juan rulfo: nostalgia del · pedro páramo (1955), pero atrás quedaban años de trabajo y...

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Los Cuadernos de Literatura JUAN RULFO: NOSTALGIA DEL PARAISO José Carlos González Boixo E n 1982 Juan Rul viajaba a Oviedo pa rmar parte del Jurado que otorgaba el · Premio Príncipe de Asturias, en su sec- . ción de Literatura, en esa convocato- a. Este o volvió pa ser él quien recibiera t gardón. Con ello, España rinde un justo home- naje al escritor mexicano. En aquella ocasión pude, por fin, conocer al creador de aquel mundo literario que bastantes años antes me había lle- nado de admiración. Era el mismo hombre del- gado y tímido que los biógrafos habían descrito, amable y humilde como si el peso de su nombre, tantas veces repetido en letra impresa, lo hubiese descargado en otro «yo» invisible. De nuevo, este mismo año, a finales de abril, con motivo de su asistencia a un congreso que se celebró en Ma- drid, tuve ocasión de entrevistarle, durante una hora, en el hotel donde se hospedaba. Le vi llegar veloz, escurriéndose entre la gente que se agol- paba a la entrada del hotel, y dirigirse a la recep- ción donde inútilmente trataba de conseguir la llave de su habitación, mientras otros clientes que iban llegando eran atendidos sin ningún problema. La escena volvió a repetirse de rma casi idéntica poco tiempo después, cuando pretendió que le avisasen de la llegada de una determinada persona -alguien que le había solucionado ciertos proble- mas en los pasaportes- a la que él debía sentirse muy agradecido. Durante toda la entrevista, Rul se mostraba inquieto en su espera, pero como sospeché, tal aviso no llegó y cuando, por fin, su esposa le comunicó que tal «personalidad» hacía tiempo que había llegado, Rul, sintiéndose cul- pable de su ineficacia para las cosas de este mundo, me pidió que diésemos por finalizada la entrevista y se e, también veloz, seguramente a pedir disculpas a aquel hombre. Rulfo es, sin duda, el negativo de aquel otro escritor que espera las alabanzas y que necesita sostenerse en las ágiles columnas de la ma creadas para él por una inestable muchedumbre de adoradores. Rul siempre hablá de su obra lite- raria como sorprendido de la atención que se le presta y, a la menor ocasión, aludirá a aquellas narraciones que él considera malas, como pi- diendo disculpas por haber permitido que se pu- blicasen. Rulfo, por ejemplo, dejrá entrever su gozo por haberse librado de los periodistas que acosaban, en aquella ocasión de Madrid, a Gabo, nombre cariñoso que se pueden permitir utilizar 14 los amigos de Gabriel García Márquez. Rul, sin embargo, es plenamente consciente de la impor- tcia de su obra literaria, sabe que es un mito viviente, esperado a la llegada de cualquiera de sus viajes, tiene un sentido de tremenda responsa- bilidad ante lo que los demás parecen exigirle, y todo ello se convierte en un peso que tiene que soportar, es el precio que tiene que pagar por una no buscada notoriedad. Rul cumplió 65 años el día 16 de mayo de este año. A principios de los años 40 empezaba a cre un mundo literario que tendría su máximo reflo en un pueblo al que llamaría Comala, término cuyo origen está en «comal» -recipiente de barro usado en México, que se pone sobre las brasas y donde se calientan las tortillas- símbolo evidente del mundo inrnal donde coloca a sus personajes. La m le llegaría pocos años después de publicar Pedro Páramo (1955), pero atrás quedaban años de trabajo y anonimato. En 1933 se había trasladado a la ciudad de Mé- xico con la intención de realizar la carrera de abogado en la universidad, pero no pasará el exa- men extraordinario que le exigieron pa el in- greso. Empieza entonces a trabar en el Instituto de Inmigración. Nadie podía sospechar que aquel oscuro oficinista que escribía secretamente por las noches una novela, en 1938, llegía a ser un pres- tigioso escritor. La soledad que según parece le embargó en aquellos primeros años de residencia en México D. F. e la causante de que buscara una válvula de escape a través de la escritura. La novela tenía como título El hijo del desconsuelo pero no llegó a ser publicada. Rul se dio cuenta de que no había conseguido crear un persone propio en aquel campesino, protagonista de la no- vela, que se trasladaba a México, por cuanto es- taba reflejando su propia sensibilidad. Retórica, bicada, sensiblera, son gunos de los cca- tivos con que Rul describe aquella novela que e su primer intento como escritor. Tampoco resultó mejor su segundo intento. Un cuento escrito en 1943 y publicado dos años más tarde, titulado La vida no es muy seria en sus cosas. De él ha dicho Rul: «Dios nos libre. Por rtuna casi nadie lo .conoce y el olvido que ha caído sobre él no me parece suficiente». Un ag- mento conservado de la novela y este primer cuento (publicados, entre otras ediciones, en Obra completa, Caracas, ed. Ayacucho, 1977) eviden- cian, al compararlos con el resto de la producción literaria de Rul, una debilidad narrativa que no se observará en el resto de sus narraciones. Por fin, en 1945, aparecen dos nuevos cuentos de Rul, Nos han dado la tierra y Macario, que rmarán luego parte de su colección El llano en llamas (1953). La calidad literia de ambos se perpetuará en sucesivas publicaciones. Rul ha comenzado ya la descripción del mundo rural ja- lisciense, ámbito en el que se moverán todos sus personajes. Este último aspecto es de una gran importancia

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Page 1: JUAN RULFO: NOSTALGIA DEL · Pedro Páramo (1955), pero atrás quedaban años de trabajo y anonimato. En 1933 se había trasladado a la ciudad de Mé xico con la intención de realizar

Los Cuadernos de Literatura

JUAN RULFO: NOSTALGIA DEL PARAISO

José Carlos González Boixo

En 1982 Juan Rulfo viajaba a Oviedo para formar parte del Jurado que otorgaba el·Premio Príncipe de Asturias, en su sec-

. ción de Literatura, en esa convocato-ria. Este año volvió para ser él quien recibiera tal galardón. Con ello, España rinde un justo home­naje al escritor mexicano. En aquella ocasión pude, por fin, conocer al creador de aquel mundo literario que bastantes años antes me había lle­nado de admiración. Era el mismo hombre del­gado y tímido que los biógrafos habían descrito, amable y humilde como si el peso de su nombre, tantas veces repetido en letra impresa, lo hubiese descargado en otro «yo» invisible. De nuevo, este mismo año, a finales de abril, con motivo de su asistencia a un congreso que se celebró en Ma­drid, tuve ocasión de entrevistarle, durante una hora, en el hotel donde se hospedaba. Le vi llegar veloz, escurriéndose entre la gente que se agol­paba a la entrada del hotel, y dirigirse a la recep­ción donde inútilmente trataba de conseguir la llave de su habitación, mientras otros clientes que iban llegando eran atendidos sin ningún problema. La escena volvió a repetirse de forma casi idéntica poco tiempo después, cuando pretendió que le avisasen de la llegada de una determinada persona -alguien que le había solucionado ciertos proble­mas en los pasaportes- a la que él debía sentirsemuy agradecido. Durante toda la entrevista, Rulfose mostraba inquieto en su espera, pero comosospeché, tal aviso no llegó y cuando, por fin, suesposa le comunicó que tal «personalidad» hacíatiempo que había llegado, Rulfo, sintiéndose cul­pable de su ineficacia para las cosas de estemundo, me pidió que diésemos por finalizada laentrevista y se fue, también veloz, seguramente apedir disculpas a aquel hombre.

Rulfo es, sin duda, el negativo de aquel otro escritor que espera las alabanzas y que necesita sostenerse en las frágiles columnas de la fama creadas para él por una inestable muchedumbre de adoradores. Rulfo siempre hablará de su obra lite­raria como sorprendido de la atención que se le presta y, a la menor ocasión, aludirá a aquellas narraciones que él considera malas, como pi­diendo disculpas por haber permitido que se pu­blicasen. Rulfo, por ejemplo, dejc1.rá entrever su gozo por haberse librado de los periodistas que acosaban, en aquella ocasión de Madrid, a Gabo, nombre cariñoso que se pueden permitir utilizar

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los amigos de Gabriel García Márquez. Rulfo, sin embargo, es plenamente consciente de la impor­tancia de su obra literaria, sabe que es un mito viviente, esperado a la llegada de cualquiera de sus viajes, tiene un sentido de tremenda responsa­bilidad ante lo que los demás parecen exigirle, y todo ello se convierte en un peso que tiene que soportar, es el precio que tiene que pagar por una no buscada notoriedad.

Rulfo cumplió 65 años el día 16 de mayo de este año. A principios de los años 40 empezaba a crear un mundo literario que tendría su máximo reflejo en un pueblo al que llamaría Comala, término cuyo origen está en «comal» -recipiente de barro usado en México, que se pone sobre las brasas y donde se calientan las tortillas- símbolo evidente del mundo infernal donde coloca a sus personajes. La fama'. le llegaría pocos años después de publicar Pedro Páramo (1955), pero atrás quedaban años de trabajo y anonimato.

En 1933 se había trasladado a la ciudad de Mé­xico con la intención de realizar la carrera de abogado en la universidad, pero no pasará el exa­men extraordinario que le exigieron para el in­greso. Empieza entonces a trabajar en el Instituto de Inmigración. Nadie podía sospechar que aquel oscuro oficinista que escribía secretamente por las noches una novela, en 1938, llegaría a ser un pres­tigioso escritor. La soledad que según parece le embargó en aquellos primeros años de residencia en México D. F. fue la causante de que buscara una válvula de escape a través de la escritura. La novela tenía como título El hijo del desconsuelo pero no llegó a ser publicada. Rulfo se dio cuenta de que no había conseguido crear un personaje propio en aquel campesino, protagonista de la no­vela, que se trasladaba a México, por cuanto es­taba reflejando su propia sensibilidad. Retórica, alambicada, sensiblera, son algunos de los califica­tivos con que Rulfo describe aquella novela que fue su primer intento como escritor.

Tampoco resultó mejor su segundo intento. Un cuento escrito en 1943 y publicado dos años más tarde, titulado La vida no es muy seria en sus cosas. De él ha dicho Rulfo: «Dios nos libre. Por fortuna casi nadie lo .conoce y el olvido que ha caído sobre él no me parece suficiente». Un frag­mento conservado de la novela y este primer cuento (publicados, entre otras ediciones, en Obra completa, Caracas, ed. Ayacucho, 1977) eviden­cian, al compararlos con el resto de la producción literaria de Rulfo, una debilidad narrativa que no se observará en el resto de sus narraciones.

Por fin, en 1945, aparecen dos nuevos cuentos de Rulfo, Nos han dado la tierra y Macario, que formarán luego parte de su colección El llano en llamas (1953). La calidad literaria de ambos se perpetuará en sucesivas publicaciones. Rulfo ha comenzado ya la descripción del mundo rural ja­lisciense, ámbito en el que se moverán todos sus personajes.

Este último aspecto es de una gran importancia

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para comprender la obra del escritor mexicano. Toda su obra tiene como marco especial la región sur de Jalisco, incluso allí se sitúan los guiones de cine que escribiría en los años sesenta: El despojo, La fórmula secreta y El gallo de oro -novela, en realidad, y no guión de cine, texto que no ha merecido de la crítica, en general, el valor que tiene-. Dado que estos últimos textos señalados son de los años sesenta, aunque publicados re­cientemente, se puede decir que Rulfo lleva cerca de veinte años sin publicar. Sin embargo, siempre que se le ha preguntado por el tema, él ha seña­lado que estaba escribiendo. Durante muchos años los lectores esperaron inútilmente la apari­ción de una novela que se iba a titular La cordi­llera: Rulfo había contado su argumento, incluso había ya dado nombre a los personajes, pero la riovela comenzó primero perdiendo su título, luego desmembrándose en cuentos proyectados, después ... El tema, como en el resto de su obra, también se localizaba en el ambiente rural. Luego han sido los cuentos, género hacia el que Rulfo muestra sus preferencias en la actualidad. Según últimas confesiones suyas tendría «casi» prepara-

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dos cerca de una veintena. El tema, de nuevo, es el mismo: una visión angustiada del medio rural en Jalisco.

Ese dar vueltas y más vueltas alrededor de los mismos asuntos tiene su explicación en una etapa concreta de la biografía de Rulfo: él nació en Apulco, pequeña localidad perteneciente a San Gabriel, que, a su vez, está situado en el distrito de Sayula, hacia el sur del estado de Jalisco. Sus primeros diez años transcurren en San Gabriel, los cuatro años siguientes en un orfelinato de Guada­lajara. A los quince años va a México D. F. y sólo ocasionalmente volverá a estas tierras de su niñez. Sin embargo, quedaron en él grabadas para siem­pre. Rulfo explicó en una ocasión la gestación de Pedro Páramo haciendo referencia a San Gabriel: «No había escrito una sola página, pero me estaba dando vueltas a la cabeza. Y hubo una cosa que me dio la clave para sacarlo, es decir, para desen­hebrar ese hilo aún enlanado. Fue cuando regresé al pueblo donde vivía, 30 años después, y lo en­contré deshabitado. Es un pueblo que he conocido yo, de unos siete mil, ocho mil habitantes. Tenía 150 habitantes cuando llegué ( ... ). La gente se

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había ido, así. Pero a alguien se le ocurrió sembrar _ de casuarinas las calles del pueblo. Y a mí me tocó estar allí una noche, y es un pueblo donde sopla mucho el viento, está al pie de la Sierra Madre. Y en las noches las casuarinas mugen, aúllan. Y el viento. Entonces comprendí yo esa soledad de Comala, del lugar ese» (R. Roffé, Juan Rulfo. Autobiografía· armada, Buenos Aires, ed. Corregidor, 1973, pp. 60-61).

Serán esos recuerdos de su infancia los que le lleven a crear ese mundo de soledad que domina su obra. Un mundo lleno de resonancias regiona­listas pero en el que los conflictos adquieren valor universal. Cuando apareció El llano en llamas al­gunos críticos, apresuradamente, situaron a Rulfo como un escritor regionalista más. Sólo hizo falta esperar dos años, a que apareciera Pedro Páramo, para que se dieran cuenta de su error. El mundo fantasmal de la novela, la ruptura d6 las fronteras entre la vida y la muerte, mostraban á un escritor que había superado los cauces realistas y tradicio­nales de la novelística anterior e inauguraba la nueva narrativa mexicana, agotada ya la, veta de la novela de la Revolución mexicana. En palabras de Carlos Fuentes, Rulfo cerraba,con llav-e de oro tal período. El lector tenía ahora, ante sus ojos, una obra tan breve como densa donde se hacía un sutil y desesperanzado análisis del hombre mexicano, del hombre, en definitiva, de cualquier parte del mundo que se encuentra desamparado.

Rulfo, tan aficionado a la fotografía en tiempos pasados, nos da una imagen de un mundo sin futuro, una imagen que sólo tendrá los colores vivos cuando lo que retrata es la sangre fruto de la violencia, una imagen que a veces se tiñe del verde .de la esperanza, pero sólo en los recuerdos de tiempos añorados y muchas veces soñados de algunos personajes de Pedro Páramo, una imagen que casi siempre adopta una tonalidad seria, re­flejo de un mundo detenido para siempre. Los personajes de Rulfo se encuentran situados en medio de una realidad que les es hostil, todo se confabulará contra ellos y ningún alivio parece poder esperarse para que cambie su situación.

El personaje de Rulfo, como campesino que es, se siente apegado a su tierra, sólo que ésta o es tan mísera que no produce apenas o, en caso contrario, se verá desplazado por la fuerza. En Nos han dado la tierra deja vislumbrar Rulfo el, tantas veces, inútil reparto de tierras, motivado por la necesidad de una reforma agraria después de la Revolución. Cuando uno de los personajes del cuento llega al lugar que se le ha concedido describirá esas tierras así: « Vuelvo hacia todos lados y miro el llano. Tanta y tamaña tierra para nada. Se le resbalan a uno los ojos al no encontrar cosa que los detenga». Es el engaño del pueblo por un Gobierno, nombrado genéricamente, que es presentado de forma patética y esperpéntica en el cuento El día del derrumbe. Otras veces será la violencia, como la de los hermanos Torrico en La Cuesta de las Comadres, la que obligará a huir de

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sus tierras a los campesinos, lo mismo que ocurre en Comala, cuando Pedro Páramo, ya dominador. de todo, deja de cultivar sus tierras y los campesi­nos no tendrán más remedio que marcharse. La desolación de la tierra es también la desolación del hombre. Tal coincidencia se aprecia claramente en Luvina, «porque en Luvina sólo viven los puros viejos y los que todavía no han nacido, como quien dice ... Y mujeres sin fuerzas, casi trabadas de tan flacas. Los niños que han nacido allí se han ido ... Apenas les clarea el alba y ya son hombres. Como quien dice, pegan el brinco del pecho de la madre y desaparecen de Luvina».

A partir de situaciones similares a éstas, Rulfo va analizando el porqué de la soledad de sus per­sonajes. Estos se sienten desamparados porque ese Gobierno les ha abandonado, porque los caci­ques imponen su voluntad o porque el proceso revolucionario no ha significado nada para ellos, sólo violencia. Rulfo, que conoció las consecuen­cias de la Revolución en su niñez, no es precisa­mente un cantor de sus glorias. Lo mismo que Azuela, muestra su desencanto ante lo que podía haber sido la liberación del pueblo. Convertida frecuentemente en bandas armadas sin ideario po­lítico, tal como aparece en el cuento El llano en llamas o en Pedro Páramo, sólo es causa de pesar para el personaje campesino de Rulfo, o, en el mejor de los casos, gentes armadas que ven pasar sin ningún tipo de identificación con ellos, como en La herencia de Matilde Arcángel.

A todos estos males externos se unen proble­mas más personales. La incomunicación se hace patente a todos los niveles, representada por ese monólogo continuo que domina la perspectiva de la narración. Donde es más evidente esa incomu-

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nicación es en las relaciones entre padres e hijos. El menosprecio de Lucas Páramo por Pedro Pá­ramo, el de éste por todos sus hijos, el odio o el desinterés del padre hacia el hijo en La herencia de Matilde Arcángel y Paso del Norte, muestran ese sentimiento de orfandad tan característico del mexicano, que Octavio Paz ha analizado en Ellaberinto de la soledad y que el propio Rulfo sin­tió en su carne al perder tempranamente a sus padres. Seguramente aquellos cuatro años que pasó en un orfelinato de Guadalajara dejaron para siempre el sello de la soledad marcado en su alma. Sentimiento, por otra parte, tan universal que im­pide cualquier intento de localización. «Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde po­demos agarrarnos para enraizar está muerta», dirá uno de los personajes de ¡Diles que no me maten! Juan Preciado descenderá a Comala en busca de esos orígenes.

El personaje de Rulfo que ha sido despojado de sus tierras, que se siente huérfano y que parece decidido a aislarse en su propio mundo interior, buscará su salvación en las promesas de la reli­gión cristiana. Tampoco aquí la encontrará. Rulfo no critica la religión, sino esa mezcla de cristia­nismo y supersticiones de las que se ha servido la sociedad dirigente para mantener sojuzgado al pueblo. Talpa o Anacleto Morones son muestra de ese engaño. Pero será en Pedro Páramo donde los planteamientos religiosos cobren toda su intensi­dad.

Cuando Juan Preciado llega a Comala se encon­trará con un lugar poblado por «ánimas en pena». Rulfo, recogiendo una tradición popular, traspasa las fronteras de la muerte para mostrarnos la sole­dad de los personajes, incluso, más allá de la

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muerte. Los personajes están dominados por la conciencia de culpa y de pecado que sólo la Igle­sia puede liberar. Sin embargo, el padre Rentería les negará la absolución de esos pecados. Como consecuencia se verán obligados a vagar, conver­tidos en fantasmas, por aquellos lugares en donde vivieron. Simbólicamente, Rulfo muestra que la salvación de ese mundo no puede supeditarse a un «más allá» de la vida. La paz que buscan los personajes de Rulfo sólo se conseguirá cuando se produzca un cambio total de la situación. De esta forma, la obra de Rulfo aparece como la búsqueda de una utopía, sólo que presentando una contra­utopía, lo qúe no debe ser.

La novela, síntesis del mundo rulfiano, muestra claramente dos mundos diferenciados: un pueblo próspero, el Comala que recuerda Dolores, el de la infancia de Pedro Páramo, y un pueblo muerto, el Comala que descubre Juan Preciado, un reflejo del infierno. Uno es la utopía y otro la contra-uto­pía. Sin embargo, existe en la novela un tercer pueblo, es Comala en su proceso de transforma­ción del bien al mal, imagen de la realidad de nuestro mundo. Todas esas causas que se han señalado, desde las violencias fisicas a las violen­cias espirituales son lás que han llevado a que la imagen última de Comala sea la infernal. Sin em­bargo, sobre las tumbas donde están enterrados Juan Preciado y Dorotea comienza a caer la lluvia. El simbolismo es claro: aún es posible la salvación para el hombre, aunque ya no lo es para el mundo de Comala porque sus personajes están muertos. Cuando a Rulfo le preguntaron en una ocasión si era un autor fatalista, él contestó que no, que lo único que hacía era mostrar las cosas que estaban mal.

Los personajes en la novela buscan realizar una «ilusión». Juan Preciado entroncar con sus oríge­nes, Dolores recuperar su paraíso perdido, Doro­tea ver cumplidos sus deseos de maternidad, Su­sana San Juan persigue un amor idealizado sólo posible en sus sueños y Pedro Páramo querrá po­seerlo todo para poder ofrecérselo a Susana, en su amor sin límites por ella. Ninguno de ellos logrará su propósito. Víctimas y verdugos coincidirán en un punto: todos ellos han sido condenados a una soledad que transpasa la frontera de la muerte. Rulf o nos ha dejado una imagen del hombre aco­sado por antiguos atavismos, abandonado a su soledad en medio de un mundo hostil. Es la radio­grafía de unas tierras, las de Jalisco, en las que apenas se vislumbra la esperanza. Es, en defini­tiva, una proyección de lo difícil que resulta la existencia humana. El paraíso parece inalcanza­ble, sólo queda la nostalgia de haber estado alguna vez cerca de él. Rulfo ha mirado a su alrededor y sólo ha podido describir el camino hacia el in­fierno, el viaje de unos hombres que bajo el peso de una cruz, de la que no son culpables, eapenas levantarán la voz para quejarse. Rulfo nos ha mostrado la soledad del hombre.