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Misteri de Déu, 1ª Part, Cap III,1.El llenguatge sobre Déu EL LENGUAJE DE LA FE COMO MEDIO DE SU TRANSMISIÓN Francisco CONESA FERRER (Orihuela-Alicante) Ponencia presentada en el Encuentro de obispos y teólogos, Madrid 20-21 de septiembre de 2013 Ciertamente uno de los problemas más graves que la Iglesia tiene en nuestros días es el de comunicación. La secularización de las sociedades occidentales delata precisamente la incapacidad de muchas personas por entender el lenguaje religioso y también las dificultades de los creyentes para hacerlo comprensible. ¿Cómo enseñar a hablar el lenguaje de la fe? ¿cómo puede ser entendido por los hombres y mujeres de nuestro tiempo? Intentaré exponer este tema teniendo en cuenta la peculiar perspectiva que aportan las modernas ciencias del lenguaje, cuyos resultados pueden ser muy útiles para comprender la fe 1 . 1.- La Iglesia nos enseña a hablar el lenguaje de la fe La Buena Noticia de Jesucristo, que la Iglesia tiene el deber y el gozo de transmitir, se comunica mediante un lenguaje. Es verdad que el lenguaje no es el único elemento que interviene en la comunicación de la fe cristiana, pero también es cierto que no podemos minusvalorar la función que tiene el lenguaje en la transmisión de la fe. Nuestra vida como seres humanos está inserta en un lenguaje hasta 1 Así lo sostiene JUAN PABLO II, Enc. Fides et Ratio, n. 84. He estudiado la cuestión en F. CONESA – J. NUBIOLA, Filosofía del Lenguaje, Herder, Barcelona 1999, cap. 12 y 13. 1

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Misteri de Déu, 1ª Part, Cap III,1.El llenguatge sobre Déu

EL LENGUAJE DE LA FE COMO MEDIO DE SU TRANSMISIÓN

Francisco CONESA FERRER (Orihuela-Alicante)

Ponencia presentada en el Encuentro de obispos y teólogos,

Madrid 20-21 de septiembre de 2013

Ciertamente uno de los problemas más graves que la Iglesia tiene en nuestros días es el de comunicación. La secularización de las sociedades occidentales delata precisa-mente la incapacidad de muchas personas por entender el lenguaje religioso y también las dificultades de los creyentes para hacerlo comprensible. ¿Cómo enseñar a hablar el lenguaje de la fe? ¿cómo puede ser entendido por los hombres y mujeres de nuestro tiempo?

Intentaré exponer este tema teniendo en cuenta la peculiar perspectiva que aportan las modernas ciencias del lenguaje, cuyos resultados pueden ser muy útiles para comprender la fe1.

1.- La Iglesia nos enseña a hablar el lenguaje de la fe

La Buena Noticia de Jesucristo, que la Iglesia tiene el deber y el gozo de transmitir, se comunica mediante un lenguaje. Es verdad que el lenguaje no es el único elemento que interviene en la comunicación de la fe cristiana, pero también es cierto que no podemos minusvalorar la función que tiene el lenguaje en la transmisión de la fe. Nuestra vida como seres humanos está inserta en un lenguaje hasta el punto de que, en cierta manera, somos seres humanos porque hablamos, porque tenemos un “logos”, una razón, una palabra2. También nuestra vida de fe está impregnada por el lenguaje, de modo que un rasgo esencial del creyente es que habla, es decir, reza, canta, profesa su fe y la proclama. El creyente es una persona que habla el lenguaje de la fe.

1 Así lo sostiene JUAN PABLO II, Enc. Fides et Ratio, n. 84. He estudiado la cuestión en F. CONESA – J. NUBIOLA, Filosofía del Lenguaje, Herder, Barcelona 1999, cap. 12 y 13.

2 Recordemos que Aristóteles definió al hombre como un “ser vivo que tiene logos”. Con ello apuntaba al hecho de que el ser humano se distingue del resto de los animales no sólo por tener una razón, sino por el hecho mismo de tener lenguaje (ARISTÓTELES, Política, I, 2, 1253a,10; cfr. Ethic. Nic., 2, 8, 1098a 4).

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No conviene olvidar un hecho primordial: creemos en un Dios que ha hablado al hombre. Nuestra fe cristiana confiesa que Dios se ha inclinado y “habla a los hombres como amigos” (DV 2) comunicando su intimidad e invitándoles a su compañía, “habla en el Escritura por medio de hombres en lenguaje humano” (DV 12). Es más, Dios se ha hecho Logos, Palabra, en la carne humana de Jesucristo. La fe no es sino respuesta a este acontecimiento primero. La primacía corresponde, pues, al lenguaje de la revelación. A este acontecimiento de la revelación, responde el hombre con una actitud de aceptación, de acogida y de fe, que tiene una expresión lingüística. Porque Dios ha hablado al hombre en una historia que alcanza su culmen en Jesucristo, puede el creyente tener un lenguaje de la fe. Se podría decir que nuestro lenguaje no es sino eco de quien es la Palabra originaria y eterna. Nuestro lenguaje pretende expresar y proclamar en palabras humanas al que es la Palabra del Padre.

- Qué se entiende por “lenguaje de la fe”

Es oportuno que demos un paso adelante y concretemos a qué nos referimos cuando hablamos del “lenguaje de la fe”. En este punto resulta conveniente distinguir el “lenguaje teológico” del “lenguaje de la fe”, llamado a veces, simplemente, “lenguaje religioso”. Mientras que el “lenguaje la de la fe” es el lenguaje que usan los creyentes para referirse o expresar sus creencias, el “lenguaje teológico” es usado por el creyente en la reflexión intelectual.

Ahora bien, los hombres de fe usan el lenguaje con dos fines principales: hablar a Dios y hablar de Dios. Se puede distinguir así entre el lenguaje de la oración y la invocación y el lenguaje del testimonio. El lenguaje de la oración resuena en la liturgia, los cantos, los rezos. Puede tener forma comunitaria, generalmente a través de fórmulas establecidas, o puede ser libre, permitiendo una comunicación no estereotipada con Dios. El lenguaje del testimonio suele tener la forma de confesión, revelando así el compromiso existencial de quien habla. La predicación, el testimonio o la catequesis son algunas formas de este lenguaje. El lenguaje del testimonio, implícita o explícitamente, depende de la fórmula “Yo creo”. Por eso se llama también “lenguaje de la fe”.

Es conveniente señalar que el lenguaje de la fe se habla en pluralidad de lenguajes. No estamos ante una realidad monolítica, sino que existe una diversidad de lenguajes: el de la narración y el de la reflexión, el de la poesía y el de la oración. Narrar, agradecer, suplicar, rezar, confesar los pecados, predicar un sermón, recitar unas letanías, cantar himnos, impartir catequesis, hablar sobre el más allá… todo son lenguajes dentro de un único lenguaje de la fe3. Ahora bien, unos lenguajes se refieren a otros, entre ellos 3 Por esto algunos autores prefieren hablar en plural de “lenguajes de la fe”, cada uno de los cuales tiene rasgos característicos, aunque todos expresan y realizan la forma de vida cristiana (Cf. V. VIDE, Los lenguajes de Dios. Pragmática lingüística y teología, Universidad de Deusto, Bilbao 1999, pp. 18-19). Fisichella distingue estos lenguajes de la fe: teológico, litúrgico, religioso, catequético y pastoral (R.

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existe un parecido, un cierto “aire de familia”, según la conocida expresión de Wittgenstein4.

En un nivel distinto está el lenguaje teológico, el cual está al servicio del lenguaje de la fe. El lenguaje teológico pretende exponer de manera reflexiva el lenguaje de la fe y profundizar en su significado. Por ello, el lenguaje teológico se sitúa en un segundo nivel: es lenguaje que se ocupa del lenguaje, que pretende esclarecer la “gramática”, es decir, la estructura y el significado del lenguaje de la fe, las reglas de su uso y sus implicaciones5.

- La Iglesia, una madre que enseña a hablar

Pues bien, una tarea fundamental de la Iglesia es transmitir la fe y, por ello, enseñar a sus hijos a hablar el lenguaje de la fe. Hay un texto muy lúcido del Catecismo de la Iglesia Católica que dice: “Como una madre que enseña a sus hijos a hablar y con ello a comprender y comunicar, la Iglesia, nuestra Madre, nos enseña el lenguaje de la fe para introducirnos en la inteligencia y en la vida de fe” (n. 171). El lenguaje humano es aprendido siempre en el seno de una comunidad lingüística. También el lenguaje de fe se recibe y se aprende en el interior de la comunidad creyente. Aprendemos de nuestros padres a hablar el lenguaje ordinario y aprendemos de otros creyentes a hablar el lenguaje de la fe.

La alusión a la Ecclesia Mater que realiza el Catecismo, de tan profundas raíces patrísticas, resulta muy oportuna, porque la “lengua materna” del creyente es el lenguaje de la fe, el cual ha aprendido de la madre Iglesia. Lo ha repetido el Papa Francisco en su reciente encíclica: “El pasado de la fe, aquel acto de amor de Jesús, que ha hecho germinar en el mundo una vida nueva, nos llega en la memoria de otros, de testigos, conservado vivo en aquel sujeto único de memoria que es la Iglesia. La Iglesia es una Madre que nos enseña a hablar el lenguaje de la fe” (LF 38).

El fin de este aprendizaje es introducirnos en la inteligencia y vida de la fe. Participar en el lenguaje es un medio para alcanzar la verdad de la revelación acontecida en Jesucristo y participar de esta manera en una vida nueva. El lenguaje no es un fin en sí mismo, sino una mediación para insertar en una vida

FISICHELLA, voz “lenguaje teológico”, en DTF, pp. 826-827)

4 “Los juegos forman una familia”, decía Wittgenstein (Investigaciones filosóficas, § 67). Entre ellos se puede dar un parecido o aire de familia.

5 Esto es lo que significa el dicho de L. Wittgenstein: “La gramática nos dice qué clase de objeto es una cosa (la teología como gramática)” (L. WITTGENSTEIN, Investigaciones filosóficas, Crítica, Barcelona 1988, I, § 373). Cfr. F. CONESA, "La teología como gramática del lenguaje sobre Dios", en J. MORALES (ed.), Cristo y el Dios de los cristianos. Hacia una comprensión actual de la teología , Servicio de publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona 1998, pp. 79-93; C. MOLARI, voz “lenguaje”, en G. BARBAGLIO – S DIANICH, Nuevo diccionario de teología, vol. 1, Cristiandad, Madrid 1982, pp. 857-893.

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2.- La singularidad del lenguaje de la fe

Debemos fijarnos ahora en la singularidad del lenguaje de la fe. Pero conviene comenzar señalando que el lenguaje de la fe no se distingue de otros porque recurra a un vocabulario especial ni porque tenga un estilo o gramática distinta del lenguaje común6. Aunque tiene unas características especiales, el lenguaje de la fe no constituye un discurso autónomo, separado del lenguaje que los seres humanos usamos cada día. No se trata de un lenguaje esotérico o impenetrable hablado por una comunidad cerrada en sí misma. El lenguaje de la fe es el lenguaje que los hombres hablamos cada día ampliado y adaptado para su uso en un contexto singular. La fe transforma el lenguaje ordinario, no crea un lenguaje propio. Por eso, para algunos autores deben evitarse expresiones como “discurso religioso” o “lenguaje de la fe” y, en su lugar, hablar de “uso religioso del lenguaje” o “uso creyente del lenguaje”7.

Las características singulares que tiene este lenguaje dependen principalmente de la peculiaridad del ser de Dios y de la naturaleza del acto de fe.

- Hablar del Dios inefable

En primer lugar, es un lenguaje que pretende hablar a Dios y hablar de Dios, pero el creyente sabe muy bien que Dios está siempre más allá de todo lo que podamos decir de Él. El lenguaje humano está vinculado a nuestra experiencia del mundo, la cual está marcada por la espacialidad, la temporalidad, la causalidad y la sustancialidad. Pero estas categorías no son válidas para hablar del “Deus absconditus” (Is 45, 15). Hay una infinita diferencia cualitativa entre Dios y el hombre, de modo que el lenguaje humano se muestra siempre inadecuado para expresar la realidad divina. San Agustín decía que “tal vez el silencio fuera el único homenaje que el entendimiento podría dar a lo Inefable; pues, si algo puede expresarse con palabras, ya no es inefable. Y Dios es inefable”8. El apofatismo, tan característico del oriente cristiano, es, precisamente, una expresión de esta conciencia de que Dios es inaferrable en su esencia. Mediante el silencio pretende evitar construir un ídolo que sustituya al Dios vivo. En cierta manera, hablar de Dios desafía la lógica del lenguaje.

6 Cfr. C. HUBER, E questo tutti chiamano "Dio". Analisi del linguaggio cristiano, Pontificia Università Gregoriana, Roma 1993, pp. 52-57.

7 Cfr. R. H. BELL, “Wittgenstein and Descriptive Theology”, en Religious Studies 5 (1969) 6; D. M. HIGH, “Belief, Falsification and Wittgenstein”, en International Journal for the Philosophy of Religion 3 (1972) 241; J. ROSS, “Religious language”, en B. DAVIES (ed.), Philosophy of Religion. A Guide to the Subject, Cassell, London 1998, p. 106: “No hay un lenguaje que, como tal, sea religioso”.

8 S. AGUSTÍN, Sermo 117, 5-7 (PL 38, 663-665).4

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El lenguaje de la fe convive, por eso, en esa tensión entre el Dios indecible y la necesidad de proclamarlo. El creyente es consciente de que Dios rebasa todo lenguaje, pero también de que no puede callarlo, de que no puede ser silenciado.

- El carácter testimonial del lenguaje de la fe

El segundo elemento diferenciador se relaciona con la naturaleza del acto de fe. El lenguaje de la fe no es nunca un lenguaje desprendido o abstracto como el científico: no habla tan sólo del objeto en sí mismo, sino de la relación del sujeto con Dios y, por ello, contiene necesariamente una referencia y una vinculación con nuestra actitud frente a ese objeto. El lenguaje de la fe no ofrece una información neutral, sino que tiene el carácter de testimonio, es decir, en él no es posible separar del todo la palabra y la realidad, la persona del hablante y la cosa hablada. Utilizar ese lenguaje significa creer en Dios.

La novela “El despertar de la señorita Prim”, de Natalia Sanmartin, puede ayudarnos a ilustrar esto. En ella plantea una relación imposible entre un hombre y una mujer a causa de que el primero es creyente mientras que la otra no. La mujer se pregunta cómo es posible que la discrepancia en unas ideas pueda llevar a impedir esa relación. La respuesta del hombre (del sillón) es: “¿Ideas, Prudencia? Entonces, ¿cree usted que la fe es una idea? ¿cree que se trata de una ideología? ¿Algo así como la economía de mercado, el comunismo o la lucha por los derechos de los animales? Más adelante le aclara: “La fe no es algo teórico, Prudencia. Una conversión es algo tan teórico como un disparo en la cabeza”9. El lenguaje de la fe no contiene ideas, informaciones, teorías, sino que es eminentemente práctico.

3.- Rasgos característicos del lenguaje de la fe

A la luz de lo señalado, podemos detenernos a considerar los principales rasgos que distinguen el lenguaje de la fe de cualquier otro tipo de lenguaje. Como veremos, el lenguaje de la fe se sirve de una gran diversidad de elementos lingüísticos.

a) El recurso al símbolo y la parábola

Consciente de la dificultad de expresar a Dios de forma directa, gran parte del lenguaje de la fe se sirve de simbolismos. El hombre creyente se ve incapaz de agotar con sus conceptos la riqueza de la realidad divina y acude, por ello, al simbolismo y la metáfora. Algunas veces son símbolos tomados de la naturaleza (la luz, el fuego, el viento, la roca, el agua), otras veces símbolos personales (la profundidad, la altura, el gozo, el dolor), relativos a realidades sociales (el amor, el matrimonio, el padre o la madre, etc.) o tomados de la vida cotidiana (el vino, el aceite, el pan, la sal, etc). Se

9 N. SANMARTIN FENOLLERA, El despertar de la señorita Prim, Planeta, Barcelona 2013, pp. 256 y 258.5

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podría decir que cualquier realidad del mundo se hace capaz de vincularnos a la trascendencia. El lenguaje bíblico tiene, en buena parte, carácter simbólico. Jesucristo mismo recurrió también con frecuencia al símbolo, la metáfora, la parábola. Es un lenguaje que sugiere, atrae, fascina, provoca, mueve a la decisión.

La filosofía contemporánea –especialmente la tradición hermenéutica- ha puesto en valor lo simbólico, frente a una concepción excesivamente objetivista del conocimiento. El simbolismo no es un lenguaje deficiente, sino el lenguaje adecuado para referirse a aspectos importantes de la realidad que permanecen ocultos al lenguaje conceptual. Un autor como P. Ricoeur (1913-2005) ha explicado que la metáfora no es una mera figura retórica, sino una forma de relacionarse con la realidad y de referirse a ella10. La imagen, el símbolo o la metáfora son indispensables para captar muchas conexiones que escapan al discurso conceptual. La función simbólica puede tener un valor explorativo y premonitor de ciertas dimensiones de la verdad que no se reducen a la verdad objetivable. Los símbolos tienen la capacidad de despertar el interior del hombre y capacitarle para expresar lo más íntimo: “son el lenguaje del corazón”11.

Los símbolos cumplen una doble función12. En primer lugar, re-presencializan, es decir, hacen presente lo ausente, visible lo invisible. El símbolo remite y envía a la otra mitad oculta (symballein). En segundo lugar, en los símbolos lo significado pertenece a un orden distinto de la realidad en la que se sitúa el significante. Por eso, en el símbolo el significante remite, sugiere y evoca el sentido que simboliza. El símbolo sirve para revelar y ocultar al mismo tiempo la realidad a la que se refiere.

En este punto cabría preguntarse si la dificultad de comunicar el lenguaje de la fe no tiene que ver con la pérdida de lo simbólico en las sociedades occidentales. El racionalismo excesivo de nuestra cultura puede haber provocado una cierta pérdida de lo simbólico. Pero el proyecto desmitologizador corre el riesgo de acabar perdiendo aspectos importantes de lo real. Quizás hemos priorizado el lenguaje abstracto y conceptual cuando hablamos de Dios y hemos olvidado la importancia del recurso al lenguaje simbólico.

b) La analogía con las realidades humanas

10 Cfr. P. RICOEUR, La metáfora viva, Cristiandad, Madrid 1980, J. GREISCH, “L'énonciation philosophique et l'énonciation théologique de Dieu”, en Recherches de science religieuse 67 (1979) 547-564. Uno de los estudios más completos sobre la metáfora y el lenguaje religioso es J. M. SOSKICE, Metaphor and Religious Language, Clarendon, Oxford 1985.

11 X. QUINZÁ, “Los lenguajes de la fe”, en B. BARTOLOMÉ MARTÍNEZ, Historia de la acción educadora de la Iglesia en España, vol. 1, BAC, Madrid 1995, p. 36.

12 Cfr. V. VIDE, Comunicar la fe en la ciudad secular. Teología de la comunicación, Sal Terrae, Santander 2013, p. 97.

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La filosofía del lenguaje ha debatido con amplitud si podemos hablar literalmente de Dios o sólo nos podemos referir a Él de modo simbólico. Autores como Paul Tillich (1886-1965) sostuvieron que la trascendencia absoluta de Dios respecto de las criaturas impide aplicar literalmente ningún lenguaje a Dios. Sólo podemos utilizar símbolos, los cuales nos ayudan a encontrar a Dios en nuestra experiencia; pero que no tienen como referencia la realidad de Dios.

Frente a esta posición tenemos que decir que es posible hablar de Dios literalmente, si bien de modo analógico. La analogía tiene como supuesto el reconocimiento de que Dios ha hablado en la creación, de que lo creado es una palabra suya, un “lenguaje” que conduce a su reconocimiento y alabanza. Aquello de lo que el hombre se sirve y lo que el mismo hombre es, puede considerarse como alfabeto que Dios utiliza para revelarse a sí mismo. El acto creativo de Dios está en el origen de todo lenguaje humano sobre él.

Como ha subrayado el teísmo clásico, aunque es cierto que Dios es trascendente al mundo, cabe referirse a Él de una manera indirecta, a través de las realidades que llamamos mundo, criatura y hombre. Con la analogía se intenta trascender y superar los límites que acompañan al lenguaje humano cuando se trata de referirse a Dios. Los Padres griegos –y especialmente el PseudoDionisio- enseñaron que en todos los enunciados sobre Dios hay afirmación, negación y eminencia: afirmamos de Dios una perfección que vemos en las criaturas, negamos el modo limitado en que se encuentra en las criaturas y la afirmamos de Dios como infinita y eminente. El movimiento de afirmación y negación es constitutivo de la analogía. El Catecismo recuerda que “puesto que nuestro conocimiento de Dios es limitado, nuestro lenguaje sobre Dios también lo es. No podemos nombrar a Dios sino a partir de las criaturas, y según nuestro modo humano limitado de conocer y pensar” (n. 40).

Diversos filósofos analíticos (Alston, Swimburne, etc) han aportado sus reflexiones sobre la analogía. Merece la pena destacar la aportación del filósofo norteamericano James Ross (1931-2010), el cual ha incidido en la importancia de esta doctrina, que nos permite hablar de Dios evitando tanto el antropomorfismo como el agnosticismo. Este filósofo ha intentado explicar la doctrina de la analogía desde la semántica contemporánea sosteniendo que la analogía es un modo de transferir el significado desde los contextos lingüísticos que nos son familiares al contexto religioso, en el que nos referimos a Dios y a realidades espirituales13.

c) La paradoja

13 Cfr. J. F. ROSS, “Analogy as a Rule of Meaning for Religious Language”, en International Philosophical Quarterly 1 (1961) 468-502; IDEM, “Religious language”, en B. DAVIES (ed.), Philosophy of Religion. A Guide to the Subject, Cassell, London 1998, pp. 106-135. También resulta de interés la propuesta de M. BEUCHOT, Tratado de hermenéutica analógica, Ithaca-UNAM, México 20053.

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También está presente en el lenguaje de la fe el recurso a la paradoja, es decir, a lo que contradice la doxa, la opinión común. H. de Lubac caracterizó la paradoja diciendo que está formada por dos expresiones parciales que esperan alcanzar la síntesis: “La paradoja es la búsqueda o la espera de la síntesis. La expresión provisional de una mira siempre incompleta, pero que se orienta hacia la plenitud”14.

Para referirse a una realidad que es trascendente como la divina, el hombre religioso se sirve de todos los recursos que la lengua pone a su disposición, especialmente de los adverbios, los superlativos, los prefijos, las negaciones, los circunloquios, etc. La llamada “teología negativa” hace abundante uso de este lenguaje paradójico para referirse a Dios. Los escritos del PseudoDionisio, maestro de esta tendencia, usa constantemente para referirse a Dios expresiones como “super-bondad”, “que sobrepasa todo ser”, “trasciende toda inteligencia”... Incluso en un texto llega a decir de modo paradójico que Dios “no es nada de las cosas que son ni nada de las que no son (...) Absolutamente nada se puede afirmar ni negar de Él”15. Así se manifiesta algo importante: que el hombre no puede nunca apresar a Dios con su lenguaje, sino sólo aproximarse a él.

John Macquarrie (1917-2007) ha observado que las paradojas son inevitables en el lenguaje de la fe, porque si se atenúan de forma simplista, el resultado es la superficialidad. “Si no queremos extraviarnos a causa de nuestras propias imágenes, tendremos que tener siempre presente que hasta las mejores de ellas deben entenderse dialécticamente, y que Dios trasciende todo lo que nuestras mentes sean capaces de alcanzar”16. Por supuesto, habrá que mostrar que estas paradojas no son contradicciones autodestructivas, sino que tienen su lógica y responden a la realidad divina, siempre inaferrable.

No conviene acentuar indiscriminadamente el carácter paradójico del lenguaje de la fe, sino mostrar al mismo tiempo su racionalidad y coherencia. Algunos autores –sobre todo protestantes- sólo reconocen la contradicción y la paradoja como el lenguaje apropiado para la fe. Al decir de P. van Buren (1924-1998), la fe cristiana se encuentra siempre en el límite, “al filo del lenguaje”, en las fronteras de la lógica17.

14 H. DE LUBAC, Paradojas y nuevas paradojas, Ed. Península, Madrid 1966, p. 5.

15 PSEUDODIONISIO AREOPAGITA, Teología mística, c. 5 en Obras completas, BAC, Madrid 1990, p. 379. Cfr. B. MONDIN, ¿Cómo hablar de Dios hoy? El lenguaje teológico, Paulinas, Madrid 1984, pp. 77-78.

16 J. MACQUARRIE, God-Talk. El análisis del lenguaje y la lógica de la teología, Sígueme, Salamanca 1976, p. 277.

17 Cf. P. VAN BUREN, The Edges of Language. An Essay in the Logic of a Religion, SCM Press, London 1972. La postura de este autor es claramente fideísta. Acentúa tanto los rasgos propios del lenguaje religioso que los desliga de la razón.

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d) La narración y el testimonio

El lenguaje religioso cristiano es un lenguaje principalmente narrativo pues confiesa la actuación de Dios en la historia y en la propia vida. La experiencia hebrea y cristiana de la fe ha sido desde el principio una experiencia narrada. La narración es el modo de integrar el tiempo en el lenguaje. Mediante el relato y la narración informa de lo que Dios ha hecho. Dios es “el Dios de nuestros padres” (Hech 5, 30; 22, 14), “el Dios que sacó a Israel de Egipto” (Sal 136,11), “el Padre de nuestro Señor Jesucristo” (Ef 1,3; 2 Cor 1,3; 1 Pe 1,3). El lenguaje cristiano, como el judío, es ana-phora, recuerdo de lo anterior.

Mediante la narración se comunican también las experiencias religiosas del propio creyente, el cual no sólo es testigo de un acontecimiento pasado, sino de la actuación de Dios en su propia historia. Dios es entonces el Dios que “me ha salvado”, el Dios vivo del que “hemos visto su gloria” (Jn 1, 14). Cuando la propia experiencia es contada, entonces ésta se convierte en mensaje.

La narración sirve para expresar experiencias en ocasiones difíciles de conceptuar18. Para ello remite al lenguaje de la existencia, de la vida cotidiana, recurriendo al símbolo y la metáfora, a la evocación y la poesía. La narración es “memoria” que quiere actualizar una realidad vivida, invitando de esta manera a que el oyente viva “hoy” lo que se cuenta. El lenguaje narrativo interactúa con el oyente, pues pretende crear fe y esperanza; cuenta unas historias para invitar a un seguimiento.

Diversos teólogos han llamado la atención sobre la importancia del lenguaje narrativo19. Para enseñar el lenguaje de la fe es esencial aprender a narrar, a usar el lenguaje de la narración. Sin olvidar que este lenguaje implica al mismo narrador en lo que cuenta.

e) La poesía y el canto

El lenguaje religioso necesita también la poesía y el canto. El encuentro con Dios en que la fe consiste abarca al hombre entero, no excluyendo ningún aspecto. La fe no sólo es obra de la inteligencia, sino también del “corazón”, englobando toda la riqueza del mundo afectivo del ser humano. Para expresar estas emociones el lenguaje de la fe recurre al arte, la música, la poesía y el canto.

18 Cf. A. FERRÁNDIZ, “La significatividad del lenguaje narrativo en la evangelización: criterios para su utilización”, en F. CONESA (ed.), El cristianismo, una propuesta con sentido, BAC, Madrid 2005, pp. 217-229.

19 Todo comenzó con unos artículos en la revista “Concilium” de 1973: H. WEINRICH, “Teología narrativa”, en Concilium 85 (1973) 210-221; J. B. METZ, “Breve apología de la narración”, en Concilium 85 (1973) 222-228.

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De esta manera se expresan los sentimientos, actitudes y deseos que suscita la fe. En el encuentro con Dios, el hombre es transformado y cautivado y aspira a cantar la belleza que ha contemplado. Al mismo tiempo, con el canto se hacen también patentes sentimientos de dolor o de tristeza, de gratitud o de alabanza.

El canto es un elemento constante en todas las tradiciones religiosas y está muy presente en la tradición judeo-cristiana. La Sagrada Escritura invita a cantar agradecidos, a convertir la palabra en acción de gracias y en doxología (cf. Col 3, 16; Ef 5, 19-20). La palabra queda potenciada y prolongada en el canto. Además de que el canto hace crecer el sentido de comunidad.

f) Las fórmulas de fe

El lenguaje de la comunidad se condensa en determinadas fórmulas, que permiten “expresar y transmitir la fe, celebrarla en la comunidad, asimilarla y vivir de ella cada vez más”20. Entre las fórmulas ocupan un lugar especial las sentencias bíblicas. Su aprendizaje y memorización es importante para integrarse en la comunidad lingüística que es la Iglesia. También es fundamental el conocimiento de determinadas fórmulas litúrgicas y de las expresiones de fe acuñadas por la reflexión viva de los cristianos durante siglos en los Símbolos y en los principales documentos de la Iglesia.

La existencia de un lenguaje normativo en la fe pone de relieve, en primer lugar, que el lenguaje de la fe es siempre respuesta a una palabra que le precede. No somos los dueños de este lenguaje, sino sus receptores. Es también expresión del carácter intrínsecamente comunitario de la fe. Es la Iglesia quien guarda la memoria viva de la salvación obrada en Cristo y la transmite enseñándonos a pronunciar “Credo”. Las fórmulas son expresión de la experiencia común y su elección no puede depender de cada sujeto. Es significativo el rito de la “traditio symboli”, en el que la Iglesia entrega al catecúmeno su memoria viva condensada en el Credo, para que se una a su confesión de fe.

Los creyentes no creemos en las fórmulas sino en las realidades a las que las fórmulas apuntan. La teología contemporánea ha repetido, con razón, un dicho de Tomás de Aquino: “El acto del creyente no termina en el enunciado, sino en la realidad”21. No nos aferramos a unas fórmulas, elaboradas siempre en un horizonte cultural concreto. Pero nos acercamos a la realidad, a través de unas fórmulas, de un lenguaje, que permite celebrar y transmitir la fe, vivirla y asimilarla.

20 CATECISMO DE LA IGLESIA CATOLICA, § 170.

21 TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, II-II, q. 1, a.2, ad 2.10

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Podríamos concluir este apartado recapitulando lo dicho: porque Dios es Dios, sólo podemos referirnos a Él mediante el símbolo, la poesía y la paradoja; pero porque Dios ha actuado en la historia de los hombres, podemos narrar sus maravillas y cantar su acción poderosa; y porque todo el universo ha sido “configurado por la palabra de Dios” (Heb 11, 3), podemos hablar análogamente de Él.

4.- Enseñar el lenguaje de la fe

Nos preguntamos finalmente cómo se puede enseñar el lenguaje de la fe y cuáles son los mecanismos de aprendizaje del mismo. ¿Cómo transmitir y enseñar un lenguaje que, como hemos visto, es simbólico, analógico, narrativo, paradójico y poético?

a) Insertar en una comunidad lingüística

El lenguaje es una realidad social. No existe un lenguaje privado. También el lenguaje de la fe está ligado a una comunidad, que es la que habla ese lenguaje y en cuyo contexto resulta significativo. El lenguaje de la fe –como todo lenguaje- se aprende en el seno de una comunidad lingüística. El primer paso para enseñar el lenguaje creyente es insertar a la persona en la comunidad que habla ese lenguaje. Quizás sea éste uno de los principales puntos débiles que tenemos. Vienen los niños o los jóvenes a la catequesis, les intentamos enseñar el lenguaje de la fe, pero no se integran en la comunidad que habla ese lenguaje, de modo que, progresivamente, el lenguaje de la fe se convierte para ellos en algo extraño. No es su lengua materna, sino un idioma que han tenido que aprender en un momento de su vida y que, con el paso del tiempo, han olvidado. De todos es sabido que, si una lengua no se habla, se acaba perdiendo.

Enseñar un lenguaje no es enseñar unos términos técnicos. No se aprende el lenguaje por imitación y reforzamiento, como pretendían los empiristas. Tampoco consiste en aprender unos significados aislados de la vida. No se puede entender un lenguaje fuera del contexto en el que emerge su significado. El lenguaje se aprende en una comunidad, en una tradición lingüística. Incorporándonos a su seno, la Iglesia nos transmite las fórmulas, narraciones y símbolos con los que expresa su fe.

Esta inserción en la comunidad se produce generalmente a través de la familia. El primer lugar en el que se aprende el lenguaje de la fe es la propia familia, llamada con razón “iglesia doméstica” (LG 11; GS 48). La crisis actual de la familia supone, por ello, una crisis en la fe y en su transmisión. También la comunidad parroquial así como la comunidad educativa es “madre” que enseña a sus hijos a hablar, especialmente mediante la catequesis. El reto es que, una vez que enseña el lenguaje, sea capaz de incorporar a la comunidad.

b) Participar en una forma de vida11

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Como recordó Wittgenstein (1889-1951), un lenguaje adquiere significado cuando la actividad lingüística enlaza con la praxis vital humana: “nuestro hablar sólo adquiere sentido a partir del resto de nuestra conducta”22. Para comprender algo no basta con entender las palabras; hay que entender las acciones que sustentan las palabras. La idea de “juego de lenguaje” –difundida en las “Investigaciones filosóficas”- está vinculada a la de “forma de vida”. Por ello, sostiene este autor que “hablar el lenguaje es parte de una actividad o forma de vida”23. Para entender un lenguaje es preciso fijarse no sólo en el contexto lingüístico, sino en aquella forma de vida en la que adquiere significado.

Pues bien, también el lenguaje de la fe es parte de una actividad o forma de vida y sólo resulta comprensible cuando se participa en ella. Para enseñar el lenguaje de la fe es fundamental que se participe en las formas de vida en las que el lenguaje adquiere su significado. La crisis del lenguaje religioso se debe, en buena parte, a la ausencia de experiencias reales de las personas en las que se inscriba ese lenguaje.

Debemos tener en cuenta que el lenguaje de la fe sólo es estrictamente significativo para el creyente. “El no creyente puede entenderlo sólo hipotéticamente y por afinidad con el creyente, en un esfuerzo de comprensión y asimilación, tratando de percibir lo que estas proposiciones expresan y significan para el creyente dentro de su vida de fe”24. Aunque el no creyente pudiera aprender del ambiente (especialmente en lugares de larga tradición cristiana) a usar algunos elementos del lenguaje de la fe (un ateo puede muy bien haber aprendido qué cosas tienen sentido en el lenguaje cristiano), no podría entender el significado de ese lenguaje porque no participa de las formas de vida cristianas. Wittgenstein ha subrayado este abismo que se da entre el creyente y el no creyente: su visión de la realidad (su picture) es muy distinta. “No sé siquiera —dice Wittgenstein— si uno podría entender al otro”25. Lo que Wittgenstein acentúa es la diferencia entre el creyente y el no creyente: existe un “abismo” entre ellos, en su forma de concebir la vida ya que mientras el no creyente la contempla sólo desde la razón natural, el creyente cuenta con la luz de la fe.

Pues bien, para enseñar el lenguaje de la fe hay que invitar a participar en una “forma de vida”. Esto significa:

1. Vincular el lenguaje con la vida de la Iglesia. No se puede enseñar el lenguaje de la fe de una manera aislada. No basta que los niños o jóvenes vengan a la sesión de

22 L. WITTGENSTEIN, Über Gewissheit-Sobre la certeza, Gedisa, Barcelona 1988, § 229.

23 L. WITTGENSTEIN, Investigaciones filosóficas, Crítica, Barcelona 1988, I, § 23.

24 F. SEBASTIÁN AGUILAR, Antropología y teología de la fe cristiana, Sígueme, Salamanca 1975, p. 243.

25 L. WITTGENSTEIN, Lecciones y conversaciones sobre estética, psicología y creencia religiosa, p. 132.12

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catequesis a aprender unos términos o unas fórmulas. La mejor forma de enseñar un lenguaje es introducir a la persona en la forma de vida que lo hace comprensible.

La profesora Anscombe, discípula de Wittgenstein, se preguntaba en un artículo cómo podría enseñar a su hijo lo que significa la palabra “transubstanciación”. Su respuesta es significativa: “El modo más sencillo de expresar lo que es la transubstanciación es decir que ha de enseñarse a los niños pequeños tan pronto como sea posible, sin usar, por supuesto, la palabra “transubstanciación” porque no pertenece al lenguaje infantil”26. Se les puede enseñar —sugiere Anscombe— invitándolos a la adoración en el momento de la consagración, que es la única parte de la Misa en la que hay que conseguir que el niño esté atento. Se le puede enseñar susurrando cosa como “¡Mira! Ahora inclina tu cabeza y di ‘Señor mío y Dios mío’”. Así, el niño se irá dando cuenta de lo que significa. “Y lo aprende del mejor modo posible: como parte de una acción; como relacionado con algo que pasa ante él”. El lenguaje conecta con la forma de vida en la que tiene su significado.

El lenguaje de la fe debe, por ello, estar vinculado a:

a) La profesión de fe de la comunidad. El hablante tiene que ser consciente de que se vincula a la fe de una comunidad, de que se une para pronunciar un “Símbolo”, para decir juntos “creo, creemos”.

b) La oración y la celebración. La liturgia es lugar privilegiado para aprender el lenguaje de la fe. Los ritos son vehículo de transmisión de la fe. Por ello es tan importante recuperar la fuerza que tiene la celebración, y cuidar el valor de los signos en la liturgia. El lenguaje de la liturgia tiene que ser significativo.

c) La caridad. El lenguaje de la fe está vinculado a una praxis, a un estilo de vida que tiene como núcleo el amor. Al mismo tiempo que el creyente se inicia en un lenguaje, también comienza a vivir un modo de obrar. En este sentido, “Lumen fidei” hace una interesante observación: la fe se transmite como palabra y como luz (cf. n. 37). Junto a la confesión de fe y la proclamación, está la luz que ha de brillar en el rostro de los cristianos.

2. Vincular el lenguaje con la experiencia de fe, es decir, con la experiencia de encuentro con Cristo. El lenguaje de la fe no puede convertirse en algo abstracto, desvinculado de la persona.

El lenguaje de la fe tiene que aprender a ser usado en primera persona del singular. Ahí no se trata de describir lo que otros creen, sino lo que yo creo. El lenguaje de la fe tiene que personalizarse. Para ello tiene que conectar con la propia experiencia de fe. 26 G. E. M. ANSCOMBE, "Sobre la transubstanciación", en Scripta Theologica 29 (1993) 603. El artículo se puede encontrar también en G. E. M. ANSCOMBE, La filosofía analítica y la espiritualidad del hombre, Eunsa, Pamplona 2005, pp. 85-94.

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Lo que se transmite con la fe no es una idea, sino la vivencia de un encuentro, una luz para la vida.

Esta experiencia de fe es salvadora: es promesa de vida, de felicidad; es proyecto de futuro. El lenguaje de la fe reorienta a la persona, a sus esperanzas, pues la aceptación del Evangelio supone un cambio de perspectiva, que conduce al ser humano a experimentar que Jesús salva, a pronunciar el Nombre que puede salvarnos (cf. Hech 4, 12).

3. Enseñar el lenguaje de la fe es enseñar una manera de vivir, un estilo de vivir y pensar, que consiste en vivir en actitud de confianza, apoyando la propia vida en Dios, y en mirar el mundo desde Él. Se enseña el lenguaje compartiendo una actitud existencial, una forma de mirar las cosas y de mirar a Dios.

Somos educados en una mirada. En sus “Lecciones sobre la creencia religiosa”, Wittgenstein subraya que ser creyente requiere ser educado en el modo de usar la apropiada descripción. Adquirir esta técnica es —según él— aprender qué conclusiones se pueden deducir de la descripción y cuáles no. Uno de los ejemplos que pone es el siguiente. Tomemos la siguiente descripción: “Dios lo ve todo”. Quien use esta descripción estará dispuesto a discutir sobre cuestiones como “¿ve Dios todo lo que sucederá del mismo modo en que ve lo que está sucediendo ahora?”. Responder a esta pregunta no es salirse de la descripción. Pero, pregunta Wittgenstein retóri-camente, “¿Se hablará de cejas en conexión con el ojo de Dios?”27 No; sería estúpido para el creyente discutir acerca de las cejas de Dios. Esta discusión no forma parte de la descripción. Las observaciones de Wittgenstein a este respecto subrayan la importancia que tiene el aprendizaje del lenguaje y, a través de él, de las imágenes, actitudes, vivencias y esperanzas, que son las que le dan su valor pragmático. No es extraño que los niños en la catequesis pregunten en qué lugar vive Dios o cómo se le puede ver. Forma parte de la instrucción religiosa explicarles que no ve con ojos corporales y que no tiene sentido preguntar por el lugar donde vive Dios, pues Dios no ocupa un lugar. Es decir, esa pregunta traspasa los límites de lo que tiene significado en los juegos de lenguaje religiosos. Por esto, en el catecismo se enseña no sólo a dar respuestas correctas, sino también a formular las preguntas adecuadas.

Rush Rhees, otro discípulo de Wittgenstein, ha explicado cómo desde niños aprendemos el uso de los términos religiosos sobre todo por las narraciones que nos cuentan: “Podemos decir que los niños adquieren una especie de teología primitiva cuando escuchan las narraciones de la Creación y del Jardín del Edén y otras muchas sobre Dios que se narran en el libro del Génesis, por ejemplo. Aprenden a pensar en Dios en estos términos y de esta manera. Generalmente aprenden esto en conexión

27 L. WITTGENSTEIN, Lecciones y conversaciones sobre estética, psicología y creencia religiosa, Paidós, Barcelona 1992, p. 149.

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con nociones elementales de oración y alabanza; y es importante recordar esto”28. Esta teología primitiva se va perfeccionando después, por ejemplo, al leer a los profetas. Lo importante –dice Rhees- es que a lo largo de este proceso se ha ido aprendiendo lo que significa “Dios” y cómo usar términos como “Creador”, “voz de Dios”, “pecado contra Dios”, etc.

c) El carácter performativo del lenguaje de la fe

El lenguaje que habla el creyente está siempre subordinado a la expresión “creo”, puesto que es expresión de la propia fe. En cuanto tal, este lenguaje tiene un carácter performativo. En efecto, cuando el verbo “creer” se usa en su sentido propio, es un verbo performativo, según la clasificación de J. L. Austin (1911-1960)29.

1. Esto significa, en primer lugar, que el creyente se compromete en afirmar la verdad de lo que dice. Cuando un creyente dice “(Creo que) Dios es bueno” o “Creo en Dios Padre Todopoderoso” da su palabra de que eso es así. Quien usa el lenguaje religioso (en primera persona del singular del presente de indicativo) se compromete a creer en Dios. Wittgenstein hacía esta certera observación: “si hubiera un verbo que significara “creer falsamente” no tendría sentido en la primera persona del presente de indicativo”30. Quien dice “creo” (en sentido propio) se compromete a sostener la verdad de lo que afirma. El sujeto creyente está empeñado en la verdad de lo que dice; por eso ser creyente es lo mismo que ser testigo.

2. Donald Evans caracterizó también el lenguaje de la fe como “autoimplicativo”31. Con ello se refiere a que el creyente no sólo se compromete con la verdad de lo que dice, sino también a realizar acciones coherentes con lo que afirma. Del mismo modo como al decir “Prometo devolverte este libro mañana” me comprometo a hacerlo, al decir “Creo en Dios” o “Jesucristo es el Señor”, me comprometo a llevar una vida acorde con lo que digo. El discurso religioso tiene, pues, efectos particularmente fuertes en la praxis de conducta de sus partícipes. Estos efectos son claramente más vigorosos que, por ejemplo, en el discurso lógico-matemático o el gramatical. El lenguaje religioso lleva consigo la verificación del comportamiento del sujeto, que se compromete con

28 R. RHEES, Without Answers, Routledge, London 1969, p. 125.

29 Sobre Austin y Searle vid. F. CONESA – J. NUBIOLA, Filosofía del Lenguaje, Herder, Barcelona 1999, cap. 8. Del sentido propio del verbo me ocupé en F. CONESA, Creer y conocer. El valor cognoscitivo de la fe en la filosofía analítica, Eunsa, Pamplona 1994, pp. 233-240.

30 L. WITTGENSTEIN, Investigaciones filosóficas, p. 439.

31 Este tema fue desarrollado por el autor y aplicado al concepto de creación en D. D. EVANS, The Logic of Self-Involvement, Herder, London 1963. Vid. IDEM, "Faith and Belief", en Religious Studies 10 (1974) 1-19; 199-212. Sobre este tema vid. J. LADRIÉRE, L’articulation du sens, 2 vols., Cerf, Paris 1970-1984; V. VIDE, Los lenguajes de Dios. Pragmática lingüística y teología, Universidad de Deusto, Bilbao 1999.

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ese lenguaje. Hay una autoimplicación que hace del hablar y del obrar una unidad indisoluble.

Por esta razón, la incoherencia y la falta de compromiso de los creyentes contribuyen a que el lenguaje de la fe vaya dejando de ser significativo para las personas. En los verbos performativos puede darse lo que Austin llama el “infortunio” o el “abuso”. Una persona podría decir “prometo” pero no estar dispuesto a hacerlo. También en el lenguaje creyente puede darse el abuso: decir algo y no creerlo de verdad, no comprometerse con la verdad de lo que afirma o no actuar en concordancia con lo que cree. Pero, si en el lenguaje de la fe se cometieran continuos “abusos”, no sólo quedaría desacreditado el mismo creyente, que no se atiene a lo que dice, sino también el mismo lenguaje, que quedaría convertido en pura palabrería. Desgraciadamente, muchas expresiones del lenguaje religioso están desvaloradas por la conducta concreta de los partícipes en ese lenguaje.

Benedicto XVI en “Spe Salvi” se fijó de modo particular en el carácter performativo del lenguaje de la fe, subrayando que hablar este lenguaje comporta la transformación de la propia vida: “El cristianismo –escribe- no era solamente una «buena noticia», una comunicación de contenidos desconocidos hasta aquel momento. En nuestro lenguaje se diría: el mensaje cristiano no era sólo «informativo», sino «performativo». Eso significa que el Evangelio no es solamente una comunicación de cosas que se pueden saber, sino una comunicación que comporta hechos y cambia la vida”32. Más adelante dice: “la fe cristiana ¿es también para nosotros ahora una esperanza que transforma y sostiene nuestra vida? ¿Es para nosotros «performativa», un mensaje que plasma de modo nuevo la vida misma, o es ya sólo «información» que, mientras tanto, hemos dejado arrinconada y nos parece superada por informaciones más recientes?”33. Estamos ante una clave de la transmisión de la fe. Transmitir el lenguaje de la fe no es enseñar una información neutral y sin interés, sino comunicar una palabra que abre a un nuevo modo de vida.

3. El aspecto performativo del lenguaje de la fe se hace patente especialmente en el lenguaje litúrgico34. Forman parte de este lenguaje expresiones de diversa índole: unas tienen forma de exhortación, otras invitan a la confesión, otras a la súplica, a la alabanza, a la afirmación de una creencia, etc. Sin embargo, hay un factor de tipo pragmático que unifica este lenguaje: su peculiar operatividad.

J. Ladrière (1921-2007) subraya la existencia de una triple fuerza performativa en el lenguaje litúrgico: la de una inducción existencial, la de una institución y la de una

32 BENEDICTO XVI, Enc. Spe Salvi (30/11/2007), n. 2. Cfr. n. 4.

33 Ibidem, n. 10.

34 Cfr. J. LADRIÈRE, "La performatividad del lenguaje litúrgico", en Concilium 9/1 (1973) 215-229.16

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presencialización. El lenguaje litúrgico, en efecto, provoca una inducción existencial, es decir, una disposición para abrir la propia existencia a un nuevo campo de realidad; suscita también la institución, sobre todo por el uso del “nosotros” —característico de este lenguaje— que instituye una comunidad y, finalmente, presencializa, es decir, hace presente el misterio a fin de que resulte operante para la comunidad que instituye la liturgia. Esta fuerza presencializadora se manifiesta sobre todo en el aspecto sacramental del lenguaje litúrgico. Al repetir las palabras de la Cena, el celebrante hace algo más que una mera conmemoración externa de ésta; repite una vez más lo que hizo Cristo, confiriendo nuevamente a las palabras utilizadas por Cristo la misma eficacia que él les dio, al transmitirles otra vez la virtud de efectuar lo que significan.

Es claro que este carácter performativo se mantendrá sólo si el uso del lenguaje litúrgico se atiene a las condiciones que señalaba Austin para todo lenguaje realizativo: ha de ser proferido y escuchado por las personas apropiadas (en este caso resulta indispensable la fe), de forma correcta y con arreglo a unos procedimientos o ritual; sobre todo debe cumplirse la condición de sinceridad. Sin éstas y otras reglas, se daría un "abuso" del lenguaje litúrgico, que conduciría a la parodia o la inerte rutina.

Benedicto XVI se ha referido también al carácter performativo del lenguaje litúrgico, acentuando que la Palabra de Dios es viva y eficaz (cf. Heb 4, 12): hace lo que dice. “En la acción litúrgica estamos ante su Palabra que realiza lo que dice. Cuando se educa al Pueblo de Dios a descubrir el carácter performativo de la Palabra de Dios en la liturgia, se le ayuda también a percibir el actuar de Dios en la historia de la salvación y en la vida personal de cada miembro”35.

Por esta razón, un contexto importantísimo para aprender el lenguaje de la fe es la celebración de los sacramentos. Es interesante anotar que “Lumen Fidei” entiende los sacramentos como el contexto adecuado para transmisión de la fe. Ahí se puede captar la unidad de decir y hacer, de las palabras y los gestos que las acompañan.

El carácter performativo del lenguaje de la fe nos lleva a advertir la relevancia existencial de los enunciados de la fe. El lenguaje de la fe pide coherencia en la vida del creyente, para que el lenguaje no se convierta en palabrería, en algo carente de significado. La praxis cristiana es lugar de verificación del mensaje que transmitimos.

d) Palabra en el silencio

35 BENEDICTO XVI, Ex. Ap. Verbum Domini (30/9/2010), n. 53.17

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El lenguaje de la fe no sólo se transmite con palabras sino también con el silencio. El silencio forma parte de la comunicación y tiene un lugar importante en el aprendizaje del lenguaje de la fe.

El silencio al que nos referimos no es simplemente callar, sino silencio como respeto ante lo que nos trasciende, ante lo que está más allá de las palabras y conceptos. No es tampoco una pausa para descansar del habla o para buscar la palabra adecuada. Es el silencio del místico, que ha aprendido a callar, porque sabe que Dios es inefable. Este silencio es elocuente, es “soledad sonora” en terminología del místico castellano.

Es un tema que se trató en el Sínodo de la Palabra y que después recogió Benedicto XVI. El silencio es requisito tanto para escuchar la Palabra como para interiorizarla. El silencio precede a la palabra y la prolonga. “Cuando un silencio apacible lo envolvía todo –se lee en el libro de la Sabiduría (18, 14s.)- y la noche llegaba a la mitad de la carrera, tu palabra omnipotente se lanzó desde el cielo, desde el trono real”. En primer lugar, el silencio es necesario para escuchar: “La palabra sólo puede ser pronunciada y oída en el silencio, exterior e interior”36. Por ello es conveniente educar en el valor del silencio. Para comunicar el lenguaje de la fe es necesario aprender a callar, a hacer silencio, porque el silencio favorece la apertura al misterio. Quizás sea esta una de las grandes dificultades prácticas que nos encontramos, porque la gente tiene miedo al silencio.

Pero el silencio no sólo precede a la Palabra sino también la sigue. Cuando la palabra desea permanecer, ser interiorizada y penetrar en la vida, necesita del silencio. Dios habla en el silencio. En “Verbum Domini” se explica bellamente cómo el que es la Palabra se hizo “silencio mortal” en el misterio de la cruz37. Pero no es un silencio vacío, sino que este silencio de Dios “prolonga sus palabras precedentes”38. En la profunda novela “El olvido de sí”, Pablo d’Ors pone en labios de Carlos de Foucauld esta reflexión: “Quien diga que silencio y lenguaje son términos opuestos no sabe, ciertamente, qué es el lenguaje y mucho menos todavía qué es el silencio, La eficacia de una palabra depende del silencio del que proviene y al que aboca. Una palabra que no culmine en silencio ni siquiera puede ser tomada como tal. Más que romper el silencio, las palabras auténticas abren a él”39.

Es preciso recuperar el valor del silencio para aprender el lenguaje de la fe. La teología se ha olvidado con frecuencia del valor del silencio, pero no hay palabra sin silencio. Para transmitir la fe hay que recuperar la cultura del silencio, que favorece espacios sin

36 BENEDICTO XVI, Ex. Ap. Verbum Domini (30/9/2010), n. 66.

37 Ibidem, n. 12.

38 Ibidem, n. 21.

39 P. D’ORS, El olvido de sí, Pre-textos, Valencia 2013, p. 349.18

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el ruido y frenesí de la ciudad, y favorece momentos de adoración callada, en los que la palabra pueda ser pronunciada y asimilada.

e) Las avenidas de la ciudad del lenguaje

El lenguaje de la fe no puede constituirse como un gueto inaccesible, sino que debe conectar con las formas de vida y los juegos del lenguaje del hombre actual con el fin de que sea también para él significativo. En una sugerente metáfora, Wittgenstein comparó el lenguaje con una ciudad formada por barrios antiguos y nuevos con diversidad de estilos y de calles. “Nuestro lenguaje puede verse como una vieja ciudad: una maraña de callejas y plazas, de viejas y nuevas casas, y de casas con anexos de diversos periodos; y esto rodeado de un conjunto de barrios nuevos con calles rectas y rectangulares y con casas uniformes”40. Con esta imagen alude a la existencia de distintos “juegos de lenguaje” pero también a la conexión que existe entre ellos. En la ciudad del lenguaje hay calles que comunican unos juegos con otros.

Para enseñar el lenguaje de la fe es preciso transitar esas calles y avenidas, que comunican este lenguaje con otros que habla el hombre contemporáneo.

1. La comunidad creyente debe hacer un esfuerzo especial para hacer asequible el len-guaje de la fe a la cultura contemporánea. Su intención no es sólo catequizar al creyente sino también dirigirse a todo hombre. Desde los mismos inicios del cristianismo aparece la preocupación por que se entienda el lenguaje. Pablo adapta su lenguaje al auditorio en Atenas y los Padres de la Iglesia intentarán explicar la grandeza del cristianismo en los conceptos filosóficos de la época.

La catequesis —señaló Juan Pablo II— “tiene el imperioso deber de encontrar el lenguaje adaptado a los niños y a los jóvenes de nuestro tiempo en general, y a otras muchas categorías de personas: lenguaje de los estudiantes, de los intelectuales, de los hombres de ciencia; lenguaje de los analfabetos o de las personas de cultura primitiva; lenguaje de los minusválidos, etc.”41. Se trata de uno de los grandes retos que tiene planteada la fe cristiana. El lenguaje de la fe no es una realidad inmutable y estática, como tampoco lo es la comunidad que lo habla. Este lenguaje puede encontrar nuevas expresiones, así como es posible también que antiguas formulaciones sean olvidadas. El reto es expresar esa fe en el lenguaje de nuestros contemporáneos, sino que el contenido quede difuminado; adaptar el lenguaje de la fe a los oyentes “sabiendo traducir a su lenguaje con paciencia y buen sentido, sin traicionarlo, el mensaje de Jesucristo”42.

40 L. WITTGENSTEIN, Investigaciones filosóficas, § 18.

41 JUAN PABLO II, Ex. Ap. Catechesi Tradendae, n. 59. Cf. CONGREGACIÓN PARA EL CLERO, Directorio general para la catequesis (25/8/1997), n. 208.

42 CONGREGACIÓN PARA EL CLERO, Directorio general para la catequesis, n. 185.19

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El Sínodo de los Obispos sobre la Evangelización pedía hombres con “la capacidad de emplear correctamente los lenguajes y los instrumentos actualmente disponibles para la comunicación en el seno de la aldea global” (Prop. 18). Y, en una proposición muy sugerente, se recomienda “identificar y comprender las experiencias, los lenguajes y estilos de vida típicos de las sociedades urbanas” (Prop. 25). Con la fuerza del Espíritu, la Iglesia tiene que hablar el lenguaje de los hombres, para que cada uno escuche las maravillas de Dios en su propia lengua (Hech 2, 6 y 11).

2. Será preciso transitar una y otra vez las calles y avenidas que conectan el "barrio" del lenguaje religioso con los "barrios" de la ciencia, la ética, el lenguaje de los medios de comunicación, etc. Y será preciso, sobre todo, saber escuchar.

El carácter peculiar de la fe cristiana, que pone siempre a quien la profesa a la búsqueda de la verdad, conduce a que el lenguaje de esa fe sea necesariamente lenguaje de diálogo con el saber humano, con las culturas y religiones de los hombres, para avanzar con ellos hacia la verdad plena.

Destaco tres conexiones importantes: la filosofía, las religiones y las ciencias experimentales. El lenguaje de la fe que habla la comunidad creyente comparte una misma búsqueda con la filosofía, la cual, desde Platón y Aristóteles, se ha ocupado de Dios. Hay que trazar puentes ente el lenguaje de la fe y el lenguaje de la reflexión filosófica si no queremos que pierda su dimensión de racionalidad y de universalidad. En segundo lugar, el lenguaje de la fe comparte actitudes y términos con el lenguaje del hombre religioso, del buen musulmán o del judío piadoso, porque hay un núcleo, una experiencia religiosa fundamental que es común. El lenguaje del hombre religioso atestigua un infinito que atraviesa toda la vida humana. Por último, será relevante transitar la calle que conecta el lenguaje de la fe con el propio de la ciencia experimental, para advertir sus conexiones y sus diferencias.

El mismo Habermas ha llamado la atención sobre ello:

“Toda evangelización se enfrenta hoy con el pluralismo de las distintas verdades religiosas y, al mismo tiempo, con el escepticismo de un saber científico profano que debe su autoridad social al falibilismo responsable y a un proceso de aprendizaje basado en la revisión permanente. La dogmática religiosa y la conciencia del creyente tienen que compaginar el sentido ilocucionario del discurso religioso, esto es, el mantener como verdadero el discurso religioso, con ambos hechos. Toda confesión tiene que entablar el diálogo tanto con los enunciados alternativos de oras religiones como con las objeciones de la ciencia y del common sense secularizado y semicientifizado”43.

43 J. HABERMAS, “Un diálogo sobre lo divino y lo humano”, en IDEM, Israel o Atenas. Ensayos sobre religión, teología y racionalidad (ed. Eduardo Mendieta), Trotta, Madrid 2001, p. 201.

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3. Por otra parte, para que el lenguaje de la fe pueda ser escuchado en una sociedad secularizada será preciso "mantener lo más abierto posible el abanico de nuestro lenguaje, ya que éste tiende a encerrarse en lenguajes técnicos, es decir, en lenguajes que comprueban, que describen y ordenan hechos: lenguajes fácticos o de la ciencia experimental y en el otro extremo el lenguaje formalizado que los filósofos anglosajones llaman “metalenguaje”"44. Si olvidamos el lenguaje existencial e histórico se hace imposible comunicar el lenguaje de la fe. Por eso, se nos impone la tarea de "preservar, frente a las objetivaciones del lenguaje científico, el lenguaje que comprende y frente al lenguaje de lo disponible en la tecnología, el lenguaje que abre las posibilidades"45.

Es esencial recuperar el lenguaje de los símbolos, que no es unívoco, que atañe a la existencia de cada persona y apela a su libertad creadora. “Lumen fidei” nos ha recordado que “la fe tiene una estructura sacramental”; por eso, “el despertar de la fe pasa por el despertar de un nuevo sentido sacramental de la vida del hombre y de la existencia cristiana, en el que lo visible y material está abierto al misterio de lo eterno” (LF 40). Es indispensable despertar en el hombre el sentido simbólico, que sirve para expresar lo humano y que configura también al grupo, a la comunidad.

Y, finalmente, también es oportuno conjugar lo que el Papa Francisco llama “gramática de la simplicidad”. En el programático discurso al episcopado brasileño ha subrayado que “la Iglesia ha de recordar siempre es que no puede alejarse de la sencillez, de lo contrario olvida el lenguaje del misterio, y se queda fuera, a las puertas del misterio, y, por supuesto, no consigue entrar en aquellos que pretenden de la Iglesia lo que no pueden darse por sí mismos, es decir, Dios. A veces perdemos a quienes no nos entienden porque hemos olvidado la sencillez, importando de fuera también una racionalidad ajena a nuestra gente. Sin la gramática de la simplicidad, la Iglesia se ve privada de las condiciones que hacen posible «pescar» a Dios en las aguas profundas de su misterio”46.

5.- Un lenguaje que pro-voca y que con-voca

El lenguaje de la fe tiene capacidad “vocativa”. Ciertamente este lenguaje narra una historia y describe unas experiencias pero lo hace con la intención de llamar, de invitar, de interpelar. El lenguaje de la fe es pronunciado como novedad que pro-voca al sujeto y le con-voca para vivir en comunión con otros.

44 P. RICOEUR, El lenguaje de la fe, Ed. Megápolis, Buenos Aires 1978, p. 39.

45 P. RICOEUR, El lenguaje de la fe, p. 40.

46 FRANCISCO, Discurso en el encuentro con el episcopado brasileño (27/07/2013), 1.21

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En primer lugar, el lenguaje de la fe no puede circunscribirse al interior de la comunidad que lo habla, sino que tiene la pretensión de ser pronunciado en lugares profanos, en nuevos areópagos, en donde viven los hombres. Quiere ser pronunciado como Buena noticia, como novedad que provoca alegría porque cumple y realiza algo bueno. El cristianismo es kerigma, anuncio, proclamación, cuya intención es interpelar y confrontar a quien lo escucha con Dios.

Es fundamental considerar cuáles son los lugares donde el lenguaje de la fe puede ser oído, dónde puede re-sonar, cuáles son las condiciones en las que re-suena en el ser humano. La fe necesita “un ámbito en el que se pueda testimoniar y comunicar, un ámbito adecuado a aquello que se comunica” (LF 40), que no es un libro o una doctrina sino una luz que procede de un encuentro.

Al mismo tiempo, el lenguaje con-voca, es llamada a integrarse en la comunidad, en la con-vocación o Iglesia, para rezar, cantar y profesar la misma fe. El lenguaje de la fe vincula a una comunidad, al “nosotros” eclesial.

Unidos a la comunidad, podemos pronunciar la palabra “Dios”, que es el lugar del que procede toda palabra y al que toda palabra vuelve. Como baja la lluvia y empapa la tierra, así la palabra de Dios fecunda el lenguaje humano y lo hace germinar, para que regrese a Él, que es la palabra fontal (cf. Is 55, 10.11).

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