guardagujas 35

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http://lja.mx/guardagujas Bienvenidos a la era del exceso de información como ruido de fondo víctor pérez septiembre 2011, n° 35 alejandro badillo santuario E ra la tarde. La niña bajó las escaleras. Sus pasos no hacían ruido en la madera, apenas la tocaban. Deslizaba sobre el barandal, cautelosa, las manos blancas. En la sala, una bocanada, la luz imitando el derrama- do resplandor de las velas. En los cristales una gota de lluvia, un ave apenas perceptible, desfigurada por el sueño. La niña suspiró, caminó lentamente hacia el espejo. Se miró las coletas, acomodó un broche dorado y los pliegues de la falda. En el espejo se duplicaba un frágil candelabro, también la sala de terciopelo y una nube de polvo. La niña se sentó en un sillón, las manos muy quietas, unidas en el regazo. En la casa había humedad; lustrosas, las hojas de las plantas. Los pies desnudos de la niña hacían círculos en el piso. A veces le gustaba mantenerlos suspendidos, a escasos centímetros de distancia, como si tu- viera miedo del piso, como si fuera una superficie impregnada de fuego. Entonces balanceaba los pies, los acercaba a la luz, los sentía habitados y transparentes. En la habitación de arriba dormía el anciano. Cuando dormía la tarde parecía sere- narse, la casa se impregnaba de humedad, los insectos se mantenían quietos, como cautivados por la siesta. Algunas veces la niña subía a mirar al anciano. Caminaba en silencio hacia la cama. El anciano yacía de costado, como árbol sometido al viento, cubierto por una mala cobija. La niña pasaba una mano cerca de su nariz. Abría la palma, curiosa, tratando de percibir una señal, la respiración entrecortada y lenta. Sobre la cama caía, plena, la luz; volvía nuevas las arrugas de la cara. El anciano movía los ojos bajo los párpados, los ponía a perseguir saltamontes, lie- bres. Entonces la niña pensaba en el anciano, en su infancia recuperada todas las tardes, algunos minutos, entre ronquidos. Luego se distraía, silbaba una canción mientras ponía en orden libros, relojes antiguos, carcomidas fotografías. Creía, a fuerza de verlos, que el anciano también los miraba, que los nombraba en su sueño, como si le floreciera de improviso la memoria. La niña bajó del sillón. Fue al fondo de la sala. Prendió un viejo televisor. En la pantalla se veían tenues resplandores. Ella inclinó el torso; se iluminaron las pecas de la nariz, el pecho. Después de sintonizar un canal, se sentó en un tapete. Recogió los pies; las manos ya no alumbraban, sino permanecían ocultas, en el piso, buscando la sombra. Las caricaturas llenaban la sala de risas falsas, de breves alborotos. La niña sonreía, su cuerpo ya no era esculpido por el crepúsculo, sino emergía de él, nuevo. En la habitación de arriba el anciano comenzó a carraspear, a deshacer su sueño. La niña alzó la cabeza, escuchó los ruidos. Alejó las manos de la penumbra, puso las palmas abiertas, como flores, sobre las piernas. El anciano se sentó en la cama. Inclinó la cabeza, contempló los pies amarillos y enfermos; inició el proceso de reconocerse, de asumir su progresiva invalidez, sus perennes dolores. Volvió a cerrar los ojos, con fuerza, evitando la luz que ya no llegaba a la cama, que apenas diluía contornos, sombras. En el espejo se destacaban las pan- tuflas, una lata, el cajón inferior del armario. El anciano se levantó entre quejidos. Sacó del buró un frasco con pastillas. Alargó la mano a un vaso con agua. Tragó una pastilla con lentitud, casi con repulsión. Se puso las pantuflas. En el baño se descubrió más viejo, apoyó una mano en la pared, orinó con lentitud, entre tem- blores. La luz se batía en retirada, dejaba intactas manchas de humedad, frágiles arañas. El anciano se abotonó el pantalón. Sentía su alma brumosa, descolorida por la tarde. Bajó las escaleras con dificultad. Acercaba la punta del pie al filo del escalón; luego, más seguro, dejaba caer el peso del cuerpo. Las maderas crujían, como lastimadas. En la sala miró el reloj de pared, los oscurecidos floreros. En la cara aún le palpitaba el esfuerzo, el último resabio de la tarde. La niña se levantó del piso. Lo tomó de la mano. —Durmió mucho esta tarde. —Me siento cansado -le contestó el anciano balanceando su cuerpo. —Tengo hambre -dijo la niña. —Vamos a cenar algo –dijo el anciano, animoso. La cocina, una oscuridad, una diminuta caverna. El anciano prendió la luz. El foco puso luces en la mesa, también en el salero, en la desvencijada alacena. La niña colocó manteles y cubiertos. El anciano encendió la estufa. El calor del fuego pareció despabilar sus manos. Las flamas envolvieron una olla y pronto el caldo comenzó a bullir, a desprender olores. El anciano puso distancia con la lumbre. Pronto hubo sobre la mesa frijoles y pan de dulce. Arrimaron las sillas de madera. El silencio se adivinaba en el fresco nocturno. El fresco daba vigor al anciano:

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guardagujas treinta y cinco suplemento de La Jornada Aguascalientes (25) septiembre 2011

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http://lja.mx/guardagujas

Bienvenidos a la era del exceso de información como ruido de fondo

víct

or p

érez

septiembre 2011, n° 35

alejandro badillo

santuario

Era la tarde. La niña bajó las escaleras. Sus pasos no hacían ruido en la madera, apenas la tocaban. Deslizaba sobre el barandal, cautelosa, las manos blancas. En la sala, una bocanada, la luz imitando el derrama-do resplandor de las velas. En los cristales una gota de lluvia, un ave apenas perceptible, desfigurada por el sueño. La niña suspiró, caminó

lentamente hacia el espejo. Se miró las coletas, acomodó un broche dorado y los pliegues de la falda. En el espejo se duplicaba un frágil candelabro, también la sala de terciopelo y una nube de polvo. La niña se sentó en un sillón, las manos muy quietas, unidas en el regazo. En la casa había humedad; lustrosas, las hojas de las plantas. Los pies desnudos de la niña hacían círculos en el piso. A veces le gustaba mantenerlos suspendidos, a escasos centímetros de distancia, como si tu-viera miedo del piso, como si fuera una superficie impregnada de fuego. Entonces balanceaba los pies, los acercaba a la luz, los sentía habitados y transparentes. En la habitación de arriba dormía el anciano. Cuando dormía la tarde parecía sere-narse, la casa se impregnaba de humedad, los insectos se mantenían quietos, como cautivados por la siesta. Algunas veces la niña subía a mirar al anciano. Caminaba en silencio hacia la cama. El anciano yacía de costado, como árbol sometido al viento, cubierto por una mala cobija. La niña pasaba una mano cerca de su nariz. Abría la palma, curiosa, tratando de percibir una señal, la respiración entrecortada y lenta. Sobre la cama caía, plena, la luz; volvía nuevas las arrugas de la cara. El anciano movía los ojos bajo los párpados, los ponía a perseguir saltamontes, lie-bres. Entonces la niña pensaba en el anciano, en su infancia recuperada todas las tardes, algunos minutos, entre ronquidos. Luego se distraía, silbaba una canción mientras ponía en orden libros, relojes antiguos, carcomidas fotografías. Creía, a fuerza de verlos, que el anciano también los miraba, que los nombraba en su sueño, como si le floreciera de improviso la memoria.

La niña bajó del sillón. Fue al fondo de la sala. Prendió un viejo televisor. En la pantalla se veían tenues resplandores. Ella inclinó el torso; se iluminaron las pecas de la nariz, el pecho. Después de sintonizar un canal, se sentó en un tapete. Recogió los pies; las manos ya no alumbraban, sino permanecían ocultas, en el piso, buscando la sombra. Las caricaturas llenaban la sala de risas falsas, de breves alborotos. La niña sonreía, su cuerpo ya no era esculpido por el crepúsculo, sino emergía de él, nuevo. En la habitación de arriba el anciano comenzó a carraspear, a deshacer su sueño. La niña alzó la cabeza, escuchó los ruidos. Alejó las manos de la penumbra, puso las palmas abiertas, como flores, sobre las piernas. El anciano se sentó en la cama. Inclinó la cabeza, contempló los pies amarillos y enfermos; inició el proceso de reconocerse, de asumir su progresiva invalidez, sus perennes dolores. Volvió a cerrar los ojos, con fuerza, evitando la luz que ya no llegaba a la cama, que apenas diluía contornos, sombras. En el espejo se destacaban las pan-tuflas, una lata, el cajón inferior del armario. El anciano se levantó entre quejidos. Sacó del buró un frasco con pastillas. Alargó la mano a un vaso con agua. Tragó una pastilla con lentitud, casi con repulsión. Se puso las pantuflas. En el baño se descubrió más viejo, apoyó una mano en la pared, orinó con lentitud, entre tem-blores. La luz se batía en retirada, dejaba intactas manchas de humedad, frágiles arañas. El anciano se abotonó el pantalón. Sentía su alma brumosa, descolorida por la tarde. Bajó las escaleras con dificultad. Acercaba la punta del pie al filo del escalón; luego, más seguro, dejaba caer el peso del cuerpo. Las maderas crujían, como lastimadas. En la sala miró el reloj de pared, los oscurecidos floreros. En la cara aún le palpitaba el esfuerzo, el último resabio de la tarde.

La niña se levantó del piso. Lo tomó de la mano.—Durmió mucho esta tarde.—Me siento cansado -le contestó el anciano balanceando su cuerpo.—Tengo hambre -dijo la niña. —Vamos a cenar algo –dijo el anciano, animoso.La cocina, una oscuridad, una diminuta caverna. El anciano prendió la luz. El

foco puso luces en la mesa, también en el salero, en la desvencijada alacena. La niña colocó manteles y cubiertos. El anciano encendió la estufa. El calor del fuego pareció despabilar sus manos. Las flamas envolvieron una olla y pronto el caldo comenzó a bullir, a desprender olores. El anciano puso distancia con la lumbre. Pronto hubo sobre la mesa frijoles y pan de dulce. Arrimaron las sillas de madera. El silencio se adivinaba en el fresco nocturno. El fresco daba vigor al anciano:

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menos turbia su alma, más nítida su silueta. El ancia-no encorvó la espalda; sus dedos, animales umbríos, desmenuzaban el pan. Pronto hubo manchas, migajas como anzuelos, dispersas en las sillas, sobre la mesa. El anciano fue a la alacena, sacó un bote plateado. Lo abrió con dificultad. Echó dos cucharadas de café en la taza. El agua, turbia de pronto, comenzó a arremolinar-se. En poco tiempo estuvo serena y humeando. Sobre la mesa algunas moronas alineadas, como en un juego de damas chinas. La niña las miraba con atención: en su mente parecían respirar, impregnarse de vida lenta. El anciano sonrió. Sorbió con deleite su café. Cuando sonreía una enfermedad apacible le moldeaba la cara. Ya no había rastros de la tarde. La orilla de la noche entraba a la casa, comenzaba a ahogar floreros, una ol-vidada figura de cerámica. El sonido de los camiones en la carretera rompía, a intervalos, el silencio; lo hacía más pesado, profundo. Pronto ya no habría más ruido en la carretera. Sólo el viento, el aullido de los perros. El anciano sopló el humo que brotaba de su taza, lo miró elevarse, inestable, como a una cargada nube de lluvia. La niña miró el humo y le dijo:

—¿Va a llover?El anciano dejó su taza, miró a la niña con atención.

Le brillaban algunos pelos de la barba, pelos níveos, como de alambre, que no había podido cortar con la navaja.

—¿Qué día es? –le preguntó, despacio, a la niña.—No sé… es noviembre.El anciano le pasó una mano por los cabellos. Se le-

vantó de la silla. Con cada movimiento le crujían los huesos. Fue a la ventana de la cocina. Afuera el viento estremecía pastos amarillos, revolvía los escasos árbo-les del llano. En el patio tierra alborotada, el solitario arrullo de un columpio. El anciano recargó el cuerpo en el fregadero, inmóviles las huesudas manos, como piedras en el fondo de un río. Recordó la mañana de septiembre que salió para alimentar al ganado. Recor-dó el momento de abrir el corral, a las decenas de reses hinchadas sobre la hierba, como barcos encallados; los ojos inmóviles, tiesas las patas, perladas las lenguas con moscas. Desde entonces, olor a muerte en la nariz, en los amaneceres amarillos, lentos. Desde entonces sue-ños intranquilos, tenues rastros de odio que le invadían el sueño, que lo dejaban exhausto, con ganas de salir al corral, extender los brazos, llamar a la muerte. El in-somnio, entonces, moneda común, horas sumergidas en el humo del cigarro, estudiando viejos mapas de la zona, como si buscara tesoros escondidos, olvidadas minas de oro. Cuando se cansaba de los mapas, se po-nía una chamarra, iba al cuarto de la niña y la miraba dormir. Largos sentía los minutos, los utilizaba para taparla con la cobija, para ponerle entre los brazos una muñeca. El tapiz, lleno de flores, convertía a la habita-ción en un cuidado jardín. Las cortinas, lentos fantas-mas, animados por secretas corrientes de aire. El an-ciano, al mirarlas, sentía vértigo; los ojos encendidos, como soles. Renqueaba a la cocina y permanecía junto a la ventana, acompañando con los dedos el siseo de los insectos, aguzando la vista para distinguir las luces lejanas de las casas. Más tarde, abrochaba con manos temblorosas su chamarra. Salía al corral. Ahí, iba de un lado a otro, como becerro perdido, como si pudiera recuperar, de entre las sombras, el ganado muerto. En la madrugada, bajo la luz sucia de una lámpara, era una figura temblorosa, arrastrándose en el piso, ahogada en recuerdos. En las mañanas amanecía con lodo en las botas, los lentes chuecos, hierbajos entre los dedos. Luego de despabilarse bajaba a desayunar y le hablaba a la niña de la maldad, de cómo pequeños actos, desco-nocidos, trastocan el destino, lo vuelven un sosegado infierno.

La niña fue al refrigerador y se sirvió un vaso con le-che. Balanceó una cuchara entre sus dedos. Al anciano

le temblaba la quijada, apretaba los labios. Volvió a mi-rar, insistente, la ventana.

—No volverán –le dijo.—Todas las noches espera que vuelvan – le respon-

dió ella, mirando los reflejos que la luz le sacaba a la cu-chara. En el piso, entre los platos sucios, las sombras de los árboles se movían, como tropas belicosas, impulsa-das por el viento.

Los dos se quedaron un rato en silencio, sin saber qué decir. La niña fue a la puerta de la cocina. Desde ahí podía ver el abandonado patio, geranios casi grises, de-tenidos en el tiempo. La puerta del corral tenía el can-dado puesto. La niña, las flores de su vestido, el polvo que el movimiento de sus manos delataba eran, a ojos del anciano, nuevas formas de soledad, el miedo de salir del sueño, abrir los ojos y no encontrarla. Por eso, en los sueños, aún en la vigilia, se aferraba a los objetos, en tener la memoria intacta para nombrarlos. La mente del anciano, entonces, un revoltijo de fotografías, relo-jes incorruptibles, minucias del mundo. La niña parpa-deó, se tocó las trenzas. Le dijo, sentenciosa:

—El columpio se sigue moviendo. El anciano estaba tras ella, pero no miraba el patio,

sino permanecía absorto en el reflejo que le devolvía la ventana. Miraba a su imagen confundirse con el paisa-je; su quijada hecha de arbustos espinosos; las mejillas como árboles lejanos. Puso una mano en el hombro de la niña, le dijo en voz baja, entonando un cariñoso re-proche:

—Sigues con tus historias de fantasmas.—Pero ya no hay viento –dijo la niña extendiendo el

brazo, señalando con el índice un punto indefinible en el patio.

—Hay viento aunque no lo veas.La niña volteó la cabeza. Parecía decepcionada. El

anciano se quedó serio, de repente, como si presintiera algo, le preguntó:

—¿Compraste lo que te pedí?La niña asintió con la cabeza. —Ven, vamos a la sala.El anciano apagó la luz, renqueó dificultoso por el pa-

sillo, como si ascendiera una empinada cuesta. Pronto comenzó a vislumbrar una luz diferente, el fugaz ter-ciopelo de la sala. La niña lo seguía con pasos breves, las manos entrelazadas tras la espalda. El anciano se sentó en un sillón. Su cuerpo, vieja maquinaria, echaba exhaustos vapores. La niña fue al comedor y sacó de los cajones velas, manojos de claveles, decenas de fotogra-fías. Después, extendió sobre la mesa del comedor un largo mantel blanco. El anciano vigilaba los movimien-tos de la niña. La débil luz de una lámpara le llenaba la espalda, hacía de la niña una olvidada silueta. Desde el sillón, como un desvencijado vigía, miraba la playa del mantel, el encaje que delimitaba las orillas, las eviden-tes manchas de tiempo. La niña, meticulosa, dedicó algunos minutos a alisar las arrugas de la tela, a colocar fotografías, velas en diminutos candeleros. El anciano enterró la mirada en el piso, la mantuvo ahí un rato, como forzándola a extrañar algo. Del cuerpo inmóvil, sólo la mano derecha seguía viva, ocupada en espantar un voraz mosco. La niña pronto tuvo, en la mesa, en el reflejo de los ojos, un santuario. En las esquinas las ve-las aún no brillaban, hacían débil contraste con el rojo de los claveles. El anciano se levantó del sillón; miró, complacido, la obra de la niña

—Lo has hecho bien – le dijo.El anciano puso una mano en la mesa. En la carre-

tera se escuchó el último camión. Las casas lejanas encendían lentamente sus luces. Las luces, por algu-na razón, alborotaban a los perros. La niña escuchó los ladridos, casi podía ver las colas alzadas, el olfateo nervioso, el denso pelaje manchado. El anciano no dejaba de mirar los retratos. La quijada volvió a tem-blarle. Movía la mano sobre el mantel, poco a poco, como si alguien, entre las velas, entre los retratos, lo estuviera llamando. El anciano se acercó a la niña. Le señaló los retratos.

—¿Los conoces?La niña negó con la cabeza. El anciano, entonces,

comenzó a contarle la historia de las fotografías. Ella seguía las palabras, las iba asociando con las personas retratadas. Hombres y mujeres, todos antiguos, todos con la mirada fija, como mirando una misma cosa. El anciano seguía su relato, a veces hablaba de bodas, de largos viajes, de infancias adormecidas por la soledad, por actos pequeños y olvidables. Le dijo que todos ellos, en algún punto de su vida, habían perdido algo. La niña miraba al anciano hablar, miraba su cuerpo como rama temblorosa, en el vano de luz sobre la al-fombra. El anciano olvidó poco a poco el hilo de las historias y comenzó a describir el aleteo de los cuervos en una plaza, el olor del forraje para el ganado, la lloviz-na mojando una puerta de madera. El anciano, después, se quedó callado, recargó el cuerpo, las venas del cuello congestionadas, las manos flacas con las palmas abier-tas, como esperando algo. Y el silencio se extendía y lo obligaba a morderse los labios y la niña se tocó las tren-zas y lo miró. El anciano respiró con dificultad, abrió la boca con un poco de dolor, como una bestia que se desangra lentamente y que busca, en su agonía, recu-perar el mundo que se escapa a raudales. Apoyó las dos manos en la mesa y le preguntó a la niña:

—¿Tienes cerillos?La niña fue a la cocina por ellos. Cuando regresó re-

partieron los cerillos y comenzaron a encender las ve-las. La oscuridad pronto fue un circo, un arrebato de luces. A la distancia, las velas, ánimas en pena, forma-ban círculos donde era luminoso el polvo. Al anciano le amarilleaba la cara. Parecía estar en campo abierto, al amparo de la luna, alimentando una débil fogata. El resplandor de la mesa era el de un campo de nieve. La niña terminó de arreglar los claveles. Los puso en las esquinas. Las sombras, animales dispersos, se agita-ban. Y con el movimiento las fotografías parecían hil-vanarse, sus habitantes dar nueva vida al lugar, nuevo tiempo.

Estuvieron un rato en silencio, contemplando la mesa. El anciano recogió las manos. Las dejó iner-mes, a los lados. La niña aspiró. Alrededor de ella, en los labios, podía sentir el tenue olor de los claveles. El anciano movió ligeramente la cabeza. Intentó en vano encontrar el olor. Luego, un poco decepcionado, le dijo a la niña:

—Ayúdame.—¿Qué vas a hacer?—Ayúdame a subir a la mesa.La niña se acercó a él. El anciano se apoyó en los bra-

zos de la niña. Ella sintió sus manos frágiles, un poco desesperadas, buscando reunir fuerza. El anciano tra-tó de ignorar los puntos de dolor en las articulaciones. Apretó la quijada. Tenía escalofrío en los brazos, los huesos como desmoronados. Apoyado todavía en la niña, subió con dificultad las piernas y se impulsó has-ta rodar lentamente sobre la mesa. El esfuerzo lo dejó exhausto. Los ojos amarillos y enfermos; la boca seca y entreabierta, como en un desierto, en busca de una im-probable palabra. Pronto estuvo quieto. Entrelazó las manos en el pecho. Boca arriba, iluminado por las ve-las, parecía un santo. La luz lo tocaba, tocaba también a los claveles. Los perros, en la lejanía, dejaron de ladrar.

Transcurrieron varios minutos. Las velas comenza-ron, entre chisporroteos, a soltar lágrimas de cera. La cera derretida formaba una capa blanquecina en los candeleros.

—Tengo sueño –dijo el anciano con la respiración débil, la voz ahuecada, distante.

—No te duermas, abuelo –dijo la niña.El anciano intentó sonreír, enfocó la mirada en el te-

cho como si observara los valles de su infancia, como si tuviera, frente a sus ojos, un corral rebosante de gana-do. Miró a la niña, alzó la mano, como si despertara en un sueño y en el sueño tuviera la memoria de todas las cosas. Pero el mundo comenzó a escapar. El anciano cerró, lentamente, los ojos.

santuario...

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VIIIROMA, 476 D.C.

Más que esta ciudad arrasada, me conmueve que escribas en el aire, porque no volverá su risa de olivos y viñedos a rozar tu piel.

Me conmueve que con estas líneas que a duras penas logras esbozar, pretendas salvarla del fuego que ya ha consumido las estatuas de nuestros dioses y anonadado el Imperio.

Cuando el fuego haya fatigado cada piedra con su arco de luz y silencio, será el eco del aire levantando cenizas, astillas y humo lo único que perviva, la única voz que logre preguntar entre muros y pilares avasallados.

Qué será más importante: ¿Escribir lo que poetas y cro-nistas no podrán decir, o mirar por última vez la caída de la lluvia mezclando la sangre y el óxido de otras batallas?:

XIII

No puedo escribir nada más, he perdido ya el recuerdo.

De nada me sirve mirar las letras del epitafioque cierto viajero me regaló.

Sé que algún día terminarán por borrarse.

Roma, después de todo triunfamos: tus descendientes repetirán mis epigramas y dirán excitados mi nombre y el suyo.

Entonces te alegrarás de haberme perdido:

X

Qué triste, Sibila, lanzar una botella en nombre nuestro, o calcular los astros sin saber que es lo mismo llamarse náufrago que beduino.

Desde que perdí la ciudad de nosotrosuna y otra vez he sangrado sin llorarte:hombre semejante a todos, hombre

que yace en la arena y se dobla ante sus señales.Sólo la metáfora, sóloel amor cambia el rostro del hombre.

Qué mentira: en este siglolleno de botellas y efímeras señales,nada se alza ni corteja sus armas derrotadas, nada

vence la arena en el destierro, sóloqueda esta inútil pregunta:¿Qué harán las ruinas de mi casa sin ti?

Desterrado de un sitio a donde ya no iban tus ojos,acaso vuelva, acaso aprenda que ningún puentepodrá guiar mi paso o soportarme con su perdón,y la belleza que ayer era mi escudo y armano será reconquistada por nadie.Si antes llega mi muerte, que así sea:

lanza de doble filo, escribí la Muerte de Catulopara luchar por la vida, hoy renuncio a este combate,la victoria fue la derrota frente al tiempo:

tres poemasmarco antonio murillo

Su voz tenía apenas la fuerza suficiente para traspasar sus dientes y sus la-bios. Lo escuchaba, pero también podía mirarlo aunque estuviera en el piso de abajo, bajando una caja y luego otra, tirando un puño de abrigos para el invierno por allá, pateando la bicicleta al suelo que había terminado ahí con la inercia y el peso de cientos de rutinas irremplazables; buscando con

manos borrosas, la caja de herramientas, en el estante más bajo y hasta el fondo del clóset en el hueco de las escaleras.

—Pero es que es un mal entendido. —Todo lo es. Yo siempre mal entiendo todo. Su voz llegaba hasta sus oídos como un murciélago rebotando entre los muros de

la casa de dos pisos, el viejo heraldo de todas aquellas terribles cosas que sólo pueden ocurrir por la noche, la estremecía en su asiento acolchonado y se regocijaba en el cal-vario de posibles finales que inspiraba en su imaginación: los pasos pesados, largos, caja de herramienta en manos, por las escaleras, hasta ella; la silueta definida y nítida de un hombre que debería estar oculto en las sombras.

—Por favor, no hagas esto. El hombre dio un paso dentro de la habitación y luego otro, desvió la vista y se di-

rigió a la ventana. Miró las casas al otro lado de la calle. Pensó en las interpretaciones de los vecinos. Su propio heraldo hacía piruetas a su alrededor y venía también, a contarle todas esas cosas terribles que sólo pueden ocurrir por la noche, del silencio y de cómo conseguirlo, del volumen de una voz y el volumen de una silueta detrás de una ventana.

—Por favor. La caja de herramientas golpeó de lleno contra la duela. Si bien lo suyo era la actua-

ción, representar la ira, la neurosis, no formaba parte de su repertorio; apenas si había abierto los dedos de la mano para hacer que la caja de color azul metálico con los bor-des oxidados cayera sobre el suelo, un alarido de sonajas de metal. Ella se estremeció en el asiento, su voz se detuvo. Él le dio la espalda a la ventana.

—No estoy haciendo nada. Se acuclilló con paciencia delante de la caja de herramientas. Levantó el cerrojo

y retiró la tapa. Comenzó a sacar las herramientas. La textura de los mangos, en sus manos, lo calmaba. Retiró una llave Stillson. Un desarmador universal que al hacer

impacto con el suelo soltó varias decenas de puntas intercambiables, como esquirlas de vidrio por el suelo. Dos pinzas de presión. Un juego de dados. Una bolsa llena de clavos para concreto...

—Basta. Por favor.Encontró el martillo sepultado en el fondo. Lo guardaba desde el taller de repa-

ración del que formó parte durante la preparatoria. Recordó la voz del maestro del taller, haciendo una semblanza de aquella pequeña pieza de magia: las herramientas más simples son siempre las mejores, le decía a la clase, una herramienta que necesita ser reparada no es una herramienta. Empuñó el mango de madera con la mano iz-quierda. Se incorporó con él. La miró. Ella miraba la cabeza de metal.

Avanzó. Ella se agitó en el asiento. Su vista apenas y había podido arrastrarse hacia la tensión de la mano sosteniendo el martillo. No pensó en escapar. El asiento de ofi-cina en el que estaba sentada se reclinó con la tensión de sus piernas.

—¿Qué vas a hacer?, ¿qué vas a hacer con eso? por favor… Te vas a arrepentir. El hombre se detuvo a apenas un palmo. Ella respiraba agitada. —Esa es la diferencia entre tú y yo. La mano se tensó justo como sabía hacerlo. El brazo se levantó lentamente, por

encima de su cabeza. —Pasas la vida arrepintiéndote por cosas que no sabes de dónde vienen. Todo lo

que hago tiene una explicación. Jamás me arrepiento de nada. —se inclinó hacia ella, hasta que sus rostros quedaron a la misma altura— ¿Entiendes? Sé perfectamente para qué sirve cada cosa, nunca he intentado guisar un par de huevos con un mi-croondas, nunca he usado un tornillo para cortarme las uñas y, por dios, jamás char-laré con un pedazo de mentiras como tú; sé para qué sirve cada herramienta que tengo y sé reconocer una que no sirve para nada.

La webcam se hizo pedazos con el primer martillazo.

josé pérez

herramientas simples

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la filmoteca de babel

Los aficionados al cine de género somos una especie de yonkis. Sabemos que muy pocas veces encontraremos alivio para nues-tras urgencias en las carteleras, aunque siempre opinamos que más vale estar atentos. Lo mismo acechamos los programas de cineclubes y festivales, desde la Muestra Internacional hasta el

Mórbido, o el Macabro, e incluso en los maratones nocturnos del maestro Grajales. Pero seamos sinceros: aunque somos público agradecido, nues-tras expectativas se cumplen muy pocas veces.

Hubo una época en que los cineclubes universitarios eran la mejor op-ción. Pero las cosas han cambiado, ni el cine club de ciencias de la UNAM, el cinematógrafo del Chopo, o “El Queso”, en Zacatenco, son hoy siquiera una pálida sombra de lo que fueron alguna vez. Se acabaron los días en que íbamos a cualquier parte donde proyectasen Blade Runner (Ridley Scott 1982) o Brazil (Terry Gilliam 1985).

Eran los días del VHS, y si bien en alguno videoclubes podías encontrar lo mismo Bad taste (Peter Jackson 1987) que The toxic avenger (Michael Herz y Lloyd Kaufman 1984), y de esa manera cubrir las grietas que deja-ban los cineclubes y las carteleras comerciales, lo cierto es que los yonkis siempre terminábamos en el mercado negro. Teníamos nuestros dílers, en el Chopo o en Tepito, a los que acudíamos en busca de nuestra dosis. Si alguien nos miraba mal y nos acusaba de piratería, nosotros respondíamos orgullosos: difusión cultural.

Entonces vino la comercialización masiva del devedé, y sobretodo el li-bre acceso a Internet. Así fue como se acabaron los sufrimientos de los yonquis. Si las carteleras de los multicinemas y los cineclubes ya no nos satisfacen, los estrenos en devedé siempre nos sacarán de apuros. Nada nos impide comprar, por ejemplo, ese box set de tres discos de Tokyo Gore Police (Yosihiro Nishimura 2008), o cualquiera del catálogo de Jörg Butt-gereit. Incluso podemos pagar por descargarlas en archivo digital, ya sea de alguna tienda online o de la página personal del director.

Los piratas de hoy en día, salvo contadas excepciones, son meros mer-caderes que lo mismo da si venden tenis hechizos o elotes preparados. Ni qué decir de los vendedores de “cine de culto” que ahora pululan en los tianguis, y que sin descaro se piratean a los bucaneros originales del Chopo, o que, peor aún, se bajan las películas de algún blog de Internet. Afortunadamente para nosotros los yonquis, ese tipo de piratas son pres-cindibles.

La tecnología modificó la conducta del mercado y la industria; las relacio-nes entre el creador, los medios y el público consumidor rebasaron los viejos esquemas. Vimos caer en decadencia la cultura del cine club, contemplamos la multiplicación de la piratería y el abuso de la palabra “de culto”, pero al mismo tiempo tuvimos a nuestro alcance las tiendas online y todo tipo de formas de compartir y descargar “material”, así fuera ilegalmente. Dimos con una puerta directa a la filmoteca de Babel, una cuya inscripción sobre el marco dice, en letras grabadas en oro: Sé tu propio cine club.

Algunos amigos se quejan nostálgicos: eran mejores los viejos tiempos de los cineclubes, y del VHS, cuando te podías sentir un iniciado por haber asis-tido a la proyección de Eraserhead (David Lynch 1977) o por tener en tus ma-nos una copia de Basket case (Frank Henenlotter 1982). Otros me presumen sus discos duros, con muchas más películas, documentales y series de los que podrán ver en toda su vida. Bienvenidos a la era del exceso de información como ruido de fondo.

Yo, como buen yonki, lo quiero todo y espero con ansias que lleguen los días en que los derechos de autor no sean la tumba de la obra, ni del autor; espero que vuelvan los cineclubes rentables que proyecten tanto Robogeisha (Noboru Iguchi 2009) como Autopsia de un fantasma (Ismael Rodríguez 1968). Estoy seguro de que se puede, y de que no pido mucho.

bibliotecas

Me gustan las bibliotecas. Todas las bibliotecas sin ex-cepción: las escolares, las públicas, las personales. No recuerdo con precisión cuándo visité una biblioteca pública por primera vez, pero sí recuerdo que en el co-legio al que asistía había una pequeña, sencilla, repleta

de libros tan viejos que en ese momento no despertaron en mí ningún interés y los consultaba sólo porque era necesario para realizar las tareas escolares. También recuerdo tres bibliotecas personales: la de mi padre, exclusivamente de libros taurinos y de medicina; la de mi madre, confor-mada por novelas de Taylor Cadwell y Pearl S. Buck, entre otras, y libros de arte; y la de mi abuelo, que tenía muchos libros en libreros altos con puertas de cristal a modo de vitrinas, tan inalcanzables que hasta la fecha no sé qué libros la comprendían.

Más tarde, en la universidad, me hice adicta a la biblioteca, tanto que faltaba a clases para permanecer más tiempo ahí, leyendo, y no es que por aquella época hubiese leído muchos libros, en realidad leí bastante po-cos, ahora que lo pienso, en correspondencia al tiempo que invertía. Por aquel entonces también comencé a frecuentar los archivos, sobre todo el Histórico y mi fascinación por leer periódicos viejos, hacía que me perdiera por horas.

Mi biblioteca personal comenzó a conformarse con la colección de revistas-libros que se publicaban periódicamente a partir de los cortos de Cantif las en caricaturas, llamados Cantif las Show. Recuerdo que mi abuelo y mi padre los compraban en el puesto de periódicos que estaba en la esquina de la ferretería propiedad de mi abuelo. Aún los conser-vo, como también conservo el recuerdo de muchas tareas de la escuela resueltas con la consulta de los mismos, aunque ahora me cuestione so-bre la veracidad de la información. Después, a mi pequeña biblioteca se fueron incluyendo libros de Selma Lagerlöff, algunos diarios como el de Ana Frank, el de Daniel y Corazón. Diario de un niño; una colección de cuentos de los Hermanos Grimm, otra de Andersen y un hermoso libro, propiedad de mi madre, sobre mitos griegos.

Poco a poco comencé a hacerme de más libros y me considero muy afortunada por el acervo que poseo. Conozco algunas bibliotecas perso-nales de mis amigos y podría afirmar que cada uno tiene los libros exac-tos, precisos, necesarios, de acuerdo a su personalidad, regida por intere-ses, pasiones, conocimientos, voluntades. Puedo presumir colecciones, como la Biblioteca Salvat y la Colección Literaria Servet, regalos de mi padre; una gran parte de la Colección Austral, herencia de una tía lejana; Las Grandes Obras del Siglo XX, esa colección hermosamente empas-tada, en fin. A la par de mis libros “necesarios”, me fui haciendo de una biblioteca de libros para niños, algo que me ha facilitado en gran medida mi labor como promotora de lectura con mis sobrinos y mis hijos.

Muchos de mis libros han sido regalos y otros tantos, por supuesto, comprados, aunque confieso que también poseo libros robados –quién no–, pero estoy segura que el robo de libros bajo ciertas circunstancias es más que perdonado, agradecido. En alguna ocasión, un amigo y yo nos acercamos a Eduardo Lizalde para que nos firmara un libro y al darse cuenta que provenía de una sustracción ilícita, no cabía de la emoción y del agradecimiento: “Qué honor. Soy un libro robado”. Finalmente si uno va a arriesgar su reputación, que sea por un autor que valga la pena.

Es indispensable hablar también de los otros libros que forman nuestra biblioteca, o nuestra “otra” biblioteca. Bárbara Jacobs en su libro Leer, escribir menciona que es propietaria de tres bibliotecas: la de los libros que posee físicamente, la de los que leyó y no guardó, y la de los que de-sea leer. Los libros que leímos y no conservamos, y los que queremos leer son precisamente los libros de nuestra “otra” biblioteca. Podemos hablar de ellos, citarlos, recomendarlos pero no revisarlos ni prestarlos, pues no los tenemos a la mano. También podríamos agregar los libros que cono-cemos por la lectura de otros libros, que quizá nunca leeremos, ni tenga-mos interés de hacerlo, pero que conocemos por referencia, incluso por estudio y análisis.

Me gustan las bibliotecas. Me gusta mi biblioteca y disfruto mucho de mis libros, incluso de los prestados, porque en el tiempo que dura mi lec-tura, son míos, y aun después de ella y de devolverlos, también.

http://lja.mx/guardagujas/editores: edilberto aldán / joel grijalva

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Alejandro Badillo. (México DF, 1977) Narrador, ha publicado tres libros de cuentos: Ella sigue dormida (Fondo Editorial Tierra Adentro/ Conaculta), Tolvaneras (Secre-taría de Cultura de Puebla) y Vidas volátiles (Universidad Autónoma de Puebla). Es colaborador habitual de la revista Crítica. En 2007 y 2010 fue becario del Fondo Es-tatal para la Cultura y las Artes. Textos suyos han aparecido en revistas como Punto en línea de la UNAM, Letralia.com y Tierra Adentro. Actualmente es coordinador del Taller de Creación Literaria en la Universidad Iberoamericana-Puebla.

José Pérez. (Aguascalientes, 1985) Narrador, licenciado, promotor de piso y desas-troso padre de familia; jamás será Ray Bradbury. Ha publicado cuentos sueltos en un montón de libros y revistas; también ha publicado un libro con un montón de cuentos (La Política del Silencio. Ags, ICA -Primer libro, 2007). Fue becario del FECAA en la categoría jóvenes creadores y la barba nunca le ha salido pareja.

Marco Antonio Murillo (Mérida, 1986) Ha publicado Muerte de Catulo bajo el sello de Catársis Literaria El Drenaje. Es miembro de la Red Literaria del Sureste. Obtuvo el primer sitio en el premio nacional de poesía Rosario Castellanos de los juegos florales universitarios UADY.

Sofía Ramírez (Aguascalientes, 1971) Estudió letras hispánicas en la Universidad Autónoma de Aguascalientes y una maestría en literatura mexicana. Actualmente es la directora del centro cutural Casa Terán. Es autora de La sonrisa de un condenado a muerte y La casa callada. Su libro más reciente: La edad vulnerable, Ramón López Ve-larde en Aguascalientes.

Rodolfo JM. México, 1973, es egresado del IPN (Instituto Politécnico Nacional) en Ingeniería Industrial. Cursó el Diplomado de literatura en la SOGEM. Ha publica-do el plaquette de poesía Veneno para las hadas (1994); y el libro Poesía incompleta (1998). Ganó el premio Julio Torri 2008 por su libro de cuentos “Todo esto sucede bajo el agua”, editado por Tierra Adentro.

La fotografía de portada es de Víctor Pérez, fotógrafo y reportero de La Jornada Aguascalientes.

tripulación

24 de septiembre-2 de octubre

43 Feria del Libro

Olimpotosí (ninis: ni cuentos ni poemas)textos e ilustraciones de Alexandro Roque

solicítalo escribiendo a: [email protected]