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B I B L I O T E C A D E A B R U A K Un mundo perfecto ALBERTO VÁZQUEZ Deabruak.com [email protected] Septiembre 1997 Volumen nº 7 Copyright © 1997 Alberto Vázquez Copyright © 1997 Deabruak.com Todos los derechos reservados Este libro ha sido inscrito en el Registro de laPropiedad Intelectual de Guipúzcoa, España, con el número 1762 en el año 1997 San Sebastián, Unión Europea C U A D E R N O S D E U R G E N C I A P A R A T I E M P O S R Á P I D O S

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Un mundoperfectoALBERTO VÁZQUEZ

[email protected] 1997Volumen nº 7Copyright © 1997 Alberto VázquezCopyright © 1997 Deabruak.comTodos los derechos reservadosEste libro ha sido inscrito en el Registrode laPropiedad Intelectualde Guipúzcoa, España, con elnúmero 1762 en el año 1997San Sebastián, Unión Europea

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El Gran Hotel Occidente no era, en modo alguno, el mejor hotel de la ciu-dad. No por ello, dejaba de ser un hotel elegante, dotado de cierta clase, aunquelos clientes que lo visitaban eran gentes algo venidas a menos en los últimos tiem-pos. La actividad en su interior era febril, intensa. Decenas de hombres y mujerespulcramente uniformados andaban arriba y abajo con ese paso ligero que no escarrera ni paseo. Transportaban de un lado a otro del vestíbulo maletas, bandejasllenas de vasos y de copas, trajes de gala prendidos en sus perchas e inmaculadosbajo una funda de plástico, se transportaban a sí mismos de un lado a otro, trans-portaban sus miserias, sus tristezas y sus desvelos, pero también sus alegrías y sussonrisas. Sonrisas veladas, como vergonzosas de explotar en todo su esplendor.Farfullaban por lo bajo inarticulados mensajes abocados al olvido pues no había,entre todas personas que poblaban el Gran Hotel Occidente, una sola a quien elmensaje de los hombres y mujeres que farfullaban por lo bajo, tuviese como des-tinataria. Parecía que con sus susurros espantaban los espíritus que debían de ron-dan aquel maravilloso edificio, espíritus, por otro lado, lo bastante atareados ensus propios menesteres, como para sentirse aludidos por los burdos sortilegios deestos seres extraviados.A setenta y dos horas para el fin del mundo.Aspecto de confusión en un reino del orden. Son un hormiguero a plenorendimiento con todas sus hormigas borrachas de actividad, creciendo y rom-piendo aquí y allá, esquivándose sin perder los nervios jamás, sin que una dispu-ta se entable entre ellas, sin que nada turbe su sacra misión. Y las hormigas no sehablan ni discuten, o hablan o discuten pero nada las detiene. Ni la extraña invo-cación susurrante a todos los fantasmas de la historia del hormiguero, a los espí-ritus padres, a los espíritus abuelos, a los bisabuelos, a los tatarabuelos... A todaslas hormigas cuya presencia existe en los panteones de sus pensamientos.Todo, a tres días para que todo termine. Poco tiempo para que todo seaperfecto. Aún queda mucho por hacer. Es grande el trabajo que resta, pero unaprofunda convicción les obliga a emprender el titánico esfuerzo de ser, al final,felices. Una finísima capa de polvillo cubre el suelo del Gran Hotel Occidente, lasparedes, los muebles, la parte superior del marco de los cuadros, los hombres, lasmujeres, su consciencia.

Santiago Acuña y Almudena Dato, sólo dos nombres civiles, eran, tan sóloo ni más ni menos, los fundadores de la Primera República. ¡Estaban tan cansa-dos...! Santiago Acuña, apenas pudo conciliar el sueño. La presión de los últimosdías había saltado bruscamente por las ventanas recién abiertas de su cuerpo y lohabía dejado vacío, ausente de contenidos racionales, dormido a los estímulos delos sentidos. Almudena, desnuda, dulce, dormía junto a él. Unían sus cuerpos en

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medio del silencio y tres eran los puentes construidos: el talón derecho deAlmudena, doblada la pierna hacia atrás, rozaba la rodilla más adelantada deSantiago que, gracias a los dos dedos más largos de su mano izquierda, acaricia-ba, con uno de ellos, el cuello suave de piel blanquecina y, con el otro, el primerode los finos cabellos de la nuca, cortos y revueltos, como el carácter todos losniños que duermen.Santiago alargó la mano y ya no fueron dos los dedos que sentían la tem-peratura de la piel de Almudena, sino fue toda una mano la que, en su cuenca,recogió su hombro redondo. Empujó despacio, muy despacio, sobrepasando enmuy poco el ritmo del silencio, que es justo la quietud. Almudena giró su cuerpo,sin abrir los ojos, y respiró el aire cálido que salía de los pulmones de Santiago. Unpoco se escapaba en el camino de escasos centímetros entre sus bocas, pero nohuía para perderse, huía para poder acariciar los pómulos, la frente, las pestañasde la mujer que se debatía entre los reinos del sueño y de la percepción sin saberque debía rendir tributos a los señores y soberanos de cada uno de ellos, y queestos tributos no admitían demoras ni aplazamientos, porque eran los sacrificiossujetos a la misma ley que obliga a las hormigas a quebrar sus cuerpos y a notocarse jamás, tan siquiera para copular.�Cásate conmigo.Es lo único que Almudena oyó sumida en aquel mar de placer y de sosie-go al que, tras el abandono de su cuerpo, los lastres de un millón de años de vidainteligente, habían dado paso. Si hubiese conseguido despertar del todo, hubierapodido escuchar a Santiago repasando, en voz alta, uno por uno, todos los planesque, en silencio llevaba trazando durante la vigilia que siguió a la unión de suscuerpos. Le hubiera oído definir, primero, el plano en planta que mentalmentetenía diseñado para la disposición de las mesas del banquete, allá abajo, en la tripadel Gran Hotel Occidente, lejos de las moradas de su pensamiento, donde ahorase hallaban. Le hubiera escuchado, después, desdecirse de lo pensado primero yreflexionar en voz alta, que sería suficiente, y, quizás mucho más agradable y fami-liar, no, desde luego, mucho más agradable y familiar, una boda sencilla con unbanquete, copioso y sin medida, pero, eso sí, para dos o tres amigos íntimos y cer-canos. De haberse despertado, habría tenido que terminar oyendo, al que prontosería su esposo, enumerar, uno por uno, todos los platos y viandas, desde losentremeses a los dulces, que, de manera irrenunciable, deseaba que, en su ban-quete nupcial, fueran servidos con el honor y la prosopopeya que el aconteci-miento requería.Sí, ahora estaba seguro. No era tarde todavía. Aún era tiempo de cumplirel sueño aplazado por tanto tiempo. Podían casarse y vivir felices por el resto dela eternidad, aunque la eternidad durara unas pocas horas y a su colapso se pudie-se llegar sin apenas comer, ni dormir, hacer apenas nada distinto de ser o de estar.Era tiempo todavía para realizar los sueños.Por el mismo lugar que siempre lo había hecho cada veinte de marzo decada uno de los años de la historia, el sol nació húmedo y perlado de frescor y

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embargó el alma de Santiago que, como muchos en la ciudad, disfrutaba a travésde la ventana de antepenúltimo amanecer del mundo y consiguió, como si de ladroga más maravillosa se tratara, que estuviese triste y alegre a la vez, excitado ycalmado a la vez, lúcido y denso a la vez.

Lucía Urrestarazu entró en la puerta giratoria de la cafetería del GranHotel Occidente y, durante el instante que permaneció atrapada en el trozo de airetórrido de su atmósfera privada, los poros de su piel se secaron y ésta volvió a ser,ahora para siempre, pura e inmaculada. Había sido citada por su amiga AlmudenaDato. La misma Almudena de la que no había sabido apenas nada en los últimosmeses y que, de repente, la despertaba de madrugada y se empeñaba, sin aceptarun no por respuesta, en desayunarse con ella, en cualquier lado, hombre, a serposible, en la cafetería del Occidente.Se sentó en una de las mesas libres, junto a la ventana. La actividad eraenloquecedora y no eran más de las nueve de la mañana. Todo el mundo parecíaengullido por el trabajo: camareros por todas partes sirviendo tés, bollos y cafeci-tos, mujeres de la limpieza barriendo las servilletas de papel sucias y arrugadas quehabían caído bajo las mesas del local sin esperar a que los clientes las desalojaran,mozos acarreando maletas y bultos y marcando, con su paso, el rumbo invisible agruesas mujeronas embutidas en abrigos de visón cerrados hasta el cuello queapenas se bastaban solas para seguirles el paso y tenían que remontar el trechoperdido dando, de vez en cuando, unos saltitos apresurados que desplazaban haciadelante los dedos dentro de sus zapatos de tacón alto y amenazaban con hacer sal-tar por el aire el hilo que, cosido a las suelas, sujetaba el trozo de cuero de vacalustrado poco antes por una de las muchas doncellas vestidas de hormiga que, enla tripa del hotel, laboraban, laboraban. Incluso el gerente del local, que de habi-tual no aparecía por la cafetería hasta entrada la tarde, agradecía en persona, exhi-biendo la más patética de sus sonrisas artificiales, la deferencia a una clientela que,en la mayoría de los casos, había acudido allí a darse un desayuno, sólo con laintención de darse un desayuno, y salir corriendo para ocuparse de sus asuntos,que a estas alturas y a falta de poco más de sesenta horas para la fiesta final conla que se pondría el colofón al mundo, eran muchos, y escaso el tiempo paraponerlos en marcha.Almudena Dato bajó unos minutos después de su habitación. Vio a suamiga, que empezaba ya a mojar una rebanada de pan tostado con mermelada enel café y agachaba la cabeza hasta prácticamente besar la taza, abría la boca eintentaba que la esquina de la tostada entrara dentro de ella sin que nada se derra-mase por la mesa. Lucía no advirtió su presencia hasta que Almudena alcanzó lamesa y, azorada por la vergüenza de no poder saludarla de la manera en que erasu deseo, con besos en ambas mejillas y efusivos abrazos y apretones de manos,

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pues hubiera sido descortés besarse con los labios humedecidos por el café negroy la barbilla pegajosa de mermelada de fresa, se limitó, no sin los pertinentes aspa-vientos que parecían suplir la parte de protocolo obviada, a abrazarla suavemen-te presionando con la cara interna de sus muñecas los hombros de su amiga y esti-rar los dedos de las manos en toda su longitud para, acto seguido, chupárselos unoa uno hasta eliminar todo rastro del pringoso dulce.�¿Qué es de tu vida, mujer?�Que me caso.El que me caso fue un disparo a bocajarro, salió de entre los labios deAlmudena como una bocanada de gas paralizante y aturdió a Lucía, que no aca-baba de tragarse el bocado que tenía en la boca. Cuando pudo, al fin, conseguirque cayera en el fondo del estómago vacío, creyó oír el sonido que produjo alrebotar contra él, primero con fuerza y, sucesivamente perdiendo intensidad hastaque lo único que sintió fue un eco lejano. Durante los segundos que se tomó antesde responder, Lucía apretó tanto los labios intentando que nadie en la cafeteríaescuchara aquel infernal y delatador ruido que provenía de lo más profundo desus entrañas que, instintivamente ocultó la boca tras la palma de una de las manostodavía húmedas de su propia saliva.�¿Cómo que te casas? �preguntó al fin.�Perdona que no te lo haya dicho antes, pero es que lo hemos decididoesta misma noche �respondió Almudena.�¿Y quién es el afortunado, si puede saberse?�Santiago, quién va a ser, aquel novio que tenía.�¿Santiago Acuña? Demonios, que callado os lo teníais. Claro, que no esdifícil mantener algo en secreto cuando no se da señales de vida en meses.Almudena había llamado al camarero, que llegó farfullando algo por lobajo, y pidió un desayuno completo: zumo de naranja, café, mermelada y un bollode leche.�Es que he estado atareadísima. Ya te contaré... �se interrumpió brusca-mente y cambió el rumbo de la conversación�. Oye, precisamente, después dehablar por teléfono contigo, he llamado a tu hermano y le he invitado a desayu-nar con nosotras. Tiene que estar al caer.�¿A mi hermano?�Sí, quiero que vosotros seáis mis padrinos de boda. Vosotros dos habéissido, como quien dice, mi familia �dijo mientras mojaba el bollo de leche en elcafé�. Por cierto, creo recordar que estabas escribiendo una novela...�No me hables de eso, estoy bloqueada. Tengo escritos el prólogo y la pri-mera parte, pero no arranco con la segunda. No sé que me pasa pero se me resis-te. Todos los finales que se me ocurren son un poco absurdos. No doy con la ideabuena. Pero no me cambies de tema. ¡Explícame lo de la boda! �Pues, nada, que Santiago me ha propuesto esta noche en matrimonio.Cuando he despertado, hace un par de horas, tenía sobre la cama un enorme ramode rosas rojas y un anillo de pedida entre los pétalos de la más grande. Ha sido

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muy emocionante �juntaba los puños cerrados Almudena.�Bueno, pero una no se puede casar así como así, de la noche a la maña-na. Hay que hacer los preparativos, comprar el vestido, reservar sitio en un res-taurante para el banquete...�Santiago ha quedado en ocuparse de la reserva. Dice que lo mejor serácelebrarlo aquí mismo, en el restaurante del Occidente. No vamos a invitar amucha gente. Sólo a tu hermano y a ti. Será una celebración íntima. Y en cuantoal vestido, tenemos todo el día para elegir uno juntas.�En qué diablos habréis estado ocupados últimamente que habéis tenidoque dejar para estas alturas algo tan importante como vuestra boda... ¿o es que nosabéis que pasado mañana se acaba el mundo? �alzaba las palmas de las manospor encima de la cabeza�. Siempre serás la misma, dejándolo todo para el final.Almudena no dijo nada y se limitó a ofrecerle una sonrisa por respuesta.

Mario Urrestarazu llegó a la cafetería del Gran Hotel Occidente quinceminutos después de que lo hiciera su hermana Lucía. Al ver a las dos amigas enuna mesa, se acercó a ellas y besó a ambas en las mejillas. A su hermana le pasóun brazo por el hombro y sujetó la base del cuello durante un rato.�¿Pero qué ocurre? ¿Por qué tanto misterio? �preguntó mirando alternati-vamente a las dos mujeres mientras acariciaba las primeras vértebras cervicales deLucía. A Mario le gustaba su hermana. Siempre, desde que no eran más que unpar de críos, sintió una especial predilección por ella. Había un vínculo que losunía, al menos que le unía a él con ella, un vínculo de que sabía de su unidirec-cionalidad pero que nunca tuvo el atrevimiento de interrogarla sobre la posibili-dad de una probable reciprocidad. El la quería con todo su alma, la adoraba y gus-taba de expresar su amor con esas leves caricias de las vértebras de Lucía, unacaricia muy suave que parecía sólo pretender acariciar el diminuto vello que, eneste lugar crecía y que, para Mario, era un santuario en el que la obligada presen-cia y pleitesía no suponían pesar alguno.Mario se había levantado con una extraña y desacostumbrada sensación declaridez mental y levedad en el cuerpo que le había asombrado, no ya tanto por loinhabitual de tal estado de gracia, sino por la placentera percepción que, frente atodo lo que ante él se mostraba, se le había despertado.Al poner el primer pie en el suelo y sin haber terminado de bajarse de lacama, ya notó que su cuerpo pesaba dos o tres kilos menos y que el pijama flota-ba a un centímetro de su piel. Lejos de asustarse, sintió esa confortable sensaciónque produce el primer trago del vaso de güisqui, alcanzando en fondo del paladar,deslizándose por la garganta abajo, calentado la base del estómago, hiriendo, endefinitiva, todas las entrañas y forjando en ellas una cicatriz que es un aviso que

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evitará que nuevos tragos de licor mellen nuestras paredes internas.El cerebro estaba completamente despejado, ágil, dispuesto a pensar encualquier dirección. Ni siquiera se había lavado la cara cuando se sorprendió a símismo reflexionando, primero en esto, segundo sobre aquello, con una profundi-dad y una precisión dignas de alabanza, alabanza que no dudó en otorgarse en eltercero de sus pensamientos.Miró a Almudena y sonrió. Intentó que la sonrisa expresase la sorpresa quesu hermana debía suponer que sentiría. Es posible que lo consiguiera. De cual-quier manera, Lucía no debió de darse cuenta de nada, pues, eufórica, respondió,casi en un grito, a la pregunta de su hermano.�¡Que Almudena se casa con Santiago!

El cielo estaba completamente despejado. Inusualmente despejado. Nohabía nubes cruzándolo. El sol brillaba en el cenit y lo hacía como nunca jamás seatrevió a intentarlo. Hasta los rayos que emanaba surcaban el espacio a una velo-cidad altísima, mucho mayor que la de los días normales. Las barreras habían des-aparecido. Los rayos eran libres y la libertad les sentaba tan bien que no poníancuidado en ocultar su alegría.El cementerio aparecía bañado por toda aquella luz. Las lápidas, la hierba,el depósito de cadáveres, todo, hasta las rendijas más recónditas e inaccesibles,aquellas donde anidaban los insectos de la noche y se ocultaban esas criaturas queentienden como hogar la oscuridad, estaban inundadas de luz clara y serena. Losescasos asistentes a la ceremonia de inhumación que estaba a punto de celebrar-se, incluso el sacerdote, portaban gafas ahumadas que no ocultaban, en ningúncaso, unos ojos tristes y marcados por el llanto y la tristeza por el hombre perdi-do. Las gafas oscuras evitaban tener que mantener casi cerrados los ojos para evi-tar el deslumbramiento, para que los punzantes rayos de sol que parecían habertomado cuerpo metamorfoseándose en largas agujas de coser, no hirieran el frá-gil interior de los ojos y que la sangre no de desparramase por ellos, inyectándo-los en una laberinto de calles y callejuelas de venillas rotas.Nadie se dolía de la desaparición de aquel hombre. Sólo un compromisoatávico profundamente arraigado en lo profundo de sus esencias, había consegui-do arrastrarlos hasta aquel lugar, el cementerio, que ni imponía respeto ni causa-ba temor, y que más bien invitaba, de lo bello y espléndido que se aparecía, a des-parramarse entre los panteones y tumbarse al calor de las lápidas exultantes y aco-gedoras. Consideraban un trámite aquella ceremonia que cuanto antes acabase,antes podrían los asistentes a ella disfrutar del maravilloso día tercero antes delfinal. Tras sus gafas negras y apretando un gastado librito entre las manos, elsacerdote se dirigió a los allí congregados.

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�Recordemos la vida y la obra de este hombre �y limpió, con el borde dela mano, el polvo que, sobre la estela de mármol, ocultaba el nombre del difun-to�, Juan Cabeza de Vaca, que supo vivir con arreglo a sus convicciones y man-tener, con dignidad, todos sus creencias hasta el final de sus días. Reflexionemosun momento sobre lo significó él para nosotros.Lucía y Mario Urrestarazu, Almudena Dato y Santiago Acuña, los únicoscuatro asistentes al entierro, juntaron los dedos apoyándolos en el vientre o bajoel pecho o en la espalda a la altura de la cintura, y no pensaron en nada. Su men-tes se encontraban completamente relajadas. No sentían nada. Sentían esa sensa-ción extrema de placer y placidez que se confunde con la nada, que casi es nada.Mario se dispuso a recitar el breve discurso que había venido construyen-do a lo largo del camino que lleva desde la puerta enrejada del cementerio hastael nicho abierto que recogería el austero féretro de madera de pino. Los enterra-dores ya lo tenían todo dispuesto para alzarlo a los dos metros del suelo a los quese encontraba el nicho. Parecían impacientes por terminar de una vez.�Quiero, en mi nombre y en el de mi hermana, recordar aquí la figura denuestro tío Juan. Creo que, después de toda una vida de desdichas, en su final fuefeliz. Descanse en paz y gracias a todos.Los enterradores alzaron el féretro y lo hundieron en el nicho. Pusieron laplaca de mármol por tapadera, y la sujetaron con cemento. Un par de minutos lesllevó finalizar la operación. Para entonces eran los únicos que quedaban en elcementerio.A la salida, junto a la puerta enrejada, todos se separaron. Santiago debíaatender asuntos ineludibles que le mantendrían ocupado hasta la hora de cenar.Casarse de repente no es algo tan sencillo. Tenía, al menos, que obtener la licen-cia matrimonial y apalabrar la hora concreta con el juez de paz. Esto sin tener encuenta la elección del menú para el banquete, la compra del traje de etiqueta o laimpresión, cuanto menos en una máquina de las de las estaciones del autobús, deunas tarjetas recordatorias del evento.Almudena adujo un vago compromiso en el Gran Hotel Occidente parano dar más explicaciones. Todos, sabiendo que se hallaba a veinticuatro horas desu boda, no insistieron, en la creencia de que cualquier cosa que tuviera que hacer,seguro que era harto importante. Mario se apresuró a señalarle que, puesto que éldebía dirigirse en la misma dirección, podrían hacer el trayecto juntos. Y es que elajetreo en el que las gentes de la ciudad se habían visto sumidas en estos últimosdías, era de un ritmo insoportable, como guiado por el último de los demonios delúltimo de los infiernos.Lucía tenía que ir también al Occidente. Pero prefirió farfullar una escusa,cualquier cosa sobre su novela inconclusa. Alguien a quien casi había logrado des-terrar de su recuerdo, le había rogado encarecidamente que se reuniese con él enel bar. La voz que sonaba a través del teléfono lo hacía con tanta pena y era tal lamelancolía que rebosaba, que fue incapaz de negarse. Y no es que ella tuviera porcostumbre citarse con el primero que llama a su número de teléfono y le pide que

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tome una copa con él, pero una pena y una tristeza venidas váyase a saber de quérecóndito lugar en medio de la lucidez de aquel tercer día antes del fin, impidie-ron al no, brotar, claro y alto, de sus labios.

Ricardo del Castillo observaba, sentado en una butaca de respaldo alto, eldiminuto cuadro que colgaba en el lugar más visible de la pared del salón de sucasa. Se había hecho enmarcar la invitación oficial de gobierno en la cual se leinvitaba a disfrutar, como derecho propio de todo ciudadano, de todos los actosprevistos que, con motivo del fin del mundo, tendrían lugar un par de días des-pués. Se sentía bien. No era tan dichoso desde hace tiempo. Y además, el magní-fico tiempo que hacía en la calle, con ese sol soberbio que invadía el alma y la ele-vaba hasta la alegría, arrinconaba y destruía cualquier otro sentimiento, y lo hacíacon tal ímpetu que parecía que siempre había morado el lugar que acababa deinvadir, redoblaba sus ganas de vivir y le permitía, aunque fueran sólo horas lo querestaba para el final, soñar.Soñaba. Y del sueño pasó al intento de que el sueño se hiciera realidad.Recordó a aquella mujer que un día pensó que podría ser la suya y que el tiempo,aliado con el destino, le arrebató. Recordó a aquella mujer maravillosa de ojosluminosos en los que sostener la mirada era como observar directamente al sol, aese mismo sol que ahora se salía de su madre.Lucía.¿Qué hubiera sido de él si ella no la hubiese abandonado, harta como esta-ba de sus múltiples accesos maniáticos, si el tiempo hubiera transcurrido para conlos dos juntos, sin distancias, sin olvidos? Había sido, decididamente, una buenaidea llamarla la noche anterior. Sí. Aunque al principio no se encontraba dispues-ta, aquella voz amarga y espinosa terminó por ceder y aceptar una cita. Sería unasola copa en el bar del Gran Hotel Occidente. Una, y no la molestaría más.¡Quién sabe si ella sentía algo parecido! Podía quedar un resquicio para laesperanza. Debía de quedar un resquicio para la esperanza. Podía convertir la ale-gría que invadía su cuerpo en una felicidad fuera de todo límite y ajena a cualquiersistema de medida conocido o por conocer.

La mesa de mármol blanco del bar del gran Hotel Occidente en la queRicardo del Castillo aguardaba, comido por la impaciencia, la llegada de LucíaUrrestarazu, estaba sorprendentemente limpia y brillante. En verdad no era queestuviese limpia y brillante, sino que el polvo, que habitualmente todo lo cubría yhoy también lo hacía, había abandonado su rutina diaria que lo abocaba a la con-

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fusión y a la antigeometría y aparecía ordenado sobre allí donde se posara. Parecíano haber polvo, el polvo semejaba haberse volatilizado como por arte de magia.El brillo que insultaba descaradamente con su aspecto magnánimo a quienlo mirara y pretendiese encontrar la respuesta a tan increíble fenómeno, habíatomado posesión de lo que en adelante y hasta el momento final, consideraría sureino, un reino de luz, limpieza, orden y clarividencia.Pero no era brillo tal. Todo era ilusorio. Y geométrico. Las motas de polvogeométricamente dispuestas sobre las mesas, el suelo, los anaqueles, a la mismadistancia unas de otras, buscaban, en lo perfecto, lo universal.Porque era orden hacia lo que todo parecía tender. Las mesas del bar, sinir más lejos, estaban alineadas en perfecta geometría y si alguien dotado de los másexactos y sofisticados métodos de medición hubiera tenido el capricho de medirlas distancias entre mesas, se hubiese sorprendido al observar que no sólo la dis-tancia era perfecta entre unas y otras, sino que la relación que guardaban entre sírespondía a un orden superior de conocimiento reservado a geómetras eruditos yestudiosos de las leyes de la matemática. Y las copas, sobre el mostrador, que losclientes que se apoyaban en él dejaban a medio consumir mientras mantenían aira-das conversaciones que, a veces, se convertían en disputas, y los propios codos delos clientes que se apoyaban en el mostrador e, incluso, las retahílas exacerbadasque salían de sus gargantas, todo ello, estaba contagiado de la locura del orden. Ysi algo permanecía ajeno a la dictadura de esta norma, es bien seguro que era por-que el momento de acatarla no le había llegado todavía, aunque por el temblorconstante e inaplacable que sacudía a estos objetos hacía presagiar la inminenciadel decisivo instante.Ricardo del Castillo pudo ver a una magnífica mujer envuelta en una aure-ola que brotaba de su piel y lanzaba rayos hasta casi un metro lejos de sí, entraren el bar. En ese momento, el temblor que a él también le sacudía desde que sehabía levantado esta mañana, desapareció sin dejar rastro y dio paso a un ordena-miento interno de todas sus vísceras, carnes y sentimientos que hizo que casi sesintiese perfecto. Levantó un brazo en señal hacia Lucía que miraba discretamen-te en todas direcciones intentando reconocer una cara de la que no tenía recuer-do. Y, de repente, bajo aquel brazo alzado mostrando la palma en su dirección,recordó un rostro, una imagen, una historia, un pasado tan lejano y doloroso quehabía sido arrinconado, marginado, casi expulsado fuera de sus dominios.Era Ricardo, un viejo novio con el que rompió después de una difícil rela-ción plagada de continuos accesos de locura, dolor y conmiseración. Hacía añosque no sabía nada de él.�¡Lucía! �no pudo evitar gritar Ricardo del Castillo�. Aquí.Lucía se acercó a la mesa de Ricardo. Durante unos segundos dudó sobrela posibilidad de darse media vuelta y salir de allí: no tenía la menor intención derememorar tiempos que, para ella, fueron dolorosos. Pero la mirada lánguida conque Ricardo la observaba desde el agujero del fondo de su silla era como la de unperro vagabundo que suplica un trozo de comida. Se soltó los dos botones de su

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americana y, se sentó. Ricardo le sonreía tratando de no parecer ansioso pero tam-poco indiferente.�Hola Ricardo �dijo Lucía poniendo ambos brazos sobre la mesa en unaactitud que parecía demostrar públicamente toda su fortaleza interior, una forta-leza a la que ningún loco desquiciado podría hacer mella nunca más�. ¿Qué tal teencuentras?Ricardo balbuceó al no poder recordar que era necesario dejar de sonreírpara hablar con claridez.�Bien, bien. ¿Y tú?�¿Qué quieres? �interpeló Lucía dejando claro que era ella quien dirigía laconversación.El camarero se les acercó y se mantuvo inmóvil y silencioso junto a la mesahasta que Ricardo, después de entrar, fugazmente, en los ojos de su antigua novia,pidió dos cafés.�Lucía, mujer, sólo pretendía saber de ti. Con esto del fin del mundo,pensé que estaría bien despedirse de las personas a las que uno ha querido.El camarero se acercaba a la mesa sujetando en la mano una bandeja cir-cular con dos tazas de café y dos diminutos bollitos de crema sobre dos platos decerámica blanca decorados en azul. La armonía de todo lo dispuesto sobre la ban-deja era perfecta. Las tazas mantenían la misma distancia entre sí que los bollitosde crema y la de las unas sobre los otros era justo el doble que la anterior. Y tazasy bollos distaban lo mismo del borde de la bandeja. El camarero parecía no darsecuenta de ello. Había servido como siempre, sin ningún cuidado especial. Nopodía sentirse artífice de aquella perfección, pues había actuado de la mismamanera que siempre lo hacía, es decir, colocando los cafés solicitados y los bolli-tos cortesía de la casa sin ningún cuidado especial distinto del de evitar, más omenos, que la bandeja se desequilibrara.Tomaron el café en silencio, Ricardo sin saber que decir y Lucía sin ganasde hacerlo.�¿Recuerdas que bien lo pasábamos juntos? �se atrevió a decir, por fin,Ricardo.

Almudena Dato y Mario Urrestarazu habían llegado juntos en el mismotaxi al Gran Hotel Occidente. Después de abonar la carrera, se dirigieron a laentrada principal, justo en el momento en el que vieron como Lucía penetraba,sin verlos, por una de las puertas laterales al bar del hotel. Había venido en sucoche particular y les extrañó que no hubiera dicho que ella se dirigía también alOccidente cuando Almudena y Mario señalaron su intención de ir allá. Bueno,quizás es que cambió de opinión por el camino.Llegaron hasta el registro y Mario solicitó, en voz baja, una habitación.

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�Jaime Casares García �dijo cuando el empleado le pidió su nombre�. Yseñora.Insistió en pagar por adelantado un día completo. Habitación 336 podíaleerse en medio de la llave magnética.Subieron al tercer piso. La habitación tenía una cama de matrimonio, dosmesillas y un escritorio con papel de carta y sobres membreteados. Mario cerró lapuerta mientras Almudena se dirigía hacia la ventana y bajaba la persiana hastadejar pasar un sólo resquicio de la cegadora del sol a la que le faltaban aún variashoras para menguar su intensidad.Se juntaron en medio de la habitación. Sonrieron y se besaron. Las manosde Mario recorrían el cuerpo de Almudena sobre sus ropas arrugándole el traje yla blusa, apretaban sus caderas, su espalda, sus pechos y se colaban bajo la faldabuscando las zonas más cálidas entre sus muslos. Ella respondía a los estímulo deMario presionándole con sus manos los hombros y la espalda y, no pudiendo con-tener por más tiempo el ansia de sentir el tacto de su piel, le desabotonaba la cami-sa sin antes despojarle de la chaqueta.Terminaron arrancándose la ropa con violencia y, desnudos, se metieronbajo las sábanas negras. Dos amantes que habían traído, desde antiguo, una his-toria con poco amor y mucho sexo hasta el presente. Cada uno de ellos sabía quépretendía del otro y qué debía dar a cambio. Sostenían un secreto comercio car-nal sustentado en el tiempo gracias a una sólida amistad. Habían disfrutado debuenas y malas épocas, alguno de ellos había desaparecido por largos períodos detiempo. Pero la relación se mantenía. Porque no había compromisos. Sólo uncomercio puro y duro.Esta era la última vez que se hacían el amor. Era su despedida.

A lo largo de las dos horas que estuvieron juntos en el bar del Gran HotelOccidente, Ricardo consiguió que, al menos en dos ocasiones, asomase en la bocade Lucía, una tímida sonrisa, débil en la primera ocasión, más templada en lasegunda. No paró de rememorar los ratos buenos que habían pasado juntos. Lasimágenes iban tomando forma en la mente de Lucía a medida que Ricardo narra-ba aquella historia que parecía referirse a otros y que, debía admitirlo, era la deellos. Sí, es cierto, su relación fue muy desgraciada, tuvo momentos en los queestuvo a punto de mandarlo todo al infierno y abandonar por un atajo esta vida,pero también, en instantes en los que la locura de Ricardo daba paso a destellosde lucidez transitorios, fue feliz. Aunque sólo sea efímeramente feliz. Fue feliz allado suyo porque le quiso. Sí, le quiso con toda su alma. Pero de eso ya no quedanada. Por suerte, el tiempo es un tamiz de grano grueso que cuela todos los malostragos y deja que se los lleve la torrencial corriente del devenir. Suerte que en eltamiz quedan atrapadas esas pepitas de oro que son la felicidad.

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Lucía sonrió por segunda vez cuando ya iban a despedirse. Hubiera prefe-rido no saber nunca nada más de Ricardo. De hecho, hasta hoy no había tenidonoticias de él en años. Lo tenía enterrado bajo dos metros de tierra en el cemen-terio de las ideas muertas, allá en la zona oscura del pensamiento. Pero ahora, ydespués del par de horas juntos delante de un café, no podía decir que se arre-pintiera. Bueno, quizás así las cosas estaban mejor. No había por que arrastrar ren-cores más lejos de este mundo. Estaba bien quedar en paz con todo y con todos.No le había costado tanto esfuerzo. El tamiz de grano grueso había realizado biensu labor y el contacto con Ricardo, el loco, no le había dolido nada. Hasta debíade reconocer que había disfrutado escuchándole. ¡Quién lo iba a decir! Disfrutarcon Ricardo.Parecía estar muy mejorado. Es posible, como él decía, que se hubieracurado. Mejor para él. Se merece, todos nos merecemos, un final del mundo feliz.Decía que por fin había alcanzado su equilibrio, que todo estaba en orden, que yaera perfecto...Lucía se levantó, al dar por finalizado el encuentro con el ocaso de susegunda sonrisa.�Pero, ¿adónde vas? �inquirió, asustado ante la posibilidad de no verlanunca más, Ricardo.�He de irme. Tengo muchas cosas de hacer antes de la noche. Ya sabes quecon el fin del mundo tan cerca, todo son quehaceres y trabajos de última hora �lerespondió Lucía tratando de no exaltarlo.�Pero yo pensaba que podríamos pasar más tiempo juntos, que podríamosver el final el uno junto al otro...�Eso no es posible, Ricardo. Es demasiado tarde.�¡No te vayas así por favor! Antes te he mentido. En mi vida no es todoperfecto. Bueno, casi lo es. Sólo me falta un pequeño detalle: tú. Necesito que meayudes, necesito estar contigo. Si no puede ser en el fin del mundo, por lo menosdame un rato más. Una única cita, por favor. Sólo eso, nos despediremos parasiempre y no te molestaré más. Te lo pido por lo que fuimos.Ricardo del Castillo casi lloraba. Lucía volvió a sentir la sensación deencontrarse ante el perro vagabundo que suplica un trozo de comida. No pudonegarse a los ojos llorones y suplicantes de Ricardo.�De acuerdo. Una sola cita más. Y después será el adiós para siempre.Mañana. En la cena. Reserva una mesa para dos en el restaurante.El perro vagabundo entreabrió la boca, sacó la lengua y la saliva resbaló alsuelo.

Almudena Dato bajó las escaleras del hotel. Un rato antes, lo había hechoMario Urrestarazu. Después de hacerse el amor, habían dormido un rato, el sufi-

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ciente para el sol cayese por el lado oculto del horizonte y la penumbra volviera apresidir la vida y los actos de los habitantes de la ciudad. Un dominio que duraríaunas horas para ceder, sin pena, de nuevo el tiempo a la luz, pues a no tardar, enno más de dos días, habría de llegar el momento, para la oscuridad, de gobernardefinitivamente y para siempre.Entró en el restaurante. Buscó con la mirada al que mañana habría de sersu marido por el resto de sus días, por el día que resta en sus vidas. Lo halló sen-tado a una mesa inmerso en el estudio de la carta.�¡Vaya! �exclamó Santiago Acuña al sentir la presencia de Almudena juntoa él�. ¿Qué has hecho toda la tarde?�Nada. Perder el tiempo por ahí. Ya puedes imaginarte, los preparativos dela boda están a punto de producirme una ataque de nervios.Era ya de noche y en el restaurante las bombillas brillaban tanto en el inte-rior de las lámparas del techo, que parecía que iban a explotar de un momento aotro, como en un fuego de artificio, y todos exclamarían, al verlo, ah, oh, y semorirían bajo una lluvia de cristales rotos y de luz abrasadora.Almudena se sentó frente a Santiago.�Pídeme cualquier cosa �señaló.Santiago llamó al camarero, que llegó hasta ellos con el traje más pulcro ylos botones más brillantes que había usado en su vida. Anotó el menú elegido enuna libreta que sostenía en la mano izquierda, mientras que la derecha guiaba conprecisión un lápiz del que nacía una letra digna de los calígrafos de la corte real.�Dime, Santiago, ¿crees que vamos a ser felices?�Mujer, ¿por qué dices esas cosas? Claro que vamos a ser felices. Vamos aser tan felices como nunca lo hemos sido. ¿Qué otra cosa nos resta por hacer eneste mundo sino ser felices? Todo lo demás ya lo hemos realizado.�¿Estás seguro? ¿No me mientes?�¡Cómo te iba yo a mentir a ti, cariño! No te preocupes, no pienses más enello. Confía en mí. Seremos felices durante todos y cada uno de los minutos quenos restan de vida juntos.�Tengo miedo, Santiago. Tengo miedo de que nos estemos equivocando yde que la boda no sea una buena idea.�No digas eso, amor mío. Éste era, desde siempre, nuestro sueño eterna-mente aplazado. Ahora tenemos la posibilidad de cumplirlo. Vamos a ir hasta elfinal juntos, unidos de la mano.Almudena Dato escondió la cabeza en el pecho unos momentos. Pero laduda pasó tan rápido como vino.�De acuerdo, Santiago. Adelante. Sabes que te quiero con toda mi alma.Haya lo que haya después del final de mundo, te querré siempre.Y una sonrisa iluminada por la luz exuberante de los candelabros eléctri-cos que colgaban del techo, no volvió a abandonar su rostro el resto de la cena.

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En los cafés, se presentó, radiante, Lucía. Había pasado la tarde, desde quese despidió de Ricardo del Castillo, trabajando en su novela. Un Mundo Perfectoya penetraba varias páginas en su segunda parte. Lucía se hallaba exultante.Acabaría la novela. Desde luego. Una nueva posibilidad se había abierto despuésdel encuentro con Ricardo. Qué demonios, ¿no había él conseguido que sumundo fuera perfecto, o al menos casi perfecto, y luchaba por que lo que aún nole permitía serlo, ella, cambiara de actitud? Si un loco desquiciado como su anti-guo novio podía terminar en orden el mundo, ella, mucho más cuerda y dueña deuna lucidez que estaba segura que alboreaba y se incrementaba con el tiempo,estaba capacitada para conseguirlo también. Y desde luego era mucho más senci-llo escribir las páginas finales de un libro que conseguir cualquier tipo de recon-ciliación entre dos personas separadas por varios abismos. Claro que terminaría lanovela. El primer paso lo había dado cuando llegó a casa. Se sentó ante el orde-nador sin tan siquiera haberse quitado los zapatos, y comenzó a escribir compul-sivamente. Diecisiete páginas de un tirón eran el resultado. Y diecisiete páginasválidas que habían soportado una de las más difíciles pruebas a las que sometía asus textos: la primera lectura.�Vamos, vamos, Almudena. Tenemos muchas cosas que hacer todavía,hoy. Hay que comprar el vestido de novia y elegir uno perfecto no es cosa senci-lla �dijo mirando a Santiago Acuña en lo que era un amistoso reproche.Almudena bebió el café que quedaba en el fondo de su taza y cuando, unavez apurado, posó ésta sobre el mantel, se desató una tormenta de armonía en lamesa donde todo, los platos vacíos, los vasos con marcas de carmín de labios enlos bordes, los cubiertos sucios de restos de comida e, incluso, los antebrazos queSantiago descansaba atrapando bajo ellos las servilletas que todavía habrían deserles útiles otra vez antes de levantarse, fue la más cabal de las combinacionesque, de entre todas la probabilidades imaginables, podía haber existido.Almudena se levantó cuando Lucía ya tironeaba de su brazo con insisten-cia. �Bueno, ya voy, ya voy �decía complacida. Y mirando a su prometido aña-dió�: dentro de un par de horas nos vemos. Hemos quedado con Mario paratomar unas copas juntos. Será nuestra despedida de solteros.Santiago se quedó solo fumando en silencio el puro que había encendidocon el primer sorbo de café y pretendía le durase hasta la última gota de la copade coñac, cuyo aroma acariciaba la cara interna de sus narices para descender, porla tráquea, hasta los pulmones, donde se dispersaba ordenadamente y ocupabahasta el último alvéolo en cantidades proporcionales al tamaño de cada unos deellos, más en los grandes, menos en los diminutos, una ínfima parte en los micros-cópicos.

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�Pues sí, esta tarde me he puesto otra vez con la novela. ¡Y he escrito deun tirón casi veinte páginas! �le decía Lucía a Almudena mientras andaban conambas manos repletas de bolsas de plástico que contenían tres horas de tiendas ycompras.Los almacenes de veinticuatro horas eran algo habitual en la ciudad desdeque los comerciantes se declararon la guerra entre sí hace varias décadas. Ahoratodo valía y las normas no existían. El lema era vender a toda costa.Almudena, que no tenía el mayor interés por los propósitos literarios de suamiga, trató de no ser descortés y fingió unas palabras de complacencia. Pero paraella había un solo asunto rondando en el interior de su cabeza. Mañana por lamañana, dentro de escasas doce horas, cumpliría uno de los sueños de su vida: secasaría con Santiago. ¿El vestido de novia que acababan de comprar sería el másadecuado? ¿Le sentaría bien en el talle después de haber sido retocado, sin qui-társelo de encima, en el mismo comercio donde lo había comprado unos minutosantes, por una modista excesivamente amable que, con toda probabilidad, suúnico interés era venderle el traje? ¿Habría conseguido Santiago una buena mesapara el banquete nupcial? Y el menú, ¿sería perfecto?La noche hace tiempo que era cerrada. No obstante, nadie en la ciudad sehabía recogido en sus casas, lo habitual en cualquier día ordinario. Las calles eranun enjambre de hombres y mujeres de todas las edades, de todas las condicionesconocidas, que se mezclaban entre sí y acudían a lugares y llegaban de sitios des-conocidos y quizás inexistentes. Parecía que lo único que importaba era desarro-llar una actividad frenética. Los escaparates de las tiendas permanecían encendi-dos, y todas, incluso aquellas pocas que acostumbraban a restringir sus horarios,estaban abiertas y los clientes entraban y salían, compraban y devolvían voraz-mente. Un murmullo de voces, que por momentos dejaba de ser murmullo paraconvertirse en estruendo, flotaba sobre las cabezas, a no demasiada distancia, y seextendía hacia las zonas residenciales donde no existían comercios y allí, los pocoshombres y las pocas mujeres que podían quedar en sus hogares, ajenos al ajetreoexterior, se contagiaban al escuchar el murmullo que se colaba por las ventanasmal cerradas, se lanzaban con lo que llevasen puesto a la calle y se mezclaban conla muchedumbre que viene o que va a destinos desconocidos o, quizás, inexisten-tes. Lucía y Almudena se encaminaron hacia el Gran Hotel Occidente.Cargadas como iban, con las manos ocupadas por las bolsas de plástico que guar-daban todo lo necesario para los futuros esposos, se hacía difícil caminar en con-tra de la corriente humana que pretendía comprimirlas desde todas las direccio-nes. Cuando llegaron al hotel, se encontraban exhaustas. En la entrada, les recibióun conserje a cuyo cargo dejaron los bultos. Santiago habría reservado paraentonces una habitación en la que disfrutarían de la noche de bodas y a la queAlmudena y Lucía acudirían a primera hora de la mañana para vestirse con calma.

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El conserje comprobó la reserva. En efecto, había una reserva a nombre del señorAcuña: habitación 306. Mandó llamar a un botones para que le ayudase con lacarga. Las dos amigas se dirigieron al bar. En la barra las esperaban ya Mario ySantiago frente dos copas de güisqui con hielo. Se besaron y Santiago pidió bebi-das para las mujeres. Era su despedida de soltero y la de su prometida. Estaba algobebido pues se había tomado unas cuantas copas por su cuenta antes de venir alOccidente. Uno no se casa todos los días.

La noche cayó unos minutos antes de lo habitual y el día se alzó unosminutos antes de lo habitual.La multitud no había menguado lo suficiente para poder dejar de ser lla-mada multitud porque los que se habían retirado a sus casas abandonando suslocos y nocturnos paseos, lo habían hecho sólo durante unos minutos, los justospara ponerse sus trajes de faena e incorporarse en sus puestos de trabajo, muchosde ellos, barrenderos, vendedores de periódicos, taxistas, feriantes, carteros, poli-cías urbanos, peones de la construcción, limpiabotas o conductores de autobús,en la misma calle que un rato antes habían abarrotado.Se podría describir con todo lujo de detalles la extraordinaria escena quelas gotas de agua provenientes de las mangueras de los camiones del serviciomunicipal encargado del riego de las calles, componían armónicamente en el espa-cio y en el tiempo, sobre todo en el instante en el que los primeros rayos de la luzdel sol matinal, robustos para la hora de que todavía era, las atravesaban de partea parte descomponiéndose en todos los colores del arco iris. Podría narrarse contodo detalle esta escena, pero una mucho más prodigiosa había tenido lugardurante toda la noche y aplazaba, al alzarse el sol por el levante, la posibilidad depoder seguir admirándola hasta el nuevo ocaso.Y era ésta que las constelaciones, la miríada de astros y estrellas que habi-tualmente invadían el firmamento nocturno sin orden ni concierto aparente, almenos sin orden lógico o geométrico al alcance de la comprensión de los seres yanimales que habitaban la ciudad, sin emitir previo aviso ni señal que pudiera aler-tar de su intención, había comenzado a moverse muy, muy despacio, tan despacioque este movimiento se mostraba invisible al ojo humano.Se estaban ordenando.Se estaban situando a la misma distancia unas de otras, estaban adquirien-do la misma intensidad en su brillo unas y las otras.Allí arriba, el Cuadrado de Pegaso, el caballo alado, que fue casi geométri-camente perfecto durante millones de años, emprendió, en una sola noche, lacuadratura que supuso que los trazos imaginarios que unían sus cuatro vérticesformaran ángulos rectos exactos, y se convirtió, de esta manera, en la perfección

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absoluta. Su constelación adyacente, la casi lineal Andrómeda, terminó de aline-arse y quedó inmóvil para siempre como cola de una sola crin del caballo mitoló-gico. A dos pasos de la Osa Mayor, el Cisne comenzó a alejarse de su vecino,Cefeo, mientras su estrella más brillante, Deneb, se movía buscando el punto enel que la distancia de Vega, de Altair y del propio Cefeo, fuese idéntica. Deneb,diez mil veces más luminosa que el Sol, y Altair, únicamente nueve veces másintensa, trataban de equilibrar sus potencias a marchas forzadas, gracias al súbitoincremento de su luminosidad que una emprendió y a la inmolación, hasta casi laspuertas de la muerte, que la otra se impuso entre sus deberes.El mejor cazador del firmamento, Orión, dio orden a sus perros, el CanMayor y el Can Menor, para que se aproximaran a él y cuando tuvo a ambos a lamisma distancia, los detuvo con un grito, primero al mayor, pues era el que másrápido se le había acercado, y después al menor, de carrera algo más lenta. El pro-pio cazador, en el momento en el que sus animales se sentaron frente a él, se cua-dranguló e hizo que sus armas predilectas, las dos estrellas que portaba en elCinturón, se situaran equidistantes de todos los puntos de su cuerpo, para asígarantizar la máxima presteza en su desenfundamiento cuando las presas, el Pavo,la Grulla, el Fénix, el Tucán o el magnífico Pez Austral, se vislumbrasen en el hori-zonte. El Puño de la Espada, a medio camino entre Perseo y Casiopea, era elúnico que no se movió durante el maravilloso baile del firmamento, pues siemprefue, distando por igual de ambas constelaciones, su posición exacta y precisadesde cualquier punto de vista que se observase el cielo.La ordenación de los astros y de las estrellas no había concluido en elmomento en el que el día comenzó a clarear. Ocultas por la luz del sol, continua-rán sus desplazamiento en el firmamento en búsqueda de la perfección. Seguroque, cuando caiga de nuevo la noche, se hallarán en lugares más cercanos a laansiada perfección, que en los que el alba les sorprendió.

Lucía golpeó con los nudillos, pocos minutos antes de las nueve de lamañana, la puerta de la habitación del hotel que el día anterior había reservadoSantiago. Tardó bastante tiempo en abrirse la puerta. En un principio, temió quea Almudena le hubiera ocurrido algo desde que se habían despedido anoche, des-pués de tomar varias copas. Almudena, que no había podido conciliar el sueño acausa de los nervios que el casarse al día siguiente le producían, había resueltomarcharse pronto al hotel, al que llegó justo cuando, en la cafetería, se había abier-to el turno de desayunos. Bebió un café con leche e intentó comer una rebanadade pan tostado con mantequilla y mermelada, pero la excitación que la carcomíapor dentro, no le permitió pasarla y se quedó, mordisqueada, en el plato. Había

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subido a la habitación 306 donde, extendido sobre la cama, se hallaba el vestidoque horas después luciría en el juzgado de la ciudad. A sus pies, las bolsas de plás-tico que contenían los zapatos, la ropa interior, los cosméticos y todos los com-plementos que habían adquirido la pasada noche, se apretaban ordenadamenteunos junto a los otros. Intentando engañar a la creciente ansiedad que se apode-raba de ella, llenó la bañera de agua caliente hasta el borde, se desnudó e introdu-jo, lentamente, su cuerpo dentro. Unos minutos después se había quedado dor-mida hasta el momento en el que los golpes de Lucía en la puerta la despertaron.Cuando Almudena abrió, por fin, la puerta, chorreando agua por toda lamoqueta y cubierta únicamente por una toalla blanca con el anagrama del hotelbordado en hilo dorado, Lucía se tranquilizó.�Pensé que te había ocurrido algo.�Oh, no. Creo que me he quedado dormida unos minutos �dijo mientrascon una mano se sujetaba la toalla al pecho y con la otra se retiraba el pelo moja-do de la cara.Lucía entró en la habitación cerrando tras de sí la puerta.�¡Vamos! ¿Qué haces todavía así todavía? �le dijo, medio en broma, amodo de saludo�. Sécate de una vez que tenemos mucho que hacer.Y era cierto. Vestir a una novia poseída por un vendaval de nervios y ves-tirse, luego, ella misma, en el poco tiempo que restaba, no fue tarea fácil.Continuamente Almudena interrumpía a su amiga que, agachada a sus pies, reto-caba el dobladillo del vestido, estiraba las medias introduciendo, sin pudor, lasmanos debajo de la falda o se esmeraba en que el perfil de los labios hubiera sidopintado con nitidez.�¿Me sienta bien? �interrumpía por enésima vez Almudena.�Estás preciosa, como si tu cuerpo hubiera sido fabricado para este vesti-do �le respondía Lucía mecánicamente sin desviar la atención de su labor.�¿Seguro? �dudaba la novia.�Segurísimo.

A las doce menos diez, treinta y seis horas antes del fin del mundo, MarioUrrestarazu tranquilizaba a Santiago Acuña. Vestidos ambos de etiqueta, espera-ban desde hace veinte minutos frente a las puertas del juzgado de paz de la ciu-dad. �Estarán al caer, no te preocupes.Santiago no podía evitar atormentarse con la duda. ¿Se presentaríaAlmudena a la boda? Es posible que en el último momento se echase atrás. Erabien capaz de hacerlo. La conocía lo suficiente para saberlo. Estaba seguro de queera capaz de no acudir a la boda y dejarle plantado.Había reservado hora con el juez a las doce en punto del mediodía. ¿A qué

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esperaban para llegar?�Hay mucho tráfico. La carretera está imposible. Dales un poco más detiempo �aducía Mario.Por fin, un taxi paró frente al juzgado. Lucía se apeó por una de las puer-tas y, levantándose la falda sobre los muslos para poder caminar más deprisa, diola vuelta al vehículo y abrió la portezuela de aquel lado. Allí estaba Almudena, res-plandeciente, embutida en su vestido de boda blanco.Mario, como le correspondía en su condición de padrino, ofreció su manopara ayudarla a descender del taxi.�Estás soberbia �le dijo al oído mientras Lucía se afanaba para que el velono tocara el suelo.Almudena sonreía sin decir nada. Miró al que dentro de unos minutoshabría de ser su marido.�Adelante, Santiago, ha llegado la hora.Fue su última frase pronunciada de soltera.

Hace rato que habían dado las cuatro de la tarde en el reloj del restauran-te del Gran Hotel Occidente, cuando sirvieron los postres. Los hermanosUrrestarazu y Almudena y Santiago, ya señores de Acuña, habían disfrutado de unbanquete nupcial por todo lo alto. Absolutamente de nada se privaron los comen-sales. Y es que Santiago, que es quién iba a pagar la minuta, decidió que en un díacomo el presente, único en la vida de una hombre, no debía poner límite algunoa las ganas de fiesta y alegría de los que, con él, lo festejaban. Hoy todo era felici-dad. Con una gran porción de bizcocho helado en sus platos y varias copas dealcohol en el cuerpo, los ánimos de los cuatro amigos se habían excitado y, en lamesa, todos trataban de que todos prestasen atención a las palabras que cada unotenía que decir. Mario, quizás el más habituado a beber y, por lo tanto, el másducho en las vicisitudes del diálogo entre exaltados por los vapores del alcohol,consiguió que se hiciera el silencio durante el instante que necesitó para colocar,magistralmente, la introducción a su disertación.�Por cierto, ¿conocéis vosotros la leyenda de los perros de Orión?�¿Qué perros? �preguntó Almudena con una copa de champán entre lasmanos.�Los perros de Orión, el cazador. Viven en una tierra lejana, muy lejana,de la que casi nadie sabe nada. Yo conocí su historia de boca de un viejo monta-ñero observador del firmamento que me la contó durante el transcurso de uncampamento de verano cuando era pequeño. Sí queréis, puedo relatárosla.Mario tenía fama de buen fabulista y de mejor narrador. Excitada la ima-ginación de los comensales por los efectos de la comida, del vino y del champán,

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bien podía ser ésta una buena sobremesa.�Adelante, pues �ordenó en nombre de todos Almudena. Y se terminó, deun trago, el contenido de su copa.

Los perros de Orión se desplazaban, a la vera de su señor, arrastrando sinesfuerzo unos muy singulares escudos áureos sujetos entre sus firmes garras.Guiaban, con sabiduría, a Orión, el cazador, a través de los océanos de la incerti-dumbre, de ese caos eterno que confunde a quien pretenda comprenderlo.Dicen que cualquiera puede perderse en Firmamento, la tierra de Orión yde sus perros. Pues ese, y no otro, era el verdadero nombre del país, el que deci-dieron otorgarle quienes lo crearon, quién sabe si en un momento de lucidezextrema o en la más repugnante de las borracheras.Era cierto que cualquiera podía perderse, y no era menos cierto que a vecesellos mismos, los más bravos habitantes de Firmamento, se perdían en su propiopaís; pero sólo permanecían extraviados durante una inapreciable fracción detiempo porque sus instintos, habitualmente humedecidos por la niebla de lamemoria y aletargados en el desierto de la oxidación, renacían durante una milé-sima parte de instante y, rectificando las coordenadas equivocadas, restablecían lossistemas de referencia y la brújula de la punta de sus hocicos volvía a ser, en eldeseo de que esta vez fuera para siempre, la guía maestra de sus viajes a través deFirmamento.Se dirigían hacia el lugar exacto. Porque era hacia el lugar exacto, haciaLugar Exacto, la dirección que todos los perros de Orión decidían emprender. ¡Yeran tantos los caminos que conducían a él...! Parecía que los confundieran. Masno. Eran tantos que nunca equivocaban el destino. Por eso, porque eran tantos y,al final, eran el mismo.Su dignidad impasible atravesaba mil veces por segundo sus rostros, impa-sibles, desde el ojo bueno a la cima del cráneo, desde la ceja derecha hasta el lóbu-lo de la oreja izquierda, desde el horizonte de la frente hasta la brújula de la puntadel hocico. Y la dignidad nunca se instalaba a vivir definitivamente en la casa quellamaban Rostro sino que era navegante en los cuerpos de los perros. Era nave-gante también la dignidad, como ellos mismos lo eran, una navegante práctica-mente eterna, que aunque no tuviera como residencia moradas fijas, sí pasaba tan-tas veces a través de sus puertas, poros y ventanas que no era extraño que diese laimpresión de ser genuina del lugar. Y esto es lo que se llamó el rictus de los perrosde Orión. Esto, y el hecho de que nunca hablaban, ni entre sí ni a nadie, porquecualquier palabra lanzada al aire hubiera supuesto quebrar el hierático gesto quedominaba sus semblantes e impedir, poniendo como obstáculos casi insalvableslas arrugas de la carne y de la piel, el paso de las ráfagas de la dignidad atravesan-do las autopistas faciales a velocidades increíbles para todos nosotros, los morta-

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les, y nada extraordinarias para seres de su naturaleza. Y no hablaban porque tam-poco tenían demasiado que decirse, porque bastante tiempo y trabajo ocupabanen el esfuerzo de mantenerse dentro de sus severos semblantes y empujar losescudos áureos arriba y abajo, hacia el oriente o hacia el poniente, o hacia rumboscarentes de nombre en nuestro idioma, como para poder permitirse perder eltiempo en algo tan insulso como la palabra.Bastaría que crearan unas pocas frases, bastaría incluso con las palabrasque los dedos de una mano puedan contar sin repetirse, para que el colapso seprodujese en Rostro, para que la muerte invadiera sus cuerpos. Bastarían tres ocuatro palabras y ellas tres o cuatro se resumirían en una sola: suicidio.En cierto modo, eran bellos, a pesar de no ser apuestos en su porte, ni dis-tinguidos en su vestimenta. Seguro cualquiera de las primitivas culturas que cono-cían y conservaban el concepto de belleza como algo estable e inamovible, apre-ciarían, en el porte de los perros de Orión, la presencia de lo bello. Aunque se tra-tara de culturas cuyos ideas sobre lo bello nada tengan de común entre sí. Sobretodo si tenemos en cuenta que los millones de destellos producidos por las ráfa-gas de la dignidad al atravesar a gran velocidad las autopistas faciales fueron inter-pretados erróneamente como índices de inteligencia que los hacían parecer, sicabe, más nobles y poderosos.En sus axilas vivían orugas envueltas en capullos de hilo revuelto. No sesabe desde cuándo ni porqué. Vivían y se esperaba que un día rompieran su casay renaciesen a la vida. Nunca nadie vio a ninguna brotar de los capullos.¿Qué hacían las orugas encapulladas envueltas en el vello negro de las axi-las de los perros de Orión? ¿Creían que era esa su casa, la que se les había otor-gado en este mundo? ¿Hasta cuándo vivirían allí? ¿Dormirían para siempre? ¿Laesperanza de que algún día surgieran de su inconsciencia era sólo un deseo perdi-do en los subsuelos brumosos del pensamiento de todos los que conocieron alcazador Orión y a sus magníficos perros parasitados? ¿Eran las orugas encapulla-das la respuesta a alguna pregunta, la clave que permitía interpretar los oráculos?¿O eran sólo unos pequeños y repugnantes animales inofensivos que, embarga-dos por la pereza, no se decidían nunca a renacer?El mar sobre el que viajaban los perros de Orión, ¡él si que era poderosoy absoluto! Un mar de negrura y silencio insondables plagado de calles, callejue-las, caminos y vericuetos. Un mar en eterna paz y en cálida calma: el mar del sosie-go, llamado también océano de la incertidumbre por la multitud de vías que, sobrelas que establecer informaciones, poseía. El mar sobre el que se decidían los rum-bos a emprender, en el que se orientaban los perros de Orión, sobre el que viaja-ban y, sobre todo, sobre el que vivían. Vivían en él, sí, pues el rumbo era casi eldestino y navegar se tornaba, para los perros, en existir.A los perros de Orión les acompañaban, siempre sobre sus cabezas, unossonidos de dificultosa audición, no por ya por su escaso volumen sino por la rare-za de su musicalidad: los himnos de la victoria, provenientes de la mismísimabóveda que cubre a la bóveda celeste. La función de los himnos fue siempre la de

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propiciar el abotargamiento de las vías de comunicación que, entre todas las habi-taciones del cerebro de los perros de Orión existen y, de esta manera, evitar que,tras cópulas e impulsos, los pensamientos nacieran y se trasladasen a las patas, oal estómago, o al páncreas. El himno era, según desde antaño circuló en las epo-peyas del cielo, el canto alegre de los dioses vencedores que celebraban, duranteuna larga eternidad, su propia observación. Circulaban, es cierto, también lasmalas lenguas, y eran sus dueños los que afirmaban que el himno no era tal, y quetan sólo se trataba de un último lamento lastimero de algún dios derrotado y toca-do por la muerte que, acostado ya en su propio nicho mortuorio, esperaba, másbien rogaba, que alguien que tuviese piedad suficiente para empujar la losa de pie-dra que oscurecería su cama, lo hiciese y quedara ya definitivamente rubricado sufinal. En los límites de Firmamento había murallas. Los perros de Orión toma-ban algún que otro ladrillo de las murallas y éstas no se resquebrajaban. No caíanheridas en su carne, sangrando o retorciéndose de dolor arrugadas en el piso deterraza. No se derrumbaban para ser tragadas por el mar. No. Resistían. Y poralgún misterioso procedimiento, regeneraban al momento el miembro perdido yel que nacía llenaba el hueco sin resquicios ni fisuras.Por cierto, en las murallas había seres anidando. De ellos poco se sabía. Nisu proveniencia, ni su porqué, ni la fecha de su desaparición, si es que tienen,como se sospechó siempre en lo relativo a los todos los seres conocidos delmundo bajo Firmamento, por destino, la desaparición. Anidaban y eso bastaba.Los escudos áureos que arrastran los perros de Orión no eran naves parasurcar el mar, no eran máquinas de guerra para conquistar exóticas naciones queañadir a la gloria del imperio, no eran instrumentos de navegación para facilitar labúsqueda de los rumbos adecuados, no eran jaulas en las que encerrar enemigosde la corona ni cobijos para los días difíciles. Eran sólo escudos. Escudos tras losque parapetarse.Eran, los escudos áureos, la gran mentira de la navegación. Tanto que losperros de Orión y toda su dignidad arrastrada, juraban y perjuraban en sus men-tes y, de poder hablar sin peligro de congestionar Rostro con las innumerablesráfagas de la dignidad atoradas en las barricadas de carne y piel, lo hubieran gri-tado sin pesar, que la función de su existencia no era ni más ni menos que esamisma, existir, y que los escudos áureos únicamente podían ser vistos como unaccidente circunstancial en sus vidas. Pero sin ellos no hubieran podido sobrevi-vir. Los necesitaban como un bebé necesita aferrarse a todo lo que se parezca alpezón de su madre, aunque esté yermo o muerto. Sin ellos, sin los escudos áure-os, no eran nada. Unos pobres seres desnudos e indefensos. Sobre ellos caeríanlos himnos de la victoria deslizándose por los chorros de la luz del cenit. Caeríancon todo su peso y les aplastarían. Matándolos.¿Quiénes eran? ¿De dónde venían? Eran, para los propios perros, pregun-tas malditas.Venían de Origen y eran, quizás, ellos mismos Origen. Una raza antiquísi-

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ma, de escasa evolución a lo largo de los siglos, de escasa evolución intelectual yfísica, a pesar de que su civilización tecnológica fue la más alta jamás alcanzada.Eran Origen y cuando unos se dirigían a otros y se comunicaban a través de uncomplejo lenguaje de miradas, siempre decían Origen. Origen era una mirada demillones de matices.Su propio nombre es posible que estuviese maldito. Cuando alguno deellos acariciaba el matiz que para la palabra Origen tenía el significado de suicidio,un leve arqueamiento del labio superior unido a una inhalación de aire por lanariz, todos los que junto a él se encontraban le bombardeaban una y mil vecescon la palabra Origen una y mil veces de forma diferente matizada. Matices comoel que alzaba bruscamente el seno de la cara y significaba afecto, o el que mostra-ba en un instante la base del mentón y quería decir amistad, o el que alisaba lasarrugas de la frente y gritaba te amo.Nadie ajeno a ellos supo comprender alguno más que unos pocos maticesde los casi infinitos que, para la palabra Origen, poseían. Pudieron llegar a tradu-cir, en los casos de largo estudio y ardua dedicación, unas pocas decenas de mati-ces en sus cuadernos. Unas pocas decenas de palabras en un cuaderno de campode significado inseguro que se convirtieron en un inútil prontuario sin sentido.Quisieron avisarles. Algunos los visitaron y se les acercaron para prevenir-les sobre lo que les ocurría, sobre el destino escrito para su causa, sobre lo absur-do de su existencia. Trataron de que se dieran cuenta de lo irracional de su modode vida, de la artificiosidad de su porte, de todo lo de que las autopistas de Rostroles alejaba. Maldijeron su terquedad en mantenerse dentro de los rictus severos,porque ello era lo que, día a día, les mataba. Estuvieron a punto de decirles queya estaban muertos. Porque, en cierto modo, lo estaban. Porque eso que se movíay navegaba arrastrando los escudos áureos eran tan sólo patéticos fantasmas y loque los ojos de los visitantes percibían era la solitaria sábana hueca que para losespectros suponía piel, carne y alma, y bajo la cual no hay nada. Nada.No eran sino una más de las orugas encapulladas que parasitaban sus axi-las. De la colonia de orugas dormidas, ellos eran la gran oruga gigante. Y dormi-da. Les rogaron que despertaran pues aún estaban a tiempo de hacerlo. Alfinal, desistieron. Y abandonaron. Desde entonces siempre hay perros de Orióncruzando el Firmamento. Porque, ya lo he dicho, para los perros de Orión, nave-gar es existir y cualquier puerto en el que arribar, la muerte.

�Oh, Mario, es una historia realmente triste �dijo Almudena rompiendo elsilencio al que el final de la narración había dado paso.�Diantre, sí que lo es �añadió Santiago quebrando, a su vez, el halo mági-co que los había mantenido inmóviles durante todo el tiempo que duró la narra-

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ción. �Los pobres perros de Orión morirían si lograran encontrar una casa enun puerto donde poder cobijarse y vivir. Pobrecitos.�Bueno, yo creo que ellos sí buscaban, en su fuero interno, una casa. Ladeseaban encontrar con todas sus fuerzas. Recordad Lugar Exacto. Menos malque, gracias a que los caminos que se dirigían a él eran prácticamente infinitos,nunca lo encontraban. Porque hallarlo hubiera significado su muerte �repusoMario. Las manos de los cuatro amigos que se sentaban en torno a la mesa que-daron dispuestas sobre el mantel, con las palmas hacia abajo. Los dedos anularesde Santiago y de Almudena lucían dos brillantes alianzas, circulares, áureas.�¡Qué desgraciados! Buscar durante años y años un lugar y no poder acer-carse a él porque hacerlo significaría morir �se lamentó Almudena.�Los perros no sabían que su verdadera casa era el viaje.�Claro, cómo iban a poder pensar en ello si bastante trabajo les causaba noatorar Rostro con obstáculos que imposibilitaran el paso de las ráfagas de la dig-nidad. Tenían que mantener el rictus �dijo Santiago. Y miró fijamente aAlmudena�. No lo olvides.�Ni siquiera podían hablar. Es cierto que elaboraron un lenguaje que lespermitía comunicarse pero, ¿por qué se tomaron tantas molestias si les bastabacon expulsar de sus cuerpos las ráfagas de la dignidad y olvidarse de ellas, puestoque tanto dolor les causaban? �preguntó Almudena mientras se servía una nuevacopa de champán.�No podían deshacerse de las ráfagas. Eran todo lo que tenían. Sin las ráfa-gas no serían nada. No se reconocerían a sí mismos. Hubiera sido como arran-carse un brazo o una pierna, no, algo peor, como arrancarse de cuajo el cerebro�le respondió su marido.�Pero no consigo comprender dónde está la raíz de su desgracia. En prin-cipio, los perros de Orión, no tenían ningún motivo para sentirse desgraciados.Eran bellos y viajaban por una de las regiones más maravillosas del universo,Firmamento. ¿Por qué sufrían tanto?�El motivo de su dolor estaba dentro de ellos mismos. Se lo causaban porel mismo hecho de vivir. Es decir, que aunque no existían razones objetivas paraexplicar su pesar, los perros sufrían y mucho. Y es porque el sufrir era algo inhe-rente a su condición. Sufrían porque tal era su naturaleza �intervino, por primeravez, Lucía.�Podían reaccionar, revelarse contra su condición fatal... y no lo hacían�reflexionaba Mario en voz alta, sin dirigirse a nadie en particular.�Admitían su destino. Fuera cual fuese.�Pero su destino era la destrucción. O, cuanto menos, el eterno viaje, eldestierro perpetuo y vagabundo.�Sí, eran vagabundos errantes...�Su propia identidad personal era la jaula en la que permanecían entram-

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pados. Y sin puerta alguna que permitiera la salida.�Quizás su único final posible fuera el de arquear levemente el labio supe-rior e inhalar aire por la nariz. Decir la palabra suicidio, y suicidarse. Dejarse extin-guir �aventuró Santiago.�La muerte y la desaparición serían su liberación. Inútil liberación la quellega en el momento en el que la nada hace su aparición, cuando la ausencia con-tinua y el gran vacío final están presentes.�Pobres perros...�Ellos decidían su propio destino... �dijo Lucía. Y se acarició el lóbulo dela oreja izquierda con la mano derecha.Hubo un silencio que no llegó a prolongarse durante demasiado tiempo.Santiago, alzó la voz sobre los susurros en los que casi se había convertido la con-versación y dio, de esta manera, por finalizada la tertulia:�¡Camarero, la nota!Todos despejaron sus mentes. Los perros de Orión salieron por las orejascomo espíritus incorpóreos que van al cielo y la frivolidad se apoderó nuevamen-te de lo que había sido una fiesta de celebración.Se levantaron al unísono y cada uno expuso en voz alta los muchos que-haceres que aún tenían pendientes al igual que su no menor sorpresa al conocerla hora que era. Marcharon hacia lugares diferentes, separándose, integrándose enel ejército de soldados anónimos que invadía las calles y las impregnaban de hipe-ractividad.Y de magnificencia y de voluptuosidad.Porque así parecían emprender sus gestos, sus andares o sus conversacio-nes. Se enredaron en la celérica maraña todavía imperfecta porque al mundo lequedaban aún treinta horas de vida y esto, según para qué animales, es toda unaeternidad.

La tarde caía como muere un pez fuera del agua. A bocanadas.Es decir, no se deja llevar gradualmente por la sonrisa dulce de la muerte,sino que decide sufrir un prolongado martirio del que sólo él es responsable.Permanece inmóvil y callado en el suelo, y de rato en rato, cuando es capaz de reu-nir las suficientes fuerzas necesarias para hacerlo, da una bocanada al aire, cre-yendo que se la da al agua, y vuelve a quedarse sin fuerzas, el pez, y vuelve a que-darse inmóvil y callado en el suelo. Con lo sencillo que sería dejarse morir, al rato,en un casi último esfuerzo supremo, pega otra bocanada al aire, y luego, despuésdel silencio y de la quietud, otra más, y otra, y otra, cada vez más espaciadas en eltiempo, más distantes entre sí cuanto más próxima está la llegada de la muerte.Así caía, también, la tarde. Parecía que el inicio del atardecer era ya unhecho consumado, cuando, extrayendo fuerzas de quién sabe dónde, el sol toma-

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ba la resolución de no resignarse a su destino, y emanaba, en un latido inmenso,un chorro de luz que llegaba rápido hasta el mundo y lo iluminaba por unossegundos, lo cegaba completamente durante alguno menos, y se extinguía mien-tras preparaba un próximo impulso. Tres, diez, hasta quince latidos dio el sol ensu desdichado intento por no fallecer aquella noche. De nada sirvió porque, alfinal, como hasta el mismo sol sabía desde el principio, la noche ganó la batalla, yla oscuridad se hizo dueña de la ciudad.Como el pez fuera del agua, que da bocanadas al aire y sabe que su muer-te es segura y sólo cuestión de tiempo, el día, tan poderoso cuando está en suecuador, sabe, así mismo, que su suerte está escrita y es conocida de antemanohasta por el más miserable ser de todos los que pueblan este mundo.

Se sentó ante el ordenador personal dispuesta a dar un nuevo empujón ala novela. Se sentía algo pesada después de tanta comida. Además, aunque habíatenido la intención primera de no hacerlo, se había sobrepasado un poco con labebida. Tres vasos de vino tinto en la comida, dos copas de champán con los pos-tres y una de licor de frutas después del café, habían entrado ya en la sangre y,desde allí, invadían todas las células de su cuerpo, las de las piernas, las de los bra-zos, las del cerebro, abotargándolas hasta casi conseguir adormecerlas. Pero teníaque luchar contra los efectos somníferos del alcohol. Debía escribir. Puso lasmanos sobre el teclado y comenzó a presionar.Veía como las letras nacían en la pantalla, y daban lugar a las palabras y alas frases. Y, se sorprendió, daban lugar a una prosa de la que nunca tuvo noticiaque se encontrase dentro de ella. Era una prosa, ¿cómo describirla? No se pare-cía a ninguna de las prosas conocidas. Ni a la de García Márquez, ni a la de Borges,ni a la de Hemingway. Era diferente, desconocida. Pudieran ser éstas las cualida-des que la definían. Desde luego, la dejó sorprendida, muy sorprendida. Y asusta-da, en medio de sopor que la embargaba. Pero no permitió que los dedos se detu-vieran. Consintió que danzaran sobre las teclas de plástico. Estaba casi dormida.Apenas podía mantener los ojos abiertos. Y los dedos corrían raudos por el tecla-do. Tocaba el pecho con la barbilla. Todo su cuerpo, excepto las yemas de losdedos, le pesaba horriblemente, tanto que creía no poder soportarlo por muchotiempo más. Necesitaba tumbarse una rato, allí mismo, en el suelo, echarse a des-cansar unos minutos nada más.Y las yemas de los dedos eran ligeras como las plumas del cuello de unganso. Lucía sintió como la fuerza que había mantenido en movimiento a susdedos, desapareció repentinamente, de golpe, como si hasta entonces hubieraestado conectada a la red eléctrica y, de repente, el cable hubiese caído del enchu-fe. Quedó tendida sobre la moqueta, quieta, casi sin sentido. Debió dormirse.

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El sonido del teléfono atronó dentro de su mente. Recuperó, la conscien-cia de quién era y de dónde se encontraba. Miró en rededor suyo. Sólo se oían elruido del ventilador del ordenador y la intermitente llamada del teléfono. Se diri-gió hacia él, todavía confusa, y lo cogió.�¿Quién es? �preguntó.�Hola, Lucía �dijo una voz que pretendía parecer alegre y desenfadadapero que se delataba como todo lo contrario�. Soy Ricardo. Ricardo del Castillo.Lucía no dijo nada. Escuchaba la respiración agitada del hombre a travésdel teléfono.�Me preguntaba si recuerdas nuestra cita de hoy. Me pediste que reserva-ra una mesa para la cena. Tengo una magnífica en el restaurante del Occidente,lejos de la orquesta, en un extremo apartado, para que podamos conversar a gustodurante un buen rato �añadió Ricardo.Lucía creía que debía de dolerle la cabeza. Generalmente, cuando dormíaun rato fuera del horario nocturno habitual, despertaba con una enorme jaquecaque no conseguía despistar hasta que se tomaba dos aspirinas con un café negro.Mientras sostenía el auricular del teléfono con una mano se llevaba la otra a lafrente, en una acto reflejo, y frotaba la palma contra el ceño y las puntas de losdedos, describiendo movimientos circulares, en las sienes. De repente, se diocuenta de que no le dolía nada. Es más, se sentía en un estado de lucidez y clari-videncia desconocido para ella.�¿Lucía? �inquirió Ricardo extrañado por el silencio de la mujer.�Sí, sí �se apresuró a responder Lucía�, claro que me acuerdo de nuestracita. Una mesa en el Occidente..., está bien.�¿Te parece que quedemos a las diez?�Sí, es una buena hora. A las diez en el restaurante del Occidente.No sabía porqué y, aunque trataba de que no ocurriese, los sentimientosnegativos hacía Ricardo estaban desapareciendo. No volverían nunca a ser unapareja, eso ya no era posible, pero al menos, podían quedar como amigos.Colgó el teléfono. Todo el suelo en torno a su mesa de trabajo estaba rode-ada de papeles. No recordaba haber realizado una impresión de la novela. Pero allíestaba. Casi completa, a juzgar por la cantidad de material que se extendía por laalfombra. Algunas páginas se habían arrugado en el lugar donde estuvo tendida.había dormido sobre ellas. Miró el cargador de la impresora. Quedaba muy pocopapel, unos pocos folios. Los recogió. Serían suficientes para escribir el final dellibro. Sí, bastarían.

Después de levantarse de la mesa, Mario Urrestarazu se dirigió hacia la ofi-cina de su negocio con la intención de cerrar todas las operaciones pendientes.Había trabajado durante toda la vida en esto y en aquello, sin oficio ni beneficio,

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hasta que un día, hace un par de años, decidió que él era el único responsable desu caótica situación financiera. Así que obtuvo la licencia correspondiente y,pidiendo prestado dinero a varios amigos y familiares, alquiló una pequeña ofici-na en el centro de la ciudad. Iba a dedicarse a la compraventa de casas y fincas. Yel negocio, contrariamente a lo que en él era lo acostumbrado, marchó bien desdeel primer momento. Ya con la primera veintena de operaciones, obtuvo la canti-dad de dinero necesario para restaurar los préstamos que había solicitado. A losseis meses de abrir el negocio, la oficina que ocupaba se le había quedado peque-ña, por lo que tuvo que trasladarse a otra más grande, de paso mejor situada, y,claro, bastante más cara. Pero el negocio marchaba redondo y podía hacer frentea todos los gastos. Así, hasta el día de hoy, sin que apenas una operación presen-tase pérdidas. La suerte que le había dado la espalda durante toda su vida, mos-traba, por fin, su lado amable.Mario entró en su despacho. El personal que le ayudaba en el negocio,había finalizado su jornada laboral hace un par de horas y todo se encontraba des-ierto. Hoy había sido para ellos, y para él cuando terminara lo que tenía entremanos, el último día de trabajo. Los trabajadores así se lo habían solicitado y lehabía parecido bien. Mañana, el día del final del mundo, habían decidido tomár-selo de vacación. Estaba de acuerdo. Todos se merecían un día de fiesta.Hizo un par de llamadas telefónicas. Redactó tres o cuatro cartas queintrodujo en sus correspondientes sobres. Tomó los libros de cuentas y los hojeópor encima. Parecía que todo estaba en orden. Este trimestre también obtendríanbeneficios. Anotó unos cuantos asientos, realizó las operaciones necesarias y asin-tió con la cabeza. Sí, decididamente, todo aparecía en orden. Podía cerrarse elnegocio. La actividad que había realizado durante estos dos últimos años, tenía unbuen balance final. Había sido un éxito.Todavía tuvo tiempo de ponerse en contacto con un cliente indeciso quellevaba tiempo sin darle una respuesta definitiva a la oferta que le había realizadomeses antes. Lo dejó sonar e iba a colgar el teléfono cuando, al otro lado, alguienatendió la llamada. Sostuvo una corta conversación. El cliente no acababa de deci-dirse. Mario le presionó. Le contó como el negocio se cerraba y que sí queríahacerse con la casa que pretendía comprar, debía de tomar la decisión en esemismo momento. El cliente, entendiendo que ésta era su última palabra, accedió.El precio y las condiciones le parecían buenas. Cerraron el trato. Mario le solicitósu número de tarjeta de crédito. En unos minutos, el importe de la venta de la casaestaría en su cuenta. Se despidieron amistosamente. Ninguno se olvidó de ofrecersus mejores deseos para la finalización del mundo. Fue un patrón de cortesía quetodos en la ciudad se habían acostumbrado a emplear. Una fórmula cordial paraser utilizada en las despedidas, en los adioses.

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Almudena y Santiago fueron los únicos que no habían salido del recintodel hotel después de levantarse de la mesa. Se despidieron de los demás en la puer-ta y volvieron a entrar. Tomaron el ascensor más cercano y subieron a la terceraplanta, habitación 306. Comenzaba su noche de bodas.�¿Me pasarás el umbral en brazos? �preguntó Almudena mientrasSantiago introducía la llave en la cerradura.�¡Cómo no! �sonrió.Le pasó un brazo por la espada y otro bajo las rodillas y, no sin esfuerzo,la alzó en volandas. Cruzó la puerta y entró dentro de la habitación. Estuvieronparados en medio de la penumbra de las persianas semicerradas durante un ins-tante, que Almudena creyó era con la intención de prolongar hasta el máximoposible tan memorable momento y que, realmente, fue porque Santiago no teníauna idea precisa del lugar en el que debía depositarla. Se decidió por la cama y,sobre la colcha, tumbó a su mujer.No hablaban. Santiago cerró del todo las persianas y la luz, proveniente delalumbrado público, fue vetada en la habitación. Se quitó la chaqueta, los zapatos,los pantalones, toda la ropa, hasta quedarse desnudo. A tientas, se dirigió hacia lacama en la que Almudena estaba tendida. Alargó sus brazos delante de sí mismo,como los ciegos sin perro ni bastón lo hacen, y, después de unas cuantas torpe-zas e indecisiones, halló el cuerpo caliente de Almudena. Acarició su pelo, su cara,su cuello. La besó dulcemente en los labios. En un juego que duró veinte minu-tos, logró desnudarla por completo.Bajo unas sábanas cuyo color les era desconocido, hicieron el amor, sinapasionamiento, despacio. Intercambiaron ingentes dosis de cariño y de ternura,establecieron cauces de comunicación que nunca hubieran imaginado existiesen.Podían hablar sin luz, ni palabras. Perfeccionaron un lenguaje más sabio y com-plejo que el de los propios perros de Orión. Ni siquiera necesitaban verse lascaras. Su lenguaje se transmitía a través de las pieles en contacto, de los infinitosporos de la piel en combinación. Un poro unido a un poro por un instante detiempo determinado, tenía un significado preciso y distinto al que otro poro unidoa otro poro quería señalar.Palabras sin sonido, sin imagen, invadieron la habitación y fueron a situar-se, una vez usadas, cerca del techo, a escasos centímetros de él, y allí se mantu-vieron incorruptibles hasta que, ellos o alguien diferente a ellos, decidiera haceruso de su poder. Palabras de un idioma de ámbito restringido, donde la palabraamor tenía doscientas acepciones distintas, o la palabra ternura poseía trescientassetenta y cinco, o la palabra caricia acumulaba noventa y ocho, o las palabras odio,guerra, desesperación, no existían.Almudena y Santiago inventaron un idioma en pocas horas y a las pocashoras se les olvidó. No lo recordaron más que de una manera vaga y aproximada,como se recuerda la cara de una tía lejana a la que sólo se ha visto un par de vecesen la vida. Pero recordaron que fue un idioma delicioso, musical, donde la fluidezde la comunicación alcanzaba las más altas cotas soñadas por todos los que, en el

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mundo, hubieran deseado comunicarse a lo largo de su existencia. Recordaronpara siempre, aunque ahora siempre era ya sólo un rato, que el idioma que acu-ñaron y del cual no quedó rastro escrito o grabado, de aquel idioma que inaugu-ró una cultura ágrafa que resistió durante toda una larga noche al devenir de la his-toria, era el idioma que debían hablar los que eran perfectos.

�¿Qué dices? �preguntó Lucía levantando la vista de la taza del café que seacababa de tomar.�Eso, que quiero que nos acostemos juntos �respondió tímidamenteRicardo�. Por los viejos tiempos.La solicitud de Ricardo le llegó a Lucía por sorpresa. No se la esperaba.Era algo demasiado arriesgado para Ricardo. Nunca se había atrevido antes, atomar resoluciones tan audaces. Sería verdad que los años le habían cambiado.�Pero eso no puede ser, Ricardo, cómo se te ha ocurrido semejante dispa-rate �decía Lucía con una sonrisa entre divertida y circunstancial�. Tú estás loco.�No, no estoy loco. Quizás lo estuve pero ahora no lo estoy. Esta es ladecisión más cuerda que he tomado en mi vida. Quiero hacer el amor contigo, laúnica persona a la que he querido de verdad en mi vida.�Pero Ricardo...�Sé que no tienes marido, ni novio, ni ninguna pareja estable. Nada teimpide hacer el amor conmigo �Ricardo trataba de acorralarla con sus argumen-taciones�. Y además, ¿qué te cuesta? No pierdes nada y te prometo que disfruta-rás. La petición de Ricardo había sido como un golpe en medio del rostro paraLucía. Acostarse con Ricardo. Lo último que se le hubiera ocurrido. Hacía añosde la última vez que lo habían hecho, cuando eran mucho más jóvenes y estabanatrapados por el amor. Ahora el amor había huido. Podía quedar, cuanto más, elposo de la amistad. Eso es todo lo que podía llegar a ofrecerle.Aunque, pensándolo bien, qué importaba, a estas alturas de la Historia,podía enviar al infierno todas los convencionalismos y todas los estupideces queimpone una vida sensata. Sólo se vive una vez. Y ésta, la vida, se acaba ya. ¿Porqué no enloquecer un poco y romper con el rígido comportamiento al que lamoral le había mantenido sujeta desde que era una niña? Era dueña de sus actos.Podía salirse de la ruta monótona de su existencia. ¡Qué diablos! Adelante.�Será un rato muy agradable. No te pido toda la noche, sólo un par dehoras. El tiempo suficiente para poder comprobar si el recuerdo que tengo de tucuerpo, de tu piel, es exacto o ha sido emborronado por el paso de los años �con-tinuaba Ricardo a la desesperada. Y repetía argumentaciones�: Por los viejos tiem-pos... �De acuerdo �interrumpió Lucía con voz pausada.

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�Recordarás que no era un mal amante �Ricardo parecía no haber enten-dido las palabras de Lucía. De repente, asimiló la frase de la mujer�: ¿Qué?Casi fue una exclamación, más que una pregunta. Los comensales de lasmesas contiguas volvieron la cabeza hacia Ricardo sin mover los hombros, comoarticuladas por un resorte que, a su vez, conectaba una mirada despectiva y cen-suradora, molesta.�¿Qué has dicho? �repitió.�Que estoy de acuerdo. Que podemos acostarnos. Y no un par de horas.Toda la noche. ¿Por qué no? �sonreía serena.Ricardo no salía de su asombro. La petición la había realizado en un inten-to que pretendía, más que otra cosa, probar suerte. No esperaba nada. El mundohabría sido perfecto sin que Lucía hubiera aceptado hacer el amor con él. O porlo menos, ahora se daba cuenta, casi perfecto. Pero iba a redondear la partida. Noestaba mal cuando sólo había venido a jugar.Pagó la cuenta y, por una puerta interna que comunicaba el restaurante conel resto de las instalaciones, se dirigieron al registro del hotel. Solicitó una habita-ción doble con su propio nombre:�Ricardo del Castillo Sánchez.�Habitación 307 �dijo el conserje, y puso sobre el mostrador una llavemagnética sujeta a un pesado llavero circular con el número 307 grabado en elcentro.

El día se levantó. Por última vez. Hoy el sol nacía por la mañana y, cuan-do muriera al atardecer, sería en una muerte definitiva y para siempre, sin posibi-lidad de consuelo en el recuerdo atávico de que, como en los millones de díasanteriores al de hoy, se resucita unas horas después de fallecer. El sol era ya unpobre diablo que se iba a morir. Lo debía de saber y aún persistía en su interés porbrillar más fuerte, más alto y sereno, que nunca. Crecería hasta el mediodía. Suúltimo crecimiento, su ascensión final. Saludaría durante un instante desde el cenite iniciaría el declive trazando una línea hacia su desaparición. Y se moriría, así, degolpe, y nadie de los que todavía se encontraran sobre el mundo, lo recordaría olo echaría en falta. Bastante tendrían estos con disfrutar de las pocas horas que,para sus propias existencias, restaban.Entonces trepaba hacia arriba, se abría paso entre las estrellas lejanas en elfirmamento y les recordaba, no sin cierta dosis de ingenua prepotencia, que él erael astro rey, que él mandaba en estas regiones de la bóveda celeste. Decía a los queapenas se movían y entorpecían su camino:�Aparta, imbécil, ¿no ves que soy yo, el gran sol, y que llevo prisa, que hede completar mi recorrido sin apartarme un ápice del rumbo que tengo marcado,desde el inicio de los tiempos, en todos los libros de astronomía, de astrología, y

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de ciencias de la física y de la matemática, que no puedo defraudar a nadie de losque pusieron en mí su confianza para que completase tan delicada misión?Y todos, estrellas, constelaciones, novas, supernovas, galaxias, cúmulos,nebulosas o simples puntitos de luz sin determinar en la vastedad de la bóvedaque cubre al mundo, se apartaban a su paso sin poder, en muchos casos, escon-der una sonrisa apagada de conmiseración que parecía querer decir:�Estás muerto, todos estamos muertos, tan sólo es cuestión de tiempo.Pero el sol iba a lo suyo, y si se daba el caso, era capaz de apartar violenta-mente, con dos o tres de sus brazos de fuego, a quien pretendiera interponérseleen su trayecto, hecho que, sabida y comprobada su capacidad de engreimiento, noera extraño pudiera ocurrir. Y ocurría. Pequeñas estrellitas despistadas que no lehabían oído acercarse e interceptaban su trayectoria, eran desplazadas a varioscentenares de años luz con uno sólo de sus manotazos salvajes. Y las desdichadasestrellas que no habían estado atentas en el momento en el que el presuntuoso solpasaba, tenían que vivir el resto de sus días lisiadas y doloridas, pues un sopapodel rey bastaba para destrozar el cuerpo de cualquier morador del cielo.El sol trepaba hoy por la bóveda con la mayor fuerza y aceleración quejamás había utilizado para emprender su ascensión. Su misma aparición sobre elhorizonte en el amanecer, había tenido poco de progresiva, tenue al principio ycada vez más cálida según avanzaba el alba, y se había realizado de sopetón, rebo-sando plenitud, como si de un jovenzuelo prendido por los nervios en su primerdía de trabajo ante la incertidumbre de hacerlo bien, se tratase.Pero, para esta hora, todo estaba decidido, firmado y rubricado y, en ver-dad, nada se podía hacer que no fuera hacerlo bien hasta el final.El pobre sol se moriría al atardecer y desaparecería sin dejar rastro. Sucuerpo no existiría en ningún lado y su alma, si es que la tiene, no ascendería aningún premio, pues, como ocurre para todos los seres que, de una u otra mane-ra, forman parte del mundo, no hay premios ni castigos para los soles.

Almudena fue la primera en abrir los ojos el último día del mundo. Lo hizoen el momento en el que el sol se impulsaba hacia arriba con uno de sus histéri-cos latidos y, por ello, tuvo la impresión de que aquel día final amanecía como elmás esplendoroso de toda la historia. Cuando el sol exhaló el suspiro, pudo com-probar que la luz exterior no era tanta como la que había creído en un principio,pero que, de cualquier manera, era lo suficientemente espléndida para mantenerla afirmación de que el día de hoy era, sin duda alguna, el día más luminoso detodo el devenir de los tiempos. Aunque no podía tener conocimiento directo delas jornadas acaecidas antes de su nacimiento o de la toma de conciencia de su usode razón, un día como el de hoy, no podía ser un día cualquiera. Debía ser un díaespecial.

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Era un día especial.El sol se desgañitaba intentando superarse a sí mismo, y cada uno de losrayos que se colaban por los resquicios de la persiana, cruzaba raudo la habitación,derribaba los obstáculos, sillas, lámparas y hasta un cuadro con un minotauro dela suite Vollard, que encontraba a su paso y atravesaba la colcha, la manta, la sába-na y el pijama de Almudena hasta acariciar, con un grato, pinchazo, su piel.En pie sobre la cama, se desnudó, dejando que el pijama se deslizara haciaabajo y, levantado uno y otro pie, se dirigió desnuda a la ducha. No necesitabaponerse debajo del agua tibia. Se había despertado y desde el primer momentohabía tenido la sensación de estar limpia y despejada como nunca lo había estado.Fue un acto reflejo, dictado por la costumbre. Cuando salió de bajo el agua, sesecó y, desnuda todavía, se sintió exactamente igual de lúcida y de feliz que lohabía estado al despertar.Se subió encima de la cama y de pie en ella, poniendo cada una de sus pier-nas a cada lado de su marido aún dormido, lo despertó llamándolo por su nom-bre. Santiago se despertó y creyó que ya estaba muerto, que había dormidodurante demasiado tiempo y que el fin del mundo le había alcanzado sin tiempopara prepararse. No le importó en absoluto, pues la visión primera de lo que creyóera el apocalipsis, no le desagradó un ápice. El sexo abierto de su mujer se mos-traba en primer término ante él y, algo más allá, podía adivinar el resto de su cuer-po: el vientre, los brazos, los senos, tan erectos ya como lo estaba su pene...En la habitación contigua, alguien gemía, probablemente de placer.

Casi a la vez, pero con el suficiente intervalo de tiempo para no cruzarse,las dos parejas que habían pasado la noche en el Gran Hotel Occidente,Almudena y Santiago, Lucía y Ricardo, salieron de ellas y bajaron a desayunar. Losprimeros en sentarse fueron los recién casados que, ya desde el momento en elque los otros se acercaban por el pasillo abierto entre las mesas, tuvieron queaguantar toda clase de sonrisas, miradas y comentarios deslizados que hacían refe-rencia a su corta, pero a juicio de todos, intensa, noche de bodas.Mario Urrestarazu, oculto tras unas gafas oscuras, se sentó a la mesa en eljusto momento que el camarero, que había abandonado la sempiterna libreta, uti-lizaba para anotar en su memoria el pedido del desayuno. Venía casi a la carrera,como no queriendo perder un solo minuto la compañía de los allí presentes.�Café, zumo de naranja y una tostada con mermelada para mí, por favor�pidió. Y, quitándose las gafas y volviendo la vista hacia sus amigos, añadió sinmediar saludo�: Es imposible andar por la calle sin gafas ahumadas. El sol es tanintenso que quema los ojos de quien no las lleve. Curiosamente, no hace nada decalor. Frío tampoco. Hay una temperatura ideal. No se siente nada.

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�A Ricardo ya le conoces... �le interrumpió su hermana. Dirigiéndose a losdemás añadió�: Os presento a Ricardo del Castillo, un amigo.Santiago, Almudena Mario y el propio Ricardo iniciaron la maniobra deponerse en pie, pero la interrumpieron en la mitad, y allí se quedaron los cuatro,flexionadas las piernas a la altura de las rodillas, besándose y estrechándose lamano, mientras Lucía repetía sus nombres en voz alta como dejando que la últi-ma sílaba de ellos perdurase en la atmósfera:�Santiago..., Almudena..., Mario, mi hermano..., éste es Ricardo.Hechas las presentaciones, volvieron a sentarse. El camarero regresó conel desayuno.�Habrá que comenzar con los preparativos de la fiesta. No quiero tenerque hacerlo todo a última hora. Hay que realizar unas compras y veréis como todoestá abarrotado de gente �dijo Almudena�. Tenemos que ponernos en marchacuanto antes. ¿Qué os parece?�Estoy de acuerdo �le respondió su marido�. Creo que podemos desayu-nar y dedicarnos a ello inmediatamente.�¿Qué hay que comprar? �intervino Mario mientras mojaba su tostada conmermelada en el café.�Hombre, pues lo típico de las fiestas. Serpentinas, confeti, bengalas,carracas, gorritos de papel, estas cosas... No vamos a presentarnos en la fiesta conla manos vacías, así como estamos ahora �dijo Almudena.�Como queráis, pero a mí estos temas me dan un poco igual. Los únicosque salen beneficiados son los comerciantes que las venden.�Ellos también tienen derecho a vivir. Además, no puedes decir que unafiesta sin confeti ni serpentinas es lo mismo que una con ellos. Es que no haycolor. �Bueno, bueno, compraremos los gorritos y el confeti. Por mí que noquede. �Oye Lucía, tú, ¿qué te vas a poner? �cambió el sentido de la conversaciónAlmudena.�No lo sé. No había pensado demasiado en ello. Y la verdad es que ten-dría que hacerlo �sorbió un poco de su zumo.�Podíamos aprovechar la salida para comprarnos algo. Yo no tengo quéponerme.�Yo tampoco. Estoy casi con lo puesto. No tengo nada.�Vale, decidido, miraremos algo por ahí. ¿Os parece bien, chicos?Los tres hombres se observaron entre sí y cada uno de ellos despistó comopudo, terminándose el café, rebañando con la cucharilla los restos de tostada quequedaban en el fondo de la taza o, de una forma mucho menos elaborada quedenotaba la carencia de recursos improvisativos, mirando simplemente al techodel bar, sin que ninguno fuera capaz de reprimir una fugaz sonrisa un tanto cir-cunstancial.

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�A mí esta faldita me parece sencillamente deliciosa �le decía Almudena aLucía bajo la circunspecta mirada de la dependienta.Era ésta la sexta tienda en la que las dos mujeres entraban. Nada de lo queen ellas habían encontrado hasta el momento era de su gusto. Y es que, a estasalturas, los comercios habían sido casi devastados por la exacerbada multitud quepretendía, como ellas mismas, adquirir todo lo necesario para la celebración final,a buen precio y de la mejor calidad posible. Los camiones que reponían habitual-mente el género eran incapaces de transitar en las calles abarrotadas por el gentío,muchas de las cuales, sobre todo las más céntricas, tenían que haber sido cortadasal tráfico rodado para evitar accidentes y males mayores. Había comercios que,una vez agotadas las existencias de las que disponían y en vista de la imposibili-dad de reponer con género nuevo los estantes vacíos, habían tomado la resoluciónde cerrar sus puertas y colgar el cartel de fin de negocio.A los tres hombres les había sido encargada la realización de las comprasde todo lo necesario para la fiesta: el confeti, las serpentinas, los gorritos depapel...�Amarillos �ordenó Almudena, refiriéndose a estos últimos, cuando sedespidieron.Después de visitar varias tiendas destinadas a la venta de estos productosy encontrarse en todas ellas con la misma situación, una gran cola que daba lavuelta a la manzana de edificios en la cual estaba ubicado el comercio, hubieronde decidirse por una y aguardarla pacientemente. Para conseguir que la esperafuese más llevadera, Santiago entró en un bar cercano, mientras sus amigos guar-daban el turno, y compró tres botellas de cerveza y un par de bolsas de patatasfritas. Cuando dieron cuenta de las provisiones, la cola había avanzado sólo unospocos metros. Había que tomárselo con mucha paciencia.�Sí que es bonita. Y te sienta de maravilla �le dijo Lucía a su amiga des-pués de observar sus movimientos dentro de la falda que se estaba probando.�Y el color es precioso. Piensa que la fiesta es por la noche y este tonosuele quedar muy lucido con poca luz. Además de lo que me disimula las caderas.�¡Si tú no tienes casi caderas! Tu tipo siempre ha sido de artista de cine.�No creas. Últimamente he engordado un poco. Con lo de la boda y losnervios, me dio por comer.�Estás divina. Quédatela.Almudena no se lo pensó durante mucho tiempo y decidió adquirir laprenda:�Envuélvamela �pidió a la dependienta. Y, dirigiéndose a su amiga, aña-dió�: Tendré que buscar una chaqueta que combine con ella.�Chica, no te quejes, para ti es fácil ir de compras. Todo te sienta bien. Peroyo, mira, nada me gusta.

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�Tranquila, algo encontraremos.

Sentados los cinco amigos en torno a una mesa del, abarrotado hasta lamisma puerta, restaurante del Gran Hotel Occidente, se disponían a comer.Después de dos horas de guardar cola, Santiago, Ricardo y Mario habían, por fin,podido comprar los confetis, sombreros y serpentinas necesarias para la fiesta dela noche. Almudena y Lucía tardaron bastante más en cumplir su objetivo, pero alfinal lo habían conseguido. Almudena llevaría un conjunto de chaqueta y faldacorta y Lucía un vestido de una pieza hasta las rodillas.Llegaron justo cuando una mesa quedaba libre y, al sentarse ellos, el aforodel local, volvió a estar completo. El ambiente, el de su mesa y el del resto de res-taurante, era de una euforia controlada y pegadiza que se propagaba a gran velo-cidad, salía por las ventanas abiertas y contagiaba a quienes aún no estuviesenprendidos por la agitación: los hombres, las mujeres, los niños, los ancianos, losanimales, las estrellas y, diríase, que hasta las plantas, participaban de los nerviosque la proximidad del final del mundo desarrollaba en todos los cuerpos y crecíamás y más según el momento crucial se acercaba.El mismo camarero que les había atendido en el desayuno se acercó bra-ceando entre las mesas, sin libreta para tomar notas, con un lápiz olvidado detrásde la oreja y una mirada desafiante que parecía retar a los presentes a solicitar lamás variada combinación de platos y bebidas del menú que, por muy enrevesadaque ésta fuera, él estaba seguro de poder recordarla sin dificultad. Mientras entre-gaba la carta a los comensales, avisó friamente:�Les informo que los precios y tarifas del servicio de restaurante han sidoincrementadas en un veinte por ciento.Mario levantó la mirada que ya había comenzado a recorrer las páginasentre los entrantes, las aves y los pescados, y exclamó indignado:�¡Cómo puede ser eso! �Los precios han sido incrementados en un veinte por ciento. Los queustedes pueden ver junto a los platos de la carta, ya reflejan este aumento.�Claro, como el restaurante está hasta los topes porque todo el mundoquiere celebrar el final..., pues eso, que se aprovechan lo que quieren y más �dijoAlmudena.�Es una vergüenza. Somos clientes habituales del restaurante. Esto no sepuede consentir �intervino Santiago.�Si lo desean, puedo hacer que venga el encargado y le presenta a él suqueja �decía el camarero sin inmutarse.�¡De qué va a servir! Si total van a hacer lo que quieran.�¿Qué hacemos? ¿No levantamos y nos vamos? �preguntó mirando alter-nativamente a unos y a otros Mario�. Yo estoy dispuesto a hacerlo. Me parece un

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abuso esta subida de precios. Lo que dice Almudena: se aprovechan de que todoel mundo quiere despedirse con una celebración por todo lo alto.�Déjalo, Mario. Vamos a quedarnos. ¿A dónde íbamos a ir a estas horas?Además, venga, hoy es un día especial �apaciguó Lucía.�Pero es un abuso...�Olvídalo ya. Vamos a comer en paz �trató de zanjar el asunto.�Que quede claro que son ustedes unos sinvergüenzas �se dirigió al cama-rero que todavía permanecía impasible junto a la mesa�. Esto que han hecho, esuna indecencia.�Transmitiré su mensaje al encargado �respondió el camarero. Y, despuésde tomar mentalmente nota de los menús, se marchó de la misma manera quehabía llegado, braceando entre las mesas sin tocar ni uno solo de los faldones delas mantelerías al pasar junto a ellos.

�De verdad, estaba dispuesto a marcharme de aquí si lo hubieseis querido�decía Mario.�Vamos, no le des más vueltas �le rogó Almudena�. Faltan unas pocashoras para el final del mundo. Hemos realizado muchos esfuerzos, cada uno denosotros, para conseguir que este mundo termine de la manera más perfecta posi-ble. No lo estropees ahora, cuando queda tan poco. Por favor...�De acuerdo, pero me enervan estas situaciones. Son completamenteinjustas. ¿Por qué han de subir los precios de esta manera?�Bueno, es normal que ellos quieran aprovechar la situación obteniendounos ingresos extras. Tú, en su lugar, quizás hicieras lo mismo �terció Ricardo.�No, en absoluto. Me tengo por un hombre honrado y los hombres hon-rados estamos sujetos a unas normas éticas que nos impiden actuar con total des-precio hacia los que, durante toda una vida, han sido los clientes fieles que per-miten que un negocio funcione como es debido �Mario se sentía indignado y laira encendía un poco sus mejillas�. No, a los clientes se les ha de respetar. Eso eslo que digo, lo que yo he hecho durante todos estos años en mi negocio.�Ya basta, no le des más vueltas �intentó, otra vez, zanjar el tema Lucía�.Ya has oído a Almudena. No estropees con un enfado este final del mundo quenos está saliendo perfecto. ¿De acuerdo?�Está bien �accedió, con una sonrisa, Mario�. No seré yo quien consigatorcer las cosas. Es cierto. Tanto trabajo no puede quedar descuidado. Sería unatontería que, por un tonto enojo, todo se echase a perder.�Adelante, esta langosta tiene un aspecto apetitosísimo �añadió Mariomientras soltaba los botones de los puños de la camisa para poder remangársela.

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�Oye, ¿tú juegas a los naipes? �le preguntó Santiago a Ricardo cuando ser-vían los licores.�Un poco.�¿Hace una partidita?�Bueno, si no nos alargamos demasiado. Estos pueden aburrirse.�Oye, por nosotros tranquilos �interrumpió Lucía�. Yo, la verdad, tengotodavía asuntos que resolver, así que me voy y no me volvéis a ver hasta la horade la cena.�Haced lo que queráis, Santiago �le dijo Almudena�. Me gustaría estar des-cansada para la fiesta. Voy echarme y dormir un rato. Estoy algo fatigada contanto ajetreo.�Pues por mí ningún problema �estiró los brazos sobre su cabeza Mario�.Vosotros a lo vuestro.Almudena, Mario y Lucía se levantaron de la mesa. Se dirigieron hacia lapuerta sin prisas, alargando un poco más la conversación, mientras, tras ellos, losdos hombres comenzaban el juego. Ricardo repartía los naipes. Santiago sorbía suvaso de coñac. El ajetreo había caído en el restaurante y varias mesas estaban vací-as. Un mozo barría el polvo. Algunos comensales departían en voz baja, otroshabían comenzado, al igual que Ricardo y Santiago, una partida de cartas o de aje-drez, hubo quienes sólo estaban estando, sin hablar ni realizar acto alguno, quie-tos en sus asientos, aspirando el ambiente por las narices en el deseo de empa-parse de la mayor dosis posible de la paz que inundaba estas horas.Un hombre y una mujer octogenarios fumaban en silencio dos mesas másallá. El lo hacía en una pipa que debía de ser tan vieja como él. La anciana chu-paba unos cigarrillos rubios con boquilla y no se tragaba el humo. En torno a ellosse había formado una densa nube blanca que no se dispersaba ni se elevaba, sinoque estaba allí, acumulando el humo que expelían de sus bocas al que había sidoexpulsado un rato antes. Pequeñas dosis de humo lograban escapar a la disciplinade la nube y bastaban para impregnar la atmósfera de la sala con un aroma pesa-do y duro, que marcaba todos los límites de su territorio. No cruzaban entre ellosuna palabra los viejos. Fumaban en silencio. Una dignidad fuera de toda duda sesumaba a la fragilidad de sus aspectos, y ambas, unidas a la teatralidad que el humoblanco otorgaba, veíase incrementadas a los ojos de cualquier posible observadorde la escena. Posible pero improbable, pues nadie hizo nada por prestarles aten-ción. La rítmica respiración de sus pulmones fue confundida con el silencio de laestancia. Cuando el sonido de sus cuerpos inhalando y exhalando el humo que losrodeaba iba aumentando ostensiblemente, los que hablaban en las mesas adya-centes, bajaban su volumen hasta convertir el hilo de voz en casi un susurro. Y esque tenían la sensación de que, con su ruido, quebraban algo sagrado y capaz deser mítico, y el miedo y el respeto les obligaba prácticamente a enmudecer y adelegar la comunicación a idiomas que no requirieran del sonido como materia

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prima en su elaboración. Siguieron fumando, cigarrillo tras cigarrillo, pipa traspipa y la nube de humo fue haciéndose cada vez más densa, más pesada, se anclóen sus ropas y en sus pieles con la intención de no despegarse más. Todos los queaún se hallaban en el restaurante, clientes, camareros, cocineros y pinches, olvida-ron durante unos minutos mirar en la dirección de la nube blanca. Llegó elmomento en el que la imagen de los ancianos que había dentro de la nube, des-apareció por completo tras el manto blanquecino y sedoso del humo. Poco impor-taba porque la nube había sido condenada ya a las oscuras regiones del olvido enlas mentes de los allí presentes. Al fin, sin que se le diera especial relevancia o aalguien le importase, la nube se disipó. Y los viejos, junto con la mesas y las dossillas en las que habían estado sentados hasta entonces, no estaban. Habían des-aparecido. Por una desconocida razón, quizás porque era su final perfecto, quizásporque interrumpían la perfecta geometría de la estancia que ahora sí lo era, alcan-zaron su destino antes de que el destino global de todo el mundo, les alcanzase aellos.

Lucía empujó la verja entornada del cementerio. Caminó entre las callescon nombres de santos, San Judas, San Teófilo, San Fernando, y allí en la últimade ellas, a la sombra de un imponente y triste ciprés, encontró la tumba del her-mano loco de su madre, Juan Cabeza de Vaca. Este era el asunto que disculpabasu presencia, en el grupo de amigos, hasta la noche. No quería que el mundo sediera por concluido sin despedirse definitivamente de su tío. Y es que el día delentierro no había tenido tiempo suficiente para pensar en él. Ahora, casi sola enun camposanto en el que únicamente dos o tres solitarias figuras se adivinabanentre los panteones, podía reflexionar más despacio, intentaría comprender elextraño mensaje que la obra de Juan Cabeza de Vaca pretendía lanzar al mundo.Deseaba entender su vida, descifrar e interpretar su sentido.Porque estaba segura de que su tío pretendía señalar algo con su gesto. Nodebía de quedar olvidada su muerte. Claro que había un sentido para ella, puespara todo lo hay.�¿Qué querías decirnos, tío? �le preguntó sin palabras.�Haced lo que debáis para ser perfectos �creyó oírle responder bajo la losade mármol.Ese era el mensaje. Que nada quede inconcluso, nada sin final, ni un solodeseo por realizar. Cabeza de Vaca señalaba el lugar en el que se encuentra la per-fección. Un lugar que no se halla necesariamente en las regiones de la beldad y dela excelencia. Un lugar que bien puede encontrarse en las áreas más oscuras e inac-cesibles de los parajes más recónditos. Un sitio que muchas veces carece de nom-bre y cada uno debe nombrar para poder reconocerlo y poder acceder a él. Unpunto, a veces, enterrado en lo profundo de las almas, disimulado entre senti-

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mientos, afectos, sensaciones, tristezas y dolores que lo tornan imperceptible,recóndito.Leyó el epitafio que había sido grabado, probablemente por decisión de suhermano Mario, en la losa de mármol que cubría el nicho, bajo su nombre y lasfechas de nacimiento y deceso. Se trataba de un ambiguo verso de Nicanor Parra:La poesía terminó conmigo ¿Qué quiso decir el poeta? ¿Que fue la poesía la causante de su desapari-ción? ¿O que con su muerte, acaecida por un motivo que no viene al caso, se vola-tilizó también la poesía?De cualquiera de la maneras, el verso de Nicanor estaba equivocado en latumba de Juan Cabeza de Vaca, Mario Urrestarazu, probablemente llevado por elbuen interés de adornar el frío texto informativo de la lápida con un toque debelleza y de distinción, había errado por completo. La poesía no era la causantede la muerte de Cabeza de Vaca. De ningún modo, su desaparición podría serconsiderada como poética. Sí como perfecta, pero nunca como poética. Cabezade Vaca se murió porque ese era su sueño, su meta, su destino en esta vida. Se diocuenta de que debía morirse porque su locura llegó a ser tal, que se convirtió enlucidez extrema, pues es sabido que la distancia que separa la demencia de la cor-dura describe una trayectoria circular y que, si bien ambos caminos se alejan pro-gresivamente el uno del otro, existe un atajo por detrás gracias al que las dos sedan la mano con suma facilidad.Y, por supuesto, con la desaparición de Juan Cabeza de Vaca no murió lapoesía. Todo lo contrario. Nació ese mismo día con tal fuerza y ahínco, que en suprimera explosión llegó a clavarse como una lanza en las pieles de todos los hom-bres y de todas las mujeres, de todos los animales y de todos los minerales, detodas las plantas y de todas las aguas, y fue absorbida y asimilada, y quedó la sen-sación de que desde siempre había formado parte de sus organismos.�Tú has sido perfecto. Conseguiste lo que deseabas en esta vida. Te admi-ro, tío �dijo.Y salió del cementerio dejando atrás a aquellas dos o tres solitarias figurasque se adivinaban entre los panteones, seguro que luchando por conseguir suspropios mundos perfectos.

Cuando Lucía dijo adiós en la puerta de restaurante del Gran HotelOccidente a un Mario y a una Almudena perezosos que parecían tener comoúnica preocupación en aquel momento la de hallar un modo no demasiado can-

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sado para pasar el rato hasta la noche, no imaginaba que lo que en realidad estosdeseaban era que ella desapareciese cuanto antes para, de este modo, cuanto antes,sentirse libres y poder hablar a solas, sin testigos inoportunos.�Almudena �dijo Mario, mirando hacia la calle, cuando Lucía se hubo mar-chado. �¿Qué? �respondió Almudena.�Quiero acostarme contigo. La última vez.�El otro día fue la última vez.�Ya lo sé, pero no puedo aguantarlo más. Necesito abrazarte, sentirte des-nuda. �Ahora soy una mujer casada.�¿Qué importa eso? Antes nunca te molestó el hecho de tener una relaciónestable, ni siquiera el otro día, que estabas ya prometida a Santiago.No se miraban. Observaban el ajetreo en la calle, los ires y venires de lagente, sus conversaciones, sus rituales.�Vamos, Almudena, será la última vez. La despedida definitiva �insistióMario�. Lo necesito, de veras.Almudena no se sentía con ganas para mantener una oposición continua-da. Además, la idea no le disgustaba. Deseaba descansar, dormir un rato, sentir elroce fresco de las sábanas recién puestas. Podían hacer el amor durante un rato ydespués dormir desnudos.�La última vez �advirtió.Mario Urrestarazu no dijo nada más. Dio media vuelta y entró en el hotel.Sabía que Almudena le seguía detrás. Podía intuirla. Solicitó una habitación alrecepcionista y la pagó. También el alquiler de habitaciones había sufrido unasubida importante en sus tarifas. Pero no deseaba protestar. Cogió la llave ycomenzó a subir las escaleras. Sabía que Almudena le seguía detrás.Se trataron como energúmenos.Se trataron como energúmenos encelados.No hablaron en todo el rato que estuvieron juntos. Cuando traspasaron elumbral de la habitación, se dedicaron a recordarse con las manos, con los labios,con todas las partes de sus cuerpos. Se conocían demasiado bien. No en vanohabían sido amantes durante tantos años. Se hicieron el amor compulsivamentedurante dos horas, a golpes, con violencia. La ropa interior de Almudena descan-saba, rota, en el suelo. Había sido arrancada de su cuerpo y el lugar en el que serompió quedó marcado en la piel. La espalda de Mario estaba surcada por líneasenrojecidas e hinchadas producidas por las uñas, largas y duras, de su amante.Compartieron amor y daño, dolor y felicidad. Fueron dichosos y sufrieron. A cadagolpe de las caderas de Mario sobre el vientre de Almudena, una sonrisa y unalágrima se encontraban en el centro de la cara.Durmieron después. Uno sobre el otro, en la posición en la que el desma-yo y agotamiento les habían sorprendido. Durmieron uno encima del otro, pielcon piel, uno dentro del otro, con los brazos extendidos y los dedos entrecruza-

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dos. Uno fue lecho del otro, uno fue manto del otro. Podían haberse muerto allímismo y hubiese estado todo bien. Pero necesitaban emprender un pequeñoesfuerzo más. Tenían que acercarse a la perfección plena.Despertaron. No dijeron nada. No se miraron, ni se despidieron.Debían de levantarse, tomar cada uno su propio camino, y volver a encon-trarse un rato después, en la cena.

Almudena y Lucía reservaron para el momento en el que todos se hallasensentado a la mesa, su entrada en el restaurante. Querían que su aparición fueraefectista, trataban de sorprender y arrancar algún que otro suspiro de admiración.Era una ocasión muy, muy especial. Por supuesto, había que vestirse adecuada-mente. Almudena, con su conjunto de falda corta y chaqueta entallada, y Lucía,con un vestido amplio que justo descubría las rodillas y una estola amplia de lanacolocada sobre los hombros por si refrescaba después, entraron en el restaurantecuando los tres hombres, todos con sus mejores trajes y con corbatas estrenadaspara el evento, se terminaban el cóctel que, previo a la cena y por gentileza de lacasa, les había servido un camarero al que no habían visto jamás.�Andamos justos de personal y hemos procedido a realizar nuevas contra-taciones a tiempo parcial �explicaba el metre a los clientes habituales que se extra-ñaban al ver empleados desconocidos rondando sus mesas.Las dos amigas no tuvieron dificultad en hallarlos. Siempre que podían,tenían la costumbre de utilizar la misma mesa y en esta ocasión, como habían rea-lizado la reserva con suficiente antelación, no fue difícil conseguirla.�¡Estáis espléndidas! �exclamó Mario, cumplidor.�¡Vaya par de mujeres! �no quiso ser menos Santiago.�Guapísimas, guapísimas las dos �algo más comedido Ricardo.A uno de los nuevos camareros le había tocado atender su mesa. Vestía ununiforme impecable, en el que todavía podían adivinarse los marcados plieguesdel tejido recién extraído de su bolsa.�Buenas noches �dijo con una sonrisa.�Buenas noches �correspondió Mario�. Habíamos reservado un menúespecial para la velada de hoy.�Desde luego, está preparado �no abandonaba su sonrisa el camarero�.Debo informarles, no obstante, que la tarifa de precios ha tenido que ser incre-mentada en un cuarenta por ciento debido a causas ajenas a la casa.�¿Cómo? �casi gritó Mario�. En la comida hemos tenido que soportar unasubida de un veinte por cien sobre las tarifas de ayer mismo, lo cual me parece yaescandaloso. Pero un cuarenta por ciento...Lucía, que temía que el enfado de su hermano pudiera incrementarse hastael punto de estropear la cena, trató de aplacarle con una mano sobre su antebra-

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zo. No podía permitir que ahora, en el último instante, todo se echara a perder.Tenía que conseguir que Mario se calmase.�Déjalo por favor. Hoy es un día especial. Para mí es muy importante�rogó con esa voz melodiosa a la que siempre se rendía su hermano�. Por favor,por favor...Mario titubeó sin saber que hacer. Acabó por aplacar una ira que aún nohabía prendido en toda su intensidad, pues, como en todas las quemas, ha de sernecesario un proceso progresivo hasta alcanzar el punto de máxima destrucción.�Lo hago por ti, sólo por ti �le dijo a su hermana.�Gracias, Mario, te quiero mucho �le besó en la mejilla mientras atrapabasu cuello entre los brazos.�¿A qué espera para comenzar a servirnos? �se dirigió con dureza al cama-rero. �Sí, señor.�El pobre no tiene la culpa �intercedió Almudena cuando el camarero semarchó.�A alguien he de echársela �respondió Mario�. Y si no, que me traigan aldirector del restaurante.�Eso es imposible �intervino Ricardo�. A saber dónde estará ese pájaro.�Seguro que cenando en un restaurante con mucha más clase que éste ysin incrementos abusivos en los precios.Lucía comenzaba a enfadarse.�Dejadlo ya todos �dijo.�Vamos, vamos, que no pasa nada. Todo está bien �apaciguó los ánimosMario sonriendo a su hermana mientras le pasaba el brazo por la espalda y acari-ciaba sus vértebras cervicales.Uno tras otro fueron llegando los platos, algo torpemente servidos por elinexperto camarero novel, y, uno tras otro, fueron dando cuenta de ellos. La vela-da transcurría por los cauces que todos deseaban. No quedaba un hueco para latristeza ni para el pesar. Sólo cabía la alegría, el entusiasmo y la felicidad plena.

�¡Son las once menos veinte! �exclamó Santiago mientras miraba el relojde su muñeca sin soltar la cucharilla rebosante de helado que estaba presta a serengullida.�Hemos de darnos prisa, si no, no llegaremos a tiempo y nos perderemoslo mejor de la fiesta �dijo Mario.�Es en la plaza Victoria, ¿no? �preguntaba Almudena y se comía un últi-mo trozo de tarta de chocolate.�Sí, en la plaza Victoria �contestó Lucía.�La cuenta �pidió con un grito Mario.

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Pagaron y salieron a la calle.�Tengo el pastel en la garganta todavía �bromeaba Almudena�. No hubie-ra estado mal un cafecito para bajarlo.�No tenemos tiempo �dijo Mario�. ¿Queréis ir a la fiesta, sí o no?�Desde luego, no te enfades, guapo.�A ver si encontramos un taxi.Santiago salió a la calzada e intentó parar a varios pero todos iban ocupa-dos. En algún campanario cercano daban las once de la noche.�Si al final no llegaremos a tiempo... �se lamentaba alguien.�¡Taxi! �gritó por cuarta vez.Y en esta ocasión tuvo éxito.El coche paró junto a la acera y comenzaron a subir en él, Mario delante,junto al conductor, y los demás detrás. El taxista, al ver su número, protestó:�No pueden montar cinco.�Vamos, hombre, haga usted una excepción. Nos dirigimos a la fiesta delfin del mundo �trató de convencerlo Mario.�Es imposible �se negaba el taxista�. Si me cogen, me multarían y hastapodrían retirarme la licencia.�Mire, si le sancionan, nosotros pagamos la multa �Mario trataba de sope-sar los riesgos. Era bastante difícil encontrar otro taxi vacío y, siendo la hora queera, de cualquier forma, no llegarían a tiempo. Tenían que arriesgarse.�No sé, no sé �dudaba el taxista.�Ya le decimos que nosotros nos hacemos cargo de la multa �trataba deconvencerle también Ricardo.�Pero la licencia...�Además, vamos a la plaza Victoria, a unas pocas manzanas de aquí.El taxista no se decidía. Almudena, que ya se había sentado en el asientotrasero del taxi, cruzó las piernas y, al subirse un poco la falda, mostró sus mag-níficos muslos.�Por favor, que le cuesta a usted �pidió�. Y a nosotros nos hace tanta ilu-sión ir a la fiesta...El conductor del taxi dudó un poco más. Pero estaba a punto de ceder.Almudena descubrió, en aquel momento, una supuesta carrera en las medias, a laaltura en la que la falda comienza a ocultar la parte superior de sus piernas. Seintrodujo, con parsimonia, un dedo en la boca y lo chupó ruidosamente. Con eldedo húmedo frotó el lugar donde la carrera amenazaba con extenderse en todasdirecciones. Por fin, el taxista accedió:�De acuerdo, no me gusta nada trabajar de este modo pero suban �dijo. Yañadió�: Y recuerden que si me multan ustedes se hacen cargo de la denuncia.Montaron en el taxi. El tráfico era más denso cuanto más se acercaban ala plaza en la que debía de estar a punto de comenzar la fiesta. A pie, en coche, enbicicleta, utilizando todos los medios de transporte imaginables, aquellos quedeseaban recibir con júbilo al fin del mundo, prácticamente todos en la ciudad,

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estaban a punto de encontrarse en un mismo lugar.

El taxi hubo de parar tres calles antes del llegar a la plaza Victoria. Losmúltiples ríos de gente que se empeñaban en desembocar en una plaza rebosan-te de cuerpos y ya casi completa, dificultaban que un vehículo tuviese accesodirecto a ella. Se bajaron y casi hubo necesidad de tomar la decisión de empren-der el camino hacia su destino, pues la muchedumbre los arrastró en el mismomomento en el que pusieron pie en tierra. Justo pudo Mario pagar al taxista. Éstese tuvo que quedar con el cambio ya que para cuando se disponía a devolverlo,Mario caminaba de espaldas a varios metros lejos del taxi, arrastrado por un brazodel río.Se gritaron para no perderse los unos de los otros. Santiago, sintiendo elcuerpo de Ricardo pegado al suyo, llevaba sujeta de la mano a su mujer. No per-día de vista a Lucía, separada de ellos por tres hombres adornados con sombre-ros de papel y collares de flores artificiales que tiraban serpentinas levantando unbrazo por encima de sus cabezas y manteniéndolo allí durante un rato después derealizar el lanzamiento, hasta que, en un hueco repentino que se abría entre loscuerpos que arrastraba el río, lograban bajarlo de nuevo para tomar otro rollito depapel y repetir la operación. Mario era el más retrasado de los cinco. Hubomomentos en el que perdía de vista a los demás, pero, al rato, los vislumbraba denuevo y trataba de nadar hacia ellos. Santiago logró apartar a dos de los hombresde los sombreros de papel y tenía a Lucía a tan sólo un cuerpo de distancia, cuan-do recibió un empujón que casi hace que se cayera al suelo. Afortunadamente, lapropia presión de la muchedumbre hacía imposible caerse. Cuando llegaba unaola y todos se tambalearon hasta perder el equilibrio, nadie caía. Unos hacía desostén de los otros. Si una persona hubiera dado con su cuerpo en el suelo, signi-ficaría que todos los demás, las miles de personas que allí se encontraban, estarí-an también rodando sin control unas encima de otras.Mario, cuando veía a sus amigos, apartaba con las dos manos y sin ningúnmiramiento a las personas que encontraba en su camino, y trataba de llegar hastaellos. Ya los tenía casi a su alcance. Observó como un brazo surgía de la superfi-cie, agarraba a su hermana por el cuello de la chaqueta y flexionaba el codo hastaconseguir atraerla hacia él. Santiago había conseguido atrapar a Lucía y ahora teníaasidas, con una mano a ésta, y con la otra, a su mujer.El último tramo en su viaje por el río de hombres y de mujeres, lo realizóMario en volandas, con las puntas de los pies estiradas a varios centímetros delsuelo, angustiado por haber perdido todo contacto con él. Pero era el método paraviajar más seguro en aquellas circunstancias. Sujeto entre varios cuerpos por elpecho, la espalda y los costados, circulaba en la dirección de la corriente sin posi-bilidad para tropezar y caerse. La buena suerte hizo que no se separase demasia-

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do de los demás. Cuando Lucía lo tuvo cerca, alzó el brazo en un intento por atra-parlo, pero erró. Mario trataba de sacar un brazo del lugar en el que lo tenía atra-pado. Así, sería más sencillo conectar con la mano abierta de su hermana que pre-tendía darle alcance. Lucía aprovechó que una de las corrientes internas que enmedio de río había, le acercó lo suficiente a Mario, para realizar un nuevo intentode asirlo. Esta vez, su esfuerzo obtuvo recompensa. Agarró a su hermano por elcuello de la camisa y tiró, con todas sus fuerzas, de él. Mario, que aún no habíaconseguido hacer pie, notó el fuerte tirón que casi le ahoga y que lo alzó más lejosdel suelo. Lucía no estaba dispuesta a soltarlo bajo ningún concepto. Finalmente,en el hueco que dejó tras de sí una ola al pasar, dio un último tirón seco y consi-guió traer el cuerpo de Mario. Los cinco estaban juntos.

El río desembocó en la plaza. Allí, las aguas estaban en calma y, a pesar deque no quedaba un solo hueco y no paraba de entrar gente, la quietud de los cuer-pos hacía soportable la espera. La corriente les llevó hacia el centro de la plaza yallí se detuvo. Pronto no habría sitio para nadie más. Los que a partir de entoncesllegaran, tendrían que conformarse con disfrutar de la fiesta en las calles adya-centes.Habían conseguido un buen sitio. Desde allí podía verse toda la plaza. Alfrente, en lo alto de un edificio, un reloj iluminado daba la hora. Eran las docemenos veinte de la noche. Habían preveído que el final de mundo llegaría tresminutos antes de la media noche. Todavía restaban diecisiete minutos para elmomento preciso.La plaza era un cuadrado perfecto. Los edificios que constituían sus lados,eran todos de idéntica altura y sólo el promontorio en el que se hallaba el reloj,sobresalía del conjunto. Los balcones que colgaba de las fachadas eran igualesentre los de un mismo edificio e iguales entre los de los cuatro edificios. Tenían lamisma forma, las mismas dimensiones, sus barandillas de hierro habías sido for-jadas en la misma fundición, los colores en los que habían sido pintado eran delmismo tono y de la misma saturación, y hasta las cuerdas para tender a secar laropa recién lavada, eran tres e iguales en todos los casos. Sólo los diferenciaba elhecho de que todos los balcones aparecían numerados, sobre la puerta que dabaacceso a ellos, y que este número era, evidentemente, distinto para cada cual.Si abajo en la plaza no cabía una persona más por muy menguada que estafuese, en los balcones encontrar un sitio vacío era tarea imposible. Muchos de losque los abarrotaban no eran propietarios de las viviendas a las que los balconespertenecían y estaban allí después de haber pagado a sus dueños reales cantidadesastronómicas de dinero por su disfrute. Eran pues, balcones convertidos, para laocasión, en palcos de honor a los que unos pocos privilegiados habían podidotener acceso. Fue tal el afán que algunos propietarios pusieron el hecho de obte-

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ner el máximo rendimiento posible al alquiler de los balcones, que no reservaronplaza para ellos o para sus familias y se encontraban recibiendo al fin del mundoabajo en la plaza, en medio de la muchedumbre, en lugar de hacerlo cómoda-mente desde sus hogares.El griterío que flotaba sobre la plaza era ensordecedor. Si bien varios milesde personas hablando al mismo tiempo pueden producir un rumor que alcanceun volumen importante, esas mismas personas chillando y gritando sin control,son capaces de ensordecer a quienquiera que se exponga por demasiado tiempo aeste suplicio. Pero en la plaza nadie parecía darse cuenta de nada, todo era felici-dad a raudales. Serpentinas, gorros de papel, bigotes postizos, bengalas, petardos,tapones de botellas de champán surcando los aires, el propio champán surcandolos aires a chorros, música de charangas, pitos, carracas, cohetes, todo en cantida-des ingentes, desbordaban la plaza. Incluso, si este ruido no fuera lo suficiente-mente atronador, a las doce menos cinco, cuando faltasen dos minutos para elfinal, una colección de fuegos de artificio sería quemada de golpe, con traca sono-ra incluida en los últimos momentos. Y es que todo era poco para recibir comose merecía a fin del mundo.Lucía, Ricardo, Mario, Almudena y Santiago no habían soltado sus manosy las mantenían entrelazadas aunque el peligro de separarse parecía haber desapa-recido. Apenas cambiaban palabras entre ellos. Se sentían tan bien que el hablarera casi un sufrimiento. Todos se sonreían cuando se miraban y aún sonreíancuando dejaban de mirarse. Sonreían a la nada, como cuando se está embobado,sin motivo aparente. Sonreían porque no podían concebir otras expresión parasus caras en ese momento. Se sentían felices y ya eran perfectos. Todo era unaarmonía exacta. Miraron al firmamento. No había una sola nube que ocultara lasestrellas que brillaban con la mayor intensidad de toda su existencia, una intensi-dad que, de apagarse toda la iluminación eléctrica de la plaza, hubiera bastado paraver sin dificultad. Almudena fue la primera que se dio cuenta. Tiró del brazo deSantiago y alzó la barbilla indicándole la dirección en la que debía mirar. Santiago,observó el cielo y golpeó con su hombro el de Lucía y ésta hizo lo propio conRicardo y con su hermano. Miraron hacia arriba. Todos los astros y estrellas de labóveda celeste habían culminado su ordenación. Ahora todas distaban la mismadistancia las unas de las otras. Ahora el firmamento estaba poblado de multitudde puntitos iluminados formando una cuadrícula perfecta en la que cada uno deellos era un punto de encuentro entre todas los caminos imaginados. El techo delmundo era ya perfecto. Dentro de diez minutos el mundo lo sería también.

Podían verse a algunos hombres que habían subido a niños en sus hom-bros para que tuviesen, desde allí, un lugar de observación privilegiado y, al mismotiempo, estuvieran a salvo de los aprietos de abajo. Unos jóvenes que vestían el

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uniforme de marinero y que debían hallarse disfrutando de un permiso para des-embarcar, habían seguido el ejemplo de los anteriores, sólo que lo que estos tení-an sobre los hombros eran unas guapas jovencitas que habían conocido allímismo y que, vista la incomodidad provocada por la falta de espacio físico, habí-an solicitado a los marineros que las alzasen en hombros, a lo que estos, encanta-dos, se apresuraron a acceder.Una charanga comenzó a interpretar una conocida y pegadiza canción. Lamuchedumbre, al reconocerla, se aprestó a corearla. Pronto la plaza fue una solavoz que logró enmudecer al modesto sonido de los instrumentos del conjuntomusical.Según el minutero del reloj iluminado se acercaba a las doce menos tresminutos, el griterío aumentaba, si cabe, aún más. La alegría era desenfrenada ynada hubiera sido capaz de abatirla. Nadie, ninguna persona que se hallase en laplaza, estaba triste. Si todavía, a estas alturas, alguien tenía algún motivo para serinfeliz, el contagio por contacto del que habría sido objeto al mezclarse con lasgentes que se encontraban en la plaza, hubiera puesto fin a esta tristeza.El reloj marcó las doce menos cinco minutos de la noche. Una espectacu-lar colección de fuegos artificiales hizo explosión en el cielo para júbilo desbor-dado de todos los presentes. Por un momento, las estrellas geométricamente dis-puestas en el firmamento, se vieron acompañadas de infinidad de puntos de luzde todos los colores, rojos, verdes, violetas, amarillos, que se esparcieron sin des-trozar la cuidada y perfecta composición de los astros naturales, vivieron enarmonía durante unos brevísimos segundos y murieron permitiendo a las estrellasser, de nuevo, las reinas y señoras de techo del mundo.Después del baño de luz y de color, una traca que iluminó la noche en uninstante e hizo recordar al poderoso sol de los últimos días, atronó en los oídosde todos los hombres y mujeres que aguardaban el final en la ciudad y se extin-guió. Y por fin se hizo el silencio. Esperaban el último y definitivo movimientodel minutero del reloj. Un sólo movimiento más. Eso es lo que restaba de mundo.El final había llegado. No se oía nada. La muchedumbre había enmudecido. Todosestaban en paz, todos eran felices.Eran perfectos.Santiago Acuña apretó la mano de su mujer dentro de la suya. Acercó loslabios a su oreja y dejó caer allí las dos últimas palabras para fueran el eco que laacompañara en el final.�Te quiero.Mario también apretaba la mano de su hermana y ésta, la de Ricardo. Peroeran incapaces de articular palabra. Se sabían magníficos, excepcionales, comonunca se habían reconocido en la vida. Eran tremendamente felices, tanto que aduras penas podían contener la emoción. Unas lágrimas colmadas de dicha res-balaron por las mejillas de Mario. Se felicitaba por haber sabido concluir con cer-teza una vida no siempre fácil.

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Lucía Urrestarazu sonreía. Se sentía perfectamente bien, inundada toda ellade una paz infinita. Separó los labios e hizo ademán de decir algo. Durante unmomento pareció que los iba a volver a cerrar y dejar que el silencio pusiera fin asu existencia. Justo al final, un instante antes del colapso definitivo, dijo:�Yo os abandono ahora. Debéis desaparecer. Y yo desapareceré un ins-tante después. Es hora de marchar. De morir.Recordad que nada hay tras mi muerte. Porque todo muere conmigo. Lanovela está terminada ahora que pongo estas últimas palabras. Y con la novela ter-mina la existencia.Que con mi muerte muera todo. Que con mi desaparición desaparezcatodo. Que no quede nada olvidado ni nadie que me llore. Morid todos conmigo.Es mi deseo.Escuchad el sonido del polvo definitivo. Es un ruido leve, de una levedady mansedumbre enloquecedoras. Pero ya no queda tiempo para enloquecer. Eshora de marchar.Es el final.Espero que hayáis sido capaces de conseguir que vuestro mundo haya sidoperfecto. El mío, sin duda, lo ha sido.Morid solos. Os he abandonado.Muera yo también un instante después. Y desaparezca más allá de la másperfecta de las desapariciones...

no hay nadie en este papel en blancono hay nadieJORGE OTEIZA

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