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Trabajo, privación, delito y experiencia urbana en las periferias de Buenos Aires. 1 Gabriel Kessler Conicet-Universidad Nacional de La Plata. Introducción Desde mediados de los 90 cuestión social y delito han sido inseparables en los relatos sociológicos, mediáticos y políticos sobre la periferia de Buenos Aires. La asociación no es infundada: a la par del aumento de la pobreza, el desempleo, la desigualdad y la segregación socio-espacial se produjo entre 1990 y 2001 un incremento de un 150 % de los delitos contra la propiedad (DNPC 2001). El área metropolitana de Buenos Aires cuenta con 13 millones de habitantes e incluye la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, la capital del país. Con casi 3 millones de habitantes, autonomía política y una fuerte concentración de sectores medios y elevados, la ciudad exhibe los indicadores sociales y económicos más altos del país. A pesar de existir una continuidad geográfica, se erige una frontera política y social entre la ciudad y su periferia, el Gran Buenos Aires, conocido como “el conurbano”. Poblado por 10 millones de habitantes, con 24 comunas con autoridades ejecutivas y legislativas, con sus barrios populares y sus casi 1000 villas miserias, el Conurbano Bonaerense se ha convertido, al filo de las últimas décadas, en una suerte de símbolo de las transformaciones del país: es visto a la vez como lugar de residencia por excelencia de las clases populares pauperizadas, como espacio de desarrollo de las grandes organizaciones de desocupados, sus alcaldes ocupan el banquillo de acusados de clientelismo político en la opinión pública, su electorado es codiciado por ser un factor decisivo en las elecciones nacionales, es asiento de la policía más violenta del país, foco privilegiado de la 1 Este texto es la versión en español del artículo G. Kessler, “Trabalho, privaçao e experiência portenha” en Tempo Social, revista de Sociologia da USP, Vol. 23, N° 2, 2010, pags. 79-99. 1

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Trabajo, privación, delito y experiencia urbana en las periferias de Buenos Aires. 1

Gabriel Kessler Conicet-Universidad Nacional de La Plata.

Introducción

Desde mediados de los 90 cuestión social y delito han sido inseparables en los relatos sociológicos, mediáticos y políticos sobre la periferia de Buenos Aires. La asociación no es infundada: a la par del aumento de la pobreza, el desempleo, la desigualdad y la segregación socio-espacial se produjo entre 1990 y 2001 un incremento de un 150 % de los delitos contra la propiedad (DNPC 2001). El área metropolitana de Buenos Aires cuenta con 13 millones de habitantes e incluye la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, la capital del país. Con casi 3 millones de habitantes, autonomía política y una fuerte concentración de sectores medios y elevados, la ciudad exhibe los indicadores sociales y económicos más altos del país. A pesar de existir una continuidad geográfica, se erige una frontera política y social entre la ciudad y su periferia, el Gran Buenos Aires, conocido como “el conurbano”. Poblado por 10 millones de habitantes, con 24 comunas con autoridades ejecutivas y legislativas, con sus barrios populares y sus casi 1000 villas miserias, el Conurbano Bonaerense se ha convertido, al filo de las últimas décadas, en una suerte de símbolo de las transformaciones del país: es visto a la vez como lugar de residencia por excelencia de las clases populares pauperizadas, como espacio de desarrollo de las grandes organizaciones de desocupados, sus alcaldes ocupan el banquillo de acusados de clientelismo político en la opinión pública, su electorado es codiciado por ser un factor decisivo en las elecciones nacionales, es asiento de la policía más violenta del país, foco privilegiado de la inseguridad, en fin, como sede permanente tanto de las “clases laboriosas” como de las llamadas “clases peligrosas”, la periferia de Buenos Aires aparece como la cristalización de todos los males del país, de la descomposición, de las grandes desigualdades y de los miedos sociales (Kessler, Svampa y Gonzalez Bombal 2010).

Entre la década del 50 en tiempos del primer gobierno de J.D.Perón y los años ´90 los contornos del mundo popular y del conurbano en particular todavía aparecían notoriamente marcados por la referencia privilegiada a la condición salarial, tanto por una lógica de acción y organización colectiva, propia de los sectores sindicales como por la 1 Este texto es la versión en español del artículo G. Kessler, “Trabalho, privaçao e experiência portenha” en Tempo Social, revista de Sociologia da USP, Vol. 23, N° 2, 2010, pags. 79-99.

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idea de un desarrollo societal centrado en el modelo industrial sustitutivo. Tal esquema se disloca con el proceso de desindustrialización que alcanza su pico máximo en los ´90. Para la sociología argentina, esta nueva dinámica en la cual se afirmaban simultáneamente los procesos de fragmentación, segregación y territorialización de los sectores populares, fue leída como el pasaje de la “fábrica” al “barrio”. En sintonía con los hallazgos de estudios en otros países de la región y centrales, los estudios constataban la pérdida de centralidad de la matriz sindical en términos de definición del conflicto, afirmaban la importancia de la dimensión territorial y avanzaban diferentes hipótesis acerca de la heterogeneidad creciente y las nuevas formas de acción colectiva de los sectores populares (Merklen 2005, Svampa 2005).

Al mismo tiempo se realizaban las primeras investigaciones sobre la expansión del delito contra la propiedad. Como era de esperar, los estudios econométricos señalaron la correlación entre incremento del delito con el de la pobreza, el desempleo y sobre todo de la desigualdad (cf. Dammert 2000). Las investigaciones cualitativas mostraban el protagonismo juvenil en acciones poco organizadas. En efecto, a diferencia de otros países de la región en los cuales hay una referencia central a grupos de alta cohesión y enclave territorial, como bandas, “movimientos”, pandillas o maras, este no sería el caso de los principales centros urbanos argentinos. Por el contrario, se trataba de delito individual o realizada por grupos poco estructurados, más vinculado a la obtención puntual de recursos que relacionados con alguna forma de crimen organizado (Kessler 2004, Miguez 2008). Los trabajos graficaron el desdibujamiento de fronteras entre trabajo, escuela y delito. Así, en nuestro propio trabajo los jóvenes entrevistados no consideraban que cometer un delito fuera una entrada definitiva a un supuesto “mundo del delito” sino que alternaban entre acciones legales e ilegales ni tampoco veían contradicción alguna entre la permanencia escolar y la realización de un delito.

Nuestros trabajos pudieron distanciarse de la hegemonía creciente en todo el planeta de las teorías de la elección racional para las cuales el delito es resultado de un cálculo previo en el cual se sopesan costos y beneficios. Mostramos la existencia de distintas lógicas de acción, que incluían tramos de elección racional pero que no se limitaban a ella. Más difícil nos fue evitar aquello que B. Latour (2007) ha llamado una “reducción a lo social” en nuestras explicaciones, en cuanto, la falta de trabajo, el impacto del desempleo en la familia y en los lazos comunitarios fueron el trasfondo en el cual el delito se había expandido. Sin lugar a dudas tales variables han gravitado en Argentina y en toda América Latina, sin embargo el casi exclusivo acento en las privaciones ha sido intelectualmente insuficiente para comprender la particularidad de los hechos.

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En primer lugar, no explican porque de todas y todos aquellos que sufren tales privaciones, sólo una ínfima minoría realiza delitos. Asimismo, la exclusiva referencia a las carencias no ayuda a comprender los sentidos particulares, las emociones y otras dimensiones que sus protagonistas otorgan a los hechos. Vale la pena entonces plantearse en cada caso, tal como lo hace la criminología cultural británica (Ferrell, Hayward & Young 2008), la pregunta sobre el contenido concreto de conceptos usuales de estos estudios, tales como exclusión, privación, aburrimiento o excitación así como ahondar en la experiencia de la ciudad en un delito caracterizado como “urbano”. Pero ante la tentación de determinar en consecuencia el desarrollo de una suerte de subcultura particular, es útil recordar aquello que ya hace cinco décadas D. Matza y G. Sykes (1961) señalaban: si algo así como una suerte de subcultura ligada al delito en un período dado se fortalece, es porque lejos de oponerse a la cultura hegemónica, ambas comparten una fuerte valoración del éxito individual, la centralidad del consumo, el ahogo frente a la rutina laboral y una seducción ambivalente respecto de la violencia.

En el entrecruzamiento de estas reflexiones se ubica la idea central del presente artículo sobre las formas de articulación entre delito, trabajo, privación y ciudad en las periferias de Buenos Aires en las últimas décadas. Sirviéndonos de distintos casos tomados de estudios que realizamos desde fines de los 90 hasta el 2008, nuestro objetivo es mostrar que las formas de articulación entre lo legal y lo ilegal han ido cambiando a lo largo del tiempo. Lejos de postular un “submundo del delito” con su lógica propia, intentaremos demostrar que sus transformaciones son tributarias de otras dos: en un polo, las mutaciones del mercado de trabajo, no sólo por la creciente carencia de puestos sino por los cambios en las cualidades asociadas a los mismos. El otro polo gira en torno a la experiencia cultural de la privación, cuyo sentido subjetivo en cada época estará ligado a los cambios del lugar ocupado por el consumo. Finalmente, el paisaje social donde esto se desarrolla, la ciudad, también es vivido de modo distinto en cada época.

Para poder marcar estos cambios temporales, el artículo se estructura en tres momentos, uno propio de la sociedad salarial, otro centrado en la década del 90 y un poco después y el último, más actual, en el conurbano de la recuperación económica y del incremento de la preocupación por el delito. Cada época estará ilustrada por historias de vida y trayectorias particulares. En el primero, se trata de casos puntuales considerados como “casos extremos” (Flybvjerg 2004); con ellos no se pretende generalizar, pero su alejamiento de las ideas más corrientes sobre sus épocas, sirven para cuestionar consensos sobre las mismas; mientras que en los otros dos momentos, el grado de generalización será un poco mayor. Todos los casos elegidos son de hombres, en parte porque más del 90 % de los procesados por delitos contra la propiedad son varones, pero sobre todo porque si bien a lo largo del tiempo hemos entrevistado mujeres, la

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problemática de género requiere un tratamiento específico que escapa a los objetivos y límites de este artículo.

Primer tiempo: los márgenes de la sociedad salarial

Germán ya ha pasado los 60 años cuando lo conocimos en el 2000. Es uno de los 6 hijos de una familia de inmigrantes rurales de origen alemán, llegados en los años 50 sin nada a una periferia obrera en plena conformación para tratar la enfermedad pulmonar del padre en un hospital público. El pasaje del campo a la ciudad fue traumático, del calmo entorno rural a una ciudad que lo asustaba; de ir descalzo a la necesidad de usar zapatos, de montar a caballo a un tren cuyo ruido lo atemorizó durante años. A lo largo de su vida trabajó, robó, militó en política, se vinculó con la lucha armada, estuvo preso casi 20 años, salió en libertad a comienzos de los 90 y desde entonces, según sus propias palabras, se ha “dedicado minuciosamente a no cometer más errores”. Recuerda su infancia en un contexto de privación absoluta donde “nadie tenía nada” pero es la ciudad quien impone los nuevos deseos al mismo tiempo que presagia la frustración por no poder alcanzarlos. De este modo lo recordaba:

En la ciudad aparecen los deseos y las ganas de tener cosas, pero también cuesta más compartir. Y eso también se ve en la sociedad, porque también es una injusticia social. Al no verlo un poco más repartido, te empieza a trabajar la cabeza. Yo ya de muy temprano decía, hay cosas que no sé si las voy a lograr. Tenía 8 años entonces y ya observaba esas cosas.

Sitúa a la “rebeldía contra la injusticia” en el origen tanto de su compromiso político como de sus delitos. En un primer momento se acerca al Partido Comunista y en paralelo encuentra en “la esquina y el bar” su lugar de pertenencia. Con los amigos se habla de fútbol, de mujeres, de política y también se fantasea de algún robo que los haga “salir de pobres” porque trabajando no parece factible. Vislumbrando el futuro como trabajador se ve “siempre en el mismo lugar” y así a lo largo de 15 años participa de robos armados a bancos, hoteles y

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restaurantes. Germán encarnaría lo que en el mito popular es un “profesional del delito de antaño” a los que suele pensarse dedicados sólo al delito. Sin embargo, Germán y aquellos con los que tenía relación, nunca dejaron de trabajar. Él primero lustra zapatos, vende diarios, más tarde trabaja en una pizzería, ayuda en comercios y finalmente se transforma en chofer de colectivo. A pesar de no tener calificación, se mueve con soltura en un mercado de trabajo más fácil que el actual y consigue ocupaciones por contactos o de forma casi casual, preguntando en el mismo barrio. El trabajo tenía muchos usos: para tener un ingreso estable porque lo obtenido en los distintos golpes lo gasta rápidamente, para mantener una identidad respetable en el barrio y justificar ante los vecinos la compra de un bien nuevo, como coartada ante la policía al preguntar sobre sus actividades y también para tejer redes y obtener información precisa para planificar nuevos robos.

Dentro de esta trama compleja su vida se despliega en tres planos paralelos con algunos puntos de contacto entre si: uno de trabajador pobre, casado sin amor, con dos hijos; el segundo, cuando realiza un robo, obtiene dinero, se esconde y da una excusa poco creíble a su mujer y lo gasta rápido en consumos suntuarios, en “prostitutas y champagne” y el tercero, el del compromiso político que muda en los agitados 70. Se aleja del PC por su “tibieza” ya que el partido rechaza la lucha lo armada y se acerca al peronismo revolucionario, los Montoneros y a “pedido de la organización” durante los primeros años de la década, según nos cuenta “hacía algunos robos para ellos, otros para mí”:

…Yo militaba en el PC y después empecé con un sindicalismo muy fuerte, y entonces como la mayoría de la gente conocía un poco mi trayectoria delictiva para decirle así, era como una especie de tener confianza en un tipo que tenia coraje. Coraje una mierda, porque uno está lleno de miedos. Pero como tiene una cierta trayectoria, se anima.

Cae preso en 1977 en la dictadura militar (1976-1983), lo salva de una probable desaparición o muerte tener causas abiertas por delitos comunes. En efecto, cuando es apresado, un juez que llevaba la causa de un robo a un hotel, se entera y lo lleva a juicio y pasa 16 años preso. Germán afirmaba que estando en la cárcel escucha a Adolfo Perez Esquivel, referente central de los derechos humanos y Premio Nobel de la Paz y esto lo lleva a organizar protestas internas por las condiciones de detención de los presos que fueron fuertemente reprimidas. En esos largos años entabla lo que llama “un

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proceso de auto-educación” para evitar las marcas en el cuerpo y en el lenguaje de su largo pasaje por la “tumba”, nombre dado a la cárcel. Sostiene que desde que recobró la libertad “ a pesar de las tentaciones” no vuelve jamás a robar. Cuando lo conocemos, lleva, al menos a todas vistas, una modesta vida en el mismo barrio donde creció.

Contactamos a Luisito gracias a una de las organizaciones sociales para “jóvenes en riesgo” que harán su entrada a fines de los 80. Tiene 35 cuando lo conocimos a comienzos del 2000. Su historia está signada por una fuerte desestructuración familiar: también de origen rural pero de una clase media de la provincia de Buenos Aires, su madre los abandona, el padre se pone en pareja con una mujer que según Luisito los estafa y se queda con la casa y el pequeño campo. Sin embargo, ella vuelve poco años más tarde, el padre la perdona pero Luisito no: a los 11 años intenta matarla con una escopeta y se escapa: primero va a otro pueblo a buscar a su madre porque “quería conocerle la cara”, pero ella se desinteresa por él y entonces toma un tren rumbo a Buenos Aires. Relata una ciudad y sus habitantes amigables respecto de los “niño de la calle”, no identificados todavía, como será en las décadas siguientes, con algún tipo de amenaza. Por el contrario, la gente lo ayuda, dan comida, orienta y así encuentra un lugar donde vivir. La ciudad de los 70 contaba todavía con espacios públicos habitados por distintos tipos de marginales urbanos. Luisito encuentra cobijo en un área perteneciente a la empresa pública de ferrocarriles con vagones transformados en vivienda en una zona donde hoy, luego de la privatización del ferrocarril en los años 90, se levanta un complejo de torres de alta gama. Allí se conforma una suerte de comunidad de niños y adolescentes y se hace inseparable del Mosca:

En esa época íbamos al cine y nos colábamos con Mosca, pero después llegó un momento que no se que pasó y llegó un momento que teníamos hambre, y no teníamos cosas y empezamos primero robando caramelos, pedíamos y antes de pagar salíamos corriendo. No sacábamos plata las primeras veces. Pero después un día no se que pasó, buscábamos comida y encontramos plata. Claro, porque primero era para comer, después era diversión, después era por la plata y bueno, caíamos presos y cuando salíamos queríamos más plata porque queríamos hacer esto, queríamos hacer aquello, ya la mentalidad fue cambiando de a poquito nos fuimos dando cuenta que algo de la práctica te va cambiando a medida que lo hacés.

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Muy rápidamente aprende a moverse con soltura en la ciudad, a escapar de la policía y de los institutos de minoridad. Al principio de trata de mera supervivencia, poco a poco, esto va cambiando: el deseo por bienes nuevos aparece en la misma medida que van robando y accediendo a ellos. En el mismo lugar vive el otro personaje central de su historia, el Percha. Es un trabajador del mercado central de alimentos de la ciudad, entre la bohemia y la marginalidad. Por un lado, el Percha marca constantemente una frontera moral entre ellos: él es un trabajador, no obstante lo cual “hace la segunda” operación realizada por aquellas personas que sin participar de un robo, se encargan luego de vender lo robado. Con esto también refuerza la distancia moral entre ambos puesto que él “nunca se queda con nada” del dinero que así obtiene. De este modo Luisito lo recuerda:

El hombre jamás se quedaba con un peso. El hombre delante tuyo, te llevaba, vendía, vendía todo y te entregaba toda la plata. Y después cuando vos le querías dar unos pesos, se ofendía. Se ponía como loco, porque él laburaba. El hombre laburaba y ese era su orgullo, no se enojaba porque nosotros robáramos pero decía: “ustedes hacen lo suyo, yo hago lo mío”.

El Percha intenta, sin demasiado empeño, en que Luisito y sus amigos trabajen. A veces van a ayudarlo al mercado a cargar cajas, les dice que “tienen que hacerse hombres trabajando” pero se ríe con sus impericias en el trabajo físico del mercado. En un momento se inicia en la venta de drogas pero luego de un enfrentamiento a tiros con otro grupo vendedor considera que es muy riesgoso. Se especializa entonces en lo que llaman el “escruche”: robar de noche en negocios cerrados. Son los comienzos de los 80, una época casi sin alarmas, sin guardias privados ni otros dispositivos de control que vendrán más tarde, por lo cual el trabajo le parece muy fácil y con bajos riesgos. Sin embargo, Luisito también cae preso en 1984 apenas cumple 18 años, sale a los 3 años y entra en contacto con una organización social que empieza a trabajar con “jóvenes en riesgo”. Se transforma en “operador social”, contacta a otros jóvenes con una historia similar a la suya, los integra a las acciones de la ONG, se capacita en el trabajo social y a mediados de los 90 es invitado a un encuentro nacional de organizaciones sociales a contar su vida y su caso. Cuando lo conocimos veía todavía a su amigo de entonces, Mosca quien se puso un pequeño negocio en la ciudad de Santa Fe donde había nacido, pero según nuestro entrevistado, a veces volvía

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a Buenos Aires porque “siguen robando acá y vende allá, en su negocio”.

Las historias de Germán y Luisito no resumen las experiencias de sus respectivas épocas, pero permiten cuestionar algunas ideas actuales sobre el pasado. En especial, pensar que el desdibujamiento de fronteras entre trabajo y delito es sólo reciente y que anteriormente los límites eran bien precisos. Ambos se mueven dentro de los márgenes de la sociedad salarial, para Germán tanto el trabajo como el delito forman parte de su repertorio de acciones, cada una con un sentido y valoración específica. Luisito está más alejado del mundo laboral, pero mantiene con quienes trabajan, en particular con El Percha, una relación de intercambio económico y la confrontación de sus propias acciones con el trabajo del aquel, opera como cuestionamiento moral sobre la propia experiencia. Por otro lado, en ambos hay un paisaje de privación absoluta al comienzo que va cambiando a medida que acceden a consumos producto de sus acciones y para los dos también la ciudad es un espacio donde uno aprende con aparente soltura a circular, orientarse, encontrar las posibilidades, ya que sólo la policía obstaculiza los movimientos.

Segundo tiempo: desestabilización del mundo del trabajo.

En este apartado cambiamos de período y de escala. Si en el primer momento, dos historias nos autorizaban sólo para cuestionar algunas ideas previas, ahora una mayor cantidad de casos nos permite un grado mayor de generalización. En los 90 se produce la profunda mutación del mundo del trabajo argentino, al igual que en otros países de la región. Durante la década el empleo industrial desciende en un 41 % y el desempleo alcanza al 15 %. Sin embargo, la situación más frecuente no fue el desempleo de larga duración como en el caso europeo, sino la inestabilidad laboral. En efecto, la mayor parte de los puestos de trabajo creados en los noventa correspondían a posiciones precarias, con bajas remuneraciones, sin cobertura social ni seguro de desempleo (Altimir y Beccaria 1999). En consecuencia, su volatilidad era muy alta, implicando una elevada inestabilidad de los ingresos. A estos puestos accedían sobre todo, aquellos con menor nivel educativo y calificación, en particular jóvenes. Este era el mundo del trabajo de los más de 60 jóvenes entre 15 y 25 años que entrevistamos a principios del 2000, que habían cometido delitos

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violentos contra la propiedad. La mayoría habían trabajado alguna vez, ya sea antes o durante la realización de actividades ilegales. Ellos combinaban actividades ilegales con otras legales. Fueron cadetes de delivery, trabajadores de limpieza y mantenimiento, empleados de pequeños comercios, cuidadoras de niños, lavadores de autos, entre otras ocupaciones. En los casos para los que fue posible comparar las 3 últimas ocupaciones, los ingresos fueron decreciendo y también su duración: en las primeras el promedio fue de 20 meses, mientras que en las segundas y terceras descendió a 10 meses.

Nos encontrábamos con una segunda generación con inserción inestable. Sus padres, en general jóvenes, habían ingresado al mercado de trabajo a mediados de los años 80, presentando biografías laborales ya signadas por la inestabilidad. Los jóvenes veían frente a ellos un horizonte de precariedad duradera en el que era imposible vislumbrar algún atisbo de “carrera laboral”. Si la inestabilidad laboral dificultaba imaginar alguna movilidad ascendente futura, en el presente llevaba a que el trabajo se transformara en un recurso de obtención de ingresos más entre otros: el pedido en la vía pública, el “apriete” (pedir dinero en forma amenazante), el “peaje” (obstruir el paso de una calle del barrio y exigir dinero a los transeúntes) y el robo; pudiendo recurrir a unos o a otros según la oportunidad y el momento. El escenario de estas distintas acciones era el propio barrio u otros cercanos. A fines de los 90 ya se transita menos que en el período anterior por el resto de la ciudad: hay poco dinero para moverse y comienzan a ser vistos como sospechosos por la creciente presencia de policías y guardias privados en los espacios públicos de la Capital. Nuestros entrevistados combinaban de diferentes formas trabajo, robo y otras acciones. Algunos alternaban entre puestos precarios y, cuando escaseaban, perpetraban acciones ilegales para más tarde volver a trabajar. Otros mantenían una tarea principal –en algunos casos el robo, en otros el trabajo- y realizaban la actividad complementaria para completar sus ingresos. En ciertos casos, salían a robar los fines de semana con los mismos compañeros del trabajo. Fernando ha alternado trabajo y robo desde hace mediados de los 90, tal como relata:

Algo hacía, con mi tío: le daba una mano, le pintaba las cosas, le cortaba el pasto a mi otro tío, que sé yo, plata siempre tenía. Aguantabas hasta el fin de semana con eso, y después, después tenía la otra plata.

El sistema de doble ocupación perdura a lo largo de los años:

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Trabajé un tiempo en panadería después, ahí me acostumbré a trabajar, como panadero más que nada. Estaba con gente grande, gente que andaba robando bien y a veces salía a robar con ellos y ganaba muy buena plata, muy buena plata, hacía la diferencia.

¿A que te dedicabas en ese entonces?

A las dos cosas, robaba y trabajaba. Hacia una changa, pero si era preferible robar antes que hacer una changa, la changa no te la pagaban nada y robando tenía más plata.

¿Hiciste esto en forma paralela?

Si, pareja. Seis años. Digamos, seis meses bien y seis meses mal. Seis meses derecho y seis meses izquierdo.

¿Cómo pensar este pasaje del trabajo a su combinación con otras actividades? Lo llamamos el pasaje de una lógica del trabajador a una lógica de proveedor. La diferencia se ubica en la fuente de legitimidad de los recursos obtenidos. En la lógica del trabajador, ésta reside en el origen del dinero: fruto del trabajo honesto en una ocupación respetable y reconocida socialmente. En la lógica de la provisión, en cambio, la legitimidad ya no se encuentra en el origen del dinero, sino en su utilización para satisfacer necesidades. O sea, cualquier recurso provisto es legítimo si permite cubrir una necesidad, no importa el medio utilizado. Las necesidades no se restringían a aquellas consideradas básicas (por ejemplo, la comida), sino que incluían a todas así definidas por los mismos individuos: necesidad puede ser ayudar a la madre, pagar un impuesto, pero también, comprarse ropa, cerveza, marihuana, festejarle un cumpleaños a un amigo y hasta realizar un viaje para conocer las Cataratas del Iguazú. Así, a diferencia del momento anterior, ya existe previamente un mundo de consumo al que se quiere acceder.

Cuando combinaban trabajo y robo tendían a establecer el régimen de las “dos platas”: el dinero difícil que se ganaba difícilmente, en el trabajo, y que costea rubros importantes (ayuda en la casa, transporte, etc.) y la "plata fácil" que se obtiene más fácilmente en un delito y de la misma manera se gasta: en salidas, cerveza, zapatillas de marca, regalos, entre otras. El dinero deja de ser en sus acciones un valor de cambio neutro. El régimen de las dos platas es un indicador de que el desdibujamiento de las fronteras no es una homologación de todas las acciones sino que perduran ciertos

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marcadores, en particular la existencia de dos circuitos de origen del dinero-tipo de gasto que muestra la permanencia de una valoración diferente de cada actividad. No obstante lo cual, establecen una relación sólo instrumental con el trabajo. Y no se trata sólo de la inestabilidad de los ingresos, sino que cuando se ahonda en sus experiencias laborales, es evidente que éstas no podrían haber generado el tipo de socialización históricamente asociada al trabajo. Relataban pasajes cortos por ocupaciones diversas, que no los calificaban en un oficio o actividad determinada. La inestabilidad dificultaba la construcción de una identidad laboral de algún tipo: de oficio, sindical o aún de pertenencia a una empresa. También es poco probable la conformación de vínculos duraderos en grupos laborales en las que todos eran inestables.

Desprovisto de sus atributos tradicionales, el trabajo se revestía de un sentido meramente instrumental, acercándose a las restantes formas de provisión. En esa mutación, la ley como frontera entre el tipo de acto a realizar se desdibujaba. Algo sorprendente en todo el trabajo de campo fue la dificultad que tenían para percibir la existencia de la ley, entendida como una terceridad, ya sea una institución o un individuo, que legítimamente podía intervenir en los conflictos privados. Es así que no comprendían por qué razón si robaban y, cercados por la policía, devolvían el botín a la víctima y hasta le pedían perdón, igualmente eran detenidos. Menos ocultaban su indignación cuando contaban que un vecino los había denunciado por robar en otro barrio: “no entiendo....¿y él por qué se mete, si yo a él no lo robé...? Tal dilución de toda instancia facultada para intervenir en los conflictos privados llegaba al punto de obviar cualquier referencia al Estado como responsable de sus suertes. Cuando al término de una descripción de sus padecimientos económicos se les preguntaba qué rol cabría al Estado en su resolución, a menudo la pregunta ni siquiera era comprendida.”¿...el estado de qué? preguntaban un tanto perplejos.

¿Qué llevó al desdibujamiento de la ley? En la experiencia cotidiana de estos jóvenes ninguna institución aparece como representante de la ley y, menos que menos, la policía. Para ellos se trata de otra banda, potentemente armada y preparada, a la que se teme mucho más por la posibilidad de morir o ser lastimado al caer entre sus manos que por la certeza de que los conduzca ante la ley. No es que carezcan de vínculos con instituciones: habían ido o continuaban yendo a la escuela, en sus barrios hay organizaciones sociales, agencias del estado como comedores escolares y también iglesias o clubes deportivos. Sin embargo, si no conociéramos sus barrios y nos guiáramos sólo por sus descripciones del lugar, parecerían que hay sólo casas, alguna escuela y quizás una iglesia. Difícil es encontrar las marcas subjetivas de tales instituciones, aún de la escuela. Del barrio se habla con exterioridad, como si fuera una comunidad social y

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geográfica externa: “el barrio no nos quiere”, afirmaban una y otra vez, describiendo las formas en que los vecinos iban colocando dispositivos (rejas, perros, construcción de cemento) para evitar que se junten delante de sus casas, corriéndolos paulatinamente hacia los márgenes del barrio, donde ya no vivía nadie.

Volviendo al tema del trabajo, también su precarización influye en el desdibujamiento de la ley. En el pasado reciente, el trabajo era un terreno de experiencia de derechos sociales y laborales. Parte de la formación en el trabajo consistía en ir conociendo y apelando a leyes que regulaban la relación con los patrones, ya sea limitando la explotación, mediando los conflictos, ante enfermedades o accidentes o en la puja distributiva por beneficios. Nada de esto se insinúa siquiera en los relatos de nuestros entrevistados de su propia experiencia ni en la de sus padres. Narraban arreglos de palabra para trabajar en los que ninguna regla fue explicitada, ni siquiera la paga. Algunos sufrieron accidentes trabajando y fueron enviados a sus casas, heridos, en el momento mismo, sin siquiera recibir atención médica. Es decir, el mundo del trabajo había desaparecido como un espacio de experiencia de la ley.

Decíamos en la introducción que nuestros trabajos cuestionaron el supuesto primado de la “elección racional” como una actitud natural. En ella se basan las “teoría de la disuasión” que sirven de justificación a parte de las políticas actuales. Basados en los trabajos de G. Becker (1968) que consideran al delito como una actividad económica se propone un aumento de las penas y de la probabilidad de ser aprehendido como principal factor disuasivo en el cálculo previo al accionar. Esta teoría presupone que estamos frente a actores racionales, un homo economicus que se maneja con cálculos de costo-beneficio antes de emprender cada una de sus acciones. Sin embargo, el tipo de cálculo que nuestros entrevistados parecían desplegar en sus acciones era particularmente limitada; se trataba de acciones rápidas, la víctima se elegía al tanteo, casi sin premeditación. Un obstáculo central para la realización de un cálculo racional era la limitación del horizonte temporal imaginario. Para anticipar las consecuencias de las eventuales acciones se requiere vislumbrar un tiempo más allá de la acción, un futuro en el cual se padecerán los resultados de haber optado por el delito. Los relatos muestran una fuerte fragmentación espacial y temporal. Cuando narraban los diferentes sucesos, describían escenas cortas, fragmentadas, con objetivos específicos: “necesitaba plata salí a buscar”; “conseguí un trabajo, necesitaba plata para viajar, salí a robar para el colectivo”. Cada escena era auto-referente, tenía un principio y fin y en las decisiones que se tomaban no parecían realizar una evaluación más allá de los límites y objetivos de la situación.

La lógica de la provisión se articulaba con otra que es una suerte de código informal de procedimientos para estas escenas cortas, el "ventajeo", una palabra derivada de “ventajear”, sacar ventaja del

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modo que sea. Se puede definir del siguiente modo: en toda interacción en la que medie un conflicto de intereses con el otro, se debe “ventajear” al competidor, es decir obtener lo deseado apelando a cualquier medio al alcance. No hay un único curso de acción elegido, una decisión previa de atravesar la ley, sino que puede suceder en el desarrollo de la interacción. Así, un pedido de dinero en la calle sin éxito, puede transformarse en un “apriete” y, si este también fracasa, terminar en un robo. Ventajear es una cualidad de la acción: tener buenos reflejos para hacer el movimiento necesario antes que el rival, anticipándose sobre la jugada del otro, como en las películas de cow boys que sobrevive el primero que desenfunda su revolver y dispara. El ventajeo ayuda a comprender el aumento de los homicidios ante pequeños crímenes que tuvo lugar en los años 90. En efecto, según los datos oficialesi, en la ciudad de Buenos Aires, que registraba históricamente tasas de homicidios en ocasión de robos muy bajas, alrededor de 1 sobre 100.000 habitantes, entre 1993 y 2003, se elevan a 5 cada 100.000. En un contexto de fuerte incremento de la posesión de armas en los hogares, la lógica del ventajeo legitimaba disparar ante el mínimo movimiento que hiciera sospechar que la víctima pudiera tener un arma. El ventajeo es una lógica que privilegia exclusivamente los fines, a los que en última instancia no debe subordinarse ningún medio ni ninguna ley.

En síntesis, en este segundo momento hay una gran mutación: el trabajo no sólo escasea sino que desprovisto de cualidades comienza a ser considerado como un recurso más dentro de la lógica de la provisión. A su vez, el mundo del consumo está más presente desde un comienzo así como las necesidades son variadas y definidas según cada uno. La ciudad va dejando de ser un espacio de posibilidades tan abierto como en el período anterior, sino que viven más segregados en sus barrios o en las zonas aledañas donde viven, trabajan y a veces roban.

Tercer tiempo: las paradojas de la nueva exclusión

En el 2003 comienza en Argentina un ciclo de recuperación económica y social que dura hasta el 2008. Se produce crecimiento económico sostenido, disminución del desempleo y de la pobreza, fuerte incremento del consumo y disminución de la conflictividad social, en particular un repliegue de las organizaciones de desocupados hacia el trabajo barrial. Al mismo tiempo o quizás por atenuarse la preocupación por la economía, se alcanzan los picos del temor por el delito: en 2003 por primera vez la preocupación por el

i Datos del Sistema Nacional de Información Criminal (SNIC) dependiente de la Dirección Nacional de Política Criminal del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación. Pueden consultarse algunos datos en http://www.jus.gov.ar/media/28421/TotalPais2007_homi.pdf.

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crimen supera a la del desempleo o la crisis económica y el tema es considerado un problema importante por no menos del 80 % de la población (Kessler 2009). No se trata de una particularidad local, en el 2008 la delincuencia fue considerada como el principal problema por los latinoamericanos (Latinobarómetro, 2008: 25). La preocupación se duplicó entre 2003 y 2007 (Dammert, Alda y Ruiz, 2008: 21) y ha cobrado relevancia aun en los países donde las tasas de delito son comparativamente bajas.

Este último apartado nos encuentra en 2007 en un complejo habitacional del conurbano que encabeza en los medios el paradigma de la idea de lugar peligroso asociado al delito. Su nombre original: Barrio Padre Mugica, en recuerdo de un cura comprometido con el Movimiento de sacerdotes del Tercer Mundo, con profunda militancia social, asesinado por fuerzas parapoliciales, la AAA (Alianza Anticomunista Argentina) en 1974. Fue llamado por el gobierno Militar Ejército de los Andes, en referencia a aquel que bajo el mando del Gral. San Martín, el héroe nacional, liberó Chile y Perú. Pero en 1993, un periodista televisivo ante un espectacular hecho delictivo lo rebautizó con el nombre con el que hoy todos lo conocen: Fuerte Apache, en referencia a la película en que Paul Newman era policía en un barrio peligrosos del Bronx, en New York. Este barrio, levantado a fines de los años sesenta para trasladar poblaciones de villas miserias –y construido por empresas que, en apariencia, realizaron trabajos con materiales fraguados que generaron problemas estructurales de agua, humedad e instalaciones que se agravaron con el tiempo– se convirtió en un escenario de conflictos a comienzos de los años setenta entre distintas facciones políticas por su ocupación. Toda una parte de la historia local se narra en fragmentos, pero es difícil conocerla a ciencia cierta: en la dictadura la represión habría actuado de dos modos: mediante la desaparición y muerte de jóvenes militantes y también, según se cuenta, de distintos personajes ligados al delito para quedarse con sus negocios o con fines de exterminio puro. La violencia policial contra gente del lugar, en particular jóvenes, nunca se detuvo. En el 2004 se monta un dispositivo de fuerzas de seguridad apostados día y noche en las vías de entrada al barrio, controlando quienes entran y salen. Circulan asimismo decenas de historias de la complicidad del poder político y policial con el delito, de desarmaderos de autos, de lugares de secuestro, de relación con las cárceles, todas narraciones con un peso local enorme y retomadas a menudo en la construcción del estigma mediático.

Los años noventa también han dejado su marca al intensificarse la relegación urbana. Ninguna política focalizada o de inversión en infraestructura del conurbano se ocupó del barrio y, mientras tanto, la mala reputación del lugar fue creciendo y agravando la dificultad de los residentes para conseguir empleo. Los colectivos, las ambulancias y los taxis no entran allí, y tampoco hay datos precisos sobre la

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cantidad de población existente; en la prensa, los números van de 20 000 a 100 000 habitantes; para el municipio, son alrededor de 35 000 personas, y para el censo nacional del 2001, 17 000. Las autoridades del municipio señalan que la gente del barrio tiene “una forma de ser particular” y el estigma es un tema de conversación omnipresente. Se nota, en principio, en las formas de hablar de él: el barrio “se sufre”, “se padece”, sería una influencia negativa. Se dice: “Mi hijo sobrelleva bien el barrio” y, de hecho, un tema central es la educación de los hijos varones. Las madres hablan de poder “retener al hijo”, en una suerte de competencia con sus pares del barrio que tratan de que los hijos “se tuerzan”. Pero los que aparecen como muy apegados a los padres son descalificados y hostilizados por los otros jóvenes del lugar con el calificativo de “gobernados”.

En este barrio se expresan algunas de las paradojas actuales de las nuevas formas de exclusión. Para decirlo sintéticamente y en relación con el período anterior: hay más consumo, pero mayor importancia de la privación como experiencia subjetiva. Más trabajo en general, pero más alejado de ellos en gran medida por el estigma que pesa sobre el lugar. Mayor condena social al crimen junto con el auge de un mercado cultural en la televisión y en la música en la que circulan contenidos culturales asociados al delito urbano. Veamos cada una de estas paradojas: si bien desde el 2003 se recupera la economía y el empleo, la tasa de desempleo de jóvenes de 15 a 24 años en 2006 es del 25.1 %, 2.5 veces las tasas para la población general (OIT 2007). Para intentar conseguir un empleo es necesario poner una dirección por fuera del barrio y mentir sobre el domicilio: pero no es sólo eso; el tipo de ocupación posible no es para muchos muy deseable. El mejor empleador de la zona es uno de los concesionarios privados de recolección de basura de la Capital que tiene su sede muy cerca. En contraposición a este horizonte laboral poco atractivo, se consolida una valoración de una vida no ligada a un trabajo rutinario; una forma de vivir el momento y de aprovechar oportunidades de consumo. Así lo expresa Brian:

yo vivo acá estoy acá y estoy bien, qué sé yo. ¿Viste que la gente no le encuentra sentido a la vida? yo le encontré el sentido a la vida y para mí es vivir como uno quiere y estar como uno quiere, otra cosa no hay, si yo estoy bien sé que las cosas están bien, si yo estoy mal, las cosas van a estar mal.

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¿Cuánto es un efecto de época y cuanto de un lugar segregado?, es difícil saberlo, pero lo cierto es que los relatos en este lugar son más vivaces y coloridos que los escuchados en las entrevistas del segundo momento. El barrio es un lugar divertido, con música fuerte en las calles, mucho movimiento. Una diferencia central con el período anterior es el desarrollo de una cultura popular que recoge significados e imágenes de la vida cotidiana de estos jóvenes; un ejemplo paradigmático es la llamada “cumbia villera” (por villa: favela). La cumba es originaria de Colombia, pero ya tiene una historia, variantes local y un llamado “mercado tropical” muy desarrollado en la Argentina; la cumbia villera nacida a fines de los 90 es una de sus vertientes más exitosas. Sus CDs llegaron a representar entre el 25 y el 50 % del mercado discográfico en su momento de mayor auge (Martin 2008). Dicha autora argumenta que ésta recrea narrativas presente en este universo: la valoración del ocio, el robo y un tiempo sin ordenamientos como oposición al trabajo y a las formas tradicionales de construir la masculinidad. Sus letras, agrega, cuestionan la discriminación, se reivindica ser considerado “negro” que en Argentina tiene menos una connotación étnico-fenotípica que un atributo moral negativo. Lo que interesa señalar es que esta música expresa una estética y ciertos sentidos que se alejan del mero relato de la privación o la exclusión, casi hegemónico en los discursos sociológicos sobre las condiciones de vida de estos jóvenes. Pero en el barrio no sólo se escucha esta cumbia, sino que el abaratamiento de las formas de producción musical ha permitido que hayamos encontrado no menos de una docena de pequeños estudios en casas de distintos géneros, en particular el rap y hip hop y sus producciones en CDs artesanales circulan de mano en mano y se venden en los puestos del mercado local.

Llegamos así a la segunda paradoja: aquella que se produce en torno al consumo. El barrio no es ajeno a la reactivación general: a la par de la perdurabilidad de carencias habitacionales, de salud y otras, se observan en el barrio zapatillas de marca, equipos de gimnasia, celulares, MP3, motos, entre otros bienes. Los productos pueden ser legítimos, falsificaciones de calidad diversa y otros cuyo origen es indescifrable. Al igual que en todas las grandes urbes de América Latina, ha habido lo que algunos autores llaman –de forma discutible- “democratización del consumo” (Guedes y Oliveira 2006). De este modo, hay más objetos circulando, pero sobre todo un discurso no encontrado en el período anterior sobre el consumo como forma de placer individual o, por ejemplo, sobre la necesidad de exhibir ciertos bienes para tener más atractivo sexual o una mayor valoración de los pares. Un padre entrevistado nos contaba de los sacrificios por comprarle una zapatilla de marca para que su hijo adolescente no “trate de conseguirla por otro modo” ya que “él le dijo que no quiere ser menos que sus compañeros”. Los jóvenes varones se quejaban que a las chicas más codiciadas las seduce quien tiene una moto,

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más allá de cuál sea su atractivo físico. De este modo, el barrio no es ajeno a la señalada centralidad de la experiencia del consumo en la construcción de la subjetividad en la Modernidad Tardía (Bauman 2009). Nuevamente Brian nos sirve de ilustración:

Si no tenés un peso, te tira la autoestima para abajo. Si yo robo y gasto mi plata tranquilo, ¿por qué me joden? Eso es discriminación, mientras no lastime a nadie no tienen porque meterse.

En el testimonio anterior, consumo y delito aparecen vinculados y sin duda, la lógica de provisión señalada en el punto anterior se mantiene vigente. Pero además, hay en los relatos y las “reservas de experiencias” disponibles en el barrio constantes referencias al delito. Así hay una fuerte interrelación con la cárcel: un dicho del lugar es “lo que se hace afuera se paga adentro y lo que se hace adentro se paga afuera”, señalando la existencia de canales de comunicación y controles cruzados entre la cárcel y el barrio. Otro rasgo de la época: la muerte joven que en períodos anteriores era una desgracia, un hecho infortunado y poco frecuente, en este barrio y en este período ya es una presencia continua. Muertos por la policía, por otros jóvenes, pero también por accidentes de tránsito, por HIV-Sida, por causas poco claras, los relatos del barrio están poblados de muertos jóvenes durante la última década. Entre los jóvenes, haber conocido la muerte de otros de su misma edad, refuerza la valoración del consumo y de la diversión, dado que no se tiene ninguna certeza de la continuidad de la vida a largo plazo. En resumen, lo que llamamos nuevas formas de exclusión se caracterizan por una mayor estigmatización y relegación de estos jóvenes pero al mismo tiempo la presencia de contenidos culturales y de experiencias subjetivas comunes con los sectores “incluidos”. En particular se nota en la importancia creciente del consumo en incluidos y excluidos como en la circulación de ciertos contenidos culturales, al mismo tiempo condenados por discursos oficiales por su alejamiento de la ley, pero mercantilizados en productos culturales de circulación masiva, mostrando, una vez más que los entrecruzamientos y superposiciones entre “subculturas marginales” y culturas hegemónicas son un fenómeno habitual en todas las épocas que puede ir cobrando configuraciones diferentes a lo largo del tiempo.

Palabras finales

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A lo largo del artículo presentamos distintas formas de articulación entre trabajo, privación, consumo, experiencia urbana y delitos contra la propiedad. Uno de nuestros objetivos era mostrar que siempre hubo fronteras, puentes e interrelaciones entre delito y trabajo y como los cambios de este último han operado sobre aquel. En el primer período, el trabajo estaba siempre presente, eran puestos por lo general estables, estratificados, aburridos o muy esforzados físicamente. El hecho de no tomarlos como actividad principal no implicaba menospreciarlo o ignorarlos; el trabajo ofrecía una variedad de usos y significados. Ya sea como coartada, formas de obtención de información y de algunos recursos, frontera moral con los propios ilegalismos, muestra fehaciente de la imposibilidad de ascenso social, de uno u otro modo, en los primeros casos el trabajo se presentaba. En el segundo momento el trabajo se rarifica, se desestabiliza, no desaparece del horizonte, pero desprovisto de sus cualidades se convierte en un medio más, asimilable a las restantes formas de provisión. No obstante lo cual, la persistencia de una evaluación moral encarnada sobre todo en el régimen de “los dos dineros” lo ubicaba por encima del delito. En el tercer período, el trabajo ha vuelto al paisaje social general, pero la estigmatización y la desconfianza hacia los jóvenes les dificultaba el acceso y a su vez, una creciente valoración de una vida sensual ajena a la rutina laboral lo volvía en un horizonte poco deseable.

En cuanto a la privación, en el primer período la experiencia de fondo es la privación absoluta. El consumo como posibilidad y deseo va apareciendo poco a poco, en la medida en que las acciones ilegales lo acercan a él. En la segundo etapa, la sociedad de consumo ya está presente de antemano y se advierte una pluralidad de objetivos de provisión. En el tercer momento, la lógica de provisión persiste y un mayor acceso a bienes se superpone a una centralidad novedosa de la experiencia del consumo en la construcción de la propia subjetividad. De este modo, más relegados y estigmatizados en ciertos aspectos, en otros los jóvenes comparten con aquellos incluidos, este rasgo considerado central en la construcción de la identidad en la Modernidad Tardía.

La ciudad por supuesto que cambió y sobre todo la forma en que la experimentan. En la primera época es una ciudad temida a veces, pero sobre todo un lugar de aventuras, diversión, espacio de oportunidades y desplazamientos, con intersticios para la marginalidad urbana donde el mayor y casi único obstáculo visible es la policía. En la segunda época, se los ve más confinados a sus barrios, con menos medios para salir. El centro de la ciudad y la capital en general está poco presente en sus cartografías cotidianas y no es para menos, policías, vecinos y guardias privados los miran con

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desconfianza u hostilidad apenas los ven acercarse. En la tercera, los dispositivos públicos de control y policiamiento ya han tenido lugar y el barrio estudiado vive rodeado de fuerzas de seguridad, pero al mismo tiempo, se recrea una vida barrial, más sensual y divertida que la descripta en la etapa anterior.

En fin, estos son algunos ejes que, sostuvimos aquí, configuraron determinados ilegalismos en las periferias de Buenos Aires en las últimas décadas. Por supuesto que otras variables más han entrado en juego en los casos estudiados así como que otros ilegalismos se explicarán de maneras distintas. Nuestro objetivo era mostrar que en el caso del delito contra la propiedad protagonizado por sectores desfavorecidos, no alcanzaba con la referencia a rasgos psicológicos personales, a un supuesto primado de un homo economicus calculando siempre antes de actuar consecuencias posibles, costos y beneficios como tampoco la exclusiva referencia a privaciones diversas. Intentamos, tan simplemente, señalar que éste precisar ser comprendido poniendo en primer lugar en el centro de análisis la experiencia de los propios actores y sus contextos; uno de los modos de contribuir a comprender una problemática central del presente de nuestras ciudades.

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