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[1] UNIVERSIDAD NACIONAL DE COLOMBIA FACULTAD DE CIENCIAS HUMANAS Departamento de Sociología Theatrum urbe o la dimensión poética del habitar: interpretaciones iconológicas sobre las transformaciones culturales de Bogotá a través de la fotografía callejera (1930-1970) Trabajo de Grado Juan Felipe Montealegre P. Luz Teresa Gómez de Mantilla Tutora Bogotá, 2018-I

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Page 1: Theatrum urbe o la dimensión poética del habitar ... · [6] particular de la historia familiar, sino que, más aún, nos induce a contar la historia de tales rasgos y acontecimientos,

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UNIVERSIDAD NACIONAL DE COLOMBIA

FACULTAD DE CIENCIAS HUMANAS

Departamento de Sociología

Theatrum urbe o la dimensión poética del habitar:

interpretaciones iconológicas sobre las transformaciones

culturales de Bogotá a través de la fotografía callejera

(1930-1970)

Trabajo de Grado

Juan Felipe Montealegre P.

Luz Teresa Gómez de Mantilla – Tutora

Bogotá, 2018-I

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Hay ciudades que se construyen continuamente,

hay ciudades que se borran a sí mismas

y que desaparecen cada día los rastros de su imagen anterior.

Bogotá pertenece a estas últimas,

es uno de sus mejores ejemplos1.

1 Autor desconocido (1988), “450 años de demolición”, en Revista Semana (versión digital recuperada), 22 de febrero de 1988. Artículo recuperado de: http://www.semana.com/cultura/articulo/450-aos-de-demolicion/9909-3. * Fotografía de portada: Personas conversando en la Carrera Séptima entre calles 14 y 15. Sady González, 1947. Colección de Arte del Banco de la República.

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Página de álbum familiar con fotografías instantáneas callejeras. Archivo familiar del autor.

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CONTENIDO

5. Ciudad, imagen, memoria: presentación del problema.

20. ¿Por qué pensar la ciudad bogotana desde la imagen fotográfica callejera?: justificación

del problema.

26. Hipótesis.

28. Objetivos.

29. Lo pensado y lo por pensar, lo visto y lo que queda por mostrar: estado del arte.

102. Marco teórico.

157. Metodología: interpretación iconológica y método documental.

174. Análisis de imágenes.

174. Tradición y modernidad en la bebida. Bogotá, el ring; chicha y cerveza, los

contendientes.

208. Vivir bajo un mismo techo y comer de la misma olla. Lo rural y lo urbano visto

desde el hacer mercado.

209. Mujer y patriarcado. Ver y ser visto como condición del ser en la esfera

pública.

211. Poéticas del habitar: montaje experimental.

212. Conclusiones.

8. Bibliografía.

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CIUDAD, IMAGEN, MEMORIA

Presentación del problema

Los álbumes familiares: portales del tiempo, generadores de memoria.

Parece ser que el contenido de un relato acerca de una experiencia vivida en el pasado no es

suficiente siempre que se carezca del soporte visual de dicha vivencia. Al menos así sucede

cuando nos sentamos a observar detenidamente uno de los álbumes familiares que nuestros

padres y abuelos atesoran en sus armarios, mesitas de noche o baúles. A diferencia de las

imágenes digitales que cada uno de nosotros –los más jóvenes– disponemos inmediata y

simultáneamente en cualquier momento y cualquier lugar en nuestros smartphones, la

relación que aún podemos mantener con los álbumes familiares requieren de una

temporalidad al margen de las exigencias de productividad y consumo que absorben el

discurrir de la vida cotidiana, especialmente en las ciudades. Tomarse el tiempo de observar

cada una de las fotos allí existentes, deteniéndose una y otra vez en los detalles que ellas

nos muestran y en la manera como han sido escogidas, clasificadas y distribuidas en cada

una de las páginas del álbum, demanda un tipo de disposición afectiva muy particular. La

delicadeza con la que se pasa de una página a otra, el aroma que brota de estos pequeños

portales del tiempo y las historias que surgen alrededor de cada imagen son algunos de los

aspectos que con mayor claridad sale a flote cuando tratamos con los álbumes familiares.

¿Podría hacerse entonces una suerte de elogio de la lentitud de la mirada y de la

tangibilidad de las imágenes fotográficas a partir de la reflexión crítica acerca de las

condiciones ontológicas y las potencialidades epistemológicas que poseen los álbumes

familiares en contraste con la actualidad digital de las imágenes?

Parece ser igualmente que los álbumes fotográficos brindan la oportunidad de actualizar la

experiencia del pasado cuando se los observa. Lo característico de un álbum fotográfico no

es sólo que cada imagen o cada página nos hablen sobre un acontecimiento o un rasgo

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particular de la historia familiar, sino que, más aún, nos induce a contar la historia de tales

rasgos y acontecimientos, a revivir por la vía oral la experiencia pasada. No es

precisamente que la fotografía adquiera pleno sentido en virtud de algo que no es ella

misma (el relato oral, la articulación de las palabras en la historia narrada o el propio hecho

objetivo al que se refiere); por su parte, la fotografía o el álbum fotográfico son capaces por

sí mismos de provocar la construcción de un relato que, más que re-presentación de lo

vivido, es su re-creación. El soporte visual que acompaña los relatos de nuestros abuelos

acerca de vivencias, fenómenos o acontecimientos inscritos en el pasado constituye el

origen de la experiencia actualizada del propio pasado. Es decir, ante la presencia de la

fotografía, nos vemos avocados a ‘decir’ algo al respecto de lo que se nos muestra, la

imagen nos ha interpelado a la manera de una entrevista que interroga por el qué, el cómo,

el dónde, el cuándo, el con quién, el por qué, etc. La imagen nos habla antes de que

nosotros podamos decir algo sobre ella; para poder contar la historia que está ‘detrás’ de la

foto –o, más bien, la historia que es la foto misma–, ella nos habrá tenido que inquirir

previamente sobre su sentido existencial.

En una sesión de fotoelicitación2 con mi abuela, surgió un debate en torno a la experiencia

fotográfica que se tiene con los álbumes familiares en contraste con la foto digital o

posmoderna; a propósito de esta tensión, la opinión de mi abuela resulta ser muy diciente a

la hora de identificar ese tipo particular de complicidad que existe entre las palabras

(historias, relatos) y las imágenes (fotográficas):

A mí me gustan las fotografías, tener álbumes para estar recordando y mostrarle a la

familia, porque una cosa es contar, otra cosa es verlos, ver las fotos. No me gusta la

2 La fotoelicitación es una técnica de investigación cualitativa que consiste en provocar –como su nombre lo indica– al sujeto entrevistado, a través de la observación de fotografías, con el fin de que reflexione acerca de su forma su contenido y de las condiciones objetivas y subjetivas de su producción. La peculiaridad de esta técnica de investigación radica en el hecho de que la presentación de la(s) fotografía(s) ante el sujeto entrevistado sustituye la formulación de la pregunta inicial en una entrevista convencional; ante la presencia de la foto, el entrevistado hablará espontáneamente sobre la imagen y es a partir de ese momento que se establece una especie de ‘triálogo’ entre el entrevistador, el entrevistado y la imagen. Para una ampliación de esta técnica, véase: Rose, G. (2012), “Making Photographs as Part of a Research Project: photo-documentation, photo-elicitation and photo-essays”, en: Visual Methodologies. An introduction to Researching with Visual Materials. Fourth Edition. Los Angeles, London, Singapore, New Delhi, Washington: Sage.

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tecnología, nunca he estado de acuerdo con eso… No me gusta, he peleado con su abuelo

por eso. Me gustan las cosas auténticas (subrayado mío)3.

De acuerdo con mi abuela, la tangibilidad de las fotos permite detenerse todo el tiempo

necesario para hablar de los momentos, los lugares y los personajes que la fotografía revela,

a diferencia de la liquidez de la foto digital. La mencionada complicidad entre la palabra y

la imagen indica que no siempre bastan las palabras para relatar una historia, sino que éstas

requieren de la materia visual que les confiere mayor viveza y realidad; puede ser que las

palabras desaparezcan, pero las fotos perduran con el tiempo: he aquí una primera

indicación formal acerca de la peculiaridad ontológica de la imagen respecto a la palabra –

y, en consecuencia, respecto a la temporalidad histórica–. En efecto, contar no es ver;

preferimos la vista sobre la palabra proferida, o más bien, sentimos –hoy más que nunca–

que no podemos prescindir de la imagen. Una cultura visual ha inundado indiscutiblemente

nuestros esquemas de percepción; una exclusiva sensibilidad visual condiciona el desarrollo

del nuevo sensorium4 de la experiencia humana en la sociedad contemporánea, más aún

cuando las tecnologías de la información, los medios de comunicación y la creciente

digitalización de la experiencia humana y la memoria.

En consecuencia, tenemos en nuestras manos la posibilidad virtual de viajar en el tiempo

gracias a la fuerza que ejercen los álbumes familiares sobre nosotros. No obstante, cabe

resaltar que el modo como cada álbum fotográfico está compuesto no necesariamente

obedece a un criterio de organización suficientemente claro como para determinar la

configuración ‘correcta’ de un archivo visual como éste; al contrario, una lógica

3 Entrevista realizada a mi abuela (Victoria Navarrete) en sesión de fotoelicitación. Mayo de 2017. 4 El término sensorium se usa aquí para designar la susceptibilidad de los esquemas de percepción y las condiciones de la sensibilidad estética de los sujetos de una sociedad (o de una comunidad de sentido) para ser afectados histórica y culturalmente por las distintas técnicas y tecnologías desarrolladas en el marco de la modernidad capitalista industrial, con fin de crear nuevas formas de comprender la realidad (entre ellas, la fotografía). El sentido de este término proviene de las ideas plasmadas por W. Benjamin en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (1936): “Dentro de largos períodos históricos, junto con el modo de existencia de los colectivos humanos, se transforma también la manera de su percepción sensorial. El modo en que se organiza la percepción humana –el medio en que ella tiene lugar– está condicionado no sólo de manera natural, sino también histórica (…) Ahora es posible no sólo comprender las transformaciones del médium de la percepción de las que somos contemporáneos como una decadencia del aura, sino también mostrar sus condiciones sociales”. En Benjamin, W. (1936), La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. México: Itaca, 2003, pp. 46-47.

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fragmentaria, híbrida, relativamente dispersa y sin embargo coherente, auténtica y

simbólicamente poderosa tiene lugar en la composición de los álbumes fotográficos de la

familia. En una sola página de estos álbumes podemos atestiguar las más diversas temáticas

y rasgos formales: retratos de cinco centímetros por cinco (5x5), a blanco y negro, de los

tíos en su etapa juvenil; la pareja de abuelos caminando por la Carrera Séptima cogidos de

la mano en una fotografía de siete por doce (7x12); el nuevo nieto de la familia desnudo en

la alberca, un domingo familiar en el parque a color, el grupo de amigos del barrio

montando bicicleta, el bautizo de los primos gemelos y unas cuantas fotografías a color de

mediados de los años setenta. Aunque dichas fotos cuentan con unas condiciones de

producción más o menos dispares, cada una de las historias que las acompañan llegan a

cruzarse en algún punto; y son justamente esos entrecruzamientos, esas continuidades y

discontinuidades, esa forma pendular en que discurre la historia visual contenida en los

álbumes de familia, esa heterogeneidad de las temáticas y las facturas, esos pliegues y

torsiones que acontecen cuando se traducen en palabras los elementos visuales, aquello que

constituye en primera instancia el objeto de la presente investigación.

Las fotografías instantáneas callejeras y la transformación histórica de la práctica

fotográfica como síntoma de los procesos del habitar la ciudad

Pero existe un tipo particular de fotografías que reúne en un mismo y pequeño lugar –a

saber, el plano de visión ofrecido por la foto– una vasta multiplicidad de elementos de

diversa naturaleza que componen el telón de fondo –el contexto– de los relatos que surgen

a partir de la observación, más o menos detallada, de estas imágenes. Se trata de las

famosas fotografías callejeras o instantáneas, las mismas que constituían una de las

principales prácticas y atractivos de los centros históricos de las ciudades más importantes

de Colombia, gestionadas y producidas por una densa fila de fotógrafos que sorprendían

con admirable habilidad a los transeúntes de mediados del siglo pasado, aproximadamente,

y cuya mayoría de ellas reposan –con una interesante configuración y orden semióticos– en

los mencionados álbumes familiares, los cuales se atesoran como testimonio tangible, no

sólo de la íntima historia familiar, sino sobre todo de una peculiar manera de ser/estar-en-

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la-ciudad, a la vez que de una Bogotá que fue (familiar) y que ya no volverá a ser igual, a

pesar de algunas supervivencias tanto en su infraestructura como en el ethos y la psique

urbanas. En la presente investigación, la pregunta por una tecnología de la memoria en

particular (el álbum fotográfico familiar) se desdobla en la pregunta por la imagen o las

imágenes que hay de la ciudad al interior de ella y lo que éstas nos pueden decir acera de

los rasgos más destacados de la experiencia urbana, la vida cotidiana y el habitar en el

centro histórico bogotano.

Con el paso de los años hemos presenciado radicales transformaciones tanto en la

estructura objetiva de las condiciones socioeconómicas de la sociedad como en nuestra

sensibilidad estética, los esquemas de percepción y los elementos que configuran la

naturaleza de la experiencia del espacio y el tiempo. La consolidación de la influencia de

las nuevas tecnologías y del impacto de los medios masivos de telecomunicación –unido a

la vertiginosa dinámica del consumo de masa– han hecho que la experiencia humana en

general –y la experiencia urbana en particular, sobre todo en nuestras ciudades

latinoamericanas– se encuentre cada vez más mediada por estos dispositivos y, por

consiguiente, la percepción y apropiación que se tiene de los fenómenos y acontecimientos

que componen la realidad de la sociedad contemporánea se inscriba dentro de los límites,

ciertamente complejos, de tales medios y mediaciones. Nuestro estar en el mundo se

encuentra cada vez más mediado y mediatizado. Los aspectos ontológicos fundamentales

de nuestro habitar el mundo sufren modificaciones sustanciales con la globalización y

digitalización de las prácticas urbanas en la cotidianidad. Nuestra condición habitante en el

marco de la sociedad posmoderna supone un complejo debate en torno a las tecnologías y

mediaciones que determinan la cercanía (y lejanía) que mantenemos con nuestro entorno,

con la tradición, con la modernidad, con el territorio, con nosotros mismos y con los otros.

Se perfila entonces el problema alrededor de la importancia de una tecnología de la

memoria como lo es el álbum fotografía y, en particular, de la fotografía callejera en los

procesos de recuperación, debilitamiento, configuración y/o fortalecimiento de la memoria

colectiva en una época caracterizada por la liquidez, la inmediatez, la simulación y un

vertiginoso ritmo de vida. ¿Qué significa habitar la ciudad bogotana hoy en día? ¿Y qué

puede decirnos la complejidad iconográfica de las imágenes fotográficas sobre la ciudad

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como espacio habitado? ¿Cómo entender la historia a partir de montaje visual compuesto

por las imágenes que nos hablan de y desde la ciudad? ¿Cómo pensar la ciudad –sus

procesos simbólicos y transformaciones culturales– a través de las imágenes fotográficas?

Imagen y tiempo: memoria fotográfica

En cuanto a la relación de la imagen fotográfica con el tiempo, cabe resaltar que es sobre

todo en las fotos callejeras que se llegan a articular de diverso modo las tres dimensiones

fundamentales que conforman nuestra comprensión habitual –lineal– de la temporalidad

humana: pasado-presente-futuro. La fotografía en general captura un hecho, un momento,

una experiencia pasada; es la fijación del pasado en un instante dinámico, es la garantía de

que el pasado podrá actualizarse cada vez que se quiera. Y, no obstante, la fotografía no

remite únicamente al pasado, pues se convierte en al mismo tiempo en la promesa de que la

historia seguirá narrándose, adaptándose a las necesidades simbólicas y espirituales tanto

por la vía oral como por la visual. La foto queda para la posteridad, para las nuevas

generaciones; somos nosotros –jóvenes– los que nos hemos nutrido de las historias

narradas por nuestros abuelos y a la vez quienes querremos legar nuestros propios

testimonios –sean analógicos o digitales– a las futuras generaciones. En la fotografía, la

artificiosa distinción analítica pasado-presente-futuro deja de ofrecer su soporte

epistemológico a la comprensión de la historia como narrativa lineal para abrirle paso a la

riqueza –impura5 por naturaleza– de los desarrollos históricos de la ciudad que todos

habitamos.

Identidad punzante: la pregunta por las formas colectivas del habitar urbano

Una vez señalados los dos aspectos fundamentales que se articulan como potencial

energético al interior de las fotografías –espacio y tiempo–, vale la pena rescatar que el

contenido visual de las fotografías nos lleva a tomar en consideración una cuestión de suma

5 Sobre la aplicación de la noción de impureza en la historia –específicamente de la historia del arte entendida como historia de la cultura–, cf. Didi-Huberman, G. (2002), La imagen superviviente. Historia del arte y tiempo de los fantasmas según Aby Warburg, Madrid: Abada Editores, 2009; texto al que nos referiremos posteriormente.

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importancia: el problema de la identidad. Pero no se trata exclusivamente del problema del

reconocimiento de las personas, los lugares y las situaciones que aparecen en la superficie

del contenido fotográfico (el studium de Barthes6), sino más bien de encontrar en el instante

punzante del detalle fotográfico (punctum) la interpelación afectiva que vincula a los

individuos que observan las fotos con la memoria de sus antepasados. Así pues, el

problema de la identidad se traduce en la pregunta por el potencial que tienen las imágenes

de cara a la construcción y el fortalecimiento de la memoria colectiva de una comunidad de

sentido. A pesar de que el interés de la presente investigación trabaje con material

cuidadosamente escogido en distintos álbumes familiares, su propósito no es indagar sobre

distintos aspectos de la identidad individual de quienes aparecen allí (y donde se

encuentran), ni tampoco de la memoria familiar que albergan, sino que se ocupa

principalmente de aquellos elementos que contribuyan a esclarecer las formas colectivas de

habitar la ciudad más características, junto con sus superposiciones, estratificaciones,

tensiones, ondulaciones, anacronismos, heterogeneidades, hibridaciones, vibraciones,

olvidos y afirmaciones que han acontecido a través de los años, en el marco de la

estructuración de la condición posmoderna actual. El análisis de tales formas colectivas de

habitar la ciudad –es decir, de co-habitación– nos arrojará algunas pistas alrededor de la

naturaleza de los nexos que guardamos con nuestra historia y tradición desde el punto de

vista de las prácticas, los discursos, las tecnologías, las formas simbólicas, la sensibilidad

estética de la comunidad urbana y la cultura material. ¿Cómo puede la fotografía callejera

iluminar el complejo tejido que entrelazan los procesos de la memoria con la identidad

colectiva de la comunidad urbana?

Habitar la ciudad

¿A qué formas colectivas de habitar podríamos estar refiriéndonos cuando exploramos

detalladamente las fotografías urbanas de los álbumes familiares?

6 Cf. Barthes, R. (1980), La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía. Barcelona: Paidós, 1989.

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El filósofo alemán M. Heidegger dedicó su vida intelectual a reflexionar sobre el

significado de la palabra ‘habitar’ desde una perspectiva ontológico-existencial circunscrita

a la relación fundamental de la existencia individual (Da-sein) con el sentido del mundo en

general (Sein). Habitar es el modo esencial de ser del hombre en el mundo. La continua

búsqueda por hacerse un lugar en el mundo conecta existencialmente el habitar con el

crear, de tal manera que el desenvolvimiento de la actividad humana en el mundo es

esencialmente poiética, creativa, artística. No obstante, las limitaciones de la visión

ontológica del habitar de Heidegger reducen la comprensión de la condición fundamental

de la existencia humana a una interpretación predominantemente individual. Aun así, no

podemos despachar sin más los aportes de Heidegger a este respecto, pero sí nos vemos en

la necesidad de contextualizar sus conceptos y situar concretamente el habitar ontológico en

un marco de problemas sociológicos que nos permita acercarnos a la cuestión de la

memoria colectiva y al papel que juegan las imágenes en dicho proceso, así como el

potencial simbólico que puede extraerse de ellas a la hora de ofrecer luces sobre los

pliegues de la experiencia urbana en el centro histórico de la ciudad.

Tomemos como ejemplo las fotos del reconocido reportero gráfico bogotano Sady

González (1913-1979), cuyas imágenes no sólo llegaron a capturar acontecimientos de

suma importancia para la historia de la ciudad –como el ‘Bogotazo’– sino que su

sensibilidad de dirigió a retratar los momentos y situaciones más cotidianas de la realidad

bogotana, en los cuales se destaca la aparición de las multitudes en las principales calles del

centro, las modas de innegable origen europeo (los paños finos, los elegantes sombreros de

copa, los bastones, los monóculos y los aristocráticos fracs en el caso de los cachacos; las

gruesas ruana de lana y el semblante curtido de niños y adultos campesinos; el recato

generalizado en el vestir y las maneras de las mujeres, etc.) y la interesante función social y

cultural de los cafés como lugar de encuentro de intelectuales, periodistas, artistas y

escritores que acabarían gestando destacados movimientos estéticos y corrientes de

pensamiento en el marco de la modernidad cultural tanto de la ciudad como del país. Otro

ejemplo lo podemos encontrar en la obra del también reportero gráfico Carlos Caicedo

(1929-2014), cuyo lente se posó insistentemente sobre los instantes de la vida cotidiana que

acababan por hablar acerca de las prácticas y los imaginarios culturales existentes sobre

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todo en la segunda mitad del siglo XX. ¿Cómo es que ciertas prácticas cotidianas pueden

dar cuenta de los modos colectivos de habitar la ciudad bogotana?

Establecimientos tales como cafés, librerías o salones de onces funcionan como lugares de

encuentro; incluso la calle misma era experimentada como lugar de encuentro y la

oportunidad de entablar lazos sociales con desconocidos. La generación de multitudes

callejeras alrededor de la conversación, el café, la actualidad social y la coyuntura política

sugieren la configuración de un ethos particular en el que la ciudad –entendida como polis–

constituye el objeto primordial de la auténtica opinión pública. Dando un paso hacia

adelante, observamos las transformaciones físicas e infraestructurales del espacio urbano

con los nuevos estilos arquitectónicos que responden a la necesidad de modernización

(piénsese en la demolición del Hotel Granada para la futura construcción del edificio del

Banco de la República) a partir de mediados del siglo XX; estilos que expresaban la

necesidad de adecuarse a los cambios económicos, sociales y culturales que prepararían el

terreno para el asentamiento del capital global en la sociedad del nuevo milenio. Por otro

lado, si bien la aparición de la técnica fotográfica (analógica) produjo considerables

cambios en los esquemas de percepción y el sensorium de los habitantes de la ciudad y de

todos aquellos que podían disponer de ella –pues representaba la posibilidad de documentar

la realidad y sus hechos ‘tal como’ habían ocurrido–, las nuevas tecnologías y los medios

de comunicación –en especial la radio y la televisión– fueron agenciando la

“domesticación” de la experiencia y el conocimiento de la ciudad en virtud de su función

mediadora y estabilizadora en el contexto de un ambiente azotado por la violencia y la

inseguridad generalizada en el país. Hoy en día, asistimos al auge de la mediatización de

toda actividad humana, a la estetización de las prácticas, espacios y estilos de vida y a la

adecuación del discurrir de la vida cotidiana según las lógica del consumo masivo de bienes

y servicios.

La calle se convierte hoy en un lugar de miedos, peligros e inseguridades; preferimos cada

vez la función estabilizadora e individualizante de los medios de comunicación. La calle

constituía el escenario por excelencia en el que el hombre urbano de la modernidad

encontraba su lugar en el mundo. En ella acontece permanentemente el diálogo y las

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múltiples transacciones entre lo público y lo privado. La ciudad moderna –y en particular

todos los micro y macroprocesos que tienen y tenían lugar en sus calles– es efectivamente

uno de las mayores producciones culturales –por cierto inacabada e inacabable– con las que

el ser humano ha demostrado la compleja necesidad de crear su hábitat en el mundo, de

proporcionarle sentido a su existencia en conjunto frente a sus semejantes La ciudad como

espacio de construcción de la identidad y la memoria colectiva: ¿qué lugar ocupa la ciudad

en una época donde las fronteras se han diluido y la que los vínculos con un territorio

determinado han perdido considerablemente su fuerza?

La práctica fotográfica callejera hoy: preguntas directrices

Cada detalle observado en las fotografías callejeras nos da una intuición sobre las prácticas

y los modos de ser/estar en la ciudad; a su vez, advertimos que la fotografía callejera en

general se mueve, a modo de péndulo, entre la contingencia y la institucionalidad que

caracterizan a la vida pública. Observamos la reacción de un par de religiosas ante la

presencia de una mujer vistiendo una minifalda; la actitud y disposición corporal de un

grupo de hombres coqueteando a un grupo de hermosas mujeres; el plan familiar de comer

helado la tarde de un domingo; la timidez de las mujeres al ser capturadas por los

fotógrafos callejeros anteriormente mencionados; el regocijo de las parejas caminando por

la Carrera Séptima, cogidos de la mano y representando los respectivos roles de hombre-

mujer; la indumentaria de los niños y la niñas antes de que apareciera una moda infantil

propiamente dicha; la caracterización del anonimato en el cruce de personas desconocidas,

etc. “El buen Dios se encuentra de los detalles” –así sostuvo insistentemente, por ejemplo,

el genial historiador y crítico de arte alemán Aby Warburg mientras desarrollaba su más

ambicioso proyecto del Atlas Mnemosyne7.

Con todo lo dicho, cabe plantear las siguientes preguntas, de las que se espera, si no

responder a cabalidad, al menos sugerir pistas para encaminar su desarrollo a profundidad

desde un análisis visual que valore el sentido de este tipo de imágenes fotográficas en tanto

7 Cf. Didi-Huberman, G. (2001), op. cit., pp. 442 y ss.

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soportes de la memoria urbana que resisten al olvido en una época donde nada perdura y

todo aparenta ser sustituible por cualquier cosa: En un contexto de violencia vivido a lo

largo de medio siglo, ¿cómo puede el pasado iluminar nuestra situación actual en cuanto a

los rasgos característicos que definen nuestra forma de habitar la ciudad? ¿Qué papel juega

la imagen –especialmente la imagen fotográfica callejera– en la construcción y

recuperación de la memoria colectiva de la ciudad? ¿Estamos condenados a la nostalgia

cada vez que nos referimos a la Bogotá antigua que alguna vez vivieron nuestros

antepasados? ¿Tienen las imágenes un poder intrínseco para orientar la construcción de un

proyecto colectivo de ciudad en un contexto determinado por la indiferencia, la

desconfianza, el individualismo y los efectos alienadores de los medios de comunicación y

el mundo del consumo? ¿Cómo comprendemos el habitar la ciudad? ¿Pueden ser las

imágenes una forma de habitarla? ¿Por qué la práctica de la fotografía callejera ha

desaparecido, limitando su existencia a los pocos fotógrafos callejeros que se encuentran en

la principal plaza de la ciudad? ¿Puede recuperarse dicha práctica? ¿Y su recuperación

podría significar la reactivación de la construcción poética de la ciudad, así como el

restablecimiento de la memoria urbana? ¿Cómo entender la práctica fotográfica callejera

como parte del desarrollo poético de la experiencia cotidiana en las calles de la ciudad?

¿Cuál ha sido la importancia del oficio de fotógrafo callejero en la construcción de un

conjunto denso y heterogéneo de imágenes de ciudad?

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Hombres con ruana y zapatos en la esquina suroriental del cruce de la Carrera Séptima y la Av. Jiménez. Saúl

Orduz, años 60’s.

Líneas de aporte de la investigación

El presente trabajo tiene sus raíces en un temprano interés por explorar los diversos

despliegues que las cuestiones de la estética filosófica, la filosofía del arte, la hermenéutica

contemporánea y la filosofía de la cultura tienen en la realidad empírica, y más

específicamente, en la realidad social de la ciudad bogotana. Bien podría decirse que este

ejercicio de reflexión es un producto mediato de las reflexiones desarrolladas en mi

monografía de grado del pregrado en filosofía (2014), titulada “El arte como

acontecimiento y la historia del arte a través de la mirada como una forma de cuidado-

creador. Un análisis en torno a Martin Heidegger y Régis Debray”. Allí tuve la oportunidad

de indagar por primera vez sobre los posibles puentes entre un ethos (partiendo de la

observación del ethos griegos constantemente caracterizado y reivindicado por el filósofo

alemán) y una estética del acontecimiento (Ereignis), en donde la obra de arte ocupa un

lugar protagónico a la hora de mostrar la naturaleza ontológica de la relación que guarda el

ser humano con el mundo que habita.

Pero el puente entre lo ético y lo estético del acontecimiento no llega a ser efectivamente

real sin la actividad de la mirada, siendo ella misma una construcción histórica y cultural.

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De ahí que la perspectiva mediológica de Debray8 haya permitido descubrir que el

elemento conductor entre una ética del habitar y una estética del acontecimiento es la

mirada como proceso histórico que se sirve materialmente de diversas técnicas y

tecnologías, tanto de producción de la imagen como de interpretación visual. Así pues, el

problema de la mirada recayó finalmente –una vez emprendido mi formación sociológica

gracias a las primeras incursiones en el campo de la sociología de lo simbólico, la

sociología del arte y la sociología visual– en el vasto mundo de la fotografía, sus usos

sociales, su modos de producción y reproducción, las formas de apropiación de su

contenido y de su sentido en tanto práctica, y su capacidad para interpelar la sensibilidad

académica de cara a la introducción de nuevos métodos de investigación sociológica: esto

es, en su poder epistemológico para transformar la manera tradicional –positivista– de

hacer sociología.

No contento con los grandes avances conceptuales adquiridos en el campo de la filosofía, el

azar y la causalidad propias de la experiencia me llevaron a fijar la atención sobre los

archivos fotográficos de mi familia, gracias a una espontánea conversación con mi abuela

acerca de esas curiosas fotos a blanco y negro que retrataban a personas de cuerpo entero,

en movimiento, mientras caminaban elegantemente por las calles de la ciudad. Y fue ese

elemento urbano, ajeno a lo familiar, lo que me cautivó y me condujo a plantearme una

serie de preguntas en torno a las múltiples relaciones entre el contenido de aquellas

imágenes y la memoria viva de la experiencia pretérita, entre el ámbito de lo público y de lo

privado y entre la Bogotá antigua –“chachaca”– y la Bogotá contemporánea –híbrida,

“glocal”–. Fue así como entonces surgió la pregunta por la ciudad a partir de lo que

muestran las antiguas fotografías callejeras, como manifestación del deseo por comprender

las razones por las cuales no vestimos de la misma manera, hablamos diferente, nos

socializamos de distintas formas, no habitamos los mismos espacios del mismo modo y ya

no sentimos más que un sentimiento de nostalgia de ciudad al ver una de estas imágenes

fotográficas.

Del álbum familiar a la pregunta por la ciudad y, más concretamente, a la cuestión sobre

cómo habitaban los ciudadanos de la Bogotá antigua y cachaca, de la Bogotá lluviosa, de

8 Debray, R. (1992), Vida y muerte de la imagen. Historia de la mirada en Occidente. Barcelona: Paidós, 1994.

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sombrero y de corbata. Primer cruce del interés filosófico con el problema de la sociología

urbana, poco atendido desde hace más o menos 15 años: el habitar: ¿qué significa habitar la

ciudad [latinoamericana] hoy en día, cuando las dinámicas de la globalización diluyen las

identidades que alguna vez se mantuvieron relativamente estables, cuando las fronteras se

tornan difusas y no hay un espacio claramente delimitado sobre el cual asentar los vínculos

identitarios con un territorio específico? Así pues, esta investigación se encuentra

plenamente atravesada por el interés observar cómo, en la medida de lo posible, se concreta

la definición filosófica (ontológica, existencia y fenomenológica) del habitar heideggeriano

en la realidad social de nuestra ciudad bogotana, sin dejar de lado las particularidades de su

dinámica y estructura sociales, como también las de su población y del devenir histórico

cultural que les son propias. Sociología urbana del habitar

No obstante, la observación de las transformaciones del habitar urbano cuenta con un

recurso que hasta el momento no ha sido tenido en cuenta con mucha preocupación por el

campo de la disciplina sociológica, a saber: las antiguas fotografías callejeras y, en general,

la fotografía de paisaje urbano desde el punto de vista de quién la vive –a diferencia de las

panorámicas o los planos aéreos que representan el punto de vista omnisciente, la

perspectiva de Dios–. De manera que se ha escogido la fotografía callejera en general como

el instrumento para extraer un conocimiento histórico-cultural de las formas poéticas del

habitar urbano; o, dicho de otro modo, se trata de sugerir la posibilidad de conocer la

ciudad a través de la imagen fotográfica, reconociendo, a su vez, que la práctica fotográfica

callejera tiene como condición material de posibilidad la consolidación de la ciudad

moderna propiamente dicha. Forma y contenido, en la imagen fotográfica, solucionan su

aparente oposición en la noción de poética, en tanto la fotografía callejera se erige como

poética cuyo “contenido de representación” da cuenta de otras formas poéticas de la

experiencia cotidiana en las calles de la ciudad. Segundo cruce disciplinar: la filosofía de la

imagen y la relación entre la estética filosófica y la historia del arte ponen sus herramientas

al servicio de un ejercicio de sociología visual centrado en la cuestión del habitar urbano en

Bogotá.

Finalmente, pero no menos importante, aparece la cuestión de la memoria. La imagen

fotográfica aparece aquí como móvil de la memoria que nos traslada hacia un pasado vivido

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y anhelado por nuestros padres y abuelos. La fotografía opera como una suerte de portal del

tiempo, moviliza relatos y sentimientos… es patética. Pero la memoria también se encarna

en las construcciones y edificaciones que componen el paisaje urbano de la ciudad; dichas

construcciones se erigen como testigos del transcurrir de los años, de las cosas, de los

movimientos y de las personas. Y esta pasar del tiempo es justamente lo que es posible

atestiguar, salvaguardar, gracias a la práctica fotográfica callejera y al sofisticado ojo de

reporteros gráficos reconocidos y de los anónimos fotógrafos ambulantes.

En síntesis, el presente trabajo constituye el producto de un proceso de reflexión que busca

integrar los aportes de la estética contemporánea con las herramientas conceptuales y

metodológicas de la sociología del arte, de la sociología de lo simbólico y de la sociología

visual. En todo el sentido de la palabra, la investigación es un texto, un tejido que se vale

tanto de la perspectiva filosófica de cara al planteamiento de problemas cuya importancia

ha sido notablemente menoscabada a favor de una mirada microsociológica de la

interacción social, y que a la vez se sirve del agudo sentido sociológico que conduce a

establecer criterios de operacionalización de los conceptos con los que trabaja la filosofía, a

fin de aterrizarlos y ponerlos en diálogo con la realidad empírica, social, en el marco del

desarrollo de las relaciones de poder protagonizadas por las diferentes clases sociales que

actúan en la estructura social.

No sobra destacar el intento por establecer una importante complicidad entre texto e

imagen. Complicidad que posee una consecuencia epistemológica de suma relevancia a la

hora de comprender las transformaciones histórico-culturales de los procesos del habitar

cotidiano de la ciudad, sin que ello implique la reducción a una construcción historiográfica

de un relato lineal del devenir urbano. En últimas, lo que está en juego es la apuesta por

construir una historia cultural de la ciudad que rompa con los cánones de la linealidad

positivista de la Historia y, en cambio, reconozca el potencial de la imagen fotográfica para

llevar a cabo saltos anacrónicos, sí, pero coherentes según una lógica, no de la racionalidad

pura, sino de una lógica en la cual la imaginación, los afectos y las sensibilidades

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desempeñen un rol fundamental en la construcción de un futuro atlas del habitar bogotano.

¿POR QUÉ PENSAR LA CIUDAD

BOGOTANA DESDE LA IMAGEN

FOTOGRÁFICA CALLEJERA?

Justificación del problema

La primera pregunta que debe responder el presente proyecto concierne a la delimitación

temporal propuesta en el título. Se ha escogido un amplio intervalo (1930-1970) que a

primera vista no posee un referente histórico suficientemente destacado para intuir una

posible respuesta. Sin embargo, la década de 1930 constituye un período a partir del cual se

logran identificar claramente los primeros síntomas de la modernidad en términos

arquitectónicos de la construcción de una nueva ciudad9, ciudad que busca adaptarse

simbólica y materialmente a las exigencias económicas, políticas y culturales del proyecto

modernizador que se perfila a nivel internacional y que se verá plasmado en la

configuración del espacio urbano y las relaciones sociales al interior de las ciudades

capitales latinoamericanas.

9 Arango, S. (1997), “Arquitectura colombiana de los años 30 y 40: la modernidad como ruptura”, en Revista Credencial Historia, n. 86, 1 de febrero de 1997. Versión digital recuperada de: http://www.banrepcultural.org/node/32547.

Ejercicio de montaje fotográfico a partir de la selección de

fotografías descubiertas en el archivo familiar de mi amiga

Laura Morales. Las fotografías giran en torno a 1947-1950.

Se organizaron según tamaños y posturas corporales.

Fotografía del autor, septiembre de 2017.

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En este sentido, resulta necesario precisar los significados que han sido otorgados a los

términos de modernidad y modernización con el fin de evitar malinterpretación. Por un

lado, la modernidad refiere particularmente a un movimiento cultural que se expresa en

distintas esferas tales como la arquitectura, las costumbres, los discursos, las políticas, las

filosofías y las estéticas; es decir, posee una connotación principalmente ética y cultural

(ethos). Mientras que el concepto de modernización designa específicamente un proyecto

de índole económica, tecnológica, productiva e infraestructural. Concretamente,

La modernidad se asume en Colombia como una proyección hacia el futuro, con el progreso

como mito. El movimiento moderno en la arquitectura europea fue un sueño cultural

proyectado a la sociedad del futuro, rompiendo los lazos de la tradición. Por otra parte, en

América Latina y Colombia la modernidad es tomada como un proyecto económico y social

en primer lugar y como cultural y estético en segundo orden (Arango: 187). Es así como en

los años 30 del siglo XX llega a nuestro país una no muy clara idea de la modernidad con el

referente de las sociedades consideradas avanzadas, en este caso Europa y Estados

Unidos10.

Si bien a partir de esta década se reconoce la ruptura de la ciudad, en las formas

arquitectónicas, con respecto a la Bogotá colonial y republicana de cara a la introducción de

la modernidad, esto no quiere decir que la selección del punto de inicio del estudio se limite

al criterio arquitectónico en el sentido de la proyección exclusivamente material de la

ciudad; pues ello implicaría retornar a la idea de la ciudad como espacio ocupado que

supone la concepción del habitar entendido en términos de la vivienda y la edificación.

Después de todo, es importante rescatar que este tipo de construcciones determinó en gran

parte la imagen de ciudad que se tenía proyectada para la época en contraste con la antigua

ciudad colonial y republicana; una imagen, por cierto, que no obedeció a una planificación

ordenada sino más bien a la transformación puntual de algunos de los sectores más

importantes del centro histórico y simbólico de Bogotá. Por el contrario, lo que aquí se

quiere sostener es la tesis según la cual la ciudad es un espacio habitado, donde el habitar

designa una condición ontológico-existencial tanto de los individuos como de los grupos

sociales que mantienen una relación particular con determinado territorio. De esta manera,

10 Perilla, M. (2008), El habitar en la Jiménez con Séptima en Bogotá. Historia, memoria, cuerpo y lugar. Bogotá: Facultad de Artes, Universidad Nacional de Colombia, 2008, p. 79.

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lo sintomático que caracteriza la ruptura del espacio arquitectónico proyectado en las

décadas de 1930 y 1940 en Bogotá consiste en que la ciudad que empieza a construirse en

este momento va estableciendo poéticamente las condiciones de una nueva habitabilidad de

la ciudad, las cuales se debaten en un conjunto de tensiones entre la identificación con un

pasado colonial y republicano y las expectativas de un futuro cosmopolita que marcha de la

mano con la modernidad.

Estas nuevas condiciones de habitabilidad que se van construyendo implican la acción de

una serie de poéticas que se despliegan desde la configuración del espacio urbano en su

dimensión física e infraestructural –esto es, desde las formaciones más pesadas y

permanentes– hasta el ámbito de la vida cotidiana que discurre en las calles de la ciudad y

que adopta una variedad de formas culturales expresadas en prácticas, tendencias,

lenguajes, interacciones y costumbres del más variopinto tipo. Así pues, una de las

prácticas poéticas más destacadas que permea con creciente intensidad la vida cotidiana de

Bogotá en el siglo XX es precisamente la fotografía callejera, aun cuando es cierto que ya a

finales del siglo XIX pueden rastrearse los primeros intentos por documentar la apariencia

de la ciudad mediante la entonces novedosa técnica fotográfica. En el cambio de siglo la

fotografía urbana cumple un papel muy importante a la hora de registrar las

transformaciones de la morfología bogotana, tanto como las de los hábitos de sus

ciudadanos, las cuales evidencian el paso de una suerte de aldea urbana a la conformación

de un espacio urbano propiamente dicho, al interior del cual tienen cabida nuevas prácticas

y formas de socialidad. No obstante, debido a las características de la composición de este

tipo de fotografía urbana, y a las motivaciones que la soportaban, se conserva la distancia

entre la producción de las imágenes de la ciudad respecto de la vida y experiencia

cotidianas de los habitantes en relación con el espacio. Fue sólo con la creación y llegada

de las cámaras portátiles como la práctica fotográfica11 comenzó a hacer mella en la

cotidianidad de la ciudad; el uso extendido de la fotografía permitió que la vida social de

11 Instituto Distrital de Patrimonio Cultural (2011), Bogotá vista a través del álbum familiar. Bogotá: Alcaldía Mayor de Bogotá, 2011, p. 9. Versión digital recuperada de: https://issuu.com/patrimoniobogota/docs/album_familiar_baja.

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las ciudades entrara en contacto con lo que más tarde se llamaría la “cultura fotográfica”12 y

que sería entendida en términos de la “democratización” de dicha técnica.

Pues bien, simultánea a la paulatina construcción de edificaciones de nuevo estilo

arquitectónico (neoclasicismo-academicismo francés, inicialmente) de cara a la

transformación simbólica y material de la ciudad, la práctica fotográfica no sólo empieza a

registrar tales cambios sino que se introduce en los nuevos modos cotidianos de habitar las

calles de la ciudad –siendo ella misma un modo de habitar– para capturar momentos

espontáneos e irrepetibles de la vida callejera, otorgándoles el carácter duradero que sólo el

soporte material de la memoria fotográfica les podría proporcionar. Es así como

tímidamente aparece la fotografía callejera al igual que los primeros fotógrafos o reporteros

gráficos de la ciudad que retratan la vida cotidiana en las calles (como también grandes

acontecimientos en la historia de la ciudad). Dicha práctica fue tomando fuerza a mediados

del siglo XX y se desarrolló con gran intensidad hasta mediados de la década de los setenta,

cuando las nuevas tecnologías (cámaras digitales) sentenciarían el debilitamiento de la

fotografía callejera como poética urbana para resguardarse en el ámbito privado de quien

quisiera producir una imagen de sí mismo –consciente y deliberadamente– estando en la

calle.

A propósito de aquellos fotógrafos que retrataron hitos en la historia de la ciudad capital –

entre los más prominentes, Sady González (1913-1979)–, tales como El Bogotazo, la

fotografía urbana permitió dar cuenta de los cambios radicales experimentados en el habitar

de la ciudad luego del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948. Una ciudad

en llamas, destruida en casi su totalidad, son lo que muestran las osadas fotografías que

Sady capturó mientras se hallaba en el lugar de los hechos; sus fotos son testigo de lo que

entonces parecía un apocalipsis urbano en el que nada podía ser peor, donde el futuro era

incierto y la pregunta por el mañana no tenía sino sólo un profundo silencio como

respuesta. El 9 de abril de 1948 significó la abertura de una grieta para la historia, no sólo

de la ciudad sino de todo el país, una grieta que hasta nuestros días ha sido imposible

suturar, quedando las secuelas de una herida incapaz de sanar y repercutiendo en las formas

12 Cf. Bourdieu, P. (1965), Un arte medio. Ensayo sobre los usos sociales de la fotografía. Barcelona: Ediciones Gustavo Gili, 2003.

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de socialización de los habitantes de la ciudad –los cuales ya no son necesariamente de

origen urbano–. Este acontecimiento, esta fecha que ha quedado grabada en el inconsciente

colectivo del país, constituye un punto intermedio o de transición dentro del período

propuesto en esta investigación; pues se trata justamente de leer y comprender, a través de

las imágenes fotográficas de la calle bogotana, las distintas transformaciones, luchas,

tensiones supervivencias, transfiguraciones, torsiones y permanencias experimentadas en

los modos del habitar urbano vistos desde las prácticas de la cotidianidad, del simple –pero

a la vez rico– estar-en-la-calle.

Así como antes del 9 de abril se podía advertir en la naciente fotografía urbana la

coexistencia de un pasado colonial con uno republicano, evidenciado no sólo en la

composición arquitectónica de la ciudad sino en las características demográficas de su

población (indígenas, campesinos, europeos y otro sujetos vestidos de frac y sombrero de

copa); así mismo, luego de tales acontecimientos, se observa en la nueva iconografía

fotográfica de la ciudad la misma coexistencia –aunque totalmente renovada y

transformada– de arquitecturas heterogéneas (sumando ahora el elemento moderno que, en

ocasiones, acabó sustituyendo la existencia de hermosos edificios que tuvieron que ser

demolidos), y de personas, las cuales, siendo víctimas de la violencia, han hecho parte de la

explosión de la ciudad –hacia el norte para las élites, hacia el centro y sur para las clases

populares– y de su recomposición demográfica. Una coexistencia que significa el

repoblamiento de la ciudad por sujetos provenientes de las zonas rurales más afectadas por

el conflicto y que decidieron venir a la ciudad capital en busca de oportunidades sin saber

que lo que les esperaba, encontrando finalmente todo menos la satisfacción a sus

expectativas y contribuyendo al deterioro tanto del espacio público como del espacio de las

relaciones sociales.

Pues tales fotos no dejan de insistir en que algo ha ocurrido, algo que inclusive podría ir

más allá de la lectura histórica y política oficiales que han predominado en la comprensión

de los hechos del 9 de abril y su incidencia en la vida social nacional. Las fotos callejeras (o

‘instantáneas’) nos permite acceder al dominio de la vida cotidiana antes y después del

crucial acontecimiento; y es allí donde podremos rescatar una suerte de memoria urbana

que ha quedado relegada debido a la fuerza legitimadora de la historia oficial y de las

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perspectivas teóricas que han interpretado el significado de este acontecimiento en términos

estructurales de la política, la economía y la sociedad, dejando a un lado el punto de vista

de lo cotidiano, en donde se debaten las luchas de lo micropolítico (el cuerpo) y lo

micropoético (las prácticas) en el habitar bogotano.

De modo que un ‘antes de’ y un ‘después de’ El Bogotazo constituyen los dos puntos de

referencia históricos para examinar dichas transformaciones en el habitar urbano y las

poéticas de la ciudad.

Lugar donde fue muerto Jorge Eliécer Gaitán, salida del edificio Agustín Nieto. Foto de Sady González, mayo de

1948. Fototeca del Archivo de Bogotá.

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Conmemoración de los 70 años del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, 9 de abril de 1948. Foto del autor.

HIPÓTESIS

La presente investigación parte de la idea según la cual las características ontológicas,

técnicas y epistemológicas de las fotografías instantáneas callejeras abren la posibilidad,

junto con una variedad más amplia de imágenes de ciudad, de establecer un puente entre las

esferas de lo estético y lo ético, teniendo en cuenta que la elaboración de este puente sólo es

posible en la medida en que se presupone la actual distancia entre ambas esferas. Una

distancia provocada por los tiempos modernos, por una mentalidad cada vez fragmentada,

individualizada, especializada y compartimentada, que acaba por separar lo que

originariamente –desde la antigüedad griega, por ejemplo– nunca estuvo desconectado y

nunca se experiencia como un campo aislado con respecto a la vida cotidiana. No se trata

de sugerir un posible retorno al modo de vida griego, para el cual polis, religión y arte se

hallaban íntimamente vinculados en la experiencia cotidiana de cada ciudadano (vale

recordar, ciudadano libre). No; por el contrario, se destaca la importancia de advertir las

razones por las cuales nosotros –habitantes de la ciudad de Bogotá, clásicos, modernos y/o

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contemporáneos– no somos griegos en el sentido de que nuestra experiencia cotidiana

parece no estar fuertemente ligada a los procesos sociales del arte, la cultura, la ciencia, la

política, la religión e, incluso, de la calle, sino única y exclusivamente cuando resulta

necesario (ir a misa los domingos, visitar los museos los fines de semana, hacer diligencias

de manera obligada, ser-político cada cuatro años en elecciones, etc.).

Hay una fuerte desconexión entre lo estético y lo ético. Y esta desconexión no es abstracta

ni conceptual, sino sensible. Hemos olvidado que hay una estética de la existencia al

mismo tiempo que una economía ético-política de las sensibilidades, y son justamente las

fotografías callejeras –producidas en grandes cantidades a partir de mediados del siglo XX

en la ciudad– aquellas producciones culturales cuya forma y contenido nos permiten ganar

conciencia estos puentes rotos que aquí pretendemos reconstruir, re-ligar. En este sentido,

las antiguas fotografías callejeras se convierten en símbolos culturales propiamente dichos

(y en su significación originaria), si bien symballein designa la acción de reunir lo que en

algún momento se distanció:

El symbolon, de symballein, reunir, poner junto, acercar, significa en su origen una tessera

de hospitalidad, un fragmento de copa o escudilla partido en dos y repartido entre huéspedes

que transmiten los trozos a sus hijos para que un día puedan establecer las mismas

relaciones de confianza juntando y ajustando los dos fragmentos. Era un signo de

reconocimiento, destinado a reparar una separación o salvar una distancia. El símbolo es un

objeto de convención que tiene como razón de ser el acuerdo de los espíritus y la reunión de

los objetos. Más que una cosa, es una operación y una ceremonia: no la del adiós, sino la del

reencuentro (entre viejos amigos que se han perdido de vista). Simbólico y fraternal son

sinónimos: no se fraterniza sin tener algo que compartir, no se simboliza sin unir lo que era

extraño. En griego, el antónimo exacto del símbolo es el diablo: el que separa. Dia-bólico es

todo lo que divide, sim-bólico todo lo que acerca13.

13 Debray, R. (1992), Vida y muerte de la imagen. Historia de la mirada en Occidente. Barcelona: Paidós, 1994, p. 53.

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¿Serán entonces las antiguas fotografías callejeras un objeto destacado que nos permite

reencontrarnos con un pasado que percibimos lejano pero que ciertamente aún nos

pertenece en tanto parte de nuestra identidad como habitantes de Bogotá?

Por otro lado, la fotografía callejera se perfila como una herramienta que permite capturar

los elementos más significativos no sólo del paisaje urbano (donde figuran edificios, calles,

monumentos y otro tipo de construcciones), sino también del pasaje callejero, siendo la

Carrera Séptima bogotana el pasaje urbano a cielo abierto por excelencia; un pasaje donde

transcurren permanentemente personas y mercancías, y al mismo tiempo un pasaje donde la

carga simbólica resulta der tan fuerte que podría llegarse a pensar que se trata de un

corredor en el cual es posible experienciar (ver, oler, oír, saborear y tocar) los contrastes

entre una ciudad decimonónica –colonial y republicana– y la Bogotá moderna y

posmoderna.

OBJETIVOS

Objetivo general

Establecer las bases conceptuales y metodológicas necesarias para la construcción de un

atlas urbano que dé cuenta de algunas de las transformaciones culturales del habitar

cotidiano en las calles de Bogotá (1930-1970), a partir de la selección de un conjunto de

ejes temáticos que representan diversas tensiones alrededor de las cuales se configura la

estructura de la experiencia cotidiana en el espacio público de la ciudad.

Objetivos específicos

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Construir una propuesta conceptual donde el habitar urbano sea entendido desde una

perspectiva poética-teatral por medio de lo que muestran las múltiples imágenes

fotografías encontradas.

Precisar el significado colectivo de las fotografías callejeras que sean halladas en los

distintos álbumes familiares explorados, a fin de expandir la significación que

adquiere predominantemente en el ámbito íntimo-privado del hogar.

Recoger y seleccionar el material visual pertinente a través de la consulta de

archivos digitales, bibliotecas, museos, álbumes familiares y páginas web.

Clasificar el material visual por tipologías, (paisajes urbanos, paseos callejeros,

acontecimientos históricos, aglomeraciones, individuos, etc.).

Analizar el material visual en función de las características coreográficas-teatrales

representadas en cada una de las fotografías callejeras.

LO PENSADO Y LO POR PENSAR, LO VISTO Y LO QUE QUEDA

POR MOSTRAR

Estado del arte

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Montaje comparativo del cruce de la Carrera Séptima con Avenida Jiménez, 1900 vs. 2017. Realizado

por Diana María Duquev, publicado en Bogotá Antigua (Facebook).

A continuación, se ofrece una breve revista de lo que distintos autores, desde diversas

perspectivas teóricas y conceptuales, han planteado en relación con los ejes vertebrales que

estructuran la investigación: ciudad, imagen y memoria.

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Sobre la ciudad: un acercamiento sociocultural desde lo global y lo latinoamericano

hasta la compleja ciudad de Bogotá.

En las últimas décadas se ha observado un incremento considerable de la literatura

interesada en abordar el problema urbano desde una preocupación por dar cuenta de la

especificidad de la ciudad contemporánea en relación –o por contraste– con las direcciones

o líneas de fuerza que orientaban su desarrollo desde un proyecto modernizador, las cuales

se vieron cuestionadas por el inesperable impacto que las sociedades iban experimentando

una vez que el capital global se instauró como rector de las diversas actividades humanas.

La disolución de fronteras claras y distintas –vinculantes– ponía en tela de juicio la

concepción originaria de la ciudad, siendo ésta producto de una intención existencial por

dar lugar a un conjunto de individuos dentro de un mismo territorio a través de la

demarcación de unas fronteras evidentemente distinguibles. Con la globalización de la

actividad económica el problema de la ciudad –su expansión y su acelerado crecimiento–

nos llevan a preguntarnos por el futuro de aquellos que habitamos en ella. Esta es tal vez

una de las principales razones por las cuales las consecuencias sumamente complejas de la

división del trabajo, la especialización disciplinar, y la cada vez más acentuada

fragmentación y dispersión de los conocimientos, hicieron que los estudios sobre la ciudad

dejaran de lado la intención de crear una teoría o una filosofía general de la ciudad global

contemporánea. Es así como vemos estudios de distinto enfoque disciplinar, metodológico

y epistemológico tales como la sociología urbana, la antropología urbana, los estudios

urbanísticos, la teoría de la ciudad desde un punto de vista arquitectónico, la psicología

urbana, la geografía urbana la historia urbana y otro sin fin de perspectivas particulares que

tienden a concentrarse en un fenómeno singular y a través del cual pretenden observar

lógicas más generales de tipo económico, político, social, estético y cultural, con el fin de

dar un mayor alcance explicativo a este tipo de reflexiones. Sin embargo, parece

insuficiente querer reunir este conjunto de esfuerzos fragmentarios para confeccionar una

especie de panorama –o imagen– general de lo que son los rasgos constitutivos de la ciudad

contemporánea y, específicamente, de una ciudad como Bogotá, dentro del contexto actual

de la globalización.

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La ciudad global: impactos socioespaciales del capital globalizado.

Uno de los análisis más destacados en torno al problema de la ciudad en el contexto de la

globalización ha sido desarrollado por la socióloga holandesa Saskia Sassen (1991)14, quien

ha propuesto una mirada sumamente compleja y abarcadora sobre un tipo de ciudad que ha

denominado como ciudad global. Éste, junto con otros trabajos, pretende construir una

perspectiva general de los condicionamientos, las estructuras y las características más

sobresalientes de las actuales megaciudades del mundo contemporáneo. La ciudad global

tiene como puntos de referencia empíricos a las ciudades de Nueva York, Londres y Tokio,

reconociendo la existencia de otras ciudades de este tipo como París y Frankfurt. La

reflexión acerca de la ciudad global implica reconocer dos aspectos básicos: primero, el

surgimiento y la consolidación de un sistema financiero posibilitado por la

descentralización de la actividad económica, donde la lógica de producción industrial –

ligada a los Estados-Nación– ha sido desplazada por los grandes flujos transaccionales de

capital y el ofrecimiento de bienes y servicios a lo largo y ancho del globo; el segundo

aspecto tiene que ver con el auge de las tecnologías de la información y de la utilidad

funcional que desempeñan las enormes redes de comunicación que conectan los lugares

más distantes para garantizar el flujo ininterrumpido del trabajo y la producción al interior

de las empresas multinacionales.

Como punto de partida, la autora señala la combinación simultanea entre un espacio

disperso y una integración global que ha creado un nuevo rol estratégico para las ciudades

grandes15. Este doble proceso entre una dispersión o descentralización de la actividad

económica acompañada de la integración de los espacios de funcionamiento del capital

global caracterizan la posición que tienen estas ciudades dentro del actual contexto de la

sociedad mundial; dicho proceso tiene a su vez un impacto masivo en la actividad

económica internacional, donde “las ciudades toman el control sobre bastos recursos,

mientras las industrias financieras y de servicios especializados reestructuran el orden

14 Sassen, S. (1991), The Global City: New York, London, Tokio. Princeton, New Jersey: Princeton University Press, Second Edition, 2001. Las citas realizadas en lo que sigue han sido traducidas por mí al castellano. 15 Sassen, S. op. cit., p. 3.

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social y económico de las ciudades”16. De ahí que el segundo rasgo de los impactos

masivos de este doble proceso recaiga sobre una nueva organización del espacio físico de

las grandes ciudades, existiendo un paralelo entre los procesos de base económica, la

organización espacial de las ciudades y la estructura social, que a pesar de las diferencias

históricas, culturales, políticas y económicas, las grandes ciudades se ubican en el conjunto

de procesos globales, trayendo consigo la estructuración de la economía mundial. A este

respecto, la autora se pregunta por las razones de que las estructuras claves de la economía

mundial se encuentren necesariamente situadas en la ciudad o, en otras palabras, sobre cuál

es el papel que desempeñan las ciudades dentro de la estructura de la economía mundial.

La autora afirma que entre más globalizada se halle la economía, mayor será la

aglomeración de las funciones centrales en pocos lugares17. Esto tiene que ver con su

advertencia de que no importan tanto los flujos de información que la nueva estructura de la

economía mundial requiera para su funcionamiento como la dimensión física, espacial e

infraestructural que dicha estructura exige para garantizar que la dinámica del capital

global sea efectivamente real.

Cabe señalar que la autora parte de un punto histórico específico –a saber, la década de

1960– en la que la nueva organización del sistema económico mundial se basa en la

formulación de las políticas económicas internacionales propuestas inicialmente por los

Acuerdos de Bretton Woods. Es así como en la década de 1980 esta nueva organización de

la economía mundial se consolida, haciendo evidente no sólo el surgimiento del actual

sistema financiero –acompañado del auge de las tecnologías de la información y las

telecomunicaciones– sino la expansión de la especialización de la producción. La autora

insiste en fijar prioritariamente su atención sobre la práctica del control global y no tanto

sobre el ejercicio del poder de la naciente estructura, como su principal estrategia

metodológica para abordar el problema del lugar de las ciudades en el contexto de la

globalización.

16 Ibíd., p. 4. 17 Ibíd., p. 5.

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[34]

En una conferencia pronunciada en La Haya en noviembre de 1998 en el marco de la

Megacities Foundation titulada Las economías urbanas y el debilitamiento de las

distancias18, la autora resume su análisis sobre las ciudades globales y resalta la

importancia de concentrarse en dos aspectos estructurantes de dichas ciudades; en primer

lugar, el enfoque sobre las condiciones materiales del funcionamiento del capital global y,

segundo, el requerimiento de espacios físicos concretos para el control, la gestión y la

administración de las transacciones financieras y el flujo de bienes y servicios. Teniendo en

cuenta lo anterior, se deduce que la expansión del capital global necesita del emplazamiento

cada vez más evidente de pequeños puntos centrales donde se articulan las redes

económicas que disuelven las distancias físicas tradicionales. La ciudad, por tanto, hace

parte integral de esos puntos centrales que van a servir como ejes de contacto para la

dinámica económica actual, de manera que el tipo particular de ciudad que se construye

debe asumir el reto de recibir una creciente demanda de bienes y servicios por parte

empresas de todo los sectores industriales haciendo que la ciudad se convierta en un

espacio, si no exclusiva, sí primordialmente para la producción19.

Uno de los temas cruciales que atraviesa toda la reflexión de la autora sobre las ciudades

globales consiste en analizar las consecuencias que la globalización tiene a propósito de la

relación entre la ciudad y la nación, esto como dimensión política de los cambios

económicos. Sassen destaca la discontinuidad entre lo que se ha pensado como crecimiento

nacional y las formas de crecimiento de las ciudades globales. Aquello que beneficia a una

no necesariamente repercute manera positiva en la otra; por ejemplo, ciudades que

anteriormente gozaban de un gran desarrollo económico debido a la producción industrial

ubicada especialmente en las periferias perdieron su centralidad en la actividad económica

en beneficio de las ciudades productoras de bienes y servicios, las cuales llegaron a ocupar

un lugar mucho más central en la economía de un país, debido a que ellas juegan en función

del sistema urbano internacional y no de la economía nacional, por lo cual acabaron

distanciándose de las regiones. Esta consideración nos remite, pues, al problema de la

tensión entre la centralidad y la marginalidad.

18 En: AA.VV (2004), Lo urbano en 20 autores contemporáneos, Ángel Martín Ramos, ed., Barcelona: Edicions UPC, 2004, pp. 133-144. 19 Ibíd, p. 134.

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[35]

Como consecuencia del debilitamiento de la producción industrial, los problemas sociales

en las ciudades se intensifican, generando así la contracara de la ciudad global, a saber: la

ciudad dual, producto de la fragmentación ocasionada por la organización del trabajo, la

distribución ocupacional y la gentrificación a nivel residencial y comercial20. Surgen de

este modo nuevos hábitos de consumo y, en consecuencia, nuevas configuraciones del

espacio urbano dirigidas hacia una población económicamente ostentosa que hace uso de

restaurantes y hoteles de lujo, planes turísticos y demás espacios de ocio y entretenimiento,

de los cuales quedan excluidos los trabajadores rasos de la ciudad. Así pues, piénsese de

igual manera en las consecuencias de la gentrificación –ligada a la especulación del valor

del suelo– y en la ocupación de los principales edificios de los centros históricos de las

ciudades por parte de personas con altos ingresos que acaban por dejar a un lado –en la

periferia– a la población de bajos recursos.

En este punto de la discusión, lo que la autora nos propone abordar es una serie de

interrogantes sobre el futuro de las ciudades contemporáneas dentro de la lógica de

expansión de la actividad económica global: ¿hasta qué punto los recursos humanos y

naturales podrán seguir el ritmo de la actividad económica actual? ¿Cuál es el lugar de la

producción industrial en el marco de la nueva economía? ¿Cómo anticipar los nuevos

índices desigualdad social, entendidos como la principal consecuencia no deseada de la

globalización? Todas estas preguntas responden a un programa político e investigativo

formulado por la autora con el fin de apropiarnos de la situación que tanto individuos como

grupos sociales que habitamos el espacio urbano, estamos experimentando.

De todo lo anterior debemos rescatar el aporte metodológico de la reflexión de Sassen

alrededor de la ciudad global, el cual consiste fundamentalmente en la efectuación de un

giro estratégico que va desde los flujos internacionales de capital e información hasta los

efectos sociales localizados en los centros urbanos de importancia. Pero aún más

importante es dirigir la atención hacia las condiciones materiales de posibilidad de la

20 Sassen, S., op. cit., p. 9.

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[36]

actividad económica soportada por el sistema financiero, los medios masivos de

comunicación y las tecnologías de la información.

¿Cuál es entonces el lugar que ocupan las ciudades latinoamericanas en el marco de las

grandes estructuras contemporáneas expuestas anteriormente? Y a su vez, ¿cuáles son los

desafíos prácticos y teóricos que debe asumir cualquier intento de abordar una historia

cultural de las mismas a través del trabajo con imágenes fotográficas?

Las ciudades latinoamericanas en el nuevo (des)orden mundial

Ahora bien, ¿qué sucede con las ciudades latinoamericanas en el contexto de la

globalización? Vamos a realizar un repaso sobre las perspectivas que han trabajado

distintos pensadores interesados en reconocer las transformaciones más importantes de las

ciudades latinoamericanas en la actualidad. Como punto de partida, destacamos un libro

compilatorio titulado Las ciudades latinoamericanas en el nuevo desorden mundial

(2004)21, en el cual se reúnen varios artículos y ensayos dedicados a reflexionar sobre

distintos aspectos de las ciudades contemporáneas, teniendo en cuenta la particularidad de

cada una de las regiones que componen el continente latinoamericano. En este trabajo

compilatorio se incluye igualmente un pequeño escrito de la ya mencionada Saskia Sassen

a propósito de la metodología que emplea para hablar de las llamadas “ciudades globales”.

Como sabemos, su estrategia atiende a las condiciones materiales de posibilidad que

garantizan el funcionamiento ininterrumpido del capital global soportado por redes de

comunicación articuladas, gestionadas y controladas desde puntos específicos que pueden

ser georreferenciados en las grandes ciudades del mundo conformando así un sistema

urbano internacional; la dualidad del proceso de instauración del capital global, conformado

por una dispersión de la actividad económica y acompañada por un emplazamiento integral

para su funcionamiento, es lo que hará de las ciudades contemporáneas centros destinados

exclusivamente para la producción de bienes y servicios en el sector industrial.

21 García Canclini, N. (2004), “El dinamismo de la descomposición: megaciudades latinoamericanas”, en: Navia, P. y Zimmerman, M. (coords.), Las ciudades latinoamericanas en el nuevo desorden mundial. México: Siglo Veintiuno Editores, 2004.

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[37]

En este sentido, toda ciudad que merezca el título de metrópolis ha logrado un desarrollo

económico tal que le permite adquirir una independencia y autonomía presupuestales, las

cuales, a su vez, le llevan a consolidarse como un ente relativamente autónomo de

producción cultural; esto indica, en otras palabras, que la ciudades más importantes dentro

de la dinámica global se convierten en referentes culturales autónomos e independientes de

los Estados-Nación22. Las ciudades pueden ser pensadas entonces como síntesis y

paradigmas –micromodelos– de procesos más extensos de la reestructuración económica

que experimenta el mundo contemporáneo. Si bien una característica fundamental de la

globalización –y aquí podemos hacer una pequeña acotación para introducir el

problemático concepto del neoliberalismo, al menos como es abordado desde la perspectiva

foucultiana23– es que promueve a toda costa una filosofía de la perpetua circulación de las

cosas; no obstante, dichas cosas adoptan ya no sólo un carácter material y concreto sino que

justamente en esta era lo que más circula son signos, es decir, que la globalización va

acompañada de una creciente semiotización del mundo24, gracias a la influencia que han

ejercido las tecnologías de la información y los medios masivos de comunicación en la vida

cotidiana e institucional, tanto de individuos como de grupos y colectivos. Zygmunt

Bauman, refiriéndose a Richard Sennett en su libro sobre la Globalización25, afirma que las

ciudades que proporcionaban originariamente un sentimiento de seguridad se ha tendido a

asociar más con el peligro que con la seguridad misma26; en otros términos, lo que

pensadores como Foucault y Deleuze habían llamado “la sociedad del control”, destinada a

garantizar un sentimiento de permanente seguridad en las prácticas y actividades de la vida

cotidiana de los individuos, tiene como efecto su contrario –la inseguridad– y esto se debe,

resumiendo bruscamente, a que la disolución de las fronteras, el desarraigo a un territorio y

la liquidación del sentido de pertenencia de los individuos frente a su entorno y a su

comunidad originaria de sentido, ha causado en ellos un malestar cultural que se manifiesta

en la necesidad y búsqueda afanadas por llenar de sentido la existencia mediante el

22 Op. cit., p. 19. 23 Cf. Foucault, M. (1977-1978), Seguridad, territorio, población. México: Fondo de Cultura Económica, 2006. 24 Cf. Baudrillard, J. (1969), El sistema de los objetos. México: Siglo XXI. 25 Bauman, Z. (1998), Globalización. México: Fondo de Cultura Económica, 2001. 26 García Canclini, N. (2004), op. cit., p. 23.

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[38]

consumo, la espectacularización de las prácticas27 y la estetización del mundo28. De manera

que en un mundo regido por la paranoia y la esquizofrenia, lo único que le exigimos al ya

debilitado Estado-Nación es que nos garantice la posibilidad de escoger libremente nuestros

hábitos de consumo y de crearnos una segunda realidad construida por signos y

experiencias simuladas (los simulacros baudrillarianos). En consecuencia, la globalización

y la transnacionalización culturales han provocado “una fuerte rearticulación ontológica y

epistemológica de las entidades reales culturales y psíquicas”29.

Dentro de este trabajo compilatorio se encuentra un artículo de Néstor García Canclini

titulado El dinamismo de la descomposición: megaciudades latinoamericanas, cuyo objeto

principal de reflexión son las megalópolis caracterizadas “por un desaforado crecimiento y

una compleja multiculturalidad”30, concepto que va a ser clave para la caracterización de

las ciudades latinoamericanas teniendo en cuenta su desarrollo histórico desde la colonia,

pasando por su modernización republicana del Estado, hasta nuestros días posmodernos.

García Canclini propone un desplazamiento teórico que va de la pregunta por la cultura

urbana a la pregunta por la multiculturalidad. El concepto de multiculturalidad refiere a la

coexistencia de distintos aspectos culturales cronológicamente dispares que conviven en un

mismo espacio (urbano); es decir, que dentro de una misma ciudad cabe advertir la

presencia de otras muchas ciudades, insistiendo en el hecho de que este fenómeno se hace

presente al considerar la historia de las ciudades31. García Canclini afirma –refiriéndose al

caso particular de México– que éste “es el resultado de lo que las migraciones han hecho en

las ciudades al poner a coexistir a múltiples grupos étnicos”32; sin embargo, dicha situación

particular refiere no tanto al concepto de multiculturalidad como sí al de multietnicidad. La

multiculturalidad es más bien caracterizada por la diversidad urbana –y no tanto étnica–

que convive en la actualidad a la manera de una singular sedimentación de etapas

coloniales y de periodos posteriores a la independencia, o sea proyectos de

27 Debord, G. (1967), La sociedad del espectáculo. Valencia: Pre-textos, 2010. 28 Lipovetsky, G. & Serroy, J. (2015), La estetización del mundo. Barcelona: Anagrama, 2015. 29 García Canclini, N. op. cit., p. 24. 30 En op. cit., pp. 58-72. 31 García Canclini, N., op. cit., pp. 62-63. 32 Ibíd., p. 63.

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[39]

modernización33. La multiculturalidad consiste, en últimas, en la copresencia de distintas

formas de cultura; en este caso, a la presencia de las formas locales junto con las formas

nacionales y transnacionales de la cultura.

García Canclini identifica tres capas de sedimentación que conforman la multiculturalidad

para el caso específico de México. La identificación de estas capas culturales puede ser

bastante diciente a la hora de abordar el caso bogotano y la historia de sus formas

culturales. En primer lugar, el autor identifica el sedimento de la ciudad histórico-

territorial emplazada en el centro histórico fundacional y caracterizada por una estética

colonial en su arquitectura; en la segunda capa de sedimentación se encuentra la ciudad

industrial, la cual se expande hacia la periferia y cuya densidad de los habitantes tiende a

disminuir en el centro histórico de cara a la expansión del territorio urbano; aquí se pueden

identificar, a su vez, tres importantes aspectos: (i) los usos del espacio concerniente al

proceso de descentralización de la ciudad, (ii) la subsiguiente conformación de unas

ciudades policéntricas y (iii) la degradación de los centros históricos para dar paso a otros

tipos de urbanización, esto es, para la creación de espacios residenciales en las periferias de

la ciudad. La tercera y última capa que García Canclini identifica la denomina ciudad

diseminada, pues su principal rasgo consiste en la difusión de los límites que antes la

definían como centro urbano; este tipo de ciudad recibe el nombre también de megalópolis.

Junto a la expansión física de la ciudad producida por la industrialización se suma una

etapa más desarrollada de la misma impulsada por el gran surgimiento de las

comunicaciones y el impacto que éste tiene en la cultura. Así pues, la ciudad histórico-

territorial, la ciudad industrial y la ciudad diseminada coexisten en una misma ciudad de

acuerdo con los desarrollos de la sociedad mundial contemporánea. De ahí que García

Canclini insista en la necesidad de elaborar una nueva definición de la ciudad a partir de

una comprensión sociocomunicacional “que incluya el papel estructural de los medios, su

acción informadora, constituyente de representaciones e imaginarios sobre la vida

urbana”34; esto, debido a que la industrialización ya no es el agente económico más

dinámico en el desarrollo de las ciudades, debido a que ahora su puesto es ocupado por los

33 Ibíd. 34 Ibíd., p. 65.

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[40]

agentes financieros e informacionales, haciendo que el núcleo en las grandes urbes dejara

de ser el centro histórico para dar lugar a una modernización caracterizada por la

interacción constante entre la producción agrícola, la producción industrial y la producción

de bienes y servicios35. Finalmente García Canclini apunta hacia una definición de las

grandes ciudades como aquellos nudos en los que se realizan estos movimientos de

comunicación entre los tres sedimentos anteriormente mencionados. La emergencia de esta

heterogeneidad propia de las urbes actuales exige, en consecuencia, una reformulación

radical de las teorías urbanas clásicas para su adecuada comprensión.

No obstante todo lo anterior, la multiculturalidad de las ciudades determina

indefectiblemente un acceso diferencial respecto a los bienes y los mensajes globalizados;

las formas y los contenidos de la tradición, la modernidad y la posmodernidad difieren en

su acceso y apropiación según las características (de edad, género y nivel educativo) de la

población que vive en un mismo espacio urbano36.

Los planteamientos de García Canclini se relacionan con el análisis de Saskia Sassen a

propósito de la dispersión y la aglomeración, en la medida en que ambos piensan que este

proceso doble responde a una ideología urbanística soportada por razones políticas y

económicas. Haciendo un paralelo entre el caso europeo y el caso de regiones periféricas

como Latinoamérica, en el primero se identifica un período de planificación donde la

expansión urbana se regula con base en la satisfacción de las necesidades básicas de los

habitantes de las ciudades, mientras que en el segundo caso ocurrió un crecimiento caótico

determinado por la presión del crecimiento económico, llegando a intensificar la escasez, la

desigualdad, el uso depredador del suelo, el agua, el aire y demás recursos naturales, entre

otros factores socioambientales de alto impacto. Al igual que Sassen, García Canclini

culmina su reflexión con una serie de cuestionamientos por trabajar en torno a la ciudad

comunicacional o multicultural de los medios; pues este nuevo sedimento en el que nos

encontramos –habitamos– no representa ya un peligro de por sí para la sociedad sino que

depende de las direcciones que se le den a estas potencias, ya sea en beneficio o en

35 Ibíd., p. 66. 36 Ibíd., p. 67.

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detrimento de la democratización de la ciudad. La realidad nos ha mostrado una

configuración de la ciudad basada en la construcción de barreras y murallas, en la

intensificación de la vigilancia y la seguridad privada con el pretexto de estar cumpliendo

con el discurso de la seguridad como principal elemento que anhelan los individuos en la

condición posmoderna. Cabe señalar la influencia que ha desempeñado este discurso de la

seguridad y el control en las ciudades puesto que en virtud de ellas es que se configura una

estética de la seguridad37 –que no sería otra cosa que una estética del miedo a la

inseguridad– que acaba por modelar los tipos de construcción urbana: nótese, por ejemplo,

el incremento en la construcción de conjuntos cerrados, las millonarias inversiones en

cámaras de seguridad, el deterioro de los espacios públicos y su percepción por parte de los

habitantes de la ciudad como lugares inseguros.

La ciudad por sedimentos: la ciudad hojaldre.

Resulta de sumo interés la imagen usada por Néstor García Canclini para ilustrar el

concepto de multiculturalidad que caracteriza a las ciudades latinoamericanas,

especialmente dentro del contexto de la globalización y de la condición posmoderna; a

saber: la imagen de los sedimentos y de la coexistencia/convivencia de distintas formas y

contenidos culturales provenientes, a su vez, de temporalidades históricas heterogéneas. El

arquitecto español Carlos García Vásquez nos ofrece una lectura –digamos– topográfica de

la ciudad, por cuanto la concibe como un compuesto sedimentado por capas de distinta

índole (económica, política, sociocultural, estética, tecnológica, etc.), cuyos

entrecruzamientos, tensiones y colisiones configuran el tipo de ciudad que habitamos hoy

en día. En su libro, Ciudad hojaldre: visiones urbanas del Siglo XXI (2004)38, García

Vásquez se propone explorar cada una de las capas más sobresalientes que componen la

ciudad de hoy, la ciudad del siglo XXI, teniendo en cuenta que la metodología de

observación de tales sedimentos –el uso de la lupa– deberá renunciar a cualquier intento por

construir una suerte de metarrelato lineal y omniabarcador de la historia de la ciudad

contemporánea, con el propósito de dar lugar a una mirada fragmentaria –pero consistente–

37 Ibíd., p. 70. 38 García Vásquez, C. (2004), Ciudad hojaldre: visiones urbanas del siglo XXI. Barcelona: Editorial Gustavo Gili, 2008.

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sobre el entorno urbano que sea capaz de dar cuenta de la inmensa complejidad que

caracteriza a la ciudad en tiempos de la globalización.

El autor de esta obra declara su interés por continuar el proyecto teórico de la francesa

François Choay, encarnado en el libro El urbanismo: utopías y realidades (1965), en el cual

se presenta una polaridad protagonizada por dos modelos de pensar la ciudad que vendrían

a funcionar como categorías historio gráficas, a saber: el modelo “progresista” y el modelo

“culturalista”. Ambos modelos son hijos del incipiente desarrollo de las ciudades

industriales y ejercerán una fuerte influencia en el pensamiento urbanístico de los años

posteriores, sobre en el contexto de la superación de la Crisis del Petróleo en 1973. De una

lado, el modelo progresista asume con entusiasmo el llamado a la modernización, con lo

cual pretende adecuarse a las nuevas exigencias impuestas por la economía industrial y el

crecimiento del capital; de otro, el modelo culturalista desempeñará un papel ciertamente

reaccionario –con tintes románticos y de corte marxista– cuya propuesta posee un carácter

global y a largo plazo, orientado a garantizar la continuidad histórica de la construcción de

la ciudad sin perder el hilo conductor que lo liga con las formas tradicional o premoderna

(preindustriales). A partir de esta polaridad, el aporte de García Vásquez consiste en poner

en tela de juicio “las construcciones históricas, lineales y coherentes que la modernidad

elaboró para conseguir legitimarse social, política y culturalmente”39, que acabaron

repercutiendo en una planeación de la ciudad basada en metarrelatos. Por su parte, la ciudad

hojaldre proyecta una imagen de la ciudad que no está fundada en los grandes relatos de la

modernidad sino en pequeños fragmentos que poco a poco van forjando, a la manera de

capas y pliegues, una visión sumamente imbricada de la ciudad posmoderna. De lo que aquí

se trata es de dar cuenta de una multiplicidad de “pequeños relatos separados y unidos por

sensibilidades diversas”40 que contribuyan a la configuración de distintas visiones y

perspectivas de la ciudad, según el enfoque en el cual predomine un aspecto por encima de

los otros que la componen, reforzando por consiguiente la idea de una ciudad como espacio

de heterogeneidad, de multiculturalidad y de impureza histórica.

39 Op. cit., p. 2. 40 Ibíd.

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La estrategia de la que se sirve García Vásquez para caracterizar los hojaldres constitutivos

de la ciudad contemporánea (de la segunda mitad del siglo pasado a nuestros días), consiste

en presentar cuatro visiones fundamentales de la ciudad correspondientes, a su vez, a cuatro

campos disciplinarios distintos: la visión culturalista de la ciudad, la visión sociológica, la

visión organicista y la visión tecnológica. Lo interesante de dicha estrategia radica en el

hecho de que a través de cada perspectiva disciplinaria salen a flote problemas de distinto

tipo y distinto nivel discursivo en torno al fenómeno urbano. Por ejemplo, lo peculiar de la

visión culturalista de la ciudad reside en la valoración de la historia como el principal

móvil de los proyectos urbanísticos emprendidos por las vanguardias arquitectónicas

modernas, tanto en su intención por establecer la continuidad entre la tradición y los nuevos

cambios espaciales influenciados por la dinámica económica y la cuestión social, como en

su pretensión relativamente manipuladora de ‘recuperar’ ciertas partes de la ciudad –

especialmente aquellas de gran valor turístico y mediático– que anteriormente había sido

azotadas por la violencia, el delito, la drogadicción y la prostitución; será el propio autor

quien afirme que la historia constituye el medio discursivo de manipulación41 por

excelencia de la visión culturalista de la ciudad, en la medida en que justifica los cambios,

los proyectos y las transformaciones de la organización urbana en los países desarrollados

de Europa en la década de los 70. Pues bien, a diferencia de esta visión culturalista, la

visión sociológica de la ciudad hace especial énfasis en la multiplicidad de correlatos que

vinculan el desarrollo urbano con el despliegue de la modernidad dentro de la estructura

social. Esa visión y las dos restantes las caracterizaremos más adelante.

Vale la pena recalcar que cada una de las visiones de ciudad presentadas por García

Vásquez contiene a su vez tres tipos específicos de ciudad, los cuales destacan un conjunto

de aspectos relacionados con la perspectiva propuesta por cada visión. Así pues, la visión

culturalista de la ciudad comprende los tipos de ciudad de la disciplina, la ciudad

planificada y la ciudad poshistórica. La primera de ellas, la ciudad de la disciplina, se

caracteriza por constituir un proyecto de ciudad estructurado bajo los criterios de una

disciplina fundada en principios exclusivamente teóricos y arquitectónicos, lo que dará

como resultado el surgimiento de la urbanística moderna tal como la conocemos hoy en

41 Op. cit, pp. 27-28 y ss.

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día. Esta tendencia disciplinar en la concepción de la ciudad surgió como respuesta a la

vertiginosa transformación de los procesos políticos, económicos y sociales que exigían

modificar la organización y el crecimiento de las ciudades más desarrolladas, pues dichos

cambios tenían un gran impacto en lo concerniente a la intensificación de la desigualdad

social, a la segregación y a la continua especialización espacial de las ocupaciones como

correlato de la división social del trabajo; fue así como La Tendenza –un grupo

arquitectónico italiano cuya figura más prominente fue Aldo Rossi– en la búsqueda por

otorgar una continuidad de tipo racionalista a la configuración de la ciudad moderna –y

basa en algunos postulados de la teoría marxista– dio inicio a los grandes proyectos

totalizadores y a largo plazo de la ciudad de la disciplina.

Pero justamente debido a las dificultades a las que se vería un proyecto arquitectónico y

urbanístico de semejante calibre (omniabarcante y a largo plazo), los nuevos proyectos de

ciudad optaron por un modelo más estratégico en términos pragmáticos y resolvieron

intervenir la ciudad “por partes” y máxime a un mediano plazo, puesto que la dinámica

económica hacía inviable cualquier proyecto que se resistiera a la fluidez y elasticidad de

sus movimientos; de este modo, se empezó a aceptar la participación de agentes privados

para gestionar el crecimiento y la expansión del espacio urbano desde puntos estratégicos

de la ciudad, generando los primeros vestigios de los centros internacionales, de negocios y

finanzas que darán forma a la ciudad posmoderna. Así pues, el producto de esta

reformulación del proyecto de ciudad “por partes” y a corto plazo se denomina ciudad

planificada. Por su parte, la ciudad poshistórica representa un punto de inflexión respecto al

papel que juega la historia en la construcción de la ciudad en el contexto cada vez más

demandante de la globalización –sus flujos de información y la poderosa influencia de los

medios masivos de comunicación en la vida de los individuos–. La ciudad poshistórica será

la primera capa reconocible de la ciudad posmoderna. Si bien el concepto de historia

subyace a lo largo de la visión culturalista de la ciudad, no obstante las condiciones de la

relación con la propia historia en tiempos de grandes cambios tecnológicos, económicos y

administrativos cambian de manera paulatina, aunque radical. El “fin de la historia”

acontece en la medida en que los vínculos identitarios que ligan a una sociedad o

comunidad con un territorio específico se han disuelto en pos de una red de conexiones de

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telecomunicación. La relación con la historia ha cambiado y, por lo tanto, la búsqueda de

un lugar en el mundo, de una identidad relativamente estable y perdurable, ha sido

desplazada por un conformismo caracterizado por la necesidad de consumir y estetizar –no

sólo objetos, sino sobre todo experiencias, estilos y formas de ser–; esto es, de reencantar el

mundo. De ahí que pueda tomarse como ejemplo la estetización de la vida (Lipovetsky) tal

como puede observarse en la modernización del Time Square de NewYork, bajo el pretexto

de volver a las épocas doradas del Broadway tras un deterioro considerable del espacio

urbano debido a la presencia incontrolable de actividades relacionadas con el delito, la

prostitución, el consumo de drogas, entre otras.

A este respecto cabe detenerse un momento en la tensión que se produce alrededor de los

conceptos de historia y memoria colectiva al interior de la ciudad poshistórica. García

Vásquez trae a colación los planteamientos expuestos por la profesora de arquitectura y

urbanismo de la Universidad de Princeton en su libro The City of Collective Memory

(1994), según los cuales la “supone” el reconocimiento de un código –más o menos

especializado– que se encuentra en las nuevas propuestas arquitectónicas de las ciudades de

los países más desarrollados, mientras que la memoria colectiva hace referencia a algo que

“seguía operando en el presente, formando parte de las actividades de los grupos” y que se

transforma en “historia” cuando se elabora un “estereotipo ajeno a la cotidianidad de la

gente”42. Será pertinente retener esta discusión a fin de complejizar algunos otros

planteamientos a propósito de la relación entre la historia y la memoria colectiva desde la

perspectiva de una experiencia de ciudad vista desde las imágenes fotográficas, sin olvidar

la pregunta por las condiciones específicas que posibilitan la construcción y recuperación

de la memoria colectiva de una ciudad como Bogotá –y no tanto de la edificación de un

discurso visual de carácter historiográfico y lineal sobre la misma–. Por lo pronto, podemos

afirmar junto con García Vásquez, que la principal enseñanza de la ciudad poshistórica,

dentro de una perspectiva culturalista, es que, a pesar de que las referencias geo-históricas

ya no existen, no obstante éstas se pueden inventar.

42 Op. cit., p. 26.

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[46]

Como se había mencionado anteriormente, la visión sociológica de la ciudad se concentra

en destacar los aspectos que permiten relacionar los procesos urbanos con los procesos de

la modernidad, estableciendo de esta manera paralelos entre la Ciudad y la Sociedad. La

visión sociológica de la ciudad asume en principio algunos postulados del pensamiento

marxista, por cuanto concentra su interés en abordar los nexos que la ciudad guarda con la

estructura socio-económica de la sociedad (esto es, los procesos del trabajo y la lógica del

sistema de producción capitalista) y cómo ésta, a su vez, mantiene sus relaciones con la

superestructura en tanto interpretación ideológica del mundo. A raíz de la anteriormente

mencionada crisis del petróleo de 1973, surgió la necesidad de repensar urgentemente las

estrategias de producción y difusión de la dinámica económica vigente hasta entonces; la

dimensionalización de los cambios que debían ejecutarse debían repercutir necesariamente

en dos esferas que, guardadas las proporciones, se encuentran estrechamente ligadas: tanto

a nivel internacional como en el ámbito específicamente urbano, la globalización y el

incipiente consumo de masas se perfilarían como los principales elementos constitutivos

del nuevo marco socio-económico, político y cultural de la posmodernidad. Es aquí cuando

García Vásquez retoma el tipo específico de ciudad global y su peculiar lógica productiva

urbana caracterizada por el neoliberalismo (desregulación de la economía), la expansión

geográfica (del capital, la fuerza del trabajo y la producción) y el auge de las tecnologías de

la información y los medios de comunicación (Sassen). Siguiendo a Manuel Castells –

citado por García Vásquez–, la ciudad se convierte ahora en un espacio de los flujos43

ininterrumpidos. Y es que la construcción de la ciudad como espacio de flujos requiere de

una reorganización espacial en el que la actividad económica –dividida en el sector

industrial, el sector ocupacional y el sector financiero– se encuentre estratégicamente

emplazada (localizada) a fin de garantizar la conectividad de objetos, personas e

informaciones. Cabe insistir en la idea –retomando a Sassen– según la cual la

descentralización de la actividad económica no va acompañada de la descentralización de la

propiedad del capital, pues, en correspondencia con ese doble proceso de dispersión y

(re)localización, las ciudades globales funcionan exclusivamente como puntos estratégicos

dentro de toda una inmensa red de interconexiones para cuyo entramado infraestructural –

43 Op. cit., p. 57.

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[47]

en el cual el capital, propiedad de unas cuantas empresas multinacionales, se ha de asentar–

el espacio urbano debe cumplir las exigencias de la globalización.

Lo anterior produce cambios evidentes en la fisionomía de la ciudad. Su expansión hacia la

periferia obedece igualmente al desplazamiento que experimenta la actividad industrial

hacia las afueras de las ciudades de los países desarrollados, si no en las principales

ciudades de los países en vías de desarrollo; como contraparte de estos procesos, los

parques tecnológicos –en los cuales so ofrecer productos y servicios relacionados con el

diseño, el marketing, la moda, el ocio y la cultura– cobran una fuerza desbordante tanto

para la economía urbana –y su configuración espacial– como para el capital global.

Sin embargo, no todo es color de rosa. Dado que la verdad fáctica de los acontecimientos

del mundo humano revela siempre una sola cara de la moneda, dejando –algunas veces

forzosamente– invisibilizada y latente la otra cara, no tan agradable, el reverso de la ciudad

global es caracterizada por García Vásquez, al igual que Sassen, como la ciudad dual.

Como correlato social de la dispersión e instalación geográfica de la actividad económica

global, surgen al interior de las ciudades los principales y más graves flagelos que azotan a

las ciudades contemporáneas (especialmente aquellas cuyos países se encuentran en vías de

desarrollo): la segregación y la desigualdad sociales. Saskian Sassen llama ‘dual’ a este tipo

de ciudad debido a una polarización social que se produce como resultado, no de la

decadencia, sino de las políticas de desarrollo –principalmente económico– que se instauran

tanto en los países centrales como en los de la periferia (modelo norte-sur); en otras

palabras, no se trata más que del problema de las implicaciones que la lógica productiva del

capital global ha generado para el tejido social. En el caso del mercado laboral, la

desigualdad de oportunidades trae consigo el aumento del trabajo y la actividad económica

informales, además de una intensificación alarmante en los índices de pobreza. A propósito

de esta cuestión, cabe preguntarse por las implicaciones económicas y socioculturales

producidas por las transformaciones del entorno urbano agenciadas por los Planes de

Ordenamiento Territorial del Distrito de Bogotá, en relación con el desempleo, el trabajo

informal y la gentrificación del centro histórico de la ciudad; como se ve, las configuración

espacial de las principales calles del centro bogotano obedece a una lógica propia de la

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ciudad dual, donde el trabajo informal, la pobreza y la desigualdad desfilan cotidianamente

a lo largo del corredor de la Carrera Séptima, por ejemplo, mientras se convive simultánea

y pasivamente con grandes almacenes de cadena, franquicias de empresas multinacionales

y prestadoras de bienes y servicios de última tecnología (esto es: multiculturalidad: o de

cómo coexisten la ciudad global y la ciudad dual; el crecimiento económico, la

fragmentación social, el debilitamiento político, la hibridación cultural y la esquizofrenia

estética/sensorial).

A fin de cuentas, el tipo de ciudad global nos permite observar el surgimiento de nuevos

ricos (profesionales altamente capacitados para desempeñar labores sumamente

especializadas) y nuevos pobres (poco cualificados y obligados a desenvolver tareas de tipo

técnico). Uno de los fenómenos sociales más destacados para el pensamiento transformador

de la ciudad global es el de la gentrificación, proceso mediante el cual, gracias a la

creciente especulación del valor del suelo de los centros de las ciudades, tiende a desplazar

a la población que tradicionalmente ha residido en dichos sectores, obligándolos a

instalarse en la periferia y, en el peor de los casos, a tener que construir viviendas

improvisadas con materiales no siempre adecuados; estas personas –normalmente de

escasos recursos– abandonan el que fue su hogar por décadas para dar lugar a la

construcción de grandes edificios patrocinados por poderosos capitales privados o, en el

mejor de los casos, a nuevos establecimientos (restaurantes, discotecas, sitios de ocio y

entretenimiento, centros comerciales, etc.) en los que personas de altos recursos aprovechan

su tiempo libre al interior de los importantes centros de las ciudades.

De aquí puede llevarse a cabo el salto hacia la ciudad del espectáculo44: el ocio, la cultura y

el entretenimiento son los protagonistas en tanto principales objetos de consumo y

generadores de experiencias extraordinarias. A falta de un arraigo territorial, la sociedad del

espectáculo –muy de la mano con los planteamientos de Debord y Lipovetsky– ofrece la

posibilidad de una experiencia simulada e ‘hiperestetizante’ de la ciudad. Los espacios para

el ocio, la cultura, la moda y el entretenimiento cuentan con cada vez mayor importancia en

la actividad económica de las urbes; los principales consumidores de la ciudad del

44 Op. cit., p. 78 y ss.

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[49]

espectáculo son por lo general aquellos nacidos en el baby boom de posguerra, individuos

entregados a un mundo mediatizado, imaginado y reencantado, que entienden la libertad

integral del ser humano bajo el lente de la libertad de consumo. Las ciudades del

espectáculo adoptan una apariencia moderna dominada por las luces de neón, las

arquitecturas brillantes o de vidrio, el atiborramiento visual de los centros de las ciudades y

una contaminación auditiva que condensa tanto el flujo de personas y objetos como el flujo

de informaciones y capitales. La sociedad del espectáculo se asemeja a una especie de

burbuja en la que los individuos sólo se sienten interesados por “absorber por los sentidos,

sin cuestionarse críticamente su situación en el mundo”45.

Por último, dentro de la visión sociológica de la ciudad, encontramos a la ciudad sostenible.

Recibe así su nombre por representar una alternativa a las consecuencias del desarrollo

económico, social y político de las ciudades sobre el medio ambiente y la relación del ser

humano con la naturaleza. La ciudad sostenible juega un importante rol respecto a los

problemas planteados por los tres tipos de ciudad anteriormente tratados, al oponerse a “la

ciudad global (paradigma del tardo capitalismo) y a la ciudad del espectáculo (paradigma

de la sociedad de consumo), al tiempo que aspira a convertirse en alternativa a la ciudad

dual (paradigma de la injusticia social)”46. Este tipo de ciudad se caracteriza

fundamentalmente por la toma de conciencia por parte de la sociedad contemporánea “de

que las ciudades se estaban convirtiendo en máquinas depredadoras del medio ambiente”47.

La propuesta ha recibido acogida por parte de los gobiernos distritales de países en vías de

desarrollo, como por ejemplo Brasil; el autor saca a relucir el brillante ejemplo de la ciudad

de Curitiba, cuya administración a cargo de Jaime Lerner (1972-1992), supo articular el

compromiso social y el desarrollo urbano sostenible e integrado48.

En últimas, la visión sociológica de la ciudad nos presenta un panorama colmado de

problemáticas en torno al fenómeno urbano inscrito en el contexto/proyecto de la

modernidad; tales problemas podrían resumirse en los siguientes cuatro conceptos

45 Ibíd., p. 79. 46 Ibíd., p. 94. 47 Ibíd., p. 90. 48 Ibíd., p. 95.

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[50]

generales: globalización, desigualdad/injusticia social, consumo (de masas) y

sostenibilidad. Leyendo las problemáticas sociales de las ciudades como síntomas de

patologías sociales a un nivel mucho más general, la visión sociológica de la ciudad

permite adentrarnos a la complejidad inherente que supone tanto el pensar la ciudad como

el trabajar para su transformación en términos de compatibilidad entre el crecimiento

económico y el desarrollo social, no obstante teniendo en cuenta la poderosa influencia que

juegan los medios, la cultura, el ocio y el entretenimiento como los nuevos codificadores de

la cultura urbana en la posmodernidad.

Nos acercamos, por tanto, a la tercera visión de la ciudad: la visión organicista49. La

filosofía que soporta esta perspectiva de la ciudad suele ser una de las más interesantes para

comprender la situación actual de los vínculos que mantiene el espacio urbano con sus

habitantes, sin olvidar que la un par de capas por debajo se encuentra al concepción de la

ciudad como espacio de flujos. Si bien uno de los primeros acercamiento a esta visión

organicista puede detectarse en los intentos por establecer “conexiones entre la lógica

formal y funcional de la ciudades y la lógica formal y funcional de los seres vivos en

general”50. Es así como la ciudad empieza a considerarse como un organismo vivo al cual

habría que brindarle un cuidadoso tratamiento como tal; la ciudad es un ente vivo que

palpita, cuyo centro histórico puede tomarse por su corazón y cuyas vías se entienden a la

manera de un sistema circulatorio.

Las nociones de ‘organismo’ vendrían a asociar prontamente la idea de que la ciudad se

asemeja a la constitución orgánica de un ser vivo tal como lo es el ser humano. Sin

embargo, para que ello fuese así hubo una serie de aproximaciones intermedias, las cuales

aportaran a la identificación de los tres tipos de la visión organicista de la ciudad: la ciudad

como naturaleza, la ciudad de los cuerpos y la ciudad vivida.

El pensamiento de la ciudad como naturaleza tiene sus orígenes en la prolífica relación

entre arte y ciencia que caracterizó a los tiempos del Renacimiento. En este momento del

49 Ibíd., p. 120 y ss. 50 Ibíd., p. 120.

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[51]

desarrollo de la civilización, la noción de cosmos impregnaba aún la comprensión del ser de

la naturaleza, esto es, que la naturaleza era una suerte de representante de lo divino, de un

orden superracional que debía ser imitado por la ciudad. Las ideas de la belleza, el orden y

la armonía predominaban en la concepción originaria de la ciudad como un organismo

vivo51. Sin embargo, en las últimas décadas surgió la noción apolínea de la naturaleza

sufrió un giro de ciento ochenta grados debido a la complejidad que supone comprender

abarcadoramente la ciudad contemporánea, razón por la cual se empezó a asociar el

comportamiento de la ciudad a la luz de las teorías del caos; de tal manera que “el interés

contemporáneo por la naturaleza es mucho más afín a conceptos como caos y multiplicidad

que a los de equilibrio y armonía”52. Por tanto, ciudad y complejidad sería nociones que en

adelante irían indefectiblemente de la mano.

Pero fue al interior de esta concepción dionisíaca de la naturaleza –sustentada en postulados

fuertemente científicos– que se efectúo un considerablemente desplazamiento hacia la

noción de flujos. Aquí la imagen de la ciudad como un organismo sin cuyo sistema

circulatorio no podría existir, aparece con gran fuerza. La entropía característica del

organismo urbano, hacían de él un organismo en constante movimiento, siendo uno de los

principales síntomas de buena salud el hecho de que sus sistema circulatorio se encontrara

en óptimas condiciones. Esta visión se acerca a los planteamientos de Richard Sennet, en su

obra Carne y piedra (1994), a propósito de la reconfiguración a la que se vieron sometidos

los lugares abiertos de las ciudades, propicios para la aglomeración de individuos y

expresiones de tipo político y cultural (plazas, calles, parques, etc.), con el fin de adecuarlos

a las necesidades de movilidad que emergieron tras la consolidación del automóvil como

paradigma del desplazamiento autónomo en las ciudades modernas. Los organismos vivos

están en su mayoría compuestos por agua y pareciera entonces que la vida líquida se

asumiera como pilar fundamental en la organización y la producción de las ciudades

contemporáneas. En conexión con Sennet (1994), Zygmunt Bauman (2000) sostiene que

“la fluidez era una acertada alegoría para describir la esencia de la presente fase histórica de

la ciudad”53, la cual aboga por una concepción de la ciudad caracterizada por sus estados

51 Ibíd., p. 121. 52 Ibíd. 53 Citado en op. cit., p. 129.

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[52]

líquidos y por la asimilación de la fluctuación permanente como paradigma de “la

condición evanescente de la ciudad tardocapitalista”54.

Ahora bien, el tercer y último tipo de ciudad incluida en la visión organicista resulta de

suma relevancia para nuestro proyecto de investigación interesado en una posible

construcción de una iconografía urbana del centro histórico de Bogotá: la ciudad vivida. A

este tipo de ciudad daremos la atención que merece en páginas siguientes; por lo pronto, a

modo de abrebocas, cabe ofrecer una presentación general con el fin de brindar aquellos

elementos que contribuirán a enriquecer tanto la comprensión teórica como las estrategias

metodológicas del presente estudio. Aunque la visión organicista de la ciudad vincula a esta

última con el concepto de organismo y, más específicamente, con el de cuerpo humano,

éste no puede prescindir, no obstante, de la dimensión espiritual o mental que la constituye.

Por lo tanto, la ciudad vivida representa un punto de torsión a partir del cual la ciudad deja

de ser exclusivamente un objeto de análisis y planeación, independientemente de las

vivencias de sus habitantes, –esto es: la ciudad como espacio neutro–, para dar lugar a una

concepción de la ciudad que concentra su atención hacia las experiencias y filiaciones que

tienen sus habitantes en su interior. En otras palabras, las consideraciones en torno a la

ciudad se apartan del estudio de las formas puramente arquitectónicas y funcionales hacia

las vivencias que tienen lugar al interior de ella (las cuales incluyen la participación de

deseos, sensaciones y memorias). Dicho desplazamiento constituye el inicio de un gran

sedimento dentro de la ciudad hojaldre en la medida en que la introducción del elemento

subjetivo de la ciudad nos lleva a preguntarnos por el significado del habitar la ciudad y las

distintas formas que producen los asimismo diferentes modos de apropiación del espacio

urbano. La ciudad (vivida), antes que el receptáculo de individuos reunidos en una misma

delimitación territorial, por más difusa que esta sea, es, ante todo un producto destacado de

la creatividad humana por hacerse un lugar-en-el-mundo. El habitar será, por tanto, el

componente más trascendental de la ciudad vivida. Dejamos pendiente el desarrollo de esta

tipología para lo que sigue.

54 Ibíd.

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[53]

Finalmente, la cuarta y última visión de la ciudad: la visión tecnológica55. En este apartado

se condensan, casi que vertiginosamente, el último estado del despliegue histórico y

ontológico de la ciudad contemporánea, teniendo como sus protagonistas el auge de las

tecnologías de la información, la cibernética y el paulatino surgimiento de la realidad

virtual, internet y la nanotecnología. “La visión tecnológica concibe la ciudad como un ente

primordialmente productivo cuyo funcionamiento viene garantizado por las tecnologías”56;

a este respecto, asistimos a otro viraje que consiste en el reemplazo de la noción de

‘cultura’ como determinante de la construcción de la ciudad por el concepto de

‘civilización’. Junto a los grandes avances a la humanidad gracias al desarrollo tecnológico

de las principales potencias del mundo desde la década de 1960 –comenzando por la

llegada del hombre a la Luna– las visiones futuristas de la ciudad comenzaban a adquirir la

fuerza suficiente para proyectar una imagen semejante a la nueva ciudad contemporánea.

Dentro de la ciberciudad existen dos postura contrapuestas, a saber: (i) la tecnofilia, aquella

que respalda con entusiasmo la incorporación de elementos virtuales a la ciudad real o, más

radicalmente, que suscribe el proyecto de construir un ciberespacio en el que cada

individuo pueda habitar teniendo acceso a todo tipo de bienes, servicios, informaciones y

redes de comunicación de todo aquello que pueda imaginarse; la corriente de pensamiento

que defiende este modelo de ciudad recibe el nombre de e-topía. Por otro lado, (ii) se

encuentra la postura tecnófoba, enemiga de la virtualización de la vida urbana real; sus

razones están dirigidas en torno a una crítica sobre las repercusiones sociales de la

instalación de la ciberciudad, así como de la transformación de los seres humanos en

cibernautas o, en su defecto, en una especie de ciborgs. En últimas, un pensamiento

distópico alimenta la postura tecnófoba de la visión tecnológica de la ciudad, pues la

creciente fragmentación de los espacios y las actividades humanas a causa del poder

organizativo de la economía y las nuevas tecnologías se encuentra en abierta contraposición

con los proyectos de la modernidad encaminados a construir una experiencia totalizante y

abarcadora de la existencia humana a través del dispositivo urbano; aquello a lo cual nos

enfrentamos hoy en día es a la anulación de la aspiración de cualquier proyecto totalizador,

la ciudad se va dispersando a medida que lo requieran sus dinámicas interiores y exteriores,

55 Ibíd., p. 172 y ss. 56 Ibíd.

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[54]

no existe ya un modelo de planificación espacial del territorio urbano, la ciudad planificada

ha quedado soterrada debido a las grandes transformaciones estructurales de la ciudad

posmoderna contemporánea. Ahora las ciudades adoptan cada vez más la forma (y el

funcionamiento) de un chip por cuanto su diseño está construido de cara al almacenamiento

y transmisión de una importante cantidad de información. Es así como la ciudad chip

aparece como un modo de organización territorial de la ciudad que no obedece a un modelo

simétrico, simplemente racional sino que su forma se adecúa justamente a las exigencias

del flujo de información y de capitales, haciendo que su crecimiento y dispersión sean cada

vez más evidentes al encontrarse zonas altamente densas contiguas a sectores despoblados

y zonas abiertas inutilizadas.

Hemos realizado nuestro recorrido por cada una de las capas que componen a la ciudad

hojaldre de mediados del siglo XX hasta nuestros días. Como pudimos observar –y vale la

pena recalcarlo– la ciudad, más que tratarse de un hecho acabado en el marco de la

modernidad, constituye una compleja producción en permanente creación y re-creación en

la que cada una de las intervenciones y formas de pensarla se imbrican de tal manera que

las huellas del pasado se encuentran y reencuentran con los problemas del presente y las

visiones a futuro. La ciudad contemporánea, habitante de la condición posmoderna de la

sociedad actual, exige que se la piense al margen de las explicaciones lineales, totalizantes,

estables, ordenadas y acabadas de la historia de su desarrollo. Por su parte, tanto las

ciudades en general como nuestras ciudades latinoamericanas en particular –y, sobre todo,

nuestra singular morada bogotana– plantean un conjunto de retos a la hora de construir un

panorama acerca de su evolución histórica desde mediados del siglo XX, la cual, a pesar de

ser fragmentaria es consistente; una evolución histórica que no se entiende bajo un

concepto de historia entendida como documentación historiográfica, científica y

absolutamente objetiva, ni de un concepto de ciudad en tanto objeto analizable a partir de

criterios estricta y exclusivamente disciplinares, sino más bien de una historia de la ciudad

entendida como una suerte de arqueología/genealogía urbanas, una hermenéutica de la

experiencia urbana en la que no sólo empieza a cobrar importancia la imagen de una ciudad

que a través del tiempo se ha procurado sus propias marcas y cicatrices, sino que asimismo

aparece con igual relevancia la dimensión subjetiva del habitar urbano. Abrimos, de esta

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[55]

manera, las puertas hacia una comprensión poética de la ciudad en tanto forma destacada

del habitar humano en el mundo contemporáneo.

La ciudad vivida: una introducción a la dimensión poética del habitar humano en

las ciudades

¿Por qué y en qué medida es importante el concepto de ciudad vivida para el objeto de esta

investigación? ¿Cuáles son aquellos rasgos que permiten delimitar y enfocar la estrategia

metodológica y epistemológica del presente estudio? El concepto de ciudad vivida

trabajado por García Vásquez nos permite llevar a cabo un giro hermenéutico en torno a la

comprensión del fenómeno urbano en la contemporaneidad; este giro no representa otra

cosa más que el desplazamiento de una concepción formal y disciplinaria de la ciudad hacia

una perspectiva ontológico-existencial de la misma en tanto que la ciudad no es pensada ya

como un espacio neutro, esto es, un receptáculo que aglomera una multiplicidad de

individuos, prácticas y discursos de diversa índole, y en donde los problemas a enfrentar se

formular únicamente en término de su debida planeación independientemente de los efectos

que ésta tenga sobre la vida de los individuos, su cotidianidad y la relación afectiva que

ellos tienen con el espacio en cuanto habitantes urbanos. Nada que sea humano puede ser

absolutamente objetivo y neutral. Todo aquello con lo cual el hombre mantiene una

relación y por medio de lo cual el ser humano procura construir una morada en el mundo se

encuentra mediado –y mediatizado– por un conjunto de elementos heterogéneos que

configuran la especificidad de la experiencia urbana tanto individual como colectivamente.

Habíamos dicho que el concepto de ciudad vivida establece una ruptura con respecto a un

abordaje puramente formal de la ciudad –respaldado por las corrientes de pensamiento de la

arquitectura y vanguardias modernas– para dar lugar al papel que juegan las sensaciones,

los deseos y las memorias al interior de la ciudad como espacio vivido, habitado. Dentro de

esta noción de ciudad vivida, García Vásquez dilucida dos perspectivas teóricas que

orientan su comprensión: una perspectiva fenomenológica y otra perspectiva psicoanalítica.

En cuanto a la primera perspectiva, el autor destaca la idea según la cual “la ciudad está

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ligada a la experiencia vivida por el cuerpo”57, es decir, que no sólo la ciudad alberga una

multiplicidad de cuerpos sino que ella, asimismo, pasa por el cuerpo. Aquí el concepto de

experiencia adquiere un lugar privilegiado porque permite establecer una red de conexiones

entre la dimensión objetiva (por ejemplo, aspectos físicos e infraestructurales) y la

dimensión subjetiva (vivencias, prácticas, afecciones, memorias) de la ciudad. La

experiencia es aquello que permite percatarnos de la relación recíproca y abigarrada entre

sujeto –ciudadano– y objeto –ciudad–. Sin embargo, previo al concepto de experiencia, se

encuentra el de percepción. García Vásquez trae a colación el libro de Kevin Lynch titulado

La imagen de la ciudad, donde se plantea la importancia de reflexionar sobre la percepción

de los aspectos de la ciudad teniendo en cuenta el predominio que posee el sentido de la

vista en la configuración de la experiencia urbana propiamente moderna. G. Simmel (1908)

ya había apuntado en esta dirección en la medida en que sostiene que la vista es el sentido

por excelencia de la modernidad urbana, pues –al igual que Aristóteles– ofrece la

posibilidad de percibir la mayor cantidad de diferencias acerca del entorno en el que se

vive, sumándole el hecho de que el vertiginoso ritmo de vida impuesto por las grandes

ciudad exige un conocimiento práctico y extensivo de cara al fortalecimiento y/o

debilitamiento de las relaciones sociales (por medio de la vista se llegar a tener una primera

idea, parcial, de aquellos con quienes se cruza en la calle) y del mundo del consumo que

está frente a nosotros (publicidad, medios de comunicación, etc.). Ahora bien, lo que vale la

pena destacar del análisis de Lynch es su interés por abordar el problema de “las

representación intelectual de los ciudadanos a partir de sus vivencias cotidianas”58 o, en

otros términos, indagar por el rol que desempeña la visualidad en los procesos de

construcción de la memoria colectiva de la ciudad. Según esto, se advierte la posibilidad de

explorar los elementos de la vida cotidiana de los ciudadanos que permiten elaborar una

representación intelectual de la vida en la ciudad; dicha representación puede dar cuenta de

aspectos fundamentales de la vida cotidiana y, del mismo modo, ésta constituye la base –la

materia– a partir de la cual los ciudadanos se hacen una idea del entorno en el que viven.

Contrario a las posturas que sostienen que la vida cotidiana carece del componente

reflexivo-racional, el concepto de ciudad vivida permite un acercamiento hacia la vida

57 Op., cit., p. 137. 58 Ibíd.

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cotidiana cuyo potencial intelectual se expresa en prácticas tales como las condiciones de la

sensibilidad –en la visualidad– y la construcción de memoria colectiva. En un siguiente

apartado abordaremos la cuestión de los vínculos existentes entre memoria y vida cotidiana

a la luz del pensamiento de H. Bergson59 y A. Heller60.

En cuanto a la perspectiva psicoanalítica de la ciudad vivida, encontramos la centralidad

que ocupa la noción del subconsciente en la medida en que “la percepción de la ciudad está

condicionada por nuestros deseos, emociones, sentimientos”61. A primera vista, esta tesis

sirve como justificación de la tradición urbanística sostenida, por ejemplo, por los

proyectos inscritos en la “ciudad de la disciplina” y la “ciudad planificada”. No obstante, la

importancia que se otorga a la dimensión afectiva de la experiencia urbana tiene que ver

con el hecho de que las formas que adopta el espacio urbano se encuentra en estrecha

ligazón con la especificidad de los elementos psicosociales de una cultura en particular; así

pues, de lo que se trata es de profundizar en las relaciones existentes la psicología y el

espacio. Uno de los análisis más representativos a este respecto es el realizado por W.

Benjamin en su Libro de los pasajes de París, en el cual se propone llevar a cabo, según

García Vásquez, una reconstrucción psicológica de la ciudad. Por la misma, autores como

G. Deleuze y F. Guattari plantean que el desarrollo de la ciudad moderna no obedece a otro

fin que a la represión del deseo, convirtiéndola en un espacio ambivalente de ansiedad y

placer. En todo caso, tanto la postura de Benjamin como la de Deleuze y Guattari

convergen en la tesis de que la ciudad funciona como un “instrumento de dominio del

capitalismo”62. Las razones por las cuales cada autor afirma lo anterior obedece a un interés

por caracterizar las condiciones y procesos psicológicos que tienen lugar en las ciudades

modernas capitalistas –en el caso de Benjamin las ciudades modernas y en el caso de

Deleuze y Guattari las ciudades posmodernas–.

García Vásquez muestra cómo Deleuze y Guattari, basados en las contribuciones de

Benjamin, elaboran una propuesta teórica –con claros referentes empíricos en la historia–

59 Bergson, H. (1896), Materia y memoria. Buenos Aires: Cactus, 2006. 60 Heller, A. (1970), Sociología de la vida cotidiana. Barcelona: Península, 2002. 61 Ibíd., p. 138. 62 Ibíd., p. 139.

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orientada hacia un intento por reterritorializar los flujos de deseo constantemente

reprimidos en las ciudades capitalistas: las máquinas deseantes63. Los autores llaman a este

tipo de estrategia a iniciativas de carácter principalmente artístico que crean “líneas de fuga

que desatan los deseos y arrasan los códigos urbanos preestablecidos”64. Hablando

concretamente, las máquinas deseantes hacen referencia a dispositivos o acontecimientos

artísticos que atacan directamente a la monumentalidad que erige, oficialmente, la memoria

histórica de un pueblo o una comunidad en el espacio que habita; por lo general, los

monumentos históricos que hallamos en las ciudades narran su historia desde la perspectiva

–digamos– de “los vencedores”, dejando por fuera a todos aquellos que hicieron parte de

las cruentas luchas por la transformación de la sociedad e invisibilizando a los vencidos,

pobres o marginados. Ejemplos de tales máquinas deseantes las encontramos en Berlín con

el Monumento del Holocausto del arquitecto Peter Eisenman, la Zona cero del World Trade

Center en Nueva York y, en el caso de Bogotá, el espacio dedicado –aunque

lamentablemente descuidado– al sitio en el que Jorge Eliécer Gaitán fue asesinado en la

Carrera Séptima. Es así como Deleuze y Guattari efectúan un viraje que intenta ir de la

monumentalidad del poder instituido al acontecimiento histórico agenciado por la memoria

deseante. A este respecto podemos ya entrever un concepto de memoria que trasciende su

comprensión como facultad documental y cronológicamente lineal para pensarse como

memoria viva en tanto memoria que desea, goza y sufre; una memoria creativa que produce

ciudad a partir sus vínculos con el pasado, igualmente vivo, presente y actual. Nos

acercamos, por tanto a una memoria que adopta activamente formas estéticas, productora

de espacios y que responde a las más profundas necesidades espirituales del ser humano

que habita la ciudad. La memoria no es tanto recuerdo como pathos.

En todo caso, se abre una cuestión de suma importancia para el presente estudio: la

distinción fundamental entre Memoria y memoria65. Mientras que la Memoria –ligada

asimismo al concepto de Historia– tiene como referente principal a un pasado real y

pretende la construcción de un relato estable, lineal y completo de los hechos, la memoria

(deseante, viva) involucra la participación de reconstrucciones personales, fragmentarias,

63 Ibíd. 64 Ibíd. 65 Ibíd., p. 140 y ss.

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inestables e incompletas que dan cuenta de la diversidad de experiencias, perspectivas y

acontecimientos que componen la actualidad de la historia de la ciudad y la forma como sus

habitantes se relacionan cotidianamente con ella. De nuevo la fragmentación e

inestabilidad, esta vez en el caso de la memoria colectiva. Si nos propusiéramos reunir cada

uno de estos fragmentos y reconstrucciones personales de la ciudad obtendríamos de todo

menos la Historia de la Ciudad, sino que, por el contrario, construiríamos una imagen

sumamente rica y original, a la manera de un collage, de la ciudad vivida. No se trata

entonces de reproducir los hechos en plano de las palabras y los metarrelatos; más bien se

trata de crear ciudad desde la producción de una ciudad nunca antes vista, en donde lo

invisible se hace patente en la visualidad. Se trata de concebir la memoria de la ciudad

como “una forma de reconstruir, en el presente, los deseos ocultos en la mente urbana”66.

Topofilia: del espacio ocupado al espacio habitado

A lo largo de las discusiones abordadas hasta ahora en torno a la cuestión urbana en

tiempos posmodernos –partiendo de un análisis global de las megaciudades en la actualidad

hasta llegar a una pequeña contextualización de la posición que ocupan las ciudades

latinoamericanas dentro la lógica mundial contemporánea–, se ha venido empleando

sutilmente un concepto que merece toda la atención del caso. Este concepto responde a los

debates suscitados por la pregunta contemporánea acerca del lugar: ¿qué significa tener

lugar en un mundo totalmente descentralizado, donde cada vez las fronteras físicas se

disuelven en beneficio de las redes de conexión que permiten el constante flujo de

información, personas y objetos? ¿Qué significa tener lugar en el mundo una vez rotos los

vínculos de la identidad (individual y colectiva) con un territorio específico? ¿Cómo podría

uno tener lugar estando siempre en movimiento? ¿Cuál es el lugar del ser humano en el

mundo globalizado? ¿Cuáles son las principales características ontológicas del ser-en-el-

mundo-posmoderno? ¿Cómo se han visto afectadas las distintas formas de habitar el mundo

luego de las transformaciones experimentadas por la sociedad en las últimas décadas?

¿Ofrecen nuestras ciudades latinoamericanas la oportunidad para que cada persona que la

habita tenga verdadero lugar en ella?

66 Ibíd.

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[60]

El antropólogo francés Marc Augé (1995) ha sido uno de los primeros que se ha dedicado a

la pregunta por el lugar en el marco de las transformaciones socioculturales producto de la

modernidad tardía. La acuñación de la noción de no-lugar entendida como espacios fluidos

del anonimato pretende dar cuenta de la condición antropológica por excelencia de los

tiempos actuales; los no-lugares surgen como consecuencia del desarraigo al que se ve

expuesto el ser humano tras la disolución de las fronteras y las distancias, unido al

crecimiento de la masa social, el influjo de las telecomunicaciones y el exacerbado

consumismo individualista. El desplazamiento del lugar antropológico hacia la antropología

de los no-lugares abre la cuestión acerca de las condiciones de posibilidad y la naturaleza

de los nuevos lazos sociales que se crean y de los viejos nexos que se diluyen.

Ahora bien, un nuevo concepto se perfila como el elemento que permite articular la

pregunta por el lugar contemporáneo en relación con la ciudad en la que se vive, la ciudad

que se habita, la ciudad vivida. Esta nueva propuesta teórica ha sido desarrollada por el

profesor Carlos Mario Yory (2003, 2005, 2007)67 con el fin de llevar a cabo un giro

ontológico y epistemológico en la comprensión de la ciudad, giro con el cual culminamos

nuestra revisión en torno a la cuestión urbana actual. Dicho giro pretende colocar en tela de

juicio la definición de la ciudad como espacio continente, como receptáculo geográfico,

como lugar ocupado por una cantidad considerable de individuos. La ciudad es ahora

concebida como un espacio habitado: la elaboración relativamente definitiva –al menos

para el interés que orienta el presente estudio– de la ciudad vivida propuesta por García

Vásquez.

La estrategia conceptual utilizada por Yory para dar cuenta de las características de la

ciudad habitada –siempre en relación con las nuevas dinámicas sociales del consumo

67 Yori, C. M. (2003), Topofilia, ciudad y territorio. Una estrategia pedagógica de desarrollo urbano participativo con dimensión sustentable para las grandes metrópolis de América Latina en el contexto de la globalización. “El caso de la ciudad de Bogotá”. Madrid: Ed. Universidad Complutense de Madrid; Yori, C. M. (2005), “Del espacio ocupado al lugar habitado: una aproximación al concepto de topofilia”, en: Revista Barrio Taller, serie “La ciudad pensada”, n° 12: “Ciudad y Hábitat”. Bogotá: ed. Revista Barrio Taller, pp. 47-64; Yori, C. M. (2007), Topofilia o la dimensión poética del hábitat. Bogotá: Centro Editorial Javeriano y COLCIENCIAS.

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impuestas en el siglo XXI debido a la globalización– recibe el sugerente nombre de

topofilia. Realizando una sucinta descomposición etimológica de dicho término (topos:

‘lugar’ y philos: ‘amor’, ‘amistad’, ‘atracción’; philiación: ‘adscripción’), advertimos

inmediatamente que la concepción de la ciudad como espacio habitado –y, por

consiguiente, del concepto de habitar– refiere fundamentalmente a un intento por

desentrañar las profundidades constitutivas de la condición humana en general, su ser-en-

el-mundo; esto es, un intento por descubrir la peculiaridad ontológica de la relación que

tiene el ser humano con el espacio, o sea, del habitar como dimensión poética de la

existencia. Es justamente la topofilia aquel concepto que insiste en mantener abierta la

pregunta por la posibilidad real de tener lugar en el mundo; más concretamente hablando,

por la posibilidad y los modos fácticos como el ser humano crea vínculos relativamente

perdurables con unos territorios o espacios específicos en los que discurre cotidiana o

extraordinariamente el entorno que habita. Para efectos del presente estudio, la topofilia

indaga por aquellos lugares del centro histórico de Bogotá en los que existe mayor

concentración de afectos, sentimientos, deseos, memorias y evocaciones cuando se transita

por sus calles o se frecuentan ciertos establecimientos. Así como anteriormente hacíamos

referencia al miedo a la ciudad y a la domesticación del conocimiento, de las prácticas y las

percepciones que se tienen de ella –todos éstos elementos que justifican el discurso

predominante de la seguridad en la llamada sociedad del control–, así mismo cabe

interrogar por las distintas formas y niveles como nos sentimos adscritos, afiliados, a

determinados lugares del centro histórico de nuestra ciudad. Pues, en efecto, a pesar del

deterioro físico y social en que ha caído el espacio urbano de los centros históricos de las

ciudades latinoamericanas, resultan sumamente dicientes las distintas reacciones,

percepciones y sentimientos que se generan cuando se camina por las calles del centro

bogotano en tanto se rememora lo que alguna vez allí se vivió, dejando una huella en la

memoria de la(s) persona(s) en cuanto fiel testimonio de la actualidad del pasado. Los

afectos y percepciones que se movilizan en determinados lugares del centro bogotano

constituyen la manera como el pasado permanece actual, del mismo modo que las

experiencias a las que uno se ve expuesto mientras se camina hoy en día en las calles del

centro revelan el carácter histórico del propio presente. Así pues, la topofilia será el

concepto que nos permitirá celebrar –descubrir– la unión de aquello que normalmente se

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piensa inconexo, a saber: el juego exclusivamente humano entre la memoria colectiva, la

producción de espacios y su naturaleza patética (pathos). Por fortuna, la ciudad no es un

espacio neutro ni un espacio ocupable; es ante todo una de los modos destacados como el

hombre habita, mora el mundo de manera multicultural. De no ser por el patetismo que

caracteriza a la existencia humana, no habría más que Memoria en su sentido

historiográfico; por fortuna, la memoria colectiva de la ciudad no obedece a otro impulso

más que a la necesidad –propiamente humana– de darse un lugar en el mundo,

interpretándolo creativamente.

Nutriéndose del complejo pensamiento de M. Heidegger, Carlos Mario Yory elabora el

concepto de topofilia asumiendo los postulados básicos de la filosofía del habitar,

particularmente condensada en la conferencia titulada Construir, habitar, pensar (1951).

En ella, Heidegger sentencia de modo enfático que el hombre habita el mundo porque

construya espacios o lugares para vivir (vivienda), sino que, al contrario, el ser humano

construye espacios y edificaciones porque habita68. Así pues, ¿de qué manera atraviesa el

habitar heideggeriano a la propuesta de Yory?

En el intento por esbozar el concepto de topofilia partiendo de concepto de ciudad como

espacio habitado, Carlos Mario Yory inicia planteando la siguiente pregunta: “¿es posible

entender el habitar humano como la manifestación de una inherente teoría del lugar?”69.

Este interrogante apunta hacia una problemática fundamentalmente ontológico-existencial

que no obstante interpela concretamente a los seres humanos en la medida en que éstos se

han fabricado un mundo habitable, una cultura, una ciudad, un lugar propiamente dicho; y a

su vez, la comprensión de la naturaleza del espacio sólo puede ser posible mediante la

comprensión de “las implicaciones simbólico-espaciales de lo que significa ser-humano en

cuanto tal”70. De este modo, la elaboración del concepto de topofilia deberá partir de los

supuestos de que habitar es la forma de ser el hombre en el mundo y de que, para habitar, el

hombre se ve en la necesidad de construir (lugares).

68 Cf. Heidegger, M (1951). “Construir, habitar, pensar”, en: Filosofía, Ciencia y Técnica. Eds. Soler, F. y Acevedo, J. Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 1997, pp. 204-228. 69 Yori, C. M. (2005), op. cit., p. 48 70 Ibíd.

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Yory señala que la aparición del concepto de topofilia se debe a G. Bachelard en su obra La

poética del espacio (1965), la cual define dicho concepto a partir del acto de valoración de

ciertos lugares por parte de la imaginación y las vivencias humanas. Por otro lado, Yory

trae a colación la tesis del geógrafo chino-estadounidense Yi-Fu Tuan, según la cual la

topofilia se encuentra fundamentalmente relacionada con “una especie de sentimiento de

“apego””, un lugar que “liga a los seres humanos” a los lugares con los cuales “se sienten

identificados”71. No obstante, Yory toma distancia de estas concepciones de la topofilia

debido a su enfoque marcadamente psicologista, razón por la cual decide replantear el

objeto de discusión formulando una nueva pregunta en torno a aquello que distingue en

esencia el espacio habitado del espacio físico, geométrico y matemático que predomina

normalmente en cada una de nuestras representaciones. De nuevo, el espacio habitado no se

ocupa sino que se produce, se crea, se espacia… es poiético. “La topofilia aboga por la

construcción de una idea de dignidad centrada menos en los atributos del espacio… y más

en la evaluación de la relación que los distintos individuos pueden establecer, consigo

mismos y con los demás, gracias a la manera como habitan su espacio”72. Vemos así que el

concepto de topofilia esbozado por Yori apunta parcialmente hacia la calidad de los lazos,

las relaciones y las oportunidades de encuentro que los espacios logran hacer posible (en

términos de la cuestión de la vivienda, Yory propone abordarla como un proceso y no como

progreso, esto es, en últimas, tomarla desde su perspectiva cualitativa más que de la

cuantitativa).

Entonces, ¿qué significa habitar y en qué consiste su protagonismo respecto a la topofilia?

A grosso modo, el habitar puede ser caracterizado como la condición existencial del ser

humano por excelencia: ser un ser-espacial. El hombre no sólo ocupa un espacio ni tiene un

lugar en el mundo; el ser humano hace (abre el) espacio y crea lugar. Esa es la doble

dimensión ontológica del espacio: acoge al tiempo que se abre. Yory se detiene un

momento en el carácter hodológico del espacio73, el cual refiere especialmente a la imagen

de un camino intermedio entre un “hacia” y un “desde” con el fin de ilustrar la noción del

71 Ibíd., p. 49. 72 Ibíd., p. 50. 73 Ibíd., p. 51.

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lugar existencial (habitar). En tanto en cuanto el camino se recorre, el recorrido toma

tiempo y es justamente en aquel momento de la vida en que el ser humano toma conciencia

de su ser-espacial, que se da cuenta que él mismo tiene lugar en el mundo, o sea, que el

espacio que habita es significativo para él. La producción de sentido es resultado del habitar

espacial y espaciante del ser humano, “la disposición del espacio habitado supone su

implícita construcción como lenguaje”74. La topofilia, entendida como una nueva teoría del

lugar, exige que este último término sea comprendido como lugar-cultural75; es decir como

un espacio vinculante para el ser humano, creador de sentido de pertenencia y configurador

de una determinada imagen del mundo.

De este modo, Yory se ve capacitado para sostener que no sólo la forma de ser del hombre

es espacial sino además que el habitar implica “estar afiliado”76 a un lugar. En este

momento, el autor da un paso en su argumentación con el fin de dilucidar las consecuencias

éticas de la concepción del habitar como filiación a un lugar relacional (con el otro); señala

entonces que la ética hace referencia a cierta “manera socio-espacial de comportarse… y,

por tanto, a una actitud política”, teniendo en cuenta que lo político consiste en el dominio

del interés público, o sea, de un escenario de convivencia en el que surge la conciencia de

la “responsabilidad frente al otro”77. Con este paso, nuestro autor efectúa un avance

significativo en cuanto a la comprensión del habitar como rasgo ontológico de la existencia:

no se trata exclusivamente del habitar heideggeriano, cuyo enfoque existencial tiene a

opacar hasta cierto punto la –inherente– dimensión social de ser-humano. Es a partir de este

momento que la elaboración del concepto de topofilia demanda un abordaje sociológico de

la estructura ontológica básica de la existencia humana: el habitar. Más aún cuando el

meollo del asunto fija su atención en la pregunta por una topofilia del habitar urbano, por el

estar-con (o el co-existir) con los otros en un lugar común.

El ethos social del habitar no sólo implica coexistencia fáctica; éste concierne de igual

manera a los hábitos, los comportamientos y las costumbres. Así lo afirma Heidegger: “el

74 Ibíd. 75 Ibíd. 76 Ibíd., p. 52. 77 Ibíd., pp. 52-53.

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construir como habitar, esto es, ser sobre la Tierra, queda para la experiencia cotidiana del

hombre, como lo dice felizmente el lenguaje, de antemano como lo “habitual””78; pues, en

efecto, uno de los modos como el ser humano hace patente e instituye su particular modo

de habitar el mundo no sólo tiene en cuenta el lugar habitado, sino sobre todo los hábitos y

formas de ser que produce en su “camino”. Costumbres, prácticas, comportamientos,

sensibilidades, hábitos, usos, valoraciones, juicios y prejuicios, afecciones, deseos y

memorias… todas ellas dan cuenta de formas espaciales específicas que el ser humano

encuentra con el fin de “adscribirse”, “afiliarse” al mundo y producir su morada en él.

Habitar no significa otra cosa más que procurarse un lugar propio en el mundo (o en la

ciudad); en otros términos, el problema de la construcción del espacio habitado desemboca

en la cuestión acerca de la construcción topofílica del territorio79.

En última instancia, el concepto de topofilia obedece al “acto de co-apropiación originaria

entre el ser humano y el mundo”80. En tanto ciencia –hermenéutica– del habitar, la

topofilia coloca frente a nosotros el llamado a pensar sobre los modos de co-apropiación del

territorio (urbano en este caso) en los que se da lugar a la creación de nuevos espacios

habitables, al mismo tiempo que se es testigo de la destrucción de aquellos espacios viejos

de los cuales hemos llegado a experimentar una sensación de desarraigo, pérdida de

identidad, malestar y angustia cultural. En este sentido, la formulación del concepto de

topofilia debe concretarse en una serie de interrogantes dirigidos hacia las condiciones

socioculturales, simbólicas, espaciales, estéticas, tecnológicas y ontológicas de la

construcción topofílica del territorio urbano de Bogotá en el marco de las relaciones entre

lo local y lo global. Así pues, la pregunta contemporánea por el lugar81 adquiere un

importancia de gran magnitud por cuanto interpela no sólo al lugar que ocupamos en la

ciudad ni mucho menos al lugar que ocupa ésta en la dinámica global, sino, fundamental y

radicalmente, a “la construcción de una idea de dignidad”82 enfocada en la calidad de las

relaciones con el espacio, con uno mismo y con los otros que lo rodean.

78 Heidegger, M. op. cit., p. 210. 79 Yori, C. M. (2005), op. cit., pp. 55-56. 80 Ibíd., p. 56. 81 Ibíd., p. 57. 82 Ibíd., p. 50.

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Cuando las fronteras se han disuelto y las distancias se han acortado, cuando ningún lugar

en el mundo es un lugar en el que el hombre (pos)moderno desea permanecer, cuando la

condición humana actual ha producido un peculiar arraigo al movimiento, “al arraigo a

ningún lugar o, en el mismo sentido, al arraigo a todo por igual”83, en ese momento surge

ineludiblemente la pregunta acerca de las nuevas formas de apropiación física y simbólica

tanto del espacio local –la propia ciudad, por ejemplo– y el espacio global –el consumo, la

cultura de masas, industrias culturales, etc.–. Y no sólo las nuevas formas de habitar que se

están produciendo en el marco de la globalización, sino más aún las luchas de resistencia a

favor de la diversidad cultural, del respeto por la singularidad de las experiencias y

memorias de los pueblos tradicionales frente a la amenaza de la homogenización de la

identidad bajo patrones principalmente de consumo irreflexivo; “lo que galvaniza hoy a las

identidades como motor de lucha es inseparable de la demanda de reconocimiento y

sentido”84.

La ciencia del habitar está llamada a tomarse en serio los efectos de la globalización sobre

la construcción del espacio en territorios específicos. No obstante, citando a J. Martín

Barbero (2002), Yory se propone poner en evidencia la doble cara del proceso de

globalización en términos de identidad territorial. Al igual que la advertencia de S. Sassen a

propósito del concreto emplazamiento infraestructural como correlato inherente a la

creciente dispersión de la actividad económica global, Yory sostiene que “la globalización,

al menos en su faceta cultural, no es una abstracción omniabarcante, sino una construcción

que se alimenta con las lógicas y los imaginarios locales”85; lo cual quiere decir que la

globalización es un proceso que se hace y se deshace constantemente. Para que dicho

proceso pueda existir como fenómeno social global, éste tiene que localizarse, “enraizarse

en las prácticas cotidianas de los pueblos y los hombres”86. La cuestión de fondo que se nos

antepone consiste en el debate acerca de las oportunidades de interlocución que tienen los

países del mal llamado “Tercer Mundo” con ese mundo exterior desde la propia

83 Ibíd., p. 54. 84 Ibíd., p. 57. 85 Ibíd., p. 58. 86 Ortiz, E. y Audefroy, J. (coord.) (1994), Construyendo la ciudad con la gente. Nuevas tendencias en la colaboración entre las iniciativas comunitarias y los gobiernos locales. México: Ed. Habitat International Coalition. Citado en: Yori, C. M. (2005), op. cit., p. 58.

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especificidad que los define: ¿cuáles y como son las nuevas formas de comunicación entre

la especificidad de lo local y la generalidad de lo global?

Debido al sorprendente auge de las tecnologías de la información y las telecomunicaciones,

al lado de la producción de los espacios habitados se halla el problema en torno a la

producción de los signos87. Estamos asistiendo a una intensa semiotización de los modos y

estilos de habitar nuestras ciudades; las redes de información y los medios de comunicación

han revolucionado profundamente las formas de apropiación, ya no tanto de los territorios,

como sí de las identidades que ofrece el enorme –pero limitado– catálogo cultural del

mundo globalizado. Nuevamente, apoyándose en Barbero, Yory caracteriza con precisión

el estado actual de la situación sociocultural que estamos viviendo: “lo que ocurre hoy en

día, por el contrario, y en atención a la puesta en común de toda una pléyade de signos

globales, apropiables, en tanto sujetos a resemantización, es un proceso de permanente

hibridación cultural en el que tanto los espacios como los territorios se permean y

yuxtaponen, haciendo de la “adscripción territorial” un problema de relaciones y

situaciones, y no simplemente de enmarcaciones”88. De acuerdo con lo anterior, nuestro

autor insiste en el impacto que ha generado la alta producción de signos globalmente

apropiados y apropiables, por parte de cada habitante del mundo, sobre la naturaleza de las

relaciones y los lazos de pertenencia de las personas con su territorio natal (relaciones

topofílicas), así como con la pérdida de la identidad local en beneficio de una paradójica

“identidad global”, generándose así un “proceso de desidentificación que supone la

incorporación de los signos globales”89. Pero esta incorporación representa a su vez un

proceso de relocalización de tales signos globales, razón por la cual podrá advertirse una

relación dialéctica entre lo global y lo local caracterizada por la desterritorialización de lo

local por y en lo global, de un lado, y la reterritorialización de lo global en y por lo local,

de otro90.

87 Ibíd, p. 58. 88 Ibíd., p. 59. 89 Ibíd., p. 60. 90 Ibíd., p. 61.

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Se abre entonces la discusión alrededor de un aparente cosmopolitismo soportado por el

mencionado “arraigo a la movilidad” que se sirve a su vez de una “anomia individual”91

caracterizada por la ambivalencia que acompaña a la construcción topofílica del territorio

urbano en medio de la continua producción de signos globales. Es así como llegamos al

punto de partida de la cuestión urbana en la contemporaneidad, a saber, el lugar que ocupan

nuestras ciudades latinoamericanas en el contexto de las transformaciones efectuadas por la

globalización y, específicamente, de los efectos experimentados en una ciudad como

Bogotá, colocando particular énfasis en las continuidades y discontinuidades, armonías y

tensiones en los modos de habitar el centro histórico de la ciudad.

De manera que estamos preparados para trabajar con una concepción compleja de la ciudad

entendida como “un palimpsesto en el cual las sociedades han escrito y reescrito su propia

historia; en donde se propone una comprensión del espacio tiempo como categoría

histórica”92; estamos preparados para abordar la multiculturalidad constitutiva de la ciudad

bogotana y sus transformaciones histórico-culturales, simbólicas y espaciales mediante el

trabajo con imágenes fotográficas que funcionen como documentos arqueológicos capaces

de desencubrir cada una de las capas, sedimentos u hojaldres que componen la experiencia

urbana actual en estrecha conexión con su pasado inmediato.

La dimensión poética del habitar acontece en la medida en que se toma conciencia del

carácter activo de los procesos que tienen lugar en la vida cotidiana, la vida cotidiana que

discurre en las calles de la ciudad. Totalmente opuesto a una actitud pasiva, el habitar

cotidiano de la ciudad supone una conciencia tácita, intuitiva, que corresponde

apropiadoramente al entorno en el cual ha nacido y ha sido criado –su tradición, su cultura

y su ethos–, al mismo tiempo que encuentra distintas maneras de desplegar sus

posibilidades creativas al interior de la experiencia urbana.

***

91 Ibíd., p. 62. 92 Montañez Gómez, G (1999), “Pensar la ciudad”, en: AA.VV, La ciudad: hábitat de diversidad y complejidad. Bogotá: Facultad de Artes, Universidad Nacional de Colombia, 2000, pp. 31-38.

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Recapitulación: y Bogotá, ¿qué?

Hemos realizado un recorrido que parte de la caracterización de las megaciudades en el

contexto de la globalización, pasando por la multiculturalidad constitutiva de las ciudades

latinoamericanas, la interpretación de la ciudad como un hojaldre compuesto por una gran

diversidad de capas y sedimentos históricos, culturales, económicos y tecnológicos, la

concepción de la ciudad vivida que reemplaza el enfoque positivista por una perspectiva

fenomenológica-psicológica, la consideración de la ciudad como espacio habitado y no

simplemente ocupado, hasta llegar, finalmente, a la presentación de la noción de topofilia

como estrategia teórica alternativa para pensar las condiciones de posibilidad de la creación

de vínculos entre los seres humanos que comparten un hábitat común –la ciudad– en el

marco de las tensiones e interlocuciones entre lo local y lo global. Aun con todo, queda por

profundizar sobre los rasgos que definen la singularidad de la experiencia urbana en la

ciudad de Bogotá, a fin de establecer pertinentemente las conexiones de los planteamientos

conceptuales que hemos venido exponiendo hasta ahora.

Por tal motivo, nos detendremos en algunos aspectos ofrecidos por los aportes de la

profesora Beatríz García Moreno (1996), cuyo acentuado interés por pensar la ciudad de

Bogotá desde la experiencia estética y las prácticas urbanas abre la posibilidad de

configurar una perspectiva en torno a la ciudad que normalmente tiende a pasar

desapercibida. Paradójicamente, el vasto conjunto de sensaciones y percepciones que tienen

lugar en la experiencia urbana de la cotidianidad pasa por desapercibida. Por lo tanto, será

necesario insistir en algunos puntos clave que orientarán el desarrollo de una foto-

iconografía de la historia cultural centro histórico de Bogotá, en la medida en que permitirá

establecer conexiones entre la vida cotidiana, la experiencia urbana, el lugar que ocupan la

imágenes en su discurrir, y las formas de construcción de la memoria colectiva en estrecha

relación con el papel que desempeña la imagen y la intuición.

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La poética urbana: la ciudad como obra de arte en permanente construcción.

La profesora Beatriz García Moreno (1996)93 parte de la concepción heideggeriana del

habitar (el habitar es la condición existencial del ser humano por excelencia) para concluir

en un primer momento que

una de las experiencias de ese habitar que ha alcanzado concreción material es la ciudad,

y que ésta, como respuesta a esa característica fundamental de lo humano, puede poner de

presente, además de transmitir su destino como bien utilitario, equipamiento para la

manutención de los que la habitan y para la permanencia de sus organizaciones colectivas,

lo oculto que los define, permitiéndoles poetizar sobre sí mismos y descubrirla en su

vocación de obra de arte en construcción94.

De acuerdo con el pensamiento de Heidegger a propósito de la obra de arte como

acontecimiento (salto originario: Ur-sprung)95, la autora sostiene que la ciudad no sólo

cumple una función utilitaria de resguardo y subsistencia para el ser humano (habitar

entendido como vivienda), sino que ella misma es producción poética en la medida en que

procura gozo y bienestar para todos aquellos que la habitan. García Moreno realiza un

sucinto barrido histórico a través de las distintas concepciones que filósofos y arquitectos –

desde Platón hasta R. Salmona– ofrecieron acerca de la ciudad como “espacio habitado”; en

este sentido, la autora se detiene con especial énfasis en esclarecer el sentido de aquello que

Heidegger denomina la “cuadratura”, compuesta por la relación ontológica que la

existencia humana (Dasein) mantiene con el cielo y la tierra, los mortales e inmortales. Sin

embargo, dado que el lenguaje metafísico-ontológico limita la comprensión del significado

concreto de la cuadratura, García Moreno se ve en la necesidad de acudir a la “hipótesis

contextualista o pragmatista del mundo” sostenida por diferentes autores tales como Pierce,

93 García Moreno, B. (1996), “En búsqueda de la poética de la ciudad: la ciudad como obra de arte en permanente construcción”, en: Giraldo, F. y Viviescas, F. (comp.), Pensar la ciudad. Bogotá: Tercer Mundo Editores, 1996, pp. 171-189. 94 García Moreno, B. (1996), op. cit., p. 174. 95 Cf. Heidegger, M. (1936), “El origen de la obra de arte”, en: Caminos de bosque. Madrid: Alianza, 2010.

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Dewey y Bergson, siendo el pensamiento de este último la fuente de la que beberá la autora

para lograr sacar el mayor provecho de “ese experimentar la ciudad, para entender, con

cierto orden, lo que allí ocurre, los motivos que la sostienen, es decir, los signos y valores

que la han configurado y configuran a cada momento, y posibilitar que esa comprensión

repercuta en una acción positiva que abra nuevos horizonte en su construcción”96.

Aunque desde la perspectiva contextualista o pragmatista de la experiencia urbana la ciudad

constituye una manifestación del habitar humano, ésta no debe limitar sus observaciones en

el marco de una descripción morfológica de la ciudad en función del bienestar de sus

habitantes –es decir, avanzar bajo el supuesto de que la ciudad es un objeto de reflexión–;

por su parte, la autora propone una interpretación del “evento-ciudad” que abarque su

experiencia como espacio habitado y que reconozca igualmente la novedad y el cambio que

le son propios97. En este sentido, García Moreno acude a la concepción bergsoniana del

mundo como un conjunto de imágenes, siendo la imagen al mismo tiempo aquello que

permite fijarse en lo concreto y “mantener la mente en movimiento”98. Según la autora,

para Bergson la imagen posee un dinamismo propio “que responde a un impulso vital que

define formas, descubre movimiento y genera transformaciones que logran duración e

implican memoria”99; de esta manera, el nexo entre imagen, duración y memoria será

objeto de discusión tanto para el sistema filosófico de Bergson como para el propósito de

García Moreno de establecer las bases conceptuales para la comprensión de la ciudad como

obra de arte en permanente construcción.

En este sentido, la intuición propuesta por el filósofo no será propiamente un sentimiento ni

una inspiración como sí un método que le permitirá formular el problema del evento-ciudad

en términos de ciudad-imagen corporeizada y materializada100. La imagen condensa una

serie de impulsos vitales y acciones que a su vez configuran memoria susceptible de

transformarse “de acuerdo con los nuevos intereses que encaminen el hacer de sus

habitantes”. La imágenes de la experiencia urbana “dan cuenta de sus historias colectivas e

96 García Moreno, B. (1996), op. cit., p. 176. 97 Ibíd., p. 178. 98 Ibíd. 99 Ibíd., p. 179. 100 Ibíd., p. 180.

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individuales, de sus acuerdos y diferencias, de la manera como se aman y odian, en fin, de

cómo se relacionan y construyen a partir del reconocimiento de sus horizontes

existenciales”. En tanto la imagen implica duración –duración de la experiencia humana

que encarna– el intento por caracterizar la ciudad-imagen teniendo como punto de

referencia la ciudad de Bogotá, García Moreno sugiere tomar como ejemplo la imagen de la

ciudad a partir de la experiencia generada por la velocidad de un automóvil, en el cual se

advertirá rápidamente “el desconocimiento de las dimensiones básicas del habitar

humano”101 debido a que dicho recorrido no responde a una necesidad colectiva de andar la

ciudad, sino más bien de atravesarla. Caso contrario cuando la intención está basada en un

recorrido más lento –por ejemplo, a pie– a través del centro histórico bogotano a partir de

cuya primera imagen es posible percibir “la persistencia de un lenguaje arquitectónico

dominante en una considerable extensión, que proviene se la colonia, una época con una

gran unidad ideológica”102. El recorrido a pie por las calles del centro histórico de Bogotá

posibilita un experiencia relativamente continua de los elementos arquitectónicos y

espaciales que componen el paisaje urbano, a diferencia del recorrido en automóvil cuyo

vertiginoso ritmo impide el reconocimiento de los vínculos identitarios del habitar en

relación con un territorio determinado; el recorrido a pie constituye una imagen de la

ciudad que posibilita la comprensión de “la manera como el pasado se hace presente” a

través de la identificación de ciertos hábitos y comportamiento que han perdurado a pesar

del transcurso de los años y del modo como éstos han sido igualmente transformados de

acuerdo con la necesidades que impone la contemporaneidad.

En este sentido, “la ciudad se ofrece como un conjunto de imágenes que traen consigo un

sinnúmero de relatos, eventos sucedidos y contenidos aun en sus construcciones habitadas o

silenciadas, que se abren o cierran de acuerdo con los requerimientos del momento,

proponiendo recorridos diferentes para los humanos en su intento por apresarlos”103. El

lenguaje plástico de la configuración de la ciudad permite dar cuenta de comportamientos,

creencias, estructuras socioculturales y construcciones que son percibidos como síntomas o

indicaciones del momento histórico en el que surgieron, “poniendo de presente lo allí

101 Ibíd., p. 184. 102 Ibíd. 103 Ibíd., p. 185.

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ocurrido, y a la vez girando para poder integrarse a la imagen de una actualidad que

también se ofrece como un todo”104.

La experiencia o el habitar urbanos son susceptibles de traducirse en imágenes más o

menos continuas de la ciudad dependiendo de la intensión que esté a la base de los

recorridos realizados. García Moreno coloca especial atención a los elementos que permiten

detectar la presencia de la tradición cuando se recorren las calles del centro histórico de

Bogotá. Ahora bien, su propósito es establecer la íntima relación bergsoniana que existe

entre la imagen y la memoria bajo el supuesto de que la experiencia debe posibilitar la

movilidad y el cambio. Para la autora, la imagen posee en sí misma memoria; pues gracias

aquella, la memoria acontece

Como algo presente que permite, de acuerdo con la cara que muestre, que la imagen ocupe

uno u otro sitio en la nueva composición y que colabore con el resto de imágenes otra

nueva, cuya manera de entremezclarse unas con otras recuerde el instrumento

configurativo del collage, dando cuenta de un sinnúmero de sucesos acaecidos en

diferentes temporalidades105.

García Moreno se esfuerza por enseñar que andar por una ciudad como Bogotá –y en

general por la ciudades latinoamericanas– nos coloca frente a un conjunto diverso de

imágenes de la misma, o, dicho de otro modo, frente a una imagen híbrida, sedimentada y

multicultural de la ciudad donde cada una de las capas memorísticas que la componen

permiten dar cuenta de la heterogeneidad ética, estética y simbólica del entorno que

habitamos. La ciudad como imagen adopta la forma de un montaje visual que hace posible

comprender en términos concretos la cuadratura heideggeriana que caracteriza el habitar

humano: éste habitar se pone de presente “a través de estas imágenes que parecen contener

un fluir entre esa tierra que se hace forma, ese firmamento que danza en luces y sombras y

ese destino social que se hace temática y compartimentación, conectando su geografía, su

historia, en unos materiales, en unos gestos, en una específica morfología”106.

104 Ibíd. 105 Ibíd., p. 186. 106 Ibíd., p. 187.

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La reflexión en torno a la ciudad-imagen concluye con la idea según la cual los recorridos

realizados en su interior permiten reconocer “múltiples ciudades-imagen” (o diversas

imágenes de la ciudad) que dan cuenta de su propia complejidad “y de la dificultad que

encierra para abordarla”. Con todo, no hay que olvidar dicho conjunto de imágenes de

ciudad puede en ocasiones entrelazarse entre sí y ofrecer la posibilidad de una experiencia

continua a pesar de la disparidad temporal que las constituye, o, por el contrario,

presentándose como un “laberinto” en el cual “no hay posibilidad de encuentro y

comunicación”107. Lo que merece la pena destacar es que la dimensión poética del habitar

humano en una ciudad como Bogotá sólo llega a comprar importancia en la medida en que

la ciudad tenga la capacidad de “dar cabida a las múltiples vivencias de un habitar que

busca poner de presente la poética de la existencia humana y, por ende, su vocación como

obra de arte en permanente construcción”108, siempre teniendo en cuenta la temporalidad

que le es propia a cada experiencia-imagen de la ciudad.

Sociología del arte: el uso de las imágenes y la cultura material en la investigación

histórico-cultural de las ciudades. Elementos teóricos y metodológicos para el caso

bogotano

Hasta el momento hemos venido construyendo una imagen conceptual de la ciudad

contemporánea con miras a la caracterización general de las condiciones ontológicas,

existenciales, fenomenológicas y estéticas de nuestra ciudad bogotana. No obstante, el

propósito del presente estudio consiste en elaborar una imagen móvil, múltiple y

heterogénea –pero consistente– de la historia cultural del centro histórico de Bogotá, basada

en el tratamiento de sus pliegues, puntos de inflexión, tensiones, anacronismos, rupturas,

fantasmas y pervivencias. La construcción de un proyecto iconográfico de estas

dimensiones supone como correlato visual y epistemológico la elaboración de un collage o

“sistema de paneles” que sea capaz de dar cuenta de la vida y el movimiento del habitar

107 Ibíd., p. 188. 108 Ibíd., p. 189.

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urbano en nuestra ciudad histórica. Por esta razón, resulta necesario detenernos en una

revisión en torno a los problemas metodológicos y epistemológicos fundamentales acerca

de los usos, los significados y la importancia de las imágenes –particularmente las

imágenes fotográficas halladas en álbumes familiares– para el estudio de los procesos

culturales que han tenido y tienen lugar en el centro histórico de Bogotá. La peculiaridad

ontológica de las imágenes nos permitirá explorar sobre su potencial, no sólo como

documentos históricos, sino sobre todo por lo que tienen que ‘decirnos’ sobre nuestras

formas de habitar la ciudad, teniendo en cuenta los elementos actuales del pasado y los

modos históricos del presente, a través de la observación de las formas simbólicas que

perviven a pesar del transcurso de los años y las transformaciones estructurales

experimentadas por la sociedad contemporánea.

De acuerdo con lo anterior, haremos un repaso por algunas de las contribuciones más

destacadas en esta materia, a saber: la investigación crítica iconográfica de la historia

cultural de un fenómeno (ya sea de un periodo histórico particular, de un acontecimiento

específico o, como en el caso de este estudio, de una parte de la ciudad entendida como

espacio habitado y espaciante), por medio del trabajo con imágenes fotográficas de ciertas

características formales y de contenido. Iniciaremos entonces nuestro recorrido exponiendo

las ideas y los aportes fundamentales del sorprendente proyecto del historiador y crítico de

arte alemán, Aby Warburg, a fin de esclarecer las conexiones que éste tiene con la obra

benjaminiana dedicada al fenómeno urbano de París desde la perspectiva de las prácticas y

la cultura materiales, con el propósito de definir la apuesta epistemológica y metodológica

que implica la investigación con imágenes fotográficas halladas en los álbumes de familia,

una vez reconstruidos los planteamientos de Armando Silva a propósito de su libro Álbum

de familia.

Aby Warburg: una breve contextualización

Aby Warburg (1866-1929) fue un destacado crítico e historiador del arte alemán,

célebremente conocido por fundar el método de investigación iconográfico, el mismo que

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sirvió de punto de partida para los trabajos realizados por sus discípulos, entre los cuales

figuran F. Saxl, H. Wölfflin, G. Bing, E. Gombrich y E. Panofsky (padre de la iconología

contemporánea), entre otros. La importancia de Warburg en el campo de la investigación

cultural y la historia del arte radica en los aportes que la complejidad de su trabajo, la

dispersión de su metodología y la densidad de sus resultados trajeron para los posteriores

desarrollos teóricos en torno a la imagen, la historia del arte y las llamadas ciencias de la

cultura; así llamó Warburg a estas últimas para referirse al vasto conjunto de

conocimientos acerca de un fenómeno cultural espaciotemporalmente delimitado, los cuales

son extraídos a partir de un riguroso análisis iconográfico dentro del cual confluyen, a su

vez, distintos tipos de saberes y perspectivas en torno a dicho fenómeno.

Warburg dedicó toda su vida a construir una biblioteca –la cual acabó constituyendo el

principal insumo para la creación del Instituto Warburg, con sede actual en Londres– cuyo

material incluía todo tipo de textos, documentos, imágenes, obras de arte y archivos de la

más diversa naturaleza y procedencia. El profundo interés de Warburg por explorar las

formas simbólicas en las que la antigüedad clásica había sido rescatada y reapropiada por

los hombres del Renacimiento estableció el norte de sus investigaciones, al mismo tiempo

que delimitó el campo sobre el cual hiciera reposar sus graves problemas psicológicos que

lo acompañaron a lo largo de su vida. De manera que la obra de Warburg contempla dos

dimensiones: de un lado, el plano personal en el que la lógica de la investigación brindó un

considerable valor terapéutico para la regulación de las crisis psicológicas del autor; de

otro, el plano académico, fuertemente orientado por una sensibilidad particular en el que lo

psicológico y lo estético se funden para generar una perspectiva auténtica en el análisis y la

reflexión sobre la dinámica de los procesos culturales vistos a través de la imágenes y las

formas simbólicas en general, entendidas como producciones del pensamiento humano en

su aventura por apropiarse el mundo y crear sentido(s). Así pues, las contribuciones de la

obra de Warburg no pueden desprenderse de las condiciones psicológicas de su

personalidad, siendo entonces un ejemplo destacado de que vida y obra configuran un

matrimonio sólido, donde las investigaciones son el resultado de las fuerzas pulsionales de

su autor y en el que éste último encuentra en la labor académica un refugio permanente

frente a la locura. En Warburg encontramos que el trabajo con un denso archivo figurativo

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acaba vinculándose estrechamente con el descubrimiento de un cierto tipo de psicología de

las imágenes.

La empresa intelectual de Warburg se nutrió principalmente de la obra del historiador del

arte y la cultura Jacob Burckhardt (1818-1897) y del filósofo alemán Friedrich Nietzsche

(1844-1900). Del primero extrae la idea según la cual la historia del arte manifiesta con

gran claridad “ubicuas oscilaciones y aceleraciones”109 que hacen que las formas de un

período particular de la historia se traslapen con las de otro y puedan convivir

simultáneamente en un mismo espacio tiempo; he aquí la primera insinuación para nuestro

autor de que los procesos de la historia no obedecen efectivamente a un continuum lineal

progresivo en el que todo lo pasado queda atrás de una vez por todas y que el desarrollo de

la humanidad se despliega creciente y unidireccionalmente Por su parte, Warburg aprende

de Burckhardt el hecho de que la historia posee sus propias oscilaciones y que su

movimiento depende de un conjunto de fuerzas que generan aceleraciones o retrasos. En

cuanto a la influencia de Nietzsche, Warburg se apropia fundamentalmente de la

perspectiva vitalista del pathos como energía originaria creativa que responde a los

intereses, necesidades y preocupaciones de todo ser vivo; toda producción humana –

incluido el pensamiento– se encuentra ineludiblemente atravesado por tensiones y pulsiones

que responden al postulado nietzscheano de la voluntad de poder. Existe, pues, un

patetismo inherente a toda producción humana; al tiempo que las fuerzas pulsionales e

instintivas se encuentran en la base del pensamiento, dichas fuerzas no obstante son

siempre interpretantes en función del robustecimiento de determinada visión del mundo y

de la vida (Weltanschauung).

En su libro Mitos, emblemas e indicios; morfología e historia (1986)110, el historiador

italiano Carlo Ginzburg dedica un pequeño apartado a la obra warburguiana con el

propósito de elucidar algunos de los problemas más importantes que plantea su empresa

intelectual, los cuales resultan pertinentes para la discusión formulada en este trabajo.

Teniendo presente que la propuesta de una iconografía de la experiencia urbana cotidiana

109 Zalamea, F. (2011), La figura y la torsión. Valencia: Institució Alfons el Magnànim, 2011, p. 136. 110 Cf. en adelante: Ginzburg, C. (1986), Mitos, emblemas e indicios: morfología e historia, Madrid: Editorial Gedisa, 1989, pp. 38-93.

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del centro histórico de Bogotá se nutre de la idea según la cual el desarrollo histórico

cultural de la ciudad puede ser analizado en sus pliegues, tensiones, ondulaciones y

transformaciones a través de un complejo archivo visual de imágenes fotográficas, es de

resaltar que la obra de Aby Warburg constituye un modelo a seguir para la consecución de

dicho objetivo, no sólo en cuanto a la forma de presentar los resultados (un montaje

iconográfico –o collage– dividido por paneles: Atlas Mnemosyne), sino sobre todo por la

particularidad de la apuesta metodológica de la que se sirve; pues ésta se adecúa

perfectamente a una concepción de la historia como proceso inacabado, inestable y

pendular, al mismo tiempo que a un topos de investigación (“la ciudad”) sedimentado por

capas estético-culturales superpuestas y a la convicción de la fuerza reveladora de las

imágenes para detectar puntos de conexión –memorias– allí donde normalmente no se

advierten. Dentro de las primeras observaciones realizadas por Ginzburg a propósito de la

obra warburguiana, se señala su naturaleza dispersa y orgánica, aspectos que serán

explicitados cuando profundicemos sobre los elementos formales y metodológicos de su

trabajo. Sin embargo, destaca el problema de la consideración de la obra de arte como

fuente de documentación de determinada época histórica, problema que coloca

inmediatamente sobre la mesa la cuestión en torno al papel de las imágenes o las obras de

arte en la producción de conocimiento histórico; o, en otras palabras, el problema de la

imagen como documento: ¿pueden aportar las imágenes artísticas –y en qué medida– a la

comprensión de los procesos culturales de una época histórica en particular?

A partir de este momento se generarán grandes esfuerzos intelectuales para resolver dicho

interrogante. Empero, las posturas alrededor de este tema se dividieron principalmente en

dos bandos: uno formalista y otro –podríamos decir– de carácter más flexible, historicista y

abierto al diálogo interdisciplinar. En el primer bando destaca el crítico de arte suizo H.

Wölfflin, quien abogaba por la independencia del análisis estético de una obra respecto de

su utilización como fuente histórica; en consecuencia, el formalismo estético aborda el

problema del conocimiento justamente desde la consideración de los aspectos formales de

la obra, independientemente del contexto histórico y cultural que la originó, y asimismo

retoma el famoso problema kantiano del placer al plantear la cuestión de la experiencia

estética desde el punto de vista la forma.

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Del otro bando, surgen aquellas posturas que defienden la idea de que la obra –su sentido–

puede ser explicada a partir de las condiciones concretas de su aparición y que, a su vez,

podría explicar de igual manera la realidad; se trata de aquella perspectiva que concibe a las

obras de arte como fuentes de documentación histórica. Así pues, surge un debate a

propósito de las estrategias metodológicas y conceptuales que permitirían definir la manera

más adecuada de abordar un objeto figurativo de cara a la producción de conocimiento

histórico; en otros términos, se traza el problema del control para la interpretación

iconológica. Pues, en efecto, si las creaciones artísticas pueden ser explicadas a partir de las

condiciones concretas de su aparición, se estaría dando por sentado aquello que ellas están

llamadas a explicar, cayendo así en un círculo vicioso argumentativo; lo cual desemboca en

la pregunta: ¿cómo evitar la arbitrariedad en la interpretación iconológica de las obras de

arte? ¿Es posible llevar a cabo una historia del arte sólo a partir de la consideración de los

aspectos formales de las obras? Fue E. Gombrich quien finalmente se propuso recuperar el

asunto sobre el acercamiento formal de las obras de arte, al reorientar la discusión con un

matiz equilibrado que le permitió percatarse de que una obra de arte tiene que ver, más que

con otra obra de arte, con la realidad en la que se inscribe, siendo su aplaudida Historia del

arte (1950) un ejemplo de esta renovación teórica.

Atlas Mnemosyne o el proyecto de una historia cultural de la metamorfosis de los

máximos valores expresivos de la antigüedad clásica en las formas artísticas del

Renacimiento italiano.

“El acto de interponer una distancia entre uno mismo y el mundo exterior puede calificarse

de acto fundacional de la civilización humana”111: así quiso introducir el propio A.

Warburg su inconcluso Atlas Mnemosyne en 1929. Para efectos de nuestro estudio, habrá

que detenerse en algunos de los elementos teóricos y prácticos más importantes que

motivaron esta inmensa empresa intelectual dedicada al análisis crítico-iconográfico de las

formas simbólicas generadas en el prolífico período de transición histórica del

111 Warburg, A., Atlas Mnemosyne. Trad. Joaquín Chamorro Mielke. Madrid: Akal, 2010, p. 3.

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Renacimiento. Las palabras anteriormente citadas de Warburg –quien, a propósito, decía de

sí mismo que era “hamburgués de corazón, judío de nacimiento y florentino de espíritu”–

expresan un profundo interés por el problema general acerca de las formas (simbólicas) en

que se ha desplegado la creatividad humana, teniendo como marco de referencia un período

histórico cuya riqueza poiética sobrepasa los alcances de cualquier disciplina en particular.

El establecimiento de la distancia entre sujeto y objeto como acto fundacional de la

civilización humana crea al mismo tiempo un “espacio de pensamiento”112 (Denkraum)

cuya función social se debate en la tensión entre la vibración y el reposo de las fuerzas

culturales que componen el desarrollo histórico del espíritu humano en su afán por

comprender la realidad y hacerse un lugar en el mundo; en otros términos, dicha tensión

está protagonizada por los instintos apolíneo y dionisíaco propuestos por Nietzsche. El

juego –o conflicto– entre ambos polos energéticos tiene su más patente manifestación en la

producción de formas y estilos artísticos que configuran la memoria histórica de un período

determinado, dentro de la cual es posible caracterizar tanto la personalidad colectiva de una

comunidad de sentido como la personalidad individual de todos aquellos que la habitan. El

espacio que existe entre el en-sí y el para-sí de la conciencia (Hegel) es el espacio de la

fuerza creativa del espíritu humano que, haciendo mundo, se (re)produce a sí mismo;

ejemplo de ello lo constituyen tanto los relatos mítico-religiosos del mundo como las

construcciones matemáticas del mismo. Entre el instinto de captar el sentido del mundo por

medio de la imaginación y la fantasía y la voluntad conceptual de contemplarlo

teoréticamente, se encuentra el deseo de palpar dicho sentido a través de la creación

artística. En este sentido, las “ciencias de la cultura” (Kulturwissenschaften) –o como el

propio Warburg denominó al proyecto de una historia psicológica de la cultura– obedecen

al llamado de explicar los diversos modos en que impulso y acción se articulan; el

movimiento pendular entre lo racional y lo fantástico, la vibración y la quietud, la

proporción y el desgarramiento, es aquello que Warburg se propone explorar con respecto a

los modos en que los valores expresivos de la antigüedad clásica son reapropiados en la

Italia renacentista.

112 Cf. Warburg, A., op. cit., pp. 3-6.

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Uno de los propósitos iniciales del Atlas Mnemosyne consiste en “reanimar los valores

expresivos predefinidos en la representación de la vida en movimiento”113 a partir de un

rigurosos análisis de los “modelos antiguos preexistentes que influyeron en la

representación” de semejante movimiento de la vida. De ahí que la investigación

warburguiana vaya perfilando su carácter psicológico-social en la medida en que se

pretende abordar “el sentido de los valores expresivos conservados en la memoria”; el

estudio de las formas de conservación de tales valores expresivos apunta, en últimas, al

intento por comprender los valores ético-estilístico, no de un pueblo y período particulares,

sino del desarrollo humano en general. En este sentido, el artista ocupa un lugar

preponderante en el manejo creativo de la tensión abierta por el espacio de pensamiento; el

artista es por naturaleza un hombre en crisis sometido a la necesidad de “tratar con el

mundo de las formas correspondientes a valores expresivos predefinidos” con los cuales

habrá de consolidar los vínculos o establecer rupturas entre el pasado y el presente. Si bien

el dominio del artista es el conjunto de valores expresivos heredados por la cultura, su

material de trabajo será justamente la plasticidad del lenguaje simbólico de los gestos, los

cuales se reapropiará otorgándoles una nueva forma expresiva, revitalizándolos y

generando entrecruzamientos del pathos originario; de manera que el gesto es expresión de

un pathos dominante, en este caso, en la Antigüedad, siendo éste, a su vez, un síntoma del

ethos que lo caracteriza114.

Así pues, el análisis cuidadoso de los procesos simbólicos de las gestualidades que

caracterizan el pathos dominante de una cultura remite directamente a la cuestión sobre la

pervivencia de las agitaciones anímicas que encuentran lugar, con un espíritu renovado, en

las representaciones figurativas del Renacimiento florentino; prontamente la empresa

intelectual warburguiana se percata de la constante y vertiginosa actividad sísmica del

despliegue cultural en un momento histórico determinado, movimiento agenciado por la

densidad anímica y energética que poseen las gestualidades entendidas como valores

expresivos prefigurados en la Antigüedad, los cuales adoptan nuevas formas estilísticas

gracias al empleo de diversas técnicas de transmisión que ponen en circulación la dinámica

113 Warburg, A., op. cit., p. 3. 114 Op. cit., p. 146.

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del proceso cultural. En consecuencia, en la medida en que la formación de los estilos

artísticos se plantee como “problema del intercambio de los valores expresivos”115 de una

cultura, la historia de la cultura podrá interpretarse a la luz de la historia del arte116. A

estas alturas, podría definirse al proyecto warburguiano como una investigación del

dinamismo de los símbolos cuyo problema central consiste en el abordaje del “problema de

la fluxión de los estratos de imágenes contenidos dentro de una obra de arte (…) y dentro

de la creatividad humana”117.

Ahora bien, en la edición citada del Atlas Mnemosyne de Warburg, se encuentra un

conjunto de ensayos orientados a dilucidar algunas de las problemáticas más discutidas

alrededor del mayor proyecto iconográfico del historiador alemán, de los cuales tomaremos

las ideas principales del texto del historiador del arte español Fernando Checa (2009),

titulado “La idea de imagen artística en Aby Warburg: el Atlas Mnemosyne (1924-1929)”.

En este escrito se recogen los planteamientos introductorios que Warburg esbozó a modo

de presentación para su Atlas, dentro de los cuales se encuentra la referencia al mencionado

Denkraum (espacio de pensamiento); para Checa, los polos constitutivos del espacio de

pensamiento creado en el mundo renacentista son, de un lado, la lógica, y de otro, la magia

y la superstición, dando lugar a una (nueva) visión astrológica del cosmos que se

expresaría en un complejo figurativo densamente estratificado por imágenes de muy

diversos orígenes geográficos, históricos y estilísticos. La cultura figurativa del

Renacimiento pone de presente una tensión entre el ansia de cercanía con el objeto

(imaginación) y el mantenimiento de la distancia respecto del mismo (razón), tensión que

genera un sentimiento de malestar118 en el hombre espiritual renacentista que se debate

entre ambos bandos. El malestar espiritual producido por la tensión energética de la

conciencia humana se debe precisamente al predominio del movimiento vibratorio –

dionisíaco– que impulsa la fuerza creadora –y asimismo desgarradora– del hombre del

Renacimiento por reapropiarse los máximos contenidos culturales heredados de la

antigüedad clásica; dicho de otro modo, tanto el hombre del renacimiento como el ser

115 Ibíd., p. 5. 116 Ibíd., p. 4. 117 Zalamea, F., op. cit., p. 137. 118 Warburg, A., op. cit., p. 138.

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humano se ven permanentemente interpelados por su pasado histórico y cultural con el

propósito de cargar sobre sus espaldas (Atlas) la titánica tarea de construir memoria

(Mnemosyne) a través de la interpretación figurativa –apolínea– del pathos de sus

antepasados manifestado en el lenguaje simbólico de la gestualidad.

En este momento puede entreverse que “la memoria no funciona sucesiva sino

estratificadamente”119. Lejos de ser reminiscencia, la memoria cobra vida y “se intensifica a

través de un peculiar proceso de cambio”; cambio que genera el malestar al interior del ser

humano y lo provoca a desplegar figurativamente sus capacidades simbólicas de

apropiación, reapropiación, invención y/o reproducción de los valores culturales heredados.

Checa no demora en advertir que “la comprensión del proceso de transmisión de las formas

no debe pensarse como una sucesión cronológica, sino como el lugar donde acontecen

entrecruzamientos instintivos que unen la psique humana con una materia que se estratifica

(se ordena) de manera acronológica”120. Se evidencia entonces la estrecha relación que

mantienen los conceptos de “psique”, “estratos”, “pathos” y “acronología” para caracterizar

la noción de historia trabajada por Warburg especialmente en el Atlas Mnemosyne. Las

mismas cartas vuelven a aparecer sobre la mesa: la idea de que los procesos de la memoria

involucran disposiciones anímicas, afectivas e instintivas –patéticas–; que la comprensión

de la historia exige una sensibilidad particular presta a las vibraciones, las ondulaciones, los

desgarramientos, las hibridaciones, las superposiciones y los anacronismos; y, finalmente,

que las imágenes hacen las veces de lupas o ventanas que posibilitan la observación de los

pliegues y de las minúsculas estratificaciones superpuestas en una misma representación

figurativa en tanto ellas contienen –no en el sentido del receptáculo sino en el de la con-

tensión– la esencia creativa, poética, del ser humano en busca del sentido del mundo y de

hacerse un lugar en él.

Pathosformeln y Nachleben

119 Ibíd., p. 139. 120 Ibíd., cursiva mía.

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Dentro del proyecto warburguiano aparecen dos conceptos de capital importancia para

comprender la dinámica de los procesos culturales mediante las transformaciones y

metamorfosis que experimentan las formas simbólicas figurativas y de los valores

expresivos de los que éstas son su expresión, a saber: las Pathosformeln (o fórmulas de lo

patético) y el Nachleben (o la su-pervivencia de las imágenes). En su reflexión, F. Checa

nos proporciona algunas pistas para comprender el sentido que tiene la noción de

Pathosformeln al interior de Atlas de Warburg. Una primera observación consiste en situar

el término dentro de un interés por caracterizar el movimiento singular de los traslapes

gestuales, expresivos y estilísticos, provenientes de momentos históricos dispares e

inscritos en una misma producción figurativa; el Pathosformeln se refiere a “un cambiar y

complementar las raíces usadas en el superlativo”121. En el caso particular de la

investigación de Warburg sobre la reapropiación, transformación, reproducción y

supervivencia de los principales motivos expresivos de la antigüedad clásica en el

Renacimiento florentino, el Pathosformeln designa “la peculiar manera de revivir la

Antigüedad por parte de este período artístico que debía relacionarse con sus aspectos

orgiásticos y dionisiacos de la Antigüedad”122; tal como se ve, la influencia del

pensamiento nietzscheano es indiscutible. Finalmente, Checa considera que la recuperación

de la Antigüedad partía de una “empatía artística conscientemente libre” y no tanto de una

conveniencia racional o históricamente predeterminadas123. Esta em-patía constituye la

fuerza fundamental que garantiza la permanencia siempre viva, vigorosa y expresiva de los

valores y contenidos culturales de las Antigüedad que dan cuenta, a su vez, de un ethos o

modo de ser/habitar en común; son las fuerzas instintivas provenientes de las más

profundas entrañas de la esencia humana aquellas que certifican la posibilidad de seguir

viviendo en las formas de representación del mundo a pesar del imparable transcurso de los

años. Es la fuerza creativa del espíritu humano que hace lugar en el espacio de pensamiento

lo que motiva el devenir de las fórmulas de lo patético y aquello que hace de la historia de

la cultura una especie de “hojaldre” conformado por una variedad innumerable de estratos

que se funden y se confunden en virtud del trabajo que exige la construcción de la memoria

colectiva de un pueblo.

121 Ibíd., p. 146. 122 Ibíd., p. 145. 123 Ibíd., p. 146.

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De este modo, nos aproximamos al concepto de Nachleben. Al hacer una descomposición

literal de la palabra (nach: después de, hacia; y Leben: vida), podría traducirse como “vida

posterior”. Sin embargo, en el contexto de las investigaciones de Warburg el término

Nachleben suele traducirse como supervivencia, aunque el sentido más adecuado del

concepto es hoy en día objeto de fuertes discusiones. El profesor del Departamento de

Filosofía de la Universidad Nacional de Colombia, Lisímaco Parra, sugiere traducir

Nachleben por “pervivencia”, indicando con esta expresión el carácter latente de los

valores y contenidos culturales de la Antigüedad que reaparecen de una u otra manera en

las representaciones figurativas del Renacimiento italiano. De todos modos, la sugerencia

del profesor Parra se basa fundamentalmente en las reflexiones realizadas por el historiador

del arte francés Georges Didi-Huberman, quien en su libro La imagen superviviente.

Historial del arte y tiempo de los fantasmas según Aby Warburg (2002)124 se dedica precisa

y exclusivamente a estudiar la compleja trama de cuestiones ontológicas, epistemológicas,

estéticas y metodológicas que plantea la inmensa obra intelectual warburgiana. Por lo tanto,

dedicaremos un espacio a revisar algunas ideas generales de Didi-Huberman en torno a las

contribuciones del maestro Warburg, seguido de una pertinente profundización del

concepto de Nachleben con miras a elucidar la importancia que dicha noción tiene para el

proyecto de una iconografía cultural de la experiencia urbana en el centro histórico de la

capital colombiana.

Inicialmente, Checa caracteriza el Nachleben como “un proceso dinámico interior

consistente en un revivir”125 que involucra el salir a flote y resguardarse de las

gestualidades y movimientos latentes en el entramado psico-energético de una cultura en

particular. Sin embargo, el trabajo de Didi-Huberman sitúa este término en el marco de un

giro conceptual que va desde la historia del arte (Kunstgeschichte) a la fundación de una

ciencia de la cultura (Kulturwissenschaft) que acaba por “abrir el campo de los objetos

susceptibles de interesar al historiador del arte, en la medida en que la obra de arte no era

ya considerada como un objeto cerrado sobre su propia historia sino como el punto de

124 Didi-Huberman, G. (2002), La imagen superviviente. Historia del arte y tiempo de los fantasmas según Aby Warburg. Madrid: Abada Editores, 2009. 125 Warburg, A., op. cit., p. 146, cursiva mía.

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encuentro dinámico –el relámpago, dirá Walter Benjamin– de instancias históricas

heterogéneas y sobredeterminadas”126. Didi-Huberman sostendrá en su reflexión que la

Kulturwissenschaft de Warburg terminó por “abrir el tiempo” de la historia de las

imágenes. Y es justamente esta abertura, este punto de fuga en el tiempo aquel que recibe el

nombre de “supervivencia”127. El autor destaca el origen disciplinar del término en cuestión

y lo ubica dentro de la antropología anglosajona de finales del siglo XIX, el cual fue

propuesto principalmente por el etnólogo británico Edward B. Tylor, quien a su vez se

sirvió de la palabra survival (y no simplemente revival) para referirse al “juego vertiginoso

del tiempo en la actualidad, en la “superficie” presente de una cultura dada”128; lo cual

conduce al planteamiento de la idea –y que será de suma importancia para el presente

estudio– según la cual “el presente está tejido de múltiples pasados”129. Será del mismo

Tylor de quien Warburg adoptará y adecuará la noción de Kulturwissenschaft (science of

culture)130.

Ahora bien, el siguiente paso que efectúa Warburg en su estrategia epistemológica para el

desarrollo de las ciencias de la cultura consiste en tomar en consideración el sentido de una

cultura a partir de sus síntomas, esto es, a partir de lo que ha permanecido impensado y de

aquello que aparentemente rompe con la sincronía de su despliegue histórico

(anacronismos). En la medida en que se piense el presente como el tejido de múltiples

pasados, se reconoce al mismo tiempo “la indestructibilidad de una impronta del o de los

tiempos sobre las formas mismas de nuestra vida actual”131; el presente recoge, potencia,

metamorfosea y/o debilita, olvida y degenera las huellas expresivas del pasado; el presente

mismo alberga su historia. Si bien una de las maneras de comprender las formas del pasado

es a través de la interpretación de los elementos que constituyen el discurrir de la

cotidianidad, “[b]asta echar un vistazo a los detalles vulgares (trivial details) de nuestra

vida cotidiana para darnos cuenta de en qué medida somos creadores y en qué medida no

126 Didi-Huberman, G., op. cit., p. 44. 127 Ibíd., p. 45. 128 Ibíd., p. 48. 129 Ibíd. 130 Ibíd., p. 47. 131 Ibíd., p. 50.

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hacemos sino transmitir y modificar la herencia de los siglos anteriores”132. En este sentido,

la su-pervivencia de las formas culturales del pasado en el presenta no dan cuenta tanto de

una ‘esencia’ de la función simbólica de la Humanidad, sino que es interpretada más bien

como un “síntoma recurrente”, un “juego”, una “patología de la lengua” o un “inconsciente

de las formas”, en “donde yace la supervivencia como tal”133. La pervivencia de ciertas

formas y valores expresivos (ethos) del pasado constituyen síntomas característicos de la

condición psíquica de una época en particular; dicho de otro modo, las supervivencias

acaban por designa la presencia de lo ausente en una sociedad “pero cuya persistencia se

acompaña de una modificación esencial”134. Finalmente, Didi-Huberman culmina su

reflexión sobre el Nachleben señalando la doble dimensión que supone el análisis de las

supervivencias: de un lado, en tanto análisis de “manifestaciones sintomáticas” que

“designan una realidad de fractura”, y, de otro, en tanto análisis de “manifestaciones

fantasmales” que refieren a “una realidad espectral” inundada de apariciones de elementos

del pasado en figuraciones y estilos del presente135. No obstante, este último punto no

importa tanto como la idea que el autor desarrolla posteriormente en relación con la

impureza del tiempo histórico, al cual nos referiremos a continuación; pues la concepción

de la historia como proceso impuro constituye uno de los pilares hipotéticos para la

construcción de una iconografía urbana del centro histórico de Bogotá.

Aby Warburg y la impureza del tiempo

Didi-Huberman insiste en el hecho de que la formulación del concepto de Nachleben se

encuentra anclada al interés de Warburg por explorar las supervivencias de la Antigüedad

en las representaciones figurativas del Renacimiento italiano en particular. De esta manera,

el autor establece sucintamente la relación inmediata que guardan el Renacimiento en

cuanto período histórico y el Nachleben en tanto estrategia epistemológico de las ciencias

de la cultura: “el Renacimiento, como edad de oro en la historia de las artes, perderá algo

132 Tylor, E. B. (1871), citado en Didi-Huberman, op. cit., p. 49. 133 Didi-Huberman, op. cit., p. 50. 134 Ibíd., p. 52. 135 Ibíd.

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de su pureza, de su completitud, y, a la inversa, la supervivencia perderá algo de su toque

primitivo o pre-histórico”136. La pregunta warburgiana por el Renacimiento tiene su

justificación en virtud del significado que tuvo este período histórico para el comienzo o el

recomienzo de la historia del arte “como saber”137. No obstante, si hubo algo que Warburg

aprendió de uno de sus grandes maestros, J. Burckhardt, fue una actitud epistemológica

modesta en el sentido del rechazo a la definición, a la aprehensión absoluta de los

fenómenos, a la conclusión, a la unidad y al cierre; en lugar de ello, Warburg optó por

conservar la fragmentación inherente a los procesos culturales, a su división y

estratificación aparentemente inconexas y contingentes. Se trata, en últimas, de tomarse en

serio el reto de resolver “la paradoja de una “historia sintética” hecha, sin embargo, de

“estudios particulares”, es decir, de estudios de casos no jerarquizados”138. La “modestia

epistemológica” conduce a Warburg a reconocer las condiciones de posibilidad de su

empresa intelectual: no trabajar más que sobre singularidades.

Didi-Huberman sostiene que la idea de la “impureza del tiempo” constituye el fundamento

teórico de la “supervivencia”139. Para afirmar esto, el autor destaca la visión estructural del

problema del “desarrollo del individuo” planteado por Burckhardt en términos de la

interpretación del funcionamiento de la historia en lugar de la de los juicios sobre la misma.

Dicha visión estructuralista presenta la ventaja de ser dialéctica140 –ventaja de la cual,

según el autor, Warburg fue consciente inmediatamente– y, por lo tanto,

epistemológicamente fecunda; esto es, que el problema de la dificultad en la comprensión

de la Antigüedad por parte de la cultura moderna se traduce en la pregunta por la relación

entre una cultura y su memoria –el autor afirma: “una cultura que rechaza su propia

memoria –sus supervivencias– está tan abocada a la impotencia como una cultura

inmovilizada en la perpetua conmemoración de su pasado”141. Acto seguido, Didi-

Huberman arriesga su opinión al declarar que “no de otro modo pensaba Walter Benjamin”

a este respecto. Profundizaremos en el sentido de esta afirmación en páginas siguientes. Por

136 Ibíd., p. 64. 137 Ibíd. 138 Ibíd., p. 66. 139 Ibíd., p. 70. 140 Ibíd. 141 Ibíd.

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lo pronto, cabe subrayar que la idea de la impureza del tiempo permite abordar con una

suerte de “clarividencia dialéctica, un pensamiento de las tensiones y de las

polaridades”142.

La sorprendente variedad de elementos anacrónicos inscritos en las figuraciones producidas

en el Renacimiento en relación con la herencia de la Antigüedad aquello que le sugiere a

Warburg trabajar en y con las diferencias, las complejidades y las metamorfosis; el

“movimiento dialéctico” que caracteriza el nexo de una cultura con su propia memoria se

compone, por un lado, de un “tiempo-corte” referido a la recuperación del pasado antiguo

y, por otro, de un “tiempo-remolino” de los residuos vitales “que han permanecido

latentes” y desapercibidos en el constante ondular del terreno psico-cultural143. “La

antigüedad no es un “puro objeto del tiempo” que retorna tal cual cuando se la convoca: es

un gran movimiento de tierras, una sorda vibración, una armonía que atraviesa todas las

capas históricas y todos los niveles de la cultura”. En este orden de ideas, Didi-Huberman

cita las propias palabras de Burckhardt para afirmar que el sentido de la proposición “El

Renacimiento creó ningún estilo orgánico propio” es que “el Renacimiento es impuro, tanto

en sus estilos como en la temporalidad compleja de sus idas y vueltas entre presente vivo y

Antigüedad rememorada”144. Lo anterior, agrega el autor, representa una aguda crítica tanto

al historicismo (en su búsqueda de la unidad del tiempo) como al esteticismo (en su

búsqueda la unidas de estilo).

La concepción de la historia como proceso híbrido e impuro le proporciona mayor

dinamismo a la estrategia metodológica empleada por Warburg en su intento por analizar la

lógica de las pervivencias en los procesos formales de lo patético; en palabras de Warburg,

citadas por el autor: “la “mezcla de elementos heterogéneos” designa lo que hay de “vital”

en la “cultura del Renacimiento””145.

142 Ibíd., p. 71. 143 Ibíd. 144 Ibíd., p. 72. 145 Warburg, A. (1920), p. 127 (trad. 255), citado en: Didi-Huberman, G. op. cit., p. 72.

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Warburg hoy: el montaje

En una entrevista realizada a Didi-Huberman a propósito de la exposición titulada Atlas:

¿cómo llevar el mundo a cuestas?, realizada en el año 2010 en el Museo Nacional Centro

de Arte Reina Sofía146, el historiador francés define el propósito central de la exposición:

“Esta exposición trata del destino de una forma de conocimiento visual llamada “Atlas”…

en la que podemos reconocer una historia de la imaginación humana”. Para Didi-

Huberman, el Atlas constituye “una presentación sinóptica de diferencias: ves una cosa, y

otra cosa completamente distinta colocada a su lado. El objetivo del Atlas es hacerte

entender el nexo, que no es un nexo basado en lo similar, sino en la conexión secreta entre

dos imágenes diferentes”. Así pues, tanto la exposición dedicada a la obra warburgiana

como el propio trabajo del alemán demuestran el valor de los montajes visuales que

permiten unir tiempos distintos:

(…) esta exposición habla de cómo usar el montaje para darle significado, un nuevo

significado a las imágenes. Cualquier imagen interesante no pertenece a un solo tiempo,

cualquier imagen interesante es una confrontación, una coexistencia de tiempos distintos.

Trazar la historia del arte a través del Atlas es lo opuesto a trazarla como una narrativa147.

Pues bien, en lo que sigue dedicaremos un espacio a desentrañar las virtudes metodológicas

y epistemológicas del Atlas como estrategia de montaje visual para presentar el movimiento

vital de los procesos culturales que pretendió abordar en su Mnemosyne. Para ello, la

reflexión que ofrece Fernando Zalamea148 a este respecto resulta gran interés para este

proyecto. En el marco de un intento por demostrar los movimientos vibratorios que se

traslapan en las diversas obras de R. Lull (lógica), L. Góngora (poesía) y A. Gaudí

(arquitectura), el autor se sirve de las características del método warburgiano para tender un

puente hacia la comprensión de la manera como las dinámicas de las obras anteriormente

descritas se presentan nuevamente –pero de modo renovado– en las obras de figuras

146 Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (2010), entrevista a G. Didi-Huberman, disponible en formato audiovisual en: https://www.youtube.com/watch?v=WwVMni3b2Zo. 147 Cursiva mía. 148 Zalamea, F. (2011), Op. cit.

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contemporáneas tales como V. Martinov (música), V. Seth (literatura) y A. Kiefer (artes

plásticas).

En un primer momento, Zalamea destaca la destreza con la que Warburg supo abordar el

estudio de los fenómenos de la cultura mediante la propuesta de una metodología flexible

que se adecuara a los movimientos y ondulaciones de tales procesos, pues hasta entonces

cada uno de los enfoques metodológicos propuestos hasta ahora se endurecía antes de

operar sobre el campo de estudio. El mérito de Warburg consiste, según el autor, haber

variado y ondulado la mirada a medida que su objeto de estudio lo iba requiriendo149, por lo

cual muchas veces se vio en la necesidad de transgredir las fronteras disciplinares150; una

metodología de estas características le permite detectar en el terreno de las imágenes las

tensiones entre la unidad y la multiplicidad, la permanencia y la variación, la universalidad

y la particularidad, etc. Ahora bien, Zalamea no tarda en definir el proyecto de Warburg

como una geología de los signos artísticos que se desarrolla como un sistema dinámico

capaz de percibir los movimiento sísmicos de las producciones simbólica de una cultura en

un momento histórico determinado; esta “geología de los signos” tiene como objetivo

“desbrozar los sedimentos que se acumulan en las imágenes, exhibir correlaciones

culturales primitivas y mostrar la continua evolución de los estratos imaginales

posteriores”151. Como se había anotado anteriormente, el abordaje del problema de la

fluxión de los estratos imaginales152 se concentra exhaustivamente en el examen de los

“pliegues de terreno medio”153 que definan a los períodos históricos intermedios, de

transición o, en su defecto, de intensa producción simbólica y artística, tal como lo es el

Renacimiento para Warburg en la medida en que retoma elementos expresivos de la

Antigüedad para colocar las primeras piedras fundacionales de la cultura moderna.

Por otra parte, la investigación warburgiana del dinamismo de las imágenes y los símbolos

se nutre –según Zalamea– de los aportes realizados por Semon en el campo de la

neurofisiología, a propósito de los conceptos de engrama y ecforia, para caracterizar el

149 Ibíd., p. 136. 150 Ibíd., p. 143. 151 Ibíd., p. 136. 152 Véase la p. 57 de este escrito. 153 Ibíd., p. 138.

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proceso mediante el cual “las imágenes se incrustan en un complejo tejido” psico-

patológico “que debe ser sacudido para que las imágenes emerjan de nuevo a la

superficie”154. De un lado, el engrama se refiere a la marca que se fija en el tejido nervioso

de un individuo (o cultura), conformando así una suerte de “patrimonio engramático”; de

otro, el proceso ecfórico designa el movimiento del tejido engramático en virtud de cuya

vibración ciertas huellas inscritas latentemente en dicho tejido salen a la superficie,

renovadas. Debido a un conjunto de excitaciones –cuyo grado de intensidad puede variar

considerablemente–, el tejido engramático sufre modificaciones tanto en sus capas más

superficiales como en las más remotas. Aquí tenemos una pista de lo que en su momento H.

Bergson quiso defender en lo concerniente a la relación entre la materia y la memoria,

mediada por el papel que juega la imagen en nuestra conciencia; por lo pronto, la

interpretación de Zalamea pareciera acercarnos lectura psicoanalítica del funcionamiento

psicológico de las pervivencias alrededor de los procesos culturales de cierta época. En

última instancia, el autor subraya el valor implícito en una estrategia elaborada por

Warburg para comprender gráficamente la lógica de la metamorfosis de las formas

figurativas en la historia de la cultura; dicha estrategia lleva el nombre de dinamograma, y

tal como su nombre lo indica, se trata de un gráfico que pretende visualizar el movimiento

de las imágenes y al mismo tiempo ofrecer una idea intuitiva de las imágenes del

movimiento155. El objetivo final de una estrategia como el dinamograma es, finalmente y de

acuerdo con Zalamea, crear una metodología de investigación lo suficientemente flexible

para que el observador sea capaz de “vibrar al mismo ritmo de incisión y excitación” que le

proponen las imágenes.

Pero ocurre que el autor efectúa un gran paso en su discusión para recordar el importante

trabajo de observación filosófica realizado por W. Benjamin en su –también– inconcluso

proyecto de los Pasajes de Paris de finales del siglo XIX y comienzos del XX. Es aquí

donde la noción de montaje cobra su pleno sentido. En primer lugar, cabe resaltar el hecho

de que tanto Warburg como Benjamin se sirven de un lenguaje cargado de referencias a

fuerzas energéticas cuyo acontecer irrumpen en la linealidad de las narrativas que intentan

154 Ibíd., p. 140. 155 Ibíd., p.141.

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dar cuenta de los procesos culturales al interior de una época determina; así pues, en

Benjamin encontramos las nociones del relámpago y de la iluminación para referirse a

aquellos acontecimientos que terminan por provocar entrecruzamientos y torsiones entre el

presente y el pasado, lo que ha sido y el ahora, mientras que por parte de Warburg la misma

idea es expresada en términos de Pathosformeln y Nachleben.

Zalamea trae a colación una frase de Benjamin sumamente diciente para los propósitos de

este trabajo: la imagen es la dialéctica en reposo156. En efecto, es una bella forma de

expresar la (paradójica) peculiaridad de las imágenes: capturar el movimiento de la

dialéctica de la historia en el que presente y pasado se solapan mutuamente. Afirma el

autor: “las múltiples metamorfosis de las imágenes, descubiertas y desplegadas en

meticulosos estudios de detalle, constituyen en realidad un movimiento genérico de torsión

dentro de la incesante actividad creativa e interpretativa del ser humano”157; esto para

señalar que la idea del montaje a la manera del Atlas Mnemosyne o de los Pasajes ofrecen a

su vez una imagen discontinua de la historia que permite realizar “saltos” de un momento a

otro, como si de trataran de “descargas eléctricas” o “figurativas” que se transmiten de un

cuerpo a otro referidas al “mundo de las representaciones figurativas” (electrocinética de

las imágenes)158. El montaje –entendido como una “panoplia de instrumentos ópticos” que

incluye la cultura material– posee innumerables ventajas a la hora de comprender “los

problemas ligados a la figuración del movimiento”; es un modo de exponer en reposo el

movimiento dialéctico de las formas históricas. Según el autor, tanto el Atlas warburgiano

como los Pasajes benjaminianos representan montajes que abordan, cada uno a su manera,

el “entrelazamiento de la acumulación y la singularidad, la tradición y la ruptura, la

memoria histórica y el choque discontinuo” de los procesos culturales. Nuestro autor

culmina su análisis acerca de las virtudes de las obras d ambos autores, planteando algunos

interrogantes a los que se tendría que enfrentar una posible empresa intelectual encaminada

a ofrecer una lectura semejante de la historia cultural de un espacio y un tiempo

enmarcados en las “aporías fundamentales en las que se mueve el mundo contemporáneo”,

a saber: en un mundo cada vez más entregado al vertiginoso y olvidadizo ritmo de la

156 Citado en ibíd.., p. 143. 157 Ibíd. 158 Ibíd., p. 143-144.

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productividad y el consumo, ¿qué lugar existe hoy para el estudio de la memoria histórica

de un pueblo? ¿Cuáles son los nuevos rasgos y condiciones que debe cumplir un proyecto

de montaje visual/material para desentrañar los cambios ocurridos en la contemporaneidad

a nivel social y cultural?

Walter Benjamin, los Pasajes y la dialéctica de la mirada

Si ha habido un autor que (no tan) silenciosamente ha estado presente de modo latente en

cada una de las páginas hasta ahora desarrolladas, es indudablemente W. Benjamin junto

con su magnífico proyecto inconcluso sobre los pasajes comerciales del París de finales del

siglo XIX y comienzos del XX. Sobra decir que una de las mayores influencias e

inspiraciones del presente estudio es el proyecto emprendido por Benjamin para la

elaboración de una historia psicológica de la ciudad que entonces se perfilaba como la

capital del mundo, bastión de la modernidad y lugar de confluencia de un pasado

tradicional a punto de desaparecer y de un futuro industrial y comercial que comenzaba a

gestarse. Fueron especialmente las ‘iluminaciones’ en torno al fenómeno de la moda y la

figura del flâneur las que comenzaron a esbozar paulatinamente el planteamiento central

del problema que se intenta y a fortalecer el interés estético por lo urbano a partir de la

influencia que ejerce la aparición de nuevas tecnologías que impactan y modifican los

esquemas de percepción acostumbrados. Sobre todo en cuanto al flâneur, pues este

personaje urbano por excelencia representó una excusa metodológica y epistemológica para

lograr un acercamiento íntimo con las calles de la ciudad, así como para afinar la mirada en

un sentido reflexivo y formar una sensibilidad que hasta entonces no había sido

desarrollada hasta tal punto que permitiera encontrar cierto ‘orden’ en medio del caos de la

multitud y del incesante movimiento de personas, objetos/mercancías e informaciones.

Sin embargo, merece la pena llevar a cabo una contextualización general de las reflexiones

contenidas en los Pasajes a fin de destacar algunos elementos que permitan orientar el

desarrollo metodológico y conceptual de una iconografía cultural de la experiencia y el

habitar bogotanos en la segunda mitad del siglo XX e inicios del XXI, mediante el uso de

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imágenes fotográficas callejeras. Para este propósito, resulta pertinente llamar la atención

sobre la interesante lectura que realiza Susan Buck-Morss (1989)159 a propósito de la obra

inconclusa de Benjamin, a la cual dedica un buen número de páginas con el objetivo de

releer los Pasajes en clave contemporánea.

Según la autora, “el proyecto de los Pasajes desarrolla un método filosófico altamente

original, que podría ser descrito como la dialéctica de la mirada”160. La razón para afirmar

lo anterior consiste en el hecho de que al tener contacto cercano con los centros comerciales

del París del XIX –y con todo aquello que en las tiendas se encontraba, fuesen antigüedades

y otros artículos considerados obsoletos por la nueva cultura del consumo, o simplemente

innovaciones del momento que con su aparición ya estaban condenadas a desaparecer– la

mirada del observador (flâneur) se veía sometida a corresponder diligentemente la fuerza

dialéctica del entrecruzamiento de distintas temporalidades que acontecía en ese mismo

espacio dedicado al comercio y al ocio. Semejante fuerza dialéctica de la historia condujo a

Walter Benjamin a desarrollar una metodología de investigación que fuese capaz de captar

la dinámica de los procesos históricos y culturales mediante el tratamiento de materiales

pertenecientes a la vida cotidiana. En otras palabras, los Pasajes de Benjamin se sirven de

la incipiente cultura de masas como fuente de verdad filosófica entendida como un modo de

conocimiento histórico161; de ahí que adopten su estilo de escritura particular, pues se trata

de una colección masiva de anotaciones acerca de la industria cultural del siglo XIX. Y no

sólo eso; la autora subraya la apreciación que propio Benjamin hizo sobre su trabajo, al

calificarlo como una “revolución copernicana” referida a la práctica de escribir historia. En

efecto, uno de las principales preocupaciones de Benjamin era la de desmitificar el

presente, es decir, despojar al presente de su interpretación en cuanto estado culmen de la

historia, lo cual repercutía en la destrucción del continuum lineal y progresivo de la

historia162. Según Buck-Morss, esta pretensión trae consigo una importante consecuencia

política en la medida en que la desmitificación del presente implica la disolución del papel

ideológico-legitimador de la historia, papel que no obstante –y éste era el problema

159 Buck-Morss, S. (1989), Dialéctica de la mirada. Walter Benjamin y el proyecto de los Pasajes. Madrid: La Balsa de la Medusa, 1995. 160 Buck-Morss, S. (1989), op. cit., p. 22. 161 Ibíd., p. 13. 162 Ibíd., p. 14.

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neurálgico– se había insertado en el inconsciente colectivo de la sociedad una vez

materializado en las mencionadas industrias culturales de entonces.

Así pues, los contenidos culturales de la historia, encarnados en la diversidad y

heterogeneidad propia de la cultura material de la época, son redimidos por Benjamin –

según la autora– como “fuentes de un conocimiento crítico, el único que puede poner en

cuestión el presente” mitificado. De nuevo, las implicaciones políticas de la metodología

propuesta en los Pasajes no demora en resonar: en lo que a los procesos de la transmisión

de la cultura se advierte que la cultura no posee de por sí “el poder de cambiar lo dado, sino

que la memoria histórica afecta directamente a la voluntad colectiva y política de

cambio”163; en este sentido, se asume que los contenidos de la cultura cargan consigo la

memoria de las prácticas materiales de una sociedad, al mismo tiempo que la memoria

histórica supone una dimensión material expresada en los productos culturales: sólo a partir

de la conciencia de esta reciprocidad se puede gestionar la transformación de la realidad en

términos de la desmitificación del presente.

Siguiendo la línea argumentativa, Buck-Morss anota que “los Pasajes fueron pensados

como una “filosofía materialista de la historia””164; en lugar de partir de una filosofía de la

historia que predeterminara la lógica de los acontecimientos y las relaciones entre el ahora

y lo pasado, Benjamin decide trabajar con el propio material histórico, los cuales son

definidos como “anacrónicos resabios” encarnados en edificios, tecnologías y mercancías

del siglo XIX. En otros términos, los contenidos de la cultura material trabajada por

Benjamin reciben el elocuente título de fósiles o “ur-fenómenos”: cosas del pasado

encalladas en el presente. A este respecto, podríamos retomar lo dicho por F. Zalamea a

propósito del proyecto warburgiano y afirmar que, así como el montaje que representa el

Atlas Mnemosyne permite visualizar el movimiento psico-tectónico de las representaciones

figurativas por medios de la comprensión de saltos y discontinuidades, asimismo el montaje

literario y ensayístico de los Pasajes benjaminianos ofrece una visión de conjunto de las

163 Ibíd. 164 Ibíd., 19.

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transformaciones socioculturales mediante una constelación de anotaciones sobre los

contenidos ofertados por las industrias culturales de su época.

Por lo tanto, el proyecto de los Pasajes no tiene otro propósito que el de “tender un puente

entre la experiencia cotidiana y las preocupaciones académicas tradicionales a partir del

estudio de los pasajes comerciales de París”165. De modo que la obra benjaminiana

contempla dos aspectos; de un lado, plantear una hermenéutica fenomenológica del mundo

profano tal como Heidegger la formuló, con la salvedad de que Benjamin supera las

limitaciones del enfoque ontológico-existencial; y de otro, constituir una perspectiva

materialista que permita “hacer hablar” a los fenómenos mismo en los términos de su

propia aparición ante la mirada del observador. Así pues, Buck-Morss nos ayuda a entender

el sentido general y las direcciones concretas que el proyecto benjaminiano de los Pasajes

recorre con el fin último de construir una imagen múltiple de las producciones culturales y

simbólicas que tienen lugar en el marco del desarrollo de la modernidad urbana europea.

Álbum de familia y la imagen de la fotografía

El trabajo de Armando Silva sobre el álbum familiar166 constituye uno de los grandes

referentes para este proyecto, debido a que el material empleado para desarrollar el análisis

visual propuesto proviene originalmente del contacto con este tipo de objetos que hacen

parte de lo que más arriba se ha denominado como “tecnologías de la memoria”. En efecto,

si no hubiese sido por la relación cercana con el álbum familiar (particularmente los

álbumes fotográficos de mi familia y los de las familias de amigos y amigas), no habría

sido posible plantear el problema de la presente investigación, no se hubiese reparado en la

existencia e importancia simbólica de este tipo de fotografías (callejeras) tanto para la

memoria familiar como para la memoria colectiva de toda una ciudad, que es lo que se

pretende explorar. Así pues, dado que uno de los propósitos de este trabajo consiste en

trascender el ámbito doméstico (íntimo, privado) en que se inscribe la supervivencia de

165 Íbíd. 166 Silva, A. (1998), Álbum de familia. La imagen de nosotros mismos. Bogotá: Editorial Norma, 1998.

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tales fotografías para conducirlas a un plano de significación cultural para la memoria

urbana –y de relevancia para la reflexión sociológica sobre las relaciones entre imagen y

ciudad–, nos concentraremos en los aportes que Silva ofrece en relación con la imagen de

la fotografía en general167, no sin antes destacar el punto de vista del autor, expresado en

términos claramente personales, acerca de su objeto de estudio: “El álbum de fotos de

familia, en conclusión, es un tema que fascina pero también desborda; es decir, lo enamora

a uno y lo interioriza, pero también lo saca hacia todo tipo de relaciones tanto afectivas

como culturales, pues de una u otra forma nos muestra las mitologías sociales de cada

época”168. Estas declaraciones ponen de manifiesto que el álbum fotográfico familiar no

sólo es valioso e interesante para las propias familias, pues él alberga igualmente una fuerza

cultural que revela esa serie de “mitologías sociales de cada época”, las cuales merecen

toda la atención de la academia y la investigación sociológica. Dicha noción de mitologías

sociales sugiere que el álbum constituye una práctica/técnica visual que presenta lo que

podría entenderse como las maneras culturales de ser, hacer y conocer que definen a una

sociedad en un contexto histórico específico. Al reunir un conjunto de temporalidades

diversas, el álbum fotográfico familiar no es un relato cronológico de la historia familiar,

sino que conforma una composición visualmente densa cuyos entrecruzamientos espacio-

temporales acaban por construir la imagen móvil, tanto de una familia, como de una

sociedad –y en este caso, de una ciudad–.

Ahora bien, respecto a la imagen fotográfica como tal, la perspectiva semiótica del autor

remite fundamentalmente a las contribuciones de C. Peirce y sus análisis en torno a la

estructura triádica del signo. Ello se evidencia cuando Silva afirma: “La foto, pues, es

también un índice, como la marca del dedo en que imprime la huella para identificarnos.

Índice del representado, pero también de quien produjo la representación”169. En este

sentido, se vislumbra la triple estructura que compone al signo visual representado

empíricamente en la imagen fotográfica, en donde los modos de producción de dicho signo

cobra gran importancia en la medida en que permite advertir que la lógica de su

funcionamiento –y, por lo tanto, de su apropiación– varía históricamente de acuerdo a los

167 Así se titula el tercer capítulo de la op.cit., pp. 85-128. 168 Silva, A., op. cit., p. 17. 169 Ibíd., p. 88.

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[99]

condicionamientos técnicos y culturales que repercuten sobre los esquemas de percepción

de los individuos y los grupos sociales. De ahí que Silva enfoque su análisis sobre la

imagen fotográfica en el marco de la modernidad, más específicamente en el marco de la

visibilidad moderna170; en este espacio dedicado a la visibilidad moderna, el autor expresa

su interés por “plantear de qué manera la fotografía se convierte ella misma en uno de los

pilares centrales de una reflexión moderna de la imagen”, y destaca algunas de las

problemáticas que se alcanzan a perfilar en este panorama, a saber: “lo relativo al campo de

visión, la democratización de sus observadores, la masificación de la visión, el tiempo

moderno de la narración, la lógica trial de su enunciado y su misma condición de

mecanicidad en el proceso de generación de su imagen”171.

Por esta misma línea, empiezan a aparecer las referencias al contexto urbano del que surge

la práctica fotográfica junto con las condiciones epistemológicas que determinan el plano

de la visión creado, al establecer diversas conexiones entre el cuadro de la imagen y la

imagen de la ciudad: “las fotos enmarcan la ciudad, la muestran como trozo, como vista

seleccionada, como cuadro más exactamente”172. Y agrega: “La foto, de otro lado, pasa sin

duda a ser en especial un fenómeno urbano, si uno entiende sus usos calculados para

producir efectos de ciudadanía: registros de identidad, archivos de rostros para la policía,

foto en periódicos y en medios audiovisuales, fotos familiares, pornografía, álbumes y otras

ritualísticas”173. Sin embargo, para el caso que aquí nos ocupa es necesario distinguir entre

la foto como realización pictórica de la ciudad y la foto como imagen-memoria, la cual

vendría a ser representada por la fotografía callejera; de este modo, Silva agrega el

elemento del contexto de la foto para ilustrar dicha diferencia en la medida en que “la foto

sin contexto se torna una imagen pictórica, con más o menos información que la que pueda

deducir el observador a través de los trajes que usan los posantes, el clima, los rasgos

étnicos y culturales, el sexo, etcétera”174. Por su parte, Silva sostiene que “la foto con

contexto, caso específico de la foto del álbum, sí que es una imagen-memoria, que

170 Ibíd., p. 90-98. 171 Ibíd., p. 92. 172 Ibíd., p. 94. 173 Ibíd., p. 95. 174 Ibíd., p. 111.

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transforma en familiar a su observador, pues al fin y al cabo está dirigida a él o ella”175.

Pues bien, esta definición de la foto como imagen-memoria, es decir, la foto considerada en

su contexto, arroja luces a la hora de establecer las conexiones entre la mirada investigativa

que aquí se plantea –entendiendo que la mirada del investigador es en este caso la mirada

de un sujeto social que observa cierto tipo de fotografía que pueden hablarle en la medida

en que comparten, en mayor o menor grado, un contexto común a pesar de los cambios a lo

largo del tiempo– y el contenido de la foto que es visto.

En cuanto a la lógica del signo que se debate al interior de la imagen fotográfica, es preciso

exponer la interpretación que Silva desarrolla a este respecto sirviéndose de la perspectiva

semiótica de Peirce. A continuación un fragmento de Silva citando a un intérprete de la

obra peirciana para sintetizar la estructura triádica del signo fotográfico:

“En este caso, si tomamos la representación, ésta asume el mismo proceso de un signo. Toda

representación ha de conformarse con tres condiciones esenciales. Debe, en primer lugar, tener

cualidades como cualquier objeto, independientemente de su significado. Así, la palabra HOMBRE

impresa tiene seis letras que tienen ciertas formas y son negras. Yo denomino estas características

como las cualidades materiales de la representación. Segundo, una representación debe tener

realmente una conexión causal con el objeto. Si una veleta de viento indica la dirección de éste es

porque el viento realmente la hace girar. Si un cuadro de un hombre de una generación pasada nos

dice cómo se veía, es porque su apariencia real determinó la apariencia en el cuadro por causación,

actuando a través de la mente del pintor (…). En tercer lugar, cada representación se dirige hacia una

mente. Es una representación en tanto haga esto… Estas tres condiciones sirven para definir la

naturaleza de la representación” [MS 212/Winter-Spring 1873]176.

De acuerdo a lo anterior, estas tres condiciones obedecen respectivamente a tres aspectos

distintos que constituyen la unidad funcional de la imagen fotográfica, a saber: la imagen

como ícono, la imagen como índice y la imagen como símbolo. Precisamente estos aspectos

marcan los tres momentos de la interpretación iconológica propuesta para este trabajo, pues

se trata de partir del reconocimiento de la materialidad de las fotografías escogidas para

reconocer los elementos iconográficos contenidos en ella y posteriormente extraer lo que

175 Ibíd. 176 Ibíd., p. 103-104.

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dichas imágenes pueden decirnos sobre los imaginarios, prácticas y representaciones

sociales que han tenido lugar en el contexto cultural bogotano, en términos del habitar y la

experiencia cotidiana en las calles de la ciudad.

En cuanto al problema del tiempo, Silva revela que “el tiempo de la foto es el pasado.

Registro de lo que ya no es”177; de esta manera, se establece una similitud entre los

planteamiento de Barthes en La cámara lúcida por cuanto comparte la idea de que la foto

entraña una función constativa, no sólo del objeto representado, sino del paso del tiempo: la

foto “constituye una prueba auténtica de la realidad”178. Esta precisión será clave para la

elaboración conceptual de la imagen en relación con los procesos de la memoria y de la

ciudad desde la perspectiva del habitar cotidiano.

Por último, cabe mencionar algunas ideas relacionadas con aspectos de la imagen

fotográfica que son destacados por Silva a la hora de referirse al momento de su

interpretación. Desde el punto de vista de las imágenes callejeras de/en la ciudad, resulta

interesante insistir en una diferencia crucial entre las fotos familiares (que representan

ceremonias, ritos, personas concretas, etc.) y las fotos callejeras igualmente contenidas en

los álbumes de familia: “La foto en la que prima la visualidad sería, en rigor, una liberación

de las exigencias de la pose, como si por un momento la vida captada por el fotógrafo se

dejase sorprender sin previo aviso”179. De esta manera podemos entender con mayor

claridad el carácter de aquellas fotos callejeras en que las personas son retratadas

espontánea y contingentemente en su andar cotidiano por las ciudad; y, sin embargo, es

posible observar en algunas de ellas que las personas fotografiadas se toman la molestia de

posar ante el lente del fotógrafo callejero. La tensión entre la pose y la espontaneidad de la

cotidianidad que es sorprendida por la acción del fotógrafo constituye un elemento

importante a tener en cuanta llegado el momento de la interpretación de las imágenes; lo

que sucede en ambos casos, mediante la representación fotográfica, es el “[i]n greso de la

177 Ibíd., p. 110. 178 Ibíd., p. 109. Cf. Barthes, op. cit., p. 137: “Lo importante es que la foto tenga una fuerza constativa, y que lo constativo de a Fotografía ataña no al objeto, sino al tiempo. Desde un punto de vista fenomenológico, en la Fotografía el poder de autentificación prima sobre el poder de representación”. 179 Ibíd., p. 117.

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[102]

cosa, del objeto, a las redes de los sentidos culturales”180, es decir, a la inmersión de cada

uno de los elementos representados en la imagen a lo que se denomina “cultura

fotográfica”, “y esto nos hace ‘sabernos mirados’ (soy mirado por la foto, decía Lacan) lo

cual influye, primero en la pose y luego, digamos, en el mismo fotógrafo (…), quien en la

construcción de su escenario dejará introducir en su narración huellas permanentes de

mirón-mirado”181. Pues a propósito de la pose, Silva ofrece la siguiente definición:

“imaginarse el posante en el futuro y para unos destinatarios específicos que aceptan su

visión presente. O sea, se trata de un acto de visión postergada”182. Y aquí aparece un

nuevo elemento temporal de la foto que hasta el momento no había sido considerado: el

futuro, la pose como imagen que se constituye para la mirada futura. Se trata entonces de

mirar cómo en las fotografías donde los modelos posan pueden decirnos algo sobre las

implicaciones éticas, morales y culturales que se derivan del querer aparecen de cierto

modo y no de otro.

Así pues, contamos con los elementos necesarios para preparar el terreno de cara a la

interpretación iconológica de las imágenes callejeras halladas inicialmente en los álbumes

familiares y otras “tecnologías de la memoria” que se encuentran en el ámbito familiar

como testigos de un pasado urbano que ya fue y que se gozó o padeció, y de una memoria

que aún pervive en el sentimiento nostálgico de aquellos que pudieron vivir dicho pasado

en su cotidianidad.

THEATRUM URBE O LA DIMENSIÓN POÉTICA DEL HABITAR URBANO

Cómo pensar con imágenes la historia cultural de Bogotá (1930-1970) en su

cotidianidad

180 Ibíd., p. 120. 181 Ibíd., p. 123. 182 Ibíd., 124. Cf. Barthes, op., cit., p. 37: “Cuando me siento observado por el objetivo, todo cambia: me constituyo en el acto de “posar”, me fabrico instantáneamente otro cuerpo, me transformo por adelantado en imagen. Dicha transformación es activa: siento que la Fotografía crea mi cuerpo o lo mortifica, según su capricho”.

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[103]

Fotografía instantánea de mi abuela Victoria caminando por la Carrera Séptima a la altura de la calle

12. Bogotá, 1963.

Ciudad e Imagen constituyen juntas la díada fundamental que atraviesa por entero la

presente investigación. Sin la mediación de la imagen la nueva pregunta por la ciudad no

hubiese podido ser formulada y, al mismo tiempo, sin la conjunción de los distintos

procesos socioculturales que conforman la vida callejera en la ciudad no habría sido posible

la creación de un tipo específico de imágenes. La relación Ciudad-Imagen no sólo delimita

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[104]

un campo temático de investigación, sino que sugiere la transformación y reorganización de

las estructuras epistemológicas convencionales utilizadas en la producción de conocimiento

histórico, social y cultural sobre las ciudades, a fin de integrar nuevas categorías de análisis

e instrumentos de observación alternativos que sean acordes con las modificaciones

experimentadas en los esquemas de percepción (sensorium) colectivos e individuales, tras

los desarrollos técnicos y tecnológicos relacionados con la producción y reproducción de la

imagen.

Este estudio se plantea principalmente como una apuesta epistemológica que busca

otorgarle un valor protagónico a la imagen fotográfica en los procesos de construcción de

memoria urbana, no para continuar engrosando los vastos volúmenes de la historiografía

tradicional del desarrollo de la ciudad, sino para ofrecer una manera novedosa de abordar

las formas en que se sedimentan, se interrelacionan y se tensionan los aspectos

macroestructurales de tal desarrollo, ahora, desde la perspectiva del habitar y del discurrir

cotidiano de la vida callejera, junto con la multiplicidad de dinámicas culturales que se

insertan en ella. Este trabajo no pretende ser más que un ejercicio de experimentación que

busca poner en práctica la construcción de una historia no lineal del habitar urbano en el

centro de Bogotá mediante la confección de un atlas compuesto en su mayoría por

imágenes fotográficas. Se trata, por tanto, de arriesgar un modo de pensar la historia

cultural de la ciudad bogotana del siglo XX con imágenes, al mismo tiempo que se

reconoce la potencialidad epistemológica y metodológica de las imágenes fotográficas para

impulsar la creación de nuevos modos de habitar/percibir el tiempo histórico.

En la medida en que la historia no se concibe simplemente como el conocimiento sobre un

pasado lejano y estéril (tiempo muerto), la función de la relación dialéctica Ciudad-Imagen

será la de ofrecer las condiciones de posibilidad suficientes para generar un conocimiento

histórico de índole pragmático, de tal manera que a partir del descubrimiento de una serie

de memorias no contadas por el relato de la historia oficial de la ciudad el pasado cobre

vida en la experiencia actual de quienes la habitamos, y así, logremos adquirir grados de

conciencia cada vez más elevados sobre aquello que somos justamente en cuanto habitantes

de Bogotá, esto es, sobre nuestra identidad cultural desde el punto de vista de las

diferencias y continuidades que mantenemos con el pasado.

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Ciudad e Imagen: un ejemplo concreto de la relación dialéctica existente entre el en-sí

inmediato de la certeza sensible (experiencia –exterior– de ciudad), y el para-sí mediato del

momento reflexivo de la autoconciencia que se sabe objeto de sí misma gracias a la

mediación de la imagen (Hegel). Así pues, desde una perspectiva fenomenológica183 ambos

conceptos de hallan inextricablemente unidos en la experiencia urbana cotidiana. Sin

embargo, es preciso aplicar una mirada analítica sobre cómo entender tales nociones desde

un plano conceptual, partiendo de la premisa según la cual distinguir no es separar. Por lo

tanto, miremos cómo se entenderán de ahora en adelante los conceptos de Ciudad e Imagen

de cara al planteamiento del concepto sintético de theatrum urbe para caracterizar el modo

de ser específico de una ciudad latinoamericana como Bogotá, en el contexto de las

diversas vicisitudes que implicaron el paso de una ciudad rural, de herencia colonial, a la

compleja urbe que ha visto materializar los procesos de la modernidad de una forma

singular, ciertamente distinta de la modernidad desarrollada en los países europeos

occidentales.

Ciudad y habitar

¿Cuál habitar?

Habitar es la condición ontológica fundamental de la existencia184. Habitar no es ocupar un

lugar físico, sino construir permanentemente el espacio significativo donde ha de morar el

ser humano. La ciudad, entendida como espacio-habitado, constituye uno de los

dispositivos culturales más destacados de la civilización occidental, a través del cual los

seres humanos han respondido a la necesidad colectiva de habitar en común, esto es, de co-

habitar. En cuanto dispositivo cultural, la ciudad devela su carácter de obra185, de creación

(poiésis); a su vez, en cuanto espacio-habitado, la ciudad es experiencia colectiva situada

en un territorio común. En esta medida, la ciudad, por medio de la acción conjunta de

quienes la habitan, permanece en la constante elaboración de su estructura material y de sus

redes simbólicas de comunicación: es autopoiética. Habitar no se entiende en términos de

183 Cf. García Vásquez, C. (2004), op. cit. y García Moreno, B. (1996), op. cit. 184 Heidegger, M. (1951), op. cit. 185 García Moreno, B. (1996), op. cit.

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vivienda sino de la construcción colectiva de un modo singular de estar-en-el-mundo,

donde la carne y la piedra186 (y la mediática187) encuentran su lugar común y su espacio de

diálogo. Ahora bien, cuando se trata de atender a la naturaleza de los vínculos creados entre

y por los individuos que habitan la ciudad, nos encontramos frente al conjunto de dinámicas

englobadas en el concepto de topofilias del habitar188, el cual se propone abordar las

condiciones que hacen posible la generación del sentido de pertenencia o desentendimiento

de las personas con la ciudad en general, con determinados lugares de la misma en

particular, o con las diferentes producciones simbólicas y materiales que se emplazan en los

espacios abiertos de la ciudad (monumentos, edificaciones, calles, bienes muebles, etc.).

La ciudad no nace con la simple aglomeración de individuos en un territorio común, sino

que surge a partir de la necesidad de establecer redes de comunicación mediante la creación

de diversos lenguajes y sistemas de significación, dentro de los cuales el lenguaje verbal

tiende a predominar en las prácticas comunicativas de los habitantes de la ciudad. No

obstante, ello no implica que otras formas de comunicación no verbal dejen de operar

mientras se interactúa en el espacio urbano y con los demás; los lenguajes corporales y

gestuales, los lenguajes arquitectónicos y estilísticos, las formas visuales de la

indumentaria, los protocolos, la publicidad, la configuración y la distribución del mobiliario

público ejercen de igual manera un papel sumamente importante en las prácticas de

comunicación urbana. La ciudad como lugar del encuentro, espacio de transacciones

simbólicas y comunicativas, y centro de producción de sentido: la ciudad como lenguaje del

habitar. “El lenguaje es la casa del ser”189, siendo el lenguaje esencialmente poético antes

que instrumento de comunicación entendido bajo el esquema emisor-mensaje-receptor190;

de ahí que las formas de comunicación urbanas sean originariamente poéticas (creadoras de

sentido), antes que simples instrumentos de comunicación con fines prácticos, lo cual puede

186 Sennet, R. (1994), Carne y piedra. El cuerpo y la ciudad en la civilización occidental. Madrid: Alianza, 1997. 187 Perilla, M. (2008), El habitar en la Jiménez con Séptima de Bogotá: Historia, memoria, cuerpo y lugar. Bogotá: Facultad de Artes, Universidad Nacional de Colombia, 2008, p. 79. 188 Yory, C.M. (2005), “Del espacio ocupado al lugar habitado: una aproximación al concepto de topofilia”, en Revista Barrio Taller, serie “La ciudad pensada”, N° 12: “Ciudad y Hábitat”. Bogotá: Ed. Revista Barrio Taller, pp. 47-64. 189 Heidegger, M. (1946), Carta sobre el humanismo. Madrid: Alianza, 2000. 190 Heidegger, M. (1936), “El origen de la obra de arte”, en Caminos de Bosque. Madrid: Alianza, 2010, pp. 11-62.

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tender un puente con la función simbólica fundamental de construir una “visión de mundo”

(Weltanschaaung) particular.

A pesar de las anteriores consideraciones, la concepción del habitar, en cuanto implica la

construcción de un espacio por ocupar, sigue insistiendo. La construcción simbólica y

material de un espacio no es condición previa para habitar. Al contrario, el ser humano no

habita porque construya espacios, sino construye porque ante todo habita el mundo; pues,

en efecto, no se construye desde ceros sino a partir de un conjunto previo de redes de

significación cultural que han sido heredadas por cada individuo que llega a (otrosiste en)

este mundo. El vínculo entre construir y habitar no se reduce a una relación técnica o

instrumental: “Pues construir no es sólo medio y camino para el habitar; el construir es, en

sí mismo, ya habitar”191. Para Heidegger, existe una relación ontológico-existencial

fundamental entre el ser (Sein), el ser humano (Dasein) y el habitar, relación que permite

configurar la concepción general de lo que es la cultura –claro, desde el punto de vista

occidental– para luego nutrir dicha concepción con los elementos particulares que la

componen en un contexto específico. La manera en que Heidegger comprende el habitar

constituye una fuerte crítica al predominio de la concepción técnica de su “esencia”. A

pesar de los movimientos interpretativos del concepto, basados en un juego etimológico

que resulta ser el blanco de repetidas controversias y desacuerdos, Heidegger procura

desvelar aquello en nuestra cotidianidad hemos olvidado debido a la poderosa fuerza de

absorción que tienen nuestras ocupaciones diarias sobre nosotros. El filósofo sostiene que

ser hombre quiere decir: ser como mortal sobre la Tierra, [que] quiere decir [a su vez]: habitar.

La vieja palabra bauen [en alemán: construir] dice que el hombre es en cuanto habita; pero esta

palabra significa al mismo tiempo: cuidar y cultivar, a saber, cultivar (bauen) el campo, cultivar

(bauen) viñas192.

Ciertamente, las reflexiones de Heidegger no se encuentran directamente en

correspondencia con la cuestión urbana. Por el contrario, en su pensar se halla el trasfondo

de un habitar rural alejado de los ritmos y los espacios del habitar urbano, en consonancia

con su crítica a la modernidad entendida como la época de la técnica. De ahí que Heidegger

191 Heidegger, M. (1951), op. cit., p. 208. 192 Ibíd., p. 210.

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distinga entre un construir como cultivar (aquél que “sólo protege, a saber, el crecimiento,

lo que por sí mismo madura sus frutos”193) y un construir como edificar (“La construcción

naval y de templos produce, en cierto modo, su misma obra. El construir es aquí, a

diferencia del cultivar, un edificar”194). Se observa entonces que existe un interés por

destacar el construir que cultiva y protege, que atiende al ritmo de las cosas sin querer

dominarlas o explotarlas, frente a un construir entendido desde la perspectiva de la

producción y la productividad. Y semejante interés responde, en últimas, a la

reivindicación del sentido originario que posee la noción de cultura para designar el

proceso en y a través del cual la comunidad de los seres humanos ha protegido, cuidado,

transmitido y recuperado determinada forma de habitar el mundo –sea urbano o rural– a

partir de un conjunto específico de construcciones simbólicas y materiales; de manera que

“ambos modos de construir –construir como cultivar, en latín colere, cultura, y construir

como edificar construcciones, aedificare– están contenidos en el construir auténtico, en el

habitar”195.

El habitar, en cuanto construir que cultiva y edifica, halla su elemento común en la

experiencia concreta de lo cotidiano en la medida en que el ser humano se encuentra

ineludiblemente interpelado por la Tierra sobre la cual despliega su existencia. “El construir

como habitar, esto es, ser sobre la Tierra, queda para la experiencia cotidiana del hombre,

como lo dice felizmente el lenguaje, de antemano como lo “habitual”196. No es mera

casualidad lingüística que el habitar y lo habitual se encuentren estrechamente ligados.

Aquello que se cultiva y edifica, es decir, aquello que tiene como resultado parcial un

“sistema cultural” específico, se constituye en la estructura de pensamientos, creencias y

sensibilidades que componen nuestros hábitos y nuestro modo de ser cotidiano (ethos). Esta

“esencia” del habitar es lo que queda cubierto en el desempeño diario correspondiente tanto

a las actividades culturales como a las productivas; a menudo pasamos por desapercibido

que todo aquello que hacemos –y que, por tanto, dejamos de hacer o no hemos comenzado–

constituye una forma particular de relacionarnos con el ser en cuanto somos-existiendo.

Cuando Heidegger caracteriza el habitar como el modo de ser del ser humano en cuanto

193 Ibíd. 194 Ibíd. 195 Ibíd. 196 Ibíd.

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mortal sobre la Tierra, está colocando sobre la mesa una relación implícita entre los

elementos de lo Divino y Mortal, por un lado, y lo Celestial y Terrenal, por otro, los cuales

forman lo que él denomina el cuadrante o la cuaternia para referirse a las diferentes

dimensiones que componen la existencia humana desde un punto de vista ontológico,

existencial y fenomenológico. “Habitamos no porque hayamos construido, sino que

construimos y hemos construido, en cuanto habitamos, esto es, en cuanto somos los

habitantes”197, dice Heidegger reafirmando lo mencionado anteriormente. Somos humanos

en cuanto mortales y somos mortales porque tenemos “el poder de morir”198; el ser para la

muerte no significa otra cosa que tenemos intrínsecamente el rasgo de la temporalidad y,

por tanto, de la historicidad, pero para que ello sea así es necesario estar en relación con los

otros elementos de la cuaternidad. La Tierra sobre la cual el ser humano es habitando

designa la base material, portadora y servidora199, a partir de la cual la existencia comienza

a erigir su morada en el mundo. El Cielo, por su parte, hace referencia a la forma de vivir la

temporalidad constitutiva del ser humano, es decir, a la relación que establece el ser

humano con el mundo en cuanto mortal, bien sea dejando “su curso al Sol y a la Luna, su

ruta a las Estrellas, a las estaciones del año su bendecir y su inclemencia”200, o bien

convirtiendo “la noche en día y el día en fatiga llena de ajetreos”201. Finalmente, lo Divino

–esa confusa categoría que nos hace pensar en la esencia que perdura más allá del tiempo y

a la que podría pensarse que indica el “ser” en general– indica lo inesperado del acontecer

que irrumpe en la regularidad cotidiana del habitar y que nos envía un mensaje, como si de

un destello de luz se tratara, sobre aquello que hemos olvidado y que aun así nos acompaña

a lo largo de nuestras vidas (¿será la pregunta por aquello que somos, por lo que hemos

sido, por lo que hemos dejado de ser y por lo que nos estamos proyectando?).

Pues bien, habitar no es efecto causal de la edificación de espacios físicos; más bien,

habitar se alza como la condición elemental que motiva dicha construcción según las

necesidades y los anhelos de los mortales que hacen espacio y viven los tiempos. La

diferencia entre los lugares que construimos y los espacios que habitamos radica en el

197 Ibíd., p. 212. 198 Ibíd., p. 213 199 Ibíd. 200 Ibíd., p. 214. 201 Ibíd.

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hecho de que nuestra existencia no obedece única y exclusivamente a las normas de la

técnica, de la productividad y de la racionalidad instrumental (como podría esperarse de la

función que cumple un puente, una calle o una vivienda), sino que tiene la posibilidad de

desplegarse libremente de acuerdo con los movimientos de la creatividad, la imaginación y

la memoria, de tal suerte que el embellecimiento, el cuidado y la calidad estética de los

lugares y de la relación que sostienen entre sí los individuos que los frecuentan representa

un aspecto igualmente fundamental para el habitar. Así,

los espacios que nosotros recorremos cotidianamente, están espaciados por lugares; su ser se

fundamenta en cosas del tipo de las construcciones. Si prestamos atención a estas referencias

entre lugar y espacios, entre espacios y espacio, entonces ganamos un punto de apoyo para

meditar la relación entre hombre y espacio202.

Habitar y habitus

En últimas, la concepción heideggeriana del habitar gana concreción con la perspectiva

topofílica de Yory y la perspectiva estético-vitalista de García Moreno. Ambas

propuesta conceptuales confluyen a la hora de sugerir la idea de que habitar un espacio

como la ciudad, en particular la ciudad latinoamericana, puede abrir un camino para

pensar el habitar como condición fundamental para la configuración de un modo de ser,

un ethos que caracterice la relación histórica de un pueblo habitante con el propio

espacio que habita. No obstante, la caracterización de dicha relación histórica no puede

perder de vista los distintos aspectos que la hacen posible, a saber, de un lado, los

condicionamientos objetivos de la estructura socioeconómica –material– en que se

fundamenta y, de otro, y las disposiciones o esquemas de percepción subjetivas que

reproducen, apropian o confrontan tales condicionamientos. En definitiva, la mirada

sociológica del habitar heideggeriano nos obliga a concentrar la atención sobre las

múltiples tensiones entre la dimensión subjetiva (individual y colectiva) y la dimensión

objetiva (estructural) de los procesos de permanente construcción de un espacio común

al que, en este caso, damos el nombre de ciudad: Bogotá.

202 Ibíd., p. 221.

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[111]

Resulta entonces imposible hablar de habitar sin dedicar un momento a la noción

bourdieuana de habitus, si bien dicha noción experimenta algunas precisiones a medida

que el autor va madurando su pensamiento. La anterior referencia de Heidegger sobre el

habitar ligado a lo habitual nos enseña que el hábito (o lo habitual) es el co-producto de

las diferentes construcciones que han emprendido los seres humanos a fin darle un

sentido a su existencia histórica en este mundo. Es decir, el hábito deviene

inevitablemente en experiencia cotidiana. Y es justamente en la experiencia cotidiana

aquel lugar por excelencia donde ocurren, no sin complejidad y confusión, las múltiples

transacciones entre la estructura objetiva del campo social y los esquemas subjetivos de

apropiación y reproducción de dicha estructura por parte de los individuos a través de

sus prácticas y acciones.

El concepto de habitus presenta una ventaja considerable para el presente estudio y

consiste en la capacidad de interpretar las transacciones entre la objetividad de las

estructuras sociales y la subjetividad de las prácticas, acciones, creencias y

pensamientos de los individuos, en términos de relaciones de poder protagonizadas por

las distintas clases sociales que luchan tanto por la legitimación de la continuidad del

establecimiento (élite y clases dominantes) como por el reconocimiento de nuevas

fuerzas sociales en busca de la transformación de las condiciones de vida (en el caso de

las clases populares, movimientos emergentes e, incluso, clase media). Curiosamente,

una de los primeros trabajos más importantes en la carrera de P. Bourdieu elabora

sutilmente la noción de habitus con base en el análisis de los usos sociales de la práctica

fotográfica en la Francia de la segunda mitad del siglo XX203. Allí el autor no se refiere

de manera explícita al concepto de habitus, pero sí lleva a cabo insistentes indicaciones

a la noción de hábito(s) y presupone la relación de esta noción con el concepto griego

de ethos. Así pues, se halla una poderosa intuición, en el pensamiento joven de

Bourdieu, de que los hábitos constituyen el reflejo de un ethos entendido como modo de

ser socialmente compartido, el cual es producto de la apropiación e incorporación de los

condicionamientos objetivos –estructuras estructuradas y estructurantes– por parte de

los individuos. La introducción de este conjunto de nociones obedece a la necesidad de

203 Bourdieu, P. (1965), Un arte medio. Ensayo sobre los usos sociales de la fotografía. Barcelona: Editorial Gustavo Gili, 2003.

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plantear una solución al problema metodológico relacionado con los resultados

obtenidos por los enfoques dicotómicos empleados por la sociología (uno objetivista-

positivo, otro intuicionista-subjetivo; a este respecto, Bourdieu encuentra en el análisis

de la práctica social de la fotografía una unidad de observación que le permite dirimir la

falsa entre subjetivista y objetivistas204. De este modo, Bourdieu encuentra prontamente

que el concepto de ethos le permite a la ciencia sociológica establecer correctamente los

puentes entre lo objetivo y lo subjetivo sin tomar partido por ninguno de los dos

ámbitos, pero tampoco sin quitarle la importancia que cada uno merece:

(…) la sociología menos sospechosa de subjetivismo recurre a conceptos intermediarios y

mediadores entre lo subjetivo y lo objetivo, tales como alienación, actitud o ethos. Le

corresponde, en efecto, construir el sistema de relaciones que engloba y el sentido objetivo

de las conductas organizadas según las regularidades mensurables y las relaciones

singulares que mantienen los sujetos con las condiciones objetivas de su existencia y con el

sentido objetivo de sus conductas, sentido que los posee, en la medida en que están

desposeídos de él205.

Es a partir de este planteamiento que logra dilucidarse que el problema fundamental de la

sociología consiste, para Bourdieu, en la descripción exhaustiva y la explicación rigurosa

sobre las formas como la objetividad de la estructura social se interioriza en y con el

despliegue de la subjetividad de los individuos. “En otras palabras, la descripción de la

subjetividad objetivada remite a la de la interiorización de la objetividad”206. Se trata

entonces de reconocer que la subjetividad no es más que un momento particular de

objetivación de las estructuras sociales, al mismo tiempo la objetividad sólo alcanza su

realización efectiva en virtud de la interiorización de su lógica por parte de la experiencia

subjetiva de los individuos. En consecuencia, Bourdieu descubre que la noción de ethos

204 Bourdieu, P. (1965), op. cit., pp. 37-38: “Heredera de una tradición de filosofía política y de acción social, la sociología ¿debe abandonar a otras ciencias el proyecto antropológico? Y, tomando por objeto exclusivo el estudio de las condiciones más generales y abstractas de la experiencias y de la acción, ¿puede sumir en el orden de lo insignificante las conductas que no esgrimen la evidencia inmediata de su importancia histórica? (…) La sociología supone, por su existencia misma, la superación de la oposición ficticia que subjetivistas y objetivistas hacen surgir arbitrariamente. Si la sociología como ciencia objetiva es posible, es porque existen relaciones exteriores, necesarias, independientes de las voluntades individuales y, si se quiere, inconscientes (en el sentido de que no se revelan por la simple reflexión), que sólo pueden ser captadas por medio del subterfugio de la observación y la experimentación objetivas”. 205 Ibíd., p. 40. 206 Ibíd.

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designa al “sistema de disposiciones inconscientes y perdurables que son las costumbres”207

tiene un correlato sociológico que se concreta en las tensiones representadas por las

distinciones de clase. Por supuesto, el ethos rural difiere profundamente del ethos urbano, y

dentro de este último existen notables diferencias –unas más marcadas que otras– según la

posición que los individuos o grupos ocupen en el campo social.

Tales diferencias llegan a ser observables a partir de un análisis minuciosos de los usos

sociales de la fotografía, según Bourdieu:

(…) los hábitos de clases, entendidos como sistema de disposiciones orgánicas o mentales y de

esquemas inconscientes de pensamiento, de percepción y de acción, es lo que hace que los

agentes puedan engendrar, con la ilusión bien fundada de la creación de una novedad

imprevisible y de la improvisación libre, todos los pensamientos, las percepciones y las

acciones conformes a regularidades objetivas, puesto que él mismo ha sido engendrado en y por

las condiciones objetivamente definidas por esas regularidades208.

La fotografía entendida como práctica social llega a dar cuenta de los esquemas de

pensamiento, acción y percepción que caracterizan un ethos de clase; en otros términos, un

modo específico de habitar, socialmente determinado. El concepto filosófico de habitar se

torna a estas alturas un concepto sociológico cuando su definición involucra las tensiones

de clase asociadas inevitablemente a una interpretación sobre las formas de habitar una

ciudad latinoamericana, en torno a la cual confluyen múltiples fuerzas de tipo político,

económico, étnico y cultural. Por más novedosa que pueda parecer el uso de la técnica

fotográfica en una ciudad como Bogotá a comienzos del siglo XX, éste responde a una serie

de normas sociales y condicionamientos estructurales que hace que los individuos

(fotógrafos y fotografiados) reproduzcan en cierta medida el orden colectivo establecido;

por cierto, un orden basado en la una fuerte distinción de clase manifestada en la valoración

y estima sociales del gusto, de la sensibilidad estética, de la preferencia de determinadas

formas sensibles y contenidos temáticos respecto a otros, etc.

Puesto que es una “elección que alaba” y cuya intención es fijar, es decir, solemnizar y

eternizar, la fotografía no puede quedar entregada a los azares de la fantasía individual y, por la

207 Ibíd., p. 41. 208 Ibíd., p. 42-43.

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mediación del ethos –interiorización de regularidades objetivas y comunes–, el grupo subordina

esta práctica a la regla colectiva, de modo que la fotografía más insignificante expresa, además

de las intenciones explícitas de quien la ha hecho, el sistema de los esquemas de percepción, de

pensamiento y de apreciación común a todo un grupo209.

Esto, por el lado de la fotografía como práctica. Sin embargo, en cuanto a los contenidos de

la fotografía, cabe preguntas cuáles son aquellos temas preferidos por los fotógrafos

ambulantes que esperan con atención a encontrar un objeto digno de retratar? Más aun, ¿a

quiénes tienden a fotografiar estos cazadores callejeros? ¿Y por qué razón? ¿A quiénes no

se les ocurre fotografiar y por qué? ¿Cuáles son las formas de habitar preferidas por los

fotógrafos callejeros y por qué se establecen como preferidas? ¿Cuáles son los ethos

involucrados tanto en el acto de disparar la cámara por parte de los fotógrafos como en la

actitud generada por quien se sabe (o no) fotografiado? Seguramente una breve

comparación visual nos ayude a encontrar una pista para dar solución a tales interrogantes:

209 Ibíd., p. 43-44.

Pareja de campesinos en el Parque Santander, Bogotá,

años 80's. Hernán Díaz. Archivo digital del Archivo de

Bogotá.

Carrera Séptima entre calles 11 y 12 hacia el norte,

Bogotá, años 60's. Autor desconocido. Extraída de

Bogotá Antigua (Facebook).

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¿Cuál habrá sido la intención de los fotógrafos que produjeron estas imágenes? A la

derecha, se observa que la pareja de campesinos no atienden al hecho de que están siendo

fotografiados y prestan más bien atención a algo que ocurre frente a ellos, escapando del

plano fotográfico de la cámara. Al fondo aparece un hombre sentado, vestido de paño y con

corbata que sí se percata del instante fotográfico, manifestando un gesto de aparente

sorpresa. La importancia que campesinos y citadino le otorgan a la técnica fotográfica en el

espacio público difiere considerablemente; ello puede deberse a la jerarquía de prioridades

o expectativas que configura su hacer parte en el espacio público, su ethos, su sensibilidad.

Esto último podría corroborarse en la medida en que concentramos la atención sobre la

mirada de la mujer que conduce su mula por la calle de la Carrera Séptima; dicha mirada

expresa indiferencia frente al hecho fotográfico, o sea, frente al instante en que ha sido

convertida en objeto por parte del fotógrafo. Sabiéndose objeto, la mujer no detiene su

marcha y con notable gesto de esfuerzo desvía su mirada hacia el futuro próximo que le

espera. A propósito de esta comparación, Bourdieu afirma:

Así como al rechazar la práctica de la fotografía el campesino expresa la relación que

mantiene con el modo de vida urbano, frente al que experimenta la particularidad de su

condición, del mismo modo, la significación que las clases medias atribuyen a la práctica

fotográfica traduce o revela la relación que mantienen con la cultura, es decir, con las clases

superiores que poseen el privilegio de las prácticas culturales consideradas más nobles, y

con las clases populares, de las que quieren diferenciarse a cualquier precio, mediante las

prácticas que les son accesibles, su voluntad cultural210.

Pues bien, a diferencia de la población campesina, los individuos de clase media que

recorren el pasaje de la Carrera Séptima no tienen ningún problema en pagar por haber sido

fotografiados, por conservar la imagen de sí mismos y de sus seres queridos en sus archivos

210 Ibíd., p. 47.

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personales, en posar según las reglas de lo socialmente establecido como respetable, digno

y honorable, tal como se evidencia en la mayoría –si no en la totalidad– de las fotografías

instantáneas callejeras. ¿Pues qué otra razón, aparte de la económica, tendría un fotógrafo

ambulante para fotografíar a individuos no pertenecientes a las clases medias que tienen la

posibilidad de ofrecer una suma de dinero a cambio de la imagen de sí mismos, a menos

que se quiera mostrar las diferencias de clases que tienen lugar en el espacio público

cotidiano?

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¿Cuál ciudad?

Del mismo modo que el habitar constituye la condición ontológica sine qua non de la

existencia en general, y que la ciudad es una de las construcciones concretas más

destacadas de la dimensión poética –creativa– de la civilización occidental, asimismo la

calle se convierte en el fundamento simbólico y material por excelencia de la experiencia

urbana en general. A diferencia de los caminos y senderos, las calles –hecha de piedra y

concreto– conforman las vías arteriales por las cuales circula la especificidad de la vida en

la ciudad; su construcción no sólo obedece a la sofisticación de los modos de satisfacer las

necesidades comunicativas entre territorios separados por la distancia física, sino a la

actualización de las posibilidades comunicativas que crean, recrean, forman y transforman

los lazos sociales entre los individuos que habitan un mismo espacio. Las calles de la

ciudad se erigen como fieles testigos de la Historia (oficial) y los acontecimientos

anónimos que las han tenido como escenarios. Las calles se constituyen en una suerte de

pasarelas por las que se escenifican los diferentes roles sociales a través de la realización de

determinadas prácticas, de la apropiación de diversos gestos, conductas, creencias e

Padre caminando con sus hijos

por la Carrera Séptima, años 50

aprox. Publicada por Rafael Melo

en Fotos Antiguas de Bogotá y

Colombia (Facebook).

Boleto entregado a la persona

fotografiada en la calle para reclamar

el documento fotográfico. Publicada

por Rafael Melo en Fotos Antiguas

de Bogotá y Colombia (Facebook).

Mujeres con ruana y tacones

caminando por la Carrera Séptima,

Bogotá, años 60 aprox. Autor

Desconocido. Extraída de Bogotá

Antigua (Facebook).

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imaginarios, y de la producción y reproducción de los esquemas ético-estéticos establecidos

por el contexto cultural en el que se inscriben los individuos. En últimas, la calle se

convierte en el espacio urbano por excelencia de la constante construcción de la vida

cotidiana en las ciudades211: “La construcción de la calle es un hecho que parte de la

vivencia de la cotidianidad, como historia de hitos y como historia de mitos”212.

La calle es espacio obligado de

la ciudad213 y a partir de su

observación detallada logramos

tener acceso a la complejidad

rizomática de la cotidianidad de

la vida urbana. Dentro de dicha

complejidad destaca

visiblemente la fuerza de los

procesos económicos y

simbólicos en tanto la calle es

experienciada como lugar de

encuentro e intercambio de

objetos; la vida cotidiana

implica necesariamente el

contacto con el otro-yo por

medio de las formas (discursivas y no discursivas) de la comunicación social y de la

expresión y exposición de la riqueza simbólica-artística de la ciudad214.

Ahora bien, debido a su carácter histórico, las calles de la ciudad han sufrido numerosas

transformaciones de acuerdo con las proyecciones de tipo natural, intelectual y espiritual

211 Melo, V. (2001), La calle: espacio geográfico y vivencia urbana en Santa Fe de Bogotá. Bogotá: Alcaldía Mayor, 2001: “El saber cotidiano es particular: cada individuo incorpora en su forma de saber cotidiano parte del saber popular de una forma específica que tiene ver con el propio desarrollo de su vida en sociedad”. “El saber cotidiano es la memoria de nuestra vida; nadie puede crearlo, vivirlo o aprenderlo por cada uno de nosotros”. 212 Melo, V. (2001), ibíd. 213 Ibíd. 214 Ibíd.

Carrera Séptima entre calles 12 y 11, Bogotá, años 50’s. Saúl Ordúz.

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que condicionan los modos concretos de habitar en tanto oikos (hogar)215. Bogotá es la

ciudad objeto de indagación en el presente estudio; una ciudad latinoamericana que ha

participado –activa y de manera sumisa– en los procesos de la modernidad occidental

europea impulsadas desde los tiempo de la conquista y la colonia españolas. De ahí que la

construcción del hábitat urbano experimente modificaciones físicas y simbólicas de acuerdo

con la fisonomía que adquieren las calles por sus vínculos hereditarios con el pasado y por

las visiones-deseantes a futuro que proyectan modos novedosos de habitar; así pues, Bogotá

debió construirse a partir del estilo español propio de la colonia, donde la tierra, la piedra,

el barro y el polvo constituían los principales materiales con los que el territorio natural iría

adoptando un aspecto de villorrio216. Fue hasta bien entrado el siglo XVIII que el aspecto

aldeano y rural de la ciudad iba dejando paso de manera paulatina, ya en el tránsito dl siglo

XIX al XX, a la construcción de una “metrópoli” que cumple las características principales

de la urbe moderna, claro está, al mejor estilo latinoamericano (barroco). La calle poco a

poco no sólo era vivenciada como lugar de tránsito, sino sobre todo como espacio de

encuentro y reunión, lugar de origen de las multitudes anónimas y creación de opinión

pública –como si se tratara de una experiencia originaria similar al ethos griego de la polis.

Y con la llegada de los procesos de modernización capitalista e industrial, las calles se iban

transformando acorde con las necesidades del sistema productivo basado en la división del

trabajo y la especialización de las funciones sociales de los individuos en el marco de la

distinción de clases (lo que hoy conocemos como “estratos”); el vehículo entra en escena y

se enfrenta directamente al peatón en la lucha por el dominio de las calles y el espacio

público; la división de los tiempos en tiempos productivos y tiempos libres determina la

naturaleza de los usos de y las prácticas en el espacio urbano; y las dinámicas demográficas

que generan la fluctuación dialógica entre el campo y la ciudad repercuten necesariamente

en las formas concretas de andar en la calle, en la configuración de los lazos comunicativos

entre los individuos y el espacio, y los hábitos y costumbres de la población.

A medida que iba creciendo la ciudad, los desarrollos en términos de infraestructura –que

toman como modelo la estética extranjera (principalmente europea)– evidencian un

correlato a nivel simbólico, ético y afectivo que es experimentado por los habitantes de la

215 Ibíd. 216 Ibíd.

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ciudad como progreso y modernización, o bien como ruptura y extrañamiento. Bogotá,

como espacio concreto de lucha entre las formas tradicionales del habitar y las dinámicas

transformadoras de la modernidad, resulta ser un eje de observación destacado para

comprender las distintas tensiones y sedimentos que componen las líneas de fuerza

constitutivas de la vida social y cultural de sus habitantes en el trasegar callejero. Será

posible entonces que a través de la lectura en imágenes de los distintos procesos sociales,

económicos, políticos, estéticos y culturales de Bogotá, en su ir y venir de la tradición y la

modernidad, se logren descubrir aspectos no vistos anteriormente en lo que concierne a la

singularidad del habitar urbano latinoamericano y los vínculos que éste mantiene en el

marco de las dinámicas mundiales de las cuales no se pueden desligar.

Ciudad e Imagen

Las imágenes de la ciudad y la ciudad como obra de arte

Dentro de la concepción de la ciudad como obra de arte inacabada se perfila una estrecha

relación con el concepto de imagen. Las imágenes de la ciudad y la ciudad como imagen

remiten a una perspectiva fenomenológica-vitalista del dispositivo urbano, en el sentido de

que las lógicas de la percepción (visual) sugieren la idea de que la ciudad no sólo alberga

Demolición del Hotel Granada (1951). Autor desconocido. Foto extraída de Bogotá Antigua (Facebook).

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una multiplicidad de cuerpos, sino que ella misma pasa por el cuerpo217. Así pues, existen

múltiples imágenes de la ciudad por cuanto son múltiples las maneras como ésta es vivida,

experienciada y percibida por sus habitantes218. La superposición, más o menos

contingente, de las distintas imágenes de la ciudad-vivida configuran el imaginario

colectivo en el que confluyen las prácticas, los discursos y las representaciones sociales

sobre los distintos aspectos (económicos, políticos, sociales, estéticos y culturales) del

habitar urbano; dicho imaginario se introduce, a la manera de un collage, en la memoria de

los habitantes y determina las formas de apropiación y los grados de vinculación con el

territorio. En consecuencia, las imágenes en general y las imágenes de ciudad en particular

se presentan como mediadoras de la experiencia humana en su relación con un espacio

habitado.

La forma estética del collage ofrece un

ensamblaje visual de diversas imágenes que

corresponden a distintas formas de habitar la

ciudad. Cada una de las imágenes que

compone el collage urbano tienen su origen

en –y al mismo tiempo evocan– distintos

momentos históricos, cuya articulación brinda

a la mirada la posibilidad de comprender en

una unidad visual los movimientos telúricos

que conforman el conjunto de sedimentos

estratificados en los que se estructura la

ciudad fáctica; tales movimientos sugieren

entrecruzamientos, desplazamientos,

superposiciones, rupturas, torsiones y

transfiguraciones de las fuerzas poéticas que

han participado en la construcción de la ciudad

a través de los años. La forma del collage remite entonces a una imagen compuesta por

temporalidades heterogéneas que no sólo conviven en el imaginario sino, más

217 García Vásquez, C., op. cit. 218 García Moreno, B., op. cit.

Construcción del edificio del Banco de la República (1958). Autor desconocido. Foto extraída de Bogotá Antigua (Facebook).

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auténticamente, en la experiencia cotidiana de la ciudad

aun cuando no se tenga plena conciencia de ello; la

belleza de la arquitectura neoclasicista de la época

republicana convive con la simplicidad del estilo

moderno de las edificaciones de la década de los setenta,

la practicidad en la oferta de bienes y servicios que se

encuentra en las principales calles comerciales del

centro entra en juego con la sobrecarga de sensaciones y

la contaminación audiovisual del entorno, etc. En

últimas, ciertas formas (éticas y estéticas) del pasado

urbano entran a dialogar con las necesidades prácticas

del presente, creando un espacio caracterizado por la

heterogeneidad de las prácticas y los discursos en cuanto

a las condiciones históricas de su surgimiento y permanencia.

De acuerdo a esto, se observa que el reconocimiento de los elementos iconográficos que

sobresalen en cada una de la imágenes particulares del collage prepara el terreno para la

elaboración de una interpretación iconológica de los sistemas simbólicos y las

representaciones sociales que estructuran las diversas formas de habitar la ciudad

construidas desde la primera relación que los sujetos establecieron con el territorio. De

manera que las imágenes de la ciudad no se limitan a representar miméticamente una

realidad objetiva del habitar, sino que se presentan ante la mirada como un índice219, un

síntoma220 de procesos económicos, políticos y socioculturales, los cuales, aunque no

aparecen claramente en el campo de visión de la imagen, se encuentran de manera latente

en él; por tanto, la tarea de la interpretación iconológica de las imágenes de ciudad consiste

en sacar a flote dichos procesos como aquellos que constituyen la condición de posibilidad

de tales imágenes. Extraer la dimensión oculta de lo que se muestra es el principal reto de

semejante empresa, de tal modo que lo oculto se muestre en la interpretación de la imagen

estando presente como tal, a la manera de la tierra heideggeriana221. A este respecto, puede

219 Silva, A., op. cit. y Barthes, R., op. cit. 220 Warburg, A., op. cit. y Didi-Huberman, G. op. cit. 221 Heidegger, M. (1936), op. cit.

Incendio Edificio Avianca (1973). Tomada de El Tiempo, 1998. Extraída de Bogotá Antigua (Facebook).

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parecer que la interpretación iconológica de las imágenes de ciudad añaden elementos que

no pertenecen a la naturaleza de la mismas, pero lo cierto es que el ejercicio interpretativo

no haría otra cosa más que mostrar aquellos procesos que sin embargo ya estaban

contenidos en dichas imágenes: los punctum222.

Imagen y memoria: los tiempos de la imagen y la imagen de los tiempos

Ahora bien, sin duda la imagen de ciudad

alberga en su campo visual una hibridación

temporal –y, por tanto, un conglomerado de

distintos estilos y poéticas urbanas–. La imagen

de ciudad proyecta el modo específico de

convivir –ya sea armónica o conflictivamente–

de un tiempo presente con ciertas formas del

pasado; la imagen captura en su propio lenguaje

el movimiento de la historia en sus distintas

configuraciones urbanas, contrario a la creencia

de que la imagen ofrece un contenido estático.

En cambio, la impureza temporal223 que la

constituye hace que la imagen sea inquieta y que

asimismo inquiete a la mirada que se posa sobre

ella; la imagen de ciudad habla, nos dice algo sobre nosotros mismos antes de que nosotros

podamos decir algo sobre ella.

Es así como ciertas formas y contenidos del pasado se hacen presentes en la imagen actual

de la ciudad. El pasado vive, perdura, en la imagen. En la imagen de ciudad, el pasado no

cohabita con el presente como si fuese algo muerto; al contrario, la imagen le otorga

dinamismo a los elementos del pasado al colocarlos en diálogo con los elementos del

presente, y dicho diálogo resulta apelando a las distintas conexiones, interrupciones y

222 Barthes, R., op. cit. 223 Didi-Huberman, G., op. cit.

Calle 11 o de La Moneda. Óleo de autor no identificado. Revista Credencial Historia. Edición 83, nov. 1996.

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entrecruzamientos de ambas temporalidades como parte de un todo histórico-existencial

que resume la esencia poética del habitar vinculado a la construcción urbana. En otros

términos, el pasado deviene imagen “en la medida en que puede ayudar a comprender el

presente y a prever el futuro: es un esclarecedor de la acción”224. Del mismo modo, sólo

podemos llegar a reconocer el pasado en cuanto tal “cuando se hace imagen presente”225.

En últimas, la cuestión que aquí se asoma no es otra que el problema de la memoria y su

relación con la imagen, o

mejor, la pregunta acerca de la

dimensión material de la

memoria, por un lado, y de la

potencialidad mnémica de la

imagen, por otro. Así pues, la

memoria no es entendida aquí

como una facultad cuyo

ejercicio queda a discreción de

la voluntad individual, sino, por

el contrario, hace referencia al

acontecer del pasado en su

devenir como esclarecedor del

presente, esto es, en el poder

de su constante actualización

por medio de la imagen de ciudad. En el marco de la experiencia cotidiana de la ciudad, la

memoria se presenta (acontece) como la interpelación o influencia del pasado sobre la vida

fáctica de quienes la habitan; en cada imagen de ciudad que se produce, la memoria pone

en marcha el diálogo entre el pasado histórico y el tiempo presente. Por lo tanto, la imagen

es poseedora de memoria226.

224 Bergson, H. (1919), L’energie spirituelle, 58 ed., en: Deleuze, G. (1957), Henri Bergson: Memoria y vida (textos escogidos). Madrid: Alianza Editorial, 1977, pp. 60-61. 225 Bergson, H. (1896), Materia y memoria. Buenos Aires: Cactus, 2006, pp. 148. 226 García Moreno, B., op. cit.

¡Salta, salta! Bogotá, 1960. Carlos Caicedo, Historia de la fotografía en

Colombia. Museo Nacional, Editorial Planeta.

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Finalmente, en la medida en que la imagen de ciudad constituye el soporte material de la

memoria colectiva de los procesos del habitar urbano, aquello de lo cual nos habla la

imagen antes de que podamos decir algo sobre ella es justamente de nosotros, de nuestra

identidad en tanto habitantes de la ciudad bogotana. Todo lo que de algún modo es (o

‘tiene’ identidad’) perdura a lo largo del tiempo; sin embargo, perdurar no significa

permanecer siempre el mismo de la misma manera (perdurar no es sinónimo de

estabilidad). Al contrario, en tanto acontecimiento del pasado en la imagen del presente, la

memoria pone en evidencia la fragilidad de la identidad urbana en términos del habitar, al

mostrarnos que no existe una solución de continuidad absoluta entre el pasado y el tiempo

presente, pues lo que caracteriza a la experiencia cotidiana del habitar es la superposición,

el cambio y la interacción de elementos provenientes de distintas épocas en la que las

rupturas, desplazamientos y discontinuidades resultan ser las verdaderas configuradoras de

la identidad cultural urbana, por cuanto gracias a estas fisuras es posible advertir con mayor

claridad los fantasmas y las supervivencias del pasado que aún gozan de actualidad227, y en

virtud de las cuales forjamos dicha identidad del habitar bogotano. El papel de la memoria

en relación con el habitar-poético de la ciudad consiste en abrir el lugar en el que acontecen

los entrecruzamientos y se producen las estratificaciones de las distintas imágenes de

ciudad que dan cuenta de aquellas topofilias cuya fuerza vinculante ha bastado para

perdurar a pesar de las grandes transformaciones culturales experimentadas en la historia de

la ciudad. Una cuidadosa atención a los procesos de la memoria que tienen lugar en la

imagen nos llevaría, por tanto, a plantear los siguientes interrogantes en relación con los

modos de habitar Bogotá y la construcción de identidad: ¿qué hemos dejado de ser y cómo

lo hemos dejado de ser? ¿Y qué hemos llegado a ser, en virtud de qué o pese a qué?

227 Cf. Didi-Huberman, G., op. cit.

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Las imágenes fotográficas callejeras como instrumentos de pensamiento sociológico

sobre la ciudad

Aspectos ontológicos de la imagen fotográfica callejera

Antes de continuar, vale la pena aclarar que la

materialidad constitutiva de la imagen fotográfica

exige reconocer los siguientes aspectos generales.

En primer lugar, sin esta característica ontológica,

no habría imagen fotográfica como tal, esto es, que

la fotografía posee como condición de posibilidad

de su existencia el soporte material en el cual se

imprimirá la distribución de fotones y rayos

lumínicos que componen finalmente la imagen

visual. Segundo, el rasgo material de la fotografía

es justamente el resultado de la aplicación de un

conjunto de procedimientos técnicos y físico-

químicos ejecutados por un dispositivo tecnológico

específico –la cámara–, siendo entonces necesario

resaltar que la fotografía constituye el efecto

tangible de una técnica de producción de la imagen

que depende de determinados condicionamientos

económicos y tecnológicos, los cuales se inscriben,

a su vez, en un momento específico del desarrollo de las fuerzas productivas en el contexto

del capitalismo industrial.

Respecto a su contenido visual –normalmente llamado “contenido de representación”–,

cabe aclarar que la imagen fotográfica dista mucho de ser una simple representación

mimética del referente empírico que se halla frente al lente de la cámara; es decir, que la

foto no es copia fiel de la realidad sino que constituye un signo deíctico, un índice228 cuya

228 Silva, A. op. cit., p. 88.

"Mi padre y mi tío mayor". Foto publicada en el grupo Bogotá Antigua (Facebook) por Guillermo Ariza, 1968.

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“fuerza constativa”229 no se limita a reforzar la realidad ni la identidad del “objeto”

representado, sino que atañe especialmente a la constatación del tiempo: “desde un punto de

vista fenomenológico, en la Fotografía el poder de autentificación prima sobre el poder de

representación”230; de esta manera, la fuerza deíctica del contenido visual de la fotografía

apela directamente a la verdad de la foto en términos de “esto-ha-sido”231 y, en

consecuencia, logra estimular a la memoria encarnada en una serie de afectos y emociones

compartidos en virtud de un pasado común. En últimas, “la verdad de la imagen pasa por el

cuerpo”232 y su contenido visual se convierte en un testigo irrefutable del movimiento de la

historia, tanto individual como colectiva. A este respecto, cabe precisar el sentido

metodológico de la imagen fotográfica que se desprende de la anterior definición, si bien

puede inducirse la idea de que dicha imagen –en tanto imagen-memoria, imagen del pasado

o pasado hecho imagen– constituye un documento histórico cuya verdad residiría, pues, en

el contenido de representación. Sin embargo, la verdadera potencialidad de la imagen

fotográfica que aquí se quiere destacar, en relación con el problema de la memoria urbana,

se concentra en la función simbólica que desempeña en el contexto de su producción y

apropiación –antes que en su utilidad documental– para dar cuenta de las transformaciones

en los modos del habitar bogotano, al interior de procesos históricos de mayor o menor

duración; esto es, el tratamiento de las imágenes fotográficas como formas simbólicas233 o

símbolos culturales234, los cuales se convierten finalmente en huellas235 de tales modos de

habitar, reforzando así la concepción de las producciones fotográficas en tanto índices.

Finalmente, en cuanto a las características de su conservación, la imagen fotográfica cuenta

con la peculiaridad de insertarse en una práctica cultural, socialmente compartida, al

interior de la tradición familiar, específicamente urbana; dicha práctica involucra la

construcción de una tecnología de la memoria que actúa como archivo fotográfico en el que

se atesoran las imágenes que terminan configurando la identidad de un grupo en concreto

229 Barthes, R., op. cit., p. 137. 230 Ibíd., cursiva mía. 231 Ibíd., p. 144. 232 Ibíd., p. 120. 233 Cf. Cassirer, E. (1925), Esencia y efecto del concepto de símbolo. México: Fondo de Cultura Económica, 1925. 234 Warburg, A., op. cit. 235 Didi-Huberman, G., op. cit.

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(p. e., familia y cercanos). Estamos hablando del álbum fotográfico y más específicamente

del álbum familiar. Allí, cierto tipo de fotografías reposan como objetos potencialmente

interpeladores cada vez que se dispone a abrir alguna de sus páginas; aunque su

construcción no obedece a un criterio de organización suficientemente claro como para

determinar la configuración ‘correcta’ (cronológica-lineal) del archivo visual, no obstante

la diversidad de historias y relatos que es capaz de movilizar acaban por cruzarse en algún

punto, una forma específica –auténtica– de mostrar la historia de la familia, de las personas

allegadas e, incluso, de los espacios que fueron habitados por ellos.

Así las cosas, contamos con las siguientes características de la imagen fotográfica,

pertinentes para el presente estudio: (i) la materialidad como su rasgo ontológico

fundamental; (ii) las condiciones técnicas de su producción, ligadas a cierto grado de

desarrollo de las fuerzas productivas (económicas y tecnológicas) en el marco del

capitalismo industrial; (iii) la “verdad” deíctica de su contenido referida al (paso del)

tiempo y no al objeto fotografiado, verdad

que se deriva de la función simbólica que

ejercen las imágenes en la vida de los

usuarios y productores; y (iv) las formas

culturales de su conservación por medio

del archivo fotográfico o el álbum familiar

(tecnologías de la memoria). Cada una de

estas propiedades tiene como punto de

partida el soporte material de las imágenes

fotográficas; imágenes en las que si su

referente empírico es el escenario urbano,

conducen a la superación de la imagen-

percepción o imagen-subjetiva de la ciudad

para elevarnos a una materialidad mnémica

inscrita en las fotografías de la ciudad, o en

otras palabras, a una memoria viva que toma cuerpo en este tipo de imágenes, y que es

capaz de tocar las fibras más sensibles de la memoria urbana, actualmente debilitada, para

ofrecernos la posibilidad de indagar por las distintas transformaciones y vicisitudes del ser-

Palacio de las Comunicaciones (Edificio Manuel Murillo Toro, actual Ministerio de las TICS) junto a la extinta Iglesia de Santo Domingo. Fotografía de Sady González. Biblioteca Luis Ángel Arango, 9 de enero de 1947.

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en-el-mundo (habitar) urbano de nuestra Bogotá. Se trata, en última instancia, de una

imagen de ciudad potencialmente autoconsciente (para-sí), cuya fuerza sólo será activada

por la acción de aquella mirada que sea capaz de ver a través suyo el conjunto de pliegues y

sedimentos que constituyen el terreno sociocultural en el que la experiencia cotidiana actual

en las calles del centro histórico de la ciudad hunde sus raíces. Sin embargo, resulta más

plausible que la mirada se halle previamente atravesada por la imagen-memoria, como si

ella nos mirara para preguntarnos quiénes somos al mostrarnos quiénes hemos sido. Este es

el caso específico de la fotografía callejera y de la imagen de ciudad.

El desplazamiento de lo privado a lo público

La presente investigación parte de un movimiento específico de la mirada que se posa sobre

las antiguas fotografías callejeras de la Bogotá de la primera mitad del siglo pasado. Un

movimiento que representa la transición de la mirada íntima e individual, de profundo valor

afectivo para la memoria familiar, hacia una esfera de comprensión del valor simbólico de

estos documentos fotográficos desde una perspectiva sociocultural de las prácticas urbanas

cotidianas. El material con el cual la investigación desarrolla sus observaciones y análisis

sobre el devenir de la vida urbana en Bogotá experimenta una suerte de transformación

semántica, en la medida en que ha sido extraído de un contexto cercano y familiar para

exponerlo, finalmente, en un campo de reflexión más amplio que tiene que ver con la

pregunta por aquello que somos y por lo que hemos dejado de ser en cuanto miembros de

una misma sociedad, dentro de la cual nos reconocemos como hijos e hijas de un mismo

relato e historia comunes, encarnadas en los imaginarios colectivos, en las costumbres, en

los hábitos, en las creencias, en los rituales y las prácticas cotidianas, en los actos de

cortesía, indiferencia y lazo social, en las valoraciones socio-morales de la apariencia, en

las gestualidades, en los roles sociales y en los usos creativos y rutinarios de los espacios y

los tiempos, etc.

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[130]

Vemos cómo un mismo objeto

fotográfico cambia de significado

dependiendo del punto de vista desde el

que se le mire. El origen de este

proyecto hunde sus raíces en una

experiencia personal que involucró la

participación activa de mi abuela como

representante de la memoria viva de mi

círculo familiar; aquí las antiguas

fotografías callejeras, insertas de

manera singular en las páginas de los

álbumes familiares de mi casa, poseen

intrínsecamente un profundo valor

afectivo para la memoria de la familia,

especialmente para sus miembros (mis

parientes) más antiguos. Sin embargo,

en el momento en que indago junto con

mi abuela sobre el origen de este tipo de

fotografías, las conversaciones

adquieren un nivel de comprensión que

trasciende el ámbito puramente familiar de interés hacia estos documentos; ahora, aun

cuando el significado de las fotografías sigue estando referido a la familia (y especialmente

al recuerdo, las experiencias y la historia de vida de mi abuela de mi abuela), el contenido

de sus palabras remite, directa o implícitamente, a un conjunto de procesos y condiciones

de tipo económico, social, político, estético y cultural, que marcaron las directrices

estructurantes de la vida cotidiana y la vida callejera del centro bogotano de mediados del

siglo XX, esto es, a una experiencia colectiva –compartida– de ciudad. Las imágenes que

van brotando de la memoria hablada de mi abuela esbozan el movimiento de la vida

cotidiana que discurre en las calles, como si el paisaje urbano se transformara en el telón de

fondo del escenario en el cual mi abuela (junto con las demás personas que rememoraba)

representaba un papel en la vida social de las calles. Una riqueza de formas de

Abuelos de Paola Rico (amiga) caminando por el centro de

Bogotá, 1971. Archivo familiar de Paola.

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[131]

comunicación y sociabilidad, así como de contenidos culturales, se despliega a medida que

mi abuela describe las imágenes. Seguramente fue esta misma riqueza de la vida cotidiana

la que constituyó el principal centro de atención de escritores, periodistas, artistas,

reporteros gráficos y fotógrafos callejeros, quienes se sirvieron de la plasticidad de su

materia prima para construir un lenguaje que hablara sobre las formas elementales de la

vida callejera y del habitar urbano, en una ciudad como Bogotá de mediados de siglo XX;

de su obras se pueden destacar los más variopintos detalles de la escena callejera del centro

bogotano: la importancia de vestir elegantemente, las normas tácitas que regulan el

comportamiento y las relaciones entre los sexos, los distintos fines por los cuales se salía a

hacer “diligencias” al centro, así como los diversos lugares que allí se solían frecuentar, las

prácticas laborales y recreativas, el uso del espacio público y el significado social de las

posturas y disposiciones corporales, etc., etc.

Mi tátara abuela Leonor en plena Carrera Séptima, años 50’s aprox. Archivo familiar del autor.

Ahora bien, cuando la curiosa voluntad de saber no se dirige ya tanto a la historia familiar,

sino a los modos concretos de vivir la ciudad y de andar en las calles en los tiempos que

atestiguan las antiguas fotografías, se produce un importante viraje epistemológico que

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convierten a estos elementos fotográficos de intimidad familiar en auténticos documentos

histórico-culturales236. Claro está que la condición afectiva-familiar de este tipo de

fotografías no se abandona por completo. No obstante, las preguntas que pueden ser

formuladas en torno a su significado cultural, ligado a la experiencia de un pasado vivido

por nuestro abuelos, permitirían extraer un conjunto de interpretaciones sobre aquello otro

que no corresponde precisamente al ámbito familiar; y ese otro, distinto del dicho ámbito,

es “la ciudad”, particularmente la calle, de la cual se pretende hablar en términos de las

diferentes tensiones que atraviesan a las formas concretas de habitarla, mediante el

reconocimiento y la comprensión sociocultural de las prácticas, discursos, imaginarios y

representaciones que tejen el incesante movimiento creativo/reproductivo de la vida

cotidiana. Es más, en el momento en que el significado de las antiguas fotografías callejeras

es trasladado hacia el campo de la reflexión sociocultural sobre los modos concretos de

habitar la ciudad, es posible que se genere una nueva sensibilidad al interior del ámbito

académico; sensibilidad de la cual seguramente poseen un gran dominio los adultos

mayores que tuvieron la oportunidad de vivir la antigua Bogotá a blanco y negro. Esta

misma sensibilidad se expresa comúnmente a través de un sentimiento muy particular al

que llamamos “nostalgia”, sin saber muy bien lo que dicha noción entraña en el fondo, de

tal suerte que despachamos apresuradamente las manifestaciones de dicho sentimiento

como si se tratara de un romanticismo impotente y caduco que nada tiene que ver con la

visualización de un futuro próspero. Sin embargo, basta con escuchar y leer los relatos que

nuestros padres y abuelos construyen tan pronto ven una de estas fotografías callejeras, sea

que aparezcan ellos mismos o viejos conocidos, sea que identifiquen el lugar donde alguna

vez tuvieron una grata o no tan grata experiencia. Es inevitable que en dichos relatos surjan

elementos relacionados con el contexto de la vida nacional, las vicisitudes de la violencia

en los campos y las ciudades, las constantes referencias a una extinta cultura material que

daba cuenta de las necesidades prácticas y los usos diarios de la vida cotidiana, la añoranza

de las modas de antaño y, sobre todo, el rico repertorio de costumbres que eran exhibidas

públicamente en las relaciones sociales callejeras. En otras palabras, este tipo de fotografías

casi que obliga a quien las mira a hablar sobre los aspectos de su vida personal siempre en

relación con sucesos, acontecimientos o experiencias colectivas inscritas en el “gran relato”

236 Cf. Ginzburg, C., op. cit.; Olave, G., op. cit.; Warburg, A., op. cit.

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de la historia nacional en general y de la historia bogotana en particular. Y esto quiere decir

que, a pesar del desplazamiento de la mirada que se posa sobre las fotografías antiguas,

existe una solución de continuidad respecto a la experiencia estética que despierta en sus

observadores. ¿Existe entonces la posibilidad de tender un puente de solidaridad entre los

intereses investigativos de la academia sobre la ciudad y la sensibilidad histórica y estética

que los habitantes “del común” poseen de las transformaciones urbanas?

Dicho lo anterior, el presente estudio debe enfrentarse a una primera tensión fundamental,

tensión sin la cual no sería posible abordar los demás conflictos socioculturales de la vida

cotidiana que pretenden ser ilustrados mediante la complicidad que sostengo entre imagen y

ciudad. De hecho, semejante complicidad sólo puede ser justificada en virtud de dicha

tensión, la cual, lejos de tratarse de una relación rígida, representa el movimiento

epistemológico y metodológico sine qua non para que el antiguo objeto fotográfico

abandone su limitado lugar de origen (el archivo familiar) y se aventure a decirnos algo

sobre la ciudad que habitamos poéticamente, a través de un ejercicio crítico de comparación

que permita ofrecer algunas luces sobre la confusa idea de nuestra identidad como

“bogotanos”, a partir de la consideración de aquello que fuimos algunas vez y que dejamos

de ser. Así pues, esta tensión fundamental se refiere a la importante discusión acerca de lo

público y lo privado, y específicamente a la manera como este tipo particular de antiguas

fotografías de la calle no sólo habla para el corazón de las familias colombianas, sino

también –y con igual fuerza– para la memoria colectiva de la ciudad y el enriquecimiento

de su patrimonio visual-material.

El interés público del archivo privado: del álbum familiar al atlas urbano

Un cuidadoso acercamiento a los álbumes familiares permite advertir la existencia de unas

cuantas fotografías antiguas que destacan tanto por las cualidades de su factura como por el

contenido que representan. De un lado, se trata de un conjunto de fotografías de menor

tamaño (en comparación con la foto moderna que prevalece en los álbumes), generalmente

a blanco y negro y cuyos bordes, en el mejor de los casos, conservan el fino troquelado de

patrones cuidadosamente diseñados, que, en el peor de los casos, aparecen doblados, rotos

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o manchados como índice relativo del paso del tiempo. Por otra parte, son fotografías que

muestran a distintas personas, solas o en compañía, comúnmente de cuerpo entero y

elegantemente vestidas, mientras caminan por la calle hasta que son sorprendidas por el

fotógrafo ambulante; como telón de fondo se vislumbra con relativa claridad el paisaje

urbano compuesto por edificios del más variopinto estilo arquitectónico, nutrido por el

conjunto anónimo de personas que transitan por la misma calle, los establecimientos

comerciales, las obras públicas, los medios de transporte y, en algunas ocasiones, por las

condiciones climáticas del momento. Ahora bien, es tan reducida la cantidad de este tipo de

fotografías en los álbumes familiares que la mayoría de las veces “debería” llamar nuestra

atención para indagar sobre la fecha de su producción, el lugar de la captura y la identidad

de aquellos que allí aparecen retratados; sin embargo, lo cierto es que ocurre todo lo

contrario, como si nuestra mirada se viera mucho más interesada por la fotografía grande y

a color que predomina en las demás páginas del álbum. Entonces, cuando efectivamente

nos resolvemos a problematizar la existencia de estas fotos antiguas advertimos que se

articulan elementos heterogéneos, dentro de los cuales unos se ubican en el círculo familiar

(reconocimiento de las personas, situaciones concretas y contextos precisos), mientras que

otros corresponden a un ámbito extra-familiar, mucho más relacionado con los diversos

elementos constitutivos de la experiencia callejera y la vida urbana cotidiana, entendidas

como espacios de la vida en común.

Hay, pues, un interesante juego entre la extrañeza y la familiaridad contenidas en estas

fotografías antiguas. Lo extraño de las antiguas fotos del archivo familiar tiene que ver

particularmente con el fenómeno urbano. Resulta sumamente interesante percatarse de la

presencia de las calles del centro bogotano en las antiguas fotografías –en donde

seguramente aparecen individuos que nada tienen que ver con la historia familiar–, porque

ellas logran vincular de modo especial la memoria íntima familiar con la memoria colectiva

de un pasado urbano que despierta los sentimientos de nostalgia anteriormente

mencionados, especialmente en aquellos que fueron objetos espontáneos del lente

fotográfico y que por ello mismo vivieron la antigua ciudad. El juego entre extrañeza y

familiaridad puede traducirse igualmente como el juego entre lejanía y cercanía, por cierto

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muy de la mano con el concepto de aura benjaminiano237, en la medida en que tanto las

propiedades formales como los elementos iconográficos de estas fotos remiten a un pasado

que no volverá en su totalidad, a una ciudad que murió para dar lugar a otra muy distinta y

que sólo pervive en el recuerdo de las generaciones pasadas. La experiencia de la lejanía se

hace más patente cuando somos nosotros, jóvenes, a quienes nos cuesta creer que el aspecto

físico de la Bogotá de la primera mitad del siglo XX, así como las formas culturales que la

acompañaban, eran muy diferentes a la ciudad que habitamos actualmente. De modo que

las antiguas fotografías conservan una suerte de “aura”, por cuanto en ellas tenemos la

manifestación exclusiva de una lejanía que, no obstante, mantenemos cerca de nosotros

gracias al archivo familiar.

En otras palabras, ¿qué puede decirnos el hecho de que exista un tipo de imágenes

fotográficas que muestran a nuestros familiares caminando por unas calles que, aunque las

hemos recorrido o las logramos reconocer, ya no son las mismas que ellos alguna vez

recorrieron? ¿Es posible que las antiguas fotografías callejeras puedan hablarnos sobre los

cambios físicos, culturales y simbólicos que han experimentado la ciudad y sus habitantes

desde el punto de vista de las prácticas de la vida cotidiana callejera? Con la intención de

abordar estos interrogantes, parto de la idea según la cual es posible obtener un

conocimiento de los procesos de la cotidianidad urbana a partir del análisis de tales

imágenes fotográficas, cuyo significado inicial emerge de la actividad simbólico-afectiva

del núcleo familiar; dicho de otro modo, supongo que en todo álbum familiar existe la

posibilidad de encontrar un conjunto de imágenes de ciudad que pueden arrojar luces sobre

las prácticas, vivencias e imaginarios cotidianos que discurren en las calles, y sobre los

modos de habitar el entorno urbano, que contribuyen a la configuración del ethos cultural

de la antigua Bogotá del siglo pasado.

En este sentido, no se abre el álbum fotográfico para recordar los momentos más

importantes de la historia familiar. Dentro de la presente investigación, abrir el álbum

familiar implica sacarlo del campo de significación privada en el que se halla inscrito

normalmente para involucrarlo con el ámbito público de la reflexión sobre la ciudad, la

237 Benjamin, W. (1936), La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. México: Itaca, 2003, p. 47: el aura es definida como “un entretejido muy especial de espacio y tiempo: aparecimiento único de una lejanía, por más cercana que pueda estar”.

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vida colectiva y el habitar urbano en términos de la cotidianidad. Abrirlo significa excavar

la profundidad de sus sedimentos para extraer lo que no necesariamente es familiar a la

memoria doméstica en virtud de que eso incógnito es, precisamente, común a todos. Pero

también se trata de abrirlo para insistir en el extrañamiento que se produce al observar las

fotos instantáneas callejeras cuando nos remiten a un tiempo que se percibe lejano, debido a

la discontinuidad histórica y cultural que atestiguan los elementos iconográficos de las

imágenes en relación con los actuales estilos de vida urbanos en Bogotá.

Así pues, el movimiento a través del cual se amplía la significación de las antiguas

fotografías callejeras, desde una mirada doméstica-privada hacia una perspectiva

sociocultural del habitar urbano, se puede representar gráficamente de la siguiente manera:

Ahora, el movimiento representado por el esquema anterior cobra cuerpo mediante

ejemplos concretos, así:

ÁLBUM

FOTOGRÁFICO

FAMILIAR Fotografía

antigua callejera

(o “instantánea”)

Imágenes complejas de

ciudad (montaje o collage)

PRIVADO PÚBLICO

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De esta manera, la tensión fundamental entre lo público y lo privado se traduce en el

movimiento por el cual se transforma el significado de las antiguas fotografías callejeras.

Dejando de ser exclusivamente objetos de recuerdo familiar para ser consideradas como

documentos históricos de interés público, estas imágenes pueden dar cuenta de un conjunto

de condiciones sociales y culturales, atravesadas, a su vez, por una imbricada red de fuerzas

de tipo estético, ético, tecnológico, económico y político, cuyos cambios en el tiempo habrá

que interpretar a la luz de las diversas relaciones y tensiones iconográficas que sedimentan

las capas por las cuales ha transcurrido la experiencia colectiva en la cotidianidad bogotana

del siglo pasado. Cabe insistir, no obstante, que el cambio de significación de los objetos

fotográficos, una vez colocados sobre la esfera colectiva de la memoria urbana, no

desconoce el potencial intrínseco de estas fotos para despertar sentimientos y afecciones;

por el contrario, no tardará mucho tiempo en demostrarse que dichas fotografías son

capaces de estimular una sensibilidad que apunta claramente al problema de nuestra

identidad cultural en cuanto habitantes de la capital colombiana, problema que será tratado

más adelante.

***

Por lo pronto, lo anterior lleva a plantear la pregunta por las nuevas características

ontológicas de las fotografías “instantáneas” en tanto documentos de interés público,

1. Página de álbum familiar 1

(propiedad del autor).

2. Fotografía instantánea de mi abuela

hallada en los álbumes familiares de mi casa. Carrera Séptima con Calle 12, 1963.

3. Imágenes fotográficas de ciudad

(Bogotá). Visualización de los espacios y los tiempos, las prácticas y acontecimientos que sirvieron como telón de fondo al “callejeo”.

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teniendo en cuenta que son producto a su vez de una práctica cultural concreta a la que

denominaré fotografía callejera y que en otros lugares ha sido conocida como “fotocine” o

“fotocinería”238. Deberá llevarse a cabo una reelaboración conceptual de la imagen

fotográfica callejera para dar cuenta de la naturaleza y del potencial de estos objetos, de

cara a la generación de un conocimiento de la historia cultural de Bogotá en términos de las

formas concretas del habitar cotidiano. Antes de continuar con dicha temática, vale la pena

ofrecer un par de razones más para ilustrar con mayor profundidad en qué líneas podría

desarrollarse el interés público de las antiguas fotografías callejeras para dicha empresa de

análisis cultural.

Como si se tratase de un “relámpago”, las fotografías callejeras nos interpelan tan pronto

advertimos su extrañeza. La plasticidad y el dinamismo de las formas espaciales y

corporales contenidas en la imagen fotográfica entra en juego con la expresividad de las

fuerzas del tiempo y del espíritu de la época de la cual son testimonio; eventualmente, las

fuerzas acaban desbordando a las formas y es ahí donde se produce la experiencia de

extrañamiento en el ámbito de lo familiar239. La interpelación generada por este tipo de

fotografías consiste en el hecho de que nosotros, viéndolas, somos vistos. ¿Qué es entonces

lo que vemos de nosotros mismos cuando observamos las antiguas fotografías callejeras, a

pesar de la distancia espaciotemporal que nos separa de ellas?

238 Sobre el término, véase Vélez, G.M. (2009), “Las historias mínimas del anónimo transeúnte. Breve reseña de un episodio urbano”. Revista Co-herencia, Vol. 6, N° 11, julio-diciembre, 2009, Medellín: Escuela de Humanidades, Universidad Eafit, pp. 149-164: “(…) A este tipo de toma se le llamó fotocine o fotocinería. Pero, ¿por qué se dio a conocer con esos nombres a esta particular práctica comercial de la fotografía? Son varias las hipótesis de acuerdo con los distintos fotógrafos consultados. Algunos aducen que se debe al tipo de película usada, ya que para las tomas se utilizaba –película– de 35 mm en grandes metrajes, la que es habitual en la industria cinematográfica. Otros afirmas que se debe a la manera como se hacían las imágenes, porque, a diferencia de las que se realizan mientras el sujeto posa, las del fotocine se tomaban mientras el sujeto caminaba, transmitiendo de esta manera una cierta sensación de movimiento: “como en el cine”. Lo cierto es que ambas ideas resultan plausibles, incluso complementarias, pero hasta la fecha no ha sido posible encontrar el origen preciso de la denominación ni del momento en el cual empezó a usarse (…)” (p. 150). 239 La referencia a los términos de forma y fuerza es tomada de las reflexiones de G. Deleuze (1995) acerca del incisivo trabajo de M. Foucault, en donde se establecen los vínculos saber/ver y poder. Las formas remiten tanto al ámbito de un saber más o menos formalizado e institucionalizado, como a las formas de visibilidad que distribuyen los roles y/o jerarquías al interior de un espacio social; mientras que las fuerzas –que atraviesan las configuraciones formales del saber y la visibilidad– hacen caso a las relaciones de poder que acompañan las diversas formaciones discursivas y no discursivas en campo de lo social y cultural. Este tópico conceptual será desarrollado posteriormente.

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Ver y ser visto en la calle

Ver y ser visto constituye la condición fundamental de la inscripción de los individuos en el

ámbito de lo público. El espacio público es el escenario en el cual dichos individuos se

presentan ante los demás según determinadas normas de conducta, reconocimiento y

valoración social que orientan las acciones, las relaciones, los modos de presentación y los

lazos comunicativos entre ellos. Así pues, las antiguas fotografías callejeras atestiguan, por

un lado, la puesta en relación de las personas fotografiadas con el espacio público urbano

por excelencia, es decir, la calle, entendida como lugar de encuentro y lugar de paso por

medio del cual los individuos son conscientes de ser reconocidos como cohabitantes de la

ciudad (o, en otras palabras, como miembros de una misma comunidad de sentido). Estas

fotografías nos muestran una práctica urbana cotidiana tan básica que a menudo pasa

inadvertida ante el sentido común: el andar-en-la-calle. Semejante al estar-en-el-mundo

heideggeriano240, el andar-en-la-calle corresponde a una de las características ontológicas

fundamentales de la condición urbana de la existencia. Más aún, dicha práctica refiere a la

ineludible dimensión pública del individuo que habita la ciudad, a la susceptibilidad de ser

reconocido como parte de la comunidad citadina (o bien, excluido de la misma); prueba de

ello son las propias fotografías callejeras que evidencian el momento en que las personas

son abordadas imprevistamente por los fotógrafos ambulantes para generar una imagen de

sí mismos. En estas circunstancias específicas, los transeúntes deciden en cuestión de

segundos si continúan su trayectoria y concentran (o desvían) la mirada en el objetivo

fotográfico o si, por el contrario, prefieren detenerse para posar ante la cámara y construir

su propia imagen según los criterios culturales de la honorabilidad, el respeto y la dignidad

culturalmente establecidas: una imagen ideal de sí mismos.

Dos cosas que resaltar sobre este primer punto. Primero, la exposición del cuerpo y la

personalidad individuales en el espacio público al andar-en-la-calle; la calle se torna una

suerte de pasarela en la que transita una multiplicidad de individuos y objetos dentro de un

marco cultural de sentido común que configura la vida cotidiana en la ciudad. Es aquí

donde se hace patente el carácter público de la individualidad: todos y cada uno de nosotros

240 Heidegger, M. (1927), Ser y tiempo. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2009.

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somos susceptibles de convertirnos en objeto de la mirada del otro. Segundo, la peculiar

disposición de la pose, que no es otra cosa que el síntoma de que el individuo anticipa la

construcción de su propia imagen en la proyección de un otro colectivo, invisible, el cual

determina en gran medida y constantemente su presentación personal241. En consecuencia,

la primera razón por la cual las antiguas fotografías callejeras llegan a despertar un interés

colectivo en relación con la ciudad tiene que ver con la dimensión pública del o de los

individuos que caminan las calles del centro histórico de Bogotá, en la medida en que están

expuestos a la mirada social242 de los otros.

Verse a uno mismo en la imagen callejera

Por otro lado, aquello que las fotografías callejeras pueden decir sobre nosotros mismos

cuando las vemos, se encuentra estrechamente relacionado con lo que alguna vez fueron

nuestros padres, abuelos y demás viejos conocidos. Un interesante reconocimiento del

tiempo pretérito puede llegar a provocar una serie de curiosas confusiones, especialmente

por parte de quienes vivieron plenamente la época de la fotografía callejera. Tomo como

ejemplo el caso particular de mi abuela en el momento en que le mostré una serie de

fotografías que extraje de los álbumes familiares de una amiga (Laura Morales), a quien

visité para desarrollar un trabajo de campo preparatorio (Imagen 4). En dichas fotografías,

que datan aproximadamente del año 1947-1948, aparecen varios familiares y conocidos de

la familia de mi amiga, donde figura en repetidas ocasiones su abuelo materno (Germán

González); caminando serenamente por distintas calles del centro de Bogotá –a excepción

de un par de fotografías (las más antiguas) en las que aparecen dos señores posando

elegantemente ante la cámara, uno con sombrero de cinta y ambos cargando

cuidadosamente su sobretodo en el brazo izquierdo–, las fotos evidencian tanto el

241 Cf. Barthes, R. (1980), La cámara lúcida. Barcelona: Paidós, 1989, p. 37: “(…) cuando me siento observado por el objetivo, todo cambia: me constituyo en el acto de “posar”, me fabrico instantáneamente otro cuerpo, me transformo por adelantado en imagen. Dicha transformación es activa: siento que la Fotografía crea mi cuerpo o lo mortifica, según su capricho”. 242 Cf. Simmel, G. (1908), “Digresión sobre la sociología de los sentidos”. En: Sociología. Estudios sobre las formas de socialización. Tomo II. Buenos Aires: Espasa Calpe, 1939. Allí el autor expone la importancia y el predominio otorgado al sentido de la vista en la experiencia urbana, caracterizada por la existencia de las multitudes.

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movimiento y gestualidad individuales del andar callejero como el trasfondo del paisaje

urbano y los demás transeúntes que alcanzaron a quedar registrados en el plano de visión

fotográfico. Vestidos todos de traje de paño –igualmente a excepción de las únicas dos

mujeres que figuran en la serie, quienes portan elegantes vestidos de falda larga por debajo

de los tobillos, acompañados de pequeños sombreritos–, los hombres demuestran en sus

rostros el gusto por ser fotografiados espontáneamente en la calle.

Así pues, procedo a mostrarle a mi abuela la foto del montaje fotográfico que construí con

las instantáneas de los archivos familiares de Laura, a fin de atender su opinión al respecto.

Sorprendentemente, mi abuela señala una de las instantáneas para afirmar, con total

convencimiento, que ahí se encuentra mi abuelo (“¡Ay, mire a su abuelo Víctor!). Perplejo

ante su comentario, corrijo inmediatamente a mi abuela y digo que se trata de los abuelos

de una amiga a la que acababa de visitar. Parecía que mi abuela no me había creído por

cuanto seguía observando detalladamente las fotografías del montaje, como si se estuviera

esforzando para establecer alguna relación de identifiación con tales imágenes; se percató

admirablemente de los rieles del tranvía que aparecían en una de las fotos, así como de las

inconfundibles paredes de piedra antigua pertenecientes a la Iglesia de San Francisco. En

todo caso, tras reflexionar sobre lo sucedido, advertí que la reacción inmediata que

generaron estas imágenes sobre mi abuela obedecía a una especie de fuerza de atracción

que provocó repentinamente el vínculo de identificación con los personajes allí retratados;

una identificación producto de la confusión de tales personajes con los miembros del propio

círculo familiar.

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[142]

Lo que este caso particular sugiere es que, más allá de las características formales de la

composición de la fotografía callejera (relación individuo(s)-espacio urbano), los vínculos

de identificación que generan estos documentos conducen a pensar que se trata de la misma

imagen a pesar de su considerable magnitud cuantitativa en los diferentes archivos

fotográficos. De ahí que se hable de un tipo particular de fotografías que dan cuenta de la

universalidad de la experiencia callejera que se tenía en aquellos tiempos. La unicidad de

estas imágenes fotográficas refleja la singularidad de las mismas en la medida en que

advierten la relación dialéctica de lo particular de la experiencia callejera con lo universal

del habitar urbano. Se entiende, por tanto, que las fotografías callejeras colocan a sus

observadores en una posición tal que les permite adoptar una conciencia de su ser

genérico243 referido a las dinámicas concretas que se desarrollan en la vida cotidiana de la

ciudad, siendo preciso hablar en este sentido de las antiguas fotografías callejeras como

fotografías de la vida cotidiana.

243 Cf. Heller, A. (1970), Sociología de la vida cotidiana. Barcelona: Península, 2002.

4. Montaje realizado con fotografías callejeras

extraídas de los archivos familiares de mi amiga, Laura Morales.

5. Página de álbum familiar de mi casa. Mi abuela se refirió a algunas de estas fotografías cuando confundió la imagen de los familiares de Laura Morales con mi abuelo.

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[143]

***

Así las cosas, queda por recalcar que las antiguas fotografías callejeras entrañan consigo un

especial poder de vinculación entre quienes las observan y la experiencia de un pasado

vivido que rememora la existencia de una ciudad antigua, y que se vio enfrentada a una

multiplicidad de cambios tanto a nivel físico y material como simbólico, estético y cultural.

De suerte que nosotros, jóvenes, tenemos mucho que aprender de la sensibilidad

memorística de nuestros abuelos antes de que ellos se despidan finalmente de nosotros;

pues en ellos pervive la conciencia de un cambio histórico radical en las formas concretas

de habitar la ciudad que hoy por hoy nos parecen tan normales e incuestionadas. A estas

altura hemos abierto el álbum fotográfico familiar para hender, al mismo tiempo, las

antiguas fotografías callejeras con el propósito de que digan algo sobre el espacio que

habitamos y que permanentemente estamos construyendo en la vida diaria, aunque no

seamos plenamente conscientes de ello. Siendo así, se establece un puente que conduce al

enriquecimiento del archivo fotográfico empleado para llevar a cabo el análisis cultural de

las transformaciones del habitar cotidiano de la ciudad, mediante la integración de las

imágenes de ciudad junto con las fotografías de la vida cotidiana. Considero, en últimas,

que es posible efectuar un movimiento estratégico tal que me permita excavar las

profundidades semióticas de las antiguas fotografías callejeras del álbum familiar para

construir, finalmente, un atlas urbano en cuyo interior descanse la memoria de las historias

cotidianas no contempladas en la Historia oficial de la ciudad (Atlas Mnemosyne).

La fotografía callejera en el proceso de estetización de la vida cotidiana

Desde el punto de vista de las condiciones técnicas y socioculturales de su producción, la

existencia de las antiguas fotografías callejeras refiere fundamentalmente a una práctica

urbana de suma importancia, que llega a ser parte de las poéticas cotidianas del habitar

bogotano durante buena parte el siglo XX; en la medida en que la fotografía representa la

constatación del paso del tiempo, el vasto conjunto de fotografías callejeras que se halla

tanto en los álbumes familiares, como en otros dispositivos memoriales de la ciudad, son la

muestra de que en su momento, antes de poder verlas como archivos históricos, este tipo

de fotografía era vivida como parte de la experiencia cotidiana en determinados sectores de

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[144]

la ciudad. Es decir, que si bien el acceso a las máquinas fotográficas a comienzos del siglo

XX era muy restringido, llegó un momento en el que, gracias a un grupo específico de

personas (fotógrafos ambulantes, callejeros o ‘fotocineros’), llevaron la magia de la

fotografía al ámbito de la cotidianidad de las calles, generando una serie de curiosos efectos

sobre aquellas gentes que las caminaban y que de repente eran sorprendidos por uno de

estos personajes para capturar su imagen, en un momento único e irrepetible, y ofrecérselas

como objeto de intercambio (principalmente) comercial. Es en este momento que la

práctica fotográfica callejera, junto con todos los rasgos y condicionamientos económicos,

técnicos, sociales y culturales que la acompañan, ponen en marcha lo que en adelante se

entenderá como el proceso de estetización de la vida cotidiana244, en el marco de la

experiencia callejera y el habitar urbano.

Es de resaltar que a la vez que dicho tipo de práctica fotográfica sólo tiene lugar en las

calles del centro de la ciudad –valga la trivialidad–, la fotografía callejera constituye una

forma poética de producir imágenes de la ciudad, más allá de la identidad de los individuos

que son escogidos por la mirada perspicaz del fotógrafo para ser retratados. Digamos, en

244 Echeverría, B. (1998), La modernidad de lo barroco. México: Ediciones Era, 2000.

Fotógrafos fotografiados: fotógrafos callejeros ubicados en la Calle 10. Generalmente utilizaban las cámaras Olympus Pen. Autor desconocido, años 70's.

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[145]

últimas, que la fotografía callejera –al igual que los fotógrafos callejeros– no tuvieron plena

conciencia de que su labor hacía parte importante de los procesos de construcción de ciudad

(con excepción de los reporteros gráficos más destacados: Leo Matiz, Sady González,

Carlos Caicedo, Gumercindo Cuéllar, Saúl Orduz, Manuel H., entre otros), sino que, al

dirigirse a los particulares que transitaban las calles del centro para promocionar la imagen

de sí mismos producida por ellos, el producto de su trabajo se inscribía principalmente en

las dinámicas económicas que regían las actividades comerciales callejeras y que tenían

lugar al lado de las ventas de periódicos y revistas, de los lustrabotas y de los grupos de

artesanos que decidían trabajar en el espacio público. Así pues, el surgimiento de una

cultura fotográfica al interior de la vida urbana se debe a la peculiar actividad que

desarrollaban estos personajes con la ayuda de sus cámaras. Por último, la concepción de la

foto callejera como índice revela que lo sido en ella obedece a una práctica cultural que se

tomaba las calles en aquella época; práctica que ha venido debilitándose considerablemente

para dar paso a otras formas de apropiarse la ciudad mediante otro tipo de producción de

imágenes (la tecnología del 145martphone, la práctica del selfie y la correspondiente

frivolidad de la imagen callejera en la actualidad).

Ahora bien, la práctica de

la fotografía callejera

representa un modo

singular en el que arte e

imagen se introducen en la

vida cotidiana gracias a la

consolidación de ciertas

tecnologías que permiten

construir una vasta

iconografía acerca de las

maneras de estar-en-la-

calle y de hacer ciudad. La

producción espontánea –y a la vez intencionada– de fotografías callejeras no necesitaba de

la comprensión de esta práctica como un proceso “artístico” en el estricto sentido de la

Cámara Olympus Pen. Foto extraída de: http://www.elclubdigital.com/foro/showthread.php?t=24214.

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[146]

palabra, tanto por el lado de los transeúntes potencialmente retratados como por el de los

fotógrafos. Al contrario, cada una de estas fotografías es el testimonio más contundente de

que los procesos de la imagen no se distancian del movimiento de la vida en las calles,

formando una esfera aparte, sino que son capaces de otorgarle un elemento encantador que

redimen a la experiencia cotidiana de su carácter prosaico, rutinario y funcional. Se trata

entonces de la irrupción, del acontecimiento de lo extraordinario sobre la rutina de la vida

cotidiana; y es justamente esto a lo que apunta Echeverría cuando construye su definición

de la vida cotidiana en el marco de su preocupación por definir el “ethos barroco” de la

modernidad latinoamericana:

La vida cotidiana de los seres humanos sólo se constituye como tal en la medida en que en ella

coexisten estas dos modalidades de la existencia humana [el tiempo de la rutina y el momento

extraordinario], es decir, en que el cumplimiento de las disposiciones que están en el código tiene

lugar, por un lado, como una aplicación ciega y, por otro, como una ejecución cuestionante de las

mismas; en la medida en que la práctica rutinaria coexiste con otra que la quiebra e interrumpe

sistemáticamente trabajando sobre el sentido de lo que ella hace y dice245.

Pues bien, es el juego entre el discurrir rutinario de la gente que camina por las calles de la

ciudad y el momento en el que es sorpresivamente abordada por el fotógrafo callejero a

partir del cual se constituye la vida cotidiana urbana, gracias al papel mediador-poético de

la imagen callejera, del acontecimiento fotográfico de ese instante único e irrepetible. La

fotografía callejera instantánea se alza entonces como la producción de la vida cotidiana en

el plano de lo imaginario. Sin duda, la fotografía callejera, en tanto práctica cultural, es

aquel elemento mediador en el que confluyen los procesos sociales de la ciudad, de la

economía, de la técnica y del arte para construir una imagen de la vida cotidiana que da

cuenta de las formas poéticas del habitar la ciudad bogotana en el siglo XX, cuando ésta se

encuentra en el momento en que está dejando de ser una aldea –un “villorrio”, un pueblo

rural– para irse convirtiendo, no sin dificultades, en una ciudad moderna y cosmopolita.

245 Echeverría, B. (1998), op. cit., pp. 187-188.

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[147]

La estetización de la vida cotidiana agenciada

por la fotografía callejera hace referencia al

proceso mediante el cual los usos creativos de

los espacios, de las técnicas y de las condiciones

económicas producen un conjunto variado de

imágenes de ciudad, conformado por los

distintos aspectos que componen su experiencia

cotidiana: aspectos corporales de los sujetos,

aspectos espaciales del entorno y aspectos

temporales de los contextos y las

circunstancias246. La irrupción de la experiencia

estética en la vida rutinaria de los habitantes de

la ciudad que caminan por las calles tiene su

expresión en el instante fotográfico, donde las

personas retratadas se ven interpeladas por el

lente de la cámara y en cuestión de milisegundos

toman la decisión de posar o de retirar tímida o

incómodamente su mirada del plano de visión;

en ambos casos se puede evidenciar cómo el código social de la rutina queda suspendida,

bien sea para crear la imagen ideal de sí mismo mediante la pose, o bien para escapar de la

interpelación provocativa de dicho instante. En todo caso, lo que ocurre en el

acontecimiento fotográfico de la calle es la sublimación de los elementos inconscientes de

la vida urbana en una imagen que hace de lo efímero, transitorio, irrepetible y contingente,

algo duradero, renovable y necesario. El instante toma cuerpo en la memoria fotográfica.

Queda entonces por afirmar que la estetización de la vida cotidiana en la ciudad no es otra

cosa que la creación poética de la realidad prosaica, no como imitación de la misma, sino

como escenificación de la vida urbana en el reino de lo imaginario que se resiste al dominio

246 Echeverría, B., op. cit., p. 192-193: “De esta manera, estetizada, la experiencia del cuerpo de la persona implica la percepción de su movimiento como un hecho “protodancístico”, así como la del tiempo del mismo como un hecho “protomusical”, la del espacio de su desplazamiento como un hecho “protoarquitectural” y la de los objetos que delimitan y ocupan ese espacio como hechos plásticos de distinta especie, “protopictóricos”, “protoescultóricos”, etcétera”.

Sombra de fotógrafo y mujeres "vitrineando". Foto extraída de Bogotá Antigua (Facebook). Autor y año desconocidos.

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absoluto de las condiciones estructurales de la sociedad que se habita, esto es, de las

exigencias normativas y funcionales que impone la modernidad capitalista bajo las formas

de la división social del trabajo, la fragmentación de los tiempos y los marcos de la

productividad. La fotografía callejera, como parte del proceso de estetización de la vida

cotidiana, resuelve la tensión entre el tiempo productivo y el tiempo de ocio, el valor

[ritual] de uso y el valor de cambio, tomando partido por ambos –o mejor, no tomando

partido por ninguno de los dos:

La modernización capitalista de la sociedad europea trajo consigo un enfrentamiento en el

que la ecclesia, como defensora de la figura arcaica del “valor de uso”, fue vencida y

sustituida por la “sociedad civil o burgués”, como defensora del valor puramente

económico. Ante este hecho, el ethos barroco no inspiró una toma de partido por ninguno de

los dos contrincantes, sino la postulación de una socialidad de otro orden en la que lo

eclesial y lo civil no tenían razón de enfrentarse (…) Por esta razón, la única existencia “en

ruptura” que el ethos barroco puede reivindicar… como esencial para la humanización de la

existencia rutinaria es la que se desenvuelve en torno a la experiencia estética. La

“exagerada” estetización barroca de la vida cotidiana, “que vuelve fluidos los límites entre

el mundo real y el mundo de la ilusión”, no debe ser vista como algo que es así porque no

alcanza a ser de otro modo, como el subproducto del fracaso en una construcción realista

del mundo, sino como algo que es así porque pretende ser así: como una estrategia propia y

diferente de construcción de mundo”247.

Lo que hace la fotografía callejera es producir una imagen compleja de la ciudad –una

ciudad imaginada– sirviéndose de las técnicas y los lugares que surgen de aquella realidad

de la cual se pretende distanciar. En virtud de este proceso, de este poético distanciarse de

sí misma, la ciudad se crea como personaje, se subjetiva, se construye como escenario en

permanente proceso de subjetivación: theatrum urbe: la ciudad como teatro.

“Theatrum mundi”, el mundo como teatro, el lugar donde toda acción, para ser

efectivamente real, tiene que ser una escenificación, es decir, ponerse a sí misma como

247 Ibíd., p. 194-195.

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simulacro –¿recuerdo?, ¿prefiguración?– de lo que podría ser. Construir el mundo moderno

como teatro es la propuesta alternativa del ethos barroco frente al ethos realista248.

Theatrum urbe: el enfoque dramatúrgico de la dimensión poética del habitar urbano.

Procesos de subjetivación y performance en las calles bogotanas

Desde la perspectiva teórica del interaccionismo simbólico, el trabajo de E. Goffman249

sugiere que los individuos de una sociedad se presentan cotidianamente ante los demás

como si fueran personajes de una obra de teatro que cumplen un rol determinado y que

procuran tener el control de la situación social específica en la que han de desenvolverse, de

acuerdo con un patrón establecido por convención y comúnmente aceptado por los

individuos. Goffman comprende la dinámica de las relaciones sociales poniendo en

evidencia el sentido originario de la noción de “persona”, que refiere a la máscara que

porta el personaje teatral (prosopon) para desempeñar su papel de acuerdo en

correspondencia con el libreto que ha de interpretar dependiendo de la situación y el

escenario; de esta manera, los sujetos sociales se crean sy propia máscara (presentación,

apariencia, fachada) de acuerdo con el contexto en que se hallen, las personas (actores

obervadores) con las que interactúan y la impresión que éstos quieran generar en los demás,

siguiendo un conjunto de valores dictaminados por la jerarquía del espacio social al que

pertenecen.

Sin embargo, a la hora de volcar la mirada sobre los lazos sociales que se crean, que se

destruyen y se transforman en el contexto y la vida cotidiana de la ciudad, surge la pregunta

acerca en torno a la manera como aplica esta interpretación sociológica de las relaciones

personales en la relación que ciudad tiene consigo misma, teniendo en cuenta el punto de

vista de las formas poéticas del habitar. Aparentemente, la pregunta apuntaría hacia una

posible concepción de la ciudad como “persona”, más específicamente como “personaje” o,

dicho de otro modo, hacia los procesos mediante los cuales la ciudad se “personifica” de

acuerdo con las necesidades espirituales surgidas en un contexto histórico específico;

empero, dicha pretensión puede no gozar de mucha acogida, y es a este respecto que se

248 Ibíd. 249 Goffman, E. (1956), La presentación de la persona en la vida cotidiana. Buenos Aires: Amorrortu, 2000.

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quiere sostener la idea según la cual la ciudad constituye un escenario en permanente

subjetivación, con el fin de reforzar la concepción de la misma como obra de arte en

constante construcción.

Pero tampoco habría que despachar rápidamente el enfoque dramatúrgico con el cual

Goffman analiza las formas de interacción personal de los individuos en el campo de lo

social. Si se quiere defender la idea de la ciudad como escenario de subjetivación, es

preciso rescatar las sugerencias que el autor norteamericano ofrece a propósito de las

nociones de puesta en escena y de personaje entendido éste como “sí-mismo”. Iluminados

por la temática central de las antiguas fotografías instantáneas callejeras –a saber,

individuos, personas–, el impresionismo250 que caracteriza la perspectiva teatral de los

planteamientos de Goffman permite advertir que la construcción del sí-mismo de los

individuos concebidos como personajes no es tanto la causa como sí el producto del

conjunto de fuerzas e impresiones que componen la situación concreta en la que se halla la

persona en un momento determinado, y ello se evidencia en cada una de esta fotografías

instantáneas. La fotografía representa el instante de una situación de la que el individuo

participa mientras anda por la calle. No obstante, al ser fotografiado, el individuo es objeto

es objeto de la construcción de una imagen de sí mismo, en donde parcialmente se

comprende que dicho “«sí-mismo»-como-personaje es considerado en general como algo

que está alojado dentro del cuerpo de su poseedor, especialmente en las partes superiores de

este, constituyendo de alguna manera un nódulo en la psico-biología de la personalidad”251.

Sobre este punto, Goffman es enfático al afirmar que, contrario a lo que se creería, el

individuo no es poseedor del sí-mismo que considera estar alojado en su cuerpo, puesto que

se halla sujeto a la atribución de dicho sí-mismo por parte del auditorio con el que

interactúa, siendo tal atribución “un producto de la escena representada, y no una causa de

ella”. De manera que

250 Goffman, E. (1956), op. cit., p. 11: “En este studio empleamos la perspectiva de la actuación o representación teatral; los principios resultantes son de índole dramática. En las páginas que siguen consideraré de qué manera el individuo se presenta y presenta su actividad ante otros, en las situaciones de trabajo corriente, en qué forma guía y controla la impresión que los otros se forman de él, y qué tipo de cosas puede y no puede hacer mientras actúa ante ellos”. Y más adelante, p. 12: “La expresividad del individuo (y por lo tanto, su capacidad para producir impresiones) parece involucrar dos tipos radicalmente distintos de actividad significante: la expresión que da y la expresión que emana de él”. 251 Ibíd., p. 268.

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el «sí-mismo», como personaje representado, no es algo orgánico que tenga una ubicación

específica y cuyo destino fundamental sea nacer, madurar y morir; es un efecto dramático

que surge difusamente en la escena representada, y el problema característico, la

preocupación decisiva, es saber si se le dará o no crédito252.

De lo anterior se deduce que, en el juego de las apariencias253 en que se encuentran

inscritos los individuos pertenecientes a un mismo marco de referencia sociocultural –léase

también como el juego de las imágenes de sí y de los otros–, la fotografía instantánea

callejera desempeña un papel sumamente importante a la hora de mostrar la dinámica de la

producción social del sí-mismo de los individuos a partir de la movilización de una

maquinaria específica. Señala Goffman:

Habrá un equipo de personas cuya actividad escénica, junto con la utilería

disponible, constituirá la escena de la cual emergerá el «sí-mismo» del personaje

representado, y otro equipo, el auditorio, cuya actividad interpretativa será necesaria para

esta emergencia. El «sí-mismo» es un producto de todas estas providencias, en todos sus

componentes lleva las marcas de su génesis254.

Pues bien, podemos llegar a pensar que este equipo de personas que cuenta con la

maquinaria y la utilería disponible para construir eficazmente el sí-mismo de los individuos

representados son justamente los fotógrafos callejeros a partir de cuyo oficio develan la

esencia de la estructura de la presentación de la persona en la vida cotidiana. Y si esto es

así, el auditorio ya no sólo es la potencial mirada colectiva a la que se encuentra expuesta la

252 Ibíd., p. 269. 253 Ibíd., p. 257: “Los valores culturales prevalecientes en un establecimiento social determinarán en forma detallada la actitud de los participantes acerca de muchas cuestiones, y al mismo tiempo establecerán un marco de apariencias que será necesario mantener, sean cuales fueren los sentimientos ocultos detrás de las apariencias”. Más adelante, p. 265-266: “Para poner plenamente al descubierto la naturaleza fáctica de la situación sería necesario que el individuo conociera todos los datos sociales pertinentes acerca de los otros (…) Raras veces se tiene acceso a una información completa de este orden; a falta de ella, el individuo tiende a emplear sustitutos –señales, tanteos, insinuaciones, gestos expresivos, símbolos de status, etc.– como medios de predicción. En suma, puesto que la realidad que interesa al individuo no es perceptible en ese momento, este debe confiar, en cambio, en las apariencias. Y, paradójicamente, cuanto más se interesa el individuo por la realidad que no es accesible a la percepción, tanto más deberá concentrar su atención en las apariencias”. 254 Ibíd., p. 269.

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persona que recorre las calles de la ciudad (incluyendo al fotógrafo), sino nosotros quienes

tenemos la posibilidad de observar detenidamente este tipo de imágenes de sí.

Por otra parte, Goffman nos brinda las herramientas conceptuales suficientes para atravesar

los límites de la perspectiva teatral puesta principalmente sobre las formas de interacción e

los individuos en particular, gracias a que la noción de sí-mismo elaborada por él rebasa su

referencia exclusiva a la fachada corporal del sujeto, al insinuar que la “identidad” del

personaje individual no está dada de antemano sino que es un efecto de múltiples variables

socioculturales. Inclusive, los planteamientos de Goffman al respecto nos llevarían a pensar

que es posible ir más allá de la concepción del individuo como sujeto para dar lugar a la

concepción del individuo como inscrito en un permanente proceso de subjetivación; esto es

en últimas, la formulación de la cuestión de la identidad como proceso y no como esencia

dada de antemano. De modo que el desplazamiento a la hora de pensar la ciudad como

escenario de subjetivación constituiría un movimiento epistemológico en el que el espacio

habitado (escenario urbano) se transforma en sujeto (personaje) de su propia construcción.

Para que ello sea así, se acude a la

propuesta foucaultiana concerniente a

los denominados “procesos de

subjetivación”255 como aquellas

estrategias que comportan una forma

de resistencia a la comprensión de la

realidad social como espacio

ineludible de relaciones de fuerza o

de poder. A fin de no caer en un

determinismo insalvable de la acción

individual y colectiva por el Poder,

255 Este problema relativo a los procesos de subjetivación propuestos por Foucault son extraídos a partir de la entrevista sostenida entre Gilles Deleuze y Claire Parnet en 1986, en: Deleuze, G. (1995), “Sobre Foucault”, en: Conversaciones. Valencia: Pre-textos, 2006, pp. 165-189.

Remodelación de la fachada de la Catedral Primada de Colombia. Paul Beer, 1947.

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Foucault presenta los procesos de subjetivación como puntos de fuga en los que las

relaciones de fuerza se pliegan sobre sí mismas, suspendiendo la finalidad dominante de

afectar a y ser afectada por otra para afectarse a sí misma. El resultado de este pliegue de la

fuerza sobre sí es la subjetivación. Pues bien, cuando trasladamos el problema de la

subjetivación a la cuestión urbana estamos indagando por la posibilidad de pensar a la

ciudad –nuestra ciudad– como un espacio capaz de emprender procesos de subjetivación a

partir del pliegue de las distintas fuerzas (económicas, sociales, políticas, tecnológicas,

estéticas y culturales) que la conforman; es decir, que se pretende instalar un puente entre la

concepción de la ciudad como espacio poéticamente habitado y la comprensión de los

modos poéticos de su construcción entendidos en términos de procesos de subjetivación. La

idea de la ciudad como escenario subjetivado responde a la tesis según la cual ciudad se

resiste a tener que tomar partido por las fuerzas discursivas que impone la civilización

europea occidental y la modernidad capitalista (ethos realista), para encontrar en su interior

aquellas fuerzas necesarias para activar los procesos de civilización y modernización a

partir de lenguajes propios. Esto es, que la ciudad hace de sí misma un objeto de constante

producción: la ciudad se produce a sí misma mediante las formas poéticas del habitar,

gracias a o a pesar de las estructuras reales que condicionan los modos de su producción.

La idea de la ciudad como obra de arte en permanente construcción supone que la ciudad –

y todos los elementos que la componen, incluyendo a quienes la habitan– trabajan para

garantizar las mejores condiciones de su habitabilidad en busca de la construcción de

identidad, la cual, por supuesto, no debe entenderse como fin sino como proyecto. La

“estética de la existencia” que Foucault descubrió en el modo griego de habitar el mundo –

o sea, el problema de la vida de cada quién como obra de arte– se desplaza al ámbito de la

ciudad como proyecto inacabado; y la noción de estética no se refiere única y

exclusivamente a la construcción física de la ciudad sino a la producción de los modos de

habitarla que acaban revelando un estilo de vida particular, un ethos256:

Un proceso de subjetivación, es decir, la producción de un modo de existencia no puede confundirse

con un sujeto, a menos que se le despoje de toda identidad y de toda interioridad. La subjetivación no

256 Deleuze, G. (1995), op. cit, p. 183: “La subjetivación es ética y estética, al contrario de las morales, que participan del poder y del saber”. Ibíd., p. 184: “La subjetivación es la producción de modos de existencia o de estilos de vida”.

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tiene ni siquiera que ver con la “persona”: se trata de una individuación, particular o colectiva, que

caracteriza un acontecimiento (una hora del día, una corriente, un viento, una vida…). Se trata de un

modo intensivo y no de un sujeto personal257.

La cita anterior sugiere que la “individuación” a la que se hace alude cuando nos referimos

a los modos de habitar que configuran la ‘identidad’ de una ciudad, no designa una

identidad resuelta en virtud de la adopción de los procesos de la civilización europea y de la

modernidad capitalista por parte de las ciudades latinoamericanas; sino que, al igual que

“una hora del día, una corriente, un viento, una vida”, una ciudad como Bogotá se subjetiva

a la manera de un acontecer susceptible de experimentar cambios y transformaciones en su

permanente búsqueda de identidad con respecto a los proyectos civilizadores y

modernizadores. En la medida en que Bogotá persigue –quiere, desea– el propósito de

convertirse en una ciudad capital en el marco de la modernidad capitalista para tomar

distancia de su aspecto y herencia coloniales, la ciudad recurre a sus propias fuerzas para

crear su propia versión de la modernidad, y el resultado de este pliegue de sí de la ciudad es

lo que Echeverría llama ethos barroco.

A fin de construir una concepción poética, creativa, del habitar urbano en la Bogotá del

siglo XX basada en la perspectiva de los procesos de subjetivación como ejes tanto de

resistencia como de reproducción de las relaciones de poder encarnadas en los aspectos

“coreográficos”258 de las formas y gestos visuales de las fotografías “instantáneas”, la

investigación optará por definir un enfoque dramatúrgico que permita comprender las

dinámicas del habitar en términos del papel que desempeñan entre sí los distintos actores

que aparecen en la ciudad (lazos e interacciones sociales) y la relación que guardan con el

escenario en el que se desenvuelven (escenario entendido no sólo desde el punto de vista

físico sino histórico y contextual). Y para dar cuerpo a dicho enfoque dramatúrgico –

inicialmente inspirado en los planteamientos de Goffman a propósito de la presentación de

la persona en la vida cotidiana259–, se traerá a colación el poderoso concepto de theatrum

257 Ibíd., p. 160. 258 Olave, G. (2013), “Anuncios de paz en Colombia: una interpretación visual desde el método documental de Karl Mannheim”, en: Revista Colombiana de Sociología, V. 36, N° 2, julio-diciembre, 2013, pp. 115-139. 259 Goffman, E. (1956), La presentación de la persona en la vida cotidiana. Buenos Aires: Amorrortu, 2001.

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mundi elaborado por Bolívar Echeverría260 en el marco de la reflexión sobre los conflictos

generados en torno a los modos de existencia fabricados por las culturas hispanoamericanas

que experimentaron de forma singular el proceso modernizador-civilizatorio como

consecuencia de la colonización de los pueblos por parte de las fuerzas culturales de

Occidente.

La indagación sobre la identidad cultural de la Bogotá antigua a partir de las

fotografías callejeras como formas poéticas del habitar urbano

Extrañamiento en el espacio y en el tiempo, las “instantáneas” ponen de relieve la

diferencia a partir de la cual forjamos nuestra identidad cultural. En tanto documentos

históricos, las fotografías callejeras soportan la memoria de una ciudad, de unos sujetos, de

unos objetos y de unas materialidades que acaban por visibilizar la distancia temporal que

mantenemos nosotros –modernos o contemporáneos– con el entorno vivenciado en la época

de la cual son testigos estas imágenes, y, en consecuencia, plantean el interrogante sobre

nuestra identidad a partir de la relación con eso otro que alguna vez fuimos y que ya no

somos. En este sentido, las antiguas fotografías desempeñan el interesante rol de cinceles

con los cuales se labran las capas que conforman la identidad urbana desde el punto de vista

de las prácticas, los hábitos y las costumbres de la vida cotidiana en la calle, así como las

transformaciones, rupturas, continuidades y supervivencias que han repercutido en la

configuración de los modos de vida presentes en la escena callejera actual.

Refiriéndose a la labor arqueológica realizada por M. Foucault, G. Deleuze precisa el

significado de la historia en relación con la preocupación por el presente:

La historia, según Foucault, nos cerca y nos delimita, no dice lo que somos sino aquello de lo que

diferimos, no establece nuestra identidad sino que la disipa en provecho de eso otro que somos. Por

ello, Foucault considera series históricas breves y recientes (entre los siglos XVII y XIX). E incluso

260 Echeverría, B. (1998), La modernidad de lo barroco. México: Ediciones Era, 2000, p. 195: “”Theatrum mundi”, el mundo como teatro, el lugar en donde toda acción, para ser efectivamente tal, tiene que ser una escenificación, es decir, ponerse a sí misma como simulacro -¿recuerdo?, ¿prefiguración?- de lo que podría ser. Construir el mundo moderno como teatro es la propuesta alternativa del ethos barroco frente al ethos realista; una propuesta que tiene en cuenta la necesidad de construir también una resistencia ante su dominio avasallador”.

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cuando se ocupa, como en sus últimos libros, de una serie de larga duración, desde los griegos y el

cristianismo, es para hablar de aquello en lo que nosotros no somos griegos, no somos cristianos, el

punto en el que nos convertimos en algo distinto. En suma, la historia es lo que nos separa de

nosotros mismos, y lo que debemos franquear y atravesar para pensarnos a nosotros mismos261.

En este sentido, la presente investigación cuenta con un fuerte componente arqueológico-

genealógico en la medida en que a partir del estudio sobre las formas culturales de la

Bogotá antigua, retratadas particularmente en las “instantáneas” callejeras, es posible

rescatar los elementos clave para el planteamiento del problema acerca de nuestra identidad

urbana desde el punto de vista de los estilos de vida y los modos poéticos de habitar la

Bogotá contemporánea. Es decir, que la pregunta por nosotros mismos se traduce en la

cuestión sobre “eso otro que somos” o que, al parecer, fuimos; asimismo, trabajar con y

sobre las fotografías de la vida cotidiana del pasado no obedece simplemente a un impulso

de erudición historiográfica, sino a un deseo explícito por movilizar las formas de la

memoria colectiva –curiosamente contenidas en los archivos privados del ámbito

doméstico– en beneficio del conocimiento de lo que somos en la actualidad como

habitantes de la ciudad.

Así pues, tomar como punto de partida la observación de las “instantáneas” callejeras

significa reconocer a este tipo de imágenes como el lugar donde ocurre el entrecruzamiento

de las dinámicas culturales de la ciudad con los procesos de producción de la imagen

fotográfica y su relación con la construcción de memoria e identidad colectivas. Por lo

tanto, ciudad, imagen y memoria constituye la tríada conceptual fundamental sobre la cual

se erige el desarrollo de la presente investigación. Dichos entrecruzamientos son

protagonizados por la interacción de formas y fuerzas –siguiendo el pensamiento de

Foucault en torno a las relaciones de poder y los estratos del saber– que caracterizan los

modos de habitar la ciudad vistos desde las poéticas de la imagen. La iconografía urbana

que evidencian las “instantáneas” callejeras ocultan fuerzas de diversa índole (ideológicas,

discursivas, políticas, económicas, éticas, estéticas, etc.), las cuales salen a flote en el

momento que se analizan críticamente las formas visibles de los elementos que la

componen. A partir del tratamiento de las distintas imágenes de ciudad ofrecidas por las

261 Entrevista de G. Deleuze con Didier Eribon (23 de agosto de 1986). En: Deleuze, G. (1995), “Michel Foucault”, Conversaciones. Valencia: Pre-textos, 2006, pp. 154-155; cursiva mía.

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“instantáneas”, se espera dar cuenta de las relaciones de poder que entran en juego en las

prácticas, costumbres y hábitos de la vida urbana en su devenir cotidiano. Sin embargo, la

finalidad de todo ello no se limita a convertir el análisis visual en un análisis crítico de las

relaciones de poder en la ciudad, sino de mostrar que las mismas relaciones de fuerzas son

susceptibles de afectarse a sí mismas hasta tal punto de que son capaces de producir nuevas

formas (poéticas) de habitar el espacio urbano, es decir, de crear nuevas formas de

subjetivación262, nuevos estilos de vida (ethos) y nuevas sensibilidades alrededor de la

ciudad (estéticas)263 que escapan al determinismo de tales relaciones de poder. Siendo así,

la concepción del habitar urbano deja de enmarcarse simplemente en los procesos de

apropiación y adecuación de un espacio previamente significado, para dar lugar a una

concepción del habitar que posea una dimensión creativa, en constante elaboración,

inacabada e inacabable; esto es, una concepción de la ciudad en general –y de Bogotá en

particular– como un escenario en permanente proceso de subjetivación, o sea, la ciudad

pensada como obra de arte264: acontecimiento.

262 Deleuze, G. (1995), op. cit., p. 160: “Un proceso de subjetivación, es decir, la producción de un modo de existencia no puede confundirse con un sujeto, a menos que se le despoje de toda identidad y de toda interioridad. La subjetivación no tiene ni siquiera que ver con la “persona”: se trata de una individuación, particular o colectiva, que caracteriza un acontecimiento (una hora del día, una corriente, un viento, una vida…). Se trata de un modo intensivo y no de un sujeto personal”. Ibíd., p. 184: “La subjetivación es la producción e modos de existencia o estilos de vida”. 263 Ibíd., p. 183: “La subjetivación es ética y estética, al contrario de las morales, que participan del poder y del saber”. 264 García Moreno, B. (1996), “En búsqueda de la poética de la ciudad: la ciudad como obra de arte en permanente construcción”, en: Giraldo, F. y Viviescas, F. (1996) (comps.), Pensar la ciudad. Bogotá: Tercer Mundo Editores, 1996.

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METODOLOGÍA

La obra inconclusa –y más ambiciosa– de Aby Warburg, su Atlas Mnemosyne, constituye

una gran fuente de inspiración para esta investigación, si no la principal. La empresa de

llevar a cuestas la memoria de un proceso histórico de larga duración, como lo es la

reapropiación de los principales valores expresivos de la Antigüedad en la producción

simbólica renacentista, mediante la construcción de una serie de paneles que contienen un

conjunto de imágenes aparentemente incompatibles tanto en el momento de su producción

como en su contenido y significación, hacen que dicha obra sea admirada por su alto grado

de complejidad. Detrás del enorme esfuerzo de Warburg por explorar las pervivencias y

transmutaciones de tales valores expresivos se encuentra una filosofía de la historia

cimentada, a su vez, en una interesante perspectiva ontológica de las imágenes; la principal

consecuencia de ello deriva en la necesidad de repensar los nuevos vínculos

epistemológicos entre la historia y la imagen en relación con los procesos de la memoria de

una época en particular.

Para desentrañar el poder epistemológico de las imágenes, Warburg se sitúa desde una

perspectiva psico-patológica265 de la producción cultural en general, entendida como la

aventura humana por crear sentido y modos de comprender la realidad. La interpretación de

las diversas dinámicas de apropiación, transformación y ruptura de lo que se ha venido

llamando “valores expresivos” se realiza a partir de la definición del concepto de

Pathosformeln (o “fórmulas de lo patético”), que alude a la energía afectiva y pulsional que

poseen intrínsecamente determinadas formas de lo simbólico –ya sean formas artísticas,

estilísticas, mitológicas, gestuales o productivas–, las cuales llegan a perdurar a través de

los años e introduciéndose en contextos histórico-culturales sumamente diversos. Esta

característica superviviente, a su vez, se comprende mediante la noción de Nachleben, que

265 En adelante, las ideas y conceptos acerca de la obra warburgiana tendrán como referente lo tratado en las páginas 66-80 del presente texto. No obstante, recuérdese la influencia que ejercieron J. Burckhardt y F. Nietzsche en la obra de Warburg.

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designa un seguir viviendo de cierta manera a pesar de los cambios en el tiempo. Así pues,

vemos cómo gracias a la articulación de estos dos conceptos –que no refieren a otra cosa

más que a la fuerza patética de la producción simbólica– se configura no sólo una nueva

forma de trabajar la historia del arte, sino sobre todo a una peculiar manera de plantear una

filosofía de la historia que renuncia a la linealidad progresiva y unilateral del desarrollo

humano. Por su parte, el Nachleben warburgiano sugiere insistentemente la idea de que la

historia se construye a partir de un conjunto de capas o sedimentos que permiten explicar la

coexistencia de estilos, valores, creencias y contenidos surgidos en distintos tiempos, los

cuales pueden vivir en armonía o, por el contrario, mantenerse en constante tensión. De

modo que la cultura es justamente eso: un complejo sedimentado por capas u hojaldres

cuya superposición, abigarramiento e interacción configuran el entramado sobre y en el

cual los seres humanos, en sociedad, habitan poéticamente el mundo, su mundo. La cultura,

por tanto, no es más que la permanente construcción/re-construcción de aquel “espacio de

pensamiento” (Denksraum) en el que los sujetos establecen una relación singular con el

mundo exterior, otorgándole forma y significado.

En este sentido, la imagen se constituye como un espacio concreto de pensamiento en el

que se deposita la fuerza pulsional de uno o varios sujetos. El Gran Depósito que resulta de

la experiencia y creatividad humanas desemboca en lo que entendemos por Cultura en

general, dentro del marco de la civilización occidental. La riqueza material de las

producciones simbólicas y culturales es el sustrato en el que se incorpora la memoria

historia de los pueblos que participan, en mayor o menor medida, del proceso civilizatorio.

Y es precisamente el contenido siempre dinámico del espacio de pensamiento el lugar

donde es posible rastrear las distintas concepciones de mundo (Weltanschauungen)

producidas por dichos pueblos y su trabajo colectivo de la cultura. En consecuencia, existe

una vinculación mucho más profunda entre los procesos de la imagen y la historia que nos

permiten conectarla con la esfera de lo ético; desde la perspectiva psicosocial de la

investigación warburgiana, el sentido de todo valor expresivo conservado en la memoria

tiene un correlato ético: el pathos da cuenta de un ethos. Los valores expresivos y gestuales

propios de una época son producto de un modo de ser, de una forma de vida que responde a

cierta visión d mundo, a determinada forma de interpretarlos hechos de mundo exterior y

las acciones humanas; esto es, traducido en los términos sostenidos por este proyecto, una

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modo de habitar el mundo. Es justamente en la poética del habitar que el ser humano,

viviendo en sociedad, crea cultura, y ello implica la formación de creencias,

comportamientos, hábitos, sensibilidades, maneras de ser y de estar.

Dicho lo anterior, la metodología de este proyecto pretende seguir la línea de investigación

de la empresa warburgiana y asume la misma epistemología de la imagen con la cual se

llegan a desentrañar las capas que componen la historia de un pueblo en específico. Así

pues, en el marco del contexto bogotano del siglo XX, la imagen fotográfica callejera

representa el instrumento de conocimiento por excelencia para escarbar las profundidades

del habitar poético de la ciudad, junto con sus pliegues, rupturas y supervivencias que la

caracterizan en el desarrollo de su turbulenta historia cultural. Gracias al enfoque

metodológico inspirado por la obra warburgiana, la presente estrategia investigativa tiene

como propósito establecer las conexiones entre la estética de la fotografía callejera y la

ética que la atraviesa en cuanto da razón de una visión de ciudad encarnada en el estar-en-

la-calle; o viceversa, las configuraciones éticas de la foto callejera en tanto producto

cultural al lado de la dimensión estética de la experiencia cotidiana en las calles de la

ciudad. Para llevar a cabo dicha tarea, se ha escogido el método de interpretación

documental elaborado por el sociólogo húngaro Karl Mannheim (1893-1947), quien fue

discípulo de Warburg y logró reconocer la importancia de las imágenes en la investigación

sociológica de la cultural. Sus aportes, junto con las contribuciones de E. Panofsky (1892-

1968) en el campo de la iconología moderna, serán tomados como propuestas ejemplares de

cara al análisis visual de las fotografías callejeras dentro del período propuesto en este

estudio.

No obstante, antes de explicar la lógica del método de interpretación documental propuesto

por Mannheim, es preciso dar cuenta de los momentos previos al análisis visual

propiamente dicho de las imágenes, los cuales tienen que ver con la recolección del

material y su posterior clasificación. Cabe señalar, a modo de aclaración, que dichos

momentos obedece a una distinción lógica de rigor que hay que realizar de cara a la

selección del material, ya que en la práctica ambos procesos pueden llegar a invertir su

orden o incluso a sobreponerse; la búsqueda del material no comienza a ciegas y está

operando ya la búsqueda de cierto tipo de fotos callejeras, al tiempo que, una vez lograda la

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recolección de cierta cantidad de material, se inicia la observación comparativa para extraer

subtipos dentro de la fotografía callejera. En todo caso, la selección del material responde

en su mayoría a una suerte de atracción afectiva que padece la mirada del investigador a la

hora de acercarse al material, una atracción que bien puede asociarse con el acontecimiento

del punctum barthesiano o con la identificación (vinculación) afectiva –de carácter virtual–

que se llega a tener en términos de una experiencia topofílica con el contenido (escenario)

de algunas de las fotografías callejeras.

Primer momento: recolección del material visual.

Para este momento, la recolección del material visual pertinente se llevará a

cabo progresivamente desde las esferas de acceso más cercanas a las más

lejanas. Se comienza desde el propio ámbito familiar a partir de la

exploración de los diferentes álbumes fotográficos, para luego explorar los

de familias de personas allegadas, conocidos, amigos y vecinos. Nótese que

el punto de partida lo constituyen los álbumes familiares como aquel

elemento o tecnología en el que se pudo advertir originalmente la existencia

de las fotografías callejeras o ‘instantáneas’. Así mismo, no es arbitrario que

el punto de partida lo constituyan los álbumes familiares, si bien las

fotografías callejeras poseen gran valor inicialmente para aquellas personas

que decidieron conservar la imagen de sí mismos o de sus seres queridos en

este tipo de archivos íntimos o privados.

Posteriormente, la recolección de las fotografías se extiende a espacios

institucionales de la memoria colectiva, tales como archivos, bibliotecas o

museos que guardan gran cantidad de material visual referido a la

experiencia urbana en su cotidianidad y al paisaje urbano en general. Se

excluyen aquellas imágenes de la ciudad que hayan sido producidas desde

el punto de vista de la planeación urbana, tales como mapas o vistas

panorámicas; esto con el fin de seleccionar aquellas fotografías que

responden a la condición de los sujetos estando en la calle.

Finalmente, allende a lugares o entidades con una locación específica en la

ciudad, el proceso de recolección del material visual se ve atravesado

permanentemente por el descubrimiento de imágenes fotográficas callejeras

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en la red, para las cuales el presente estudio se sirve principalmente de la

red social Facebook, donde se encuentran diversas páginas o grupos creados

en torno a la publicación de contenido referido a la “Bogotá Antigua”266.

Dichas páginas267, donde abundan imágenes digitales de fotografías

callejeras, difieren en gran medida de su tipología; unas constituyen la

digitalización de fotos almacenadas en los archivos personales de los

miembros del grupo, otras son extraídas directamente de otras páginas web

y no cuenta con su debida fuente de referencia, y otras son extraídas

simplemente de una búsqueda superficial desde el buscador de imágenes de

Google. Es preciso señalar, a este respecto, que uno de los requisitos para

publicar contenido en estas páginas sociales es elaborar una breve reseña de

la fotografía, así no se cite la fuente de la que fueron extraídas. Por ello es

pertinente reconocer que pueden existir inconvenientes en cuanto a la

confiabilidad, no tanto de las imágenes compartidas, como sí de la

información que las acompañan (fechas, autores, lugares, contextos, etc.).

Segundo momento: clasificación del material visual por identificación de distintas

tipologías.

Para este segundo momento, es posible que la cantidad de material

recolectado sobrepase las capacidades del investigador para establecer una

observación comparativa adecuada a los propósitos del análisis; el nivel de

saturación puede alcanzarse fácilmente en la medida en que el contenido de

las imágenes o su tipología llega a ser innecesariamente reiterativo. Pese a

ello, es posible identificar por lo pronto los siguientes tipos de fotografías

callejeras:

266 Así se llama, por ejemplo, uno de los principales grupos de los cuales se nuestra la presente investigación en la recolección del material. Dirección web de la página BOGOTÁ ANTIGUA: https://www.facebook.com /groups/1287875097929717/. 267 Fotos antiguas de Bogotá y Colombia: https://www.facebook.com/groups/FotosAntiguas/; Historia fotográfica de Bogotá y Colombia: https://www.facebook.com/groups/319771755072931/; Verdaderas fotos antiguas de Bogotá y Colombia: https://www.facebook.com/groups/VerdaderasFotos AntiguasBogotaColombia/; Verdadera fotos antiguas de Bogotá – Colombia y Latinoamérica: https://www.facebook.com/groups/1675305226032552/; y Comparaciones del Pasado y Presente en Bogotá: https://www.facebook.com/groups/1583556541905700/.

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o Fotografías callejeras ‘instantáneas’: Aquellas producidas por los

fotógrafos callejeros (también llamados fotocineros, especialmente

en Medellín268), en las cuales aparecen retratadas personas

caminando por la calle tanto en su individualidad como en compañía

de otras269. Son el tipo más común de fotos callejeras.

o Fotografías callejeras grupales: retrato de multitudes o grupos de

personas caminando por la calle. En ellas predomina el anonimato y

se logra divisar parte de las edificaciones de la ciudad270.

268 Véase: Vélez, G. M. (2011), “Las historias mínimas del anónimo transeúnte. Breve reseña de un episodio urbano”, en: Co-herencia, v. 6, n. 11, pp. 149-164, mar. 2011. Disponible en: http://publicaciones.eafit. edu.co/index.php/co-herencia/article/view/96. 269 A la izquierda: Abuelo de Paola Quiñones (amiga), 1971-72 aprox. Carrera Séptima con Av. Jiménez, a la altura del Banco de la República. En el centro: Abuela de Paola Quiñones (amiga) y su tío Junior, 1974. Carrera Séptima con calle 22, a la altura de la Iglesia de las Nieves. A la derecha: Álvaro Mutis, Fernando Botero y Gabriel García Márquez caminando por la Carrera Séptima, 1959 (fuente: Bogotá Antigua). 270 A la izquierda: Avenida Jiménez frente al Edificio Henry Faux, años 50’s, autor desconocido (fuente: Bogotá Antigua). A la derecha: Av. Jiménez con Carrera Séptima, desde el Edificio El Tiempo, años 70’s, autor desconocido (fuente: Bogotá Antigua).

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o Procesos o acontecimientos: el espacio público en construcción o

siendo modificado271. Ceremonias, movilizaciones, etc.

271 Arriba a la izquierda: Construcción del Museo del Oro y del Edificio del Banco Central Hipotecario, 1964 (foto subida a Bogotá Antigua por “Hassen Nicolás”). Arriba a la derecha: Ruinas del Hotel Reina tras el 9 de abril, 1948; al fondo el Hotel Granada (Bogotá Antigua). Abajo a la izquierda: Caída de G. Rojas Pinilla, 1957 (Bogotá Antigua). Abajo a la derecha: Al fondo, construcción del Edificio Avianca, 1968 (BA).

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o Paisajes urbanos: una perspectiva de las calles de la ciudad y sus

edificaciones, desde el punto de vista de quien callejea; destaca la

arquitectura y en ocasiones anuncios publicitarios.

Almacén Sears, Carrera Séptima con Av. Jiménez, 1963; al fondo Edificio Avianca en construcción (BA).

Ceremonia religiosa en la Carrera Séptima con calle 11, 1947 (BA).

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Saúl Orduz (40’s), Carrera Séptima con calle 12 hacia el sur; a la izquierda el desaparecido Teatro Real (BA).

Autor desconocido, Carrera Séptima con Av. Jiménez (1965); Hotel Granada e Iglesia de San Francisco (BA).

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Edificio Monserrate, Av. Jiménez entre calles 6 y 5, fecha desconocida (BA).

Esquina del Edificio Avianca desde Museo del Oro, 1963 (BA).

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o Situaciones espontáneas: fotos donde aparecen personas retratadas

espontáneamente en situaciones cotidianas.

Carlos Caicedo, 1967 (BA).

Nereo López, 1957 (BA).

Fecha y autor desconocidos, aprox. 70's (BA).

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Cabe aclarar igualmente que las tipologías de fotos callejeras anteriormente identificadas

no representan ningún tipo ideal puro; por el contrario, elementos pertenecientes a cada

tipología pueden coexistir con los de otra. Sin embargo, la identificación sumaria de tales

características permitirán orientar la perspectiva de la observación de cara a la

interpretación documental del material visual.

***

El método de interpretación documental de K. Mannheim

El nombre con el que se titula el método de investigación propuesto por Mannheim puede

inducir malentendidos, teniendo en cuenta la manera como previamente se ha definido el

concepto de imagen –particularmente la imagen fotográfica– de acuerdo a los intereses que

rigen este trabajo. En lugar de pensar la imagen como documento, se ha optado por

concebir a la imagen fotográfica como índice o, más precisamente, como huella del pasado,

lo cual puede dar cabida a la idea de que se está incurriendo en una contradicción cuando

nos servimos del método de interpretación documental para llevar a cabo el análisis

iconológico de las fotografías callejeras de Bogotá. Sin embargo, hay que advertir que no se

está tratando con cualquier tipo de imagen y mucho menos con cualquier clase de imagen

fotográfica; en ese sentido, el carácter documental de la foto callejera –que claramente no

se discute– se ve complementado, o incluso complejizado, por la dimensión afectiva que las

atraviesa en cuanto son observadas como soportes visuales de la memoria encarnada en la

experiencia cotidiana urbana. Es así como la intención objetivista de la imagen como

documento se halla en equilibrio gracias al componente subjetivo y punzante (punctum) de

la interpretación, dado que no nos sentimos ajeno a aquello que observamos sino que

nuestra propia mirada se ve interpelada por la foto en tanto se sabe parte, en cierta medida,

del escenario que se le antepone. Dicho equilibrio representa, además, la garantía de una

mayor confiabilidad en la interpretación en la medida en que el método iconológico

(Panofsky) resulta ser objeto de fuertes críticas respecto a la facilidad con que se puede caer

en la sobreinterpretación de las imágenes, es decir, el problema de la veracidad cobre

aquello que se dice de las imágenes a analizar; pues la base de la interpretación de las

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fotografías –por más que su desarrollo se oriente en mayor o menor medida por elementos

afectivos– es el contexto histórico, técnico y sociocultural de su producción, el cual

delimita el marco de validez de las interpretaciones, descartando en la medida de lo posible

juicios de valor infundados o cualquier otro tipo de arbitrariedades.

Por lo anterior, no se cae en una contradicción al emplear el método de interpretación

documental bajo el concepto de la imagen fotográfica como índice o huella, sino que, por el

contrario, dicho método logra incorporar la dimensión afectiva que emana inevitablemente

del tipo de fotografías que aquí se tratan en particular. A continuación, se expondrá la

lógica de funcionamiento de la metodología empleada por Mannheim con la ayuda de

Giohanny Olave, quien decidió aplicarla al caso específico de los anuncios de los diálogos

de paz por parte de los principales actores del conflicto armado en Colombia (Gobierno y

FARC-EP)272. Es de resaltar que la coyunturalidad que caracteriza la aplicación del método

de Mannheim por parte de Olave marca una diferencia considerable con respecto al

proceder de este trabajo, en la medida en que aquí se trata de explorar procesos históricos

de mayor alcance y duración; no obstante, ambos proyectos comparten la idea de que el

objetivo del análisis de las imágenes consiste en excavar a través de los sedimentos

iconográficos contenidos en ellas una suerte de “configuración cultural” que da cuenta de la

postura de ciertos grupos sociales respecto a su realidad, postura que en última instancia

refiere a lo que se ha venido denominando “visión de mundo”.

Entrando en materia, Olave señala que desde un punto de vista sociocognitivo, la “visión de

mundo” o “cosmovisión” alude a “un conjunto de creencias compartidas que modelan tanto

subjetividades (individuales) como identidades sociales (colectivas), es decir, crean grupos

dentro de comunidades”273. De ello se desprende el que la “visión de mundo” expresada

visualmente en las imágenes posea un carácter tácito, vivencial, que se incorpora silenciosa

y latentemente en la discursividad que conforma el horizonte de sentido en el que se sitúa la

relación de los grupos y los individuos con el mundo que los rodea. Por consiguiente, el

desafío de la interpretación documental de las imágenes deberá apuntar al desvelamiento de

272 Olave, G. (2013), “Anuncios de paz en Colombia: una interpretación visual desde el método documental de Karl Mannheim”, en: Revista Colombiana de Sociología, v. 36, n. 2, jul-dic 2013, pp. 115-139. 273 Olave, G. (2013), op. cit., p. 120.

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[171]

las estructuras –del habitar– que componen las “visiones de mundo” ocultas en su

visualidad iconográfica.

De este modo, tanto el método documental de Mannheim como el método icónico-

iconológico de Panofksy constituyen dos perspectivas de un mismo camino que desplaza la

mirada interpretativa de lo explícito hacia tácito. A continuación, se ofrece un cuadro

paralelo que resume los elementos que conforman los tres momentos de la metodología

visual de ambos autores274:

Momentos del análisis Mannheim Panofsky

1 Sentido objetivo:

representacional – familiaridad

experiencial con las

características estilísticas de la

imagen.

Descripción pre-iconográfica:

reconocimiento de los

elementos figurativos.

2 Sentido expresivo: intencional

– propósitos del productor.

Análisis iconográfico:

conocimiento literario, mítico,

narrativo (erudito).

3 Sentido documental:

ideológico – principios

fundamentales de una postura

hacia la realidad.

Interpretación iconológica.

Ahora bien, Olave destaca que la aplicación propiamente dicha del método documental de

Mannheim comprende a su vez dos etapas fundamentales, a saber: (i) la interpretación

formulada y (ii) la interpretación reflectiva. El primer momento corresponde a los dos

primeros pasos del análisis visual (preiconográfico e iconográfico: sentido objetivo y

sentido expresivo), mientras que el segundo momento se concentra minuciosamente en el

análisis de la composición formal de las imágenes con miras al desentrañamiento de las

estructuras simbólicas que codeterminan la “visión de mundo” de cierto grupo de

individuos en un momento concreto. De la interpretación formulada a la interpretación

reflectiva se da el paso de la pregunta por el qué (qué o quién está representado allí) a la

pregunta por el cómo (cómo se presentan los elementos figurativos).

La reflectividad del segundo momento de la interpretación del método documental obedece

estrictamente a la propia naturaleza ontológica de las imágenes siempre y cuando éstas sean

274 Ibíd., p. 119.

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comprendidas como un producto o artificio cultural. De ahí que las condiciones (sociales)

de su producción ocupen un lugar preponderante en la interpretación reflectiva. La

reflectividad es una propiedad de las imágenes que designa su capacidad de acoger y

visibilizar las características de su entorno275. Sin embargo, en la medida en que acoge los

elementos contextuales de su producción, la imagen los retiene no para establecer una

relación mimética con la realidad, sino reflejar desde el lenguaje visual las estructuras

simbólicas que justamente escapan al régimen de visibilidad en el que se inscribe la

imagen. En últimas, se trata de preguntarse por las estructuras y procesos no visuales

(socioculturales) que han configurado el régimen de visibilidad que condiciona tanto la

producción como la percepción y apropiación de las imágenes.

De acuerdo a lo anterior, la reflectividad inherente de las imágenes, en relación con el

contexto de su producción, es el factor que le garantiza al método documental/icónico-

iconológico la posibilidad de moverse desde lo explícito-figurativo hacia lo tácito-

ideológico, y por tanto, de encontrar una interpretación capaz de iluminar, si no

completamente, sí parcial y abarcadoramente las “visiones de mundo” simbolizadas en las

imágenes fotográficas. La posibilidad de hablar de “visiones de mundo” encarnadas en las

fotografías callejeras está garantizada por la reflectividad propia de las imágenes que nos

“dicen” más acerca de nosotros mismos –y de nuestro lugar en el mundo– que lo que

nosotros podríamos decir sobre ellas.

Las etapas constitutivas de la interpretación reflectiva

La aplicación del método documental de Mannheim, en el momento de la interpretación

reflectiva, se compone de tres etapas: (i) la planimetría: estructuración del cuadro

compositivo de la imagen a partir de líneas verticales y horizontales; (ii) la construcción de

la perspectiva mediante la identificación del o de los puntos de fuga; y (iii) el

reconocimiento de la coreografía escénica que refiere a la disposición corporal de los

actores representado en la imagen, sus gestos y cualquier otro elemento diciente de

comunicación no verbal.

275 Ibíd., p. 121.

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[173]

El material visual del que se nutre el proyecto de construcción de una iconología del habitar

callejero en el centro histórico de Bogotá presenta una particularidad frente a las imágenes

que Olave toma como ejemplo para el análisis de su coyuntura; la razón más determinante

reside en el hecho de que las imágenes empleadas por Olave expresan una retórica visual y

discursiva claramente preparada y controlada con miras a la difusión a través de los medios

masivos de comunicación, por tratarse de un problema de interés general para el país. Por

su parte, las fotografías callejeras no tardan en mostrar su singularidad respecto a la

programación logística de su producción, pues aunque ellas dependen de la intención, la

proyección y la decisión del fotógrafo callejero en relación con su “objeto”, no obstante

predomina el carácter indeterminado de la reacción del sujeto frente a la imposición del

lente fotográfico; la contingencia de las circunstancias exteriores y la disposición anímica

tanto del fotógrafo como del fotografiado se alza como rectora de la producción de la foto

callejera. Pero para efectos de demostrar con claridad en qué consiste el ejercicio

correspondiente a las tres etapas constitutivas del momento reflectivo del método

documental, basta recalcar que la producción de la foto callejera no obedece a un principio

retórico-formal previamente establecido sino que, por el contrario, depende de una suerte

de “cálculo” intuitivo que lleva a cabo tanto fotógrafo como transeúnte, dependiendo de las

condiciones subjetivas y objetivas en el momento de la producción. Así pues, el encuadre

no será perfecto desde el punto de vista formal, el fotógrafo podrá cortar los pies de alguna

de las personas retratadas, realizar una captura defectuosa en términos de nitidez, etc.; todas

éstas características que dan cuenta de la condición siempre dinámica y contingente del

momento de producción de la foto. A menos que el fotógrafo posea un ojo biónico

exclusivamente entrenado para componer cuadros perfectos y encontrar certeramente el

punto de fuga, él estará sujeto al movimiento impredecible de las circunstancias callejeras.

Dicho lo anterior, podrá adelantarse que la aplicación del método de interpretación visual

de Mannheim se concentra, para efectos de la presente investigación, en los elementos que

componen la coreografía escénica de las fotos callejeras; pues desde este punto de vista se

abre la posibilidad de que la interpretación acceda hacia el ámbito de lo tácito que requiere

ser explicitado a fin de esbozar el conjunto de representaciones sociales, de prácticas y

discursos culturales, de cosmovisiones urbanas y, en últimas, de modos ético-poéticos de

habitar la principales calles de la ciudad en un período histórico específicas.

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[174]

Pero lo más importante del momento escénico-coreográfico de la interpretación reflectiva

de las imágenes fotográficas radica en coherencia que mantiene con lo anteriormente

expuesto acerca de la ciudad como escenario en constante proceso de subjetivación, así

como la idea de que cada uno de los sujetos que la habita desempeña un papel como si se

tratase de un personaje teatral, reforzando por consiguiente la imagen de la ciudad como

teatro (theatrum urbe); sólo que en ese momento se agrega el elemento coreográfico, cuya

noción designa la continua creación de espacio que caracteriza al arte dancístico, la cual se

produce en el encuentro callejero donde la calle misma se torna pasarela, lugar de desfile,

punto de interacción y comunicación. La experiencia corporal, la gestualidad, los ritmos,

los comportamientos, acciones y reacciones predeterminadas hacer parte del catálogo

estético-ético que el momento coreográfico de la interpretación reflectiva del método

documental tiene como objeto llevar a la superficie.

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[175]

ANÁLISIS DE IMÁGENES

TRADICIÓN Y MODERNIDAD EN LA BEBIDA

Bogotá, el ring; chicha y cerveza, los contendientes

Fig. 3.

Fig. 1. Fig. 2.

Fig. 4.

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[176]

Bogotá fue el escenario de un importante litigio que movilizó una gran cantidad de

esfuerzos para ganar la lucha por el poder político, social, económico y cultural que se

materializaría, principalmente, en el uso, distribución y configuración del espacio urbano,

así como en las transformaciones de las prácticas cotidianas relacionadas con uno de los

elementos imprescindibles de toda formación cultural: la bebida. Resulta sumamente

interesante advertir cómo las prácticas de consumo de determinadas bebidas entrañan una

profunda significación histórica y cultural por parte de quienes lo ejercen y, más aun,

cuando dicha significación es interpretada desde el poder institucional como una posible

amenaza a la estructura de dominación, o bien como parte de la reproducción de dicha

estructura. En todo caso, los esfuerzos que se vieron involucrados en este episodio de la

vida social de Bogotá en las primeras décadas del siglo XX constatan de manera inequívoca

que las bebidas, junto con las prácticas y discursos que las acompañan, poseen un trasfondo

significativo –por no decir “metafísico”– que trasciende sus propiedades físico-químicas a

partir de las cuales son elaboradas. Dichos esfuerzos comprometieron los desarrollos de

distintas áreas del conocimiento humano, entre las cuales se cuentan principalmente los

campos jurídico, científico, médico, antropológico y sociológico alrededor del consumo de

las bebidas más populares de la cultura bogotana. Así pues, de esta esquina (Figs. 2 y 3)276

tenemos a la ancestral bebida hecha a base maíz, heredada de las costumbres de nuestros

indígenas que antaño ocuparon el territorio de Bacatá: la chicha; y de esta otra (Figs. 1 y

4)277, la imponente bebida elaborada a base de lúpulo y cebada, proveniente de las rubias y

modernas tierras bávaras: la cerveza. Que comience, entonces, el combate.

Pero antes, habrá que aclarar las reglas de juego. En este capítulo se llevará a cabo una

interpretación iconológica (Panofsky) de diversas imágenes relacionadas con la lucha

276 Fig. 2: Cartel propagandístico creado por el Departamento de Educación Sanitaria del Ministerio de Higiene para desestimular, criminalizándolo, el consumo de la chicha. El cartel es resultado de la aprobación de la Ley 34 de 1948, “por la cual se fijan las condiciones para la fabricación de bebidas fermentadas y se dictan otras disposiciones”. Acceso al documento oficial en: http://www.suin-juriscol.gov.co/clp/contenidos.dll/Leyes/1590419?fn=document-frame.htm$f=templates$3.0. Fig. 3: Hombres departiendo mientras consumen chicha, 1940. Autor desconocido. Fotografía tomada del grupo Bogotá Antigua (Facebook). 277 Fig. 1: Cartel publicitario realizado por Bavaria para incentivar el consumo de cerveza. (S.f.), aproximadamente primera década del siglo XX. Imagen tomada de: http://esferapublica.org/nfblog/bavaria-artista/. Fig. 4: Repartidor de cervezas a domicilio en el barrio La Perseverancia, Bogotá, 1939. Gumersindo Cuéllar, archivo fotográfico.

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sostenida entre las bebidas presentadas anteriormente, con el fin de ilustrar la tensión

fundamental entre tradición y modernidad experimentada en el contexto sociocultural de

principios del siglo XX bogotano, desde una mirada en clave del habitar entendido como la

condición sociológica-existencial primordial de la vida urbana y la sociabilidad cotidiana.

En términos de Mannheim278, y muy de la mano con el pensamiento warburgiano, se trata

de indagar por la “visión de mundo” (Weltanschauung) que está implicada en el conflicto

desatado entre ambas bebidas, en relación con las antiguas prácticas de la tradición y los

nuevos discursos del progreso y la modernidad. Dicho de otro modo, la hipótesis sostenida

en este ejercicio de interpretación iconológica consiste en la idea según la cual el litigio que

se desarrolla en torno a lo que aparentemente es el consumo masivo de ciertas bebidas,

constituye un síntoma destacado de la lucha por erradicar los principales rasgos éticos y

culturales del pasado indígena y colonial por parte de la élites gobernantes y la clase

política colombiana, de cara a la construcción de una ciudad-capital que asumiera el reto de

la modernización, primordialmente, desde el punto de vista económico, productivo e

infraestructural.

Con este ejercicio interpretativo se pretende advertir algunos de los aspectos más relevantes

del correlato ético-cultural de los procesos macroestructurales de la sociedad colombiana,

aspectos que refieren sobre todo a las subjetividades emergen y se sumergen en el

imaginario colectivo y que hacen mella en el espacio urbano como escenario de luchas por

el reconocimiento y la legitimación de distintas visiones acerca de la ciudad. Veremos si

este análisis hermenéutico logra desentrañar las relaciones entre saber y poder que

constituyen el trasfondo de la batalla entre ambas bebidas.

La historia de un “vicio”

Inicia el combate. La elaboración y el consumo de chicha data desde los tiempos en que los

muiscas habitaban el territorio de Bacatá. La importancia de esta bebida estaba relacionada

con su carácter ritual, especialmente vinculado a las ceremonias fúnebres que dan cuenta de

la noción particular que ellos tenían sobre la muerte:

278 Cf. Olave, G. (2013), op. cit.

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Los muiscas consideraban que la vida no terminaba con la muerte; todo lo contrario: sostenían que

era el paso a otro mundo, aunque no está claro si creían en la reencarnación. De todas maneras, caían

en un profundo abatimiento cuando fallecía algún pariente cercano, en cuyos casos consumían

ingentes cantidades de chicha para “olvidar tanta tristeza”. Esta bebida embriagante no se vendía ni

de compraba; era un objeto ritual y de obsequio, un elemento que los transformaba y por el cual

lograban diferentes estados: el de la bienaventuranza por la alegría que da el licor, y el de la muerte

por la melancolía. Según los cronistas coloniales, la chicha era un elemento de identidad y cohesión

cultural. Fray Pedro Simón describe a las mujeres tomando chicha en el matrimonio: “Y llegando

junto a él –su futuro esposo– la probaba ella primero y dándosela a él, bebía cuanto podía con que

quedaba hecho el casamiento y le entregaban la desposada”279.

Posteriormente, en tiempos de la colonia, la chicha seguía siendo una de las bebidas más

importantes de la cultura santafereña sin recurrentes excepciones de clase:

El cronista Casiano, en sus “Colaciones”, dice que en los tiempos coloniales, después de las comidas,

los santafereños hacían tertulia en algún almacén de la Calle Real (hoy Carrera 7ª) o de la Plaza

Mayor (ahora de Bolívar). Por la tarde se paseaban lentamente por el altozano de la Catedral y de vez

en cuando iban con sus familias a distraer sus ocios al paseo de Agua Nueva o a las vecindades del

río Tunjuelo. “La primera comida se hacía a eso se las ocho; a las once se tomaba alguna cosa; a

las dos se servía la comida principal, a las cinco la merienda, y a eso de las diez, comenzaba la

cena, que era abundante. La mazorca y la yuca, la arracacha, las papas, el maíz y el arroz, con

algunas legumbres coloniales hacían el gasto principal; carnes las había de res, de cordero, de

gallina y sobre todo de cerdo; por dulce se empleaba el melao de panela con cuajada de leche, y

para suplir la falta de vino, se usaba la chicha, aún entre las familias principales, con raras y

contadas excepciones”280.

La chicha es una bebida fermentada elaborada a base de maíz y era considerada por los

ancestros indígenas como “la bebida de los dioses”. Sin embargo, los niveles de

fermentación de la chicha fabricada por los nativos variaban según las circunstancias en las

que ésta iba a ser consumida; por ejemplo, dichos niveles eran bajos en cuanto su consumo

ordinario obedecía a la función alimentaria más que a una finalidad extática, caso contrario

cuando se producía chicha para ceremonias especiales y rituales de gran envergadura, pues

en tales ocasiones los niveles de fermentación hacían que la bebida obtuviese un carácter

embriagante con el fin de generar estados de conciencia místicos o religiosos. Asimismo,

279 Vasco Bustos, B. y Rodríguez B., L. E. (2009), Bogotá, una memoria viva. Bogotá: Alcaldía Mayor de Bogotá, 2009, p. 92. 280 Vasco Bustos, B. y Rodríguez B., L. E. (2009), op. cit, p. 26.

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[179]

dimensión ritual que entrañaba la chicha al interior de la población indígena, que

cohabitaba el territorio con criollos y españoles, era considera contraria a los principios

institucionales impuestos por la religión católica, además de ser vista como símbolo de

atraso y barbarie. Fue hasta mediados del siglo XIX que el consumo de chicha se

popularizó y entró a ser parte importante de la dieta de las clases populares –entre las cuales

se contaban campesinos y trabajadores–, también llamados “desposeídos” y “marginados”,

caracterizados por las clases acomodadas como “los de a pie”, “los de alpargatas” o “los de

ruana”. La chicha –su consumo y las distintas prácticas que se originaban alrededor de ella

poseían, por tanto, una significación ambivalente que ha experimentado varias

transformaciones desde la época precolombina, pasando por la colonia, hasta finales del

siglo XIX y comienzos del XX, y que al mismo tiempo ha sido objeto de no pocas disputas

en varios ámbitos de la vida social de la ciudad.

Fig. 5: Tienda de vender chicha, Bogotá. Ramón Torres Méndez, 1860 ca. Colección de Arte del Banco de la República.

Ya para mediados del siglo XIX se evidencia la recurrente aparición de establecimientos

dedicados a la preparación y comercialización de chicha en las principales calles de la

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[180]

ciudad, a tal punto que no tardó en llamárseles chicherías a este tipo de lugares (Fig. 5).

Como consecuencia de la creciente visibilización del consumo y producción de chicha en el

espacio urbano, la ambivalencia que gira en torno a la bebida ancestral logra un grado de

intensificación sin precedentes gracias a la llegada de los discursos higienistas que buscan

controlar los aspectos negativos relacionados con la salud pública y la adecuación de la

infraestructura urbana para el cumplimiento de los requerimientos sanitarios de la ciudad. A

este respecto, cabe señalar que la popularización del consumo de chicha se mezcla con las

prácticas, por cierto mal vistas, de orinar y botar los diferentes desperdicios a las orillas de

los principales ríos que demarcaban los límites norte-sur de la incipiente ciudad bogotana

(ríos San Agustín y San Francisco)281. De ahí la necesidad de construir un sistema de

acueducto y alcantarillado que acabaría posteriormente con la canalización de tales ríos.

Estos flagelos sanitarios fueron usados como argumentos, por parte del gobierno local, para

desprestigiar a quienes consumían chicha, al insistir en que se trataba de las mismas

personas que deterioraban la calidad de los espacios públicos y promovían los actos

delincuenciales.

A comienzos del siglo XX, la ambivalencia ética-cultural asociada a las prácticas de

consumo de la chicha se encuentra a medio camino entre una ciudad que poco a poco va

dejando atrás su aspecto campestre y aldeano, al igual que el ritmo aletargado de la vida

rural como efecto de la herencia colonia, y una ciudad que se proyecta según los ideales de

la construcción de Nación (República) y de la búsqueda por actualizar la formación

simbólica y material de una nueva ciudad orientada según los ideales del progreso y la

modernidad. Así pues, dando un gran paso al centro del ring, la tradicional bebida se

convierte en el principal blanco de las políticas higienistas propuestas a partir del período

de la hegemonía conservadora, cuyo programa no se preocupa por ocultar sus intenciones

de imponer fuertes medidas de control social con tal de relegar a las clases populares,

marginados y desposeídos de la apropiación del espacio público y del acceso a los distintos

bienes que son ofrecidos en él. Se prepara entonces una estrategia político-jurídica desde el

marco institucional del gobierno que requiere del apoyo del conocimiento científico-médico

281 Ibíd., p. 45: “(…) A este panorama se suma el hecho de que las basuras eran arrojadas a los cauces de los ríos San Francisco y San Agustín, lo que originó el olor característico a podredumbre de la ciudad hasta casi entrado el siglo XX, cuando se ordenó la canalización de estos ríos para poner fin a las constantes epidemias causadas por el desaseo. Hoy, sus cauces terraplenados conforman la Avenida Jiménez y la calle Séptima”.

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para lograr el cometido del higienismo. La institucionalidad del saber médico y la fuerza

del poder político y económico encarnada en el Estado y el capital extranjero,

respectivamente, entablan una suerte de complicidad que no tiene otro fin que el de

dominar a las clases populares a partir de la erradicación de una de las prácticas más

importantes para la construcción de su identidad. La otra esquina del ring alista sus armas

de combate. La edificación de una nueva ciudad implicaba la eliminación de las actividades

consideradas como residuos de un pasado colonial caduco e indeseado desde la perspectiva

de las victoriosas ideas republicanas. Saber-poder: ¿qué efectos ético-culturales tuvo esta

colaboración estratégica entre Estado y Medicina de cara a la erradicación del consumo de

la chicha? ¿Cuáles fueron las nuevas subjetividades que surgieron como consecuencia de

semejante declaración de guerra?

Estrategias publicitarias e imágenes propagandísticas de la modernidad industrial

La cerveza está lista para luchar. El empresario alemán Leo Sigfried Kopp (1858-1927)

llega a Colombia en 1886, se radica en Bogotá y rápidamente conforma su familia para

acabar fundando, en 1889, la fábrica de cerveza más grande e importante del país, Bavaria,

la cual se instala inicialmente en el barrio San Diego. Por los mismos años, ya se han

empezado a construir las primeras –y rudimentarias– líneas de ferrocarril a nivel nacional,

mientras que en lo concerniente a la ciudad de Bogotá la aparición en escena del tranvía

con tracción animal se empieza a perfilar como el naciente sistema de transporte público

masivo, síntoma a su vez del progreso con respecto a una ciudad de rasgos rurales. El

crecimiento de la actividad comercial es también uno de los procesos que acompaña la

llegada de una cantidad considerable de extranjeros (provenientes en su mayoría de

Europa), dispuestos a invertir su capital en la construcción de distintas empresas. Sin duda,

este es el caso de la industria cervecera que agenció Kopp tras su llegada a Colombia,

siento tal vez el ejemplo más representativo del fenómeno de inversión de capital extranjero

en las ciudades, con base en la iniciativa individual.

A principios del siglo XX, la empresa de Leo Kopp prepara una estrategia publicitaria que

tiene como objetivo popularizar el consumo de cerveza, que entonces tiene un costo

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[182]

relativamente alto para la economía de

las clases populares y su disfrute es

limitado a las clases medias (teniendo

en cuenta que las élites podían optar

por consumir el vino y la champaña).

Esta estrategia publicitaria

aprovechará al máximo el nuevo

ideario político generado por la

declaración de independencia de la

República para estimular en el pueblo un sentido de pertenencia e identidad hacia una

bebida extraña a las costumbres y los gustos de la población en general; de este modo,

Kopp y su fábrica lanzan la famosa cerveza llamada “La Pola”, haciendo referencia –más

que un auténtico homenaje– a la figura de la que quizás fue la mujer más importante en las

guerras de independencia contra la corona española (Fig. 6). Ligado a este recurso

publicitario, se encuentran los nacientes proyectos de renovación simbólica e institucional

de la ciudad con la

construcción y erección en las

plazas públicas de monumentos

dedicados a los héroes de la

patria; también se observan los

cambios relacionados con la

toponimia de las principales

calles del espacio urbano (p. e.,

la Plaza de San Francisco, antes

llamada Plaza de las Yerbas,

será nombrada ahora “Plaza

Santander”)282. En últimas, la imagen publicitaria de “La Pola” intentaba fortalecer los

vínculos afectivos de la mayoría de la población bogotana con los ideales de la República e

incentivar el consumo masivo de la nueva bebida producida industrialmente, para lo cual la

282 Véase: Perilla, M. (2008), El habitar en la Jiménez con Séptima de Bogotá: historia, memoria, cuerpo y lugar. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, Facultad de Artes, 2008, p. 56.

Fig. 6: Cartel publicitario de la cerveza "La Pola", creada por

Kopps Bavaria, ca. 1911.

Fig. 7: Tranvía de Bogotá por la Av. Jiménez, 1945. Autor desconocido.

Fotografía extraída de Bogotá Antigua (Facebook).

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[183]

disminución su precio fue un factor decisivo. De igual manera, se observa que las

estrategias publicitarias de la compañía cervecera alemana llegaron prontamente a

instalarse en el entorno visual de la vida cotidiana urbana (Fig. 7).

No obstante, existieron puntos de resistencia frente a la arrolladora campaña publicitaria

promovida por la gran industria cervecera alemana. En efecto, tanto las chicherías como los

consumidores de la tradicional bebida se negaban a desaparecer y en su lugar las prácticas

relacionadas con el consumo de chicha se hicieron más evidentes en la escena pública de la

ciudad. La declaración de guerra se acaba de consumar y entonces la maquinaria política y

económica emprende furiosamente una serie de ataques para estigmatizar y criminalizar la

elaboración y el consumo de la bebida tradicional (Fig. 8).

La violencia simbólica ejercida por los anuncios publicitarios de la cervecera alemana viene

a complementar las políticas institucionales que se materializan en la configuración del

espacio urbano bajo el discurso del higienismo. Las campañas publicitarias se dirigen a un

público común del que podría pensarse que queda cautivado rápidamente debido a la

inmediatez de la comprensión del mensaje visual. Basta con construir la imagen de una

mujer cuyos rasgos muestran la mezcla entre el aspecto de la típica alemana blanca que

porta Dindrl y la figura de la campesina de la sabana de Bogotá, de trenzas y sombrero de

fique, para llamar la atención de los consumidores potenciales de cerveza. La imagen de

una mujer a medio camino entre las características raciales europeas y la estética de la

indumentaria rural bogotana, cuando es acompañada de un poderoso mensaje que grita “No

más chicha”, resulta sumamente efectivo a la hora de redirigir las expectativas y

disposiciones de consumo de las clases populares respecto a la cerveza (y, por consiguiente,

respecto a la chicha), teniendo en cuenta que Europa se convierte, en el período

republicano, en el principal modelo cultural a seguir de cara a la renovación simbólica y

material de la ciudad283. A pesar de la tímida resistencia de las prácticas populares que

revisten el consumo de chicha, la cerveza inicia el combate propinando el primer golpe.

283 Véase: Perilla, M. (2008), op. cit., p. 54-55: “La europeidad se asume desde la connotación formal hacia el exterior de la ciudad y evidencia un espíritu que a través de la arquitectura busca el sentido de la actualización y el cosmopolitismo (…) Es así como la arquitectura e imagen de ciudad colonial empiezan a perder su validez y son vistas como carentes de comodidad e higiene, además de mostrarse tristes en su

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Fig. 8: Publicidad en contra de la chicha elaborada por Kopps Bavaria, 1915. Imagen extraída de www.museovintage.com

Sumado a lo anterior, resulta interesante advertir el trasfondo ideológico de los mensajes

textuales de las imágenes publicitarias creadas por Bavaria. En la Fig. 8 puede leerse en la

parte inferior la siguiente leyenda: “Garantizamos que nuestra cerveza es compuesta sólo de

la mejor malta, fabricada de la mejor cebada colombiana y del mejor lúpulo bohémico”.

Con ello, además de confirmar lo expuesto acerca de la “simbiosis” cultural entre la

naciente ciudad bogotana y los rasgos característicos del territorio europeo (cebada

colombiana y lúpulo alemán), el énfasis en la garantía sobre la mejor fabricación de la

bebida expresa sutilmente la correspondencia con las políticas higienistas que atacan

insistentemente la producción y el consumo de la chicha, justamente por no contar con los

criterios adecuados de salubridad. Pero, ¿quién establece cuáles son esos criterios de

salubridad en la producción y consumo de la chicha? ¿En qué consisten los procesos de

legitimación de tales condiciones? El primer round ha finalizado.

***

aspecto (…) Hay una tendencia a olvidar el pasado colonial y mirar hacia las capitales europeas como modelos del buen vivir plasmados también en la fisonomía urbana y arquitectónica”.

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[185]

El primer capítulo de la historia de esta batalla le permitió a las partes enfrentadas evaluar

parcialmente las fortalezas y debilidades de su contrincante. Naturalmente, las condiciones

simbólicas, materiales y operativas de esta contienda son asimétricas. Por el lado de la

cerveza –representante de la llegada de la gran industria y síntoma de la modernización del

país–, pudo reconocerse el inmenso apoyo popular que gira en torno al consumo de la

chicha, así como el profundo arraigo a la tradición ancestral heredada del pasado indígena y

colonial; sin embargo, la fuerza política y social de las clases populares no puede

compararse con el aparato institucional del gobierno, de las clases dominantes y de los

intereses del capital extranjero, cuyas iniciativas llegarían a materializarse con relativa

eficacia a pesar de las resistencias que se pudieran generar por parte de los consumidores de

chicha. Mientras tanto, la chicha y sus defensores –representantes de la mencionada

tradición popular, ritual y rural del país y la ciudad– son conscientes de la poderosa

amenaza que se avecina con la llegada de una bebida extraña a sus costumbres y su paladar,

una advertencia que no sólo pone en riesgo la supervivencia de la bebida en términos de su

preparación, distribución, comercialización y consumo, sino sobre todo uno de los soportes

culturales más importantes para la construcción de la identidad de las clases populares de la

ciudad. Las clases populares reconocen que todo tipo de estrategias serán utilizadas en su

contra, desde las medidas sanitarias impuestas por el Ministerio de Higiene de entonces,

hasta los intentos desesperados por criminalizar, estigmatizar y patologizar las prácticas de

consumo de chicha, tanto en establecimientos privados como en el espacio público. No

obstante, el coraje que caracteriza a dichos sectores de la sociedad no les permitirá darse

por vencidos tan fácilmente y darán la lucha hasta el último instante que sea necesario.

Termina el tiempo de descanso.

Saber y poder en los modos de representación visual de lo social

Comienza el segundo round. En el ring ya está expuesta una serie de saberes expertos que

se dirige a la eliminación de las prácticas populares relacionadas con el consumo y

producción de la chicha. Un estudioso de este tipo de combates, el ingeniero y Doctor en

Historia de la Ciencia, Stefan Pohl-Valero, se encuentra desarrollando una investigación

sobre la configuración del campo de lo social en Colombia a partir de los saberes expertos

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[186]

producidos en torno a la chicha y las prácticas culturales derivadas de su consumo,

entendidas como problema social284. Los aportes históricos de su investigación en curso

permiten nutrir la interpretación de las tensiones entre tradición y modernidad con base en

las imágenes que aquí se destacan285.

El anterior señalamiento de la complicidad establecida entre Estado y Medicina que tiene

como propósito eliminar las prácticas y expresiones culturales ligadas a la chicha, acabó

por estigmatizar, criminalizar y patologizar el consumo de esta bebida. Estas acciones

institucionales se evidencian en la serie de propagandas políticas creadas para atacar

directamente, y sin ambigüedades, el consumo urbano de la chicha (Figs. 2, 9, 13 y 16). A

diferencia de la imagen publicitaria considerada anteriormente (Fig. 8), estos carteles

propagandísticos cuentan con una fuerza expresiva más potente, en la medida en que

provienen de una estrategia institucional del gobierno nacional, encabezada por el

Departamento de Educación Sanitaria del entonces Ministerio de Hacienda, en

colaboración con el Servicio Cooperativo Interamericano (¿estará involucrado el gobierno

de Estados Unidos en la organización del bombardeo mediático en contra del consumo de

la chicha y a favor del control y dominación sociales fundado en el discurso higienista?). El

profesor Jorge Bejarano es el encargado de la cartera ministerial y por su iniciativa se

promueve un conjunto de esfuerzos destinados a la investigación científica de las

propiedades de la chicha, siendo éste el primer estudio riguroso que se lleva a cabo en el

país sobre la composición química de una bebida. En este momento se da inicio a lo que

Pohl-Valero llama “los significados científicos” de la chicha, o, en otros términos, la

historia de sus “vidas científicas”.

284 A propósito de esta investigación, aún o existe un documento escrito que socialice los resultados parciales de la misma. Sin embargo, los aportes de su investigación pudieron ser recogidos gracias a la realización de un conversatorio organizado por el Museo de Arte Miguel Urrutia (MAMU) del Banco de la República, Bogotá, el cual se tituló: “Chicha, saberes expertos y el campo de lo social en Colombia, 1890-1940”, y tuvo lugar a mediados de marzo del presente año (2018). El video de la conferencia está disponible en la web en: https://www.youtube.com/watch?v=ORLqGgN4c00. 285 Cabe aclarar que de la investigación de Pohl-Valero se rescatan especialmente los aportes históricos referidos al tema en cuestión, incluyendo algunos conceptos de carácter sociológico que sintetizan la realidad de los procesos ocurridos en el marco de la batalla protagonizada por las dos bebidas abordadas. No obstante, la interpretación que se hace sobre este asunto en términos de saber-poder, inspirada en el marco conceptual abierto por M. Foucault, hace parte de mi propuesta teórica para el desarrollo del presenta estudio.

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[187]

El investigador encargado de los análisis científicos de la investigación química de la

bebida ancestral es el doctor Libairo Zerda y Josué –de inclinación conservadora al igual

que Bejarano–, quien descubre una especie de “toxina” propia de la chicha, de la cual se

cree que es la causa principal de su efecto embriagador. Zerda llama a esta toxina

“tomaína” y sostiene que se halla predominantemente en la chicha que se prepara

masivamente para ser distribuida y comercializada en la ciudad. Los resultados de la

investigación de Zerda llevan a la conclusión de que los consumidores de chicha están

expuestos a contraer una enfermedad que el cuerpo científico decide llamar “chichismo”;

enfermedad que afectaría gravemente las capacidades físicas, psicológicas y morales de los

consumidores. Así es como aparece en la escena de combate una nueva enfermedad, el

chichismo, que de ahora en adelante se introduce en el imaginario colectivo de los

habitantes bogotanos que presencian y/o ejercen el consumo de esta bebida popular. Sucede

entonces un acontecimiento inédito tanto para el campo del conocimiento científico del país

como para el campo social de la ciudad: la patologización de un problema social como

estrategia de control sobre las prácticas culturales populares ligadas al consumo masivo de

la chicha286. Un acontecimiento que evoca los análisis realizados por Foucault en su curso

dedicado a “los anormales”287, donde plantea que el conjunto de saberes y discursos

médicos-psicológicos juegan un papel determinante en la toma de decisiones judiciales y

penales que se ven reflejadas, en últimas, en la definición del sujeto como enfermo –y no

como criminal– y, por tanto, en el tratamiento adecuado que se le debe otorgar –el cual ya

no es castigo represivo–.

Detengámonos por un momento en los efectos generados por los mecanismos mediáticos de

propaganda en la vida social y cultural de la ciudad, a partir de un análisis detallado de los

elementos iconográficos empleados para la composición de tales imágenes.

Varias de las imágenes propagandísticas que enfocan su atención en el consumo de la

chicha y las prácticas culturales asociadas a él muestran recurrentemente armas

cortopunzantes, tales como cuchillos o machetes, y en algunas ocasiones aparecen palos,

puños y garrotes (Figs. 2 y 9). Adicionalmente, la representación gráfica de la sangre –más

286 Cf. Calvo, O. y Saade, M. (2002), La ciudad en cuarentena. Chicha, patología social y profilaxis. Bogotá: Ministerio de Cultura, 2002. 287 Cf. Foucault, M. (1975), Los anormales. México: Fondo de Cultura Económica, 2000.

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[188]

Fig. 9: Cartel de propaganda elaborado por el Departamento de

Educación Sanitaria del Ministerio de Higiene (s.f).

Det. 9.1.

Det. 9.2.

Det. 9.3.

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[189]

explícita en unas imágenes que otras– potencia el efecto comunicativo que expresa la

gravedad del asunto y refuerza sensiblemente el vínculo existente entre la bebida y las

repercusiones sociales de su consumo. La relación causal sugerida en el mensaje textual de

la Fig. 2, según la cual “la chicha engendra el crimen”, supone en últimas un movimiento

lógico de tipo inductivo en el que el origen de un problema social general –el crimen– se

puede rastrear a partir de una práctica popular concreta, como lo es el consumo de chicha;

en otras palabras, dicho movimiento consiste en tomar un aspecto particular de las fuentes

del conflicto social por la fuente misma del conflicto. Y es que detrás de esta lógica opera

sutilmente un tipo de argumento por indicio en la que la “ley de pasaje”288 oculta el hecho

de que el consumo de chicha genera comportamientos delictivos debido a los efectos

embriagantes de la bebida. De este modo, lo que se presupone en el mensaje textual del

cartel propagandístico es que la chicha es, por sí misma, una bebida embriagante cuyo

consumo necesariamente provoca acciones que alterarían el orden público. En este punto, el

establecimiento de la concepción de la chicha como bebida embriagante funciona como

catalizador invisible que juega a favor de la estrategia institucional de estigmatización y

criminalización de su consumo.

Vayamos un poco más a fondo para comprender la dinámica del golpe propinado a las

prácticas populares que rodean a la chicha, por parte de la institucionalidad del gobierno

que busca erradicarlas. La Fig. 9 recoge los elementos iconográficos anteriormente

destacados en la Fig.2 y los articula de tal forma que compone una construcción visual de

lo social particular, cuya expresividad y elocuencia están determinados por una fuerte carga

emocional (pathos) que se manifiesta especialmente en la gestualidad de los personajes

representados; asimismo, la configuración de dicha gestualidad constituye una muestra de

la dimensión social de lo visual en virtud de la cual es posible que la mirada reconozca

afectos o emociones específicos, y no simplemente un conjunto de líneas y sombras. Ahora

bien, en primer plano logran identificarse a dos hombres –uno de espaldas y otro de frente–

sosteniendo cada uno un elemento para procurarle daño al otro –un cuchillo y un palo,

respectivamente–. Ambos usan alpargatas y son representados de tal modo que su aspecto

288La ley de pasaje implicada en los argumentos por indicio reza: “A exhibe la característica o conducta B, siendo que B está asociado a un estado C”. En este caso, el consumo de chicha (A) exhibe la característica de la embriaguez y la conducta anormal que la acompaña (B), siendo que la embriaguez y las conductas anormales están asociadas a los actos delictivos y el crimen en general.

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[190]

denota cierto grado de descuido y dejadez; el terreno en el que se desenvuelve el combate

armado entre estos hombres está acompañado de botellas rotas, manchas de sangres y,

curiosamente, un par de pies que indican la presencia de otros dos hombres, presuntamente

víctimas de la riña o de alguna otra circunstancia. Está claro entonces que la descripción

pre-iconográfica de los elementos representados la imagen corresponde, a nivel

iconográfico del primer plano, a la puesta en escena de una pelea entre dos hombres.

En segundo plano aparece la barra principal del establecimiento, nombrado “chichería”,

que separa a la mujer ubicada detrás de ella de la pelea entre los dos tipos. Al igual que las

paredes de la “chichería”, la barra se encuentra completamente agrietada, averiada y en

unas condiciones desfavorables que refuerzan la sensación de caos y desorden que se vive

al interior del lugar. De un lado, sobre la barra reposa una totuma rebosante de chicha, cuya

posición sugiere el movimiento sísmico de la escena, y al lado izquierdo de la imagen

figura un enorme barril de madera; de otro, sobresale la enorme carcajada proferida por la

mujer que presencia la bochornosa escena protagonizada por los dos hombres enfrente

suyo, una expresión por cierto curiosa cuando el sentido común sugiere que en este tipo de

circunstancias se huya o se intente dirimir el conflicto. Finalmente, fuera del marco de

representación gráfica, encontramos el título de la imagen: “La Chicha y el Carácter

Impulsivo”, acompañado del nombre del proyecto institucional que soporta su elaboración:

Educación Higiénica. En este sentido, no sólo se explicita mediante el título la idea

principal del mensaje contenido en la ilustración, sino encontramos que el concepto mismo

de higiene sobrepasa los límites de una consideración estrictamente científica del consumo

de chicha, en la medida en que se sugiere eficazmente un poderoso vínculo entre la bebida

y la valoración psicológico-moral de los consumidores.

¿Cuáles son las formas estéticas de que se sirve la construcción de la imagen para producir

el movimiento mediante el cual la mirada interpreta la situación representada como efecto

negativo del consumo de chicha? Puesto en otros términos, el interrogante apunta hacia

aquello que activa de manera eficaz el vínculo entre la superficie visual y el trasfondo

discursivo de la imagen. Detallemos con mayor amplitud la manera en que la imagen se

esfuerza por representar gráficamente el “carácter impulsivo” que genera la chicha en sus

consumidores: ¿no será también que cierto tipo de emociones tienen un modo singular de

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[191]

manifestarse estéticamente en

las formas? ¿Es posible

advertir el recurso a las

“fórmulas de lo patético”

(Pathosformeln)

warburgianas? El rostro

desencajado del hombre que

alza su brazo izquierdo

empuñando fuertemente un

garrote, acompañado de unas

muy pobladas cejas que

custodian su perdidos ojos y

una boca cuya disposición

hacia abajo acentúa el estado anímico de furia y desespero –más cuando pequeñas líneas,

no por casualidad llamadas “líneas de expresión”, sugieren la tensión plasmada en dientes y

alrededores–, expresan articuladamente el pathos dionisíaco que supuestamente

corresponde al efecto embriagador de la chicha (Det. 9.1). Cabe decir que el efecto

tensionante que produce la imagen en general se ve reforzado por los elementos

secundarios que acompañan la escena principal (botellas rotas, sujetos caídos, grietas por

doquier y la chicha que desborda

de la totuma ubicada sobre la barra

de la chichería). Por otro lado (Det.

9.2), la desdentada carcajada de la

mujer en segundo plano (síntoma,

por cierto, de descuido y mala

higiene) genera una sensación de

relajamiento respecto a la tensión

percibida en el primer plano de la

imagen; la mujer parece reírse de los “borrachos” que pelean, lo que supone la construcción

de un punto de vista de segundo grado –observador– sobre los efectos perjudiciales del

consumo de chicha. ¿Por qué ríe la mujer que observa pasivamente la pelea? ¿Su risa estará

Fig. 10: Reyerta popular, Bogotá. Ramón Torres Méndez, 1860 ca. Colección

de Arte Banco de la República.

Det. 10.1

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[192]

emitiendo implícitamente una suerte de valoración irónica de la discusión entre los dos

hombres289? La expresión gozosa de la mujer insinúa un ambiente de familiaridad en

relación con la escena presenciada, tal como aquella persona que se ríe de los problemas

porque ya está acostumbrada a ellos; sin embargo, lo que no es tan evidente en la imagen es

que la emoción de la cual es presa esta mujer es otro de los posibles efectos que tiene el

consumo de chicha, pues muy bien podría pensarse que ella ríe justamente porque existe un

lazo de em-patía, no entre estados anímicos (pues son opuestos), como sí más bien entre

estados de embriaguez.

Así pues, del centro de la imagen propagandística (Det. 9.3) brota la ambivalencia que

desde los orígenes de esta contienda ha rodeado al consumo masivo de la chicha en la

antigua ciudad de Bogotá. Dionisos requiere de Apolo para cobrar forma y Apolo necesita

de Dionisos para ser eficazmente dinámico y expresivo; la embriaguez cobra cuerpo en la

gestualidad tanto del hombre como de la mujer, al tiempo que los gestos de ambos

constituyen la manifestación sensible de un estado anímico interno –e intenso–. En últimas,

la imagen es movimiento, y dicho movimiento consiste en la relación dialéctica existente

entre la expresividad de las formas (Formeln) y la plasticidad de las fuerzas (Pathos). Al

momento de articular la gestualidad del hombre y la mujer, advertimos que en medio de

ambos irrumpe la totuma repleta de chicha, que también se halla en movimiento: arriba, la

embriaguez irónico-contemplativa; abajo, la embriaguez caótico-destructiva. Ambos son

efectos potenciales de la chicha, pero sólo uno de ellos es representado de tal manera como

único y real. En consecuencia, el litigio por la concepción dominante (hegemónica) de la

chicha –bebida embriagante o alimento– es puesto en escena en la imagen y sin duda toma

partido por una de tales concepciones. El enfoque interpretativo de los Pathosformeln ha

permitido descubrir que cuando se trata de configurar plásticamente una emoción humana

ésta se sirve de un conjunto de elementos estéticos que, cultural y socialmente, han sido

asociados a un valor expresivo determinado (Fig. 10); por ejemplo, la tensión generada por

los rasgos faciales de los individuos que son absorbidos por la ira y la desesperación (Det.

10.1). Fin del segundo round.

***

289 Véase: Bergson, H. (1899), La risa. Ensayo sobre la significación de lo cómico. Madrid: Alianza, 2008.

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[193]

Pero no todo transcurre con absoluta tranquilidad para la moderna industria cervecera en su

batalla contra la chicha. El poderoso discurso de la higiene –acompañado de estrategias

puntuales dirigidas tanto a reconfigurar la producción y distribución del espacio público

como a controlar las prácticas relacionadas con el consumo de la bebida ancestral–

constituye, ciertamente, la principal arma con la cual esta nueva industria (representante de

toda una dinámica económico-política frente a la cual el gobierno nacional centralizado en

la ciudad pretende adscribirse), procura el golpe frontal más certero a uno de los productos

culturales que siguen

remitiendo a un pasado

indígena y colonial

considerados desgastados.

En efecto, surgen puntos de

resistencia frente a la

campaña de desprestigio y

estigmatización contra la

chicha, manifestación de

inconformismo frente a los

mecanismos institucionales

de dominación de las élites

bajo el pretexto de la

modernización de la ciudad

y el país. De las expresiones

de resistencia más importantes cabe destacar el rotundo fracaso del intento por “higienizar”

la producción de la chicha en las ciudades, el cual contaba con el respaldo de las más

recientes investigaciones científicas alrededor de la composición química de la bebida.

Resulta evidente que la higienización de los métodos de producción de la chicha no era más

que un propuesta encaminada a desplazar el carácter artesanal de su elaboración para dar

paso a la forma moderna –industrializada– de fabricación de bebidas y alimentos.

Resulta entonces que las clases populares –trabajadores, campesinos, indígenas,

marginados y desamparados– no se limitan a recibir pasivamente los duros ataques de la

Fig. 11: Chicheros del barrio La Perseverancia, localidad Santa Fé, Bogotá, 1947.

Autor desconocido. Fotografía extraída de Bogotá Antigua (Facebook).

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[194]

institucionalidad del saber y del poder encarnado en el gobierno de la ciudad, sino que

asumen formas concretas de insubordinación, aunque en alto grado dispersas y

fragmentarias. La reacción de los consumidores habituales de chicha frente a los intentos de

industrializar su producción no fue la esperada por los agentes gubernamentales, pues el

sabor, la textura y la experiencia de la bebida producida bajo esta forma contrariaban el

gusto que había sido cultivado por la antigua chicha en su preparación tradicional; las

formas de socialización que se desprendían de su consumo masivo y habitual –donde la

botella de vidrio vendría a sustituir a la totuma (Fig. 11)–, crearon múltiples resistencias y

los consumidores, fieles a la tradición, continuaron desarrollando las prácticas estéticas y

culturales que desde siempre habían girado en torno a la ancestral bebida indígena: la

chicha como elemento nutritivo que estimula la fuerza de trabajo del obrero290, la

representatividad cultural de la chicha como factor importante en la construcción de

identidad popular (de la misma manera en que el vino lo es para franceses y la cerveza para

alemanes), y el valor simbólico que entraña esta bebida en el fortalecimiento de los lazos y

la cohesión social, especialmente, de las clases populares (Fig 3.).

Por ejemplo, en la última década del siglo XIX –antes de que se produjeran

sistemáticamente los ataques institucionales contra la chicha– el gobierno de la ciudad se

enfrentaba a la dicotomía de prohibir o tolerar su consumo. El gobierno optó por la segunda

vía antes de volcarse decididamente por la segunda, y fue así como en 1893 se alzó un

motín popular en respuesta a la imposición de un gravamen sobre la chicha cuyo propósito

no era otro que el de contribuir al patrimonio económico, tanto de la ciudad como de la

Nación. Dicho motín es comparado como un “Bogotazo” (Fig. 12) a pequeña escala y, sin

embargo, son escasas las fuentes que logran documentar este acontecimiento social. No

obstante, semejante revuelta demuestra la elevada importancia que ha tenido el fenómeno

cultural de la chicha, sus prácticas y significados sociales, para la supervivencia de la

tradición identitaria de las clases populares en la ciudad de Bogotá; así pues, fue tanta la

presión de los sectores afectados por dicha medida que el gobierno decidió, finalmente,

abolir el impuesto sobre la chicha. Las resistencias populares frente a las medidas

institucionales del gobierno y del campo científico para controlar (subyugar y erradicar) el

290 Cf. Socarrás, J. F. (1939), La alimentación de la clase obrera en Bogotá. Bogotá: Imprenta Nacional, 1939; citado por Pohl-Valero, S. (2018).

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[195]

consumo masivo de chicha en la ciudad, aunque no ganaron propiamente un round, sí

efectuaron un duro golpe al discurso higienista dominante que acabó repercutiendo en la

intensificación de los esfuerzos de la moderna industria cervecera para hacerse con el

mercado de las bebidas alcohólicas.

Fig. 12: Machetes, palos, cuchillos y sacacorchos fueron empuñados. Sady González, 1948. Fototeca digital del Archivo

de Bogotá.

Entre moral y alimentación

Tercer y último round. Las tradiciones populares representadas en la chicha ya han sufrido

fuertes golpes. No obstante, la memoria y el arraigo al pasado ancestral son aquellas fuerzas

de resiliencia que impiden que la chicha desaparezca de la escena pública y el imaginario

colectivo de la ciudad bogotana. El último capítulo de esta contienda recoge dos tácticas

sumamente interesantes con los que la institucionalidad del poder pretende dar fin, a como

dé lugar, a uno de los “vicios” más peligrosos para la salud física, mental y moral de una

ciudad que tiene como objetivo principal la modernización, el progreso y el desarrollo de la

vida social de los individuos y la Nación.

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[196]

La primera de estas tácticas concierne a la introducción de un conjunto de valoraciones

ético-morales acerca de lo que es una “buena familia” dentro de las representaciones

gráficas y visuales encargadas de desincentivar, criminalizar o ridiculizar el consumo

masivo de chicha en la ciudad. Por supuesto, semejante concepción de la familia obedece a

la perspectiva hegemónica-institucional sostenida por el gobierno, según la cual “la familia

constituye el núcleo y la base de la sociedad”; de manera que para garantizar la salud

integral de la vida social en la ciudad debe empezarse por cultivar desde el inicio los

“verdaderos” valores de la moralidad y el buen vivir. Recordemos que el marco ideológico

a partir del cual se desarrolla esta contienda es el de la Regeneración Conservadora (1886-

1930), razón por la cual la Iglesia recobró el dominio que había perdido sobre la dirección y

administración de los asuntos más apremiantes de la vida pública del país, especialmente en

el ámbito educativo a través de la formación de la ciudadanía en valores cristiano-católicos.

En consecuencia, asegurar la permanencia y reproducción de la moralidad institucional de

la iglesia católica en la esfera doméstica era una de las mayores preocupaciones del poder

político entonces.

¿De qué manera aparece representada este modelo ideal, “correcto”, de familia en las

distintas imágenes (propagandísticas o no) que estigmatizan el consumo de chicha?

Atendamos al cartel propagandístico en el que aparecen dos sujetos, entre los cuales se

encuentra un hombre de raza negra tras las rejas de una cárcel, vestido con un saco a rayas

blanco y negro horizontales; frente a él, figura de perfil una mujer cabizbaja que cubre la

mitad de su rostro con la mano izquierda por la tristeza y el desconcierto que la inunda al

ver al hombre encerrado –la lágrima que brota de su ojos, junto con el ceño y la boca

inclinados hacia abajo demuestran el gesto emotivo del que es presa la mujer– (Fig.13). La

imagen parece establecer con relativa inmediatez una relación de parentesco entre el

hombre y la mujer, siendo ésta la madre que sufre por ver a su hijo encarcelado luego de

haber bebido chicha (¿sólo haber bebido chicha?). Observamos que el hombre negro tras

las rejas no sólo es representado como sujeto-criminal ni como sujeto-hijo, sino además

como ejemplo típico de las “gentes que toman chicha”, siendo éste un calificativo –

ciertamente peyorativo– que pretende recoger a la masa indistinta de individuos

pertenecientes a las clases medias y populares, objeto de dominación por parte de las élites

gobernantes.

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[197]

Fig. 13: Cartel de propaganda elaborado por el

Departamento de Educación Sanitaria del

Ministerio de Higiene, 1948.

Det. 14.1: Giotto (1305-1306).

Fig. 14: Giotto, Lamentación sobre Cristo

muerto (1305-1306). Capilla de los Scrovegni,

Padua, Italia

Fig. 15: Portada original del libro del ministro

de higiene, Jorge Bejarano (1946-1947), La

derrota de un vicio. Bogotá: Iqueima, 1950.

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El fondo azul dentro del cual se inscribe la segunda parte del mensaje del cartel (“Las

cárceles están llenas / de gentes que toman chicha”), se extiende hacia el plano de

representación gráfica en la que aparecen los dos sujetos (hombre y mujer, madre e hijo)

para conformar una especie de manto que cubre la cabeza la sufriente y desconsolada

madre. Así pues, junto al profundo contenido emotivo de la imagen –que remite a la

sentimentalidad de una madre totalmente desconcertada por las conductas de su hijo

arrepentido–, aparecen sutiles referencias iconográficas a la moralidad católica

institucional, de nuevo, mediante el recurso a determinadas fórmulas de lo patético; esta

vez, dichas fórmulas hacen mella en el ámbito de la religiosidad y la moral como bases para

la construcción de una sociedad “con principios” sólidos y, además, apelan al inconsciente

de una mirada que de manera eficaz juega el juego intertextual (política-moral-religión)

propuesto en el cartel.

Los pathos del arrepentimiento del hijo, por un lado, y del desconsuelo de la madre, por

otro, remiten, juntos de manera complementaria, a la sentimentalidad cristiana del pecado

por el cual se sufre y se debe arrepentimiento. La madre sufriente agrega un elemento

emotivo capaz de suscitar la reflexión de quien consume chicha para conducirlo al siguiente

razonamiento: si a usted no le importa lo que pase con su vida (al consumir chicha), piense

al menos en lo que puede sentir su mamá si se llegase a enterar de que usted es un

criminal”. El manto que recubre la cabeza de la desconsolada madre constituye el elemento

iconográfico más contundente a la hora de establecer el vínculo entre lo político-social y lo

moral-religioso, pues remite instantáneamente a la figura de María cuando lamenta

irreparablemente la muerte de su hijo, Jesús (Fig. 14). Nótese que la inclinación de la

cabeza, así como el gesto de tristeza y desesperación en los rostros de los personajes

recreados en la pintura de Giotto, resultan ser elementos imprescindibles para la expresión

formal del pathos religioso del lamento (Det. 14.1); por otra parte, la recurrente presencia

del manto sobre las mujeres que lamentan la muerte del hijo –que no por casualidad se

puede entender igualmente como muerte física (Jesús) y muerte moral (sujeto-criminal)–

inspira piedad, inocencia y transparente devoción.

Aunque la figura de la familia no es explícita respecto a la cuestión moral implicada en las

distintas prácticas culturales ligadas al consumo de la chicha, lo cierto es que las

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interpretaciones costumbristas (Fig. 5) relacionadas con la tradición encarnada en esta

bebida parece no poder prescindir de la creación de una determinada imagen de familia;

una familia, por supuesto, que posee todas las características de la vida campesina y la

herencia indígena-colonial donde la chicha hunde sus raíces; un tipo de familia que debido

a sus condiciones originarias, estrechamente vinculadas al campo y lamentablemente

condenadas al rezago económico y social debido al analfabetismo, se encuentra en

oposición directa a los discursos del progreso y la modernidad; una familia cuyas prácticas

y tradiciones parecen poner en riesgo la legitimidad de las instituciones más poderosas de la

nueva Nación republicana en manos de la hegemonía conservadora –aun cuando sea la

población campesina una de las más fieles a la religiosidad católica. Dicho tipo de familia

se halla representada enteramente en la portada de la primera edición del libro publicado en

1950 por el mencionado ministro de higiene, Jorge Bejarano, titulado La derrota de un

vicio (Fig. 15). En este libro el profesor Bejarano relata la historia de la vida y la muerte de

la bebida más controversial para el mantenimiento del orden social de esfera pública de la

ciudad. Hilo de Ariadna entre el campo y la ciudad, la chicha siempre representó una visión

del mundo que contrariaba los intereses ideológicos, políticos y económicos de las clases

dominantes que gobernaban desde la ciudad capital, así como de sus referentes y

aspiraciones culturales provenientes de Europa occidental y, más tarde, de Norteamérica.

La construcción de la imagen de familia que está la portada del libro no es discursivamente

neutral, pues no tiene como fin reivindicar la estructura de este tipo de familia sino, por el

contrario, destacar aquellos aspectos que supuestamente representan el retraso económico y

cultural del centro histórico y administrativo del país. No es fortuito que en las expresiones

anteriormente citadas para referirse a la población campesina e indígena, a los marginados

y desposeídos, es decir, a las clases populares en general –a saber, “los de alpargatas”, “los

descalzos”, “los de ruana”– colocan el acento sobre diferentes particularidades de la

iconografía etno-racial, indumentaria y cultural-artesanal de esta población. ¿Qué podría

significar la representación de una familia campesina cuando se trata de contar la historia

de la cruzada contra un vicio llamado “chicha”? ¿De qué manera –a partir de qué tipo de

recursos formales, estéticos y estilísticos– se muestra esta familia? Se trata de una familia

que corresponde a la estructura típica y tradicional, compuesta por padre, madre e hijo/a. El

hombre aparece en primer plano por encima de la mujer y el bebé que carga en su canto

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[200]

(atención a la disposición levemente inclinada del hombre y la sobreposición de su pierna

izquierda respecto a la mujer); es decir, que el hombre predomina en la representación

visual, a la vez que domina en la situación social de la estructura familiar. Nuevamente,

surge el correlato entre el momento

estético de la representación (forma) y

el momento expresivo de lo ético

(pathos). Sentados y con sombreros,

el hombre y la mujer se encuentran en

espacio abierto, montañoso y de

características rurales. Parece haber un

pequeño contacto visual entre la mujer

y el bebé, mientras éste extiende

ligeramente su brazo izquierdo como

si estuviera pidiendo el alimento de

los pechos desnudos de su madre. Por

su parte, el hombre viste una ruana,

pantalones remangados y alpargatas;

junto a sus pies yace un jarro de barro

y una totuma vacía, cargando otra en

ambas manos. El padre posee el

“vicio” y la mujer la vida y el

alimento –la virtud reproductiva–. La

derrota de un vicio supone la derrota

de un modo de habitar el territorio en vías de urbanización. La derrota de la chicha significa

la muerte simbólica del habitar rural para darle pie a la construcción de del habitar urbano.

Ahora bien, dentro de los elementos iconográficos del habitar rural y colonial que son

destacados en las imágenes propagandísticas dirigidas al consumo de la chicha se encuentra

la figura del burro (Fig. 16). El burro no sólo ha sido considerado como el medio de

transporte más representativo de la vida campesina y rural en general (Fig. 4), sino que

adquiere una connotación cultural sumamente potente en el imaginario popular de los

habitantes bogotanos, especialmente para los sectores medios-bajos. En todo caso, el burro

Fig. 16: Cartel de propaganda elaborado por el

Departamento de Educación Sanitaria del Ministerio de

Higiene, 1948.

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[201]

aparece con frecuencia en ilustraciones, fotografías y otro tipo de imágenes en contextos

rurales; y cuando aparece en espacios urbanos genera una sensación de villorrio e

informalidad. Puede ser que al igual que palabras como “guache”, “guaricha” e “indio”, la

expresión “burro” haya sufrido el mismo deterioro semántico y cultural respecto a su

significado originario con el fin de comunicar una valoración claramente negativa,

peyorativa e incluso insultante sobre quien recae dichas palabras. Estas etiquetas verbales

se convierten en objetos para designar cierto tipo de subjetividades consideradas

socialmente inferiores. Sin embargo, “burro” entraña un importante matiz psicológico y

cognitivo dentro del imaginario colectivo. El burro suele considerarse un animal de carga y

sumiso; simbólica y conceptualmente se puede asociar con la figura nietzscheana del

camello descrita en el Zaratustra, en tanto representa el carácter dependiente e impropio de

una persona: literalmente, una persona con demasiadas cargas encima sin que todas sean

necesariamente suyas. Debido a esta falta de carácter, de esta ausencia de autonomía, la

figura del burro llegó a ser protagonista para expresar con la mayor elocuencia posible a

una persona de bajos niveles de inteligencia, popularmente llamada “bruto”. El burro como

símbolo de brutalidad y ausencia de habilidades cognitivas; a su vez, el “bruto”

representado bajo la forma del burro.

Al igual que la chicha, la imagen del burro tiene una significación ambivalente, siendo por

un lado representativa del habitar rural y campesino y, por otro, símbolo despreciativo de

las facultades mentales y cognitivas de cierto tipo de sujetos. Algunas características de la

animalidad del burro son trasladadas en la representación visual de los sujetos considerados

social, ética y moralmente problemáticos; por ejemplo, cuando los rasgos fisonómicos y

raciales son exagerados hasta tal punto que el sujeto adquiere un aspecto rudo y salvaje

(Fig. 13); esto debido a que la brutalidad es generalmente asociada a un estado natural

(animal) de la existencia humana. Así pues, se observa visualmente la transposición

efectuada por el movimiento discursivo en torno a la figura del burro y la definición del

“bruto” cuando reparamos en el área amarilla de otro cartel propagandístico, sobre la cual

se asoma la cabeza de un burro, formando una cabeza dispuesta de perfil, “boquiabierta” y

ciertamente aletargada (Fig. 16). “La chicha embrutece / No tome bebidas fermentadas” –

reza el mensaje del cartel: la chicha te vuelve bruto; las bebidas fermentadas te embrutecen

–es la enseñanza del Departamento de Educación Sanitaria del Ministerio de Ambiente en

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1948, el mismo año de la reyerta popular más importante en la historia de Bogotá del siglo

XX. Pero, si las bebidas fermentadas embrutecen y la cerveza es una bebida fermentada,

¿por qué esta última no es objeto de ataques por parte del gobierno institucional?

***

La segunda de las tácticas empleadas por el Estado y la industria extranjera de la cerveza

para derrotar finalmente el vicio indígena consistió en agudizar la ambivalencia

sociocultural que giraba alrededor de la última etapa de las “vidas científicas” de la chicha

planteadas por Pohl-Valero, a saber, el litigio al interior del campo científico colombiano

acerca de si la chicha debe ser tratada como bebida embriagante debido a sus niveles de

fermentación o si, por su parte, merece ser considerada como alimento de importante valor

nutricional, sobre todo en la dieta de las clases populares y trabajadoras de la ciudad. Con

dicha tensión regresamos al inicio de esta disputa protagonizada por la chicha y la cerveza.

Según Pohl-Valero, a comienzos del siglo XX el doctor José Ignacio Barberi –considerado

el padre de la pediatría colombiana– declaró, fundado en su “larga experiencia” para

referirse a la manera más adecuada en que las madres deberían alimentar a sus hijos, “que

como bebida nada hay mejor que la cerveza Doppel, que fabrica en esta ciudad el filántropo

caballero Sr. D. Leo S. Kopp; ésta aumenta, sin duda, la cantidad de leche”291 (Fig. 1). Pues

bien, se pone de manifiesto una vez más la complicidad entre la institucionalidad del saber

médico-científico y el discurso higienista, y los intereses económico-políticos del poder

estatal, esta vez para posicionar definitivamente a la cerveza dentro de las necesidades

básicas de consumo de los habitantes de la ciudad. Los gestos benevolentes

estratégicamente diseñados en las campañas publicitarias para reforzar el carácter

alimenticio de la cerveza en la dieta de los bogotanos son notables, como también se

evidencia nuevamente el recurso al elemento racial con el fin de otorgar mayor fiabilidad al

mensaje. No obstante, la cerveza constituía –al igual que su contrincante la chicha– un

importante elemento de cohesión social tanto en espacios privados de encuentro (cafés,

291 Barberi, J. I. (1905), Manual de higiene y medicina infantil al uso de las madres de familia. Bogotá: Imprenta Eléctrica, 1905, p. 12; citado en: Cardona, L. (2010), Alimentando el progreso: de los regímenes alimenticios a finales del siglo XIX y principios del siglo XX en Bogotá. Bogotá: Pontificia Universidad Javeriana, 2010, p. 44. Disponible en: https://repository.javeriana.edu.co/bitstream/handle/10554/6612/tesis139.pdf?sequence=1.

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tabernas, etc.) como el propio espacio público de la ciudad, debido a su calidad de bebida

embriagante, la cual acompañaba momentos de esparcimiento y ocio (Fig. 17).

Bebida embriagante o alimento, la

chicha no fue la única que participó

de la ambivalencia constitutiva de su

significado cultural en el imaginario

colectivo de los habitantes de la

ciudad. Mucho antes de que la

chicha fuese tomada en cuenta

dentro de las estadísticas oficiales

sobre el costo de vida de la clase

obrera, en 1944292, la cerveza ya

había contaba con una significación

científica de su valor nutricional

para la alimentación infantil. La teta

de la madre campesina había

intentado ser sustituida –o por lo

menos complementada– por la

cerveza tipo Doppel de la industria

de Kopp. Tercer y último round: ¿(qué) ha quedado algo de las prácticas de consumo de

chicha en la actualidad como muestras de supervivencia de una tradición que se resiste a

desaparecer por completo?

La derrota de un vicio, ¿la conquista de una virtud?

En efecto, los saberes expertos y la institucionalidad del poder político y económico de la

ciudad lograron finalmente derrotar el vicio de la sociedad bogotana por excelencia. Dicho

propósito logró ser envidiablemente eficaz en el momento en que la gubernamentalidad del

292 Dato proporcionado por Pohl-Valero (2018) en op. cit.

Fig. 17: Borrachos en un café. Sady González, 29 de marzo de 1947.

Revista Número Ediciones, Alcaldía Mayor de Bogotá, 1999.

Fotografía extraída de Bogotá Antigua (Facebook).

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poder supo sacar provecho de la coyuntura vivida en torno a los acontecimientos del 9 de

abril de 1948, tras el asesinato del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán. El Estado no dudó

en señalar a la chicha como la principal causa de que las “gentes” involucradas en los

múltiples saqueos y destrozos de la ciudad hubiesen adoptado una actitud violenta, delictiva

y totalmente fuera de quicio (Fig. 18). La enfurecida y desadorada turba multitudinaria de

individuos provenientes de los sectores más vulnerables y deteriorados de la ciudad acudió

a la escena del crimen tan rápido como pudo, y con palos y machetes en mano se dieron a la

tarea de saquear los almacenes y destruir todo cuanto hubiera en su paso, opacando así el

verdadero trasfondo político y social que había representado el asesinato del caudillo

liberal. Como consecuencia de ello, el gobierno expide finalmente la Ley 34 de 1948 (28 de

octubre), “por la cual se fijan las condiciones para la fabricación de bebidas fermentadas y

se dictan otras disposiciones”293. A partir de esta fecha no sólo murió un auténtico proyecto

moderno (europeo) de ciudad, no sólo se vinieron abajo las ilusiones de inaugurar una

nueva etapa en la vida política y social del país con la previsible llegada de Gaitán al poder,

no sólo se disolvieron las antiguas formas de socialización y socialidad (habitar) las calles

del centro de la ciudad y no sólo se dio origen al conflicto armado interno más duradero en

la historia política de los países latinoamericanos, sino que también se le dio muerte

simbólica a la tradición indígena y campesina –supervivientes de la época colonial– a

través de la prohibición definitiva de la bebida más representativa de las prácticas,

imaginarios, cosmovisiones y símbolos de dichas tradiciones. Pero, ¿realmente se le dio

una muerte definitiva a la tradición encarnada en las diversas prácticas generadas alrededor

del consumo de chicha? ¿O acaso no resulta más pertinente pensar/imaginar que con la

pérdida de esta contienda (muerte) se haya producido en la actualidad una serie de

transformaciones y metamorfosis en torno al significado cultural, ético, estético, científico

y moral de la bebida y de las prácticas de consumo que la acompañan?

Cabe preguntar, por tanto, si una vez derrotado el vicio de la tradición ancestral se ha

logrado la conquista de una virtud genuinamente “moderna”; si esto es así, ¿de qué virtud

se trata? ¿En qué consiste verdaderamente el triunfo que significo la derrota de la chicha? Y

si no, ¿a qué se debe el fracaso? No hay duda, pues, de que los grandes industriales de la

293 Ley 34 de 1948, disponible en la red en: http://www.suin-juriscol.gov.co/clp/contenidos.dll/Leyes/1590419?fn=document-frame.htm$f=templates$3.0.

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cerveza, además de representar un enorme porcentaje de ganancias para la economía

colombiana, han sustituido el lugar que alguna vez ocupó la chicha para las clases

populares, convirtiéndose hoy en día en la bebida de mayor consumo en todo el país, sin

importar las diferencias de clase, si se viste ruana o sombre, si se calza zapatos o alpargatas,

si se es ilustrado o analfabeta, si se es liberal o conservador, o, incluso, si se es hombre o

mujer.

La campana del ring ha

sonado, y sin un juez

verdaderamente neutral que

dictamine el vencedor de la

contienda, la cerveza de

Bavaria –sólido

representante de la llegada

al país de los grandes

procesos de industriales

respaldados por el discurso

de la modernidad– alza su

brazo por iniciativa propia

para sentenciar su

arrolladora victoria sobre la chicha en cuanto representante de la tradición indígena y rural

de la población. Y es que no podía haber un juez de naturaleza neutral. El poder

hegemónico de las instituciones políticas económicas y sociales del centro administrativo

de la Nación republicana logró imponerse contundentemente a pesar de las resistencias y

puntos de fuga generados en relación las medidas de estigmatización de la chicha y sus

consumidores. Empero, lejos de desaparecer terminantemente de la escena pública y el

imaginario colectivo de la vida cotidiana de la ciudad, la chicha, junto con sus diversos

significados culturales, se ha tornado desde la mitad del siglo XX hasta nuestros días en una

suerte de símbolo contracultural respecto de las formas higiénicas de consumo de bebidas

fermentadas (o embriagantes), de los usos del espacio urbano destinados a su

comercialización y de los modos de socialización y la creación de nuevas subjetividades

Fig. 18: Tranvía en llamas durante El Bogotazo. Manuel H. Rodríguez, 1948.

Archivo digital del Archivo de Bogotá.

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[206]

alrededor de ella. Una poderosa fuerza superviviente se halla en las entrañas de la ancestral

bebida; tanto así que la propia administración distrital ha reconocido el profundo valor

simbólico, identitario y de cohesión social que posee la chicha para las clases populares de

la ciudad, que ha invertido esfuerzos es mantener –si bien no incentivar y promover– el

consumo de la chicha en determinados espacios del centro histórico de Bogotá (Fig. 19).

Inclusive, no hace falta semejante apoyo institucional para que la comunidad de base que

ha estado estrechamente vinculada a tradición de la chicha se organice de cara a la

celebración anual de un Festival dedicado a ella: el famoso y popular Festival de la Chicha

la Vida y la Dicha, realizado en la localidad de La Perseverancia en Bogotá. Al igual que la

leyenda del Fénix, la chicha, una vez creída muerta, logra resurgir de las cenizas para

volver a ocupar el tiempo y los espacios de la vida festiva y cotidiana de los habitantes de la

capital colombiana…

Fig. 19: Placa institucional de la Alcaldía Mayor de Bogotá en apoyo a establecimientos comerciales de destino turístico

donde venden chicha. Callejón del Embudo, Plaza del Chorro de Quevedo, 2018. Foto del autor.

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[207]

La sociología de la bebida (y la comida) como subcampo de investigación de la sociología

del habitar (urbano).

El anterior análisis iconológico-cultural de las imágenes propagandísticas y publicitarias

creadas en el contexto de la batalla protagonizada entre la tradición de la chicha y moderna

industria de la cerveza, nos permite llevar a cabo un conjunto de acotaciones de carácter

general a propósito de la importancia que tienen las prácticas culturales originadas

alrededor de la bebida –y, por extensión, de la comida– como soportes simbólicos y

materiales del habitar colectivo de una comunidad sobre un territorio en particular. Las

observaciones realizadas nos permiten explorar hasta cierto punto la cosmovisión que

sostienen los habitantes-constructores de una cultura a partir de actividades concretas

relacionadas con la bebida. En este caso, se ha tratado de tomar el caso singular de la guerra

entre la chicha y la cerveza como unidad de análisis para desentrañar el correlato micro de

los procesos macroestructurales vinculados con las prácticas y los discursos que activan la

típica tensión, de gran relevancia para el conocimiento sociológico, entre tradición y

modernidad.

En este sentido, análisis como éstos permiten sostener la idea de la bebida –al igual que la

comida y el alimento– es una de las construcciones culturales más elementales de la

cotidianidad humana en general. La ritualidad que existe alrededor de la bebida y el

alimento constituye uno de los rasgos característicos de la permanencia (existencia) de

cualquier agrupación o lazo social, especialmente en el marco de los procesos civilizatorios

originados en Occidente. De este modo, tanto la bebida como el alimento representan la

forma de estar juntos de una cultura, cada una a su manera. Las diferencias entre las formas

occidentales/civilizadas/modernas de la bebida y el alimento y las formas no-

occidentales/primitivas/tradicionales, obedecen a diferencias concernientes a la

comprensión de la naturaleza del lazo social y a los diversos grados de percepción social

del tiempo. Allí donde los individuos habitan un mundo dominado por el modo de

producción capitalista industrializado, los tiempos y los espacios para compartir el alimento

y la bebida se fragmentan, se estresan, se aceleran y se individualizan cada vez más, siendo

por ejemplo el fast food (puestos de comidas rápidas) el paradigma contemporáneo de las

prácticas alimenticias y de esparcimiento populares que tienen lugar en los grandes

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entornos urbanos. Por su parte, un modo de vida que se encuentra más estrechamente

relacionado con los tiempos de la naturaleza, de la tierra y del movimiento de los astros

(ethos campesino e indígena), procurará mantener viva la dimensión sagrada (cultual,

aurática) que entrañan la comida y la bebida, pues se tiene la conciencia de que tales cosas

han sido trabajadas con las propias manos y el propio sudor de la frente –no son

mercancías–, y de que la familia se establece y mantiene unida alrededor del alimento que

se comparte y la bebida que disfruta en compañía; aquí los miembros del grupo se reúnen

en torno a la mesa o al fuego, se miran a los ojos, conversan íntimamente sobre los distintos

asuntos de sus vida –e incluso de la vida pública– y se respeta el tiempo de la alimentación

para regresar posteriormente al desempeño de las tareas domésticas y/o laborales.

En consecuencia, la bebida y la comida no se reducen a su significación meramente

práctica de cara a la satisfacción de las necesidades primarias (biológicas y naturales) de

cada uno de los miembros del grupo. Al contrario, tales elementos culturales adquieren un

destacado sentido cultural en la medida en que configuran espacios-tiempos de sociabilidad

–es decir, sensibilidades ético-estéticas–, entendiendo por ello el hecho de que suponen

múltiples formas de interacción recíproca con los otros294, a la vez que dan cuenta de la

naturaleza de los lazos comunicativos que caracterizan los modos de habitar los diferentes

espacios en los que discurre la vida cotidiana; modos éstos que, como hemos visto, no están

exentos de conflictos, luchas y tensiones, sino que deben justamente su permanencia y

transformación al constante choque entre su pluralidad.

294 Simmel, G. “La sociabilidad (ejemplo de sociología pura o formal)”, en Cuestiones fundamentales de Sociología. Barcelona: Gedisa, 2002, p. 78; citado en: Monje Pulido, C. A. (2011), Los cafés de Bogotá (1848-1968). Historia de una sociabilidad. Bogotá: Editorial Universidad del Rosario, 2011, p. 3: “Ni el hambre o el amor, ni el trabajo o la religiosidad, ni la técnica o los resultados de la inteligencia significan ya por su sentido inmediato una socialización; más bien sólo la van formando al articular la yuxtaposición de individuos aislados en determinadas formas del ser con los otros y para los otros, que pertenecen el concepto general del efecto recíproco de la interacción”.

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VIVIR BAJO UN MISMO TECHO Y COMER DE LA MISMA OLLA

Lo rural y lo urbano visto desde el hacer mercado

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MUJER Y PATRIARCADO

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POÉTICAS DEL HABITAR: MONTAJE

EXPERIMENTAL

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CONCLUSIONES

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La metáfora del “mundo como teatro”, theatrum mundi, propuesta por Echeverría con el fin

de caracterizar la naturaleza de los procesos socioculturales de los pueblos

hispanoamericanos como ethos “barroco”, es decir, como respuesta y modo de apropiación

de la dinámicas impuestas tras la conquista y colonización por parte de los grandes

imperios europeos (ethos “realista”-“capitalista”), se ha visto reformulada y traducida de

cara a la comprensión de los estilos de vida producidos en el contexto del desarrollo

cultural de las ciudades latinoamericanas, de herencia colonial, en relación con el proyecto

modernizador que, en el caso particular de Bogotá, inicia a finales del siglo XIX y presenta

hasta nuestros días una gran cantidad de vicisitudes. De este modo, se ha ofrecido el

concepto de theatrum urbe como propuesta teórica para analizar las diversas

transformaciones culturales de la vida cotidiana y el habitar urbanos desde un enfoque

dramatúrgico, que se concreta en el reconocimiento y exploración de los distintos procesos

de subjetivación o poéticas urbanas como elementos que configuran el problema ético-

estético referido a la pregunta por la ciudad y las condiciones de su habitabilidad (la ciudad

misma como proceso de subjetivación y asimismo los procesos de subjetivación que crean

ciudad).

La apuesta que consiste en pensar las dinámicas de subjetivación de la ciudad bajo el

concepto de theatrum urbe buscó ligar los procesos éticos de las poéticas urbanas con las

cuestiones estéticas implicadas en la construcción de los estilos de vida que caracterizan las

vicisitudes de la identidad cultural bogotana a lo largo del vertiginoso y golpeado siglo XX.

¿Por qué la teatralidad para designar el carácter de los procesos de auto-producción de la

ciudad? Tal como indica la noción de obra en el concepto de “obra de arte”, la ciudad no

puede escapar a su condición performativa; la coexistencia de distintas formas de habitar

construidas a partir de una heterogeneidad de lenguajes compone un escenario sumamente

complejo que requiere ser comprendido a la manera de una pieza teatral que narra, no la

historia desarrollada a través de la interacción de distintos personajes individuales que

participan de la trama, sino la historia sobre cómo se ha configurado el escenario mismo (la

ciudad), su tramoya (el pasado) y su público (el futuro). Theatrum urbe: la ciudad como

obra de arte autorreflexiva y autopoiética en permanente construcción…

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El papel que han jugado las fotografías instantáneas callejeras en el intento por reconstruir

la historia cultural de la ciudad bogotana en términos del habitar cotidiano ha sido

absolutamente determinante. Primero, desde el punto de vista afectivo, este tipo de

imágenes genera una poderosa interpelación en quien las observar y casi que

inevitablemente lo conduce a involucrarse con mayor profundidad con el pasado histórico

mediante un ejercicio de memoria, tanto creativa como reconstructiva; el pathos nostálgico

que suscita el contacto con las antiguas imágenes de la ciudad motiva la reflexión sobre

nuestra identidad cultural, no como esencia definida, sino como proceso que marca la

diferencia de aquello que estamos siendo con aquellos que hemos dejado de ser, una

diferencia establecida por la distancia temporal que guardamos entre la ciudad vivida en la

fotografía y la ciudad vista a través de ella.

En segundo lugar, tanto las instantáneas callejeras como las imágenes fotográficas de la

ciudad en general, han demostrado su importante potencial epistemológico y metodológico

a la hora de construir una historia cultural del habitar y la vida cotidiana urbanas de la

capital colombiana en el siglo XX, sirviéndose de la estrategia del atlas con el fin de

replantear las formas tradicionales de hacer historia y de poner en tela de juicio la

linealidad como paradigma incuestionado de la temporalidad humana. La mirada atenta

nunca “lee” las imágenes de la misma manera como se lee un texto propiamente dicho;

pues esta mirada atenta posee una sensibilidad envidiable hacia los detalles a tal punto que,

cuando repara en alguno de ellos, se ve inevitablemente en la necesidad de efectuar un salto

que lo conduce a otra imagen aparentemente inconexa desde el punto de vista de la lógica

racional. Creo que se han dispuesto las bases conceptuales y metodológicas necesarias –tal

vez no suficientes– para llevar a cabo una propuesta innovadora de cara a la producción de

conocimiento sociológico sobre la ciudad que sea capaz de integrar las dimensiones

estéticas de la reproductibilidad de la imagen fotográfica con las cuestiones fundamentales

de las relaciones de poder en términos de las tensiones protagonizadas por las clases

sociales en las que se estructura la vida social de la ciudad. La sociología urbana requiere

de la imagen fotográfica como instrumento de conocimiento, a la vez que la sociología

visual y la sociología del arte encuentran en la cuestión urbana un campo suficientemente

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vasto, complejo y hasta cierto punto inexplorado como para obviar la posibilidad de pensar

dicha cuestión a través de la imagen.

El proyecto de construcción activa y participativa de memoria urbana a partir de un gran

montaje fotográfico (tanto de imágenes antiguas como modernas) debe continuar, sobre

todo con el fin de excavar, identificar comprender críticamente y proyectar las diferentes

capas subjetivas y estructurales en las que se encuentran sedimentadas las condiciones de

habitabilidad de la ciudad de Bogotá en términos de sus poéticas cotidianas, teniendo en

cuenta los impresionantes acontecimientos producidos el 9 de abril de 1948 con el asesinato

de Jorge Eliécer Gaitán, conocido popularmente como El Bogotazo, ya que tales

circunstancias representaron la destrucción de una ciudad imaginada (un proyecto de

ciudad) para darle paso –obligado– a su reconstrucción, o más bien, a la construcción de

una nueva ciudad proyectada según un conjunto de criterios de habitabilidad que responden

a las nuevas dinámicas, exigencias e imaginarios sobre lo que es y debe ser la capital

colombiana en el marco de la globalización, el flujo de capitales y de información, la

mediatización cada vez más creciente de la experiencia y la liquidez de los lazos sociales y

las formas de construcción de identidad.

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