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Los trastornos somatomorfos.  

Carolina Raheb Vidal, Josep Tomàs Vilaltella  

Introducción Los síntomas físicos y las quejas son tan extraordinariamente comunes en niños y adolescentes que los trastornos somatomorfos representan el extremo más grave de un continuum en donde los síntomas físicos, que no se pueden explicar médicamente, se asocian con un estrés significativo y un deterioro funcional.

La característica común de los trastornos somatomorfos es la presencia de síntomas físicos que sugieren una enfermedad médica subyacente, pero que no pueden explicarse completamente por la presencia de un trastorno orgánico específico, ni por efecto directo de una sustancia tóxica o por la presencia de otro trastorno mental (APA, 1994).

Los casos relativamente más raros o extremos tienen mayor posibilidad de ser atendidos por psiquiatras, sin embargo, los menos graves habitualmente son atendidos en el ámbito de la atención primaria. Los cuidados médicos, la resolución terapéutica o las medidas de ayuda van a depender del grado de entusiasmo del clínico, lo cual influye en el éxito frente a la enfermedad.

El término somatización se ha utilizado descriptivamente para hacer referencia a la experiencia de síntomas físicos cuando la evaluación médica no revela una enfermedad explicativa o un proceso patofisiológico suficiente que explique los síntomas o el impacto en el individuo (Kellner, 1986; Lipowski, 1988).

La definición de somatización empleada por Lipowski es bastante útil porque se refiere al término como “la tendencia a experimentar y comunicar malestar somático y síntomas que no se explican por hallazgos patológicos, que se atribuyan a una enfermedad física, y a buscar ayuda médica para resolver este malestar” (Lipowski, 1988).

Además de su uso descriptivo, ha sido empleado para hacer referencia al presunto mecanismo psicológico de la producción del síntoma, así como el uso operativo del término en la categoría diagnóstica de trastorno de somatización, un diagnóstico relativamente específico caracterizado por los múltiples síntomas físicos que no se pueden explicar médicamente a través de numerosos y diferentes sistemas orgánicos (APA, 1994).

Los criterios para el diagnóstico de los trastornos somatomorfos tal como están establecidos corresponden a la población adulta y se aplican a niños. Esto obliga a que deben aplicarse con las reservas adecuadas a las características propias de los niños. Aún hoy es evidente una falta de investigación específica o desarrollo de un sistema alternativo apropiado para este grupo de población.

A pesar de que existen razones para sospechar una continuidad entre las somatizaciones pediátricas y los trastornos somatomorfos en adultos, no se han realizado los suficientes estudios longitudinales que permitan afirmarlo con rotundidad. Aún así, los datos sugieren que los síntomas físicos sin explicación médica como el dolor abdominal recurrente en niños (RAP, Recurrent Abdominal Pain) son predictivos de trastornos emocionales en los adultos (Campo et al, 2001; Hotopf et al, 1998).

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Los trastornos somatomorfos incluyen: a) Trastorno de Somatización, b) Trastorno de Conversión, c) Trastorno por Dolor, d) Hipocondría, e) Trastorno Dismórfico Corporal. Otras enfermedades importantes y relacionadas, entre las que se incluyen: Disfunción de las Cuerdas Vocales, Distrofia Simpático Refleja y Dolor Abdominal Recurrente.

A continuación se presenta un cuadro resumen de los Trastornos Somatomorfos.

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Trastorno de Somatización El trastorno de somatización se conoce desde los tiempos del antiguo Egipto. El primer nombre que se le dio fue el de histeria, una patología que se creía erróneamente sólo afectaba a mujeres (la palabra histeria deriva de la palabra griega para el útero, hystera). En el siglo XVII Thomas Sydenham reconoció que algunos factores psicológicos, a los que llamó aflicciones antecedentes, estaban implicados en la patogénesis de los síntomas.

En 1859, Paul Briquet, médico francés, observó la multiplicidad de los síntomas y de los órganos afectados y señaló el habitual curso crónico del trastorno. Debido a sus agudas observaciones clínicas el trastorno fue llamado síndrome de Briquet durante un tiempo, aunque el término trastorno de somatización fue aceptado en la tercera edición del DSM en 1980.

El diagnóstico de trastorno de somatización se refiere a un trastorno recurrente que se inicia antes de los 30 años y se caracteriza por múltiples y diversas quejas somáticas asociadas a una búsqueda de ayuda médica o a un deterioro significativo del funcionamiento.

Epidemiología y prevalencia Aunque las quejas recurrentes sobre síntomas somáticos son habituales en la población pediátrica, el diagnóstico del trastorno de somatización es poco frecuente. Los estudios realizados hasta la fecha sobre el trastorno de somatización y los síntomas somáticos pediátricos son difíciles de comparar debido a sus diferencias y/o deficiencias metodológicas.

El escaso número de diagnósticos de trastorno de somatización en niños y adolescentes puede ser consecuencia directa de los criterios diagnósticos. Se supone que la utilización de criterios más adecuados conduciría a un incremento de la tasa de prevalencia de este trastorno en niños y adolescentes. Se encuentran síntomas somáticos recurrentes en el 11% de las niñas y en el 4% de los niños entre 12 y 16 años de edad.

Entre los síntomas más comunes para ambos sexos se incluyen las cefaleas, la fatiga, la inflamación muscular, el malestar abdominal, el dolor de espalda y la visión borrosa.

El patrón y número de síntomas experimentados, el lenguaje utilizado para explicar los síntomas (y la importancia de los padres a la hora de evaluarlos) y el grado y tipo de deterioro funcional asociado al trastorno son diferentes entre niños y adolescentes, y adultos. La rareza del diagnóstico DSM del trastorno de somatización en niños y adolescentes refleja que los criterios son inadecuados desde el punto de vista evolutivo.

La edad y el sexo son variables importantes en las somatizaciones pediátricas. Las somatizaciones son más probables en niños más mayores y en adolescentes (Campo et al., 1999) aunque siguen faltando estudios longitudinales con una adecuada metodología (Campo and Fritsch, 1994). Las niñas son más consistentes a la hora de informar los síntomas que los chicos. Se han asociado las somatizaciones en pediatría con un nivel socioeconómico bajo así como con niveles bajos de educación parental, aunque el impacto de los factores culturales y sociales requiere ser examinado mayor cautela.

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Evolución Los síntomas somáticos y la expresión del dolor en los niños parecen seguir una secuencia evolutiva que, inicialmente, suele ser monosintomática.

Los niños prepuberales pueden experimentar el malestar afectivo como sensaciones somáticas. El dolor abdominal recurrente parece ser la queja física más frecuente seguido de la cefalea. Entre el 10% y el 30% de los niños en edad escolar y adolescentes refieren estos síntomas con una frecuencia semanal (Garber et al., 1991). El dolor en extremidades, el dolor muscular, la fatiga y los síntomas neurológicos se incrementan con la edad.

Bass y Murphy (1995) postulan que el trastorno de somatización está muy relacionado con los trastornos de personalidad porque presenta un curso persistente, una prolongada duración, una edad de inicio temprana y es más frecuente que se manifieste junto a un trastorno de personalidad que junto a otros trastornos psiquiátricos.

Factores genéticos y familiares Algunos estudios exploran las contribuciones genéticas al desarrollo del trastorno de somatización. Wender y Klein (1981) observan que el trastorno de la personalidad antisocial, le trastorno de somatización, el TDAH y el alcoholismo se agrupan en las familias más de lo esperado por casualidad.

Un estudio de gemelos realizado por Torgersen (1986) explora la relación de los trastornos somatomorfos en gemelos monozigóticos y dizigóticos del mismo sexo nacidos entre 1910 y 1955 en Suecia. Doce sujetos cumplían criterios para el trastorno de somatización. De los que cumplían los criterios del trastorno de somatización, ninguno de sus hermanos, fuese monozigótico o dizigótico presentaba un trastorno de somatización. Presentaban trastornos de conversión, trastornos por dolor, trastorno por ansiedad generalizada, trastorno obsesivo-compulsivo y depresión. Solamente ¼ de los hermanos de gemelos con un trastorno de somatización carecían de trastorno psiquiátrico concomitante.

Se ha encontrado que los niños que somatizan comparten síntomas físicos con el resto de miembros de la familia. Por otra parte, la ansiedad y la depresión son más comunes en las familias de estos niños, y los padres de los niños con dolor abdominal recurrente refieren un número de síntomas psiquiátricos significativamente mayor que el de los padres de los controles.

La presencia de familiares con enfermedades físicas crónicas puede estar asociada a un incremento de los síntomas somáticos en los niños. Un estudio realizado con familiares de sujetos con trastorno de somatización mostró que padecían más enfermedades, utilizaban la enfermedad para reducir estrés, presentaban un mayor abuso de sustancias, problemas legales y mayor disfuncionalidad que las familias control (deGruy et al., 1989).

Aspectos Psicosociales en el desarrollo del Trastorno por Somatización El abuso sexual en la infancia se asocia a la aparición del trastorno de somatización en adultos (Kinzl et al., 1995) y parece conducir a un incremento de las quejas físicas subjetivas en los niños y adolescentes.

Se ha encontrado que los adolescentes con historia de abusos físicos o sexuales obtienen mayores puntuaciones en las medidas de somatización que aquellos sin historia de abusos. El patrón de somatización crónica en la edad adulta se asocia a la ausencia de cuidado parental y a antecedentes de enfermedad en la infancia (Craig et al., 1994).

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Trastorno de Conversión Este diagnóstico se realiza cuando el clínico se enfrenta a la presencia de uno o más déficits o síntomas que afectan a la movilidad voluntaria o a la función sensitiva sensorial que sugiere una alteración neurológica u otras condiciones médicas generales y que se asocia a factores psicológicos (APA, 1994).

El síntoma debe estar íntimamente asociado a estresores psicológicos significativos (conflictos familiares, duelo, traumas...). Los síntomas presentes se asemejan claramente a disfunciones neurológicas, suceden al estresor psicológico desde horas a semanas y pueden causar más malestar a los padres o médicos que al propio paciente (la belle indifférence; consiste específicamente en la falta de preocupación por parte del paciente por su sintomatología fundamental y suele ser frecuente en adultos).

Los síntomas más frecuentes entre niños y adolescentes son las pseudocrisis, paresias, parestesias y alteraciones de la marcha. Los síntomas suelen ser auto-limitados pero pueden asociarse con secuelas crónicas como contracturas o daño iatrogénico.

El trastorno de conversión excluye los síntomas producidos de forma intencionada y aquellos que puedan ser explicados por una enfermedad médica general, exposición a sustancias o conductas culturalmente normales. Las exploraciones médicas para diferenciar los síntomas del trastorno de conversión de los síntomas dependientes de un trastorno de reconocida organicidad deben ser minuciosas y todo lo extensas que convengan a fin de confirmar o descartar la presencia de: epilepsia, infecciones ocultas, lesiones traumáticas, etc.

Hay cuatro subtipos de trastorno de conversión en el DSM-IV, que se basan en si los síntomas que se presentan son principalmente motores, sensoriales, crisis no epilépticas o mixtos.

Epidemiología y prevalencia En este tipo de pacientes es indispensable especificar la asociación psicológica que existe e intentar aclarar, tanto la significación simbólica de la sintomatología como su relación cronológica con hechos o circunstancias que hubieran podido actuar de desencadenantes.

Por otra parte, es imprescindible descartar las causas organico-médicas y la existencia de patrones culturales, que pudieran explicar el origen de las manifestaciones que el paciente presenta. Por tanto, el trastorno de conversión no puede diagnosticarse correctamente sí sólo se utiliza una entrevista basada en conceptos epidemiológicos.

Algunas estimaciones sobre la prevalencia de este trastorno en niños y adolescentes afirman que es más común entre las niñas que en los niños (Spierings et al., 1990), y que su presencia es constante en todos los grupos de edad. No hay estudios fiables de prevalencia global.

Evolución El trastorno de conversión es bastante infrecuente en niños muy pequeños, en los que el diagnóstico provocaría un considerable escepticismo a menos que se hubiera llevado a cabo un exhaustivo trabajo médico; así, aunque puede aparecer, suele ser más frecuente a partir de la edad puberal.

Los niños en edad preescolar suelen presentar durante pocas horas o días, supuestas paresias o cojera tras lesiones menores que, tras examen médico y/o radiológico, no pueden ser directamente atribuidas al daño tisular. Los síntomas pueden suscitar un incremento de la atención por parte de los padres o cuidadores, lo que mantiene la

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conducta (ganancia secundaria). No obstante, en estas conductas normales la influencia de los estresores psicológicos es mínima.

La asociación entre el trastorno de conversión y las enfermedades médicas o lesiones previas es variable y oscila entre el 10% y el 60%. La comorbilidad psiquiátrica en niños y adolescentes no está bien estudiada.

Un estudio en adultos diagnosticados de pseudocrisis mediante entrevista estructurada ha encontrado tasas elevadas de comorbilidad con otros trastornos disociativos (91%) y con trastornos afectivos (64%) (Bowman y Markand, 1996). En un estudio retrospectivo de pacientes de todas las edades, se han encontrado tasas más elevadas de trastorno depresivo mayor, trastornos de angustia y de abuso de sustancias en adultos diagnosticados de trastorno de somatización que en aquellos que estaban diagnosticados de trastorno de conversión (Tomasson et al., 1991).

Se cree que el curso del trastorno de conversión es breve, la mayoría de los casos descritos se resuelven durante los 3 meses posteriores al diagnóstico. El tiempo de diagnóstico es variable y oscila entre semanas y un año, o más, donde durante ese tiempo el niño estará sometido a numerosos tests diagnósticos y a intervenciones médicas que no tendrán éxito. La recurrencia de los síntomas suele ser excepcional y puede presagiar la aparición de un trastorno de somatización.

Factores genéticos y familiares No se cree que el trastorno de conversión sea una enfermedad con mediación genética. Sin embargo, parece que los factores familiares juegan un papel predominante en la expresión de la enfermedad y la persistencia de los síntomas.

Clásicamente, el trastorno de conversión imita los síntomas de una persona cercana con una enfermedad bien determinada fisiopatológicamente, lo que ha sido confirmado en un 29%-54% de los niños en dos estudios (Grattan-Smith et al., 1988; Spierings et al., 1990).

La relación entre trastorno de conversión y psicopatología parental todavía no ha sido estudiada, pero se identifican dos grandes patrones de alteración en las familias de los niños con trastorno de conversión: familias ansiosas y preocupadas por las enfermedades, y familias desorganizadas y caóticas, aunque estas hipótesis todavía necesitan ser contrastadas.

Crisis no epilépticas y pseudocrisis El síntoma de conversión más comúnmente citado en la reciente literatura psiquiátrica infanto-juvenil es la pseudocrisis comicial o crisis no epiléptica, en la que el paciente parece sufrir una repentina crisis convulsiva en ausencia de alteraciones electroencefalográficas pero que no siguen el patrón típico de las crisis epilépticas conocidas.

Los diferentes estudios han descrito la presencia de pseudocrisis en un 15%-50% de los casos. Aunque las convulsiones epilépticas puedan ser difíciles de distinguir de las pseudocrisis, los métodos tecnológicos son cada vez más sofisticados entre los que se incluyen la videoelectroencefalografía (Cohen et al, 1992).

Hay que tener en cuenta, sin embargo, que la obtención de un EEG normal no excluye la presencia de un trastorno de crisis comiciales y que, a pesar de que exista documentación en el paciente de la presencia de crisis comiciales no se puede excluir una pseudocrisis.

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Trastorno por Dolor El trastorno por dolor se diagnostica cuando existe dolor en una o más localizaciones anatómicas de gravedad suficiente como para merecer atención clínica y causar un malestar o deterioro funcional (APA, 1994).

Hay tres subtipos de trastornos por dolor: trastornos por dolor asociados a factores psicológicos, en donde se considera que los factores psicológicos juegan un papel importante en la causa o el mantenimiento del dolor; trastornos por dolor asociados a factores psicológicos y a condiciones médicas generales, donde los factores psicológicos y las condiciones médicas interactúan de manera significativa en el desarrollo o el mantenimiento del dolor; y el trastorno por dolor asociado a condiciones médicas generales, donde los factores psicológicos para juegan un papel mínimo. El tercer subtipo no se considera un trastorno mental y se codifica en el eje III.

El diagnóstico de trastorno por dolor se considera agudo si tiene una duración menor a 6 meses y es crónico a partir de los 6 meses. Se han asociado las quejas por dolor recurrentes con un aumento de riesgo de psicopatología, deterioro funcional, problemas familiares y un mayor uso de los servicios de salud mental (Campo et al., 1999). La causa del dolor, el sufrimiento afectivo, la discapacidad y el hándicap son todos ellos componentes del dolor y es mejor evaluarlos de manera independiente debido a complejidad de sus asociaciones.

Aunque el dolor es una experiencia humana universal, es sorprendentemente difícil de definir. La definición de la Asociación Internacional para el Estudio del Dolor está bastante aceptada: “el dolor es una experiencia sensorial y emocional desagradable que se asocia a un daño actual o potencial en el tejido o que se describe en los términos de ese daño”.

El dolor siempre debe ser evaluado a partir de autoinformes porque no existen técnicas de medida directas. Por tanto, dadas las limitadas capacidades de autoinforme en niños se hace complicada la terea de evaluación. La complejidad de la evaluación y tratamiento del dolor pediátrico, hacen que la tarea de determinar cuándo un síndrome doloroso constituye un síndrome psicopatológico sea verdaderamente desalentadora.

Es esencial una perspectiva evolutiva. Los niños menores de 3 meses manifiestan respuestas de dolor en gran parte como reflejo. Desde los 3 meses hasta el año, acompañan al dolor respuestas de tristeza y enfado. En los niños de 6 a 18 meses de edad se observa el temor y evasión del dolor, y utiliza palabras comunes para nombrarlo. Los niños mayores de 18 meses muestran dolor localizado, usan la expresión "hace daño" y son capaces de reconocer el dolor en los otros.

Los niños en edad preescolar exhiben estrategias, tales como solicitar cariño o usar la distracción para aliviar el dolor. De cualquier manera, sus habilidades cognitivas pre-operacionales provocan pensamientos mágicos acerca del dolor y no aceptan la comprensión de un procedimiento doloroso como beneficioso.

Los niños en edad escolar pueden claramente precisar el nivel de intensidad del dolor y vincular sensaciones psicológicas al dolor, ya que con las operaciones formales llega y sé incrementa la compleja y abstracta idea del dolor.

Algunos estudios clínicos muestran que el umbral del dolor aumenta con la edad y que los niños pequeños son más sensibles al dolor de los procedimientos médicos que los niños mayores de 7 años (Fradet et al.,1990). Aunque los primeros estudios describieron diferencias culturales en las expresiones de dolor y las conductas de dolor, la literatura existente en la actualidad carece de estudios que no confundan etnicidad, nivel socioeconómico y niveles culturales.

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El proceso diagnóstico de los trastornos somatomorfos suele incluir la cuantificación del dolor del niño. Aunque no se dispone de medidas directas del dolor, se utilizan estrategias alternativas para evaluarlo.

En niños, suelen ser de utilidad los indicadores de malestar tanto conductuales (movimientos corporales, expresión facial) como fisiológicos (frecuencia cardíaca, respiración). Las escalas basadas en la observación, cumplimentadas tanto por los padres como por los profesionales, pueden constituir medidas fiables de malestar aparente. Las técnicas de escalaje directas, en las que los niños deben escoger de entre varios, el dibujo de la cara que mejor describa cómo se sienten, permiten la evaluación y seguimiento sistemático del dolor en niños desde los 5 años de edad. También se han adaptado varios cuestionarios que permiten cuantificar el dolor para niños a partir de la edad escolar.

Aunque la influencia de la familia sobre el trastorno por dolor no está bien documentada, la intuición clínica sugiere que la discapacidad (reducción de la actividad) y las limitaciones (alteración del rol social) asociadas al dolor pueden agruparse en cierto tipo de familias (Palermo, 2000). Parece que los niños con dolor de causa desconocida y, supuestamente, más determinado psicológicamente, disponen de más miembros de la familia como "modelos de dolor" que los niños cuyo dolor estaba relacionado con una causa orgánica. Los adolescentes que sufren síndromes dolorosos que provocan absentismo escolar pueden experimentar un mayor refuerzo maternal de la conducta de enfermo que los que, a pesar de tener dolor, siguen acudiendo a la escuela.

Dolor Abdominal Recurrente (DAR) El dolor abdominal recurrente (DAR) es una enfermedad pediátrica común y potencialmente discapacitante que aparece en el 10%-30% de los niños y adolescentes. El DAR se define como la presencia de tres o más episodios de dolor durante un período superior a 3 meses, lo suficientemente graves como para afectar las actividades cotidianas del niño. Es más frecuente en chicas y también a medida que aumenta la edad hasta la adolescencia. La ratio por género es bastante similar en la niñez temprana pero predomina en chicas al final de la niñez y la adolescencia (Mortimer et al., 1993).

Muchos casos de DAR son médicamente inexplicables, sobre todo en ausencia de claves como la pérdida de peso, sangrado, fiebre u otros síntomas o anomalías en las pruebas de laboratorio.

Se sugiere que algunas de las causas del DAR etiquetado de «funcional» pueden ser un reflujo gastroesofágico, gastritis, dismotilidad del intestino delgado o dificultades de absorción de carbohidratos. Los estudios con adultos apuntan a que la hipersensibilidad visceral puede ser un componente del dolor abdominal funcional. El DAR puede conllevar un incremento del absentismo escolar entre los pacientes en una proporción de 1 día de cada 10.

Se observa un incremento de síntomas de ansiedad y depresión tanto en los niños con DAR como en sus madres. También se informa de un mayor número de síntomas de somatización y de síndromes dolorosos en los familiares de los niños con DAR.

Los niños con DAR presentan significativamente más quejas afectivas y somáticas, y sus familias promueven las conductas de enfermo en mayor medida que las demás familias. Se sugiere que el DAR tiene sus raíces en un modelo familiar de conducta de enfermo, que aparece en un clima de mayor tendencia a la expresividad de malestar emocional y físico, y que se asocia a elevadas tasas de ansiedad y depresión tanto en los niños como en sus padres.

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Los niños que se quejan de dolor de estómago a los 4 años de edad parece que presentan una probabilidad tres veces mayor de presentar las mismas quejas tras 10 años. Los niños con DAR también presentan una mayor discapacidad funcional y un consumo sanitario más elevado, lo que lleva a la suposición de que el DAR puede ser un precursor evolutivo del trastorno de somatización.

Distrofia Simpático Refleja (DSR) Aunque es más común entre los adultos, la distrofia simpático refleja (DSR) también puede aparecer en niños y adolescentes. Suele cursar con tumefacción crónica y dolorosa en una extremidad, descenso de la temperatura corporal, cianosis, descenso de la capacidad de recuperación capilar y limitación de la capacidad de funcionamiento.

La fisiopatología de la DSR puede estar relacionada tanto con una alteración del sistema nervioso simpático como con una respuesta inflamatoria a una lesión. Se han descrito mediadores psicológicos y parece haber una asociación entre la DSR y los estresores psicosociales. Sin embargo, es posible que las evidencias de "enganche parental" sean una consecuencia de los efectos del dolor crónico sobre el funcionamiento familiar más que un factor causal.

Hipocondría La hipocondría se define como preocupación y miedo persistentes a padecer una enfermedad grave. Este miedo está basado en la malinterpretación de uno o varios síntomas físicos, y persiste a pesar de exploraciones y explicaciones médicas apropiadas al menos durante seis meses (APA, 1994).

La hipocondría suele asociarse a insatisfacción con la atención médica recibida, consultas repetidas a varios especialistas, deterioro de las relaciones interpersonales y riesgo de complicaciones iatrogénicas debidas a la realización de excesivos procedimientos diagnósticos. La hipocondría puede constituir un trastorno independiente (hipocondría primaria) o formar parte de otro trastorno psiquiátrico (hipocondría secundaria). En los adolescentes, hay que tener extrema cautela y se debe diferenciar la hipocondría de las adolescentes que erróneamente están convencidas de estar embarazadas o de los estudiantes de medicina que temen desarrollar una enfermedad que están estudiando, dado el carácter transitorio de estas preocupaciones.

En la literatura de psiquiatría general existen múltiples discusiones para discernir cual es la relación entre la hipocondría y los otros trastornos psiquiátricos. La hipocondría y los trastornos obsesivo-compulsivos a menudo comparten en su cuadro clínico la existencia de grandes temores a padecer una enfermedad o lesión que fuera muy intensa y con gran efecto incapacitante. Pero debe distinguirse, como algo importante en contraste con la hipocondría, que los pacientes que padecen un trastorno obsesivo-compulsivo exponen sus temores como anormales e intrusivos, intentan suprimirlos y evitan en lo posible divulgar la existencia de estos síntomas, además en la mayoría de los casos son experimentados como sentimientos y pensamientos vergonzosos. La depresión y la hipocondría pueden solaparse clínicamente, sobre todo cuando aparecen rasgos de enfermedad fóbica.

Hay muy poca literatura psiquiátrica conocida y escasa información acerca de cual es la presencia de la hipocondría en niños y adolescentes (Campo and Fritsch, 1994). Parece razonable pensar que el trastorno debería ser más frecuente entre la población pediátrica que no entre la población adulta. No existen datos que corroboren esta percepción y por otra parte no hay estudios epidemiológicos de la presencia de este trastorno entre la población de edad temprana.

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La implicación de los padres para pedir ayuda médica a fin de poder resolver las necesidades de los niños y adolescentes es el factor que más probablemente pueda contribuir a que el inicio de la hipocondría raramente se detecte entre los adolescentes y jóvenes. El cuadro clínico más frecuente es la focalización entre los adolescentes alrededor del miedo a padecer ciertas enfermedades específicas, tales como por ejemplo el síndrome de la inmunodeficiencia adquirida (SIDA) o el cáncer. Estos miedos, no son raros, aunque lo habitual es que se encuentren como un subsíndrome, en el contexto de otro trastorno más extenso.

En la hipocondría la convicción de enfermedad del paciente no es tan intensa como en el delio, por ejemplo, de tipo somático. No se diagnostica hipocondría cuando la creencia o la preocupación se limitan a un defecto imaginado en la apariencia.

Trastorno Dismórfico Corporal El trastorno dismórfico corporal (TDC) se define, de acuerdo con el DSM-IV, como una preocupación excesiva por algún supuesto defecto en el aspecto físico del sujeto. El defecto es imaginario o, si existe, la preocupación es claramente excesiva, y llega a causar un malestar significativo que perjudica el funcionamiento normal del individuo.

El trastorno dismórfico corporal se ha descrito como un trastorno que produce un sufrimiento ligado a la experimentación de vergüenza por parte del sujeto, quien no suele expresar la existencia del sufrimiento, ni tampoco la existencia de su supuesto defecto corporal, de esta manera evita que los clínicos le pregunten directamente, dificultando la posibilidad de relacionar los síntomas con el trastorno.

Los padres de los niños con un TDC suelen acudir a consulta tras observar que su hijo comprueba excesivamente su aspecto físico frente al espejo, se acicala demasiado y demanda una excesiva resolución de dudas sobre estas cuestiones. Desde una perspectiva evolutiva, la preocupación por la apariencia puede ser común durante la adolescencia, pero los adolescentes con TDC padecen bien un malestar clínicamente significativo bien un deterioro en su funcionamiento. Las personas con un TDC suelen someterse a costosas y potencialmente peligrosas operaciones de cirugía estética y tratamientos dermatológicos.

No existe una literatura psiquiátrica de este trastorno en niños y adolescentes a pesar de los datos preliminares que sitúan su inicio en la adolescencia y de la constancia clínica de su existencia en estas edades. Hasta la fecha no se dispone de datos epidemiológicos sobre el TDC en niños y adolescentes, aunque el DSM-IV informa que su inicio se centra en una media de edad entre los 6 y los 16 años.

Algunos datos obtenidos a través del análisis de los rasgos demográficos, la fenomenología, del curso, tratamiento y de la respuesta terapéutica sugieren que el TDC puede estar relacionado con el trastorno obsesivo-compulsivo y que la serotonina puede estar implicada en su fisiopatología.

Disfunción de las Cuerdas Vocales (DCV) La disfunción de las cuerdas vocales (DCV) es un trastorno que frecuentemente pasa desapercibido, en el cual unos espasmos en las cuerdas vocales provocan el estrechamiento de la glotis, dando como resultado síntomas que imitan el asma agudo.

Los antecedentes más habituales suelen ser un asma resistente a tratamientos médicos muy agresivos, entre los que se incluyen la prescripción de múltiples medicaciones inhaladas y esteroides sistémicos, que han provocado hospitalizaciones repetidas e incluso intubación.

La DCV se diferencia del asma por la ausencia de síntomas nocturnos, la localización de la respiración ruidosa en la parte superior del pecho y la garganta, con unos valores

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gaseosos normales a pesar de síntomas extremos y una aducción significativa de las cuerdas vocales al examen con el laringoscopio (Brugman y Newman, 1993).

La prevalencia de esta disfunción en los hospitales de niños es prácticamente desconocida, en parte por la falta de clínicos con conocimientos suficientes de este trastorno. Suele consultarse a psiquiatras y psicólogos porque es habitual la sospecha de que los síntomas son facticios o producidos de forma intencionada (ninguna de las dos alternativas es cierta en la DCV).

No suele encontrarse psicopatología clara en los pacientes con DCV o en sus familias, aunque los acontecimientos vitales estresantes parecen ser importantes en la evolución de este trastorno. Las medicaciones contra el asma son ineficaces, pero la rehabilitación del lenguaje orientada a la reducción de la tensión de la musculatura laríngea extrínseca junto a otros tratamientos psicosociales suelen ser efectivos.

La incorporación de un psiquiatra en el diagnóstico, el planteamiento del tratamiento y la comunicación con la familia son contribuciones importantes para devolver al niño a su funcionamiento normal.

Tratamiento Mientras que cada plan de tratamiento necesita ser individualizado para poder abordar los problemas específicos de cada niño, las aproximaciones terapéuticas a los posibles trastornos somatomorfos comparten ciertas características comunes.

Es difícil en psiquiatría, encontrar el escenario ideal en el cual un trastorno somatomorfo, una vez diagnosticado, indique un simple tratamiento que al ser aplicado con destreza, solucione el problema. Es mucho más habitual la selección de muchas intervenciones de una amplia lista en intensidad y utilización de recursos.

El psiquiatra y la atención médica primaria debe intentar, (1) recalcar un diagnóstico final, focalizado en reducir la disfunción; (2) asegurar un único y minucioso trabajo médico; (3) servirse, para salvar las apariencias durante la fase aguda, de remedios tales como: lociones, vitaminas,.., y (4) evitar contactos físicos que intensifiquen el rol de enfermo.

Los casos agudos y monosintomáticos pueden ser abordados con el objetivo realista de la completa recuperación, pero los trastornos crónicos, multisintomáticos o que invaden todos los ámbitos del funcionamiento, son más abordables en base al tratamiento de los síntomas.

Los pacientes somatizadores y sus familias suelen pensar y hablar en términos de enfermedad física, problemas médicos y disfunciones somáticas y por tanto, se resisten activa o pasivamente, a la derivación al psiquiatra. El tratamiento de los pacientes somatizadores y sus familias ha de ser coordinado, debe desalentar un diagnóstico final y centrarse en reducir la disfunción; garantizar un solo examen médico adecuado y utilizar remedios benignos y que salven las apariencias como lociones, vitaminas, etc.

Es habitual que los pacientes somatizadores presenten otros trastornos psiquiátricos comórbidos. El trastorno depresivo mayor, el trastorno de angustia y otros trastornos de ansiedad responden a la psicoterapia y farmacoterapia prescritas a pesar de las complicaciones debidas a las somatizaciones. Se aconseja la utilización de inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina en el tratamiento de adultos con TDC o hipocondría en los que destaquen aspectos obsesivo-compulsivos. Los fármacos coadyuvantes (medicación no analgésica que ayuda a mitigar el dolor) pueden estar indicados cuando los narcóticos no son efectivos o producen efectos secundarios

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problemáticos. Los antidepresivos tricíclicos, los anticonvulsivos y los estimulantes son fármacos coadyuvantes de eficacia demostrada.

Las técnicas de modificación de conducta son importantes en el tratamiento de los trastornos somatomorfos. El refuerzo de las conductas de afrontamiento, es eficaz para reducir la ganancia secundaria asociada al rol de enfermo y para incrementar el cumplimiento de las prescripciones terapéuticas. Las técnicas de relajación y la hipnosis son útiles en el tratamiento de las cefaleas, la DCV, los trastornos de conversión y los síndromes dolorosos.

La información a los pacientes siempre resulta de utilidad facilitando la comprensión y adherencia al régimen terapéutico a partir de la clarificación de cuándo preocuparse por los síntomas, mejorando la comunicación con los profesionales y mediante técnicas de afrontamiento basadas en la solución de problemas.

La terapia cognitivo-conductual combinada con inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina ha demostrado ser efectiva con niños y adolescentes con TDC. La terapia de apoyo, la terapia de grupo y la psicoterapia individual han sido aplicadas con éxito en pacientes adultos con somatizaciones, aunque se carece de datos con respecto a la eficacia de estas estrategias en niños y adolescentes. La terapia familiar cognitivo-conductual para el DAR ha mostrado elevadas tasas de eliminación del dolor, menor número de recaídas y un mayor aumento de la capacidad funcional que el tratamiento pediátrico convencional sin intervención psicológica.

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