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CAPÍTULO IV HISTORIA DOBLE DE UNA PROFECÍA: MEMORIA SOCIOLÓGICA 1959-1986* Me siento impulsado a emplear un tono anecdótico en esta interven- ción, a pesar de ser el único entre los expositores que no fue discípulo de Orlando Fals Borda. Acaso por lo mismo me vea inhibido ahora para juzgar con libertad sobre el contenido de su obra y prefiera referir- me a algunos pasajes de la parábola vital del autor que tocan con la formación o las deformaciones de este discípulo a distancia. Porque como sucedió a muchos colegas de mi generación, el conocimiento franco y directo del autor y de su obra fue precluido por el azar y por una enorme barrera de mitos y prejuicios y, aún más, de sentimientos adversos. Ocurrió luego que aquello que veíamos pasar y consentíamos como ingenuo juego juvenil adquiría la dimensión de un auténtico rompecabezas. Porque mientras en las toldas universitarias fue acre- ditándose la leyenda según la cual Fals Borda era un supuesto agente del imperialismo o del neocolonialismo cultural, desde los tronos se lo juzgaba como profeta del comunismo y de la subversión. Estig- matizado por unos y por otros en un ejemplar caso de esquizofrenia Se trata de la intervención hecha en el seminario de homenaje de la Asocia- ción Colombiana de Sociología a Orlando Fals Borda, realizado en mayo de 1986 en Barranquilla y editado en el libro de Gonzalo Cataño (1987), como homenaje a los cuatro tomos de Historia doble de la Costa. Por entonces, quien esto escribe ocupa- ba el cargo de presidente de la Asociación Colombiana de Sociología, al tiempo que era jefe de Unidad de Desarrollo Social en el Departamento Nacional de Planeación, ya en las postrimerías del gobierno de Belisario Betancur y en la víspera de la promulgación del acto legislativo número 1 de 1986, por el cual se instauró la elec- ción popular de alcaldes, único signo —aunque importante— que quedaría de una voluntad de paz y de modernización política que naufragó por muchísimas causas. [n 7 [

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Page 1: de Orlando Fals Borda. Acaso por lo mismo me vea inhibido

C A P Í T U L O IV

H I S T O R I A D O B L E D E UNA P R O F E C Í A :

M E M O R I A S O C I O L Ó G I C A

1959-1986*

Me siento impulsado a emplear un tono anecdótico en esta interven­ción, a pesar de ser el único entre los expositores que no fue discípulo de Orlando Fals Borda. Acaso por lo mismo me vea inhibido ahora para juzgar con libertad sobre el contenido de su obra y prefiera referir­me a algunos pasajes de la parábola vital del autor que tocan con la formación o las deformaciones de este discípulo a distancia. Porque como sucedió a muchos colegas de mi generación, el conocimiento franco y directo del autor y de su obra fue precluido por el azar y por una enorme barrera de mitos y prejuicios y, aún más, de sentimientos adversos.

Ocurrió luego que aquello que veíamos pasar y consentíamos como ingenuo juego juvenil adquiría la dimensión de un auténtico rompecabezas. Porque mientras en las toldas universitarias fue acre­ditándose la leyenda según la cual Fals Borda era un supuesto agente del imperialismo o del neocolonialismo cultural, desde los tronos se lo juzgaba como profeta del comunismo y de la subversión. Estig­matizado por unos y por otros en un ejemplar caso de esquizofrenia

Se trata de la intervención hecha en el seminario de homenaje de la Asocia­ción Colombiana de Sociología a Orlando Fals Borda, realizado en mayo de 1986 en Barranquilla y editado en el libro de Gonzalo Cataño (1987), como homenaje a los cuatro tomos de Historia doble de la Costa. Por entonces, quien esto escribe ocupa­ba el cargo de presidente de la Asociación Colombiana de Sociología, al tiempo que era jefe de Unidad de Desarrollo Social en el Departamento Nacional de Planeación, ya en las postrimerías del gobierno de Belisario Betancur y en la víspera de la promulgación del acto legislativo número 1 de 1986, por el cual se instauró la elec­ción popular de alcaldes, único signo —aunque importante— que quedaría de una voluntad de paz y de modernización política que naufragó por muchísimas causas.

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del juicio común, el efecto ha sido minimizar una de las empresas in­telectuales vitales más serias de nuestro medio, reconocida y valorada fuera del país.

Por muchas razones vale la pena ensayar el estudio de un asom­broso proceso en el cual se distorsionaron al máximo la imagen y los papeles sociales de una persona, transformada de repente en agente doble y cruzado de fuerzas antagónicas, en un exceso de inventiva y de suspicacia que envidiarían los escritores de novelas de espionaje. Puede ser éste un tema apasionante de la sociología del conocimien­to. O de la sociología de la sociología. O revelador de tensiones y cam­bios sociales en la Colombia reciente.

Pero, ante todo, para mí, como para muchos compañeros de ge­neración y de circunstancias, el asunto ha incitado a resolver uno de esos enigmas que suelen cruzarse en el camino de la vida, denso en interrogantes éticos.

Llegué a conocer en persona a Orlando Fals Borda sólo años más tarde, con motivo del Tercer Congreso Nacional de Sociología, en agos­to de 1980. Como se recuerda, este evento académico representaba un verdadero ritual de restauración: era la prueba del porvenir de la reconstituida Asociación Colombiana de Sociología, cuyas labores habían expirado, como toda expresión pública de la profesión, en 1967.

Más de una década de diáspora y de silencio tras la muerte de Camilo Torres Restrepo corría el riesgo de prolongarse indefinida­mente, de no mediar un tratamiento equilibrado de los conflictos potenciales que distanciaban a los sociólogos por diferencias de gene­ración, de escuela, de región, de posición laboral, de estilo y de parti­do, facción o ideología.

Debe advertirse que en Colombia, así como en América Latina, la década —perdida en economía— significaba el retorno de la preocupación por la democracia, luego de regímenes militares y, en el caso de Colombia, de gobiernos amparados en fuer­tes regímenes de excepción. Este ensayo representa una inflexión en mi curso intelec­tual y vital y preanuncia una retirada de confianza en el Estado como eje de mi acción, lo cual no pocos interpretan como una "caída" del poder, una, empero, desea­da, para pensar la sociedad desde otras perspectivas, si se quiere: las propias de la movilidad social ascendente y descendente.También revela mi intención de ensayar una expresión narrativa.

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Las evaluciones eran inevitables. Y ninguna diplomacia podía elu­dir en ellas las polémicas menciones de la figura del líder o —en sus términos— del antilíder carismático. Por la fuerza de los hechos, en cualquier crónica de los breves lustros de sociología académica y pro­fesional el protagonismo de Orlando Fals Borda debía llenar la mayor parte, por acción o por reacción. Lo demás podría ser registrado como notable intención o como insalvable impedimento.

Y, como sucede con toda memoria viva, los balances comprome­ten subjetividades densas de pasiones, sentimientos y, a menudo, an­tipatías. La única manera de exorcizar estos ídolos consistía en retor­nar en la espiral de la memoria, con lógica y serenidad.

¿Cuándo había ocurrido la fábrica de la leyenda? Exactamente, a partir de 1966. En ese entonces, yo había ingresado como estudiante al Departamento de Sociología de la Universidad Nacional, movido quizá, como muchos, por la necesidad de encontrar un sucedáneo a la misión o vocación religiosa que había naufragado en aquellos días conciliares, sucedáneo que tal vez veía encarnado en la figura de Ca­milo Torres Restrepo. Signos de los tiempos, también atraía hacia esa capilla secular la ambivalente curiosidad de hallar en ella lo que para muchos era sospechosa confluencia de católicos y librepensadores (aca­so masones, pensaba) con la silueta de un equívoco protestante, con­fluencia mediada por el ideal común de un saber aplicado a la paz, a la justicia y a la reforma social.

Pero aquélla ya había probador ser la imagen de otro tiempo, por­que, justamente en el momento de iniciación en la sociología, se ha­bía producido un quiebire que a la postre explicaría con verosimilitud aproximada los delirios y padecimientos venideros de la historia polí­tica e intelectual colombiana. Camilo Torrres Restrepo había muerto con otra investidura, el 15 de febrero, en combate de las guerrillas con­tra las Fuerzas Armadas. Luego, el 11 de abril, el decano de la institu­ción sociológica, Orlando Fals Borda, se despedía de la aterrada y dis­minuida comunidad.

En un viaje sin retorno a los claustros durante muchos lustros, Fals iniciaba una meditación y un viraje intelectual que luego desem­bocarían en un promisorio trabajo con las comunidades campesinas de la costa del Caribe colombiano.

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Describir lo que sucedió en el resto de la década sobre aquel doble vacío tomaría demasiado'espacio. Baste decir que constelaciones de coincidencias mundiales y locales transformarían el campo universi­tario en una efervescente nave de locos —aunque aún con entrevera­dos lúcidos razonamientos— y casi en tierra de nadie, dispuesta al saqueo de izquierdas o derechas. Fueron tiempos de generaciones per­didas por deliberadas amputaciones intelectuales (recuérdese la in­fluencia de la Revolución Cultural china). Tiempos de alzamientos estudiantiles. De los inicios de experiencias lúdicas y masivas con la droga. De la escalada de guerra en Vietnarn. Del retorno de los milita­rismos a América Latina. De movimientos de insurgencia y de con-trainsurgencia. Del nadaísmo y del mefitismo. Del populismo de la papa y de la yuca. Del estropicio administrativo y directivo de la univer­sidad pública. En aquel escenario, que de prisa se vaciaba de una escasa racionalidad frontera con la locura, la herencia sociológica —puesta en duda y delatada por muchos— corría el riesgo de extinguirse. Fue salvada, en la frontera del plan de estudios, en 1969, bajo una directriz que a mi modo de ver era la única opción inteligente: un acento en la formación clásica, con un llamado a formar una sociología científica, nacional y política.

No es hora de ahondar en señalamientos sobre aciertos y límites de este proyecto, acaso disculpable en lo inacabado por las fallas direc­tivas y administrativas y por el oprobioso atolondramiento de una universidad en declive de lustros.

Pero lo llanamente injusto de esta operación de típico salvamen­to —porque sin duda significó la preservación intelectual y moral de muchos en un entorno decadente— fue el haberse instaurado como epopeya, con denuesto y mala interpretación de lo pasado. Sobre la etapa del Departamento y la Facultad de Sociología Aderados por Fals Borda entre 1959 y 1966 caía un manto de olvido y algo de anatema. Olvido amparado en la desaparición de los vestigios: porque todo aque­llo que había hecho la gloria de la antigua facultad —biblioteca, me­dios de cómputo, posgrado, publicaciones, centro de investigación— se había perdido de vista, más por un equívoco proceso de centraliza­ción y de integración de servicios que por bulla universitaria o por interpuesta malicia.

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En cualquier caso, la fundación de una nueva etapa de la sociolo­gía, sobre febles soportes materiales, institucionales y ambientales fue muy desvirtuada con la tergiversación de la figura y la obra de Fals Borda, convertido, por espuria regla de tres, en agente de penetración y de corrupción cultural. Y si bien era una típica época de ingeniería y de control social (para la muestra, el Plan Camelot) —muchas suspi­cacias podían ser plausibles—, era tan exagerado atribuir a Fals Borda poderes de demiurgo como identificar toda tendencia empírica o toda la sociología norteamericana o cualquier sesgo hacia la investigación local o regional con piezas de un proyecto neocolonial.

Ya en la decadente década del setenta, la preservación de un eté­reo clima "antifalsista" en el Departamento de Sociología se explicaba por el fenómeno de segregamiento espacial. No habiendo lugar co­mún para el diálogo, porque el territorio y la institución se considera­ban propios y a la vez excluyentes, las imágenes sobre "el otro" o "lo otro" se autoperpetuaban como prejuicios arraigados por falta de inter­locutor o contradicción. Además, ante las acusaciones, Orlando Fals Borda callaba indiferente, y lejano y estoico elegía la confirmación del trabajo por la vía de los hechos.

Por mi parte, ya como neófito profesor en el nuevo espíritu de la academia sociológica desde 1970, me sentía asaltado por un sentimien­to de vacuidad: sólo veía sombras cuando en los debates o recuerdos de los claustros se aludía a una nefasta prehistoria sociológica. Era como luchar, en esa oscuridad de la década, contra una figura caída sin identidad ni voz, contra su estigma.

Pero al final del decenio el asombro daría paso a una auténtica angustia ética, con ocasión de los infames procesos de persecución política y de indiscriminada sindicación de intelectuales, no menos lacerantes porque fueran pálido reflejo de cuanto acontecía en el Sur.

¿Qué pensar? Bajo contrario signo, otros, con poderes más vastos que el rumor, obraban con la misma lógica de anatema y exclusión, con odio manifiesto y por injusta causa. Se hilvanaba así la aterradora conclusión de que acaso lo único que salvaba al intolerante de practicar con daño la intolerancia podía ser la carencia de medios materiales de coacción. Y, en un sentido más positivo, se podía confirmar que la to­lerancia es una precaria y ardua conquista y disciplina del espíritu.

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Como un personaje de una novela de Francisco Sánchez, Sala capi­tular, yo comenzaba a comprender que "la vuelta al origen es más peli­grosa que la aventura de un viaje a lo desconocido"1. Sin embargo, ese estremecedor retorno a las raíces era inapelable como lavatorio y como sabiduría hacia la dignidad y el decoro. Por fortuna, era una explora­ción de herencias y de tradiciones, coincidente con la de Gonzalo Cata -ño y con la de quienes nos proponíamos un proyecto sociológico.

Era necesario contraponer al prejuicio una visión aproximada de lo que había ocurrido entre 1959 y 1966. Un cierto azar me había con­ducido a recuperar del padecimiento de la nada el archivo que encerra­ba la memoria de aquellos años. Sumido allí, podía reconstruir frag­mentos desconocidos de la prehistoria y de la historia de la sociología en Colombia, tránsito que se fechaba no en 1969 sino en 1959 y que se asociaba sin duda al protagonismo de Orlando Fals Borda.

Ya entonces muy distante de las resonancias ideológicas de los años sesenta, todavía, sin embargo, me sorprendía a mí mismo descon­fiando deí sentido del activismo de aquel protagonista y contra mi voluntad buscaba ciertas evidencias que confirmaran los prejuicios heredados de un supuesto complot contra la soberanía nacional.

Lo que en los archivos se revelaba difería del predicado de los atavismos. Era incluso posible reconstruir la causa de las antipatías mediante una fórmula o figura: el síndrome del "destino del innova­dor extraño y extrañado". Síndrome que califica la resistencia social contra el líder carismático no protegido institucionalmente.

Los cambios introducidos acaso puedan ser finalmente asimila­dos, pero se sacrifica o se aisla a quien los alentó y encarnó, porque su otredad se hace socialmente insoportable.

La conducta de Orlando Fals Borda ha sido la típica del innova­dor, tanto en patrones intelectuales como en dimensiones administra­tivas e institucionales. Su caso es el de una excepcional simbiosis de entusiasmo por la investigación y devoción por la práctica, apoyados en la capacidad de encarnar simultáneamente diversos papeles socia­les que en otras personalidades serían excluyentes.

1. Sin saberlo, preanunciaba mi descenso hacia el psicoanálisis que se precipi­taría luego de mi paso por la Consejería de Paz (1990-1992).

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Pero lo que sería una conducta inequívoca y aceptada en una época estable o de cambios graduales y ordenados se prestaría a confusiones y a tergiversaciones en tiempos de irónicos cambios como los sucedidos entre 1959 y 1966.

La fundación de la institución sociológica en los claustros de la Universidad Nacional había coincidido con una auspiciosa esperanza de cambio social en Colombia. Se creía en el renacimiento democrático con el ensayo de la inédita reforma nacional. Se estimaba posible extir­par a violencia mediante pactos políticos y cambios sociales. Se asegu­raba el desarrollo gracias a la aplicación de sistemas de planeación penetrados de conocimiento económico, sociológico y técnico. A dos años de la Revolución Cubana, en 1961 la Alianza para el Progreso crearía la ilusión de una dinámica de saneamiento de la democracia: reforma agraria, crédito externo y modernización de las instituciones bastarían para detener en su fuente los conflictos potenciales.

Un lustro fue suficiente para desvanecer el optimismo. La refor­ma agraria languidecía ya en 1964, año en el cual resurgía también una nueva forma de violencia tras la invasión de Marquetalia y El Pato. El movimiento estudiantil, glorificado por su papel en el derrocamiento de la dictadura, pasaba a ser vilipendiado en las primeras confrontacio­nes universitarias, ocasionadas y enrarecidas a menudo por torpes ma­nejos directivos. Fueron años en los cuales el mentado compromiso social de la Iglesia entraba en contradicción. Años que registran el desplome de un serio proyecto cultural (la revista Mito), desplome que dejaba como única herencia alternativa el nadaísmo o un sálvese quien pueda (opción mucho más inteligente).

En suma, a poco andar de gloriosos comienzos el Frente Nacional se mostraba como un sistema ahogado por estrecheces económicas (crisis externa y fiscal), atrapado en sus deficientes políticas (reparto clientelista y excluyente del poder) y desbordado por la progresión de necesidades derivadas del crecimiento demográfico y de la inmigra­ción urbana.

Incapaz de suscitar entusiasmo en los crecientes grupos de uni­versitarios, profesionales e intelectuales, débil en sus fuentes de legiti­mación, extraño a las dimensiones modernas de la cultura y olvidado del aliento democrático, apelaba con recurrente frecuencia a solucio-

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nes de fuerza y en algunos casos a la Iglesia como soporte ideológico. A esto se sumaba el giro de ia percepción de los asuntos de América Latina desde el Pentágono: los delirios reformistas de América Latina habían obrado como aprendiz de brujo. Sólo la convocatoria a los generales podría contener ilusiones desatadas sin control.

En poco tiempo se había producido tal polarización de fuerzas y tanto se habían trastrocado las reglas de juego, que la identidad de los personajes en el escenario se confundía. Los innovadores y reformado­res sociales, estimulados en un principio por un ambiente de proyec­tos, eran tildados ahora, por unos, de subversivos y por otros, de confor­mistas. Signo de tragedia, sólo una muerte extrema, como la de Camilo Torres Restrepo, salvaba los equívocos. De resto, un grupo considera­ble de intelectuales que no aceptaría nunca el dilema de plegarse a un orden de fuerza o de rebelarse en armas padeceríamos, por muchos, años de muerte civil y política en limbos de reclusiones, evocaciones y recreaciones, en donde cada quien alimentaría como mejor pudiera sus esperanzas y utopías para otros tiempos.

Es ésta quizás una explicación plausible del enclaustramiento de la academia de sociología, como también de tantos exilios interiores y ex­teriores. Al mismo tiempo, esta abrupta transfiguración del escenario hace posible comprender las desafortunadas tergiversaciones de la per­sonalidad de Orlando Fals Borda y arroja luz sobre el sentido de la meditación intelectual que emprendió en 1966 y, aún más, sobre la vi­sionaria misión con comunidades que se impuso en la década del se­senta y que culminaría en ese extraordinario y premonitorio universo de la Historia doble de la Costa.

Que el equívoco se disuelve de esta manera lo sustentaría una lectura simultánea o doble de las primeras obras y de las más recien­tes publicaciones de Orlando Fals Borda. Como el célebre personaje de Ulises, de Joyce, éste podría decir: "Soy otro y sin embargo el mis­mo". Entre Campesinos de los Andes y Retorno a la tierra hay más conti­nuidades de las que pensaría el lector, y más acaso de las que quisiera reconocer el autor.

Por supuesto, son convergentes los temas del campesino y de la tierra, examinados con semejante apasionamiento, descritos con tan­ta precisión y multilateralidad, disecados de modo sincrónico y diacró-

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nico, aproximados con extraordinaria simpatía y empatia. Incluso la técnica de la devolución (aunque no sistemática) está ya anunciada en la lectura a los saucitas de apartes de los manuscritos antes de su pu­blicación.

Un epígrafe al prefacio de Campesinos de los Andes revela lo esen­cial de las afinidades y diferencias entre uno y otro tramo de la vida. Es la admonición de Mardoqueo a Ester: "No pienses en tu alma que escaparás en el palacio... Porque si absolutamente callares en ese tiem­po, respiro y libertación surgirán de otra parte... ¿Quién sabe si para esta hora te han hecho llegar? (Est., xv: 14)2.

Por lo menos dos sentidos hallaba este texto en aquel contexto. El primero, no mentado por el autor, pero a mi ver más profundo que el manifiesto, contiene la advertencia de un espíritu, acaso religioso, al hombre de ciencia. Es el llamado a no extraviarse en los vericuetos del edificio del conocimiento, a no encerrarse en la torre de marfil en épocas de turbulencia, que demandan juicio y reponsabilidad social de poner el conocimiento al servicio de la justicia. Es el enunciado de una vocación irrenunciable que marca el destino y el sentido de la vida: "¿Quién sabe si para esta hora te han hecho llegar?"

En el diálogo entre el maestro ético y el discípulo académico, aquél le asigna a éste a una misión liberadora mediante el ejercicio de un saber virtuoso. Y le ordena deponer el orgullo y la vanidad que suelen apoderarse de aquellos a quienes ha sido concedido el don del cono­cimiento. Y le manda no olvidar jamás los orígenes y las raíces, a los que siempre se retorna.

En un segundo sentido, éste sí explícito en el texto, es ya el cien­tífico social, penetrado de aquel verbo, quien advierte a la élite en el poder: la condición del campesino es injusta, y de no resolver mediante una reforma agraria el oprobioso divorcio del hombre y el funda-

2. Esta mención del "palacio" está preñada de sentido, no sólo en la Biblia, ni sólo en el caso de Orlando Fals Borda, sino en mi propia experiencia, por cuanto, por razón de mi oficio manifiesto como jefe de la Unidad de Desarrollo Social del Departamento Nacional de Planeación y—por añadidura— de mi sobrepelliz clan­destina como escritor fantasma, yo estaba relacionado —con lealtad al Estado y a la Nación, pero aún más con lealtad a mi conciencia— con la Casa de Nariño, a la que llaman "palacio", en una escritura que sumó cerca de 2.000 páginas de "discursos".

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mentó común de su existencia, entonces "respiro y libertación surgi­rán de otra parte".

Sobre estas admoniciones valgan algunos comentarios. Uno de los aspectos más contradictorios en los países de América Latina y del Caribe es la dimensión ambivalente del Estado. Lo es todo, pero tam­bién nada. Se impone sobre una irreconocible sociedad civil y sobre el pueblo, pero carece de presencia y efectividad, hasta el punto de ser percibido como despiadado límite de la libertad y de la creatividad. Llega a ser un fetiche, un ídolo de barro, que bien merece el irrespeto.

Aun así, la ideología suele atribuir en veces al Estado una supuesta virtualidad como medio de aproximación a la justicia social. Ante esto, si bien la estirpe protestante y la formación anglosajona de Orlando Fals Borda podrían sugerirle cierta desconfianza frente ai Estado (pala­bra apenas usada en inglés), el científico social apelaba a los enunciados ideológicos del gobierno y de la élite en el poder para aconsejarlos so­bre un cambio de conducta, en favor de reformas sociales imperativas.

Al mismo tiempo, el hombre activo que no quería perderse en el laberinto de la biblioteca ofrecía su capacidad de revelación científica a la causa de la justicia y el cambio social que un íntimo mandato religioso y ético predicaba.

Así, en la dinámica peculiar de su personalidad, Orlando repre­sentó por cerca de año y medio, desde 1959, diversos papeles sociales: fundador, profesor e investigador de la Facultad de Sociología y direc­tor del ministerio de Agricultura, posición crucial por el diseño y apli­cación de planes de rehabilitación en zonas de violencia y por los prepa­rativos técnicos de la futura reforma agraria. Era una encarnación in individuum del teorema de investigación-acción.

La doble atribución de oficios significaría desafíos y sacrificios imponderables, dadas las limitaciones del medio universitario y la cada vez más enrarecida atmósfera nacional e internacional.

Por fortuna, en el frente universitario la labor podía ser más fecun­da y promisoria por la maravillosa confluencia de espíritus activos y afines con el Departamento de Sociología, pronto transformado en facultad. Ya he aludido a cierta analogía entre la academia secular y un concilio local de iglesias, de creencias y de nacionalidades, vinculadas por un mismo y digno ideal de paz y de reforma social.

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Empero, la Universidad no era entonces más que una expresión geográfica en la que se yuxtaponían parcelas incoherentes de saber li­bresco y mal digerido, en dedicaciones parciales. De ahí que la empresa innovadora debía proyectarse con energía sobre este flaco ambiente, con todos los conflictos que esto acarrea. De todos modos, la actividad de publicaciones y de investigación, la extensión universitaria y la apertu­ra a la nación y al mundo fueron rasgos sobresalientes y excepcionales.

La acción comunal, la extensión agrícola y la educación popular figurarían como centros de interés de la institución sociológica, entre muchos otros. La Facultad debía ser escuela de hombres y de sociólo­gos para el cambio social dirigido, educados en un ambiente interdisci­plinario que pudiera dar cuenta, como en Campesinos de los Andes, de la complejidad de fenómenos como el agrario, atentos tanto a la prác­tica como a la teoría y bien asentados sobre estas realidades mestizas de nuestra América.

Sin más, podría decirse que la Facultad de Sociología marcó el sendero hacia la Universidad moderna que hoy ya se vislumbra, y que, con buena probabilidad, pagó con creces el precio de ser "innovadora extrañada". Cuando se integró a la Facultad de Ciencias Humanas, el Departamento de Sociología fue quien más dio y quien menos reci­bió en una torpe fusión de mediocridades.

De otra parte, las tensiones con el medio nacional se hacían cada vez más hondas. El divorcio entre los enunciados y los hechos tornaba imposible los encuentros. Aquellas admoniciones habían pasado des­apercibidas en un diálogo de sordos.

Camilo Torres Restrepo y Orlando Fals Borda asistían al consejo técnico del INCORA. Allí se manifestaron ya los primeros conflictos por el alcance limitado que atribuían a la ejecución de la reforma agraria. Otro motivo de decepción lo constituía el rumbo de la acción co­munal, transformada en mecanismo de intercambio de dádivas y de votos. Pero, quizás, un hecho crucial en la resolución de las incógnitas del destino, en particular para Camilo Torres Restrepo, fue el que se hubiera desechado la propuesta de una solución reformista y civil en el tratamiento del asunto de las llamadas "repúblicas independientes", solución que años antes se había ensayado con éxito en el Tolima, con la participación de los sociólogos.

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No es necesario abundar en detalles. Excluido por partida doble de la sala capitular de la Academia y de la ilusión sobre el reformismo del Estado, Orlando Fals Borda iniciaba en 1966 un ciclo de medita­ción. Ahora debía interrogarse sobre la naturaleza del Estado, del po­der y de la violencia, y sobre el sentido de la historia.

Como lo haríamos los académicos en el obligado y maltrecho re­fugio de la Universidad Nacional, estas reflexiones debían retornar a los maestros del pensamiento social y de la sociología: Maquiavelo, Hobbes, Marx, Sorel, Weber. Pero, en el caso de Orlando, esta introspec­ción se nutría de una sustancia vital y vivida, padecida con desgarra­miento por sus aproximaciones a los campesinos y a la tierra y por todos los desencuentros subsiguientes. Además, tocaba de cerca la crisis de los modelos de desarrollo de América Latina.

Este lustro de ensimismamiento (1966-1970) demarcaría las dife­rencias y discontinuidades entre la Historia doble... y Campesinos de los Andes.

En el cuarteto, el diálogo con la élite ha sido sustituido por un diálogo plural con los que antes eran anónimos informantes. Todo el método, es decir todo el camino hacia la verdad, mediaba ahora la reconstrucción de este diálogo entre conocimiento y saber, diálogo como el más célebre de don Quijote y Sancho Panza, del que siempre se extraerán las enseñanzas, y las creaciones humanas más auténticas.

Este diálogo (en su etimología, un logos construido entre varios hablantes) posee una virtud catártica y liberadora, como por lo de­más la ha tenido esta forma de conocimiento desde Sócrates. Sólo que el diálogo perdió de hace mucho tiempo su fuerza como método de conocimiento, subsumido, salvo en el psicoanálisis, por la lógica de la investigación natural. En el cuarteto, por el contrario, el diálogo se tras-forma en concierto de voces populares a las que pocas veces se había concedido tan extraordinaria atención.

Cobra nuevo sentido la sentencia "respiro y libertación surgirán de otra parte": es una tercera dimensión de la profecía que se cumple. Si la élite no concede poder al pueblo, es necesario enseñarle a éste el camino para reclamarlo.

¿Qué queda, entonces, del "palacio"? La moraleja implícita en las trasmutaciones es de enseñanza tan antigua como la Biblia. La eman-

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cipación del hombre proviene de su propio espíritu, iluminado en lo más profundo. La redención de los campesinos jamás vendrá de este ni de cualquier otro palacio. Ha de ser su reclamo liberador, acaso solamente inducido, como en el arte mayéutica, por un dialogante sabiamente ético y fundado en el íntimo reconocimiento de sus he­rencias, de su simbiosis con la naturaleza, de sus modos de sobrevivir y de rebelarse.

En mi personal interpretación de un texto como el Retorno a la tierra, lo concibo también como el regreso a unas convicciones de raigambre cristiana y protestante —convicciones también presentes en religiones orientales—, que estoy muy tentado a compartir: es la principal desconfianza contra la suerte de poder, no sólo la del que se encarna en el Estado, sino contra cualquier poder que fácilmente se torna contra el hombre. De ahí, en el libro, ciertas conclusiones apo­logéticas sobre el pensamiento anarquista, que pueden confundir a más de un ingenuo.

Mirado por el reverso, el anarquismo postula el principio de oposi­ción a todo poder establecido. Bakunin lo resumía a la perfección cuan­do declaraba que, una vez conquistado el poder, encabezaría de nue­vo la revuelta para destruirlo. Vista esta filosofía por el anverso, en una perspectiva más edificante y menos siniestra, confirma la vieja sentencia que dice que no hay ni podrá haber forma óptima o buena de gobierno, porque todas son intrínsecamente perversas y perverti-bles, como producto que son de la Caída, y que, en consecuencia, lo más sensato es explorar las modalidades menos imperfectas, entre las cuales deben preferirse las que concedan salvaguardias y libertades para modificar aquellas que, formas de dominio al fin y al cabo, se aparten de un orden inspirado en la exploración del bien común.

Allí se enlaza el pensamiento anarquista con la tradición cristiana que desde Santo Tomás al célebre dignatario criollo, masón y obispo (Juan Fernández de Sotomayor y Picón), pasando por Suárez y Vitoria, predica el derecho a rebelarse contra suma injusticia y tiranía. Anar­quismo que ha tenido más influencia en Colombia de lo que se pien­sa, por ejemplo al instaurar una desconfianza acérrima contra todo poder central, desconfianza que han compartido conservadores, libe­rales y comunistas.

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Page 14: de Orlando Fals Borda. Acaso por lo mismo me vea inhibido

GABRIEL RESTREPO

Hasta ahí algunas sugerencias. Antes de poner fin a esta memoria, es bueno atisbar el futuro, nuestro futuro, amparados en esta herencia.

A breve término del milenio, ¿por qué no razonar soñando? Algu­nas luces de esperanza aparecen en el horizonte de América Latina y de nuestro propio país: son luces que proceden del espíritu de liber­tad. Por nuestra parte, tenemos ya mucho dolor y sepultura como para abonar sin odio nuevas tierras. ¿No podríamos decir, cada uno de nosotros, como en el verbo: "¿Quién sabe si para esta hora te han hecho llegar?"

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