otro, le replicó el uno de los otros dos; porque si vos no veis más que el nevado, él lo

ve todo al revés y todo de rojo.

-Verdaderamente que me inspiráis compasión, contestóle aquél a quien se aludía; sois vos quien lo

ve todo al contrario y todo amarillo.

-Nada, nada tenéis que echaros en cara en punto a locura, les dijo ásperamente el guía; ni sé en

verdad a cual de vosotros haya tocado lo peor. En lo sucesivo a donde quiera que el uno vuelva los

ojos, no percibirá más que el nevado fatal. Los otros dos lo verán todo, pero en opuesto sentido,

con diferente color y en forma distinta.

Los tres viajeros inclinaron la cabeza. Su conciencia y sus presentimientos, lo que entre ellos se

estaba verificando, todo confirmaba las ominosas profecías del guía; y el sobresalto se apoderó de

sus corazones.

-Desechásteis mi oportuno aviso, continuó implacablemente el guía, aviso que ha salvado a no

pocos viajeros; quisísteis a todo trance contemplar las nieves iluminadas, y ya jamás veréis otra

cosa que ella, o jamás veréis el mundo del mismo modo.

-¡Pero explicadnos, por Dios, este horrible misterio!, gritaron como a una voz los tres aterrorizados

viajeros.

-¿Y qué queréis que os explique yo? Yo soy un simple hijo de la naturaleza. Vosotros, hijos de las

ciudades, volvéos a ellas, y en ellas encontraréis sabios que, si no os explican los hechos, por lo

menos les dan nombre, y forman con el conjunto de las cosas que ignoran admirables tratados y

eruditas clasificaciones. Ellos acaso os digan que en el cuenco de vuestros ojos se ha efectuado

un fenómeno tanto más grande, cuanto ellos menos lo temían, y precisamente más estupendo por

lo menos remediable que es. Así, por ejemplo, sin devolveros la regularidad de la visión, os

convencerán de que los humores maravillosos que ni el calor dilata ni el frío condensa, y que están

guardados, como diamantes, líquidos entre las láminas oculares vírgenes de todo color, en uno de

vosotros han dejado de transparentar la luz, de la que antes no amortiguaban el brillo aunque

quebraban el rayo; y que en los otros dos, esos mismos humores descomponen ahora la luz para

teñir con uno de esos colores todo, todo lo que pasa al través de ellos: fenómeno, os dirán ellos

con toda cordialidad, perfectamente raro y enfermedad perfectamente incurable. Yo nada de eso

os digo: ¿Qué se yo de las leyes de la naturaleza ni de los misterios de Dios?

Por lo que hace a esta vez los viajeros no tuvieron al guía por loco. Había llegado el caso de que le

tuvieran por sabio.

-Vos debéis conocer esas leyes y esos misterios, le contestaron, puesto que no quisisteis subir con

nosotros a la cumbre funesta.

-No; yo no conozco absolutamente nada de ello. La experiencia, que habla con hechos, me ha

enseñado que existe el mal; mas no me ha dado su explicación ni su remedio. Bastaba sí para

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evitarlo saber, y yo os lo advertí, que el brillo de la luz en esas nieves eternas de la Itica-pol, apaga

para siempre unas pupilas y trastorna en otras los elementos ópticos, para que la visión por ellas

sea perpetua y sistemáticamente en sentido contrario.

O el guía volvió a parecerles loco, o los viajeros no encontraron nada que oponer a su

demostración. Lo cierto es que todos ellos guardaron silencio.

Después llegaron al pie de la montaña. Allí estaban los tres caballos, que impacientes, tascaban

los frenos espumosos y herían con sus cascos la tierra.

No muchas leguas distante y del lado del poniente, el mar se extendía como una sábana azul

plegada, y la nave que había traído a los viajeros, amarrada al ancla, se balanceaba al vaivén de

las ondas y al vagido de las brisas.

El guía entonces se despidió de los viajeros.

Los viajeros montaron en silencio, operación que ejecutaron maquinalmente, e iban a partir.

-Este es el camino que trajimos, dijo uno de los que venían, mirando el del sur, y se lanzó por él al

galope.

-¡No! no es ese, se dijo el otro, y soltando la brida a su caballo, enderezó por el camino del norte.

-Yo nada veo aún, sino la pirámide, se dijo a sí mismo el tercero; pero supuesto que ellos están en

diametral contradicción, yo seguiré, para acertar, el medio entre ellos.

Y guiándose por el ruido de los dos caballos que habían arrancado, procuró que el suyo lo hiciese

por el medio.

En efecto, su caballo se lanzó a la carrera hacia el oriente.

Ya dijimos que la nave los estaba aguardando en el occidente.

El guía que no se había separado gran trecho, los vio apartarse unos de otros, y los vio alejarse, a

cada cual por su lado, del punto que buscaban, y al que necesitaban llegar todos tres. Sin

embargo, nada les dijo.

El había presenciado muchas de esas separaciones insensatas, muchos de esos alejamientos

incomprensibles; y había llegado a convencerse dolorosa, pero profundamente, de que nada podía

arrancar la impresión deslumbradora de la Itica-pol, a los que ella una vez había atraído y cegado;

así como también de que nada haría que viesen con el mismo color ni en el mismo sentido cosa

alguna, aquellos a quienes la misma pirámide había engañado, mostrándoles en sus vueltas

falaces dos distintos de sus prismas seductores.

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El guía sabía perfectamente todo esto. Lo que no sabía, o por lo menos, lo que nunca confesó que

supiese, era la causa eficiente de ese fenómeno de ceguedad relativa y de estrabismo moral de los

ojos que se abandonaban indiscreta y porfiadamente a la contemplación de los reflejos y a la

reverberación de la luz en las nieves de la Itica-pol...

Después de aquellos tres viajeros, otros muchos llegaron.

El guía los condujo a todos, y a todos hizo la misma oportuna y solemne advertencia.

No obstante, algunos de esos viajeros volvieron ciegos. Los demás volvieron locos.

Y cuando los niños de los contornos preguntaban al impasible guía, porque los niños tienen

derecho de preguntarlo todo:

-¿Por qué acompañáis a los viajeros?

-Porque acompañándolos, les contestaba él, a lo menos se salvan algunos; mientras que, yendo

solos e ignorando el peligro, ni uno solo se salvaría.

-Entonces, ¿por qué no los conducís por el otro lado de la montaña?

-Hijos míos, volvía a responderles el guía, es que el otro lado lleva al mismo punto y con el mismo

peligro. Vosotros no sabéis todavía, y yo lo se ya muy bien, que entre el otro lado y este sólo hay

una diferencia.

-¿Qué diferencia?

-La del nombre: En este lado la pirámide girante y deslumbradora; que ciega y que vuelve locos a

los que a ella se entregan, se llama la Itica-pol.

-¿Y en el otro lado cómo se llama?

-En el otro lado se llama la Política.

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ANTIGUO MODO DE VIAJAR POR EL QUINDIO

Por Ramón Torres

La litografía de los señores Martínez Hermanos repro­dujo un paisaje, dibujado en la piedra por el señor Ramón Torres Méndez, que representa el modo de viajar por nuestras montañas; paisaje que debe llamar la atención de los curiosos, tanto de los que han atravesado la cordi­llera, como de los que solamente han dado la vuelta al­rededor de su cuarto, como Mr. de Maitres.

Este último modo de viajar es bastante común entre las señoritas de Bogotá, de las cuales algunas lo más que han extendido el radio de sus excursiones es hasta Chapinero, los Laches o Puente-Aranda. Sin embargo, tales mujeres son anda­riegas, comparadas con la señorita***, que materialmente no conoce sino la plazuela de San Diego por el norte, la de Las Cruces por el sur, La Peña por el oriente, y esa corraleja o quisicosa (entre paréntesis) que hay al entrar en la Alameda Nueva, frente al edificio del colegio del Espíritu Santo.

Es el caso que compré, en días pasados, uno de esos paisajes que dije, y, como quien no quiere la cosa, fui a ponerlo a los pies de la señorita de Tres Estrellas. La señorita lo merece, dígase lo que se quiera: la justicia por delante. He aquí un fragmento del diálogo a que dio margen mi obsequiosa galantería:

-¿Usted ha pasado el Quindío?, me preguntó.

-Sí, señora, le contesté; y el Guanacas, el Almorzade­ro, Sonsón, Herbé, Remolino, Barragán y... ¡qué se yo!

-Es decir, ¿que usted es todo un doctor en eso de pasar montes?

-Sí, señora, respondí sonriéndome, y en esos montes me he graduado en pasar muchos malos ratos, y muchos malos pasos.

-En cambio de algunas horas deliciosas, ¿no es verdad?

-Sí, verdad es.

-¡Oh!, ¡cuando llueve! ¿Hay casas en la montaña?

-Cuando pasé el Quindío, en 1842, no había más que una casucha a la entrada, y otra a la salida. Ahora dicen que hay casas y tambos en La Palmilla, Las Tapias, El Moral, Buenavista, Toche, La Colorada, Las Cañas y Piedra de Moler; y dos poblaciones nacientes, una en Boquía y otra en La Balsa, poblaciones que apenas merecen el nombre de tales.

-Bien: ¿y qué representa esta lámina?

El modo de viajar por la cordillera. Ese que ve usted casi desnudo, es un fornido ibaguereño que lleva sobre las espaldas a un individuo, sentado en una silleta hecha de guaduas muy livianas, pero de mucha consistencia. El viajero lleva encogidas las piernas, y apoyados los pies en una tablilla.

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El carguero se apoya en el bordón, que maneja con la derecha, siendo de advertir que los antio­queños no lo usan. La selva primitiva, como usted puede ver, está dibujada con bastante naturalidad y desembarazo. Esos grandes árboles, esos troncos, esas enredaderas que cuelgan formando ricos pabellones de verdura, en fin...

-¡Ya!, ¡ya!, me hago cargo. Muchas leguas de monta­ña, y subidas, bajadas, ríos y torrentes, precipicios y des­peñaderos, de todo eso habrá por allí...

-Sí, señora, con sobrada abundancia.

-¿Y quién será ese de la ruanita pintada?

¿... y quién será ese de la ruanita pintada?

-A lo que comprendo, el pintor quiso retratar a uno de los senadores de la República, que vino al Congreso el año pasado, hombre enjuto de carnes, macilento de rostro, pensativo y ensimismado, que hablaba solo algunas veces y manoteaba, cual si estuviera perorando en el Congreso, en cuyas sesiones no se atrevió a chistar pala­bra. Aquella que ve usted en otro carguero es la esposa del senador, muchachota alegrona, de veintiseis años que pesaba entonces nueve arrobas, quince libras; y hacía pujar, sudar, estremecer (y maldecir a veces) al miserable carguero que trajo a cuestas su rolliza humanidad. Y ese otro que se divisa, trepando por allá arriba en el último término del cuadro, lleva a un muchacho hijo del cejijunto senador, que viene a estudiar en un colegio de Bogotá, para salir tan doctor y tan hábil como su señor padre. Ni más ni menos.

-¿Y cómo sabe usted todo eso?

-Porque así lo he oído contar a personas que lo en­tienden.

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-¡Qué paisaje tan bonito, señor!, ¡qué bonito! ¿Y qué dirán en Europa de nuestro modo de viajar a mediados de este siglo tan vaporoso, tan civilizado y tan romántico?

-Dirán lo que se les antoje. Cada uno viaja como puede; y en la cordillera de los Andes, mientras se es­tablecen los ferrocarriles, lo cual tardará su poquito, de­bemos dar gracias a Dios si conseguimos un carguero robusto, de anchas espaldas y fornidas piernas, para que nos conduzca; gracias debemos darle también si halla­mos un árbol caído sobre un río invadeable; gracias, si encontramos un tambo donde pasar la noche; gracias, si no nos muerde una culebra; gracias, si no nos devora un tigre; gracias, si no nos acometen los fríos y calenturas; gracias, si el carguero sale de paso, en vez de salir de trote; y gracias, últimamente, si no nos riega por el suelo, como le sucedió al Libertador Bolívar.

-¿Y quién habrá dibujado ese paisaje?, me preguntó con viveza la señorita de Tres Estrellas.

-¿Pues quién, sino nuestro célebre compatriota Ramón Torres?

-¡Ah, ya se me había puesto en la cabeza que él había de ser! Si usted me guardara el secreto, añadió con tono misterioso, le recitaría un soneto compuesto en elogio de dicho Torres, que se me ha quedado en la memoria.

-¡Bien! Prometido y ofrecido: sírvase usted recitár­melo, que pronunciados por esa linda boca, deben sonar muy bien aun los peores versos.

-Yo no sé cómo sonarán. El soneto dice así:

El azul de los cielos, el celaje, Las caprichosas nubes, el torrente Y las palmas que ciñen la ancha

frente De la cascada en medio del paisaje

Imita tu pincel; y hasta el ropaje De púrpura y de rosa transparente Con que se adorna el sol en el

oriente... Mas no iba a hablarte de eso: me distraje.

Al niño, al hombre, a la mujer hermosa Copia tu mano con destreza suma, Los ojos engañando

artificiosa;

Y por eso es en balde que presuma Disputarle la palma generosa A tu pincel la más correcta pluma.

-Gracias, mil gracias por su fineza, señorita, dije yo, cuando ella hubo terminado. ¿Sabe usted quién compondría ese soneto?

-Sí, señor, lo sé; pero no se lo puedo decir.

-¡Bien!, será porque yo no puedo decir a usted los nombres del senador y de la senadora, que tiene usted delante de los ojos. ¡Justa represalia!

-Si usted quisiera darme algunos informes más sobre ese peregrino modo de viajar en cabalgadura humana... porque, en fin, puede ofrecérseme algún día, y nunca está por demás...

-Sí, señorita, con mucho gusto: continuaré mi des­cripción, que no será tan buena que merezca un soneto, pero sí verdadera.

-Figúrese usted que sale uno de la hermosa población de Ibagué, que, aunque pajiza en su mayor

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parte, tiene un aspecto risueño y agradable. Esta población, hoy ca­pital de provincia, demora, coma usted lo sabrá, al pie de la gran cordillera central de los Andes, que es esa que vemos desde Bogotá cerrando nuestro horizonte por el occidente en úlitmo término, y que eleva sus crestas de plata, entre las cuales domina el pico del Tolima, que en las mañanas y tardes despejadas se divisa claramente. Sale, pues, el viajero de esa ciudad, que la tradición ha hecho célebre por las antiguas invasiones de los belicosos indios Pijaos y por la famosa lanza de don Baltasar, en que dicen que los ensartaba, como escorzonera, hasta de a ciento cincuenta.

-Sí, ya recuerdo los versos de la novena de la lanza, que se adoraba en Ibagué:

Y era tanta la pujanza Del señor don Baltasar, Que dicen llegó a ensartar Ciento cincuenta en la

lanza.

Y el pueblo respondía en coro el estribillo:

Lanza no caigas al suelo, Porque vienen los Pijaos.

-Las tradiciones del vulgo son de una extravagancia verdaderamente... romántica, por no decir ridícula. Pero nos desviamos del objeto.

-A poco andar se toma el suave repecho, después de pasar el pequeño río llamado Combeima, y entonces, dejando las cabalgaduras cuadrúpedas se instala uno so­bre los lomos de las bípedas, en las toscas aunque seguras monturas que ellos mismos fabrican, quedando en esta posición, que podría traducirse por el emblema de un matrimonio desavenido, o de los partidos políticos, espalda con espalda, pero siempre el uno dominando al otro.

-Me gustan las moralejas de usted.

-Por fortuna son moralejas en diminutivo. La primera jornada es hasta el sitio que llaman La Palmilla: esto es de cajón, y de allí no pasan los cargueros ni hechos pedazos.

-¿Y ese capricho por qué?

-Porque estando muy cerca de Ibagué, tienen tiempo de volver a la población, de donde parece que se separan con pesar, y pasan en ella la noche para despedirse con alguna diversión, y madrugar a tomar sus respectivas cargas.

-Según veo, estos bogas terrestres son también origi­nales, y tienen sus puntos de contacto con los acuáticos o fluviales.

-Tiene usted razón: se parecen mucho los unos a los otros, ya en lo semi-desnudos que andan, ya en el bordón y la palanca, ya en los cuentos y chistes, ya en los ca­prichos y ya finalmente, en lo mucho que comen, pues es preciso saber que todo el avío que se saca de Ibague o Cartago, que por lo regular es abundantísimo, lo devo­ran en pocos días; la cantidad de carne y panela que consumen es enorme, y frecuentemente el viajero que quiere tenerlos gratos, compra en el camino uno o más cerdos para obsequiarlos.

La Palmilla, donde se hace la primera jornada, es un sitio pintoresco por su situación: el paisaje que se pre­senta allí a la vista, es verdaderamente encantador, pues desde aquella eminencia se desarrolla a los pies del viajero el más hermoso y risueño panorama que pueda imaginarse, y que abraza todas las faldas y vertientes de la gran cor­dillera, el plano donde está asentada la ciudad de Ibagué, con todas sus haciendas y labranzas, sus riachuelos y montecillos, y la ciudad misma.

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-¿Y no habiendo caseríos en el tránsito, dónde se pernocta?

-Al aire libre, ni más ni menos, como lo hacían los patriarcas en aquellos tiempos felices que nos refiere la Escritura. Llega la noche, se suspende la penosa marcha, echan pie a tierra los desorientados viajeros, no sin cierta especie de desvanecimiento o mareo, producido por el movimiento desigual y de trepidación del carguero, y con una que otra contusión y rasguño, señales visibles de la exuberante y tenaz vegetación de la montaña.

Una vez en tierra, los cargueros se dan prisa a cortar ramas de árboles para hacer largas estacas, que, clavadas en tierra, se cubren después con hojas y ramazón, lo que viene a formar un rancho o tambo, donde se pasa la noche. Estas casas improvisadas y de una arquitectura tan sencilla y ligera como el palacio de cristal, no sirven más que una noche, y al día siguiente quedan abandonadas. Por lo regular la ranchería se hace en un pequeño llano limpio y escampado, que no faltan en todo el trayecto de la montaña, y por donde ordinariamente corre alguna quebrada de aguas cristalinas y puras.

-¿Los fríos y calenturas no son también en esta mon­taña el resultado de algunos días de marcha, como en Carare?

-Al contrario, el clima de la montaña es el más sano que puede darse; y es fama que no sólo no altera la salud, sino que la procura a muchas personas enfermas, no siendo raro entrar a la montaña con algún achaque y salir de ella bueno y sano, con excelente apetito y buena disposición para todo.

-Había oído decir que se había abierto un camino por donde podía transitarse ya en bestias.

-En efecto, hace como diez años se comenzó a abrir el camino, y se logró descuajar y banquear una gran parte de la montaña, pero la naturaleza no permite allí mantener abierto por mucho tiempo un camino, pues la vigorosa vejetación se reproduce admirablemente, ni más menos como en la América del Sur se reproducen las revoluciones y desórdenes. Sin embargo, no deja de tra­bajarse constantemente, y el presidio del tercer distrito se halla empleado en aquellos trabajos, de manera que, según tengo entendido, un gran trecho puede andarse a caballo.

Al otro lado de la montaña se halla Cartago, primera población considerable de la provincia del Cauca, y poco más o menos en una posición topográfica semejante a la de Ibagué; de manera que estas dos ciudades pueden considerarse como las columnas de Hércules de la cor­dillera ...

-Y diga usted ...

Aquí llegábamos de nuestro diálogo, cuando tres gol­pecitos dados en la puerta del cuarto por cierta visita no muy oportuna, vinieron a interrumpirlo, por lo cual tomé mi sombrero y me despedí, hasta otro día en que vendrá otra lámina, y con ella quizá otro diálogo.

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PARTIDA DEL LIBERTADOR

(HONDA - 1830)

Por Joaquín Posada Gutiérrez

Exiguos eran los recursos que llevaba para su viaje el hombre que por tantos años había

gobernado la potente Colombia y el opulento Perú, habiendo consumido la mayor parte de lo que

heredó de sus mayores, en la guerra de la Independencia. Afectado con la idea de verse en la

indigencia en un país extranjero, escribió de Guaduas a su apoderado en Caracas una carta

manifestándole su absoluta penuria y previniéndole que vendiese cuanto le quedase de sus

posesiones para no verse en la mendicidad en tierra extraña; carta que la historia ha conservado

por ser ella un testimonio más de la probidad y honradez del grande hombre perseguido,

comprobando su pobreza.

Al llegar el Libertador a Honda fui a recibirle al puerto con el concejo municipal, los empleados

públicos y los principales ciudadanos. De los pueblos inmediatos habían ido a la ciudad cuantas

personas pudieron, algunas con sus familias; y como en todos los del tránsito fue recibido con

iguales demostraciones de afecto y gratitud, su corazón se ensanchó y se complacía en

manifestarlo.

Al caer la noche, el capitán de la compañía de granaderos se puso a colocar centinelas en el

balcón, en los patios, en las esquinas de las calles, y algunos de los oficiales acompañantes

aparentaban una vigilancia ostentativa mirándome de reojo. Esto me disgustó y manifesté al

Libertador que en la ciudad de Honda y en mi casa gozaba de completa seguridad, y que por tanto

le rogaba que mandase cesar esas precauciones, y así lo hizo.

Para preparar de un todo los champanes eran necesarios todavía tres o cuatro días. Aprovechando

este intervalo, el director de las minas de plata de Santa Ana, que estaba en Honda, le invitó a

pasar un día en aquel establecimiento, distante unas seis leguas de la ciudad, y lo hizo con tanta

instancia que aceptó Bolívar la invitación, más por condescendencia que por curiosidad. En Honda

no ha sido ni es fácil conseguir buenos caballos de pronto para más de dos o tres personas, causa

por la cual no pudimos salir sino muy tarde en la mañana siguiente.

El sol en el cenit derramaba torrentes de fuego quemando la tierra cuando llegamos a la quebrada

de Padilla, bello oasis de los llanos de Mariquita. El Libertador, en extremo fatigado y débil como

estaba, quiso descansar allí y, echando pie a tierra, hubimos todos de hacer lo mismo con mucho

gusto, acostándonos sobre nuestros pellones a la orilla del cristalino arroyuelo. La frescura del

ameno sitio que la sombra de los árboles seculares producía; el murmullo apenas perceptible de

las límpidas aguas que se deslizaban reflejando oscilantes sobre las hojas los rayos del sol que

podían penetrar por el espeso follaje; el roce dé las ramas que un suave vientecillo blandamente

balanceaba; el bramido sordo y lejano del río Gualí, que estrellándose de una en otra roca sobre su

lecho pedregoso se precipita al Magdalena en rápida y espumosa corriente; el reposo de la

naturaleza en aquella hora en que todo lo que vive, menos el esclavo, descansa en los campos de

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los climas ardientes; todo, todo producía en nosotros un dulce sopor que excitaba a unos a la

meditación, a otros al sueño. Después de más de media hora en que descansábamos en una

especie de somnolencia, levantó Bolívar la cabeza, se sentó impaciente, y dirigiéndose a mí, que

estaba a su lado, me preguntó:

-¿Por qué piensa usted, mi querido coronel, que estoy yo aquí?

Tan extraña pregunta me sorprendió. Si yo hubiera respondido lo que instantáneamente se me

ocurrió, le habría contestado que por el gravísimo error político que cometió al regresar del Perú no

sosteniendo el principio de legalidad, sofocando la revolución de Venezuela de una manera

diferente de como lo hizo; pero tímidamente, por no ofenderle, le contesté:

La fatalidad, mi general.

-¡Qué fatalidad! ¡No!, me replicó con vehemencia, yo estoy aquí porque no quise entregar la

República al colegio de San Bartolomé; y calló inclinando meditabundo la cabeza sobre el pecho.

El general Santander había sido colegial de San Bartolomé, el mayor número de los miembros de

la sociedad filológica y de los conjurados del 25 de septiembre eran o habían sido del mismo

colegio, y ellos figuraban como corifeos del partido liberal: a esto hacía alusión aquella palabra de

Bolívar, que manifestaba la preocupación incesante de aquel hombre desgraciado, que no podía

olvidar a Santander y el atentado del 25 de septiembre. Levantándose apresurado, pidió a un

criado una sábana de la maletera y dijo que iba a bañarse: yo le hice algunas observaciones sobre

el riesgo que había, de hacerlo en aquella hora, después de una agitada marcha y acabando de

llegar de un clima tan frío, respecto de Honda, como lo era el de Bogotá, y le dije:

-Recuerde vuestra excelencia que Alejandro Magno murió en la flor de su edad por haberse

bañado estando acalorado.

Mirándome con indefinible dulzura, me contestó:

Cuando Alejandro se bañó acalenturado, estaba en el apogeo de su gloria; yo no corro ya ese

peligro; además, la muerte de Alejandro la atribuyen unos a que Antípater lo hizo envenenar... y

otros a que su enfermedad se agravó por el exceso del vino en una orgía, y yo jamás me he

embriagado.

Efectivamente, no hubo ejemplar de que Bolívar se embriagase ni en los espléndidos banquetes

que se le dieron muchas veces. Después del baño, seguimos, y en todo el camino iba hablando

sobre su tema constante de cual sería la suerte que correrían estas Repúblicas, por la anarquía de

las ideas, por la facilidad que las instituciones daban a los ambiciosos para alzarse con el poder

público, desmoralizando el pueblo y arruinando el país.

Al subir el cerro que separa la pequeña colina de Santa Ana, de los llanos de Mariquita, se detuvo

a admirar el magnífico panorama que desde allí se presenta a la vista en aquella hora: la cordillera

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oriental bañada por él sol poniente, reflejando los colores del iris en una prolongada línea de

páramos sobre sus elevadas cimas; las extensas llanuras cubiertas de ganados y sembradas aquí

y allá de aldeas, de caseríos, de alquerías y de las chozas del pobre jornalero; el Magdalena en un

tortuoso curso recogiendo los ríos menores y arroyuelos que de uno y otro lado bajan de ambas

cordilleras y serpenteando por las praderas se deslizan más o menos turbulentos, a perderse en él;

las bandadas de guacamayos de variado plumaje, de loros, de pelícanos y de mil otros pájaros que

al declinar el sol atraviesan el espacio con gritería atronadora, en busca de las ramas donde pasan

la noche o donde dejaron sus polluelos; los palmares lozanos y pintorescos que abundan en

grupos aislados proporcionando sombra al ganado en las horas de calor sofocante, y alimento con

sus corozos a otros animales; del lado opuesto, el nevado del Ruiz, en la cordillera central,

reverberando como plata bruñida sobre las nubes doradas, matizadas de púrpura y azul, que

formaban su dosel, los torrentes de luz con que el sol lo hiere al descender a su ocaso; el

esplendente indescriptible arrebol que más o menos purpúreo iluminaba la bóveda celeste; todo

esto formaba un estupendo y sublime cuadro, que obligaría al espíritu más fuerte a humillarse ante

el Creador omnipotente de tantas maravillas, y que detuvo a Bolívar largo rato en religiosa

contemplación, de la que participábamos, en silencio respetuoso, los que le acompañábamos.

-¡Qué grandeza, qué magnificencia! ¡Dios se ve, se siente, se palpa! ¿Cómo puede haber hombres

que lo nieguen?, fueron sus primeras palabras al salir de su éxtasis.

-Mi general, le dije yo, los hombres que lo niegan también lo ven, lo sienten, lo palpan, no sólo en

sus obras grandiosas, no sólo en los millares de soles que pueblan el espacio infinito, sino en el

más pequeño insecto de efímera existencia que se arrastra en el lodo y huellan nuestros pies sin

percibirlo; pero lo niegan por orgullo por vanidad, queriendo aparecer superiores al resto del

género humano, que suponen ignorante, o para aturdirse, para ahogar los gritos de una conciencia

sobresaltada con el delito: yo no creo que haya ateístas por convicción...

A pocos pasos se nos presentó el caserío pajizo del establecimiento, que es hoy una aldea, mucho

mayor de lo que era entonces. El director, los mineros ingleses, como unos doscientos jornaleros

del país, con sus herramientas en la mano, armas inofensivas del pacífico trabajador, formados

haciendo calle en dos filas, y sus esposas y sus hijas teniendo ramos de flores en la mano, todos

decentemente vestidos, nos esperaban. Al vernos, una exclamación entusiasta de «¡Viva el

Libertador!» retumbó repercutida por el eco en todas las sinuosidades de la montaña y coloreó las

pálidas mejillas de Bolívar, que sensible a aquel homenaje al hombre caído, y no al poder

imponente, se esmeraba en manifestar a aquellas buenas gentes su gratitud.

Después de visitar, en la mañana del día siguiente, el establecimiento, bajando a las galerías

subterráneas por una lumbrera de trescientos pies de profundidad, con inminente riesgo de caer;

después de observar con tristeza el ímprobo trabajo que cuesta sacar el codiciado metal de las

entrañas de la tierra, las vidas que se pierden para lograrlo, la miseria de los que lo hacen, su

aspecto enfermizo y la brevedad de su existencia, siendo muy raro el de ellos alcanza a vivir

cincuenta años, nos pusimos marcha para Honda.

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Al llegar al crucero de los dos caminos en que se separa el de Mariquita, le propuse que

pasáramos a ver las ruinasde esa antigua ciudad, donde descansaríamos, y siempre tendríamos

tiempo de llegar a Honda a prima noche «Mariquita, le dije, fue la primera ciudad que fundó el

conquistador Gonzalo Jiménez de Quesada en el interior del Nuevo Reino de Granada, en el

extenso territorio que los indios llamaban Marquetá, y estuvo en competencia con la naciente

Santafé para capital del virreinato; tuvo unas quince mil almas y hoy no tiene quinientas; el nombre

indígena de la aldea o ranchería que en su área encontraron los españoles era Marequipa,que

pronunciado por los pobres indios marquetones, a quienes se despojaba de la herencia de sus

padres, lo adulteraron los españoles por el de Mariquita, burlándose de ellos porque no sabían

pronunciar el castellano.

Existe la primera ermita que, según la tradición, construyeron los conquistadores, y en ella un

Cristo expirante, quizá la mejor imagen que hay en Nueva Granada. Situada al pie de la cordillera

central, en una rinconada fértil, amenísima, sobre un plano ligeramente inclinado, le entra por cada

una de sus calles, perpendiculares a la cordillera, una acequia de agua clara, de arroyuelos que

bajan directamente de la montaña, y al salir de la ciudad se pierden filtrándose. Fue hasta fines del

siglo pasado, aunque ya en mucha decadencia, la capital de la provincia.

Tuvo ricos conventos de órdenes monásticas, casa consistorial, cárcel espaciosa y otros edificios

públicos. Sus calles, tiradas a cordel, se cortan en ángulos rectos, cosa rarísima en las ciudades

españolas; todas las calles están empedradas, y los restos de sus edificios públicos, y las paredes

derruídas, blasonadas en sus puertas, manifiestan que fue una ciudad rica y aristocrática; las

principales familias de Bogotá traen su origen de Mariquita. En Mariquita existía el pendón de raso

carmesí bordado de oro, con las armas de Castilla en el centro, que trajo Quesada a la conquista;

este pendón se exponía al público con gran solemnidad desde la víspera del día de Corpus, en la

casa consistorial, espléndidamente iluminada toda la noche.

De los ayuntamientos de la provincia venían a la procesión comisiones con el estandarte de su

respectivo concejo, como un homenaje al pendón real. Yo me he divertido algunas veces en hojear

el carcomido archivo del ayuntamiento de la ciudad y enuna de las actas de ahora ha más de cien

años, que en toda forma se extendía de la augusta función, se expresaba en letras gordas que

habían concurrido a la procesión siete caballeros cruzados hijos de la ciudad. Una tradición

indudablemente errónea suponía el pendón real de Mariquita bordado por la reina Isabel la

Católica, y esta creencia lo hacía mirar con una veneración religiosa.

Todavía en 1819 existía este trofeo de la República, descolorido pero sano, y a la fuga del virrey

por consecuencia de la victoria de Boyacá, el gobernador patriota de la provincia lo hizo quemar en

la plaza, con publicidad oficial, en odio de la monarquía. Los patriotas de la primera época lo

respetaron. Mi general, dispense vuestra excelencia que yo me extienda con cierta complacencia

en referir lo que fue una ciudad, hoy deprimida, como todo lo caído de un esplendor antiguo: ¡en

ella nació mi madre!»

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Bolívar, sonriéndose me contestó: «bien me suponía yo por la vehemencia que usted manifestaba

en su relación, que algún motivo de fuerte simpatía lo preocupaba a usted en favor de los

escombros mariquiteños». «Mi general, contesté yo, mi madre meció mi infancia hablándome

siempre de los recuerdos de la suya y quizá esto me preocupa como dice vuestra excelencia».

Y rehusando Bolívar entrar a Mariquita, continuamos nuestra marcha con la mayor lentitud, paso a

paso. Con los hondanos que nos acompañaban, hablaba de comercio, de agricultura, de minería

con la mayor precisión; por ratos guardábamos todos silencio, y así pasamos unas ocho horas en

un camino que se anda en cinco, hasta que llegamos a Honda a prima noche.

Los miembros del concejo municipal, los empleados públicos y los principales vecinos habían

dispuesto un baile para esa noche, en el que Bolívar, a pesar de su cansancio y debilidad, se

manifestó complaciente y agradecido a tantas atenciones, que en su posición no esperaba.

El secretario de la guerra me había autorizado para contratar un pequeño empréstito voluntario,

para preparar los champanes, víveres y lo demás que era necesario suponiendo como en efecto

así era, que en la tesorería de Honda no habría fondos sobrantes, y los hondanos se apresuraron a

suscribirse.

Al gran champán para el Libertador y los oficiales que le acompañaban, le hice abrir ventanas en

cada costado de la tolda, forrarlo interiormente de zaraza y entapizarlo lo mejor que se pudo; le

puse mesa, asientos, piedra de destilar para clarificar la turbia agua del cenagoso Magdalena. En

un champán embarqué una abundante provisión de víveres para todos, incluso la tropa; frutas,

bebidas refrescantes, en fin, hice lo que debía hacer en aquel caso.

Todavía descansó Bolívar un día en Honda, mientras se concluían los preparativos para su viaje, y

al siguiente a las siete de la mañana se embarcó.

La concurrencia al puerto fue numerosa: a caballo, a pie, todo el que pudo ir lo hizo. Al tiempo de

embarcarse, abrazándome me dio las gracias por las atenciones que había tenido con él, y

poniéndome en la mano la medalla de oro de su busto, me dijo: «Use usted este recuerdo mío en

mi nombre».

Todos querían abrazarle, y a todos manifestaba su agradecimiento, visiblemente enternecido. Al

arrancar los champanes de la playa, pasó a la popa y nos dio el último adiós, con el sombrero en la

mano. Los que, apiñados a la orilla del agua, seguíamos con la vista el rápido descenso de los

buques, le contestamos del mismo modo, y Bolívar oyó por última vez nuestro voto de ¡Viva el

Libertador!

Así despedí yo a Bolívar de la playa del Magdalena, habiéndome tocado encaminarlo vivo al

sepulcro que le esperaba abierto en las costas del Atlántico. En su lugar se verá que también me

tocó sacarlo de él y entregarlo muerto en la de Santa Marta, a su patria, que, si ingrata lo maldijo y

lo proscribió, arrepentida volvió por su honor recogiendo los restos venerandos de su hijo excelso,

a quien debe principalmente el esplendor con que brilla en la historia colombiana.

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Los franceses no se olvidan nunca del abrazo dado por Napoleón al general Petit en 1814, al

despedirse para la isla de Elba. ¡No!,ningún francés olvida aquel tierno «adiós de Fontainebleau» a

su guardia imperial y demás cuerpos del ejército que no lo abandonaron en su desgracia como lo

hicieron sus mariscales.

Nosotros nos olvidamos de todo lo noble, de todo lo digno, ocupados como estamos en barbarizar

nuestro país, haciéndolo despreciable y hasta odioso al mundo civilizado. Dispénseseme, pues,

que yo haga algunos recuerdos de la dolorosa despedida del preclaro venezolano, nuestro jefe en

los días gloriosos de Colombia, que si Bolívar cometió algunos errores, también los cometió

Napoleón.

«Memorias histórico-políticas»

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ES MAL QUE ANDA

Por Ulpiano González Aquí me tiene usted otra vez, señor redactor, con otra pamplina como la de ahora días. Cansado

estoy de oir a las viejas aquello de que no hay piacito de tierra como el de Bogotá; sin que pueda

yo saber si tal es la costumbre en las viejas de todas partes, que las haga decir que nada hay

mejor de lo que conocen relativamente al país en que viven o nacieron. Por desgracia, no me hallo

yo en el caso de admitir la frase en toda su extensión; pues no dejo de tener motivos para

rechazarla como falsa en muchos puntos. ¿Habrá a quien agraden poco o mucho las lloviznas de

San Juan, que tontamente llamamos páramos? ¿Gustará alguien de ver llover día y noche desde

marzo hasta mayo y desde octubre hasta noviembre, como sucede muchos años? ¿Habrá quien

se regocije con los vientos de agosto y con los hielos de diciembre? A buen seguro que no; o por lo

menos, si algunos hay, no seré yo de ese número.

Cierto, ciertísimo es que no experimentamos aquí las brisas de Santa Marta, las tempestades de

Honda, Guadalupe y Mogotes, las fiebres de Chagres ni los fríos de Guanacas y Sumapaz, ni los

mosquitos del Magdalena, ni las niguas de Popayán, ni los cotos de mi tierra y Mariquita (sea esto

dicho con perdón de algunos reverendos que aquí conozco, aunque no lo sean tanto que necesiten

de ir envueltos en paños de manos), ni el carate de Neiva y Tocaima, ni las hinchazones de

Cartagena y . . . Aunque mejor me está el callar, que dirán que con tales chismes contribuyo a

dificultar la inmigración, dando malas noticias de mi patria; pero como por acá a la capital no habrá

de llegar en muchos años sino gente de mico y organito, o de cuerda tesa y columpio, o de

Melpómene y Talía, o cubileteros (¡que a Bogotá venga de eso también!), o equitadores o

farsantes con disfraz de literatos, gentes todas de a ciento en carga, como decirse suele, y no sin

razón; o bien, personajes a sueldo, como químicos, arquitectos, matemáticos; ninguno de estos se

ahuyentará o dejará de llegar, porque diga yo que abundamos en piojos y pulgas, en ratones

chicos y grandes, en gozques, mastines y galgos (de estos últimos hay muchos, y si no que lo

digan los tenderos y fonderos), en romadizos, constipados, toses, dolores de muela y de cabeza,

disenterías, cuando comemos turma verde, y pobreza y vagabundería y pies hinchados y

erisipelatosos. Nada de esto arredrará a quien tenga ya en las mientes el venirse para acá.

Pero no es esto lo principal de mi artículo. Salía yo de la iglesia de San Carlos, a donde tengo

costumbre de asistir cuando se celebran las cuarenta horas, y después de haber rezado y oído a la

gente que en el templo había, no sólo rezar la estación, sino estornudar, toser, sonarse y regoldar,

me paré en la puerta a esperar a un mi compadre con quien suelo acompañarme, y noté que casi

la totalidad de estas que los libertinos llaman beatas vagabundas, salían unas con bayeta en el

pecho, otras con pañuelo en la cara o en la cabeza, éstas santiguándose, aquellas suspirando,

etc.; reparé después que se saludaban, diciendo unas a otras:

-¿Qué tiene usted, hermanita?

-La reuma, que me desespera; ¿y usted siempre con su tosecita, no?

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-¡Puf!, no sólo eso sino que estoy rabiando de la garganta.

-¡Ah!, ese es mal que anda. ¿No sabe que el Pe Fulano se rompió una pierna?

-¡Mire!, lo mismo sucedió a Juana, yo creo que es mal que anda también.

Por otro lado se oia igualmente que alguna lamentaba el robo hecho a una sobrina, y que le

respondía con el mismo estribillo de que era mal que andaba; y no pude menos de ponerme a

pensar si estaría yo soñando, o si consistiría lo que oia en que siendo las enfermedades de cada

uno el tema principal de las conversaciones en país tan favorable a afecciones reumáticas,

catarrales y nerviosas, el tal propósito de es mal que anda se había encarnado de tal modo en el

lenguaje familiar, que no era extraño el que a cada momento se escapara de los labios.

Respóndanme ahora si serán males que andan también los atrasos de sueldos, la mordacidad de

los escritores, no sólo de un bando sino de ambos, los organitos ambulantes, la maroma, las

fiestas (¡así las llaman!), el mercado de San Franciso, la falta de venta, la macadamización de

calles, el ansia de empleos, aun en los que por tener plata, casas y hacienda, no los necesitan, los

retratos de daguerrotipo, los petardos, las congojas del Ecuador, la revolución de Venezuela, los

apuros de nuestro gobierno, la danza, en una palabra, en que anda todo el mundo, y la en que nos

meteremos nosotros si no seguimos el consejo de tener juicio. Y pasándome esto como episodio,

volvamos a mi tema.

El es mal que anda, repetido a cada momento, nos manifiesta que este nuestro clima no es de los

más sanos, aunque, sí de los más agradables que se conocen. Y no puede ser lo primero, porque

es en el que más vicisitudes atmosféricas se experimentan: después que el sol ha calentado como

en Tocaima y que está uno tal vez sudando, cógele un viento fresco o una lloviznita que lo matan y

que cuando menos le causan un dolor de cabeza o una coriza. El cielo varía a cada paso como los

pensamientos de sus habitantes, según el dicho de ellos mismos; y esto no puede verificarse sin

que alguna influencia ejerza sobre la tierra y sus moradores.

Desearía, para contento de todos, que llegara el tiempo en que pudiéramos decir cuando

oyésemos hablar de lo bien que alguno iba en sus negocios, que ese era bien que andaba, que lo

era también la paz y salud de que disfrutábamos; que era bien que andaba el estado próspero del

tesoro, el floreciente de las ciencias y las artes, el aumento de población, de caminos, puentes y

canales, y la ausencia de males nerviosos, reumas, toses y calenturas catarrales. ¡Pero ay, Dios de

los cielos!, ¡que de esto no habrá ni un asomo en nuestros días! Tomaremos ya aqueste mundito

como nos lo han entregado, y el que venga atrás...

No soltaré la pluma sin dar algún consejo. Desde que he dejado de serenarme y de acostarme

tarde; desde que uso camisa de franela, y ni bebo, ni juego, ni entro a donde entrar no debo; desde

que ni se me humedece el calzado ni ceno; desde que no como frutas verdes ni tomo agua de

pozo; desde que prefiero el pan sin aliño al de manteca; desde que cambié la vida ociosa por la

activa; desde que no me ocupo en saber cómo viven los demás; desde que, como usted, señor

redactor, no pienso en partidos ni hago cuenta de sus vergonzosos extravíos; en una palabra,

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desde que soy lo que soy, esto es, desde que leí los Misterios de París para formar mi corazón, y

las cartas de Chesterfield para formar mi cabeza, desde entonces y desde que me conformé con

estar en mi lugar, valiendo tan solamente tanto como creo valer, desde ese momento, y desde que

eché a un lado la envidia que me devoraba, las intrigas que me quitaban el tiempo, la maledicencia

que me hacía aborrecible, la intolerancia y la pedantería que me volvían despreciable, desde ese

dichoso tiempo, digo, no padezco ya muchos de los males que andan.

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LOS VICEVERSAS DE BOGOTÁ

Por Bernardo Torrente VIAJES

I

«No hay cosa como viajar:

El mundo es un libro abierto».

(Fábulas de un ingenio de Guatemala)

Así me dije un día, y tomando una resolución heroica, salíme de mi rústico albergue, y caminando por la recta y anchurosa calle de Neiva (vulgo de Los Carneros), di a poco rato con mi humanidad en el lindo y cómodo ferrocarril que de esta ex-monástica ciudad conduce por entre los indolentes cerros de Monserrate y Guadalupe a países ignotos. Todo viajero instruído sabe que este fe­rrocarril, arrancando del Egipto, viene a parar al pinto­resco sitio llamado «Pico de la Guacamaya»; sitio poético sitio de inspiración.

Entre los antiguos griegos, aquel que se sentía con vena (nosotros diríamos embocadura), se ponía en camino para la fuente Hipocrene; fuente que el caballo Pegaso, despidiendo una coz titánica, hizo brotar de la cima del monte Helicona.

¡Coz terrible y portentosa! (entre nosotros sólo algunos diputados al Con­greso pueden dar tan olímpicas patadas). Digo, pues, que el que se sentía con vena, se dirigía a la dicha fuente, y sin necesidad de copa, jarro, totuma o calabazo, se metía en la barriga un diluvio de aquellas cristalinas aguas; y héteme a Periquito convertido de repente en un portentoso orador, en un célebre poeta, o cosa por el estilo.

Nosotros en el «Pico de la Guacamaya» tenemos nuestra fuente Hipocrene. ¡Cuántas veces al oír a un congresista, al leer un trozo de algunos de nuestros poetas vibradores, o al escuchar una proclama de alguno de nuestros innu­merables héroes, no he exclamado: «Viva el hombre por­tentoso inspirado por el "Pico de la Guacamaya!"».

Este monumento, que es todo de guijarro, descansa sobre la falda de Monserrate por la parte sur, teniendo a su pie el espumoso río que llaman el Boquerón.

Muchas son las opiniones que acerca de este Pico se han emitido; unos opinan que es un monumento elevado por los chibchas. Otros opinan que es un capricho de la naturaleza, que alguna convulsión geológica lo hizo bro­tar del seno de la tierra. Los que opinan que fue obra de los chibchas, no saben darse cuenta de la época en que fue construído, ni del acontecimiento que diera motivo para su erección.

Hay una antiquísima tradición que parece muy razo­nable, y que presenta, si no una prueba irrecusable, a lo menos apariencias de verdad. Esta tradición es la siguiente:

El pueblo chibcha, dividido en pequeñas parcialidades, sujeto a una guerra civil continua, pobre en medio de la abundancia, y hablando un idioma casi ininteligible; cansado de tantos males, y no esperando nada nuevo de sus consejos y asambleas, que eran (como en nuestros días) muestras del más irreprochable desorden, recurrió a Bochica, su Dios, y haciéndole sacrificios, fervorosas

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súplicas y elevándole un monumento para que hiciera cesar guerra tan destructora y permitiera que los habitan­tes de Bogotá se entendiesen y comprendiesen, le ofrecie­ron una completa enmienda para lo sucesivo.

Pero, sea que Bochica no tuviese confianza en las promesas de un pueblo tan inconstante y novelero, o sea por otra causa que no es del caso averiguar, lo cierto es que el día menos pensado, el Dios de los chibchas tocó con su báculo el cerro de Monserrate, donde estaba el mencionado monu­mento, y al instante empezó un terremoto muy bien ordenado, pues sólo destruyó el obelisco chibcha. Aun hubo una cosa muy rara: en el mismo lugar en que éste estaba, brotó del seno de la tierra una gigantesca guacamaya, animal significativo entre los indios por su variado plu­maje, sus abigarrados colores y porque no hace sino re­petir, sin comprenderlo, lo que una vez ha oído. Bochica tuvo la feliz idea de anunciarles a los indios y a sus descendientes su suerte futura.

Asegúrase que en el pico de este animal había unos jeroglíficos que decían: «Nunca os comprenderéis». Contemplaba yo este obelisco haciendo varias refle­xiones filosóficas, que no quiero contar ni repetir por no pasmar a mis lectores, cuando sentí que por el camino de oriente trotaba un caballo. Un hombre montado venía con dirección al paraje en donde yo me hallaba. Cuando estuvo cerca, se apeó y atando el caballo a unos arbustos, se me acercó, y saludándome con una cortesía matemá­tica, me pidió algunos informes acerca del camino que debía seguir para llegar pronto a Bogotá.

Suplicóme le proporcionase un cicerone para que le mostrara y expli­cara lo más notable de la ciudad, y añadió: «en mis dilatados viajes he aprendido que hay en el mundo muchos y extraños viceversas; pero, según recientes informes de varios sabios viajeros, Bogotá es un emporio de los viceversas más estupendos; pudiéndose decir que es un solo y completo viceversa en todo lo tocante a política, religión, comercio, adelantos materiales, etc.».

Díjome que se llamaba John Bull, que viajaba para instruirse; y que se tendría por un dichoso

hombre si quisiera yo ad­mitirle en el número de mis amigos. Yo le contesté como bogotano, es decir con una gran cantidad de promesas y una mayor afluéncia de palabras y cumplimientos, en lo que no había un ápice de formalidad. Díjele mi nom­bre (Tequendama, como lo saben mis lectores), y le ofrecí ser seguro cicerone. A esto me contestó con un apretón de manos más expresivo de lo necesario y de lo que a mi tranquilidad corporal conviniera.

Llegó en esto el criado de Sir John Bull, y éste le dijo que se fuera a la posada y que se llevara el caballo, pues quería hacer a pie el camino que faltaba para entrar a ala ciudad.

Partió el criado, que no era la primera vez que venía a Bogotá; y mi compañero y yo quedamos contemplando el Pico de la Guacamaya. Le conté todo lo que ya saben mis lectores del referido Pico, de lo que el inglés quedó muy maravillado, y yo contento por haber hecho la obra de misericordia de enseñar al que no sabe.

II

Emprendimos nuestra marcha Boquerón abajo, distra­yéndonos mirando a varios tritones, máyades y nereidas que en traje natural y de gran confianza retozaban entre las rocas y chorros espumosos del río. Sir John Bulllas miraba alelado y no se atrevió a hacerme pregunta alguna; ni yo me di por entendido de su sorpresa.

A poco rato llegamos a un edificio de muy buena cons­trucción, de extensión considerable y en muy buen estado.

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-Este edificio, dijo mi compañero, debe ser un esta­blecimiento fabril.

Yo extendí el brazo y le indiqué un letrero tallado en piedra: «Fábrica de tejidos de algodón».

-Good dam, dijo. Esto es muy bueno.

Estando mirando detenidamente este edificio, salió un hombre con algunas piezas de paño burdo; el inglés, des­pués de examinarlas prolija y minuciosamente, preguntó si aquellas telas eran fabricadas en aquel establecimiento, a lo que el obrero le respondió que sí. Sacó en seguida una cartera el inglés y apuntó: «En Bogotá los tejidos de algodón se hacen de lana sola, al contrario de

los paños de lana ingleses que se hacen de puro algodón». ¡Admirable viceversa!

Mi compañero, al ver la antigua fábrica de papel, me dijo: aquel establecimiento será sin duda también de manufacturas.

-Es una fábrica de papel, le dije.

-Yo quiero verla.

Nos dirigimos a la entrada. Apenas habíamos llegado, cuando salieron más de treinta bestias cargadas de sacos.

-¿Aquí se conduce el papel en sacos? preguntó el in­glés.

-Lo que usted está viendo no es papel sino harina de trigo; pues la fábrica de papel se ha convertido en mo­lino de pan, le contesté.

Volvió a sacar John Bull su cartera y escribió: «En Bogotá el que sabe hacer papel, puede hacer

mucho pan».

-¿Yqué tal papel salía de esa fábrica?

-Muy malo, respondí; pues aunque algunos temerarios dicen que el mundo nos contempla, que vamos a la vanguardia de la civilización, en esto de hacer papel no adelantamos gran cosa.

Sir John Bull me mostró el campanario de la iglesia de las Aguas, y manifestó que quería verla de cerca.

Un hombre que pasó casualmente por allí y había oído las últimas palabras de mi compañero se nos acercó y saludándonos atentamente, nos dijo que él nos con­duciría, pues era el sacristán de aquella iglesia, y que con mucho placer nos informaría de todo lo relativo a ella.

Mi compañero le dió algunas monedas y marchamos.

-Esta iglesia (dijo el sacristán), está unida a un peque­ño convento y pertenecía a los frailes dominicos.

Después que entramos y hubimos admirado el com­pleto desorden, deterioro y abandono de la iglesia, me dijo mi compañero: el abandono de estos templos, en esta ciudad tan católica romana, me prueba más y más lo que antes me habían asegurado: que Bogotá es la ciudad de los viceversas. Vea usted, entre los egipcios, entre los bramas, entre los kurdos y entre muchísimas

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nacio­nes que no profesaban la religión verdadera, sino una idolatría ridícula, los sacerdotes, que tanto engordaban con las preocupaciones de los pueblos, cuidaban de que los templos fueran los lugares más aseados y de que sus adornos fueran los más esmerados.

-Esta iglesia, dijo el sacristán, hará como cincuenta años que no produce grandes ganancias a los sacerdotes; así es que se halla en el estado en que ustedes ven. A fines del siglo pasado era otra cosa. Entonces la afluen­cia de gente era grande; las limosnas llovían; las donaciones eran frecuentes; las fiestas lo eran igualmente. Los frailes eran tenidos en mucho; y en mucho se los hacía tener a las gentes sencillas un cuadro que representaba una mujer joven, cuya cabellera la formaban horripilan­tes serpientes. Este cuadro se llamaba «El despeluco de las Aguas. Una tradición refiere lo siguiente:

Había una bellísima joven, llena de todas las perfec­ciones y gracias que en una criatura humana pueden ha­llarse. Poseía (y era de lo que estaba más ufana) una linda y abundantísima cabellera, que era el pasmo de cuantos la miraban. Un día que se contemplaba al es­pejo, exclamó llena de soberbia: «Ni la Virgen de las Aguas tiene una cabellera tan bella como la mía». Anú­blase súbitamente el cielo; quedan transformados repen­tinamente en asquerosas serpientes los ponderados ca­bellos; exhala la tierra un insufrible vapor de azufre; óyese un espantoso y prolongado trueno y un demonio en hábitos de fraile dominico arrebata por los aires a la soberbia muchacha, dejando con un palmo de narices a más de cuatro galanes que suspiraban por ella. Después, se aclaró el cielo, desapareció el hedor de azufre y todo quedó en calma.

-¿Y no se ha sabido nada más de la muchacha desde que se la llevó el diablo?, preguntó el inglés.

-Nada, absolutamente, contestó con sencillez el sa­cristán.

El inglés le preguntó:

Esta iglesia está unida a un pequeño convento...

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-¿No le parece que en esta tradición que usted nos acaba de narrar hay algunas exageraciones?

-Tal vez hay a alguna, dijo el preguntado, en lo del azufre y en lo de las serpientes; pero en cuanto a lo del fraile hecho el diablo por una bonita muchacha no hay ponderación ni exageración alguna; siendo, como es la cosa más natural del mundo, que aquí se ve con alguna frecuencia en las muchachas del pueblo; y yo he visto algunas cosas... ; pero, mejor es callar.

Sir John Bull apuntó en su cartera: «En Bogotá se ve con frecuencia que muchachas del pueblo,

bonitas, son arrebatadas por frailes hechos el diablo, o viceversa, por diablos vueltos frailes».

Salimos de la iglesia.

El puente viejo de las Aguas, o por mejor decir, sus ruinas, fue lo que primero llamó la atención de John Bull.

-Antes de que usted me haga observación alguna sobre la utilidad de este antiguo puente, le dije, quiero que usted vea el puente nuevo de las Aguas, el cual hará como diez años que se construyó y dista muy pocos pasos de aquí.

Nos pusimos en camino y pronto llegamos, y mi com­pañero se puso a examinarlo detenidamente.

-Observe usted, le dije, que este puente nuevo está edificado exactamente por el mismo sistema del antiguo, pues también carece de piso.

-En todas las partes del mundo; en todas las nacio­nes, desde las más civilizadas hasta las más salvajes, dijo él, los puentes han servido, sirven y servirán para dar paso a los yentes y vinientes.

Luego sacó su cartera y apuntó: «Hay en Bogotá un puente viejo y otro nuevo, llamados ambos de

las Aguas; ambos sirven para atajar el paso a los transeúntes. Estos dos puentes son dos

verdaderos viceversas de cal y canto».

Tomamos luego una estrecha senda que llega hasta la misma orilla del río. En frente de una bocacalle ha­llamos un pequeño puente de madera, lo pasamos y su­bimos una cuesta. Desde lo alto de la bocacalle divisó mi compañero el Molino del Cubo; preguntóme el des­tino de tan deteriorado edificio, y quedó sorprendido al saber que siendo un molino de trigo, se moliera trigo en él.

-Yo aguardaba, me dijo, que en este molino de trigo, se fabricara losa, papel, armas, pólvora, o que se curtie­ran pieles, o se enseñaran idiomas, matemáticas y me­dicina, o que se hiciera moneda; es decir, que sirviera para todo, menos para moler trigo; pues por lo que llevo visto, en esta ciudad no deben tenerse en cuenta los nom­bres de las cosas.

Me preguntó luego el nombre de una calle contigua al molino, la cual comienza por un peligroso barranco.

-Se llama «Cara de perro».

-¿Y por qué tiene ese nombre tan injustificable?

-Porque en esta calle aparecía antiguamente todas las noches un perro sin cabeza.

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John Bull se puso a escribir: «En Bogotá salen por las calles animales con cara pero sin cabeza».

Seguimos nuestro paseo y a breve rato nos hallamos en la plaza de San Francisco.

Lo primero que llamó la atención del isleño fue el arco que comunica el convento de franciscanos con la iglesia de la Tercera. Después de mirarlo un rato, escribió: «Hay en Bogotá un puente de

incontestable utilidad: La gente y el agua pasan por debajo de él».

-Esta iglesia que está a mano derecha, dije al inglés, se llama la Tercera, tiene un pequeño claustro que ha servido para ejercicios espirituales, para exhibir animales raros, y actualmente sirve para fábrica y exposición de muebles. Lástima es que esté cerrada la iglesia, pues vería usted algunas obras de talla de bastante mérito.

«Hay en Bogotá un puente de incontestable utilidad: La gente y el agua pasan por debajo de él».

John Bull escribió:

«En Bogotá hay un convento que sirve para lo religioso, para lo zoológico y para exhibir trastos».

-¿Y esta iglesia que está a mano izquierda, cómo la llaman?, preguntó el inglés.

-La Veracruz, respondí.

-Como estaba abierta resolvimos visitarla. El inglés observó con atención varias de las efigies, que en esta iglesia las hay de reconocido mérito. Llamóle particular­mente la atención la estatua del Señor del Comercio, ymucho más la del judío que se halla arrodillado delante de la bella

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imagen del divino Jesús.

-Este sayón o verdugo, ¿cómo se llama?

-Ignoro completamente su nombre de pila: aquí se llama vulgarmente el judío del Comercio, y el pueblo cree que es el patrón y protector de los comerciantes.

Escribió mi compañero:

«En Bogotá el comercio está protegido por uno de los que dieron muerte al Redentor del mundo».

En seguida nos dirigimos al Humilladero. El compa­ñero me suplicó le contase lo que de esta pequeña iglesia se supiera, y le referí lo que sigue:

Terminada la conquista de esta hermosa y fértil lla­nura, se mandó levantar, por el adelantado Jiménez de Quesada, jefe de los conquistadores, un altar para dar gracias al Todopoderoso, de los venturosos esfuerzos de los españoles. Eligiose este sitio, y el día 6 de agosto de 1538, reunidos todos los jefes y soldados y algunos in­dios ya catequizados, se dijo la primera misa por el re­verendo sacerdote Juan de los Barrios. Algún tiempo después se edificó esta pequeña iglesia, que es, sin disputa, el monumento más antiguo de los que existen en la ciudad.

-Será sin duda dedicada al Salvador, pues veo un gran Cristo en su nicho o camarín.

-Así es, respondí.

-¿Y quiénes son estos otros dos crucificados?

San Dimas el buen ladrón, y Gestas el mal ladrón. La estatua de este último sirve de término o comparación al pueblo, ya sea para la maldad, la fealdad, la firmeza, la energía, la tenacidad, y en fin, para expresar com­parando las prendas o los defectos de determinadas per­sonas, con los defectos o las prendas que varios escritores biográficos atribuyen al señor Gestas, que es el protector de los usureros. Así se dice generalmente, hablando de un hombre malo, malísimo: este

es peor que el mal ladrón. ¿Hay una persona que disfrute de una repu­tación bien sentada, de gustar tomarse las cosas contra la voluntad de su dueño? Este le puede dar lecciones al mal

ladrón. ¿Hay un individuo de completa e indiscutible fealdad? Popularmente se dice: Fulano es más feo que el mal ladrón. «Cara del mal ladrón», es uno de los in­sultos que más popular y frecuentemente se oyen en las muchas riñas a pico que hay en esta ciudad.

Si por gran casualidad alguno de nuestros grandes hombres da alguna prueba de abnegación y de firmeza, sus partidarios dicen a voz en cuello: Zutano es más sos­tenido, más firme y más enérgico

que el mal ladrón. Ytambién dicen los no partidarios del grande hombre: Zutanu es más tenaz y

testarudo que el mal ladrón.

En fin, el mal ladrón es la representación más cons­picua de la verdadera popularidad y una prueba explícita y flagrante de que entre nosotros no suenan bien las pa­labras badulaque ni pasado.

Sir John Bull escribió:

«En Bogotá los ladrones tienen algunos altares y gozan de grande popularidad: raro, rarísimo país. En Inglaterra a los ladrones se les levantan patíbulos y disfrutan del cordel.»

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Continuamos nuestro camino. El inglés se puso a mirar la torre de San Francisco, la que le pareció bastante bien, y después de decirme que estaba bien edificada, entramos a la iglesia. Había en ella preparativos para una fiesta. Varias personas entraban con candelabros, vasos de flores, espejos, cortinas y láminas; otras cla­vaban colchas de varios colores en las columnas y cor­nisas de los altares. Conduje a mi compañero hasta el altar mayor, en donde había más empeño en poner cor­tinas y otros adornos de no buen gusto.

Le hice notar los magníficos bajos relieves que hay a los lados de dicho altar. Le parecieron de gran mérito los pocos que pu­dimos ver, pues la mayor parte estaban completamente ocultos tras las malhadadas cortinas de percal, de seda, de lana, etc., todas ellas de dudosísimo color, con man­chas de cera, de sebo y de que se yo que más. Estos ador­nos tan suciamente intrusos, me dijo el inglés, estarían bien en un templo de la India Oriental, en donde se ven las muestras del culto idólatra elevadas hasta la extra­vagancia; pero en la católica Bogotá, son un contrasen­tido, un viceversa del buen gusto y de la bella sencillez que deben reinar en un lugar consagrado a rendir culto al Ser Supremo.

Aquí se ocultan tras de algunas sucias telas varias obras artísticas que hacen honor al país. Luego apuntó en su cartera: «En Bogotá lo poco que hay de mérito se cubre con los harapos

del mal gusto». Largo rato estuvimos viendo lo más notable de esta iglesia, que es de las pocas en que hay algún aseo. Salimos y toma­mos por la calle de los «Carneros», nombre que hizo sonreir a mi compañero y que (según dijo) le parecía de mal agüero para los casados que vivieran en tal calle.

Antes de tomar esta calle estuvimos contemplando el puente de San Francisco; puente, que según le pareció a john Bull, es digno de mejor río.

-Este puente, le dije, es uno de los pocos que hay en esta ciudad que haya sido acabado por mano de los hombres. Pero esto que le digo se lo explicaré después, y sigamos nuestro camino.

Llegamos al puente que está algunos pasos más abajo que el anterior. Este puente carece de bardas o barandas (me dijo el compañero), y en una noche oscura, cualquier transeúnte puede dar una caída en que su humanidad no quede muy bien parada.

-¿Por qué no se ha concluído?

-Esta cuestión, contesté, la resolveré a su tiempo.

Había en la ancha calle algunas montañas de tierra; algunas maderas interrumpían el paso por un lado, gran­des depósitos de barro le interrumpían del otro; monto­nes de tejas y de ladrillos cocidos al sol oponían al libre tránsito, si no un obstáculo insuperable, sí un estorbo que no dejaba de causar algunas detenciones. Y si a esto se agregan los no pocos carros que continuamente suben y bajan se comprenderá por qué el paso por esta calle es tan incómodo.

Más abajo hallamos una grande zanja o foso que hacía casi intransitable el paso. Estaban componiendo una ca­ñería que iba a la casa de un particular. Sir John Bull me preguntó si no había alguna ley que pusiera remedio a tales abusos, y no quedó poco sorprendido cuando le contesté: aquí en esta tierra todo individuo es libre para hacer lo que le de la gana, aun cuando sea estorbar el libre tránsito de todos los demás individuos, así es que la mucha libertad está en pugna con la libertad verda­dera.

John Bull escribió: «En Bogotá la libertad individual se opone a la libertad colectiva.»

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Llegamos a la plazuela de Capuchinos, que le pareció al inglés algo alegre. Preguntóme el nombre de la igle­sia y el destino del edificio adyacente.

-Este edificio que vemos es un antiguo convento de frailes capuchinos. Ahora sirve de colegio de niñas.

-La iglesia es bonita, y veo que en el cambio del destino del convento gana algo la civilización.

-Tal vez, le dije, hallaremos pocos que, como este, no hayan perdido en el cambio.

Pasamos luego a la plaza de San Victorino, en donde mi compañero estuvo examinando detenidamente la gran pila o pilón que provee de agua a todo el barrio.

-Esta obra fue costeada por el canónigo Andrade; quien tuvo que hacer grandes desembolsos, pues hizo traer el agua desde el río llamado «del Arzobispo», que dista dos millas de aquí.

-Seguramente, dijo el inglés, sería para hacer ver que los canónigos pueden ser útiles cuando se proponen serlo.

Llamóle mucho la atención el edificio conocido con el nombre de «La Filarmónica».

-Aquello, me dijo, parece un palacio.

-Sí señor, es un proyecto de palacio consagrado a una de las bellas artes: a la música. Se ha quedado sin te­chumbre porque se ha tenido en cuenta que un edificio dedicado a la armonía debe ser lo más fácilmente abierto, para que el mayor número posible de personas goce de sus encantos. No sucedería esto si, siguiendo una mise­rable rutina, se le hubiera puesto un techo que, por ele­gante que fuera, no llenaría aquel objeto.

-Bastante silencio y calma hay en este santuario de la armonía, me dijo él; pero fue interrumpido por un prolongado rebuzno que partiendo de los pulmones de un individuo de la familia de los paquidermos (que habitaba en el edificio), vino a herir nuestros oídos con las escalas cromáticas de más difícil ejecución. De esta clase de música y no de otra se disfrutará en este encantado palacio, por muchos años. El inglés escribió: «Hay en Bogotá un edificio filar­mónico que tiene por cubierta un verdadero

cielo»

Llevé a John Bull a que conociera el puente que existe a pocas varas de La Filarmónica.

-Este puente poca comodidad presenta a las perso­nas que por él pasan. ¿Por qué es que en esta ciudad se principian tantas cosas y ninguna se concluye?

-Aquí, respondí, las obras de utilidad y de ornato se comienzan con calor, luego viene el desaliento, y des­pués se quedan las cosas al cuidado del tiempo.

El inglés aputó: «En Bogotá las obras útiles y las de ornato se principian por la mano del hombre, y

el tiempo las concluye»; y luego preguntó:

-¿No hay en esta ciudad alguna corporación que cuide, que disponga que las mejoras materiales que se inicien sean una realidad?

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-Hay, le contesté, una corporación que se llama Mu­nicipalidad, y que tiempo atrás se llamó cabildo: esta corporación tiene por objeto velar por las mejoras ma­teriales de la ciudad; pero sus miembros no han enten­dido bien el objeto de su misión. Siempre ponen trabas a los proyectos de adelanto que forman algunos particu­lares que desean variar las cosas de una manera ventajosa en lo tocante a comodidad, aseo, buen gusto, etc.; pero se quedan siempre en proyecto.

Tales son los obstáculos. Si usted por ejemplo, quiere mejorar el cauce de los pe­queños ríos que riegan la ciudad, si quiere poner mura­llas que defiendan a los habitantes de las corrientes que en la estación de las lluvias causan graves daños, verá usted cuantas molestias le proporciona su buen deseo. Parece que tal corporación hubiera puesto en su pro­grama las palabras abandono, descuido, inercia, así como las palabras libertad, igualdad y fraternidad han figurado en algunos lambertines de escudos de armas.

Usted se admirará: hay un desaliento general, una pe­reza, una inercia tal en esta población, que si alguna au­toridad celosa de sus deberes emprende la obra más sen­cilla para que la ciudad esté aseada, para que se haga algo bueno, la oposición sistemática más terca y obstinada, no deja que el tal funcionario cumpla con sus obligaciones. Un individuo de buen gusto quiere hacer algo, pero no hay quien le ayude; y hoy que se puede mejorar mucho la ciudad, sus esfuerzos son casi siempre estériles por falta de cooperación, aún de los mismos individuos que más ventajas podrían sacar si hicieran un pequeño esfuerzo y sacudieran su mucha pereza.

-¿No hay en este barrio, como en el que dejamos, algún establecimiento fabril?

-Si que lo hay, dije, es una gran fábrica que podemos ver ahora mismo.

Nos dirigimos por la carrera de Boyacá, camino que ya habíamos andado, pasamos la calle de Capuchinos y nos detuvimos frente a una casa de regular apariencia.

-Aquí tiene usted, le dije, una fábrica de cristal; en este establecimiento puede usted proveerse de lo que ne­cesite de este ramo de industria.

Un minuto después varios peones sacaban de la fábrica unas mesas, unas camas, asientos, cómodas y varios ob­jetos de ebanistería.

Mi compañero apuntó en la cartera: «En Bogotá hay una fábrica de cristal sin igual en Europa; se

fabrican en ella muebles de madera de todas clases».

Sir John Bull se sintió cansado (como lo estarán mis lectores), me pidió tuviera la bondad de darle las señas de mi casa; se las di y quedamos en que al día siguiente iría a visitarme, agregando que, si yo lo tenía a bien, continuaríamos nuestras excursiones.

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LA RETRETA Por José María Angel Gaitán

...Luego que refrescaron, que fue ya bastante tarde, Santiago empezó a mostrarse impaciente por

ir a tomar puesto en la retreta, imaginándose que el concurso sería muy numeroso y que los

puestos eran más o menos preferibles; pues habiendo otras veces oído hablar de las retretas de

Bogotá, había llegado a formarse de ellas una idea que se las representaba como algo de cierta

importancia.

Antes de irse quería hacer embolar sus botas, afeitarse, peinarse y hasta salir en cuerpo; pero

como venía de un clima menos frío que el de Bogotá, le hizo presente don Juan que no le sería

fácil soportar así por primera vez una atmósfera tan helada como la de aquella noche.

A esta razón añadió la instancia de que saliesen ambos más bien de ruana, cuyo traje, le dijo de un

modo enfático, suele ser muy socorrido en las retretas, y aunque Santiago se desesperaba por

quitarse la ruana, sabiendo que éste era en Bogotá el vestido de la clase ordinaria, por lo que

deseaba vivamente ponerse cuanto antes a lo cortesano, cedió al imperio de esta reflexión, no

obstante haber preparado ya el escaso atavío que había traído para su decencia y que debía

integrarse con lo que don Juan tenía que suministrarle, a cuyo efecto le había hecho ya las

indicaciones convenientes acerca de todo lo que le faltaba.

Al fin salieron vestidos de ruana, dejando a los sirvientes acomodar sus modestas camas en

diferentes rincones que por entonces tomaron el título de lechos, sólo porque allí debía descansar

y dormir un cuerpo humano, bien que con tanta tranquilidad, que bajo este aspecto no podía

censurarse aquella denominación.

Los dos amigos se encaminaron para la esquina en donde se acostumbra tocar la retreta. Aún era

temprano para eso; pero el concurso que poblaba ya el altozano de la catedral, por el cual tenían

que pasar, reanimó en Santiago la curiosidad y el deseo que de escoger puestos se había

apoderado de él, como un capricho infantil. Por este motivo no quiso detenerse en el altozano,

prefiriendo acercarse lo más pronto posible a la esquina de la retreta, y aguardar allí las ocho de la

noche para oir comenzar la función. Fue lástima, sin embargo, que no hubiera querido pasearse un

rato en aquel altozano, sitio de tantos misterios, donde bien pronto había de pronunciarse su

nombre.

Pocos momentos después de haberse parado en la esquina, se vio aparecer a lo lejos un gran

farol, que asegurado en la extremidad de un palo, iluminaba con sus reflejos una

enorme tambora cargada sobre las espaldas de uno de los músicos que venía al lado del que traía

el enastado farolón; un luciente chinesco venía también al hombro de otro músico, y su continuo

campaneo hizo palpitar el corazón de Santiago, que empezaba a considerar aquel aparato como el

anuncio de una solemnidad no menos agradable que nueva y sorprendente a sus oídos.

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Apoyándose entonces contra la pared, como quien se cansa de estar parado, manifestó a don

Juan la extrañeza con que veía un farol tan luminoso en una noche en que la luna, que no se había

ocultado todavía, dispensaba bien de la molestia de cargarlo. Don Juan persuadía a Santiago de la

utilidad de llevar luz en las noches en que la luna, apenas empezando, debía ocultarse muy

temprano, cuando se vio venir otro farol poco menos grande que el primero, que a la sazón ya

reposaba fijo en la esquina, sostenido por el asta en las manos del que exclusivamente estaba

destinado a su manejo; una nueva tambora y un nuevo chinesco vinieron, con otros varios

instrumentos, a ocupar sus respectivos lugares en el sitio consagrado a la función, o más bien, al

que la función se consagraba.

Sonó por último la campanada de las ocho, y una caterva de gente de todas clases se aglomeró

sobre el mismo sitio, entre el áspero y destemplado toque de clarines, pífanos y tambores, que

parecían empeñados en imitar a su modo el funesto bullicio de las campanas; por lo menos así se

lo hizo notar don Juan a su compañero, para hacerle creer que tal estrépito, además de ser

esencial de aquel toque militar, no era de tan pésimo gusto, y que la función principiaba con una

especie de golpe teatral.

En seguida se ejecutó por los clarinetes y demás instrumentos una pieza cuyas armonías no

pudieron ser atendidas por nuestros dos espectadores, a causa de que desde el principio de su

ejecución se propuso un hombre que tenían al lado acompañarla, silbando del modo más fastidioso

que puede hacerlo un chambón de esta música vulgar.

Pero ni silbada la composición pudieron hacerse cargo de ella, porque en una taberna que

quedaba al lado de arriba, a dos o tres pasos de distancia, cantaba uno a plena voz,

acompañándose con un tiple aún más destemplado que sus gritos, los que, no es menester

hacerlo notar, carecían en su tono y en sus combinaciones de armonía con los instrumentos de la

retreta. En la tienda que estaba del otro lado sostenía la tabernera una reyerta estrepitosa con dos

soldados de la guardia que acababan, según decía ella, de romper no se que cosa, y habían hecho

derramar un líquido que, bañando gran parte de la calle, perfumaba con su olor fuerte y

desagradable toda la extensión en que él aire impregnado de esas moléculas fermentadas, vibraba

con las modulaciones agradables de uno de los grandes maestros de la escuela moderna.

-En verdad, decía Santiago, que esta es positivamente la escena del sonido.

-Y también la del olfato, añadió don Juan.

-Y hasta la del tacto diría yo, continuó Santiago, que observaba a la sazón a una muchacha que

estaba cerca tomándole la mano a hurtadillas a un mozalbete de capote de calamaco, mientras la

madre de aquélla procuraba arrimarse a la pared para dejar libre el paso a una familia que subía

por la calle maldiciendo del concurso que no la dejaba andar, y a la cual alumbraba un farol que,

iluminando de paso notablemente a los circunstantes, los puso en la curiosa actitud de tratar de

conocerse recíprocamente, viéndose las caras en el momento en que pasaba la luz; mas como

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varios parecía que andaban de incógnitos, eludieron aquella impertinente investigación, los

hombres embozándose hasta los ojos, y las mujeres volviendo con disimulo las espaldas.

-¡Lucida reunión, don Juan! dijo Santiago luego que pasó el farol; mas, ¿por qué les disgustará

tanto la luz?

-Es porque la luz siempre molesta a los ojos muy delicados, respondió don Juan.

-Esas personas de los ojos tan delicados, continuó Santiago, tendrán también el oído muy fino, ¿no

es verdad?

-Sí señor, y por eso les gusta la música y frecuentan as retretas.

-Con razón, si pueden oirlas sin la molestia de atenderlas; pues yo los veo a todos conversando

unos con otros, como si de lo que menos se ocupasen fuese de oir la música; y esto es que aquí

se toca a las mil maravillas.

-No sólo eso, Santiago; pues a todos agrada también mucho esta mezcla tan vistosa de clases y

de sexos, tan fraternalmente unidos en medio de una calle tan angosta y de un modo tan

compacto.

- Sí señor; los ojos políticos de que hablábamos esta tarde contemplaran las retretas como una

especie de rato democrático; mientras los ojos morales demostrarán con ellas que la música

suaviza las costumbres.

-Por eso le decía yo, repuso don Juan, que siempre concurro a las retretas, porque son una

costumbre muy suave.

-A lo menos, dijo Santiago con desdén, pueden considerarse como un momento de distracción.

-Sin duda; y si no, vea usted que distraída parece aquella señorita con el joven que está a su lado.

-¿Cuál señorita?, pues deseo mucho ver una señorita.

-Aquella que con la roja brasa de su largo tabaco, se alcanza a divisar desde aquí.

-¿Es una señorita esa que tanto fuma?

-Sí señor; es una señorita, por lo menos de retreta.

-¡Vaya! repuso Santiago con desprecio y acercándose a una muchacha que se había reído

maliciosamente de las últimas palabras de don Juan, se anuncia la tal señorita con una linda

gracia.

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-Sí señor; aquí hay señoritas que han añadido a una de las tres gracias, la gracia de echar humo,

continuó don Juan acercándose a Santiago, que se le había alejado un poco.

-No lo creerá usted, pero...

Aquí tuvo que interrumpirse Santiago, quien a su vez fue abandonado por don Juan, que corría a

arrimarse a la pared, para dejar libre el paso a la banda de músicos que en medio de un piquete

bien armado, atropellaba sin reparo por entre la gente, que con menos reparo todavía, se

precipitaba contra las paredes a uno y otro lado, abriendo dócilmente el camino que se necesitaba

y que luego volvió a cerrarse.

-¡Pues hemos tenido un momento peligroso!, dijo Santiago sacudiendo de la ruana el polvo que le

había quitado a la pared. Ya se ve; no dejamos aquí para los que tienen que subir o bajar más

espacio del que ocupa el caño, y lo peor es que los desagradecidos se han propuesto no usar de

él.

-Vea usted unas señoritas, dijo entonces don Juan, que deseaba hacía rato satisfacer la curiosidad

de Santiago y no había podido, pues aunque con frecuencia van algunas señoras a retreta, esa

noche no había ido ninguna; las que don Juan señalaba eran extrañas a la función, y por la

decencia con que estaban, se conocía que no habiendo podido continuar su camino para alguna

visita, por estorbárselo la gente que esperaba la continuación de la retreta en otra música, se

detuvieron a alguna distancia.

-Hacen muy bien de no acercarse mucho, dijo Santiago, que la cosa no es para alquilar balcones,

si usted me permite hablar con franqueza, señor don Juan.

-¡Qué! ¿Se queja usted de la retreta?, repuso éste: a mí me parece que aquí se ha ejecutado

cuanto puede exigir la música, por decirlo así, de arte mayor. Vea usted aquel de la capa corta

detrás de una de las señoras de gorras y chales, que son una de las familias más ricas de Bogotá;

cualquiera diría por su actitud que representa una ansiosa aspiración; y mientras tanto, ha de saber

usted que una de las otras señoritas, está haciendo apoyaturas en una nota cuatro tonos más baja,

por lo menos. Mire usted este corrillo del frente: lo componen una madre y una hija muy pobres, y

un comerciante muy rico; si usted lo oyera de cerca, se formaría la idea de una bien difícil, pero

deliciosa armonía, en que el comerciante entonando la canzoneta, apenas atiende al non troppo

presto de la joven y al soprano del sí mordente de la señora. Vea usted este que viene tan

embozado a pasar por aquí, después de haber pasado cien veces; es el metrónomo de la función.

En esta explicación estaban cuando Santiago, despojado de su puesto, iba a colocarse en medio

de la calle; pero al hacerlo sufrió un fuerte empellón, de uno que por venir con la barba sobre el

hombro, tratando de mirar a las mujeres que estaban a su izquierda, no veía en consecuencia por

donde iba.

-No me parece de muy buen gusto su retreta, dijo Santiago con un poco de mal humor, y

componiéndose el sombrero que había perdido su lugar con motivo del encuentro.

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-Con todo, contestó don Juan, esto es bastante fílarmónico no sólo en la parte instrumental, sino

también en la animada.

A este tiempo marchó la música para la plaza; y ese era el momento en que debía desempeñar

Santiago también su nota musical, entre el nuevo atropellamiento que causaba siempre la banda

de músicos al abrirse paso. Le tocó, pues, como al más inexperto, verificar una especie

de estaccato en medio del caño; y habría dado en tierra si no hubiese escapado haciendo

veloces acciaturas sobre el hombro de una muchacha que venía por la orilla del caño junto a él, y

acompañada de una mujer que representaba alguna edad.

Esta, bien por aprovechar la ocasión que creía ofrecerse, bien porque le gustase el talle de

Santiago, bien por ambos motivos, o bien últimamente por razones sobre las cuales podrán

hacerse después conjeturas mejor fundadas, le tomó como por casualidad la mano haciéndole una

seña y diciendo algunas chanzas alusivas al peligro de que acababa de librarlo su pupila. Esto

bastó para que Santiago empezase a sentir su natural susceptibilidad, y a considerar como

agradable la retreta.

Ya los músicos iban adelante, y la gente, extendiéndose por la calle, los seguía. Al lado de

Santiago iba su defensora, a quien parecía abandonar la mujer que la acompañaba y que tan

afectuosa con él se había mostrado. Este se inclinaba de cuando en cuando por ver a aquella la

cara, que su imaginación le iba iluminando con los rasgos más interesantes de la belleza; pero en

sus tentativas sólo lograba ver parte de las cejas, cuando ella salía de la sombra que hacían los

tejados y recibía la débil luz de la luna, que ya estaba ocultándose.

Sin embargo, el airoso y casi elegante continente de esta joven, sus movimientos graciosos, pero

más que todo, cierta timidez, susto y vergüenza que se dejaban traslucir a pesar de ella misma,

inflamaron de tal suerte la sangre de Santiago, que ya no fue dueño de evitar el seguir, aunque a

ciegas, aquel cortejo. Para ello empezó por perderse de su compañero, quien de repente,

hallándose solo, comenzó a buscarlo en vano por entre el tumulto, pensando que por alguna

casualidad se habría extraviado.

Primero se paró; luego volvió a mirar atrás, a un lado y otro, estirando el cuello para buscar por

encima de las cabezas, la de su amigo. Todo fue inútil: Santiago no parecía y don Juan se

inquietaba en extremo previendo el peligro que aquel corría de perderse por las calles de la ciudad

y tener por consecuencia que pasar la noche sin dar con su habitación.

Hacía ya rato que la música iba por la plaza, en cuyos ángulos se extendían las bulliciosas

cadencias de una contradanza, acompasada por los solemnes dobles de las ocho. Don Juan

continuaba buscando afanoso a su amigo, ya entre la gente que rodeaba a los músicos, ya entre la

que se había colocado en el altozano. Ultimamente la retreta se acabó, toda la gente se fue

retirando y don Juan no sabía donde pudiera encontrar a Santiago.

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LITERATURA FOSIL Por José María Samper

No ha muchos días que me sucedió. Había llegado el paquete (o la mala, como dicen los que

saben lenguas), y yo había registrado montones de periódicos franceses y españoles; operación

que, sea dicho de paso, había rebajado notablemente no sé cuantos empleados de correos,

gracias a sus buenas mañas.

Fastidiado con la lectura de tantas insulseces que prodiga la prensa francesa, con una especie de

fiebre nerviosa que se parece a la de un hombre extenuado por la perversión o el abuso de sus

fuerzas mal empleadas, reflexionaba yo sobre las causas que influyen en la degeneración o

perversión de las letras, o que detienen su desenvolvimiento.

Y me decía con tristeza: ¿En qué consiste que, poco más o menos, se ve tan pervertido el

periodismo en América, donde la prensa es generalmente libre, como en Francia y España, donde

está sujeta a previa censura o estrecha represión? ¿Por qué, si la emisión del pensamiento es libre

en casi toda la América española, su literatura periódica o militante no adelante como debiera y se

agita con dificultad bajo el yugo de mil vulgaridades tradicionales? ¿Por qué, siendo la América un

mundo enteramente nuevo, y debiendo la literatura ser la expresión del movimiento social, y

del medio en que este se produce, la nuestra es tan poco original, tan esclava de imitaciones, citas

pedantescas, formas prestadas y lugares comunes?

No he podido responder a estas preguntas, sino diciéndome también: Es que en América no

tenemos sino una vitalidad intelectual ficticia que obra en el vacío, sin rumbo conocido y sin

perfeccionarse, porque no procede de una vitalidad social claramente determinada. Es que vivimos

en un aislamiento moral, acaso más notable que nuestro aislamiento físico; que vegetamos por

incomunicación. Es que nuestra literatura, arrastrada en su curso por la fuerza dominante de la

pasión política o personal, carece de fuerza propia y no ha sabido ni podido crearse una existencia

libre y autónoma ni formas peculiares.

Es que en Hispano-América no hay todavía pueblos, sino apenas poblaciones; y las poblaciones

no leen ni meditan, sino que duermen o vegetan: sólo los pueblos alimentan las letras. Por eso,

careciendo de una índole bien determinada de horizonte, de opinión pública que critique, de.

estímulos y casi hasta de objeto, la literatura se mantiene generalmente con plagios y

vulgaridades, imitaciones serviles y tradiciones. Con tradiciones,¡quién lo creyera!, ¡en un suelo

donde todo es nuevo en la naturaleza, y todo debe ser renovación y progreso en la sociedad!

Estas reflexiones me trajeron el recuerdo de un amigote hispanoamericano, que no ha mucho

tiempo me perseguía con su «cariño sincero» en cierta capital de Suramérica, «de cuyo nombre no

quiero acordarme». Os haré brevemente su biografía, no tanto por el mérito de la persona, cuanto

por el tipo literario que en ella se manifestaba.

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Modesto Pichón (así se llamaba o era llamado mi digno conciudadano del Nuevo Mundo) rayaba

ya en los treinta; pero tenía más pretensiones que días de vida, y más aire en la cabeza que

sangre en las venas. Su frente parecía marcada con el sello del delito; y en efecto, había

perpetrado tantos del género literario, que ninguna penitenciaría hubiera sido suficiente (dado caso

que estuviese reconocida la inviolabilidad de la vida inhumana del dislate) para hacerle purgar sus

culpas y pecados. Si Modesto se hubiese visto procesado, al interrogarle el juez por su profesión,

se habría encontrado en el mayor embarazo para responder con precisión; a no ser que algún

caritativo le hubiera soplado desde la barra; «Cazador de la fortuna»; o bien, para ser más

explícito: «Trapero en literatura».

Modesto, como un hongo silvestre, había resultado publicista, literato y político, de la noche a la

mañana. Verdad es que el nombre de im-político hubiera podido venirle de molde, por más de un

motivo; pero él se creía político, por el solo hecho de meterse en los berengenales de la política, y

esto bastaba. Se había zampado de rondón en el mundo de la ciencia y las letras, sin la menor

ceremonia, diciendo para sí con toda la filosofía de la presunción: «puesto que no tengo título

alguno para que otro me introduzca, yo mismo me presento».

Y no le faltaba razón para tal desembarazo, puesto que poseía excelentes cualidades para figurar

en su tierra como periodista, literato, orador parlamentario, etc. Desde luego, ignoraba

profundamente la lengua castellana, ventaja que le hacía irresponsable de no conocer la francesa,

la inglesa ni otra alguna. Se hallaba a paz y salvo con la geografía, la historia, la lógica, la

gramática general, la física, la economía política, la ciencia de la legislación, la estadística, la

ciencia constitucional, el derecho de gentes, y otras trivialidades semejantes. Pero había leído

muchas novelas traducidas y no pocas comedias españolas, y tenía una memoria prodigiosa,

amén de un desparpajo sin igual exornado con una alta idea de sí mismo.

Tenía una habilidad intutitiva maravillosa para descubrir los hombres predestinados a la buena

fortuna, como al martirio o al fiasco; y con una perseverancia incontrastable se aplicaba a ensalzar

a los primeros y escarnecer a los segundos. Esto no quiere decir que Modesto fuese un hombre

malévolo, apasionado ni adulador. Pero Modesto hizo carrera. El hongo se hizo árbol, contra todo

principio de historia natural.

¡Dichoso hijo de una madre feliz! En breve, Modesto no tuvo fuerzas para soportar el peso de su

propia grandeza.

Le llovieron los empleos civiles y militares (¡y por poco no llegó a los eclesiásticos!) como toda

clase de favores y aplausos. Si hubiera querido, le hubieran hecho canónigo, aun sin pasar por el

diaconado. La fama le coronó hasta la nuca, sirviéndose, en obsequio de él, de un clarinete

mandado hacer ad hoc. Las mejores relaciones aristocráticas rodearon de grandeza al modesto y

humilde Pichón. El pichón se había convertido en cóndor o avestruz. Quedó establecido que su

talento era asombroso: al menos él fue de este parecer.

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Y fue personaje de primer orden, consejero íntimo de gobernantes, periodista en primera fila en los

sillones de orquesta, orador parlamentario muy ruidoso, y casi hombre necesario. Mimado por la

fortuna como un sobrino de prior, rubio y bizarrote como un oficial de granaderos, no hubo lista de

candidaturas populares (¿ qué candidatura no lo es?) en que su nombre no apareciese

como notabilidad de efecto (estilo francés); no hubo álbum (u ómnibus, como decía por lapsus

linguae cierto funámbulo, aludiendo al libro de oro de su consorte) que no le fuera enviado con

envidiosa solicitud. Por eso sus amigos le decían: «¡Ah, Modesto!, ¡muchos percances se te

esperan en el otro mundo, si eres tan dichoso en éste!»

-¡Pero qué diablos!, decían los envidiosos: este Pichón debe de tener algún talismán, algún secreto

para medrar en este mundo donde tantos que valen pelechan trabajosamente! Y se pusieron a

indagar el secreto de Pichón, como quien busca una rica mina. Pero nadie daba con él, porque

aquel hijo de la fortuna sabía esconder su laboratorio.

Un día, en una de esas horas de mal consejo y debilidad en que los hombres se pierden, se le

antojó a Modesto invitarme a una lectura sustanciosa. Había escrito un poema de sensación en

veinte páginas, y no contento con haberlo perpetrado, sin cómplices y a deshoras de la noche, en

su escritorio, estaba impaciente por espetármelo, no para que yo fuese su fiel encubridor, sino a fin

de que, convertido en vil delator, corriese a contárselo a todo prójimo; preparando así en el mundo

literario el coro de las trompetas del renombre. Tuve la abnegación de aceptar la invitación.

Pocos días después, Modesto me aguardaba en su gabinete, armado hasta los dientes de

instrumentos fulminantes y mortales, o sea rodeado de todo un arsenal de necrologías y sonetos,

romances y fragmentos de dramas en veinte cuadros, sin perjuicio de los prólogos de ordenanza.

Cuando llegué a su lado, le hallé sentado cerca de su escritorio, provisto de la bata sacramental de

los hombres de gabinete y del gorro frigio que las musas suelen poner en la frente de los hombres

inspirados; y noté que meditaba con la majestad de un pensador que tiene la conciencia de su

mérito y reputación.

Pero el consabido poema no estaba visible, porque algunas familias encumbradas y varios

personajes de grueso calibre se disputaban los borradores, queriendo beber la luz y la armonía

«en sus fuentes autógrafas».

Yo tenía la firme resolución de «forzar en sus trincheras» a Modesto, a fin de conocer el secreto de

sus fortunas. (¡Envidioso!) Eché, pues, ante todo una ojeada sobre el ámbito del gabinete o taller

de Pichón: ¡ausencia total de biblioteca! Así, evidentemente, Modesto era, en su calidad de

pensador y escritor, un hombre original.

Pero en compensación de la falta de libros, la mesa del grande hombre estaba colmada de

manuscritos y periódicos, hacinados en desorden, como conviene a la dignidad de un literato. ¡Qué

confusión aquella!, ¡qué olla podrida en prosa y en verso, y en algo que no era ni lo uno ni lo otro!,.

¡qué California de ideas fugitivas!

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Había necrologías por docenas; felicitaciones motivadas por matrimonios y bautismos; artículos de

carácter político; versos para el álbum de Juana y Antonia, de Clotilde y Mercedes; esbozos de

poemas titánicos; extractos de novelas para tentativas de dramas; apuntamientos discursos

mortuorios (o mortíferos) y parlamentarios local y de personalidades; prólogos propios para obras

ajenas; laudatorias de actos gubernativos; listas de candidaturas, con comentarios hiperbólicos en

pro o en contra, según el color político de cada camaleón; informes sobre proyectos ministeriales, a

sus autores; noticias (siempre ensalzando sobre las funciones de teatro, bailes, conciertos y

banquetes a que Modesto había tenido el honor de ser invitado.

Aquello era, pues, toda una lista civil, todo un censo de población, una estadística en prosa y

verso. Verdad es que, en materia de estadística útil, la mesa de Modesto no contenía una jota de

administración pública, historia, economía política, geografía u otros ramos de la ciencia social.

Pero eso no obstaba para que Pichón fuera un sabio de la nuca a los tobillos, y un hombre muy

importante.

Tuve la tentación de leer algunas muestras del ingenio de Pichón.

Lo primero de que eché mano fue una necrología, entre veinticinco o treinta, que parecían piezas

de un protocolo de notaría, según era completa su uniformidad. No había que hacer sino cambiar

los nombres y trocar los adjetivos en masculinos o femeninos, según el caso, y todo quedaba en

regla, lo mismo para Juan Pérez que para María Torres. Leí la necrología y decía:

«La parca destructora cortó con su tijera despiadada el hilo de los días de doña Petrona

Cienfuegos. El 15 de los corrientes voló su alma pura al seno del Altísimo, dejando en la orfandad

y la tristeza a su inconsolable cuanto numerosa y virtuosa familia. Amante hija, tierna madre, fiel

esposa, inmejorable amiga, doña Petrona deja un inmenso vacío entre todos los que tuvimos la

fortuna de admirar sus virtudes ejemplares, etc.

-¡Vamos, Modesto!, exclamé al terminar la lectura; dime la verdad: ¿Conociste a esa ilustre señora

doña Petrona?

-Pues... personalmente no; pero...

-Entonces no has tenido la conciencia de su necrología.

-¡Oh,eso sí! Una señora tan conocida -¿Y sabes si ella mereció los elogios que le haces después

de muerta?

-¡Pues cómo no! La opinión pública... Además, uno de los deudos es mi amigo, y ...

-Comprendo: eso basta. Respeto tus benévolas intenciones.

Eché mano a un artículo de «Crónica local», fresco todavía, que contenía los siguientes párrafos:

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I.-«El 10 del corriente recibieron la dulce coyunda matrimonial el estimable señor H. H.

y la simpática señorita Z. Z. Reciba nuestros cordiales parabienes la interesante pareja, que

merece mil felicidades por la perfecta armonía de los afortunados cónyuges, que nacieron el uno

para el otro».

Y Dios sabe qué dramas de codicia, desesperación y vergüenza han determinado la unión de la

«¡interesante pareja!»

II.-«Insertamos con gusto la siguiente lista de candidatos para... (no importa el nombre de la

ganga). Inteligencia, ilustración, desinterés, acrisolado patriotismo (etc.), son las cualidades que

adornan en alto grado a estos candidatos, y les aseguran la popularidad debida al mérito y un

espléndido triunfo».

¡Y cuántas intrigas vergonzosas no habrá de por medio! ¡Cuántas bajezas no habrán cometido

muchos de esos candidatos, para luego incurrir en otros tantos prevaricatos!

III.-«Hemos tenido la más profunda satisfacción de asistir al espléndido banquete dado ayer por el

señor N. N. en honor de... (tal personaje o aniversario), banquete seguido de un brillante concierto.

La función superó toda esperanza, pues estuvo en todo tanto a la altura del objeto

como del distinguidísimo anfitrión».

¡Pobre anfitrión!, cuánto te habrán mordido tus convidados y censurado los no invitados!

IV.-Hemos leído con la mayor satisfacción el reciente decreto del poder ejecutivo sobre ...

(cualquier embrollo), y no podemos menos que asociarnos con nuestros aplausos entusiastas al

feliz pensamiento del hábil magistrado. Previsión absoluta, método, claridad, acierto y equidad,

son lar cualidades características de aquel acto, que promete optimos frutos».

¡Y el tal decreto causó el descrédito del Estado, o arruinó una renta nacional, o provocó una

insurrección!

V.-«Acaba de llegar a nuestra capital, el honorable señor ministro K (o el eminente sabio señor B; o

el brillante artista señor R; o el muy reverendo y piadoso misionero señor X, etc.). Sabemos que

tiene las más benévolas disposiciones respecto de nuestro país. Deseamos que su residencia en

esta capital le sea grata y se prolongue, y le ofrecemos cordialmente nuestras simpatas»..

Y el tal ministro tal vez cubrió de humillaciones al país; el misionero sembró en él acaso la cizaña;

el sabio (si lo era), fue quizás perseguido por la envidia, o si era un zote tunante, se llevó médio

museo; y el artista se marchó aprisa por no morirse de hambre, o era algún caballero de industria,

algún corsario armado de clarinete o violoncello.

Cuando terminé la lectura de los cinco acápites laudatorios, miré fijamente al buen Pichón y le dije:

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-¡Diantre!, ¡tú no tienes relaciones sino con arcángeles! ¿Tu «Crónica» mantiene este estilo en

estado crónico?

-¡Qué quieres, Juancho mío!, la vida es una gran lotería (me respondió Modesto), y es

bueno ingeniarse para conseguir los mejores lotes.

-Pero al menos, le repliqué, ya que ves las cosas así, podrías variar un poco las formas y el estilo...

-¿Para qué? Si con muy ligeras variantes de una misma sinfonía se alcanza el objeto ¿a qué fin

devanarse los sesos con innovaciones arriesgadas? Todo está dicho en este mundo, aun desde

antes de Aristóteles, y el hombre es a todas horas una repetición de sí mismo.

Muy poco seducido por la filosofía de Pichón, púseme a leer en silencio un artículo político que él

parecía destinar a producir gran sensación. Era un editorial lleno de previsión y ciencia, nervio y

originalidad, relativo a un suceso que debía realizarse una semana después. Modesto había escrito

para su periódico este elocuente fárrago:

«Hoy ha tomado posesión de la Presidencia de la República el excelentísimo señor don... (creo

que era un general), en medio del entusiasmo de las Cámaras y de toda la capital. Una nueva

aurora alumbra nuestro horizonte político; una nueva era comienza en los fastos de nuestra

historia. De hoy más, la hidra de la discordia no levantará su cabeza. El timón del Estado estará en

manos de un hábil piloto, que no dejará zozobrar lanave de la República, azotada por contrarios

vientos; él sabrá conducirla por en medio de los escollos al puerto de salvación. La náción se

levantará de ese lecho de Procusto en que la ha tenido la ciega ambición de lospartidos enemigos

del orden (o de la libertad, según el caso). Nuestra administración no será, como hasta ahora,

una torre de Babel.

El nuevo Presidente ofrece a todos el ósculo y la oliva de la paz. La anarquía no devorará más las

entrañas de la patria, cual otro buitre de Prometeo, porque los protervos sabrán que la ley

inexorable estará suspendida sobre sus cabezas como la espada de Damocles. Durante cuarenta

años hemos vivido haciendo y deshaciendo leyes, sin provecho alguno, de manera que nuestra

obra política sólo ha sido una tela de Penélope. Hoy nuestro primer magistrado, fuerte por su

popularidad como por sus títulos legales, nos promete una paz octaviana; y es de esperarse que,

bajo su influencia, no sólo cicatrizarán las heridas de la patria, sino que el Congreso no será como

en tiempos anteriores, un campo de Agramante.

Nosotros sostendremos el poder que se inaugura con la conciencia, lealtad e independencia de los

hombres de bien, resueltos a hacer todo sacrificio que pueda evitar que la tea de la

discordia produzca un nuevo incendio y que la anarquía nos devore. Por tanto, combatiremos

los planes proditorios de una oposición sistemática que, con su eterna utopía de reforma,

verdadera caja de Pandora, aspira a perdernos en un laberinto inexplicable de contradicciones y

errores, de donde no podríamos salir ni conducidos por el hilo de Ariadna. La legitimidad será

nuestro caballo de batalla; la justicia el único norte de nuestras aspiraciones (el bolsillo será el sur);

la fidelidad nuestro broquel; la ley nuestro mejor ariete; la verdad, apoyada en la opinión pública,

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nuestra palanca de Arquimedes; y formando siempre en las filas del gran partido ... (el nombre,

según el caso, porque es de ordenanza que todo partido sea grande), seguiremos imperturbables

la meta que nos señalan los principios... »

Aquí suspendí para tomar resuello. Miré de soslayo a Modesto y comprendí que se sentía

coronado de luz y gloria. Y eso que aún no me había dejado ver sus obras de literatura epistolar

(o pistolera) ni las de aquel género vergonzante que hace del álbum de cada señorita un hospicio

de incurables y espósitos; género que bien pudiera llamarse el de la literatura parásita.

Modesto era un chico amable y galante (salvo en sus ratos de grosería pedantesca), siempre

sediento de adoración y exuberante de entusiasmo; aunque, a decir verdad, su persona ocupaba el

primer lugar en los dogmas de su fetichismo profano. De ahí resultaba, que, por lo común, como

ciertos aspirantes a empleos que solicitan diez o doce a un tiempo y en los ramos más heterogé-

neos, porque lo que abunda no daña, Modesto tenía siempre entre manos una media docena de

ídolos femeninos, sin perjuicio del excelentísimo señor Presidente y los demás ídolos masculinos.

Otro se hubiera encontrado apurado con aquella poligamia de coqueterías, aquel politeísmo de

crinolinas y corsés. Pero Modesto era fecundo y listo en expedientes, y a fuer de hombre versado

en cosas de administración, sabía servirse hábilmente del sistema de circulares, y burlarse de toda

patente de privilegio literario. Sus cartas amorosas y sus idilios de álbum (que no por ser

de álbum eran muy albuminosos) no necesitaban de borrador. Tenía su molde o modelo (su lecho

de Procusto, diremos),de donde salían himnos y flores para Concha lo mismo que para Maritornes,

con ligeras modificaciones, según la edad y condición. Así es que no hay en América hombre que

haya perpetrado tan considerable número de albumicidios como el buen Modesto.

Modesto era, pues, un hombre práctico en todo el rigor de la palabra. A pesar de su ignorancia

orgánica y radical, conocía el mundo con la profunda intuición del interés o el amor de sí mismo, y

sabía por experiencia que la lisonja es en el mar de la vida el mejor anzuelo para pescar la fortuna.

Y como la lisonja tiene dos formas esenciales, positiva y negativa, Modesto la prodigaba

ensalzando a sus ídolos y maldiciendo a los adversarios de éstos; género de adulación que, bajo

las apariencias de la noble indignación y de la independencia de opiniones, es quizá el que más

complace a los mezquinos adulados, por ser el más vil.

Yo había, pues, descubierto el talismán de Modesto.

Profundamente ignorante del fondo de las cosas, por falta de verdadero talento, estudio y método,

sin embargo, algunas lecturas superficiales, el trato con el mundo, la memoria de las palabras, y

sobre todo su admirable desparpajo, le habían hecho adquirir cierto caudal de sofismas; frases

tradicionales, citas y lugares comunes; variedades de algas parásitas que viven en las aguas de la

literatura sin razón de ser, porque sobrenadan en esa espuma inextinguible que se llama

el hábito. A fuerza de remendar frases, cebándose como un cuervo en los despojos de la

literatura fósil, que los cataclismos del tiempo han dejado a flor de tierra, Modesto había pelechado,

ganado fama y subido a la categoría de personaje. Nada favorece tanto a las nulidades, sofismas

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de la especie humana, como esas mil vulgaridades del lenguaje o el estilo, que sobrenadan en las

letras y son los sofismas de la literatura.

Está demostrado que el gran arte de hacerse notabilidad consiste en uno de dos sistemas: o el del

silencio estúpido pero mañoso, que hace de los taimados ineptos hombres modestos, cuerdos y

profundos; o el de las citas de aforismos latinos, frases felices producidas en lenguas extranjeras, y

alusiones mitológicas o de historia antigua que dan pasaporte a los pedantes para entrar en la

categoría de los sabihondos populares. La geología se ha equivocado en su nomenclatura, porque

ha omitido incluír entre sus ramos de investigación la paleontología literaria.

¡Pobre América española! A virtud de dolorosas pruebas, a fuerza de revoluciones, has logrado

emancipar:

A los indígenas, de su tributo;

A los esclavos, de su cadena;

A los negociantes, de la alcabala;

Algunos trabajadores, del monopolio.

¡Pero tu literatura, arrastrándose todavía por las encrucijadas del plagio y el mal gusto, no ha

podido emanciparse de la vulgaridad! No hay quien no haya hecho su pronunciamiento en favor de

alguna causa política o personal; pero nadie ha pensado en encabezar una revolución que liberte

las letras americanas del yugo que sobre ellas hacen pesar:

La parca destructora, cortando con su tijera el hilo de la vida;

El timón del Estado, siempre en manos de pilotos experimentados, con su correspondiente puerto

de salvación y su respectiva estrella polar;

La espada de Damocles, suspendida sobre todo auditor y todo suscriptor de periódico;

La palanca de Arquimedes, que hoy no levanta sino tercios de tontos;

El lecho de Procusto, que ya no sirve ni para cama de pordioseros;

El buitre de Prometeo, que roe los tipos de todas las imprentas;

La caja de Pandora, que ya no es sino una jaula de ratones y cucarachas;

La manzana de la discordia, que está mohosa;

La oliva de la paz, que nunca reverdece;

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La torre de Babel, con todos sus habitantes pretérito presentes y futuros;

El caballo de batalla, que a fuerza de montarlo todo el mundo, está reducido a esqueleto;

El campo de Agramante, donde ya no caben los plagiarios;

El nudo gordiano, que más de un necio debiera desatar con las muelas;

La tienda de Aquiles, donde se refugian y han refugiado todos los bribones de gran tono;

El talón del susodicho Aquiles, tan gastado ya que ni serviría para calzarle un espolín;

La túnica de Deyanira, que de muy buena gana pondría yo en las costillas a más de cuatro

magistrados, no estuviera ya hecha trizas;

Los huevos de Leda, que no han producido, no digo un cisne, pero ni un miserable pollo, y están

hueros de tanto manosearlos;

El suplicio de Tántalo, que se ha hecho muy vulgar, porque lo sufren todos nuestros empleados

cesantes;

El tormento de Sísifo, que tantos padecen sin saberle soportando una mujer, un empleo, un

periódico, una fortuna mal habida, u otra bagatela;

El ojo derecho de Filipo, que tantos tuertos han plagiado sin gracia ni talento;

El manto de César, en que han envuelto su pulida mucho fatuos enaltecidos;

El tonel de las Danaides, monopolizado desde hace mucho por nuestros gobiernos para convertirlo

en caja de la tesorería nacional;

La amistad de Damon y Pitias, que ha degenerado en el comercio de amistades u otros, de

Cabrión y Pipelet.

Y de ribete, la tela de Penélope, que ya debería destinarse como trapo muy viejo a la fabricación

de papel.

Preciso es convenir en que todo este mobiliario carcomido y lleno de telarañas debe de pesar

mucho sobre el cuerpo magullado de nuestra pobre literatura. ¿Y qué hacer? Propongo uno de dos

recursos radicales:

O hagamos una inmensa pira con todos esos mamotretos, esa leña podrida que nos viene por

herencia de los siglos, y metámosle fuego con cartuchos de necrologías, felicitaciones, proclamas

militares, programas gubernamentales y otras variedades mentirosas;

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O fundemos un gran museo de paleontología literaria; releguemos a sus armarios todas las ruinas

del ingenio, entre las cuales vivirá el mal gusto como un viejo lagarto, y escribamos en el

frostispicio:

«Depósito de literatura fósil: se admite gratis toda la que se traiga».

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DESCRIPCION DEL PUENTE DE ICONONZO LLAMADO GENERALMENTE DE PANDI

Por Romualdo Cuervo

El pueblo de Pandi está situado en un punto desapacible y muy desigual y lleno de piedra; Pandi ha estado como las mariposas, que se sientan en un punto, y luego se levantan, se sientan en otro y se levantan de éste y bajar a otro, y así sucesivamente, dos veces del otro lado del río y dos del lado contrario, pero últimamente escogió el peor.

El temperamento es muy sano, seco y libre de epide­mias; allí no hay coto, llagas, ni bobos; los niños son muy despiertos desde chicos, y aunque algo pálidos, son muy sanos; allí no hay rocío sobre la yerba por la mañana, sino cuando llueve.

En este terreno se daría toda clase de árboles frutales si los habitantes hubieran tenido un maestro que les enseñara a cultivar la tierra, pero por desgracia, ni aun los curas se han tomado el trabajo de sembrar ni para ellos mismos un solo árbol frutal, ni mucho menos el de enseñar a sus feligreses. El que quiere comer frutas, la pide de Fusagasugá, en donde han quedado algunos árboles frutales, sembrados en otro tiempo, pues hoy nadie se apura a sembrar ninguna planta.

Los vecinos de Pandi son sencillos y buenos. Allí no hay nada de lo que se llama ilustración, no hay ni aun escuela de primeras letras, y casi todos los vecinos firman a ruego; da mucha lástima ver esto.

A un cuarto de hora hacia el sur, corre el río Sumapaz, de oriente a poniente, habiendo dejado poco antes su curso que traía de sur a norte.

Sobre este río está formado el maravilloso puente de lcononzo, que hoy se llama «Puente de Pandi».

Fuera de la hondura natural por donde debiera correr el río, se formó por la fuerza de las aguas del diluvio, otra hondura sobrenatural que tiene como una milla de largo, desde donde entra el río hasta donde sale de este estrecho cauce.

Este es admirable por su formación, pues parece como que el agua hubiera formado este angosto camino, siendo el terreno de arena o arenilla sumamente blanda; pero no es así, pues desde el fondo del río hasta la cuarta parte de su álfaro poco más o menos, todo es de piedra blan­quecina y bastante dura, lo que se ve bien en la entrada y salida del río.

Casi toda la altura de este cauce está dividida en grue­sos bancos de piedra, divididos por una muy delgada capa de arena blanca, lo que se nota muy bien subiendo desde el desagüe del río hasta el puente.

Entre la parte que hay desde la embocadura hasta el puente hacia la mitad, hay una inclinación que llega hasta el río, y por la cual se puede bajar hasta la orilla.

SITIO, FORMACION Y ALTURA DEL PUENTE

Hacia la mitad de este estrecho camino del río está el puente, que inspira admiración por su forma y firmeza.

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Al formarse el cauce extraordinario, en la parte en que está el puente no se rompió por arriba sino en una pe­queña abertura, quedando de uno y otro lado casi unidas las dos partes de la roca, especialmente del lado de donde viene el río, y que será como las dos terceras partes de lo que está cubierto; en estas dos terceras partes, que fue lo más alto que quedó, cayeron después tierra de aluvión y algunas piedras medianas que cubrieron nuevamente la abertura que dejó el agua, quedando así nuevamente cubier­ta en parte la abertura; sobre el último punto cubierto del lado de donde baja el río, cayó después una piedra des­prendida del lado del sur y cubrió una parte de lo que ya estaba tapado con tierra de aluvión y piedras media­nas, dejando por debajo un hueco desde el que fácilmente se puede observar bien todo.

Esta piedra se apoyó en los dos lados de la roca, quedando con una firmeza sin igual; tiene 43 pies de largo y 40 de ancho; sobre esta piedra cayó otra del mismo lado del sur, quedando, además, apo­yada contra una de las piedras de la roca de donde cayó, y casi perfectamente unida. Por sobre esta piedra se pasaba, teniendo que llenar siempre de piedras y tierra su desigual superficie, y poniendo al lado descubierto una barandita, para evitar la más horrorosa muerte, ca­yendo al precipicio. Hoy los pandises, se quitaron de ruidos y formaron un puente de madera desechando el que había construído la naturaleza: ellos consultaron su seguridad.

Puente Natural de Icononzo

Todo lo que está cubierto tiene 32 varas, pero lo más alto sólo tendrá catorce, y lo restante va en descenso hasta donde está la última piedra que cayó de la roca de encima, y quedó ajustada entre el hueco del banco de piedra dura y fuerte, y contra esta piedra hay varias que fueron cubriendo la

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restante abertura que quedó cuando todo se rompió; por entre tres de estas piedras quedó un agujero, por el cual se ve la profundidad y también el río, causando un horror espantoso a pesar de su seguridad y firmeza.

Desde este punto para adelante hacia la orilla derecha hay un alar, por el que se camina fácilmente para obser­var algo la roca opuesta, pues el río no se ve; allí hay un árbol que sirve para atar algunas cuerdas y bajar a tomar otro alar que hay por debajo de todo lo que está cubierto, y desde este punto es que se observa muy bien la abertura que quedó en la roca.

Desde este alar para abajo, hasta el fondo del río, todo es de piedra, como dijimos, y de allí para arriba está el terreno dividido en bancos de pizarra negra, quebradiza; luego otra de piedra gruesa de diferentes tamaños, encima otra capa de pizarra y luego otra de piedra, y así sucesivamente.

Hay un punto de vista para el río que llamaremos el Observatorio; a este punto se va en tres minutos, bajando como seis varas a la derecha, y tomando la orilla alta se llega a un sitio desde donde se ve un punto ancho del río y un gran pozo.

ALTURA DEL PUENTE

La discrepancia que hay en la medida del puente por diferentes autores, lo mismo que la altura del Salto del Tequendama me ha puesto en la necesidad de tomar la cuerda y hacer una medida que sea la verdadera, pues yo no trato de mentir.

Habiendo echado la cuerda con un peso como de 4 libras, hallé un número de 123 varas castellanas, o lo que es lo mismo 369 pies o 105 metros; se entiende que la medida es hasta el fondo del río, y por consiguiente, de­bemos descontar 2 varas de profundidad, quedando sólo 121 varas.

El que quiera satisfacer la curiosidad de si es cierto que esta es la legítima y verdadera altura, puede tomar la cuerda y examinar si es o no cierto lo que dice Romualdo Cuervo, que quiso desengañarse y desengañar a los que no han podido hacer lo que él hizo, en presencia de dos testigos.

Al bajar como la mitad de lo cubierto, se ve a la izquierda una cueva, y examinando qué era, hallé una mina de lajas con que los indios cubrían sus sepulcros. Estas lajas tienen como de 2 a 3 pulgadas de grueso. Todo esto estaba olvidado, porque nadie se toma el trabajo de exa­minar estas cosas, que parecen insignificantes porque no son oro ni plata.

Desde el puente para arriba, está el monte, en donde hay un árbol que produce una leche, llamado Avichure.

En un punto bien arriba hay un sitio llamado La Laja, porque baja el agua sobre piedras lisas. Allí labraron los indios algunos jeroglíficos.

También hay muchas piedras de primera magnitud. Yendo por un punto que se llama Buenos Aires hay una piedra que está tendida horizontalmente, encima hay cuatro piedras medianas, y tiene 36 varas de largo, 33 de ancho y 100 de circunferencia; es muy pareja por encima, y por la parte de abajo tendrá como 8 varas de alto. Frente y cerca de Pandi está un grupo de piedras que llaman La piedra del Rey; allí hay varios jeroglíficos de los indios, en medio está el sol todo grabado con tinta de piedra de chica colorada. En el paso de La Nutria hay otras piedras de mucha magnitud, una de ellas tiene 21 varas de largo, 18 de altura y otro tanto de ancho.

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Todas estas piedras parece que descendieron de la montaña que está al oriente, pues son muy semejantes las unas a las otras, y como la montaña está dominando todo aquel terreno, parece que el diluvio hizo descender toda aquella multitud de piedras que cubren casi todo el lu­gar, el cual en muchas partes sólo tiene descubierta la tercera parte, y las otras dos están cubiertas con piedras más o menos grandes. Sospecho que no faltará quien tache de impertinentes minuciosidades; pero como ningún viajero ha que­rido ocuparse de ellas, me propuse escribirlas en obsequio de algún curioso, tan curioso como yo.

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LOS ARTESANOS Por Rafael Eliseo Santander

I

No hay que alarmarse, queridos compatriotas míos, si «El Duende» os toma hoy en boca, y con su brocha descompuesta trata de presentar la parte del rostro de esta nuestra madre, que vosotros representáis dignamente, y que forma uno de sus rasgos fisonómicos que más la distinguen, y que bajo muchos aspectos más la hermosean. Ocúpense otros, enhorabuena, en describir las demás clases de la sociedad bogotana, y sobre ellas compongan artículos de costumbres, que compitan con los más aventajados en el arte; pero cuando de vosotros se hable, esta tarea corresponde a «El Duende», que así en opiniones e intereses, como en esperanzas y en porvenir, está identifi-cado con vuestro destino, desde que en 1810 hizo de sus ejecutorias un solemne auto de fe, perteneciendo desde entonces al pueblo, viviendo con el pueblo, y muriendo por él,

probablemente.

Hecha esta prevención, que los entendidos llamarán prefacio, nada tiene de particular que el ser que tan de cerca os pertenece, quiera sorprenderos, intentando bosquejar algunos de los rasgos que más caracterizan la clase industrial de Bogotá, puesto que entre vosotros vive, y ha participado de vuestros limitados contentamientos, como de las penas y sinsabores que constantemente os afligen; que os ha acompañado desde la ruidosa francachela, hasta la fiesta de SanJosé y el mes de María; y desde que en 1830, sellásteis en el Santuario con sangre preciosa vuestra decisión por los principios liberales, hasta el día que en Tescua sofocásteis la hidra de la guerra civil.

Tal vez alguno tachará a «El Duende» de pródigo en elogios hacia sus compatriotas, y de apasionado y parcial lo criticará; mas a vosotros toca justificar cuanto de bueno se diga en este artículo, mostrando con hechos la verdad; y también debéis perdonarle si, al lado de vuestras vir-tudes, dejare entrever vicios o defectos, que si lastiman vuestra reputación, por desgracia son comunes a todos los humanos.

Sin querer va ese otro prólogo, y no faltará quien diga que es porque «El Duende» no halla como entrar en materia. No, señores, lo de menos sería decir, como pudiera decirlo cualquiera otro, que estamos ya bien distantes de aquellos felicísimos tiempos en que los gremios y cofradías fueron un plantel exquisito, donde bajo la influencia de un riguroso aprendizaje se formaban nuestros arte-sanos, y previo el noviciado y el competente examen, raro era el aspirante que alcanzaba el glorioso título de maestro mayor, que lo autorizaba para abrir un taller, ejercer por sí, y poder enseñar su industria.

Tal procedimiento formaba entre los artesanos cierta aristocracia que frecuentemente pasaba a ser hereditaria, en lo que no poco influían la forma de gobierno, el flujo de las costumbres, y sus naturales tendencias a la imitación. No es de nuestro resorte entrar en el examen de si semejante régimen fuera a propósito para formar excelentes maestros y oficiales en las artes, a favor de un sistema que establecía la normal enseñanza de un preceptor, por algún tiempo, y el embarazo que un examen ofreciera a los que con decisión y talento pensaran vencer la rivalidad, la envidia y el orgullo que les opusieran los maestros; ni nos toca tampoco encomiar o vituperar el sistema de libertad actual en que, sin aquellas trabas, hemos visto improvisar talleres, inaugurarse maestros y pulular oficiales, que es una maravilla.

Quede para otros decidir si de estas novedades la sociedad ha reportado algún provecho, obteniendo mejores obreros, que trabajen con perfección y más barato; o si hemos caído en las manos de mil chapuceros, farfulladores, que así lo hacen de mal, como piden de caro por sus

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hechuras. Los límites de este bosquejo son tan circunscritos, que de nuestra pluma no hay que esperar sino breves y toscas pinceladas que apenas revelen la existencia de un artesano, existencia que hoy se desliza entre las fugaces ilusiones que se desvanecen con la realidad tempranamente.

Si tan preciso no fuera, prescindiríamos de remontarnos hasta inquirir la cuna del artesano; pero es fuerza comenzar por hallarla en esta clase numerosa que en el antiguo régimen se llamaba el

pueblo bajo, la plebe, la canalla, destinada siempre a formar el pedestal de la sociedad, sin aspiraciones, sin esperanzas, sin porvenir. De ella germinaban los que sin tener más expectativa se dedicaban a ejercer los oficios mecánicos que por escarnio se titulaban oficios viles, porque hacían incapaces de obtener ningún puesto de distinción o carga honorífica, al que a ellos se consagraba.

Así que los oficios de sastres, carpinteros, zapateros, albañiles, etc. estaban como vinculados en la familia cuyo jefe lo ejercía, quien por afecto o mecanismo guiaba a sus hijos por el mismo sendero. Aquí entraba la aristocracia de que hemos hablado, y constituía la distancia que había entre maestros mayores, simplemente maestros, y oficiales o jornaleros. Aparte de los años de aprendizaje y demás requisitos que eran necesarios para venir a ser maestros, el vestido mismo hacía una distinción de estas categorías, que el menos avisado podía comprender.

Figúrese el lector amigo, que encontraba por esas calles con un hombre frescachón aún, a pesar de los sesenta años, de formas abultadas, rostro lleno, barba enteramente rapada, el cabello recogido atrás, sujeto en apretada trenza, camisa con cuello desmedido y prolongada gola, enorme chaleco a la Luis XV, gran chaquetón de cuero de venado curtido (y recurtido por el uso), calzón corto id. con su botonadura de muletilla a la rodilla, y la charnela a veces, media blanca aborlonada, y zapato de oreja recogida por una hebilla de plata; si a todo esto se añadía la capa magna de paño azul o blanco, y el sombrero chato de vicuña, no había que dudarlo, este personaje era un maestro mayor, con voz y voto en el gremio y cofradía, taller abierto para recibir discípulos, y perito nato en todo avalúo judicial.

Seguíase a esta categoría, la de los oficiales con opción al maestrazgo, y no menos reconocidos por su vestimenta, que consistía en chaquetón y calzones tirando a zaragüelles, como los que se han descrito ya, gruesas botas de lana azul, las competentes alpargatas, sombrerón de lana pardo, gran ruana guasqueña, y el indispensable pañuelo rabo de gallo atado en la cabeza. Por este estilo, aunque en inferior escala, se ataviaban los demás oficiales y aprendices que a un arte se dedicaban, dejando siempre traslucir un algo que los identificaba, a no dudar, con su oficio, de manera que el sastre por aseado, el zapatero trascendiendo a cuero, el herrero por lo mugriento, el albañil por lo embarrado, y así de los demás, todos revelaban en su grotesca y genial figura el gremio a que pertenecían.

No nos atrevemos, de miedo de pasar por difusos, a llegar hasta el hogar doméstico de los buenos artesanos de aquel dichoso tiempo, en que todo representaba una humilde cuanto pacífica situación. Una casita pequeña, casi a extramuros o en apartada calle, y en ella una salita que servía de salón de recibo, de comedor, de oratorio, adornada la testera por un crucifijo de cobre, una Virgen de Chiquinquirá, los gloriosos patriarcas y otros personajes de la corte celestial, distribuidos en lo demás de ella; una mesa habilitada para altar, para comer y planchar la ropa, y pesadas sillas hacia los lados; y en seguida la alcoba, donde de noche se recogía toda la familia, los amos en la ancha cama, cubierta del pabellón socorrano, circundada del labrado rodapié; y los chiquillos y los criados, y el perro y los gatos aquí y allí en sabrosa confusión. El patio no era más animado, a pesar de los borracheros, la rosa blanca, el romero y el curubo enredador, y el corredorcillo en forma de ángulo recto, adornado con las estampas del hijo pródigo, o la entrada triunfal de Felipe V en Madrid; antes bien, venían a aumentar la gravedad, la seria pobreza; así

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como en las casas de los grandesreinaba la misma gravedad, pero rica en muebles sin gusto, en toscos servicios de plata y adornos que infundían recogimiento y tristeza.

No descendamos más, y quédese a un lado la tienda, este asilo del jornalero, que le sirve como de antesala para pasar al hospital, y de allí a la fosa. La pluma se detiene a delinear este cuadro, no porque inspire horror, sino porque en una extensión de seis pies cuadrados estaba, y continúa encerrada la familia del jornalero, compuesta de la esposa, cinco hijos, tres hembras y dos va-rones, aquellas creciendo en cuerpo y en gracias, para pasto de lobos, y aquellos para el oficio, para ganar el jornal.

Allí anida también otro matrimonio sin hijos, y hay perro que aulla a la luna, y gato que se torna en vagabundo dañino, y en ocasiones frecuentes, los huéspedes apuran por demás el guatumillo, se arma una zagarrera en que dan al traste con la tabla colgada a la pared, a guisa de aparador, y sucumben las pocas vasijas del preciso uso, despedazan la cortina de crudo que forma la alcoba; y una desvencijada cama, una ruín mesita, y quien sabe que más, todo en espantoso desbarajuste, remeda el encontrón de los hombres que riñen, de las mujeres que se traban por las encrespadas melenas, y los chicos que gritan y lloran sin misericoria, acompañados por el cacareo de las gallinas.

Todo se ha perdido, los hombres, las ruanas, las mujeres, las enaguas, el común aparador; y no quedan sino harapos y cacharros, una cabeza rota, un brazo del otro descompuesto, mordiscos y solución de continuidad, como dijera un médico novel.

Y ya que se atravesó este toque, que comprende, hasta hoy al menos, a todos los jornaleros pasados y presentes, y probablemente a los futuros, mientras que, como dice el actual secretario de las finanzas, no concluyamos con la ruana yla frisa, volvamos a nuestros pasados artesanos, que no conocieron sino paz y serenidad, sanas costumbres, debidas en parte al celo y rigidez con que el oidor de semana, sin trámites ni enredos, corregía a fuerza de azotes, aplicados en público por la mano del verdugo, al pobre diablo que se aficionaba a lo ajeno, o que de cualquier otro modo quebrantaba los bandos del buen gobierno, que hoy se llaman reglamentos de policía de orden (que no tenemos), de aseo (que no se conoce), de ornato (que no se entiende), y de salubridad (que nos hace vivir casi apestados).

Entonces, el artesano que reñía o injuriaba a otro, que maltrataba a la mujer o la abandonaba, que era sorprendido en culpable contubernio, o en un oscuro garito, no tenía más que poner su alma con Dios y las posaderas a disposición del verdugo, quien lo maniataba a la rejilla de la cárcel chiquita, y al grito de

Quien tal hizo que tal pague,

le acomodaba desde veinticinco azotes para arriba, hasta doscientos, según lo demandaba la gravedad del caso, y negocio concluido. A pesar de tan amables correcciones, algunos -hoy que se sufre un dilatado proceso, la detención en la cárcel por largos meses, y luego por pena seis de arresto, diez de prisión, y dos años de presidio- preferirían el ver su... en fiestas; la subordinación, decimos, y el respeto, como cierta pureza de costumbres y algún tanto de moralidad que se nota de menos, eran cualidades que distinguían al artesano y lo mantenían en su ignorada condición, que si no era la servidumbre, no dejaba de tener sus parecidos, que con ella la identificaran.

Así sus entretenimientos, sus diversiones y pasatiempos eran tan limitados, que aparte de unas fiestas reales, motivadas allá por faustos acontecimientos para el Rey nuestro señor, y en las que el artesano no gozaba sino del espectáculo de los toros, jugados con todo el ceremonial y gravedad española; para él sólo había la sustanciosa merienda, servida en despoblado, bien por Fucha o el Boquerón, San Diego o San Victorino, en la que se desplegaba el gusto y la

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abundancia: enormes cazuelas de pescado sudao, de lomo atomatao, de arroz de

menudo, flanqueadas por colmadas bandejas de papas guisadas, cubiertas de derretido queso, con la indispensable ensalada y la afamada chicha del Cedro o de Cuatro esquinas, rebosando en labradas totumas de Timaná; y todo esto en una hermosa tarde de verano a la caída del sol, cuando

Es púrpura el horizonte

Y el firmamento una hoguera,

Es oro la ancha pradera,

La ciudad, el río, el monte;

y al son del guitarrillo y el pandero, los ánimos se habían desahogado de las fatigas de la semana, con un rato de solaz y de confianza, coronado por el alegre torbellino, alternado con la manta

redonda, y de vez en cuando una endecha popular, que algún cuitado amante no dejaba de dirigir a la niña Estéfana, la hija del maestro el Muelón por quien estaba perdido de ternura.

Tal era la vida de los artesanos de aquellos buenos tiempos; así corría monótona y tranquila, sin que ningún acontecimiento viniera a perturbar su serenidad, ni ella misma osara traspasar los límites que le impusieran los hábitos, las preocupaciones y la educación consiguiente a la forma monárquica que regía.

El sastre, el carpintero, el albañil dejaban a su larga sucesión los cortos bienes que su industria y economía les proporcionaban, y descendían al sepulcro con el consuelo de haber enlazado a sus hijas con sus iguales, y cuando mucho, con haber dado un hijo a la iglesia, bien de clérigo de misa y olla, o bien de religioso en alguna de las órdenes monásticas. La crónica registrará con veneración los nombres de los Leones, de los Cortázares, Ortegas, Garayes, Torres y otros mil artesanos que en esta tierra ejercieron su humilde profesión, porque supieron honrarla y embellecerla con el ejercicio de todas las virtudes.

Tocamos ya al grande acontecimiento que vino a conmover nuestra sociedad, que la sacó de sus cimientos, que la ha traído en perpetuas agitaciones y que la ha transformado en todas sus clases.

Seguiremos a este mismo artesano desde 1810, en que, como era natural, los principios y las ideas que entonces se proclamaron y no acaban de desenvolverse aún, debieron encontrar en su corazón gratas simpatías. Trataremos de describirlo tal cual hoy se ofrece a nuestra contemplación, con el temor de que no alcancemos a hacerlo con propiedad y maestría, porque, lo confesamos, no siempre está el palo para cucharas. ¿Acepta el lector el partido? ¿Sí? Pues ya verá la segunda parte.

II

Creeríase que la clase de estos beneméritos ciudadanos quedara extinguida en la ardiente lucha

que trabamos con los godos, desde 1810 hasta 1826, según que su sangre generosa fue

prodigada en Bárbula y San Mateo, como en Tasines y Juanambú y Vargas y Boyacá, como en

Pichincha y Ayacucho. Y recuérdese que el patíbulo español también fue marcado con ella, y no

poca tiñó las aguas del Magdalena y salpicó los muros de la heroica Calamar.

De esta hueste de artesanos ¡qué raros fueron los que volvieron a pisar las riberas del San

Francisco! Era de verlos tornar a la patria, cubiertos de cicatrices, adornados con gloriosas

preseas, y afectando en su porte y maneras los modales cultos de un hijo de la capital, que en

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todas partes se distinguiera por su valor y moderación, por su gracia y galantería, y siempre

echándola de fino y esmerado en su comportamiento. Pero llegaba a Santafé, abandonaba el

servicio militar, o pedía su retiro; y pasado un año o dos cuando más, ya había reconocido el pelo

de la dehesa, y esta fuerza de la primitiva inclinación le hacía tornar a sus antiguos hábitos. La

ruana, o cuando más la capa, volvía a reemplazar la casaca de dos colores, el enorme cuello de la

camisa, al apretado corbatín, los suizos amarillos a las botas, y el sombrero enfundado al morrión.

Tras de una vida de azares y agitaciones, olvidado ya el oficio, y más que todo, acostumbrado al

ocio y distracción de un viejo soldado, imposible fuera volver al trabajo apacible del taller. Así que

(no quisiéramos decirlo) con muy cortas excepciones, el artesano, militar retirado, ha pasado el

resto de una vida gloriosa, alimentando los vicios adquiridos en las campañas.

Parroquiano celoso del bodegón de la niña Cerafina, allí permanece desde que por la mañana va a

enjuagarse la boca con el anisado, para quitarse el mal sabor, hasta las once en que ya ha

almorzado; de allí a la tesorería, si es que no ha vendido la pensión a algún desalmado de estos

vampiros que se han repletado con la sangre del inválido, o del empleado calavera; y si alguna

cosa logra, vuelve a la taberna, se entiende, a tomar las onces, a platicar con los otros camaradas

sobre si pagarán la pensión o si ya la vendió al caballero, que le dio cinco pesos por los veintisiete

que percibiera al fin del mes.

Mientras tanto llega la consorte diciendo que aún no se ha desayunado la familia, ni tiene con que

ir a la plaza, y que ya fueron a cobrar el alquiler de la casita; y se arma una de los diablos, en que

ella le increpa que es un vagabundo, que se está malgastando el tiempo y el monis, jugando y

bebiendo, mientras que la pobre lo pasa haciendo tabacos y bregando con los chicos, que la tienen

sin vida. Si a esto se agrega una chispita de celos, provoca y desafía el enojo del veterano, que

llegará al punto de descargarle buenos muletazos, si en aquel momento no lo contuviera el

teniente Roncancio, que lo toma por el brazo y se lo lleva. ¿A dónde?, nada menos que a otro

ventorrillo, frecuentado también por otros camaradas, y allí se pasa el resto del día entre un trago,

una manita de dado y la relación de una batalla; y por la noche baile, se entiende torbellino y

zarandó, hasta quedar rendidos con el peso de la culebra.

Quien sabe si este toque habrá estado por demás en el cuadro que nos hemos propuesto trazar; y

si lo estuviere, quede en descuento por los que nos faltaren, atendidas las variedades que en

nuestra tierra ofrece el tipo artesano, a tal punto, que no nos es posible comprendelas en un pobre

articulejo como el presente; falta que será cuando más un baldón de nuestra insuficiencia, y como

en castigo de nuestro atrevimiento. Puede ser que alguno más indulgente haya encontrado que de

este modo nos ha sido preciso entrelazar la casi fenecida generación de artesanos, con la actual,

que comprende la que se ha formado en estos últimos treinta años

¡Lindo cuadro, por cierto, tenemos a la vista! Mas, comparándolo con el que hemos ofrecido en

nuestra primera parte ¡cuántas degradaciones de luz, cuántas alteraciones, cuántas pérdidas; y

qué inmensa variedad en todos los representantes de esta fantasmagoría que llamamos vida! Sin

mayores conocimientos sobre las artes liberales y mecánicas, como sobre las nobles artes, gracias

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sean dadas por esto a la ignorancia misma de los señores españoles, o a su desidia, o si se

quiere, política mañosa, para mantener a sus colonos en el mayor estado de brutalidad posible,

nosotros no conocimos ni un pintor, ni un arquitecto, ni un escultor: no tenemos que echar de

menos al relojero, al maquinista, al carpintero en fino. Y sin embargo, han desaparecido de la lista

de los industriales, el que fabricaba sombreros de lana, el que torcía pita, el que hacía pajuelas y

cuerdas de chivo; el que engarzaba rosarios, y el fuellero, como el que sacaba hormillas de totuma,

y el batihoja.

¿Qué es hoy un platero? Estupefacto se ha quedado a la vista de las piezas fabricadas en ex-

tranjis, que si bien no es oro todo lo que reluce, ya no es aquel tiempo en que él hiciera cálices y

custodias, gargantillas y pendientes, y otros adornos y muebles en que, disponiendo con

abundancia del oro y la plata, y de preciosas esmeraldas y rubíes, componía, es verdad, un todo

bronco, ordinario, sin finura, sin elegancia. Nada diremos del barbero, que se ha quedado

estacionado al través de su rejilla, limitada su industria a rapar a algunos perezosos parroquianos,

y a jornaleros y campesinos, que ya no hay pelucas que empolvar ni cabelleras que rizar, desde

que una inmensa mayoría ha encontrado ser más cómodo el afeitarse cada uno por sí mismo, en

su casa, bien que haya otros barberos que nos afeitan a todos; y esto de las pelucas haya venido a

ser negocio puramente de los peluqueros franceses.

Vengan, pues, bajo nuestra pluma, los restantes artesanos, de todos los gremios antes conocidos,

que así en confusa mezcla habremos de considerarlos, ya que por tantos motivos se hallan entre sí

relacionados. Sastres, carpinteros (hoy también ebanistas), herreros, silleros, que nosotros

llamamos inocentemente talabarteros, zapateros, albañiles, etc., forman esta corte de maestros,

oficiales y aprendices, así dividida, mientras que el orden y la natural dependencia de otro

subsistan; porque esta desigualdad existe en todas partes, mientras que existan unos hombres

más inteligentes, laboriosos y emprendedores que otros, más ricos y afortunados que otros, y

hasta más apuestos y hermosos que tantísimos feos, que son los más.

Pero en estas clases de obreros no es la adulación ni la lisonja o el valimiento y el favor, lo que los

eleva en su carrera, sino sus talentos y los medios con que pueda contar el hijo del pueblo para

hacerse notable en la sociedad. Como de un manantial escondido, brotaron de repente maestros

en todas las artes, rompiendo las trabas que tuvieran encadenada la industria, y comenzaron a lle-

nar la ciudad de talleres. Hemos visto reemplazar los pobres obrajes, donde no había más que los

precisos muebles para trabajar, por espaciosos y aseados almacenes, surtidos de todos los

elementos para la obra, a pedir de boca para el consumidor, quien encuentra en ellos cuanto le

sugiera su deseo.

El nombre del maestro, inscrito sobre la puerta en pulida muestra, provoca al elegante o al ne-

cesitado a acudir allí, que será bien servido, conforme a la última moda de París, es decir, la de

ahora dos años, un tanto reformada y adaptada al gusto del país, que en esto no vamos tan de

carrera. Se nota cierta novedad por todas partes, que revela el ingenio, gusto y elegancia en la

obra; pero sea la experiencia o la propensión a ponderar lo de otras edades, todo parece

superficial, débil y de escasa duración.

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Si es en el vestido, ya no hay aquellos afamados paños que desafiaban los siglos, y que conver-

tidos en capas o casacones inmensos, formaban un artículo considerable del patrimonio de la

familia; en punto a muebles, todo es frágil, los asientos, las mesas, las camas, todo cede al menor

esfuerzo, mientras que nuestros antiguos muebles, sobre ser macizos y corpulentos, ofrecían una

completa comodidad. Hasta las casas hemos dado en hallarlas hechas al vapor, montadas al aire,

divididas y subdivididas en cuartitos, y donde el común está junto al fogón, la caballeriza debajo de

la alcoba, y eliminado el patio como superfluo.

Nosotros felizmente marchamos a la par con estas novedades, y las alabamos a despecho de

ciertos vejetes, y de ellas nos complacemos más, cuando han venido a alterar los hábitos, genio e

índole de nuestros artesanos, para hacerlos mejores bajo muchos aspectos.

Como resto de las más ruines preocupaciones, quedó sentado el que la ruana y las alpargatas

fueran el vestido y calzado de las gentes del pueblo; de esta usanza no era permitido salir, ya por

el ridículo con que la gente noble lastimaba al que se metía a novelero, y ya porque en virtud de

órdenes suntuarias el corchete tenía el cargo de advertir al que se desmandaba, que la capa era

peculiar a los dones, como el tapete a las damas. Pero el flujo,porque nos hagan caso es el agente

más poderoso para movernos a dejar el puesto en donde plugó a la Providencia colocarnos. Bien

que estos remontamientos repentinos, sin brújula ni remos, ni lastre ni armaduras, traigan consigo

unas caídas ruidosas; a pesar de esto el anhelo es el de subir y brillar.

El que no puede, más se engalana, trata de parecer, que es lo que le sucede al artesano; y véase

como nos lo refiere ño Chepito, sastre remendón de viejo, que ha conocido a todos los maestros

presentes, porque él mismo fue oficial en el taller del maestro el Muelón, y los vio criaturitas,

cuando comenzaron el aprendizaje.

El dice, por ejemplo, que Facundo era un muchacho travieso, alborotador, que apandillaba a sus

compañeros de oficio en los juegos de toros, cometas y guerrillas; que a su madre, que vivía por

Belén, le costó amargas lágrimas hacer que el patojo no destrozara la ruanita de lana, los

pantalones de manta azul y el sombrero de paja; con el bien entendido que cada infracción, cada

falta, le costaba una docena de lapos, aplicados por el maestro, suspendido el paciente sobre las

espaldas del mayor de los compañeros, y estirado de los pies por los chicuelos, lo que a veces les

servía de escarmiento, y de causa de burla las más. Poco a poco Facundo fue entrándole al oficio,

y comenzó a obrarse en él la metamorfosis, viéndosele ya más aseado.

Elevado al rango de oficial y entrado ya en la edad de la juventud, ganando por semana en

proporción de su trabajo, adoptó la ruana guasqueña o la de cúbica, cuidadosamente cosida,

abierta por ancho cuello, que deja ver el del dorman y parte del de la camisa; la corbata anudada

con desdén; pantalones a la moda y zapatos de cuero inglés, para los domingos, y amarillos de

soche para los demás días. El sombrero, de ordinario pajizo, o imitando el jipijapa, adornado con

cinta negra, o bien cubierto con funda transparente, lo lleva picarescamente cargado hacia un lado,

afectando en todo su porte el de un tunante enamorado, que desde la tienda (hoy almacén), dirige

chicoleos a las criaditas que van al mandado, o va a verse con ellas a la puerta de la casa donde

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sirven. Otros, en las alturas de Facundo, después de haberla corrido en bailecitos

de confianza, paseos al Boquerón, jugarreta y pasatiempos, se casan al fin, Dios sabe cómo y

entregan la pelleja, dándose a rezar, cuidando trabajosamente de la familia, y despidiéndose de las

milicias, en donde dragoneaban de sargentos segundos; otros se acreditan de calaveras, y de este

número son los que traen un porte más elegante y pasan por ser de entre ellos los más cortejantes

con las... señoritas.

Son los que están al frente de toda parranda cuando se trata de divertirse, y conocen por sus pelos

y señales, y saben dónde vive cada una de las... señoritas, y tienen relaciones con los cachacos

del bronce, cuentan con éstos para todas las partidas de placer y se dejan llamar cariñosamente

los guachecitos. Si se trata de un baile, por supuesto a escote, ellos son los que solicitan la sala y

los músicos, los que invitan a las... señoras y compran el refresco; y se toman todos estos

cuidados, por bailar a la noche un vals con misia Ularia, y tener el segundo puesto en la

contradanza que dirige don Pepe, la que baila con misia Encarna; tratando con toda delicadeza y

finura a las que con cierta socarronería llaman señoritas; lo que no impide que, por un desdén,

desaire u otra cosilla las manejen luego a los puros trompis y les regalen ciertos dictadillos que...

ya usted me entiende.

Por andar en estos picos pardos, resulta que los tales oficiales no han ido al taller a trabajar, han

quedado malísimamente con el maestro, que por lo mismo los despide. Como el monis no se deja

ganar de otro modo, hay que tomarlo emprestado a rédito, para poder pagar el escote y lo que se

ha tomado fiado; de aquí resulta que el día menos pensado, el alguacil los anda buscando con una

boleta para que vayan a contestar demanda sobre lo que deben y les cobran; y para mayor

desgracia, los sargentos del cuadro de la guardia nacional, que son su pena negra, también los

andan persiguiendo, porque hace cuatro domingos que no van al ejercicio.

Por esta embrolla, como dicen ellos, han perdido su ropa, sus trastos, deben el alquiler de la

tienda, no tienen para semana y a punto de dar el alma al diablo, los reclutan para un cuerpo

veterano y van a engrosar las filas del 79 que está en Pasto. ¡Oh, dolor... ! Queda para otra pluma

elocuente y patética describir el rostro angustiado por momentos, grosero y burlón por otros, que

pone el guachecito el día en que, confundido en una partida de voluntarios, sale de Bogotá,

dirigiendo sus adioses a los compañeros de capuchinadas, que se aso man a verlo partir, entre

condolidos, escarmentados y bufones.

Pero volvamos a Facundo, que si bien no ha dejado de participar de estas francachelas, ha tenido

en cambio mejor conducta, ha sido más sobrio y económico, y la fortuna junto con

la gubernata que ha observado le han soplado a su contentamiento, de suerte que se ha

encaminado por la senda que conduce al maestrazgo. Después de haber economizado ayunos

realitos, y recibido alguna parte de herencia que le tocaba por el intestado de un tío, siguió por

ponerse medias y sombrerito castor; corridos algunos días, abrió una tienda, puso una gran

muestra, y se anunció en «El Día»; y para el corpus inmediato, se presentó con capa magna,

corbata verde, chaleco de terciopelo colorado, calzón de casimir blanco, y quedó inaugurado

el maestro N... Esta feliz circunstancia lo ha puesto en contacto con los intrigantes en política, que

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se aprovechan de su ignorancia y palurdería, para hacerlo un fanático o un demagogo, y enredarlo

en todas las cuestiones de partidos y elecciones y hacerlo que trabaje, ¡pobrecito!, en beneficio de

otros.

Así es que se le ve dejar el taller, quizá en un momento precioso, para ir a alumbrar en la proce-

sión de Jesús Nazareno, y renegar de los facciosos; o se esconde y encierra a referir las noticias

que tiene del catireObando, y a exhalarse en votos porque este pajarraco vuelva algún día a su

país, que al fin es granadino como todo hijo de vecino, de estos que también han sido facciosos, y

han matado... y hoy están en grande. Esta circunstancia, decimos, lo ha colocado en situación de

que si sus compromisos no han sido muy explícitos, no sea molestado para el servicio en la

guardia nacional, y de hecho quede eximido de ser cívico; pues no parece sino que la capa es

circunstancia para darlo de baja en aquel cuerpo, o para no ser alistado; como si sólo fuera carga

que hubiera de gravitar sobre los granadinos de alpargata y ruana, el ser guardias nacionales. Ya

lo veremos.

Aquí parece que vamos a poner término a este trabajo. No queremos engolfarnos en las

consiguientes reflexiones acerca de si nuestros artesanos han ganado con la transformación

política, y han mejorado su condición, como su porvenir, adelantando un algo, con el común

progreso que ha hecho avanzar nuestra sociedad. Si dijéramos que los artesanos de hoy tienen

mejores modales, son más cultos, más atentos; que tratan de imitar los modos, el tono y la

cortesanía de la fina sociedad; que se consagran con más esmero, no sólo a su oficio, sino al

cultivo de las otras artes liberales, creerían algunos que les adulábamos para granjearnos sus

votos en las próximas elecciones para la Presidencia, a la que indudablemente aspiramos.

O bien, no querríamos que nos contestasen que nuestros artesanos, de cuenta de haber leído el

contrato social, han comprendido que la igualdad que allí se encomia, ha de entenderse pelo a

pelo, sin contar con que de otro lado la madre común nos ha hecho tan desiguales, que es una

necedad pretender que el que no ha recibido una buena educación, haya de tratar y alternar con

otro que sí la ha recibido o que tiene otros motivos para que se le considere de otro rango; así es

que la cosa más salada de este mundo, y que veríamos con placer, sería un billete de desafío

dirigido por un zapatero a un diputado, pidiéndole explicaciones por las ofensas que le ha irrogado

en el momento en que probándose unas botas, y resultándole angostas, ha maldecido de todos los

zapateros del mundo.

Chocaríamos también el que a nuestros oidos llegase, que una parte de nuestros artesanos que se

entretiene en prácticas religiosas, en confesarse y comulgar, es acaso más intolerante y... al paso

que otra parte, que ha leído las Ruinas de Palmira y el Citador, sin entenderlos, vociferara que no

hay tal Dios, ni tal religión cristiana y se burlara de estos objetos santos y respetables. Semejantes

contrastes nos afligirían demasiado, al paso que sólo deseamos que nuestros artesanos sean

piadosos, creyentes sinceros, sin fanatismo ni hipocresía; que se ilustren sin alcanzar a entrever el

impiismo, que todo lo pervierte, y que sean tan exigentes como quieran en cuanto por derecho les

toque, mas sin propasarse con groseras vulgaridades, con inepcias de taberna, ni con manejos

soeces. Para nada de esto, aquí concluímos, jurando no proceder de malicia, etc.

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EL TIEMPO VALE DINERO Por Ricardo Carrasquilla

En este afortunado siglo, tan justamente apellidado de las luces, se ha descubierto que el espíritu es nada y la materia todo; y que el tiempo es un tesoro inestimable, no por ser el corto plazo concedido al hombre para conquistar una felicidad eterna, sino porque vale dinero. Persuadidos de esta poética verdad los hombres, y hasta las mujeres de progreso que andan en zuecos y a trotecito, procuran hacerlo todo en el menor tiempo posible; y con los modernos descubrimientos no hacen sino compendiar todos los que nos legaron los pasados siglos;

Pues un ferrocarril, si se calcula,

Viene a ser el compendio de una mula;

Y un billete de banco, bien mirado,

Es oro compendiado;

Y el cable submarino, según creo,

Es compendio abreviado del correo;

Y una niña coqueta y descarada

Es legión de demonios compendiada.

Es una mala vergüenza, que cuando todo marcha a paso de vencedores, cediendo a la imperiosa voz con que lo aguija el espíritu de progreso, sólo la literatura permanezca estacionaria. ¿Quién puede tener tiempo y paciencia para leer la Ilíada traducida por don José Gómez Hermosilla? ¿Quién no se indigna a lver que Fenelón gasta una página entera de su Telémaco para decir que Calipso,

A pesar de ser mujer

Y a pesar de sus deslices,

Ne pouvait se consoler

¿De la partida de Ulises?

Asombra reflexionar

Que es necesario gastar

ochenta pesos de a ocho décimos y uno o dos años, cuando menos, para aprender en la Historia Universal de César Cantú,

Este axioma tan sabido:

«El partido vencedor

Es siempre conservador,

Y liberal el vencido».

¿A qué se reducen los cuatro enormes tomos de la Historia de Colombia? A enseñarnos que,

Bolívar tumbó a los godos,

Y desde ese infausto dia

Por un tirano que había

Se hicieron tiranos todos.

Dicen que la novela de Pablo y Virginia, es digna de admiración, principalmente por su incomparable sencillez; pero me parece que mucho más sencillo sería compendiarla, así:

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Dos niños juntos se criaron,

Por supuesto se quisieron;

Mas luego los separaron,

Y de dolor se murieron.

En virtud de lo dicho, y de mil otras razones que pudiera añadir, yo, que deseo como el que más el progreso, la prosperidad, etc., de mi patria; yo, que he gastado los mejores años de mi vida en promover, etc., quiero Con mi claro talento. Levantarme a mí mismo un monumento, fundando la literatura homeopática, que consiste en sacar la quintaesencia de todas las obras maestras, siendo de advertir que aun las más romáticas y venenosas vienen a ser inofensivas por la extremada pequeñez de la dosis. Mis lectores no llevarán a mal que les presente un botiquín de bolsillo, que contiene

Varias de las sustancias más usadas En el sistema antiguo, rotuladas:

Corina La Odisea Extracto de un soneto de Lope de Vega.

Osvaldo a Corina amó; Pero tuvo la simpleza De dar su mano a una

inglesa Y Corina se murió.

Hizo Ulises un gran viaje, Y padeció tanto afán

Como el que va en mal bagaje

De Bogotá a Popayán.

Soneto pide Violante, Nunca me vi en tal aprieto; Son los versos del soneto

Catorce, y van tres delante.

No pensé hallar consonante, Tengo uno y medio cuarteto.

Si llego al primer terceto No habrá cosa que me espante.

Al primer terceto entrando Voy, tal vez con pie derecho, Pues que ya fin le voy dando.

Llegué al segundo y sospecho Que ya lo estoy acabando:

Contad catorce, está hecho.

El Moro Espósito Compendio de todas las anacreónticas

Primera Diluición

El de Mudarra y Kerima Era un amor que da grima;

Pero como las mujeres Tienen tantos pareceres, Al tiempo del matrimonio (Yo se la doy al demonio)

La niña se arrepintió, Y por fin no se casó.

El Conde de Montecristo

Mientras el tiempo veloz Nos roba, Juana, la dicha,

Dame un cuartillo de chicha, Papas chorreadas y arroz.

La Eneida

Eneas, quizá impelido Por un destino fatal,

Dejó abandonada a Dido, Y en mi concepto hizo mal.

Soneto, Violante, ¿Me pides? ¡qué aprieto!

Ya van del soneto Tres versos delante.

Hallé consonante, Hay medio cuarteto;

Si llego al terceto No habrá quien me espante.

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Fue Dantés un majadero Que, por quererse vengar,

Se privó de disfrutar En calma de su dinero.

Los Misterios de París

El Zar goza de su imperio, El Conde de su condado, Y el pobre vive fregado.

En lo cual no hallo misterio.

La Ilíada

Se robaron una niña, Y como era linda joya, Hubo furibunda riña.

Y ardió la ciudad de Troya.

Compendio de todas las

invocaciones

¿Qué haré yo solo Con mente obtusa?

¡Sálvame musa! ¡Sálvame Apolo!

Compendio de todos los prólogos modestos.

En ocios rápidos Hice estos versos,

Perdona, oh público, Los muchos yerros.

Al terceto entrando Voy con pie derecho,

Pues fin le voy dando.

Amiga, sospecho Que estoy acabando:

¡Caramba!, está hecho.

Por medio de diluiciones sucesivas puede lograrse que este soneto se componga de catorce versos monosílabos; lo cual, si no se consiguiera en castellano, podría obtenerse fácilmente en chino, que entre otras ventajas tiene la de que nadie lo entiende.

Muy probable es que mis amigos José María Quijano Otero, José María Vergara Vergara y Ezequiel Uricoechea Rodríguez, que son idólatras de lo pasado y que malgastan el tiempo en amontonar libros y papeles viejos, se opongan a mi patriótica empresa, por una razón igual a la que tienen los

Boticarios alópatas Para hacerles la guerra a los homeópatas;

pero yo seguiré imperturbable en mi gloriosa tarea, y no muy tarde tendré la satisfacción de que mis benévolos lectores vean

Con asombro profundo Los libros de Colombia y de Castilla

(Y tal vez los del mundo) Estractados en una redondilla.

No quiero terminar este artículo sin hacer mención de otros dos descubrimientos aplicables al fin que me propongo: el primero es la fotografía microscópica, con cuyo auxilio pueden estamparse,

Por medios ingeniosos,

Aunque sencillos,

En una cajetilla

De cigarrillos,

Las producciones

De Voltaire, el Tostado,

Samper y Lope.

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Del otro descubrimiento, aunque muy antiguo, no se ha hecho todo el aprecio que merece: es el de los puntos suspensivos, que pudieran llamarse compendio de todo lo que no se sabe, o no se quiere, o no se puede decir.

¿Qué sería de la pobre humanidad si los románticos de la escuela empalagosa no hubieran encerrado en puntos suspensivos los innumerables pensamientos que rebosaban en su rica imaginación?

Las composiciones de estos señores deben compendiarse copiando el primer verso de cada una y representando todos los demás con renglones de puntos.

Mas para qué, diré yo con el inmortal Rioja,

¿Mas para qué la mente se derrama

En buscar por doquier nuevo argumento?

Basta ejemplo menor, basta el presente.

Pues si escribiera todo lo que tengo pensado, resultaría la contradicción de emplear un volumen colosal en hacer patente la utilidad de la literatura microscópica. Concluyo, pues, compendiando en dos renglones de puntos suspensivos

Mis grandes y profundos pensamientos,

Mi vasta erudición y mis talentos.

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UNA PAGINA

(A MI HIJA)

Por José María Quijano O.

Era el 25 de mayo de 1854. Estábamos ya en el sexto día de navegación entre San Thomás y Nueva York. Por una rara casualidad, todos los pasajeros eran personas apreciables y de buena posición, cuál más, cuál menos; y esta circunstancia, unida a la de que íbamos en un magnífico vapor y al trato inmejorable que en él nos daban, hacía que nuestro viaje fuera completamente un viaje de placer, como diría un francés.

A las 12 del día 19 zarpó de la bahía de San Thomas el vapor Curlew, que así se llamaba, y sobraba razón para que con tal nombre lo hubieran bautizado, porque efectivamente parecía un ave marina. Era de la más elegante construcción; un velamen ligero ayudaba a la poderosa máquina; la proa, fina y cortante, hendía las ondas con velocidad cuando el vapor daba movimiento a sus alas; y sin vacilación y casi sin movimiento, hubiera podido decirse no que zarpaba sino que emprendía el vuelo.

El día 23 llegamos a San Jorge, capital de una de las islas Bermudas, donde el vapor se detenía seis horas a aguardar la correspondencia del resto de la isla; seis horas era tiempo más que suficiente para recorrer la pequeña ciudad y sus alrededores; y todos los pasajeros saltamos a tierra con ese fin.

Me agradó aquella pequeña población, y sobre todo el fuerte que la domina y defiende. Sin em-bargo, el aspecto de la isla es triste; todas las casitas están blanqueadas y los tejados son de pizarra tan blanca como las paredes, lo que resalta mucho más por estar el campo cubierto de espinos negros. Acaso contribuyó mucho a que el aspecto me pareciera lúgubre, la vista de tres pontones que había en el puerto, llenos de prisioneros, y el saber luego que San Jorge era en pequeño La Cayena de la Inglaterra. Desde aquel instante ya no estuve contento, y así fue que cuando volví a nuestro bellísimo buque, lo hice de muy buen agrado.

Poco antes de que se pusiera el sol, levaron anclas, y pronto estuvimos en alta mar. El sol se hundía en el horizonte como un inmenso globo de fuego cuando perdimos de vista a San Jorge; volví los ojos por última vez, y aquellas bellísimas casitas blancas, exparcidas aquí y allí sobre un campo negro, me parecían gotas de cera que habían caído sobre el paño negro de un funeral.

Esto me impresionó más de lo que pudiera creerse, y pasé largas horas de tristeza.

Me levanté muy temprano, porque el espectáculo del amanecer es el más bello que puede verse. Se descubre en el horizonte una zona rosada, cuyo color va encendiéndose rápidamente, hasta que el sol, sacudiendo su luminosa cabellera, va saliendo de entre las ondas como empujado por la mano de Dios. Yo me quedaba estático, recostado en la obra muerta, hasta que el sol desprendiéndose de las aguas empezaba su carrera en el firmamento, y nunca dejó de latir mi corazón al verlo aparecer; pero aquel día no había podido olvidar esos pontones de San Jorge, y no pude dejar de pensar que acaso habría allí más de un desgraciado que hubiera preferido una noche perdurable.

Pronto la conversación de los compañeros, todos los cuales se hallaban en el puente, me sacó de mis tristes reflexiones, las que en verdad no volvieron a asaltarme.

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Al día siguiente, la tripulación estaba más contenta que de ordinario, lo que sin duda consistía en que nos anunciaban que aquel había de ser el último día de navegación, y cada cual se preparaba ya para estrechar la mano de alguna persona querida, y los que a la llegada no teníamos quien nos aguardara, esperábamos las emociones que produce siempre una ciudad desconocida.

A las tres y media de la tarde, después de una opípara comida, todos los pasajeros nos encontrábamos sobre cubierta; la alegría había subido de punto, y aquello era positivamente una fiesta. Parecía que la naturaleza ponía también su contingente, pues aunque en toda la navegación habíamos gozado de muy buen tiempo, aquel día reinaba una calma tan completa que el mar parecía un manso lago.

Repentinamente notamos que el capitán observaba con marcada atención un ligero punto que se veía en el horizonte, y pocos minutos después dio algunas órdenes con aquella irresistible voz de mando que sólo tienen y comprenden los hombres que han vivido largos años en el mar. Inútil sería decir que la tripulación se apresuró a ejecutar las órdenes del capitán, lo que contribuyó mucho a aumentar nuestra alegría al ver a los marineros trepando por las jarcias a los tres palos, con una agilidad y una firmeza que sólo la costumbre puede dar, y suspenderse sobre el abismo para doblar la punta de una vela; y casi lanzarse para alcanzar la extremidad de un cable que se suelta.

Entretenidos con la maniobra, apenas notamos que el mar empezaba a encresparse y el horizonte a ennegrecerse. Había transcurrido el tiempo necesario para dar cumplimiento a las órdenes del capitán, apenas había bajado el último marinero, cuando echamos de ver que teníamos encima la tempestad. Veíamos a lo lejos en el mar, que un momento antes parecía un lago, elevarse las olas como montañas para volver al abismo convertidas en espuma.

Aquel elemento, poco antes tan tranquilo, semejaba ya en cada onda una inmensa catarata. ¡Oh!, ¡el mar es bello cuando está enfurecido! ... Un lado del horizonte estaba claro, límpido, sereno; mientras que en la parte opuesta, la bruma se amontonaba sobre la bruma, el huracán silbaba, y de tiempo en tiempo el rayo se desataba de las nubes como una cinta de fuego.

Levanté los ojos al sol para calcular cuánto tiempo podríamos gozar aún de aquel espectáculo, y vi con sorpresa que tenía una pequeña mancha. Fijamos todos la atención y vimos que la mancha crecía por momentos y se ponía más o menos oscura... Ya nadie se reía: la risa había expirado en los labios.

Pocos minutos después, el sol estaba completamente eclipsado. Faltaba esto para que el espectáculo no pudiera ser más solemne; nos hallábamos, pues, entre dos inmensidades: por una parte el mar embravecido, la tempestad deshecha por otra, y sobre todo, Dios, que, como airado, velaba su pupila.

¡Oh! ¡Cuán pequeños nos sentimos entonces! Callaron todas las vanidades mundanas, cesaron todas las ambiciones, la risa murió en los labios, la fe se despertó en el corazón. ¿Y quién no hubiera creído? Aquel espectáculo era la imagen del poder de Dios, que con su ceño encrespa el mar, y suelta la tempestad y apaga el sol; y que con su simple voluntad vuelve a darnos suaves brisas, y luz, y serenidad.

Al día siguiente todo estaba como pocas horas antes: el mar se veía como un lago tranquilo, los vientos eran favorables, el cielo brillaba despejado, pero aquella impresión, una de las más fuertes de mi vida, no pasó como la tempestad ni yo he podido olvidarla nunca: he querido escribirla para tí, hija del alma, rogando al cielo que aleje de tu vida las embravecidas pasiones, la tempestad airada, el sol opaco; y que si alguna vez muere instáneamente la sonrisa en tus labios, reine en tu corazón la fe dulce y sencilla, con la que conseguirás llegar al puerto de bonanza. Con ella, en

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ocasión parecida, te sentirás pequeña, pero no impotente; y como yo, sentirás pequeño el cuerpo ante el poder de Dios, pero no el alma, porque lo sentirás y lo admirarás.

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¡LO QUE PUEDE UN PIE! Por Mariano González Manrique

A José Manuel Marroquín, mi amigo muy querido

I

Pocos días ha, escribiste y publicaste un artículo cuyo título fue, si a mi memoria es dado

recordarlo, «Vamos a misa al pueblo», en el cual describiste con exactitud los

usos domingueros de Chía, de donde eres vecino. ¡Ya te sonríes!, y te comprendo bien: te acogiste

a tal aldea o pueblo, o como tú quieras llamarlo, porque en él has observado de cerca lo que has

querido generalizar a todos nuestros pueblos: te asiste la razón indudablemente; y hablando con

franqueza, has logrado hacer un artículo maestro de costumbres de pueblo.

Hoy se me viene a las mientes ofrecerte un cuadro, aunque pálido, de costumbres rústicas: quiero

decir, de una de las escenas más interesantes y variadas que ofrecen nuestros campos: una

escena que produce tantas emociones, cuantas miradas tiende uno a su alrededor en ciertos

momentos dados, o cuantas veces nos palpitan los pulsos durante el curso de un minuto; esta

escena la llamamos comúnmente rodeos, nombre que creo adecuado porque viene de rodear la

hacienda para recoger los ganados, contarlos, señalarlos y herrarlos.

Vamos, pues, a rodeos a Tilatá.

Ante todo, ¿has estado alguna vez, por acaso o por voluntad, en dicha hacienda de Tilatá? Si no

has llegado nunca, al menos habrás oído hablar de sus extensas serranías, de sus inmensos

páramos, del caprichoso curso de sus ríos, de la agilidad de sus caballos y de la bravura de su

ganado vacuno, ágil, saltador y extraordinariamente fuerte.

Con esta corta advertencia, vamos al páramo. Adviértote que de los ocho o diez días de

trabajos rodeando, sólo me voy a fijar en el primero, que es el principal y el que te dará una idea de

los demás.

Imagina formado en las inmediaciones de las casas de la hacienda, una especie de cuerpo de

ejército constante de cuarenta jinetes, diestros vaqueros todos, y montados los más en bizarros

potros, cuyo mayor número es aún de falsa-rienda; y además, setenta peones, todos y cada una

de los cuales ostenta en la diestra, en ancha chipa fomada de numerosas vueltas, el dócil y

anaranjado rejo; o como hubiera dicho nuestro Vicente Herrera:

Amarillando en espiral el rejo,

Con que la fuga de la res amaga.

Figura dicho rústico ejército alejándose ya hacia las vecinas lomas, en las cuales los pequeños

zapadores van ensayando su lazo en tal cual toro manso que anda mugiendo por ahí, o en una

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que otra yegua alebrestada que salta aquí y allá en busca de su mimado potranco. Luego sigue

trepando sierra arriba, y después aún más, páramo arriba.

¡El páramo! ¡Alerta, hijos de la sierra y de los bosques! Porque el páramo contiene árboles

colosales, gigantes troncos derrumbados por el huracán, enormes piedras, profundos abismos; y al

cabo un viento nebuloso y casi helado. ¡Alerta, intrépidos domadores de la naturaleza fiera!

El páramo es la viva imagen de un amor turbulento: está lleno de obstáculos casi insuperables; y

en él solamente halagan el ímpetu de la voluntad o el anhelo de la esperanza, algunas florecillas

de lindo color incrustadas en la roca o nacidas en el borde de un abismo.

Entre el páramo y mi alma hallé una notable semejanza: en medio de esa vigorosa naturaleza,

esos estupendos árboles y esas enormes rocas a cuyos pies murmura tal cual suave fuentecilla,

me representaban mis vigorosas pasiones calmadas por la dulce fuente de la ternura.

¡Aquí de los conflictos, de la alegre vocinglería, y por decirlo así, de un fabril entusiasmo en estas

elevadísimas y perfiladas regiones de los Andes! En uno de los altos picos el jefe supremo, es

decir, el dueño de la hacienda, ordena la partida en ocho pelotones, cada uno de los cuales debe

marchar sujeto a su jefe parcial, por allí, por allá, por allende, por aquende, en busca de algún

hatajo que posa en un pico gramoso, o de otro que pasta en el fondo de una cañada; pero tales

jefes, obrando al fin parcialmente, después de recibir órdenes expresas, desfilan con su pelotón a

su antojo, o por donde mejor los guía su capricho.

En esta ingrata anarquía no pude menos que contemplar la fiel imagen de

nuestra Desconfederación Granadina; precisamente dividimos nuestra República en ocho Estados,

así como la partida buscadora de reses bravas se dividió en ocho pelotones, y desfilan o se pre-

cipitan por donde creen que les conviene, váyale bien o mal al jefe supremo, asístale o no

favorablemente la suerte; y esto después de celebrar solemenmente un pacto federal, y sujetarse a

obedecer el mandato general, sin embargo de conservar su mando particular. Aunque algunos

alegarán en su abono, que el jefe en su marcha les señaló fragosos y difíciles senderos, y se

vieron obligados a evitarlos.

La dura y penosísima, pero variada y alegre faena de buscar y rebuscar, de coger y recoger, duró

de las nueve de la mañana a las cinco de la tarde, hasta que a esta hora bajaron páramos, sierras

y lomas, en inquieto y tormentoso tropel, mil y doscientas reses de rabiosa estirpe, es decir, bravas

y ariscas como te tornas tú cuando te falla el gusto y delicadeza en una octava real, o se manca tu

magnífico estilo en un acápite de artículo.

Bajaron, digo, hasta juntarse en un sitio bautizado con el nombre de «Las Tapias», distante de las

casas de la hacienda un poco más de media legua, y llamado así porque en él existen unas

antiguas ruinas de cierta casa de los jesuitas.

En tal sitio se encuentran inmensas corralejas, en donde se obligó a reposar por algunos minutos

al ejército cornudo. Después, formándose en semicírculo los ciento diez guardianes de tan poco

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amables y corteses prisioneros, dejan desfilar a éstos en vueltas y revueltas, en tumbos y en

rápidas carreras, con no poca zozobra y solícito cuidado por evitar, según las reglas del instinto, el

desagradable choque de alguna aguda asta, deslizada furtivamente en la parte inferior del muslo o

en las ancas

Del dócil potro o la revuelta yegua.

Todo esto, acompañado de un no interrumpido y estrepitoso ruido formado por el penetrante grito

de los peones, el mugido afanoso de los terneros correspondiendo al tierno llamamiento de las

vacas, y haciendo coro al terrible bramido de los toros. Supongo que la horrenda grita,

o guazabara, que levantaban los indígenas en la guerra de la conquista, cuando avistaban algún

cuerpo de soldados españoles, era apenas un leve alboroto respecto a esta estruendosa vocería; y

sus rápidos movimientos y sus emboscadas, nada, en comparación de este correr y parar, volver y

revolver, subir y bajar.

Un usurero de nuestros días no forja en su revuelta cabeza tantas combinaciones para robar al

gobierno y esquilmar al primer prójimo que cándidamente se le acerca, como ejecutaba esta turba

de bravío carácter para burlar el círculo formado por los jinetes y los peones, o ensartar

blandamente a algún descuidado guardián.

Al fin, a eso de las seis de la tarde llegamos alborozados a la gran corraleja de la hacienda, en la

cual, de grado o por fuerza introdujimos nuestro bramante ejército, a la manera que arribara un

barco al ansiado puerto después de un terrible naufragio, alegre y satisfecho de haber salvado su

tripulación.

Dejemos, pues, nuestros animales ahí encerrados hasta mañana.

II

Ya son las cinco de la mañana del siguiente día; y ten presente que aunque arriba te digo que me

voy a ocupar tan sólo del primero, es que éste y el anterior son uno mismo, pues ayer fue el

encierro y hoy será la función.

En la hacienda se encuentran cuatro corralejas: una muy grande, que está destinada al encierro, la

siguiente a la herranza, la tercera a recibir los terneros que por su tierna edad no pueden resistir ni

la señal ni el hierro, y la cuarta a guardar las reses chicas y grandes herradas ya desde el año

anterior.

Colócate en definitiva en el corral de la herranza, y si tienes prudencia, miedo o pereza, súbete a

un palquito levantado al efecto, en el cual se hallan entreteniendo a una chiquilla dos señoras, una

de las cuales es la madre de tu amigo que te dedica este articulejo, y la otra la hermana de quien lo

escribe. Ya que estás a su lado, sentado sobre una alfombrilla y con los pies colgando, fija tu

atención en lo que va a pasar ante tus ojos.

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En un ángulo se levanta en forma de pira un montón de leña, cuya chispeante llama calienta hasta

tornarlos candentes, cuatro hierros cuyos extremos contienen cuatro diferentes signos semejando

letras, que son una especie de visto bueno o sello con que se marca, como tu sabes, ya en la

paleta, ya en el costado, etc., la res que lo necesita.

Aquí de ese embrollo babilónico de rejos que se levantan sobre todas las cabezas o se arrastran

bajo todos los pies; o mejor dicho, de esa especie de hilo del laberinto cretense, con la diferencia

que éste guiaba y aquéllos desvían y enredan de tal modo, que en tan complicada red podrían

cogerse todos los diablos, por alados y casquivanos que fuesen.

¡Qué surge un novillo por la puerta de la corraleja grande! Allá le va la soga de cuero a ceñirle la

cornamenta con el un extremo, mientras que casi con el otro el jinete amarra a la cabeza de la silla

y para firme; entonces uno de a pie enlaza el pie trasero izquierdo, o derecho o ambos del novillo;

otro se aferra a la cola; y entre los tres lo obligan a venir al suelo de costado, tan largo cual es el

pobre animal; luego varía la escena, porque otro, apoyando su rodilla en la paleta del novillo, le

agarra fuertemente la cola, la introduce por entre las piernas de éste hasta subirla por el ijar; y así

cogido, queda tan asegurado que lo desenredan de los estorbosos rejos, y se van

precipitadamente, excepto el que tiene la cola, a maniobrar con otra res, y después con otra y otra

sucesivamente.

La operación es corta: un peón encargado de la señal se acerca al toro o ternero tendido, y con un

cuchillo ad hoc le corta por mitad las orejas; y esto es como una carta de naturaleza que recibe un

novillo en Tilatá. Luego, el mismo dueño de la hacienda viene apresurado saltando por entre

peones, rejos y reses tendidas en tierra, con el ardiente hierro y se lo planta en la paleta y después

el herrete en la quijada. El animal humeando y sufriendo se irrita y brama; lo sueltan, se apartan

violentamente o esquivan la embestida, y él parte atropellando cuantos objetos encuentra.

¿A qué tomar más actores o modelos de corraleja para describirte minuciosamente esta operación,

que dura de las cinco de la mañana a las tres de la tarde, y que es repetida en setecientas reses

mas o menos? A estas horas (a medio día) este teatro de lidiadores, herrando dieciocho o veinte

reses a la vez, escapando por allí, huyendo por aquí, sacando el lance por allá, es una delirante

batahola, una deliciosa barahunda que produce un frenético entusiasmo. ¡Qué lances! ¡Qué

enredos! ¡Qué sustos! ¡Qué agitación en medio de esta estupenda gritería, de este tormentoso

ruido para evitar la muerte que viene en la punta de una asta por delante, por detrás, por uno y otro

lado! ¡Oh! ¡Qué delicioso frenesí! ¡Cuánta animación y entusiasmo! ¡Cuánta vida!

Pero ya son las tres de la tarde, hora de comer nosotros y de tomar su chicha y su mazamorra los

peones. Unos pocos minutos de descanso.

Ya pasaron. Volvamos a la faena; y aquí viene lo mejor del cuento para los espectadores y lo peor

para mí: atención, Manuel querido, porque vas a asustarte y a reír a un tiempo; aunque para ello

necesitas fijarte mucho y oir la gritería, pues siendo miope ves muy poco de lejos.

¡Puf!, que ya huelo a tierra.

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A esta hora empiezan a precipitarse a las corralejas y trepan a las cercas divisorias, abandonando

hasta la noche sus casas pajizas, unas veinticinco o treinta lindas serranas, tan lindas como las

puedes pintar tú, menos no; una de ellas, la más gallarda y lozana entre todas, que es digna de las

más tiernas poesías pastoriles, fue la primera que con la agilidad de una cervatilla trepó de dos

brincos a la barrera, como si fuera la reina del espectáculo, destinada a conceder el premio al más

diestro lidiador; pero por desgracia, tuviéralo o no, yo dejé de recibirla. Heme en frente de ella

montado en un bizarro potro, y admirando absorto su preciosa fisonomía, su elegantísimo talle; a

pesar de que,

Con las mejillas de granada y nácar,

como dice mi amigo Rafael Pombo, arrobaba mi imaginación, lo que desde el principio fijó mi vista

(ya sabes tú mi caprichosa pasión por unos pies femeninos), fue su voluptuoso par de bellas

patitas, las cuales me sembraron ahí como la estatua del Comendador.

En tanto, un mozo de gentil apostura, de quien hubiera dicho Zorrilla lo que dijo del famoso Pedro

Romero de Sevilla: «El mozo de mejor trapo y más certero pulso que pisó jamás arena de

redondel», descendió a la arena y provocó y capeó el violento novillo que a todo y a todos atacaba;

le abandonó por fin, y el animal, hallándome de blanco, atacó con su encrespada frente por el anca

a mi caballo; y entonces yo, que estaba distraído contemplando la linda patita de la serrana, y el

caballo, que estaba desapercibido, entonces. . .

Caballo y caballero caímos a la par.

Un solo grito coreado y una nube de polvo en mi cabeza, me advirtieron que estaba en tierra

luchando por desembarazarme de un toro, de un caballo y de un rejo; al levantarme catándome las

contusiones, no pude menos que exclamar: ¡Lo que puede un pie!

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INVESTIGACIONES SOBRE

Por José Manuel Marroquín

ALGUNAS ANTIGÜEDADES

Al señor doctor Rafael Eliseo Santander

Te has empeñado, Pepe,[1] en que has de ser nuestro anticuario, y como a la postre te has de salir con la tuya, eres acreedor a que yo te diriga, dedique y consagre este artículo que he compuesto metiendo mi hoz en mies ajena, y nada menos que en tu propia mies, a fin de apuntar el resultado de ciertas curiosas investigaciones que acabo de hacer acerca de cuatro o cinco nombres que se han inmortalizado y que todo raizal conoce, sin que de los sujetos que los llevaron tengan noticia ni las personas más apasionadas por nuestras antigüedades.

Desde mi niñez estaba yo oyendo hablar de la Huerta de Jaime, de la Mana de Zabaleta, del Chorro del Fiscal, del Chorro de María Teresa y de la Calle de las Béjares, sin saber quiénes habían sido ni las Béjares, ni María Teresa, ni el Fiscal, ni Zabaleta, ni Jaime; hasta que, revol­viendo archivos, hojeando mamotretos, descifrando ma­nuscritos apolillados y «preguntando a los ancianos», según el consejo de la Sagrada Escritura, pude averiguar quiénes habían sido aquellos personajes y por qué se hallaba unido su nombre al de ciertos sitios o al de ciertos monumentos que, si son humildes a más no poder, tienen el mérito, que las Pirámides de Egipto pudieran envidiarles, de ha­ber sabido guardar al través de las edades el nombre que están destinados a inmortalizar.

He aquí, pues, sin más preámbulos, los documentos que sobre aquellos sujetos he podido recoger:

Don Juan Alonso Núñez de Jaime, cuyo nombre se ha perpetuado en cierta plaza de funesta celebridad, nació en la ciudad de Castellón de la Plana, en el reino de Va­lencia, a fines del siglo XVII o a principios del XVIII, que sobre este punto no están conformes los testimonios que he podido consultar; mas lo que está fuera de toda duda es que en el año de 1724, siendo todavía mozo, se embarcó para las Indias, y que en el mismo año arribó al puerto y ciudad de Cartagena, en la que permaneció hasta el de 1730 dedicado al comercio, y en la que casó con doña Clemencia de Sandoval, que fue luego conocida en Santafé por el sobrenombre de la Piringa. Pasó a esta ciudad en el año dicho, y según parece, dio de mano a su primitiva profesión, pues no resulta que aquí se hu­biera ejercitado en la mercaduría. Es de presumirse que vendría con muy buenos dineros, pues apenas establecido en la capital del Virreinato, le vemos ya dueño de dos de las casas altas de la Calle de San Miguel, de las que ya no quedan vestigios y en cuyo asiento se habían edificado ya otras por los años de 1800.

Estaban comprendidos por entonces en los ejidos de la ciudad el terreno que hoy forma la modernamente llamada «Plaza de los Mártires»; y los que han servido de asiento a los edificios que la cierran; pero en la parte oriental de lo que hoy es plaza, había cedido el Cabildo, años hacía, a doña Beatriz de Lugo, que se decía descendiente del Ade­lantado don Alonso Luis de Lugo, el área suficiente para construír una casa, con huerta y con todas sus dependen­cias.

Y ora fuese por la vaguedad de los términos en que se había hecho la cesión, ora por el poco caso que el Cabildo debía de hacer en esos tiempos de terrenos eriales e improductivos como aquellos, los herederos de la doña Beatriz fueron poco a poco reputándose dueños, no solamente del terreno que legítimamente les correspondía, sino también de todos los que arriba mencioné. Y acaeció que, queriendo nuestro valenciano hacerse a ellos para los fines que adelante veremos,

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los herederos de la Lugo no tuvieron dificultad en vendérselos, y así lo hicieron por la suma de 180 patacones, sin que ni ellos ni don Juan Alonso hubiesen andado muy melindrosos en el examen de los títulos de propiedad. La escritura de venta fue otorgada en el año de 1732.

La Huerta de Jaime

Una vez en posesión de su nueva finca, el hidalgo Núñez de Jaime intentó establecer allí una tenería, y aun empezó a levantar una ramada con aquel fin; mas, sin que pueda saberse por qué causa, no tardó en desistir de su empeño, y lo que hizo fue edificar una buena casa en el paraje que hoy ocupan algunas de las muy ruines y mise­rables que por el este limitan la plaza.

Como el don Juan Alonso era por la cuenta emprendedor y amigo de sus comodidades, y como por otra parte había tela de donde cortar, la huerta de la casa vino a tener unas dimensiones que hoy no parecerían exiguas para un potrero. Era Nú­ñez de Jaime, en extremo aficionado a la horticultura, como buen valenciano, y así fue que, a la vuelta de pocos años, ese mismo suelo que vemos hoy en parte cubierto de edificios, en parte empradizado de carretón y de otras yerbas, y en parte cruzado por senderitos, se vio enrique­cido con abundantes y bien cultivadas hortalizas y

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flores, y sombreado por árboles frutales tan variados y hermosos cuanto lo comporta la escasa disposición que para producirlos y alimentarlos tiene nuestro clima y nuestro suelo.

Por muy venturoso se tenía el santafereño y por no poco afortunada la santafereña que cultivaba la amistad de don Juan Alonso y de la Piringa, pues no había cosa como dar un paseo por la Huerta

de Jaime y como el salir de ella con los bolsillos o el pañuelo atestados de camue­sas y duraznos. Los profanos se alampaban por aquellas y otras frutas, contemplándolas con ojos codiciosos por fuera de las tapias.

Los pilluelos más atrevidos de la época concibieron más de una vez el temerario designio de escalarlas; pero los ladridos de un mastinazo disforme que guardaba el huerto, dieron siempre al traste con aquellas empresas.

Aquí dejan un gran vacío los manuscritos de donde he tomado estos apuntes, y no vuelve a hacerse mención del valenciano ni de su huerta sino en una sentencia que lleva la fecha de 1744, en la que se declara que los he­rederos de don Juan Alonso Núñez de Jaime no poseen los terrenos de que hablo sino en virtud de una usurpa­ción hecha al Común y en que se ordena que sean despo­jados de ellos y arrasadas las tapias que cerraban la huerta.

De aquí se infiere que el valenciano había muerto ya por ese año, y si la sentencia tuvo o no su cumplida ejecución, díganlo el actual estado de la Huerta de Jaime y los esca­sos vestigios que en ella quedan de los duraznos y de los camuesos.

__________

En cuanto al Chorro del Fiscal, lo que he podido ras­treares que a fines del siglo pasado habitaba la casa que queda sobre la fuente que lleva ese nombre, el Fiscal don Francisco Javier de Zarratea, conocido en la ciudad por el Fiscal durante los largos años que en ella permaneció; y que, habiéndose él hecho cargo de las penalidades a que estaban sujetos los pobres que habitaban aquella parte de la ciudad, por ser en ella escasísimas las fuentes públi­cas, hizo construís a su costa la fuente y la cañería.

Malas lenguas dicen que no dejó de moverle a aquel acto de generosidad cierta quimera que tuvo con el Marqués de San Jorge, quien se preciaba de hacer un gran servicio al público permitiendo que la gente pobre sacase agua de la pila de su casa, la que, como es sabido, está situada a pocos pasos del Chorro del Fiscal.

__________

María Teresa no tenía de antes de su apellido, como los dos personajes de quienes acabo de dar noticia: llamábase lisa y llanamente María Teresa Pinzón, y sus vecinos y conocidos solían llamarla ñuá Pinzona.

Pero en cambio de aquel. monosílabo, tenía fama de ser una buena mujer en toda la extensión de la palabra. Era de origen plebeyo, y no obstante que en su edad madura llegó a tener el riñón cubierto, nunca quiso salir de su esfera ni desdeñar el trato de la gente de su misma condición.

Fue en sus primeros años criada de una buena señora, la que al mo­rir le dejó como legado la casa que se halla más inmediata al chorro, con algunas tiendas y una regular cantidad de dinero, con lo que puso una tienda, que fue por muchos años la mejor surtida y la más afamada de todas las de su género.

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Los licores que en aquella tienda se fabricaban hubieran sido capaces de hacer despreciar el vino de Chío y aun el néctar de los dioses. El pan de María Teresa fue el término de comparación de los buenos panes; a principios de este siglo quedaban aún algunos viejos que en sus mocedades habían probado otras viandas expendidas en aquella tienda, viandas que no me atrevo a nombrar por no hacer bajar demasiado el tono de este escrito, y cuyas exhalaciones llenaban los domingos por la mañana la mitad del barrio de Santa Bárbara. ¡Y cómo se relamían aquellos buenos ancianos haciendo memoria de ellos!

Era María Teresa recomendable además por su caridad con los pobres, quienes nunca acudían en vano a la puerta de su tienda; y su devoción a Nuestra Señora del Campo era cosa proverbial. Enriqueció la santa imagen que en San Diego se veneraba, con muchas y muy preciosas jo­yas; costeaba anualmente la fiesta, haciéndola celebrar con singular pompa y solemnidad; y aun hizo una fund . . . ¡pero tente lengua!, que estas son cosas delicadas para dichas en estos tiempos y vale más dejarlo en el punto en que se encuentra, que al buen callar llaman Sancho.

Daría yo el mejor de mis poemas (si bien hasta la fecha no he compuesto ninguno), porque Crane o Paredes se hubiesen anticipado a su siglo y hubiesen sacado una buena fotografía de María Teresa. ¡Qué seria entonces ver reproducido y conservado para la posteridad aquel semblante, tipo y modelo del de la matrona plebeya, con sus ojos encapotados, su nariz ancha y aplastada, su boca grande y sus dos hileras de sanos y blanquísimos dientes! La expresión del rostro era la de cierta bondadosa grave­dad. Su peinado, ¿quién lo había de creer?, era a la María Estuardo, o para hablar en castellano, era como el de las criadas de monjas. Su talle... ¡Poder de Dios!, ¡qué talle aquel! Si hubiese tratado de darle un abrazo, habría sido menester hacer gavilla.

María Teresa disfrutaba en su casita de un chorro de agua de excelente calidad; su puerta estaba todo el día abierta de par en par a fin de que los vecinos pudiesen proveerse de agua; mas como hubiese previsto que, des­pués de sus días, pasando la casa a otras manos, los pobres que sacaban agua quedarían privados de este beneficio, hizo colocar la fuente en la calle, y en el mismo sitio en que hoy la vemos. La casa de María Teresa es la que forma esquina norte de la octava calle de la carrera de Popayán en la acera oriental.

María Teresa se levantó a sí misma, sin saberlo, un monumento humilde como ella y como ella útil para los habitantes de su barrio. Si yo apeteciese fama póstuma, envidiaría para mí aquel monumento, más bien que una de aquellas pirámides de granito que con frecuencia ha levantado el orgullo a la ambición.

__________

Tú sabes, Pepe, cuál es la Calle de las Béjares; pero seguramente ignoras dónde estaba situada la casa en que las Béjares vivían. Si quieres (que sí querrás), vente con­migo una tardecita y te mostraré el sitio que ocupaba. Este sitio, ¡ay!, está hoy profanado por una casa a la moderna, de ventanas arrodilladas y de canales de hoja de lata.

¡Qué admirable es el poder de los recuerdos y el de la palabra en que se encarnan! Ha sido más fácil hacer desaparecer de aquella antigua calle unas sólidas paredes de piedra que una palabra que se lleva el aire. En vano se ha pretendido quitar a la Calle de las Béjares este nom­bre monumental. Allá en algún registro o documento oficial se llama, según creo, la calle 1a de la Carrera de Barinas; pero el pueblo la sigue llamando la Calle de las Béjares. El pueblo sabe más que los cabildos y es más poeta que ellos; si bien es cierto que para esto se necesita muy poca cosa.

Dos eran las señoras Béjares, y el abuelo de cierto amigo mío, que me ha suministrado datos, las

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conoció ya bien entradas en años, hacia el de 1760. Llamábase la mayor doña Javiera y la menor doña Joaquina; y dizque el abuelo de mi amigo, había caído en la cuenta de que la doña Joaquina era la menor, no porque su aspecto lo diera a entender, sino por ciertas muestras de deferencia que ésta daba a doña Javiera, como la de no llamarla Javiera a secas sino la niña Javiera. Tal era la costum­bre entre nuestros antepasados.

Eran ambas hermanas de procerosa estatura, enjutas y acartonadas, y en la época de que he hecho mención sus cabezas estaban cubiertas de cabellos canos, los que, re­cogidos tenazmente hacia atrás, iban a formar un moño sobre la nuca.

Usaban jubón de una tela de seda y ena­guas de bayeta azul, singularidad de que no se admirarán poco las damas de nuestros días que no tengan noticia de las modas de antaño. Atestadas tenían las antiguas cajas de nogal de polleras y de otras galas hechas de telas tan ricas y costosas como en los días de su vida no las verán las petimetras de estos tiempos; ni en una rica y ponde­rosa papelera faltaban pendientes, brazaletes y arracadas en que los brillantes y los rubíes no escaseaban más que las piedras falsas en los aderezos que lucen ahora nues­tras damas.

Pero todas aquellas prendas y ricas alhajas aguardaban en paz y sin ver la luz del día un tiempo más dichoso en que los diamantes habían de salir a lucir (o más bien a deslucirse y abochornarse) en la ruín compa­ñía de las piedras falsas, y en que las polleras habían de campar por su respeto en los bailes de disfraz, o bien convertidas en túnicas o mantos de alguna devota imagen.

Las toscas y desparejadas piezas de la vajilla de plata no llevaban, como las otras alhajas, una vida contempla­tiva y ociosa. ¡Qué cubiertos tan macizos y qué ley tan subida la del metal de que estaban hechos! Y, ¿quién había de creerlo, Pepe de mi alma?, tú y yo hemos sido dueños repetidas veces de una parte de la vajilla de las Béjares. Hoy anda por ahí en manos de todos, aunque transfor­mada en despreciables monedas de seiscientos sesenta y seis milésimos.

Decoraban la sala de la casa dos inconmensurables ca­ñapés costosamente tallados, pintados de blanco con la­bóres doradas y forrados en damasco verde; dos grandes mesas de nogal, igualmente talladas, que pudieran muy bien servir de modelo a las que hoy pasan por las de mejor gusto; un escritorio de carey con embutidos de marfil; un hermoso crucifijo con grandes cantoneras y chapas de finísima plata; la urna del niño Dios, de la misma madera que las mesas y semejante a un bazar o al arca de Noé por la infinita variedad de animalitos y de chucherías de que estaba atestada; un cuadro de la Santísima Trinidad, obra de Vásquez, por la cual tú da­rías al presente todo lo que tienes, pero que las buenas de doña Javiera y doña Joaquina no estimaban en dos ardites, por parecerles mucho más lindo ¡mal pecado! otro cuadro de las ánimas del purgatorio que, colocado frente a frente con el primero, parecía desafiarle a que ostentase como él el amarillo crómer por libras, y por kilogramos el más rico bermellón. Completaban la de­coración dos cortinas de filipichín encarnado que ocul­taban dos puertas laterales; y a propósito de filipichín, te diré que la mitad de las cortinas de aquella tela in­mortal, que tú has visto ondear henchidas por el viento en las octavas de las Nieves, no han salido de otra parte que de la casa de las Béjares.

Omitiré por ahora otros pormenores concernientes a estas señoras y todas las noticias que sobre Zabaleta tengo recogidas, a fin de que me quede algo con que ame­nizar nuestra excursión a la calle de las Béjares, dado caso que tú me dejes meter baza.

Y ahora, Pepe, háblame con franqueza. ¿Te huelgas de tener ya con quien compartir el polvo de los archivos y los constipados que persiguen a todo revolvedor de pa­peles viejos? O bien, incurriendo en una flaqueza de que puedes no estar exento, ¿sientes el aguijón de la envidia al ver que hay quien te prive del monopolio, de que por un instante has creído gozar, como único husmeador de las vejeces santafereñas?

Page 126: Museo de cuadros de costumbres, tomo III

125

Pues mira, Pepe: de cualquier manera que haya sido, has cometido una simpleza de marca y has dado mues­tras de ser un bolonio. Porque has de tener entendido que todo lo que acabas de leer no es más que un acervo de dislates, patrañas, embustes y embelecos que he acumulado para solazarme un rato y para ver si puedo darte una tragantona. Conque no hay sino tomarlo a broma o echarte a hacer investigaciones sobre los asuntos de que torticeramente y al principio de este fárrago prometí darte noticia, a fin de que puedas darme codillo con un artículo biográfico y arqueológico tal y tan bueno como el que contiene la historia del Humilladero; y no tengas miedo de que yo lo haya por enojo, principalmente si se lo dedicas a tu afectísimo amigo.

[1] Santander, magistrado de la Suprema Corte o abogado de los tribunales de la República, es Rafael Eliseo. En todas sus otras acepciones es Pepe. No se extrañe, por tanto, que después de haberle dado en el encabezamiento de este escrito el nombre de respeto, se le de ahora y se le siga dando el más familiar y de entre casa.

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EL PASEO CAMPESTRE (CUADRO DE COSTUMBRES DE RAMON TORRES) Por León Hinestrosa Los bosques en la América meridional tienen la grandiosidad y hermosura con que se ostenta casi

siempre la naturaleza primitiva, esa naturaleza a donde la mano del hombre no ha alcanzado

todavía para imprimir el sello de su civilización, del refinamiento de sus gustos, de su exquisita

sensualidad. Los jardines de las Tullerías y de Luxemburgo, por ejemplo, exhiben la naturaleza

trabajada por el hombre, notándose al primer golpe de vista la regularidad, la simetría, el artificio de

las fuentes, la artística belleza de las estatuas ostentando la blancura del mármol, los estanques

hechos cuidadosamente en forma de círculo, de elipsis o de cualquiera otra cosa, pero siempre en

una forma esmerada, siempre con las pretensiones de la civilización y el refinamiento.

Los árboles y los arbustos no crecen a su antojo llenándose de vástagos y de frondosidad con esa

franca libertad con que lo hicieran en los bosques; no se levantan aquí y allí formando grupos

caprichosos y enmarañados, de imposible análisis, de belleza inimitable. No, señor, los árboles y

los arbustos de los jardines, esclavizados y oprimidos, nacen sólo donde el hombre quiere, y, ¡ay

del inocente retoñito que se levante tímido y escondido en otra parte!: la hoz o el cuchillo de

jardinero cortará su débil existencia. Y las ramas que han crecido con el beneplácito de su amo, no

seguirán la dirección que bien les plazca, sino que se encorvarán, se doblarán, se inclinarán, se

desnudarán o morirán según la voluntad de su señor. He aquí la naturaleza vegetal civilizada, la

naturaleza esclava.

Pero la naturaleza libre de los Andes crece majestuosa y llena de vigor: el árbol orgulloso pretende

ocultar su copa entre las nubes, extiende sus brazos como para abarcar el horizonte, se llena de

frondosidad y de verdura, matiza sus colores a su antojo, engalana sus ramas con cándidas flores

y éstas exhalan perfumes deliciosos. El arbusto nace y crece débil pero también orgullosito con su

adorada libertad: ni el roble ni la corpulenta ceiba, ni árbol alguno pretende embarazar su

desarrollo, ni arrancarle una hojita, ni una flor; el árbol no abusa de su majestad ni de su fuerza

para oprimir a las débiles criaturillas que se apiñan a sus pies, pues él se levanta de la tierra, se

eleva en el espacio y no baja jamás su frente para extinguir la vida del arbusto, ni de sus ramas, ni

tampoco de sus hojas ni de sus flores.

Tolerado así por el soberano de las selvas, el arbusto crece cuanto quiere, abre sus bracitos

cuanto puede, se perfuna, se engalana, se mece alegre al soplo de la brisa, se presenta bello y

apacible. A sus pies la enredadera silvestre se arrastra y juguetea; más tarde trepa por su tronco,

lo abraza, lo acaricia, lo penetra, lo enmaraña, lo pone de punto de apoyo para trepar también en el

árbol, lo adorna con sus propias flores, lo cubre y lo hace suyo. Todo lo consiente el amoroso

arbusto engreído con el apoyo que le presta a la tierna y juguetona enredadera.

Page 128: Museo de cuadros de costumbres, tomo III

127

Sin embargo, no todo es paz y ambrosía en ese mundo vegetante. El huracán que suele romper

las cadenas con que lo tiene aprisionado el dios de los vientos, corre bramando, llega a la cumbre

rocallosa de la montaña, se precipita por la rápida vertiente, penetra en el valle, entra mugiendo en

las hendiduras de las rocas, se extiende y retumba en las concavidades subterráneas, sube veloz

la vertiente opuesta, se apodera de nuevo de las cumbres y de nuevo desciende hasta los valles

sin detenerse jamás, si la mano de un dios no pone fin a su carrera. El huracán desencadenado

atierra el cedro del Líbano, encorva y parte el pino de los Alpes, y con terrible esfuerzo descuaja la

ceiba secular que habita en los valles de los Andes.

El poeta puede inspirarse en esta naturaleza animada. Allí puede invocar el numen de Anacreonte,

pulsar la lira de Orfeo, hacerle libaciones al amor y presentarle ofrendas a la más encantadora de

las diosas. Si el poeta puede inspirarse en los prados y en los bosques, el pintor lo hará también

hermoseando sus cuadros con una variada vegetación, con caprichosas perspectivas, con mansos

arroyos y cascadas bulliciosas. Y en efecto, el señor Ramón Torres ha escogido para exhibir la

orgía de que vamos a hablar, una bellísima escena de la naturaleza rústica.

Allí se han reunido hombres y mujeres a gozar de la sombra de los árboles, a respirar el ambiente

de las flores, a escuchar el canto de los pájaros, el ruido de las fuentes, y en fin, a gozar de la

naturaleza salvaje. Hay gran comilona, danzan, cantan y hacen libaciones en honor de Baco, sin

olvidarse del amor, de ese dios que está escondido en todas partes, pero que en todas partes se

ve inquieto, travieso y juguetón, animando las tinieblas solitarias, el alumbrado y ruidoso festín, las

silenciosas selvas, la madreselva, la inmortal, las piedras que baña el arroyuelo, la húmeda roca

del altísimo picacho que se dibuja en el azul del cielo, la luna, las estrellas, y todo, todo lo que

existe, hasta el dolor, hasta la muerte. ¿Qué será lo que no llena de vida y de ventura el amor? ...

Pero no nos detengamos.

En estos paseos campestres se corre, se danza, se canta, se grita, se salta, se juega con el agua

cristalina que eternamente se desliza por entre piedras y matas; quién se trepa con esfuerzo hasta

la copa de los árboles para perseguir al pájaro en su nido; quién se para en el picacho domina la

cumbre para gritar de allí a sus compañeros; quién desciende a la hondonada, quién al abismo;

uno rueda por el declive de la colina, el otro se mece en un columpio que está pendiente de dos

árboles; éste corre en un caballo cuyas crines se agitan en el aire; aquel juega con la inocente

ternera destinada al sacrificio; aquí luchan dos jóvenes sin lastimarse en sus caídas; allí se oyen

palabras de amor; más allá la tierna y enfadada voz de los celos... ¡Qué movimiento! ¡Qué alegría!

¡Qué dulces emociones! Y el alma, viéndose estrechada por las obras de la creación, de esa

creación, que por decirlo así, aún no ha salido de la mano de Dios, se entusiasma, se eleva, se

remonta, se lanza en la región etérea, quiere abarcar todos los mundos, y al fin, impotente y

fatigada, se postra de rodillas para adorar al Eterno, a ese Ser que está llenando el espacio, que

puede medir el infinito... ¡Oh!, ¡pero de nuevo me extravío y en lugar de permanecer en la mísera

tierra voy a perderme en las magnificencias celestiales! Volvamos a tierra.

La orgía, ese complicado cuadro de que vamos hablando, representa una perspectiva campestre,

un paisaje. El bosque representa dos senos o alamedas: el que está a la izquierda se prolonga

Page 129: Museo de cuadros de costumbres, tomo III

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entre dos hileras de verdura y va a perderse a lo lejos detrás de los árboles y arbustos. Los ojos

del espectador no ven el fin de aquella calle silvestre, pero el artificio del pintor ha sabido

enseñorearse de lá imaginación y la conduce por toda su invisible tortuosidad. El prado

comprendido entre los dos muros de vegetación deja ver sus caprichosos surcos y sus yerbas

matizadas.

El seno que se ve a la derecha no se esquiva, por decirlo así, a la vista del observador y se deja

medir en toda su extensión. En él se nota un grupo compuesto de dos caballos y un hombre, cuya

naturalidad sorprende; y más a lo lejos, en último término, como dicen los pintores, se alcanza a

percibir un hombre a quien la distancia no deja ver sino confusamente. Pero una de las figuras más

notables es un hombre que se dirige con las manos ocupadas hacia la mesa del festín; se nota que

camina con cuidado, y como se encuentra a larga distancia está rodeado de humo, sus formas son

indecisas.

Hay en el cuadro cuarenta y siete figuras humanas y muchas de otros géneros, colocadas todas en

diversas actitudes, entre las cuales hay muchas notables por su naturalidad.

El sol está declinando en el ocaso y con sus débiles rayos ilumina las cumbres y las copas de los

árboles; algunas de las brillantes emanaciones del astro se deslizan por entre las hojas y los

troncos para dorar aquí y allí algunos de los objetos que están al pie de las colinas.

El hogar ha sido encendido en una linda explanada, al pie de algunos árboles, y el humo que se

desprende de la combustión se eleva en grupos que, suavemente agitados por el ambiente de la

tarde, varían de formas, se disipan, se extienden a la manera de las nieblas y cubren los objetos de

un color a veces azulado, a veces blanquecino.

Algunos grupos más felices han logrado elevarse hasta cubrir el disco del sol, y éste como enojado

de semejante audacia les lanza sus amortecidos rayos; pero el humo, enemigo a quien no pueden

vencer aquellas armas, los absorbe, los descompone y los convierte en escarlata, semejándose así

a los magos del Egipto que convertían las vacas en serpientes. Sin embargo, algunos rayos se

deslizan a pesar de aquella magia, y atravesando grupos que empiezan apenas a elevarse, llegan

en forma de dardos hasta el mismo pie de los árboles.

La caridad no fue olvidada, y allí en medio de la orgía, en medio de los cantos de Baco y los

delirios de todas las pasiones, la Providencia aparece alargando su benéfica mano al desvalido. Un

torrente de aguas cristalinas y espumantes atraviesa bullicioso por aquellos lugares; ya corre gran

trecho estrechado y silencioso, ya desciende con ruido por las pequeñas cascadas que las rocas le

han formado, ya se extiende lento y sosegado, para lanzarse de nuevo en mil tortuosidades.

Pues allí, a la orilla de ese torrente, se ve un anciano solo, desamparado, desnudo; sus únicos

compañeros son los árboles, las piedras y los brutos de las selvas, seres mudos para él, que no

pueden aliviarlo en sus miserias, ni consolarlo en su dolor. ¡Qué contraste!, en la una margen del

torrente, el mantel extendido sobre las yerbas, el hogar encendido y humeante, los apetitosos

platos circulando, los vinos ostentando la variedad de sus colores, la alegría estallando en

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repetidas carcajadas, la dicha en fin, derramándose en las danzas y en los cantos; mientras que,

en la otra margen, el hambre, la desnudez y todas las miserias de la vida, representadas en un

anciano trémulo, aterido de frío, están conmoviendo el corazón.

Así es la vida: ¡los espléndidos goces al lado de esa miseria que desgarra el alma...! ¡La

estrepitosa alegría rozándose con el abatimiento del dolor... ! Pero en medio de estas dos

voluntades del Eterno, se ve flotar casi siempre el cándido ropaje de la caridad, de esa virtud por

excelencia, de esa virtud, la más querida del Señor y la más desconocida de los hombres.

Torres ha pintado en su cuadro uno de los rasgos más característicos del mundo moral: ha pintado

las dichas al lado de las miserias. El viejo detenido por el torrente, ve desde lejos cómo sacian su

apetito los que están sentados a la mesa; es imposible pasar; pero de entre la alegre multitud sale

una mujer llevando abundante provisión para el hambriento anciano, y se la ve atravesando las

aguas del torrente. El infeliz, impaciente de la tardanza de la mujer, alarga su brazo derecho para

alcanzar el plato que aún tarda en acercársele, manifestando en todo su semblante la vehemencia

del deseo.

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EL SEÑOR EUGENIO DIAZ Por José María Vergara y Vergara

I

El día 21 de diciembre de 1858 estaba yo en mi cuarto de estudio, en ocupaciones bien ajenas de

la literatura, puesto que eran libros de cuentas los que abrían sus páginas ante mí, cuando tras un

golpe que sonó en la puerta y un ¡adelante! con que respondí al golpe, se presentó en mi cuarto un

hombre de ruana.

En nuestras sencillas costumbres republicanas no se usa portero, que es una comodidad

aristocrática, de manera que no hubo quien me anunciara el nombre de mi interlocutor. Por otra

parte, la cristiana cordialidad española no exige las fórmulas usadas por el egoísmo inglés, para

tener el menor número posible de amigos.

El individuo que me hacía aquella visita conocía mi nombre, puesto que preguntando por mí había

llegado a la puerta de casa, y esto bastaba para él; yo no conocía el suyo, pero era un hombre, y

esto me bastaba para que le ofreciera asiento y esperara cortésmente su demanda. En el breve

instante dentro del cual nos saludamos y nos sentamos, uno al lado del otro, eché una rápida

ojeada por toda la persona de mi visitante.

Era un hombre de edad madura: las canas de su cabeza acusaban en él cincuenta a sesenta años,

pero su vivaz mirada que atravesaba poderosamente los lentes de sus espejuelos, le daba un

aspecto juvenil que contrastaba con su cabeza cana. Venía primorosamente afeitado y aseado.

Vestía ruana nueva de bayetón, pantalones de algodón, alpargatas y camisa limpia, pero no traía

corbata ni chaqueta.

Este vestido que es el de los hijos del pueblo, no engañaba: se veía sin dificultad que si así vestía

era por costumbre campesina; pero su piel blanca, sus manos finas, sus modales corteses, sus

palabras discretas daban a conocer que era un hombre educado.

-Por acá me manda don Ricardo Carrasquilla, me dijo al sentarse.

-Viene usted de buena parte. ¿Y qué órdenes da Ricardo?

-Que me haga amigo con usted. Yo soy Eugenio Díaz.

-Cuente usted, señor don Eugenio, con que la letra está aceptada a la vista, contesté viendo aquel

aire apacible, de hombre no sólo bondadoso sino honrado, no sólo honrado sino inteligente, tres

cualidades que se encuentran raras veces reunidas.

-Fui esta mañana a casa de don Ricardo, continuó él con su franca mirada y su cordial sonrisa, a

proponerle que dieramos un periódico literario, y me dijo que viniera a hablar con usted.

Page 132: Museo de cuadros de costumbres, tomo III

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-¿Conque usted... es escritor?

De costumbres del campo, nada más.

-Como quien dice: «no tengo más riqueza que una mina de oro».

-¿Y ya tiene escrito usted algo?

-Sí, señor, aquí traigo la Manuela.

-¿Qué cosa es la Manuela?

-Una colección de cuadros de trapiche, la roza de maíz, la estanciera, y otros escritos de esas

tierras donde he vivido.

Y dicho esto, sacó de debajo de su ruana unos veinte cuadernillos de papel escritos, que puso en

mis manos y que yo ojeé, leyendo una línea aquí y otra más allá.

-¿Cuándo saldrá el periódico?

-Lo más pronto posible, dije, al ver que el texto que había adoptado el escritor era éste:

«Los cuadros de costumbres no se inventan, sino se copian»

-¿Qué nombre le ponemos?

-¿Le parece bueno el de El Mosaico?

-Excelente. ¿Y cuándo vamos a la imprenta?

-Ahora mismo, le contesté, porque acababa de leer rápidamente esta frase de la Manuela:

«Salió de la cocina una mujer de enaguas azules y camisa blanca, en cuyo rostro brillaban sus ojos

bajo sus pobladas cejas como lámparas bajo los arcos de un templo oscuro. ..»

Y nos fuimos en dirección de la imprentilla que estaba montando don José Antonio Cualla, quien

aceptó al punto la propuesta que sobre el asunto se le hizo, y nos previnimos para dar el número

1° el 24 del mismo mes, lo que sucedió como lo habiamos dispuesto.

He aquí como se fundó El Mosaico; y como fue su fundador el señor don Eugenio Díaz, que en paz

descanse; porque el día 11 de este mes se nos fue adelante, dejando en su periódico una página

negra, la que conmemora su muerte, y muchas imperecederas, las que contienen sus escritos.

Page 133: Museo de cuadros de costumbres, tomo III

132

II

Otro día he de hablar del bondadoso impresor que dio a la luz el primer número de El

Mosaico, hace ya cinco años y medio. La biografía del señor Cualla es larga e importante, porque a

la sombra de su bondad hicieron sus primeras armas nuestros literatos desde 1835 hasta1850, en

«La Estrella Nacional», en «El Día», que duró ochocientas treinta y cinco semanas, en «El

Duende», de imperecedera memoria, en «El Albor», y en cien periódicos más.

Los materiales del primer número de El Mosaico se fueron aprestando en dos días. Borda escribió

el prólogo, la Revista y las Fiestas de Cherburgo. Don Juan Francisco Ortiz un artículo

titulado: Vamos a la Opera.Marroquín unas redondillas a Cándido Rincón, que un año después se

fue a Roma, y murió al regreso. Don José Joaquín Ortiz nos dió su fábula de Los dos Ermitaños; y

yo farfullé El Correísta y un prólogo para laManuela. La Manuela quedaba de repuesto para el

segundo número; y Carrasquilla aguardaba para escaramucear con sus letrillas.

Vuelvo al fundador de El Mosaico.

III

Díaz nació en el pueblo de Soacha en 1804, y pertenecía a una honrada y antigua familia de

Bogotá. Hizo sus estudios en el Colegio de San Bartolomé, a donde iba a cursar facultades

mayores, en el tiempo en que estudiaban el doctor Florentino González, el doctor Ezequiel Rojas y

otros sujetos de esa generación. Un incidente decidió de su destino. Yendo al campo a visitar a su

familia, cayó su caballo, dándole un golpe terrible en el pecho, que le dejó enfermo por mucho

tiempo; por lo cual tuvo que abandonar su colegio, en donde, al decir de sus contemporáneos, era

reputado como muy buen estudiante.

Retiróse a vivir en la hacienda de Puertagrande, que era propiedad de su familia. Pasó después

a tierra caliente, donde unas veces fue propietario y otras mayordomo. De 1850 para acá dióse a

escribir, no porque pensase en publicar sus escritos, sino porque se reveló, aunque tarde,

enérgicamente su vocación de pintor de costumbres. Con la mirada del ingenio, que a semejanza

de los anteojos, afina e idealiza los contornos de las figuras, descubrió que esos cuadros

campesinos que lo rodeaban, y que se miran por todos como cosa vulgar, eran una rica mina de

artículos, porque estaban llenos de poesía.

Además don Eugenio tenía ideas políticas, ideas muy sensatas, que constituyeron al fin en su

cerebro un sistema político acabado. Viendo nuestras costumbres populares, observando los

efectos de nuestra anárquica organización política, y la ligereza que preside a las deliberaciones

de nuestros congresos, redujo su sistema a esta fórmula: «La República se debe fundar de abajo

para arriba; de la parroquia para el Congreso». Con suManuela se proponía mostrar lo vicioso de

nuestra organización política, y hacer un cuadro donde los legisladores vieran los resultados

buenos o malos que daban sus leyes en el municipio campesino.

Page 134: Museo de cuadros de costumbres, tomo III

133

Para pintar esos cuadros necesitaba de pluma, papel y tinta; y en las retiradas haciendas en que

vivía ganando apenas lo necesario para sostenerse, no era fácil proporcionarse estos útiles.

Para suplir los libros había leído en la naturaleza; para suplir la pluma, tajó una caña seca de

guinea; el vástago de plátano le suministró tinta, y todas las cubiertas de cartas que hubo a la

mano se convirtieron en páginas de su novela.

Con estos útiles y con aquella imaginación ingeniosa y artística trazó cuadros admirables: la tierra

caliente quedó trasladada al papel, como si se hubiera empleado para ello el daguerrotipo. Sus

novelas carecen de esas peripecias que abundan en la novela del siglo XIX: no tienen más

situaciones dramáticas que las que aparecen en la vida. Sin embargo, agrupa los cuadros que

quiere pintar, en derredor de su protagonista, de manera que le resulta una trama interesante

aunque sencilla.

Nunca enreda como A. Dumas; pero siempre describe como Cervantes y Walter Scott. Su estilo es

caluroso y pintoresco, lleno de imágenes de buena ley, graciosas, originales; su lenguaje es

incorrecto, pero está exento de galicismos y de neologismos, porque Díaz no conocía la literatura

extranjera.

Excusado es decir que siendo tan ingenioso y delicado observador, no dio entrada en sus

cuadros a lo feo y repulsivo, es decir, a lo inmoral. Por el contrario, un suave tinte de moral

cristiana baña sus escritos como la tibia luz crepuscular dora los campos cuando va a a ausentarse

el sol.

En 1857 tuvo que trasladarse a Bogotá a acompañar a su madre enferma y anciana. Por modestia,

por costumbre, y aun por no tener de sobra los recursos, no guizo vestir traje cortesano. Se exhibió

como escritor, pero de ruana: nunca le dio vergüenza no tener levita. Este traje formaba parte de

sus virtudes: una de ellas era la de ser tan riguroso republicano, tan riguroso cristiano, que se iba

al cuaquerismo. No tomaba vestido cortesano; no toleraba que los domésticos le llamasen amo; no

hallaba a nadie inferior a él.

No tenía embarazo ninguno, ni se mostraba encogido cuando hablaba con personas de alta

posición; en cambio no tenía orgullo ni manifestaba desdén o tosca familiaridad cuando hablaba

con un criado. Eran para él literal y prácticamente iguales todos los hombres.

Era fervoroso creyente de los dogmas de la Iglesia Católica con todo el dulce y tierno apego de las

almas honradas y de los espíritus rectos; pero sin la intolerancia de las almas incultas o malas. Su

programa en política era conservador; y a pesar de ser un perfecto republicano, o mejor dicho, por

la misma razón de ser un republicano perfecto, no aceptaba la democracia anárquica. En sus

amistades era constante y delicado, sin imponer ni aceptar pretensiones, sin cultivar

cumplimientos, sin cambiar nunca lo cordial por lo familiar.

Tal era el hombre que conocí entonces como escritor de la bellísima novela que empezó a salir

en El Mosaico, y que no siguió publicándose porque don Eugenio no quería poner en limpio los

Page 135: Museo de cuadros de costumbres, tomo III

134

confusos borradores. Rogábale yo que lo hiciera, y él tomaba papel para obedecer; pero en el acto

sentía el convite que la pluma hacía a la imaginación; y en lugar de copiar y pulir la novela que

tenía por delante, improvisaba otra no menos larga, no menos ingeniosa, no menos rica.

Ya había publicado Una ronda de don Ventura Ahumada, y luego escribió El rejo de enlazar, Las

fiestas de Chapinero y las Aventuras de un geólogo, tres novelas de no menor mérito. Cuando em-

pezó a publicar laManuela me decía don Julio Arboleda que era una novela admirable, y en prueba

de ello, repetía de memoria, acompañando la narración con la mímica que en él se indica, este

trozo tomado del capítulo 1º:

«Iba el lector en un pasaje interesante de su lectura, cuando fue interrumpido por Rosa, la que

poniendo un oie en el extremo de la barbacoa, levantó el otro con destreza y agilidad para alcanzar

a cortar un pedazo de carne de la pieza que colgaba de una vara suspendida con cuerdas del

techo, y con la necesaria interposición de totumas y tarros que garantizan de ratones. Si al viajero

había parecido Rosa, dándole posada, una mujer bondadosa, ahora, suspendida en un pie de la

punta de una barbacoa, los brazos alzados y el cuerpo lanzado en el aire, advirtió que era

elegante, y en aquella postura y recordando que estaba ocupada en su servicio, le pareció el ángel

del socorro».

O bien esta otra observación social:

«Son los chiribicos, dijo Rosa, después de examinar los dobleces de la sábana.

-¿Y qué se hace con ellos?, preguntó don Demóstenes.

-Con los chiribicos y con don Tadeo, el tinterillo, no hay remedio que valga».

En los años de 1859 y 1860 dió a luz la mayor parte de sus artículos. En la «Biblioteca de

señoritas», cuyo culto redactor, el señor Eustasio Santamaría, le puso un pequeño sueldo, y en El

Mosaico, salieron los siguientes:

A mudar temperamento- El Boquerón-El trilladero de la hacienda de Chingatá-El viaje de Carlitos a

las grutas de San Diego.-Una elección de prior-Un preceptor de escuela-Una cascada nueva.-Un

recuerdo del doctor Melendro-La Ruana-El Predicador-De gorra-Mi pluma-La mujer en la casa-

Un paseo a Fontibón-Las fiestas de Monjasburgo- Federico y Cintia-Modismos del idioma-

La variedad de los gustos-Un muerto resucitado-La hija y el padre-El caney del Totumo -La palma-

María Ticince o los pescadores del Funza y El Trilladero de la hacienda de El Vínculo, que fue el

último artículo que escribió, y salió en El Mosaico hace un año.

Entre estos artículos y otros cuyos nombres no puedo recordar por ahora, hay algunos excelentes,

pinturas de primer orden, siempre grandes por la verdad y la maestría, y siempre rebajadas por el

lenguaje incorrecto. Si el señor Díaz hubiera poseído el lenguaje, como poseía ingenio, hubiera

figurado en la primera línea de los escritores castellanos.

Page 136: Museo de cuadros de costumbres, tomo III

135

IV

Una enfermedad crónica, incurable y dolorosa, le postró en cama desde 1861. En ella sobrellevó

con resignacióu sus dolores, sin más consuelo que su pluma, de que hacia uso sin cesar en su

lecho, aunque sus achaques no le dejaban casi ni la posibilidad física de escribir, por lo cual tenía

que escribir acostado. En todo el tiempo de su prueba y su martirio, escribió algunas de las novelas

que dejamos apuntadas, y algunos artículos sueltos que, como sus novelas, yacen inéditos.

Ultimamente, desde el mes de marzo, las horas de su vida, que habían corrido mansas y

silenciosas, comenzaron a precipitarse, al acercarse la de la muerte, como las calladas ondas del

Funza al acercarse a la catarata. Los primeros días de abril los pasó en el último dolor; el 11

comenzó su agonía por la mañana, y al empezar la tarde, entregó su alma a Dios.

Todos sus amigos y admiradores concurrieron afligidos a alzar sobre sus hombros el féretro en

que, vestido de un hábito de franciscano, descalzos los pies, la cara apacible y serena, yacía el

ingenioso escritor donEugenio Díaz, cuyo cuerpo está ya entregado a esta tierra en la que siempre

vivirá su memoria.

Bogotá, abril 13 de 1865.

La novela de don Eugenio Díaz, titulada "Manuela", de que se hace mención en la biografía

preinserta, pertenece al género de obras que nos hemos propuesto coleccionar.

Compónese de cuadros de costumbres nacionales, en los que brilla singularmente la verdad

que constituye el principal mérito de todos los del mismo autor. Mas como estos cuadros son

capítulos de una novela y tienen consiguientemente un enlace sostenido, la obra se lee con doble

interés.

Por estas razones creemos adquirir un título más a la benevolencia del público insertando dicha

novela.

LOS EDITORES

_______

Al señor Ricardo Carrasquilla.

A sus indicaciones, y al interés que usted ha tomado, se debe que mis pobres escritos hayan visto

la luz pública: usted me ha llevado como de la mano en esta carrera, como un niño que guia a un

anciano débil por un camino que no es el suyo, librándolo de los hoyos y de los pedriscos.

El nombre de usted debe ser, pues, el apoyo que tenga la Manuela en su travesía por el mundo:

por esto, y por gratitud, se la dedica, su viejo amigo,

Eugenio Diaz

Bogotá, diciembre 13 de 1858.

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EL ALMA DEL PADRE MARIÑO[1] Por José María Quijano Otero

A Rafael Eliseo Santander

2 de noviembre de 1877.

Es día de finados, querido Pepe.

En esta fecha, más que en otra alguna, se avivan en el alma los recuerdos de aquellas personas queridas que guiaron nuestros primeros pasos en la vida, y que hoy duermen sueño más o menos duradero, pero del cual despertarán para recibirnos en sus brazos. Durante el año, hora por hora, y minuto por minuto, un ser misterioso pronuncia el nombre de alguna persona amada sobre la tierra, y ella abre las alas que su alma tiene y nuestros ojos no ven, para acudir con presteza al llamamiento del Eterno; no deja como huella de su paso en la vida sino un nombre y una fecha, sobre una piedra que llaman mármol, para los poderosos; sobre una hoja de papel, que llaman his-toria, para los grandes de la tierra; sobre dos leños abrazados que los creyentes llamamos cruz, y que el universo venera como símbolo de redención, para los desheredados del mundo.

Yo, que de años atrás vengo amañándome más con los muertos que con los vivos, estoy en mi día. Solo, perfectamente solo en mi oficina; llenada la tarea del día, sin que algo quede pendiente en mi escritorio; doy descanso a mi alma y la dejo que vuele por campos desconocidos, temeroso de encontrarme con ella, ¡porque el téte a téte conmigo mismo, me daría miedo!

Y el alma va y viene, y después de ver de paso o siquiera sea en sueños a las personas que nunca más verán mis ojos, se concentra en sí misma, y mi cuerpo queda aletargado como tiene que suceder al dejar de animarle la centella inmortal que le anima.

Pára esta noche, noche de finados, querido Pepe, tengo la sospecha, y de tiempo atrás abrigo la esperanza, de que en ella Dios permita a los muertos venir a visitar a los vivos; y ya que en más de una vez he ido a dejarles en una oración algo como una tarjeta de visita, hoy me quedo solo aguardando a que galantemente vengan a corresponderla.

El edificio está vacío..., la noche oscura: circunstancias propicias para los cuentos de aparecidos y de fantasmas. Cuando niño, me asustaban con ellos; y hoy hombre, soy yo quien los llama, yo quien aspira a que vengan a hacerme compañía durante algunos de los momentos que han de vagar por el mundo.

Y parece que Dios oyó mi súplica. La puerta del espacioso salón se ha abierto lentamente, y una figura singular ha entrado por ella. Lleva el hábito blanco y la capa negra de la religión dominicana, pero en sus hombros brillan las charreteras de coronel, en sus botas granaderas suenan las espuelas del jinete; y en vez del rosario de la Orden de Predicadores, se alcanza a ver que lleva al cinto la espada de los caudillos.

No tuve que pensar mucho para reconocerle. En mi niñez había oído hablar repetidas ocasiones de un ilustre personaje que en días calamitosos para la patria había colgado los hábitos, como generalmente se dice, y marchado, para los Llanos donde la libertad buscaba asilo después de haber visto caer a muchos de sus buenos hijos; se incorporaba con su partida a la invencible columna de Nonato Pérez, y con él hizo campañas, llevó a cabo maravillosas correrías, y ganó combates singulares.

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Sí; no podía ser sino él. En su fisonomía quedó impreso el aire severo de quien está enseñado a mandar y a ser obedecido. Su tez está tostada por el sol de los Llanos; sus ojos brillan con esa penetración que adquieren en los desiertos donde tienen que dominar grandes distancias, lo mismo que los del águila ganan poder singular a fuerza de tener que escudriñar la tierra desde las vastas soledades del espacio.

Sí; no podía ser sino él. Con el poder intuitivo de mi espíritu, mucho mayor en aquel instante en que la materia estaba subyugada, pude leer su biogarfía como si hubiera estado escrita sobre su pecho: era el que en el siglo se llamó Ignacio Mariño, en el claustro de los Predicadores Fray Ignacio, en las pampas de Casanare y en la historia el Coronel Mariño.Con esa misteriosa facultad que llega a poseer quien se consagra al estudio de la historia, siquiera sea de una comarca, con la doble intención de deducir lecciones para lo futuro y de corregir en lo posible olvidos o injusticias, pude ver al cura de almas de Tame, Macaguane y Betoyes deponiendo en 1816 las insignias sacerdotales para convertir a sus feligreses en guerreros abnegados de una causa; le vi luego, de acuerdo con las guerrillas que comandaban Francisco Rodríguez y Manuel Ortega, luchando contra la columna con que el coronel Bayer se dirigía a Guadualito; sorprendiendo en Chire, el 27 de marzo de 1817, el escuadrón del capitán Manuel Jiménez que sucumbió al filo de la espada; y dando en seguida el salto de Pore, que redimió a Casanare donde la libertad se refugiaba, arrojada por fuerza mayor de breña en breña, batida aquí, herida más allá, nunca vencida, y levantando en los desiertos altar oculto donde rendir homenaje al Dios Redentor de los oprimidos, con corazones poco ilustrados pero reconocedores de su grandeza al admirar la inmensidad de sus obras.

Me pareció verle contristado, pero resuelto, acompañando al banquillo a Bayer y sus edecanes europeos cuando en ellos cumplió el formidable Galea la represalia de los asesinatos de Morillo. Me pareció volverle a ver radiante de alegría al recibir noticias favorables de las guerrillas que en la provincia del Socorro dirigían José Ignacio Ruiz, los hermanos Salazar, e Ignacio Calvo; y luego airado al tener noticia del sacrificio de La Pola y de sus compañeros mártires, ordenando la muerte de los prisioneros que tenía, no por medio de las armas, sino arrojándolos a cualquiera de los ríos de Casanare, porque él, en la terrible necesidad de exterminar para no ser exterminados, y en su santo candor patriótico, tomaba al pie de la letra las palabras de la Iglesia, y disponía la sofocación en el agua para evitar la efusión de sangre, «por el temor de quedar irregular».

Le volví a ver en 1818 en el memorable asalto de la fundación de Upía y el 21 de febrero batiendo con Ramón Nonato Pérez la columna realista que dominaba en San Martín, y dejando libre toda la región de los Llanos, cuyos hijos, supieron vivir libres como los vientos que no hallan barrera en aquella inmensa región, altivos como sus jaguares, que se sorprenden de hallar presa porque nadie ha de respirar donde ellos imperan soberanos. Le alcancé a divisar entre el fragor de Boyacá, en que la patria quedaba redimida; el 10 de agosto entrando al frente de su escuadrón entre la lluvia de flores, de lágrimas y de bendiciones con que los recibía un pueblo agradecido; y dos días después volviendo al templo donde años antes había hecho sus votos a celebrar la misa, que debió de ser doblemente solemne, en que, depuestas las insignias militares, desceñida la espada y descalzadas las espuelas, pudieron verse aquellas mismas manos que habían em-puñado un arma para redimir a un pueblo, alzar en alto la hostia, santo símbolo de la redención del humano linaje.

-.¿Qué hace usted aquí?, me dijo con aire severo, como quien sorprende a un intruso en su propia casa.

Como yo callaba, sin poder dominar por el momento la primera impresión:

-¿Qué hace usted aquí?, repitió.

-He cumplido ya mi deber, le contesté, y ahora descanso pensando en los muertos.

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-Sí, me replicó; yo bien sé que usted no se olvida de ellos; y por lo mismo espero que sea mi guía en esta noche en que vuelvo a la tierra, y queriendo visitar mi convento me hallo perdido y no lo encuentro. ¿Qué edificio es éste, y dónde queda el convento de Santo Domingo?

-Está usted en él, mi padre... no; mi coronel.

-Entonces vamos a la celda del Prior; yo le llevaré a usted... vamos, sígame usted.

Yo le seguí al claustro principal.

El padre se detuvo contemplando desde el piso alto el bellísimo jardín y la fuente que le da frescura, y le oí decir entre dientes: -¡De buen gusto!, ¡cómo cambian los tiempos!

Llegamos al claustro donde están hoy las secretarías de lo interior y relaciones exteriores y la de hacienda y fomento.

-Desconozco las puertas, me dijo. En este extremo se hallaba la celda del Prior; en aquel la del Provincial; ¿qué han hecho aquí?

-La primera es hoy el despecho del secretario que tiene a su cargo el régimen general interior del país y el cuidado de las relaciones de amistad, comercio, etc., que Colombia cultiva con la mayor parte de las naciones. En la segunda se encuentra el despacho del miembro del ejecutivo que maneja la hacienda pública y fomenta las mejoras materiales en la Unión.

-¿Y cómo andan esos ramos?, me preguntó con vivacidad.

-En el interior hay completa paz; con el exterior buenas y cordiales relaciones; el tesoro público está desahogado, y en cada uno de los Estados se está llevando a cabo alguna mejora de gran trascendencia.

-Bajemos, me dijo; y con ese aire que se impone, que no admite discusión de ninguna clase, me condujo al primer piso del edificio, y después de ver la portería, volvió a entrar.

-Aquí era, e indicó el primer salón a la derecha, el refectorio de la comunidad, donde por cierto teníamos escasa pitanza.

-Hoy es la tesorería general de la República, donde casi siempre hay un sobrante de $200.000, y las órdenes de pago se cubren a la vista.

El me miró en silencio, y siguió andando.

-Aquí, agregó sacudiendo la puerta del salón donde en años pasados se reunió el Senado, era la sala de profundis.

-En ella se celebraban hasta hace pocos días las reuniones de la sociedad de medicina; y en la actualidad están ahí depositados los objetos que figuraron en la exposición de la industria nacional, celebrada en 1872.

La sombra sacudió la puerta como si quisiera entrar, y le oí decir entre dientes: -¡Vamos!, ¡él no podrá seguirme!, y luego:

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-Volvamos a la sala donde usted estaba. Yo tengo que verlo todo de prisa, porque al sonar las nueve debo volver a cumplir la misión que se me ha impuesto en lo alto.

Tan pronto como llegamos abrió uno de los balcones, y dominando desde allí el segundo patio, me dijo:

-Toda esta parte habrán tenido que reedificarla, pues la destruyeron los terremotos de 1827.

-Sí, mi padre, le contesté: apenas se han aprovechado algunas paredes que no alcanzaron a desplomarse.

-Allí en el tercer piso, continuó el coronel como si hablase consigo mismo, estaba en un lado el dormitorio de los legos, y en el otro el de los devotos.

-Hoy, le interrumpí, están en la parte que mira al occidente los archivos de la República, y en la que mira al norte los del Virreinato. Los primeros empiezan con el acta de instalación del Congreso de Angostura el 17 de diciembre de 1819, y en él se habrá legajado hoy la nota en que el gobierno de Antioquia comunica al de la Unión la plausible nueva de haber dado comienzo a la vía férrea que pondrá en comunicación a Medellín con Puerto Berrío en el Magdalena.

-¿Y en los segundos, qué conservan?

-Esos principian con la hoja de servicios de Gonzalo Jiménez de Quesada, y el acta de instalación de la Audiencia el 7 de abril de 1550, y acaban con la orden que el Virrey Sámano pensó comunicar al general Barreiro el 8 de agosto de 1819, y en la cual no acabó de poner la fecha en la media noche de aquel día porque a esa hora entró a su gabinete el coronel Martínez de Aparicio con la derrota de Boyacá pintada en la cara. Allí se conservan como mera curiosidad histórica, ya que la lucha de emancipación de un pueblo no tiene necesidad de ser justificada, las Reales órdenes del 6 de agosto de 1603, de 22 de diciembre de 1606, de 24 de julio de 1610 y por último la ley 8a del título 3, libro 3 de la Recopilación de Indias en que se prohibía a los colonos, so pena

de la vida, comprar o vender a extranjeros; la Real orden de 3 de diciembre de 1549, repetida después muchas veces, en que se imponía pena de la vida a quienquiera que sin permiso del rey pasase a América; la orden de la Real Audiencia que Lima publicó por bando el 17 de julio de 1706 prohibiendo que los indios, mestizos, o quienquiera que no fuese español, pudiese comerciar, «porque no era decente se ladeasen con los peninsulares...»

-Y fue por eso, y por... me interrumpió la sombra llevando la mano a la empuñadura de la espada...

-Sí, mi coronel, le dije deteniéndole... fue por eso... y continué:

Allí se conservan como curiosidades para la historia, la Real cédula publicada el 6 de octubre de 1804 (¡ayer!), en que el rey de las Españas prohibe en sus dominios de América el plantío de viñas y olivares; la resolución gubernativa prohibiendo el cultivo del lino en Santafé, iniciado por el doctor Lazo; la causa seguida contra Gijón en Quito por el delito de haber establecido fábrica de paños; y las que se siguieron en Santafé a don Juan Illanes por haber establecido un batán; a Chavarría por haber montado fábrica de loza; a Pierri por haber establecido la de sombreros; a Roel por haber intentado abrir a su costa un camino que por el Opón comunicase el interior del país con el Magdalena; a...

-Y fue por eso, interrumpió la sombra;...y por...

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-Sí, mi coronel; y ahí se conservan la Real Cédula en que se impone pena de muerte a quien lea la historia de América por Robertson; la real orden prohibiendo en el Nuevo Reino el estudio del Derecho de gentes; la Real Cédula dictada por Carlos IV (¡ayer!), en que se opone al establecimiento de universidad en Mérida «por cuanto no consideraba conveniente la ilustración en

América»; y, por fin, la orden que solicitó y obtuvo el Virrey Amar (¡ayer!), para que no se hiciera uso de la imprenta obsequiada por don Manuel de Pombo al consulado de Cartagena...

-Sí; exclamó la sombra, golpeando el suelo; ¡fue por todo eso!

Su mirada tenía algo tan severo; sus manos estaban tan crispadas; su fisonomía tan airada, que yo callé y algunos minutos permanecimos en silencio e inmóviles.

-Allí en la planta de este segundo claustro, me dijo señalando al frente, estaban la cocina del convento y el matadero de ovejas.

-Hoy la primera, le contesté, es la oficina de encomiendas y la segunda el despacho general de correos.

-En mis tiempos, me dijo, esos dos ramos no daban mucho que hacer.

-Hoy cada correo que parte para el sur o Europa lleva de 20 a 100.000 duros, y diariamente entran y salen tres o cuatro valijas en distintas direcciones.

-En esa esquina donde por la parte exterior se ostentan las armas reales, era el lugar..., en fin, el número ciento...

-Yo sé, mi coronel; hoy funciona ahí la oficina central del telégrafo, que pone en comunicación instantánea la capital con Cúcuta en el norte, con Buenaventura en el sur y que mañana se enlazará en Panamá con Europa y las Repúblicas del Pacífico.

-¡El rayo, dijo la sombra, se ha convertido en chispa para ponerse al servicio del ingenio humano!... Y luego continuó:

-Aquí en el segundo piso, y en la parte occidental, era el oratorio de los legos; ¿qué hay ahora?

-La Corte Suprema de Justicia.

-¿Y la administran?

-La Corte es una garantía en toda ocasión contra los abusos de los mandatarios, y aun contra los mismos de las legislaturas. La honorabilidad de las personas que hoy ejercen tan delicado encargo haría desear a todos los litigantes que fuera este Tribunal quien decidiera todas sus gestiones.

-Y bien, aquí en donde usted está, era el noviciado; ¿qué han establecido ahora?

-Hasta hace muy pocos días era la oficina de la dirección general de instrucción pública, obligatoria y gratuita en toda la nación. Para mediados de diciembre, al concluír el año escolar, saldrán de los establecimientos públicos más de 50.000 niños que saben leer y escribir, geografía, historia patria, matemáticas, etc.

-Esos son los verdaderos triunfos de la República, y para ese día las campanas deberían echarse a vuelo y los cañones saludar tan grato acontecimiento. Demasiadas ocasiones lo han hecho en

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celebración de algún triunfo fratricida, para que no lo hagan el día en que se arrebatan a la ignorancia 50.000 víctimas.

-Hoy funciona en este local, continué, la oficina de la junta auxiliar del poder ejecutivo para la organización de la compañía nacional que emprenderá la construcción del ferrocarril que, atravesando por el territorio de los Estados de Cundinamarca, Boyacá y Santander, comunicará a Bogotá con el bajo Magdalena.

-Sí, exclamó la sombra, la República anda, la República prospera; y luego, poniéndose de pie, agregó:

-Dios bendiga a aquellos que la aman y la impulsan por la vía del progreso.

-Como la generación presente, le dije, os bendice a vosotros que la fundásteis.

En aquel momento los relojes de la ciudad dieron tres golpes, anunciando que sólo faltaba un cuarto para las nueve.

-Segundo toque de marcha, dijo el coronel; pero como no quiero irme de la tierra sin volver a ver el cuartel a donde llegué con mis compañeros de armas después del triunfo de Boyacá, lléveme usted a San Agustín.

Prontamente nos pusimos en camino. El padre admiraba de paso los elegantes edificios de las dos Calles de Florián que teníamos que recorrer para llegar a la plaza. Al entrar en ella, la luna, desembozada ya de su ropaje de nubes, iluminaba de lleno el grandioso edificio que allí se está construyendo, y el padre me dijo:

-Allí estaban la audiencia, la real cárcel de corte, y el divorcio.

-Que han sido reemplazados por el Capitolio de la nación.

-En el centro, donde se alza la parte principal del edificio, quedaba la sala de tormento.

-Ahí se reune hoy el Senado de la República.

La sombra meditó un momento, y continuando nuestra marcha aceleradamente, llegamos a la esquina de Santa Clara.

-Aquí vivían tranquilas y felices las religiosas... ¡Cuán sensible es que no hubieran respetado siquiera a las mujeres!... ¿Qué han hecho en este edificio?

-En él se ha establecido la Escuela Normal de señoritas, donde se educan e instruyen ciento o más niñas, que saldrán de él a propagar la ilustración en los distritos, con una posición asegurada.

-Y así serán otras tantas víctimas arrebatadas al vicio o a los peligros de la vida.

Tres toques distintos interrumpieron en aquel instante nuestro diálogo: los relojes daban lenta y pausadamente los nueve golpes que el coronel aguardaba como tercer toque de marcha; los clarines de los cuarteles daban el de silencio; y en el edificio resonaba el coro bellamente preparado por el señor Síndici para los certámenes de la escuela. Algunos versos se perdían en el sordo rumor de la noche, pero otros nos llegaban distintamente:

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«Gloria, gloria a los héroes preclaros... ».

-Adiós, me dijo la sombra. Es hora de regresar a la eternidad, y el toque del antiguo clarín de mi regimiento me anuncia que debo volver a mi sueño de silencio y de olvido. He vuelto una vez a mi patria de la tierra, y la he hallado próspera y feliz; vuelvo regocijado a la del cielo...

«¡Patria, patria, tu nombre sagrado!»... cantaba el coro...

¡Patria!, ¡Patria!, devolvió el eco; y ¡Patria! ¡Patria!, alcancé a oir en el espacio, donde se perdía la sombra.

__________

Quedé sumergido en profunda meditación algunos minutos y repentinamente volví en mí sobresaltado al sentir que alguien me tocaba el hombro.

Me hallé entonces sentado en mi escritorio en la oficina y cerca de mí el oficial de la guardia del edificio que, galantemente, venía a advertirme que era hora de cerrar las puertas.

Maquinalmente recogí los papeles que tenía por delante, y hallé este artículo que cariñosa y respetuosamente envío a usted, mi querido Pepe, como un humilde hijo de mi imaginación que busca quien le apadrine.

[1] A este artículo, que describe nuestra capital durante la paz de la República, servirá de complemento uno de la señora doña Josefa Acevedo de Gómez, que pinta el atraso de la Colonia y otro del doctor Salvador Camacho Roldán, que describe la ciudad después de los horrores de una guerra civil.

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EL LAGO DE LAS SERPIENTES (EN EL CHOCO)

Por Juan de Dios Restrepo

Provocado por un sol brillante, raro en esos países nebulosos, cogí la escopeta y me fui a vagar

por las selvas. No encontrando caza mayor, me divertía cogiendo esas pequeñas y lindas ranas

color de oro, de cuya piel se extrae un veneno mortal, matando hormigas negras, llamadas congas,

cuya picadura da vértigo y contemplando los colores variados y caprichosos de infinidad de

insectos alados que usted no conoce ni conocerá jamás. El país es ligeramente accidentado y

atravesando colinas, laderas y pequeños valles, me perdí completamente en la espesura.

No me curaba de las culebras ni de los tigres, pues si el peligro cara a cara puede aterrarme,

nunca el peligro contingente. Encontré un arroyo con aguas tan límpidas, que me propuse seguirlo

hasta su nacimiento; poco a poco se iba apretando su cauce en rocas de pórfido, hasta que al fin,

sólo caminando por entre el agua, pude seguir su curso. De repente se abrió la estrecha gruta que

seguía, presentándose a mi vista un salón con paredes perpendiculares, tan lleno de sombra y

frescura que parecía un retrete construído por las hadas. Arriba, los árboles del bosque,

entrelazados por tupidas lianas, formaban un verde pabellón; flores de rara belleza y perfume

delicioso colgaban en festones sobre las rocas. Un torrente salía de entre las enredaderas

formando una cascada vaporosa, cuyas aguas descompuestas en espuma, caían en lluvia de

perlas.

Miríades de mariposas azules volaban por todaspartes. Abajo, en derredor del semicírculo formado

por la roca, había una ancha faja de césped cubierta de flores irisadas; y en medio, el agua de la

cascada formaba un pozo cuyas ondas transparentes eran dignas de refrescar las formas de Diana

cazadora. Las flores, las enredaderas, el lago, la cascada, las mariposas y el pabellón de los ár-

boles formban un conjunto de belleza indescriptible. No pudiendo resistir al deseo de bañarme, me

sumergí en el agua. Parecíame que a cada momento veía entrar una ondina de verde cabellera o

una sílfide de mirada voluptuosa.

Pero de repente penetró por donde yo había entrado una culebra cascabel, y en pos otras corales,

equis, mapanaes, verrugosas, etc., toda la gran familia venenosa estaba allí representada.

Juguetearon un momento sobre el césped y se arrojaron al agua. Me quedé inmóvil, sumergido

hasta el pescuezo, pues sabía que al hombre quieto no lo muerden las serpientes. Jugueteaban en

el agua formando figuras caprichosas; algunas veces se rozaban contra mí y el frío de sus anillos

me penetraba hasta el corazón. Conocí pronto que no tenían ninguna mira ofensiva sino bañarse

únicamente. A poco rato se salieron por donde habían entrado y no volvieron más. Yo debía haber

quedado loco o por lo menos con el pelo cano, y sin embargo, conservo algunos átomos de juicio y

no tengo una sola cana en los cabellos.

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Supe después, por los indios, que aquel baño se llama el lago de las serpientes, muy frecuentado

por ellas en los días calurosos.

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LA BARBERIA Por José Manuel Groot

Pinté un cuadro de barbería, y voy a describirlo con todos sus pormenores, agregándole algunos

otros episodios para mejor inteligencia de las costumbres de nuestros rapistas, que a buen andar

van desapareciendo con los resplandores de las barberías francesas y la moda de las barbas. Pero

antes permítame el lector echar una mirada retrospectiva sobre los peluqueros de los tiempos

aristocráticos de coleta y bucles; pues no será razón que se pierda la idea de sus costumbres.

Eran éstos unos hombres formalotes y bien criados, por el roce que tenían con las barbas de los

grandes, que con toda su aristocracia no se desdeñaban de conversar con ellos, y antes les

buscaban el pico, para que los entretuvieran mientras les hacían la barba y los peinaban. Con

pintar al maestro Lechuga, habremos dado el tipo de todos ellos.

Tenía tienda en la calle del Chorro de la Enseñanza (aunque entonces no había chorro, sino

enseñanza, que ya no hay), bien limpia y esterada; con canapé y sillas de guadamacil; mesa con

escritorio de carey, para guardarlos instrumentos del oficio; las paredes estaban adornadas con

grandes estampas de la historia del hijo pródigo cuadro de la Virgen con marco dorado y espejo de

luna verdosa con marco de talla.

Una cabeza de palo para amoldar pelucas y el telar para hacerlas, ocupaban lugar sobre otra mesa

más pequeña; y en fin, el mollejón a un lado de la puerta, la cual tenía sus dos abras de bastidores

con celosía, pintadas de verde.

Era el maestro Lechuga peluquero de los virreyes, con quienes departía familiarmente, sin que por

esto dejara de ser muy patriota desde el 20 de julio y luego acérrimo partidario del Presidente

Nariño; es decir pateador, anticarraco y enemigo de los socorreños.

El maestro Lechuga era hombre de edad, alto y amojamado, cotudo, de gorro almidonado y casaca

de paño blanco, capa blanca, calzón corto con charnelas, medias blancas de la tierra y zapatos

con hebilla de cobre. Como todos los de su oficio, cuando iba a peinar a las casas, cargaba

terciada como carriel bajo la capa, una grande bolsa de badana blanca en forma de morcón de

manteca, donde iban los polvos de almidón y la borla de polvorear, que no era de pechuga de pato,

sino de pabilo.

En los grandes bolsillos de su casaca iba la chácara de badana colorada, con varios senos que

guardaban las navajas, tijeras, peines, lancetas, fierro de rizar y gatillo de sacar muelas; porque

entonces los barberos eran sangradores, sacamuelas y ventoseros, cuando las ventosas eran

sajadas y los ventoseros no conocían sanguijuelas, cuya operación hacían con la navaja de barba.

La jabonera, hisopo y marrones de alambre iban en otro bolsillo.

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El maestro Lechuga y el Patazas eran los más afamados para peinar mujeres; ¡y cuidado, que eso

tenía obra! No se peinaba una dama, para visitar a la virreina o ir a baile, en menos de tres o

cuatro horas, y el peinado costaba una onza. Quienquiera formarse idea de estos peinados lea en

Quevedo el romance de los gatos, que peleando en un tejado, vinieron rodando a dar sobre el

peinado de una dama que a este tiempo pasaba por la calle y no los sintió, aunque siguieron la

gresca encima.

Nunca olvidaré que a pocos días del 20 de julio, al maestro Lechuga debí la independencia de la

coleta, que tiranizaba mi cabeza. Era el peluquero de casa, y como desde aquella gloriosa fecha se

proscribió el peinado español y se adoptó el de pelo corto, introducido por Bonaparte en Francia,

mi padre se hizo cortar la coleta y mandó ejecutar la misma sentencia sobre la mía.

Era la coleta un moño largo de menos de una cuarta y tan grueso como una longaniza, el cual se

hacía de un mechón largo de pelo que se dejaba en la nuca. Este se sobaba con alguna pomada,

o con sebo, y luego dándole dos o tres dobleces, se iba envolviendo con un cordón de pabilo muy

apretado, y hecho esto, se envolvía como tango de tabaco con una cinta negra.

Este diablo de colgajo fastidioso caía sobre la espalda, y a lo que uno volvía la cabeza para un

lado u otro, le azotaba por el opuesto. La libertad de la coleta, que trajo consigo la del coleto, no se

ha apuntado entre las conquistadas con la revolución del 20 de julio, y yo, por mi parte, quiero

remediar la omisión, bendiciendo la tijera libertadora del maestro Lechuga, y ruego a Dios no per-

mita que a los peluqueros franceses se les antoje resucitar la coleta, porque protesto no entrar por

la moda aunque todos se vuelvan coletudos.

Después, en los tiempos de la patria, los barberos y las barberías tomaron un carácter más

democrático, aunque conservando siempre cierta originalidad tradicional.

Todos habrán conocido la barbería del maestro Juan situada en una tienda de la calle de la Puerta

Falsa, o falseada, de Santo Domingo, bajo el edificio de la antigua Universidad Tomística que

tantos y tan buenos doctores dio a la patria, cuando estuvo para expirar, en virtud de la nueva ley

de estudios que creó la Universidad Central.

A esta tienda solía yo ir a cortarme el pelo: porque en cuanto a las barbas, nunca me las he dejado

manosear de otro; yo mismo me las pelo; mas no por miedo de que me degüellen, porque esto se

queda para los hombres grandes que se han dado a querer de todos y temen que los echen antes

de tiempo para el cielo.

En uno de estos días en que fui a que el maestro Juan me cortara el pelo, lo hallé afeitando a un

orejón, cuyo caballo flaco y espeluznado estaba a la puerta, cabizbajo y medio dormido, cogido del

cabestro que entraba a la tienda por debajo de los bastidores de la puerta y servía de saltadera a

los transeuntes, que no se atrevían a pasar por las patas del mocho dormilón.

Yo entré y me senté en una silla de vaqueta de tres, renegridas y lustrosas, que el maestro tenía

para el oficio.

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El campesino a quien afeitaba era un hombre fornido y colorado, cerrado de negra barba y

cejijunto, de edad como de unos cuarenta años; de ruana colorada guasqueña, sombrero con

funda de hule, el que tenía en el suelo al pie de la silla, y entre la copa el pañuelo de atarse la ca-

beza; zamarros de cuero colorado, alpargatas y grandes espuelas.

El hombre estaba como preso entre los brazos de la silla y las vueltas de un paño que tenía

cobijado por encima de la ruana; con la cabeza tiesa y echada para atrás contra el espaldar de la

silla. Volvió los ojos para saludarme con un monosílabo gangoso, a tiempo que el maestro le tenía

cogidas las narices con los dedos, y se las tiraba hacia arriba para raparlo sobre el labio superior.

Acabada la rapadura, cogió el maestro las tijeras y empezó a cortarle los pelos de las narices,

como quien hace el oído a los caballos, lo cual iba ocasionando una avería, porque habiéndole

hecho una cosquilla, dio un estornudo que por poco se le entran las tijeras hasta el entendimiento.

Después echó agua en la bacía de lata y, aplicándosela bajo de la barba, empezó a lavarle toda la

cara con la mano; operación que hacía cerrar los ojos al orejón, aguantar el resuello y apretar los

labios, como si temiera tragar alguna gota de agua que se le entrara por la boca, cosa que nunca

había entrado por aquel guargüero.

Acabado el lavatorio, le enjugó la cara con la punta del paño, alcanzó el peine, le sentó las patillas

y el pelo, que estaba ya cortado, le desenvolvió el paño y le puso en la mano el espejito que

descolgó de la pared para que se viera. El hombre lo cogió, sin levantarse de la silla, se estuvo

mirando atentamente un lado y otro de la cara, tentándose en algunas partes, como para percibir

por medio del tacto de aquellas manazas encallecidas con el trabajo de la barra y el rejo, si habrían

quedado algunos pelillos sin rasar. Paróse y, entregando el espejo al maestro, se pasó la mano por

la cara y con aire chancero dijo: «ahora sí estamos buenos mozos».

Alzó luego el pañuelo que estaba en la copa del sombrero, desató la lazada y, cogiéndolo en las

dos manos, se lo aplicó por la mitad en la frente, y dándole vuelta a las puntas hacia atrás, apretó

bien, echó nudo, alzó el sombrero y se lo puso, bajando el barboquejo. El maestro daba vueltas

arrimando cosas y echaba el ojo a ver cuándo venía la paga, y entretanto el orejón, echándose la

ruana al hombro, metió la mano al bolsillo del chaleco, sacó un real y se lo dio al maestro, quien,

diciéndole: «gracias», reparó si sería falso y lo echó al cajón de la mesa entre una petaquita.

Mientras yo me quitaba la corbata y me acercaba a la silla en que me habían de pelar, el orejón

recogía el rejo del cabestro y tomaba el arreador que estaba engarzado en el palo de la silla.

Luégo, cogiéndose el ala del sombrero con tres dedos, se despidió de nosotros con una risueña

cortesía y salió para la calle arrastrando las espuelas. El mocho se despertó, paró las orejas y dio

un bufido a tiempo que el amo ataba el cabestro; hecho lo cual, requirió las cinchas, dio un golpe

sobre el asiento de la silla, cogió la rienda y el mechón de la crín, se santiguó, puso pie en el

estribo, se horqueteó con garbo y, volviendo riendas, picó al pasito por toda la calle de San Juan

de Dios abajo.

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Salimos del orejón; y el maestro se puso a recoger las mechas que habían quedado por el suelo;

salió a la calle, las echó al caño, se sacudió una mano con otra, miró para arriba y para abajo,

volvió a entrar y me dijo:

-Ahora sí, señor, vamos a ver; que ya estamos desocupados.

Y tomando una silla que estaba arrimada a la pared, apartó la que había servido al otro marchante,

diciéndome:

-No es bueno sentarse en asiento que otro haya calentado, porque no sabe uno qué humores

pueden pegársele.

-La precaución es buena, le dije; pero yo no tengo recelo de las gentes del campo, que son muy

alentadas.

-Eso era en antes, me replicó; pero ahora no hay que fiarse, porque los malos humores se han

regado por todas partes, y no hay guayabas sin gusanos.

Reíme y me senté. El maestro entró a una especie de alcoba que tenía formada de bastidores de

lienzo, y de entre una caja de nogal sacó un paño de bogotana que desdobló, sacudió y me ató al

pescuezo con unos hiladillos. Tomó los instrumentos y empezó a meterme tijeretazos. Yo callaba, y

él rompió el silencio en que estábamos y empezó a hablarme de cosas políticas, ciencia a que son

muy aficionados los barberos; y debe de ser por lo que conversan con los funcionarios públicos,

que gustan de oírlos mientras están afeitándolos; y muchas veces les son útiles las buenas

relaciones con estas gentes principalmente en tiempo de elecciones. Yo le contestaba una que otra

cosa, siempre en el sentido que le gustaba, porque siguiera conversándome, mientras me divertía

observando, ya su figura cuando se me ponía por delante esparrancado y hecho un arco con sus

calzones y chaqueta de listado y alpargatas no muy limpias; ya las demás cosas que se

presentaban a mi vista y que para mí, que soy aficionado al género de costumbres, eran

verdaderos objetos de observación.

Había entrado poco antes y sentándose en una de las sillas, un viejo de estampa pobretona, pero

de aire no vulgar, narigón, flaco y amoratado, la cabeza bien poblada de pelo cano y largo, peinado

para atrás; ruana azul, calzón de género blanco, alpargatas y un sombrero de fieltro sin cinta, algo

agujereado, como que había servido de aviso de cometa. Por la confianza con que se sentó y sacó

del bolsillo un burujo de trapos, aguja e hilo para remendarse la rodilla de los calzones que llevaba

rotos, inferí que era de los tertulios del maestro; y así era la verdad, porque luego se puso a

conversar con él sobre cierta cuestión suscitada en la gallera el domingo pasado con motivo de

una pelea de gallos empatada, en que cada uno pretendía haberla ganado, como la acción del 13

de junio en Usaquén.

A esta conversación atendía un muchacho medio patojo que, parado junto al mollejón, asentaba

una navaja. Detrás de una abra de la puerta había un poyo de hornilla para calentar el chocolate, lo

Page 150: Museo de cuadros de costumbres, tomo III

149

cual estaban contando la olleta, molinillo y fuelles que allí había. Al pie del poyo estaba amarrado

un gallo atusado que cantaba, aleteaba y gorgoreaba que era un contento.

En las paredes, pintadas con friso de Corpus, había clavadas con tachuelas, diversas estampas de

periódicos y de totilimundis, con más algunos retratos de generales. En una testera estaba colgado

el espejito con marco de lata, un cepillo y dos bacias. En las rinconeras y envigado del techo se

desplegaban grandes telarañas que se batían de cuando en cuando con el aire que entraba por la

puerta.

Mientras que el maestro hacía su oficio, yo reparaba todo esto y veía por entre la celosía de los

bastidores la gente que pasaba por la calle. Concluída la operación, el maestro tomó un cepillo y

me lo pasó por la cabeza, soplándome el pelo que se había pegado por detrás de las orejas. Luego

me peinó con agua las caídas y el copete, y me alcanzó el espejo con aire satisfecho. Yo me miré,

le di su real y le dije.

-Muy bien, maestro

Al cabo de un mes, se abrió la primera peluquería francesa por Mr. Lion en la Calle de los Plateros,

y yo fui allí un domingo a cortarme el pelo, más por dar gusto a la gente femenina de casa que se

empeñó en ello, que por otra cosa; y figúrese el lector cómo me quedaría después de

acostumbrado a la barbería del maestro Juan, al hallarme en una famosa antesala, con sofás,

taburetes extranjeros, mesas de caoba, cortinas, etc. y unos cuantos cachacos de gran tono y de

bastante buen humor para reírse de verme a mí en medió de todos ellos, haciendo el papel de

joven a los cuarenta y tantos años. Sin duda que ellos creyeron que esas eran mis pretensiones,

ignorando el motivo que me había impelido a ir allí.

Habían dado las doce del día, y como eran tantos y se les iba llamando por medio de un sirviente,

según el orden en que habían entrado, calculé que tendría que estarme entre semejantes criaturas

por lo menos hasta las dos de la tarde, y así sucedió. La retirada no me era honrosa, aunque

hubiera podido hacerla; y así resolví aguardar con paciencia, hasta que me llegara el turno de ser

introducidoa la sala del despacho, donde Mr. Lion meneaba la tijera y cogía pesos que era gusto,

pues tal era la afluencia que causaba la novelería.

Al fin tuve la fortuna (porque por tal se tenía), de poner mi cabeza en manos de Mr. Lion, quien

entre perfumes y randas me peló y peinó a las mil maravillas, haciéndome ciertos rizos con el

fierro, como entonces se usaba. Levantado del sillón de tafilete y quitados los paños, me puso

frente a un grande espejo donde me vi los rizos, que me dieron risa, y dije: «ahora sí que se

diviertan conmigo los cachacos al salir». Díle mi peso al monsieur y salí para la antesala, como si

fuera a atravesar por entre una candelada; pero por fortuna había muy pocos y entre ellos estaba

un conocido, que haciéndose el admirado, me dijo:

-¿Con que usted también por aquí?

Page 151: Museo de cuadros de costumbres, tomo III

150

Esto me proporcionó ocasión para decirles en qué había consistido el verme allí, para que no

creyeran que todavía estaba yo pensando en parecer bonito.

Salí, pues, de la barbería francesa, haciendo comparaciones con la barbería granadina, y me

alegraba la idea de que el estímulo habría de hacer con este oficio como con los otros, que en vista

del modo de trabajar de los extranjeros, se han mejorado, en términos de competir nuestros

talleres con los mejores de aquellos.

Page 152: Museo de cuadros de costumbres, tomo III

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LAS SELVAS DE CARARE Por Manuel Ancízar

Las selvas del Carare no ceden en riquezas de todo género a las de la hoya del Minero, y las

sobrepujan en majestad. Desde que se entra en el laberinto de colinas que ciñen los tortuosos

pliegues del río Guayabito, se viaja por en medio del alto bosque que a derecha e izquierda limita

la fangosa línea del camino, siempre bajo la sombra, siempre húmedo y denso el ambiente, en

términos que disparado un tiro de escopeta, permanece quieto el humo de la pólvora largo rato, sin

ascender ni disiparse.

El caucho, el almendrón y el ceibo, colosos de vegetación, yerguen sus copas por encima de los

demás árboles cobijándolos con sus gigantescas ramas, mientras el tronco redondo y recto, cuya

circunferencia ocupa un grande espacio, sostiene y alimenta profusión de árboles menores,

enredaderas semejantes a gruesos cables y tribus enteras de parásitas sembradas en todas las

axilas de las ramas. Cuando uno de estos colosos cae, desarraigado por el huracán o minado por

la vejez, abre en el bosque una ancha calle, tronchando y sepultando bajo sus ruinas cuanto

alcanza, y entonces el oscuro tronco forma una eminencia prolongada, que se cubre de arbustos e

interrumpe la llanura con la apariencia de una larga colina; tal es la grandeza de estas ruinas

vegetales, imponentes aunque postradas.

Enumerar las miríadas de animales que pueblan la selva, sería imposible. Encima es un

interminable ruido de aves, que ora sacuden las ramas al volar pesadamente, como las pavas y

paujíes, ora alegran el oído y la vista, como los jilgueros, las diminutas quinchas (colibrí), o el sol-y-

luna, pájaro de silencioso vuelo, brillante cual mariposa, llevando en las alas la figura del sol y de la

luna creciente, de donde le viene su nombre. Alrededor remueven el ramaje multitud de

cuadrúpedos y los inquietos zambos corren saltando de árbol en árbol a atisbar con curiosidad al

transeúnte, las hembras con los hijuelos cargados a la espalda, y todos juntos en familia chillando

y arrojando ramas secas; mientras más a lo lejos los araguatos, sentados gravemente en torno del

más viejo, entonan una especie de letanía en que el jefe gruñe primero y los demás la contestan

en coro.

Bajo los pies y por entre la yerba y hojarascas se deslizan culebras de mil matices, haciéndose

notar la cazadora por su corpulencia y timidez, y la loma-de-machete, de índole fiera, cuerpo

vigoroso, coronada da cresta y armada de una sierra que eriza sobre el lomo al avistar al hombre,

lo que afortunadamente sucede raras veces; en ocasiones saltan de repente lagartos enormes,

parecidos a las iguanas, y huyen removiendo la basura del suelo; en otras nada se ve, pero se oye

un sordo roznar en la espesura, y el ruido de un andar lento al través de la maleza; de continuo y

por todas partes la animación de la naturaleza en el esplendor de su abandono y a raros intervalos,

a orillas del camino y escondida, se encuentra la choza miserable de algún vecino de Guayabito,

pálido y enfermizo, o cubierto el cutis con las feas manchas del carate. El hombre está de más en

medio de aquellas selvas, y sucumbe sin energía, como abrumado por el mundo físico.

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SANTAFE Por Josefa Acevedo de Gómez

¡Santafé! Este nombre es muy querido: encierra muchos recuerdos para los habitantes ancianos

de la antigua capital del virreinato de la Nueva Granada. ¡Cuántos viejos darían el resto de su

achacosa vida, y por añadidura la de tres o cuatro de sus hijos y nietos, porque existiera Santafé

tal como era antes del año de 1810! Acaso tendrían razón, y yo por mi parte no quiero que se

olvide lo que fue en otro tiempo el país de mi nacimiento.

Esta ciudad, fundada hace más de tres siglos por Gonzalo Jiménez de Quesada, se asegura que

tenía cerca de 40.000 habitantes en el año de 1810. Sus casas, sólidamente construídas, ofrecían

espacio y comodidad a los que moraban en ellas; lo que, según la opinión de muchos, puede valer

tanto como lo que se llama elegancia y buen gusto moderno.

Macizos balcones, en cuya formación no se había economizado la madera; gruesas ventanas

guarnecidas con espesas celosías, que daban escasa entrada a la luz y al aire que circulaba por

espaciosas salas colgadas de un papel lustroso en donde ordinariamente se representaban

paisajes y flores; altos y duros canapés con cerco dorado, forrados en filipichín o damasco de lana

o seda, cuyas patas figuraban la mano de un león empuñando una bola; cuadros de santos con

anchos marcos labrados y sobredorados y algunos retratos de familia al óleo, ejecutados por

Figueroa y colocados lo más cerca del techo que era posible; enormes arañas de cristal; mesas

labradas con caprichosos recortes; cómodas barnizadas de negro con tiraderas doradas;

escritorios con cien cajones embutidos de carey y concha de perla; enormes camas con espesas

cortinas de lana o algodón, que corrían sobre varillas de hierro produciendo un ruido agudo y

metálico; espejos ovalados colgados oblicuamente sobre las paredes, y sillas de brazos altos,

forradas en terciopelo o damasco, cuya clavazón hacía comúnmente un dibujo poco variado. Tales

eran los adornos comunes de la mayor parte de las casas de los nobles santafereños.

No es esto decir que no hubiera habitaciones invadidas por modas más modernas, paredes

adornadas con láminas de exquisito gusto, muebles más elegantes y ligeros, y balcones y

ventanas de hierro con delgados balaustres que daban entrada libre al aire y a la luz, asientos

menos altos y más blandos, camas de diversas formas, con blancas colgaduras de muselina

recogidas con grandes y vistosos lazos de cinta encarnada o celeste. Pero aquí no se trata de las

excepciones; porque en tal caso este cuadro no tendría fin.

En cuanto a las costumbres, eran cristianas, pacíficas y decorosas, salvo también las excepciones,

que no dejan de ser abundantes en la grande población de una ciudad que es capital de un

extenso y rico virreinato, que encierra, aunque en menor escala, los mismos elementos para el mal

que se encuentran en Roma, en París, en Londres, en Madrid y en todas las viejas capitales de la

civilizada Europa. Los santafereños oían misa todos los días y después se ocupaban de su

almuerzo y de sus negocios. Comían de las doce a la una del día y durante las horas de sus

comidas hacían cerrar cuidadosamente las puertas de sus casas.

Page 154: Museo de cuadros de costumbres, tomo III

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Por la tarde paseaban por la Alameda o el Aserrío, y a la oración se retiraban a sus casas

a refrescar dulce y chocolate (orden en que se servía entonces este refresco, y que después se ha

invertido con escándalo de los amantes de los antiguos usos). Luego se rezaba el rosario, se hacía

o recibía alguna visita o se conversaba en familia hasta las nueve o diez de la noche, hora

ordinaria de la cena. Despachada ésta, que era siempre abundante, se acostaban los buenos

santafereños a dormir con tranquilidad, para recorrer al día siguiente un círculo igual de

quehaceres, paseos, comidas y conversaciones.

El domingo era otra cosa; aquel día se almorzaba precisamente tamales. El padre de familia

visitaba y era visitado; la madre se adornaba para ir donde las señoras de la alta aristocracia

española, es decir, las esposas de los empleados públicos. Los criados y los niños iban por la

tarde al guarrús de las Aguas o de Fucha, y casi todo lo mejor de la población paseaba por San

Victorino, donde se veían pasar los tres únicos coches que había en la ciudad, a saber: el del

Virrey, el del Arzobispo y el de la familia Lozano, llamado comúnmente el de las jerezanas.

Algunas piezas dramáticas, casi siempre mal ejecutadas, uno que otro baile en que figuraban la

acompasada contradanza, el grave minuet, la fría alemanda, el elegante y gracioso bolero, y por

remate, en casos de buen humor, el alegre sampianito; una que otra reunión de amigos en que se

jugaba ropilla, y las anuales fiestas de Egipto y San Diego, en que se cenaba abundantemente y se

jugaba con escándalo al pasadiez y al bisbís; tales eran las diversiones de los hijos de la capital.

Mas en circunstancias notables, en los días grandes y de larga recordación, había fiestas reales,

es decir, una misa solemne con Te Deum y asistencia del Virrey y de los tribunales, cuadrillas

ecuestres a imitación de los juegos árabes, carreras de sortija, corridas de toros, salvas de

artillería, besamanos o visita de ceremonia en casa del Virrey, y dos o tres bailes de tono, en que

no dejaban de ostentarse lujosos trajes bordados de oro y magníficos uniformes de oficiales reales

y de coroneles en guarnición; bailes, en verdad, más a propósito que los de ahora para lucir las

damas su agilidad, airosos movimientos, fino oído, paso acompasado y gracioso, que en el

perpetuo brincadito a la indígena y en los trotes y carreras fatigantes de nuestros días. Pero

sigamos. Todas estas funciones nocturnas se terminaban por un suntuoso y abundante ambigú, en

que hacía sus habilidades de repostero algún liberto de casa grande que vestía también en estas

ocasiones una gran casaca forrada con tafetán blanco.

Pero, ¿cuáles eran estas ocasiones singulares, solemnizadas con tales fiestas? Voy a decirlo:

cuando llegaba un nuevo Virrey, cuando se publicaba la bula de la Santa Cruzada, cuando nacía

un príncipe o se casaba una infanta de España. Había también solemne función religiosa y lúgubre

cuando moría un Pontífice o algún individuo de la real casa de Borbón.

Así, todas nuestras esperanzas y alegrías, todos nuestros duelos y regocijos nos venían del otro

lado del océano. ¡Nada era nacional para nosotros! Hasta las telas y alimentos se llamaban

de Castilla cuando tenían alguna superioridad. De allá nos venían los virreyes, los oidores, los

empleados de hacienda, los canónigos, los alcaldes y los soldados. De allá recibíamos las ropas y

también los víveres que no produce el país. De allá nos venían las indulgencias, las reliquias, la

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salvación del alma. ¡Pobres colonos! Nada teníamos, ni aun el sentimiento del amor patrio que

había dormido 300 años en nuestros fríos y esclavizados corazones.

LA EMPLEOMANIA

COMEDIA EN ABREVIATURA

PERSONAJES

Don Nicasio Gallegas. Doña Nieves. El doctor Noley. Clotilde. Juanito.

(Lugar de la escena, cualquier capital de Estado)

ACTO PRIMERO

Escena primera

(Don Nicasio y doña Nieves)

Don Nicasio. ¡Buen primor, Nieves; te dí ayer veinte pesos para gastos ordinarios, y ya hoy me

pides para lo mismo! Si continuamos así, apenas si nos alcanzará el sueldo para el mes. Hace casi

dos años que gano ciento veinte pesos mensuales, y está por ver el real que haya economizado

para cuando la vejez nos llame a cuentas, o para cuando yo quede cesante.

Doña Nieves. ¡Eh!, hijo, Dios no nos faltará. Aquellos diablos de chicos destrozan que es una

maravilla; el juguete que hoy le sirve a Juanito, lo desecha mañana; los gastos de la casa son

enormes; Clotilde no quiere ponerse un traje tres veces; las criadas piden un sentido por su salario.

Por milagro alcanzan los ciento veinte pesos del sueldo.

Don Nicasio. Bien, bien; nada arguyo. ¿Pero si me quitaren el destino en la próxima administración,

qué haremos? Por males de mis pecados, le hice la oposición a la elección del futuro Presidente,

cuya candidatura triunfó a pesar de los esfuerzos de la administración actual; ¿mas qué quieres?,

el señor Presidente me lo exigió, y yo, no obstante serme personalmente simpático el doctor

Naranjo, y ser tanta tu amistad con tu comadre Nicolasa, tuve que ceder; porque de no, el señor

Presidente me habría removido. ¿Quién se había de figurar que triunfase la maldita candidatura del

doctor Naranjo?

Doña Nieves. Pierde cuidado: mi comadre Nicolasa me quiere mucho, y le tiene a Clotilde un amor

entrañable; a pesar de tu oposición a la candidatura del doctor Naranjo, la buena de mi comadre no

se ha dado por notificada, y me ha seguido tratando con el mismo cariño que antes. No te

removerán, no te removerán, querido.

Don Nicasio. ¡Que Dios te oiga!

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Doña Nieves. ¿Por qué no comienzas desde luego a adular al doctor Naranjo? Yo me encargo de

adular a mi comadre; seré más fina con ella y le adivinaré los pensamientos. Ayer me dejó

entender que deseaba montar el Overo. ¡Hagamos una cosa: regalémoselo!

Don Nicasio. ¿El Overo? ¿Estás loca? ¿El Overo, que me costó 200 pesos? No me quedaría en

qué montar.

Doña Nieves. No importa. Hagamos bien las cuentas: el doctor Naranjo durará de Presidente dos

años; en ese tiempo te darán... (hace la cuenta en su cartera), dos y dos, cuatro; uno, es uno. . .

Oye: 2.880 pesos en dos años... ¿No te parece que sí vale la pena de sacrificar el Overo?

Don Nicasio. Bien!, pero dáselo como cosa tuya.

Escena segunda

(Don Nicasio, doña Nieves, Juanito)

Juan. Mamacita, se rompió el monacho.

Doña Nieves. Eso es: y hoy costó cinco pesos.

Juan. Yo quiero otro... yo quiero otro...

Doña Nieves. Pero, hijo, papá no tiene plata.

Juan. (Llora). Quiero otro monacho.

Doña Nieves. Mañana, hijo.

Juan. Quiero otro... quiero otro... porque si no, me boto al pozo.

Doña Nieves. ¡Sea por Dios! Nicasio, dame cinco pesos para comprarle otro mono a este enemigo.

Don Nicasio. Siempre tendré que vender la nómina del mes entrante. Toma. (Le da dinero, doña

Nieves se va con el niño).

Escena tercera

(Don Nicasio, doctor Noley)

Don Nicasio. ¡Oh, doctor Noley! ¿qué vientos lo traen por acá? Tome usted

asiento (cumplimientos).

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Doctor Noley. (Que ha preguntado por la señora y los niños y satisfecho preguntas análogas). Ha

sabido el señor Presidente que el gobierno general acaba de nombrar agente de hacienda nacional

a un tal Agustín Polas; y no puede consentir en semejante paso, a todas luces impolítico.

Don Nicasio. ¿Con que el tal Agustín Polas?... Vea usted... ciertamente, paso impolítico... ¿Qué le

parece, meternos aquí a semejante hombre?... Razón tiene el señor Presidente... ¿Y quién es el tal

Pules, o Polas?

Doctor Noley. Tengo vagas noticias de él. Sé que hace dos años redactó un periódico de oposición

a la candidatura del señor Presidente... Por lo demás, tiene fama de probo, inteligente e ilustrado.

Don Nicasio. Sí, es muy ilustrado...

Doctor Noley. ¿Le conoce usted?

Don Nicasio. No, señor; en mi vida he oído tal nombre... ¿Pero no dice usted que es muy ilustrado?

Doctor Noley. El señor Presidente me envía a ordenarle a usted que firme esta protesta (la saca),

que tiene por objeto reclamar de tal nombramiento, por inconsulto.

Don Nicasio. ¿Ya firmó el señor Presidente?

Doctor Noley. No; él no puede firmar esta clase de documentos.

Don Nicasio (que ha leído el papel). ¿Mas qué significa mi firma aquí? Un cero a la izquierda...

vamos al decir. . . Yo no conozco al tal Poles o Polas. ¿No fuera mejor que se pasase mi pobre

nombre en silencio?

Doctor Noley. Había olvidado decir a usted que anoche recibió el señor Presidente una esquela de

su amigo el doctor Manrique, en que éste solicita para su hijo, que acaba de llegar graduado a

Bogotá, el destino que usted tiene... Usted sabe que el empleo es de libre nombramiento y

remoción...

Don Nicasio (tose un largo rato). Ya voy cayendo en que yo leí el periódico del Polas.. . ¡Qué

infamia, señor!... ¡ni una placera insulta como el tal! ... No nos conviene aquí ese hombre... (se

pone los anteojos). ¡Ya!, los viejos, qué vamos a hacer... y el trabajo de noche ... Ahí va la

firmita. (Firma).

Doctor Noley. Hasta más ver, señor don Nicasio.

Don Nicasio. Señor doctor, beso a usted las manos; que no sea esta la última vez que lo vemos

por aquí en su casa. (Vase el doctor).

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Escena cuarta

Don Nicasio. ¡Cómo se me sienta el hombre! ... y ese Poncio Pilato del Presidente, más que

todos... Agustín Polas... Agustín Polas... no sé quién sea; pero cuando Noley dice que es hombre

honrado, debe ser un ángel. ¡Y yo he firmado esa protesta injusta!... Estoy por renunciar... ¿Pero el

pan de mis hijos?... , ¿los 120 pesos que cada mes se gastan en casa?... ¡Eh!, no; ¡suframos,

firmemos, arrodillémosnos, besémosles los pies al primero que se nos encarame!

ACTO SEGUNDO

Escena primera

(Don Nicasio, doña Nieves)

Doña Nieves. Vengo rendida y abochornada. Después de haberle regalado esta mañana el caballo

a mi comadre Nicolasa, volví hoy a visitarla, y me ha recibido con la mayor sequedad; me habló de

la oposición que tú le habías hecho a su marido, y me dejó entender que pronto te arrepentirías. Yo

le manifesté que tú habías obrado bajo las influencias del Presidente, y ella me exigió le hicieras la

guerra a éste, a fin de que venga al suelo abrumado de descrédito. Comprometíme a ello, porque

creo que sólo así salvaremos el destino.

Don Nicasio. ¡Mal hecho! Si me pongo de cuernos con el Presidente, ¿qué haré en estos dos

meses que faltan para terminar su período?

Doña Nieves. Poco se te alcanza, a lo que veo, en achaques de politiquería. Algunos empleados

acostumbran voltearle la espalda al gobernante caído, y volver el rostro hacia el venidero. En tales

apuros, el mandatario que está al tomar portante para su casa, no se pone a remover empleados,

pues se quedaría a solas, y lo silbarían hasta los pilluelos de la calle. Las aves saludan a la aurora,

y no se curan del sol poniente.

Don Nicasio. Estás sabidilla. Me has convencido. Voy a escribir un artículo contra el

Presidente. (Golpes en la puerta). ¡Adelante!

Escena segunda

(Dichos, el doctor Noley)

Don Nicasio. ¿Qué milagro ver por aquí al señor doctor?

Doctor Noley. Siempre a importunar a usted. El señor Presidente me envía...

Don Nicasio. Vea usted... el bueno del señor Presidente... Y decía usted...

Doctor Noley. Se necesita otra firma para otro asunto conexionado con el bien público.

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Don Nicasio. Cuanto se refiere al bien público merece las simpatías de los que nos desvivimos por

la patria... Y decía usted ...

Doctor Noley. Que tenga la bondad de firmar este memorial referente a la renta de salinas

aplicable a las mejoras materiales.

Don Nicasio. ¡Ah!, ¡muy bien!... Desde que el señor Presidente nos gobierna, hemos tenido tantas

mejoras materiales... quiero decir... proyectos de mejoras materiales...

Doctor Noley. Pero antes filosofemos un poco. El señor Presidente es un hombre digno de

compasión. Vea usted: no pasa un día sin que se le pidan veinte destinos; y aunque la asamblea

creó algunos, sin más objeto que el de poder satisfacer vigencias... Bien dijo el poeta:

Marqués mío, no té asombre

Ría y llore cuando veo

Tantos hombres sin empleo,

Tantos empleos sin hombre.

Pues, sí, señor, usted le sirve al Estado con inteligencia y honradez... ¿a qué negarlo?... y muchos

claman contra usted por inepto. El doctor Manrique insiste en que se le dé al doctorcito, su hijo, el

destino de usted. Mas el señor Presidente me dice todos los días que está satisfecho de la

adhesión de usted a su persona, y de su decisión por la causa del progreso y de la pública

felicidad...

Don Nicasio. ¡Oh señor doctor, ¿por el progreso y la felicidad del pueblo, quién no se ha de

desvivir?

Doctor Noley. Se me hace tarde. Aquí tiene usted el memorialito. ¿Lo quiere leer?

Don Nicasio. No hay para qué; basta que sea cosa de usted y del señor Presidente (firma).

Doctor Noley. Gracias, don Nicasio. Hasta otra vista.

Don Nicasio. Beso sus manos, señor doctor. Que lo veamos con frecuencia en esta su casa. (Vase

el doctor).

Escena tercera

Don Nicasio. ¡Maldito hombre!, me tiene hético, ¿Qué diablos habré yo firmado?

Escena cuarta

(Dicho. Juanito)

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Juan. Papá, se me rompió el mono; y yo quiero otro.

Don Nicasio. ¡Quita de aquí! A mono por día, nos lleva la trampa.

Juan. Yo quiero un monacho... yo quiero un monacho. (Llora).

Don Nicasio. ¿Dónde está Nieves?

Juan. Desde esta mañana no ha venido.

Don Nicasio. ¿Clotilde?

Juan. Tampoco ha venido.

Don Nicasio. Bien estamos: la madre por una parte, la hija por otra, las criadas por donde se les

antoja; y todo dado al diablo.

Juan. Yo quiero otro monacho. (Se sienta a llorar).

Don Nicasio (toma un periódico y se pone a leer). ¡Hola!, aquí hablan de mi persona. Veamos. «El

Presidente no fija sus miras sino en asalariar empleados que se plieguen ruinmente a su voluntad.

¿Habrá un hombre más inepto para desempeñar cualquier destino que Nicasio Gallegas? Sin

embargo, este cómico personaje, por ser más dócil que un humilde jumento, goza de un magnífico

sueldo. La política actual no para mientes en las aptitudes de los individuos para desempeñar los

cargos públicos, ni en su honradez: no quiere sino docilidad y más docilidad». ¡Bribones!...

¿Habráse visto? Como ellos no firman todo lo que al señor Presidente le venga en antojo, no lo

consideran a uno; cierto es que yo no sé de la misa la media; pero la oficina ahí va marchando;

que para eso son los escribientes. Sin embargo, que griten, que escriban: ¿no tengo seguros 120

pesos mensuales? La filosofía aconseja que nos hagamos oídos de mercader.

ACTO TERCERO

Escena primera

(Don Nicasio, doctor Noley)

Doctor Noley. Como iba diciendo: vi en La Voz del Estado un artículo en que se habla mal del

señor Presidente. Alguien me ha dicho que es usted su autor; yo no he podido creer, porque... es

decir... el decoro... la gratitud... (aparte) se ha asustado.

Don Nicasio. (Tose mucho). Este mal de pecho me tiene muerto. Y, vea usted (tose), cuando me

arrecia, me entra una terrible sofocación... Esos son chismes; yo diera mi vida por el señor

Presidente.

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Don Noley. Fácil me sería pedir el manuscrito en la imprenta. Cualquiera que sea su autor... una

remoción es pan de cada día... Tengo un empeño con el señor don Nicasio: hágame usted un

servicio, y lo del artículo quedará interno.

Don Nicasio. Mande usted, mande usted, señor doctor, Doctor Noley. Necesito falsificar este

registro (lo saca), pues el bien público exige que yo venga al congreso... Se requiere una letra

desconocida; y yo sé que la señora de usted es capaz de sacarme bien.

Don Nicasio (llama) ¡Nieves! ¡Nieves! ya viene:

Haremos, señor doctor, lo que usted manda. Por supuesto que el sigilo... ante todo el sigilo...

Doctor Noley. Pierda usted cuidado.

Escena segunda

(Dichos, doña Nieves)

Doña Nieves. ¿Llamabas? ¡Oh!, señor doctor, para servir a usted.

Don Nicasio. Siéntate ahí, porque nos vas a escribir una cosita.

Doctor Noley. Vea usted, mi señora; sólo hay que copiar estas cuatro líneas. Aquí donde dice

«ciento veinte», escriba usted novecientos veinte. (Doña Nieves se pone a escribir). ¡Cosas de la

política!, en occidente borraron mi nombre en las listas; pero yo sabré hacerme representante.

Don Nicasio. ¿Está el artículo aquel muy fuerte?

Doctor Noley. ¡Oh!, ¡atroz! Dice, entre otras cosas, que el señor Presidente abusa de su puesto

para exigir de los empleados inferiores cosas indebidas.

Don Nicasio. ¡Calumnia, calumnia! Por mí sé decir que el señor Presidente jamás me ha exigido

nada.

Doña Nieves. Ya está.

Doctor Noley. Es usted un rayo. Esto ha quedado magnífico. Gracias, mi señora: viva usted mil

años para servicio de la patria. Adiós, señor don Nicasio; adiós, mi señora.

Don Nicasio. Hasta más ver, señor doctor. Que le veamos cada rato en esta su casa.

Escena tercera

(Dichos, menos el doctor)

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Don Nicasio. Este hombre me quitará la vida: quién sabe en qué parará esa falsificación.

Doña Nieves. En nada. Todos los días se ve esto. ¿Por qué te comprometiste con tal hombre?

Don Nicasio. Porque el malvado sabe que yo soy el autor del artículo inserto en La Voz

del Estado, y he querido taparle la boca.

Doña Nieves. Sí; pero nos conviene se sepa que tú escribiste eso para que el doctor Naranjo...

Don Nicasio. Todavía no; disfrutemos del sueldo de estos dos meses; y cuando sea tiempo, el

doctor Naranjo lo sabrá, y entonces acabaré de decir cuatro frescas.

Escena cuarta

(Dichos, Clotilde)

Clotilde (llorando). Vea usted, papasito: José me ha traído esta carta para que yo reconozca mi

firma. Yo no he escrito semejante cosa, ni jamás he querido a don Pedro, para escribirle cartas de

amor.

Doña Nieves. A ver... la letra se parece a la tuya ... no...no es sino una imitación. ¡Infames! Jugar

así con el honor de una niña! ¿No habrá castigo para las falsificaciones?

Don Nicasio (en voz baja). Sí lo hay; pero no lo reclamemos, porque nos cobijaría a ambos. ¿No es

peor falsificar un registro que suplantar una firma?

Clotilde. Voy a averiguar la picardía.

Escena quinta

(Dichos, menos Clotilde)

Doña Nieves. Sí; pero una lo hace por necesidad.

Don Nicasio. No hay necesidad que se le quite al delito su fealdad intrínseca. ¡Cuántas

revoluciones se deben a la corrupción del sufragio! ¡La sangre vertida caerá sobre los falsificadores

de registros!

Doña Nieves. ¡Ay, Dios mío.!, ¡a qué cosas se obliga una por un empleo! ...

Don Nicasio. ¡Pero qué hemos de hacer, querida! El pan de los hijos nos exige el sacrificio de todo;

hasta el honor. ¡Malditos sean los empleos!, o más bien, maldita sea la necesidad que uno se forja

de ellos!

Page 163: Museo de cuadros de costumbres, tomo III

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ACTO CUARTO

Escena primera

(Don Nicasio y doña Nieves)

Don Nicasio (entra). Vengo cansado, avergonzado, frito.

Doña Nieves. ¿Qué tal estuvo la recepción?

Don Nicasio. Buena... eso sí... buena. ¡Qué bien habló el doctor Naranjo!

Doña Nieves. Es un hombre de muchos talentos.

Don Nicasio. No sé por qué me trató con tanto desprecio. Dos horas perdí por poder entrar a

saludarlo y felicitarlo; me recibió con mucha frialdad; en el curso de la conversación me dejó

entender que era necesaria una casi completa renovación de empleados.

Doña Nieves. ¿No te digo? ¡Si ese hombre es un bruto!

Don Nicasio. Tengo mis temores. Tú me has dicho que tu comadre Nicolasa ha dado en tratarte

con mucha sequedad; de suerte que ya ni esa esperanza nos queda.

Doña Nieves. No desesperemos, hijo; ¿cómo no ha de tener efecto el regalo del Overo?... Dime,

¿has visto hoy a Clotilde? Con tu ida a la recepción del Presidente y mi visita de toda la mañana a

mi comadre Nicolasa, ni siquiera hemos podido cuidar a ese enemigo malo. Me dicen las criadas

que ya no tiene más oficio que coquetear en la ventana. Yo sí he dado en notar que no salen de

esta calle cuatro cachifos repelentes.

Don Nicasio. ¿Qué quieres, hija?, el empleo, o mejor, la conservación del empleo, no nos deja

tiempo para vigilar nuestra familia como Dios manda. ¡Qué triste es la empleomanía! El esclavo

siquiera goza de libertad de pensamiento; el jornalero siquiera es independiente; cuenta con el día

de mañana y puede saber cómo se manejan sus hijos. Yo llevo treinta años de empleado público, y

jamás he podido ahorrar cuatro reales, ni he tenido un sólo día de independencia. He besado

muchas manos impuras; he ensalzado muchos nombres odiosos; he llorado muchos desengaños;

he sufrido muchas humillaciones. Yo me tengo la culpa; porque desde muchacho estoy apegado a

las oficinas públicas y no aprendí a trabajar. ¿Hoy qué puedo ya hacer? Nuestras necesidades han

venido creciendo con mis sueldos, y hoy no contamos con un real para trabajar.

Escena segunda

(Dichos, doctor Noley)

Doctor Noley. ¿Qué tal, señor don Nicasio?, mi señora, a sus pies.

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Don Nicasio. Bien venido, señor doctor. Supongo que ya usted habrá visitado al doctor Naranjo: a

mí me pareció un poco indispuesto con los que hemos rodeado la pasada administración. Sin

embargo, yo no era de los más adictos; le digo a usted en confianza que sí era mío el articulillo

de La Voz del Estado. Como usted es mi amigo... y para usted no tengo secretos...

Doctor Noley. Yo estaba seguro de ello; pero vea usted qué injusticias las del mundo: a pesar de

habérselo dicho al doctor Naranjo, no he podido evitar que usted sea depuesto.

Don Nicasio. ¿Qué dice usted, doctor?

Doctor Noley. Lo que usted me ha oído. El doctor Naranjo se me iba enfadando, porque yo, por

cariño a usted, no quería aceptar el destino de usted; pero por fin, bien a mi pesar, acepté.

Doña Nieves. ¿De modo que nos condenan a morirnos de hambre?, doctor.

Doctor Noley. No se ha podido, mi señora, evitar esta remoción.

Doña Nieves. ¡Ay!, ¡Dios mío, qué suerte la nuestra!... Pero en usted ponemos nuestra esperanza,

doctor. Usted sabe que sin el sueldo de Nicasio nos moriremos de hambre. Ruéguele usted al

doctor Naranjo...

Doctor Noley. Un mes antes de tomar posesión de la presidencia, ya tenía comprometidos todos

los destinos, y aun el doble de los que hay; y como no han alcanzado, ya se empieza a formar un

alarmante núcleo de oposición.

Doña Nieves. ¿Qué haremos, doctor, qué haremos? (Llora).

Doctor Noley. No hay sino un recurso; yo he dejado vacante el puesto de oficial 2° de mi nueva

oficina, con la intención... si el señor don Nicasio quisiera...

Don Nicasio: ¡Cómo no he de querer, mi buen amigo! ¡Peor fuera morir de hambre!

Doctor Noley. ¡Me retiro!, porque tengo un asunto pendiente con el doctor Naranjo.

Escena tercera

(Dichos, menos el doctor)

Don Nicasio. Este hombre es un infame. Medrados estamos, de 120 pesos, voy a bajar a 30. De

hoy más, querida, se acabó todo gasto superfluo: no más juguetes de a 5 pesos todos los días; no

más trajes para Clotilde cada semana; no más vida ociosa. Aprendamos cualquier oficio, para ver

si algún día soy hombre independiente, y tú mujer de tu casa.

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Doña Nieves. Es tarde, Nicasio: el que se acostumbró a destino, morirá empleado; la mujer que por

largos años vivió de un sueldo, siempre pensará, al hacer sus gastos, en la nómina del mes

entrante. Enseñémosles a nuestros hijos cualquier oficio; que nunca Juanito ponga los pies en una

oficina; ¡que aprenda aunque sea a pisar barro!...

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UN BUQE DE VAPOR

Por José María Vergara y Vergara

Cuando se va a bordo, en la barqueta costanera, se ve un monstruo marino cuyo casco negro está

adornado de muchos ojos brillantes, rodeados de marcos de cobre relumbroso. Esas son las

ventanillas de los camarotes, compuestas de un vidrio espeso y redondo.

El casco tiene de largo como ocho metros, y de ancho como veinte o veinticinco. A un lado está

descolgada la escala de hierro, cuyo último escalón toca las aguas del mar. La barca llega allí,

salta el pasajero y sube la escala que lo lleva al puente. Cuando ya han subido todos y también los

equipajes, a una señal del contra-maestre, que da un silbido, los marineros halan de los cables que

sostienen la escalerilla, y ésta sube hasta quedar convertida en balcón, es decir, hasta que se

pone horizontal con el puente.

Desde este momento hasta que se llega al primer puerto, no vuelve a servir sino de balcón, a

donde van los pasajeros a asomarse para ver el mar a sus pies. El piso superior del buque

contiene el salón de recreo de los pasajeros, cubierto por un toldo que llega hasta donde empieza

el reinado de la tripulación.

En este último recinto se encuentran la cocina, despensa, panadería, repostería y otras auxiliares;

después se encuentra la maquinaria y sus hornos, en un recinto aislado por una baranda de hierro,

a la cual se asoma uno para ver aquella complicada máquina que produce la velocidad. Dos

enormes martillos suben y bajan alterantivamente, bajando hasta el fondo del buque, donde parece

que golpean, y subiendo hasta cerca de la baranda y haciendo mover con su eterno movimiento

las ruedas que cortan las ondas y que están a un lado y otro del buque.

Junto a la maquinaria se ven las gigantescas hornillas, alimentadas sin cesar por negros canastos

de carbón que arrojan dentro de las rojas entrañas del monstruo. Allá abajo se ve de vez en

cuando un obrero que pasa por entre la máquina, apoyándose en hilos casi imperceptibles, para ir

a untar aceite en un tornillo, o apretar otro. Su cara ennegrecida por el carbón y alumbrada por el

resplandor rojizo de la hoguera, le da un aspecto infernal. Sereno y mudo, divaga por entre la

complicada maquinaria; un paso en falso o un ligero desvanecimiento podría hacerlo caer, o

triturarlo por los tornillos o las palancas.

Después del lugar de la maquinaria, se encuentran los establos, donde hay treinta o cincuenta

reses, destinadas a ser devoradas durante la navegación, y las jaulas de la volatería, que lleva

igual destino, y donde picotean millares de gallos, gallinas, pavos, etc.

Después se encuentra el recinto de los marineros, donde de noche tienden sus lechos, y donde

pasan el día atendiendo a las faenas del buque.

En el suelo hay montones de gruesas cadenas enrolladas.

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El recinto se va angostando hasta que termina casi en punta en la proa del buque, donde corta el

agua el gigantesco timón, capaz de dividir en dos una ballena, si la encontrara por delante.

Volviendo atrás, hasta el salón de los pasajeros, se encuentra al principio del buque una casita,

donde están las cámaras del capitán y empleados superiores, la biblioteca del buque y la oficina

del timonel, llena de instrumentos y de máquinas.

Allí están permanentemente el timonero o piloto con los ojos fijos en la brújula, asistido por cuatro

jayanes que, a su voz, mueven unas ruedas enormes a izquierda o a derecha. Estas ruedas

comunican por medio de cadenas invisibles con el timón y lo hacen girar a un lado u otro y lo man-

tienen de frente, para que el buque siga la línea a donde lo lleva la voluntad de ese ser

insignificante que está por ahí vigilando todo, y que se llama el capitán. Un descuido de un minuto

segundo, un movimiento menor que el que se hace para alcanzar un papel o para, trazar una letra,

bastaría para que el buque, en vez de ir en línea recta a Europa, fuera a Asia; pero un ligero

movimiento también basta para evitar un escollo o una onda. El océano está dominado con riendas

de seda y tasca sin cesar el freno que no se atreve a romper, aunque para ello le bastaría un

resoplido.

A intervalos se ven en el puente los altos y robustos maderos de las velas (pues el horno, aunque

se ha echado al bolsillo el vapor, no ha renunciado al auxilio de su antiguo amigo, el viento), y uno

de ellos, el más alto, el palo mayor, proporcionará a los pasajeros el gusto de ver ejercicios de

gimnástica, cada vez que los marineros tienen que subir a poner las velas.

A trechos se encuentran en el suelo del puente varias puertas y ventanas. Como en la vida del mar

todo es al revés de la tierra, no hay que extrañar que las puertas y ventanas estén en el suelo en

vez de estar en la pared. Las ventanas son las de los pisos bajos, donde están el comedor y

dormitorios, y las puertas, las bocas de las escalerillas que a ellos conducen. Bajemos a ellos tam-

bién: en ellos se encuentra la vida doméstica, a bordo, como en el puente se encuentra la vida

social.

Encontramos en primer lugar el comedor. Allí, en derredor de la pared, hay asientos fijos, que

hacen frente a mesas igualmente fijas. Todo está a prueba de agitaciones. Si fractus illabatur orbis,

impavidum ferient ruinae; lo que en este caso quiere decir que si el mar juega con el buque en una

tempestad, las mesas no se moverán de su puesto. En la mitad del salón hay un piano y a trechos

las escaleras que conducen al puente, relacionadas con las que llevan al salón de los camarotes y

que está más abajo.

En derredor de este salón hay también camarotes, que valen más que los de abajo, porque su

ventanilla se puede abrir durante el tiempo sereno, en tanto que las de los de abajo no se pueden

abrir nunca, porque están al nivel de las aguas, que con frecuencia las cubren.

Bajo el salón de los camarotes hay todavía otro recinto; pero éste ya no es habitable por su

oscuridad, y forma por lo tanto el depósito de las cargas. Estos salones ocupan la tercera parte del

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buque, y las otras dos terceras partes están ocupadas por el salón de los pasajeros de segunda

clase, más adelante por el salón de los de tercera y por la tripulación.

El resultado de este acomodo es que viven cómodamente durante un mes mil quinientas personas

en aquel espacio.

El buque que estoy describiendo se llama L'imparatrice Eugenie y pertenece a la línea francesa o

compañía transatlántica: tiene una capacidad de 800 toneladas.

La primera hora después de que estuve a bordo la pasé conociendo mi nueva habitación. Para los

demás acaso la novedad del espectáculo estaría en mi sencilla curiosidad.

Debajo del comedor se encontraba el gran salón de los camarotes. Un cuarto muy pequeño, que

tendrá cinco varas de largo sobre tres de ancho, es el que debe alojarme en unión de otro

compañero. En la testera del cuartico hay un canapé y encima de él está el ventanillo, igual al de

los camarotes de arriba, es decir, compuesto de un vidrio redondo y muy grueso, encerrado dentro

de un aro de cobre que se cierra con llave; pero los de arriba se pueden abrir a cualquiera hora, y

estos no se abren nunca, porque como he dicho, las aguas del mar pasan a su nivel y muy a

menudo por encima de él.

Así es que la luz es intermitente. Cuando baja la ola, se aclara, y cuando vuelve a estrellarse

contra el costado del buque, entra todo el navío y queda todo el cuartico inundado de una luz

verde, casi oscura, del color del mar. Este movimiento es incesante, y por lo tanto uno de los

tormentos de la vida en el camarote es la oscuridad, y más que la oscuridad el relampagueo de la

luz, que cansa los ojos y produce desvanecimiento. A un lado del ventanillo están un farol, clavado

a la pared, y la puerta del camarote.

En el otro extremo del camarote hay dos lechos fijos, uno encima del otro, como tablas de estante,

y en el tercer lado del cuarto, del lado de la puerta, hay dos lechos más. El cuarto lado está

ocupado por dos mesas de baño y muchas perchas para colgar todo lo que no está guardado en

los baúles, pues como la habitación es movediza, no se puede dejar nada suelto.

Hay camarotes a un lado y otro, divididos por un pasillo que les da entrada lateral, y en el centro

del salón un callejón que sirve para entrar a todos ellos y para darles ventilación. El sistema para

dar aire respirable a este recinto és muy curioso. En el puente se ven las bocas de unas grandes

mangas hechas de género muy grueso, que bajan atravesando el comedor hasta el callejón de los

camarotes. A favor de estas claraboyas de trapo, se tiene constantemente aire de remuda en el

fondo del buque.

Para impedir que el agua de la lluvia se baje por el mismo camino, y al mismo tiempo para atraer

más aire, las mangas no tienen entrada plana sino lateral, porque su cabeza está formando como

la capucha de un fraile. La maquinaria ésta, tan sencilla como es, produce magníficos efectos: el

viento cortado por el rápido movimiento del buque, hiere de frente las capuchas y se cuela por

ellas. Una vez allí, no le queda más recurso que bajar, buscando salida y siguiendo el curso de la

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manga que se va angostando, y llega a lo más profundo del buque a aliviar los pulmones de los

habitantes, que sin ella, se asfixiarían.

El buque por fuera parece que tiene un millón de ojos en su casco, formados por los vidrios y sus

marcos de cobre siempre limpios, que brillan como si fuesen de oro.

Agrégase a esos ojazos encendidos la vista del puente con sus altísimos palos y cordeles

cruzados; la vela hinchada o bien caída, los treinta o cuarenta frailes con sus capuchas caladas y

sus enormes vientres llenos de aire; los hombres de la tripulación con sus caras tiznadas y los

brazos desnudos; los montones de gruesos cables enrollados y de cadenas en círculos; la vista del

establo, donde se alcanzan a ver los grandes cuernos de los bueyes apiñados en cajones; la de los

pasajeros que circulan en el puente o están sentados, leyendo o durmiendo; el capitán en lugar

prominente, con su anteojo en la mano registrando la profundidad del inmenso horizonte, y por

encima de todo, el largo y negro penacho de humo negro que sale del ancho tubo de la chimenea y

que se inclina hacia atrás apenas sale, como la pluma del sombrero de un paladín español.

Eso es lo que se ve por encima: ahora por abajo aquel extraño cetáceo reposa firmemente sobre el

mar, mientras las dos inmensas ruedas que tiene a uno y otro lado, baten rabiosas el agua y

producen polvo de mármol blanco, que cae sobre el agua verde.

El agua que desaloja el inmenso buque al entrar en el mar, rueda sobre el agua inmóvil que lo

rodea, y antes de volver a unírsele forma como un escalón en derredor del buque, como si este

fuera un pisapapeles puesto sobre un pedestal de alabastro. Atras, la estela que forma el buque en

su marcha, figura como un ancho y larguísimo camellón de mármol blanco construído entre mármol

verde.

Tal es el espectáculo de un buque en el mar. Cuando uno reposa en el camarote, oye el ruido

sordo de los dos grandes tornillos de la máquina, que suben y bajan alternativamente, como he

dicho atrás; y tal parece que son las dos piernas de un gigante, que bajan hasta el fondo del mar,

caminando, para hacer andar el buque: la ilusión es completa.

Había concluído ya mi viaje pintoresco por entre el buque, y me vine a bordo a reclinarme en la

baranda.

La costa de Santa Marta había desaparecido: apareció y desapareció en seguida la de Ríohacha, y

vi por largo rato, con el auxilio del anteojo, una línea negra y lejana: aquella línea era la Guajira,

era lo último que debía ver de la patria, porque es su término por aquel lado.

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BAILE DE SOMBRAS Por Carlos Martínez Silva

Hace algunas noches que, cabizbajo y distraído, seguía el camino de mi casa, por una oscura y

desierta calle. De repente sentí música, alcé la cabeza y vi una casa iluminada: evidentemente allí

había un baile.

Como nada tiene eso de raro, me disponía a seguir; pero como descubriera que sobre la pared que

quedaba al frente de la casa iluminada, pasaban y repasaban las sombras de los danzantes, me

detuve.

En aquel momento se celebraban, pues, dos bailes: uno en la sala, otro en la calle.

En el primero había hermosas damas, apuestos caballeros, fisonomías animadas por el fuego de la

pasión, trajes de crujiente seda, perfumes y blandones, todo cuanto halaga los sentidos y exalta el

corazón.

El baile de las sombras era triste en todos sentidos: se celebraba en una calle oscura y fría; los

convidados estaban vestidos de negro, no se reían, ni conversaban; tenían rígidas las facciones,

apagada la vista.

¡Qué contraste aquél! ¡Qué fuente de serias y profundas reflexiones para el que, como yo,

contemplaba fríamente desde la mitad de la calle esas dos danzas, que al fin no eran sino una

sola!

-¿Quiénes son, me decía, dejándome llevar por la imaginación, estos tristes danzantes, de formas

vagas, que durante un largo rato han dado vueltas y revueltas, sin hacer ruido, penetrándose los

unos a los otros, y que de pronto han huído en tropel entre las sombras de la noche?

¿Serán jóvenes de esas de que habla Bello en los Fantasmas, arrebatadas aí mundo en la

primavera de la vida, entusiastas por el baile, que se estremecen en la tumba, al ruido del sauce

mecido por el viento? ¡Ah! sin duda a la silenciosa morada que habitan llegaron las dulces notas de

la flauta; no pudieron resistir a su atractivo, y pidieron permiso a la guardadora del cementerio para

venir a participar de la loca diversión de los mundanos, que tanto las arrebató en vida.

No se atreven a entrar a la sala del baile; y hacen bien. ¿Qué irían a hacer a ese recinto, reverbero

de todos los placeres sensuales, esas pobres jóvenes que hace años purgan en las soledades de

la tumba las leves faltas cometidas en vida? ¿Quién reconocería, por otra parte, envueltas en sus

negros ropajes y adornadas con mustios y ajados azahares, a la espiritual Margarita, a la airosa

Tulia, a la delicada Amelia?

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Ellas sí ven y conocen a sus antiguas amigas, ebrias de placer, jadeantes, sonrosadas, que

olvidadas de todo, hasta de Dios, giran en revuelto torbellino, guiadas por las notas de una flauta y

en brazos de almibarado mozalbete.

Ayer, en ocasión semejante, todas reunidas, las que aún viven y las muertas ya, se entregaban a

hermosos proyectos y acariciaban gratas ilusiones. Todo era entonces risueño y de color de rosa:

ni una nube en el horizonte, ni una angustia en el corazón, ni un triste presentimiento. Hablaban de

sus esperanzas, de sus ensueños, de sus castos amores. ¡Hoy... unas de ellas habitan la ciudad

de los muertos, de donde las hemos visto salir en altas horas de la noche; las otras se han

olvidado desus amigas, siguen bailando, riendo, coronándose de rosas!

¡Dios las haga felices y no permita que la reina de los sepulcros venga tan pronto a llevárselas a

aumentar su corte!

En todas las cosas hay siempre una parte que se ve, y otra que no se ve, y ésta suele ser la

verdadera.

En un baile, la ilusión, el deslumbramiento estarán dentro de la sala, ¿y será la realidad el lúgubre

cuadro que se ofreció a mi vista y que otros habrán contemplado?

Unas cuantas sombras, tristes, rígidas, que dan vueltas sin concierto, ¿serán, pues, la desnuda

esencia, la verdadera forma de un baile?

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EL DESIERTO DE LA CANDELARIA

Por Felipe Pérez

El sol hería nuestras cabezas perpendicularmente, y reverberaba en torno hasta fastidiarnos. Nosotros des­cendíamos por el espinazo de una de las muchas colinas, pedregosas y áridas, que forman el pequeño valle en donde está edificado el convento de la Candelaria, conocido con el nombre del Desierto. Habíamos andado cuatro horas por un país desolado, lleno de quiebras, po­bre, y en el cual sólo habíamos visto una que otra ca­baña, triste como la suerte de sus dueños, y alzada sobre una cumbre o escondida tras el talud de una altura. Unas cuantas espigas de trigo fuera de sazón, dos o tres surcos de papas y un escaso rebaño, servían de adorno a aque­llas habitaciones al parecer abandonadas.

Sin saber por qué, comparábamos aquella escena a los horizontes de la Arabia Pétrea; y cada bulto fugitivo que descubríamos en los lejanos senderos, nos parecía ser el cuerpo de un beduino que fatigaba su caballo en aque­llas asperezas sin término. Empero, la verdad era que por allí no había alquiceles, ni turbantes pintados, ni bri­dones espumosos, sino asnos pachorrudos y mujeres ves­tidas de azul.

No soplaban las brisas de ningún lado; las aves no ale­graban con su presencia ni con sus cantos esos sitios muertos, en donde a larguísimos trechos retozaban algu­nas cabras lustrosas, pastoreadas por niños harapientos y sucios. En cambio el cielo se ostentaba magnífico, re­vestido de un turquí brillante y con una inmensidad de senos grandiosa.

Nuestro anhelo crecía por momentos, nuestra mente se halagaba con la esperanza de ver el ansiado edificio detrás de cada eminencia que se nos presentaba delante. Nada dispone tanto el espíritu para las grandes impre­siones como los lugares unidos a las tradiciones religiosas; pues cada piedra, cada gruta, cada árbol o torrente, nos parece que encierra algún misterio, y su área se presenta a nuestra imaginación con los sagrados detalles de un panorama santo.

Nosotros íbamos a, visitar la casa, ya abandonada, de unos hombres que se habían consagrado al silencio y a la oración, lejos de todo trato humano, y de los cuales no quedaban ya más que los huesos mez­clados con las sobras de la arcilla con que habían levan­tado un templo a la religión. Sabíamos que esos hombres no saldrían a recibirnos a la puerta de su morada en el desierto; que no oiríamos sus cantos ni recibiríamos sus bendiciones, porque ellos no eran ya sino polvo, pero estábamos llenos de su memoria; y esperábamos recibir junto a las cruces de sus sepulcros la acogida celestial que dispensa la fe.

Toda tumba es un altar; y las tumbas de los hombres muertos en la vida contemplativa; de aquellos seres excepcionales que han pasado la fuerza de sus años junto a una calavera, un libro y un cilicio, llenos del amor a Dios, sin otro ruido importuno que el de la agitación de los follajes, el bramar de las aguas des­peñadas, o el canto de los pájaros a la tarde que expira en los brazos hermosos de una noche ecuatorial; la tum­ba de esos hombres, repetimos, tumba de maronita entre los cedros del Líbano, de nestoriano sobre las márgenes del Tigris, de misionero entre las breñas de los Andes, tiene algo de más sobre las otras tumbas, pues parece unir las dos santidades posibles: ¡la del cielo y la de la tierra!

Contra la costumbre española, el templo de la Can­delaria está edificado, no sobre una eminencia, a estilo de torreón, sino en el seno de un valle angosto, risueño, con un río que lo ciñe como una cinta, y con sotos mag­níficos, cuyas sombras se extienden sobre el césped de un verde igual, brillante y blando.

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No había allí el palacio de un grande, ni el templo de un monstruo: lo que había, lo que hay es una casa de oración dominando el paisaje, como la cruz de su cúpula domina y extiende sus brazos de paz a toda la dichosa comarca. La puerta de esa casa no está nunca cerrada; y por ella caben lo grandes y los pequeños, por ser la casa de la verdadera igualdad. Para entrar a ella no se requieren vestiduras de grana u oro, perfumes ni joyas: no, todo el que tenga esperanza puede pasar adelante; y si su corazón está puro, habrá un ángel más en la casa de Dios; si no lo está, se purificará y volverá a la vida re­generado por la oración.

Parados delante de la alta y maciza cruz de piedra que, bajo el ramaje de los naranjos en flor, entre los poma-rosas y los granados del patio principal del con­vento, parece elevarse a las nubes y servir, cual otra es­cala de Jacob, de vía entre el cielo y la tierra; en medio del silencio que nos rodeaba, respirando un ambiente ex­quisito, iluminados por el sol de un bello día, nuestra alma sensible a todas las grandes impresiones, pensaba en todo lo que dice a la humanidad desde hace 2.000 años, ese símbolo, antes de muerte y oprobio, y hoy de vida y gloria; terrible bajo las fases de los Césares, sereno bajo el báculo de los pontífices; ¡ayer salpicado con la sangre de las víctimas, hoy cubierto con el lino del gran sudario del Dios-Redentor! ¿Qué universo puede haber más vas­to ni más fecundo, más bello que el que se encierra en este nombre tan conocido y misterioso:Jesucristo? Maes­tro, profeta, institutor, es el verdadero creador del mun­do moral, como su Padre lo había sido del mundo físico.

El puso a la humanidad extraviada en el camino de la bienaventuranza en ambas vidas; y nos enseñó a morir para merecer el premio de la resurrección. Filósofo, la moral de Sócrates es apenas una débil intuición de su doctrina: legislador, nada son ante él Minos y Licurgo; apóstol, su paso es una huella de perenne luz; rey, ca­balgó en una pollina, y su cetro fue la palma de la paz y de los amigos; poderoso, fue mensajero y no dueño;súbdito, se postró delante del pretorio; doctrinario, separó los intereses del César de los del cielo; creyente, enseñó a los hombres la sublime oración del Pater noster; salvador, sublimó sus enseñanzas con su muerte.. . ¡Dios, vol­vió al seno de la eternidad, de donde había venido! ¿Có­mo pues, no reverenciarlo? En él todas las situaciones son magníficas y todos los caracteres completos. Niño, su vida es una sonrisa inmaculada;mancebo, fue el pastor dulce que dejó el rebaño íntegro por buscar la oveja perdida; hombre, las pasiones no alcanzaron hasta él; sacerdote, es el celebrador de la última pascua, y el repartidor del pan bendito entre amigos y enemigos; mártir, hizo del Gólgota la estupenda escena de los siglos.

Su palabra fue siempre un bálsamo para el dolor y una luz para el entendimiento.

Mil ochocientos años hace ya que Jesús abandonó la tierra, y de entonces acá, más de cuatrocientos millones de hombres están postrados al pie de la cruz; ¡y todos los días vienen a ella, como las aves necesitadas a la era opulenta, los pueblos de todas las latitudes del globo! ¡Tal es el poder maravilloso de la verdad!

Todas estas y otras ideas ponía en movimiento en nues­tra cabeza la elegante cruz de aquel convento, que visi­tábamos por segunda vez, atraídos por la amenidad dei sitio. La cruz era a nuestros ojos más grande que toda aquella fábrica, pues constituía el todo, mientras que el edificio no era más que un incidente en el gran poema, en el poema universal.

Paseando por aquellos claustros solitarios, deteniéndo­nos en sus graderías de piedra, perturbando en las celdas abandonadas el sosiego de los murciélagos, recorriendo sus jardines enmalezados y sus huertos destruídos, hin­cándonos bajo el arco estupendo de su iglesia, contem­plando el retrato del fundador del convento (obra de pobre pincel), muerto a la edad de 105 años, pensamos en esas gentes de otros tiempos dadas a la vida de la oración, capaces de fundar o de habitar por toda su vida aquellos santuarios melancólicos... y recordamos el si­guiente pasaje del vizconde de Chateaubriand: «El pro­feta Elías, huyendo de la corrupción de Israel, se retiró a lo

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largo del Jordán, en donde con algunos discípulos se mantenía con yerbas y raíces... nos parece bastante maravilloso este orígen de las órdenes religiosas.

Desde Elías desciende la vida monástica a Eliseo por herencia admirable, y a los provetas y San Juan Bautista, hasta Jesucristo, quien huyendo frecuentemente del mundo, iba a hacer oración sobre las montañas. Los terapeutas, alcanzando muy poco tiempo después la perfección en el retiro, dieron cerca del lago de Moeris, en Egipto, los primeros modelos de los monasterios cristianos. En fin, bajo San Pablo, San Antonio y San Pacomio, aparecieron aquellos famosos solitarios de la Tebaida que llenaron el Carmelo y el Líbano con todos los ejemplares de la penitencia.

Le­vantóse una voz de gloria y de admiración en las más espantosas soledades; mezclábanse músicas divinas con el ruido de las cascadas y de las corrientes; los Serafines vi­sitaban al ermitaño de la caverna, donde arrobaban su alma resplandeciente sobre las nubes; los leones les servían de mensajeros, y los cuervos les llevaban el celestial maná». Vinieron después los trapistas, sublimadores del sistema; los cartujos, losmisioneros, intrépidos peregrinos de la fe en las selvas americanas y entre los bárbaros del Africa; y los frailes guerreros, heroicos, batalladores en Malta y Jerusalén.

El sol empezó a declinar en el horizonte, el valle se apagó un tanto, el río dominó con su voz todos los ruidos de la tarde; volvimos, pues a tomar nuestras cabalgaduras, montamos, dijimos adiós al convento, y cogiendo el ama­rilloso sendero que habíamos traído, pronto no quedó nada a nuestras espaldas. Varias veces volvimos atrás los ojos y no vimos sino un hacinamiento de cerros desnudos. Así pasa todo en la vida; así había pasado también el convento, construído en 1611 y guardado hoy por un sacerdote que en vez del severo ropaje talar y del fajón de cuero, lleva una ruana parda, un sombrero suaza y unos botines de soche.

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174

EL OIDOR CORTES DE MESA Por Juan Francisco Ortiz

I

La tarde había sido tempestuosa, llena de truenos y de aguaceros; y la noche, aunque ya no llovía,

no por eso estaba menos oscura y triste. Las oraciones habían sonado en las torres de Santafé, y

una multitud de luces que cruzaban en todas direcciones las calles empantanadas, resplandecían

confusamente aquí y allí. Por la Calle Real, no obstante, empezando a reunirse, parecían un chorro

de fuego que iba a parar más lejos, a la segunda calle de Las Nieves.

En aquel año de 1581, era ese barrio el más poblado de la ciudad; que parecía deber extenderse

en edificación más bien hacia el río del Arzobispo que al de Fucha. Los faroles fueron a

esconderse en una casa baja de regular apariencia, de donde salían el ruido de una música

alegrísima y el murmullo de muchas personas. Un grupo de curiosos estaba apostado en la

esquina y en la puerta, para ver entrar la gente que iba al baile.

-¿En qué consiste, señor, dijo un encapado a un arrimón que estaba cargado contra la pared

(porque entonces como ahora y ahora como entonces han existido aquí mirones y curiosos); en

qué consiste que entre tanta gente a esta casa?

-Yo le diré a vuesamerced, dijo el otro: aquí vive don Salvador Ordóñez, y hoy son los días de su

esposa.

-¡Don Salvador!, ¡ah!, ¿aquel español mercader de vinos de la Primera Calle del Comercio?

-Sí, señor, el mismísimo; ¡y qué buen hombre que es!, todos hablan de su fidelidad en los

contratos: en fin, de aquella su hombría de bien que diciendo blanco, blanco ha de ser.

-¿Y su mujer es joven?

-¿No la conoce usted?, pues cierto que muchacha más linda con dificultad se da; tiene un cabello

que parece de oro, bellos ojos, blanca como una nieve, y los dientes como...

-En esto entraban unas señoras acompañadas de unos caballeros.

-¿Ve usted esas damas?, no podrá usted negar que son buenas mozas; ¡toma!, pues la una es la

hija del Corregidor, y esa otra alta, mimbreña, un poco desdeñosa, es la mujer del doctor Rivera.

-¿Y qué edad tendrá, poco más o menos, la esposa de don Salvador?

-Diez y ocho años cumple hoy, nada menos.

-¡Oiga!, es bien niña; ya, la plata, la, según parece, tendrá 50, ¿no es esto?

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175

-Sí; tal vez más.

-¿Y hace mucho que son casados?

-Hará como dos años.

Los convidados seguían entrando, y la música no cesaba de sonar. Para cierta edad, no hay cosa

que alegre tanto como una sala de baile; allí halla uno cuanto desea; los reverberos hacen ofuscar

los ojos; y mira uno lindos talles, ojos negros, ojos azules, blancos brazos, cabellos rubios y

cabellos de azabache; lo que uno quiera: flores, perfumes, canto, música embriagadora, miradas

de ternura... todo.

Precedido de un negro que llevaba un gran farol, venía a entrar un personaje de garboso cuerpo,

cubierto con una ancha toga de seda, que revolviéndose en mil pliegues, añadía gracia a su talle

gentil. Alto, no muy grueso, ojos negros como dos carbones, una mirada profunda y vivaz, el

cabello sin polvos y sin adorno, frente elevada y espaciosa, unas maneras amenísimas: tal era el

Oidor Luis Cortés de Mesa. Agregad a esto, que su fresca y lozana edad podía a lo mas rayar en

los treinta años; que su talento forense lo hacía el hijo mimado, y le daba mucho ascendiente sobre

los viejos oidores; que sabía cantar, acompañado de la guitarra, que era un primor, y habréis

formado una idea de él. Había sido educado en Sevilla, y por no sé qué travesura que cometió en

Madrid, el rey lo había mandado, tan joven como era, de Oidor de la Real Audiencia del Nuevo

Reino de Granada.

Al entrar al salón, todos le hicieron la debida atención; pero esta sala y su concurso, merecen bien,

caro lector, gastar dos líneas en describirse.

Figúrese usted un salón espaciosísimo, colgado de terciopelo turquí con flores de oro; grandes

faroles de reverbero, que volvían la noche tan clara como el día; canapés de seda con unos

espaldares de a vara y media, hermanos de unas sillas tan largas como tres tantos de las nuestras;

en los dos rincones de enfrente dos buenas mesas de caoba, ocupadas por un nacimiento quiteño;

enfrente, y en la mitad de la pared, un cuadro grandísimo y muy bello del célebre pintor Vásquez

(que entonces viejo ya, se mantenía mandando a vender pinturitas que hacía en tabla, de gatos,

perrillos y otros animales); una alfombra quiteña, unas jarras de flores y una araña de palo dorada

en la mitad de la sala, cuyas vigas estaban embutidas con dibujos de relieve, completan este in-

ventario.

En una tarima, que ocupaba todo un lado de la sala, estaban sentadas todas las señoras,

embasquinadas muchas, y otras con peines de oro en la cabeza; arracadas en las gargantas; el

cabello revuelto hacia atrás y amarrado con una cinta de color; manos y seno cuajados de

diamantes, esmeraldas y perlas; estrechos jubones de seda o de guadamesí de color; anchas

polleras de raso, de lama de oro o de brocado hasta los pies, y en estos zapatilla de tisú con su

alto tacón.

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Los hombres, por su parte, no estaban menos gallardos: zapato con hebilla, media de seda o de

punto, charreteras en la rodilla, calzón corto de paños finísimos de San Fernando, chupa de seda

bordada con lentejuelas blancas o amarillas, golilla al pescuezo, bigotes, ferreruelo, capita corta,

espada y sombreros gachos, con plumas o sin ellas.

La mujer del mercader estaba de veinticinco alfileres; toda tisú, oro y pedrería. Dijo una señora

cincuentona, que muy bien podía valer sus diez mil pesos; y otra, sacudiéndose las enaguas,

agregó: que ni con mucho la mujer del último Presidente se podía comparar con ella, cuando un

Jueves Santo o una Nochebuena iba a la Catedral. Pero dejando a un lado lo que valiera su

adorno o no, que en eso no me meto, digo: que de todas las de la fiesta, era la más hermosa sin

ninguna disputa.

Tocaron un minué, y vieron bailar a Clara Rosa, suelta como una gacela, con el abogado Lineros,

joven muy distinguido. Los brazos de la hermosa se extendían con tanta suavidad y gracia, sus

pies tocaban tan blandamente la tierra, sus mejillas se sonrosaban con un color de grana tan vivo,

que parecía una sílfide o una deidad aérea. Ahora deteniéndose en su rápido curso, redoblaba con

sus tacones y seguía el compás de la música exactamente; sus ojos lánguidos parecían

desmayarse; su cabeza torcida con suavidad, ya a un lado ya a otro, añadía nuevo encanto a su

interesante actitud; su pecho se hinchaba por grados con la agitación del movimiento; y ahora era

como cosa angélica que embelesaba la vista y arrobaba el corazón.

Los ojos del Oidor estaban clavados en ella; con la boca abierta no se atrevía ni a resollar;

palpitando, delirando, extasiado seguía todos sus movimientos, sus labios dejaban oir el compás

de la música, siguiéndolo en todas sus cadencias. ¡Es una cosa verdaderamente fatal el corazón!

En medio de la soledad, o en mitad de un concurso, hay siempre voces secretas, misteriosas

inspiraciones del cielo, que nos anuncian nuestros destinos. Calladamente, y cuando estamos más

embebecidos por la vista de una mujer hermosa, por los acentos de una música embriagadora, por

el canto despertador de grandes meditaciones, o por el murmullo del pueblo que aplaude o que

vitupera, se oye aquel acento en el corazón, y lo oprime como un mármol que cae sobre un

cadáver. ¡Esta noche puede serte fatal!, es tal vez el grito del alma. ¿He de morir?, ¡qué importa!,

yo no temo a la muerte; siento dejar la vida solamente, cuando empiezo a recibir impresiones tan

dulces.

Esto era ciertamente lo que pasaba en el corazón del Oidor de Santafé. ¡Esta noche te será fatal!

He aquí el grito que le lanzó el mal genio en medio de esta escena agradable. Involuntariamente se

para, y conociendo su indiscreción, toma otro asiento. Era tarde; el mal estaba hecho, y esta

noche, realmente, le va a ser fatal.

¿Para qué cansar más con la pintura de una fiesta que ya pasó? Flores, vino, antorchas, canto,

perfumes, música atronadora, nada escaseó el marido para festejar el nacimiento del ídolo de su

corazón. Se había casado en su vejez; Clara Rosa era su apoyo, su ídolo, su amor, su único

pensamiento. Clara Rosa lo amaba con la ternura de una huérfana que todo se lo debía, alianza,

relaciones, riquezas y honores; de una niña, que criada desde sus primeros años en un

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177

monasterio, no sabía más del mundo que lo que veía en su casa, y que al salir de aquel asilo había

venido a encontrar en don Salvador, su padre, su marido, el más fino amante.

¡Qué felices hubieran corrido sus días sin esa noche! Pero estaba escrito que sería la última fiesta

de su vida, y que el destino no respeta ni las rosas del amor, ni la quietud del sabio, ni los laureles

del guerrero.

Ella se divirtió completamente; la función estuvo lucida. A las once ya los muchachos se dormían, o

jugaban con los perros y gatos por la sala en medio de los concurrentes y el baile se acabó.

II

¿Qué pasaba en el corazón del Oidor? Imposible es pintar exactamente aquella mezcla de

encontrados afectos que produce el amor, y un amor desesperado y criminal como el que se había

apoderado de su alma. Movimientos de esperanza, de arrepentimiento; ideas negras como el

averno; los celos con todas sus espinas dolorosas, que rompían su ensangrentado corazón; todas

las olas de un porvenir funesto, si lograba sus deseos, viniendo a estrellarse en su frente; todos los

dolores de la desgracia, si no era correspondido... ¡Oh, virtud!, tu antorcha no iluminó su alma, o

fue que el demonio quiso ocupar enteramente su recinto; o que el infeliz no tuvo ánimo para

implorar al cielo, temiendo ser oído, para que lo librara de este amor.

Una noche sin sueño, la fiebre abrasadora de la desesperación, el flujo de suspiros involuntarios...

¡ni una lágrima!, ¡pero la imagen de la amada con todos sus encantos, el recuerdo fresco y vivo de

todas sus acciones y aun de sus más insignificantes palabras, la perspectiva tétrica del crimen, la

agonía del dolor!... ¡Ved qué tropa de penas sobre un corazón tan fuerte como el que más, que no

es sino un poco de sangre!

Por la mañana llamó con la campanilla a Simón. Simón era un criado antiguo de su casa, que

había querido acompañarlo a América, porque lo había criado en sus brazos y lo amaba como a su

hijo.

-¡Simón!, he pasado una noche malísima, no he dormido; estoy como con calentura.

-¡Ya!, las trasnochadas nunca son buenas, señor mío; yo, ya ve vuesamerced, 80 años cumplo en

estas pascuas, y nunca he sabido lo que es un dolor de cabeza, ni lo que ha sido cogerme las

ocho fuera de mi cama. Algún viento, la humedad de este cielo, que no es como el de Sevilla, el

vino lleno de azucar... ¿quiere que llame a un doctor?

-Gracias, mi buen Simón; mi mal no hay médico que lo cure.

-Pero, ¿qué tiene vuesamerced?

-Casi nada me duele, nada; pero estoy bien malo.

Page 179: Museo de cuadros de costumbres, tomo III

178

El viejo se confundió y se fue a preparar el almuerzo. Mientras que almorzaban le dijo el Oidor a

Simón:

-¿Sabes lo que pienso?, volverme a España; ya no me sienta este clima.

En esto entró un canónigo, y fue preciso dejar la conversación.

No bien se hubo acabado el despacho de aquel día en el Tribunal, cuando el Oidor fue a la casa de

don Salvador. Encontró con Clara Rosa, que se divertía sola en el corredor regando unas flores:

estaba perfectamente adornada; su cabello recogido con tres estrellas de oro y diamantes;

arracadas y gorgueras de lo mismo; una pañoleta de olán al cuello; su ajustador de seda turquí con

mangas de terciopelo celeste hasta el codo, en el que caía un vuelo de encaje blanco con un

brazalete de esmeraldas, pulseras de lo mismo, y los dedos cuajados de piedras preciosas; sus

enagüillas azules de terciopelo, chapines de lana y medias de seda. Tal era el adorno de la

hermosa; pero en su cara se habían abierto unas ojeras grandísimas; y sea la falta de sueño de la

noche anterior, o algunas lágrimas secretas, la faz demostraba un aire de melancolía que daba

más y más realce a su hermosura de 18 años; sus ojos eran una hoguera incesante, su boca,

Botón de rosa apenas entreabierto,

Que a la tierra cayó del Paraíso.

¡Cuántos encantos y cuán poderosos hechizos para ablandar un corazón de piedra, no que uno

que se derretía!

El Oidor la saludó con la gracia andaluza que caracterizaba todos sus movimientos. Entraron a la

sala y se empezó la conversación.

-Y bien, Clara Rosa, dijo sonriéndose el Oidor, ¿mucho se divirtió usted anoche?

-Sí señor, puedo decir que estuve muy contenta.

-Pero su aspecto no da indicios de tal cosa: más colorada, con menos ojeras, y no tan triste había

de poner usted esa cara divina para que se lo creyera, usted ha llorado.

Clara Rosa se turbó toda, y le dijo con un acento tan triste: ¡no señor!, que el Oidor, que estaba ya

en ascuas, se levantó para sentarse en una silla junto de ella.

-¿Cómo no?, continuó el Oidor, aún se ven las señales de su llanto. Vamos, amiga, sea usted más

sincera, cuénteme la causa de sus penas, pues juro que ninguna tiene en el mundo tanto derecho

a ser feliz como usted; tal vez regaños de don Salvador, ¿no es esto?

-Pero, señor, por más amistad que usted me profese, ¿qué utilidad le reporta saber las penas que

pueda sufrir una pobre muchacha, huérfana desde la infancia, sin apoyo, sin arbitrio en la vida,

criada en un monasterio?

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-¡Cómo si me interesan las dichas y los dolores de usted!, sobre mi corazón, Clara Rosa, créame

usted que yo desde el momento...

Aquí se suspendió, por una señal de desagrado que notó en Clara Rosa, y luego continuó

diciendo:

-¡Eso es, caprichos del abuelo, bizcaíno había de ser! ¿no es verdad, amiguita?

-Sí, señor; ya que usted quiere saberlo, oiga, pues, y verá que son cosas de que usted no debía

tener curiosidad. ¿No se acuerda usted que cuando bailamos juntos a la media noche, se me cayó

una cinta y que usted la alzó?... Pero ahí parece que viene.

Y se levantó para sentarse en otro lugar. Así permanecieron un rato hasta que el Oidor dijo:

-Bien, no viene; ¿y en qué paró?

-Pues luego que todos ustedes se fueron, se quedó a cenar y empezó a reprenderme, y tanto, que

me hizo llorar.

-¿Sí, conque está celoso?, dijo el Oidor.

-Y ya ve usted con cuan poca razón, señor don Luis; yo soy una pobre, una infeliz, que sé muy

bien cuánto le debo; ¡ah!, todo lo que soy; y aunque entonces no supe tal vez lo que me hacía, yo

lo amo, y no seré capaz nunca de darle qué sentir.

-Pero, divina Clara Rosa ... dijo el Oidor.

Aquella, viendo que don Luis le iba a tomar la mano, se levantó y se salió al corredor. A este

tiempo entraba don Salvador, que venía de dar su paseo por San Diego, después de haber estado

desde las ocho en la tienda. Era este español honradísimo y cortés, muy devoto, exacto en sus

promesas; de aquellos hombres de migajón que ya casi no se hallan, formal, tratable, y aunque a

la edad de cincuenta años, enamorado de su mujer como un muchacho.

El padre de Clara Rosa fue un honrado antioqueno, que queriendo mejorar su fortuna, se había

trasladado a Santafé, con su mujer y su hija. A poco tiempo murió aquella, dejándolo en la mayor

aflicción, principalmente por el cuidado de la educación de Clara. Don Salvador, que era su amigo,

se hizo cargo de la niña, la puso en La Enseñanza, y habilitó al padre para que hiciera un viaje a

Jamaica; el que tuvo el más desgraciado fin del mundo, pues de vuelta murió el padre de Clara

Rosa en Honda, suplicando a su amigo cuidara a su hija como propia y no la desamparase en la

orfandad y miseria, y mucho más en la edad en que la dejaba. Don Salvador prometió ser su

padre, y luego que salió del convento se casó con ella.

Los matrimonios en aquel tiempo casi no se hacían por voluntad; y el cariño, el amor, era de lo que

menos cuenta se hacía. Clara Rosa, huérfana, inocente, a la edad de diez y seis años, sin

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experiencia, criada en un monasterio, se arrojó en los brazos del que hacía las veces de su padre,

y éste dio el sí por ella en los altares. Poco a poco con el trato de las amigas, y con el claro talento

de que la dotó el cielo, advirtió que había hecho un voto, cuya inmensidad y duración, apenas

empezaba a conocer. La gratitud, el siempre cariñoso trato del marido, su misma utilidad, la

convencieron a amar por deber al que amaba por agradecimiento, y a llevar una vida feliz,

ignorando los ardientes afectos que estaba condenada a no gustar.

Don Salvador, por otra parte, era el hombre más cariñoso y de buen juicio, franco, amigo de servir

a sus amigos, idolatrando en Clara Rosa como en su ídolo, atento a conservar su rico comercio, el

hombre más cabal y corriente. Diversiones, bailes, paseos, maestro de arpa, cuanto quería, cuanto

soñaba, cuanto acertaba a pensar, en todo daba gusto a la esposa. Su figura tampoco era

desagradable: un estatura más que mediana, gordo, cachetón; la cabeza escarchada por los años,

pero cubierta de espeso cabello; fácil conversación, buenos y apreciables modales, la limpieza

misma llevada al exceso, tal era aquel hombre, cuya mano estaba abierta al pobre y a la viuda, y

cuyo corazón puro no sabía ni desear el mal.

Estimaba al Oidor, tanto por sus talentos y buenas prendas, como por el lazo de paisanaje y de

amistad que le unía a él; pero empezaba a recelarse de sus miras viendo la frecuencia con que

venía a su casa, y el demonio funesto de los celos, que atormenta principalmente cuando se miran

las relevantes prendas del rival, y a la consideración de los personales defectos, se había

apoderado de su alma. Hizo poca atención al Oidor, y manifestó su descontento a Clara Rosa.

Despedido el Oidor, prohibió a su mujer que lo admitiera más en su casa, y comisionó en secreto a

Cecilia, una vieja ama de llaves de la casa, para que espiara hasta las más indiferentes miradas de

aquella, encargándola de darle detallados avisos de todo.

Muy duro se hacía a Clara Rosa despedir de su casa a un hombre tan eminente, ya por el puesto

que ocupaba en la Real Audiencia, como porque empezaba a cobrarle cariño al ver su amor

desventurado y las prendas que lo adornaban. Por una parte, el obstáculo aumentaba este afecto,

que venía a robustecer las naturales comparaciones que hacía entre la edad tan desigual, los

talentos, el rango y las maneras de uno y otro. ¡Cuán disculpable era esta hermosa, luchando sin

guía ni consejero en la borrasca desatada de afectos, si tal vez daba momentáneamente cabida a

una inclinación tan criminal! Consultó las dudas de su conciencia con su confesor el guardián de

San Francisco, que estaba ya prevenido por el marido, de cuya casa se le enviaba el confortativo

chocolate qué tomaba su paternidad, los dulces y fuentes de colaciones con que se refaccionaba

su paternidad, el vino de Madera y Oporto con que se fogueaba su paternidad y los olorosos

tabacos de La Habana que fumaba su paternidad.

No era mucho, pues, que su paternidad hablara elocuentemente a Clara Rosa, citándole los

hechos de Raquel, Ester, Judith y Santa Teresa, que tenían tanto que ver con la presente materia,

como mejor fortuna me depare Dios. Pero la bella índole de Clara Rosa, su condescendencia

genial para seguir el camino virtuoso, no opusieron ciertamente obstáculo ninguno a la elocuencia

triunfadora del muy reverendo padre fray Clímaco Matallana, guardián en el convento de humildes

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franciscanos de Santafé; así fue que anegada en llanto, prometió no pensar más en el Oidor, ni

cosa que oliese a tal, y seguir, como hasta entonces, queriendo a su buen marido, como a las telas

de su corazón.

¡Con cuánto placer no oyó don Salvador tan faustas nuevas de boca del muy reverendo padre

guardián fray Clímaco, y más viendo que Clara Rosa se esmeraba a porfía en manifestarle su

cariño! Eran como las nubecillas de diciembre, que gotean para secar el polvo en un día caluroso y

para mejor refrescar el aire. No hay que decir de las damesanas de vino que fueron a dar de

rondón en el último vericueto de la celda del bendito fraile, como ni tampoco las finas piezas de

cendal para los hábitos de su paternidad, y las de olán para camisas de su cuerpo pecador, como

él mismo lo solía llamar.

Entre tanto el Oidor estaba poseído de mil esperanzas y temores, y del peso que trae consigo,

abrumador y terrible, tan funesta afición. Es el tormento de Tántalo, que ve saciarse a otro de

agua, mientras él se deseca de sed; es el corazón puesto sobre un yunque, recibiendo los golpes

del martillo que lo vuelve pedazos. Pensaba pedir su traslación a otra parte, ya huír como un

desertor, ya quedarse, vivir, morir; todas las furias se habían desencadenado para atormentarlo, y

lo que le faltaba era valor para tomar una resolución. ¡Ay de aquel corazón medroso, queno sabe

determinarse a seguir un pensamiento cuando la razón grita!, ¡y qué de tormentos no se le

preparan por su indecisión! Rómpase, despedácese, si es preciso; pero sea una vez, siguiendo los

consejos de la conciencia que nunca se engaña.

Arremolinado por mil siniestras ideas, ya se resolvía a cejar, prometiendo no ver más a la turbadora

de su quietud; pero su alma se desencajaba a este mero pensamiento y no podía resolverse a

nada. Fluctuando a merced de todas las contradicciones de una mente acalenturada, ni en la

soledad hallaba consuelo, y las conversaciones de sus amigos no eran atendidas, o pasaban sobre

su pecho sin hacer impresión, como el viento por un arenal, sin hallar una planta que mover. En la

Audiencia hubo que despertarlo muchas veces de la profunda meditación en que se sumergía:

ensimismado y taciturno, no acertaba con la palabra cuando sus compañeros le preguntaban.

¡Infeliz hombre!, su vida será una cadena de dolor, si la religión vence en su pecho; o un raudal de

crímenes, si triunfa la voz halagüeña del placer.

Simón se esforzaba en vano por inquirir la causa de su pena. Toda afección desarreglada es

vergonzosa; pero el profanar la unión nupcial, volver ingrato al ser más sensible y virtuoso, hacerlo

criminal, profanar un santuario, marchitar una flor, corromper un corazón... Si hay palabras que

manifiesten esta vergüenza, no será otra que la que el pueblo aullando, arroja sobre la frente del

culpable, larguísima, de maldición y de desgracia, cuando asciende al cadalso, pálido y casi

muerto. Así fue que Simón se quedó en ayunas, y no sabiendo qué decir, aconsejó a su dueño que

hiciera una confesión general y vería cómo restauraba la paz perdida. Efectivamente, este aviso

era el único camino seguro que se podía tomar; pero era tarde, o no había fuerzas en el Oidor para

tanto.

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III

Muchos días habían pasado sin que nada turbase el reposo de don Salvador y de Clara Rosa, y

sin que tampoco nada atenuase el amor del Oidor, y la pena que profundamente lo consumía: sus

facciones manifestaban los interiores combates, y su aire distraído le daba un aspecto terrible, al

mismo tiempo que causaba lástima y compasión.

Después de rezar las oraciones en casa de don Salvador, vino a servir el chocolate la tía Cecilia, y

con mil escrúpulos y reservas hizo señas al amo, como que tenía que contarle algo. Aquel no

advirtió o se dio por desentendido, así es que la vieja estaba en ascuas; pero luego se acostaron y

no hubo tiempo para decir nada.

Al otro día, muy temprano, salió Clara Rosa a misa, según su costumbre, y Cecilia dijo a don

Salvador que permaneciese. Pretextó aquel gana de almorzar, y se quedó para ver qué cosa era.

No bien hubo salido Clara Rosa cuando la vieja, mirando para todos lados y advirtiendo que no

había gente, dijo a don Salvador:

-Pues cierto, señor, que el Oidor no nos da treguas.

-¿Y qué ha sucedido?, dijo don Salvador, retirándose de la mesa, y sin acabar de pasar un pedazo

de pan que se había echado a la boca.

-Nada, señor.

-¿Cómo nada?

-Oiga usted con paciencia, que en una hora no se tomó Zamora.

-Bien, bien; deja refranes, y al clavo.

-Pues como vuesamerced me dijo que viera

-¿Y qué has visto, pues?

-¿Pero cómo quiere que se lo diga, si a cada momento me interrumpe?

-No interrumpo más; di breve.

-Pues como iba diciendo de mi cuento: y los tiempos están, señor don Salvador, muy peliagudos,

pues hoy se levanta uno bueno, y a la noche... ¡Dios sea servido de remediar las cosas!

-¡Por Dios Cecilia!, di pronto, que ya no puedo aguantar más, dijo don Salvador, levantándose y

cerrando la puerta, ¿vino el Oidor?

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183

-Sí vino, señor; pero no hable usted tan recio.

-Bien, ¿y oíste qué le dijo Clara?

-Sí, señor; pero veamos si viene alguien, porque, como suele decirse, las paredes tienen oídos, y

no metas tus pulgares.

-A un lado chácharas, Cecilia, y al asunto, al asunto.

-Pues sí, señor, dijo Cecilia, arrimándose a don Salvador, ayer tarde, cuando estaba en la tienda,

vino; yo, al momento que lo sentí entrar, me vine, dejando el dulce eh el fogón, que por eso se

acarameló.

-Bien, dijo don Salvador, eso no es del caso, prosigue.

-No me interrumpa más, señor, porque entonces... me callaré.

Don Salvador hizo una señal de que escucharía en silencio, y la vieja prosiguió:

-Pues, como iba diciendo: vino el Oidor y yo me escondí detrás de esas cortinas de la puerta de la

alcoba y me puse a oír, levantando pasito, pasito, una punta, sin que me sintieran, con un miedo

grande, no fuera a ser que el diablo, que todas las mueve... y me puse a rezar a Santa Rita, y así

rezando y oyendo con un palmo de orejas, escuché calladamente.

Aquí quería don Salvador volver a interrumpir, pero la vieja continuó diciendo:

-Al principio no hablaron sino de cosas indiferentes, del tiempo y de la hermosura de mi ama.

-¡Cómo!, dijo don Salvador, ¿le decía que era hermosa?

-Sí, y que más linda niña nunca había visto, con no sé qué perendengues de amor y de corazón

que le dolía.

-¡Bien!, ¿y después?

-Después dijo él que estaba pensando en volver a España.

-Cierto, añadió don salvador, que mejor cosa no pudiera hacer, ¡lindo pensamiento!, así todos

quedábamos sosegados.

-Usted no me deja acabar y no dilata la amita en volver.

-Sigue, pero sin rodeos Cecilia, por el amor de Dios, figúrate cómo estaré.

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184

-Yo lo creo, la cosa no es para menos: pero dijo pensaba en irse a España, porque aquí no podía

ser feliz. A esto contestó mi señora que no hiciera tal.

-¿Eso dijo, Cecilia?, ¡la infame!

-¡Sí, pero qué!, usted no deja seguir.

-Prosigue.

-Pues le dijo que no hiciera tal, que aquí todos lo estimaban. El dijo, que precisamente por mi

señora era que se iba; que su suerte le mandaba hacer el sacrificio de su comodidad. A esto

parece que mi señora se enterneció algo.

-¡Oiga!, ¡qué diablos!, dijo don Salvador, haciendo un puchero feísimo.

-Luego siguieron hablando cosas que yo no las entendí bien.

-¡Bestia!, ¿y por qué no pusiste cuidado?

-¡Sí, como no estaba yo con un miedo tan grande! El Oidor estaba sumamente turbado, y tomó una

mano de mi señora, y cuando ella acabó ya le había dado...

-¡Cuerno!, ¿un beso, Cecilia?

-Sí, señor, en la mano. Mi señora se paró al momento y le dijo lo que su merced le había dicho que

le dijera al Oidor, que no volviera; que su merced se incomodaba; que lo quería a su merced

mucho, que era su segundo padre, que...

-¡Bien!, ¡bien!, ¡guapa muchacha, si es un ángel!, exclamaba el viejo, refregándose los muslos

llenos de contento; ¿y qué más?, ¿no le dijo más?

-¡Pues qué más le había de decir!, el Oidor hizo una cara tristísima y se le salieron dos lágrimas

como dos garbanzos.

-¡Pobre diablo!

-No, pobre sujeto, señor, habló de su desgracia, y tanto dijo, que casi yo también las soltaba desde

las cortinas. Mi señora se conmovió, y como él la dijese que no lo quería, ella dijo que no lo

aborrecía. El Oidor exclamó con un suspiro: «¡ah, pero hay tanta distancia de aborrecer a amar!

¡Clara!» Entonces yo noté un movimiento y asomé las narices, y vi que el Oidor había tomado una

mano de mi señora que apretaba a su pecho, y que ella llorando se inclinaba hacia él, hablando de

su orfandad, de que toda su vida la había pasado en un convento, que vuesamerced le hacía

tantos beneficios.

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Don Salvador había estado oyendo esta relación anheloso, con la boca abierta, dando o no su

aprobación, según que la vieja decía una u otra cosa. Al llegar a este paso, no pudo contenerse, y

arrojando un grito, dijo: ¡tan pérfida muchacha!, ¡no sigas por el amor de Dios!, no sigas que me

matas Cecilia.

-No señor, aún falta lo mejor, atienda vuesamerced: mi señora se desprendió súbitamente del

Oidor y le dijo: «señor, bastante tiempo hemos dado al delirio; consideremos ahora cuál es nuestra

presente situación; yo soy casada, y como tal, debo cumplir con las órdenes de mi marido; por más

que amase a usted, no podría obrar de otro modo... Olvídeme usted y no vuelva a mi casa; pues

no me puedo comprometer a recibirlo».

-¡Guapo!, ¡buenísimo!, dijo el viejo.

-El Oidor entonces le dijo con tanta tristeza: «¿con qué no tengo nada que esperar?» Ella contestó:

«del tiempo pende el alivio de todos los males; yo no lo aborrezco a usted, usted sería en otras

circunstancias ¡ay!... Váyase usted, señor, y olvide a una infeliz, que no merece ciertamente serlo».

El Oidor tomó la mano, que aquella no le negó, la volvió a regar con sus lágrimas, y como

atarantado salió temblando y despavorido.

-¡Oh!, ¡qué peso has quitado de mi corazón, Cecilia!, dijo don Salvador. Clara Rosa es una

muchacha sin igual; la reflexión puede más en ella que el tumulto de afectos; y no debo exigir más,

porque mi edad... ¡Cecilia!, ¡estos 50, estos 50!... Conque ¿se irá el Oidor?

-No sé, dijo Cecilia; pero usted no debe dormir, pues el hombre es fuego, la mujer estopa, llega el

diablo y sopla.

-¡Bien!, pón el almuerzo para Clara Rosa y para mí.

Don Salvador salió a la puerta de la calle a recibir a Clara Rosa, que llegaba ya, linda como una

flor, adornada con todo el brillo de la juventud y la hermosura, y más que todo con el encanto que

añadía a sus gracias, el triunfo costoso que había conseguido la virtud sobre el amor.

Aquel almuerzo fue la cosa más divertida para el viejo. El lloraba de gusto mirando a la niña, que

había soltado todo el flujo de su buen humor. Chistes, sales alegremente prodigadas; era una riada

de placer la que inundaba el alma del anciano, y aquel día no quiso ir a la tienda por prolongar su

dicha. Salió a pasear con Clara Rosa, que estaba tan fresca, tan hermosa, como la paz de que

gozaba.

-Te amo hoy más que nunca, hija mía, le dijo él; eres una muchacha cumplida, me tienes

encantado.

-Y yo también le quiero a usted. ¡Usted me ha hecho tantos beneficios, me ha querido tanto!

-Y hoy más que nunca, amiguita.

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Y salieron a la calle.

IV

Don Luis se fue derecho a su casa, y estaba tan con­fundido, que él mismo no se podía dar razón de lo que por él había pasado; tan repentino había sido el tránsito de la esperanza al temor, del temor a la dicha, y de la dicha otra vez a ser sumergido en más grandes temores y mayores desconfianzas todavía. No podía comprender el temple del alma de Clara Rosa; aquella sublime eleva­ción de sentimientos lo confundía; lo mismo que su ter­nura le quemaba el corazón. ¿Lo amaba en efecto? No podía decirse que sí; porque ¿cómo le hubiera mandado que no la volviera a ver? ¿Lo aborrecía? No: porque en­tonces no hubiera desaprobado su resolución de volver a Europa; no hubiera permitido las licencias que el Oidor se había tomado; no se hubiera arrasado en llanto, como lo hizo a sus ojos.

Aquel llanto quemaba su corazón; aquella memoria de tan dulce enajenamiento lo sacaba de sí; pero el recuerdo de sus palabras; aquel «arrepintámonos de nuestro delirio y no olvidemos nuestra presente situación», lo ponían como colgado entre el cielo y la tierra, sin saber a qué resolverse, sin acertar a tomar un camino. La imagen de su amada era una pintura eterna clavada en su pensa­miento, y su voz era una melodía que sonaba continuamente en sus oídos.

Don Salvador más tranquilo por su parte, aunque satisfecho de la conducta de su esposa, temía que no siempre hubiera bastantes fuerzas en aquel corazón, que tan débil al par de tan magnánimo se había manifestado. Resolvió, para quitar las ocasiones, tremendas por las cir­cunstancias personales del Oidor, vender por mayor pron­tamente sus efectos de comercio, y trasladarse con Clara Rosa a una hacienda que compraría en una provincia lejana, para cortar así todo medio de verse comprometido a perderse o a perderla. Por otra parte, los celos no lo dejaban de martirizar, siendo en aquella edad el más despiadado suplicio.

Comunicó su pensamiento a Clara Rosa una noche, mientras tomaban chocolate en un corredor interior que caía a un jardín.

-Apruebo muchísimo la resolución de usted, contestó ella, y sólo le suplico que la verifique cuanto antes.

Fue tan extremado el gozo que esta condescendencia causó al viejo, que le prodigó las más tiernas caricias.

Ya casi estaban realizados todos los negocios; los vinos y los demás efectos, tratados con otro mercader, y no faltaba sino vender la casa, para lo que había quedado de verse por la noche con el que la quería comprar.

Hacía un tiempo delicioso; los vientos estaban entera­mente dormidos; la luna salía por el Boquerón, llena y sin nubes, en un fondo de azul turquí transparente y agradable, iluminando las torres y techados con una suave luz de perla. Clara Rosa tocaba el arpa, y don Salvador arreglaba unos papeles sobre un canapé junto a ella. Por ratos hablaban de lo que era necesario para el viaje; él apuntaba algunas cosas en un papel, y ponía muchas que sólo eran de ornato, más bien que de utilidad, para Clara Rosa. El reflejo de la luna entraba por la puerta de la sala, y de afuera venían los perfumes de unos rosales que estaban en el patio. De repente Clara Rosa, deshecha en lágrimas, se botó a los brazos de don Salvador sollozando.

-¿Qué tienes, hija mía?, le dijo él, recibiéndola amo­rosamente; pero los suspiros no la dejaban responder. ¿Estas enferma?

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-No, señor.

-¿Estás contenta?, ¿qué tienes?, si no quieres, no nos iremos.

-Contenta, respondió, sí; pero yo no sé lo que tengo; yo lo quiero a usted, y no permita el cielo que yo vuelva jamás a faltar a usted en nada. Pero ahora súbitamente... he tenido... he pensado... un pensamiento... no sé qué... que usted se ha de morir pronto. ¿Qué será de mí ¡infeliz!, cuando usted falte?

-¡Oh!, cuando yo falte, hija mía, ahí tienes un padre en el cielo que no te abandonará: confía en él, hija querida, y no te aflijas más.

Con estas palabras logró enjugar sus lágrimas, que des­pués ¡ay!, no se debían estancar jamás.

Don Salvador salió después a una casa cerca de La Capuchina, donde vivía el sujeto con quien debía arreglar el trato, y se mantuvo allí hasta la noche.

Todo este tiempo lo había pasado el Oidor en la más extraordinaria inquietud. Solo, andando apresuradamente de la Catedral a Las Nieves, diez veces había pasado por debajo de las ventanas de Clara Rosa. Ni un acento, ni el ruido de un ratón se percibía en aquellos barrios de­siertos. De cuando en cuando se oía el silbido de los so­ñolientos serenos, que advertían estar vigilantes contra los ataques nocturnos. Una vez, sin embargo, llegó a oír los ecos del arpa de Clara Rosa, acento que conmovió hasta la última fibra de su agitado corazón.

Hay momentos en que el hombre se siente como aban­donado del todo a su destino, y en los que, olvidados Dios, honor y patria, se puede lanzar en los mayores crímenes. Entonces puede entrar en una conspiración, asesinar a un viajero, profanar un templo. Roguemos a Dios que nos preserve de horas como ésta, para no caer en tales abismos.

Había subido de punto la exaltación de los sentimientos del Oidor, de suerte que en ninguna otra cosa pensaba sino en Clara Rosa: el rayo de la luna le parecía pintar aéreamente sus facciones; creía oír su voz en el viento; el viento le traía el ruido de sus pasos: Clara Rosa, en una palabra, era el aspecto inocente y hermoso de que se valió el ángel tentador para perderle.

Sintió luego venir a don Salvador para su casa, y en­tonces sí que se avivaron sus dolores. Contemplaba la felicidad de que aquel iba a disfrutar, felicidad que para él estaba absolutamente vedada, y su corazón se encendió en cólera como un volcán. Se hizo casualmente encontra­dizo, y aquel no pudo menos que saludarlo, invocando a la Virgen, porque se acordó de los presentimientos de Clara Rosa. A la vislumbre de la luna notó que el Oidor sacaba un puñal, cuyo reflejo le dio en la cara. Haciendo una exclamación, echó a correr por la calle del Arco; pero al llegar a aquel sitio fatal, sus fuerzas lo abandona­ron. Ciego, frenético iba el asesino, y no veía ni oía nada; lo alcanza, le clava el puñal y se arrepiente. ¡Oh!, ¡tardío arrepentimiento!

Don Salvador invoca a Dios, y se aferra de su agresor con la agonía de la muerte; lo aprieta fuertemente, y lo oprime por demás. El Oidor no sabe donde está, trata de separarlo y no puede, hace un esfuerzo y el cuerpo cae; cae revolcándose entre plumas de sangre con una convul­sión horrible. El rayo de la luna alumbra un cadáver en el suelo, y un hombre, todo él manchado de sangre, en pie, y más inmóvil que el muerto. Cuando la fiebre ataca nuestra cabeza, nos parece que estamos deseando huír de algún peligro, y no podemos, o no sabemos que haya peligro donde ya casi divisamos la muerte: así el Oidor estaba fuera de sí, sin saber lo que había hecho, ni lo que debía hacer. Maquinalmente tentando, busca el puñal con una confusa idea de que allí estaba, y tal vez, aunque ha tocado muchas veces aquella arma fatal, no sabe lo que ha tentado.

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Esto no sirve más que para acabarlo de manchar de sangre. Por fin se apoya contra la pared debajo del arco fúnebre, se cubre la frente con ambas manos, apretándose la cabeza como para traer el pensamiento que se le escapa, y se mantiene así por largo rato. Cual­quiera que hubiese visto tal escena, hubiera creído que era un amigo o un deudo que estaba llorando por la pér­dida de su amigo; porque tal nos suelen pintar la imagen de la humanidad doliente.

Por fin, el frío de la noche refrescó su frente, y como saliendo de un sueño se le presentó de repente toda la enormidad de su crimen con sus tremendas circunstancias, y exclamó huyendo: ¡yo he muerto a un hombre!

Cubierto de sangre, sin sombrero, golpeó en su casa a las doce de la noche. Simón dormía cuando entró el Oidor, y lo llamó apresuradamente: «¡Simón! ¡Simón!, ¡mírame cómo estoy!, ¡yo he matado a un hombre!» Simón se levantó perezosamente refregándose los ojos, sin compren­der nada de lo que su amo decía.

-¿Qué tiene usted, señor?, fue su pregunta.

-¡Mírame cómo estoy, Simón (le dijo tomando la lámpara para alumbrarse el cuerpo): ¿ves esta sangre?, ¡mira!, ¡pecho, brazos, manos, vestido! ¡Yo he matado a un hombre!

Simón invocó a Santa Bárbara, lanzó un alarido lasti­mosísimo y se revolcó en su cama con muestras de de­sesperación.

-¿Qué ha sido esto, señor?, decía sollozando, ¿por qué?

-¡Calla, Simón!, respondió el Oidor.

Peligroso hubiera sido hablar, porque en aquella hora reinaba el príncipe de las tinieblas.

Clara Rosa, viendo que era tarde, y que don Salvador no llegaba, empezó a angustiarse. Dieron las doce en San Francisco, y entonces, ya no dudó de su desgracia. ¿Qué hacer?, ¿irlo a buscar?, ¿pero dónde?, ¿era posible que en aquella casa hubiera permanecido tanto tiempo?, ¿cómo podía ella ir, sola o con Cecilia?

En la mayor aflicción se pasó aquella noche eterna; sus ojos no tenían ya lágrimas, y el sueño vino por fin a la madrugada a suavizar sus penas. ¡Pero que sueños tan tristes! La muerte representada bajo todos sus aspectos, el veneno, el puñal, el cordel... se ofrecía a sus ojos; todo lo temía por su esposo, porque los presentimientos de su corazón no eran menos verdaderos. ¿Era ella culpable realmente? Si un momento de debilidad, al que supo opo­ner diques prontamente; si una tentación tan fuerte por la edad del seductor, su rango, su elocuencia, su mismo amor frenético que se comunicaba como la luz; si tantas cosas guerreando contra un corazón débil e indefenso son culpas, Clara Rosa no estaba inocente. Ella se acusaba de la muerte de su esposo; pero ¿sabía ella que don Luis era su matador?, ¿sabía tampoco que había muerto?

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Cubierto de sangre, sin sombrero, golpeó en su casa a las doce de la noche...

Ruego a mis lectores que examinen su corazón callada­mente y me respondan si sus movimientos engañan; y si los sueños no son tal vez avisos de Dios.

¿Cuál será su suerte cuando por la mañana sepa toda la enormidad de su desventura, cuando abrace aquel cuerpo desangrado, y agote la fuente de sus lágrimas por una pérdida sin remedio?

Tal fue su desgracia; la supo: este inmenso dolor mar­chitó su hermosura, y como una paloma perseguida por la tempestad se refugia al hueco de una torre solitaria, ella se acogió al monasterio de Santa Clara, para llorar al pie de los altares del Señor su culpa involuntaria.

V

Difícil sería describir los sentimientos que agitaban al orgulloso Oidor don Luis, después que por su pasión había descendido a la clase de los criminales. Sus primeras ideas fueron matarse; pero Simón, llorando, le quitó las armas; luego pensó en huír; y por fin, sin resolverse a nada, se propuso dejarse llevar del río de la desgracia hasta tener el fin que la suerte decretara. Simón, sin embargo, se opuso a tal determinación, y abogó tan valientemente por la fuga, que su amo cedió a todo lo que aquel quisiera disponer. Indiferente cosa le era ya vivir o morir, después de que se veía tan degradado por su crimen, cuyo remordimiento, como un barreno puesto al corazón, no lo dejaba respirar.

A las seis de la mañana ya se sabía en todas partes la muerte del honrado chapetón, y la gente formaba mil no­velas, perdiéndose en el vasto campo de las conjeturas. Quién afirmaba que habían sido ladrones; quién, que unos extranjeros que le debían gruesas cantidades; pero ninguno

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daba en el hilo preciso de las causas, ni con la persona del reo.

El alcalde de oficio empezó el sumario, con el recono­cimiento del cadáver hecho por dos médicos y un cirujano, que afirmaron bajo juramento, que la herida única del cadáver había sido hecha con el puñal que se encontró allí junto, y que tenía cuatro pulgadas cinco líneas de largo sobre siete pulgadas de profundidad, y que era la que había causado la muerte. Raro conocimiento cierta­mente si lo hubieran encontrado sin herida alguna, y hubieran dado en el hilo de la causa, ¡vaya! Entre la boca le hallaron un dedo, que era el que faltaba a don Luis, y que éste no echó de menos hasta que estuvo en sí. El puñal tenía estas letras D. L. C. M., iniciales del nombre del Oidor; y el sombrero, que fue depositado junto con el arma, daba mucho en qué entender a las gentes. Algu­nos murmuraban en voz baja el nombre del asesino; pero como sucede siempre que el criminal es un poderoso, no se atrevían a decirlo.

Descubierto, como estaba, no había recurso para el Oidor sino la huída. A las nueve de la noche montó en un buen caballo, acompañado de Simón, que quiso no separarse jamás de él. En una faja llevaba las onzas, y salieron con la oscuridad de la noche, tomando el camino de Cáqueza, para ir a los Llanos, de allí a Guayana, y de Guayana a donde lo dispusiera la suerte.

VI

Según todas las presunciones, don Luis Cortés de Mesa era el asesino de don Salvador. La justicia quiso prenderlo, pero ya él no parecía en la ciudad. Enviáronse requisi­torias a todos los corregidores de los pueblos, y no dilató mucho en ser aprehendido el reo. Había pasado ya la cabuya de Cáqueza cuando fue sorprendido por un piquete de granaderos, a quien se dio aviso por uno que los vio pasar, y que sabiendo la muerte había oído el nombre del autor. Entonces no dormía tanto la policía como ahora; ahora que parece haber tomado gruesa cantidad de opio y no entreabre más que un ojo para mirar la parte opuesta a la en que se cometen los atentados.

Lá tarde estaba sumamente despejada; eran los primeros días de abril, y el invierno anterior había cubierto de agua la Sabana: desde la parte oriental de la ciudad se descubría el más hermoso espectáculo; los montes lejanos, azules, coronados de nieve; el llano enteramente verde, y al fin de él un espejo de aguas que, heridas por el sol, reflejaban a los ojos con una luz deslumbradora. Nubes más y más encarnadas, como la púrpura y el oro mez­clados, vagaban en un campo azul turquí transparente.

A esta hora entraba la escolta que conducía al Oidor, por la parte que es hoy las Cruces

nuevas, entonces la más deshabitada de la ciudad, a pasar por la Calle de la Carrera. El populacho, que se había reunido a la novedad, cuajaba las calles; por una parte la novelería, natural en las po­blaciones en que se carece de espectáculos; y por otra, que el hecho atroz, la persona eminente del matador, y la del muerto, generalmente amado por la bondad de su corazón y por sus relaciones de amistad, habían atraído un gentío inmenso.

Doce soldados y un cabo iban escoltando a don Luis y a Simón, que marchaban a caballo, uno en pos de otro y en mitad de la tropa. El Oidor iba agachado, sumamente pensativo, envuelto en una capa larga y con el sombrero calado hasta las orejas. Simón, con ruana y sombrero de paja, venía llorando a trapo tendido. Daba lástima cierta­mente ver a este pobre viejo, encorvado sobre su silla y sollozando en silencio. El redoble del tambor se oia de cuando en cuando, alternando con el murmullo del pueblo y las pisadas acompasadas de los caballos. Hizo alto la escolta en la esquina de San Bartolomé, para esperar la orden de los oidores de la prisión del compañero. Durante esta breve suspensión, don Luis padeció más que si hu­biera sufrido el suplicio. Todos hablaban de él; pero él no entendía casi en qué sentido. Un ganapán conversaba con un soldado y le dijo: « ¡vea!, ¿conque este es el Oidor?, está bien acobardado». «Pues cierto que no estaba así, respondió otro,

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la noche en que mató al caritativo don Salvador». «¡Pobre mi señora Clara!», añadió otra voz que se perdió en el concurso. El Oidor giró la vista a todos lados: hasta entonces se había sentido rabioso, avergonzado, lleno de remordimientos; pero no conmovido; sus entrañas se hablandaron con aquel nombre, y se tapó la cara con la capa para ocultar las lágrimas que se le escapaban.

Entonces sonó el tambor haciendo punto, cuando llega­ron a la cárcel. Dividieron a Simón de don Luis, y les pusieron centinelas de vista. ¡Cuánto ha variado tu situa­ción, infeliz, en tan corto tiempo! Quince días hará que a esta hora ibas al convite, alegre, sin delito, amado y res­petado por todos. ¡Hoy, sumido en un calabozo, el último rayo de esos que penetran por la reja, te anuncia que empiezas una noche bajo el hacha de la ley, culpado de un crimen, igual a esos, cuyos gritos y blasfemias oyes afuera!

El presidente de la audiencia dio orden por la mañana de que lo pasaran a un cuarto más cómodo, y que lo tra­taran con todas las consideraciones que se merecía su rango, sin evitar la vigilancia que era indispensable.

Muchos días y aun noches se pasaron así. El proceso aumentaba rápidamente. Simón había sido puesto en li­bertad, pues de las declaraciones aparecía sin culpa. El solicitó de la audiencia la gracia de acompañar a su amo, y le fue, concedida.

En aquella prisión ningún consuelo se ofrecía al Oidor. Tenía algunos libros; pero cuando estaba más distraído, venían de golpe a derretirle el corazón los pensamientos más funestos; tocaba la guitarra y cantaba; sus cantos, aun expresando las notas del placer, dejaban oir las de un dolor amarguísimo. ¡Cosa funesta! Verse arrastrado por la fuerza del destino a la clase de los criminales; ¡y él, que se había elevado a la descollante fila de los hom­bres instruídos, y de los hombres buenos y magnánimos! Algunos amigos lo visitaban, y con su conversación, ol­vidando sus penas, se creía por momentos en su casa y en su antigua libertad. La consideración de su presente estado lo volvía a sumergir en el caos de sus tribulaciones.

El presidente de la audiencia se interesaba, sobre todo, altamente en su suerte. Habíalo conocido joven en Sevilla, y luego su amistad, tomando nuevas fuerzas con el con­tinuo trato en el tribunal, se había robustecido a par de la de dos hermanos. El genial buen humor del Oidor des­venturado, sus selectos conocimientos, su gracia acostum­brada, y más que todo aquel temple de genio, aquel buen humor que daba a todas las cosas un aspecto risueño, en­cantaban al licenciado Juan Rodríguez de Mora, Oidor más antiguo de Panamá, de donde fue mudado a la Au­diencia de Santafé. La noche misma de la prisión del Oidor, había ido a visitarlo; lo encontró tendido sobre una hu­milde camilla; a la otra esquina del calabozo relampa­gueaba el mecho de un candil de garabato; el centinela recostado sobre su carabina, cerraba los ojos en la puerta. La casi total oscuridad, la consideración de ser un amigo de tan altas prendas el prisionero, conmovieron sumamente el corazón del presidente. Lo llamó, pero el Oidor estaba dormido; y no queriendo turbar aquel sueño, se sentó sobre el banco de un cepo, esperando a que despertase. ¡Qué profundas meditaciones no despertaba aquella tre­menda escena!

Una hora larga se mantuvo allí, hasta que el Oidor, como en una terrible agonía, se removió entre el jergón, pronunciando confusamente el nombre de Clara Rosa. Para sacarlo de aquel penoso estado, el presidente se le­vantó y lo sacudió llamándolo.

-¿Quién es, gritó el Oidor, el que interrumpe el sueño del preso?

-Soy yo, Luis, le dijo aquél; un amigo que viene a ver a su amigo.

El Oidor se incorporó lentamente, se refregó los ojos, y se mantuvo así un instante, mientras que lo

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reconoció. No bien hubo recobrado sus ideas, se bota a sus brazos y comienza a sollozar. El presidente hizo una señal al cen­tinela, quien dando un golpe con el fusil en el suelo, lo terció al hombro y se fue.

-¡Y bien! Luis, le dijo el anciano, luego que pudo recobrar la voz; vengo a verte, a saber tu desgracia, a con­solarte, a salvarte si es posible.

-¡Salvarme!, respondió el Oidor; mire vuesamerced, amigo, ve estas tinieblas... esta sala... esta... y comen­zó a llorar de nuevo. Al fin, después de un rato, dijo: no seamos tan débiles, manifestémonos magnánimos y fuer­tes; no lloremos.

Se sentó con el presidente, diciendo así, sobre el banco, y le contó por menor la historia de su desgracia. Cuando hubo acabado le dijo:

-¿Y Clara Rosa?

El presidente le respondió:

-Está en un convento.

-¡Oh!, ¡si pudiera yo, exclamó aquel, llorar como ella, con todo mi corazón por la enormidad de mi crimen; como ella, virtuosa y sin culpa, a quien yo he sumido en un mar de tribulaciones! Pero no: otro destino me aguarda...

Calló con esto, y el presidente siguió:

-Dios es grande, él es padre de la misericordia.

Y se salió, despedazado el corazón por todos los más agudos pesares.

VII

El proceso había caminado rápidamente; hacía cinco meses desde la prisión del Oidor, y estaba ya en estado de sentencia. Al otro día iba a hacerse la relación de los autos, y el presidente entró al cuarto de don Luis.

-No me han admitido la excusa de fallar en tu causa, dijo, apretando la mano del preso. ¡Dios quiera recibir este sacrificio en descuento de mis pecados!

Era este hombre un viejo de hasta sesenta años, robusto y colorado, de un mirar apacible, de genio bondadoso, y la rectitud personificada: su cabeza estaba blanca por los años, y daba esto a su figura mucha animación y majestad; su andar garboso, y cierto desenfado de expresión que le era peculiar, lo hacían sobremanera respetable. Se hubiera creído ver el busto de Platón, considerando su cara, en el cuerpo de un atleta, al ver el suyo.

-¡Mejor!, dijo don Luis, tendremos un buen voto en la causa; quiero decir, añadió al momento, un voto justo.

-No hablemos de eso, respondió el presidente; aquí no soy juez, soy un amigo; ¿qué desea usted, pues?

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-Yo, respondió el reo, desear... ¡ah!, ¡sí!, que venga usted mañana a almozar conmigo, trayéndome a Gil Pérez, que hace tanto tiempo que no lo veo.

-Concedido, dijo el presidente. Y después de un rato de conversación se salió.

A la hora convenida vinieron a tomar aquel desayuno que podía ser de los últimos. Gil Pérez, era un criollo muy amigo del Oidor, que no había estado en la cárcel sino una vez desde la prisión de éste.

Simón había levantado una mesa perfectamente cubierta. Se sentaron el presidente, el Oidor y Gil Pérez. Don Luis instaba porfiadamente a Simón porque tomase asiento; pero éste se resistía con todas sus fuerzas.

-Pues no hay remedio, mi buen Simón, no hay remedio, o usted se sienta, o esto es concluído.

Contra su voluntad obedeció, y comenzóse el almuerzo.

-Y bien, Gil Pérez, dijo el Oidor: tú pareces ave de primavera, que cuando se acercan las tempestades, huyes de las casas de los amigos.

-Más bien di, respondió él, que soy como el árbol, que siento hasta la muerte las heridas que se hacen a mi tronco.

-Sí, interrumpió el presidente, don Gil te ama y ha sentido... pero debemos consagrar estos momentos a la tranquilidad; suplico a vuesasmercedes que no hablemos de cosas tristes.

-Bien, bien, reine la alegría, dijo el Oidor, en el mo­mento de la tristeza. ¿Cómo está tu mujer, Gil?

-Acaba de darme otro renuevo, don Luis, más lindo que Maruja.

-No, donde está Maruja, no es posible, ¿y se ha acor­dado de mí? Algún tiempo hace que no la veo; estará ya muy grande, ¿no es esto?

-Sí, crece como la espuma; ¡pero es tanto trabajo criar muchachos!

-Es como criar pajarillos, observó el presidente, dicen que dan mil disgustos; ¡ya!... pero será tanto contento...

-¿Y Paquilla?, preguntó el Oidor.

-Paquilla está ya más grande que Emilia, pero des­colorida como la nieve; muy gorda y llenándose de habi­lidades.

-Es mucha chica aquella, añadió el Oidor. ¿No la conoce usted, don Juan?, es prima de Gil; muy linda y muy mona, mucho.

-Es que se te pone.

-No, tan graciosa, tan festiva, tan buena amiga... parece que he dicho su elogio.

-¿Y Manuelito?

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-Estudiando su cachifa con su maleta al hombro, y marchando siempre al son del ram, plam, plam, ram.

-Mucho lo he querido; brindemos por todos, dijo el Oidor; porque las muchachas de mis amigos sean felices, porque sus hijos no tengan un fin como el mío.

-Sí, dijo el presidente interrumpiéndole, porque todos sean felices; pero no vuelva usted a hablar de eso. ¿Conque no ha de haber sino dale y siempre al cuento triste?

-Bebamos por la impasibilidad del buen juez, por el rey, por Simón, concluyó el Oidor.

Simón estaba sirviendo, y al poner un plato o quitar otro se levantaba para no estar sentado con su amo. Oyendo el brindis, agachó la cabeza y dio las gracias.

-Brinda, le dijo don Luis, alargándole una copa.

-¡Por la paz y concordia de la Iglesia y de los príncipes cristianos, dijo él, y por la libertad de vuesamerced!

Las primeras palabras causaron risa, las segundas la atajaron súbitamente. Las nueve, que sonaron en aquel punto, llamaban al presidente a la audiencia, y excitaban mil cálculos sobre la resolución de aquel. Se despidieron el presidente y Gil Pérez, aquel para ir al tribunal, éste para morirse casi de angustia con la escena anterior, y con la perspectiva ominosa que se presentaba a su mente.

-¿Me prometerás volver?, le dijo don Luis al despedirse.

-Sí, aunque se me arranque el corazón; y se salió.

VIII

Aquel día era uno de los más claros: tal cual nube flotaba en el cielo sereno y azul; el sol daba

brillo a todo. Don Luis salía de la prisión.

Vestido sencillamente, con un capote negro y sombrerillo, marchaba en medio de una pequeña

escolta, acompañado de Simón, que temblando y sin quitar los ojos de la cara de su amo, daba

una especie de jocosidad a aquella escena tan tremenda.

-¡Qué hermoso sol!, mi buen Simón, algún tiempo hacía que no le veía lucir ni recibía sus rayos.

-Es cierto, señor, está muy sabroso.

-Y también te puedo asegurar que será la última vez que lo vea.

-¿Y por qué la última vez, señor?, le preguntó Simón.

-Dices muy bien, no es la última vez, la última será cuando me saquen...

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El gentío era inmenso; la plaza estaba llena, principalmente al tránsito del criminal. Entró la escolta

en la audiencia, subió el Oidor aquella escalera que tantas veces había trepado para juzgar, ahora

para ser juzgado; ¿y por qué? Esta pregunta se la hizo él, y la respuesta que se dio fue horrorosa.

Un cuadro de criminales recuerdos se desarrolló a sus ojos, y don Salvador lleno de heridas, y el

abandono y el dolor de Clara Rosa; por todas partes lágrimas y sangre, sangre inocente y lágrimas

ardientes no más se le presentaban.

El salón de la vieja audiencia en nada había variado: las mismas sillas de terciopelo encarnado, el

sitial antiguo, la mesa larga con carpeta de seda, bancas a un lado y a otro, la mesa del secretario,

el reloj que tantas veces había sonado en sus oídos; su silla solamente estaba cubierta con una

gasa negra; ¡pero su situación!

Los jueces estaban sentados, el secretario leía, la gente cuajaba la pieza. Al entrar se hizo un

murmullo, y todos volvieron las caras para verlo. ¡Más valiera no haber nacido, que sufrir tal

vergüenza!, fue el pensamiento del Oidor.

Tomó asiento en una banca, y los soldados se exparcieron por la sala. El golpe del fusil en el

pavimento y la entrada del Oidor habían suspendido la lectura. El presidente tocó la campanilla y

dijo: «siga leyendo, señor relator».

Se continuó con lo restante del proceso. Sobre la mesa estaban el puñal y el sombrero del Oidor.

Este, luego que reparó en ellos, se estremeció. Aún estaba el fierro manchado con la sangre del

indefenso, del inocente, del anciano.

Concluída la lectura de la causa, pidió el fiscal que el tribunal mandara comparecer a la R. M. Clara

Rosa de la Misericordia, religiosa de Santa Clara, para que absolviera ciertas preguntas de un

interrogatorio. El tribunal condescendió, y salió el secretario de cámara con los autos.

Volvió a reinar el silencio en aquella sala. Simón con la mano en el pecho rezaba, y era el único

acento que de cuando en cuando se oía; a las preguntas que hacía a su amo sobre si no se daría

la sentencia; si en caso de absolverlo, cuánto tendría que dar, el Oidor no respondía; cruzado de

brazos, fijamente mirando la punta de los zapatos, parecía sumergido en la más profunda

meditación.

Un cuarto de hora habría pasado (que había sido un siglo para el Oidor), cuando se sintió otro

murmullo, y se vio entrar a la religiosa, bajando el velo hasta los pies, desatinadamente y sin saber

para qué era llamada, ni dónde debía sentarse. Estaba tan sumamente turbada, que el secretario

tuvo que tomarla de la mano y señalarle el asiento. Ella no había visto a don Luis; pero él, al mo-

mento de mirarla, tapándose con ambas manos la cara, empezó a temblar como un azogado. Todo

el infierno con sus temores, su desesperación, sus tardíos remordimientos, se había trasladado a

su pecho: tentado estuvo en este momento a arrebatar el puñal, y darse muerte con el mismo

instrumento que había obrado su desgracia, y más que todo, la del infeliz objeto de sus criminales

amores.

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196

El fiscal dijo: la R. M. Clara Rosa de la Misericordia responderá categóricamente al tenor del

siguiente interrogatorio.

Ella entonces, quitándose el velo, paseó tímidamente en derredor de la sala sus ojos, y reparando

en el Oidor, que estaba como una estatua en medio de los soldados, dio un ¡ay!, y empezó a

sollozar.

-No debe turbarse la declarante, dijo el presidente; el fiscal sólo pide su declaración para averiguar

ciertos puntos del proceso que aparecen dudosos. Pregunte el señor fiscal.

-Entonces éste dijo: señora, exponga usted como mejor sepa, y teniendo presente que hay un

Dios, que es testigo de nuestras palabras, si usted conoce al reo, antes Oidor de esta Real

Audiencia.

Clara Rosa empezó entonces a redoblar su llanto, y dijo:

-¡Pero, señores, para qué es que ustedes quieren molestar más a una infeliz que harto

desgraciada es ya! ... y el llanto no la dejó proseguir.

-Pero señora, dijo el presidente, lo que se desea es, que usted diga, si conocía a don Luis Cortés

de Mesa.

-Sí, señor.

-¿Y cuándo fue que estuvo la última vez en su casa?, prosiguió el fiscal.

-Fijamente, señor, es imposible acordarme: ¡he pasado tantos trabajos en este tiempo!

-Sí; ¿pero fue un poco antes de la muerte del esposo de usted?

-Sí, señor, unos dos días antes.

-¿Y habló el reo con usted acerca de la muerte de él?

-No, señor; yo no soñaba ni en que él muriera tan presto; hablamos de cosas indiferentes, de pura

amistad.

-Señor fiscal, dijo levantándose bruscamente el Oidor, yo creo que usted se excede en el

interrogatorio preguntando cosas inconducentes, y así reclamo ante la Audiencia.

El presidente hizo una señal de aprobación y dijo:

-Puesto que nada consta a esta señora, haré una pregunta: ¿había algún motivo de odio o

enemistad entre don Luis Cortés de Mesa, presente, y el esposo de usted?

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197

-Ninguno, señor: porque, aunque es cierto que mi esposo habló alguna vez en mi presencia de él,

sin embargo fue únicamente por la frecuencia con que él visitaba nuestra casa.

-Por fin, dijo el presidente: y vos, don Luis Cortés de Mesa, ¿qué tenéis que decir en vuestra

defensa?

-Señor, dijo aquel levantándose, que remito toda la causa al fallo de vuestra alteza, y que Dios sólo

puede saber el fondo de nuestros corazones.

-¡Pero cómo!, dijo el presidente, se os acusa de haber dado muerte a un hombre, ¿y nada tenéis

que decir?

-Que Dios es grande, señor, repito, y que en sus brazos se goza de la paz que no da el mundo.

Entonces miró el presidente a los oidores, que agacharon la cabeza, y firmó un papel, dándolo a

firmar a los demás a su vez.

Tocó la campanilla y dijo:

-Vistos: lea, señor secretario de cámara.

El secretario dijo leyendo: «Nos los presentes oidores de la Real Audiencia de Santafé del Nuevo

Reino de Granada, en la causa seguida al antes Oidor de la misma Audiencia don Luis Cortés de

Mesa y a Simón Sánchez, su criado, por la muerte de don Salvador Ordóñez, sucedida en la noche

del 14 de septiembre del año pasado de 1581, y considerando detenidamente que el

reconocimiento del cadáver, deposición de los testigos y confesión de los reos, resulta que don

Luis Cortés de Mesa, Oidor de esta Real Audiencia de Santafé, fue el matador de dicho Salvador

Ordóñez, como más largamente aparece probado por las deposiciones de Simón, su criado,

reconocimiento del arma por el herrero, y del sombrero del reo por el mismo: nos los presentes

presidente y oidores creímos que debíamos fallar y condenar, como fallamos y condenamos en

nombre del rey, nuestro señor, al citado don Luis Cortés de Mesa a ser ajusticiado con el

instrumento designado para tales casos por la ley, según la distinción de su persona».

-¿Y no queda ninguna esperanza?, dijo el Oidor levantándose.

-Sí: en la misericordia del Señor, o en la piedad del excelentísimo señor virrey, respondió el

presidente del tribunal, tapándos con una punta de la toga la cara, que tenía empapada en llanto.

-Apelo, pues, para ante él, dijo don Luis.

-Concedida, dijo el presidente, y tocó la campanilla.

El efecto que tal escena había producido en los circunstantes es imposible de describir. Simón,

arrasado en lágrimas, miraba a su señor de hito en hito, creyéndolo ya difunto. Clara Rosa con el

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198

cabello desordenado, manto y velo revueltos, permanecía en pie, trémula y con los ojos fijos en la

alfombra, como si fuera una cosa que no perteneciera al mundo, y cuya alma hubiera volado a otra

región, dejando su bello cuerpo sobre la tierra. El presidente sollozaba; y aunque se hallaba

desprendido de un peso enorme, sentía ahora todo el dolor de un amigo difunto. El Oidor por su

parte, sin atreverse a alzar los ojos, descosía una punta de su vestido, como deleitándose en una

cosa terrible; era su enajenación como la de un sueño en que el cuerpo materialmente reposa, o se

agita; pero en el que el alma se pasea por un campo de agradables ilusiones o de penosos

proyectos futuros.

Los circunstantes, callando, se iban saliendo, y a poco rato, la sala quedó desierta. Clara Rosa

salió, cuando el Oidor, como despertando, se levanta, extiende los brazos y grita: «¡Clara Rosa!

¡Clara Rosa!, ¡una vez no más: perdón!» Ella iba a pasar la puerta cuando la sorprendió aquel

acento; vuelve la cara y le responde llorando, «¡adiós!»

-Perdóname, Clara Rosa, dijo más recio el Oidor, con la voz de la desesperación y de la amargura.

La hermosa había pasado ya el umbral y no se quiso detener más. Aturdido, sin fuerzas, casi loco,

salió el Oidor para volver a la cárcel; Simón le seguía. Los oidores empezaron a levantarse,

conversando apresuradamente unos con otros, y el reloj de la Catedral dio la campanada de la

una.

IX

Todo parece terminado para él; una sentencia irrevocable ha sonado; una mancha indeleble de

crimen se fija sobre su nombre; el virrey, para colmo de su desgracia, no conmuta la pena. Breves

momentos le faltan; va a salvar el insondable abismo y a presentarse ante Dios: no gime, porque

las lágrimas son un consuelo, y hasta éste le ha sido negado por el destino.

De su cuarto es conducido a la capilla, donde debe aparejarse para dar cuenta de sus acciones; y

ved qué espectáculo se le presenta. Un pobre lecho donde debe dormir sus últimos sueños, una

mesa, encima el crucifijo glorioso de La Veracruz, que ha conducido a tantos a las puertas de la

muerte; un escaño, unas botellas, pan, agua; es un cortejo fúnebre; lo mira y vuelve la cara. ¡No

hay remedio! El caliz es amargo, exclama, pero es preciso beberlo.

Hay una especie de sublimidad en la resignación, aun cuando el trance que ha de pasar sea

inevitable. Sócrates conversando con sus discípulos, a tiempo que el sol de Atenas

resplandeciente daba, apagando sus últimos rayos en el pórtico del coliseo, y riendo al tomar la

copa mortífera, es un retrato de la magnanimidad y del justo muriendo; ¡pero qué diferencia! ¿Ni

cómo podemos comparar a aquel sabio con un malhechor? Sócrates soñó con la Divinidad, y ella

se sonreía al recibirlo en su seno; Sócrates moría asesinado por el pueblo; pero moría inocente y

por una causa sublime y heroica; ¿y éste?

Sus primeros momentos fueron consagrados a arreglar sus intereses. Escribió a España a un

hermano, único que había quedado de su numerosa familia; le contaba su desgracia y el tremendo

Page 200: Museo de cuadros de costumbres, tomo III

199

castigo que estaba pronto a sufrir. «Cuando esta carta esté en tus manos, caro hermano mío,

escribía, mi garganta habrá sufrido desde mucho tiempo el frío del fatal corbatín, y mi cuerpo,

sepultado en los desiertos de América, hecho polvo y gusanos, estará en la oscuridad de la tumba.

Muerto sin gloria, como un malhechor, tu nombre te será odioso por ser el que lleva tu infeliz

hermano; y maldecirás mi delito, mi arrebato, mi criminal pasión. ¡Oh!, ¡cuántas veces la he

maldecido del fondo de mi corazón, arrepentido y despedazado por todas las penas! Te

recomiendo a tu hijo. Mi querido Camilo, debe saber cómo murió su tío; ese reloj es una de las

cosas que le lego; la hora que señala fue en la que entré a esta capilla; cuéntale siempre mi

crimen, y nútrelo en el temor de Dios, óptimo, máximo».

Todos sus bienes los legaba a su familia: les recomendaba a Simón, al que previno volviera a

España, a su casa y al seno de los suyos.

-Deja esta América, Simón mío, que tan fatal nos ha sido: tú volverás a Sevilla, añadía, que yo no

puedo volver a ver, consuela a mi hermano, a sus hijos, a mis amigos; no, no los veas; no te dejes

conocer: ¿qué dirán de mí?

Esta idea de deshonra lo martirizaba; Simón no podía contener las lágrimas.

Los primeros momentos del sumo dolor habían pasado; pero restaban ahora los del

arrepentimiento tardío y los de la desesperación: restaba escuchar aquel grito de la conciencia; ¡Si

yo no hubiera hecho esto!... oído entre las sombras, en la soledad, en las cadenas y en víspera de

dar su postrimer aliento. Arreglados todos los negocios del mundo, quiere tomar el sueño:

¡vanamente!, ha huído de sus ojos. Llama a Simón, conversa con él; pero todas sus frases acaban

en una expresión de dolor, como a cada golpe del hacha se sucede el quejido del árbol que se

corta en la montaña.

La capilla, antiguamente, lo mismo que la cárcel, no estaba donde está hoy, y más espaciosa aún,

tenía mayor ventilación. Una ventanilla permitía la vista a la Sabana por el lado del poniente,

descubriendo del todo la gloriosa escena del campo inmenso, a lo lejos las haciendas, y encima el

cielo azul de julio. Asómase, enciende un cigarrillo, y contempla un momento aquella perspectiva.

La luna iluminaba con rayos transparentes los techos de los edificios, y blanqueaba amorosa la

llanura; el viento susurraba fuertemente, y las nubes corrían al ocaso, impelidas por sus soplos, a ir

a formar como promontorios o ciudades; la luz de la luna no daba a la ventanilla, y así él veía sus

rayos, pero no su frente. Lo mismo estaba la noche fatal, y esto lo hace estremecer. Eran las diez,

y a esta hora estaba libre. «¡Por qué no morí antes!, pensaba entre sí mismo, ¡tal vez hubiera

alcanzado el perdón de Dios, y una lágrima de Clara Rosa! Ella quizá me maldice, y Dios extiende

ya su brazo para hundirme en el infierno». Oyó Simón estas últimas palabras y dijo:

-Señor, no desconfíe vuesamerced de la Providencia: la señora es virtuosa y lo habrá perdonado;

tal vez a esta hora estará orando a Nuestro Señor en su monasterio por vuesamerced, ¡y Dios!,

¡ah, señor! él es el padre de los pecadores.

Page 201: Museo de cuadros de costumbres, tomo III

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El Oidor se sonrió amargamente y se complacía en arrojar bocanadas de humo por la ventanilla,

que eran deshechas por el viento al mismo instante. Cargado contra la pared, el canto de un grillo

que moraba allí cerca en un agujero, lo entretiene, quiere decir: ¡oye!, pero su pensamiento está en

otra parte, volando, revolviendo mil cosas mil imaginaciones.

-Tal vez, dijo a Simón, este animal que chilla es feliz; ahora canta a la claridad de la luna, sin

pensar en nada, cuando tal vez mañana morirá; tendrá su mujer, sus hijos, y ahora junto de ellos,

goza de su felicidad; un pequeñito agujero le basta; con una migaja de pan se alimenta, su mundo

es una pared, ¡y es más feliz que yo! ¡Cuántos, a quienes yo mismo condené a muerte, habrán en

estos momentos escuchado sus chillidos, y reflexionando tan tristemente como yo! Pasado

mañana a esta hora él cantará; pero no tendrá quién lo oiga; y de aquí a unos días también morirá.

Simón, si todo nace para morir, ¿por qué nos apesadumbramos?, tarde o temprano ha de venir a

tocarnos con su mano descarnada la muerte... ¡ con que consolémonos! Suponte que ya yo tuviera

70 años; era cosa muy natural morir; pues bien, figurémonos que los tengo, porque el tiempo pasa

como un carro: muramos sin afligirnos y descansemos para siempre.

Simón nada respondía, despavesaba de cuando en cuándo la vela, o se paseaba, refregándose

las manos, rezando en voz baja.

El silencio que se siguió a estas reflexiones no fue largo, en la calle se oyó una voz, acompañada

de una guitarra que cantaba un viejo romance de la «Muerte y el Amor».

Al otro día por la mañana entró un sacerdote que había de acompañarlo hasta los umbrales de la

sepultura. Grave, de un aspecto reservado y taciturno, con los brazos cruzados bajo el tosco sayal

permanecía al lado del Oidor, dispensándole todos los cuidados de que es susceptible el corazón

de una madre, todos los consuelos que dispensa la religión, unidos a la ternura de los amigos.

Había rogado el Oidor a Gil Pérez que viniera una vez más antes de su muerte; pero aquel no se

pudo resolver a tanto, y le envió con una criada sus hijos para que le hicieran una visita tan

fúnebre. El mayor de ellos, que se llamaba Manuelito, apenas contaba diez años; las otras dos

niñas tenían seis y ocho. Apenas los vio el Oidor cuando voló a abrazarlos, y lloraba besándolos

tiernamente. Padre, dijo, volviéndose al religioso, ¿por estos niños no me perdonará Dios?

-¿Luego son vuestros?, preguntó aquel.

-No; mas de un amigo.

El religioso permanecía como una estatua sin mover un pie, mirando fijamente y con religiosa

ternura aquella escena conmovedora.

-¿Y por qué no ha venido tu padre, Emilia?, dijo el Oidor. Esta, en vez de responder, bajó los ojos

sonriéndose y refregándoselos.

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201

-Nos dijo, contestó Manuelito, que viniéramos a despedirnos de usted, que luego él vendría, ¿para

dónde se va usted?

-¿Para dónde me voy?, dijo el Oidor, ¡ah!, ¡sí!, para un viaje muy largo, muy largo.

-¿Y no volverá usted nunca?, añadió aquel.

-¡Quizá, Manuelito, es tan largo!, hay que pasar el mar... ¡tántos peligros!

-¿Con que tiene que pasar el mar?, añadió el muchacho.

-¿Y si se ahoga usted?, dijo Emilia.

-Efectivamente, repuso Manuelito, yo si fuera usted no emprendía tal viaje... , pero, ¿por qué no

está usted en su casa?

-Es, respondió el Oidor, para la mayor facilidad del viaje.

-Señor, dijo interrumpiéndole el religioso, reflexione usted lo precioso de estos momentos, que son

los últimos.

-Lo sé, amigo mío, pero déjeme vuestra paternidad despedirme de mis inocentes amigos.

-Tomó una tira de papel y escribió:

-«Item, lego mi casa baja en los Tres-puentes, valor de ocho mil ducados, con todos sus muebles,

a Manuel, Emilia y María Pérez, hijos de mi buen amigo Gil, en prueba de la fina amistad que le he

profesado a él y a su apreciable familia. Mis herederos pondrán inmediatamente en posesión a los

interesados».

-Vea su paternidad cómo desperdicio pocos momentos: tome usted, Manuelito, llévele a su padre

ese papel, que es lo único de que puedo disponer; que me encomienden a Dios que me vaya bien

en el viaje, y ustedes sean muy formales y muy buenos, y no se olviden de mí.

Abrazó luego a los niños y los despidió.

-Padre mío, van a ser las cinco de la tarde: es el último sol poniente el que miran mis ojos; y con

ser así, ¿me cree vuestra paternidad que si me preguntan la contraseña respondería ahora como

aquel célebre emperador,aequa nimitas: tranquilidad del alma? No; me había olvidado un

momento; ni cómo puedo estar tranquilo cuando... óigame vuestra paternidad con atención:

Se arrodilló a los pies del religioso y abrió aquel arcano de su corazón, manchado con el doble

crimen de un amor vedado y de un asesinato. Las más sinceras lágrimas de arrepentimiento

inundaban su rostro; pero la tempestad que habían levantado en su pecho las pasiones, y que lo

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202

habían mantenido rebotado, como el mar, hasta en su más hondo seno, a la palabra de aquel

sacerdote, al aparecerla gracia, volvió a calmarse y pudo respirar con la mayor libertad.

-¡Padre mío!, decía, ¿por qué no he disfrutado yo antes de este consuelo?, ¿por qué, cuando aquel

demonio lisonjero se encarnó profundamente en mi corazón, no volé yo a los pies de vuestra

paternidad? Diga vuestra paternidad siempre y en todas partes, que sólo la virtud da reposo, y que

la religión es el único bálsamo de las heridas del corazón. Diga vuestra paternidad que el Oidor de

Santafé, que mañana expiará su crimen en un patíbulo deshonroso, habría evitado esta desgracia,

si hubiera seguido las máximas de Jesucristo. Pero, reflexionaba después, por todo debemos

gracias a Dios: tal vez sin ese golpe, yo hubiera muerto en la impenitencia. ¿Cree vuestra pa-

ternidad que Dios me haya perdonado, y que no me impute ya mi pecado?

-Sí, hijo mío, todo se debe esperar de su misericordia y de su amor, de nuestro arrepentimiento y

de la sinceridad de nuestras lágrimas.

Aquella fatal noche se pasó en la mayor agonía. La siempre fija idea del suplicio, que se acerca por

momentos; la desesperación en que cae el hombre al ver que no se puede evitar el lance; aquel

corazón que cuenta hasta el más pequeño instante; que hace atención al más leve grano de arena

que cae del reloj; la idea eterna, que no se desecha de ¡mañana ya no viviré!, tantos tormentos,

tantos recuerdos...

A la media noche, aunque el alma quiera velar, aprovechando el tiempo en la súplica, el cuerpo

que no entiende, y que cree necesitar de sueño, lo reclama imperiosamente, y todos los

ajusticiados padecen de mucho sueño. ¿Es sueño? No; es un estado de inercia en que el cuerpo

parece dormido realmente, pero en el que a cada momento se despierta el infeliz, saliendo de una

penosa agonía para preguntar ¿qué hora es?

-Pregunta más bien, le respondió el sacerdote, si ha sonado la de la misericordia, y no te ocupes

de un momento que debe acercarse.

Las luces chirriaban con fuerza y parecían ya casi no alumbrar: el Oidor no sabe, por fin, qué hora

es realmente; pero se acuerda, aunque confusamente, que la señalada para su suplicio es la de

las diez. El día reina ya, la luz de la mañana, que entra por las hendeduras de las puertas, da en

los ojos de Simón, y le hace derramar lágrimas.

-¡Perdóneme vuesamerced, dice tirándose al cuello del preso; pero ya es el momento de nuestros

adioses!

El Oidor no sabe lo que le dice; se pasa la mano por los ojos cargados de sueño, y no puede traer

el pensamiento de lo que aquellas palabras significan: ¡adioses! Dios reina en su corazón; pero ¿lo

perdonará?, es la única pregunta que se hace interiormente.

Desde el momento de entrar a la capilla, no habían cesado de tocar en todos los conventos la

plegaria tristísima de la agonía. Estos sonidos suspenderían, según son de terribles, según vienen

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impregnados de pensamientos eternos y sublimes, el puñal en la mano de un conspirador

dominado por la ira, y la pluma en la mano del impío. Dos días continuos había sonado en los

oídos del preso esta funestísima armonía del dolor, que avisa a los cristianos que deben orar por el

fiel que está luchando con las ansias de la muerte; pero ahora ya no le hacían impresión alguna,

porque su corazón estaba casi falto de sensibilidad, por las repetidas impresiones de dolor que

había recibido; porque para conmoverlo se necesitaría una representación tan viva como la

presencia de su antigua amiga.

Al acercarse al banco donde debía tender su cuello al garrote, debían doblar en la Catedral; al

poner en él la garganta, debía darse el segundo campanazo funesto, y cuando el verdugo diera la

vuelta, debía dejarse oir el último.

La gente empezaba a agruparse en la plaza; techos y ventanas estaban ya cuajados; la hora era

llegada.

Clara Rosa estaba orando con una religiosa anciana, al pie de una imagen de Nuestra Señora de

los Dolores, que sufrió toda esta larga agonía por el amor de los hombres. De repente arrojó un

grito. Madre mía, dijo, ¡acaba de subir al cadalso!, y un doble resonó en todos los ángulos de la

ciudad.

La joven religiosa se desmayó a los pies de la imagen mientras que los otros dobles sonaron. Abrió

por fin los ojos y preguntó a su compañera:

-¿Sonaron los demás?

-Hija mía, su alma goza hace rato de Dios, y descansa en su seno.

El redoble del tambor se oyó entonces cruzando por la plaza, ronco y funeral; y se escuchaba el

murmullo de los que habían asistido a aquella escena sangrienta, y que pasaban contando los

pormenores de la ejecución.

AúnhoysemiraunpedazodepiedradesilleríaenlaplazamayordeBogotá,quesirvió

paralevantarelcadalsoenquefueajusticiadoelOidordeSantafé,donLuisCortésde

Mesa.

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204

EL HOYO DEL VIENTO Por el Presbítero Romualdo Cuervo R. El Hoyo del Viento queda a cuatro horas de Vélez, entre los pueblos de Chipatá, La Paz y Aguada.

Esta sorprendente maravilla consiste en una profundidad hecha por la naturaleza, sin que la mano

del hombre haya concurrido en lo más mínimo a su formación. Sus paredes, formadas de fuertes

rocas, ofrecen un punto de vista admirable. Casi todas son perpendiculares; pero en uno que otro

punto hay prominencias, coronadas de arbustos, paja y musgo. El contorno de la boca está casi

todo cubierto de arbustos de distinto tamaño.

El viajero que visita esta extraña mansión de las guacamayas, los pericos y las torcazas, llega por

primera vez a la parte más alta, y desde el borde descubre el centro cubierto al parecer de

arbustos, los cuales se hallan a una distancia de 228 varas. Queda por algunos momentos como

estático, y hiélasele la sangre al ver que una caída le daría muerte instantánea y horrorosa.

La figura presenta un polígono irregular de 12 lados, con un diámetro de 170 varas, medido desde

los ángulos más salientes.

Parece a primera vista que tirando una pequeña piedra, se alcanzaría a tocar la muralla opuesta;

pero apenas recorre ésta un corto espacio, se viene como hacia los pies del que la arroja. Los

voladores ordinarios, arrojados al tiempo de prenderles fuego, no recorren la mitad del descenso

sin acabarse.

La profundidad va en plano inclinado, del poniente al sur, y la parte más baja mide 144 varas.

La roca que forma la muralla está dividida en bancos sobrepuestos bien visibles; y la piedra de la

superficie es muy dura, de color de ceniza; mientras que la del centro es más blanda y de diversos

colores. He ahí lo que se distingue desde lo alto. Descendamos al fondo, a describir su suelo, de

que nadie nos ha dado razón alguna.

__________

En julio de 1851, el señor Aimé Bergeron formó el proyecto de visitar este punto y de bajar al fondo

de él. Para esto mandó hacer un aparato de madera, que figuraba una mesa vuelta al revés,

sostenida por dos fuertes arcos de hierro, un cable y una garrucha, todo de mucha seguridad y

capaz de contener a varias personas.

El 22 de julio visitamos el Hoyo, saludándolo con varios voladores. El 25 se acabó de arreglar el

aparato, en que debía descender el naturalista granadino; porque el francés amaneció indispuesto

y sin resolución de emprender tan horroroso viaje al interior de ese antro, que en todos tiempos ha

helado la sangre al más valiente de cuantos han visitado aquel punto.

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205

Al fin, a las 11 y 10 minutos, hora en que el termómetro de Reamur marcaba 18 grados, entré en

una pequeña barquilla, menos pesada que el otro complicado aparato. Acababa de llegar el doctor

Cerbeleón Pinzón, y mucha gente coronaba los puntos de vista. Bergeron dio su cartera y Pinzón

la pluma de metal con que escribió sus obras, para consagrarlas con el aire de aquella tierra

desconocida.

Habiendo saludado a todos, y dada la voz convenida, empezó la barquilla a bajar suavemente

hasta una ceja de la muralla, en donde salté a tierra, para cortar algunos arbustos que impedían el

libre descenso. Volví a entrar, hice con una pequeña bandera la señal convenida, y volvió la

barquilla a descender gradualmente.

De allí en adelante la barquilla queda separada de la muralla, por la concavidad que hay, y

entonces es cuando se enfría la sangre al verse uno ya lejos de la altura, tan distante del suelo, y

sin otro apoyo que la barquilla. Confieso que sí es preciso tener mucha firmeza para hacer este

aéreo viaje.

Como la barquilla daba pausadamente algunas vueltas, pude observar la concavidad con

exactitud, y noté en algunos puntos la roca cortada oblicuamente por vetas delgadas de cuarzo.

Cuando la barquilla igualó con la copa del árbol más alto, dirigí la vista al fondo, creyendo que

estaba ya casi en el suelo: ¡pero, cuanta fue mi admiración, al ver que faltaban más de 30 varas, y

que fueran tan altos los árboles que poco antes observábamos desde la altura como enanos

arbustos!

Después de unas 40 varas más de descenso, llegué a pisar atrevidamente el suelo de aquella

horrible maravilla, y allí es donde se conoce la sublimidad y grandeza que la adornan; allí el viajero,

elevando su vista a los excelsos bordes, se queda estático al ver en lo alto a los espectadores, que

parecen pequeños niños; allí es donde se forma idea del poder y magnificencia del Supremo

Artífice que hizo tan grandiosa obra, tan llena de sublimidad y hermosura, cercada de la soledad

más solemne.

__________

Habiendo saltado a tierra, dí gracias al Ser Supremo, porque me había concedido el contemplar lo

que deseaba hacía tanto. En seguida saludé la cueva con tres tiros de una gruesa pistola. Cada

estallido sonaba como el trueno de un cañón, y la muralla parecía venirse abajo.

En seguida despaché el correo, con la noticia de haber llegado felizmente, e invitando al señor

Bergeron y a los demás, para que alguno descendiera y presenciara lo que nadie había conocido

hasta entonces; pero el miedo en la boca del hoyo estaba a mucha más altura que a la que ellos

estaban de la profundidad; la prueba fue que ninguno bajó. El correo subió y bajó por la delgada

cuerda.

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206

En esto oí voces en la altura, que decían: ¡salga a donde lo veamos! y me dirigí al subterráneo que

queda hacia el poniente. Desde la altura se ve allí un punto sin vegetación, llamado

la Plazuela, que desde arriba parece a nivel y es el que causa más pavorosa impresión: es un

plano tan inclinado, que para bajar, se necesita muchas veces el apoyo de las manos. En ese

punto está la puerta del subterráneo, formada por un arco mal trazado de unas 30 varas de altura y

40 de ancho, que van disminuyendo gradualmente.

Habiendo caminado unas 40 varas debajo de la roca, vi que el piso tiene menos inclinación y no

hay tanta piedra. Encendí la bujía en un farol de seguridad, porque empezaba a faltar la luz natural;

y al brillar la luz, se oyó la desagradable música de miles de aves nocturnas, tan grandes como un

gavilán, color carmelito, con pintas blancas. Aquellos animales, en Chaparral se

llaman guapacoes y existen en la cueva de Tuluni; en Vélez los llaman chilladores, y también los

he visto bajo del Puente de Pandi.

Desde este punto se marcha sobre piedras y nidos de chilladores, formados de barro y del estiércol

de las mismas aves. Los nidos tienen una figura circular, un poco cóncava, y a su lado están

amontonadas las pepas de frutas que traen de las tierras calientes, entre las cuales hay semillas

de palmas que he visto en Carare y San Martín.

Adelantando unas 20 varas más, me sorprendió el ruido de una fuente cercana, y a poco vi que

nacía otra bajo unas piedras; luego una tercera, que reunidas formaban mayor ruido.

Continuando a la izquierda por sobre piedras, llegué a un punto en que cesaba el ruido de las

aguas; lo que me hizo comprender que estaba en un gran depósito, extendido del uno al otro lado

del subterráneo.

Era forzoso terminar el examen: a la escasa luz del farol, advertí que el techo de la roca terminaba

gradualmente, hasta servir de depósito al gran caudal de agua. El punto por donde esta se dirige al

oriente, debe ser muy estrecho, porque desde el gran pozo hasta cerca de la entrada está el rastro

de una fuerte torrentera.

El techo del subterráneo no es igual; hay puntos más altos que otros, y la anchura se va

angostando hasta llegar como a 12 varas en la parte última.

La dirección que lleva el agua es hacia el sur; luego forma una curva y sale por el oriente.

Salí del pavoroso subterráneo, con un calor de 22° Reamur. Desgraciadamente se había roto el

termómetro en mi descenso, y no pude medir los grados de calor; pero yo sudaba como en

Tocaima.

Empezando el examen por la derecha, no hallé en tierra ni bajo los alares de la muralla, la más

mínima indicación de que los indígenas hubiesen pisado aquel suelo: sólo hallé los esqueletos de

un armadillo y de un perro, que sin duda habían caído de lo alto; tampoco hallé reptil alguno.

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Di la vuelta cruzando el diámetro, para examinar mejor el terreno, no sin dificultad, por lo cerrado

del barbecho. El monte se compone de arbustos, chamiza y grandes árboles, de los cuales

algunos tienen tres varas de circunferencia en el tronco, otros dos, otros una, y como cerca de 40

varas de altura. Esta altura es precisa; porque mientras más sombra tienen, más se elevan: son de

tierra caliente, y han nacido necesariamente de semillas soltadas allí por los chilladores. También

hay como tres palmeros, aunque no muy interesantes. La superficie del suelo es muy inclinada, de

oriente a poniente, y casi toda cubierta de piedras más o menos grandes.

Terminado así mi examen como en hora y media, fuera de los tres cuartos de hora de descenso,

me despedí de aquella pacífica mansión con tres pistoletazos, según la orden del señor Bergeron,

recibida por el último correo.

Me acomodé nuevamente en la barquilla, y dada la voz convenida, empecé a subir gradualmente,

hasta igualar con la copa del árbol más alto. Luego comenzó la barquilla a dar ligeras vueltas, que

me produjeron un gran mareo, aumentándose así el horror que causa el aislamiento; pero a pocos

momentos se aquietó la barquilla, y seguí felizmente.

Al salir al borde del hoyo, media hora después de empezar el ascenso, toda la gente se apiñó a

verme; y al salir, me abrazaban los unos, otros me estrechaban la mano, y todos escuchaban con

atención y con alegría la relación de lo que había visto.

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PRESENTIMIENTO Por Manuel Pombo

La mort est la.-V. Hugo

Un caballero de fisonomía expresiva, la cabellera larga recogida tras las orejas, los ojos negros y

movibles proyectados sobre sus órbitas, hermosa dentadura y correcto perfil, tocaba una noche en

el piano, y lo tocaba admirablemente.

Imprimía tal expresión a lo que tocaba; de tal manera trasladaba a los sonidos del instrumento los

sentimientos de su alma; que, a poco rato, los que le oíamos nos hallamos transportados a un

mundo desconocido, a un pasado que, sin ser nuestro, nos envolvía en la tristeza de los vagos

recuerdos. Todos callábamos, todos sentíamos meditábamos todos.

Quizá nunca había sido para nosotros tan honda la impresión de la música, ni tan llena de unción

la frase misteriosa que ella interpretaba. El pianista tocó mucho, y no nos dimos cuenta de que lo

que tocaba ocupase tiempo, de que lo que oíamos tuviese medida, de que lo que sentíamos

pudiera acabarse.

Cuando dejó el piano, era tarde: paseó por nosotros su mirada indagadora, y nos halló

embelesados; esperó que le hablásemos, y permanecimos mudos.

Entonces, para romper aquel prestigio, se dirigió a uno en cuyos ojos creyó ver que asomaba el

llanto:

-Gracias, le dijo, los dolores del alma se mitigan cuando son compartidos.

Y luego, hablando con todos, añadió:

-Amigos míos, lo que he comunicado a ustedes no se si sean recuerdos o presentimientos.

Volviendo en seguida a aquel a quien se había dirigido primero, le interrogó:

-¿Tiene usted alguna pieza de predilección que yo pudiera tocarle?

-Le oiría con mucho gusto el Ultimo pensamiento de Weber.

-Justamente trabajé sobre su tema unos caprichos, que voy a ver si recuerdo.

Y tocó aquella pieza conmovedora, cuyas notas parece que ha escuchado el espíritu en la

tribulación de un ensueño, o que vienen de otro mundo al corazón que hacia él va, aquel

prolongado sollozo del alma que se despide de las alegrías de la vida; y le añadió variaciones tan

sentidas, tan tristes, que cuando terminó, teníamos todos el corazón destrozado.

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El suyo lo estaba también: su hermosa frente parecía abrumada por los pensamientos, y en la

agitada respiración de su pecho nos pareció que se ahogaban los ayes y se estancaba el raudal de

las lágrimas.

Dejándonos bajo el influjo de estos pensamientos, nos apretó con efusión las manos y se retiró.

Meses después ese hombre inspirado, ese poeta músico que era, además, escritor distinguido y el

biógrafo de Bolívar, hacía la travesía de los Estados Unidos a Europa, acariciado por las ilusiones

y soñando en la gloria. La navegación había sido azarosa: era de noche; los pasajeros se hallaban

congregados en el salón del buque, y él tocaba. Tocaba en el piano el Ultimo pensamiento de

Weber.

En impensado instante, el buque choca con otro y se despedaza: el mar abre sus inmensas

fauces, y el pianista y los que le escuchaban se sepultan para siempre en sus abismos sin fondo.

¡Dolor supremo, infinita agonía de un momento!

Ese hombre era Felipe Larrazábal.

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NOCHE A ORILLAS DEL META Por Genaro Valderrama

Pasando una extensa sabana, cuando ya el sol se acercaba al occidente, noté que el ganado, al

llegar a cierto punto, iba formando un gran círculo. Excitada mi curiosidad, quise examinar el objeto

de tan extraña congregación. Detúveme, en efecto, y comencé a observar que, a proporción que el

ganado iba llegando, tomaba cierto puesto: las vacas, luego que con sus bramidos peculiares

llamaban a sus hijos, confundidos entre la tropa, y que estos se apresuraban a obedecer el

llamamiento, les daban de mamar por última vez, y luego los impulsaban suavemente al centro del

círculo, en donde seguían jugueteando con sus aprisionados compañeros, a quienes había

sucedido otro tanto; poco después ya las vacas tenían cerrado el círculo con sus hijos en el centro.

Luego llegaban los toretones, y tomaban sus puestos, formando otro círculo alrededor de las

vacas. Finalmente los grandes toros venían a formar el último círculo.

Desde luego comprendí que tales preparativos no podían tener otro objeto que el de preservar a

los pequeñuelos y a la manada entera de los ataques nocturnos del tigre: pero estos preparativos,

vistos filosóficamente, eran admirables, y estaban llenos de expresión. Ya se puede suponer cual

sería el resultado del ataque de un tigre a aquella masa compacta de animales, prontos a sacrificar

su vida antes que dejar arrebatar a ninguno de sus hijos.

Extasiado con la vista de aquel cuadro, no advertí que la noche ya había extendido su negro

ropaje, y que la naturaleza se iba entregando al reposo. Tuve, pues, que hacer alto en aquella

sabana, y hospedarme a las orillas de un pequeño bosque, en cuyos árboles colgué mi hamaca

para pasar la noche.

Los peones que traía, se ocuparon en amarrar las bestias, y en recoger paja, para formar una

hoguera que nos preservara de los ataques del tigre, que en aquellas selvas existe en gran

número.

Aun cuando ya repetidas veces me había hospedado a las orillas de los bosques, nunca había

oído ruidos más extraños que en aquella selva. Multitud de insectos producían una serie confusa

de sonidos, que semejaban los de mil instrumentos diversos. El Perico-Ligero exhalaba

constantemente un grito lastimero, un ay, que debilitándose, formaba una escala completa de

tonos. Pájaros nocturnos lanzaban gritos monótonos, o cantaban un dúo melancólico.

El tigre hacía oir su grito, que resonaba en la selva: sonido flauteado con una fuerte aspiración

pectoral, que imitada el sonido de ¡hou!, ¡hou!

Las vacas y los toros que quedaban inmediatos, anunciaban con mugidos la presencia del terrible

enemigo, y de cuando en cuando se oian tropeles, que tal vez anunciarían el combate entre el

ganado y el tigre.

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Los zahínos y cafuches, atacados sin duda por aquel animal, daban gritos, que asustaban a los

micos y monos, quienes a su turno aullaban, despertando a los pájaros, que se pian rodar entre las

hojas de los árboles.

Ese ruido y confusión que agitaba las selvas, eran debidos solamente a la presencia del tigre, que

interrumpía el pacífico reposo de los habitantes de las selvas, de la sabana y aun de nosotros;

pues a cada momento era forzoso hacer uso de las escopetas para ahuyentarlo, cuando trataba de

atacar las bestias e invadir nuestro pacífico albergue. Cada vez que se hacía un tiro, todo quedaba

en silencio; pero no tardaba en reproducirse con mayor fuerza aquel ruido singular.

Millares de insectos fosfóricos, repartidos por todas partes, prendidos en los árboles o en las pajas

de la sabana, o volando en todas direcciones, alumbraban de una manera prodigiosa el espacio.

Tan luego como aparecieron los primeros rayos de luz, precursores del día, mis primeras miradas

se dirigieron a donde estaba el ganado. Todo él estaba en desorden, excepto en el centro del

círculo, en donde las vacas se hallaban aún recostadas alrededor de sus hijos.

Los toros y toretones estaban esparcidos en todas direcciones; lo que me hizo juzgar que

efectivamente había tenido lugar algún combate con el tigre, en el cual sin duda el ganado saliera

vencedor.

A proporción que la luz venía a aclarar los objetos, todo tomaba el carácter amable y risueño que

tanto anima la naturaleza; y a los sonidos lúgubres de la noche se sucedían los cantares de los

pájaros, que saludaban con su entusiasmo inocente la salida del astro vivificador.

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LA SIEMBRA DEL TRIGO Por A. Briceño Briceño

I

Llámase trilla la operación de desprender los granos del trigo, de las espigas.

La producción del trigo, como lo saben los agricultores, requiere muchas operaciones, desde la

elección de la semilla, hasta su pulverización en los molinos.

En los pueblos de Colombia, en que el trigo es la principal producción agrícola, la siembra de esta

riquísima gramínea es una fiesta, en que toman parte todos los agricultores convecinos.

Expliquemos este punto:

La siembra del trigo no se hace simultáneamente en todo terreno preparado para ella. Los

productores verifican lo que en Colombia se llama convites, con el fin de que las siembras se

realicen en el menor tiempo posible.

Cuando un agricultor quiere sembrar el trigo, invita a sus vecinos con algunos días de anticipación,

y se da principio con el aramiento del terreno, a cuya operación contribuyen mayor o menor

número de parejas de bueyes, según sea el área arable.

II

En una ocasión tuve el gusto de asistir a una siembra en el pueblo de M . . . del Estado de

Santander.

Yo había suplicado a un joven agricultor amigo mío, que me avisase a la hora de ponernos en

marcha hacia la estancia en donde se verificaría una siembra.

A las tres de la mañana emprendimos viaje, y después de una media hora llegamos a la estancia.

En el campo los bímanos madrugan más que los pájaros.

Cuando penetramos en la casa del labriego, su familia estaba en la cocina, preparando el terrible

desayuno de los estancieros. El campesino trabaja mucho; pero come mucho más.

El jefe de la casa me recibió con mucho placer; pues yo era nada menos que el maestro de dos

hijos suyos.

-Aquí pasará un mal día, me dijo; pero los hombres debemos sufrir de alguna manera.

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Yo le manifesté que aunque no lo pasase bien en el campo, lo pasaría mejor que en el pueblo; y

esta reflexión filosófico-económica agradó muchísimo al padre de mis dos discípulos.

Un momento después se presentó una muchacha, embozada en una mantellina, y con una botella

y un vaso en las manos.

-¡Que espante el diablo! me dijo.

Yo comprendí el tropo de la joven estarciera, y me eché entre pecho y espalda un robusto trago de

anisado.

Apenas acabé de pasar el agua de vida, cuando otra joven me presentó un cigarro encendido.

El frío que soplaba, exigía a gritos aquel doble obsequio, y con el anisado en el pecho y el cigarro

en la boca, me entretuve oyendo cuentos e historias, hasta que el monarca de las gallinas avisó a

los moradores de la casa que el alba asomaba en el oriente su rostro, blanquísimo, como el de las

muchachas de Santiago de León cubierto de veloutine.

III

A las cinco me encontré frente a frente con el desáyuno estanciero. ¡Y qué desayuno! Una taza de

café, que contendría un litro, una arepa de harina de trigo, que mediría uno y medio decímetros de

diámetro, y como complemento, una cuajada blanquísima.

Se necesita, para hacer desaparecer un desayuno tan monstruoso, algo más del apetito de un

Sancho Panza, casi, casi la voracidad de un Heliogábalo. Y me remonto hasta Roma y la Mancha

buscando a esos dos terribles engullidores, para no herir la susceptibilidad de algún amigo mío.

Los campesinos son demasiado exigentes en orden a lo manducable, y el obsequiado debe, bajo

la pena de caer en su desagrado, comer todo lo que le presenten, aunque fuere una gallina asada.

En esta consideración, cerré los ojos y ¡Santiago cierra España! el desayuno desapareció en pocos

minutos.

Como a las siete de la mañana empezaron a llegar los conviteros, llevando unos yuntas de bueyes,

otros palas y azadones.

A la hora del almuerzo estaba arado y cruzado el terreno; pues maniobraban unas diez y seis

yuntas de bueyes con sendos robustos gañanes.

Después del almuerzo, en que los agricultores sacaron la tripa de mal año, pues en sus casas no

lo tenían tan abundante y tan suculento, se procedió a regar la semilla.

Esta operación es muy divertida. Los sembradores se distribuyen el área del terreno arado, y cada

uno lleva una cantidad de trigo en un saco. A medida que lo riegan, para lo cual van siguiendo la

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dirección de los surcos, los arropadores van tras él cubriendo con tierra los granos que han sido

regados.

Mientras tanto que trabajan los sembradores y los tapadores o arropadores, unos y otros cantan

bambucos de su caletre, en los cuales cada uno procura lucirse.

A las doce es costumbre en Colombia, dar a los trabajadores la ración de guarapo fermentado, el

cual es llevado al campo en barriles, o fabricado en la estancia misma. Los peones sin guarapo no

trabajan, o lo hacen perezosamente.

Al guarapo sigue lo que llaman onces, y consisten en café o cacao, con yuca cocida o arepa y un

pedazo de carne asada.

Esta comida intermedia es de imprescindible necesidad, y se acostumbra en todas las casas. Hay

un verbo especial que significa la acción de tomar las onces, y es oncear o zoncear, como dicen

las gentes non ilustres.

IV

El sistema de arado usado por los agricultores de nuestros pueblos, es el que inventó Triptólemo.

Y no se crea que, porque no usen los arados de Wilkie y Dombusle, nuestros labriegos no aran a

las mil maravillas. Se dirá que con el arado viejo la operación de arar un terreno extenso es muy

dilatada. Tampoco es verdad; pues nuestros agricultores han resuelto el gran problema del día,

que consiste en «reducir lo más que sea posible las fuerzas motrices de las máquinas», de una

manera muy sencilla, multiplicando el número de trabajadores, o, de otro modo, haciendo convites.

Está probado que el sistema de convites es muy provechoso; pues cada agricultor siembra sus

semillas con ahorro del pago diario de muchos peones, y con una ganancia considerable de

tiempo.

El sistema de sembrar el trigo regado, es el que está en uso en todas partes. Un ilustrado

colombiano, colaborador de Caldas en el inmortal Semanario de la Nueva Granada el presbítero

doctor Eloy Valenzuela, cura de Bucaramanga, publicó una memoria sobre el sistema de sembrar

el trigo, a bordón o coa; y según el autor, los rendimientos del trigo por ese sistema serían

notabilísimos. Algunos opinan que el trigo sembrado a punzón da el triple de lo que produce

regado. El sistema del presbítero doctor Valenzuela encarna el grave inconveniente de que se

necesita mucho tiempo para sembrar una carga de semilla; al paso que regándola, en pocas horas

se siembran muchas arrobas.

V

Ya había descendido el sol, cuando los trabajadores, terminada la siembra, se hallaban sentados

en bancos y piedras, esperando la comida. Esta, como el almuerzo, fue muy copiosa. La carne,

escasísima en tiempos normales, fue servida sin miedo. Las gruesas y sabrosas papas, la

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esponjosa y blanca yuca y los plátanos de grueso calibre, se ofrecieron a ser víctimas de aquellos

héroes de la manducación.

Yo me incorporé entre los labriegos, y comí con ellos y como ellos; pues para ello tenía el título de

haber servido de guía a una yunta de bueyes que araron en una falda.

Las muchachas se portaron con lucimiento, y como yo era el único hombre ilustrado que había en

la estancia, a mí se concretaron todos los obsequios. ¡Es mucha cosa saber leer y escribir y contar!

-¿Qué le ha parecido el trajín?, me preguntó el amo de la estancia.

-Muy agradable, le contesté. Lo que siento es que no se repita por lo menos seis veces.

-Ya le convidaremos a las trillas; no tenga cuidado. Y entonces gozará más que nunca.

Yo no sabía lo que es una trilla, y me entusiasmé en alto grado.

A las seis pasadas regresé a mi pueblo, cansado, pero satisfecho con el paseo al campo.

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REFLEXIONES A LAS QUE SE ARREBOLAN, O MAS CLARO, A LAS QUE

SE PINTAN LA CARA Por Ulpiano González

-¡Eh!, ¡papá! ¿No le tengo suplicado a su merced que no lea aquí ese diario, porque tarde o

temprano su lectura ha de acarrearnos algún disgusto? ¿No vio qué amostazados salieron de aquí

en el mes pasado aquellos dos sujetos a quienes leyó usted la segunda reflexión? ¿Acaso han

vuelto? Pero, no señor, a pesar de todo, siempre se aparece su merced con el emplasto, a las

doce o la una, cuando hay más gente, como ahora, y allá te va su lectura, salga lo que saliere.

Pues en verdad que dentro de poco nadie pisará nuestra casa; porque a nadie le gusta que lo

satiricen ni lo molesten en los papeles, y su merced, mejor que nadie, sabe que de una mala

lengua nadie se escapa.

Bien se deja conocer que la que así habla es alguna interesada, incursa sin duda alguna en este

número 7; pero el papá, ansioso siempre de corregir resabios, le dice:

-No, hija mía, no te afanes; no alcanzo a ver en toda la extensión del artículo nombres propios de

personas; ni es creíble que el Jacarero se arrestara a tanto. Además, no ha de ser esto tan

furibundo como el menor de los sermones que, contra el papelillo y las peinetas, predicó el doctor

Margallo; ¿y qué sacó? Los peinetones ocornamentas de Lucifer, como él las llamaba, continuaron

campeando, hasta que el irresistible poderío del tiempo y de la moda los derribó; y las cari-pintadas

asistían siempre a oír sus pláticas, y hacían orejas de mercader, y continuaban pintándose, y así lo

practican hasta hoy. Conque tranquilízate, y veamos lo que dice el Jacarero.

¿Qué quiere la hermosa niña que se arrebola? ¿Quiere empañar y oscurecer con el barniz las

gracias que le donó la naturaleza? ¿Busca arrugas y escamas que no tiene, o quiere que las

gentes la motejen, cuando hubieran de elogiarla?

Vamos, niña, no sea tonta,

Lávese usted la cara.

¿Y piensa la que es fea mejorar con este adorno, y hacerse más tolerable a las miradas de la

galante juventud?

Si casamiento pretende,

¿Será esta la vía segura?

Si solamente agradar ¿habrá algo acaso más agradable que la sencilla y pura naturaleza? Si el

Jacarero se propone apurar un poco la mano en este artículo, ¿no se lavarán la cara la que es

linda y la que es fea, la que es moza y la que es vieja? De éstas hay que, madres de familia,

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viudas o solteronas, a todas llama ya su edad a pensar en otras cosas de más juicio y más

provecho.

Las primeras, sobre todo, necesitan dar a sus hijas buen ejemplo; y no lo es muy bueno

aficionarlas demasiado a las tonterías del tocador; porque, duélale a quien le doliere, el pintarse es

un defecto que influye, como cualquiera otro, en contra de la persona aun bajo el aspecto de la

salud; que sujeta a quien lo tiene a faenas diarias, que traen consigo molestias de diversa especie;

y que (mejor fuera no decirlo), en personas que por su edad o por su estado no tienen ya

racionalmente a qué aspirar, el arrebol da motivo para malos pensamientos; que bien sabido es el

versito de

Mujer que se arrebola...

¿Qué piensa hacer, al día siguiente de casada, la joven de quince que se pinta? ¿Seguirá

practicando, o dejará la costumbre? Si lo primero, bien puede ser que tal vez ignore que su hombre

casó con ella a pesar del arrebol, y que lo que toleró de pretendiente, no lo permitirá de marido; si

lo segundo, no sabe quizá tampoco si el que es su esposo cayó, entre otros motivos, por su afición

a la pintura, y entonces las amarguras del matrimonio empezaron desde el primer año, desde el

primer día; no hubo luna de miel para estos pobres, y la culpa la tiene el arrebol.

Si a los cachacos, chocarreros como son en demasía, se les antoja apoderarse del asunto y coger

por su cuenta a las pintadas, ¿tendrá de ello la culpa el Jacarero? Nadie habrá tan tonto que lo

crea; sin esas y con esas, desempeñan bien su oficio, diciendo entre otras chuscadas que las tales

que se pintan, cuando concurren a un baile, y empezando a traspirar, tienen que ver de limpiarse,

dejan como un Cristo el pañuelo; que en tierra caliente da gusto el verlas, pues

Se diría, cuando sudan,

Que manan agua rosada.

¿Qué mucho es, pues, que se me alcance a notar la propensión de llamarlos como auxiliares?

¿Qué tiene de extraño que abrigue yo el deseo de que cada día sepan más de pe-a-pa las

pintadas que, al pasar por un corrillo de escolásticos, dejan su cara como preciso objeto de la

conversación de aquellos niños? Nada, absolutamente nada. Ahora, si hubiera lector o no lector

tan temerario, que al leer u oir esto, dijera que en el púlpito se diría alguna vez que yo excitaba la

murmuración, contestaría que mi ánimo no era sino dirigirla a objetos sanos, sacando así partido

del peor de los defectos; y además, si esta mi reflexión tuviera texto, ¿en qué se diferenciaría de

un sermón?, porque en cuanto al bendito y persignarse, además de que rara vez se imprimen, yo

sigo en esto el precepto de la Iglesia para siempre que comenzaremos alguna buena obra, y vivo

siempre alabando el poder de Dios en cuanto veo. Si me dicen que el pueblo entero, a la larga, es

decir, al llegar a las setenta y dos prometidas, se indispondrá conmigo, responderé que hasta

ahora por lo menos debo hacerle el favor o la justicia de no creer que se interese por los

afrancesados, las arreboladas y los fatuos.

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Si ya la temeridad pasara al extremo de pensar que, habiendo personas muy notables interesadas

en la cuestión, podían echarme al gobierno encima, respondería que no era éste de temerse sin el

arrimo del pueblo, y que lejos de perseguirme (pues fusilarme como que ya no ha de haber

necesidad), debería considerarme como un poderoso auxiliar en la obra del bien público,

empezada hace 35 años con no muy feliz suceso. De manera que ya los temores serían de mí

mismo únicamente. ¿Remordimientos? No, porque yo creo que hago una obra buena empleando

como empleo mis ocios de oficina en dar consejos que aprovechar pueden a quien se guiare por

ellos; y como me parece que con hablar de empleo bien claro digo que no tengo plata, sin que me

falte la gana de hacer el bien, allá te van consejos, que obras de misericordia son.

Conque sólo me resta pedir perdón por la digresión inserta, y adelante con la cruz.

Otra tecla más sensible voy a mover a las arreboladas; ya que ni la salud ni la moral representadas

en peligro, hayan de valerme.

-No papá, no lea usted más, que esto llega ya a su colmo, y a pesar del remedio de don Luis, me

darán las convulsiones, y también a la señora que está cerca de mí.

-Calma es lo que te aconsejo; ya ves que, desde que ese señor publicó su sainete, ha disminuído

mucho el mal, en términos que ya es una rareza. Puede ser que el Jacarero, a punta de prosa, ya

que no le da por poeta, logre curar también alguna que otra dolencia de las muchas que tenemos;

veamos cuál será la tecla:

Se observa y se lamenta que son muy raros los casamientos; que se marchitan y consumen en el

celibato muchas hermosas jóvenes, que pudieran ser madres de numerosas y florecientes familias;

que la juventud masculina se retrae más cada día de los lazos de Himeneo, temerosa sin duda de

las penas que éste puede ocasionarle; y se piensa también que si las jóvenes, lejos de aumentar

los atractivos que poséen, con prendas más útiles, más sólidas y duraderas, únicos garantes

seguros de la felicidad conyugal, se pagan cada vez más de los entretenimientos del tocador, de

las locuras de la moda y los excesos del lujo, dificilísimo será sin duda, que logren colocación

satisfactoria.

Pero no pienso ahora moralizar sino sobre el arrebol, y empezaba a desviarme ya otra vez. He ob-

servado, pues, diré, que entre cien mujeres que se casan, suele caer una pintada (sin embargo de

no ser pocas las afectas al oficio), y eso quizá con un zote que la vuelve desgraciada.

Aprenda la joven a ser aseada, con extremo; cimente con la lectura de buenos libros su educación

religiosa; procure desempeñar en su casa desde temprano las funciones del arreglo, economía y

buen gobierno, aliviando así en algo a sus padres de la lidia con domésticos, y piense que todos

estos consejos se los da quien de veras se interesa por la felicidad del sexo femenino; quien ve ya

las cosas con la sangre fría de ocho años de matrimonio, y conoce por lo mismo que sólo ciertas

dotes permanecen y hacen llevaderos los azares de este estado, pues hermosura y adornos solos

no alcanzarían a suavizarlos.

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En cuanto al estilo un poco picante, que he solido usar en la presente reflexión, ruego

humildemente a las señoras todas, pintadas y no pintadas, me lo disimulen en beneficio de lo

sustancioso del contenido; pues, aunque no dejo de conocer que es necesario o al menos

conveniente untar de miel los bordes del vaso en que se quiere hacer tomar una amarga medicina,

no poseo, por desgracia, una pluma tan flexible y delicada para no lastimar la sensibilidad del sexo

a que me dirijo.

Hay, por fortuna, gran mayoría de mujeres que no han dado ni permitirán que sus hijas y demás

subordinadas den en la detestable extravagancia que hoy critico; y en cuanto a las que la tienen,

debo asegurar que confío en que la docilidad de muchas de ellas hará que desde mañana, o más

tardecito, empiecen a lavarse la cara; y si por una desgracia, así no lo hicieren, me precisarán a

que más tarde vuelva a ocuparme más largamente del asunto; ¡y quién sabe en qué términos será

entonces!, bien se ve que no será traspasando los límites de la decencia, ni descendiendo a la

personalidad; pero será... yo no sé cómo será.

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EL LAZARINO. RELACION HISTORICA

Por José de la Cruz Restrepo

En una de las poblaciones de Antioquia había un elefanciaco de no humilde sangre, pero sí de una

pobreza y desamparo sumos. Mientras que la enfermedad recorría sus primeros períodos, el

enfermo pasaba sus penosos días y horribles noches en hogares ajenos, pero hospitalarios.

Cuando los síntomas del último período comenzaron a manifestarse, la sociedad comenzó también

a evitar todo contacto con el enfermo. Si este infeliz hasta entonces había extinguido en sus ojos

los raudales de la amargura, al verse rechazado por la sociedad, sus lágrimas eran ya de sangre.

La idea de la soledad es espantosa, especialmente para morir.

La felicidad es imposible en el aislamiento. El Ser Eterno no fue solo antes de la creación, porque

en la unidad del Ser estaba la Trinidad de las personas.

Cuando nuestro pobre enfermo comprendió que sus últimos dolorosos días tendría que pasarlos

abrazado de la soledad, sintió que su razón quería también alejarse de él.

El fantasma infernal del suicidio se presentó sonriendo a su trastornada imaginación, y le mostró

en el sepulcro los engañosos umbrales del perpetuo descanso.

Una lucha terrible se trabó en torno de su abatida razón, entre el ángel custodio del hombre y el

ángel de las tinieblas.

Todos los dolores físicos y morales, capitaneados por la desesperación, vinieron en auxilio del

segundo. La Virgen María vino a reforzar al primero y salvó a su devoto. Las ideas de

desesperación y de suicidio fueron reemplazadas por las de resignación a la voluntad de Dios.

Una mujer libre, modesta y virtuosa se le presentó y le dijo: «Dios ha querido que usted acabe su

vida en el monte, lejos de la humanidad. Alabe su soberana voluntad, yo no puedo acompañarlo a

la soledad, porque el mundo siempre juzga por lo que siente en su corrompido corazón; pero hay

un medio de salvar este inconveniente: recíbame por esposa, y bendecida nuestra unión por el

cielo, iremos juntos a morir bajo su pabellón en las grutas de los bosques; yo aliviaré sus dolores; a

la luz del sol, como al resplandor de las estrellas, mis ojos buscarán a Dios que se pasea en las

maravillas de la creación, y le mostraré nuestra situación; un rayo de su mirada misericordiosa

caerá sobre nuestros corazones y dulcificará la hiel que en ellos se haya congelado.

«En vez de la voz humana, tendremos el concierto de la naturaleza. El canto de las aves, el ruido

de los raudales y las melodías de los vientos son muy superiores a las forzadas modulaciones de

los hombres y a las notas acompasadas de sus instrumentos».

El enfermo oía, llorando, abrazando y besando aquella mano, generosa hasta el heroísmo.

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221

Pocos días después recibieron la bendición nupcial, sin que nadie, excepto el sacerdote, supiera la

causa de aquella extravagante locura, que así fue calificada por el mundo la acción de esa sublime

mujer.

Hechos los preparativos necesarios, se trasladaron los dos esposos solos a una montaña lejana.

Allí construyeron una choza con sus propias manos y se consagraron a una vida directamente en

relación con el cielo.

Las oraciones que se levantan del tumulto del mundo, suben mezcladas aunque no confundidas, al

trono de Dios, con las imprecaciones del delincuente y con las blasfemias del impío. La plegaria del

solitario asciende perfumada por el aroma de la selva, purificada por las aguas vírgenes de la

montaña y cantada por los trinos armoniosos de la naturaleza que no ha ofendido a Dios.

La pareja solitaria se ocupaba en la oración, la lectura, la preparación de su alimento y el aseo de

sus vestidos.

Dos efigies habían llevado consigo, una de Jesús Nazareno, otra de su purísima Madre.

Una corteza de árbol cubierta de musgo y llena de frescas flores del bosque, servía de altar. A

nadie veían, con excepción del buen sacerdote que de tiempo en tiempo iba a visitarlos y a

llevarles los consuelos de la religión

También veían de lejos y frecuentemente a una piadosa mujer que les llevaba a un punto cercano

las limosnas de que vivían.

El enfermo tocaba ya al término de su vida. Su esposa lo asistía y consolaba día y noche con

amabilidad de ángel.

El buen sacerdote lo confesó y le anunció para el día siguiente la llevada del viático.

A la mañana siguiente todas las flores del desierto, las hojas amarillas de los árboles, los musgos y

las enredaderas silvestres cubrieron aquel suelo inculto, que iba a ser santificado con la presencia

de Jesucristo y la muerte de un cristiano. Apenas comenzaban los rayos del sol a derramarse por

los valles como una lava de oro, cuando el Creador de la naturaleza, conducido por un hombre, pe-

netró en aquellas soledades. La hostia inmaculada se presentó a servir de compañera en el viaje

de la eternidad a aquel hombre de dolores. Divino Rafael, venía a conducir a Tobías, no a los

valles de la Media, al través de las ondas del Tígris, sino a los atrios de la inmortalidad, por las

ondas lóbregas y amargas de la muerte.

Esta no parecía estar aún cercana. El sacerdote no podía abandonar la grey que cuidaba, y ofreció

volveral siguiente día. Cuando la estrella de la mañana derramó su luz sobre la cumbre de la

montaña, el enfermo expiró en medio de las imágenes de Jesús y de María y en presencia de su

esposa.

Page 223: Museo de cuadros de costumbres, tomo III

222

Al volver el sacerdote al día siguiente, encontró un cadáver sobre unas palmas de helechos, y una

mujer arrodillada a su lado orando fervorosamente.

En una colina inmediata sepultaron el cadáver, y plantaron encima una cruz.

La mujer guardó las dos imágenes, se arrodilló sobre el sepulcro, arrancó de su pecho una gran

voz de dolor, y dijo: ¡adiós, esposo mío!, ¡hasta el valle de Josafat! Y marchó con el sacerdote.

Page 224: Museo de cuadros de costumbres, tomo III

223

EL MANUSCRITO DE MI TIO (Tema para una novela)

Por Enrique Cortés Al señor José J. Borda

En la muy cortés invitación que me hizo usted el honor de dirigirme, solicitando mi humilde

cooperación para la colección de artículos que se propone publicar, tuvo usted la fineza de

excitarme a buscar entre misescritos inéditos.

Mis escritos inéditos son bien exiguos, por cierto; pero existen. ¿Quién no los tiene? ¿Quién, que

haya sentido la comezón de pluma, no tiene olvidados en algún rincón de alacena o viejo cofre

aquellos ensayos juveniles, tan fervorosamente empezados como prontamente abandonados?

¿Quién no cuenta algún diario de una vida de sueños, o los atrevidos comentarios que los diez y

ocho años nos hacen escribir con tanto dogmatismo sobre páginas de historia que recorremos por

primera vez? ¿Quién no guarda algún tesoro de empolvadas fantasías de ambición o de amor? Al

recibir su amable carta, antojóseme seriamente escudriñar mi pobre tesoro que, en breves

segundos recorrí, no sin tropezar con algo que felizmente me ha provisto de tema para borrajear

algunas páginas, que encargo a la paciencia del lector.

Tropecé en efecto con un legajo, curiosamente atado con cinta carmesí, y que se hallaba rotulado

así:

EL MANUSCRITO DE MI TIO

(Tema para una novela)

Apenas lo había alzado a mis ojos, cuando apareció a mi mente una rica cosecha de recuerdos,

que aquel modesto papel despertaba en viva aparición.

Volví a ver en el espejo de la memoria a mi tío, cariñoso y fiel amigo de mi juventud, muerto hace

ya muchos años. Le vi como en tiempos más felices, con su descarnado y pálido rostro,

cuidadosamente afeitado. Parecióme sentir el cordial abrazo de sus nervudos músculos, cuando

llegaba los sábados por la tarde a nuestra hacienda, empolvado y cansado, a pasar en casa el

siguiente día de fiesta. Otra vez sentí la cariñosa impresión de su mirada triste y fija y parecióme

que me hallaba como antes en las largas correrías a pie por los potreros de la hacienda; fecundas

peregrinaciones en que yo mamaba provechosas lecciones, que con singular paciencia destilaba

en mi espíritu su profunda erudición, su rica fantasía y un corazón tan puro y candoroso como leal.

Mi tío no era hombre de mundo. Contaba escasos amigos: un niño le habría engañado. Pero era

un paciente y perspicaz observador del corazón humano. Siempre benévolo en sus juicios,

esquivaba condenar; pero no desconocía el fondo del mal que domina a los hombres. Vivía

siempre triste, y cuando cualquiera otro se habría indignado, mi tío redoblaba de amargura; la que

se retrataba en la más que común palidez de sus mejillas, en la contracción de sus cejas

Page 225: Museo de cuadros de costumbres, tomo III

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arrugadas en pliegues oblicuos hacia arriba, y en la del de la esquina de sus delgados labios hacia

abajo.

Sólo he visto es boca tan inmensamente melancólica en los retratos del Dante.

Con aquel hombre serio y poco interesante en apariencie, mi espíritu se explayaba en absoluta e

infantil franqueza. Era yo lector minucioso de toda especie de novelas, de biografías, de cuentos y

de anécdotas. En mi inagotable apetito, los doce tomos de La Casandra fueron devorados no una

sino varias veces, y Orlando furioso, Pablo y Virginia, Los Mohicanos, La Nueva Eloísa, Clara Har-

lowe, Los Girondinos, Las mil y una noches, las Vidas de los santos y setenta libros a cual más

heterogéneos, eran sucesivamente embaulados en mi cabeza, con casi idéntico deleite. A

consecuencia de esto, me acometió el vehemente deseo de escribir novelas. Empecé varias en

efecto, llegando cuando más lejos al segundo capítulo.

Mi tío era el confidente de mis locas ambiciones literarias, y tomando a lo serio mis lentas

veleidades, se ocupaba con frecuencia en nuestros paseos, en aconsejarme, con exquisito gusto y

notable elevación de ideas, acerca de las dotes del novelista y de los rasgos que deben componer

una novela. Repetíame siempre, que la verdad es más maravillosa que la ficción, y que toda vida

por oscura que sea, puede traducirse en una interesante narración; cuando un espíritu observador

y un estilo elegante se aplican al análisis de las pasiones humanas.

Repetidas ocasiones me prometió enviarme alguna vez ciertos apuntes, que él consideraba

altamente interesantes para fabricar con ellos una novela llena de emociones, de íntimos y

secretos dramas y de provechosas enseñanzas.

Mi amado tío cumplió su promesa; pero fue años más tarde, cuando estábamos separados por

larga distancia, cuando el ardor literario de mi adolescencia se hallaba atemperado, tanto por un

juicio más seguro sobre las propias aptitudes, como por preocupaciones de más absorbente

carácter.

Recorrí con interés el manuscrito de mi tío: medité largamente sobre él, y... acabé por arrinconarlo

en el fondo de una alacena; no sin que, como atributo a su mérito real y al amado amigo que me lo

enviaba, hubiese cuidado de preservarlo del polvo y las telarañas, envolviéndolo en doble cubierta

de papel de estraza, atándolo con esmero y escribiendo al reverso en letras gordas el rótulo con

que encabezo este artículo.

Hoy se me ha presentado la ocasión de desenterrarlo, y allá lo lanzo.

Acaso él haga que la memoria de un hombre desgraciado sea recordada con amor por los

corazones sensibles que saben estimar aquellos sacrificios de la pasión y el propio bien, que no

por ser oscuros y desconocidos dejan de ser menos grandes.

En cuanto a los problemas fisiológico-morales de que se ocupa mi tío en su sencilla narración, los

hombres de ciencia pueden ilustrarlos, vulgarizarlos o contradecirlos. Ellos, sea como fuere,

Page 226: Museo de cuadros de costumbres, tomo III

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ofrecen al filántropo y al estadista un inmenso campo de acción, así como ofrecen al novelista y

escritor fecundos y bellos temas para desplegar las dotes de un estilo florido y sencillo, no menos

que de un espíritu reflexivo y sagaz.

Dice así el manuscrito:

«Voy a cumplirte la promesa, que te tengo hecha, de procurarte un tema apropiado para fabricar

sobre él una novela.

Al mismo tiempo voy a satisfacer tu curiosidad o tu interés, refiriéndote a grandes rasgos mi propia

historia.

Porque mi vida, mirada con ojo atento y observador, puede ser inagotable tema para tramar una

novela.

La novela es el enlace fantástico de pasiones humanas en lucha y desarrollo. La forma es ficticia:

los elementos que entran en acción deben ser reales.

El elemento dominante en una novela debe ser una fuerza superior a las voluntades de los

protagonistas que, obrando oculta y misteriosamente, conduzca los sucesos a desenlaces fatales.

Para la meditación filosófica, el elemento fatal debe tener sus causas conocidas. Estudiarlas a fin

de contribuír a removerlas, debe ser el objeto práctico y benéfico de la ficción.

La lucha, el mal y el dolor, tienen sus causas, que el hombre puede hasta cierto punto llegar a

aniquilar.

El elemento fatal puede ser entre otros, social o fisiológico. La lucha, el sufrimiento, el dolor

irremediable pueden provenir de una organización social defectuosa que, apresando entre sus

garras a seres inocentes, los maltrata y atormenta. O puede provenir de antecedentes biológicos,

es decir, de causas que afectan el carácter individual.

Una individualidad es una masa que toma la forma del molde en que se la encierra y en él se

endurece. Una vez endurecida esta masa, es decir, el individuo, se lanza al torbellino del mundo

social. Si lleva ángulos cortantes, en donde quiera tropezará haciendo daño, y si encuentra en su

carrera superficies delicadas, las herirá y despedazará. Si la masa carece de ángulos y es circular,

rodará fácilmente causando poco estrépito; y si su superficie es elástica, saltará al contacto de los

obstáculos y tendrá gran fuerza de resistencia.

El molde del carácter humano se compone de tres elementos principales: el elemento genealógico,

el elemento educacionista y el elemento de situación.

El elemento genealógico, es decir, la suma de influencias hereditarias que afectan el modo de ser

físico y moral del individuo, es el más vigoroso y persistente de los tres. Su estudio debiera formar

Page 227: Museo de cuadros de costumbres, tomo III

226

un tema de constante preocupación para los hombres y los gobiernos. Nada contribuye más que él

a la desdicha o felicidad de las sociedades.

Mi vida, como lo verás adelante, ha sido un continuado sacrificio a influencias genealógicas,

extrañas a mi persona e independientes de mi voluntad. ¡Ojalá tú llegaras a calcar sobre ella una

narración vivaz, hiriente y senti­mental, en que, ajustándote a los dictados de la ciencia, lograras

conmover el corazón de los hombres sensibles, y despertar su atención a los fenómenos de la

transmisión hereditaria de facultades, instintos y tendencias innatos!

Lejos de mí el quejarme egoístamente por haber sido víctima inocente. La solidaridad de la raza

humana es una misteriosa y sabia ley del progreso. Cada uno de nosotros es resultado de lejanos

y múltiples antecedentes, sembrados por millares de antepasados. Así también nosotros estamos

hoy, cada uno, preparando con nuestros hechos el advenimiento de hechos futuros en los que nos

han de suceder.

El árbol es hijo de su semilla. Hechas estas explicaciones, vamos a la narración de mi oscura y

triste vida.

Mi educación se hizo en París con el mayor esmero, en la escuela de medicina, por sentirme

dotado de una vehemente vocación para el estudio de aquella ciencia. Seguí el curso de Esquirol,

discípulo de Pinel, en los hospitales de locos, y me engolfé con frenesí en el estudio de las

enfermedades mentales, que aquellos dos grandes pensadores y observadores sacaron por

primera vez del dédalo de suposiciones caprichosas y crueles, al ancho campo de la observación

científica y filantrópica.

Los fenómenos de la tendencia constitucional al desarreglo mental; la influencia de las

dispoisciones hereditarias en aquel sentido; el enlace de la parte física con la moral del hombre y

los tremendos problemas relativos a las fuentes del crimen, absorbían mi tiempo entero. Inclinado

sobre el cadáver horas enteras, con el escalpelo en la mano, mil veces me sentía desesperado por

no hallar en el cerebro de los locos y de los delincuentes sino vagos rayos de luz.

Después de más de doce años de estudios, mi padre, ya anciano y achacoso, me llamó a su lado.

Me fijé en la ciudad de... resuelto a hacer carrera en la profesión que tanto amaba y la que seguía

con encanto. Mi consagración, el nombre de mi familia y algunos fáciles sucesos, me formaron bien

pronto una mediana reputación.

Un día, después de comer en casa de un amigo en numerosa compañía, nos hallábamos todos

sentados a la puerta de la calle, gozando el delicioso fresco de la tarde; las señoras ocupadas en

obras de aguja, los hombres saboreando el cigarro y platicando sobre negocios y política. A poco

vimos asomar al extremo de la calle dos jinetes, un caballero y una señora, montados en

excelentes caballos. Al acercarse al grupo que formábamos, en la estrecha calle, la cabalgadura

del caballero enderezó las orejas y dio muestras de resistirse a seguir.

Page 228: Museo de cuadros de costumbres, tomo III

227

El joven quiso forzar al animal, sacudiéndole un par de latigazos con el fuete; pero esto encolerizó

a la bestia, que trató de encabritarse. El jinete, contrariado, le sacudió nuevos golpes, demostrando

en su semblante, que se demudó súbitamente, una ira pueril, acompañada de temblor nervioso, y

todas las muestras del más concentrado furor. La señora, que se había adelantado algunos pasos,

volvió su montura, y con visibles señales de grande inquietud, escuché que decía en francés a su

compañero: ne le fáches pas, mon ami, regarde comme il y a du monde. Uno de nuestros amigos

se acercó al jinete, tomó blandamente el caballo por la brida y lo hizo avanzar, siguiendo su camino

al paso de la joven pareja.

Llamóme la atención, en este incidente al parecer insignificante, la suma violencia y airada

apariencia del joven en su acceso de rabia. Un temblor general le acometió; sus ojos se inyectaron

de sangre, y temí hasta que cayese al suelo. Era un hombre de apuesta y distinguida figura,

elegantemente vestido, de delicadas y casi femeninas facciones, escasa barba rubia, ojos azules,

incrustados en un marco azul oscuro que proyectaba su enfermiza sombra hasta la mitad de las

mejillas.

La conversación se contrajo por algún tiempo a la pareja que acababa de pasar. Eran dos jóvenes

casados hacía pocos meses y pertenecientes a la más culta sociedad del lugar. El joven, que

llamaré Máximo, era el leónde la ciudad. Se me pintó su carácter como altanero, egoísta y violento,

sumamente inclinado a ejercer absoluto dominio a su rededor y henchido de soberbia.

Como yo llamase la atención al acceso de furia que había presenciado, se me dijo que estaba

sujeto a tales ataques y que en ocasiones, sobre todo después de alguna cena o comilona de

amigos, que él frecuentaba, si llegaba a encolerizarse perdía el conocimiento y hasta se temía por

su vida.

-No es extraño, dijo una señora de edad, Máximo es loco.

-¿Cómo, loco?, le repliqué con viveza.

-Sí: el padre era loco. Yo le conocí. Roguéle que me refiriese lo que sabía, y me contó lo siguiente:

Doña Catalina N., su madre, contrajo matrimonio, perdidamente enamorado, con un hermoso

extranjero, natural de Buenos Aires, que llegó a establecerse en el lugar hacía más de veinticinco

años. Doña Catalina era una mujer, que mi interlocutora pintaba con esta expresión: "era un fós-

foro, o mejor una cuerda templada", nerviosa, irritable, impaciente, vehemente, llena de fuego y

magnetismo. Corrían respecto de su marido mil versiones singulares: unos decían que estaba

sujeto a violentos y súbitos accesos de locura; otros, que se embriagaba periódicamente sólo en su

casa, gastando hasta ocho días en una sola orgía; otros decían que era epiléptico, y otros que

habiendo sido mordido por un perro rabioso, sufría ataques periódicos de tan terrible mal.

"Es lo cierto, agregó la señora, que algo muy misterioso pasó en aquel matrimonio; porque apenas

habían vivido los novios tres semanas juntos, cuando doña Catalina se fue a casa de su madre,

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228

rehusando persistentemente volver a ver siquiera a su marido, y encerrándose en estrecha

clausura hasta el nacimiento de Máximo

-¿Y el marido?

-El marido, a poco tiempo se ausentó, sin que jamás se haya vuelto a saber de él. Dicen que murió

loco, y lo creo firmemente. Doña Catalina se entregó con pasión a criar y educar a su hijo, que vino

a ser su ídolo y a quien mimaba con tanta ceguedad como irreflexión".

Ya había casi desaparecido de mi memoria este incidente, que por cierto me hizo meditar más de

una vez; cuando fui llamado una noche para recetar a un joven, acometido de apoplejía, según me

dijo el criado que me buscaba.

Cuando supe que era Máximo mi futuro paciente, sentí despertarse toda la curiosidad que me

había acometido cuando la escena que he descrito. La libre o la zorra que se esconden y aparecen

aquí y allí por entre los matorrales, son menos excitantes para el cazador, que lo es la expectativa

de un caso científico para el que lleva dentro del pecho el ardor de la ciencia. Mi corazón me decía

que estaba en la pista de un caso excepcionalmente interesante; así es que marchaba con tal

prisa, que apenas podía seguirme el criado que me indicaba el camino.

Habiéndole interrogado, me refirió que su amo había tenido mucha gente a su mesa; que había

habido bulliciosa alegría; que después de la comida, se había suscitado una disputa por asuntos

de política con uno de los convidados, y que Máximo lo había llenado de improperios. Decíame

que daba miedo verle la cara. Que la señora lo había conducido con súplicas a su pieza, y que a

poco había salido gritando que Máximo se moría, y que corriesen a «llamar al médico forastero,

que dicen que es tan bueno».

Pocos minutos de examen me bastaron para comprender la causa del mal. Era sólo el período

comatoso que sigue con frecuencia a la embriaguez alcohólica. Cuando, merced a enérgicas

aplicaciones, hubo recobrado el sentido, ya muy avanzada la noche, cayó Máximo en un sueño

tranquilo que yo velaba atentamente, por temor de que asumiera un carácter alarmante.

Doña Catalina, su madre, arrodillada frente a la camilla en que se hallaba el hijo adorado, la mano

colocada sobre el pulso, seguía con ojo alarmado los más ligeros cambios en la movible fisonomía

del bello joven. Como me acercase una vez con gran cautela, sin que la señora se apercibiese de

mi presencia, pude estimar la singular semejanza de los dos rostros. La madre le miraba fijamente

como hablándose a sí misma, le escuché pronunciar estas palabras casi en voz alta: «Lo mismo, lo

mismo que su padre; esta es una maldición de Dios».

La historia de los seis años siguientes estará dicha en breves palabras. El secreto de la

enfermedad de Máximo era simplemente una irresistible tendencia al abuso de licores alcohólicos.

Este apetito tomó en el desgraciado joven un carácter periódico francamente marcado. La sed

aparecía a intervalos regulares de dos o tres semanas seguidos por igual espacio de absoluta

abstinencia.

Page 230: Museo de cuadros de costumbres, tomo III

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Las crisis, que se caracterizaban por los más violentos arrebatos, concluían al principio por súbitos

ataques de inseguridad, que semejaban a congestiones cerebrales. Pero a medida que andaba el

tiempo, la excitación alcohólica, en vez de terminar por el coma, se prolongaba en una situación

más o menos dilatada de agotamiento intelectual.

La degeneración de las facultades intelectuales en los intervalos lúcidos era cada día más

aparente. Su carácter se hacía en ellos melancólico, suspicaz, exigente y cruel. Sus negocios se

desatendían con notable perjuicio y el brillante y atractivo joven se hundía rápidamente en un

mutismo intelectual que presagiaba el completo idiotismo.

Su extraordinaria fuerza nerviosa, agotada en los excesos periódicos, apagando la inteligencia,

dejaba en comparativo estado de vigor su vida vegetativa, que por algún tiempo parecía

fortalecerse a medida que su inteligencia se arruinaba.

En todo este tiempo mi constante preocupación se dirigía a escudriñar la causa de tan feroz

dominio por un apetito desordenado. Rayos de luz me llegaban ocasionalmente, cuando logré, por

fin, a mi modo de ver, penetrar el tremendo misterio.

En una ocasión, como se prolongase el estado de insensibilidad, me alarmé por su vida y dejé

comprender mis temores a la madre y esposa, que apresuradamente llamaron un confesor que le

procurase los cuidados espirituales del caso. Era éste un sencillo fraile de avanzada edad, que

desde largo tiempo atrás, servía como padre espiritual de doña Catalina.

Terminada su labor a la cabecera del enfermo, se retiraba ya, cuando una lluvia repentina de las

que caen a torrentes en los climas cálidos, lo obligó a detenerse. Mientras que las señoras

atendían al enfermo, nos salimos el padre Cáceres y yo a un corredor interior, trabando en breve

interesante conversación. Como era natural, el joven moribundo formó el exclusivo tema denuestra

plática. El padre notablemente sencillo, poseía un fondo especial de candor y natural inteligencia.

El misterio de que habíamos hablado respecto al padre de Máximo la tarde que le vi por primera

vez, no era otro, según el fraile, sino que se hallaba dominado por la más violenta inclinación a los

licores alcohólicos. El era hombre de mundo, y ocultaba cuidadosamente de los demás su criminal

debilidad; pero la satisfacía en secreto. El cambio que en sus modales, en sus ideas, en sus

palabras y hasta en su apariencia se efectuaba bajo la influencia del licor era tan grande, que

parecía otro hombre. El suave y elegante joven de salón se convertía en el más áspero y

desalmado salvaje, dominado por las más brutales pasiones animales, que ostentaba sin rubor y

satisfacía de la manera más encenegada y vulgar.

Por desgracia, la noche misma de sus bodas el licor despertó la tremenda sed, y cuando los

convidados se retiraron, la delicada e interesante joven, verdadera violeta en su apariencia

modesta, lirio en su donaire y belleza, llena como el jazmín de tanto perfume como hermosura, vio

penetrar en su aposento virginal, en vez del héroe respetuoso y amante, ideal de sus ensueños, un

atrevido libertino, de turbada voz y vacilante paso.

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Dos o tres semanas bastaron para convertir en odio e indomable repugnancia el pasado amor. Su

naturaleza enérgica y altiva cortó con valor el nudo, y se asiló al lado de su propia madre,

considerándose viuda desde entonces.

No fue tan breve, sin embargo, la separación, que no llevase ella en sus entrañas el fruto de su

desdichada unión, y en su corazón una fuente de amargura de suspicacia, de violencia y

desengaño, que dieron al resto de su vida un tinte dramático y sombrío.

A medida que hablaba el padre, recordaba en mi memoria una observación que repetidas veces

escuché de boca del venerable Esquirol «que muchos niños concebidos en medio de los horrores

de la revolución francesa, vivieron nerviosos, irritables, débiles, extremadamente susceptibles, y

sujetos a desarreglos mentales por la más ligera excitación».

Y sonaban en mis oídos las palabras del viejo Plutarco en su moral: «los hijos de los borrachos

salen borrachos y de cerebro enfermizo». Posteriormente he leído un libro Le monde des

oiseaux, escrito por M' Toussenell, y encuentro allí esta profunda observación: «Les enfants ge-

néralement se ressentent de l'influence passionalle qui a préside a leur conception. La plupart des

idiots son des enfants procrées dans l'ivrésse bachique».[1]

También se me vinieron a la mente las palabras de Diógenes que cita Plutarco a un mozo

casquivano y aturdido. «¡Joven, paréceme que fuiste concebido en embriaguez de licor!» Y

aquellas palabras de Shakespeare en Coriolano. «Adelante cobardes, nacisteis en Roma, es

cierto, pero fuisteis concebidos en el temblor del miedo».

El velo se había descorrido. El desdichado Máximo, hijo de la embriaguez, alimentado en el seno

de una madre excitada por los más violentos accesos de amargura y desencanto, se hallaba

fatalmente destinado a ser él mismo desgraciado, a terminar en la locura o el idiotismo, y a

sembrar en su camino abundante semilla de lágrimas.

Nada te he dicho aún de la infeliz, heroicamente infeliz Mercedes, la mujer de Máximo. Careciendo

de la resolución y del vigor del espíritu de doña Catalina, dotada del más abnegado y sublime

sentimiento del deber, no quiso jamás abandonar a su marido. Echándose con valor a cuestas la

pesada cruz con que la suerte la había santificado, emprendió con ella la lenta ascensión de su

calvario.

Ningún espectáculo más desgarrador para mí que el de una mujer tierna, delicada y sensible,

obligada a soportar los maltratos morales y físicos de un dueño brutal y egoísta y lo que es más

aún, obligada a soportar sus caricias.

La divina paciencia de Mercedes, su inagotable dulzura su perpetua lucha, el absoluto recato de

sus palabras y modales, obraron sobre mi ánimo lenta y poderosamente.

Hubo un tiempo en que se balanceaban en mi espíritu mi sed de hombre de ciencia, mi deber

como médico, y el atractivo celestial de aquella noble mártir. Más tarde, si me hubiera visto

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obligado a abandonar a mi enfermo, habría rogado de rodillas que me dejasen volver al mismo

lecho que abrigaba la más perfecta de las criaturas.

Conocido ya el mal y su causa, me ocupé de atacarlo con vigor. Prescribí una absoluta

abstinencia, régimen dulcificante, aire del campo y una vida activa.

Este plan fue acogido con deleite por Mercedes, a quien los excesos de Máximo, que se

ostentaban ya frecuentemente en lugares públicos, la herían en el único punto débil acaso de su

naturaleza cuasi perfecta. Todo lo soportaba con paciencia; pero ser objeto de la condenación, de

las burlas o de la compasión del público, era para ella como un dogal en el cuello. La opinión

adversa o cruel la asfixiaba.

A estas causas se agregaba el que la fortuna de Máximo se hallaba por su incuria y desarreglo,

fuertemente comprometida. Mercedes quiso administrar ella misma una pequeña plantación de

cacao que poseían cerca a la ciudad, y decidió el inmediato cambio.

Pero este plan fue recibido con la más viva oposición por doña Catalina. Esta mujer amante,

suspicaz y dominadora, veía con dolor la separación de su hijo, y además... no sé qué terrible

sospecha le cruzaba por la mente.

¿Había penetrado ella el tierno interés... la pasión, en una palabra, que me inspiraba su nuera?

Fácil hubiera sido este descubrimiento para cualquiera menos interesado y perspicaz que aquella

mujer.

En efecto, yo no tenía el arte de ocultar; y como no me atrevía a hacer la más ligera manifestación

que pudiera dar ofensa a aquella virtud diamantina, poco me cuidaba tal vez, de dominar el

espectáculo de mi absoluta consagración, de mi siempre solícita atención y de mi tierno interés.

Casi yo no había conocido mujeres en intimidad. En París, vivía entregado a mis estudios: perdí

temprano a mi madre y viví muchos años lejos de mis hermanos. El primer calor de hogar que

alegró mi corazón fue el de esta santa y desdichada mujer. La amé, pues, sin pretender

dominarme; pero la amé en secreto, contento con la conciencia de ser para ella un protector y un

consuelo.

Y fui su protector, en efecto, y su consuelo. Protector, porque ella estaba sola, sin parientes ni

amigos íntimos. Mi influencia sobre el débil esposo era casi absoluta y más de una vez mi suave

energía la evitó ultrajes, no sólo morales sino físicos. Doña Catalina misma se doblegaba siempre

a mi paciente energía o a la necesidad en que se hallaba de mis conocimientos científicos. Sin

embargo, desde la traslación al campo, su latente antipatía se hizo más aperente. Sus modales

conmigo se hicieron fríos y reservados, y se estableció una especie de muda hostilidad entre los

dos sumamente mortificante.

Ella venía casi diariamente a la casa de Máximo. Yo venía regularmente tres veces por semana.

Empecé a notar que mis prescripciones eran alteradas por la madre y a veces abiertamente

contradichas. Fueme totalmente imposible obtener la absoluta abstinencia de licor para el enfermo,

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que yo consideraba indispensable. La madre, en su ciego y necio cariño, satisfacía su amado vicio,

y los criados, apercibiéndose de ello, seguían su ejemplo, procurándole licor o acompañándolo

gustosos a los lugares en que lo obtenía.

Si yo trataba de establecer una especie de confinamiento forzoso o vigilancia continua, doña

Catalina decía que su hijo no estaba preso; y facilitaba los medios de hacerlo gozar de libertad,

libertad que siempre terminaba en la taberna. Si yo en ocasiones prescribía un régimen muy dulce,

alimentos exclusivamente vegetales, purgantes en abundancia y ocasionales sangrías, doña

Catalina decía, en ese tono impersonal propio de las gentes débiles y suspicaces: «lo que quieren

es matar a mi hijo -lo van a matar de hambre- a fuerza de sacarle sangre acabarán con su vida,

etc.».

Varias veces resolví en mi interior separarme para siempre de aquella casa que me atraía con una

fascinación de víbora. Pero siempre flaqueaban mis resoluciones cuando al comunicarlas a

Mercedes observaba la profunda nube de tristeza que cubría sus bellos ojos, y más de una vez las

lágrimas que de ellos se escapaban.

Y luego, cuando yo vencido, casi sin lucha, le comunicaba mi resolución de permanecer, y que ella,

oprimiendo rápidamente el puño de mi mano, me decía con voz infantil: «gracias doctor, yo no sé

qué haría sin usted»... entonces, ¡con cuánta sinceridad no deseaba que las contrariedades que

sufría se tornasen en verdadero martirio, para probar así mi consagración infinita!

Yo creía ver en todas estas escenas y en mil detalles íntimos de dulcísimo y amargo recuerdo, una

muda confesión que el deber y el pudor mantenían en forzoso, cautiverio.

Terrible, terrible es y aterrador el efecto lento, oculto, persistente de una pasión contenida que se

alimenta de su propia impotencia, y que desarrollándose en el fondo del alma, sin salir jamás a la

luz, crece monstruosa, como esos seres animados que viven en el oscuro fondo de las cavernas.

Doce años habían pasado de esta vida de tormentos, y el enfermo daba muestras de apresurar su

triste fin. Señales inequívocas de la invasión del delirium tremens asomaban rápidamente,

acentuándose más y más cada día ese incalificable tormento que mis esfuerzos habían logrado

dilatar.

Si quieres formarte una idea de lo que puede ser el infierno y sus martirios, procura presenciar el

espectáculo, único en el cuadro de los dolores humanos, de una víctima de tan espantoso

tormento. La infinita facultad del rostro humano para retratar los sufrimientos más agudos se hace

entonces aparente en el más marcado relieve.

El terror domina todo. Terror profundo, absoluto, palpitante. El enfermo altera sus facciones como

en presencia de implacables enemgios que lo asaltan, lo acosan, lo persiguen. Corre desatentado,

queriendo escapar del peligro; pero a donde busca la seguridad sólo encuentra nuevos verdugos

que le amenazan con carbones encendidos, con garfios candentes, con uñas de acero. Un temblor

súbitose apodera de la víctima, cae de rodillas implorando piedad, el rostro se cubre de copioso

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sudor, y al fin agotado y exánime, se hunde en forzado estupor, para despertar después a tener

nuevos y más ingeniosos martirios, que la imaginación corrompida reviste con lujo de refinada

crueldad.

Todo lo siente el desdichado con aquella viveza indescriptible que precede al tormento; pero en los

males verdaderos, la realidad consuma su crisis. Aquí, todo es la anticipación del dolor, jamás el

dolor mismo; la espada desnuda que amenaza el corazón; se ve a los pies el profundo precipicio,

se sienten los anillos fríos de la serpiente, que enlaza los miembros; pero la espada jamás hiere, el

abismo no atrae, la víbora no clava el diente.

[1] Mr. Howe, el sabio y famoso filántropo de Boston, director del asilo de ciegos y sordo-mudos, asevera en su informe de 1867, que de 300 idiotas en el asilo, más de las dos terceras partes son hijos de ebrios consuetudinarios.

Por fin, un día, terrible día, no lo recuerdo sin temblar, cayó sobre mi cabeza el rayo; pero el rastro

de luz de que gocé al sentirme herido, ilumina e iluminará para siempre el cuadro sombrío de mis

recuerdos.

Máximo había salido de un violento acceso de delirium tremens y empezaba ya a recobrar la razón

y tranquilizarse. Eran las seis de la mañana. Yo había venido muy temprano, y me hallaba al lado

de una ventana entreabierta, respirando el aire fresco de la mañana.

Mercedes había velado casi la noche entera, y se dormitaba en un sillón, al lado opuesto y cerca

de la cabecera del enfermo. De repente escucho un gemido sordo, volteo la cara y miro el rostro de

Máximo amoratado, los ojos entreabiertos, que se inclina pesadamente dejándose deslizar inerte

de la almohada sobre el lecho. Me acerco, aplico el oído al corazón, que no palpita; levanto los

párpados, el ojo está hondamente cruzado por una red de venas sangrientas. Saco rápidamente la

lanceta y le abro la arteria temporal, de la que se escapan lentas gotas de sangre espesa y ne-

gruzca. La verdad me asaltó instantáneamente; Máximo estaba muerto.

¡Muerto al fin!

Apoyéme trémulo en la barandilla de la cama de bronce y casi maquinalmente volví los ojos a la

viuda. Su arqueado pecho se elevaba en tranquila aspiración. Ya no era la tierna joven de quince

años atrás. El dolor había dado a sus facciones cierta gravedad beatífica. Sus mejillas hundidas

revelaban la seriedad de quien ha llorado y meditado mucho.

¡Pero, cuán hermosa me parecía entonces en su tranquilo sueño!

Ella no sabe que ya está libre, me dije para mí; y libre repetían mis labios con voz apenas

perceptible, pero que sonaba en mi corazón como la voz alegre del clarín que anuncia la victoria.

Page 235: Museo de cuadros de costumbres, tomo III

234

Familiarizado con la muerte, el cadáver no despertaba emociones de solemnidad en mi ánimo:

vagamente cruzaron por mi mente aquellas palabras del Evangelio: «dejad a los muertos que

entierren a sus muertos», y me olvidé del hombre muerto, para pensar sólo en la mujer viva.

Quise prolongar esa ignorancia de lo que yo consideraba tan grande dicha, y con cautela me

arrodillé a las plantas de Mercedes, apoyando el brazo sobre la cama, y me puse a contemplarla...

temblando; pero temblando de emoción y de placer; de infinito placer, como jamás me imaginé

poder sentirlo.

Recobróse a poco, fijó en mí sus bellos ojos, en los que me pareció ver reflejarse la dicha que sin

duda irradiaba de mi rostro. Luego, admirada, me preguntó ruborosa y con voz tímida: ¿qué es

esto, doctor?

Por toda respuesta volví los ojos al cuerpo de Máximo; ella se levantó e iba a inclinarse sobre él,

cuando acerqué mis labios a su oído y le dije: muerto.

Ella dio un grito, se llevó las manos a la frente y cayó de rodillas sollozando.

¡Incomprensible corazón humano! Sentí celos y despecho al escuchar sus gemidos. Me parecían

un insulto. Ya yo me consideraba como el dueño. Aquel yo que por quince años había mantenido

siempre a la distancia, atado al poste del deber, en el fondo del alma, sin dejarle respirar siquiera;

aquel yo, amante y entusiasta que por tanto tiempo había vivido en el calabozo de la disimulación y

la frialdad, había roto de repente sus cadenas, saltado vigoroso y exigente a la mitad del camino, y

allí estaba, lleno de fuerza y de soberbia, de sed de amor.

Y la fuente estaba también allí, a mis plantas, pura, cristalina, deslizándose juguetona por entre las

ramas y los guijarros del bosque.

Mi cabeza se perdía... sentía como que el mundo visible se borraba todo de repente; que una

oscuridad solemne invadía el universo y que sólo quedaba un ser iluminado, Mercedes... que no sé

cuándo ni cómo, sufría el enlace elástico de mis brazos amantes que la estrechaban contra el

corazón agitado. Sé que mis labios secaron materialmente sus lágrimas, que mis dedos acariciaron

los rizos de su frente... Me imagino creer que en aquel éxtasis divino sus labios buscaron una vez

los míos y que hubo un momento en que dejando de ser pasiva, los brazos de mi amada me

estrecharon.

-¿Fue así? Yo no lo sé bien.

¿Cuando el cuerpo ardiente y fatigado se sumerge en fresco y perfumado baño, contamos acaso

las gotas de agua y sentimos cuál refresca el pie y cuál el pecho?, no; el recuerdo es una sola

sensación de bien.

Así fue aquello para mí; una ola, un lago, un mar de amor en que me sumergí un momento.

Page 236: Museo de cuadros de costumbres, tomo III

235

No sé que más promesas le hice de eterno amor, ni cómo le rogué que me aceptara por esposo, ni

cuántas dulces amantes expresiones de ternura le deslicé en el oído; pero sí recuerdo que mi

corazón desbordó en las emociones por tantos años comprimidas.

-¡Mi suegra!, oigo de repente que grita Mercedes, separándome, aterrada, con las manos.

Vuelvo la cabeza y miro a doña Catalina que penetra en la pieza, envuelta en un peinador de

muselina.

-¡Infames!, gritó con voz vibrante. ¡Infames, traidores, dejan dormir a mi pobre hijo para venderlo

así!... Máximo, Máximo, añadió corriendo hacia la cama.

Pero no pudo continuar. La apariencia del infeliz contaba por sí sola la triste realidad. La pobre

mujer se lanzó sobre él: por un momento como que se olvidó de nosotros en medio de sus

sollozos.

Pero luego, como iluminada por una idea diabólica, con los puños cerrados y los ojos dilatados, se

vino hacia nosotros.

-¡Asesinos, gritó, adúlteros y asesinos! Lo han traído aquí para envenenarlo lentamente, y cuando

todavía no está frío el cadáver ya lo profanan.

No sé qué más dijo en su elocuente furor. Habló del juez, de denunciarnos a la autoridad. Dijo que

ella ya sospechaba el crimen hacía tiempo... qué sé yo que más horrores le sugirió su amor

maternal herido, ayudado por su imaginación febricitante.

Mas, cuando en su loco desvarío acusó a Mercedes de conspirar contra la vida de su marido y de

venderlo, aquella, ya tranquila, lívida, pero sublime en su indignación, le dijo:

-Mentira, calumnia infame. El doctor ha sido el más fiel y más constante amigo de su hijo. Usted

miente delante de Dios. El ve que el doctor y yo somos inocentes; lo juro aquí sobre este cadáver.

El doctor ha sido imprudente, loco, es cierto; pero no criminal. Cuando él me habló de amor por la

primera vez de su vida, hace pocos minutos, ya yo estaba viuda, ya yo era libre, como lo soy en

este momento.

Yo había quedado paralizado por las palabras de doña Catalina, que penetraron como la hoja de

un puñal hasta el fondo de mi corazón.

Pero la generosidad de Mercedes despertó la mía, y dije con voz segura:

-El padre de Máximo era como él, un ebrio consuetudinario: la mujer con quien se casó juró en el

templo acompañarlo, amarlo y servirlo; pero lo abandonó cobardemente, y lo dejó morir en tierra

extraña, en un hospital de locos. Mercedes, en vez de seguir el ejemplo de usted, que se muestra

tan airada, ha padecido en silencio quince años, soportando los insultos y los ultrajes de un

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236

hombre tan corrompido en el alma como en el cuerpo. ¿Qué derecho tiene usted de hablar?

¿Cómo acusa usted, egoísta y perjura, a esta santa mujer, víctima inocente de los vicios de su

hijo? ¡Silencio!, le grité imperiosamente... Silencio!

Y como viese que ella quería encaminarse a la puerta, la tomé del brazo, y la hice sentar por la

fuerza en un sillón.

Confieso que me pesaba herir así el dolor de una madre por irracional que fuera; ¿pero qué podía

hacer? Era preciso evitar a todo trance que diese pábulo a su insensato furor delante de los

criados, y que la atroz acusación circulase fuera de aquel recinto.

Mi energía, la súbita revelación que le hice y el tono de mi voz la aterraron realmente, y sin poder

derramar lágirmas escondió su cabeza entre las manos.

Pocos momentos pasaron. Mercedes se me acercó y, tomando mi mano entre las dos suyas, me

dijo en voz, alta:

-Doctor, le suplico que monte y vaya al lugar, a disponer lo necesario para el entierro, que tendrá

lugar mañana a las diez. No pierda usted tiempo. Adiós.

Su voz era imperiosa en su dulzura; así es que dudando si debería obedecerla, no por eso dejé de

inclinarme, le dije adiós también con voz entrecortada, y me retiré.

La generosa defensa que ella había hecho de mí, la cariñosa mirada con que me despidió y el

cordial apretón de sus manos de niño, todo me hacía esperar que el desenlace sería lisonjero, y

atravesé la distancia que separaba la hacienda de la población con el corazón ligero y el ánimo

entusiasta.

Bien lejos estaba, sin embargo, de pensar que aquel adiós, tan descuidadamente pronunciado,

habría de ser eterno.

Al otro día, al amanecer, llegó a casa un muchacho a caballo, trayéndome la siguiente carta de

Mercedes:

"¡Amigo mío, mi fiel y tierno amigo!

Son las tres de la madrugada y hasta este momento puedo recoger mis pensamientos para

escribirle estas líneas. Doña Catalina se repuso pronto del estupor, y ha vuelto a las más violentas

acusaciones, con una mezcla de dolor y de irritación que me hacen temer por su razón. Desde los

primeros momentos yo he prometido lo que acaso ya usted presiente en mi vida, perpetuamente

contrariada y destinada a no gozar de felicidad jamás.

Le he prometido que usted y yo no nos casaríamos. Este sacrificio lo hice en mi corazón desde que

desperté del momento de olvido en que la impetuosidad de su ternura me sumió, acabando de

Page 238: Museo de cuadros de costumbres, tomo III

237

expirar mi marido. Entonces comprendí que había quedado viuda dos veces: en el alma y en el

cuerpo. Le confieso que en lo íntimo de mi sor algo me ha dicho desde entonces que aquella

(perdóneme la expresión, pero el momento es solemne), aquella... profanación exigía de mí una

expiación perdurable; y me resolví a apurarla, y me impaciento por consumarla, como lo hago en

esta carta que envuelve mi corazón hecho pedazos.

Usted me preguntará si yo tengo derecho de arrastrarlo a usted en mi sacrificio. Ciertamente, si al

asegurar su felicidad yo no asegurara también la mía, usted tendría razón; pero mi justificación

está en la vida que llevaré, viviendo de recuerdos. Nací con el sello del dolor, y sólo con la muerte

escaparé de mi destino.

¡Perdón!, ¡perdón mil veces!, mi noble amigo. Ojalá que yo no le amara a usted como le amo. Me

sería dable entonces recompensar, a pesar de todo, con mi mano su consagración, su protección y

su interés por esta desgraciada, que sin usted habría apurado mil tormentos más, superiores a los

que le han tocado. Amándole a usted no puedo ni aun mostrar mi gratitud; porque ella envuelve mi

dicha, y mi deber me conduce a la expiación.

Vuelvo a ver lo que he escrito y no me arrepiento. Sería imposible soportar la vida llevando dentro

de mí un remordimiento y tal vez una acusación. ¿Qué haría yo si pensara, siendo esposa suya,

que alguien podría acusarme? No espero más que en la muerte, no lo culpo a usted; al contrario, lo

disculpo porque sé leer en su alma; pero los demás no juzgarán como yo.

Lleve usted el consuelo de que a donde quiera que vaya le seguirán mis bendiciones. Gracias,

gracias mil del fondo del corazón por tantos beneficios que no puedo pagar.

Conozco su corazón y creo que él me perdona como, sin duda, me ha perdonado ya Dios, porque

él sabe cuánto me cuesta lo que hago".

Al siguiente día no más me separé para siempre de aquellos funestos lugares en que no podía

vivir. De entonces para acá he estado esperando la muerte, que ya tarda demasiado en llegar».

Hasta aquí el manuscrito de mi tío.

__________

Como usted ve, él abunda en ercursos para explotar algunas de las más dramáticas situaciones

del corazón humano.

Pueda ser que haya escritores a quienes llame la atención el describirlos y formar con ellos una

narración ficticia y atractiva bajo mil conceptos.

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DOS VECES MUERTO Por José Joaquín Borda

Al distinguido escritor don Enrique Cortés

I

A fines del siglo pasado y a principios de éste, el Virreinato de Nueva Granada, parecía hacer un

esfuerzo como para recibir la República venidera, y cada día brotaban de su seno nuevas figuras

notables en el foro, en la literatura, en las ciencias y en las armas.

¡Qué hombres aquellos!, y nacidos en las tinieblas de ¡la tiranía!, ¡y educados bajo las doctrinas y

el método absurdo del Peripato! ¡Y sin más libros que las bibliotecas de los conventos, o los pocos

que furtivamente les traían los comerciantes, cual rico tesoro, cual contrabando glorioso, entre lo

más oculto de sus fardos de mercancías!

En todo ese tiempo hubo varios círculos literarios, a donde concurrían los hombres más

interesantes, para leer sus escritos, y acabar de formarse unos a otros y deleitarse en el estudio de

las ciencias y de las letras.

Tal era el círculo que en su propia casa sostenía el general Nariño, y al que concurrían Zea,

Lozano, los Ricaurte, Tobar, Camacho, Iriarte.

Existía también la tertulia Eutropélica, que frecuentaban, entre otros, Valdés, Rodríguez, Gruesso,

y de que era alma y sostén el insigne cubano don Manuel del Socorro Rodríguez, para nosotros de

imperecedera memoria.

Venía, por último, la «Tertulia del Buen Gusto», que tenía por teatro la casa de doña Manuela

Santamaría de Manrique.

Nos hallamos ya muy cerca del glorioso 1810.

Es una noche nublada y sin estrellas, oscura por demás, como estas de que gozamos todavía, no

embargante uno que otro fanal de las principales calles, y los picos de gas que brotan como

estrellas encerradas en los tubos y que tan pronto como brillan, se ven desaparecer, tal vez para

que veamos que estos tiempos no son menos caliginosos que aquellos de principios del siglo.

Nos hallamos en un gran salón, a donde no penetran los ruidos de afuera, merced a la pesada

mampara de cuero que defiende la puerta.

Doña Manuela está sentada deliciosamente en un sillón de cuero, y al lado de sus dos hijos, doña

Tomasa, de más talento que la madre, y don José Angel, aún jovencito, ya malicioso y avispado, y

que después bajo el vestido eclesiástico conservó su humor chistoso y su satírica lengua, autor

Page 240: Museo de cuadros de costumbres, tomo III

239

que fue de varios epigramas notables, como también de los terribles cantos titulados "La To-

caimada" y "La Tunjanada".

Rodeaban el sillón de doña Manuela, el abogado Montalvo, célebre improvisador, pariente del

fabulista español Iriarte, don José M. Salazar, traductor feliz del Arte Poético de Boileau y autor de

muy interesantes escritos; don José Fernández Madrid, el cantor apacible de las "Rosas" y médico

distinguido, que a la sazón era casi un niño; el doctor Custodio Rovira, llamado el Estudiante, que

así profundizaba en los estudios de la jurisprudencia, como se extendía en los ramos más

delicados de la literatura; en fin, don Manuel Rodríguez Torices, apellidado el filósofo, que tanto

brilló después en los días heróicos de Cartagena su patria.

Paseábanse en el corredor, fumando sendos tabacos, tres payaneses ilustres, don Francisco A. de

Ulloa, sabio discípulo de Tenorio, de Restrepo, de Torres, de Mutis y de Caldas; don Miguel de

Pombo, célebre joven abogado, cuya cabellera había blanqueado literalmente con los estudios

incesantes y profundos; y por último, don Camilo de Torres, una de las primeras figuras del

Virreinato, y luego de la revolución, jurisconsulto de primer orden, especie de D'Aguesseau,

sepultado en los desiertos de América, erudito literato y orador elocuente.

-¿Y qué tenemos de nuevo?, preguntó Salazar a doña María.

-Eso os quería preguntar yo, doctor.

-Todo está tranquilo, y no hay novedad, que yo sepa, ¿y vuestro herbario, y el gabinete de historia

natural?

-!Ah¡ ¡si supieseis! doctor, interrumpió doña Tomasa, todo eso está abandonado, y un monillo que

nos han traído del Magdalena, por poco lo destruye.

-¡Hubieran sido de ver los aspavientos de madre! continuó don Angel.

-¿Es verdad, dijo Montalvo, que para esta noche está anunciada la presentación del doctor

Montalvo?

-¡Justamente, contestó la literata y naturalista doña Manuela. ¡Y sabéis que ya tardan!

-Deseo mucho conocer al doctor Gutiérrez, dijo con entusiasmo doña Tomasa. Si fuese como su

hermano, don Frutos Joaquín...

-¡Ay hija mía!, exclamó Torices, muy pocas veces se ven dos genios en una sola familia, y todos

los días vemos nacer de hombres ilustres los más desgraciados tontos. Felizmente aquí falla la

regla general, y no os pesará conocer al doctor Gutiérrez, tan notable en talentos y carácter como

su ilustre hermano.

Page 241: Museo de cuadros de costumbres, tomo III

240

-Permitidme, doctor, interrumpió con maliciosa sonrisa y marcado acento de burla don Angel, no es

esa, según me han dicho, la opinión de sus condiscípulos.

-Efectivamente, replicó el filósofo, su carácter ardiente que le ha merecido el nombre de fogoso, le

hacía algún tanto desapacible en su juventud; pero así son los milagros del estudio; hoy ha

cambiado completamente, y lo que antes parecía defecto de su carácter, se ha convertido en su

principal cualidad.

-Así es la verdad, dijo Salazar. Hoy «es un joven de figura noble, de aire marcial, ojos brillantes

que descubren el fuego de su espíritu, talento extraordinario y observador, rasgos de un gran

carácter, valor de momentos, mucha constancia en el trabajo, luces generales, estilo lleno de fuego

y brillantez, imaginación desarreglada y juicio para reprimirla; mucho amor a la vida, pero grandes

sentimientos de honor; pasiones exaltadas, pero aún más exaltado patriotismo». (Salazar, memoria

biográfica).

-No en balde lo distingue tanto el señor Virrey, que le ha escogido entre tantos para oidor de la

Real Audiencia.

Aquí llegaba la conversación, cuando sonaron tres fuertes aldabonazos en el portón. Doña María

tocó una campanilla, y al punto se presentó una negrita, a quien dio orden de abrir la puerta, no sin

recomendarle preguntase antes quien golpeaba.

La escalera y los corredores estaban como boca de lobo; pero bien podemos distinguir dos bultos

que suben la escalera, merced a un farolillo que trae uno de ellos, para no abrirse la crisma a lo

mejor del tiempo.

Son los dos hermanos Gutiérrez, bien envueltos en sus largas capas de paño de San Fernando,

con anchos sombreros aforrados en hule color de tomate quiteño, y cada cual con su enorme

paraguas de color naranja, ¡modas del tiempo, que como el tiempo, se escapan!

Don José María arrojó su capa sobre un canapé del corredor, con el mismo garbo con que

manejaba la toga. Don Frutos Joaquín la colocó más apaciblemente, apagó el farolillo y ambos

entraron, seguidos de los tres payaneses, que a la sazón ocupaban el extremo del corredor.

Una vez en la sala, y después de la presentación, todo fue cordialidad y expansión. La llegada del

nuevo socio, fue saludada como un fausto acontecimiento.

Leyéronse entonces buenas poesías y trozos de memorias científicas, todo lo cual fue comentado

fraternalmente y como en la más unida familia.

-Ahora, dijo el ilustre Salazar, es justo que oigamos al doctor Gutiérrez. ¡Sin duda nos habéis traído

algo, bien que sois tan parco en dar circulación a lo que escribís!

Page 242: Museo de cuadros de costumbres, tomo III

241

Apoyó la proposición el doctor Torres, y sacando Gutiérrez un medio pliego de papel florete

español, tan grande y recio que parecía pergamino, pidió permiso al respetable auditorio para leer

un soneto que le había costado no pocas noches de trabajo y de lima.

Todos esperaban con ansia, y a una voz exclamaron:

-Empezad, empezad, doctor.

Desenrolló entonces su papelón el fogoso Gutiérrez, y con acento enteramente español y con

fuego que justificaba su nombre, leyó un admirable soneto, titulado

EL ABORTO

¡Oh tú, infeliz que sin nacer moriste,

Confusa unión del ser y de la nada,

Infausto aborto, prole mal formada,

Que del ser y no ser despojo fuiste!

Tú, que de un crimen vida recibiste,

Y de otro crimen muerte acelerada,

De amor obra funesta y desdichada,

Y víctima de honor infausta y triste.

Deja el horror calmar que me intimida,

Basta a mi corazón compadecerte,

Sin que oprimas mi pecho filicida.

Dos tiranos juzgaron de tu suerte:

Amor, contra el honor, te dió la vida;

Honor, contra el amor, te dió la muerte.

Acabó Gutiérrez de leer aquella obra admirable, y entonces no fueron elogios, no fueron

felicitaciones; sino que todos se alzaron de sus asientos, y le rodearon con júbilo y le apretaron las

manos y le estrecharon en sus brazos.

Ahora bien, ¿ese soneto era obra original del doctor Gutiérrez? Ese punto no se ha decidido aún.

Opinan algunos que fue escrito primitivamente en francés y dedicado a la señorita de Guerchy,

dama de la corte de Luis XIV. Otros creen que el original es latino. El hecho es que el soneto existe

magistralmente escrito en los dos idiomas citados, como también en inglés y en italiano. Si el

original autor es Gutiérrez, y este punto se decidirá algún día, gran gloria tocará a su patria. Si es

sólo una traducción, bastaría para honrar la memoria de Gutiérrez, como poeta, ya que sus otras

obras yacen perdidas y para siempre hundidas en el olvido.

Page 243: Museo de cuadros de costumbres, tomo III

242

II

Estamos en 1817. ¡Cuántos y cuan grandes acontecimientos han tenido lugar! De oriente a

occidente y de norte a sur, la tierra sagrada de lo que va a hacer Colombia se halla empapada en

sangre.

La República casi ha expirado, y Morillo con sus secuaces esparce por donde quiera el terror, y en

banquillos y campos de batalla los ángeles de Granada, cargados de verdes guirnaldas, bajan a

llevar en sus alas las almas de mil mártires.

¡Ay!, aquellos sabios pacíficos, dignos de sentarse en el Areópago, y que los bárbaros de Atila

habrían respetado, han ido desfilando con la túnica blanca ensangrentada, despedazados por las

balas del inhumano español.

De los Gutiérrez, el célebre Frutos Joaquín, que fue llevado a Casanare, fue alcanzado en Pore y

fusilado el 25 de octubre de 1816.

El doctor José María, su hermano, había cambiado bien pronto la toga por las charreteras de

coronel de ingenieros, y como tal, había hecho una larga y trabajosa campaña en el Cauca.

¡Epoca luctuosa, época de martirio! La capital gemía bajo la planta del feroz Morillo. Madrid,

rodeado de menos de mil hombres que comandaba el general Cabal, alzaba aún el pabellón

tricolor; pero ni uno ni otro quisieron seguir cargando con tan enorme responsabilidad.

Renunciaron, pues, ante una junta nombrada por el Congreso y que marchaba con el pequeño

ejército de héroes.

En su lugar se encargó de la presidencia el general Custodio Rovira, y del mando del ejército el

arrogante Liborio Mejía.

Pero Morillo desde Bogotá y Montes desde Quito, se habían encargado de devastar el Cauca, y

siete ejércitos rodeaban la pequeña división republicana, comandados por Tolrá, Warleta, Bayer y

varios otros.

La situación era tan apurada, que Mejía resolvió jugar la suerte de la República, y triunfar o morir

gloriosamente por ella.

Llegó el 29 de junio de 1817. Sámano, el viejo tigre, ocupaba la Cuchilla del Tambo, coronando de

artillería las posiciones, formidables de suyo. Detrás estaba emboscada la caballería de patianos.

Inútil fue el valor de los republicanos. Sucumbieron gloriosamente, dejando en el campo 250

muertos y cubierta de luto a la patria.

El coronel Gutiérrez estaba en ese ejército, convertido por la suerte de las armas en una banda de

fugitivos desamparados.

Page 244: Museo de cuadros de costumbres, tomo III

243

Los derrotados siguieron a juntarse en La Plata con un batallón del Socorro que mandaba García

Rovira. Atacóles con fuerzas superiores el español Tolrá, y nuevamente sucumbieron los

republicanos, quedando prisioneros Rovira y Mejía, que fueron enviados a Bogotá y conducidos

luego al patíbulo, como traidores a la patria.

Los prisioneros fueron quintados, y la suerte señaló a varios patriotas notables, como José Hilario

López, ilustre después en la historia, y Alejo Sabaraín; los cuales marchaban ya al patíbulo

serenos y risueños, cuando llegó un oficial de Montes, y publicando indulto, hizo suspender la

marcha de la fúnebre comitiva.

Otros de los derrotados lograron escaparse. Entre ellos uno, al parecer de alta graduación, notable

por su belleza marcial, quien apoderándose de un brioso bridón caucano, partió veloz como el

rayo, cruzó llanuras y selvas y entró a Cali sano y salvo.

Este fugitivo, cubierto así de polvo y sudor, con los vestidos desgarrados, se presentó en el

convento de aquellos frailes franciscanos, que tan célebres han sido por sus virtudes y

respetabilidad.

Pronto bajó el guardián; habló con él en secreto pocas palabras el fugitivo, y después de esto subió

a una pobre y aseada celda, en tanto que el lego portero desensillaba el robusto bridón y lo

conducía relinchando a la cuadra del convento.

Es de calcularse lo tirante de la situación en el Cauca después de la victoria que obtuvieron los

españoles.

En Popayán los sujetos más distinguidos eran apaleados hasta quedar exánimes; a las damas les

ponían grillos y cadenas; los ciudadanos más honorables trabajaban en los caminos públicos, a la

intemperie, como peones de última clase.

Como de ordinario sucede, cuando la tiranía se encrudece, todo se espía y todo llega a oídos del

mandatario. Unos por miedo, otros por deseo de congraciarse con el tirano y algunos por

verdadera malignidad, adoptan el triste papel de denunciantes.

En Cali no faltó alguna alma caritativa que dijese a Warleta:

-Señor, en el convento de San Francisco está oculto un insurgente de nota.

El español no se atrevió a violar el convento; pero llamó al padre guardián y le dijo:

-Se que tenéis oculto a un insurgente. Si no queréis pasar por traidor, entregadlo al punto.

El que lo ocultaba era el padre Alomía, y esto dió valor al pobre fraile para contestar:

-General, yo no tengo oculto a ningún insurgente.

Page 245: Museo de cuadros de costumbres, tomo III

244

-Pues entonces, daos preso.

Y el pobre sacerdote fue conducido al calabozo.

El asilado, que tenía su alma purificada con los sacramentos de la Iglesia, que veía la situación de

la patria y no podía tener ilusiones acerca de su porvenir, luego que supo la prisión del guardián,

salió a la calle en la mitad del día, se presentó en la oficina de Warleta y le dijo resueltamente:

-Señor general, yo soy el coronel de ingenieros José María Gutiérrez; fusiladme y dejad libre al

guardián.

-¡Que me place! gritó el señor general; id a ocupar vuestro puesto. Preparáos para seguir a

Popayán; allí seréis fusilado.

El padre Alomía quiso acompañarle en el triste viaje; que la caridad cristiana no busca los salones

del poderoso, sino el dolor físico y moral, donde quiera que esté, para derramar sobre él su

bálsamo celeste.

Cuatro soldados y un cabo acompañaron a los dos viajeros hasta Popayán, en donde se dio orden

de fusilar el 19 de septiembre al coronel.

En dicho día se le llevó revestido de la espantosa túnica, con una soga al cuello y los brazos

atados a la espalda, acompañado del buen sacerdote, que le iba recitando las preces de los

agonizantes, y hablándole del cielo, próximo a abrirse para él.

Atado al banquillo en la plaza pública, le vendaron los ojos; los soldados se le pusieron al frente

con los fusiles, apuntándole al pecho; el oficial trazó con la espada un semicírculo en el aire por

sobre la boca de los fusiles, y al instante sonaron los gatillos; en seguida trazó otro semicírculo en

sentido inverso, y en el acto cuatro detonaciones se oyeron y cuatro balas salieron contra el pecho

del ajusticiado, cuyos miembros palpitantes cayeron al suelo.

El padre Alomía miró el cadáver, y en menos tiempo del que se necesita para referirlo, se quitó su

capa azul celeste y se la arrojó encima. Luego se volvió al oficial y le rogó que no lo hiciese arrojar

a la fosa común, antes bien le concediese llevarlo al convento para hacerle unas honras fúnerales

y darle sepultura en la sacristía. Nada podía ser más grato al oficial que echarle el muerto al otro, y

concedió gustoso la licencia que se le pedía.

El padre, por entre los varios curiosos que habían asistido a tan dramática escena, se acercó al

cadáver, lo envolvió bien, se lo echó a cuestas, y sacando fuerzas de flaqueza, lo condujo al

convento, dejando tras de sí un reguero de sangre.

Page 246: Museo de cuadros de costumbres, tomo III

245

III

Cuando el Virrey Messía de la Cerda, por orden de Carlos III expulsó de América a los Jesuitas, las

misiones y casas que estos tenían quedaron dirigidas por sacerdotes de otras órdenes. Uno de

estos curas recibió cierto día, en 1831, aviso de que en un hato lejano deseaba confesarse un

moribundo. Partió a llevarle los consuelos de la religión, y pronto se halló en una choza que tanto

se hacía notar por su pobreza como por su aseo. Nada había allí de lo que hace agradable la vida

civilizada: unos toscos útiles de mesa y una endeble barbacoa. Tendido en ella estaba un hombre,

cuyas facciones no alcanzó a descubrir por hallarse cerrada la ventanilla que daba a los potreros.

El enfermo hizo su confesión y en seguida dijo al padre:

-Ahora, señor, que hemos concluído, y debo partir al gran viaje, habladme de la patria.

Conferenciaron largamente los dos, y de repente, no pudiendo contenerse ya el sacerdote, le dijo:

-Vos no sois un labriego, ni un hombre común, aunque estáis ignorante de lo que pasa en

Colombia. Decidme, ¿quién sois?

-Os lo diré, padre mío. Yo soy el antiguo coronel de ingenieros, don José María Gutiérrez, fusilado

en Popayán en 1817. La descarga, sea por inhabilidad de la escolta, sea por compasión de los

soldados, apenas alcanzó a herirme en un brazo. El padre Alomía conoció que yo estaba vivo y me

llevó a su convento, en donde permanecí largo tiempo.

Pero mi vida estaba despedazada y yo no pertenecía ya a este mundo.

Apenas pude, abandoné el Cauca y me vine a estos llanos, donde reposaba el cadáver de mi

hermano Frutos Joaquín.

Aquí he vivido tantos años, olvidado de los hombres, meditando sólo en Dios y en la eternidad.

Sé ya que Colombia es libre y puedo morir clamando: ¡Viva la República! ¡Bien por Colombia!

Siguiose un largo silencio. El padre tocó al enfermo y le halló frío, su respiración había cesado, y

su pulso se había extinguido.

Abrió la ventanilla: el sol de fuego derramó en la pequeña alcoba sus olas de ardiente luz,

mezcladas de brisas vivificantes y puras.

Sobre la barbacoa se veía tendido un anciano de barba blanca y escasos cabellos, con las manos

cruzadas sobre el pecho. Tenía aún los ojos abiertos, y de ellos parecía brotar fuego. La posición

de su cuerpo era tan marcial, que parecía como si oyese las cornetas de los libres y tratase de

alzarse para volar al combate.

Era en la muerte, como lo había sido en la vida, Gutiérrez el fogoso.

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DE HONDA A CARTAGENA Por José María Samper

I

Adiós al suelo natal.-La ciudad de Honda.-La gran vegetación.-El puerto de Conejo.-Una escena nocturna.-El vapor "Bogotá".-Nare y San Pablo.

Hay verdades que se hacen adagios, porque todo el mundo percibe su impresión, y una de ellas es, que el mérito de lo que se ama no se comprende sino alcarecer del objeto querido. El alma tiene, como las pupilas, sus bellas ilusiones de óptica, porque ella misma es la pupila del corazón, y los objetos crecen y toman formas siempre interesantes a medida que se nos alejan. He aquí por qué al embarcarme el 1° de febrero de 1858, en el puerto de las Bodegas de Honda, a bordo de un champán que debía conducirme al vapor Bogotá, estacionado siete leguas más abajo, sentí mi corazón oprimido y preocupada mi imaginación.

Por primera vez iba a alejarme de mi patria por algunos años... ¡tal vez para siempre! Honda, con sus escombros sublimes, quebrantados sepulcros de una antigua opulencia, sus saltadores y ruidosos ríos, espumantes como cataratas, sus altas palmeras entretejidas en flotantes pabellones, sus siempre verdes y suntuosas arboledas que bañan en las ondas la crespa y abundante melena, sus cerros escarpados y en anfiteatro, de eterna soledad, y sus llanuras de esmeralda cuyas altas gramíneas sacudenen el estío los recios huracanes; Honda, la reina destronada, sombra de su lejano esplendor, se presentaba a mis ojos con su manto azul y sus ruinas cubiertas de parásitas, más triste y más hermosa que nunca. Jerusalén del poema oscuro de mi juventud, la dejaba entre sus colinas y sus bosques, como un santuario de recuerdos venerables. La madre recibía el adiós del hijo viajero: ¡mi pensamiento la comprendía mejor que nunca!

¡Dejar la tierra natal!, este solo hecho entraña un drama entero para el corazón! ¡Que momento tan solemne aquel, de recogimiento para el alma del viajero, de esperanza profunda y de temor supremo!

¡Al dejar la playa arenosa donde quiebra sus ondas el majestuoso Magdalena, creía separarme de un inmenso tesoro! ¡Ahí quedaba la tumba de mi padre, las tradi­ciones de familia, la ceniza del hogar, las dulces memo­rias, los caprichos y los locos amores de la juventud, los amigos, la fortuna, la libertad, el aire, el cielo, los mil rumores vagos y confusos, y todo ese adorable conjunto de impresiones y sueños, de pesares y recuerdos, de in­fortunios y dichas, que se llama la patria!... ¡Todo esto quedaba atrás, como sepultado en un panteón cuya portada era Honda! ¿Y adelante?... Lo vago y desconocido, lo infinito y maravilloso; eso que el corazón acaricia en .sus sueños de esperanza, y que la duda cubre con sus sombras cuando el viajero se dice: ¡quién sabe!

__________

Honda es una vieja ciudad, enteramente española por su construcción, pero de un aspecto tan caprichoso y tan pintoresco que llega hasta las proporciones de lo romántico. El río Magdalena, la grande arteria del comercio de Nueva Granada, después de haber traído por algunas leguas la dirección de S. E. a O., pierde repentinamente su mansedumbre, se estrecha entre las altas rocas de dos serranías paralelas, y torciendo directamente al norte, se lanza por entre raudales pedregosos, coronado de espuma, bramando como la gran mole de una catarata, y, como fatigado de ese descenso tormentoso, va a reposarse, una legua más abajo, lamiendo suavemente las anchas playas de la Bodega.

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Una llanura de cuatro leguas, interrumpida por algunos bosques y colinas pintorescos y de lujosa vegetación, viene desde la derruida ciudad de Mariquita (la tumba del conquistador Quesada), al pie de la cordillera central de los Andes, y termina sobre la orilla izquierda del Magdalena, dominando el áspero raudal que los naturales llaman el Salto. El primoroso río Gualí, azul, salta-dor, espumante como un torrente, y bordeado de suntuosas arboledas, limita la llanura por el norte, y corriendo de oeste a este, viene a darle su limpio tributo al Magdalena dividiendo en dos partes la ciudad de Honda; en tanto que a 400 metros más arriba una hermosa quebrada desemboca también, cortando la playa del puerto principal.

Vista de fuera, Honda parece una ciudad oriental o morisca, ya por su caprichosa situación y sus edificios de pesada mampostería, ya por el contraste de los colores, los techos, los blancos o negros muros, las formas extravagantes y los balcones y azoteas, ya en fin por los penachos de los altos cocoteros, meciéndose blandamente como para abrigar con su sombra la ciudad, protegiéndola contra los rayos de un sol abrasador, que brilla en la mitad de un cielo eternamente azul y transparente.

Honda tiene una población de 5.000 almas, y es el gran puerto de escala del comercio interior de la República. Si en la época de la colonia fue la vida del comercio europeo respecto del Ecuador y el Perú, la independencia de Colombia, el tránsito por el Istmo de Panamá y un espantoso terremoto que la redujo a escombros en junio de 1805, le hicieron perder su primitiva importancia comercial. Hoy no es más que una plaza de tránsito, que empieza a resucitar en medio de los escombros, gracias a la agricultura interior y a las grandes ventajas que le ofrece la navegación del Magdalena.

No he visto jamás una ciudad en donde estén también representadas como en Honda la vida, que se ostenta en el poder de una naturaleza exuberante y espléndida, y de un comercio activo, y la muerte, que parece anidarse en la soledad de las ruinas ennegrecidas por el tiempo. Luchando la una contra la otra sin cesar, no es dudosoa quien tocará la victoria: ¡es a la industria, representante del progreso, síntesis de la vida!

La ciudad de Honda es el límite o centro de dos regiones enteramente distintas: hacia el sur y el oriente las admirables comarcas del alto Magdalena; hacia el norte las soledades infinitas, los desiertos ardientes y la monótona uniformidad del bajo Magdalena. Arriba la más espléndida región de la Colombia meridional; un panorama infinitamente variado de llanuras y colinas, de selvas y montañas, de contrastes interminables en las formas, los colores y los recursos de la naturaleza; y toda esa sucesión de valles lacustres y de lujosas serranías, enriquecida por una población activa, numerosa y bastante civilizada, y por las obras de una agricultura progresiva, que se mancomuna con el comercio, la industria pecuaria, las artes y la minería. Allí, en toda esa comarca primorosa, ardiente paraíso de Nueva Granada, se ve la vida social, el desarrollo activo, la civilización.

De Honda para abajo, siguiendo el curso del Magdalena, la escena cambia enteramente. El río, como para revelar mejor el carácter salvaje de la región que le rodea, se hace más perezoso en su marcha y lejos de profundizar su cauce, se bifurca en multitud de brazos, se ensancha a veces como un pequeño mar interior, escondiendo sus aguas entre el follaje de las selvas seculares; levanta en su camino un enjambre de islotes pintorescos; y haciéndose más ingrato por la abundancia de sus insectos venenosos, la ferocidad de sus terribles caimanes, la ardentía de sus playas calcinadas por un sol devorador, y la absoluta soledad de sus vueltas y revueltas, sus ciénagas y barrancos de salvaje tristeza, revela que allí no ha fundado el hombre su poder, que la humanidad no ha tenido todavía valor para entrar en lucha con esa emperatriz de los desiertos que se llama naturaleza.

Tal es la región que yo debía atravesar, siguiendo la corriente del Magdalena, al darle mi adiós a la tierra natal. El champán se apartó de la playa, los remos se agitaron al compás de los gritos salvajes de los bogas, y pocos minutos después, al torcer su curso el Magdalena por entre

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monstruosos peñascales, se perdieron de vista los últimos penachos de los cocoteros que indicaban el sitio de la Bodega. El hombre desapareció para ceder el campo exclusivamente a la vegetación.

Gigantesca siempre, variada al principio, encantaba donde quiera, presentando las más hermosas vistas sobre los altos peñascos de la orilla, o en los pabellones de lujosa verdura que venían a extender sus flotantes encajes de parásitas y enredaderas sobre la playa misma, a donde sale a calentarse, en lechos de arena calcinada, el temible y monstruoso caimán, terror de los habitantes de las ondas. Ya se ven bosques enteros de cedros seculares cubriendo con su oscura sombra las quiebras de una ladera trastornada por las conmociones de la naturaleza; ya los grupos de altísimas palmeras forman pabellones donde se columpian bandadas de papagayos primorosos; ya sobre la barranca arcillosa de rojos estratos compuestos de capas desiguales, se levanta un grupo de gigantescas guaduas (bambús), que, entretejidas por mil delgados bejuquillos cubiertos de flores, lanzan sus plumajes flexibles sobre las ondas del río, como abanicos abiertos por el viento, donde una hada de los bosques ha trazado sobre el fondo verde los más caprichosos arabescos y mosaicos.

Por todas partes lujo y exuberancia de vegetación, riqueza de contrastes y variedad de formas y colores en la naturaleza; pero ausencia absoluta de población y de cultivo. Si todavía se notan inflexiones en el terreno, es porque no han determinado aún las ramificaciones que las dos cordilleras principales de los Andes, oriental y central, arrojan sobre el Magdalena en diferentes direcciones. Después las serranías desaparecen, las selvas forman horizonte, y el ojo del viajero, fatigado y triste, no ve más que el desierto interminable.

A nueve o diez kilómetros de Honda desemboca sobre la izquierda, un pequeño y clarísimo río, el Guarinó, después de haber fecundado la más preciosa llanura qué puede imaginarse, pampa feraz, de variadas gramíneas y cubierta de inmensos bosques de palmeras de todas clases y de gigantescos caracolíes, a cuya sombra se pasean en numerosas tribus los zainos y tapiros, perseguidos por el terrible jaguar, mientras que en las altas almenas de los árboles forman innumerables pájaros sus conciertos aéreos y siempre sorprendentes.

__________

Después de cinco horas de navegación, el champán se atracó al costado del vapor Bogotá, anclado en el puerto de la bodega de Conejo. El paisaje, visto de lejos, no podía ser más primoroso. Sobre la alta barranca, tapizada de grama verde y suave, en toda su extensión, grupos de chozas rústicas de habitación de bogas y pobres agricultores del desierto; en el centro el inmenso edificio de la Bodega de techumbre pajiza y de un solo piso, y detrás y en medio de las casas un bosque admirable, en cuyo fondo de un verde de diversas tintas contrastaban la hermosa melena del cocotero sobre el esbelto mástil, las palmas ensortijadas de las guaduas colosales, el redondo follaje del mango y el mamey, y la corpulenta ramazón del cedro y el caracolí, esos soberanos suntuosos de los desiertos selváticos de Colombia.

Y al pie de esas ricas arboledas y de esas chozas llenas de colorido local, los grupos animados de viajeros y bogas, tan discordantes y variados, y formando un contraste tan curioso como el que hacían el vapor Bogotá y los champanes y las casas indígenas. De un lado el lujo de la naturaleza, indomable y grandiosa, perfumada y llena de misterio; del otro el lujo de la civilización, de la ciencia, y la ostentación de la fuerza vencedora del hombre. Allá el hombre primitivo, tosco, brutal, indolente, semi-salvaje y retostado por el sol tropical, es decir, el boga colombiano, con toda su insolencia, con su fanatismo estúpido, su cobarde petulancia, su indolencia increíble y su cinismo de lenguaje, hijos más bien de la ignorancia que de la corrupción; y más acá el europeo, activo, inteligente, blanco y elegante, muchas veces rubio, con su mirada penetrante y poética, su lenguaje vibrante y rápido, su elevación de espíritu, sus formas siempre distinguidas.

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De un lado el pesado champán, barca toldada de palmas secas, de 20 a 50 metros de longitud y dos o tres de anchura, especie de choza flotante, y montado por multitud de bogas que gritan atrozmente y parecen una legión de salvajes del desierto; o bien la miserable ramada indígena, expuesta a la cólera de los vientos, las invasiones de los reptiles y las fieras, o los chubascos de las tempestades de invierno, con un menaje tan extravagante como pobre, y abrigando familias de salvaje fisonomía, fruto del cruzamiento de dos o tres razas diferentes, y para las cuales el cristianismo es una mezcla informe de impiedad e idolatría, la ley un embrollo incomprensible, la civilización una niebla espesa, y lo porvenir como lo presente y lo pasado se confunden en una igual situación de sopor, indolencia y brutalidad.

Y al pie de esas barracas que dan amparo a una vida de transición, que se acerca más a la barbarie todavía que al progreso, se levantaban la chimenea, el pabellón y los mástiles y costados pintorescos del vapor Bogotá para protestar contra la barbarie, y probar que aún en medio de las soledades y del misterio sublime de una naturaleza imponderable por su fuerza, el hombre va a fundar su soberanía universal, haciendo triunfar en todas partes la fuerza del espíritu sobre el poder de la materia. ¡Qué bien contrastaban en el puerto de Conejo la chimenea del vapor, soltando sus bocanadas de humo espeso y arrebatado por el viento de las selvas, con el mástil delgado, altísimo y secular del cocotero, en cuya cima se columpiaba al soplo de ese mismo viento el pabellón de palmas ensortijadas y flexibles! El cocotero, sembrado desde el tiempo de la colonia, seguía vegetando; pero el vapor, hijo de la República e instrumento de la libertad, venía a envol-verlo entre sus cortinas de humo saludándole con los silbidos de la locomotiva.

__________

La noche ofreció una escena admirable, como para aumentar los incidentes del contraste. En el vapor Bogotá nos habíamos reunido personas de países muy distintos. El capitán era un bravo genovés, republicano, franco, sencillo y de trato cordial, y entre los pasajeros había no sólo unos cuantos granadinos sino ingleses, franceses y alemanes. La cordialidad se estableció pronto, como sucede siempre en todo viaje, y un irlandés de 62 años, grande como una torre, alegre como un muchacho, bebedor de primer orden, como era de su deber para honrar su nacionalidad, y burlón y retozón como todos los irlandeses (salvo los que son serios), introdujo un delicioso desorden sobre cubierta.

Cantó, bailó solo, tocó violín y tambor (instrumentos que según entiendo, no están ligados por una íntima fraternidad), y acabó por comunicarnos a todos su excelente humor. Pocos momentos después la vecina selva resonaba con el ardiente coro de todos los pasajeros cantando (cada cual en el tono en que podía), ya la Marsellesa, ese himno sublime de guerra y libertad ya el God save

the Queen, de los ingleses, ya las canciones más o menos populares de Nueva Granada, de Alemania y de Irlanda. Una hora después de esos cantos de la civilización, y cuando todos reposábamos en nuestras hamacas, en medio de las sombras y el silencio, un himno enteramente diferente, salvaje y de una melancolía llena de misterio, de grandeza y de ruda poesía, estalló de repente, sostenido por cincuenta voces roncas y pesadamente acompasadas, en medio de un bosque secular de la vecina playa.

El asunto, la entonación, el estilo y el misterio de ese canto venían a contrastar admirablemente con las ardientes canciones, que poco antes habían salido de entre los flancos del vapor Bogotá.

Aunque el espectáculo no me era desconocido, no pude resistir a la tentación de contemplarlo de cerca. Así, salté de mi hamaca, convidé a dos amigos y me fui a tierra, tomando la dirección que nos indicaba el canto mismo y una luz rojiza que brillaba entre las sombras espesas de la selva. La playa estaba desierta y ni un solo boga dormía sobre las toldas de los champanes, amarrados a un ancla de hierro y algunos gruesos troncos. Después de andar por un trayecto de doscientos metros, por en medio de las arboledas, descubrimos un espectáculo en extremo interesante.

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Bajo el follaje de un enorme cedro, en un área limpia y arenosa, había una grande hoguera alimentada con troncos gruesos, ramas resinosas y grandes trozos de un ámbar amarillo, subalterno, que abunda mucho en aquellas selvas interminables. La llamarada era espléndida, el perfume riquísimo, y las sombras que proyectaban los árboles hacían juego con la luz de un modo admirable. Alrededor de la hoguera estaban arrodilladas en confusión, como cincuenta personas, hombres y mujeres, viejos y muchachos, habitantes del lugar y bogas, y todos a un tiempo con una voz ronca, y acompasada, pero excesivamente expresiva por su acento, cantaban un himno mortuorio... Era el novenario de un vecino que había muerto tres días antes, y cuyo cuerpo estaba sepultado a corta distancia de allí.

La canción era un conjunto de oraciones en verso, extravagantes, compuestas por los bogas y usadas siempre en todo novenario; y el estribillo, tan incomprensible en su lenguaje como enérgico en su entonación, se componía de una especie de cuarteta de versos de seis sílabas. Tres hombres cantaban primero una estrofa; todos respondían con el estribillo, y luego tres mujeres cantaban otra, y así sucesivamente.

Confieso que en aquella escena salvaje, pero llena del encanto de la fe y la piedad, encontré más poesía y más religión que en los cantos del vapor Bogotá. La entonación era profunda y sombría, solemne a pesar de su rústica armonía y yo encontraba en esa escena una grande impresión y una enseñanza. La poesía es sin disputa la más sublime de las manifestacionse del alma en sus relaciones con Dios, el hombre y la naturaleza.

El 2 de febrero el vapor Bogotá recogió su ancla, lanzó su silbido matinal, semejante al grito del salvaje, y sacu­diendo con sus alas de hierro las turbias ondas del Mag­dalena, se deslizó rápidamente por entre los verdes y tupidos pabellones de las selvas, dejando marcada su brillante estela en las flotantes espumas que iluminaba el sol de la mañana.

¡Qué impresión tan profunda experimenta el corazón del patriota, soñador del progreso, cuando por primera vez se confía, como viajero, a esa segunda providencia, a ese espíritu invisible de la humanidad, trasfundido en el poder de la mecánica, que se llama el vapor! ¡La onda se humilla, corriendo fugitiva, ante ese conquistador que la surca sin temerla y la azota con las ruedas de su carro triunfal; el monstruo de las aguas busca sus grutas escondidas en el abismo, comprendiendo que el imperio del elemento líquido le pertenece a un ser infinitamente su­perior; y el huracán, ese Júpiter sin forma, de aliento destructor, que impera sobre las soledades del páramo, de la selva, del arenal y del océano, parece amansarse en presencia de ese viajero que opone a las conmociones supremas de la creación la fuerza misteriosa de la ciencia triunfante!

¡El vapor!, ¡ah!, ¡qué espectáculo para un hombre de fe! Esa maravilla reasumía para mí todos los progresos y la gloria del hombre, toda la divinidad de este ser que, hecho a semejanza moral de Dios, lleva en su mente los atributos inmortales del alma inteligente y pensadora. Cada rueda, cada cilindro, cada miembro de la máquina del Bogotá me parecía la imagen de cada uno de los múscu­los y los órganos vitales del hombre. ¡Allí estaba concretada toda la historia de la humanidad, porque esa máquina animada por el hombre era el movimiento, la fuerza, la tenacidad, el genio, la fe, la vida, el espíritu, la luz, la civilización, el progreso indefinido y eterno!

Mi alma se sintió dominada por un recogimiento pro­fundo. Sentado sobre el puente de proa, al lado de los timoneros, contemplé con inmenso placer el cielo transpa­rente y azul, las altas serranías de los Andes, las selvas, el río y cuanto formaba el panorama; y desde el fondo de mi corazón agradecido, bendecía todas las revoluciones, los heroicos esfuerzos y la abnegación de los hombres y los pueblos que, dando su sangre a lo pasado, le han conquistado a la posteridad los progresos de la época actual y del porvenir.

Hasta el puerto de Nare todo es variado y pintoresco, de Conejo para abajo. La vecindad de las

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serranías per­mite las inflexiones del terreno, y tan presto se sorprende el viajero con la vista de los bosques gigantescos o las pe­queñas llanuras que terminan en el río, como admira la lujosa vegetación intermediaria; las altas rocas de arensica petrificada; las sombrías brocas del Tigrito y otros ria­chuelos, cuyo cauce parece una interminable gruta de verdura; las ondas azules y abundantes de los ríos Negro y La Miel, que sostienen a una y otra margen la cinta tur­quí de su corriente, sin mezclarse con el Magdalena al principio; el pintoresco caserío de Buena Vista, situado sobre una barranca y rodeado por la alta muralla de un bosque secular, sobre cuyo fondo oscuro se dibujan los mástiles de los cocoteros y el blanco muro de la capilla parroquial; y mil otros objetos que contribuyen a darle al paisaje variedad y encanto.

Poco más arriba de Nare la monotonía empieza, y los bosques interminables de guarumos, árbol de color gris claro que parece un fantasma en esqueleto, les dan a las orillas un aspecto de tristeza y esterilidad. El sol quema como una brasa, el calor, de 36 grados, es sofocante, y la desolación de la naturaleza comienza. Nare es un dis­trito de miserable población y aspecto insalubre, y que, salvo dos o tres familias, no contiene sino bogas y gente de la raza indo-africana. Sin embargo, es un punto muy importante para el comercio interior, de escala para el Estado de Antioquia, y su lindo río cercano, de bastante caudal, es navegado por champanes y canoas hasta siete leguas arriba de su embocadura.

En Nare se engrosó el número de los pasajeros con un robusto escocés, explotador de minas, un dentista, que forzosamente resultó ser yankee, y, un antioqueño que, tan luego como entró al vapor, promovió una rifa y em­pezó sus especulaciones. Los antioqueños, descendientes en su mayor parte de una expedición de judíos de la época de Felipe III, son los israelitas de la Nueva Granada, en punto a negocios y viajes, aunque en materia de destapar y vaciar botellas son esencialmente ingleses.

Una legua abajo de Nare está la famosa Angostura, terror de los navegantes, y al salir de ella comienza la región de las islas de primorosa vegetación, cada vez más numerosas, porque el Magdalena, ensanchándose mucho sobre un terreno de bajo nivel y anegadizo, interminable como llanura selvática, disemina sus aguas en todas di­recciones. Por lo demás, la naturaleza pierde toda su va­riedad; la vegetación, sujeta a las inundaciones, aparece esqueletada, descolorida y áspera, y las serranías se pierden de vista enteramente. Ya no queda allí sino el desierto inmenso, abrasado y sin majestad ni belleza.

El 3 de febrero, ¡qué de impresiones agradables, de sorpresas, y de plaga y fatigas! Primero el encuentro del hermoso vapor Antioquia, que subía de Barranquilla, ligero, pintado de colores vivos, como un gran pájaro ro­zando apenas las ondas del Magdalena. Y allí de los gritos de alegría, los saludos ruidosos entre los pasajeros de uno y otro vapor, los silbidos galantes de las válvulas de las locomotivas, y las burlas recíprocas de los marineros, picantes y originales en extremo. El vapor Antioquia llevaba un fuerte cargamento de senadores y representantes, sin duda no-asegurados, y por lo mismo, su viaje era doblemente interesante.

Después el hermoso río Carare, desembocando a la derecha, profundo, azul, con una vegetación fresca y es­pléndida, navegable por vapor, y sirviendo ya de vía de comunicación directa entre el Magdalena y los pueblos de la antigua provincia de Vélez, es decir, de parte de los Estados de Santander y Boyacá. Ese río tiene muy bello porvenir, y no muy tarde el comercio granadino le dará toda la importancia que merece.

Abajo del Carare aparece el Opón, río bellísimo tam­bién, cuyas arenas cuajadas de oro sirven de lecho a una corriente mansa, profunda y cristalina. ¡Y qué de recuer­dos al ver la embocadura de ese río! Fue por allí que Gonzalo Jiménez de Quesada, conquistador del Nuevo Reino de Granada, penetró en 1536, dominando tan su­premas dificultades e increíbles peligros, que la historia, para ser justa, debe considerar esa expedición como lamás heroica, la más extraordinaria que jamás

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conquistador alguno haya conducido y consumado.

Una legua abajo de Nare está la famosa Angostura, terror de los navegantes...

Si los territorios de Vélez y Socorro, envían al Magda­lena su bello contingente en las aguas de los ríos Carare y Opón, ambos navegables y riquísimos, las tierras altas de Tunja y Pamplona, contribuyen con su abundante río de Sogamoso o Colorado que desemboca cerca del nuevo puerto de Barrancabermeja. Allí, sumamente enriquecido el Magdalena con el caudal de tan hermosos ríos, toma proporciones grandiosas que lo hacen imponente; mientras que las preciosas islas que surgen de trecho en trecho, una de ellas muy considerable (la de Morales), le dan al pai­saje, admirablemente iluminado, una increíble semejanza con el bajo Danubio, a juzgar por la parte que he navegado.

Abajo del Sogamoso el Estado de Antioquia contribuye (además de los ríos La Miel y Nare), con el romántico y hermosísimo río de Cimitarra, que recuerda las eternas tempestades que reinan sobre los cerros minerales de una cordillera del mismo nombre que separa la región antio­queña de las de Simití y Majagual. Los bogas tienen mil extravagantes preocupaciones sobre ese escondido río de lecho de oro en polvo y arboledas sombrías e impenetra­bles, y cuentan muchas leyendas, haciendo la señal de la cruz, sobre los buscadores del peligroso metal que, ha­biendo ido al interior por el curso del río, no han vuelto a aparecer mas en Mompós. Los habitantes de San Pablo, pueblo situado a poca distancia de la confluencia del Ci­mitarra, hacen responsable al Mohan o Muán, divinidad terrible de las grutas y de los grandes pozos de los ríos, de las fechorías cometidas por los jaguares, las serpientes y los jabalíes en perjuicio de los imprudentes buscadores de oro. Sin embargo, debo declarar que el tal Mohan no me parece un personaje tan

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absurdo como se cree, si se observa que en resumidas cuentas es el Diablo...

San Pablo (y de paso diré que de ahí para abajo casi todos los pueblos están santificados por un nombre), es un pueblecito gracioso, muy pobre y humilde, pero de un colorido local pintoresco. En primer término está la ba­rranca rojiza que domina al Magdalena, salpicada de barracas de pescar, de las más extrañas formas; después el caserío, compuesto de dos calles rectas, con 40 o 50 casitas de paja muy blanqueadas, todas separadas y a la sombra de una multitud de cocoteros, mangos y naranjos; detrás la faja gris oscura de la selva tupida, y en último término las lejanas serranías occidentales que separan al Estado de Antioquia del inmenso valle del Magdalena.

El vapor se varó en frente de San Pablo, porque el verano había disminuido mucho el caudal de las aguas, y allí tuvo nuestro amable irlandés la ocasión de poner a prueba sus sesenta años. El ancla fue arrojada a 50 me­tros de distancia, y todo el mundo, por gozar de las emo­ciones del trabajo, fue a mezclarse con los marineros para darle vuelta al torno de proa y hacer salir el buque del banco de arena que lo rodeaba. La noche nos sorprendió jadeantes, empapados en sudor, pero alegres y triunfantes después de dos horas de esfuerzos; y a poco rato el canto melancólico de todos los marineros, hiriendo el eco de las selvas, nos dio una nueva impresión. A las diez de la noche el puente del vapor tenía un aspecto singular. Cada lecho estaba cubierto con un toldo para defenderse cada cual de los terribles zancudos o mosquitos, y la apariencia general era como de un hospital de campaña, un campa­mento o un cementerio flotante. El irlandés, que después de trabajar como un Sansón, había tenido la previsión de beber como una bomba, dormía cerca de mí, y roncaba con la terrible majestad de las tormentas andinas. Entre­tanto, el buho solitario de la playa vecina respondía con su canto lúgubre al bramido lejano del jaguar errando entre las asperezas de la selva.

II

EL BAJO MAGDALENA

Las riberas del gran rio. - «Puerto Nacional». - La aldea de Regidor. - Una danza de zambos. - La semi-barbarie de la raza africana. - Los desiertos. - Las huertas de «Margarita» - Mom­pós. - La confluencia del Cauca. - Calamar.

El tercer día de navegación debía ser más fecundo en escenas de todo género. El primer objeto curioso fue un grande escombro sobre una playa desierta: era la masa informe del vapor Magdalena (el primero de la tercera época en que el río ha sido navegado por vapores), cuyo casco yacía abandonado como inútil. Al ver ese cadáver de hierro y madera, comparado con los vapores actuales, se comprende y admira la perseverancia con que, a des­pecho de muchos contratiempos, el espíritu de progreso sigue su marcha, luchando con la naturaleza y acabando por vencerla siempre. Mucho más arriba había visto tam­bién los restos del espléndido vapor Manzanares, volado en 1854; y el Wells y el Calamar, sacrificados también en los primeros ensayos. Al cabo la navegación por vapor se ha regularizado, el río es surcado por ocho o diez bellos vapores, en la parte baja, y se acaba de establecer uno pequeño en el alto Magdalena. El progreso triunfará.

Como para hacer contraste, dos horas después encon­tramos el lindo vapor Patrono, que subía con rapidez, saludándonos con alegría sus pasajeros y tripulación. En seguida un verdadero panorama de aldeas en hilera, sobre las márgenes del río, fue presentándose a la vista, rodeado del paisaje más vasto y encantador, sin alteración hasta el puerto de la bella ciudad de Mompós.

La llanura era inmensa, y todos sus objetos brillaban a la luz de un sol abrasador en medio del cielo más puro y transparente. Al occidente se destacaba la cordillera de Simití como una cinta

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celeste, hundiendo sus cimas entre las blancas nubes; mientras que al oriente, a inmensa distancia, se dibujaban como aéreos palacios, las cumbres de color vago y confuso de la rama de la cordillera orien­tal, que separa a las comarcas de Ocaña del norte de Nueva Granada. Vi primero el pueblo de Badillo, misera­ble como casi todos los de las orillas del bajo Magdalena; después el caserío lamentable de Las Pailas, donde el sol devora y las serpientes abundan como las hormigas; más abajo la Bodega del vecino distrito de Puerto Nacional, el sitio más ardiente de todo el Magdalena, y por último, para completar el cuadro del día 4, la aldea de Regidor, donde nos esperaba una singular escena de costumbres nacionales y de contrastes en extremo romántico.

Y en el intermedio... ¡qué de bellezas para llamar la atención, estableciendo el colorido local! A cada paso islas tan primorosas, tan pintorescas que, salvo el calor y las plagas, hacían pensar en los archipiélagos del Me­diterráneo; hileras interminables de sauces llorones, bor­dando las playas del río y los suaves declives de las islas; caños oscuros, sombríos, saliendo misteriosamente de entre la selva y trayendo sus aguas sin corriente de las lagunas lejanas, donde moran la fiebre, las fieras y las serpientes venenosas y enormes a la sombra de una vegetación exu­berante y bravía; playas reverberantes, cuajadas de caimanes durmiendo bajo el ala de un viento abrasado, en cuyas orillas se amontonan las garzas de lindísimos colores, o vaga el grullón persiguiendo a los peces descuidados, y en cuyas arenas quemadoras se dan a veces sus terribles combates el jaguar, tirano de la selva, y el monstruoso dragón de los ríos colombianos. Bandadas increíblemente numerosas de papagayos de todas clases pasan atronando con su áspera gritería, que parece el eco de la voz del salvaje; y al través de una vegetación incomparable, que constituye el fondo del inmenso cuadro, se desliza el vapor, lanzando de tiempo en tiempo sus silbidos agudos y pro­longados, cuyo eco repercuten las selvas y produce una sensación indefinible de miedo y admiración al mismo tiempo.

En este trayecto el río Lebrija, semejante al Sogamoso, desemboca en la margen derecha, después de haber surca­do una extensa región del Estado de Santander. Puede calcularse que el caudal de aguas que los cuatro principa­les afluentes del norte (Carare, Opón, Sogamoso y Lebrija), le dan al Magdalena, equivale al que este río recoge de todo el Estado de Cundinamarca. Así, después de recibir esos contingentes, arriba de Puerto Nacional, el Magda­lena tiene en algunos puntos hasta 800 metros de altura, sin haberse engrosado aún con las aguas del Cesar o Cesari y el Cauca.

En Puerto Nacional y Regidor los cuadros característi­cos me parecieron curiosos en sumo grado. El primero de esos lugares es el puerto por donde gira la correspondencia entre el bajo Magdalena y los Estados del norte de la República y es también el punto por donde los pueblos de Ocaña exportan su producción de café, azúcar, tabaco, suelas, taguas (marfil vegetal), oro, palos de tinte; anís y algunos otros artículos de consumo interior y exterior. Cuando los vapores llegan a la bodega de Puerto Nacional a tomar la correspondencia y los cargamentos de frutos, los habitantes del pueblo, que está dentro de la selva a la margen de un caño afluente del Magdalena, bajan en procesión, ofreciendo el cuadro más interesante y bullicio­so. Todo el mundo trae alguna fruslería qué vender a los pasajeros -conservas, frutas, cigarros, etc.- y los chicos que vienen por curiosidad, ya que no entran en la vendi­mia, gritan alegremente como papagayos salvajes.

¡Qué de figuras y pormenores extravagantes en la turba semi-africana que nos invadía! Diez o doce mujeres, zam­bitas y zambazas, o viejas requemadas, todas alegres, con alpargata suelta por calzado, un pañuelo de cuadros es­candalosos atado a la cabeza en forma de gorro o tur­bante, y un camisón flaco desairado, de zaraza o muselina burda, con el gracioso arete de oro o tumbago en la oreja, hicieron irrupción por todas las escaleras del vapor, se­guidas de veinte muchachos y mocetones, rollizos y tosta­dos por el calor tropical. En breve se dispersaron por los salones y camarotes, movidos por la curiosidad, y fueron a sentarse en medio de las señoras y los caballeros de a bordo, para entablar conversación con una familiaridad encantadora. En todas se notaban las bellas trenzas de cabellos negros y abundantes, a veces crespos, el labio grueso y voluptuoso, la

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nariz abierta y palpitante, el ojo negro y ardiente, el color pardo oscuro, la voz agitada, estentórea, libre como el soplo del viento, la risa franca y picante, el andar provocativo, con un dejo lleno de coquetería, y el carácter sencillo, hospitalario y lleno de cordialidad.

Toda esa gente me pareció formar una raza enérgica, de excelentes instintos y capaz de ser un pueblo estimable y progresista con sólo darle el impulso de la educación, la industria y las buenas instituciones. Y la turba de ven­dedores dispersa sobre la barranca del puerto a la sombrade algunos árboles, no era menos simpática y curiosa. Este, sentado entre una barricada de melones y sandías, parecía una figura chinesca y atraía con sus galantes invitaciones; aquel, como un mostrador ambulante, llevaba sobre la cabeza una enorme artesa o canasta de mimbre, donde bailaban a cada movimiento los panecillos de azúcar ocañera, las cajetillas de suculento ariquipe, los atados de cigarros y los olorosos panes de maíz; y el de más acá o más allá se pavoneaba con una torre de avisperos de pa­pelón, de tortas de cazabe y de otras muchas golosinas que son el regalo de los viajeros de menor cuantía y los navegantes. Allá un boga voluntario, de cuerpo espigado y ágil, le echaba chicoleos de champán a una moza de mirada un tanto pecaminosa, recibiendo en cambio un coscorrón por vía de agasajo. Aquí el viejo patrón de bote, con ínfulas dé personaje, se daba sus aires en medio de la turba, apoyado en un remo o canalete, y acariciando el ancho arete pendiente de su oreja derecha; mientras que un marinero del vapor, como perteneciente a la aris­tocracia de los navegantes, le dispensaba su mirada de altiva protección a algún boga plebeyo, diciéndole al pa­sar: ¡Je!, ¿tú por aquí, Peiro?

Al cabo el vapor lanzó su prolongado silbido; nuestro irlandés declaró que era llegado el momento solemne de la vida. (¡To drink and drink!, or not be, -that is the question!). Las copas se llenaron, el puerto se perdió de vista; y al esconder el sol su disco de fuego fuimos a atracar al pie de la alta barranca de la aldea de Regidor, donde a un paisaje infinitamente bello debía combinarse el cuadro de costumbres más típico que era posible en­contrar.

__________

La aldea se compone de unas 25 o 30 chozas miserables, diseminadas sin orden alguno sobre el plano arenoso de una vega circundada de altísimos bosques, y en toda el área del pobre caserío multitud de palmas de cocotero hacen flotar al viento sus rizados plumajes. A las ocho de la noche el ruido de los tamboriles cónicos y las flautaso gaitas peculiares a los bogas y sus familias semi-salva­jes, hirió nuestros oídos anunciándonos una ardiente sesión de currulao.

El currulao es la danza típica que resume al boga y su familia, que revela toda la energía brutal del negro y el zambo de las costas septentrionales de Nueva Granada. Así, todo el mundo quiso contemplar la escena y excepto las señoras, cuyos ojos no eran adecuados para ver esa danza extravagante, saltamos todos a tierra en dirección a la plaza de la aldea.

El espectáculo no podía ser más singular. Había un ancho espacio, perfectamente limpio, rodeado de barracas, barbacoas de secar pescado, altos cocoteros y arbustos diferentes. En el centro había una grande hoguera alimen­tada con palmas secas, alrededor de la cual se agitaba la rueda de danzantes; y otra de espectadores, danzantes a su turno, mucho más numerosa, cerraba a ocho metros de distancia el gran círculo. Allí se confundían hombres y mujeres, viejos y muchachos, y en un punto de esa segunda rueda se encontraba la tremenda orquesta. Difícil, muy difícil, sería la descripción de esas fisonomías toscas y uniformes, de esas figuras que parecían sombras o fan­tasmas de un delirio, cuando se movían, o troncos de un bosque devorado por las llamas, ennegrecidos y ásperos, si permanecían inmóviles.

La luz rojiza de la hoguera, extendiéndose sobre un fondo osuro, aumentaba el romanticismo de la escena, porque el bosque vecino aparcía como una inmensa ca­verna, y las sombras de los

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danzantes, músicos y especta­dores, así como las de los mástiles, y las copas de los cocoteros, se proyectaban en perspectiva de un modo singular.

Ocho parejas bailaban al compás del son ruidoso, mo­nótono, incesante, de la gaita (pequeña flauta de sonidos muy agudos y con sólo siete agujeros), y del tamboril, instrumento cónico, semejante a un pan de azúcar, muy estrecho, que produce un ruido profundo como el eco de un cerro y se toca con las manos a fuerza de redobles continuos. La carraca (caña de chonta, acanalada trans­versalmente, y cuyo ruido se produce frotándola a compás con un pequeño hueso delgado); el triángulo de fierro, que es conocido, y el chucho o alfandoque (caña cilíndrica y hueca, dentro de la cual se agitan multitud de pepas que, a los sacudones del artista, producen un ruido sordo y áspero como el del hervor de una cascada), se mezcla­ban rarísimamente al concierto. Esos instrumentos eran más bien de lujo, porque el currulao de raza pura no reconoce sino la gaita, el tamboril y la curruspa.

Las ocho parejas, formadas como escuadrón en columna, iban dando la vuelta a la hoguera, cogidos de una mano, hombre y mujer, sin sombrero, llevando cada cual dos ve­las encendidas en la otra mano, y siguiendo todos el compás con los pies, los brazos y todo el cuerpo, con mo­vimientos de una voluptuosidad, de una lubricidad cínica, cuya descripción ni quiero ni debo hacer. Y esas gentes incansables, impasibles en sus fisonomías, indiferentes a todo, bailaban y daban vueltas con la mecánica unifor­midad de la rueda de una máquina. Era un círculo eterno, un movimiento sin variación, como la caída del torrente, como el caliente remolino de fuego o de arena que se fija en un punto en medio de un bosque incendiado o en la mitad de una playa azotada por el huracán. La incansa­ble tenacidad de los danzantes correspondía a la de los músicos; y a pesar de emociones tan ardientes al parecer, ni un grito, ni un acento lírico, ni una sola palabra pro­nunciada en alto interrumpía el silencio extraño de la escena.

Es tal la resistencia habitual o el tesón con que esa gente se entrega al currulao, que algunas veces duran has­ta dos horas tocando o bailando, sin descansar un minuto.

Aquella danza es una singular paradoja: es la inmovili­dad en el movimiento. El entusiasmo falta, y en vez de toda poesía, de todo arte, de toda emoción dulce, profunda, nueva, sorprendente, no se ve en toda la escena sino el instinto maquinal de la carne, el poder del hábito domi­nando la materia, pero jamás el corazón ni el alma de aquellos salvajes de la civilización. Ninguno de ellos gozabailando, porque la danza es una ocupación necesaria como cualquiera otra. De ahí la extraña monotonía del espectáculo.

Aunque ninguno se rinde, de tiempo en tiempo, un hombre o una mujer sale del círculo de espectadores, le quita las velas a uno de los danzantes, le reemplaza sin ceremonias, y el que deja el puesto va a colocarse en la gran rueda, impasible como un tronco, sin revelar cansan­cio, ni placer, ni pena, ni celos, ni amor, ni emoción al­guna. El cambio se hace como si al reedificar un muro se quitase una piedra para poner otra en su lugar. La vida para esas gentes no es ni un trabajo espiritual, ni una peregrinación social, ni siquiera una cadena de deleites y dolores físicos: es simplemente una vegetación, una ma­nera de ser puramente mecánica.

Nacido bajo un sol abrasador; en un terreno húmedo, inmenso y solitario, y contando con una naturaleza exu­berante que lo da todo con profusión y de balde, y que exagerando el desarrollo físico de los órganos, debilita sus funciones y degrada su parte moral; el boga, descen­diente de Africa, e hijo del cruzamiento de razas envile­cidas por la tiranía, no tiene casi de la humanidad sino la forma exterior y las necesidades y fuerzas primitivas. Si el indio puro de las altiplanicies andinas es, a pesar de su ignorancia, dulce y humilde, y la astucia constituye su fuerza moral; si el llanero de las pampas granadinas, criado en las soledades y en medio de los peligros, pero rodeado de un horizonte infinito, es no obstante su bar­barie un ser eminentemente heroico, poético en sus ins­tintos, galante, cantor, espiritualmente fanfarrón, crédulo y generoso; el boga del

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bajo Magdalena no es más que un bruto que habla un malísimo lenguaje, siempre impú­dico, carnal, insolente, ladrón y cobarde.

La raza parda, pero cultivadora o comerciante, que ha­bita las vegas vecinas a Ocaña o las ciudades de Mompos, Barranquilla, Cartagena y Santa Marta, se ha civilizado con el trabajo social y la vida comunicativa, y será no muy tarde una población vigorosa y de excelentes cualidades. Pero la familia del boga, que vive de pescado, en el sopor, la inercia y la corrupción, no podrá regenerarse sino des­pués de muchos años de un trabajo civilizador, ejercido por la agricultura y el comercio invadiendo todas las sel­vas y las soledades del bajo Magdalena. La civilización no reinará en esas comarcas sino el día que haya desaparecido el currulao, que es la horrible síntesis de la bar­barie actual.

Si la idea fundamental del romanticismo literario está en la libertad de exposición de los contrastes,

que en la naturaleza física se manifiesta en las aparentes contradicciones de los cuadros que la

creación destaca en diversos puntos para constituir en su conjunto, la gran síntesis de la armonía,

nada más romántico que el contraste de escenas de vegetación y de estructura geológica que se

encuentras al descender el Magdalena desde Regidor hasta Mompós.

Hasta un poco más abajo del brazo o canal de Loba la desolación es completa, y su espectáculo

aflige profundamente el corazón del viajero. A juzgar por las relaciones de los viajeros del Asia, se

cree uno transportado al fondo de sus interminables desiertos, descendiendo el Eufrates y oprimido

por la majestad de una soledad asombrosa. Parece que el hombre hubiera huido de aquellos

desiertos del bajo Magdalena, como de una tierra maldita, donde el sol devora, el suelo es un

arenal inmenso más o menos poblado de árboles medio desnudos. La brisa falta enteramente; el

cuervo y la garza pescadora, esos huéspedes del desierto, aparecen solos; los caimanes,

reproduciéndose increíblemente, forman como palizadas sobre las quemantes playas, y el bosque

no produce sino emanaciones de muerte en lugar de perfumes. Allí no existe casi la vida, que es el

movimiento reproductor del bien. El huracán reina solo, y su soplo abrasado parece contener todo

el fuego de un infierno desconocido que existe entre los arenales, las rocas escarpadas, las

ciénagas pestilentes y los escombros de las selvas calcinadas.

Ese trayecto de desolación es largo y abraza más de treinta leguas, sin más interrupciones que

distraigan un momento al viajero que la vista del Peñón pueblo miserable de la antigua provincia de

Mompós, situado sobre una barranca desnuda, a la margen izquierda del río; del Banco, pueblecito

muy pobre también, pero de alguna importancia comercial por sus relaciones con algunas

poblaciones interiores, situado a la derecha, cerca de la confluencia del profundo y bellísimo río

Cesar o Cesari; y del canal de Loba que, disminuyendo en más de la mitad las aguas del

Magdalena, va a engrosar las del Cauca para volver luego a su propio caudal.

El Banco pertenece, como todos los pueblos de la margen derecha, al Estado del Magdalena,

separado del de Bolívar, por el gran río. El Cesar, tan importante en la historia de la conquista

verificada por Jiménez de Quesada, es un río de cauce profundo, perfectamente navegable, que,

corriendo en sentido casi opuesto al Magdalena, viene a traerle los tintes, las maderas y otros

artículos de exportación recogidos en las montañas que dominan a Riohacha y Santa Marta (del

lado occidental), y en las extensas selvas y llanuras de Chiriguaná y Valledupar. El día que ese

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excelente río sea navegable por vapor, como el Magdalena, se desarrollará un gran progreso

industrial en esas comarcas de asombrosa fertilidad y riqueza. No hay un tinte estimable, una

madera exquisita, un metal o un producto de los trópicos que no pueda obtenerse allí para llevarlo

por el Cesar y el Magdalena al consumo del mundo comercial.

El canal de Loba, que arranca más abajo en dirección N. O., disminuye inmensamente las aguas

del cauce principal, y hace aparecer las grandes islas de Mompós y Margarita, el huerto perfumado

del bajo Magdalena. La navegación se hace muy difícil para los vapores en el canal principal, y se

reconoce allí la urgente necesidad de una obra de canalización que mejore la suerte del comercio.

La naturaleza misma parece estar indicando el medio infalible aunque un poco lento, pero nada

costoso, de encaminar las aguas convenientemente. Esa vegetación exuberante que se produce

entre las aguas y el limo contanto vigor y prontitud; las grandes crecientes periódicamente infalibles

del río, y la movilidad de sus arenas, favorecen la aplicación del sistema de canalización del

Danubio, perfectamente semejante al Magdalena, donde todo el trabajo se reduce a establecer

faginas o barricadas vegetales, que las aguas, los depósitos sucesivos de limo y la acción

incesante del tiempo convierten en verdaderas murallas de canalización. En Colombia, donde todo

es tan vigoroso y los recursos faltan para emprender obras costosas, debería estudiarse más

atentamente el trabajo de la naturaleza para imitarlo en los estudios hidrográficos. La hidráulica

natural puede ser en Colombia la mejor canalizadora.

En el sitio pintoresco de la Ribona empieza un panorama de verdura incomparable que,

continuándose en los caseríos o parajes de doña Juana, Sandoval, Margarita y San Fernando,

termina en la ciudad de Mompós y sus cercanías. El encanto de aquellos paisajes, de aquella ve-

getación, de aquellos cuadros naturales v de costumbres, es imponderable. Aquello es un paraíso,

es un oasis de verdura suntuosa, de perfumes y brisas deliciosas, de vida dulce y tranquila, de

suprema hermosura, y de un colorido tan colombiano, tan nacional, que deja en el corazón del

viajero la más honda sensación de placer.

Figúrese el lector un huerto de tres leguas de extensión, tendido como un manto de verdura sobre

la margen de un río gigantesco, y tendrá todavía una idea muy inferior a la realidad. Ese trayecto

valdría en Europa millones y millones de francos o florines. En Colombia... no vale nada: es un

tesoro de cuya posesión nadie se apercibe porque sus riquezas se ven por todas partes, casi sin

necesidad de cultivar la tierra. Aunque en una y otra margen del río se observa la misma

fecundidad en la tierra, el mismo lujo en la vegetación, abundancia de ganados que bajan de las

llanuras vecinas, riqueza de formas en los sauces y las altas gramíneas, etc., la orilla izquierda

más cultivada y poblada, llama de preferencia la atención del viajero. El terreno es una angosta y

larguísima vega toda cultivada y cuyo suelo casi no calienta el sol, según es de tupido el follaje del

bosque interminable que la cubre. Todo aquello es dulcemente sombrío, y el viajero que pasa

como una exhalación en alas del vapor, se imagina ver la isla de Calipso, con su primavera eterna,

o un huerto aéreo que la mano de una hada misteriosa va mostrando tras del lente mágico, cual un

cosmorama inasible y movedizo.

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¡Qué bosque aquel! De trecho en trecho se suele ver una pequeña plantación de caña de azúcar, o

un verde platanar que exhala el perfume de sus racimos cuajados de miel, cayendo sobre los

vástagos desnudos, como cintillos de topacio bajo una bóveda de esmeralda. Pero esas

plantaciones apenas interrumpen ligeramente la selva interminable de naranjos, limoneros,

mangos, árboles de mamey, de zapote, de níspero, de mil frutas deliciosas, sobre cuyas capas

iguales, suntuosas, de verdes diferentes, pobladas de frutas, de sombra y de perfumes, se des-

tacan los mástiles y los penachos de los cocoteros, como las velas y el arbolaje de una barca

sobre las verdes ondas de una bahía tranquila, suavemente rizada apenas por el soplo de las

brisas de la tarde. Allí, bajo esos pabellones, la luz se amortigua, la paz reina como en un jardín,

los racimos flotantes de naranjas provocan, los pájaros cantan como en una mansión de amor, y la

naturaleza, idealizada, parece evaporarse en perfumes y colores como si un voluptuoso deleite la

mantuviese magnetizada y feliz.

A la sombra de esas cúpulas de verdura vive una población sencilla, pacífica y honrada, cuya

fecundidad parece ser el resultado de la influencia que ejerce la vegetación. Por todas partes se

ven casillas pintorescas y blanqueadas, destacándose en perspectiva detrás de las bóvedas y

grutas aéreas de los árboles, o ramadas de trapiches, despidiendo su sabroso olor de miel; y

mientras las mujeres hilan, hacen bordados o tejidos, o fabrican petaquillas, canastos y esteras de

graciosos colores, los chicos juegan y saltan en grupos caprichosos a la sombra de los árboles,

sobre un suelo limpio y parejo, o trepan como ardillas a perderse entre el follaje de los mangos y

naranjos.

Entre tanto, la escena es bien curiosa en el primer término del paisaje. La alta barranca que cae

sobre el río tiene talladas de trecho en trecho multitud de escaleras que dan sobre los pequeños

puertos, en forma de caracol ó perpendicularmente; y en el muro de la barranca se ven las

aberturas o bocas de muchos hornos subterráneos, ingeniosamente preparados para cocer el pan

de maíz llamado almojábana, o el de yuca, que tiene el nombre de cazabe. Y al pie brincan,

agitadas por el oleaje que produce el paso del vapor, multitud de pequeñas canoas destinadas a

llevar a Mompós los cargamentos de frutas y mantener la comunicación entre las dos márgenes del

rio. Los grupos de la orilla no son menos interesantes, ya por las maniobras de los bogas y sus

vestidos singulares, ya por la ruidosa algazara que levantan saludando a la tripulación del vapor

que pasa rápidamente a la vista de esos pacíficos moradores de un huerto secular.

__________

Mompós es una ciudad interesante en todos sentidos. Su amplísimo puerto contiene siempre

multitud de embarcaciones indígenas, y sus albarradas, sus corpulentas ceibas, el contraste de sus

construcciones dominando la playa, y sus ricas arboledas de frutales, le dan un aspecto tan

pintoresco que provoca al viajero a visitar el interior. Situada la ciudad en un terreno bajo y

arenoso, sin el amparo de montañas que la dominen, la brisa falta enteramente, sus arboledas se

mantienen inmobles y el calor es tan sofocante (40 gr. cent.) que casi suspende la respiración.

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La población está dividida en dos barrios: el de arriba, llamado Susúa, que es todo de casas de

paja, pero mantenidas con aseo y mucha gracia; y el de abajo, compuesto de dos largas calles

muy bonitas, cortadas en ángulos rectos, a cordel, y totalmente formadas por fuertes edificios de

mampostería. El primero es habitado por las clases trabajadoras, todas de color, de cuyo seno sale

el impermeable y sufrido boga del bajo Magdalena; gente alegre, jovial, alborotadora, libre en sus

costumbres, robusta y varonil, y que a pesar de sus defectos de educación es honrada y leal, ama

la patria con entusiasmo y se bate por ella con bravura, esgrimiendo el afamado sable de acero del

Real de la Cruz, población de la antigua provincia de Ocaña. Es de esa raza vigorosa y altiva que

han salido tantos valientes, de los vencedores en Tenerife y Barbacoas, en la época de la

independencia, y más tarde tan temibles combatientes en las desgraciadas contiendas civiles del

Magdalena.

El otro barrio es el asilo de las clases acomodadas, gentes que, pasados los momentos de

contiendas, son estimables por su carácter generoso y franco y su hospitalidad para con el viajero.

Mompós es la ciudad que resume por excelencia el contraste de la conquista o la civilización

española con la antigua situación indígena. Si la parte de arriba es esencialmente nacional o

colombiana, la de abajo es, por su estructura, enteramente española. Una arquitectura pesada y de

estupenda solidez, multitud de hermosas iglesias que son mediocres monumentos, calles anchas,

rectas y sin pavimento, muros pintados de amarillo y rojo, puertas arqueadas, galerías de columnas

prodigadas, inmensos salones, altas celosías de hierro en todas las ventanas, muebles colosales y

pesados para el menaje interior, bellas arboledas de frutales en todos los patios, y mil pormenores

en extremo curiosos, le dan a Mompós el aire de una ciudad hispano-morisca, que tiene el sello de

la conquista ibérica.

Pero Mompós no es sólo una ciudad graciosa y pintoresca. Es también un depósito o puerto de

escala importantísimo, que hace juego con las plazas mercantiles del interior, Honda y Medellín,

con la exportación agrícola de Ocaña y Valledupar, con las ferias comerciales de los pueblos del

bajo Cauca y Magdalena, y con las ciudades de Cartagena, Barranquilla y Santa Marta, por las

cuales, las ramificaciones del gran río hacen girar el comercio exterior de Nueva Granada en su

parte más considerable. Los vapores hacen siempre escala en Mompós: su plaza es afamada por

su producción de licores, joyería esmerada, herramientas y vasos porosos elegantes y finos. En mi

concepto, después de Barranquilla, tal vez Mompós es la población de más porvenir en el bajo

Magdalena.

El 6 de febrero era el último de mi viaje a bordo del vapor Bogotá, el cual debía seguir su ruta hasta

Barranquilla, puerto distante cinco o seis leguas de la bahía de Sabanilla, y que recibe algo del

movimiento comercial de Santa Marta; mientras que yo debía separarme en Calamar y seguir en

dirección a Cartagena, por camino de tierra, o por el canal semiartificial llamado el Dique.

Desde que el sol empezó a iluminar el panorama del Magdalena abajo de Mompós, fue haciéndose

más notable la aglomeración de poblaciones sobre las márgenes del río. Así, aunque éste ha

perdido mucho de su majestad por la gran disminución de sus aguas en el canal de Loba, las

orillas interesan más porque revelan la existencia de la sociedad, casi nula en el trayecto que

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media entre Regidor y Nare. La vegetación es siempre uniforme, el cielo igual y la llanura inmensa

como un desierto de las pampas orientales; pero el viajero se consuela viendo asomar de trecho

en trecho los pobres caseríos que se destacan sobre barrancas pedregosas, ya a la derecha del

río, como los pueblos de San Cenón, San Fernando, Santa Ana y Pinto, ya a la izquierda, como los

de Talaigua y Zambrano.

En Pinto, que es un puerto de escala en relación con las famosas ferias de Magangué, sobre el

Cauca, se separaron todos los viajeros comerciantes que se encaminaban a la feria de la

Candelaria; y media legua más abajo nos llenó de admiración el espectáculo de la confluencia de

los dos grandes ríos. El Cauca, engrosado enormemente con más de la mitad de las aguas del

Magdalena, desemboca por tres hermosísimos canales paralelos, formando un delta de espléndida

majestad, y los dos gigantes parecen abrazarse, envolviendo entre sus anchos brazos tres islas de

suntuosa vestidura, cuyos sauces y gramíneas semejan enormes masas de esmeralda flotando en

el centro de un océano de plata, iluminado por el sol ardiente. El espectáculo es grandioso,

imponente, y el Magdalena, que desde allí se encrespa al soplo de las brisas marinas, es ya un

pequeño mar que muchas veces alcanza a 1.500metros de anchura, incluyendo sus muchos

islotes pintorescos.

Después el viajero, que presiente el aspecto del cercano Atlántico, a juzgar por la escena infinita

que se le presenta, va recogiendo nuevas impresiones. Ya se mira con gusto el puerto de la

Merced, por donde se hace el comercio con el Carmen, población agrícola cuyo tabaco excelente

le está dando grande importancia, y cuyo caserío se distingue confusamente al pie de una lejana

serranía; ya se divisa el pueblo de Plato, escondido a la derecha, a algunas leguas de distancia,

entre una selva desolada y triste que parece haber sido retostada por el fuego de un sol vertical de

imponderable torricidad; ora se pasa por el pie del árido peñón donde yace como un escombro el

miserable pueblo de Tenerife, a la margen derecha, cuyo nombre y sitio recuerdan el heroismo de

los guerreros de la independencia; ora se saluda con profunda tristeza el caserío de Nervití,

desolado y casi salvaje, el de Heredia, cuyas barracas, dominando la barranca del río, revelan toda

la miseria de sus habitantes, o el del Yucal, no menos lamentable.

Entre tanto, se ven al oriente, a una inmensa distancia y casi confundidas con el color ceniciento

de las nubes, las altas serranías de Valledupar y la rica y brillante Sierra Nevada, que domina las

costas de Santa Marta; mientras que en el río se van descubriendo, como blancas garzas que

rozan las ondas encrespadas por la brisa, las velas de los botes mercantes que vienen de

Barranquilla a Calamar en dirección a Mompós, o que descienden servidos por el remo. La brisa

marina es tan fuerte allí, sin embargo de la considerable distancia de la costa, que la vela es

suficiente para hacer remontar un bote considerable, y el oleaje del río toma proporciones

semejantes a las del océano tranquilo.

El sol se perdió tras de las lejanísimas montañas de Antioquia que termina cerca de la isla de

Mompos, y en medio de la oscuridad arribamos al extenso y arenosopuerto de Calamar, a 100

metros de la bifurcación que da origen al canal del Dique. Poco después el vapor Bogotá siguió su

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marcha, confundiendo los silbidos de su locomotiva con los gritos de despedida, y yo me quedaba

en Calamar para emprender una segunda peregrinación de muy distinto género.

__________

Calamar es una población de gran porvenir agrícola y comercial, bien importante ya por su posición

de escala, y que no carece de interés por las costumbres de sus habitantes y su estructura física.

Distrito de muy nueva creación, su población alcanza apenas a poco más de mil almas, las calles

son muy anchas, derechas cortadas en ángulos rectos, y las casas tienen una apariencia de co-

modidad y aseo que contrasta con la de los otros pueblos ribereños del Magdalena.

Sus habitantes, alegres y expansivos, recorren las calles ofreciendo víveres, montados en burros

de la manera más extravagante. La montura es tan insegura que cada jinete es un equilibrista. El

jinete va sentado en el centro, con las piernas cruzadas sobre la nuca del asno, y éste, que no está

sujeto por brida ni cabestro, es manejado hábilmente al influjo de los golpes que le regala con la

mano su equilibrista caballero. El asno queda convertido así en una especie de brújula ambulante

que cambia de dirección según la inclinación del golpe o tocamiento que recibe. Si he de hablar

con franqueza diré que los burros de Calamar me parecieron más racionales que los bogas de la

aldea de Regidor.

Calamar es en cierto modo el crucero de todas las vías más importantes para el comercio del país,

puesto que sirve de escala al movimiento interior que desciende de Honda, Nare, Puerto Nacional,

el Cesar, y Magangué y Mompós; recibe el movimiento comercial de Santa Marta y Barranquilla, y

facilita la comunicación del Magdalena con Cartagena, ya por la vía terrestre de Mahates y

Turbaco, ya por la del canal del Dique, que desemboca directamente en la bahía de Cartagena.

Desde el puerto de Honda hasta el de Calamar, en un trayecto de cerca de 130 leguas, no se

encuentran, pues, sino 28 poblaciones sobre la margen del Magdalena (contando dos ciudades) de

las cuales 12 pertenecen en la ribera derecha a los Estados de Cundinamarca y Magdalena, y 13,

en la ribera izquierda, corresponden a los Estados de Antioquia y Bolívar. El total de habitantes de

esos pueblos, excluyendo a Honda, que no pertenece al bajo Magdalena, no pasa de la cifra

miserable de 16.000, de los cuales más de 7.000 pertenecen a la ciudad de Mompós. Esa inmensa

región, de asombrosa fecundidad y tan felizmente dotada de fáciles comunicaciones en sus

muchos ríos afluentes, el Magdalena, los caños o canales naturales y las llanuras vastísimas, es un

desierto solitario, inculto, a donde el hombre casi no ha llevado su poder conquistador, y en cuyo

seno existirá en una época lejana una población vigorosa de muchos millones y de riqueza

imponderable. Así, al cruzar esa región maravillosa, sólo es permitido al viajero pronunciar una pa-

labra: el porvenir. La naturaleza reina allí, teniendo por esclavo al hombre. Sólo el tiempo, ese

auxiliar misterioso del progreso, hará que la sociedad, cambiando de situación, adquiera su

soberanía perdurable sobre la creación.

Entre tanto, la navegación por vapor, bien regularmente establecida en las aguas del caudaloso

Magdalena; las nuevas instituciones federalistas, que permiten hacer esfuerzos más directos en el

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inmenso valle que aquel río fecunda, para darles vida social a sus aisladas poblaciones, y el

desarrollo indefinido que allí puede tener la agricultura intertropical, mediante el ensanche del con-

sumo en los mercados exteriores, desarrollo que comienza a iniciarse, son elementos que hacen

esperar que no muy tarde las regiones hoy desoladas que el viajero contempla con profunda

tristeza, serán la tierra de una raza enérgica y valerosa, que alcanzará el bienestar con la práctica

de la democracia y la actividad de la industria.

III

LA REGION MARITIMA

El canal del Dique.-Las ciénagas; la salida al mar.-Cartagena; su bahía; sus arrabales.-Adiós a la

patria. El mar por primera vez.

El 7 de febrero a las doce de la mañana mi bote estaba preparado, y partí con mi familia al puerto

de Calamar para descender el canal del Dique, prefiriendo esa vía más bien que la de tierra,

porque si esta era más corta, la otra tenía para mí todo el interés de una obra nacional importante

para el comercio, y todo el encanto de una navegación en extremo pintoresca.

A pocos metros de distancia del puerto está, sobre la margen izquierda del Magdalena, la boca del

canal, abierta más bien por el empuje natural de las aguas que por el esfuerzo de los ingenieros;

pero al dejar el gran río, donde el caudal opulento de las ondas lo hace todo, lo primero que se ve

en el Dique es el casco despedazado del vapor Calamar, el único que había navegado allí, y los

escombros de una compuerta derrumbada a causa de la debilidad del cimiento deleznable. Donde

la mano del hombre ha intervenido se ve, pues, el abandono, se ve patente la inconstancia que

preside a todos los esfuerzos industriales del hispano-colombiano.

Grandes sumas se han consumido en la apertura de ese canal; bellas y legítimas esperanzas se

fundaron en la obra, y sin embargo lo que queda es un montón de ruinas y una vía de navegación

embarazosa y llena de torturas para el viajero.

En un trayecto de diez o doce kilómetros el canal, con una anchura uniforme de diez a catorce

metros, parece una inmensa calle trazada en perspectiva, recta en lo general y con aspecto

monótono y desapacible.

Las barrancas de las dos orillas, cortadas y desnudas; la vegetación mediana y sin elegancia; el

sol ardiente que sofoca y devora; la regularidad del trayecto; las plagas infinitas de insectos

voladores que hacen salir la sangre envenenada por cada picadura, y la increíble multitud de

enormes iguanas y lagartos que se arrastran por entre los tostados matorrales de las orillas, todo

eso contribuye a entristecer al viajero durante las tres primeras horas de navegación.

Después la escena va cambiando a cada vuelta y revuelta del canal, y los más variados cuadros

de la naturaleza se suceden para encantar maravillosamente al viajero. La proximidad de las

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ciénagas se manifiesta en la verdura húmeda, la riqueza de la vegetación y la abundancia de las

aves acuáticas.

Cedros y otros árboles gigantescos se levantan, y de sus brazos retorcidos penden festones ad-

mirables de flores que reunen todos los colores del arco iris. La vara-santa ostenta su mástil

altísimo, cuya copa azul, morada, blanca, rosada o amarilla, según el estado de la flor y la hoja, es

el grupo más suntuoso de guirnaldas que puede imaginarse, multiplicado prodigiosamente. Una

inmensa alfombra de gramíneas rizadas cubre las orillas del canal, y sobre ese interminable festón,

agitado por las brisas, se mecen las palmas elegantes de las gramíneas arbóreas, entretejidas por

cortinas flotantes de parásitas y flores, que forman sobre la cabeza del viajero una bóveda

sombría, poblada de perfumes desconocidos y de indefinible belleza artística.

Aquello figura un arco triunfal infinito tendido sobre una calle cubierta de flores y de ricas

colgaduras. De repente la bóveda se acaba y el canal se confunde en una ciénaga de majestuosa

y melancólica hermosura. Allí se tropieza con los escombros de otra compuerta de mampostería, y

una gran máquina para limpiar las ciénagas y canalizarlas levanta su roja chimenea por entre las

altas gramíneas. El espectáculo de la ciénaga de Sanaguare es admirable y solemne. ¡Qué

soledad aquella! El viajero se siente como anodadado, porque se encuentra muy pequeño,

impotente, en presencia de aquella naturaleza exuberante y bravía... Terribles caimanes se

pasean, asomando sus cabezas bronceadas sobre la onda cristalina encrespada por la brisa que

sopla desde la lejana costa del mar caribe; el lago es extenso y de la más extraña forma.

Por todas partes se levantan los troncos secos y blanquecinos de millares de guayacanes, cuya

verdura ha destruído la humedad de las ondas que lo rodean, y las copas, retostadas por el sol en

su parte superior, sueltan por todos lados festones suntuosos de parásitas enredaderas. Cada uno

de esos árboles parece un esqueleto vestido de gala, un cadáver que, teniendo toda la cabeza, los

brazos y las piernas desnudas, lleva en el pecho y las espaldas una túnica suntuosa de terciopelo

oscuro, flotando al viento como la bandera de la muerte... El cielo es admirablemente azul y se

refleja en la onda que sirve de base a ese romántico bosque de cadáveres vegetales; y por todas

partes se cruzan, en innumerable multitud, bandadas de aves acuáticas de los más raros colores y

las más singulares formas, que levantan un concierto de salvaje armonía.

El grito melancólico del chicoalí, hermoso pavo silvestre, el cántico recóndito del chilacó, el

graznido de la garza temerosa, el aleteo del cuervo agitándose entre las altas ramas del caracolí,

el chillido del pato o del coclí, la queja de la caica, esa cantatriz de las tristezas de la selva y del

río, el sordo y vibrante ruido del alcatraz que sacude sus pesadas alas, el grito salvaje del mono

(esa mueca del hombre, como dice Pelletan), lanzado desde lo alto de su columpio sombrío, el

redoble del alcarabán, ese centinela de los desiertos, el zumbido de la cigarra fatigada y de los

millares de insectos que pueblan el aire, y mil otros ecos y ruidos que salen del fondo de la selva,

hacen de aquella soledad una escena que sobrecoge el alma de respeto, que obliga al viajero a

evocar todos sus recuerdos de amor y de supremo bien, y que inunda el corazón de un sentimiento

inefable de veneración divina y de poesía soñadora...

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Después, la noche vino con sus sombras, su misterio y su solemne majestad, y a todos esos ruidos

de la tarde sucedió el silencio de una soledad imponente. Apenas la luz fosfórica de los cocuyos y

los peces señalaba el hilo blanco de las aguas del canal; la ciénaga había quedado atrás; la

oscuridad era profunda; los remos, agitando las ondas inmóviles, producían con su chasquido un

eco misterioso; los corpulentos árboles de las orillas tomaban las más extrañas formas en la

sombra del follaje, interior y al encanto infinito de la tarde sucedían las amarguras de una noche de

sufrimientos increíbles... Lo que el viajero puede sufrir allí, literalmente devorado por zancudos, es

indescriptible. Es un dolor atroz, incesante, cruel, torturador, que da la idea de la Inquisición, del

infierno, de la suprema desesperación... Cada minuto es un siglo de angustia, y cuando el viajero

ve aparecer el sol al día siguiente, cuyo calor hace huir a la infernal plaga, comprende que en sólo

una noche ha sufrido por muchos años y ha aprendido a tener resignación.

Los miserables pueblos de Mahates y San Estanislao, situados en medio de ciénagas

interminables, demoran allí en la mayor incuria y en un completo desamparo; y el canal,

ensanchándose a veces en medio de anchas lagunas o ciénagas, como las de Sanaguare, La Cruz

y Palotal, o volviendo a estrecharse como en su principio, aunque cambia de aspecto por su forma

o su vegetación, nunca pierde su hermosura salvaje, su soledad y sus encantos. De trecho en

trecho se encuentra algún bote navegando pausadamente, detenido a veces por muros de plantas

acuáticas de tal manera entretejidas que exigen un trabajo vigoroso para abrir paso a las

embarcaciones. Esa naturaleza invencible tiene un poder de reproducción maravilloso; y al

contemplar la escena el viajero admira la energía de voluntad que presidió a la apertura del canal

casi obstruído en 1858.

Desde el principio de la gran ciénaga de Palotal el paisaje toma nuevas y admirables proporciones.

Allí es un extenso lago de verdura lo que se ofrece a la vista del viajero. El agua, cubierta donde

quiera por una espesa capa de gramíneas profundamente arraigadas, tiene una profundidad media

de tres metros, pero rara vez aparece en la superficie. Todo el vasto lago de verdura abarca una

extensión de muchas millas, limitado en su circunferencia por manglares interminables y muy

tupidos, de aspecto suntuoso y magnífico. Al fin la ciénaga encuentra su desagüe principal, y el

viajero vuelve a esconderse en el cauce sombrío del Dique o canal, embelesado por los encantos

de una naturaleza incomparable.

Allí la plaga ha desaparecido enteramente, y el canal, con una anchura de 15 a 20 metros, da la

idea de un paraíso que sólo la imaginación del poeta pudiera haber ideado. Las bandas de pájaros

multicolores son innumerables; la sombra deliciosa, bajo el follaje colosal y espeso de una

vegetación en que alternan el mangle elegante, recto y de románticas raíces hundidas entre las

ondas, el corpulento caracolí, la flexible guadua y mil plantas de las más hermosas formas; los

conciertos que de todas partes se levantan y los perfumes que exhala el bosque del seno húmedo

exuberante de fuerza reproductora, todo contrasta con la escena marítima que después se

presenta.

El canal termina entre manglares para perderse en las ondas cristalinas de la bahía, sumamente

prolongada hacia el interior; la brisa del Atlántico sopla con vigor; la ancha vela del bote se

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despliega y flota de proa a popa; el horizonte se ensancha; las aguas toman el olor, el color y la

aspereza de las aguas marinas; los remos dejan de agitarse; el tiburón persigue implacable a

ejércitos de peces primorosos; las colinas de las costas se ofrecen a la vista; se siente el sordo y

lejano mugido del mar; el mundo de las selvas acaba, el del abismo infinito comienza; y al fin,

surcando una bahía de admirable belleza, que ensancha el corazón y da la primera noción de la

majestad del océano, el viajero ve a Cartagena, bella, melancólica, romántica, sentada entre dos

bahías, como una garza nadando en el Atlántico; y el colombiano, el granadino, amante de la

libertad y de las glorias de un pueblo heroico, no puede menos que levantar la voz y saludar a la

vieja y noble ciudad, diciéndole con el arrebato de la admiración: «¡Salve, gloriosa Cartagena,

tierra del heroísmo supremo y la abnegación, cuna de poetas y mártires, sepulcro arrullado por las

ondas, escombro de la opulencia que fue para no resucitar sino en un lejano porvenir!»

Cartagena es la capital del Estado Federal de Bolívar, uno de los nueve en que recientemente se ha dividido Nueva Granada, con una población de 200.000 almas y una extensión aproximada de 40.000 kilómetros cuadra­dos, compuesta en su mayor parte de espléndidas llanuras y selvas, surcadas por hermosos ríos navegables; con un Clima general de 33 grados centígrados, en los veranos, yun desarrollo muy considerable de costas marítimas entre las bocas del Magdalena y las del Atrato.

Si en otro tiempo Cartagena llegó a contener más de 20.000 habitantes, su población ha bajado a 7.000, diezmada desde 1811 por la guerra, las epidemias, la rivalidad de otras plazas comerciales y el lento desarrollo interior de la agricultura.

Hoy Cartagena es un inmenso escombro, cuyo espectáculo aflige profundamente al viajero; pero la hermosura ro­mántica de la ciudad, la esplendidez de sus bahías, su admirable posición marítima, su importancia y sus facili­dades para el comercio interior, el carácter de su pobla­ción y los nobles recuerdos que le pertenecen, hacen de esa plaza un objeto tan interesante como simpático para el observador extraño.

El viajero ve a Cartagena bella, melancólica, romántica, sentada entre dos bahías...

Nada más grande y variado que el panorama que se desarrolla a la vista del curioso que quiere

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contemplar la ciudad desde lo alto del cerro de La Popa, que la do­mina enteramente. Esta eminencia aislada es una alta colina pedregosa, rodeada de ciénagas y bahías, a une milla de la ciudad, y en cuya cima los españoles estable­cieron una fortaleza y un convento, las cosas más ca­racterísticas del sistema colonial que dominó en Hispano-Colombia; pero la República, que no quiere ni frailes ni cañones, ha dejado arruinar todo aquello, y hoy no queda sino un montón de escombros imponentes.

Desde las pla­taformas de aquel edificio mixto y despedazado, el viajero contempla un espectáculo maravilloso, digno del pincel del artista y de la admiración del poeta, como del estudio del historiador y el arqueólogo.

Al norte de la ciudad, aislada por sus murallas, sus fosos, sus bahías y lagunas, se abre un estero que deter­mina una angosta lengua de tierra, poblada de cocoteros, quintas y rústicas chozas.

Al sudoeste se dilata la hermosa bahía o entrada de Boca Grande, obstruída por los españo­les; después la isla de Tierra-Bomba, flanqueada por forta­lezas; mas al sur la entrada de Boca Chica; en fin la grande isla de Barú, separada del continente por el Dique.

La inmensa y admirable bahía forma casi un círculo irregular; en su seno se ven anclados 20 o 30 bergantines, barcas y goletas con los pabellones extranjeros y el nacional; un enjambre de lanchas se cruza en todas direcciones, y varios fuertes construidos sobre islotes o ángulos salien­tes de la costa, ostentan entre cocoteros y parásitas su vieja y pesada mampostería convertida casi en escombros, o muy deteriorada, y sin baterías.

Al frente, hacia el po­niente, se extiende el Atlántico, brillante, agitado, mugiente, inmenso y lleno de majestad y misterio... el mar con toda su fascinación, con sus reflejos inasibles, con su movilidad eterna, y sacudiendo su lomo de escamas lumi­nosas como un dragón enfurecido por la resistencia de las rocas que quisiera devorar o pulverizar.

En medio del océano, las bahías, la laguna y el cerro de La Popa, vegeta Cartagena, como un náufrago que vacila entre los abismos del mar y la soledad del desierto que limita un continente. ¡Qué de recuerdos allí!, ¡qué sublime pobreza!, ¡gloriosa mendicidad de una reina caída que se hace respetar por lo que fue, y admirar por la majestad de su dolor! El mar golpea por todos lados sus murallas; el cielo la cobija con un manto siempre límpido y azul; y los mil penachos flotantes de sus cocoteros ha­cen admirable juego con las altas torres de sus venerables templos medio arruinados, tristes y ennegrecidos por el tiempo.

La parte principal de la ciudad, formando una isla, ligada por un puente colgante al barrio de Jimaní que toca al continente, es toda de mampostería pesada; una enorme muralla, llena de fortificaciones en otro tiempo formidables, la circuye, defendiéndola de las invasiones del mar.

Imagínese el lector lo que serán o han sido esas fortifi­caciones, con sólo saber que ellas le hicieron consumir al gobierno español la estupenda suma de 250 millones de pe­sos, sin contar una gran parte de los armamentos. El viajero se pasma al considerar toda la suma de trabajo humano que debió concurrir a la creación de aquella magnífica ciudad de calicanto eterno.

La República que quiere contar sólo con los recursos de la paz, ha vendido todos los cañones, como un elemento inútil para la civilización; y Cartagena no es hoy sino una plaza mercantil arruinada, que espera de la industria libre su resurrección.

El barrio de Jimaní, compuesto de casas de paja, hermo­sas quintas y reductos, y que se extiende hacia el pie de La Popa, es más pintoresco y alegre, pero menos interesante por su estructura

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material. La ciudad tiene excelentes edificios públicos, y por una singular contradicción, mien­tras que todas las calles son sumamente estrechas y oscu­ras, las casas son como palacios, casi todas altas, alegres en su interior y con salones espaciosos y cómodos.

Como la población es muy inferior a la localidad, muchísimas casas están desiertas, y el abandono las ha convertido en tristísimos escombros. ¡Y qué contraste el que se nota en las mujeres de Cartagena... ! Las señoras son en general muy bellas, espirituales, expansivas y alegres, y reunen a la elegancia o la gentileza de las formas una gracia en el decir, en la mirada y la sonrisa, verdaderamente encanta­dora.

Al contrario, las pobres mujeres de la clase proleta­ria (quizás deteriorada la raza por la miseria y la inacción), son de una fealdad dolorosa: flacas, largas, sombrías, pálidas como espectros, lúgubres como las sombras erran­tes en medio de las tumbas ... ¿Cómo explicar esa con­tradicción o ese contraste? Yo podría determinar las causas, pero me contentaré con hacer una reflexión.

Cartagena es una gran ruina, es una tumba inmensa, y entre las ruinas y las tumbas se encuentran siempre, lo mismo el hermoso lirio lleno de perfume y misterio y el blanco alelí de las murallas, que el lagarto feo y descarnado va­gando por entre los pedriscos y los escombros donde vegeta la hiedra ...

Por lo demás, la población de Cartagena tiene las más excelentes cualidades sociales: hospitalaria en alto grado, franca, generosa, jovial y siempre animada de un profundo sentimiento de patriotismo, que parece mantenido por el recuerdo mismo de las glorias de Cartagena. La política agita mucho a los vecinos; pero pasada la lucha transitoria, todos vuelven a una fraternidad que se revela en el trato social, en el sentimiento de caridad y en el espíritu de independencia política y de intimidad personal que los anima a todos. Cartagena tiene muchos elementos de prosperidad, y puede ser grande por la agricultura interior y por el co­mercio de importación y exportación. Pero para preparar­se un porvenir digno de su posición, necesita abrir paso a los vapores entre su puerto y el río Magdalena, resta­bleciendo su canal casi obstruído, o bien fundar la comu­nicación terrestre por medio de un ferrocarril o una buena vía carretera.

El mundo colombiano, en todas sus regiones tiene cuanta riqueza puede imaginarse: la naturaleza le ha dado la promesa del más venturoso porvenir, en la opulencia de su territorio y en la bravura heroica de sus hijos. Lo que ese hermoso mundo necesita es contacto con las demás sociedades, con todas las razas, con la civi­lización exterior en todo su desarrollo. Así, puede decirse que la obra compleja de civilizar a Colombia está resumida en esta frase: comunicarla con el mundo, lanzarla en el movimiento universal.

Bajo la impresión de esta idea, sentía que mi existencia iba a transformarse al dejar el suelo de la patria, confiar­me a la providencia del vapor, cruzar el inmenso piélago y descender sobre las costas de Europa, en busca de la luz, el movimiento, la vida intelectual y moral, los tesoros del arte, las maravillas de la industria y todo lo que constituye este caudal de las tradiciones y los triunfos de la humani­dad que se llama la civilización europea.

¡Quién me dijera entonces que al tocar la realidad y estudiarla atenta­mente, muchas de mis ilusiones se disiparían; que este viejo mundo me habría de parecer muy inferior a lo que los libros me lo habían hecho soñar; y que al comparar a la pobre y atrasada pero hermosa Colombia española con la opulenta y refinada Europa, mi espíritu, mejor esclarecido, acabaría por estimar infinitamente más al pueblo del Nuevo Mundo, a quien, a pesar de los defectos heredados, la democracia ha ennoblecido y adelantado, relativamente al tiempo, mucho más que las instituciones aristocráticas a las sociedades europeas.