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Stuart Sutherland Irracionalidad El enemigo interior

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Stuart Sutherland

Irracionalidad El enemigo interior

Stuar^utherlancl: • Irracionalidad

El enemigo interior

El Libro de Bolsillo Alianza Editorial

Madrid

Título original: Irrationality, the Enemy Witbin

\

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegida por la Ley, que establece penas de prisión y/o multas, además de las co^ rrespondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes re¡j produjeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformas ción, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de so' porte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva auto.' rización.

© 1992 by Stuart Sutherland © Ed. cast.: Alianza Editorial, S.A., Madrid, 1996

Calle Juan Ignacio Laca de Tena, 15; 28027 Madrid, teléf. 393 88 8¡ I.S.B.N.: 84-206-0819-X Depósito legal: M. 44.259-1996 Impreso en Fernández Ciudad, S. L., Catalina Suárez, 19. 28007 Madrid Printed in Spain

Prefacio

Con tocios mis respetos hacia Aristóteles, cabe afirmar que U conducta irracional no es la excepción sino la nor-ma. Partí demostrarlo, he proporcionado muchos sor-Pftndení cs ejemplos de irracionalidad en la vida diaria y •I) la actividad profesional. Resulta que las decisiones de 1M médicos, generales, ingenieros, jueces, hombres de ne-

i, etc., no son más racionales que las que usted o yo limos, «unque sus efectos suelen ser más desastrosos,

embíii'go, las pruebas decisivas del predominio de jlormlidad proceden del ingente número de investi-IM que los psicólogos han realizado sobre este tema Últimos ixeinta años. Sus hallazgos —a diferencia de

cosmólogos— apenas son conocidos por el gran A pesar de no haber trabajado directamente en

), me fascinaron lo ingenioso de sus experimen-iue arrojan sobre el funcionamiento de la men-Libro se reúnen los diversos factores causantes

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de la conducta irracional, entre ellos los sesgos sociales y emocionales y los muchos caprichos del pensamiento pro-vocados por fallos tales como no tener en cuenta los casos negativos o verse excesivamente influido por lo primero que a uno se le ocurre. Muchos de los hallazgos experi-mentales son tan sorprendentes que pueden poner a prue-ba la credulidad del lector; no obstante, casi todos se han replicado muchas veces. Para convencer al lector escéptico, hay una enorme lista de referencias que sólo deberán con-sultar quienes desconfíen de mi veracidad o deseen cono-cer aspectos específicos con mayor detalle.

He tratado de que resulte claro para el lector lego en la materia un trabajo que suele ser difícil de seguir en las pu-blicaciones técnicas. En general, he evitado los conceptos matemáticos y estadísticos, pero me he visto obligado a in-cluir y explicar algunos casi al final del libro.

No se trata de un libro de «brícolage» sobre cómo pen-sar, pero me he arriesgado a ofrecer sugerencias al final de cada capítulo para que los lectores aprendan a evitar algu-nas de las muchas trampas que amenazan sus procesos de pensamiento (siempre que ya sean lo suficientemente ra-cionales como para querer serlo aún más, loable objetivo si algo hay de verdad en la observación de Oscar Wtlde: «No hay más pecado que la estupidez»). Si Oscar Wilde está en lo cierto, lá irracionalidad es un tema demasiado importante como para tomárselo en serio, máxima que a veces he seguido. Aunque no me considero más racional que cualquier otra persona, ruego al lector que no me in-forme de los errores que detecte en este libro; ya ha sido de por sí bastante arduo sintetizar la voluminosa literatu-ra sobre la irracionalidad como para qué me digan que el resultado es irracional.

A la hora de decidir qué pronombre genérico emplear, se me planteó un dilema. El uso de pronombres masculi-nos podía ofender a las feministas. Pero, puesto que, en la mayor parte de los casos, el pronombre se refiere a alguien

I'rdiicio 9

que actúa de forma irracional, decidí que lo más seguro vn\ emplear el pronombre genérico masculino. (El lector haría bien en deducir que considero a las mujeres más ra-cionales que a los hombres.) Por último, mi agradecimien-to a todos aquellos de cuyo trabajo me he aprovechado; «parecen en las notas al final del libro.

STUAKT SUTHERLAND Universidad de Sussex

Agosto, 1992

Agradecimientos

Quiero expresar mi agradecimiento a Nicholas Bagnall, (lolin Fisher y Phil Jonhson-Laird por sus útiles comenta-rios a los borradores del manuscrito. Estoy profundamen-te agradecido a Julia Purcelj por sus comentarios y su il liento, Agradezco a mis hijos Gay y Julia Sutherland que me ayudaron a preparar el índice analítico y las notas. Es-toy particularmente agradecido a mi secretaria, Ann Doidge, por su rapidez, exactitud y paciencia para trans-cribir los diversos borradores con el procesador de textos y por su capacidacfcpara entender mi letra, que es más de lo que yo mismo soy capaz de hacer. Quiero asimismo dar lus gracias a Cambridge University Press y a David Eddy por la autorización para reproducir las tablas 3 y 4.

U

Capítulo 1 Introducción

En general, la racionalidad ha tenido buena prensa. Flamlet afirmaba: «¡Y esta obra maestra que es el hom-bre!; la noble grandeza de su razón». Thomas Huxley, fer-viente defensor de la racionalidad, fue mucho más lejos: «Si un poder superior consintiera en hacerme pensar siempre lo que es verdad y actuar de forma correcta, a condición de convertirme en una especie de reloj y de te-ner que darme cuerda todas las mañanas antes de levan-tarme, aceptaría inmediatamente la oferta». Sea o no la ra-cionalidad un don tan deseable como creía Huxley, es cierto que las personas lo muestran, en el mejor de los ca-sos, de forma esporádica. Considere el lector, por ejem-plo, cómo contestaría las siguientes preguntas.

¿Qué es más probable: que una madre de ojos azules tenga una hija de ojos azules o que una hija de ojos azu-les tenga una madre de ojos azules? ¿Hay más palabras que empiezan por «k» que con una «k» como tercera le-

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tra? ¿Es la entrevista un buen procedimiento de selec-ción? Fumar multiplica por diez el riesgo de padecer cán-cer de pulmón y por dos el de padecer una enfermedad cardíaca mortal: ¿mueren más fumadores de cáncer de pulmón que de enfermedad cardíaca? ¿Conduce usted mejor que el conductor medio? ¿Se dejaría convencer para aplicar a alguien descargas potencialmente mortales como parte de un experimento psicológico? ¿Muere más gente a causa de un derrame cerebral que de un acciden-te? ¿Qué es más peligroso: montar en bicicleta o en la no-ria? Tenemos dos maternidades; en una nacen 45 bebés al día y en la otra 15: ¿en cuál de ellas hay más probabilida-des de que, un día cualquiera, nazca un 60 por ciento de niños? ¿Es siempre beneficioso recompensar a quien ha realizado correctamente una tarea?

A no ser que el lector esté sobre aviso por el título del libro, es probable que responda algunas de estas sencillas preguntas de forma irracional, como yo mismo hice cuan-do me las plantearon por vez primera. Además, si las ha contestado todas, ha sido ciertamente irracional, ya que algunas no contienen información suficiente para obtener una respuesta: la incapacidad de posponer el juicio es una de las características de la irracionalidad.

Al igual que Aristóteles, que definió al hombre como «animal racional», la mayor parte de las personas creé que casi todo el mundo, salvo los casos de demencia, es bás-tante racional; nuestros amigos y conocidos son, desde luego, menos racionales que nosotros, pero, de todos mo-dos, se caracterizan por su racionalidad. Tales creencias no siempre se han sostenido en Occidente, y mucho me-nos en Oriente, donde sigue prevaleciendo el pensamien-to místico. Es cierto que la visión en Aristóteles era típica de la época clásica, pero la creencia en la razón humana en buena medida en la Edad Media y fue sustituida por la idea de que había que actuar guiados por la fe y, en menor medida, por la emoción. Fue Descartes quien revivió la

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noción de que el hombre es y debe ser un ser racional, que tiene que actuar según las pruebas de sus sentidos y su po-der de razonamiento, tesis que inició la tradición huma-nista que aún hoy pervive. El hombre no necesita la inspiración divina, su razón es suficiente en sí misma. Hasta hace poco, los filósofos, los psicólogos y los econo-mistas daban por descontado que, en general, los hom-bres actúan de forma racional.

El eminente filósofo Gilbert Ryle observaba; «Aunque el psicólogo nos diga por qué nos engañamos, podemos decirle a él y a nosotros mismos por qué no nos engaña-mos». Es decir, tomaba la racionalidad como norma o, si se prefiere, la daba por supuesta; creía que sólo hay que explicar los actos que se alejan de la racionalidad.

Ryle llevó una vida de reclusión en el Magdalen College de Oxford, un entorno en el que posiblemente no sea de-masiado difícil actuar de forma racional. Pero Sigmund Freud, que en Viena no se relacionaba precisamente con académicos estirados sino con pacientes neuróticos, opi-naba lo mismo que Ryle. Asumía que la conducta racional es la norma, por lo que trataba de explicar únicamente los actos irracionales, especialmente los sueños, los síntomas neuróticos y los lapsus. Sus explicaciones intentan demos-trar que cuando se comprenden los procesos inconscien-tes que subyacen a la conducta —en concreto, el conflic-to entre la libido y el superego—, todos estos actos apa-rentemente irracionales son, en realidad, racionales: permiten la satisfacción de la libido de forma disfrazada. Los mecanismos de defensa que ocultan el cumplimiento de los deseos de la libido al superego son inconscientes, pero totalmente racionales. El avaro que atesora dinero que nunca utilizará no actúa de forma irracional, sino que se gratifica satisfaciendo un deseo infantil de retener las heces.

Hasta hace unos veinte años, también la economía se basaba casi en su totalidad en el concepto de hombre ra-

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cional. El homo economicus se representaba con una serie de preferencias por diversos bienes: equilibraba el precio y sus preferencias y compraba lo que le resultaba más ren-table. Asimismo se suponía que el hombre de negocios operaba de forma completamente racional: producía los bienes que mayor beneficio le proporcionaban y el precio que fijaba era el que aumentaba al máximo sus beneficios. Casi nunca se tenía en cuenta la posibilidad de que fuera perezoso, estúpido, ineficaz o de que andará detrás de un título nobiliario. Veremos que los economistas clásicos se equivocaban tanto con respecto al comprador, como con respecto al productor.

Me propongo demostrar que las personas son mucho menos racionales de lo que se suele creer y exponer de forma sistemática las razones. Nadie —ni que decir tiene que yo incluido— está exento. Voy a demostrar el predo-minio de la irracionalidad, por una parte, describiendo al-gunos de los muchos experimentos psicológicos que se

, han realizado recientemente sobre el tema y, por otra, ofreciendo ejemplos, a menudo sorprendentes, de la vida

/ cotidiana y de la actividad profesional. Todos somos irra-. dónales parte del tiempo, y cuanto más complejas son las

\ decisiones que hay que tomar más irracionales son. Se po-f dría pensar que la causa principal de la irracionalidad es Y^que la emoción nubla la capacidad de juzgar. Aunque se

trata de un factor que hay que tener en cuenta, no es el más importante. Hay muchos defectos inherentes al modo de pensar de las personas, que son los que princi-palmente vamos a examinar.

La irracionalidad sólo se puede definir en términos de racionalidad, por lo que debemos preguntamos qué es ser racional/La racionalidad adopta dos formas: el pensa-miento racional lleva a la conclusión más probablemente correcta, teniendo en cuenta el conocimiento de que se dispone; las decisiones racionales son más complicadas, puesto que una decisión sólo puede evaluarse si conoce-

tuos su objetivo: una acción racional es aquella que, te-niendo en cuenta el conocimiento de la persQna, tiene ma-yores probabilidades de alcanzar su objetivo.,ía raciona-lidad sólo se puede medir a la luz de lo que la persona silbe: sería estúpido que alguien mínimamente familiariza-do con la astronomía tratara de alcanzar la luna subiéndo-se a un árbol, pero la misma conducta en un niño sería to-talmente racional, aunque algo insensata .¿Es importante distinguir la irracionalidad de la ignorancia, que también existe a gran escala/En 1976, el 40 por ciento de los ciu-dadanos americanos creía que Israel era un país árabe, en lanto que, en la actualidad, uno de cada tres adolescentes británicos de trece años cree que el Sol gira alrededor de la Tierra.

No vamos a tratar de caracterizar en detalle la naturale-za del pensamiento rae ion al ¿(En general consiste en detec-inr regularidades en el mundo y aplicarlas para predecir el I nturo o para inferir aspectos hiasta el momento descono-cidos del presente o del pasado. IJna de las paradojas Alo-nó ficas más sorprendentes subyace a todo esto. El pensa-miento racional, incluyendo todo el pensamiento científi-co, se basa en el supuesto de la existencia de leyes que (gobiernan el mundo y de que tales leyes permanecen constantes en el tiempo: son las mismas en el futuro que cu el pasado. Este supuesto no se puede justificar; no vale II I i i'mar que, hasta donde sabemos, las leyes han permane-cido invariables en el pasado y, por tanto, así seguirán en el futuro, ya que es#> implica el supuesto que tratamos de demostrar. No voy a prestar atención a esta necesidad de un acto de fe, ya que me interesan los ejemplos concretos de racionalidad e irracionalidad, y la mayor parte de las personas saben la diferencia, al menos cuando se les señala.

Hay que establecer una distinción entre irracionalidad y error,' Para ser irracional, la acción tiene que realizarse deliberadamente. Pero un error cometido de forma invo-luntaria no es irracional, aunque sea un error."Al sumar

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dos columnas de cifras, podemos olvidar que nos lleva-mos una, lo que origina un error accidental. I £ Niel pensamiento racional ni la toma de decisiones ra-* ciónal conducen necesariamente a un resultado óptimo.)Sif

hubiéramos vivido antes de que se descubriera Australia,; habríamos concluido, con razón, que todos los cisnes eran blancos, pero nos habríamos equivocado, al carecer de co- i nocimientos suficientes sobre la fauna de los antípodas. Asimismo,alguien nos ofrece mil libras esterlinas si al] lanzar una moneda sale cara, a cambio de que, si sale cruz,] le paguemos cien, lo racional sería aceptar la apuesta, siempre que nuestro objetivo sea conseguir dinero y no nos preocupe perder a un amigo. Pero puede que salga cruz: a pesar de que nuestra decisión era racional no tiene consecuencias positivas>£n uno de sus relatos cortos, Saki ofrece un buen ejemplo de una conclusión racional equi-vocada. Mientras se tomaba al desayuno, un niño informó] a sus mayores de que había una rana en sus sopas de le- ; che. A pesar de que describió con detalle las manchas de la piel del animal, le dijeron que eso era imposible. Aun~| que la conclusión de los adultos —dado el estado dé sus conocimientos— era totalmente racional, estaban equivo-cados, para satisfacción del niño, que les explicó que él, mismo había puesto allí la rana. Tomar la decisión más ra-cional no implica obtener los mejores resultados, porque^ en los asuntos humanos casi siempre interviene el azar., Pero a lo largo de la vida, la casualidad tiende a equilibrar-se, y si se quieren alcanzar los propios fines en la medida de lo posible, lo mejor es tomar una decisión racional siempre que se pueda, aunque haya ocasiones en que otra habría tenido mejores resultados. Es posible que, al apun-tar las formas de equivocarse de las personas, este libro ? ayude a los lectores a tomar mejores decisiones con más \ frecuencia, pero, como veremos en el último capítulo, tal1

vez sea esperar demasiado. \ He subrayado que lo que constituye una decisión racio-

Im reducción 19

IUII depende del conocimiento personal. Con una condi-ción, Si se tienen razones para creer que el conocimiento de que se dispone no es suficiente, lo racional, sobre todo en el caso dé las decisiones importantes, es buscar más in-formación. Por desgracia, como vamos a ver, cuando las personas lo hacen, suelen actuar de forma totalmente irracional, ya que sólo buscan pruebas que apoyen sus creencias.

Hay medios racionales de conseguir un fin, pero cabe preguntarse si existe algo parecido a un fin racional. Los hay, desde luego, irracionales. Por ejemplo, la mayoría de las personas afirmaría que es irracional perseguir un fin inalcanzable. El ejemplo típico, llegar a la Luna, ya está su-perado. Además, es irracional pretender fines que se con-tradicen entre sí: no podemos intentar hacer feliz a nues-tro cónyuge al tiempo que lo explotamos al máximo. Tal vez otra forma de irracionalidad sea que muy pocos se preocupan de determinar cuáles son sus metas en la vida y su orden de prioridades. Actúan de forma espontánea, y aunque esto resulta atrayente o irritante, según el punto de vista personal, puede conducir a actos irracionales; es decir, si estas personas hubieran reflexionado antes de ac-tuar, quizá lo habrían hecho en un sentido más encamina-do hacia la consecución de sus fines.

Los filósofos han pablado largo y tendido del fin últi-mo, si es que lo tiene/de la humanidad, pero no han alcan-zado un consenso, pues esa es la naturaleza de la filosofía. Para ser racional, el fin de la humanidad debe ser tal que todos lo puedan perseguir sin problemas. Tres candidatos plausibles son: la supervivencia de la especie humana, la máxima felicidad del mayor número y la obtención del co-nocimiento. Ningunos de ellos resiste el análisis. Si unos seres extraterrestres, más amables, inteligentes y superio-res en todo a nosotros, aterrizan en nuestro planeta siendo

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portadores de un virus que supiéramos que nos eliminaría a todos, y si la iónica alternativa a la extinción fuera matar-los, lo haríamos sin dudar. Pero esta acción podría consi-derarse estrecha de miras y egoísta. En tales circunstan-cias, es posible que algunos decidieran tener en cuenta metas distintas a la supervivencia de la especie humana. En lo que se refiere a la felicidad, ¿cómo se mide? ¿Cómo se compara la desgracia de uno y la alegría de otro? La ob-tención del conocimiento parece una meta gloriosa, pero ¿por qué es mejor que esforzarse por ser un buen atleta o un excelente jugador de ajedrez? Además, el conocimien-to podría ser contraproducente, pues el uso imprudente de sus derivados tecnológicos podría traducirse en que no quedara nadie en la tierra para saber algo. Al pensar en fi-nes últimos, nos situamos más allá del reino de la raciona-lidad. Una meta concreta sólo se puede defender en tér-minos de otra superior. En palabras de Pascal: «El cora-zón tiene razones que la razón ignora». En consecuencia, los fines últimos no se pueden defender: por naturaleza, carecen de fines superiores que los justifiquen. En la prác-tica, es dudoso que nadie persiga de forma sistemática un fin de este tipo.

Nacemos con un conjunto de «impulsos biológicos», como el hambre, la sed, el instinto sexual y la evitación del dolor, así como con otras motivaciones más escurridizas pero igualmente poderosas, como la curiosidad o la nece-sidad de dominar o de pertenecer a un grupo. La presen-cia de tales impulsos nos hace tender a ponernos en pri-mer lugar. Se podría afirmar —y así se ha hecho— que esto es irracional. Las personas no difieren básicamente entre sí; mi vecino puede ser más o menos inteligente, in-genioso o guapo que yo, pero tenemos en común la mis-ma estructura biológica, sentimos el mismo dolor y com-partimos penas y alegrías similares. Lo racional sería que yo pusiera su felicidad al mismo nivel que la mía. Por des-gracia, esto no es así. Alguien podría sostener que su ex-

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periencía —su placer y su dolor— son únicos; sólo él pue-de experimentarlos. Incluso puede haber alguien que sea solipsista^ es decir, que crea que sólo existe él y que el mundo exterior es un capricho de su imaginación, por lo que tendría derecho a ponerse en primer lugar.

Hay que distinguir entre racionalidad y moralidad. Los intentos de justificar la moralidad desde un punto de vis-ta racional siempre han fracasado. La mayor parte de las personas adopta una postura de compromiso: aunque po-, nen su felicidad por encima de la de los demás, se esfuer-zan en mayor o menor grado por tener en cuenta ésta. No vamos a volver a considerar la racionalidad de los fines; sólo nos va a preocupar la irracionalidad de los medios.

Tal vez haya lectores que sostengan que algunos de los ejemplos de irracionalidad que vienen a continuación no lo son en absoluto. Es cierto que hay ejemplos límite. En primer lugar, buena parte de la irracionalidad deriva de no dedicar tiempo suficiente a la reflexión. Pero alguien pue-de sentirse muy satisfecho con una decisión y creer que cualquier ganancia conseguida mediante un mayor perio-do de reflexión no compensa el tiempo y el esfuerzo adi-cionales que implica. Un ejemplo límite sería el del direc-tor de una empresa que tiene que tomar una decisión de-licada y que dedica tanto tiempo a pensar en todas sus consecuencias quería empresa quiebra antes de que se haya decidido. El director que toma con rapidez una deci-sión que no es la mejor no puede ser acusado de irraciona-lidad, siempre que haya hecho un uso óptimo del tiempo de que dispone. Por otra parte, hay muchas personas que, sin estar presionadas por el tiempo, toman decisiones de-sacertadas porque no tienen en cuenta los factores rele-vantes. Ahorrarse el esfuerzo de reflexionar en profundi-dad puede ser razonable en el caso de decisiones triviales, pero, como vamos a ver, siempre es irracional, y a veces

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desastroso, cuando se toman decisiones complejas e im-portantes, como sucede en los negocios, la medicina o la política.

En segundo lugar, como sólo podemos tener un núme-ro limitado de ideas en la mente cada vez, al tomar deci-siones complejas no se combinan todos los factores rele-vantes, Una forma de resolver este problema es emplear lápiz y papel para determinar los pros y los contras de las diversas acciones, y es irracional no hacerlo. En su auto-biografía, Charles Darwin afirma haber usado dicho mé-todo —en este caso, con éxito— para decidir sí se casaba. Es poco probable que muchos le imiten a la hora de tomar esta decisión, aunque siempre sé puede sostener que hay demasiados aspectos que desconocemos,

En tercer lugar, como demostraré hacia el final del li-bro, tomar la mejor decisión, ya sea en un tribunal o en la vida diaria, suele implicar el uso de conceptos derivados de la estadística elemental. Pocas personas tienen a su dis-posición tales instrumentos de pensamiento racional. Sin embargo, en mi opinión, los numerosos errores que pro-voca el desconocimiento de k matemática elemental son tan evidentes que deben considerarse irracionales.

En cuarto lugar, muchas organizaciones no consiguen sus objetivos porque se hallan estructuradas de forma que fomentan la conducta egoísta de sus miembros. El egoís-mo, aunque sea inmoral, no es irracional, pero la organi-zación global funciona de forma irracional en el sentido de que no es capaz de emplear los medios más adecuados para conseguir sus fines,

En quinto lugar, las personas suelen distorsionar sus pensamientos sobre la realidad para sentirse más cómodas o felices. Un ejemplo es hacerse ilusiones: se tiene la creencia irracional de que lo que uno quiere va a suceder o de que cierta característica personal es mejor de lo que en realidad es. Este tipo de pensamiento es universal. En-gañarse a uno mismo puede contribuir asimismo a ser fe-

Introducción 23

liz. Se engaña el sádico director de escuela que cree que pega a los niños por su propio bien y no para dar rienda suelta a sus deseos eróticos. Hacerse ilusiones y engañarse a uno mismo pueden contribuir a ser feliz y, en este senti-do, son medios racionales para obtener un fin. Pero he de-finido la irracionalidad como el hecho de llegar a conclu-siones que no se pueden justificar por el conocimiento que se tiene, y, en la medida en que uno distorsiona su vi-sión del mundo o de sí mismo, piensa de forma irracional. Estamos hechos de tal modo que, para complacernos, a

. veces sostenemos creencias irracionales; el hecho de que nos satisfagan tanto no las hace menos irracionales.

Resumiendo, vamos a considerar irracional todo proce-so de pensamiento que lleve a una conclusión o decisión que no sea la mejor a la luz de las pruebas de que se dis-ponen y teniendo en cuenta las limitaciones de tiempo. Es evidente que esto supone establecer criterios muy eleva-dos para la racionalidad, pero me voy a referir sobre todo a decisiones y juicios inequívocamente irracionales por derivar de sesgos de pensamiento sistemáticos y evitables. Nuestro principal interés será demostrar y exponer tales sesgos, que son sorprendentemente habituales y que pue-den tener consecuencias muy perjudiciales. La discusión de si la conducta completamente racional es siempre de-seable tendrá lugar en el último capítulo.

£

No sólo somos víctimas de los instintos y los deseos in-teresados, sino que nos hallamos gobernados también por nuestro estado corporal, especialmente el del cerebro. No voy a hablar de los efectos de las lesiones cerebrales o de las enfermedades mentales graves en la racionalidad, pero quizá merezca la pena poner dos extraños ejemplos. Hay una pequeña zona en la mitad del lado derecho del cere-bro que provoca un curioso efecto si se desarrolla en ella un foco epiléptico1. En dicho foco, hay veces en que las

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células nerviosas se excitan al mismo tiempo, provocando un ataque epiléptico. Un foco en esta zona puede hacer que una persona se vuelva muy religiosa, evite las relacio-nes sexuales y abandone cualquier tipo de adicción, como el tabaco o el alcohol. Sorprendentemente, cuando se ex-tirpa el foco, la persona retoma su existencia anterior: se vuelve atea y retoma los cigarrillos, la bebida y el sexo, Puede ser que la forma adoptada por el cristianismo se deba en parte a que San Pablo sufriera un ataque epilépti-co en el camino a Damasco.

La esquizofrenia también tiene efectos devastadores so-bre la racionalidad. El paciente puede creer que un orga-nismo externo controla o dirige sus pensamientos o que es Napoleón o Jesucristo. Hay esquizofrénicos que toman todo al pie de la letra, así que cuando van por un pasillo y ven una puerta con un letrero que dice: «Por favor, llame antes de entrar», siempre llaman al pasar.

En realidad, los psicólogos saben mucho menos sobre la conducta irracional provocada por enfermedad mental o daño cerebral que sobre la irracionalidad común a la que todos tendemos, y que es la que aquí nos interesa. Los errores que se van a describir los cometen la mayor parte de las personas, aunque no todas. El lector que dé una res-puesta equivocada a algunos de los problemas que se van a plantear puede consolarse pensando que no es el único. Debe recordar que sabe que este libro es sobre la irracio-nalidad, por lo que es probable que esté alerta y no caiga en las trampas irracionales que se le van a tender. Pero cuando las preguntas se hacen a personas que no han sido prevenidas ni están sobre aviso, casi todas caen, general-mente hasta el fondo.

Muchos de los ejemplos proceden de la medicina. El lector no debe quedarse con la idea de que los médicos son más irracionales que los demás. Sencillamente, sus fa-

Introducción 25

líos se hallan mejor documentados que los de los periodis-tas, funcionarios, historiadores, ingenieros, generales, jue-ces y —por desgracia— psicólogos. En el libro aparecen locuras cometidas por todos estos expertos. Aunque las cifras tomadas 'de la medicina sobre tasas de mortalidad, poder diagnóstico de diversas pruebas, etc., eran correc-tas cuando se realizaron los estudios descritos, no tienen por qué serlo ahora, ya que las técnicas médicas progresan de forma constante. Para nuestro propósito, lo importan-te es el estado de los conocimientos en el momento en que se tomó una decisión, ya que sólo se puede demostrar que un médico ha actuado de forma irracional a la luz de los conocimientos de que dispone.

Al describir los experimentos psicológicos no he em-pleado apenas términos técnicos, pero hay tres que apare-cen de forma recurrente. Un sujeto es la persona sobre la que se realiza el experimento. Los sujetos suelen ser vo-luntarios, pero pueden ser estudiantes universitarios que se sientan presionados a presentarse «voluntarios» por sus profesores o a quienes se les diga que actuar de sujetos es parte esencial del curso. Además, hay personas que son sujetos de un experimento sin saberlo. Puede que el expe-rimentador escenifique hábilmente un accidente de coche y observe, desde el otro lado de la calle, a los que pasan de largo y a los que se detienen a ayudar; o puede que se acu-da sin pensarlo mucho a un grupo cuyo objetivo declara-do es perder peso, aiínque el real sea mucho más siniestro. En la actualidad, se requiere ser extremadamente pruden-te para no ser presa del ansia de los psicólogos sociales en busca de sujetos.

El segundo término es cómplice o aliado. El cómplice actúa como si fuera un sujeto del experimento, engañan-do a los sujetos que realmente toman parte en él, o asume otro falso papel predeterminado. El experimentador ins-truye al cómplice para que hable y actúe de un modo con-creto y poder registrar los efectos sobre la conducta de los

sujetos reales. Los cómplices pueden aparecer en cual-quier parte: la camarera que nos tira encima un plato de sopa, el dependiente que nos da el cambio equivocado o el tipo sentado a nuestro lado en el teatro que grita: «¡Fuego!». Todos pueden ser cómplices. No hay modo conocido de defenderse de ellos, pero, en tales circunstan-cias, conviene mantenerse ojo avizor por si alguien de as-pecto de profesor y con una libreta en la mano está al ace-cho en las proximidades.

Casi todos los psicólogos tienen como norma rendir in-formes a sus sujetos. La expresión, tal como se usa en psi-cología, tiene casi el sentido contrario al que le confieren los militares: al final del experimento, se le explica al suje-to en qué ha consistido, sobre todo cuando se ha emplea-do el engaño. Si, como suele suceder, se le ha inducido a realizar algo vergonzoso o su actuación en una prueba ha sido muy mala, se le dice que no es peor que los demás y se le despide tranquilamente con una palmadita en la es-palda. La información que nos interesa es la que se le da al sujeto a mitad de un experimento para descubrir el efecto en su actuación posterior.

En muchos de los estudios que se citan en el libro inter-viene el engaño, ya que los psicólogos, especialmente los psicólogos sociales, actúan con malicia. Tales engaños pueden inquietar a los lectores. Personalmente, no tengo opinión al respecto: lo mejor que se me ocurre es que si a un sujeto se le engaña para que actúe de forma vergonzo-sa en un experimento, es posible que aprenda algo de la experiencia. Muchos experimentadores refieren que sus sujetos les dieron las gracias por la interesante y saludable experiencia, pero ¿qué otra cosa iban a decir?

Suele ser habitual terminar la introducción haciendo un resumen detallado de los capítulos que siguen. Puesto que no es mi intención facilitarle la vida al lector evitándole la necesidad de seguir leyendo, no voy a hacerlo. No obstan-te, he aquí un bosquejo de la organización del libro. El ca-

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pítulo 2 trata de la razón predominante de los errores de pensamiento, que desempeña una función en muchos de los demás errores que se describen posteriormente en el li-bro. Los siete capítulos siguientes tratan de las causas so-ciales y emocionales de la irracionalidad, en tanto que los capítulos del 10 al 19 se refieren a los errores que se pro-ducen simplemente por nuestra incapacidad para pensar de forma correcta. Los dos capítulos siguientes describen métodos ideales para manipular las pruebas, que, si se usan, producirían, al menos en teoría, las mejores conclu-siones posibles a la luz de los datos disponibles; los resul-tados obtenidos con tales métodos se comparan con los que se obtienen por intuición, que demuestra ser grave-mente deficiente. El capítulo 22 es un resumen de los errores descritos en los capítulos anteriores en el que se demuestra cómo explican la extendida e irracional creen-cia en lo paranormal. En el último capítulo se examinan las causas profundas de la irracionalidad en términos de la historia evolutiva y la naturaleza del cerebro y se conside-ra lo que se puede hacer para fomentar la racionalidad, lo cual no resulta una tarea sencilla. Termino planteando la pregunta: «¿Es la racionalidad realmente necesaria o de-seable?».

NOTAS

ñ 1 Mandel, A. J., «The psychobioiogy of transcendence», en Davidson,

J. M. y Davidson, R, J., The Psvchobíology ofConsáousness, Nueva York, Plenum, 1980.

Capítulo 2 La impresión equivocada

El personaje principal de la película Tiburón era un es-cualo devorador de hombres. La proyección de la pelícu-la provocó una brusca disminución del número de bañis-tas en la costa de California, donde, de vez en cuando, aparece un tiburón cerca de la playa. Se calcula que el riesgo de que un tiburón ataque a un nadador es mucho menor que el que éste corre de morir en un accidente de coche de camino a la playa. NoJetiemos^n^cu^talos he^ chos reales^sino los que nos producen mayorjmpresión <3

Tos^rimeros que se nos ocurren. Como ejemplo adicional, vamos a examinar estas dos

preguntas: ¿hay más palabras que empiezan por «r» o más en las que esta letra aparece en la tercera posición? ¿Hay más palabras que empiezan por «k» o más en las que esta letra aparece en la tercera posición?1 A no ser que nos de-mos cuenta de que hay gato encerrado, es probable que nos inclinemos por la primera alternativa en ambas pre-

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La impresión equivocada 29

guntas. Pero nos equivocaríamos; hay más palabras en las que la «r» o la «k» aparece en tercera posición que pala-bras que comiencen por dichas letras. El error se debe a que las palabras, tanto en los diccionarios como en la mente, se hallan ordenadas por su letra inicial. Es fácil re-cordar palabras que empiecen por «r», como «roar», «rusty» y «ribald» [rugir, herrumbriento y procaz], pero mucho más difícil recuperar palabras como «street», «care» y «borrow» [calle, cuidado, tomar prestado], a pe-sar de su mayor frecuencia. Por si acaso el lector conside-ra que este experimento es injusto, porque no se puede sa-ber la respuesta sin contar las palabras en el diccionario, he aquí una variante que no implica dicho conocimiento. La pregunta es: ¿hay más palabras terminadas en «-ing» que palabras cuya penúltima letras sea la «n»?, la mayor parte de las personas cree que la terminación en «ing» es más común, pero, en realidad, la «n» es más frecuente, puesto que todas las terminaciones en «ing» tienen la «n» como penúltima letra, a las que hay que añadir muchas otras palabras (como «fine» [bien]). Recordamos con más rapidez palabras terminadas en «ing» y no nos dete-nemos a considerar el sencillo argumento que acabamos de exponer.

Juzgar basándose en lo primero que a uno se le ocurre se denomina «error de disponibilidad»2. Es el primero que he descrito porque invade todo tipo de razonamiento y, como veremos en el resto del libro, muchos otros erro-res específicos son, engrealidad, ejemplos adicionales de este error. Supongamos que estamos pensando en com-prarnos un coche y se lo decimos a un amigo. Este nos hace una elogiosa descripción del suyo. Muy impresiona-dos, nos apresuramos a comprar el mismo modelo, que resulta ser totalmente impredecible además de consumir cantidades increíbles de gasolina. La inmediatez y dispo-nibilidad de la descripción de nuestro amigo nos ha hecho olvidar todas las estadísticas de las revistas de consumido-

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res. Por otra parte, hemos cometido un segundo error co-mún, del que hablaremos más adelante: por muy bueno que sea el coche de nuestro amigo, puede no ser represen-tativo de ese modelo-en general. No hay dos coches del mismo tipo con el mismo rendimiento y es posible que nuestro amigo simplemente haya tenido suerte.

Hay decenas de experimentos que demuestran la exis-tencia de un razonamiento defectuoso provocado por el error de disponibilidad. Un caso extremo es el de un gru-po de sujetos que tuvieron que aprender una lista de pala-bras (tarea que los psicólogos adoran). Las palabras eran las mismas para todos los sujetos, exceptuando cuatro de ellas que, en el caso del primer grupo, eran términos elo-

, giosos (audaz, seguro de sí mismo, independiente y tenaz) y, en el del segundo grupo, eran términos despreciativos (descuidado, altivo, distante y obstinado). Tras aprender las palabras, todos los sujetos leyeron un relato corto so-bre un joven que tenía aficiones peligrosas, poseía un ele-vado concepto de sus capacidades, tenía pocos amigos y rara vez cambiaba de opinión después de haber tomado una decisión. Por último, los sujetos tuvieron que evaluar-lo. Aunque se había dejado muy claro que la lista anterior de palabras no tenía nada que ver con el joven de la histo-ria, los que habían aprendido los adjetivos favorables ex-presaron una opinión mucho más positiva sobre él que los que habían aprendido los adjetivos desfavorables. Las pa-labras se hallaban en sus mentes (estaban disponibles) cuando leyeron la historia y habían influido en sus inter-pretaciones. Si hay elementos, como las palabras que se aprendieron en este experimento, que influyen en la inter-pretación de algo que no tiene nada que ver con ellas, ¿cómo será de importante la influencia de aspectos sobre-salientes de una situación que están íntimamente relacio-nados con lo que se juzgue?

Para describir el siguiente experimento hay que expli-car un juego diabólico denominado: «El dilema del prisio-

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ñero»,.que se plantea de este modo: hay dos personas en prisión por un delito que se cree que han cometido juntas. El director de la prisión les comunica que la longitud de su condena dependerá, de una forma muy complicada, de que confiesen su delito. Les dice lo siguiente:

1. Si uno confiesa y el otro no, el que confiesa queda li-bre y el otro recibe una condena de veinte años.

2. Si ninguno de los dos confiesa, se les condena a am-bos a dos años de prisión.

3. Si confiesan ambos, cada uno pasa cinco años en la cárcel.

El dilema al que se enfrentan los presos es si deben con-fesar o no (están en celdas distintas y ninguno de los dos sabe lo que hará el otro). Lo mejor es que ninguno confie- V se, porque el tiempo conjunto que pasarán en prisión es de cuatro años. Pero no confesar es peligroso, ya que si uno de los dos confiesa, el que no lo haga pasará veinte años en prisión.

Este juego no se halla tan alejado de la vida real como a primera vista podría parecer. Es evidente que, a largo plazo, todos los países se verían beneficiados por la dismi-nución de las emisiones de dióxido de carbono, que cons-tituye la causa principal del efecto invernadero, cuyos re-sultados pueden ser desastrosos. Por otra parte, dicha dis-minución es cara: supone emplear menos combustibles fósiles o menos energía. Si todos los países se ponen de acuerdo, todos se benefician. Pero si algunos se niegan a reducir las emisiones de dióxido de carbono (como es el caso de Estados Unidos en la actualidad) y la mayoría está de acuerdo en reducirlas, los que se nieguen se beneficia-rán por partida doble: por ahorrarse los costos de reducir las emisiones y por la disminución de la magnitud del efecto invernadero provocada por la reducción de las emi-siones de los demás países/ Por poner un ejemplo más

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prosaico, la gente tiene que decidir si riega a escondidas el jardín en tiempos de sequía. Si todos lo hicieran, las reser-vas de agua podrían agotarse con resultados desastrosos para todos. Si sólo algunos actuaran de forma antisocial, se beneficiarían a expensas de una pequeña pérdida para la comunidad. Estas situaciones son totalmente equipara-bles a «el dilema del prisionero», juego que los psicólogos suelen usar para medir la disposición a colaborar. Realizar la elección que, tomada por ambos, conduce a la mínima pérdida para los dos, se denomina «elección de colabora-ción»; la otra es «de abandono»: que la realice uno de los dos supone una gran pérdida para el otro, en el caso de 1

que éste colabore. El juego ha creado infinitas especulaciones entre los fi-

lósofos porque no está claro cuál sería la actitud racional. Hasta hace poco, el enigma seguía sin resolverse. Incluso si nuestro oponente ha colaborado durante cierto tiempo, no sabemos cuándo dejará de hacerlo, lo que se traduce en una importante pena para nosotros, en el caso de que estemos colaborando. Ahora disponemos de indicaciones del mejor modo de jugar.^Una estrategia es cualquier regla adoptada por un jugador durante varias jugadas contra el mismo oponente; por ejemplo, «abandonarlo siempre» o «abandonarlo al azar la mitad de las veces y colaborar la otra mitad»3. En un reciente estudio, matemáticos y otros expertos propusieron un elevado número de estrategias diversas, que se compararon entre sí en un ordenador. La mejor estrategia, es decir, la que potencia al máximo las ganancias de un jugador frente a todas las demás analiza-das, fue la de «colaborar en la primera jugada y después copiar lo que el contrario haga en su último movimiento», Esta estrategia castiga al contrario cuando abandona y le recompensa cuando colabora. Su éxito es especialmente interesante, ya que indica que comportarse de forma al-truista. (a veces) supone la máxima ganancia para quien lo hace. La conducta altruista, cuya existencia ha supuesto

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un enigma para los teóricos de la evolución, puede contri-buir a conseguir los propios fines y, por tanto, a sobrevivir. Aunque en la vida real rara vez se produce el dilema del prisionero más de una vez de la misma forma, sí tienen lu-gar una y otra vez de formas distintas. De ahí que la estra-tegia apuntada probablemente siga siendo la mejor.

En los experimentos, la condena a prisión es sustituida por recompensa o castigos monetarios, aunque sólo sea para que resulte más fácil encontrar voluntarios que ha-gan de sujetos. Los «prisioneros» suelen encontrarse con dos botones (les llamaremos C y A, por cooperar y aban-donar) y reciben normas como:

Si ambos oprimen C, cada uno recibe cinco libras. Si uno oprime C y el otro A, el primero se le ponen diez

libras de multa y el segundo recibe la misma cantidad. Si ambos oprimen A, se les multa con una libra a cada

uno.

En el experimento que aquí nos interesa4, un grupo de sujetos escuchó un conmovedor programa de radio sobre una persona que había donado un riñon a un completo desconocido que necesitaba un trasplante, en tanto que el otro grupo de sujetos escuchó el relato de una conducta especialmente repugnante, a saber, una atrocidad urbana. Seguidamente, los sujetos tuvieron que jugar, por parejas, al dilema del prisionero. Los que habían escuchado la conmovedora historia del trasplante de riñon colaboraron mucho más que los que habían escuchado el relato de la atrocidad, a pesar de que las historias nada tenían que ver con el juego. De nuevo se comprueba que las experiencias recientes, aun cuando son irreíevantes, influyen en el ma-yor o menor grado de egoísmo dejajconducta. " He aqufotro ejemplo, muy~3Istinto pero igualmente

irracional, de un juicio defectuoso directamente provoca-do por el error de disponibilidad5. Se leyeron a los sujetos

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listas de nombres de hombre y de mujer, algunos de ellos ficticios, otros de personas famosas. Todos constaban del nombre y el apellido, por lo que el sexo era evidente. Cada lista contenía aproximadamente un 50 por ciento de nombres femeninos y un 50 por ciento de nombres mas-culinos, y los sujetos tenían que juzgar si había más nom-bres de hombre o de mujer. Cuando los hombres eran to-dos famosos, como Winston Churchill o John Kennedy, y las mujeres no eran conocidas, los sujetos creyeron que había más hombres que mujeres, y viceversa cuando las mujeres eran famosas y los hombres desconocidos. Los nombres de personas importantes producían mayor im-presión (estaban más disponibles) que los de personas des-conocidas, y los juicios se basaban en este factor en vez de en la frecuencia real de los hombres y mujeres de las listas.

Antes de comentar lo que hace que un material esté dis-ponible, hay que examinar varios ejemplos del hábil uso del error de disponibilidad en la vida real. Los organiza-dores del juego de la lotería dan el máximo de publicidad a los ganadores anteriores y, por supuesto, nada dicen de la gran mayoría que no ha ganado premio alguno. Al ha-cer publicidad de los ganadores, consiguen que el hecho de ganar sea lo que está más presente en la mente de los posibles compradores de billetes y les hacen creer que tie-nen mayores probabilidades de ganar de las que en reali-dad tienen. De modo similar, el ruido de monedas que emiten las máquinas tragaperras está destinado a llamar la atención hacia la posibilidad de ganar dinero; otras veces, la máquina mantiene un silencio absoluto.

De la tendencia de las personas a basar sus juicios en lo que está disponible se aprovechan todos los tenderos del mundo, así como, por lo demás, respetables editoriales. ¿Es más probable que compremos un libro que vale 5,95 libras u otro que cuesta 6? La cifra importante es la canti-dad de libras, por lo que se halla más disponible que la de los peniques y la gente se aferra a ella sin tener en cuenta

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que, en este caso, sólo hay una diferencia de precio de cin-co peniques.

Cabe preguntarse qué convierte algo en «disponible». Los experimentos citados demuestran que está disponible el material recientemente presentado, pero también se ha hallado que resulta disponible todo lo que produce una emoción intensa, lo que es espectacular, lo que lleva a la formación de imágenes y lo concreto frente a lo abstracto, Un asesinato cometido por un musulmán o un japonés re-cibe mucha más atención en la prensa que el que comete el señor Pérez; es más exótico, menos habitual y, por tan-to, está más disponible. Además, es más probable que los musulmanes o los japoneses provoquen sentimientos más intensos que el señor Pérez.

Se ha realizado una ingente cantidad de trabajo sobre las imágenes, que afectan a todos los aspectos de la vida mental6. Si alguien tiene que aprender a emparejar dos pa-labras —por ejemplo, a decir «coche» cuando se presenta «perro»—, lo aprende mucho más deprisa si se le dice que forme una imagen que conecte los dos elementos de la pa-reja, por ejemplo, imaginar un perro sentado en un coche. Las personas tienen una increíble capacidad de recordar imágenes7. Tras haberles mostrado una sola vez 10.000 fo-tografías son capaces de reconocer correctamente casi to-das una semana después, lo cual contrasta con la mala me-moria para las palabras aisladas. Más adelante, en este ca-pítulo, ilustraré el poder de las imágenes para provocar respuestas irracionales en el uso que de ellas se hace en la publicidad.

Hay varios experimentos que demuestran que el mate-rial concreto se halla más disponible que el abstracto. Uno de ellos también se basó en el dilema del prisionero8. El compañero del sujeto en el juego no era un compañero real, pues era el experimentador quien realizaba sus movi-

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miemos, consistentes en una cantidad predeterminada de movimientos de cooperación y de abandono. En una de las posibilidades, el sujeto sabia qué movimientos había hecho su compañero observando cuál de dos luces parpa-deaba. En la otra, se le pasaba una nota escrita por una ra-nura. Se podría pensar que esto no influiría en el concep-to que el sujeto tenía de su compañero, pero lo hacía de forma importante. Cuando se pasaban las notas, los suje-tos consideraban que sus compañeros realizaban movi-mientos más deliberados, es decir, con el propósito de cooperar con ellos o abandonarlos. Además, cuando se pasaban notas en vez de comunicarse a través de las luces, los sujetos mostraban más confianza en un compañero que realizara movimientos de cooperación, porque ellos mismos realizaban más movimientos de este tipo en el pri-mer caso que en el segundo. Del mismo modo, desconfia-ban más de un compañero que les abandonara cuando ha-bía notas que cuando había luces. Es extraordinario que influya tanto en la conducta el hecho de pasar una nota o de que una luz parpadee, pero la nota es un recordatorio concreto de que se está tratando con una persona real, en quien se puede confiar más o menos.

El error de disponibilidad es responsable de un elevado número de juicios irracionales en la vida real. ¿Es peligro-so un parque de atracciones? La mayoría de la gente así lo cree. Está la noria, con sus asientos girando precariamen-te en el aire; la montaña rusa, con sus terroríficas curvas y cambios de velocidad; el pulpo, que nos somete a una enorme fuerza centrífuga, al tiempo que nos zarandea de forma violenta, y otras máquinas que se mueven de diver-sas formas peligrosas. No obstante, la mayor parte de las personas (entre las que me incluía hasta que recibí la in-formación) están equivocadas. Según un informe del Co-mité Británico de Salud y Seguridad, montar en bicicleta

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por una carretera principal durante una hora implica un riesgo cuarenta veces mayor de morir que pasar el mismo tiempo montado en los aparatos de un parque de atraccio-nes y éstos son siete veces más seguros que conducir un coche. Los accidentes en un parque de atracciones son, desde luego, espectaculares y reciben mucha publicidad; están «disponibles». Se sabe asimismo que se sobreesti-man las posibilidades de morir de muerte violenta, por ejemplo, en un accidente aéreo o en disturbios callejeros. En un estudio9 se halló que la gente cree que tiene el do-ble de probabilidades de morir en un accidente que de un derrame cerebral, cuando, de hecho, mueren cuarenta personas de un derrame por cada una que muere en un accidente. La razón de esta falsa creencia es que, aunque la mayor parte de las personas muere en la cama, los acci-dentes aéreos y la violencia aparecen constantemente en los medios de comunicación y son dramáticos, por lo que se hallan «disponibles».

No sólo se sostienen creencias irracionales sobre la fre-cuencia de la violencia, sino que éstas impulsan a realizar acciones totalmente irracionales. En 1986 descendió de forma acusada el número de turistas estadounidenses en Europa, asustados por una serie de secuestros aéreos a los que se había dado mucha publicidad y, probablemente, por el bombardeo americano de Libia. Pero no tuvieron en cuenta el predominio de los delitos violentos en Esta-dos Unidos (que recibió mucha menos publicidad); de he-cho, los estadounidenses que viven en ciudades corrían un riesgo mucho mayor de morir de muerte violenta quedán-dose en su país. Es la misma negativa irracional a viajar en avión que se produjo durante la Guerra del Golfo.

A veces, parece que el error de disponibilidad impulsa a obrar de forma racional. En California, después de un terremoto se incrementa la contratación de pólizas de se-guros, pero vuelve a disminuir de forma gradual hasta el siguiente. Sin embargo, esta conducta tampoco es racio-

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nal, ya que contratar una póliza de seguros debería depen-der no de cuando haya sido el último terremoto, sino de la probabilidad de que se produzcan en el futuro. Asimis-mo, después de que se "descubriera que la señora Ford y la señora Rockefeller tenían cáncer de mama, grandes canti-dades de mujeres americanas corrieron a los hospitales para someterse a pruebas diagnósticas. Hasta entonces habían permanecido insensibles a las advertencias del go-bierno de que se hicieran pruebas de forma regular.

Hay un ejemplo más cotidiano de los efectos de la dis-ponibilidad, que todo conductor conocerá. El conductor que acaba de pasar por delante del lugar de un accidente casi siempre disminuye la velocidad. El accidente hace que esté disponible la posibilidad de sufrir también uno, aunque, por desgracia, el efecto desaparece a los pocos ki-lómetros. Ver un coche de policía produce el mismo resul-tado.

El error de disponibilidad es tan común en la actividad profesional como en la vida diaria10, Se sabe que un médi-co que recientemente ha tratado varios casos de una en-fermedad concreta se halla más proclive a diagnosticar di-cha enfermedad a pacientes que no la tienen. Esto tendría sentido en el caso de una enfermedad contagiosa, pero el diagnóstico equivocado se produce incluso en las no con-tagiosas, como la apendicitis11. Del mismo tipo de error adolecen los agentes de Bolsa que, cuando el mercado sube, recomiendan comprar a sus dientes y vender cuan-do baja. Desde el punto de vista estadístico, no hay rela-ción, o muy poca, entre las subidas y bajadas de un día para otro o de una semana a otra, pero el mero hecho de que las acciones suban impulsa a comprarlas. La estrate-gia correcta es la opuesta; es decir, comprar en periodos de depresión y vender en periodos de alza, aunque no es fácil llevarla a cabo. Los directores de empresa tampoco se libran. En vez de usar todos los datos a su disposición o, aún mejor, buscar nueva información cuando la necesi-

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tan, se dejan influir por una conversación a la hora de la comida o una noticia que leen en el periódico.

Las estadísticas son abstractas y carecen de color, razón por la que la mayor parte de las personas no les presta atención. Saber que fumar multiplica por diez el riesgo de padecer cáncer de pulmón tiene poca influencia. Quienes dejan de fumar suelen hacerlo cuando se produce un he-cho aislado dramático; por ejemplo, si sufren de neumo-nía y el médico les dice que es probable que la esté produ-ciendo un cáncer o si un amigo íntimo muere de cáncer de pulmón. Cabría pensar que la razón de que el hábito de fumar haya disminuido en mayor medida entre los médi-cos que entre la población en general es que son más inte-ligentes y conocen las cifras de mortandad que causa el ta-baco, además de querer predicar con el ejemplo ante sus pacientes12. Una encuesta a gran escala realizada a médi-cos demostró que se trata de una visión muy idealizada. Han dejado de fumar los médicos que han estado más ex-puestos a los efectos del tabaco, por ejemplo, los especia-listas del aparato respiratorio y los radiólogos. Pero el he-cho de fumar se ha reducido mucho menos en otras espe-cialidades y en los médicos de cabecera. Las estadísticas sobre el tabaco no tienen, ni siquiera para los médicos, la misma inmediatez que ver morir a alguien a causa del há-bito de fumar.

Se suele decir que la primera impresión es la que cuen-ta, lo cual estaría en conflicto con el «error de disponibili-dad», según el cual, lo que ha sucedido en último lugar es lo que más presente se halla en la mente y, por tanto, lo más importante. Antes de resolver esta paradoja, debemos examinar los datos sobre la importancia de las primeras impresiones13.

Uno de los primeros experimentos sobre este tema fue el que realizó Solomon Asch en Estados Unidos. Pidió a

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los sujetos que evaluaran a una persona basándose en una lista de seis adjetivos que la describían. Podía decírseles, por ejemplo, que era «inteligente, trabajadora, impulsiva, crítica, obstinada y envidiosa». A otros sujetos se les da-ban las mismas palabras pero en sentido contrario: «envi-diosa, obstinada, crítica, impulsiva, trabajadora e inteli-gente». Después, todos los sujetos tenían que rellenar una hoja de evaluación de la persona. Por ejemplo, debían in-dicar hasta qué punto creían que era feliz, sociable, etc. Los sujetos que habían oído la primera lista, que empeza-ba con adjetivos favorables, dieron una evaluación más elevada de la persona que los que habían recibido la lista que empezaba con términos despreciativos. Este efecto —hallarse más influido por los elementos iniciales que por los finales— se denomina «error de primacía» y tiene dos posibles explicaciones.

En primer lugar, en el experimento de Asch, es posible que, cuando los sujetos oyeran las primeras palabras, co-menzaran a construir una imagen mental de la persona, intentando seguidamente ajustar las palabras posteriores a dicha imagen. Un sujeto que hubiera oído que la persona era inteligente o trabajadora podía pensar que «impulsi-vo» significa espontáneo y considerarlo como algo bueno, en tanto que quien hubiera oído los adjetivos negativos «envidioso» y «obstinado» pensaría que «impulsivo» sig-nificaba actuar de forma precipitada y sin reflexionar.

La otra posibilidad es que, cuando las personas asimilan información, su atención se dispersa y, por tanto, están más influidos por los primeros elementos que reci-ben que por los últimos14. Un ingenioso experimento in-dica que tal explicación no es correcta. Los sujetos vieron a un cómplice del experimentador resolver treinta anagra-mas consecutivos. El cómplice que sabía las respuestas, siempre resolvía exactamente la mitad de los anagramas, pero muchos al principio y unos cuántos al final o vicever-sa. A los sujetos se les preguntó seguidamente cuántos

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anagramas había resuelto la persona que habían observa-do. Cuando había resuelto más anagramas de los prime-ros, creyeron que había resuelto más en total que cuando había solucionado más de los finales. Éste es otro ejemplo de la importancia de las impresiones iniciales, pero la par-te inteligente del experimento es que se pidió a los sujetos que adivinaran después de cada anagrama si la persona iba a resolver el siguiente. Tenían que prestar atención de forma continua, ya que lo que adivinaban cambiaba a me-dida que variaba el número de anagramas resueltos: a ven-ces, cuando se resolvían muchos anagramas, tendían a pensar que también se resolvería el siguiente, pero cuando se solucionaban pocos, creían que el siguiente no se resol-vería. Aunque es evidente que prestaron atención todo el tiempo, los sujetos seguían creyendo que se habían resuel-to más anagramas en total si los que se habían soluciona-do aparecían fundamentalmente al principio que si lo ha-cían al final. Por tanto, la falta de atención a los elementos finales no es la causa del error de primacía.

Estos y muchos otros experimentos indican que las^'j creencias se forman a partir de primeras impresiones y que la información posterior se interpreta a la luz de tales creencias. No hay, sin embargo, conflicto entre el error de primacía y el efecto de lo reciente sobre la disponibilidad. •El error de primacía se produce porque, cuando se pre-senta material relacionado (como el artículo de un perió-dico) , la interpretación del material inicial influye en la del luial. Por otra parte, el efecto de lo reciente tiene lugar cuando el material no está relacionado, circunstancia en que tendemos a dejarnos influir por lo que hemos visto u oído más recientemente.

Cabe considerar el error de primacía como una forma del error de disponibilidad: los elementos iniciales están inmediatamente disponibles en la mente cuando nos llega el resto. Al emitir un juicio, lo que importa no son los ele-mentos reales, sino el significado que les conferimos, sig-

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niñeado que puede verse alterado por el primer material que nos llega, sobre todo si es relevante para el resto. Este error se relaciona con otro sesgo del pensamiento que se tratará en un capítulo posterior, en el que se demostrará que, por diversas razones, nos solemos aferrar tenazmen-te a nuestras creencias y tratamos por todos los medios de no descubrir que pueden ser erróneas.

El error de primacía tiene importantes consecuencias para la vida cotidiana. Si conocemos a alguien cuando está enfadado, es probable que nos predispongamos en su contra, a pesar de que luego se comporte de forma más agradable. Se ha demostrado15 que los entrevista dores se forman una opinión del candidato en el primer minuto y dedican el resto de la entrevista a confirmar dicha impre-sión. Al escribir un libro, hay que asegurarse de que el co-mienzo sea muy bueno. (Entre paréntesis: pocas personas terminan los libros que empiezan, así que, en general, no importa que el último capítulo sea una jerigonza incom-prensible.) Al redactar un examen, hay que asegurarse de que el primer párrafo sea muy bueno; y si un médico diag-nostica a un paciente, tiene que esforzarse por considerar tanto los últimos síntomas que éste ha descubierto como los primeros.

El error de disponibilidad se halla también relacionado con el efecto de halo. Si alguien posee un rasgo positivo destacado (disponible), es probable que los demás consi-deren el resto de sus rasgos mejor de lo que en realidad son. Los hombres y las mujeres tienden a recibir una ele-vada evaluación en inteligencia, cualidades atléticas, senti-do del humor, etc. En realidad, el aspecto físico tiene poco que ver con tales características y la baja correlación entre f K g U t p o y SCI' inteligente no basta para explicar los erro-fÜ que M cometen «1 emitir un juicio. A propósito, existe Ú l & C t O Contrario, que »c conoce como el efecto diabóli-

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co. La presencia de un rasgo negativo destacado, como el egoísmo, puede disminuir la opinión de los demás sobre el resto de los rasgos de la persona: se tiende a considerar-la menos honrada e inteligente de lo que realmente es. Un caso extremo se produjo cuando tuve que formar parte de un jurado que debía juzgar un caso de violación de una menor. Uno de mis compañeros comenzó la sesión ha-ciendo el siguiente comentario sobre el acusado: «No me gusta su aspecto. Creo que debemos declararlo culpable». Quienes se hallan influidos por el efecto de halo no tienen conciencia del modo en que les afecta.

Una de las consecuencias más extraordinarias del efec-to de halo se produce en el blackjack.16. Si, en el casino, la primera carta que muestra el que las reparte es un as, cual-quier jugador puede «asegurarse», es decir, hacer una apuesta adicional de más de la mitad de la original. Si el que reparte saca un blackjack, el jugador recibe el doble del valor de su apuesta adicional; en caso contrario, pier-de todo. Un sencillo cálculo demuestra que, a menos que haya contado las cartas, el jugador perderá una media del 7,7 por ciento del dinero, apostado como «seguro». Sin embargo, Willem Wagenaar demostró que, en un casino holandés, la mayor parte de los jugadores se aseguraba a veces y el 12 por ciento lo hacía siempre. Concluye que la única explicación de esta conducta irracional es que la pa-labra «seguro» llevaba a los jugadores a creer que era lo más prudente que pedían hacer17.

El efecto de halo tiene otras consecuencias perjudicia-les. En un estudio, los mismos exámenes se escribieron dos veces, una con buena letra y otra con mala letra. Se-guidamente se entregaron a dos grupos de examinadores: todos vieron todos los exámenes, la mitad con buena letra y la otra mitad con mala letra. Por término medio, los exá-menes escritos con buena letra obtuvieron calificaciones ™ucho más altas que los otros. Un experimento similar

vo resultados aún más terribles18. Cuando el mismo exa-

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men se le presentó a los examinadores con un nombre masculino o femenino, obtuvo mejores notas cuando el examinador creía que era un hombre quien lo había escrito.

Durante muchos años, en la industria de la publicidad se ha hecho buen uso (o malo, depende del punto de vis-ta) del efecto de halo. Una lata de refresco de naranja con el nombre de «Sunblessed» [bendecida por el sol] evoca visiones de naranjas que maduran al sol del Mediterráneo, efecto que puede incrementarse si en la lata aparece el di-bujo de seductores árboles cargados de naranjas de bri-llantes colores. ¿Y por qué no completarlo con una playa? AI posible comprador se le borra el contenido de la lata, gracias a los atributos que sugieren el nombre y el dibujo, y espera que sea delicioso, tanto si lo es como si no. De he-cho, es posible que le sepa mejor de lo que realmente sabe, porque le añade un conjunto de expectativas —na-ranjas jugosas y maduras y un ambiente de vacaciones— que influye en el sabor. No obstante, en la mayor parte de los productos, son irrelevantes el nombre y el envase, sal-vo si indican que el fabricante ha tenido el buen sentido de elegir una buena agencia de publicidad o de envasado.

Aunque hace sesenta años que se conoce el efecto de halo, es notable la poca atención que se le ha prestado. Es muy reciente que los exámenes lleven número en vez de nombre, método que, gracias a los administradores uni-versitarios, deviene inútil, pues suelen numerar los exáme-nes por orden alfabético, posiblemente por temor a que los examinadores no sepan contar. Una de las formas más perjudiciales del efecto de halo a la que no se presta aten-ción es el predominio prácticamente universal de la entre-vista como medio de selección, ya sea de personal hospi-talario, estudiantes universitarios, oficiales del ejército, policías, funcionarios, etc, Voy a demostrar más adelante que la inmensa mayoría de las entrevistas no sirve para nada y que dicho procedimiento puede disminuir las po-sibilidades de elegir al candidato correcto. Esto se debe,

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en parte, al efecto de halo: al entrevi stador le influyen de-masiado aspectos comparativamente triviales, aunque destacados, del entrevistado, que afectan su forma de juz-gar el resto de sus características.

Se podría pensar que en un tema científico no tiene lu-gar el efecto de halo19. Por desgracia, no es así, Cuando un científico o, generalmente, varios científicos envían un ar-tículo a una publicación erudita, ésta debe decidir si lo acepta o no. Normalmente, envía el artículo a dos o tres asesores, elegidos por ser expertos en el campo, general-mente muy limitado, que cubre el artículo. El editor deci-de publicarlo basándose en los informes de estos exper-tos. En 1982, dos psicólogos publicaron la descripción de un truco revelador. Seleccionaron doce artículos publica-dos en doce famosas revistas de psicología, escritos por miembros de los diez departamentos de psicología más prestigiosos de Estados Unidos, como Harvard o Prince-ton, por lo que sus autores eran eminentes psicólogos. A continuación cambiaron los nombres de los autores por otros inventados, a los que situaron en universidades ima-ginarias, como el Centro Tri-Valley para el Potencial Hu-mano. Luego repasaron atentamente los artículos y, cuan-do encontraban un párrafo que podía dar una pista sobre su verdadero autor, lo modificaban ligeramente, pero sin alterar el contenido básico. Pasaron a máquina los artícu-los y los enviaron con los nombres y las universidades fal-sos a las mismas revistas que originalmente los habían pu-blicado.

Sólo tres de ellas descubrieron que ya habían publicado el artículo, lo cual supone un grave lapsus de memoria por parte de los editores y de sus asesores, pero la memoria es falible. Sin embargo, lo peor estaba por venir: ocho de los nueve artículos restantes, todos ellos previamente publica-dos, fueron rechazados. Además todos y cada uno de los dieciséis asesores y de los ocho editores que leyeron los ar-tículos afirmaron que el artículo que habían examinado

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no reunía méritos para su publicación. He aquí un sor-prendente ejemplo del error de disponibilidad, que indica que, a la hora de decidir sobre la publicación de un artícu-lo, los asesores y los editores prestan más atención al nom-bre del autor y a la categoría de la institución a la que per-tenece que a su contenido científico. Cabría pensar que semejante sesgo no podría producirse en un tema verda-deramente riguroso como la física. Pero una revisión de sesgos, basada en 619 artículos publicados en revistas de física, concluye que «conseguir publicar puede a veces ser más fácil» sí se «forma parte del grupo habitual de físicos famosos», lo cual es, sin lugar a dudas, una forma muy suave de expresarlo.

Hay varias explicaciones de los fallos en los artículos de psicología. Voy a suponer que todos se deberían haber publicado, aunque eso no afecta mi argumento. En lo que se refiere a la irracionalidad humana, los editores erraron al publicarlos originalmente o al no publicarlos posterior-mente.

Los editores y sus asesores podían haber actuado como lo hicieron por una de estas dos razones racionales, o por ambas. En primer lugar, es posible que la investigación re-ferida en el artículo ya se hubiera publicado en los dos anos transcurridos desde que aparecieron los artículos originales. Un examen de los informes de los asesores re-veló que no era ésta la razón: ninguno rechazó los artícu-los porque los hallazgos que referían no fueran nuevos. En segundo lugar, se podría sostener que los que trabajaban para una prestigiosa institución son más cuidadosos a la hora de recoger datos y menos inclinados al fraude que los que proceden de una institución desconocida. Esta razón no es plausible, aunque sólo sea porque ciertos psicólogos de prestigiosas instituciones deben su renombre a fraudes que les han salido bien. Es poco probable que ésta fuera la razón del rechazo de artículos de autores desconocidos, ya que los asesores realizaron críticas detalladas de varios

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puntos, muchas de las cuales parecen válidas. Criticaban las estadísticas empleadas y realizaban comentarios como: «La organización teórica... es floja y se halla repleta de... conclusiones no documentadas» o «Es muy confuso».

La explicación más probable es que tanto la aceptación inicial como el rechazo posterior se produjeron por moti-vos irracionales. Las primeras palabras que un asesor o editor ve al leer un artículo son el nombre del autor y el de la institución a la que pertenece. Si son prestigiosos, esta-rá predispuesto a interpretarlo de la forma más favorable posible; si no lo son, probablemente buscará fallos y será más sensible a los errores que a los aciertos. Se trata, por tanto, de una demostración espectacular del error de dis-ponibilidad combinado con el efecto de primacía y el de halo.

Todos somos irracionales de vez en cuando y, en con-creto, todos somos susceptibles de someter errores de dis-ponibilidad. Voy a poner un último y sorprendente ejem-plo, esta vez relacionado con editoriales. En 1969, Jerzy Kosinsky ganó con la novela Steps [Pasos] el American National Book Award de ficción. Ocho años después, un bromista lo copió a máquina y envió el manuscrito, sin tí-tulo, y bajo nombré falso a catorce editoriales importantes y a trece agentes literarios de Estados Unidos, incluyendo Random House, la editorial que lo había publicado. Ni una sola de las veintisiete personas que lo recibieron se dio cuenta de que ^a se había publicado. Aún más: las veintisiete lo rechazaron. Lo único que le faltaba era el nombre de Jerzy Kosinsky para producir el efecto de halo; sin él, se convertía en un libro indiferente. La industria

, editorial no es más irracional que cualquier otra y, a pesar del asunto Kosinsky, probablemente no se merezca el co-mentario de Colin Haycraft: «Si no sabe vivir, escriba; si no sabe escribir, sea editor; si no puede ser editor, sea agente literario; y si no puede ser agente literario, que el

jk Señor le proteja».

47 Irracionalidad i-

MORALEJA

1. Nunca base un juicio o una decisión en un único caso, por sorprendente que sea.

2. Al formarse una impresión de una persona (u obje-to), trate de analizar sus diversas cualidades sin permitir que ninguna de las que destacan (sea buena o mala) influ-ya en su opinión sobre las restantes. Puede que esto peque de frialdad, pero es importante en situaciones en que, como en una entrevista o en un diagnóstico basado en un conjunto de síntomas, el juicio pueda afectar seriamente a la persona que se juzga.

3. Cuando se le presente información relacionada, pos-ponga el juicio hasta el final; trate de conceder la misma importancia al último elemento que al primero.

4. Evite la información que le pueda predisponer a fa-vor o en contra; por ejemplo, al juzgar si hay que publicar un libro o un artículo, intente no saber el nombre del au-tor hasta haberse formado su propia opinión del trabajo.

5. Si es usted editor, y no quiere publicar dos veces el mismo libro, compruebe la lista de obras publicadas cuando reciba un manuscrito.

Ncrc?

1 Tversky, A., y Kahneman, D., «Availability: a heuristic for judging frequency and probability», CognitiveVsycbology, 1973,5,207-232. Este artículo puso a disposición de todos el concepto de «disponibilidad».

2 Higgins, E, T., Rholes, W. S., y Jones, C. R., «Categoiy accessbility and itnpression formation», Journal of Experimental Social Psychology, 1977,13,141-154.

3 Axelrod, R., The Evoluíion of Cooperarían, Nueva York, Basic Books, 1984.

4 Hornstein, H. A., LaKind, E., Frankel, G.; y Manne, S., «Effects of knowtedge about remote social events on prosocial beliaviour, social

La impresión equivocada 48

conception, and mood», Journal of Personaliy and Social Psychology, 1975,32,1038-1046.

5 Tversky, A., y Kahneman, D., op. cit. 6 Bower, G. H., «Menta! imagery and associative learning», en Gregg,

L. (ed.), Cognition in Learning and Memory, Nueva York, Wiley, 1972. 7 Standing, L., «Learning 10.000 pktures», Quarterly Journal of Expe-

rimental Psychology, 1973,25,207-222. 8 Enzle, M. E., Hansen, R, D.t y Lowe, C. A., «Humanizing the mi-

xed-motive paradigm: methodological implications from attribution theoty»,Simulation atidGames, 1975,6, 151-165.

9 Slovic, P., Fischhoff, B., y Lichtenstein, S., «Characterizing percei-ved risk», en Kates, R. W., Hohenemser, C-, y Kasperson ,J. V. (eds-), Pe-rilous Progresa: technology as hazard, Boulder, CO, Westview.

10 Elstdn, A. S., Shulman, L. S., y Spraíka, S. A., MedicalProblem Sol-ving: An Analysis of Clinical Reasoning, Cambridge, Mass, Harvard Uni-versity Press, 1978.

11 Dreman,D., Contraria»InvestmentSirategy, Nueva York, Random House, 1979.

12 Borgída, E., y Nisbett, R E., «The differenrial impact of abstract vs concrete information on dedsions», Journal of Applied Social Psychology, 1977,7,258-271.

15 Asch, S., «Forming fmpressions of personality», Journal ofAhnor-mal and Social Psychology, 1946,41, 258-290.

M Jones, E. E., Rock, L„ Shaver, K. G„ Goethals, G. R , y Ward, L. M., «Pattern of performance and ability attribution; an unexpected primayeffect», Journal of Personality and Social Psychology, 1968, 10, 317-340,

" Dawes, R M., Rational Choice in an Uncertain World, Orlando, Harcourt, Brace, Jovanovich, 1988.

16 Wagenaar, W. A., Paradoxes of Gambling Behaviour, Hove, Law-rence Erlbautn Associates, 1988.

17 Nisbett, R E., y Wilson, T. D., «The halo effect: evidence for un-conscious alteration of jjudgements», Journal of Personality and Social Psychology, 1977,35, 250-256.

18 Broveman, I. K. D., Broveman, D. M., Clarkson. F. E., Rosenk-rantz, P. S.; y Vogel, S. R , «Sex role strategies and clinical judgments of mental health», Journal of Consulting and Clinical Psychology, 1970, 34, 1-7.

19 Peters, D. R , y Ceci, S. J., «Peer-review practices of learned jour-nals: the fate of published articles subrnitted again», The Behavioral and Brain Sciences, 1982,5,187-755.

Capítulo 3

Obediencia

A principios de los años sesenta, Stanley Milgram1 puso un anuncio en un periódico local solicitando sujetos para un experimento en la Universidad de Yale. A pesar del es-caso salario (cuatro dólares) que ofrecía, consiguió cientos de personas de todas las profesiones y condiciones socia-les: carteros, profesores, vendedores, trabajadores manua-les, etc. Cuando llegaron al laboratorio, se les dijo que iban a tomar parte en un experimento sobre los efectos del castigo en el aprendizaje. A cada sujeto se le presentó un cómplice del experimentador y se le explicó que uno de los dos tendría que enseñar una sencilla tarea al otro.

El sujeto y el cómplice echaron a suertes quién sería el profesor y quién el alumno sacando de una caja dos pape-les. Con la malicia que se ha convertido en distintivo del psicólogo social, el experimentador había escrito «profe-sor» en ambos papeles para que el sujeto creyera que era el azar quien le había seleccionado como tal. La tarea del

50

Obediencia 50

alumno consistía en aprender a asociar dos palabras; por ejemplo, tenía que aprender a responder «caja» a la pala-bra «azul». El profesor leía la palabra «azul» y otras cua-tro: cielo, tinta, caja, lámpara, y el alumno —es decir, el cómplice— debía apretar uno de cuatro botones para in-dicar cuál era la correcta. Como es natural, había muchos pares de palabras que aprender.

El profesor se hallaba en la habitación contigua al alumno, pero podía ver si había elegido la respuesta co-rrecta porque se encendía una de las cuatro luces posibles. Antes de que el alumno comenzara a aprender las pala-bras, el profesor veía cómo le ataban con correas a una si-lla. El experimentador le decía que era para evitar que se moviera en exceso cuando se le aplicaran las descargas eléctricas, y añadía: «Aunque las descargas pueden ser ex-tremadamente dolorosas, no provocan daño permanente en los tejidos». En la habitación del profesor había un ge-nerador de descargas, con interruptores en los que estaba indicado el voltaje (de 15 a 450 voltios). Además los inte-rruptores estaban agrupados y debajo de cada grupo ha-bía una descripción de la intensidad de la descarga; por ejemplo, «descarga ligera», «descarga intensa», «peligro, descarga muy intensa». Un timbre sonaba cuando se apre-taba uno de los interruptores. Se le dijo al sujeto que de-bía aplicar una descarga cada vez que el alumno se equi-vocara e incrementara el nivel de forma escalonada tras cada error sucesivc^ Cuando el sujeto ponía reparos a au-mentar la intensidad de la descarga, el experimentador le instaba a continuar, con frases como: «El experimento re-quiere que usted continúe» o «No tiene elección. Debe continuar».

No se producían descargas, claro está, pero el alumno que supuestamente las recibía chillaba y gemía cuando se alcanzaba una intensidad de 75 voltios y, en intensidades superiores, gritaba que le soltaran o que no podía resistir el dolor. Superados los 339 voltios, permanecía callado y

51 Irracionalidad i-

dejaba de responder, aunque al profesor se le decía que si-guiera administrándoselas por no contestar.

Por increíble que parezca, veinticinco sujetos de los cuarenta que participaron en el primer experimento si-guieron emitiendo descargas hasta alcanzar la intensidad más elevada, 450 voltios, en la que se leía: «Peligro, des-carga muy intensa». De los restantes, ninguno se detuvo en «descarga moderada» y varios llegaron a la «descarga de intensidad extrema».

Milgram realizó muchos cambios en el experimento, con resultados tan desalentadores como los del original. Tal vez resulte sorprendente que un número igual de mu-jeres que de hombres aplicara descargas de máxima inten-sidad. Es posible que, a pesar de ser más compasivas que los hombres, las mujeres sean más obedientes a la autori-dad (como testimonia la inferior tasa de delitos femeni-nos), por lo que ambas tendencias se contrarrestarían. Cuando se colocó a los sujetos en la misma habitación que el alumno, el número de los que emitió descargas de má-xima intensidad se redujo a uno de cada cuatro, posible-mente porque la proximidad hace que el sujeto se percate de las consecuencias de lo que está haciendo (otro ejem-plo de «disponibilidad»). Es probable que la proximidad haga asimismo que el sujeto se sienta en el mismo grupo que el cómplice y no en el del lejano experimentador, lo cual le lleve a ser más leal al primero que al segundo. Por último, cuando, tras dar las instrucciones iniciales, el ex-perimentador salía de la habitación y no seguía allí acosan-do al sujeto para que continuara con las descargas, sólo nueve de los cuarenta sujetos llegaron a la intensidad má-xima, lo cual ya es bastante malo de por sí. Incluso cuan-do se dejó totalmente libres a los sujetos para decidir la máxima intensidad de la descarga sin ningún tipo de pre-sión, uno alcanzó la máxima.

Se podría pensar que los sujetos se habían dado cuenta de que se trataba de un juego y de que no se producían

Obediencia 52

descargas reales. Por desgracia, no es así. Muchos de ellos se pusieron muy nerviosos durante el experimento. Suda-ban, temblaban y pedían al experimentador que les per-mitiera parar. Todos los protocolos de los sujetos dicen lo mismo. Al alcanzar la máxima intensidad de la descarga, uno dijo al experimentador: «¿Y si se ha muerto ahí den-tro? Me dijo que no podía soportar las descargas», pero le administró una más de 450 voltios. Otro dijo: «Estaba muy preocupado por aquel hombre; preocupado porque le hubiera dado un ataque cardíaco. Había dicho que te-nía el corazón delicado». Otros administraron las descar-gas de forma impasible, siguiendo las órdenes, sin mostrar ningún signo de emoción. La descripción de Milgram de uno de estos sujetos es la siguiente: «La escena es brutal y deprimente: mantiene la expresión dura e impasible, mientras domina al alumno aterrorizado y le administra las descargas. Parece que la acción no le proporciona pla-cer en sí misma, sólo la callada satisfacción de hacer bien su trabajo. Cuando administra 450 voltios, se vuelve al ex-perimentador y le pregunta: "¿Y ahora qué hacemos?". Su tono es deferente y expresa su voluntad de colaborar, a diferencia del obstinado alumno».

Aunque, cuando más tarde se les explicó el experimen-to, podían haber guardado las apariencias diciendo al ex-perimentador que se habían dado cuenta de que se trata-ba de una tarea amañada y de que no se administraban descargas, casi ninguno lo hizo, En un seguimiento reali-zado años más tarde, muchos de los sujetos afirmaron que habían aprendido algo valioso de la experiencia. Estas son dos respuestas típicas: «El experimento ha reforzado en mí la creencia de que el hombre debe evitar hacer daño a sus semejantes aunque se corra el riesgo de desobedecer a la autoridad». «Cuando hice de sujeto en 1964, a pesar de creer que estaba haciendo daño a otra persona, no era en absoluto consciente de por qué lo hacía. Pocas personas se dan cuenta de cuándo actúan según sus propias creen-

53 Irracionalidad i-

cias y de cuándo se someten dócilmente a la autoridad...» Así que el hábito de la obediencia se halla tan arraigado que muchos actúan por obediencia sin darse cuenta de que lo están haciendo.

Los resultados de Milgram no se circunscriben a Esta-dos Unidos. El experimento se repitió en Munich, Roma, Suráfrica y Australia y, en todos estos lugares, el número de sujetos que administró la máxima intensidad fue más elevado que en Yale.

¿Qué hace que tantos ciudadanos estadounidenses de-centes y respetuosos de la ley administren, o al menos crean hacerlo, descargas de 450 voltios a inocentes? La respuesta es la obediencia a la autoridad. Cuando el expe-rimentador sale de la habitación y delega la supervisión del experimento en un cómplice sin autoridad real, el nú-mero de personas que administra descargas de máxima intensidad se reduce un tercio, aunque sigue siendo del 20 por ciento de los sujetos.

La obediencia a la autoridad se nos inculca desde el na-cimiento: obediencia a los padres, a los profesores, a los jefes y a la ley. Además es un requisito previo al funciona-miento de todo grupo organizado. Los pilotos de avión deben ceder la autoridad a los controladores aéreos para que no se produzca un caos en las alturas. Tanto en los pe-queños grupos como en las sociedades grandes y comple-jas de hoy en día, alguien tiene que dirigir y los demás obe-decerle, aunque quien dirige en una situación puede tener que obedecer en otra. Se nos enseña de forma sistemática a obedecer a las figuras con autoridad y a no desacreditar-las. Muchos de los sujetos de los experimentos de Mil-gram pudieron creer que no obedecer las órdenes del ex-perimentador, más que algo simplemente ligeramente em-barazoso, sería una grosería.

En Estados Unidos —en mucha mayor medida que en Gran Bretaña—, los catedráticos,- especialmente los de una materia científica, están considerados figuras con au-

Obediencia 54

toridad. Gozan asimismo de credibilidad, por lo que es posible que algunos sujetos —es evidente que no todos, a juzgar por sus protestas— creyeran las palabras tranquili-zadoras iniciales de que la descarga no podía infligir daño permanente a los tejidos. No obstante, ninguno de los que alcanzaron la máxima intensidad dudaba de estar infli-giendo un tremendo dolor simplemente a instancias del experimentador.

En estos experimentos no había sanciones por no reali-zar lo que se pedía. Los sujetos eran voluntarios y podían marcharse del laboratorio cuando quisieran. En muchas situaciones de la vida diaria —en el ejército, la policía e in-cluso en los negocios— hay penas por desobedecer. En este caso, la obediencia maquinal debe de ser incluso ma-yor que en los experimentos de Milgram, que cree que la tendencia a la obediencia y al conformismo es la explica-ción de que muchos alemanes decentes en otros aspectos cometieran las atrocidades de la Segunda Guerra Mun-dial.

Hay otros experimentos sobre el poder de la autoridad, todos ellos con idénticos resultados. En un estudio2, una persona llamaba a una enfermera y le decía que era un mé-dico del hospital que ella aún no conocía. Le ordenaba ad-ministrar a un paciente 29 mg de una medicina llamada Aspoten (en realidad, un placebo) y añadía que^debía ha-cerlo de forma inmediata, porque quería que la medicina hiciera efecto ante%.de examinar al paciente cuando fuera a la habitación, afirmando que entonces firmaría la receta. A pesar de que había prescrito el doble de la dosis máxi-ma que el prospecto establecía y de que había una regla por la que ninguna enfermera podía administrar una me-dicina antes de que el médico firmara la receta, el 95 por ciento de las enfermeras obedeció. Tal es el poder de la autoridad. En otro experimento de la vida real, un hom-bre de aspecto agradable entraba en el metro londinense, se acercaba a un desconocido y le decía: «¿Le importaría

55 Irracionalidad i-

cederme su asiento?». Casi todo el mundo se levantaba y le dejaba sentarse. Si se tiene la caradura suficiente, no hay problema para conseguir un asiento en el autobús o en el metro, por muy llenos de gente que vayan.

Un caso interesante relacionado con la obediencia tiene lugar cuando dos o más personas tienen responsabilida-des, pero una tiene autoridad sobre la otra. El respeto a la autoridad puede hacer que el subordinado vacile a la hora de manifestar sus opiniones u observaciones3. Esto ha producido varios accidentes de aviones comerciales, en los que el copiloto creía que el piloto estaba cometiendo un error pero no se atrevía a decírselo4. Un estudio reali-zado en el ak de obstetricia de un hospital británico se re-veló que el 72 por ciento de los médicos no se atrevía a di-sentir del tratamiento prescrito por un médico que fuera su superior. En tales casos, el respeto extremo a la autori-dad es claramente erróneo.

Es evidente que no siempre se obedecen las órdenes. A veces las personas reaccionan haciendo lo contrario de lo que se les dice, si les molesta la orden recibida. Aunque se han realizado pocos experimentos sobre este tema, parece probable que se reaccione de forma contraria a lo que se ordena si quien da las órdenes carece de la autoridad para hacerlo, si las órdenes se dictan de forma grosera, si no hay castigos por desobedecerlas y si quien las recibe está en completo desacuerdo con lo que se le pide que haga.

Un famoso ejemplo de obediencia que conduce a un desastre predecible es la carga de la Brigada Ligera de la Guerra de Crimea. Lord Raglan, el comandante inglés, un aristócrata y no por ello menos imbécil, envió un mensaje con un ayuda de campo en el que ordenaba que «la caba-llería avance rápidamente hacia el frente... para evitar que el enemigo retire los cañones». En el valle frente a la bri-gada ligera había una batería de artillería rusa; en las coli-nas a ambos lados del valle había -más cañones rusos y también fusileros. Obedecer la orden significaba la des-

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trucción de la brigada ligera, ya que estaría bajo el fuego desde el frente y ambos lados. Además, era una completa locura que la caballería atacara la artillería sin el apoyo de la infantería. No obstante, a pesar de sus dudas, los co-mandantes de la caballería obedecieron la orden al pie de la letra. Demostrando un valor extremado, las tropas realiza-ron la carga con la precisión de un desfile militar. De los se-tecientos jinetes que intervinieron, volvieron menos de dos-cientos. Lord Raglán culpó posteriormente al comandante de la caballería por no haber sabido determinar la disposi-ción del enemigo ni haber pedido ayuda a otras tropas. Este episodio plantea el interrogante de si hay circunstancias en las que una orden militar debe ser desobediencia.

El interrogante más general de cuándo es racional deso-bedecer a la autoridad es difícil de responder. Sería clara-mente una locura conducir por la derecha en Gran Bre-taña o por la izquierda en Estados Unidos. Aunque la autoridad haya impuesto una norma arbitraria, si los con-ductores no la acataran sería el caos. Pero, ¿y tomar mari-huana, una droga que probablemente no sea más perjudi-cial que el tabaco, al menos en sus efectos a largo plazo? Si uno cree que la ley va en contra de las libertades indivi-duales, indudablemente lo racional es no obedecerla, siempre, desde luego, que las probabilidades de que se descubra sean lo suficientemente escasas. De hecho, mu-chas personas desafian las leyes. Los más ricos no pagan impuestos o no se Renten culpables por no declarar cier-tos productos en la aduana, en tanto que los pobres obtie-nen los beneficios de la seguridad social de forma fraudu-lenta. Pero en tales casos, no hay ninguna figura con auto-ridad sobre ellos; es decir, no hay nadie visible a quien sea violento desobedecer. En la práctica, la mayoría de las personas cree que es racional no acatar una mala ley o de-sobedecer a un mal gobierno, siempre que no se descu- , bra. El alzamiento popular que tuvo lugar en Pekín en" 1989 fue aplaudido en Occidente: hay un punto en que

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desobedecer no sólo es racional sino deseable. Pero es evi-dente que dicho punto se alcanzó con creces en los expe-rimentos de Milgram, pues, a fin de cuentas, muchos suje-tos creían que corrían el peligro de matar a sus alumnos, sólo por un experimento psicológico.

Aunque intervengan más factores que la obediencia, los resultados de Milgram arrojan cierta luz sobre los actos totalmente irracionales de destrucción masiva que carac-terizan buena parte de este siglo. Se puede pensar en el bombardeo sin sentido de Dresde, cuando la guerra ya casi estaba ganada, que fue ordenado por «bombardero» Harris y sancionado por Winston Churchill; en el exter-minio nazi de los judíos; en el empleo por parte de los estadounidenses de napalm contra civiles en Vietnam, y en la masacre de civiles, mujeres y niños incluidos, que lle-varon a cabo los estadounidenses en My Lai. La ejecución de tales atrocidades dependía en su mayor parte de la obe-diencia irracional de personas corrientes, y a la luz de los resultados de Milgram sólo cabe decir: «Allí voy, por la gracia de Dios». En todos estos casos, nadie tenía la más mínima duda sobre las horrorosas consecuencias de su conducta. Así que, ¿por qué actuaron como lo hicieron?

En primer lugar, todas estas acciones fueron realizadas por personas que, en organizaciones militares o paramili-tares, habían sido sometidas a un intenso entrenamiento en la obediencia. Se les había enseñado de forma sistemá-tica a no discutir las órdenes. En segundo lugar, la orden inicial suele partir de alguien que no se halla en el lugar donde se desarrollan los hechos, que no tiene que ver a las víctimas, por lo que las terribles consecuencias de la orden no están «disponibles». El general Haig, responsable de las muertes sin sentido de cientos de miles de sus soldados en la Primera Guerra Mundial, no soportaba entrar en un hospital militar donde eran patentes las consecuencias de sus continuos y garrafales errores. Según Norman Dixon5, Eichmann y Himmler, que causaron la muerte de millones

Obediencia 58

de judíos, se pusieron literalmente enfermos cuando se les mostraron los efectos de sus órdenes. En el caso de un bombardeo o de fuego de artillería, ni siquiera quien rea-liza la acción final contempla los resultados. Se descono-cen porque no están «disponibles». En tercer lugar, en to-dos estos ejemplos, la desobediencia habría supuesto gra-ves penas. En cuarto lugar, los grupos contra los que se sometieron estas atrocidades no eran el propio: alemanes, judíos y vietnamitas (o «amarillos» como los llamaban los soldados americanos). En quinto lugar, en algunos casos se había intentado por todos los medios humillar y vili-pendiar a estos grupos. Desde principios de los años trein-ta, Hider lanzó una campaña de propaganda injuriosa contra los judíos; en los campos de concentración, la au-sencia de papel higiénico era deliberada, de modo que los internos que iban a la cámara de gas no estuvieran simple-mente sucios, sino cubiertos de heces. Es más sencillo ma-tar a alguien si se le considera infrahumano.

En sexto lugar, quienes creen que siempre deben obe-decer las órdenes tienden a exculparse negando ante sí mismos y ante los demás ningún tipo de responsabilidad personal moral. Esto es evidente en algunos de los proto-colos de Milgram, donde los sujetos preguntaban al expe-rimentador si se hacía completamente responsable de lo que iba a suceder. Si uno no se siente responsable de sus propias acciones, no,aparecen los sentimientos habituales de culpa y vergüenzi-que provoca el hacer daño a otros: el daño es culpa de otra persona.

Por último —y quizá sea lo más importante—, como hemos visto en los protocolos de Milgram, actuar por obediencia suele ser un hábito automático: la gente obe-dece sin darse cuenta de que la obediencia es la causa de sus acciones. Si la obediencia no se pone en tela de juicio y se ha convertido en un hábito, no hay posibilidad de de-cidir si es racional, porque para eso sería necesario pensar.

Algunos de los factores mencionados desempeñan una

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función en el conformismo y en las actitudes dentro del grupo social y entre los grupos sociales, y se ampliarán en los dos capítulos siguientes, donde se demuestra el pode-roso efecto que ejercen.

MORALEJA

X. Piense antes de obedecer. 2. Pregúntese si la orden está justificada. 3. Nunca se ofrezca voluntario como sujeto del labora-

torio de psicología de Yale.

Ncr<=?

< La mayor parte de este capítulo se basa en Milgram, S., Qbedience ta Authority. An experimental view, Nueva York, Harper and Row, 1974.

2 Hofling, C. K , Brotzman. E., Dalrymple, S., Graves, N., y Pierce, C. M., «An experimental study in nurse-physician relationships»,/oí¡r«i?/c)/ Nerums and Mental Dtsease, 1966,143,171-180.

j Green, R., «Human error on the flight deck», RAF Insritute of Avía-tion Medicine: informe no publicado, Farnborough, Inglaterra, 1991.

4 Ennis, M., «Traíning and supervisión of obstetric Sénior House Of-ficers», British Medical Bidletin, en prensa.

5 Dison, N„ Our Own Worst Enemy, Londres, Cape, 1987.

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C c ^ 0 0 - - 00

Ser obediente es comportarse del modo que dicta una figura con autoridad; ser conformista es comportarse del mismo modo que nuestros iguales. Ajustarse a las normas sociales suele ser racional, Saltarse un semáforo en rojo es un riesgo y, a menos que se esté cenando en un país árabe, es poco probable que eructar en la mesa incremente el propio disfrute o el de los demás. No obstante, el deseo de cumplir las normas, <jtel que en la mayor parte de las oca-siones no somos conscientes, puede llevar a conductas ex-tremadamente irracionales,

Imaginemos que nos presentamos voluntarios como su-jetos de un experimento psicológico1. Nos introducen en una habitación donde hay nueve sillas en semicírculo y nos sientan al lado de la persona que se halla en uno de los extremos. Pronto se ocupa el resto de las sillas y el experi-mentador explica que la tarea de los sujetos consiste en juzgar la longitud de una serie de líneas. Se muestran dos

61

61 Irracionalidad i-

tarjetas al grupo: en la primera hay una sola línea y en la segunda tres, una de las cuales tiene la misma longitud que la de la primera tarjeta, en tanto que las otras dos son claramente más largas o más cortas. Por ejemplo, en la pri-mera tarjeta puede haber una línea de 10 cm y en la otra, de 5 ,7 y 10 cm. El experimentador explica que cada suje-to debe elegir la línea de la segunda tarjeta con la misma longitud que la de la primera. Es tan evidente cuál es la lí-nea correcta que probablemente pensemos que el experi-mentador está algo chiflado; a fin de cuentas, es psicólogo. Pide a los miembros del grupo que digan de uno en uno y en voz alta sus juicios, empezando por el sujeto que se ha-lla más alejado de nosotros. Para nuestra sorpresa, ningu-no de los demás sujetos elige la línea correcta: todos eligen la misma línea equivocada. La pregunta es: ¿qué decimos cuando nos llega el turno?

En realidad, los restantes miembros del grupo eran cómplices del experimentador, que les había indicado la respuesta que debían dar. Había muchos grupos distintos, cada uno de los cuales observó dieciocho pares de tarjetas; en seis de ellas, los cómplices eligieron la línea correcta y, en las doce restantes, todos escogieron la misma línea equivocada.

La pregunta permanece en pie; si el lector fuera sujeto en este experimento, ¿qué haría? Sólo una cuarta parte de los sujetos se dejó guiar por sus sentidos y eligió la línea correcta en las doce ocasiones en que los demás emitieron un juicio falso. Las tres cuartas partes restantes eligieron la línea equivocada al menos una vez y la mayoría lo hizo muchas veces. AlgunosQistorsionaron de forma delibera-da sus juicios, ya que, a pesar de creer que la mayoría es-taba equivocada, no se hallaban preparados para contra-decirla; otros no estaban seguros de si la mayoría tenía ra-zón o no y creyeron que les pasaba algo en la vista; otros estaban totalmente convencidos de que la mayoría estaba en lo cierto! Además, la mayor parte de los sujetos que no

Conformismo

se dejó influir por los juicios de los demás se puso muy nerviosa y mostró muchas dudas.

Este experimento, que Solomon Asch llevó a cabo por primera vez en Estados Unidos, se ha repetido varías ve-ces con los mismos resultados básicos, aunque el número de sujetos que daba la respuesta equivocada disminuyó li-geramente. Hay varias razones posibles para explicarlo. Tal vez Estados Unidos fuera un país especialmente con-formista en la época de McCarthy, cuando el experimento se realizó por vez primera. O quizá, con el paso del tiem-po, los estudiantes se han visto expuestos a tantos experi-mentos psicológicos que recelan de los trucos del experi-mentador. Sin embargo, cuando las tres líneas de la segun-da tarjeta son casi de la misma longitud, lo que hace difícil decidir cuál es la correcta, casi todos los sujetos se ven in-fluidos por las respuestas falsas de los cómplices. Es parti-cularmente interesante que prácticamente todos los suje-tos que pasaron por esta situación afirmaran posterior-mente que el juicio de la mayoría no les había afectado^o imitaron a ella sin siquiera darse cuenta de que lo hacían. Se es conformista por hábito, del mismo modo que se obedece por hábito)

Se ha hallado que cuando es evidente cuál es la línea co-rrecta y uno de los cómplices da la respuesta acertada, muy pocos sujetos cometen errores, lo cual puede deber-se a que una deQas razones por la que se está de acuerdo con la mayoría sea ehmiedo al rechazo: la prueba de que no se rechaza a otra persona por responder correctamen-te persuade al sujeto de que no tiene nada que temer al dar la misma respuesta) Asch complicó posteriormente el experimento pidiendo a los sujetos que escribieran sus jui-cios de forma privada; aunque muchos seguían influidos por la mayoría, dieron respuestas correctas más sujetos que en los experimentos anteriores. _

Los hallazgos de Asch demuestran quejas personas tienden a imitar la conducta de los demás, tanto si son

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conscientes de que cometen un error al hacerlo como si desconocen el error y la presión social que les lleva a co-meterlo. Distorsionar los propios juicios por conformis-mo, sin saber que se está haciéndolo, es irracional, como sucede en buena parte del conformismo diario^ Tomemos un ejemplo trivial. En Gran Bretaña hay un recelo con-vencional a hablar con desconocidos, lo que hace que mu-chas personas soporten un frío o calor intenso en los vago-nes de tren porque les da vergüenza pedir a otro pasajero que abra o cierre la ventana. Se observa con frecuencia a dos pasajeros sentados uno frente a otro tiritando de frío porque ninguno se atreve a cerrar la ventanajEa vergüen-za procede del hecho de no ajustarse a la concTucta ajena, ya sea de forma intencional o accidental. No es correcto ofender a otrojjpero ¿qué importa lo que un desconocido piense de mí, sobre todo cuando de Jo que se trata es de regular la temperatura del tren?

Aún más importante-Qos efectos del conformismo en las creencias y actitudes son más perjudiciales, porque uno tiende a relacionarse con quienes tienen creencias si-milares^ En un capítulo posterior se mostrará que la única forma de confirmar una creencia es tratando de demostrar que es falsa. Pero como los iguales se juntan con sus igua-les, las personas no suelen hallarse expuestas a argumen-tos que sean contrarios a sus más profiinda^ convicciones, y mucho menos a pruebas contrarias a ellas J SUS creencias se ajustan a las de sus compañeros, por lo que hay pocas posibilidades de eliminar los errores persistentes^

CSe sabe que toda decisión que se anuncia públicamente tiene mayores probabilidades de realizarse que una que se toma en privado. Se tiene miedo de parecer estúpido si no se mantiene una decisión tomada en público, pero uno enseguida se retracta si la decisión es privada] El hecho de que las decisiones políticas sean públicas explica en parte

el que los políticos sean tan reacios a cambiar de opinión, incluso cuando —como, por ejemplo, en Gran Bretaña, en el caso del impuesto comunitario dg capitación— la decisión inicial es claramente erróneaü?uesto que nadie tiene siempre razón, la disposición a cambiar de opinión a la luz de nuevos datos es un signo de racionalidad, no de debilidad!?

En varios estudios llevados a cabo por agencias de pu-blicidad se reunió a un grupo de desconocidos y se le adoctrinó sobre las virtudes de un producto determinado. Al final de la sesión se les pidió que manifestaran en voz alta o escribiendo en privado si pensaban comprar el pro-ducto en cuestión. Los que dijeron frente a los demás que lo comprarían tenían muchas más probabilidades de ha-cerlo que los que lo escribieron en secreto.

En un estudio más formal2, un experimentador que fin-gía pertenecer a la compañía del gas entrevistó a los due-ños de las casas diciéndoles que investigaba el posible ni-vel de disminución del consumo de energía en el hogar. Les explicaba diversas formas de ahorrar energía y les de-cía que los resultados se publicarían en un periódico local. A la mitad de los sujetos se les dijo que, si estaban dispues-tos a colaborar, sus nombres aparecerían en el artículo; a la otra mitad se les dijo que se mantendrían en el anonima-to. Todos decidieron colaborar y firmaron un impreso a tal efecto, en el que se afirmaba que consentían en que sus nombres se publicaran o que sus nombres no aparecerían. Meses después se midió la cantidad de gas empleada en la calefacción central de cada casa. Quienes habían consen-tido en que sus nombres se hicieran públicos habían usa-do mucho menos gas que los que habían sido selecciona-dos al azar para permanecer anónimos.

Este fenómeno subyace al éxito de organizaciones como Weigbt Watchers [vigilantes del peso] o Alcohólicos Anónimos. El compromiso público de perder peso o de dejar de beber es mucho más eficaz que una decisión pri-^T

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vada/Es útil la aprobación social por hacer algo deseable pero difícil, en tanto queja desaprobación por el fracaso puede producir vergüenza^

El efecto de un compromiso público se ha demostrado en repetidas ocasiones, pero hay un estudio realista sobre las mujeres casadas que viven en la Universidad de Yale que va un paso más allá3. Todas las mujeres seleccionadas para el estudio eran totalmente partidarias de que hubiera campañas de información sobre el control de la natalidad. La mitad firmó una petición pública exigiendo que dicha información se suministrara a los alumnos de la escuela se-cundaria local; a la otra mitad no se le pidió que lo hicie-ra. Al día siguiente, la mitad de las mujeres que habían fir-mado la petición y la mitad de las que no lo habían hecho recibieron un folleto muy convincente en el que se expo-nía una lista de razones por las que no se debería suminis-trar información sobre el control de la natalidad a los ado-lescentes (aumentaría la promiscuidad, la decisión debe-rían tomarla los padres, etc). Al día siguiente, alguien (ni que decir tiene que era uno de los experimentadores) visi-tó a cada mujer para que se prestara voluntaria a trabajar en un grupo con el fin de promover la extensión de la in-formación sobre el control de la natalidad. Se obtuvieron pruebas de que el folleto que estaba en contra de suminis-trársela a los adolescentes había sido realmente convin-cente: de las mujeres que no habían firmado la petición (y que, por tanto, no estaban públicamente comprometidas a extender la información a los adolescentes), menos mu-jeres de las que habían recibido el folleto que de las que no lo habían recibido decidieron participar en el grupo de voluntarios.

El efecto contrario se produjo en las mujeres que ha-bían firmado la petición. La mitad de las que habían fir-mado y recibido el folleto decidió unirse al grupo, en tan-to que sólo una de cada diez de las que habían firmado pero no recibido el folleto decidió hacerlo. Es decir, las

mujeres que habían anunciado públicamente su compro-miso mediante su firma tuvieron una fuerte reacción en contra del folleto; en vez de disminuir su compromiso, su mensaje, opuesto a la visión que ellos tenían, lo incremen-ixnCuando se sostiene vehementemente una creencia (en este caso, haciéndola pública), es posible que los argu-mentos opuestos sólo sirvan para reforzarla; puede que, al desafiar las creencias de las personas, se convenzan aún más de que tienen razón, fenómeno conocido como el «efecto de bumerán». Este efecto lo produce, al menos en parte, la necesidad de justificar un compromiso del que uno siente que no puede evadlrs£]En resumen, el folleto incrementó el compromiso de las mujeres que ya eran par-tidarias de proporcionar información sobre el control de la natalidad porque tenían que demostrarse a sí mismas que, a pesar de los argumentos en contra, habían hecho lo correcto al firmar la petición.

En este caso opera una considerable irracionalidad. To-das las mujeres partían de actitudes idénticas, pero tras leer los argumentos en contra, la postura de las que no se habían comprometido públicamente se debilitó ligera-mente, en tanto que la de las que sí lo habían hecho se hizo más extrema.

El (conformismo irreflexivo ?con los hábitos corrientes puede provocar grandes males. Estoy pensando en las ex-trañas y desagradables costumbres que se desarrollaron en los colegios privados ingleses: a los alumnos más jóve-nes se les obligaba a quemarse los dedos mientras hacían tostadas para los alumnos mayores, o se les pegaba por ca-pricho. Aunque intervenían otros factores, y entre ellos la obediencia, el acatamiento de las increíbles normas de la Alemania nazi también contribuyó a las atrocidades que allí se cométieron. Asimismo hubo una época en que se te-nía la extraña costumbre de resolver los desacuerdos me-

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diante un duelo. Quienes se batían en duelo poseían el va-lor físico para hacerlo, pero carecían del valor moral para negarse por temor a que sus amigos les consideraran co-bardes; tenían que avenirse. Muchas acciones perniciosas llevadas a cabo bajo el disfraz de la fe, como quemar here-jes, han estado motivadas, al menos en parte, por el con-formismo. Cuando'una sociedad tiene buenos hábitos, el conformismo posee, desde luego, un efecto beneficioso, pero rara vez son completamente buenos. La mayor parte de las personas prefiere ajustarse a ellos en vez de reflexio-nar sobre cuáles son dignos de ser adoptados y cuáles no)

Como un ejemplo más trivial de los efectos perniciosos del conformismo, tomemos la moda femenina, en la que el deseo de seguirla y el de sobresalir pueden provocar resul-tados desalentadores. Suele ser un grupo que los demás admiran el que establece las tendencias de la moda. Según la época, puede ser la Familia Real, las estrellas de cine o incluso los jóvenes, como en los años sesenta cuando se reverenciaba la juventud. Quienes marcan la moda suelen querer diferenciarse de la multitud que los sigue. A medi-da que la plebe les iguala, los líderes intentan seguir desta-cando, para lo que recurren a exagerar la moda del mo-mento y se produce una competición en la que cada nue-va exageración es imitada por los demás. Esto lleva a la aparición de artículos tan perniciosos como los tacones de aguja, el asfixiante corsé y la crinolina^El deseo de imitar lo que hacen los demás, en que se basa el ciclo de la moda, es irracional en gran medida?) Nadie consigue poseer los otros atributos de una estrella cinematográfica o de una mujer de la alta sociedad por copiar la forma en que se vis-ten. No obstante, los resultados extremos e irracionales que a veces produce la moda derivan no tanto de la irra-cionalidad individual cuanto de la interacción de diversos factores que operan dentro del grupo, sobre todo por in-fluencia del conformismo y la competitividad.

Me he referido, como ejemplo, a la moda femenina,

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pero buena parte de lo dicho es aplicable a la moda en la pintura, la música, la poesía, la arquitectura y la ropa mas-culina. Aunque esta última no ha sido exagerada en los úl-timos años, debió de ser muy fastidioso ponerse algunas de las prendas del siglo xvi. También en este caso existía tanto el deseo de ajustarse como, entre los líderes, el de destacar.

• Las personas, por tanto, imitan las actitudes de los gru-pos a los que pertenecen y las de la sociedad en general. Hay otros dos casos: conformismo con la conducta o las actitudes de una sola persona que se respeta y conformis-mo con la conducta de una multitud de desconocidos de ideas similares. I

Copiar la conducta de un «modelo» puede resultar be-neficioso. Se sabe que los niños pequeños aprenden imi-tando la conducta de sus padres4, tendencia que, casi sin lugar a dudas, es innata. El lenguaje hablado se aprende prácticamente en su totalidad por imitación: los padres rara vez corrigen la gramática o los errores de uso de las palabras a sus hijos, sólo les corrigen cuando dicen algo que no es verdad. Todos los niños poseen mecanismos in-natos que les permiten inferir cómo hablar correctamente a partir de las limitadas muestras de habla a las que se ha-llan expuestos. Un bebé de seis meses que saca la lengua al ver el mismo gestaren uno de sus progenitores lleva a cabo una notable hazaña, el niño nunca ha visto su propia lengua y, sin embargo, es capaz de relacionar el gesto del padre con ella y responder en consecuencia.

(jSe ha hallado repetidas veces que el mensaje de un ex-perto o de alguien de elevada credibilidad es mucho más convincente que el mismo mensaje cuando proviene de una fuente con poca credibilidad Por ejemplo, en un es-tudio5 se dieron a los sujetos unos artículos sobre medici-na preventiva y se les dijo que eran de revistas prestigiosas

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o traducciones de Pravda. No es de extrañar que los mis-mos artículos modificaran sus actitudes mucho más cuan-do creían que provenían de una fuente médica fiable] Cuando un experto opina sobre su campo, es racional te-ner confianza en él, o mejor sería decir cierta confianza, ya que los expertos se suelen equivocar, a veces con conse-cuencias desastrosas.^Por desgracia, una persona puede ser prestigiosa en cosas que no se relacionan con el men-saje que transmite. El hecho de que una estrella del balon-cesto declare que usa tal o cual crema capilar influye mu-cho en las ventas. Aunque los jugadores de baloncesto son expertos en la cancha, no son conocidos (salvo algunas ex-cepciones) por el refinamiento de su peinado ni por su elegancia en el vestir.

En este ejemplo, la adopción del punto de vista del ju-gador deriva de la tendencia aíconsiderar los atributos de una persona como un todó? El razonamiento inconsciente es que, puesto que es un buen jugador de baloncesto, sus juicios sobre la crema capilar, o sobre cualquier otro pro-ducto por cuya promoción le paguen, deben ser acerta-dos. Éste es otro ejemplo del efecto de halo. Hay, no obs-tante, una segunda razón por la qué-es irracional dejarse convencer por un anuncio en el que un experto promo-ciona un producto-/ Que la ganadora del torneo de Wim-bledon aparezca cayéndosele la baba por la raqueta Whízzbang no significa que le guste, sino que le pagan para que parezca que le gusta. Pero la irracionalidad de los aficionados al tenis es tal que se apresuran a invertir en una Whizzbang. .

Me he referido al conformismo social y al conformismo con las actitudes de una persona de prestigio. Ahora voy a referirme a lá adaptación a una multitud, que puede dar lugar a tres tipos de conducta extrema: el pánico, la vio-lencia y la conversión religiosa.',

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Supongamos que estamos sentados en el cine a diez metros de una salida y nos damos cuenta de que hay fue-go6. Todo el mundo se pone en pie de un salto. ¿Nos apre-suramos hacia la salida empujando y posiblemente piso-teando a otras personas? ¿O esperamos tranquilamente que nos llegue el turno para salir, con la esperanza de que se forme una cola ordenada? La situación es semejante a la del juego de «El dilema del prisionero» que ya hemos descrito; Si todos se comportan de forma ordenada, se sal-vará un número máximo de personas, aunque es posible que quienes se hallen sentados en los asientos más aleja-dos de las salidas pierdan la vida. Si la mayoría no se deja arrastrar por el pánico, es posible que la minoría que co-rre hacia la salida se salve a expensas de los demás. Si to-dos se dejan llevar por el pánico, se pierden muchas vidas. A menos que no esté presente una persona con autoridad, muchos se dejarán llevar por el pánico, en parte, por tra-tar de salvarse y, en parte, porque el pánico se extiende por dos motivos. Cuando vemos que alguien se abre cami-no a empujones hacia la salida, lo más probable es que pensemos que es injusto y que nos sintamos autorizados a hacerlo nosotros también. Además, en una multitud, toda emoción intensa parece extenderse de forma progresiva a más de sus miembros] El miedo, como las lágrimas, es contagioso, Si otros lo sienten, al final lo sentimos noso-tros también. Sin embargo, la mayor parte de estos mie-dos son irracionales,yunque sólo sea porque el tumulto subsiguiente suele disminuir las probabilidades de sobre-vivir de todos los presentes.

\La presencia de figuras con autoridad puede reducir el páníco./Esta emoción se produce pocas veces en los acci-dentes aéreos, debido, principalmente, a que la tripula-ción se halla entrenada para tranquilizar al pasaje. Tampo-co es habitual el pánico en el campo de batalla, a pesar de que el nivel de miedo difícilmente podría ser mayor. En un estudio7 sobre las tropas americanas de la Segunda

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Guerra Mundial se halló que, inmediatamente antes de la batalla, un soldado de cada cuatro vomitaba y uno de cada cinco perdía el control intestinaÜEl prolongado en-trenamiento y la influencia de los oficiales y suboficiales y —tal vez lo más importante— el deseo de ajustarse a los ideales del grupo y de no defraudar a los compañeros ejer-cían una influencia de moderación sobre los soldados, a pesar de su miedo extremo,}

Hay pocas personas que, de forma aislada, aprueben la violencia sistemática y sin sentido. Pero es habitual en las multitudes desde las muchedumbres linchadoras del sur • profundo de Estados Unidos hasta los hinchas de los equipos de fútbol británicos. Quizá la violencia solitaria no sea divertida. Los vergonzosos linchamientos de ne- | gros en el sur de Estados Unidos, que no sólo suponían la i muerte sino una tortura gratuita, tenían sentido, al menos ¡ a ojos de quienes los perpetraban: someter a los negros. Pero la violencia sin sentido de los hinchas de fútbol care- i ce de explicación! En su mayor parte se halla limitada a la ¡ conducta de las multitudes por varias razones, entre ellas fi la desaparición de la responsabilidad que produce el for-mar parte de una muchedumbre. El efecto desindividuali-zador de las multitudes se halla bastante bien documenta- i do: la multitud provoca en sus miembros un sentimiento de anonimato, nadie sabe lo que hacen los demasj Esto se demostró en un experimento8 en el que se animo a los su- i jetos a administrar descargas eléctricas a un cómplice. Los que iban vestidos con batas y capuchas del laboratorio, i¿ por lo que permanecían en completo anonimato, dieron más descargas que los que iban vestidos normalmente y cuyos nombres eran conocidos. En realidad, no hubo nin- i guna descarga, aunque el cómplice fingía recibirlas^ 1

Otras razones de la violencia de la multitud sorf k ten- : dencia de las emociones hostiles a extenderse, el deseo de w ser «muy macho» para impresionar a los demás miembros i'1

del grupo, el deseo de ser el primero mediante la comisión 1

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de un ultraje y el deseo de reforzar la identidad del propio grupo atacando a otros)La intensificación de la violencia tiene lugar asimismo porque los líderes tratan de destacar, en tanto que los demás les siguen (como en el caso de la moda). Pero tal vez sea igual de importante la licencia que otorga el observar que otros miembros del grupo no están acatando los valores convencionales de la sociedad en ge-neral. Hay muchos estudios que demuestran que se imita la conducta desviada de los demás) desde cruzar la calle con el semáforo en rojo (lo que es ilegal en muchos esta-dos americanos) a diversas formas de agresión. ¡Si la, con-ducta no se castiga, otros la imitan. A fin de cuentas: «SÍ a ése no le pasa nada, ¿por qué me va a pasar a mí?».

Una tercera conducta provocada por las multitudes es la conversión religiosa/Xa conversión no es en sí misma necesariamente irracional, pero, evidentemente, es una lo-cura convertirse sólo porque se está en un grupo y algunos de sus miembros creen.) ¿Cuántos de los que fueron encandilado por Billy Graham se habrían convertido en fervientes cristianos si hubieran meditado en soledad so-bre el Evangelio? ¿Y cuántos se habrían convertido si hu-bieran tenido una conversación personal con Billy Gra-ham? De nuevo vemos que la muchedumbre provoca emoción y conformismo contagiosos J

Graham y la gente de su clase emplean otras técnicas de persuasión además de la histeria de masas. Recurren al compromiso público ya un deslizamiento gradual del gra-do de compromiso, técnica a la que nos referiremos más adelante. Después de arengar a la audiencia sobre la salva-ción mediante la conversión religiosa, y para disminuir la culpa y la vergüenza que todos sentimos de vez en cuan-do, pide que suban al estrado quienes se hallen dispuestos a dar testimonio: allí confiesan sus pasados pecados y anuncian públicamente su adhesión al movimiento reli-gioso, lo que confirman firmando un juramento. Después de pasar por todo esto, hay que ser muy fuerte y poco con-

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formista para retractarse y ganarse la desaprobación de los amigos recién hallados. Es tal la credibilidad de la gente en ocasiones como ésta que muchos evangelistas america-nos se han hecho de oro gracias a sus ingenuos feligreses. En Carolina del Norte, Jim Bakker recibió 158 millones de dólares de donaciones, al menos cuatro de los cuales, aparentemente donados a Cristo, fueron a parar a su bol-sillo. Gracias a la irracionalidad de su grey, llevó un estilo de vida extravagante e incluso las casetas de sus perros te-nían aire acondicionado. Ahora cumple una condena de cuarenta y cinco años de cárcel.

i La influencia de nuestros iguales a veces opera en sen-tido distinto pero igualmente indeseable9. Suele ser difícil decidirse a acudir en ayuda de un desconocido en dificul-tadas..,Si está malherido y carecemos de conocimientos médicos, podemos empeorar las cosas; si resulta que, al fi-nal, no necesita ayuda, puede crearse una situación emba-razosa, aunque también puede crearse si la necesita, tanto porque no seamos capaces de proporcionársela como porque seamos reacios a hablar con desconocidos; si le han atacado, quien se acerque a ayudarle corre el peligro de que también lo ataquen; quienes no soportan la vista de la sangre o las heridas tienen que mentalizarse para acudir; y tal vez lo más bochornoso de todo sea que, en esta época y en estos tiempo, puede tratarse de uno de esos nefastos psicólogos sociales que finge estar herido, lo cual nos hará sentir ridículos. Como mínimo, el que pres-' ta ayuda pierde parte de su valioso tiempo. He aquí dos casos bien documentados de la vida real.

Una noche de 1964, en Nueva York, una joven llamada Kitty Genovese se dirigía a su apartamento desde donde había aparcado el coche. Un hombre la atacó con un cu-chillo y la joven empezó a gritar. Se encendieron algunas luces del edificio y el atacante se alejó, pero regresó y la

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volvió a acuchillar. Se alejó de nuevo, oportunidad que ella aprovechó para arrastrarse hasta el portal de su casa. Pero el hombre regresó para volverla a acuchillar y esta vez la mató. El incidente duró media hora y fue observa-do por 38 personas desde sus ventanas. Ninguna intervi-no ni llamó a la policía.

El segundo caso es aún más conocido. En el solitario camino de Jerusalén a Jericó, un hombre fue atacado por irnos ladrones que le golpearon brutalmente. Un sacerdo-te pasó por allí, pero cruzó al otro lado del camino y siguió andando. Lo mismo hizo un judío, Después pasó un sa-maritano, que «se compadeció y se acercó a vendarle las heridas» y después lo llevó a una posada, pagando al po-sadero para que lo cuidara. Es probable que el sacerdote y el judío cruzaran al otro lado, porque^cuanto más cerca se está de alguien que necesita ayuda, más difícil resulta resistirse a ayudarlo y porque les permite negarse a sí mis-mos cualquier responsabilidad o deber hacia el desgraciado.

Cabría esperar que de las treinta y ocho personas que contemplaron el asesinato de Kitty Genovese, hubiera ha-bido al menos una que, aunque no tan noble como el buen samaritano, se hubiera tomado la molestia de des-colgar el teléfono y llamar a la policía. ¿Por qué actuó el buen samaritano de forma tan opuesta a la de estas perso-nas? Sabemos la respuesta.

Hay experimentos que demuestran que,! cuando varias personas son testigos jde un hecho que requiere su inter-vención, se sienten menos responsables que si están sol as A En un estudio se les dijo a los sujetos, estudiantes univer-sitarios de primer curso, que iban a hablar de las dificulta-des de adaptarse a la vida universitaria. Se oían unos a Otros, pero no se veían. El número de sujetos presentes va-riaba de uno a cuatro y, además, siempre había un cómpli-ce, que fingía ser un estudiante de verdad. Durante la con-versación, el cómplice reveló que era epiléptico y poco después fingió un ataque. Cuando sólo había un estudian-

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te presente, el 85 por ciento de ellos informó al experi-mentador; cuando había dos o cinco sujetos, sólo el 62 por ciento y el 32 por ciento, respectivamente, le informa-ron. Es evidente que cada uno creía quejla responsabili-dad de intervenir era de otro,.\,

Este efecto se ha demostrado asimismo en un divertido estudio aún más cercano a la vida real. Dos experimenta-dores entraban en una tienda de licores de Nueva York y, mientras el dependiente se hallaba en una habitación tra-sera, se marchaban llevándose una caja de cervezas, di-ciendo: «No se darán cuenta de que falta». Elegían el mo-mento de los robos para que hubiera uno o dos clientes reales en la tienda. Después de que los experimentadores se llevaran la cerveza, el dependiente, que estaba al tanto del experimento, volvía al mostrador. Si los clientes —su-jetos involuntarios— no denunciaban el robo de forma in-mediata, les preguntaba qué había sido de los dos hom-bres. El 65 por ciento de los clientes que estaban solos en la tienda denunció el robo, frente a sólo el 51 por ciento cuando había dos. Si cada cliente se hubiera comportado del mismo modo con independencia del número que hu-biera en la tienda, cabría esperar que, en el caso de que hubiera dos clientes, uno u otro hubiera denunciado el robo el 87 por ciento de las veces; es evidente que si cada cliente no se hubiera sentido inhibido por la presencia del otro, habría habido un porcentaje mayor de denuncias realizadas por dos que por uno de los clientes. En resu-men^cuando más de una persona se halla presente, es mu-cho menos probable que un individuo concreto interven-ga para impedir una acción crimkiaE}

Hay otros estudios sobre el denominado «efecto del espectador». Todos presentan resultados básicamente iguales, pero se han obtenido hallazgos adicionales. Por ejemplo, se ayuda con más frecuencia a una mujer en difi-cultades que a un hombre y se ayuda más a miembros de la propia raza que a los de otras. Un ejemplo apócrifo y

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singular del efecto del espectador es el de dos sociólogos que pasaron por delante de un hombre que había sido atacado y estaba sangrando en la cuneta. Uno de ellos le dijo al otro: «Debemos encontrar al hombre que lo ha he-cho: necesita ayuda».

Antes de dar por concluido lo referente a este fenóme-no, hay que analizar por qué es irracional. No se ayuda a otros cuando hay más de una persona que puede hacerlo en parte porque, al no intervenir, uno imita la inacción de los demás. Es, desde luego, posible que se crea que sería embarazoso intervenir, pero la vergüenza deriva de no ajustarse a la conducta de los demás. Además, se puede creer que no es necesario prestar ayuda porque otro lo hará. Pero quien se detenga a reflexionar se dará cuenta de que, si cree que otro va a prestar ayuda y, por tanto, él no lo hace, esa otra persona puede pensar lo mismo, lo que se traduce en una ausencia total de ayuda.1 Por otra parte, la dejación de responsabilidad porque hay otros que pueden intervenir no lo explica todo. En el caso del robo de cerveza, había dos personas presentes y ninguna lo denunció, aunque ambas sabían que la otra no lo había hecho. Cada una imitaba la conducta de la otra.

MORALEJA

1. Reflexione cuidadosamente antes de hacer pública una decisión, pues le será más difícil modificarla.

2. Cuando decida emprender una acción y no quiera volverse atrás, dígaselo al mayor número posible de perso-nas.

3. Pregúntese si hace algo simplemente porque los de-más lo hacen y, si es así, pregúntese si realmente favorece sus fines.

4. No se deje llevar por los consejos de alguien a quien admire, a no ser que sea un experto en el tema en cues-

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tión; e incluso si lo es, recuerde que los expertos suelen equivocarse.

5. No se deje arrastrar por una multitud al realizar ac-ciones que no haría en momentos más tranquilos.

6. No deje de acudir en ayuda de otro porque haya otras personas presentes que podrían —o no— hacerlo.

7. Recuerde que: «Si sabes hablar con las multitudes y mantener tu virtud... serás un hombre, hijo mío».

NOTAS

1 Asch's experiments on conformiy, y Asch, S. E., Social Psychology, "Nueva'York, Prentice-Hall, 1952; Asch, S. E., «Opinions and social pressure», Scientifk American, 1955, 193, 31-35; Asch, S. E., «Síudies of independencte and conformity: a minoriíy of one against a unanimous majority», PsychohgyicalMonographs. 1956,70, 9 n.° 416.

2 Pollak, M. S., y Cummings, W., «Commitment and voluntary energy conservation», artículo presentado en la reunión anual de la American Psychological Association, Chicago, 1975.

1 Kiesler, C., Mathog, P., Pool. P., y Howenstein, R., «Commitment and the boomerang effect: a field study», en Kiesler, C. (ed.), The Psychology of Commitment, Nueva York, Academic Press.

4 Brown, R., A First Language: The early stage, Cambridge, Mass, Harvard Universiy Press, 1973.

5 Hovland, C. I., y Weiss, R., «The influence of source credibiliy on communication effectiveness», Public Opinión Quarterly, 1951, 15, 635-650.

6 Para una revisión de la conducta de pánico y de la violencia multitudinaria, ver Schneider, D. J., Social Psychology, Reading, Mass, Addison-Wesley. 1976,298-305.

' Stouffer, S. A., Suchman, E. A., De Vinney, L. C.. Star, S. A., y Wi-lliams, R. M., The American Soldier: Adjustment during army Ufe, vol. I, Princeton, NJ, Princeton Universiy Press, 1949.

8 Zimbardo, P. G., «The human choice: individuation, reason and or-der versos deindividuation, impulse and chaos», en Arnold, W. J., y Le-vine, D. (eds.), Nebmska Symposium on Motivation, 1969, Lincoln, Uni-versity of Nebraska Press, 1970.

9 Para una revisión del efecto del espectador, ver Latane, B., y Darley, J. M,, Help in a Crisis: Bystcmder response to an emergency, Morristown, NJ, General Learning Press, 1976.

Capítulo 5

Endogrupo y exogrupo

A excepción de Groucho Marx, los hombres son esen-cialmente animales que pertenecen a un club, ya sean miembros del Garrick o seguidores de cualquier equipo de fútbol. Los miembros del Club de Rotarios o los de un club local de tenis se reúnen porque tienen intereses en común. Se puede pertenecer a un club porque favorece la propia carrera, como tiene fama de hacer el de Rotarios; porque se disfruta del burdeos y de la conversación, como en el caso del Garricl^ porque se quiere participar en un deporte o juego que, como el ajedrez, requiere dos o más jugadores; o porque se forma parte de un «grupo minori-tario», como los judíos, los negros o, paradójicamente, las mujeres.íSer miembro de un grupo proporciona muchos beneficios: un sentimiento de pertenencia, un sentido de cohesión, ayuda en la persecución de fines comunes y favo-res de los demás miembros. Las personas suelen pertenecer a grupos de actitudes similares a las propias, asegurándose

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de este modo apoyo para sus creencias. En términos psico-lógicos, el grupo al que se pertenece es el endogrupo y el grupo al que no se pertenece es el exogrupoij

El capítulo anterior trataba de las formas en que la con-ducta de las personas tiende a imitar la del grupo al que pertenecen. No obstante, el hecho de formar parte, de un grupo tiene otras consecuencias más complejas ÍJLa inte-racción entre sus miembros influye de manera notable en sus actitudes y en su conducta hacia otros grupos. ' /EÍ individuo se adapta al grupo, pero algo considerable-

mente- más sorprendente se produce en el grupo como un todo. Por lo que hemos visto hasta el momento, se podría esperar que la actitud de cada miembro se inclinara hacia la postura intermedia que sostiene el resto del grupo. En la práctica, si las actitudes de los miembros están sesgadas en una dirección, se vuelven aún más sesgadas por el he-cho de interactuar^Esto se demostró en un estudio de la vida real que se llevó a cabo en Bennington1, una de las universidades femeninas más famosas de Estados Unidos. El espíritu político predominante en esta institución siem-pre ha sido liberal, pero se halló que las estudiantes se vol-vían más liberales cuanto más tiempo permanecían en ella, lo que Índica qutQps miembros de un grupo no se li-mitan a ir en la dirección dpria norma de éstf^Si existe una actitud predominante, s^ácentúa en sus miembros.

La Universida¿jde^Bennington es muy grande, desde lueg^y4fts-csfuaiantes no toman decisiones en grupo^En nuestra sociedad, las decisiones más importantes las sue-len tomar grupos pequeños, que coloquialmente se deno-minan comités o comisiones^, como alguien dijo, «orga-nismos que levantan actas y desperdician horas»*[Es im-portante tener en cuenta si tales grupos adoptan decisiones más racionales que sus miembros por separado] En el pri-mer experimento2 sobre este tema, se describió a los suje-tos una acción arriesgada que podía llegar a tener conse-cuencias desastrosas. Por ejemplo, se les decía que imagi-

lindogrupo y exogrupo 81

naran que tenían que invertir todos sus ahorros en una compañía que trataba de conseguir un contrato del go-bierno. Si lo lograba, multiplicarían su dinero por mil; si fracasaba, la compañía se declararía en bancarrota y per-derían todo. Si las probabilidades de fracasar fueran de una entre un millón, la mayor parte de la gente probable-mente invertiría. Para medir el riesgo que estaban dis-puestos a asumir, se preguntó a los sujetos, individual-mente, las probabilidades que necesitarían para realizar la inversión. El nivel de riesgo que cada sujeto estaba dis-puesto a asumir se medía por las probabilidades que acep-taba: cuanto más bajas fueran, mayor sería el riesgo. Se plantearon doce tipos de riesgo distinto para cada sujeto. Después de que, por separado, cada uno hubiera dado las probabilidades que aceptaba, discutieron los riesgos en grupo para llegar a un acuerdo común sobre las probabi-lidades aceptables. El grupo optó por probabilidades muy inferiores a las de cada sujeto por separado; es decir, el grupo se hallaba dispuesto a correr mayores riesgos que cada uno de sus miembros de forma individual (fenóme-no conocido como «inclinación al riesgo»). Este efecto se ha replicado más de cien veces. En muchos de estos estu-dios, el riesgo era más realista; por ejemplo, la posibilidad de recibir una fuerte descarga eléctrica frente a la posibili-dad de una recompensa monetaria.

• Él hallazgo de qqe las actitudes grupales son más extre-mas que las de los individuos no se limita a la aceptación de riesgos más elevados! En un estudio3 se midieron las actitudes de alumnos individuales de la enseñanza supe-rior francesa hacia el presidente De Gaulle y hacia los estadounidenses. Después discutieron en grupo sobre am-bos temas, para llegar a un acuerdo. No hace falta decir que las actitudes individuales hacia De Gaulle eran, en general, muy favorables, en tanto que hacia los estadounidenses eran moderadamente desfavorables. Pero el acuerdo al que llegó el grupo fue aún más favorable a De Gaulle y

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menos favorable a los estadounidenses. De nuevo^Tas ac- jj titudes del grupo eran más extremas que las de cada per-sona?|

Las razones de este fenómeno son diversas. En primer lugar,[los miembros quieren que el grupo los valore: si la i actitud del grupo se inclina claramente en una dirección, I puede que sus miembros traten de obtener la aprobación j de los demás manifestando actitudes extremas en dicha ] dirección (considérese el éxito del tacón de aguja), supri- j man las discusiones en sentido opuesto y estén dispuestos a adoptar posturas extremas en el grupo, sobre todo con respecto a la modificación del riesgo, porque, como he- í mos visto, la pertenencia a un grupo disminuye la respon- ! sabilidad individual^Varios estudios4 han demostrado que, además de tomar decisiones más extremas que los in-dividuos Aos miembros de un grupo están más seguros de i lo acertado de las decisiones grupales que de las propias. ; Tal fe en las decisiones del grupo, que en general son peo- !|

res que las de los individuos, posiblemente derive del sen-timiento de solidaridad que confiere el grupo. Si todos, o la mayoría, están de acuerdo, no es probable, en opinión de los miembros, equivocarse. 1 j

Irvin Janis5, inspirándose en George Orwell, ha deno- j minado esta tendencia de las actitudes de un grupo estre- j chámente unido a volverse extremas «£iejisagrupo». En :i su opinión |íos miembros desarrollan una ilusión de in- 1 vulnerabilidad unida a un extremo optimismo; no tienen en cuenta los hechos inconvenientes; su creencia en la propia moralidad puede llevarles a cometer acciones in-morales como un medio para conseguir sus fines; tienen ideas estereotipadas sobre los grupos rivales o enemigos, ' que consideran malvados o débiles; los miembros tratan í de reducir al silencio a quienes disienten; cada miembro ; suprime sus propias dudas para adaptarse al grupo; se crea la ilusión de unanimidad que-resulta de dicha supre-sión, y, por último, protegen a otros miembros ocultan-

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doles información que no se ajusta a las ideas del grapo^j Hay que señalar otros dos aspectos. En primer lugar, cuando un líder elige un comité de asesor amiento, es poco probable que se incline por personas con ideas muy distintas a las suyas o por quienes sean más inteligentes o tengan más argumentos a la hora de discutir que él. Este punto no se puede comprobar, pero, para mantener su autoestima, [el líder se suele rodear de acólitos^ lo que exacerba las tendencias anteriormente mencionadas. En segundo lugar,/cuando un comité tiene un líder, los miembros desean agradarle, sobre todo si puede influir en sus carreras, lo cual es especialmente perjudicial, ya que, cuantos más miembros estén de acuerdo con el lí-der, más extremas se volverán sus actitudes y, en conse-cuencia, más extremos serán los argumentos de los res-tantes miembros.]Se trata de un círculo vicioso caracte-rístico6.

Janis señala que cuando el presidente Kennedy tuvo que discutir la operación de bahía de Cochinos con sus asesores, Arthur Schlesinger, al principio, se opuso a lle-varla a cabo. Robert Kennedy le llamó aparte y le dijo: «El presidente ha tomado una decisión. No le presiones. Es el momento de que todos le prestemos la máxima ayuda». Uno de los peligros de dirigir una organización, ya sea como jefe de gobierno, director de una compañía, general o catedrático, es|sufrir la falta de críticas^ La capacidad de autocrítica de la señora Thatcher era escasa o nula, defec-to que se exacerbó al prescindir de quienes, de forma im-prudente, se atrevían a disentir. El presidente Reagan, por el contrario, era consciente de la falta de disposición de sus colaboradores a criticarle. En su autobiografía, escri-be: «Cuando se ocupa un puesto superior, se corre el ries-go del aislamiento. Los demás te dicen lo que quieres oír y son reacios a mencionar que alguien no cumple con su deber o perjudica a tu gobierno. No hay mucha gente de tu círculo cercano que te diga: "Te equivocas"». Aunque

Irracionalidad

no haya pruebas experimentales, parece evidente quejre-cibir un exceso de adulación implica perder la capacidad de autocrítica y tomar decisiones equivocadas e inflexi-bles^Beerbohm Tree señalaba: «El único hombre que no se echó a perder por ser tratado como un personaje fue Daniel»"*.

Janis ofrece otros ejemplos, como el de la decisión del presidente Johnson de intensificar la guerra de Vietnam, que tomó con el apoyo de sus colaboradores, a pesar de los informes de los servicios secretos sobre la imposibili-dad de ganarla. La interacción de los factores que operan en un grupo se ilustra, además, con el relato de las batallas de Arnhem y Pearl Harbor que se incluye en capítulos posteriores.

Por tanto, los comités tienen sus peligros; en concreto, su tendencia a adoptar posturas extremas. Pero, como ve-remos, uno de los problemas que afectan a las personas es que, en lugar de reflexionar sobre todas las acciones posi-bles, suelen aferrarse a la primera que se les ocurre. Cabría suponer que un comité de personas que sostienen ideas dispares produciría y examinaría con atención otras posi-bilidades de actuar y más razones a favor o en contra de cada una de lo que haría una persona aislada. El único tra-bajo sistemático7 que se ha realizado sobre este tema ha sido en reuniones de brainstorming [torrente de ideas], en las que se fija una tarea que requiere creatividad, como la de elegir un buen título para un relato corto y las respues-tas son evaluadas por un tribunal. Los resultados de tales experimentos no son concluyentes: a veces, el grupo halla una respuesta mejor que el individuo; otras veces sucede lo contrario.

Lo único que cabe concluir es que es irracional tanto suprimir las críticas como formar grupos de personas que piensen igual, aunque para que funcionen deban compar-tir un objetivo común. Si, con tanta frecuencia, los comi-tés toman decisiones menos racionales que los individuos

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por separado, cabría preguntarse por qué son tan popula-res; ya se sabe que «nadie toma una decisión personal a no ser que sea imposible formar un comité». Puede qu^la ra-zón del predominio de los comités sea que son «seguros»: la responsabilidad de tomar una decisión se difumina en-tre diversas personas y nadie se siente demasiado culpable sí resulta equivocada. Aunque los miembros de un comité comparten la toma de decisiones, se ha hallado que la ma-yoría cree que contribuye a ella mucho más de lo que hace. Cuando se pregunta a uno de ellos cuánto tiempo ha hablado en la reunión, suele sobrevalorarlo en exceso. Es otra forma del «error de disponibilidad». Antes de hablar, la gente se dedica a pensar lo que va a decir, lo que, pro-bablemente, les impide prestar atención a las contribucio-nes de los demás. Además se recuerda mucho mejor lo que uno ha dicho que lo que han dicho los otros, en par-te, debido a que se hace una mayor inversión emocional en la propia contribución y, en parte, a que lo que se dice se corresponde con las propias actitudes, fortalecidas a lo largo de muchos años.

Los grupos propios tratan de diferenciarse de los de-más. Una forma de lograrlo consiste en desarrollar un as-pecto característico. En este sentido, los punks, con su pelo estilo mohicanp verde brillante, sus ropas de cuero y sus cadenas, y Jos «fcabezas rapadas», con sus cráneos ra-surados, no se diferencian de los miembros de la nobleza, con sus batas de armiño, ni de los académicos, con sus bi-rretes, togas y mucetas de colores brillantes. Aunque, en esta época del retroproyector, no se necesitan las togas académicas para no mancharse de tiza, siguen sirviendo para que los profesores universitarios no se manchen la ropa al derramar la salsa por tener la mente ocupada en pensamientos más elevados.

Llevar toga o uniforme deriva de la tradición y del gus-

Irracionalidad

to por lo ritual. En general, se trata de un hábito inofensi-vo que incluso puede provocar risitas en los espectadores. El peligro que supone es que otorgue un sentido desmedi-do de la propia importancia y que divida a la sociedad. En Estados Unidos, una sociedad más igualitaria que Gran Bretaña, hay un menor predominio de los uniformes. Por otra parte, vestir las prendas de una determinada profe-sión distancia a quien las lleva de los demás y le anima a comportarse de forma extremadamente irracional. El juez que recientemente condenó a sólo dieciocho meses de pri-sión a un hombre que había violado a una mujer, la había sodomizado y obligado a tener sexo oral con él, ¿habría sido tan clemente si hubiera ido vestido de paisano y, por tanto, se hubiera identificado con los ciudadanos norma-les? ¿Habría dicho el juez Bertrand Richards a la mujer violada que era culpable de «una grave imprudencia coadyudante por haber hecho autostop»? Es difícil imagi-nar a alguien sin peluca realizando afirmaciones tan ne-cias.

Los experimentos8 confirman estas observaciones. A los sujetos se les instó a administrar descargas eléctricas (falsas) a un cómplice. Cuando se vistieron de enfermeros fueron menos agresivos que los que llevaban ropas norma-les, en tanto que, con un disfraz de miembro del Ku Klux Klan, se volvieron mucho más agresivos. Es irracional, desde luego, permitir que la ropa influya en la propia con-ducta, pero estos experimentos demuestran que así es. Si los uniformes producen efectos tan potentes en un expe-rimento, ¿cuánto mayor será su influencia en quienes tie-nen derecho genuino a llevarlos?

Es preciso añadir que algunos uniformes son totalmen-te racionales, en el sentido de que tienen un fin útil; por ejemplo, a veces es importante reconocer con rapidez la profesión de una persona. Tenemos que ser capaces de identificar a un policía, un bombero o un cobrador de au-tobús, y sus uniformes nos permiten hacerlo, del mismo

lindogrupo y exogrupo 87

modo que un soldado, antes de apretar el gatillo, debe de-cidir si quien tiene enfrente es un amigo o un enemigo.

Por desgracia, hay formas más perjudiciales de obtener la cohesión del grupo que adoptar señas distintivas. Los miembros de un grupo pueden despreciar e incluso odiar a los de otros grupos. La investigación clásica9 so-bre este tema fue la que realizó Muzifer Sherif en los años cuarenta y cincuenta, con notables resultados. Puesto que llevó a cabo experimentos anuales a lo largo de varios años, siempre con el mismo resultado, he mez-clado material de varios de ellos. Los sujetos eran niños americanos de unos doce años, blancos, de clase media y protestantes. No tenían ni idea de que se les estaba estu-diando, porque les invitaron a un campamento de vera-no y los experimentadores se hicieron pasar por el direc-tor, sus asesores e incluso por el hombre que hacía los pe-queños arreglos del campamento (la versatilidad de los psicólogos sociales está fuera de toda duda). Los mucha-chos fueron elegidos en distintos colegios y barrios para que no se conocieran. Al principio, todos se alojaban en un gran barracón.

Al cabo de tres días habían comenzado a hacer amista-des y se le preguntó a cada uno quiénes eran sus mejores amigos. Después se.les dividió en dos grupos y se les puso en dos campamentos distintos, separando a los amigos. Aunque comían todos juntos, cada grupo comenzó a de-sarrollar sus propias convenciones. Unos se denominaban a sí mismos los «águilas»; los otros, las «serpientes de cas-cabel». Estamparon los nombres en sus camisetas, porque incluso entonces ya existía la costumbre, muy extendida, de leer las camisetas ajenas. Comenzaron a ir a sitios dis-tintos a bañarse y cada grupo creó su propia jerga. Al cabo de cuatro días, se les preguntó de modo informal quiénes eran sus mejores amigos. Habían olvidado a sus amigos

88 Irracionalidad i-

iniciales, pues nueve de cada diez de los amigos nombra-dos eran del propio grupo.

En la fase siguiente, el experimentador introdujo juegos competitivos entre los grupos: fútbol, rugby... Los miem-bros del equipo vencedor obtendrían como premio una navaja. Al principio, los muchachos jugaron de forma educada, pero pronto se enconaron los ánimos. Comenza-ron las acusaciones de juego sucio y de hacer trampas, y los miembros de cada equipo empujaban o chocaban a propósito con los del equipo contrario en la cola de la co-mida. Cuando se les pidió que evaluaran la actuación indi-vidual en los juegos, ambos grupos evaluaron la de sus miembros mucho más positivamente que la de los del otro grupo. Uno de los grupos atacó al otro campamento de noche, volcando las camas y esparciendo las pertenencias de sus moradores por todos lados. Terminaron negándose a compartir el comedor común. Tanto Sherif como otros han repetido muchas veces estos experimentos, siempre con idénticos resultados (se dice que hubo que detener uno de los experimentos por miedo a un motín).

Hay que observar, entre paréntesis, que estos hallazgos indican que los juegos en los que intervienen países distin-tos (o distintas ciudades del mismo país), no promueven la amistad entre ellos, sino la animosidad. Incluso los partidos amistosos de criquet lo confirman, a pesar de que el criquet está considerado un juego de caballeros. Esta competición ha creado bastante hostilidad entre Inglate-rra y Australia, con acusaciones de trampas y falta de de-portividad que se llevan produciendo desde hace sesenta años. En una serie reciente, los ingleses acusaron a los afroantíllanos de haber forzado un empate mediante un juego muy lento, un truco carente de deportividad que el árbitro afroantillano no impidió. A continuación, los in-gleses le acusaron de ser extremadamente favorable al equipo contrario, en tanto que los afroantillanos prohibie-ron las emisiones de radio para la BBC de un comentaris-

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ta inglés que había criticado severamente la conducta del arbitro. Tampoco parece que los partidos de fútbol ínter-nacionales hagan mucho en favor de la camaradería entre los seguidores de equipos rivales. Es notoria la violencia y el odio entre los hinchas de los diversos equipos de la Copa del Mundo.

A la vista de estas pruebas, que comprenden desde el juego sucio y el mal humor de los partidos de rugby de los colegios privados hasta trucos sucios frente a un tablero de ajedrez, es extraordinario que muchos sigan creyendo que el deporte competitivo mejora las relaciones entre las nacionalidades o los grupos a los que pertenecen los equi-pos rivales. Tal vez esta falsa creencia se deba a las conno-taciones de la palabra «juego», que indica algo que no hay que tomarse en serio. Sin embargo, así se hace con dema-siada frecuencia. Como señalaba George Orwell: «El de-porte serio nada tiene que ver con el juego limpio. Se llalla estrechamente ligado al odio, la envidia, la fanfarro-nería, el desprecio por las reglas y el placer sádico de con-templar la violencia».

Volviendo a Sherif, su investigación ilustra la facilidad con que puede surgir el odio entre grupos distintos. A fin de cuentas, todos los chicos eran estadounidenses, blan-cos y de la misma religión. Además, los amigos estaban co-locados en grupos diferentes, lo que debería haber dismi-nuido la rivalidad eijtre ellos. El experimento es un ejem-plo perfecto de la t&tal irracionalidad que supone el que alguien no nos guste porque pertenece a un grupo distin-to. La causa de dicha hostilidad puede ser, en parte, la lu-cha por un recurso escaso ten este caso, las navajas). Pero, esta causa no lo explica todo, puesto que en los experi-mentos de Sherif, el antagonismo se desarrollaba antes de que se introdujeran los juegos competitivos. Es posible que sea difícil enorgullecerse del propio grupo sin consi-derar inferiores a los otros.

En la fase final de sus experimentos, Sherif consiguió

Irracionalidad

disminuir el antagonismo entre los grupos haciendo que los niños realizaran tareas que requerían un esfuerzo con-junto. Los grupos hicieron un fondo con su dinero para comprar la película La isla del tesoro, que todos querían ver; se hizo que un camión que traía suministros al campa-mento quedara atascado en el barro, y los grupos se unie-ron para sacarlo; el depósito del agua empezó a perder lí-quido «accidentalmente», y todos ayudaron a repararlo. Tomar parte en estas tareas comunes redujo en gran medi-da el antagonismo y comenzaron a crearse amistades entre los miembros de los dos grupos. Hay que recordar la amistad entre desconocidos de clases sociales y credos dis-tintos que se produjo en Gran Bretaña durante la Segun-da Guerra Mundial, en un momento en que casi todos se hallaban comprometidos con el mismo objetivo primor-dial: derrotar a Alemania. No obstante, datos más recien-tes indican que realizar una tarea en común sólo disminu-ye la hostilidad entre grupos si sus esfuerzos conjuntos tie-nen éxito; si no, se echan la culpa mutuamente del fracaso.

En la vida real, la rivalidad entre grupos puede llegar a ser tan irracional que cada uno trate de humillar al otro in-cluso a su propia costa. En una fábrica de aviones de Gran Bretaña10, los trabajadores de la sala de herramientas reci-bían una paga semanal ligeramente superior a los de pro-ducción. Al negociar el convenio, los representantes de los primeros trataron de mantener dicha diferencia, a pesar de que, si lo conseguían, recibirían una paga menor. Prefi-rieron un acuerdo por el que recibirían 67,30 libras a la se-mana, y los trabajadores de producción una libra menos, que otro que a ellos les proporcionara dos libras más (69,30) y aun más a los otros (70,30).

Desde luego que pertenecer a un grupo cohesionado es reconfortante. A la mayor parte de las personas le gusta gustar y la mayoría prefiere que los demás apoyen sus

o 5 j o y exogrupo

ideas a soportar las dudas que supondría contradecirlas. (lomo hemos visto, la necesidad de valorar el endogrupo fs, en parte, la causa de los prejuicios contra otros grupos. I !s difícil, si no imposible, creer que el endogrupo es «es-pecial» sin pensar que otros son, en cierto modo, inferio-res. Tales prejuicios contra los exogrupos suelen ir acom-pañados de la formación de estereotipos: los judíos son avariciosos, los negros, perezosos, etc. Tales estereotipos Niielen carecer de fundamento. Los ingleses consideran que los escoceses son tacaños, pero se recolecta más dine-ro por habitante en las calles de Escocia que en las de In-glaterra.

Antes de hablar de las causas de los estereotipos, hay que desechar una teoría incorrecta. Se ha sugerido que la intolerancia hacia otros grupos podría ser producto de una educación demasiado severa, pero no es verdad, por-que los cambios de tolerancia se suelen producir con mu-flía rapidez. En 1920, se toleraba bastante bien a los ju-díos alemanes, pero en el plazo de unos años, no sólo fue-ron maltratados por el régimen nazi, sino despreciados por buena parte del pueblo alemán, sin que se hubiera producido un cambio importante en los métodos de edu-cación infantil.

Hay varias razones que explican la existencia de los es-icreotipos. Richard Nisbett y Lee Ross11 señalan que no lodos los estereotipos son perjudiciales, pues se aplican a bibliotecarios, yóqufis, catedráticos, agentes de bolsa, etc. Una de las razones para mantener los estereotipos es que son útiles: no tenemos que evaluar cada caso individual, sino que nos limitamos a suponer que la persona en cues-tión se ajusta al estereotipo.

Una segunda razón es que tendemos a observar todo lo que apoye nuestras opiniones. Nos fijamos en el escocés que es tacaño, pero no prestamos mucha atención al gene-roso.

En tercer lugar, nos fijamos en las acciones de los miem-

1 Irracionalidad

bros de un grupo minoritario mucho más que en las de los de un grupo más amplio12. Son evidentes («disponibles») porque son escasas. Del mismo modo, prestamos más atención a la mala conducta que a la normal, así que nos impresiona más que un miembro de un grupo minoritario se comporte de forma indebida. Un notable ejemplo pro-cede de la época en que las mujeres apenas conducían. Cuando una mujer cometía un error de conducción, los hombres la miraban y decían: ¡Dios mío! ¡Otra mujer conductora! Las mujeres que conducían bien no destaca-ban, por lo que nadie se fijaba en ellas. En posteriores ca-pítulos se ofrecerán pruebas convincentes sobre los dos últimos puntos.

En cuarto lugar, los estereotipos implican su propio cumplimiento. Si se cree que los negros son vagos, les re-sultará difícil encontrar empleo y, en consecuencia, se les ve-ociosos por la calle, lo que confirma la creencia de que son perezosos.

En quinto lugar, algunos aspectos de los estereotipos tienen una base real. Parece probable que los catedráticos, en general, sean más serios que los pinchadiscos. Pero aunque este estereotipo tenga fundamento, es irracional aplicarlo a los casos individuales, porque, sin duda, exis-ten pinchadiscos serios y algún catedrático frivolo.

En sexto lugar, se ha hallado que las diferencias entre dos conjuntos de objetos se exageran cuando se les pone una etiqueta13. En un sencillo experimento, cuatro líneas cortas recibieron la denominación «A» y otras cuatro lige-ramente más largas, la denominación «B». Los sujetos apreciaban una mayor diferencia en la longitud media de los dos conjuntos de líneas cuando recibían estas denomi-naciones que cuando carecían de ellas. Todos los grupos sobre los que se forman estereotipos se denominan por sus nombres, lo cual puede hacer que consideremos los exogrupos más distintos de nosotros mismos de lo que en realidad son.

I '.iitlogrupo y exogrupo

En séptimo lugar, como veíamos al hablar del efecto de ludo, a veces una cualidad destacada hace que creamos que la persona posee otras cualidades relacionadas de las que carece. Esto también vale para los grupos. Como hay grupos étnicos con aspecto distinto al de los blancos, éstos tienden a creer que también difieren radicalmente en otros aspectos.

En octavo lugar, un pequeño sesgo inicial en la atribu-ción de características negativas a los miembros de un exogrupo puede incrementarse a consecuencia de la inte-racción social dentro del grupo propio, como describía-mos al comienzo de este capítulo. Además, cuando al-guien adopta creencias basadas en el prejuicio, puede ac-luar guiado por ellas, aunque no trate de impresionar a los miembros de su endogrupo. En los años setenta se reali-zaron una serie de estudios sobre los prejuicios contra los negros, con notables resultados. Si un estadounidense te-nía que ayudar, en público, a un negro, lo hacía con la mis-ma buena disposición que a un blanco, pero la probabili-dad de hacerlo disminuía si se encontraba en una situa-ción en que su ayuda no era observada. Esto se descubrió dejando en un lugar público un sobre abierto y con fran-queo dirigido a una universidad. Del sobre sobresalía un impreso con la foto del solicitante. Los blancos se toma-ban más veces la molestia de mandarlo por correo si el so-licitante era blanco,que si era negro. Estos hallazgos se realizaron cuando, té menos entre la clase media, había un gran rechazo hacia los prejuicios raciales, por lo que los blancos no los demostraban en público, pero seguían sur-giendo cuando nadie los observaba.

Por último, las personas bienintencionadas refuerzan los prejuicios ajenos al aceptar las cualidades contra las que éstos se dirigen y tratar de explicarlas de forma con-vincente. Como afirman Richard Nisbett y Lee Ross, quien sostiene que la pereza de los negros se debe a la «cultura de la pobreza, al síndrome de la falta de padre o

Irracionalidad

a la anomia nacida de la opresión y de la falta de poder», demuestra tener tantos prejuicios como el que cree que los negros son perezosos sin tratar de explicar por qué.

Por todas estas razones, los estereotipos negativos son comunes, poderosos y difíciles de erradicar. Su irraciona-lidad es evidente. Derivan de la hostilidad hacia los gru-pos extraños y, cuando se han creado, la apoyan. Pero los estereotipos que no se basan en prejuicios producen pen-samientos igualmente irracionales. En un experimento14

se dio una lista de frases como: «Carol, bibliotecaria, es atractiva y seria». En cada frase había un nombre, una ocupación y dos rasgos, uno estereotipado («seria», en este caso) y el otro no considerado característico de la ocupación («atractiva»; el estereotipo negativo para las bi-bliotecarias es que no lo son). Cuando se preguntó a los sujetos los rasgos que se habían empleado para cada ocu-pación, demostraron una acusada tendencia a recordar los estereotipados y a olvidar los no estereotipados. Creyeron que las azafatas habían sido descritas como «atractivas», pero no que se había descrito de la misma forma a las bi-bliotecarias, aunque recordaban que éstas eran «serias». Recordamos lo que esperamos oír: en este caso, el estereo-tipo domina la expectativa.

En este capítulo se han tratado dos temas relaciona-dos: la tendencia hacia los extremos de las actitudes gru-pales y el desarrollo de prejuicios contra los exogrupos. Es probable que tales prejuicios hayan causado más des-gracias a lo largo de la historia que ningún otro factor. Fueron parcialmente responsables de la última guerra mundial: como mínimo, el eslogan «Herrenvolk» del grupo de Hider contribuyó a que los alemanes le respal-daran y apoyaran el «Anschluss». Posiblemente el desa-grado hacia los exogrupos sea hasta cierto punto innato y se remonte a nuestra historia tribal. Pero eso ni lo justi-fica ni implica necesariamente que sea imposible de con-trolar.

lindogrupo y exogrupo 94

MORALEJA

1. Si es usted miembro de un comité o de un club de golf, no se deje llevar por las ideas predominantes. Exami-ne y exprese argumentos en contra.

2. Si va a formar un comité, asegúrese de que estén re-presentados puntos de vista distintos.

3. Si es usted el director de una organización, trate de no dejarse influir por los halagos.

4. Tenga cuidado con la creación de estereotipos. En el caso de que los tenga, recuerde que no todas las personas se ajustan a ellos.

5. Si tiene que llevar uniforme, que sea el de enfermero.

Noi^ j

* N. de la T.: Juego de palabras intraducibie con las dos acepciones de take minutes-, «tardar minutos» y «levantar actas».

** N. de la T.: Juego de palabras intraducibie. Lionize, derivado de lion [león] significa «tratar como a un personaje».

1 Newcomb, T. M., Personality and Social Change, Nueva York, Dryden, 1943.

2 Kogan, N., y Wallach, M. A., Risk Taking: A study in cognition and personality, Nueva York, Holt, Rinehart and Winston, 1964.

3 Moscovici, S., y Personnaz, B., «Studies in social influence. V: Mi-nority influence and conversión behaviour in a perceptual task», Journal of Personality and Social Psychology, 1969,12, 125-135.

4 Sniezek, J. A., y Heí^ry, R. A., «Accuracy and confidence in group judgements», Qrganizational Behaviour and Human Decisión Processes, 1989,43, 1-28.

' Janis, I. L., y Mann, L., Decisión Making, Nueva York, Free Press, 1977.

6 Janis, 1. L., y Mann, L., op. cit. 1 Stein, M., Stímulating Creativity: Individual differences, vol. 2,

Nueva York, Academíc Press, 1975. 8 Johnson, R. D., y Downing, L. L., «Deindividuarion and valence of

cues: effects olí prosocial and antisocial behaviour», Journal of Persona-lity and Social Psychology, 1979,37,1532-1538.

9 Sherif, M., Group Conflict and Co-operation: Their social psychology,

96 Irracionalidad i-

Londres, Routledge y Kegan Pau, 1966. 10 Brown, R J., «Divided we fall: an analysis of relations between sec-

tíons of a factory work-force», en Tajfel, H. (ed.), Differentiation bet-ween Social Grotíps: Studies in the social psychology of intergroup rela-tions, Londres Academic Press, 1978.

11 Para los estereotipos, ver Nisbett, R., y Ross, L., Human lnference: Strategies and shortcomings of social judgement, Englewood Cliffs, NJ, Prentíce-Hall, 237-242, de donde he tomado muchas de las ideas que aquí se exponen.

12 Ver la información que se da en el capítulo 12. 15 Tajfel, H., Flament, C , Billig, M. G., y Bundy, R P., «Social cate-

gorization and intergroup behaviour». European Journal of Social Psychology, 1971, 1, 149-178; Tajfel, H„ y Wilkes, A. L., «aassifícation and quantitative judgement», Brítish Journal of Psychology, 1963, 54, 101-114.

14 Hamilton, D. L., y Rose, T. R , «Illusory Correlation and the Main-tenance of Stereotypic Beliefs», manuscrito no publicado, Universidad de California at Santa Bárbara, 1978.

Capítulo 6 Locura organizativa

Quienquiera que haya sido miembro de una comisión habrá oído decir: «No podemos hacerlo: sentaría un pre-cedente». Este comentario es totalmente irracional. La ac-ción propuesta contra la que se dirige puede ser razonable o no serlo. En el primer caso, realizarla sentará un buen precedente; en el segundo, no se debe realizar. En conse-cuencia, que se sientje o no un precedente es irrelevante: la decisión hay que tornarla por sus propios méritos. Ade-más, salvo en los tribunales, nadie tiene por qué sentirse obligado por decisiones pasadas, El pasado está acabado, no puede modificarse y sólo sirve, a veces, para aprender de él. Seguir la práctica tradicional es lo más sencillo; cam-biar algo suele implicar tener que reflexionar en profundi-dad, lo que para muchos es desagradable, y requiere ener-gía para vencer la inercia que caracteriza a muchas gran-des organizaciones, sobre todo en el sector público.

Este capítulo es un inteludio, porque trata sobre la irra-

97

Irracionalidad

cionalidad de las organizaciones, no de las personas; y se basa en el supuesto de que una organización racional em-plea los mejores medios a su disposición para conseguir sus objetivos. En la práctica, esto sucede muy pocas veces, debido a que a sus miembros suele moverles la codicia o la pereza y a que anteponen sus propios fines, como pro-gresar o evitar el riesgo, a los de la organización a la que pertenecen. En consecuencia, la organización como tal

^"funciona de forma irracional. Una organización debe estar diseñada para evitar, en la medida de lo posible, la con-ducta egoísta de sus miembros, sin embargo parece que muchas están estructuradas para recompensarla en vez de castigarla. Aunque me voy a centrar en la irracionalidad organizativa que surge de motivos interesados, voy a ofre-cer asimismo algunos ejemplos de la que deriva de una re-flexión insuficiente o sesgada.

Empecemos por el sector público. Leslie Chapmah, en un brillante libro, Your Disobedient Servant [Su desobe-diente servidor]1, describe sus intentos de reducir el des-pilfarro en la Administración pública británica. Chapman fue director regional de la Región Sur del Ministerio de Obras Públicas. Este ministerio se encarga de proporcio-nar edificios y servicios a una serie de organismos guber-namentales, incluyendo otros departamentos de la Admi-nistración y las fuerzas armadas. Chapman decidió exami-nar las prácticas de despilfarro de su propia región. Entre los descubrimientos que realizaron sus equipos se halla-ban los siguientes:

1. La iluminación de almacenes poco usados del tamaño de un hangar se realizaba mediante tubos fluorescentes. Cuando uno se fundía, dos operarios que tiraban de un elevado carrito lo sustituían. Puesto que daba lo mismo que se fundieran uno o dos tubos para la iluminación, ordenó que se sustituyeran todos los que no funcionaran en una sola visita periódica (por ejemplo; una vez cada seis meses).

2. Estos almacenes se calentaban a la misma temperatura que

Locura organizativa 98

las oficinas. Hizo que se apagara la calefacción y que quien tuvie-ra que entrar en los almacenes fuera bien abrigado.

3. Halló que la mayor parte de los almacenes no era necesaria y vendió algunos. Ordenó derribar los que no pudo vender, por temor a que alguien les buscara un uso.

4. Vendió todas las grúas, excepto seis, y muchos otros apara-tos que sobraban, como hormigoneras y camiones. Había calcu-lado que salía más barato alquilarlos durante los cortos periodos que se necesitaran.

5. Vendió terrenos sobrantes, recuperando de este modo él capital invertido en su compra y eliminando la necesidad de mantenerlos.

6. Descubrió que el coste de almacenar y expedir piezas pe-queñas como juntas para grifos era de 3 libras aproximadamen-te (en precios de 1972). Prohibió almacenarlas y dio órdenes a sus subordinados de comprarlas en las tiendas de la vecindad cuando se necesitaran.

7. En la región disponían de coches con chófer, que usaba su propio departamento y otros organismos gubernamentales. Su-primió el servicio. En el futuro, sus subordinados tuvieron que conducir su propio vehículo o, si la ocasión realmente lo reque-ría, contrataban una limusina de una compañía privada.

8. Por último, descubrió que era mucho más barato contratar fuera la mayor parte de la mano de obra que mantener emplea-dos directos. En consecuencia, redujo a la mitad la fuerza labo-ral, tras llegar a un acuerdo con los sindicatos y establecer un plan para colocar en otra parte a los despedidos.

A consecuencia <té la insólita iniciativa de Chapman, la cantidad de gastos anuales de la Región del Sur del Minis-terio de Obras y Edificios Públicos se redujo un tercio: de 10 millones de libras a 6,5 millones. Las seis regiones res-tantes fueron informadas de los métodos que había em-pleado para ahorrar, pero hicieron pocos esfuerzos por imitarlo. Mientras que él había ahorrado un tercio de su presupuesto, las otras regiones redujeron los gastos sólo un 8 por ciento y ninguna se dedicó a hacerlo de forma sistemática como había hecho Chapman, a pesar de que se

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ofreció a prestarles sus equipos, que habían aprendido a detectar el despilfarro.

Chapman era un hombre resuelto y trató de hacer algo con respecto al despilfarro no sólo en las demás regiones del ministerio, sino también en otras secciones de la Ad-ministración2. La autocomplacencia irracional de esta ins-titución se refleja en la respuesta que Chapman obtuvo cuando escribió a sir William Armstrong, a la sazón su di-rector. Armstrong (en la actualidad más conocido por su comentario equívoco de que había sido «ahorrativo con la verdad») ni siquiera se dignó a responderle, pero uno de sus subordinados le envió una seca nota: «Me dirijo a us-ted en respuesta a su carta... y a los documentos enviados a sir William Armstrong. Los hemos leído con interés. Atentamente...». Aunque era evidente que a sir William y a sus subordinados no les interesaba ahorrar dinero para el contribuyente, a Chapman se le nombró, posteriormen-te, lord por sus servicios al país. En una ocasión, un fun-cionario público comentó: «La Administración pública es una oligarquía que se perpetúa a sí misma. ¿Y qué otro sistema mejor hay?». Puede que tuviera razón, pero no deja de resultar una afirmación sorprendente.

Volviendo a Chapman, después de abandonar la Admi-nistración para escribir un libro5 en que criticaba sus há-bitos derrochadores, se convirtió en miembro de la junta directiva del Transporte de Londres, organismo público financiado en su mayor parte por el Ayuntamiento del Gran Londres y el gobierno. De nuevo descubrió muchos monstruosos ejemplos de derroche, entre ellos una enor-me flota de coches que los directores empleaban para tras-ladarse a su antojo. No es de extrañar que prefirieran di-cho método de transporte a la incomodidad, la suciedad y los retrasos de sus propios autobuses y metros. A la direc-ción también le iba muy bien en otros aspectos. El come-dor de los directores de más alto rango recibía una impor-tante subvención y el director general tenía un despacho

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de 270 m2. Chapman descubrió que se podía ahorrar un 30 por ciento como mínimo en el mantenimiento de-los raíles, y sumas similares en otras actividades, como, por ejemplo, en limpieza, si se contrataba mano de obra exter-na, en vez de que el trabajo lo realizaran los empleados del Transporte de Londres..., etc.

En el caso del Transporte de Londres, Chapman no pudo hacer mucho debido a la oposición del resto de la junta directiva y especialmente de su presidente. Presentó numerosas propuestas para disminuir los gastos inútiles, pero sé les hizo caso omiso. Además se prescindió de sus servicios menos de dos años después de haberse incorpo-rado a la junta. Posteriormente relató su extraordinaria experiencia en otro libro, Waste Away [Malgastar]. Si tras esta breve descripción, el lector no se halla convencido del vergonzoso e irracional despilfarro de la Administración pública británica, los libros de Chapman le convencerán. Los hábitos despilfarradores de los organismos públicos son ilimitados. Chapman ofrece muchos otros ejemplos, tres de los cuales se describen a continuación, El Ayunta-miento de Islington pagó 730 libras a una empresa para que arrancara 2 m2 de arbustos. El Ayuntamiento de Li-verpool pagó, durante un periodo de más de ocho años, más de 25.000 libras a dos operarios y su ayudante por en-cender las farolas de gas, cuando en Liverpool no había este tipo de farolas* En Leicestershire, el ayuntamiento privó de sus vacaciones a doscientos niños discapacitados físicos al suprimirles la subvención, y, para compensar, in-crementó el sueldo del alcalde en una cantidad que hubie-ra servido para pagar las vacaciones de los niños cuatro veces.

Para lo que nos proponemos, lo importante es: ¿por qué se produce semejante derroche? Por muchas razones.

1. Como señala Chapman, en los organismos públicos hay pocas personas que tengan que responder claramente ante otros,

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ya que son los comités los que suelen tomar las decisiones. Ya hemos visto que los miembros de muchos comités tratan de con-graciarse con el presidente. Emplean argumentos que apoyan los puntos de vista de éste.y que pueden llegar a ser aún más extre-mos, lo que hace que el presidente se incline en mayor medida en dicha dirección. Esta tendencia se acentúa cuando, como sue-le suceder, las perspectivas de los miembros restantes, incluyen-do los ascensos, dependen del presidente. Por tanto, la mayor parte de los comités no son un medio de tomar decisiones racio-nales, limitándose a confirmar o, peor aún, a exacerbar las acti-tudes del presidente, al tiempo que le liberan de su responsa-bilidad. Pero sí no se es responsable ante nadie, hay pocos in-centivos para corregir los errores, excepto la obligación no reconocida que todos los funcionarios tienen para con sus com-patriotas, que son quienes pagan sus salarios.

2. Chapman sostiene que los ascensos en la Administración están en buena medida determinados por la antigüedad y que, salvo en circunstancias extraordinarias, el puesto es para toda la vida. Esto fomenta la inercia, Todo cambio supone riesgos y po-cos quieren asumirlos, a no ser que vean en ello algún beneficio personal.

3. La estructura de la mayor parte de las organizaciones pú-blicas promueve el despilfarro. Un ascenso puede depender de que se ocupe un puesto con un número determinado de subor-dinados o de la cantidad de dinero que se maneje, lo cual es un incentivo directo para el derroche.

4. En muchas organizaciones públicas, la cantidad de dinero anual que se destina a un sector depende en buena parte del pre-supuesto del año anterior. Nadie examina cómo se ha gastado dicho presupuesto ni si el gasto era necesario. Esto también su-pone un incentivo directo para el despilfarro, puesto que impli-ca que los sectores de los organismos públicos {y algunos pri-vados) gastan lo máximo posible, no lo mínimo. Es irracional sancionar a los departamentos que un año ahorran dinero recor-tándoles el presupuesto para el siguiente. No hay nada que pue-da sustituir el examen detenido de cómo se gasta el dinero. Chapman ha demostrado que es factible y que se pueden aho-rrar grandes sumas,

5. Es indudable que, cuando alguien quiere modificar algún aspecto de una institución, pone a los demás en aprietos; en el

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caso de que se lleve a cabo una reducción de gastos, puede ha-ber pérdida de puestos de trabajo. Nada de esto es popular. Chapman llama la atención sobre varios casos del Transporte de Londres en que se despidió o amenazó a empleados que trata-ban de reducir costes. El temor a perder el empleo o a no conse-guir un ascenso si se.tratan de introducir cambios, es un incenti-vo totalmente contrario a la búsqueda del ahorro.

6. La codicia y la búsqueda de prestigio también desempeña un papel, que se traduce en servicios y comodidades innecesaria-mente generosos para los altos cargos, como lujosos comedores y coches con chófer. En la medida en que el prestigio de un alto cargo dependa del tamaño de su presupuesto y del número de sus subordinados, tenderá a inflar los gastos inútiles.

7. Chapman sostiene que los organismos gubernamentales que investigan los departamentos de la Administración pública se caracterizan por su ineficacia. A los funcionarios les paga el público en general (igual que a los municipios y ayuntamientos de condado) y a éste se deben. La prensa es un arma poderosa, y si el despilfarro que se produce fuera puesto en su conoci-miento, rápidamente se haría público y, le gustara o no, alguien tendría que hacer algo'al respecto. Pero, por desgracia, Gran Bretaña es uno de los países menos democráticos del mundo occidental. La Ley de Secretos Oficiales, que ha sido reforzada recientemente, prohibe a los empleados del gobierno revelar sin su permiso nada de lo que hayan tenido conocimiento en el cumplimiento de sus obligaciones. Los ayuntamientos tienen normas para sus empleados con el mismo fin. En consecuencia, los organismos públicos de Gran Bretaña operan tras un velo de. secreto, ocultando'al público, ante el que tienen que res-ponder, sus errores y su mala administración. El gobierno bri-tánico lleva su obsesión por el secreto a límites insospechados. Se retiene información que afecta directamente a los consumi-dores; por ejemplo, algunos de los temas de los que no se in-forma son las pruebas sobre medicinas y agua potable, la hi-giene de los restaurantes, la seguridad de los pesticidas y los resultados de las inspecciones de los mataderos. Hace poco, el gobierno suprimió un informe realizado por inspectores esco-lares sobre un proyecto para enseñar al profesorado métodos modernos para desarrollar la capacidad de los alumnos para emplear la lengua inglesa. La información, naturalmente, es

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esencial para los ciudadanos de una democracia. Sin ella no pueden decidir racionalmente a quién votar ni realizar eleccio-nes razonables en su vida diaria. El secreto tiene otras repercu-siones; según Amnistía^Internacional, Gran Bretaña ostenta la peor trayectoria con respecto a los derechos humanos de todos los países de Europa occidental, a pesar de que es difícil creer que los ciudadanos británicos sean menos humanitarios que los de otros países.

Dos reformas mejorarían los servicios públicos. En pri-mer lugar, hacer accesible a todos cómo se dirigen; en se-gundo lugar, insistir en que todo aquel que desempeñe un cargo público utilice los servicios públicos cuando sea po-sible. Si los diputados y funcionarios se vieran obligados a ir en metro y no en taxi, a recurrir a los servicios de Segu-ridad Social (aguardando su turno en la cola) y no a los de la medicina privada y si sus hijos tuvieran que ir a colegios públicos, presenciaríamos un cambio rápido en todos es-tos servicios. La situación británica se puede comparar con la de Estados Unidos, un país más democrático don-de es posible no sólo hacer público lo que sucede en los organismos gubernamentales (salvo que se ponga en peli-gro la seguridad nacional), sino citarlos judicialmente para que entreguen documentos, lo cual, por ley, están obliga-dos a hacer.

i Es evidente que no son los miembros individuales de / los organismos públicos los que son irracionales (a fin de ' cuentas, es totalmente racional actuar por codicia, ambi-

ción o pereza). Son las organizaciones las que fracasan en h consecución de los fines que justifican su existencia, por lo que son ejemplos de irracionalidad corporativa. Por otra parte, la irracionalidad podría disminuir si la estruc-tura de los organismos públicos fuera más racional. Debe-rían ser responsables ante representantes pagados de los ciudadanos que no pertenecieran al organismo en cues-tión; los ascensos se deberían ganar no porque a uno le

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«llegara el turno», sino por progresar en la línea de los ob-jetivos de la organización; los despidos, sobre todo del personal que ocupa los puestos de mayor responsabilidad, deberían ser más habituales de lo que son en la actualidad; y el funcionamiento de la organización debería ser accesi-ble a la prensa y al público.

No hay duda de que la irracionalidad corporativa exis-te en el sector privado, pero no conozco una descripción tan cuidadosamente documentada como la de Chapman. Es cierto que la recientemente publicada Guía de altos cargos para el traslado de la dirección revela que los direc-tores actúan en su propio interés en vez de en el de la compañía. Al trasladarse de edificio, cabría esperar que tuvieran en cuenta el alquiler del metro cuadrado, la faci-lidad de transporte, el suministro de materia bruta (para las manufacturas) y la posibilidad de contar con emplea-dos adecuados. Pues nada de eso. Una empresa se trasla-dó a Nottingham porque se suponía que esta ciudad tenía más rubias por metro cuadrado que las demás. Otra con-sideración importante fue la longitud de las listas de espe-ra de los clubes de golf. Otra empresa mandó un equipo de búsqueda no sólo para hallar una ciudad con río, sino para contar el número de cisnes que en él había.

Un enorme abuso al que recientemente se le ha dado mucha publicidad J;s el elevado aumento de sueldo que los altos cargos se concedieron en un momento en que trataban de convencer a los trabajadores de que aceptaran como aumento el del coste de la vida o uno ligeramente superior. Según el Instituto Británico de Administración, en 1990, el incremento medio del salario de los ejecutivos de las empresas británicas fue de un 22,7 por ciento. El de muchos fue superior; por ejemplo, el señor Mick Newmarch, director ejecutivo de una importante compa-ñía de seguros, la Prudential, recibió un 43 por ciento de au-

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mentó, lo que le proporcionó un salario de más de medio millón de libras. No se puede decir que la compañía hu-biera prosperado bajo su dirección, porque acababa de tener que vender, con-una pérdida de 340 millones, todas las propiedades inmobiliarias que había comprado re-cientemente, con el resultado de que los que tenían una póliza de seguros habían visto reducirse su capital acu-mulado por primera vez en cincuenta años. A pesar de la publicidad que le dieron, el aumento de salario del señor Newmarch fue moderado en comparación con otros. Por ejemplo, el mismo año, sir Ian MacLaurin recibió un au-mento de sueldo del 330 por ciento, con lo que su salario alcanzó casi el millón y medio de libras. Cabría suponer que tales aumentos se justificaban por el valor para la compañía de los ejecutivos en cuestión. Pero hay pocas pruebas en ese sentido. La rentabilidad de la empresa de MacLaurin, Tesco. había disminuido el año anterior a que su sueldo se disparara. Este egoísmo extremo de la direc-ción, que debe ejercer una influencia perjudicial en sus re-laciones con los empleados, no es irracional. Pero la codi-cia de los ejecutivos hace que las compañías, como un todo, se comporten de forma irracional; y es irracional en sí mismo el hecho de estar estructuradas de modo que tal egoísmo sea posible. El aumento de sueldo de los directo-res sería más razonable si estuviera determinado por su actuación o tuviera que ser aprobado por el voto por co-rreo de los accionistas.

Es difícil saber cuál es el motivo de las ofertas públicas de adquisición, pero muchas parecen impulsadas por la ambición de los ejecutivos. Lo que es seguro es que las ac-ciones de la compañía que realiza la oferta disminuyen de valor de forma invariable (con toda la razón, pues se ha descubierto que, después de una adquisición, se suelen producir pérdidas durante cuatro años y se necesita una media de ocho años para obtener beneficios). Un ejemplo de una adquisición particularmente irracional fue la que

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realizó Staveley Industries a finales de los años sesenta. Compraron Craven Brothers, una compañía con pérdidas dedicada a fabricar piezas de máquinas de vapor, cuando ya casi no existían.

Esta compra indica una negativa a enfrentarse a los he-chos (las razones de dicha negativa se explicarán en los ca-pítulos 10 y 11). Estos son otros ejemplos de irracionali-dad en la industria. Dimplex se hallaba especializada en la manufactura de acumuladores eléctricos y radiadores de petróleo. La crisis del petróleo de 1974 duplicó el coste de la electricidad a lo largo de cuatro años. Como era de es-perar, se recurrió a formas más baratas de calefacción, como el carbón o el gas. En vez de intentar diversificar sus productos, Dimplex siguió centrada en la calefacción eléctrica, Su presidente no quería darse cuenta de lo que sucedía, y en 1975 afirmaba que «la electricidad se con-vertirá en la fuente principal de energía en el hogar». En 1977 atribuyó las pérdidas sin precedentes de su compa-ñía en el medio año anterior al hecho de que los clientes no eran «conscientes de que la calefacción doméstica por electricidad posee muchas ventajas sobre la calefacción por otros combustibles». Unos meses después, la compa-ñía solicitó la suspensión de pagos.

Otro ejemplo de adhesión irracional a la tradición es la división de transformadores de Ferranti. La empresa ha-bía comenzado a fabricar transformadores de alto voltaje, y Sebastian y Basil ^e Ferranti, que ocupaban dos de los tres puestos ejecutivos principales, eran reacios —es de suponer que por razones sentimentales— a vender o a ce-rrar esta sección. Como, a consecuencia de un exceso de capacidad de manufactura en la industria de los transfor-madores, su demanda se había sobrevalorado, y como los japoneses vendían transformadores en el mercado a pre-cios inferiores a Ferranti, esta sección de la empresa, en 1974, perdía un millón y medio de libras anuales. En aquel momento, toda la empresa estaba en crisis, pero se

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recuperó cuando el gobierno le inyectó 20 millones de li-bras. Un poco más tarde, en 1978, la industria de los transformadores cesó en su actividad. Un estudio que rea-lizó la revista Fortune, reveló que más del 50 por ciento de los estadounidenses creía que seguir la tradición, como en los casos de Dimplex y Ferranti, puede ser el camino más fácil, pero no siempre es el más acertado. El mundo sigue avanzando.

Muchas empresas, sobre todo si son pequeñas, se com-portan de manera lamentablemente irracional al no llevar un control financiero; es decir, un registro de los costes y beneficios de las secciones de la empresa. Por ejemplo, en 1976, Queensway Discount Warehouses, que vendía muebles y alfombras, estaba perdiendo dinero. Como no se habían llevado registros adecuados, era imposible de-terminar cuáles de las 27 sucursales producían beneficios y cuáles no.

He aquí dos últimos ejemplos, producto de una falta de previsión tan extremada que resulta difícil de creer. La RFD Group Ltd., fabricante de equipos salvavidas como los paracaídas, decidió trasladar su fábrica de Bel-fast a Newcasde, sin tener en cuenta el hecho de que la mayoría de sus trabajadores especializados no querían marcharse del Ulster. En consecuencia, la fábrica sólo pudo contar con un tercio de ellos. El otro ejemplo es el de una empresa de muebles que tenía la división de man-tenimiento en Norwich y la de manufactura en Dundee, por lo que, si se fundían unas bombillas, había que enviar una camioneta de Norwich a Dundee. Estos dos últimos ejemplos sugieren la conveniencia de que los directores de empresa sepan geografía, aunque cabe dudar que dicho conocimiento sirva para erradicar la persistente irraciona-lidad que demuestran.

En lo que se refiere al sector privado, sólo me ha sido posible proporcionar algún ejemplo aislado de irracionali-dad porque no conozco una descripción tan detallada

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como la que Chapman ofrece de la Administración. Pare-ce que los hombres de negocios tienden a exagerar sus es-peranzas. En Estados Unidos, tres de cada cuatro nuevas empresas pequeñas se declaran en quiebra en el plazo de cuatro años, debido a la mala suerte o a una mala gestión.

Los miembros de todas las profesiones se comportan a veces de forma irracional, pero la irracionalidad de los asesores financieros sólo es equiparable a la de sus clien-tes4. La mayor parte de los inversores no es consciente de k ineptitud de estos asesores, que se halla bien documen-tada en el ameno libro de David Dreman, Contrarían In-vestement Strategy [Estrategia inversora contraria], que es la fuente fundamental de lo que viene a continuación. Se ha demostrado en decenas de estudios distintos que los asesores de valores de renta variable sistemáticamente ob-tienen peores resultados que el mercado en el que están especializados, incluso antes de descontar su salario. Lo mismo vale para los directores de los fondos de pensiones, de los fondos de inversión mobiliaria y de las carteras de acciones de las compañías de seguros. La razón principal de sus malos resultados probablemente sea que siguen el rebaño en vez de ir por delante. Compran cuando los pre-cios están altos y venden cuando bajan. En cuanto a sus desdichados clientes, a la hora de decidir qué comprar, mejor harían en clamar un alfiler al azar en la lista de la Bol-sa que en seguir sus consejos, que producen pérdidas. Dos ejemplos contribuirán a hacer entender este punto. En una junta de 2.000 inversores institucionales celebrada en Nueva York en 1970, una encuesta reveló que los valores preferidos por los delegados eran los del National Student Marketing, que a la sazón estaban muy de moda. Seis me-ses después habían caído de 120 a 13 dólares. Al año si-guiente hicieron otra demostración de su pericia eligiendo las líneas aéreas como la industria que obtendría mayores

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beneficios al año siguiente: sus acciones bajaron el 50 por ciento en un momento en que todo el mercado subía.

Se utilizan dos métodos para prever el valor futuro de las acciones. El primero parece razonable. El analista de in-versiones determina las perspectivas de las compañías divi-diendo sus operaciones en segmentos individuales. Por ejemplo, al analizar una compañía de seguros, examina por separado los beneficios, el crecimiento reciente, etc., de los seguros de vida, automóvil, hogar y mobiliario, e incluso puede llegar a dividir estos tipos de seguro por las regiones de los asegurados. Es posible que la dirección de la compa-ñía no divulgue parte de la información que el analista re-quiere o que mucha de la que se dé a conocer sea inexacta. También tiene que tener en cuenta las perspectivas de las compañías de la competencia. Una vez obtenida toda la in-formación, debe reuniría en un todo, lo cual es imposible por tres razones. La primera es que la mente humana es li-mitada y no puede usar de forma sistemática grandes can-tidades de información para llegar a la conclusión correcta, por lo que el analista padece de un exceso de información. La segunda es que, por las razones que se expondrán en el capítulo 20, carece de los medios para saber como integrarla de forma correcta. Por último, el azar desempe-ña una importante función en la fortuna de una empresa y es imposible tenerlo en cuenta: por muy eficaz que sea una empresa, su rentabilidad puede caer en picado a causa de una huelga o de una recesión general. Por las razones que sean, los asesores financieros que emplean este método ob-tienen peores resultados que el mercado en que se hallan. En 1974, se pidió a 36 asesores de inversiones que eligieran sus cinco valores preferidos, lo que realizaron con un ele-vado grado de consenso. Pero al examinar el rendimiento de las diez acciones más favorecidas en el periodo de 1972-1973, se halló que los valores recomendados habían bajado un 27 por ciento más del descenso medio, en un periodo en que el mercado de valores estaba en crisis.

Locura organizativa 111

Un segundo método para predecir el futuro de las ac-ciones se puede aplicar a la Bolsa en su conjunto o a accio-nes individuales. El valor de la acción se representa en un gráfico y el analista busca tendencias. Trata de detectar la «tendencia primaria», sea ascendente o descendente, sin tener en cuenta las pequeñas bajadas o subidas. Por des-gracia para el analista, se ha demostrado de forma conclu-yeme mediante análisis matemáticos que los cambios de precio de las acciones se producen al azar: no se pueden predecir examinando los valores pasados. Aunque, a con-secuencia de estos hallazgos, los seguidores de este méto-do han disminuido, hay muchos que persisten en dicho enfoque inútil.

Son un enigma las razones por las que el gran público y las empresas con dinero para invertir recurren de forma continua a los analistas de inversiones, puesto que se sabe que son tan inútiles como perjudiciales. Es como si se pa-gara a un médico por recetar medicinas que fueran peores para el paciente que si se eligieran al azar. Los analistas se diferencian de los funcionarios y de los hombres de nego-cios en que estos dos provocan irracionalidad corporativa por su egoísmo e irracionalidad, en tanto que los primeros fracasan en su trabajo porque siguen el rebaño. Compran-do acciones que están de moda y vendiendo las que no lo están siempre se quedan rezagados.

f NOTAS

1 Chapman, L., Your Disobedient Servani, Londres, Chatto, 1978. 2 Los ejemplos de las decisiones que tornan los hombres de negocios

están tomados de Slatter, S., Corporate Kecovery, Harmondsworth, Pen-guin Books, 1984.

3 Chapman, L., Waste Away, Londres, Chatto, 1982. 4 El resto del capítulo está tomado de Dreman. D., Contrarid lnvest-

ment Strategy, Nueva York, Random House, 1979.

Capítulo 7 Coherencia fuera de lugar

Las personas tratan de que sus creencias sean coheren-tes, con frecuencia a expensas de la verdad1. Un ejemplo lo constituye el efecto de halo, que ya hemos descrito. Si alguien posee un rasgo positivo que destaca (que está dis-ponible), dicho rasgo tiende a influir en la forma de juzgar el resto de sus características. La mirada ajena las distor-siona para hacerlas encajar con el rasgo estimable. No se está dispuesto a aceptar que los demás son una mezcla de cosas buenas y malas, sino que se intenta considerarlos como un todo.

El efecto de halo actúa incluso cuando no se tiene inte-rés en ver a otra persona u objeto como totalmente bueno (o totalmente malo), pero los efectos del impulso hacia la coherencia se agudizan cuando dicho interés existe. Si una pareja está buscando casa, examinará varias de las que desea o, mejor dicho, de las que se pueda permitir, y en cada una encontrará cosas que le gusten, como una coci-

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Coherencia fuera de lugar 112

na bien equipada, y cosas que no, como un comedor de-masiado pequeño. En su valoración de una parte de la casa, los miembros de la pareja estarán influidos, como es lógico, por su actitud hacia el resto (efecto de halo) y, casi con toda certeza, recibirán una influencia indebida de su primera impresión. Al final, tras darle muchas vueltas, se decidirán por una y la comprarán. Aparte del tiempo y es-fuerzo dedicados a la búsqueda, se gastarán mucho dine-ro. Para no sentirse estúpidos, tienen que justificar ante sí mismos el desembolso realizado, así que, cuando la casa ya es suya, tienden a exagerar lo que en un principio les parecieron aspectos positivos y a minimizar los negativos. La cocina bien equipada se convierte en la cocina ideal y el pequeño comedor ahora resulta acogedor. El incremen-to de las virtudes de la casa se debe en parte al impulso de coherencia. La mayoría de las personas cree que toma de-cisiones razonables, sobre todo si lo han pensado mucho; y cuanto mejor sea la casa, más razonable será la decisión. Puede haber, sin embargo, un factor de motivación: como sería muy desagradable creer que han malgastado una enorme suma de dinero, los compradores se convencen de forma inconsciente de haber hecho lo correcto. Todo esto es, desde luego, bastante irracional, puesto que com-prar una casa no la hace mejor ni peor, aunque subjetiva-mente se vuelva más deseable.

Los efectos que produce tomar una decisión se han de-mostrado en repetidas ocasiones. He aquí dos ejemplos2. Se mostró a varias Adolescentes una amplia selección de discos para que dijeran cuánto les gustaban. A cada una por separado se le pidió que eligiera entre dos discos que le gustaban un poco y se le regalaba el que elegía. Después se realizaban nuevas evaluaciones de estos dos discos, con el resultado de que el disco elegido se consideraba mucho más atractivo que antes, en tanto que el agrado que causa-ba el rechazado disminuía aún más.

El segundo estudio3 se llevó a cabo en la vida real. Se

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pidió a estudiantes que estaban terminando un curso de dirección y que ya habían visitado empresas en las que po-drían trabajar que valoraran los tres posibles empleos que más atractivos le resultaran. En este estudio no hubo ape-nas diferencias entre el atractivo declarado de los empleos elegidos. Cuando los estudiantes decidieron con cuál se quedaban, pero antes de empezar a trabajar, se obtuvie-ron nuevas evaluaciones. Ahora, los empleos que habían elegido eran considerados mucho más atractivos que an-tes, en tanto que consideraban mucho menos atractivos los que habían rechazado. Una vez tomada la decisión, los estudiantes tenían que justificarla ante sí mismos: a nadie le gusta equivocarse. Ambos estudios demuestran otro as-pecto de la irracionalidad. Se tiende a disminuir la estima de lo que no se puede obtener. Este efecto es más conoci-do como «verdes están las uvas».

Aunque el hallazgo habitual sea que el incremento del atractivo de una opción se produce sólo después de haber realizado la elección, hay algunos datos de que puede pro-ducirse (con el mismo grado de irracionalidad) dürante el propio proceso de decisión4. A un grupo de mujeres de Australia que se habían ofrecido voluntarias como sujetos se les dijo que el experimento iba a ser sobre los efectos de la estimulación en la realización de una tarea intelectual. Tenían que decidir si querían recibir una sustancia de sa-bor desagradable o ser sometidas a ruidos igualmente de-sagradables. Se les dijo que ambos estímulos podían tener efectos secundarios a corto plazo, como mareos, dolor de cabeza y náuseas, y tenían que evaluar hasta qué punto creían que serían desagradables. A continuación, a un grupo se le dijo que, antes de elegir, se le daría más infor-mación sobre los efectos del sabor y el ruido; al otro se le dijo que no recibiría más información. Unos minutos más tarde volvieron a evaluar hasta qué punto serían desagra-dables las dos posibilidades. No hubo cambios en el gru-po que esperaba recibir información adicional, pero sí se

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produjo una importante modificación en el otro: en las evaluaciones iniciales había habido poca diferencia entre las dos opciones, en tanto que ahora este grupo considera-ba la opción por la que había demostrado una ligera pre-ferencia inicial mucho menos desagradable que la otra. De hecho, después se inclinaron por ella, pero, con gran alivio por su parte, no fueron expuestas a ninguno de am-bos estímulos. Este experimento indica que, en algunos casos, se puede incrementar lo deseable de una opción an-tes de inclinarse por ella, proceso que no sólo ayuda a to-mar una decisión difícil, sino que sirve para convencerse, también en este caso, de que es la correcta.

Si quien se compra un coche nuevo alardea de su capa--, cidad de aceleración, de maniobra y de su consumo de ga-solina, se suele creer, con toda razón, que está inseguro. ¿A quién trata de convencer? Bruno Bettelheim5 señala una forma extrema de reafirmar una decisión. En los cam-pos de concentración nazis, algunos prisioneros se identi-ficaban con sus guardianes. Aceptaban sus atroces valo-res, llevaban trozos del uniforme de la Gestapo e imitaban su conducta hasta el punto de ayudar a torturar a sus pro-pios compañeros de prisión. Es probable que hubieran abandonado toda esperanza de resistencia, por lo que se inclinaban por una total conformidad, y para reafirmar su fe en esta decisión, llegaban a aceptar los valores de los guardianes-

La decisión puede k seguida de arrepentimiento en vez" de satisfacción, lo cual se produce de dos formas distintas. En primer lugar, algunos investigadores han hallado que se puede lamentar una decisión durante un breve periodo posterior al momento en que se ha tomado, porque no se está seguro de haber hecho lo correcto. No obstante, des-pués uno se convence a sí mismo de que sí se ha tomado la decisión acertada, para lo cual se sobrevaloran sus be-neficios. El arrepentimiento puede adoptar otra forma. Si ks consecuencias de una decisión son mucho peores de lo

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,_que se esperaba, no se pueden minimizar. El comprador de una casa que, al trasladarse a ella, se da cuenta de que necesita un tejado nuevo y de que la madera está podrida no puede disfrazar su. error ni siquiera ante sí mismo y, en vez de justificar su decisión confiriendo virtudes imagina-rias a su propiedad, lo más probable es que reconozca su error y lo lamente.

Cuando hay que revocar una decisión, se suelen magni-ficar en exceso sus malas consecuencias. No se ha realiza-do ningún trabajo experimental, que yo conozca, sobre este tema, pero Janis y Mann6 ofrecen un buen ejemplo tomado de los diarios de Boswell. En 1792, comenzó una relación amorosa con una joven y hermosa actriz, llamada Louisa. Se enamoró hasta tal punto de ella que le era fiel, abandonando su costumbre de tener relaciones ocasiona-les con cualquiera que le gustara. Sus amigos no daban crédito a las exageradas descripciones de las virtudes de la dama. Seis meses después, Boswell descubrió que tenía gonorrea. Louisa alegó que había contraído la enferme-dad mucho antes de conocerlo y que creía estar completa-mente curada. Boswell no la creyó y la llamó «puta encu-bierta». Su amor se transformó en odio; la humilló y la

r abandonó. Justificar un cambio de decisión o de actitud porque ha resultado claramente equivocada implica re-presentar sus consecuencias en los peores términos po-sibles,

Otra estratagema consiste simplemente en olvidar el , pasado o cualquier cosa que lo traiga a la memoria. Los ex ! amantes queman las fotografías y muchos cónyuges aban-

donados no soportan vivir en la misma casa porque les trae muchos recuerdos. Desacreditar el pasado es cierta-

t mente irracional, ya que se distorsiona la verdad, pero in-/ tentar olvidar parece una forma razonable de enfrentarse

a él, a menos que nos impida aprender algo que evite que volvamos a cometer el mismo error, como tienden a hacer muchos.

Coherencia fuera de lugar 116

Lo contrario a cambiar de actitud es permitir que se vaya-haciendo cada vez más extrema. Las personas suelen desli-zarse hacia una serie de acciones sin detenerse a tomar una decisión consciente. Muchos criminales comienzan come-tiendo delitos menores, que se van incrementando de forma progresiva y que pueden terminar en robo a mano armada o asesinato. Quizá, al comienzo de su carrera, se hubieran sen-tido horrorizados ante la sola idea de asesinar, pero avanzan-do progresivamente mediante una serie de delitos cada vez más graves, llega un punto en que sus acciones y actitudes son coherentes con las inmediatamente anteriores. Buena parte de nuestra conducta está regida por este deslizamien-to irracional. Una mujer compra una marca de perfume y le gusta, posiblemente porque se hallaba de buen humor cuan-do lo usó por primera vez. Comprarlo se transforma en un hábito y no prueba otra marca para comparar.

De este defecto humano se aprovechan, entre otros, los vendedores de seguros que emplean la técnica del «pie en la puerta». Cuando la puerta se abre, tratan de abrirse paso hacia su interior. Si lo consiguen, señalan las virtudes de las pólizas de seguros en general, averiguan la situación personal del dueño de la casa y resulta que —sorpresa, sorpresa— precisamente tienen una póliza a la medida de sus necesidades y muy barata. Debido a estos pasos insi-diosos, el pobre hombre acaba comprando una póliza que no necesita y que no puede pagar. En este ejemplo inter-viene algo más que jí simple deslizamiento de un paso al siguiente. La vergüenza, que subyace a buena parte de la irracionalidad humana, desempeña un papel importante. El dueño de la casa puede creer, erróneamente, que el vendedor de seguros tiene que ganarse la vida, que le ha dedicado mucho tiempo, que se sentirá decepcionado si no consigue vender y que, en cualquier caso, es un tipo simpático. Pero la coherencia también tiene una función:' quien ha iniciado una acción cree que debe continuarla para justificar su decisión inicial.

118 Irracionalidad i-

Varios experimentos documentan la eficacia de los pa-sos progresivos para persuadir a alguien a hacer algo que, de otro modo, no haría. En un estudio7, se pidió a amas de casa californianas que autorizaran a poner fuera de sus ca-sas una pequeña señal en la que se leía: CONDUZCA CON CUI-DADO. Casi todas aceptaron. En la segunda fase del expe-rimento, se preguntó al grupo inicial y a un grupo segun-do de mujeres con las que no se había mantenido contacto previo si estaban dispuestas a que se pusiera una señal muy grande y fea con la misma leyenda. El 75 por ciento de las que habían aceptado la primera señal aceptaron la segunda, en tanto que sólo una de cada seis mujeres del nuevo grupo estuvo de acuerdo en afear su casa con tan monstruosa señal.

En la historia humana, la seducción sexual posiblemen-te sea la forma más antigua de deslizamiento progresivo y probablemente siga siendo la más habitual. Es totalmente racional siempre que a las dos personas les gusten los pa-sos; pero ser conducido de forma progresiva a hacer algo que inícialmente se desaprueba y de lo que posteriormen-te uno se puede arrepentir es claramente irracional.

- ' "Se suele afirmar que cuanto más difícil de conseguir es v algo, más atractivo resulta. Se ha demostrado que es ver-

dad, pero sólo si se opta voluntariamente por sufrir los ri-gores que implica obtenerlo. En un experimento8 muy próximo a la vida real, se preguntó a varias mujeres si les gustaría participar en una charla sobre la psicología del sexo. A un grupo se le dijo que para vencer la timidez de-bería pasar por una experiencia que podría resultarle de-sagradable: leer palabras obscenas y descripciones porno-gráficas de actividades sexuales. (El experimento se reali-zó en una época en que las jóvenes podían considerar esta experiencia más desagradable de lo- que a la mayoría de ellas les resultaría en la actualidad.) Al segundo grupo no

Coherencia fuera de lugar 119

se le pidió este preámbulo. En cada charla, todas las mu-jeres excepto la sujeto eran cómplices del experimentador que hablaban de forma desganada, inhibida y aburrida de la conducta sexual de los animales. Después de escuchar tan tediosa cháchara, las verdaderas sujetos tenían que evaluarla. Quienes habían sufrido la ceremonia de inicia-ción la consideraron mucho más interesante que las otras.

En un estudio9 aún más convincente se invitó a mujeres obesas a participar en una nueva terapia para disminuir de peso. Tenían que llevar a cabo varias tareas desagradables como leer en voz alta canciones infantiles al mismo tiem-po que oían sus voces grabadas tras un breve periodo de tiempo, procedimiento que provoca tartamudez y vacila-ciones y que hace que sea muy difícil hablar. La mitad de las mujeres llevó a cabo tareas de este tipo durante cinco sesiones de una hora; la otra mitad tuvo el mismo número de sesiones, pero de pocos minutos de duración. Un año después se las pesó. El primer grupo, que había tenido que realizar mucho más esfuerzo, había perdido una me-dia de 3,5 kg; el segundo grupo, sólo 140 g. Como es evi-dente, la supuesta terapia era, evidentemente, totalmente inútil y no guardaba ninguna relación con la pérdida de peso, pero las mujeres que se habían esforzado tenían que justificar ante sí mismas tal esfuerzo, por lo que perdieron peso.

t Hay una clase de irracionalidad relacionada con la an-

terior que es aún más extrema. Quienes han realizado un sacrificio (de dinero, tiempo o esfuerzo) para hacer algo tienden a continuar haciéndolo a pesar de que les supon-ga más pérdidas que ganancias. Casi todos los que lean es-tas páginas habrán pagado dinero alguna vez por ver una mala película u obra de teatro. A pesar del aburrimiento insoportable, la gente se niega a marcharse, aunque el es-pectáculo sea tan malo que la mayoría pagaría gustosa una

Irracionalidad

pequeña cantidad de dinero para no verlo. De este modo, su irracionalidad les conduce a sufrir por partida doble: se gastan el dinero y soportan una o dos horas de aburri-miento innecesario. Lo sensato sería marcharse, lo que im-plica únicamente una pérdida monetaria.

Este caso (y otros similares que se hallan muy bien do-cumentados experimentalmente)10 es ligeramente distinto y bastante más desconcertante que los que ya hemos trata-do, porque la gente sigue viendo un espectáculo aburrido a pesar de no engañarse y de saber que la decisión de acu-dir a verlo no ha sido acertada. Pero está dispuesta a «sa-carle partido a su dinero». Esta negativa a cortar por lo sano, ya sea consciente o inconsciente, es una forma habi-tual de irracionalidad. No se venden las acciones que han bajado de valor y no tienen visos de subir porque se pier-de dinero, a pesar de que es evidente que se perderá aún más al conservarlas, en vez de aceptar la pérdida e invertir en otra cosa. Los generales son famosos por insistir en em-plear estrategias cuya inutilidad está claramente demos-trada. En la Primera Guerra Mundial11, era evidente, aun-que sólo fuera por la batalla de Verdún, en la que se per-dieron 800.000 vidas, que, en la guerra de trincheras, los ataques directos no sólo estaban condenados al fracaso, sino que suponían más pérdidas para los atacantes que para los defensores. Sin embargo, en la batalla del Som-me, el general Haig, que en las primeras horas ya había perdido a 57.000 hombres, siguió atacando las posiciones alemanas, muy bien defendidas, con nuevas y terribles pérdidas para sus tropas. En este caso no era Haig el que sufría, claro está, sino sus hombres. La reticencia a dete-ner un proyecto en que se han invertido grandes cantida-des de dinero se pone de manifiesto en un comentario del senador Dentón cuando pidió al Senado de Estados Uni-dos que continuara con un proyecto fluvial claramente in-viable: «No terminar un proyecto en que se han invertido 1.100 millones de dólares constituye un desmesurado des-

Coherencia fuera de lugar 120

pilfarro del dinero de los contribuyentes»12. De lo que no se daba cuenta era de que continuarlo suponía un derro-che aún más desmesurado.

La negativa a abandonar un proyecto inútil en que se~1 ha invertido una cantidad de dinero se denomina «error del coste invertido». Es una forma extrema de coherencia fuera de lugar. Las personas se niegan a admitir que no de- :

berían haber gastado el dinero y siguen empleando tiem-po y dinero con la vana esperanza de salvar algo, a pesar de que es evidente que no van a ganar nada al hacerlo,J; Como veremos en capítulos posteriores, nuestra incapaci-dad de reconocer los propios errores, ni siquiera ante no-sotros mismos, es una de las causas fundamentales de la irracionalidad.

Hay una interesante variante del error del coste inverti-do que también se halla bien documentada desde el pun-to de vista experimental13. Supongamos que vamos al tea-tro. Al llegar, descubrimos que hemos perdido la entrada. Suplicamos de forma patética en la taquilla, pero la dura taquillera se niega a darnos otra entrada al precio que ha-bíamos pagado la otra, por ejemplo 15 libras (lo que signi-fica que o hemos encontrado un teatro muy barato o era una entrada en el gallinero). Calculamos que si compra-mos otra entrada, nos gastaremos 30 libras en ver la obra, lo cual nos parece demasiado y volvemos a casa. Se ha de-mostrado que muchos llevan a cabo ese razonamiento, pero se equivocan. 11 dinero que se ha pagado por la en- n

trada ya está perdido y nada nos lo va a devolver, por lo que, si en un principio estábamos dispuestos a pagar 15 li-bras, deberíamos estarlo a comprar otra entrada al mismo precio (suponiendo, desde luego, que mientras no haya-mos cambiado de opinión sobre la calidad de la obra). Pregúntese el lector si dejaría de comprar una entrada por haber perdido un billete de 20 libras.

Este error, al igual que el del coste invertido deriva d é ^ j no darse cuenta de que lo único que importa son las pér-! <

Irracionalidad

didas y ganancias futuras. El pasado es el pasado y carece de importancia. Si ahora mismo me produce pérdidas continuar una actividad, debo abandonarla por mucho que haya invertido en ella. Si en este momento me benefi-cia emprender una actividad (por ejemplo, ir al teatro), no debería disuadirme el hecho de haber perdido una inver-sión en ella (la entrada perdida). Toda decisión debería basarse únicamente en la situación actual, mirar hacia el futuro y no prestar atención al pasado, salvo para apren-der de él. Lo que se aprende de los dos casos referidos es qüe, primero, no hay que comprar entradas para una obra mala y, segundo, hay que guardar la entrada en lugar segu-ro, no cerca del fregadero.

Cabe considerar que los dos errores descritos derivan de una coherencia fuera de lugar. En los errores del coste inver-tido una actividad es coherente con el hecho de haberla ini-ciado; en su variante, abandonarla es coherente con el hecho de no dedicarle más dinero (o esfuerzo) de lo habitual.

Hay otra clase de irracionalidad relacionada con la an-terior que es prácticamente universal14. Supongamos que alguien compra varias cajas de botellas de burdeos a seis libras la botella y que, cinco años después, descubre que su valor se ha incrementado de forma espectacular y se pueden vender a 60 libras la botella. Supongamos asimis-mo que esta persona, por principio, nunca paga más de 10 libras por una botella de vino. Parece que lo lógico sería que vendiera el vino que se ha revalorizado, pues cada bo-tella que abre le cuesta 60 libras (o aproximadamente, dos libras el trago). Muchas personas, casi la mayoría, no ven-den, porque afirman que sólo les cuesta las seis libras que pagaron por ellas, cuando, en realidad, les cuesta lo que podrían obtener si las vendieran. Este-curioso error inva-de toda la vida cotidiana. Nos produce mayor disgusto romper un jarrón antiguo de 1.000 libras que compramos hace años por una libra que otro que hayamos comprado el día anterior por 1.000 libras, aunque el valor monetario

Coherencia fuera de lugar 123

es el mismo en ambos casos: 1.000 libras. Es difícil encon-trar la lógica de esta clase de irracionalidad. Tal vez el pre-cio que se paga por un artículo esté más disponible que el dinero que se conseguiría al venderlo.

Hay otra forma común de coherencia igualmente irra-cional. Quienes deciden llevar a cabo una acción desagra-" dable o inmoral tienen que justificarse ante sí mismos in-ventándose una razón para realizarla. Puede que sea razón suficiente recibir una importante recompensa y sólo ten-' gan que justificarse si no es lo suficientemente grande como para compensar lo desagradable de la acción. En uno de los primeros estudios15 que revelaron este fenóme-no, los sujetos tuvieron que pasar veinte minutos dando la vuelta a pinzas de la ropa ordenadas en filas. Tras llevar a cabo esta tarea monótona y sin sentido, tenían que decirle al siguiente sujeto (un cómplice) que la tarea era muy inte-resante para animarle a participar. Por mentir, a unos se les ofrecieron 20 libras y sólo una a otros. Todos los suje-tos aceptaron mentir. Después de hacerlo tuvieron que evaluar el interés de la tarea. Quienes habían recibido la recompensa inferior la consideraron mucho más intere-sante que quienes habían recibido la mayor, probable-mente porque los que ganaron 20 libras lo consideraron razón suficiente para, decir una mentira venial, excusa que no podían emplear jbs que sólo recibieron una, quienes, para disminuir la extensión de la mentira, se convencieron de que la tarea era menos aburrida de lo que era en realidad.

En un experimento posterior16, el sujeto a quien se mentía (el cómplice) se negaba a realizar la tarea, de modo que la recompensa no tenía efectos perjudiciales. Tanto los sujetos que recibieron la mayor recompensa como los que obtuvieron la menor consideraron que la tarea era igualmente aburrida. Los sujetos del segundo grupo no se sentían culpables, ya que la mentira no había funcionado

124 Irracionalidad i-

y, en consecuencia, no tenían que infravalorar lo aburrido de la tarea. Se ha hallado asimismo que este efecto no se produce si se cree que se carece de la libertad de elegir a la hora de mentir. Los sujetos a quienes se les dijo que de-bían mentir porque formaba parte del experimento en que se habían comprometido de forma voluntaria no in-fravaloraron el tedio de la tarea. Hacer algo de forma obli-gada no necesita justificación.

Se podría afirmar que en estos experimentos los sujetos no se engañan, sino que infravaloraban la monotonía de la tarea sencillamente para que el experimentador no los considerara estúpidos. Esta posibilidad se ha examinado en varios estudios17, en la mayoría de los cuales se ha em-pleado un ingenioso truco denominado «el falso conduc-to». A los sujetos se les colocan electrodos en la cabeza y se les dice que se van a registrar sus ondas cerebrales. El experimentador les asegura que estos registros son mucho más eficaces que un detector de mentiras e indican con certeza si dicen la verdad. Los sujetos siempre eran uni-versitarios americanos, cuya errónea confianza en sus pro-fesores es tan grande como para que podamos suponer que se consiguió engañarles con esta artimaña. En la ma-yor parte de estos experimentos, el grupo que recibió la menor recompensa valoró la aburrida experiencia de for-ma más positiva que el grupo que recibió la mayor recom-pensa. No obstante, la diferencia tiende a ser menor, lo que indica que los sujetos se engañan y, además, mienten al experimentador para justificarse.

MORALEJA

1. No sobreestime los resultados de una elección, sobre todo si le ha costado mucho tiempo, esfuerzo o dinero.

2. Trate de no deslizarse en pequeños pasos hacia una actitud o acción que, en un principio, habría desaprobado.

Coherencia fuera de lugar 125

3. Por mucho tiempo, esfuerzo o dinero que haya in-vertido en un proyecto, corte por lo sano si invertir más no le resulta beneficioso.

4. Valore una actividad o posesión por el precio que cuesta ahora, sin tener en cuenta el pasado.

5. Si va a realizar algo desagradable, trate de no mini-mizar sus características negativas para justificarse a sí mismo.

6. Nunca permita que un agente de seguros cruce el umbral de su puerta.

NOTAS

1 Para una descripción clásica del modo de resolver conflictos internos, ver Festinger, L., Conflict, Decisions and Dissonance, Stanford, Stanford Universíty Press, 1964.

2 Festinger, L., op. cit. 3 Vroom, V. H., «Organizational chciice: a study of pre-and post-de-

cision processes», Organizational Behaviour and Human Performance, 1966,1,212-225.

4 Mann, L,, Janis, I. L., y Chaplin, R , «The effects of anticiparon of forthcoming Information on predecísional processes», Journal of Perso-nality and Social Psychology, 1969,11,10-16.

5 Bettelheim, B., «Individual and mass behaviour in extreme situa-tions», Journal of Abnormal and Social Psychology', 38,417-452,

6 Citado en Janis, L L., y Mann, I., op. cit. 7 Freedman, J . L., y Fraser, S. C., «Compliance without pressure: the

foot-in-the-door technique», Journal of Personality and Social Psycho-logy, 1966, 4,195-202. £

8 Aronson, E., y Mills, J., «The effect of severitv of initiation on liicing for a group», Journal of Abnormal and Social Psychology, 1959,59,177-181.

9 Axsom, D., y Cooper, J., «Reducíng weight by reducing dissonance: the role of effort justification in inducing weíght loss», in Aronson, E. (ed.), Readings about the Social Animal, 3.a edición, San Francisco, Free-man, 1981.

10 Arkes, H. R., y Blumer, C , «The psychology of sunk cost», Organi-zational Behaviour and Human Decisión Processes, 1985,35,124-140.

11 Dixon, N., The Psychology of Military Incompetence, Londres Cape, 1976 [hay ed. cast: Sobre la psicología de la incompetencia militar, Anagrama, 1991].

125 Irracionalidad

12 Citado en Barón, J., Tkinking andDeadmg, Cambridge, Cambrid-ge University Press, 1988.

13 Tversky, A., y Kahneman, D., «The framing of decisions and the psychology of choice», Science, 1981,211, 453-458.

M Thaler, R. H., «Tóward a positíve theory of consumer choice», Journal of Économic Behavior and Organimtion, 1980, 1,39-60.

15 Fesringer, L., y Carlsmith, J, M., «Cogrtitive consequences of for-ced comphance», Journal of Abnormal and Social Psychology, 1959, 58. 203-210..

16 Nel E., Helxnreich. R , y Aronson. E., «Opinión change in the ad-vócate as a function of the persuasibiliy of his audience: a clarification of the meaning of dissonance», Journal ofPersonality and Social Psychology, 1969,12,117-124.

17 Para una revisión ver, Tetlock, P. E., y Manstead, A. S. R., «Impres-sion management versus intrapsychic explanations in social psychology: a useful dichotomy?», PsychologicalRevíew, 1985, 92,59-77.

I——I i

Uso incorrecto de recompensas y castigos1

Al final del capítulo anterior he demostrado que una re-compensa insignificante (o la ausencia de recompensa) por llevar a cabo una acción desagradable hace que ésta parezca menos desagradable de lo que es. Cabe asimismo preguntarse cuál es el efecto de una buena recompensa en la percepción de una tarea agradable. La respuesta es ine-quívoca: la tarea se devalúa a ojos de quien tiene que rea-lizarla2. En una guardería se dio a los niños rotuladores de colores vivos y un bonito papel para que dibujaran en el recreo. A quienes mostraron interés por el dibujo se les dieron los mismos útiles en el aula y se les animó a que di-bujaran. A un grupo se le prometió un atractivo diploma si dibujaban bien; mientras que al otro no se le ofreció premio alguno. Dos semanas después se les volvió a entre-gar el material y se les dijo a los niños que podían elegir si querían dibujar o no. El grupo a quien se le había entrega-do el diploma mostró una acusada disminución de su in-

128 Irracionalidad

terés, en tanto que el otro grupo siguió dibujando tanto como en las dos sesiones anteriores. Posiblemente los ni-ños pensaban que dibujar no debía de ser muy interesan-te en sí mismo si había que recompensarlos para que lo hi-cieran.

Esta clase de experimento se ha repetido en numerosas ocasiones, tanto con niños como con adultos, con diversas tareas, desde resolver rompecabezas a hacer de profesores voluntarios, con idénticos resultados. Este es un ejemplo de la vida real3-, durante 12 semanas se observó mientras trabajaban a ocho estudiantes que escribían los titulares del periódico de su universidad en dos turnos. A los cua-tro miembros de uno de los turnos se les pagó medio do-lar por cada titular y a los componentes del otro turno no se les compensó económicamente. En las últimas semanas de observación, quienes no recibían pago alguno escribie-ron más titulares que los otros y más de los que habían es-crito en las cuatro semanas. Los del turno pagado no me-joraron su rendimiento: es de suponer que la recompensa monetaria había devaluado la tarea. En otro estudio4, se preguntó a 1.200 adultos si estarían dispuestos a donar sangre en una unidad móvil. Accedieron muchos más de los que no recibieron una compensación monetaria que de los que consiguieron 10 dólares. Este dato indica que la recompensa devalúa toda actividad que merezca la pena realizarse por sí misma, no sólo las agradables.

También se han realizado estudios sobre los efectos de premiar actividades que no son intrínsecamente agrada-bles5. Muchos de ellos están relacionados con la «econo-mía de fichas». En algunos hospitales psiquiátricos y en otras instituciones se da a los internos fichas por portarse bien; por ejemplo, por vestirse solos, lavarse los dientes, comer con buenos modales, etc. Las fichas, se cambian por privilegios como ver la televisión o charlar con la en-fermera. Tales fichas suelen contribuir a la buena conduc-ta del interno mientras se halla en la institución, pero la

Uso incorrecto de recompensas y castigos 129

conducta vuelve a su estado original cuando sale de allí y deja de ser recompensado. Una vez fuera de la institución, su conducta no difiere de la de los pacientes a quienes no se premia con fichas.

Estos experimentos plantean varios interrogantes fun-damentales sobre el papel de la recompensa. Tanto los psicólogos como los legos en la materia tienden a asumir que, para que alguien haga algo, lo mejor es recompensar-lo con elogios, caramelos o dinero. Puede que sea verdad a corto plazo. Pero los experimentos demuestran clara-mente que, al menos en el caso de las actividades que son intrínsecamente agradables, quienes reciben una recom-pensa tienden a realizarlas en menor medida, cuando ésta desaparece, que quienes no la reciben. Este hecho contra-dice una de las principales teorías de la motivación que afirma que si se recompensa a alguien por realizar una ac-tividad, al final deseará llevarla a cabo de forma autóno- ' ma: se sentirá motivado sin necesidad de recompensa. Muchos legos en la materia opinan lo mismo y también se equivocan.

Antes de examinar el empleo irracional de las recom-pensas en la vida cotidiana, hay que hacer una adverten-cia. En casi todos los experimentos llevados a cabo por psicólogos se han utilizado formas de recompensa, como dinero o diplomas, sin relación natural con la tarea. Sin embargo, para aprender muchas tareas, es necesario que el alumno descubra guando acierta y cuándo se equivoca. Esta clase de retroalimentación, que en lenguaje técnico se denomina «conocimiento de los resultados», suele sumi-nistrarla el entorno, sin que sea necesaria la intervención humana. Por ejemplo, a nadie se le enseña a jugar a los dardos: se calcula la fuerza con que se ha lanzado el dar-do, se observa si se ha clavado encima o debajo del blan-co y se hacen los ajustes necesarios en el siguiente lanza-miento. Del mismo modo, cuando se conduce un coche que no es el propio, se aprende la velocidad a la que tomar

130 Irracionalidad

las curvas porque se percibe cuándo el vehículo comienza a derrapar. r

No obstante, hay muchas clases de habilidades, como f aprender a hacer ecuaciones algebraicas, en las que otra | persona debe proporcionar el conocimiento de los resuL | tados (en la actualidad también puede hacerlo un progra- i ma de ordenador creado por alguien). El alumno no pue-de aprender si no se le dice cuándo acierta y cuándo se equivoca. Este tipo de información tiene dos funciones distintas: ayuda al alumno a ver la forma de mejorar su ac-tuación y éste la interpreta como un elogio cuando es co-rrecta y como un reproche cuando es errónea, en términos de recompensa y castigo. En resumen, suele ser imposible enseñar una habilidad sin que parezca que se prodigan alabanzas o se culpabiliza al alumno. Parece probable que los alumnos aprendan mejor cuando interpreten los co-mentarios del profesor como una ayuda para mejorar su actuación en vez de como una valoración. Es evidente que cuanto más específicos sean los comentarios del profesor sobre el trabajo, mayores son las probabilidades de que se consideren dentro de la primera categoría, los comenta-rios específicos tienen mucha más utilidad que los elogios a los reproches.

Todo esto plantea el interrogante de hasta qué punto trabajar para agradar al profesor (o a cualquier otra perso-na) devalúa la tarea a ojos de quien la realiza6. Es posible que el elogio funcione de forma distinta a otras recompen-sas, como el dinero, y que carezca de sus indeseables efec-tos. Esto se confirmó en un experimento en el que se ha-lló que el elogio ante una buena actuación no devalúa la tarea. El elogio se diferencia de otras recompensas en dos aspectos esenciales. En primer lugar, se interioriza, es de-cir, uno se puede alabar a sí mismo en ausencia de otros. Los logros personales producen satisfacción, lo cual se asemeja mucho a elogiarse a uno mismo: nadie necesita el elogio o la recompensa monetaria "por terminar un cruci-

Uso incorrecto de recompensas y castigos 131

grama. En segundo lugar, hay muchas tareas en las que la buena actuación siempre provoca el elogio ajeno (de ami-gos, parientes o colegas). En tales casos, no hay ningún punto en que la recompensa del elogio externo se deten-ga, como sucede con muchas actividades en las que la re-compensa monetaria cesa al cabo de cierto tiempo. Am-bos aspectos indican que el elogio puede tener efectos muy distintos a los que provocan otras formas de recom-pensa extrínseca: se puede interiorizar y los demás no de-jan de proporcionarlo.

Los párrafos anteriores son una digresión, pero hay que tener claro que no todos los refuerzos, en concreto el elo-gio y las recompensas intrínsecas (autoelogio), tienen ne-cesariamente consecuencias nocivas. Una vez hecha esta advertencia, pasemos a examinar las formas irracionales de conceder en la vida diaria recompensas que poco tie-nen que ver con la actividad que se pretende reforzar.

A pesar de que las recompensas materiales disminuyen el atractivo de las actividades agradables y de que, cuando cesan, apenas influyen en las menos agradables, la educa-ción occidental y otras muchas actividades se suelen basar en ellas.

Los hallazgos sobre los efectos de las recompensas po-nen en duda la validez de la práctica escolar de conceder calificaciones. Siempre que fuera posible, habría que con-vencer al niño de que; la lectura e incluso el álgebra son ac-tividades que tienen^valor por sí solas, o bien de que son medios para alcanzar sus propios fines de orden superior. La curiosidad ante el mundo y el impulso de manipularlo con eficacia son innatos en todos los mamíferos y especial-mente intensos en los parientes más cercanos al hombre: los monos y los simios. La satisfacción de acertar o de des-cubrir algo ya es en sí misma una poderosa recompensaba pesar de que la escuela conductista de psicología no le haya prestado atención alguna.

132 Irracionalidad

Los efectos nocivos de las recompensas extrínsecas dis-tintas del elogio tienen implicaciones para todas las insti-tuciones, entre ellas los hospitales, las universidades y las fábricas. En la mayor.parte de las empresas la motivación principal de los empleados son las recompensaciones eco-nómicas, que incluyen no sólo el salario o la paga semanal, sino también las bonificaciones, las comisiones y el traba-jo a destajo7. Este sistema destruye el interés del trabajo a ojos del trabajador, como se reconoció en Estados Unidos cuando se introdujo la «gestión Y», a principios de los años sesenta. Este enfoque trata de estructurar el trabajo de forma que los empleados se motiven a sí mismos por el .deseo de realizarlo bien. Siempre que sea posible se com-binan la planificación y la ejecución del trabajo. Se conce-de al trabajador la máxima participación posible en las de-cisiones, puesto que, como veremos, el compromiso es mucho mayor con las acciones que se eligen libremente que con las que no. Por desgracia, este estilo de gestión si-gue siendo poco frecuente en Estados Unidos y mucho menos en Gran Bretaña. Aunque sea difícil o imposible estructurar todos los trabajos de este modo, se puede ha-cer en muchos, como sucede en Japón8. Los efectos posi-tivos de este enfoque en la productividad, la eficacia y la moral se hallan bien documentados en experimentos rea-lizados en fábricas, aunque los ejecutivos ingleses los des-conozcan por ignorancia o autocomplacencia. Todos los datos indican que para que los trabajadores trabajen bien tienen que estar motivados por el orgullo de hacerlo, no por el truco convencional del palo y la zanahoria.

En lo que se refiere a otorgar premios, un curioso hábi-to endémico en nuestra sociedad, examinemos dos inci-dentes de los años treinta que el lector podrá fácilmente traducir a la práctica contemporánea. Estas son las pala-bras típicas de la directora de un colegio femenino des-pués de la oración matinal: «Ahora, niñas, tengo algo im-portante que comunicaros. Me es muy grato anunciaros

Uso incorrecto de recompensas y castigos 133

que el premio a la bufanda de punto más larga del año es para Celia Blagworthy. Un caluroso aplauso para ella. Y ahora, sube al estrado, Celia». Esta, totalmente ruborizada, sube al estrado y la directora le regala un libro, que resul-ta que Celia ya tiene o que es muy aburrido. Sin embargo, el aplauso de sus compañeras ya es suficiente recompensa. Pero, ¿cómo se siente Monica Moonstopper, amiga de Celia? A fin de cuentas ha tejido una bufanda sólo un cen-tímetro más corta que la obra maestra de Celia. Si se hu-biera estirado un poco más al medirla, es muy posible que hubiera ganado. Envidiosa y decepcionada, se refugia en el servicio donde el llanto la impide acudir a las clases de esa mañana.

Mientras tanto, el rey de Suecia, que desempeña el pa-pel de la directora, acaba de entregar al padre de Celia, el profesor Martin Blagworthy, el galardón científico más codiciado: el Premio Nobel. Se afirma que se le concede por su «investigación sobre el ojo del sapo de cresta negra, que ha marcado un hito». El premio ha sido muy reñido y el doctor Moonstopper, el padre de Monica, que ha des-cubierto casi todo lo que hay que saber sobre el ojo de la rana común, se enfada tanto al enterarse que tira su me-chero Bunsen. No le consuela el pensar que, ese año, en los círculos científicos no están de moda las ranas, sino los sapos, pues se culpa con amargura por la elección equivo-cada de especie.

Los colegios masí^ilinos son tan malos como los feme-ninos, pero las instituciones de los adultos no les van a la zaga. Se premia la mejor novela del año (o mejor dicho, la que considera mejor un jurado cuyos miembros tienen tanto miedo a ser criticados que no osan apartarse de las opiniones convencionales), el mejor edificio de oficinas, el mejor coche, la mejor obra de teatro, el mejor cuadro, al mejor periodista en al menos 12 campos distintos, la me-jor empresa, la mejor película, el mejor director, la mejor actriz, etc. Francamente, debería haber un premio para el

133 Irracionalidad

mejor «dador de premios» del año. En Gran Bretaña, este asunto se agrava con la concesión de honores, que a los in-convenientes de los premios añade el de fomentar el esno-bismo.

Como debería haber quedado claro en estos dos ejem-plos inventados, hay que distinguir entre el daño que se causa a quien recibe el premio y la insatisfacción produci-da en sus rivales, aunque ambos sean producto de una ins-titución irracional. Los datos experimentales (que se revi-sarán en el siguiente capítulo) indican que quienes tratan de ganar un premio realizan un trabajo menos imaginati-vo y flexible que los que, con igual talento, no lo intentan. Además, es posible que después de ganar el premio traba-jen menos. No hay estudios sobre la influencia del Premio Nobel, pero tengo la impresión de que muchos ganadores sufren un acusado deterioro posterior, aunque en ciertos casos puede deberse a los efectos de la senilidad. Muchos de ellos desarrollan un desmedido orgullo y comienzan a trabajar en campos para los que carecen de la más mínima preparación; otros tratan de resolver grandes problemas sin sentido, como la naturaleza de la conciencia, o se dedi-can a defenderla vitamina C como la curación de todas las enfermedades, desde el cáncer al catarro (estos ejemplos, por desgracia, no son inventados). Muchos creen que, después del Nobel, no les queda nada por hacer en su campo.

En cuanto a los efectos sobre sus rivales, no hay necesi-dad de documentarlos. Es natural que por cada persona que gane un premio haya decenas que no lo hagan. El no-velista David Lodge9 puede hablar con conocimiento de causa, puesto que ha ganado el Whitbread Prize de nove-la y ha sido jurado del Booker Prize. Escribe: «Los pre-mios son inevitablemente injustos y provocan divisiones... Ciertos novelistas no pueden publicar una novela sin que se discutan en público sus posibilidades de ganar el Boo-ker, por lo que tienden a experimentar un sentimiento ar-

Uso incorrecto de recompensas y castigos 135

tificial de fracaso si el libro no es seleccionado... Esta si-tuación, de la que personalmente puedo dar fe, provoca tanta ansiedad en el jurado como en los candidatos; de he-cho, mucha más en los primeros». Así que los premios ha-cen sufrir tanto al jurado como a los candidatos. No cabe duda de que la directora del colegio de Celia Blagworthy pasaría muchas noches en vela cavilando sobre la longitud de las bufandas. Sin embargo, a pesar de la angustia que crea, el sistema de premios sigue sin ser revisado. ¿Es esto racional? Y teniendo en cuenta la tesis de este libro de que los juicios complejos generalmente son erróneos, ¿es ra-cional emitir más juicios de los estrictamente necesarios?

Hay que distinguir entre conceder premios, lo cual con-tribuye a la suma total de la infelicidad humana, y conce-der ayudas que permiten terminar un trabajo que, de otra forma, nunca se llevaría a cabo. Si se considera deseable la existencia de un libro definitivo sobre, por ejemplo, la his-toria de la navegación portuguesa, es lógico que se le con-ceda al futuro y necesitado autor una beca que le permita consultar los manuscritos relevantes que se hallan en Lis-boa o Rhode Island. Del mismo modo, la investigación científica es tan cara en la actualidad que, si no fuera por la existencia de organismos que la subvencionan en todos los países desarrollados, prácticamente no existiría. Como se demostraba en el capítulo 2, las decisiones sobre la ca-lidad de la investigación realizada por un científico que to-man sus colegas suelc^ser erróneas, pero hay que aceptar-lo, ya que es necesario decidir quién va a recibir ayuda. Pero no hay por qué aceptar los premios, puesto que no desempeñan ninguna función útil.

Si el hecho de recompensar una actividad hace que se devalúe, cabe preguntarse si la amenaza del castigo por hacer algo lo sobrevalora. Hay pruebas convincentes10 de que los niños a los que se obliga a comportarse bien con

135 Irracionalidad

amenazas suaves tienden en mucha menor medida a com-portarse mal cuando éstas desaparecen que los niños a los que se amenaza con un severo castigo. Hay varios estudios sobre la respuesta infantil a la prohibición de jugar con un juguete: a unos niños se les amenaza con un castigo leve, a otros con uno grave. En todos los casos, el juguete gusta más a los segundos. Además, cuando cesa la amenaza del castigo, juegan más con él que los niños a los que se ame-naza con un castigo leve.

Es prácticamente innecesario documentar la práctica del castigo infantil, pero éste es un ejemplo de un consejo poco útil que un psicólogo conductista dio recientemente a unos padres11: «Con un poco de ingenio, este procedi-miento básico se puede modificar y emplear con todos los problemas relacionados con la hora de acostarse. Si fun-ciona dejar la puerta abierta o cerrada, también se puede emplear la luz o la manta preferida del niño: es decir, hay que dejar la luz de su habitación encendida o apagada se-gún su conducta, o se le puede quitar su manta favorita —un juguete o un oso de peluche— hasta que no se com-porte como es debido». Resumiendo:

Habla con dureza a tu niño y pégale cuando estornude; sólo lo hace por fastidiar, porque sabe que molesta.

En realidad, lo que demuestran los estudios12 realizados en el hogar es que cuanto menos se castiga a un niño más obediente es tanto en presencia de sus padres como cuan-do está solo. Además, los niños a quienes no se hace caso cuando lloran lo hacen más que aquellos cuya madre va a ver qué les sucede cuando los oye llorar. Se podría pensar que las personas, niños incluidos, son obstinadas: cuanto más se prohibe una cosa más la desean. Pero es más pro-bable que se trate de factores cognitivos similares a los que

Uso incorrecto de recompensas y castigos 136

determinan la reacción a una recompensa externa. El niño que elige no hacer algo, posiblemente bajo la amenaza de un castigo leve, sigue sin hacerlo cuando ésta cesa porque ha realizado una elección voluntaria. El niño que no se comporta mal por miedo al castigo ve su conducta contro-lada por una amenaza externa, por lo que no hay razón para no desobedecer cuando ésta desaparece.

Todo esto quiere decir que las personas, incluyendo los niños pequeños, no responden a las recompensas y casti-gos externos del modo simplista que quieren hacernos creer los conductistas, sino que desarrollan sus propios valores internos que, a largo plazo, no pueden ser contro-lados por recompensas o castigos, sobre todo por los que no tienen un vínculo real con la actividad que pretenden fomentar o impedir. Cómo se desarrollan tales valores es un tema complejo y controvertido, aunque se sabe que modelar la propia conducta sobre la de otras personas a las que se admira desempeña una función importante. Para lo que aquí nos proponemos basta con darse cuenta de la locura e irracionalidad que supone tratar de contro-lar la conducta mediante recompensas y castigos, salvo en el caso de que se haga de forma permanente.

En los dos últimos capítulos se ha hecho hincapié en los efectos de la elección. Las consecuencias desagradables de una acción se minimizan si se elige libremente llevarla a cabo y las consecuencias de una decisión se convierten en más deseables de lo que son si se toma libremente. ¿Qué sucede cuando algo se impone y no hay elección posible?

En general, las personas prefieren algo elegido volunta-riamente a algo forzoso33. El efecto se demuestra clara-mente en un estudio que no se relaciona directamente con el castigo y la recompensa. A los empleados de dos empre-sas se les vendieron billetes de lotería de 1 libra. A algunos se les permitió elegir el número del billete, otros no pudie-

137 Irracionalidad

ron hacerlo y simplemente se les entregó un billete. Antes del sorteo, el experimentador intentó volver a comprar su billete a cada sujeto. Los que no habían podido elegir el número estaban dispuestos a venderle los billetes por un precio medio de 1,96 libras, que ascendía a 8,67 libras en el caso de los que sí lo habían elegido. No puede haber mejor demostración de que sobrevaloramos de forma irra-cional lo que elegimos libremente.

En otro experimento14 se dijo a niños de 10 años que se les iba a dar un juguete y que podían elegir el que quisie-ran. Cada uno dijo el que prefería. Cuando llegó el mo-mento de entregárselos, el experimentador dijo: «Aquí es-tán los juguetes. Parecen iguales, así que te voy a dar éste». Y les daba el juguete que habían elegido. Por el simple he-cho de que, en el último momento, se les había arrebata-do la libertad de elección, a los niños les gustó el juguete mucho menos que al principio, a pesar de haber afirmado que era su preferido. Además, después de recibirlo, les gustó menos que a otro grupo de niños que realmente pudo elegir. Aunque se valore correctamente la libertad de elección, es irracional devaluar un objeto porque no se elija libremente. Es como si el disgusto por no haber po-dido elegir se traspasara al regalo, un ejemplo típico de la falta de coherencia del pensamiento humano.

Experimentos similares15 se han llevado a cabo con es-tudiantes universitarios, a quienes se preguntó qué poema les gustaría recitar. A continuación, todos lo recitaron, pero a la mitad de ellos se les dijo que debían hacerlo y a la otra mitad que podían cambiar de opinión y recitar otro. Los estudiantes que pudieron elegir acudieron con más frecuencia a las clases, estaban más satisfechos con ellas y recitaban mejor.

Estos y otros hallazgos similares tienen importantes im-plicaciones en la medicina y otras profesiones16. En un es-

tudio de mujeres que habían abortado en un hospital de Boston se halló que las que se habían sentido coacciona-

Uso incorrecto de recompensas y castigos 138

das habían sufrido más enfermedades psiquiátricas des-pués del aborto que las que habían decidido hacerlo de forma voluntaria17. En un estudio sobre el cáncer de mama, a algunas mujeres, después de hablar con el médi-co, se les permitió elegir entre la extirpación del tumor o la del pecho completo, en tanto que las demás tuvieron que aceptar la decisión del médico. Las que pudieron ele-gir se mostraron menos angustiadas y apenadas en el po-soperatorio. Un caso aún más espectacular18 es el de 17 mujeres que se habían sentido obligadas a ir a vivir a una residencia de ancianos. Todas menos una murieron en el plazo de 10 semanas, en tanto que sólo lo hizo una de las 38 que creían haber ido a la residencia por decisión pro-pia, El estado de salud de todas ellas era el mismo al ingre-sar en la residencia.

Normalmente solo se nos obliga a realizar aquello que no deseamos hacer. Para ser consecuentes, tendemos a creer que todo lo que se nos impone es malo. Esto es irra-cional, al igual que lo es obligar a que los demás se confor-men, pues suele tener el efecto contrario al pretendido.

Es probable que muchos lectores consideren que buena parte de este capítulo es muy idealista. Por desgracia, no todos los trabajos pueden reestructurarse para hacerlos in-trínsecamente interesantes, a veces la amenaza del castigo es la única manera de evitar la mala conducta del niño o el adulto y cuando la vida de un paciente depende de un tra-tamiento no es corrupto ofrecerle otros. A pesar de todo, es importante recordar que tanto la recompensa como el cas-tigo pueden ser perjudiciales y que la posibilidad de elegir libremente, siempre que sea factible, es beneficiosa.

MORALEJA

1. Si quiere que se valore una tarea y se realice correc-tamente, no ofrezca recompensas materiales.

139 Irracionalidad

2. Si es usted director de una empresa, adopte un esti-lo lo más participativo e igualitario posible.

3. Si quiere evitar que los niños {y también los adultos) hagan algo, trate de convencerlos en vez de amenazarlos con un castigo.

4. Dé a los demás la mayor libertad de elección posible, sobre todo en medicina y educación.

5. Si gana el Nobel, rechácelo.

N C Q i

1 Para una revisión de los efectos indeseables de la recompensa y el castigo, ver McGraw, K. O., «The detrimental effects of reward on per-formance: a Üterature review and a prediction model», en Lepper, M. R., y Greene, D. (eds.), TheHidden Costs of Reward, Morristown, NJ, Law-rence Erlbaum, 1978.

2 Lepper, M. R., Greene, D., y Nisbett, R. E., «Undermining chil-dren's intrinsic interest -with extrinsic reward: a test of the overjustifica-tion hypothesis», Journal of Personality and Social Psychology, 1973, 28, 129-137.

3 Decí, E. L., «The effects of externally mediated rewards on intrin-sic motivation», Journal of Personality and Social Psychology, 1971, 18, 105-115.

4 Smith, W. E., «The effects of anticipated or unariticipated social re-ward on subsequent intrinsic motivation», tesis doctoral no publicada, Cornell Universiy, 1957.

3 Sobre la economía de vales ver Greene, D., Stemberg, B., y Lepper, M. R., «Overjustification in a token economy», Journal ofPersonality and Social Psychology, 1976,34,1219-1234.

6 Deci, E. L., op. cit. I Likert, R , The Human Organization, Nueva York, McGraw-Hill,

1967. B Likert, R., op. át. ' TheAuthor 1990,101, n." 2. 10 Zanna, M. P., Lepper, M. R., y Abelson, R. P., «Attenrional mecha-

nisms in children's devaluation of a forbidden activity in a forced com-pliance situation», Journal of Personality and Social Psychology, 1973,3, 355-359.

I I Citado en Condty, J., «The role of incentives in socialization», in Lepper, M. R., y Greene, D. (eds.), TheHidden Costs of Reward, Morris-town, NJ, Lawrence Erlbaum, 1978.

Uso incorrecto de recompensas y castigos 141

12 Bell, S. M-, y Ainsworth, M. D., «Infant crying and maternal res-ponsiveness», ChildDevelopment, 1972,43,1171-1190.

13 Langer, E. J., «The psychology of choice», Journal for the Theoty of Social Behavior, 1977,7, 185-208.

14 Hammónd, T., y Brehm, J. W., «The attractiveness of choice alter-natives when freedom to choose is eüminated by a social agent», Journal of Personality, 1966,34, 546-555.

Liem, G. R., «Performance and satisfaction as affected by personal control over salient decisions», Journal of Personality and Social Psycho-logy, 1965,31,232-240.

16 Friedman, C., Greenspan, R., y Mittelman, F., «The decisión ma-king process and the outcome of therapeutic abortion», American Jour~ nal of Psychology, 1974,131,1332-1337.

17 Morris, T., Greer, S,, y White, P., «Psychological and social ad-justment to mastectomy: a two-year follow-up», Cáncer, 1977, 1. 40, 2381-2387.

18 Ferrari, N. A., <dnstitutíonalization and attitude changein an aged population: a field study in dissonance theory», tesis doctoral no publicada, Case Western Reserve University, 1962.

Capítulo 9

Impulso y emoción

Desde la amante que sobrevalora de forma excesiva los encantos de su amado hasta el cobarde que muere porque se queda paralizado por el miedo .¡todas las personas so-metidas a una intensa emoción pueden pensar y actuar de forma irracional^ Las emociones son difíciles de definir y la mayor parte de los intentos de investigarlas han fracasa-do. Por así decirlo, la emoción es una disposición a actuar y pensar de determinada manera que va unida a ciertos sentimientos. Las emociones fuertes tienen componentes fisiológicos, como la aceleración de los latidos del corazón o la sequedad de boca, que se producen cuando se está muy excitado; es discutible hasta qué punto varían tales cambios fisiológicos en cada emoción. Esta descripción no es satisfactoria, ya que hay muchos casos dudosos. ¿La timidez es una emoción? ¿Y la curiosidad? ¿Por qué el hambre y la sed no se consideran emociones?¡Las emocio-nes intensas, como los celos, la depresión o la tristeza, son

142

Impulso y emoción 142

fuente de irracionalidad porque, entre otras cosas, consi-guen que las personas se obsesionen o que no dejen de dar vueltas en la cabeza a lo mísmo^lo que se traduce en la fal-ta de concentración necesaria para el pensamiento y la toma de decisiones racionales. Además, las emociones pueden distorsionar nuestra visión del mundo, como su-cede claramente en el caso de los celos, que no suelen es-tar basados en hechos reales; en el de la depresión, en que el futuro parece mucho más sombrío de lo que está justi-ficado, y aún más en el de la euforia, que provoca un ex-ceso de optimismo. Buena parte de las emociones son un círculo vicioso: los pensamientos sombríos, a veces provo-cados por hechos externos, pueden dar lugar a un estado depresivo que, a su vez, produce más pensamientos som-bríos^Todó esto es cosa sabida, pero antes de examinar al-gunos efectos que contradicen nuestras intuiciones sobre las emociones intensas, tenemos que decir algo sobre el impulso. Con este término voy a referirme al estado inter-no que nos lleva a perseguir un fin: son impulsos el ham-bre, la ambición y la codicia. ».'.¡

La intensidad de los impulsos varía incluso en cada per-sona: si acabamos de comernos diez bambas de crema, es poco probable que queramos un filete, por muy delicioso que nos pueda resultar. Además, los impulsos aumentan ante la expectativa de conseguir el fin deseado, el incenti-vo. La visión de la comida agudiza el hambre y la presen-cia de la pareja adecuada desencadena el impulso sexual, por muy aletargadofque se encuentre. Por razones éticas, es difícil provocar emociones intensas en un experimento, por lo que la mayor parte del trabajo que se va a presentar se refiere a impulsos cuya intensidad se puede manipular variando el tamaño del incentivo, generalmente una re-compensa monetaria. Pero como se va a demostrar los impulsos y las emociones intensos y el estrés provocan los mismos efectos-drásticos en la racionalidad,;

En el capítulo anterior se demostraba que ofrecer una

144 Irracionalidad

gran recompensa por una actividad puede hacer que se devalúe y que se deje de realizar al desaparecer la recom-pensa. Ahora vamos a examinar cómo influye esperar una recompensa en la buena realización de una tarea. Los par-tidarios simplistas del cónductista B. K Skinner, de los que todavía quedan algunos, creen que a mayor recompensa, mejor actuación. En uno de los primeros experimentos1

sobre este tema se mostraron a niños de ocho años cientos de pares de dibujos de personas. Un niño llamado Bill aparecía con diferentes trajes y en distintas posturas en cada par y los niños tenian que decir quién era Bill en cada dibujo. Siempre se les decía si habían acertado o no. A al-gunos se les ofreció 0,5 dólares, y a otros 0,01 dólares, por cada identificación correcta, y a un tercer grupo no se le ofreció incentivo monetario alguno. Este grupo realizó mejor la tarea que los otros dos, y el grupo con mayor re-compensa lo hizo peor que el de menos recompensa. Este tipo de estudio se ha repetido en muchas ocasiones tanto con niños como con adultos y con distintas tareas, desde resolver rompecabezas a escribir redacciones, siempre con idénticos resultados. En general,jcuanto mayor es el incentivo, peor es la actuación! De forma intuitiva parece que el esfuerzo aumentará, y, por tanto, mejorará la actua-ción, a medida que lo haga la recompensa, ¿Qué sucede entonces?

En realidad, la recompensa facilita la actuación en ta-reas muy sencillas pero es un obstáculo en las más compli-cadas2. Se ha hallado que los sujetos a quienes se recom-pensa por reconocer palabras sencillas como «común» o «caer» lo hacen más deprisa que los sujetos sin recompen-sa, pero si se presentan palabras más difíciles como «viñe-ta» o «elegía», la recompensa disminuye la exactitud e in-crementa el tiempo que se tarda en responder.

Nueva luz se arroja sobre los efectos de la recompensa en un experimento3 en que a los sujetos se les planteaban problemas de este tipo: «Si tiene tres jarras de agua que

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Impulso y emoción " . V j ^ 145 \ ! t • ¿ •

contienen 21, 127, y 3 cuartos, respectivamente, ¿cómo mediría 100 cuartos usando sólo las jarras?». La respuesta es obvia: se llena la jarra de 127 cuartos y luego se vierte parte de su contenido en la de 21 cuartos y se llena dos ve-ces la de 3 cuartos: de este modo quedan 100 cuartos en la jarra mayor. El experimentador propuso una serie de pro-blemas que se podían resolver de esta forma: llenando la jarra más grande y vertiendo parte del líquido una vez en la mediana y dos veces en la pequeña. Hasta aquí, la ac-tuación de los sujetos a los que se ofreció una recompensa económica fue la misma que la de los no recompensados. Pero ahora viene lo importante: el último problema tenía que ser resuelto de modo distinto. En vez de tres jarras, sólo se necesitaban dos (por ejemplo, medir 52 cuartos usando una jarra de 26 cuartos, otra de 100 y otra de 5, para lo que hay que verter dos veces el contenido de la de 26 en la de 100). Este problema lo resolvieron mucho peor los sujetos recompensados que los otros. La razón es --que, si uno se esfuerza demasiado, continúa haciendo lo que en ese momento es prioritario en la mente. En este caso, los sujetos siguieron tratando de resolver el último ; problema empleando la técnica que había funcionado en los anteriores, ya que les resultaba difícil cambiar al nuevo método que requería el nuevo tipo de problema.

Este es otro problema ingenioso pero sencillo que a muchos les resulta difícil4. Supongamos que tenemos una vela, un encendedor y una caja de chinchetas. La pregun-ta es cómo se fija la vfla a la pared usando únicamente es-tos tres objetos. Una pausa para pensar la respuesta. Ha-llarla en menos de tres o cuatro minutos es poco común. La solución consiste en vaciar la caja de chinchetas, des-prender un poco de cera de la vela con el encendedor y emplearla para fijar la caja vacía a la pared. Después se co-loca la vela en posición vertical sobre la caja y se sostiene quemando la cera de su base. La dificultad se halla en que la mayor parte de las personas ve la caja como un contene-

145 Irracionalidad

dor; si se centran en su función ordinaria no se dan cuen-ta de que puede tener otro uso: servir de base a la vela. Igualmente, la vela se considera una fuente de luz, no el medio de obtener una sustancia —la cera— que se puede emplear para pegar. Los sujetos que recibieron una re-compensa por solucionar el problema tardaron una media de tres minutos y medio más en hacerlo que los no recom-pensados. De nuevo en este caso, esforzarse mucho impi-de la flexibilidad del pensamiento: uno se aferra a lo que tiene prioridad en la mente en ese momento (otra vez el error de «disponibilidad»),

A modo de ejemplo cotidiano de los efectos del exceso de esfuerzo, pensemos en la conducta irracional de quien ha perdido la cartera con 100 libras, todas las tarjetas de crédito, el carné de conducir, etc. No deja de buscarla en los mismos sitios, es decir, en los que cree que es más pro-bable que la haya perdido. En el estado frenético en que se encuentra, no se para a reflexionar con cuidado dónde la vio exactamente por última vez y dónde ha estado des-

. de entonces. El deseo desesperado de encontrarla le im-posibilita para buscar en los recovecos de su memoria y se aferra a los primeros lugares que se le ocurren.

Se ha descubierto que todo grado elevado de emoción se opone a un examen cuidadoso de las distintas posibili-dades. Los procesos de pensamiento estereotipado que resultan de las recompensas o de la amenaza del castigo impiden comprender los principios generales de la tarea que se realiza. A los sujetos de un estudio5 se les mostró una serie de 25 cuadrados dispuestos de cinco en cinco. En el cuadrado de la parte superior izquierda había una luz. Los sujetos podían apretar dos botones: A y D. El A desplazaba la luz un cuadrado más abajo y el D la despla-zaba un cuadrado a la derecha. A uno de los grupos se le dijo que determinados patrones de presión de los boto-nes tendrían una recompensa monetaria; al otro, que te-nía que descubrir la regla que regía la secuencia de pre-

o y emoción

sión de los botones. La regla era cualquier secuencia de cuatro eles y cuatro erres (por ejemplo: ADADADAD o AAAADDDD). Toda secuencia de este tipo desplazaba la luz hacia el extremo inferior derecho sin salirse del perí-metro de los cuadrados. Después de que el grupo al que se iba a recompensar hubiera aprendido cómo obtener la recompensa, se le preguntó cuál era la regla. Dieron un patrón fijo, como AAAADDDD, en tanto que el otro gru-po descubrió la regla general correcta. Se podría pensar que esto no resulta extraño, ya que sólo a uno de los gru-pos se le pidió que descubriera la regla. Pero hubo una se-gunda fase del experimento en que el grupo recompensa-do tuvo que descubrir la regla sin recompensa. En este se-gundo estadio, su actuación fue mucho peor que la del grupo no recompensado al enfrentarse justamente a la misma tarea de la primera fase. Este experimento demues-tra que la conducta inflexible que provocan las recompen-sas continúa cuando éstas desaparecen.

La intensa motivación no es lo único que produce un pensamiento inflexible: todo tipo de estrés también lo provoca. En un estudio6, los sujetos tuvieron que resolver anagramas. Se les presentaba una palabra y debían decidir cuál de seis palabras posteriores eran su anagrama. Un grupo de sujetos estaba sometido a estrés por miedo a una descarga eléctrica y el otro no. Comparados con éste, los sujetos estresados examinaron las seis posibilidades cua-tro veces menos ante$»de decidirse, las estudiaron de for-ma mucho menos sistemática y realizaron el doble de elec-ciones equivocadas. Es posible que el pensamiento infle-xible de muchos militares, del que se ofrecen ejemplos en los dos capítulos siguientes, esté provocado en parte por el estrés.

El estrés también influye en la memoria, que se halla es-1 trechamente ligada a nuestra capacidad de razonamiento.) En un experimento7 de la vida real se dieron instrucciones a los soldados a bordo de un avión de cómo escapar ante

147 Irracionalidad

una emergencia. Después se les pidió que recordaran las instrucciones mientras durase el vuelo. Al primer grupo se le dejó él interfono conectado para que oyera una falsa discusión entre la tripulación, cuyo resultado era que, de-bido a un fallo mecánico, iban a amerizar. Este grupo re-cordó muy mal las instrucciones comparado con el segun-do grupo, que pasó por el mismo proceso pero sin escu-char la alarmante conversación en la cabina de mando.

Por tanto, el estrés, las recompensas, los castigos y las emociones fuertes disminuyen la flexibilidad del pensa-miento y provocan conductas irracionales. Tienen efectos nocivos en la vida diaria. Por ejemplo, si a los trabajadores se les recompensa por el número de elementos produci-dos, tienden a concentrarse en la cantidad en vez de en la calidad. Aunque, en parte por este motivo, haya ahora mucho menos trabajo a destajo que antaño, hay empresas británicas que continúan haciendo este tipo de trabajo. Argumentos similares son aplicables al uso de la recom-pensa en la educación: los niños eligen los problemas más fáciles y no reflexionan sobre los principios generales que intervienen, limitándose a dar soluciones rutinarias. Esto sucede incluso si la recompensa adopta la forma de elogio por parte del profesor. Se debería elogiar al alumno no sólo por resolver un problema, sino por llegar a compren-der sus principios generales. Fomentar este tipo de creati-vidad no está bien considerado en la actualidad, tal vez porque se identifica equivocadamente la creatividad con la capacidad de producir material poco común pero ca-rente de significado, como defienden escritores como Ed-ward de Bono. La verdadera creatividad no consiste en hallar cien usos para un ladrillo, sino en la capacidad de resolver nuevos problemas, deducir principios generales y elaborar teorías explicativas sólidas. Tampoco consiste en lanzar al azar manchas de pintura sobre un óleo, sino en la capacidad de pintar un cuadro que' emocione de alguna manera a quien lo contempla.

Impulso y emoción 148

El miedo, al igual que otras emociones, inhibe el pensa-miento racional, pero úene, además, otras consecuencias negativas. Muchas personas que ¿reen tener una grave en-fermedad posponen la visita al médico todo lo que pue-den porque no quieren enterarse de lo peor. Esto es una estupidez, a no ser que se sostenga la creencia, no entera-mente irracional, de que los médicos, en su gran mayoría, causan más problemas de los qué resuelven. Ir al médico no crea la enfermedad que se teme: está ya ahí o no está. La tendencia a aplazar la visita no es producto del desco-nocimiento del significado de los síntomas. Un estudio8

realizado en Estados Unidos reveló que un tercio de los pacientes aquejados de cáncer había tardado tres meses en acudir al médico después de percibir los primeros sín-tomas. Y aún más: los enfermos que aplazaron la visita al médico conocían mejor el posible significado de los sínto-mas que quienes acudieron antes.

Se puede retrasar el momento de enterarse de lo peor, pero no se es capaz de esperar para conseguir lo que se de-sea. Se actúa por impulso aun en el caso de que sea mejor esperar o actuar de forma que la acción se traduzca en un beneficio a largo plazo en vez de a corto plazo. Fumar, be-ber, comer en exceso, tomar drogas y, con la extensión del sida, tener relaciones sexuales ocasionales, son ejemplos de ello.

Estos casos se relacionan con deseos fisiológicos y cuan-to más nos entregúenos a ellos, más difícil será no hacerlo la vez siguiente. Pero la práctica del autocontrol disminu-ye, casi con total certeza, la impetuosidad de todos los as-pectos de la vida. A un hombre que explota cada vez que su mujer se retrasa en preparar la cena o, lo que probable-mente es más habitual hoy en día, cuando ésta llega tarde a tomar la cena que él ha preparado, le resultará muy difícil no enfadarse en la siguiente ocasión. Es casi seguro que el autocontrol, al igual que su falta, se convierte en un hábito. Me volveré a referir a este tema en el último capítulo.

149 Irracionalidad

Descendemos de animales que vivían al día. Tenían que esforzarse para encontrar comida y agua suficientes para seguir con vida, para hallar parejas con las que procrear, para que su prole siguiera viva y para evitar a los depreda-dores. Los animales resolvían estos problemas no median-te el pensamiento, sino mediante la acción instintiva; por ejemplo, huyendo o luchando. Desde luego que hay ani-males que se preparan el futuro; construyen un nido o ca-van una madriguera o recorren enormes distancias en oto-ño y primavera en busca de un mejor clima. Pero tales ac-tividades son instintivas, innatas y no proceden de una intención consciente. Sólo el hombre posee la capacidad de planear a largo plazo, pero el deseo de satisfacción in-mediata, heredado de nuestros ancestros animales, le sue-le impedir hacer uso de ella.

En esta época puritana en que «vimos, tal vez sea innece-sario esforzarse en señalar que no siempre se debe ceder a la satisfacción inmediata. Por paradójico que resulte, puede ser más importante subrayar la estupidez de evitarla sin comprobar si los beneficios a largo plazo merecen que así se haga. Estados Unidos se ha convertido en una nación de masoquistas que dedican horas a hacer jogging sin rumbo fijo y que se privan de todo tipo de alimentos salvo de los más repugnantes. No realizan cálculos hedonistas raciona-les. Incluso fumar, que de todos los hábitos nocivos es el que con mayor certeza provoca la muerte, sólo reduce la vida del fumador una media de dos años, años que, por otra parte, probablemente no sean los más felices. En cuanto al coles-terol, no hay pruebas determinantes de que la comida influ-ya en su nivel, en tanto que sí las hay de que reducirlo no au-menta la longevidad: se muere de cáncer y no de una afec-ción cardíaca. La tasa de mortalidad de los que practican el jogging ya sea por accidente de coche, ataque cardíaco o por asalto, es elevada y es, desde luego, más seguro y cómo-do ir a pasear a buen ritmo. Las tendencias autopunitivas son tan irracionales como el aferrarse al placer más a mano.

Impulso y emoción 151

Es tentador creer que los médicos nos convierten a to-dos en corredores, pero la literatura médica sobre la dieta y las formas extremas de ejercicio es, en buena medida, muy prudente. La prensa y las empresas que producen los denominados «alimentos sanos» distorsionan y comentan de forma sensacíonalista los resultados experimentales. Pero aún hay más: el deseo de vivir eternamente y las acti-vidades autopunitivas que lo acompañan responden a la moda en la misma medida que la crinolina y la minifalda. Y en el fondo de todo esto subyace el miedo más extendi-do, irracional y poderoso: el miedo a la muerte.

Los motivos personales influyen en la forma de ver el mundo y, por tanto, provocan sesgos. En un experimento9

que lo demuestra, los sujetos tenían que sumergir los an-tebrazos en agua helada hasta no poder soportar el dolor. Después debían pedalear en una bicicleta estática. Segui-damente, se les daba una conferencia en que, a la mitad de ellos, se le decía que tener un corazón sano incrementaba la tolerancia al frío extremo después del ejercicio, y a la otra mitad se le decía que tener un corazón sano la dismi-nuía. Por último, los sujetos volvían a pasar la prueba del frío, en la que el tiempo de resistencia se modificó en con-sonancia con el hecho de tener un corazón sano; es decir, los que habían aprendido que el ejercicio aumentaba la to-lerancia hacia el frío $i se tenía un corazón sano mantuvie-ron los antebrazos en el agua más tiempo que la primera vez, y los que habían aprendido que la tolerancia dismi-nuía sacaron los antebrazos antes. Cuando se les interro-gó, sólo unos pocos afirmaron que habían modificado el tiempo de forma deliberada; la mayoría lo había hecho de forma inconsciente. Por lo tanto, el deseo de tener un corazón sano puede afectar la percepción del dolor sin que seamos conscientes de ello.

Esto se traduce en una forma de hacerse ilusiones. Hay

151 Irracionalidad

muchas pruebas10 de que hacerse ilusiones es una reali-dad, no una frase vacía. Los fumadores conceden menor credibilidad a las pruebas de que fumar es perjudicial que los no fumadores. En*un estudio11, a los sujetos se les dio una conferencia sobre las enfermedades que produce el café. Quienes lo tomaban las consideraron mucho menos plausibles que los que no lo hacían. Se ha demostrado que se sobrevaloran las posibilidades de ganar la lotería y se subvaloran las de ser víctima de un atraco o de un acci-dente de tráfico. Hay asimismo muchos experimentos que demuestran la existencia de sesgos interesados, en los que, si se tiene éxito, es debido a uno mismo y, si se fracasa, se culpa a la situación: «El examen era difícil», «No me gus-taba la raqueta», etc. Se sostiene que este sesgo no tiene nada que ver con la motivación y que se trata de un error de pensamiento. La persona se ha preparado para tener éxito: si lo consigue, lo atribuye a su planificación y habi-lidad, ya que ambas se hallan unidas en su mente al éxito. Si fracasa, tiene que volver a pensar, y como sus planes no se relacionaban con el fracaso, lo atribuye a la situación. Este problema sigue sin ser resuelto, aunque probable-mente intervengan tanto la «autoestima» como el pensa-miento defectuoso.

Las emociones no son racionales ni irracionales. Las te-nemos y son difíciles de eliminar, Pero pueden conducir a acciones irracionales. Consideremos el poder de la envi-dia, como se pone de manifiesto en un experimento12 que llevó a cabo un ingenioso psicólogo con sus dos hijos pe-queños. Les puso delante dos platos con cacahuetes: uno con tres cacahuetes y cuatro al lado del plato y el otro con dos cacahuetes y uno al lado. Se dijo a los niños, a los que se sometió a la prueba por separado, que cualquiera que fuera el plato que escogiera, el hermano podría comerse los cacahuetes que estaban a su lado. El hijo más pequeño eligió el que tenía dos cacahuetes porque no podía con-sentir que su hermano consiguiera más que él, en tanto

Impulso y emoción 153

que el mayor escogió el que tenía tres. Pero resultó que tampoco era un santo, ya que su intención era pegar a su hermano hasta que le diera el otro cacahuete. Considerar racional la conducta del más pequeño depende de que se crea que es racional sacrificar un cacahuete para satisfacer una emoción innoble.

Cabría pensar que el aburrimiento es un sentimiento desagradable pero inofensivo. En realidad, casi con toda certeza, es el responsable de buena parte de los tiroteos que se producen de vez en cuando en Estados Unidos y, en parte, el causante del vandalismo futbolístico y otras acciones gratuitas que se llevan a cabo para matarlo me-diante la emoción del peligro y el tumulto. En 1973, un DClO volaba sobre Nuevo México con el piloto automá-tico activado13. El capitán y el mecánico de vuelo no tenían nada que hacer. Según el registro de vuelo de la ca-bina de mando, que se escuchó posteriormente, el mecá-nico le preguntó al capitán si el piloto automático respon-dería al tirar de la palanca manual número 1. El capitán no lo sabía, pero advirtió al mecánico que los motores iban a máxima velocidad. No obstante, probaron a ver qué pasa-ba. El aburrimiento desapareció de forma inmediata, ya que el motor de estribor se aceleró de tal modo que se hizo pedazos, que rompieron una ventana y la descom-presión que se produjo succionó al pasajero que se halla-ba sentado al lado de ésta, lanzándolo al vacío. El desas-tre de Chernóbil pu^de haber sido asimismo producto del aburrimiento'4, Aunque su origen no se puede re-construir con certeza a partir de los restos de la central, hay una hipótesis que sostiene que la causa fue la mani-pulación no autorizada de los controles por parte de un trabajador, posiblemente presa del aburrimiento, Es difí-cil estar sin hacer nada, como puede atestiguar todo actor que tenga que permanecer quieto en el escenario duran-te un tiempo.

Hay un último aspecto en que los impulsos y las emo-

153 Irracionalidad

dones producen conductas irracionales: los motivos pue-den entrar en conflicto. Se puede desear dominar a los de-más y, al mismo tiempo, gustarles, fines generalmente in-comprensibles. Lo mismo sucede con la vanidad: estar desmedidamente orgulloso del propio aspecto (o de cual-quier otro atributo personal) no lleva a hacer amigos. La conducta racional consiste en actuar, teniendo en cuenta el conocimiento del que se dispone, del modo que con mayores probabilidades, lleve a conseguir los propios fi-nes. Para actuar de forma racional, por tanto, hay que es-tablecer prioridades entre ellos. Se debe intentar asimis-mo examinar todas las consecuencias posibles de la ac-ción para determinar a qué fines (al margen de los que se pretenden de forma inmediata) sirve y descubrir si tendrá consecuencias no deseadas. Hay pocas personas que re-flexionen en profundidad sobre sus objetivos y aún me-nos que lo hagan sobre las posibles consecuencias de sus actos.

El término «amor» aparece definido en un serio diccio-nario de psicología como «una clase de enfermedad men-tal que aún no se ha reconocido en los manuales de diag-nóstico»15. Sea como fuere, enamorarse no es en sí mismo irracional, aunque puede producir conductas irracionales. El amante no se para a determinar si los vicios de la ama-da superan a sus virtudes, a veces superficiales, y mucho menos a considerar sus prioridades a largo plazo. El amor, al igual que otros impulsos y emociones intensos, hace que muchos sean incapaces de pensar en otra cosa que no sea la idea que domina sus mentes. Muchos aplaudirán la conducta del enamorado por su romanticismo e incluso la considerarán admirable, pero eso no nos concierne: rara vez puede aplicársele el calificativo de racional.

Recientemente, un psicólogo que trabaja en el campo de la emoción alardeaba de que «hay en la actualidad de-cenas de teorías distintas de la emoción, cientos de volú-menes dedicados al tema y decenas de miles de artículos

Impulso y emoción 154

sobre diversos aspectos de los afectos humanos». Son no-ticias deprimentes, ya que los psicólogos saben tan poco sobre las emociones como los legos en la materia. Ese es el motivo de que en la segunda parte de este capítulo se ha-yan referido pocas cosas que resulten nuevas o sorpren-dentes para el lector.

MORALEJA

1. No tome decisiones importantes cuando se halle so-metido a estrés o a una emoción intensa.

2. Si es usted profesor, no ponga pruebas de elección múltiple; fomente la formación de principios generales en sus alumnos.

3. Recuerde que cada vez que se somete a un impulso es más fácil que vuelva a hacerlo.

4. Si está aburrido, refrene sus impulsos de entretener-se, sobre todo si pilota un avión.

5. Pregúntese si los beneficios del jogging y de los yo-gures desnatados realmente compensan el sufrimiento.

1 Miller, L. B,, y Estes, B,. W., «Monetary reward and motivation in learning», Journal of Experimental Psychology, 1962, 64,393-399.

2 Glucksberg, S., «The influence of strength of drive on functional fi-xedness and perceptual recognition», Journal of Experimental Psycho-logy, 1962,63,36-41.

3 McGraw, K. O., y Mcullers, J. C., «Monetary reward and water-jar performance: evidence of a detrimental effect of reward on problem sol-ving», artículo presentado en una reunión de la Southeastern Psycbolo-gical Association, Nueva Orleans, 1976.

4 Glucksberg, S., op. cit. 5 Schwartz, B., Reinforcement-induced behavioural stereotypy: how

not to teach people to discover rutes», Journal of Experimental Psycho-logy; General, 1982,111, 23-59.

156 Irracionalidad

6 Keinan G., «Decisión making under stress: scanning of alternativas under controllable and uncontrollable threats», Journal of Personality and Social Psychology, 1987, 52, 639-644.

7 Norris, W., The UmafeSky, Londres, Arrow, 1981. 8 Goldsen, R. K., Gerhardt, P. T., y Handy, V. H., «Some factors re-

lating to patient delay in seeking diagnosis for cáncer symptoms», Cán-cer, 1957,10,1-7.

9 Quattrone, G. A., y Tversky, A., «Causal versus diagnostic contin-gencíes: on self-deceptíon and the voter's illusion», Journal of Personality and Social Psychology, 1984, 46,237-248.

10 Para una revisión crítica de las pruebas sobre hacerse ilusiones ver Miller, D. T., y Ross, M., «Self-serving biases in the attribution of causa-lity: fact or fiction?», Psychohgical Bulletin, 1975, 82,213-225.

11 Janis, I. L., y Terwilliger, R., «An experimental study o£ psycholo-gical resistances to fear-arousing Communications», Journal of Abnormal and Social Psychology, 1962, 65,403-410.

12 Barón J. ( Thinking and Deciding Cambridge, Cambridge Univer-sity Press, 1988. ,

13 Norris, W., op. cit. 14 Hawkes, N., Lean, G„ McKie, R„ y Wilson, A., The Worst Acci-

dent in the World, Londres, Pan, 1986. 15 Sutherland S., The Macmillan Dictíonary of Psychology, Londres,

Macmíllan, 1989.

Capítulo 10

Hacer caso omiso de las pruebas

, Quien toma una decisión suele ser extremadamente / reacio a modificarla, incluso en él caso de disponer de \ pruebas apabullantes de que se equivoca. Esto se ilustra con un desastre naval muy famoso, causado en parte por la negativa a cambiar de actitud y a tener en cuenta las pruebas en contra. La siguiente descripción de los he-chos que llevaron a la batalla de Pearl Harbor está basa-da en Janis y Mann^En el verano de 1941., el almirante Kimmel, comandante en jefe de la flota americana del Pacífico, recibió muchas advertencias de Washington sobre la posibilidad de entrar en guerra con Japón. Puesto que sus hombres no se hallaban totalmente pre-parados, se dedico a entrenarlos, pero creyó que el peli-gro no era lo bastante inminente como para anular los permisos de bajar a tierra propios del tiempo de paz. En consecuencia, los fines de semana había sesenta barcos de guerra americanos anclados en Pearl Harbor y filas dé

157

157 Irracionalidad

aviones, ala con ala, llenaban los aeródromos de Hawai. Kimmei parecía resuelto a mantener su estrategia de

entrenamiento a largo plazo, con la que hubiera interferi-do declarar el estado de alerta total. El 24 de noviembre el cuartel, general le advirtió: «es posible una maniobra agre-siva por sorpresa en cualquier dirección, incluyendo un ataque en las Filipinas o en Guam». Kimmei sostuvo una reunión con su Estado Mayor, cuyos miembros, probable-mente por una mezcla de obediencia, conformismo y de-seo de agradar al jefe, lo tranquilizaron. Uno de ellos indi-có que no se mencionaba Pearl Harbor en el mensaje de Washington, por lo que no corría peligro. Aunque es evi-dente que no era esto lo que implicaba el mensaje, que se refería a «un ataque en cualquier dirección», los reunidos llegaron a la conclusión de que no había que tomar medi-das. Lo que hizo Kimmei fue claramente defender sus creencias frente a lo evidente. Si creía que el mensaje era ambiguo, debería haber pedido a Washington una aclara-ción. Además, supuso erróneamente que el ejército, que controlaba las baterías antiaéreas, estaría alerta. Sólo tenía que descolgar el teléfono para comprobarlo, pero no lo hizoí omisión que Janis interpreta como producto de su falta de disposición a admitir que estaba equivocado y que Pearl Harbor podía ser atacado.

El 27 de noviembre y el 3 de diciembre se recibieron nuevas advertencias de que la guerra era posible. En el se-gundo mensaje se informaba de que los criptógrafos estadounidenses habían descodificado un mensaje desde Japón en el que se ordenaba a las embajadas japonesas de todo el mundo que destruyeran «la mayor parte de los có-digos secretos». Con la agudeza que permite interpretar un mensaje del modo más conveniente para las propias creen-cias, Kimmei y su Estado Mayor se fijaron en las palabras «la mayor parte»: era evidente que si Japón fuera a entrar en guerra con Estados Unidos habría dado instrucciones a sus embajadas de destruir todos los códigos secretos.

Hacer caso omiso de las pruebas 158

El 6 de diciembre, el día anterior a la batalla de Pearl •Harbor, hubo más pruebas de la inminencia de un ataque. A Kímmel se le dio la orden urgente de que quemara to-dos los documentos confidenciales sobre las islas del Pací-fico. Y aún más. Él jefe de la inteligencia militar anunció que se desconocía dónde se hallaban los portaaviones ja-poneses, ya que llevaban varios días sin poder interceptar sus señales de radio. Esta información convenció a Kim-mel de que los japoneses iban a atacar1, el problema era dónde. Una vez más, su Estado Mayor lo tranquilizó con el argumento de que a los japoneses, después de sus ope-raciones en el área asiática, no les quedaba fuerza suficien-te para atacar Pearl Harbor.

Cinco horas antes del ataque, dos dragaminas america-nos divisaron un submarino supuestamente japonés fue-ra de Pearl Harbor. Como no se encontraban en estado de alerta total, no informaron de ello. Pero una hora an-tes del ataque, un submarino japonés fue hundido cerca de la bocana del puerto. El oficial.de guardia informó de ello a todos los oficiales de la Marina con los que pudo contactar y el mensaje llegó hasta el almirante Kimmel. En lugar de adoptar medidas de forma inmediata, deci-dió esperar la confirmación de que el submarino era japo-nés. Seguidamente se produjo la destrucción de la flota americana,'El almirante fue sometido a consejo de guerra y degradado.

Si Kimmel hubier^, declarado el estado de alerta total, es prácticamente seguro que habría salvado casi toda la flota. La vigilancia con radar habría descubierto los planes japoneses con la suficiente antelación para tomar medidas y se habría informado de los incidentes con los submari-nos con más rapidez. Asimismo, habría habido una defen-sa antiaérea adecuada y la flota no habría estado anclada en Pearl Harbor el fin de semana. Hay que señalar que Kimmel tenía motivos para no declarar el estado de alerta total. Los aviones de reconocimiento habrían consumido

160 Irracionalidad í

el poco combustible de que disponía y su programa de en-trenamiento se habría interrumpido. A pesar de todo, po-día haber tomado medidas intermedias, como declarar el estado de alerta total de radares y baterías antiaéreas, dis-persar algunos barcos, cancelar los permisos de fin de se-mana e insistir en que se informara inmediatamente a su cuartel general de cualquier señal de actividad japonesa. Janis y Mann sostienen que Kimmel, ansioso por negar la presencia de una amenaza, se obsesionó con las dos posi-bilidades extremas: no hacer nada o declarar el estado de alerta total. Como hemos visto, este tipo de ideas fijas tien-den a ocurrir en condiciones de estrés.

• Y ' ' • i

La falta de disposición a renunciar a las propias opinio-nes es característica de todas las profesiones y condiciones sociales. Lleva a los médicos a no modificar un diagnósti^»^, co claramente equivocado; produce graves injusticias, como en el caso del ministro de Interior que se niega durante años a revisar los casos de gente inocente que ha sido con-denada; hace que los científicos se aferren a teorías que han demostrado ser falsas —incluso Linus Pauling, gana-dor del Premio Nobel, siguió creyendo que dosis masivas de vitamina C podían curar todo tipo de enfermedades, desde el resfriado común hasta el cáncer hasta mucho des-pués de que se hubieran obtenido pruebas en contra—; y es en parte responsable de la ineficacia de la mayoría de los directores de empresa, quienes, como hemos visto, suelen guiarse por la tradición en lugar de tomar decisio-nes correctas.

Una experiencia personal ilustra la renuncia de los ejecutivos de empresa a cambiar de opinión. En mi juven-tud, llevé a cabo una investigación rutinaria sobre la moti-vación para una conocida marca de ginebra. Entrevisté a gente de toda Inglaterra sobre sus reacciones ante la bote-lla y la etiqueta, para determinar la «imagen de marca». Expuse verbalmente los resultados a un grupo de perso-

Hacer caso omiso de las pruebas 161

ñas de la destilería, encabezado por el director ejecutivo, un escocés grande y campechano. Cada vez que yo decía algo con lo que él estaba de acuerdo, se volvía hacia sus colaboradores y les decía marcando mucho las erres: «El doctor Sutherland es un hombre muy inteligente. Tiene toda la razón». Pero, cuando mis hallazgos no se ajusta-ban a sus opiniones, afirmaba: «Tonterías. Eso es una so-lemne tontería». No tenía que haberme molestado en rea-lizar aquel estudio, teniendo en cuenta el caso que le hizo. Era incapaz de comprender que sus opiniones sobre su gi-nebra podían no coincidir con las del público a quien su-puestamente trataba de vendérsela. En resumen, estaba resuelto a aferrarse a sus creencias sin considerar las prue-bas en contra.

A continuación voy a exponer las razones por las que las personas se aferran tan tenazmente a sus creencias, in-cluso cuando se puede demostrar su falsedad. Esta ten-dencia es tan dominante que influye en lo que vemos u oí-mos. Por ejemplo, observe las palabras de las tres líneas si-guientes:

PARIS IN THE

THE SPKING

Al principio, muchos lectores no se darán cuenta del error. Como no se espera encontrar dos veces seguidas the [el, la], se entiende a leer de forma incorrecta como: París in the spring (París en primavera).

En este caso nos aferramos de forma inconsciente a nuestro conocimiento anterior, pero no debemos preocu-parnos por este ejemplo, puesto que la irracionalidad no se produce en la percepción, sino en el pensamiento cons-ciente o la acción voluntaria. Cabe pensar que la razón por la que se es reacio a modificar las propias opiniones es que no se quiere admitir que se está equivocado. Discul-

162 Irracionalidad

parse es difícil, y admitir ante uno mismo que se ha soste-nido lina creencia falsa puede disminuir la propia estima. Muchas personas —sobre todo, los políticos— sostienen que es mucho mejor negar descaradamente lo evidente y buscar argumentos en que apoyarse, por malos que resul-ten, que admitir que se han equivocado. Aunque tales fac-tores sin duda intervienen, hay muchas más razones insi-diosas para no cambiar de opinión, a dos de las cuales me voy á referir en este capítulo-iLa primera es que quien sos-tiene una creencia hace todo lo posible para ignorar 1 * pruebas que la refutan, incluso en situaciones donde s1-prestigio y autoestima no están en juego. La segunda es que, cuando halla pruebas en contra, se niega a creerlas.

Examinemos esta serie de números: 2, 4, 62. Obedecen a una regla y hay que adivinarla. Podemos elegir otras se-cuencias de tres números y sé nos dice si siguen o no la re-gla. También se nos pide que digamos la regla en cuantc

'estemos seguros y a continuación nos dirán si la hemo1! acertado. Si no es la correcta, seguimos eligiendo hasta' que creamos haberla descubierto.

Al enfrentarse a esta tarea, la mayor parte de las per-so-ñas elige como primera secuencia, por ejemplo, 14,16,18;j se les dice que sigue la regla y eligen otras secuencias como,. 100," 102,104. Comienzan a pensar que la regla es; «núm«-1 ros pares que aumentan de dos en dos». Puesto que todos;

los ejemplos que eligen siguen la regla, la enuncian y resul-j ta que no es la correcta, Después de reflexionar un rato,| deciden probar una regla distinta como «cualquier serie] de números que aumenten de dos en dos». Entonces eli-j gen 15,17 y 19 y se les dice que esta secuencia se ajusta a la regla. Tras elegir varias secuencias similares, creen que la segunda regla es la correcta y la dicen, pero escuchan, consternados, que tampoco es .correcta. Es posible que, prueben muchas otras reglas, como cualquier sea,, ! H

Hacer caso omiso de las pruebas 163

de números que difieran en + 2 o en - 2 . Tratan de com-probarlo con la secuencia 11, 9, 7 y se les dice que no se ajusta a la regla. Al final, sólo algunos descubren la regla correcta. La regla es: «cualquier serie de tres números en orden creciente»; por ejemplo, 2, 90, 100; 1, 2, 3 o 1, 4, 1.000.

¿Por qué es tan difícil hallar esta sencilla regla? La ra-zón principal es que se trata de probar que la hipótesis que se sostiene es la correcta, para lo cual se eligen única-mente ejemplos que la confirmen, sin buscar otros que la refuten. Cómo señala él filosofo Karl Popper3, ninguna hi-pótesis general puede confirmarse por completo, siempre puede hallarse una excepción. Uno de los ejemplos más ¡ famosos ya ha sido mencionado. Se trata de «todos los cis- j nes son blancos», generalización cuya falsedad se puso de ¡ manifiesto al descubrir cisnes negros en Australia. |1

Para determinar la probabi lidad _de__quc una regla sea j cierta, hay que intentar, por tanto, demostrar que es falsa,' que es precisamente lo que no se hace! "Este aspecto es" i müy importante, pero muchos científicos no lo compren-^ j den. Como, por muchos c:asos~que se examinen, siempre ! puede haber uno que sea la excepción a la regla, ninguna ¡¡ hipótésis Se puede probar de forma lógica, salvo en el caso j trivial de que haya un número limitado de elementos que ¡ se pueda inspeccionar; por ejemplo: «Todas laá sillas de 1

mi oficina son negras». Aunque una hipótesis_ general nunca se pueda demostrarse puede confiar en cierta me-dida en su valide^, pero el grado de confi^iza dependerá

"del grado de esfuerzo realizado para refutarla. En nuestro ejemplo, para rebatir la regla: «Tres números que se incre-mentan de dos en dos», no basta con elegir secuencias de este tipo, sino que hay que elegir otras como 8,11,17 que, si se atienen a la regla del experimentador, demuestran la falsedad de nuestra hipótesis,

La dificultad de desechar una hipótesis incorrecta se ilustra con el hecho de que muchos sujetos se limitan a

164 Irracionalidad

enunciar la misma regla de forma distinta cuando se les dice que no es correcta. En cierta ocasión, le planteé este problema a uno de los más eminentes biólogos de Gran Bretaña, cuya regla fue: «Toda serie de números que se in-crementa en la misma cantidad». Cuando se le comunicó que no era la correcta,"afirmó: «Pues tiene que ser cual-quier serie de tres números en que, si empezamos por el último, los otros dos disminuyen en la misma cantidad». Se trata, claro está, de la misma regla. Hay sujetos que proponen la misma regla incorrecta hasta cuatro veces an-tes de abandonarla, incluso después de haber elegido se-ries que la refutan. En este caso, cometen la segunda falta a la que nos vamos a referir: niegan la existencia ó relevan-cia de las pruebas contradictorias.

Peter Wason fue quien realizó el estudio inicial en Lon-dres. Llevó a cabo otro experimento sobre el mismo tema que resultó asimismo fundamental4, Presentó a los sujetos cuatro tarjetas en una mesa, dos con letras y dos con nú-meros, por ejemplo:

A D 3 7

Dijo a los sujetos que cada tarjeta tenía un número en una de las caras y una letra en la otra y les preguntó a qué tarjetas habría que dar la vuelta para averiguar si era cier-ta la regla siguiente: «TODA TARJETA CON UNA A EN UNA CARA TIENE UN 3 EN LA OTRA». Antes de continuar leyendo, pien-se el lector qué cartas elegiría. De hecho, la mayoría elige A y 3. Examinemos ahora cuál es la elección racional para averiguar si la regla es verdadera. (Voy á denominar cada tarjeta por la letra o el número que aparece en la carta an-terior.)

Tarjeta A: Evidentemente, es correcto elegir esta tarjeta. Si no tiene un 3 en la otra cara, se refuta la regla. Si lo tie-ne, se confirma en cierta medida la regla, pero hay que te-

Hacer caso omiso de las pruebas 165

ner en cuenta que.ninguna regia puede ser confirmada por completo.

Tarjeta D; Es correcto no elegirla. En lo que respecta a la regla, es irrelevante el número que contenga en la otra cara.

Tarjeta 3: Esta es más interesante. La mayoría la eligen, pero se equivocan. Sin tener en cuenta la letra de la cara posterior —sea A, B o Z— la regla puede seguir siendo verdad. Recuérdese que la regla es que las tarjetas A tienen un 3 en la cara posterior, no que las tarjetas 3 tienen una A en la cara posterior. Así qué, haya o río una Aen la otra cara, la regla puede seguir siendo verdadera. Puesto que la letra que aparezca en la cara posterior de esta tarjeta no in-fluye en la verdad de la regla, no es necesario elegirla.

Tarjeta 7: Pocos la eligen, pero es decisiva. Si tiene una A en la otra cara, se demuestra la falsedad de la regla, puesto que afirma que todas las tarjetas A tienen un 3 en la cara posterior.

Estos dos ingeniosos experimentos indican que se tien-de a confirmar la hipótesis que se sostiene en vez de tratar de refutarla. Aunque sea imposible demostrar una regla con absoluta certeza, cualquier observación discrepante la rebate. En el primer experimento, los sujetos elegían se-ries de tres números que se ajustaban a la hipótesis que sostenían en ese momento; en el segundo, no eran capaces de elegir una tarjeta (la 7) que pudiera refutar su hipótesis y preferían elegir otra (la 3) que tal vez se atuviera a ella, pero que no podía rebatirla. Estos experimentos se han llevado a cabo en repetidas ocasiones, siempre con idénti-cos resultados. Se han .empleado muchas tareas, como la de tener que descubrir el resultado de disparar balas a blancos de distinta forma y brillo en un juego de guerra espacial. Tampoco en este caso intentaron los sujetos re-batir sus hipótesis sobre lo que determinaba el efecto de las balas.

166 Irracionalidad

Cabe preguntarse si es posible mejorar la actuación en tareas de este tipo, Por ejemplo, en la de la serie de tres números, ¿mejoraría la actuación de los sujetos al decirles que se centraran en refutar su hipótesis? Los resultados son ambivalentes. En algunos experimentos, la actuación mejoró algo; en otros, no hubo diferencias, ya que, aun-que los sujetos obtenían información que demostraba que su hipótesis era falsa, seguían aferrándose a ella.

Es interesante señalar que los sujetos realizan mucho mejor la tarea de los tres números (2,4,6) si se les dice que el experimentador sostiene dos hipótesis mutuamente ex-cluyentes, denominadas DAX y MED. DAX es la regia: «Cualquier serie de tres números en orden creciente» y MED: «Cualquier serie de tres números en orden no cre-ciente». En lugar de decir a los sujetos si la serie que eligen es correcta o incorrecta, es decir, si se atiene o no a una sola regla, se les dice que se atiene a la regla DAX o a la MED. Puesto que los sujetos se ven obligados a desarro-llar dos reglas distintas, no se aferran a una sola y eligen un conjunto más amplio de series de tres números, cada una de las cuales necesariamente debe refutar una de las dos reglas, por lo que solucionan el problema con mucha más rapidez. Esto ilustra lo deseable que resulta sostener más de dos hipótesis, al tiempo que se trata de rebatir cada una de ellas, tema al que me volveré a referir.

Llegados a este punto, tal vez sería aconsejable advertir al lector que los resultados de la tarea de dar la vuelta a las tarjetas se pueden explicar de otra manera, aunque siguen siendo igualmente irracionales. La regla establece que to-das las tarjetas A tienen un 3 en la cara posterior. La A y el 3 se hallan en la mente del sujeto cuando tiene que elegir las tarjetas, por lo que es posible que las seleccione a cau-sa del error de disponibilidad. Es posible que haya algo de verdad en esta explicación. Jonathan St. Evans3 llevó -a cabo un experimento con cuatro tarjetas en que la regla era: «Si hay una A en una de las caras de la tarjeta, no hay

Hacer caso omiso de las pruebas 167

un 3 en la otra». La tendencia a elegir las tarjetas con la A y el 3 en la cara anterior se mantuvo, pero con la nueva re-gla son éstas las que hay que elegir. Si hay un 3 en la cara posterior de la tarjeta A se demuestra que la regla es, falsa: si hay una A. en la cara posterior de la tarjeta 3, se demues-tra lo mismo. Elegir la tarjeta D o la 7 no proporciona in-formación útil, pues la regla puede ser verdadera o falsa con independencia de lo que aparezca en la cara posterior. Así que aquí nos encontramos con otra forma de irracio-nalidad: los sujetos deciden qué cartas hay que elegir sin basarse en la lógica, sino influidos por los elementos que aparecen en la regla qué se trata de comprobar. Es otro ejemplo del error de disponibilidad. Es posible que el fra-caso en elegir las tarjetas correctas del experimento origi-nal fuera debido a este error como al hecho de no buscar pruebas en contra.

Muchos otros experimentos6 demuestran que no trata-mos de refutar las hipótesis que sostenemos. En uno de ellos, un grupo de sujetos tenía que entrevistar a un cóm-plice del experimentador para averiguar si era una perso-na extrovertida, y el otro grupo, para descubrir si era in-trovertida. Ambos grupos tendían a hacerle preguntas en la línea de la hipótesis propuesta. Por ejemplo, los que te-nían que demostrar la hipótesis de la extroversión pregun-taban; «¿Te gusta ir a fiestas?», en tanto que la pregunta del otro grupo era^«¿Te desagradan las fiestas ruidosas?». En ambos casos, una respuesta afirmativa confirmaba las hipótesis.

Se sabe que la negativa a buscar pruebas que pueden refutar las creencias personales funciona con la misma in-tensidad en la vida diaria, que en el experimento del «2, 4, 6». Se ha descubierto que las personas tienden a relacio-narse con quienes les ven de la misma forma que se ven a sí mismas. Si uno tiene un buen concepto de sí mismo, no

168 Irracionalidad

es de extrañar que quiera relacionarse con otros que com-partan dicha opinión. Pero un estudio demostró que un grupo de estudiantes universitarios estadounidenses que tenían mala opinión de sí mismos preferían compartir ha-bitación con estudiantes que tuvieran la misma opinión desfavorable que con los que tuvieran un buen concepto de ellos. Tratamos de confirmar la opinión que tenemos de nosotros mismos, aunque sea peyorativa.

Hay muchos otros ejemplos de la vida real de esta ten-dencia7. Los simpatizantes de un partido político sólo acu-den a los mítines de éste, no tratan de conocer las ideas de otros. Se suelen comprar los periódicos que defienden el propio partido político, no los que se oponen a él. La in-vestigación de mercados ha revelado que quien posee un coche de determinada marca lee los anuncios de dicha marca y cualquier cosa relacionada con ella, sin prestar atención a las demás. La negativa a aceptar noticias desa-gradables se pone de relieve en un estudio reciente8 que demuestra que el 20 por ciento de las personas a quienes se comunica que tienen cáncer se niega a creerlo.

No„es cierto, desde luego, que jaunc&§£ bus^uen.prug^ bas.co.ntr^ nes suelen ¿qpfirmarJa regla; se busempor Otlfis QjatttaQS. Ün caso de este tipo se halla documentado en un estudio realista5 sobre la resistencia de los estudiantes universita-rios americanos a ír ala guerra de Vietnam. Se les dividió en dos grupos en función de que hubieran o no firmado una petición en contra de ser llamados a filas, que, entre otras cosas, afirmaba: «En conciencia no podemos partici-par en esta guerra. Declaramos nuestra resolución a ne-garnos a ser reclutados mientras Estados Unidos esté lu-chando en Vietnam». Se evaluó el grado de deseo que te-nían los estudiantes que habían firmado y de los que aún no lo habían hecho de leer material a favor o en contra de ella. Quienes habían firmado eligieron leer casi la misma cantidad de material a favor que en contra. Cuando se les

Hacer caso omiso de las pruebas 169

entrevistó, dieron dos razones de su elección. En primer lügar, querían conocer las objeciones que podían plantear a su decisión sus padres y otras personas, para poder reba-tirlas; en segundo lugar, algunos querían saber cuál era el mejor modo de evitar ser llamado afilas-, por ejemplo, ha-ciéndose objetor de conciencia, aceptando un empleo de profesor que les libraría o emigrando a otro país. .Hay que tener en cuenta que estos estudiantes tenían que to-mar otras decisiones, aunque la principal, la de no ser re-cluí ados, ya la habían tomado. Leyeron el material en contra del reclutamiento para tomar medidas posteriores a la decisión principal, no para decidir si era correcta. No obstante, hay ejemplos en que las pruebas en contra se buscan por sí mismas, como sucede cuando se sostiene una actitud sin convicción y cuando es posible retractar-se de ella sin grandes pérdidas. Pero hay pruebas abru-madoras de que, generalmente uno se aferra a sus pro-pias creencias, evitando todo lo que pueda demostrar su falsedad.

Ya hemos establecido dos formas inconscientes de con-servar las creencias: la negativa a buscar pruebas que las. contradigan y la negativa a creerlas o a actuar a partir de .ellas si se encuentran. El almirante Kimmel fue culpable de ambas: no buscó pruebas en Washington que aclararan un mensaje ambiguo y se negó a creer que el submarino hundido fuera de Pearl Harbor fuera japonés.

MORALEJA

1. Busque pruebas que contradigan sus creencias. 2. Trate de sostener hipótesis mutuamente excluyentes. 3. Ponga especial cuidado en tomar en consideración

todo aquello que entre en conflicto con sus creencias. 4. Recuerde que nadie está siempre en lo cierto, aun-

que algunos siempre se euuivocan.

170 Irracionalidad

NOTAS

1 Janis, I. L., y. Mann, L., Decisión Making, Nueva York, Free Press, 1977.

2 Wason, P. C„ «On the failure to elimínate hypotheses in a concep-tual task», Quarterly Journal of Experimental Psychology, 1960, 12, 129-140.

3 Popper, K. R., Objectíve Knowledge, Oxford, Clarendon Press, 1972 [hay ed. cast.: Conocimiento objetivo, Madrid, Tóenos, 1988].

4 Wason, P. C., «Reasoníng», ín Foss, B. (ed.), New Horizons in Psychology, Harn>ondswortb, Pcnguin, 1966.

5 Evans, J. St. B. T., «Linguistic determinants of bias in condicional reasoning», Quaríerly Journal of Experimental Psychology, 1983, 35 A, 635-644.

6 Snyder, M., y Swann, W. B., «Beh avio ral confirmation in social in-teraction: from social pcrceprion to social reality», Journal of Experimen-tal Social Psychology, 1978,14,148-162.

7 Para tina demostración, ver Lazarsfeld, P. F., Berelson, B., y Gau-det, H., The People's Choice, Nueva York, Columbia Univcrsity Press, 1948.

8 Katz, J . L., wltincr, H., Gallagher, T. F., y Ilellman, I., «Stress, dis-tress, and ego defenses: psychoendocrine respon.se to inipendíng breast-tumour biopsy», Archives of General Psycbiatry, 1970,23, 131-142.

9 Janis, J . L., y Rausak, C. N., «Selective iuterest in commurúcations that could arouse decisional confüct: a field study of participants in the draft-resistaiice napvement», Journal of Personality and Social Psychology, 1970,14,46-54. '

Capítulo 11

Distorsionar las pruebas

No buscar pruebas contradictorias o hacer caso omiso de ellas son sólo dos de los métodos posibles de mantener las propias creencias. El mismo efecto se consigue distor-sionando las pruebas, como sucede con frecuencia. Un ejemplo lo constituye otro fracaso militar, la batalla de Arnhem', uno de los desastres más innecesarios del ejérci-to británico durante la Segunda Guerra Mundial. Parece que al general Montgomery, al igual que a muchos otros generales, le preocupaba más la gloria personal que ganar la guerra. Como sus fropas se hallaban bloqueadas en la empapada campiña del sur de Holanda, concibió el plan de lanzar paracaidistas cerca de Arnhem, donde éstos de-bían conquistar un puente que cruzaba el Rin antes de que los alemanes lo volaran. Tenían que conservarlo en su poder hasta que llegara una columna del 30 cuerpo de ejército. Como señalan Norman Dixon y otros, el plan es-taba mal concebido desde el principio por las razones si-

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172 Irracionalidad

guientes: primero, antes de ponerlo en práctica, Montgo-mery debería haber tomado Amberes, una operación sin brillo pero importante. Al no hacerlo, movido por su de-seo de cruzar el Rin el primero, permitió que el vigésimo tercer regimiento alemán escapara del norte de Holanda y tomara parte en la defensa de Arnhem. Segundo: para lle-gar allí, el trigésimo cuerpo del ejército tenía que avanzar por un camino muy expuesto, flanqueado por un terreno cenagoso cruzado por vías de agua donde los tanques no podían operar. Y hay más. El camino era tan estrecho que sólo podían pasar los tanques de uno en uno y, de haber-se quedado bloqueado en algún punto, por ejemplo, por la voladura de un puente o por un ataque del enemigo, el trigésimo cuerpo del ejército habría sufrido un grave re-traso. En realidad nunca llegó a Arnhem, aunque lo inten-tó durante nueve días (Montgomery había calculado dos). Tercero y más importante: la operación en su conjunto de-pendía de que no hubiera un contingente importante de tropas alemanas cerca de Arnhem, para que los paracai-distas tuvieran tiempo de reunirse antes de ser atacados. A estos problemas se añadían la falta de adecuación de las radios que usaban los británicos y el hecho de que la nie-bla inglesa, que suele aparecer en septiembre, retrasara el envío de refuerzos en ayuda de los primeros paracaidistas.

Después de haberse decidido por un plan, que, en el mejor de los casos, era arriesgado y, en el peor, estúpido, Montgomery no tuvo en cuenta la información posterior que demostraba que estaba destinado al fracaso. El Cuar-tel General de las Fuerzas Aliadas Europeas le informó de que dos divisiones de Panzer, cuya posición hasta enton-ces era desconocida, habían acampado cerca de la zona de lanzamiento de los paracaidistas. El general calificó dicho informe de «ridículo», queriendo decir, claro está, que no se ajustaba a sus planes y que, por tanto, se negaba a creer-lo. Su Estado Mayor, como es habitual, le apoyó en su lo-cura. Cuando un oficial de inteligencia mostró a uno de

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los miembros del Estado Mayor, el general Browning, fo-tos de los tanques alemanes en la zona, éste le dijo: «Yo no me preocuparía por estos..., probablemente son inservi-bles», ejemplo típico de cómo distorsionar las pruebas para acomodarlas a las propias creencias. Browning inten-tó incluso deshacerse del mensajero de tan inoportunas noticias haciendo que un médico recomendara al oficial que se tomara un permiso por exceso de latiga.

Tanto los soldados británicos como los alemanes lucha-ron con valor, pero, como ya hemos visto, el trigésimo cuerpo del ejército nunca llegó a Arnhem, y la División Aerotransportada británica se rindió sólo después de ha-ber perdido las tres cuartas partes de sus paracaidistas. Es, por supuesto, muy fácil ver las cosas con claridad después de que han sucedido, pero, en el caso de Arnhem, no se requería ser muy clarividente para hacerlo.

La conducta de Montgomery y de su Estado Mayor re-cuerda a la de Kimmel y el suyo. En ambos casos encon-tramos la misma forma de aferrarse con tenacidad a una decisión, el rechazo o la hábil distorsión de los mensajes que entran en conflicto con ella y la tendencia de los su-bordinados a alentar a su jefe en su postura o a aceptar el punto de vista mayoritario.

Este capítulo se refiere a la tendencia a distorsionar las pruebas que no concuerdan con las propias creencias, fe-nómeno que hace ya tiempo reconocía sir Francis Bacon, quien escribió:

La razón humana, cuando ha adoptado una opinión, hace que todo lo demás la apoye y concuerde con ella. Y aunque haya mayor número de ejemplos, y de mayor peso, en el lado opues-to, los desatiende y desdeña o, mediante una distinción, los apar-ta y rechaza, para que, por esta perniciosa predeterminación, la autoridad de su primera conclusión permanezca inviolada.

174 Irracionalidad

En un ingenioso estudio2, que sin duda habría encanta-do a Bacon, se demostró que la evaluación de las pruebas se halla enormemente sesgada por las creencias. Los expe-rimentadores se inventaron cuatro pruebas plausibles so-bre los efectos de la pena de muerte. A los sujetos se les dijo que eran resultados de estudios genuinos sobre los ín-dices de asesinato y se les pidió que las leyeran. Dos de los supuestos estudios mostraban el número de asesinatos en varios estados americanos antes y después de introducir la pena de muerte. En uno de ellos se ofrecían cifras que in-dicaban que la pena capital era disuasoría; en el otro, las cifras indicaban lo contrarío; es decir, el primero demos-traba que la tasa de asesinatos había disminuido en un es-tado concreto después de introducir la pena de muerte y, el segundo, que se había incrementado. En los otros dos estudios se comparaban los índices de asesinato al mismo tiempo entre los estados que habían adoptado la pena de muerte y los que no. También en este caso las cifras esta-ban manipuladas, de modo que en uno de ellos se indica-ba que la pena de muerte tenía un efecto disuasorio y, en el otro, lo contrario. Como la mitad de los informes com-paraba los índices de asesinato entre los estados en mo-mentos distintos y la otra mitad en el mismo momento, los denominaré informes stíccsü'^j y concurrentes, res-pectivamente. Es -evidente que los datos proporcionados tanto en unos como en otros son controvertidos. Alo largo del tiempo, el índice de asesinatos dentro del mis mo estado puede variar por razones distintas a la intro-ducción de la pena de muerte; por ejemplo, por un au-mento del consumo de drogas. Es asimismo evidente que hay muchos factores que influyen en el índice d asesinatos del momento de diversos estados, además^ que exista o no la pena de muerte. De hecho, cabe qy^ un estado la haya introducido porque exista un elevada índice de asesinatos. En resumen, los- cuatro estudios te nían graves fallos.

I )islx>rsionar las pruebas 175

Todos los sujetos elegidos para el experimento eran de-cididos partidarios o detractores de la pena de muerte. Se rechazó a los sujetos que no tenían opiniones firmes al res-pecto. En primer lugar, cada sujeto tuvo que leer dos de los informes preparados, uno sucesivo y otro concurrente: uno de ellos daba datos que indicaban la eficacia de la pena de muerte y los datos del otro indicaban que no era así. Se buscó un equilibrio, de modo que parte de los su-jetos tuviera un informe concurrente favorable a la pena de muerte y otro sucesivo en contra, y el resto, uno concu-rrente en contra y otro sucesivo a favor.

Cuando el lector lea los resultados, recuerde que tanto los partidarios como los detractores de la pena de muerte leyeron exactamente los mismos informes. Se produjeron tres hallazgos fundamentales. En primer lugar, todos los sujetos, fueran o no partidarios de la pena de muerte, con-sideraron que, de los dos informes que se les presentaron, el que estaba de acuerdo con su propia opinión era «más convincente» y estaba «mejor realizado» que el que se oponía a sus creencias, Además, detectaron los fallos evi-dentes en los estudios que contradecían sus creencias, pero no en los que las apoyaban.

En segundo lugar, se midió la firmeza de su actitud (a favor o en contra) de la pena de muerte después de haber leído el primer informe. Si apoyaba sus opiniones, su acti-tud se intensificaba; si las contradecía, permanecía inva-riable, Sólo se aceitan las pruebas que coinciden con las propias opiniones.

En tercer lugar, después de leer ambos estudios, las creencias iniciales de los sujetos no se mantuvieron intac-%s, sino que se reforzaron, Los partidarios de la pena de Vierte se mostraron aún más favorables a ella, en tanto ^ e sus detractores se mostraron aún más contrarios. Es-tíos resultados indican que cuando se presentan dos prue-bas contradictorias igualmente sólidas (o débiles), se em-plean criterios totalmente distintos para evaluar la que

176 Irracionalidad

concuerda con las propias actitudes y la que las contradi-ce. Además, las pruebas que confirman una creencia la re-

fuerzan, en tanto que, si la refutan, no se tienen en cuenta; la creencia permanece intacta.

Son extremadamente persistentes incluso las actitudes que, al menos a primera vista, no se sostienen con firmeza ni están relacionadas con otras creencias personales, pues resisten un número abrumador de pruebas contradicto-rias. En otro experimento3 realizado en Estados Unidos, a los sujetos se les entregaron 25 notas de suicidas, dicién-doles que algunas eran genuinas y quienes las habían es-crito se habían suicidado posteriormente y que las restan-tes eran falsas. La tarea consistía en decidir cuáles eran au-ténticas. Después de leer cada nota y tomar una decisión, a los sujetos se les comunicaba si habían acertado. En rea-lidad, todas las notas eran un invento del experimentador, que comunicó a la mitad de los sujetos que lo estaban ha-ciendo muy bien y a la otra mitad que sus decisiones eran incorrectas. Después se informó a los sujetos de las carac-terísticas del experimento. Se les explicó cuál era el origen de las notas y que la información sobre el éxito o el fraca-so carecía de sentido. Además se les mostró la tabla que había empleado el experimentador para asignarlos al azar al grupo que iba a acertar y al que iba a equivocarse. Por último, se les pidió que rellenaran un cuestionario en el que tenían que valorar cómo sería su actuación futura en una tarea similar, esta vez con auténticas notas de suicidas. La valoración de la actuación futura que realizaron los su-jetos del grupo que había tenido éxito fue mucho más ele-vada que la de los del grupo que se había equivocado.

En una variante de este mismo experimento se demos-tró que los resultados no eran producto de que los sujetos se vieran emocxonalmente implicados en su propio grado de éxito o de fracaso. Nuevos sujetos observaron a cóm-plices realizando la misma tarea. De nuevo, a un grupo de los cómplices se le dijo que lo estaba haciendo muy bien.

I )islx>rsionar las pruebas 177

y al otro que se equivocaba completamente, mientras los auténticos sujetos lo observaban. Cuando los cómplices terminaron la tarea, y aún en presencia de los sujetos, se les dijo que todo había sido falso y que la información que habían recibido carecía de sentido. Sorprendentemente, y después de haberlo escuchado, los sujetos siguieron afe-rrándose a sus creencias sobre qué cómplices lo habían hecho bien y cuáles mal. Antes de evaluar la capacidad de los cómplices para realizar la tarea, un segundo grupo de sujetos tomó parte en una larga discusión sobre el hecho de que las creencias tienden a persistir a pesar de las prue-bas en contra. Esta discusión disminuyó el efecto conside-rablemente, aunque todavía se manifestó una ligera ten-dencia a creer que los cómplices a quienes se les había di-cho que lo estaban haciendo muy bien habían actuado en realidad mejor que los otros. Este experimento demuestra que las opiniones sobre los demás y sobre uno mismo son extremadamente resistentes al cambio.

Muchos otros experimentos similares confirman estos hallazgos4. Por ejemplo, a un grupo de sujetos se le dijo que había dos cestas, una con un 60 por ciento de pelotas rojas y un 40 por ciento de pelotas negras y la otra con un 40 por ciento de rojas y un 60 por ciento de negras. Se les dio una cesta para que descubrieran cuál de las dos era, para lo cual tenían que sacar las pelotas de ella; después de sacarlas, se volvían a.introducir en la cesta. Después de ex-traer unas cuantas, fes sujetos construían una hipótesis de cuál era la cesta. Cuando, seguidamente, sacaban una pe-Iota roja y una negra de forma sucesiva, su hipótesis se re-forzaba. Si creían que la cesta era la del 60 por ciento de pelotas rojas, sacar una roja y luego una negra lo confirma-ba. Del mismo modo, extraer estas dos mismas pelotas confirmaba la hipótesis de que era la cesta del 60 por ciento de pelotas negras para aquellos que ya lo creían. Ahora bien, es evidente que extraer una pelota roja y una negra no tiene relación con el tipo de cesta, pues la probabilidad

177 Irracionalidad

de extraedas es la misma para ambas. Éste es otro ejemplo de cómo se interpretan pruebas que son totalmente neu-tras con respecto a las propias creencias.

Estos experimentos demuestran de modo convincente que la persistencia de una creencia no se explica simple-mente por el deseo de mantener la autoestima. ¿Qué inte-rés emocional pueden tener los sujetos en aferrarse a sus creencias sobre la buena actuación de otras personas en detectar notas de suicidas auténticas o falsas después de haberles dicho que todas eran falsas? La persistencia de las creencias falsas deriva, al menos en parte, de un fallo del pensamiento, no de factores emocionales.

Si, a la vista de pruebas contrarias abrumadoras, se es tan reacio a cambiar de opinión sobre algo tan trivial como la capacidad ajena para juzgar la autenticidad de la nota de un suicida, imaginemos cuál será la resistencia a modificar actitudes personales profundamente arraigadas sobre asuntos que coinciden con las propias creencias. Por ejemplo, ser partidario del partido conservador o del republicano implica ser favorable a toda una serie de ac-tuaciones políticas distintas pero coincidentes, como de-fender la libre empresa, la intervención mínima del Esta-do, fomentar la autosuficiencia económica, la ayuda míni-ma a los pobres, los enfermos y los ancianos, defender una tasa impositiva baja, etc. Estas creencias forman un patrón coherente que se ha desarrollado y pulido a lo largo de mucho tiempo. Digo «desarrollado» y no «pensado», por-que, en casi todos los casos, las creencias han evoluciona-do como resultado de factores totalmente irracionales, como la situación personal en la vida y las creencias de los más allegados.

El deseo de con firmar la hipótesis que. se sostiene llega a influir en los recuerdos. En un experimento5, los sujetos tuvieron que leer la detallada descripción de una mujer. Dos días después, a algunos se les preguntó si sería una buena candidata para vender casas en una inmobiliaria.

I )islx>rsionar las pruebas 179

La mayoría de las personas considera que se trata de un empleo para gente extrovertida. A otros se les preguntó si sería una buena bibliotecaria, empleo que normalmente se considera apto para personas introvertidas. Los sujetos te-nían que explicar las razones de sus opiniones. A los que se preguntó si la mujer sería una buena agente inmobilia-ria recordaron de la descripción inicial muchos más ras-gos de extraversión, en tanto que los que tenían que juz-gar si sería una buena bibliotecaria se acordaron funda-mentalmente de sus rasgos de introversión. Es decir, los sujetos recordaban precisamente aquellos aspectos de la mujer que confirmaban la hipótesis que tenían que soste-ner. Puesto que la introversión y la extraversión son extre-mos opuestos, es evidente que ambos influyen en la ade-cuación de la mujer a cada empleo.

En este capítulo y en el anterior he demostrado que las creencias —e incluso las hipótesis a las que no hay ningún motivo para aferrarse— son muy resistentes al cambio. He señalado asimismo cuatro razones de ello, todas ellas confirmadas experimentalmente, La primera consiste en que se evita exponerse a pruebas que puedan refutar las creencias personales; la segunda es que, al recibirlas, las personas se niegan a creerlas; la tercera es que la existen-cia de una creencia distorsiona la interpretación de nuevas pruebas para que coincidan con ésta, y la cuarta consiste en que se recuerdan de forma selectiva los elementos que coinciden con las propias creencias. Se podría añadir una quinta razón: el deseo de proteger la autoestima. Estos factores, aun en el caso de que se combinen, no parecen suficientes para explicar la persistencia de las creencias en el experimento de las notas de suicidas, en el que se hizo el máximo hincapié en las pruebas en contra (que la infor-mación dada a los sujetos sobre sus aciertos y errores ca-recía del más mínimo sentido); era difícil negarse a acep-

179 Irracionalidad

tar las pruebas de que todas las notas se hubieran amaña-do: las nuevas pruebas no se podían interpretar como una confirmación de las creencias de los sujetos; los lapsos de memoria no podían haber desempeñado función alguna; y no parece probable que modificar la opinión sobre la ca-pacidad de los cómplices para juzgar notas de suicidas in-fluyera mucho en la autoestima.

JSe ha propuesto un sexto mecanismo muy ingenioso para explicar la persistencia de ésta y otras creencias irra-cionales6. Las personas se distinguen por su capacidad para inventar explicaciones de hechos y fenómenos. Por ejemplo, si a una mujer que emite juicios sobre notas de suicidas se le dice que lo está haciendo muy bien, es pro-bable que busque las razones de su buena actuación.

Su conocimiento de Ja obra de un novelista famoso que se sui-cidó recientemente, su trabajo a tiempo parcial como ayudante de un médico y la relación «abierta» que suele tener con sus pa-dres y amigos pueden servir para explicar su elevada capacidad para realizar una tarea que requiere sensibilidad social.

La mujer que fracase en la tarea lo atribuirá a que nun-ca ha conocido a un suicida ni tampoco ha leído una nota escrita por uno de ellos. ¿Cómo va a distinguir las notas auténticas de las falsas? A pesar de que a los sujetos se les da a conocer posteriormente la realidad del experimento, es posible que se aferren a las explicaciones que han in-ventado, por lo que seguirán pensando que esa tarea se les da bien o mal.

Es un hecho demostrado que en la conversación ordi-naria es extremadamente habitual buscar explicaciones a los hechos7. En un estudio, aproximadamente el 15 por ciento de los comentarios eran intentos de ofrecer explica-ciones. Y, lo que es más importante, se ha demostrado que las personas son tan superficiales a la hora de encontrar explicaciones que cualquier hecho del pasado de alguien les sirve para explicar una actuación posterior. A los suje-

Distorsionar las pruebas

tos se les hizo el resumen de la biografía de un hombre y se les pidió que explicaran un acto de su vida posterior a partir de lo que conocían de su historia; por ejemplo, ex-plicar un intento de suicidio, por qué salió huyendo al atropellar a otra persona, por qué se hizo miembro del Cuerpo de Paz o se dedicó a la política. Uno de los hechos de una de las biografías era que el hombre había estado en la Marina en su juventud. Los sujetos que tenían que ex-plicar por qué después se dedicó a la política pensaron que haber estado en la Marina era un signo de sociabili-dad y de deseo de servir a su país. Por otro lado, los que tenían que explicar por qué se había suicidado también mencionaron el hecho de que hubiera estado en la Mari-na, aunque, en este caso, como signo de que había huido de su familia y amigos y del deseo de castigarlos: conside-raban que el suicidio era un acto de huida de la vida y un acto de castigo hacia los amigos íntimos y los familiares cercanos. Una vez dadas las explicaciones, se informó a los sujetos de que el hecho que habían tenido que explicar no había sucedido en la realidad, pero se les pidió que emitieran un juicio de probabilidad de que así hubiera sido y de que al hombre le hubieran ocurrido otras cosas en el futuro. Ni que decir tiene que cada sujeto creyó, ba-sándose en la biografía, que el hecho que le habían pedi-do que explicara era el más probable.

Hay otro experimento que demuestra que la persisten-cia irracional de un^creencia puede derivar de la negativa a abandonar una buena historia inventada para explicar algo que el sujeto cree que es verdad. Se habló a los suje-tos de dos bomberos: uno llevaba a cabo su trabajo muy bien y el otro no. A la mitad de los sujetos se le dijo que el primero asumía muchos riesgos, cosa que no hacía el se-gundo. A la otra mitad se le dijo lo contrario. Posterior-mente se les informó de que los bomberos no existían, de que el experimentador se los había inventado. A pesar de ello, cuando fueron interrogados, seguían basándose en la

181 Irracionalidad

falsa información para inferir las respuestas. Si se Ies había dicho que el bombero que asumía riesgos trabajaba bien, contestaban que a los bomberos habría que elegirlos por su disposición a correr riesgos. La parte crucial del expe-rimento era que algunos sujetos tenían que explicar al ex-perimentador la conexión entre asumir riesgos y ser un buen (o mal) bombero. Las creencias de estos sujetos, des-pués de explicarles la realidad del experimento, se halla-ban aún más influidas por lo que se les había contado so-bre los bomberos. Se habían visto obligados a elaborar una explicación más detallada que los demás, por lo que se afe-rraban a su falsa creencia original aún con mayor fuerza.

Así que unoje inventa una explicación arbitraria pero plausible para algo que se le dice que es verdad y sigue creyéndosela incluso cuando se le comunica que la infor-mación es falsa. A la hora de encontrar explicaciones, las personas se pasan de listas y ciertamente no son raciona-les. No hay más que oír los engañosos argumentos de los políticos para darse cuenta de la astucia de la gente para distorsionar las pruebas de forma que se ajusten a sus pro-pias creencias. Pero lo coherente de tales explicaciones in-ventadas hace que se sea reacio a abandonarlas. No hay duda de que Montgomery se inventó complicadas razones para creer que su plan de campaña tendría éxito; de ahí que no estuviera dispuesto a abandonarlo.

MORALEJA

1. No distorsione las pruebas nuevas. Examine con cuidado si pueden interpretarse como una refutación de sus creencias en vez de como una confirmación.

2. Tenga cuidado con la memoria. Es posible que re-cuerde lo que se ajusta a sus opiniones actuales.

3. Recuerde que cambiar de opinión a la luz de nuevas pruebas es señal de fortaleza, no de debilidad.

Distorsionar las pruebas

4. No se deje influir por las explicaciones que se inven-te para apoyar sus creencias.

5. No adopte el método griego de eliminar las malas noticias matando al mensajero, o concediéndole la baja por enfermedad.

1 El relato de la batalla de Arnhem se basa en Dixon, N., The Psyiho-logy ofMihtary Incompetente, Londres, Cape, 1976 [hay ed. cast.: Sobre la psicología de la incompetencia militar, Anagrama, 1991],

2 La cita de Francis Bacon está tomada de Nisbett, R., y Ross, L., Hu-man Inference: Strategies and shortcomings of soáal judgment, Engle-wood Cliffs, Prentice Hall, 1980.

5 Lord, C., Ross, L., y Lepper, M. R , «Biased assímiktion and atritu-de polarizaron: the effects of prior theories on subsequendy consídered evidence», journal ofPersonality and Social Psychology, 1979,2098-2109.

A Ross, L., Lepper, M. R., y Hubbafd, M., «Perseverance in self per-ception and social perception: biased attributional processes in the de-briefing paradigm», Journal ofPersonality and Social Psychology, 1975, 32,880-892.

5 Pitz, G. F., Downing, L., y Reinhold, H., «Sequential effects in the revisión of subjective probabiltties», Canadian Journal of Psychology, 1967,21,381-393.

6 Snyder, M,, y Cantor, bj.', «Testing theories about other people: re-membering all the histcjry that fits», manuscrito no publicado: Universidad de Minnesota, 1979.

7 La idea de que invéntase una historia dificulta deshacerse de una creencia, y los experiníitptos que la apoyan, algunos aquí descritos, aparecen en Nisbett-; R.^y Ross, L,, Human Inference: Strategies and shortcomings of so.cial judgment, Englewood Cliffs, Prenrice-Hall, 1980, 183-186. }

8 Nisbett, R„ y TRoss, L„ op. cit.

Capítulo 12 Establecer relaciones erróneas

¿Por qué en esta época de desarrollo científico como ninguna otra hay tantas falsas, pero florecientes, panaceas como la homeopatía, la naturopatía, la biodinámica, el po-der curadvo de las hierbas y la dietética? Incluso el psicoa-nálisis se resiste a abandonarnos, a pesar de que está com-probado que sus técnicas no sirven pára nada. ¿Cómo es que los psicoanalistas, posiblemente hombres honrados en su mayoría, siguen creyendo que su.5 tratamientos son eficaces? Por muchas razones. En primer lugar, ellos mis-mos se han sometido a un largo, costoso ygeneralmente doloroso psicoanálisis y para justificar su p.aso por esta ex-periencia tienen, como hemos visto, que cíecr que algo bueno resulta de ella. En segundo lugar, los pacientes sue-len mejorar por sí solos, pero el psicoanalista icree, desde luego, que ha sido él el causante de la mejorííi- En tercer lugar, muchos pacientes que empeoran con el tratamiento lo dejan, pero el psicoanalista se convence de q v i e ^ final

184

Establecer relaciones erróneas 184

(el psicoanálisis puede llegar a durar cinco años o más) ha-brían mejorado. En cuarto lugar, es posible que el psicoa-nalista no haga historiales detallados de sus pacientes o que no los consulte. En quinto lugar, no puede acceder a los historiales de pacientes con otro tipo de tratamiento o sin tratamiento alguno, por lo que no sabe si van mejor o peor que los suyos. Por ultimo, en el caso de los pacientes que no dan muestra^ dé mejorar, el psicoanalista puede creer —y estoy seguid de que suele hacerlo— que es. cul-pa de ellos por no cooperar.

Éste es un caso extremo de razonamiento defectuoso sobre las causas y las relaciones. El psicoanálisis per se ra-ramente es la causa de que mejore la salud mental, aunque un p sic oan al i s t a' eropático a veces puede ayudar, a pesar de la futilidad-de sus técnicas. Hay desde luego, muchas racionalizaciones inconscientes en la mente del psicoana-lista, pero, para nuestros propósitos, me voy a centrar en el hecho de que no busque información sobre pacientes similares a los suyos que no se someten a psicoanálisis. La mayor parte de las neurosis, y sobre todo la forma más co-mún, la depresión, está limitada en sí misma: el paciente se recupera con independencia del tratamiento. Cuando se llevan a cabo estudios controlados1 comparando los efec-tos del psicoanálisis con el denominado tratamiento place-bo (en que alguien ve al paciente, escucha sus problemas y emite sonidos de apoyo sin tratar de llevar a cabo una te-rapia real), se observa que el tratamiento placebo obtiene iguales o mejores resultados que el psicoanálisis.

En este capítulo vamos a examinar los errores que se cometen al establecer cuáles son las conexiones correctas entre hechos; los errores sobre las relaciones causales se tratarán en el capítulo siguiente. El psicoanalista relaciona de forma equivocada su tratamiento con la mejora del es-tado del paciente. Establecer una relación errónea entre dos hechos es un defecto ampliamente extendido que se denomina «correlación ilusoria».

186 Irracionalidad

Tomemos el ejemplo de un médico que investiga una enfermedad que presenta determinados síntomas que también exhiben otras enfermedades, por lo que ninguno sirve para diagnosticarla con seguridad en sus primeros estadios. Pero hay un síntoma que nuestro galeno consi-dera con mayor poder diagnóstico que el resto. Para de-terminar si realmente se halla asociado a la enfermedad, elabora historiales de todos los pacientes que cree que pueden desarrollar la enfermedad. Cuando ha recogido un número suficiente de casos, resulta que 80 de los que presentan el síntoma desarrollan posteriormente la enfer-medad, frente a 20 que no lo hacen. Como un número cuatro veces mayor de personas con el síntoma contrae la j enfermedad, concluye que dicho síntoma es un buen indi-cador, aunque no perfecto, de la presencia de ésta. ¿Tiene razón? La respuesta es que no la tiene. Resulta que se en-cuentra con un amigo que es estadístico, al que cuenta su descubrimiento, pero éste no se inmuta. Le dice que no puede llegar a conclusión alguna sólo observando a los pacientes que presentan el síntoma, sino que debe compa-rar la frecuencia de la enfermedad cuando éste se halla presente y cuando se halla ausente. El médico vuelve a sus historiales maldiciéndose por su estupidez y descubre que 40 pacientes que no presentan el síntoma han desarrolla-do la enfermedad, frente a 10 que no lo han hecho. Cree que esto apoya su hipótesis, ya que el doble de pacientes (80) con el síntoma que sin él (40) posteriormente desa-rrolló la enfermedad. Pero el razonamiento del médico vuelve a ser erróneo. Un examen de la tabla 1 nos demos-trará por qué. Es evidente que la misma proporción de pa-cientes (cuatro quintas partes) desarrolló la enfermedad tanto si presentaban el síntoma (80 de 100) como si no (40 de 50). Por lo tanto, el síntoma no guarda relación alguna con la enfermedad.

Expresándolo en términos más generales, no se puede llegar a conclusión alguna sobre la asociación entre dos

Establecer relaciones erróneas 187

hechos (A y B) a menos que se tengan en cuenta las cua-tro cifras que representan las frecuencias de presencia y ausencia de A y B:

Hecho A y hecho B Hecho A pero no hecho B Hecho B pero no hecho A Ni B ni A.

La forma más rápida de asimilar la frecuencia con que se produce cada uno de los cuatro casos es establecer sus frecuencias en una «tabla de dos por dos» como la que aquí se muestra. La razón de los errores del médico radi-ca en que no tiene en cuenta los casos negativos2. Su pri-mer error deriva de no considerar qué pasa con los pacien-tes que no presentan el síntoma, es decir, de no tener en cuenta la segunda línea de la tabla. Su segundo error deri-va de no tener en cuenta a los diez pacientes sin el síntoma ni la enfermedad (la cifra inferior derecha de la tabla).

TABLA 1

Enfermos No enfermos Total

Presencia del síntoma 80 20 100 Ausencia del síntoma 40 10 50

Como voy a demostrar, esta falta de atención a las prue-bas negativas es común incluso en las personas más cultas y su causa probable es el error de disponibilidad. La ocu-rrencia de un hecho llama más la atención (está más dis-ponible) que su no ocurrencia: los pacientes que no pre-

187 Irracionalidad

sentan el síntoma ni la enfermedad son menos llamativos que los que tienen uno de ellos o los dos.

Hay muchos experimentos que demuestran la falta de decisiones correctas sobre si dos hechos se hallan rela-cionados. En uno de ellos3, unas enfermeras tuvieron que examinar cien fichas de casos clínicos individuales. Los pacientes se dividían en los mismos cuatro grupos que acabamos de mencionar: tenían un síntoma concre-to y una enfermedad, el síntoma pero no la enfermedad, la enfermedad pero no el síntoma o ninguno de los dos. El número de pacientes de cada categoría se muestra en la tabla 2.

TABLA 2 : Incidencia del síntoma y la enfermedad en 100 pa-cientes.

Enfermedad Presencia Ausencia

Síntoma Presente Ausente

37 17

33 13

Un examen detenido de la tabla revela que no hay rela-ción entre el síntoma y la enfermedad, pues el porcentaje de pacientes que la desarrolló fue aproximadamente el mismo con o sin el síntoma. Sin embargo, el 85 por ciento de las enfermeras que examinaron las fichas que resumían los casos individuales creyó que el síntoma diagnosticaba la enfermedad. De nuevo nos encontramos con que, en este tipo de tarea, las personas tienden a centrarse en la in-formación positiva: a las enfermeras les llamaron más la atención los 37 casos que presentaban tanto el síntoma como la enfermedad que el resto de los casos que apare-cían en las fichas.

Establecer relaciones erróneas 189 j i

Los periodistas son especialmente descuidados a la . hora de emplear las cuatro cifras. Un artículo de la revista

americana The Week sostenía que la probabilidad de ma-j tarse de los conductores de coche era cuatro veces mayor

si conducían a las siete de la tarde que si lo hacían a las siete de la mañana, porque había cuatro veces más muer-tes en la carretera por la tarde que por la mañana. El argu-mento es falaz, ya que no tiene en cuenta el número de conductores que no se matan ni por la mañana ni por la tarde (los casos negativos). De hecho, había cuatro veces más coches en las calles por la tarde que por la mañana. Si se tiene esto en cuenta, es evidente que el riesgo de cada conductor es el mismo en cualquier momento del día. Wich, una revista inglesa de consumo, sostiene que los conductores borrachos provocan muertes porque «una de cada seis muertes en accidente de tráfico en Gran Bre-taña se produce porque se conduce borracho». Esta afir-mación no puede interpretarse a no ser que se conozca la proporción total de conductores borrachos. Asimismo, una editorial de The Independent sostiene que «viajar en tren es más seguro que hacerlo en coche. Mueren más personas a la semana en la carretera que en accidentes de tren durante un año». Puede que la conclusión sea cierta, pero no se deduce de las premisas. La única comparación significativa es en términos de muertes por pasajeros y millas recorridas. De nuevo se omiten los casos negativos,

j los pasajeros de tren y los conductores de coche que no se matan. Se podrían dar innumerables ejemplos. Baste con decir que al difundir tan pobres argumentos sobre las re-laciones entre los hechos, los periódicos dan un mal ejemplo al público.

Hasta ahora he afirmado que se cometen errores al in-| terpretar los datos sobre la ocurrencia simultánea de dos

hechos fundamentalmente porque se tiende a no tener en

!

190 Irracionalidad

cuenta los ejemplos negativos. Sin embargo, en la vida real, rara vez se nos presenta una serie clara de cifras. Lo que generalmente se nos presenta, a intervalos largos e irregulares, son ejemplos de cada uno de los cuatro gru-pos necesarios para formarse un juicio racional sobre la relación entre dos hechos. Tomemos como ejemplo la di-ficultad de determinar si la gente de ojos azules es más inocente que la de ojos marrones. Como no hay nadie ca-paz de retener las cifras en la cabeza, sólo se puede esta-blecer la asociación registrando cuidadosamente los cua-tro casos según se van encontrando: ojos azules, inocente; ojos azules, no inocente; ojos marrones, inocente; ojos marrones, no inocente.

La irracionalidad del juicio humano, cuando tales cifras no se reúnen de forma sistemática, se demuestra en una notable serie de estudios que Loren y Jean Chapman rea-lizaron en Wisconsin4. Una parte del problema consiste en que al tratar de decidir qué se relaciona con qué, casi invariablemente se tienen expectativas previas que distor-sionan la interpretación de las observaciones.

Los experimentos eran sobre el empleo de tests pro-yectivos. Este tipo de pruebas supuestamente revelan las características de una persona (en general, alguien con trastornos mentales) que ésta no descubriría de for-ma franca por sentirse avergonzado de ellas o porque —según la teoría de Freud— se han reprimido y no se puede acceder a ellas de forma consciente. Uno de los tests proyectivos más conocidos es el Rorschach. Los pacientes tienen que decir lo que ven en una serie de manchas de tinta complejas (reproducimos un ejemplo). La mancha puede parecerles un monstruo o una mujer con forma de murciélago. También se puede responder a las partes de la mancha; por ejemplo, la parte central puede parecer un hombre al revés con un gran trasero y la parte externa, una mujer sin cabeza, con grandes pe-chos.

Establecer relaciones erróneas 191

Los psicólogos y psiquiatras que emplean el Rorschach afirman ser capaces de saber si alguien es homosexual, pa-ranoico, un suicida en potencia, etc., por la naturaleza de las respuestas a las distintas manchas de tinta. Se supone que diagnostican la homosexualidad las respuestas que se refieren al recto o a las nalgas, a la ropa femenina, a los ór-ganos sexuales, o las que se refieren a una persona de sexo indeterminado (por ejemplo: «Creo que es un hombre o quizá se trate de una mujer») o de sexo confuso («parece un hombre de cintura para abajo y una mujer de cintura para arriba».) Las respuestas de un tipo determinado (por ejemplo, las que se refieren al ano) constituyen una «se-ñal». La investigación cuidadosa ha demostrado que, en realidad, tanto los homosexuales como los heterosexuales dan con la misma frecuencia las cinco señales que hemos enumerado: no hay diferencia alguna. Como instrumento de diagnóstico, el Rorschach y otros tests proyectivos son inútiles y, sin embargo, se han empleado, y se siguen em-pleando, de forma masiva y —se calcula que al año se pa-san seis millones de tests de Rorschach—, ejemplo palpa-ble de la irracionalidad de los psicólogos, Los Chapman se dispusieron a averiguar por qué los psicólogos clínicos continúan creyendo que las respuestas a esta prueba diag-nostican rasgos concretos, a pesar de las pruebas cuidado-samente reunidas que lo refutan. Se centraron en el diag-nóstico de la homosexualidad y empezaron pasando un cuestionario a psicólogos clínicos para descubrir qué se-

£ J 03°»=CCQ

ñales creían que se hallaban más estrechamente relaciona-das con la homosexualidad. Las más citadas fueron las cinco señales convencionales que ya se han mencionado: las referencias al ano, a la ropa femenina, a los órganos se-xuales masculinos o femeninos, a personas de sexo indefi-nido y a personas con atributos de ambos sexos. Aunque ninguna de estas respuestas es más frecuente entre los ho-mosexuales que entre los heterosexuales, los psicólogos se hallaban convencidos de que habían descubierto una rela-ción con la homosexualidad en el curso de su experiencia clínica.

Ahora bien, es evidente que estas respuestas a las man-chas de tinta del Rorschach son precisamente del tipo que uno esperaría ingenuamente oír en boca de un homose-xual, ya que mentalmente las asociamos con la homose-xualidad. Para comprobarlo, los Chapman confecciona-ron una lista con estas cinco respuestas y otras 80 que, en opinión de los psicólogos clínicos, no diagnosticaban la homosexualidad. Se la mostraron a más de 30 estudiantes universitarios, pidiéndoles que evaluaran hasta qué punto asociaban mentalmente cada una de las 85 respuestas con la homosexualidad. Los estudiantes, que, como es natural, carecían de experiencia clínica, eligieron exactamente las mismas cinco respuestas que los psicólogos clínicos como elementos diagnósticos de la homosexualidad, lo cual de-muestra que los psicólogos no habían aprendido nada de su experiencia clínica: sólo les influían sus ideas preconce-bidas.

En realidad, hay dos respuestas que, contrariamente a lo que cabría esperar, son ligeramente más frecuentes en-tre los homosexuales que entre los heterosexuales: ver la mancha como un monstruo o como algo que es en parte humano y en parte animal. Los Chapman denominaron estos tipos de respuesta «señales válidas» de la homose-xualidad y consideraron «señales no yálidas» las cinco res-puestas que erróneamente se creía que la indicaban.

En un experimento posterior, un grupo distinto de es-tudiantes universitarios tuvo que examinar 30 tarjetas, cada una con una mancha de Rorschach, la respuesta que había dado un paciente imaginario y dos trastornos emo-cionales que padecía. Se dijo a los sujetos que los casos eran reales. A cada sujeto se le presentaron cuatro proble-mas emocionales distintos, incluyendo la homosexuali-dad, y cinco señales: una no válida y dos neutras (por ejemplo, alimentos o plantas). Cada una de las cinco seña-les no válidas se presentó a distintos sujetos. El empareja-miento de las señales con los trastornos emocionales se realizó ai azar, por lo que no había relación en las tarjetas entre una señal y un rasgo de personalidad. Los sujetos re-cibieron las siguientes instrucciones por escrito:

Le voy a mostrar una serie de manchas de tinta de una en una. Con cada una encontrará unas líneas escritas a máquina que des-criben lo que un paciente ha visto en la mancha y cuáles son sus problemas emocionales más importantes. Cada una de las 30 tar-jetas representa a un paciente distinto. Leerá lo que 30 pacientes diferentes afirmaron ver en la mancha. Lo que quiero que haga es examinar determinadamente cada mancha de tinta y lo que el paciente dice haber visto en ella, así como sus dos problemas emocionales. Cuando todos ustedes hayan visto todas las tarje-tas, les pasaré un cuestionario sobre el tipo de cosas que han vis-to los pacientes con cada tipo de problema.

Una vez examinad^ las tarjetas, se preguntó a los suje-tos si habían observado alguna respuesta que fuera más frecuente entre los homosexuales. Los estudiantes creye-ron equivocadamente que cada una de las señales no váli-das (las relacionadas con el ano, la ropa femenina, la con-fusión entre los sexos, etc.) se asociaban con mayor fre-cuencia con el rasgo de la homosexualidad que el resto de las señales, lo cual demostraba la «correlación ilusoria».

El siguiente experimento de los Chapman produjo un resultado aún más sensacional e inquietante, De nuevo

193 Irracionalidad

mostraron 30 tarjetas a estudiantes universitarios, pero, esta vez, se presentaron las dos señales válidas (las que se relacionaban genuinamente con la homosexualidad: «monstruo» y «en parte animal, en parte humano»), que aparecían siempre asociadas con el rasgo de la homose-xualidad. A pesar de la total correlación entre tales seña-les y la homosexualidad, los estudiantes no se dieron cuenta de ella. El 17 por ciento creyó que las dos señales eran más frecuentes entre los homosexuales, frente al 30 por ciento que eligió señales ño válidas, es decir, las que mentalmente asociaban a la homosexualidad, a pesar de que estas señales no se habían emparejado de forma selec-tiva con la homosexualidad en las tarjetas.

Antes de referirnos a las implicaciones de estos hallaz-gos, hay que mencionar que los Chapman realizaron una segunda serie de experimentos similares con idénticos re-sultados. Esta vez emplearon otro test proyectivo: el «test de dibujar a una persona». El paciente tiene que dibujar a una persona y el terapeuta interpreta el dibujo. Los tera-peutas —así como los legos en la materia a quienes se in-terroga— creen que el dibujo revela algo sobre el carácter de la persona que lo ha realizado; por ejemplo, la distor-sión de los ojos puede indicar paranoia; los pacientes de-pendientes resaltan la boca o dibujan mujeres o niños; los pacientes impotentes dibujan hombres de aspecto pode-roso, etc. En realidad, se ha demostrado de forma repeti-da que ninguna de tales asociaciones es real y que es im-posible conocer algo sobre la personalidad de un pacien-te por el modo en que dibuja a una persona. Sin embargo, como en el caso de Rorschach, los psicólogos llevan cua-renta años empleando el test de dibujar a una persona y muchos lo siguen haciendo de forma irracional.

Los Chapman demuestran de forma sorprendente la di-ficultad de detectar que dos hechos se producen al mismo tiempo. Cabría pensar que son las expectativas previas de los sujetos sobre las cinco señales no válidas las causantes

I

Establecer relaciones erróneas

de que no tengan en cuenta la perfecta correlación entre la homosexualidad y las señales válidas. Pero cuando los Chapman realizaron otro experimento en el que no apare-cían las engañosas señales no válidas, los sujetos siguieron sin detectar que las señales válidas estaban relacionadas con la homosexualidad, a pesar de que, en las tarjetas, vol-vían a aparecer asociadas.

Estos sorprendentes resultados indican que tenemos una nula o escasa capacidad para determinar qué cosas es-tán relacionadas, a menos que transformemos en cifras nuestras observaciones. Cuando, a la hora de juzgar, tene-mos ideas preconcebidas, somos incapaces de ver las rela-ciones que, si se presentaran en números, nos resultarían totalmente evidentes. Y aún hay más. En los experimen-tos descritos, las condiciones eran casi ideales: cada sujeto observaba cada tarjeta durante un minuto, por lo que ha-bía presión temporal; el experimento duraba sólo media hora, por lo que no había que hacer un gran esfuerzo me-morístico; a cada sujeto se le presentaban sólo cinco seña-les y cuatro problemas emocionales, por lo que hubiera debido resultar bastante fácil ver la conexión entre las se-ñales válidas y la homosexualidad. Comparemos esta tarea con la del psicólogo o psiquiatra que trata de establecer la relación entre una serie de respuestas y los rasgos de per-sonalidad. Es posible que no tenga tiempo suficiente, que pasen semanas entre el momento de pasar el test de Rors-chach y el descubrimiento de que el problema emocional que se ha predicho existe y, por último, hay muchas más señales que las cinco del Rorschach y un amplio número de posibles problemas emocionales.

Los resultados de los Chapman tienen, como es eviden-te, implicaciones respecto a los juicios de la vida cotidiana. ¿Hay una relación real entre los ojos azules y la inocencia o es que nos recuerdan los de un recién nacido y se aso-cian con el cielo azul y el mar en calma? ¿Tienen tenden-cia los pelirrojos a encolerizarse o es que el rojo es el color

195 Irracionalidad

del fuego, que nos recuerda la cólera? Y hay algo más im-portante. Habría que realizar atentas observaciones y lle-var registros detallados para confirmar o refutar estereoti-pos tales como que los judíos son tacaños o que los negros son perezosos, y tales observaciones y registros deberían incluir una muestra escogida al azar de personas que no fueran judías ni negras.

Los errores cometidos por los sujetos de los Chapman son tan burdos que el lector puede creer que nunca caería en ellos. Si así fuera, estaríamos ante un caso excepcional. Recientemente se ha descubierto que el 85 por ciento de las mayores empresas de la Europa continental cometen el mismo error, con un coste muy elevado: emplean grafólo-gos para la selección del personal5. En Estados Unidos, hay 30.000 empresas, entre las que se hallan la mayor par-te de los bancos, que también emplean grafólogos6. ¿Qué podría parecer más natural que creer que la escritura re-fleja el carácter? Puede que esta creencia sea natural, pero es falsa. Una reciente revisión de los estudios de grafolo-gía7 concluye que la validez de la evaluación de la perso-nalidad que llevan a cabo los grafólogos es «virtualmente nula». En un estudio, una grafóloga «experta» recibió un conjunto de muestras de escritura en que la misma escri-tura aparecía más de una vez. La grafóloga dio respuestas distintas y no relacionadas a las diferentes muestras de la misma escritura. Los resultados de la grafología son igua-les o ligeramente superiores al azar, pero como parece plausible y tal vez un poco extravagante ha engañado a la mayor parte de las principales empresas europeas. Se des-conoce el número de hombres de negocios que toman de-cisiones trascendentes leyendo las hojas del té, pero es tan racional hacerlo como emplear la grafología.

Aunque no influyan en nosotros las ideas preconcebi-das, es prácticamente imposible detectar la relación entre dos hechos a menos que se lleve un registro cuidadoso. Tomemos como ejemplo los años que tardó la profesión

Establecer relaciones erróneas 197

médica en descubrir la relación entre el hecho de fumar y el cáncer de pulmón. Este caso es particularmente revela-dor, ya que es natural suponer que si fumar daña algún ór-gano tienen que ser los pulmones. Sin embargo, la rela-ción pasó desapercibida durante siglos, hasta que Dolí y Peto realizaron una cuidadosa recogida de cifras.

Ya me he referido a tres razones por las que se cometen errores al detectar relaciones: no tener en cuenta los casos negativos cuando las cuatro posibilidades se expresan en cifras; engañarse debido a las expectativas, y ser incapaz de detectar una correlación genuina (cuando uno no se deja engañar por las expectativas) a causa de la incapaci-dad de tener en la mente varias cifras al mismo tiempo. Hay otras dos causas de error, la primera de las cuales se refiere fundamentalmente a los juicios de las característi-cas de una persona.

Al observar a un grupo de personas, prestamos especial atención al miembro distinto a los demás; por ejemplo, a una mujer en un grupo de hombres o a un negro en un grupo de blancos, y viceversa. Esto no tiene nada de irra-cional. No obstante, cuando a unos sujetos8 se les mostró un vídeo o unas diapositivas de las interacciones de cada grupo, evaluaron a la persona que difería de las demás y lo que hacía o decía en términos mucho más extremos que el resto. En tales experimentos, los sujetos ven a la persona distinta de forma mucho más positiva o negativa que al resto de los miembros del grupo. Si la misma persona apa-rece en un grupo de personas similares a ella misma, esta tendencia a la exageración desaparece, aunque se com-porte de la misma manera que cuando era el miembro dis-tinto del grupo.

Por último, hay una forma de irracionalidad aún más extrema a la hora de establecer relaciones. Cuando se em-parejan de uno en uno los miembros de dos conjuntos de

197 Irracionalidad

elementos, y en ambos hay un elemento distinto de los de-más, se tiende a creer de forma errónea que el miembro extremo de uno de los conjuntos se empareja con el miembro extraño del otro. Loren Chapman9 fue quien lo demostró por vez primera, al mostrar a sus sujetos pares de palabras como:

shy — coin [tímido — moneda] man — dark [hombre — oscuro] trousers — book [pantalones — libro] clock — carpet [reloj — alfombra]

Obsérvese que las palabras de cada grupo son monosíla-bas, salvo dos que son bisílabas. Los sujetos creyeron que las palabras distintas (las bisílabas) se habían emparejado con mucha mayor frecuencia de lo que en realidad había sucedido.

David Hamilton10 profundizó en este hallazgo. Se dijo a los sujetos que recibirían información en diapositivas so-bre los miembros de dos grupos distintos de personas, el grupo A y el B. Cada diapositiva contenía el nombre de una persona, el grupo al que pertenecía y una afirmación sobre ella que podía ser favorable o desfavorable. Por ejemplo: «John, miembro del grupo A, trata de conseguir que su barrio se dedique a obras caritativas» y «Bob, miembro del grupo B, perdió los estribos y pegó a uno de sus vecinos con el que estaba discutiendo». Había más afirmaciones favorables que desfavorables, aunque la pro-porción de ambas era la misma para cada grupo. Por tan-to, las afirmaciones no proporcionaban en sí mismas ra-zón alguna para que los sujetos evaluaran de forma más positiva a uno de los dos grupos. Cuando se pidió a los su-jetos que dijeran lo que pensaban sobre los grupos, consi-deraron peor al grupo B que al A y asignaron de forma equivocada más afirmaciones desfavorables al B que al A. Habían asociado las afirmaciones menos habituales (las

Establecer relaciones erróneas 199

desfavorables) con el grupo que tenía menos miembros: esas afirmaciones y ese grupo les parecieron más sobresa-lientes. Un resultado similar se obtiene si hay menos afir-maciones favorables que desfavorables: el grupo más pe-queño se considera entonces de forma más positiva que el mayor. Este resultado es notable, teniendo en cuenta la mínima diferencia entre los grupos (simplemente la dife-rencia entre las etiqueta A y B). Como se mencionaba en el capítulo 5, esto contribuye en cierto modo a explicar los prejuicios estereotipados. Las minorías, como los negros o los judíos, llaman más la atención que los grupos mayori-tarios; además, la mala conducta —conducción temeraria, avaricia, pereza— llama más la atención (por ser menos frecuente) que la conducta normal. Es probable, por tan-to, que se tienda a asociar la mala conducta con las mino-rías, aunque no se dé con más frecuencia entre sus miem-bros que entre los del grupo mayoritario.

Los dos efectos que se acaban de describir —exagerar las cualidades de una persona que destaca de las demás y asociar una cualidad poco usual con un tipo poco usual de persona— son razones adicionales de la extrema dificul-tad de establecer relaciones correctas, además de ser, cla-ro está, nuevos ejemplos de pensamiento irracional.

, MORALEJA t

1. Si quiere establecer si un hecho se relaciona con otro, no intente mantener en su mente la ocurrencia si-multánea de ambos. Escriba las cuatro posibilidades que aparecen en la página 182.

2. Recuerde que A sólo se relaciona con B si B se pro-duce más veces en presencia de A que en su ausencia.

3. Preste especial atención a los casos negativos. 4. Tenga cuidado de no asociar dos hechos a causa de

sus expectativas o de que no sean habituales.

199 Irracionalidad

5. Huya del psicólogo o psiquiatra que le pida hacer el test Rorschach: no sabe su oficio.

1 Shapiro, D. A., y Shapiro, D., «Meta-analysis of comparative the-rapy outcome studies: a replication», Psychological Bulletin, 1982, 92, 581-604.

2 Para otras pruebas de que no se tienen en cuenta las pruebas negativas: ver Ward, W. C., y Jenkins, H. M., «The display of informa-tion and the judgment of contingency», Canadian Journal of Psychology, 1967,19,231-241.

3 Smedslund, J., «The concept of correlation in adults», Scandinavian Journal of Psychology, 1963,4, 165-173.

4 Chapman, L. J., y Chapman, J. P., «fllusory correlation as an obsta-ele to the use oí valid psychodiagnostic signs», Journal of Ahnormal Psychology, 1969, 74,271-280.

5 Cox, J., y Tapsell, J., «Graphology and its validity», artículo presentado en la Conferencia de Psicología Ocupacional de la British Psychological Society, 1991.

6 Neter, E., y Ben-Shakhar, G, «Predictive validity of graphological inferences: a meta-analysis», Personality and Individual Differences, 1989,10,737-745.

7 Ben-Shakhar, G., Bar-Hillel, M„ Blui, Y., Ben-Abba E., y Flug, A., «Can graphology predict occupational succéss?» Journal of Applied Psychology, 1989,71,645-653.

8 Taylor, S. E., y Fiske, S. T., «Salíence, attention and attributíon: top of the head phenomena», en Berkowitz, L. (ed.), Advances in Experi-mental Social Psychology, vol. 11, Nueva York, Academic Press, 1978.

9 Chapman, L. J., «Illusory correlation in observational report», Jour-nal of Verbal Leaming and Verbal Behavior, 1967,6,151-155.

10 Hamilton, D. L., y Gifford, R. K., «Illusory correlation in interper-sonal perception: a cognitive basis of stereotypic judgments», Journal of Experimental Social Psychology, 1976,12,392-407.

Capítulo 13

Relaciones erróneas en medicina1

Interpretar de forma equivocada la probabilidad de que dos hechos se produzcan de forma simultánea puede ser extremadamente perjudicial, como demuestra David Eddy en su demoledora descripción de los errores que co-meten los médicos en la detección del cáncer de mama. Antes de resumir su investigación, hay que introducir el concepto de «probabilidad condicionada». Lo que signi-fica esta extraña expresión es la probabilidad de que, sa-biendo que una coSa es verdad, lo sea otra. Como ejem-plo, tomemos el caso de una persona que siempre lleva paraguas, ya sea porque detesta mojarse o porque es un caballero de la City londinense. Es evidente que la proba-bilidad de que lleve el paraguas cuando llueva es 1,0 (la certeza absoluta), ya que, como siempre lleva paraguas, lo llevará siempre que llueva. Examinemos ahora una proba-bilidad distinta, a saber, la de que llueva si lleva paraguas, y supongamos que llueve la quinta parte de las veces. Esta

201

201 Irracionalidad

probabilidad (que es la inversa de la anterior) sólo es de 0,2 (es decir, lloverá la quinta parte de las veces que nuestro hombre lleve paraguas). Es importante tener cla-ro que, salvo en circunstancias especiales, la probabili-dad inversa no es la misma que la original. Como vamos a ver, muchos trabajadores del campo de la medicina creen que sí lo es, lo que se traduce en grandes perjui-cios. En vez de emplear la frase: «la probabilidad de X (que llueva) si Y (llevar paraguas)», se suele emplear la expresión «la probabilidad de X dada Y», que los mate-máticos resumen como «pX/Y». Como veremos, las po-sibilidades condicionadas se pueden extraer de las cifras de una tabla de dos por dos como la que veíamos en el capítulo anterior.

La técnica a la que Eddy se refiere es la mamografía, una radiografía del pecho para detectar el cáncer de mama. Una radiografía de este tipo, como la mayoría de ellas, no puede interpretarse con absoluta seguridad. Los investigadores médicos evalúan la precisión de una prue-ba y publican sus resultados para conocimiento de los mé-dicos que la vayan a emplear. Uno de estos resultados es que si una mujer tiene cáncer de mama, la probabilidad de que los resultados de la prueba sean positivos (es decir, de que indiquen que tiene cáncer) es de 0,92 dicho de otro modo, por término medio, noventa y dos mujeres de cada cien con cáncer de mama dan positivo en una mamo-grafía. El mismo investigador halló que las mujeres sin cáncer de mama tienen una probabilidad de 0,88 de obte-ner resultados negativos en la prueba (las cifras varían li-geramente en los diversos estudios, pues dependen, en-tre otras cosas, del estado del aparato de rayos X y de la habilidad del radiólogo). Cabe preguntarse por qué la evaluación de una prueba diagnóstica se expresa de este' modo, ya que lo que tiene que saber el médico que se en-frenta al resultado de una mamografía no es la probabili-dad de que una mujer con cáncer obtenga un resultado

I Relaciones erróneas en medicina ZO"

positivo, sino la probabilidad de que una mujer que obtiene un resul-tado positivo tenga cáncer (y también la probabilidad de que una mujer que da negativo no tenga cáncer). Como veremos, las dos últimas probabilidades varían según la población de mujeres sometida a prueba. Las probabilidades son mucho menores en las que se ha-cen una mamografía rutinaria como parte de un chequeo médico que en las que ya presentan síntomas y tienen que hacerse la prueba por prescripción facultativa. Por tanto, los manuales y revistas de medicina citan la proba-bilidad de un resultado positivo o negativo en la prueba para pacientes con o sin cáncer, ya que estas cifras son más estables.

Por desgracia, muchos médicos confunden los dos ti-pos de probabilidades. Un reciente estudio llevado a cabo en Estados Unidos reveló que el 95 por ciento de los mé-dicos cree que, como la probabilidad de que una mujer con cáncer de mama dé positivo es de 0,92, la probabili-dad de padecer cáncer de mama si la prueba es positiva es asimismo de 0,92, lo cual es totalmente falso; en realidad, la probabilidad real de tener cáncer de mama si la mamo-grafía es positiva puede ser sólo de 0,01 (es decir, una mu-jer de cada cien, en vez de nueve de cada diez). El 95 por ciento de los médicos estudiados cometió el error elemen-tal de creer que la probabilidad condicional inversa es la misma que la original, error que hemos explicado en el primer párrafo de qste artículo.

El problema se ilustra con dos tablas (basadas en David Eddy). La tabla 3 muestra los resultados de una mamogra-fía en 1.000 mujeres que se hicieron la prueba porque su médico, debido a los síntomas físicos que presentaban, creyó que podían tener cáncer. La tabla 4 presenta los re-sultados de mujeres que se hicieron la prueba como parte de un chequeo médico rutinario. Las tablas muestran el número total de mujeres con resultados positivos y nega-tivos que tenían cáncer y que no lo tenían. En ambas ta-

•p

204 Irracionalidad

blas, la proporción de mujeres con cáncer que dio positi-vo es aproximadamente la misma (0,92 en la tabla 3, es de-cir, 74 de cada 80, y 1,0 en la tabla 4 —como en esta tabla sólo una mujer tenía cáncer, no se puede realizar un cál-culo preciso de la probabilidad). En ambas tablas, la pro-babilidad de que las mujeres sin cáncer den negativo es de 0,88 (810 de 920 en la tabla 3 y 879 de 999 en la tabla 4). Pero las tablas ofrecen probabilidades inversas total-mente distintas. En la tabla 3, la probabilidad de tener cáncer si la prueba es positiva es de 0,01 (1 de 121), lo que significa menos de una de cada cien. Un razonamien-to similar demuestra que la probabilidad de que una mu-jer que dé negativo tenga cáncer es de 0,01 en la tabla 3 y de 0 en la 4.

TABLA 3 . Presencia de cáncer y resultados de una mamogra-fía en 1.000 mujeres cuyo examen físico no resultó normal.

Mujeres Mujeres con cáncer sin cáncer Total

Mujeres con

mamografía positiva 74 110 184

Mujeres con mamografía negativa 6 810 816 Total 80 920 1.000

Las probabilidades condicionales son: Mamografía positiva dada la existencia de cáncer: 74 de

80 - 0,92. Mamografía negativa dada la no existencia de cáncer:

810 de 920 = 0,88. Cáncer dada la mamografía positiva: 74 de 184 ^ 0,40. Cáncer dada la mamografía negativa: 6 de 816 = 0,01.

Relaciones erróneas en medicina 205

TABLA 4 . Presencia de cáncer y resultados de una mamogra-fía en 1.000 mujeres sin síntomas.

Mujeres con cáncer

Mujeres sin cáncer Total

Mujeres con mamografía positiva 1 120 121

Mujeres con mamografía negativa 0 879 879 Total 1 999 1.000

Las probabilidades condicionadas son: Mamografía negativa dada la existencia de cáncer: 1 de

1 = 1,00. Mamografía negativa dada la no existencia de cáncer:

879 de 9999 = 0,88. Cáncer dada la mamografía positiva: 1 de 121 = 0,01. Cáncer dada la mamografía negativa: 0 de 879 = 0,00.

Las diferencias entre las probabilidades de las tablas derivan de la diferencia de probabilidad inicial de que una mujer tenga cáncer. Es evidente que si los síntomas ya han aparecido (tabla 3) y, en consecuencia, la posibilidad de que haya cáncer es elevada, la proporción de mujeres co-rrectamente diagnosticadas como enfermas de cáncer será mayor que cuando se examina a la población general, lo cual explica la enorme diferencia entre el 0,4 de diagnós-ticos positivos correctos de la tabla 3 y el 0,01 de la ta-bla 4. Pero, como hemos visto, muchos médicos se limitan a aplicar las probabilidades erróneas, asumiendo que la probabilidad de tener cáncer si la prueba es positiva es de 0,92 y la de no tenerlo si la prueba es negativa, de 0,88.

205 Irracionalidad

Eddy enumera una larga serie de citas de textos y revis-tas de medicina en la que los médicos confunden de este modo la probabilidad de dar positivo en la prueba dada la existencia de cáncer de mama con la probabilidad de te-ner cáncer de mama dado el resultado positivo de la prue-ba. Esta es una cita de una acreditada fuente médica, la Journal of Gynaecology and Obstetrics: «1. En mujeres con carcicoma de mama demostrado, a las que se les hace una mamografía, no hay pruebas radiológicas de enfermedad maligna en aproximadamente una de cada cinco pacientes examinadas (es decir, la probabilidad de que la prueba re-sulte negativa si la mujer tiene cáncer es de 0,80). 2. Si, ba-sándonos en la mamografía negativa, aplazamos la biopsia de una lesión de la mama, la probabilidad de que aplace-mos la biopsia de una lesión maligna es de 1 entre 5». El autor confunde la probabilidad de una prueba negativa dada la existencia de cáncer (afirmación 1) con la proba-bilidad de la existencia de cáncer dada una prueba negati-va (afirmación 2). Sorprendentemente — ya que no es un simple médico, sino un médico investigador— cree que las dos cifras son la misma. Otro autor, al referirse a los che-queos generalizados a mujeres, para detectar el cáncer de mama, sostiene que, puesto que el 85 por ciento de las que obtienen resultados negativos en la prueba no tiene cáncer, el 15 por ciento restante «tendrá finalmente una interpre-tación incorrecta de los hallazgos, o lo más probable es que las mamografías no demuestren la enfermedad, lo cual sig-nifica que al 15 por ciento de las mujeres se las hará sentir falsamente seguras al decirles que sus radiografías son nor-males. Es difícil evaluar el daño infligido a este grupo...». También en este caso, el médico confunde la probabilidad de no tener cáncer dado el resultado negativo de la prue-ba. Si tuviera razón, unas 1.500 mujeres de cada 10.000 mujeres a las que se les realizara la prueba se marcharía con una seguridad falsa. Pero no está en lo cierto. Eddy calcu-la que en los chequeos generalizados sólo una mujer de

Relaciones erróneas en medicina 206

cada 10.000 que dan negativo en la prueba tiene realmen-te cáncer. Este tipo de razonamiento defectuoso sobre un diagnóstico incorrecto ha llevado a algunos médicos a pro-poner que no se lleven a cabo chequeos generalizados.

Tanto si lo reconocen los médicos como si no, la mayor parte de los diagnósticos se basa en probabilidades, a pe-sar de que no se expresen en cifras. Un médico puede creer que un bulto en la mama es casi con toda certeza be-nigno, probablemente benigno, posiblemente maligno o casi con toda certeza maligno, para lo que se basa en el nú-mero de casos similares al actual que han resultado tener cáncer y en las indicaciones de los manuales y publicacio-nes de medicina sobre el poder predictivo de cáncer de cada síntoma. Si sospecha que la paciente tiene cáncer de mama, prescribe una mamografía. El siguiente paso del diagnóstico sería la biopsia. Se trata de un desagradable procedimiento quirúrgico que requiere anestesia general, que es mortal en dos de cada 10.000 casos y que puede te-ner consecuencias perjudiciales.

Si los médicos fueran racionales, ¿cómo tomarían la de-cisión de realizar una biopsia? Es arriesgado realizarla y es asimismo arriesgado no tratar el cáncer de mama. Si el riesgo de padecer cáncer fuera de una probabilidad entre un millón, ninguna mujer decidiría hacerse una biopsia ni ningún médico la recomendaría. Si el riesgo fuera del 50 por ciento, probablemente todas las mujeres se la harían. La probabilidad límite por debajo de la cual se optaría por hacerse una biopsia está entre ambas. De hecho, Eddy proporciona pruebas de que más del 30 por ciento de las mujeres rechazan la biopsia si las posibilidades de padecer cáncer son de una entre seis. La decisión de hacérsela debe ser de la paciente, tras haber recibido el máximo de información por parte del médico (algo que los médicos se resisten a hacer, otro curioso ejemplo de irracionalidad, puesto que, como vamos a ver, cuanta más información reciben los pacientes, mejores resultados obtienen). La in-

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formación debe incluir la probabilidad de que se esté en-fermo de cáncer y las posibles consecuencias de realizar la biopsia, o de no realizarla, si resulta que la paciente tie-ne cáncer. Ahora bien, si, basándose en la mamografía, el cálculo que realiza el médico de la probabilidad de que una paciente tenga cáncer de mama es totalmente equivo-cado (cosa que suele suceder con bastante frecuencia), un elevado número de pacientes son sometidas a una biopsia innecesaria.

Los médicos deberían unir el resultado de la mamogra-fía a otras pruebas que incluyan la presencia o ausencia de síntomas, pero las confusas afirmaciones de las publica-ciones médicas indican que muchos no son capaces de ha-cerlo. Este es un notable extracto de la prestigiosa Archi-ves ofSurgery: «Las pacientes presentan síntomas en el pe-cho pero no hay lesión generalizada o "dominante"... En esta categoría, al cirujano y al médico les resultaría muy útil la mamografía porque, en este caso, la modalidad es confirmatoria. La mamografía confirma y alienta, si la im-presión clínica es benigna, aunque no debe disuadir al médico de realizar la biopsia». Es decir, si la mamografía es positiva, hágase la biopsia y, si no lo es, no se tenga en cuenta y hágase asimismo la biopsia. Este razonamiento, al igual que el de otras citas de fuentes médicas que pro-porciona Eddy, no tiene ni pies ni cabeza; no tiene en cuenta el hecho de que una paciente cuya mamografía es negativa tiene muy pocas probabilidades de tener cáncer. Eddy ofrece muchos otros ejemplos de este tipo de razo-namiento. Este es otro d? la misma publicación: «Aplazar la biopsia de una lesión de la mama clínicamente benigna, que se considera benigna en una mamografía, es retroce-der en la erradicación del carcinoma de mama». Eddy se-ñala que si se asume que la lesión es «clínicamente benig-na», esto quiere decir que la probabilidad de la existencia de cáncer sólo es del 5 por ciento", en tanto que un resul-tado negativo en la mamografía reduciría el riesgo al 1 por

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ciento. En vez de hacer una biopsia, el médico debería li-mitarse a seguir controlando a la paciente.

Hay que subrayar que, en general, la medicina se en-frenta a situaciones inciertas y, en concreto, el diagnóstico no suele ser seguro, lo cual nos lleva a dos comentarios fi-nales. En primer lugar, para obtener un diagnóstico preci-so hay que tratar de transformar los sentimientos subjeti-vos de incertidumbre en probabilidades matemáticas: hay que calcular la probabilidad de la enfermedad dado cada uno de sus posibles síntomas, pero se deben tener en cuenta asimismo variables como la edad, la raza y el sexo cuando influyan en la posibilidad de la existencia de la en-fermedad. La ignorancia que demuestran algunos médi-cos del cálculo elemental de probabilidades les lleva a ne-gar lo anterior. Ésta es otra de las citas médicas de Eddy: «Las mujeres más jóvenes obviamente tienen un número menor de tumores malignos lo que, sin embargo, ejerce muy poca influencia en los casos individuales». Más ade-lante demostraré que el cómputo formal de las probabili-dades se traduce en diagnósticos mucho más precisos de los que realizan los médicos.

En segundo lugar, a pesar de que se sabe que el razo-namiento intuitivo es poco fiable (véase el capítulo 20), muchos médicos son alérgicos a las estadísticas. Creen en el tratamiento de los casos individuales, sin darse cuenta de que el tratamiento de un caso individual depende de lo que se ha descubierto sobre casos similares. Eddy ofrece esta cita de otro manual de medicina: «Cuando un pacien-te consulta al médico sobre una enfermedad no diagnosti-cada, ninguno de los dos sabrá si se trata de una enferme-dad poco habitual hasta que se realice el diagnóstico. Los métodos estadísticos sólo se pueden aplicar a una pobla-ción de miles de sujetos. El individuo tiene una enferme-dad rara o no la tiene; la incidencia relativa de dos enfer-medades es completamente irrelevante para el problema de establecer un diagnóstico». Los autores son incapáces

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de darse cuenta de que, si una enfermedad es poco habi-tual, las probabilidades de que el paciente la padezca dis-minuyen.

Para agravar la lista de errores que hemos citado, cabe añadir que parece que las mujeres menores de cincuenta años a las que se somete rutinariamente a un chequeo para detectar el cáncer de mama mueren más de esta enferme-dad que las que no se hacen pruebas. Este hallazgo se rea-lizó por primera vez en un estudio de 50.000 mujeres cana-dienses. Las razones son complejas, pero es posible que los rayos X detecten pequeños tumores de crecimiento lento que de otro modo no se descubrirían. La radiación que se administra después de extirpar un tumor de la mama impi-de al sistema inmunológico enfrentarse a una metástasis. En consecuencia, en Gran Bretaña ya no se recomiendan las mamografías de modo generalizado a mujeres menores de cincuenta años (en Estados Unidos, menores de cuaren-ta), lo cual no significa que antes fuera irracional hacerlo2, puesto que los médicos se basaban en lo que entonces se sabía; por lo que era racional a la luz de tales conocimien-tos. Éstos eran insuficientes. Vemos que tomar decisiones racionales no siempre produce los mejores resultados.

Por desgracia, los médicos establecen relaciones erró-neas no sólo sobre probabilidades condicionales. Por ejemplo, hay pruebas objetivas de que las úlceras gástricas grandes tienden a ser malignas en mayor medida que las pequeñas3, pero de nueve radiólogos a quienes se interro-gó a este respecto, siete dijeron que eran las úlceras pe-queñas las que tendían a serlo.

Y aún hay más. A la hora de diagnosticar, los médicos confían en lo acertado de su decisión de manera exagera-da. En un estudio se demostró que cuando diagnosticaron neumonía y el 88 por ciento estaba seguro de tener razón, sólo el 20 por ciento de los pacientes diagnosticados la contrajo. Un diagnóstico equivocado es perjudicial para el paciente, pero puede ser inevitable; la seguridad injusti-

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ficada no es inevitable, aunque sea igualmente perjudicial, ya que impide que el médico siga buscando pruebas o que revise su diagnóstico si las halla. Según John Paulos4, dos médicos de la Universidad de Washington han descubier-to que la evaluación que realizan los médicos sobre los riesgos de las operaciones y de los tratamientos suele ser totalmente errónea, pues éstos son diez o cien veces más elevados. Los riesgos que implica cualquier procedimien-to médico empleado durante cierto tiempo suelen estar bien establecidos, por lo que no hay excusa para un error de semejante calibre.

Por último, hay una enorme cantidad de pruebas de, que es beneficioso decirle lo que le espera a quien tiene! que someterse a un tratamiento médico.

Por ejemplo, en un estudio5, los pacientes de un hospi-tal que iban a sufrir una operación abdominal se dividie-ron en dos grupos al azar. Antes de que se realizara la ope-ración, a los de un grupo se les dio información completa sobre cuánto duraría, las condiciones en que se encontra-rían al recuperar la conciencia, la naturaleza del dolor que iban a experimentar, etc. Esta información no se su-ministró al segundo grupo, que siguió los procedimientos hospitalarios habituales. Los pacientes que fueron infor-mados sobre la operación se quejaron menos del dolor, necesitaron menos sedantes y se recuperaron antes: por término medio, se les dio el alta tres días antes que a los del otro grupo. El paciente al que se le dice lo que le espe-ra está preparado para ello. Se sentirá menos perturbado, no lamentará su decisión de seguir el tratamiento, no cri-ticará al personal del hospital por engañarle y no creerá que las consecuencias desagradables son señal de que algo va mal. No obstante, salvo contadas excepciones, los mé-dicos no tienen en cuenta la investigación que se ha lleva-do a cabo sobre este tema en los últimos treinta años. Re-cientemente, un cirujano me hizo el siguiente comentario sobre uno de sus colegas: «¡Ah, sí! Nos gusta: no pierde el

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tiempo hablando con los pacientes». Esta actitud, atribui- ! ble a la arrogancia, la ignorancia o a un intento equivoca-do de ahorrar tiempo, es definitivamente irracional.

Saber que los médicos cometen los mismos errores en su profesión que otras personas en su vida diaria puede llevar a algunos lectores a apreciar en mayor medida su propia capacidad intelectual, pero es poco alentador para | quien tiene que consultar a un médico. Para ser justos ha- !

bría que añadir que los médicos probablemente no sean j i más ineptos que cualquier otra persona, aunque sus I ' errores sean más evidentes por el perjuicio que ocasionan 1

a los pacientes.

MORALEJA

1. Si es usted médico, aprenda los rudimentos del cálcu- j lo de probabilidades.

2. Si es usted paciente, haga a su médico una prueba sencilla sobre el cálculo de probabilidades. ¡

3. Para no desorientar aún más la investigación médi-ca, nadie que no tenga un buen conocimiento de estadís-tica, cálculo de probabilidades y diseño experimental de-bería dirigir una publicación médica, aun a costa de que su número se reduzca de forma drástica.

NOTAS

1 La mayor parte de este capítulo se basa en Eddy, D. M., «Probabi- \ listic reasoning in clinical medicine: problems and opportunities», en Kahneman, D., Slovic, P., y Tversky, A. (eds.), Judgment under Uncer- I tainty: Heuristics and biases, Cambridge, Cambridge University Press, ' 1982. j

2 Hofíman, P. J., Slovic, P., y Rover, L. G., «An analysis of variance: j models for the assessment of cue utilization in clinical judgment», j PsychologicalBulletin, 1965, 63,338-349.

3 Christensen-Szalanski, J . J . J., y Bushyhead, J. B., «"Physícians"

Relaciones erróneas en medicina 213

use of probabilistic information in a real clinical setting», Journal of Ex-perimental Psychology: Human Perception and Performance, 1981, 7, 928-935.

4 Paulos, J. A., Innumeracy: Mathematical illiteracy and its consequen-ces, Nueva York, Hill and Wang, 1988 [hay ed. cast.: El hombre anu-mérico, Barlona, Tusquets, 1990].

5 Egbert, L., Battit, G., Welch, C., y Bartlett, M., «Reduction of pos-toperative pain by encouragement and instruction of patients», Neu> En-gland Journal of Medicine, 1964,270, 825-827.

Capítulo 14 Confundir la causa

Los cinco factores que provocan errores al establecer cuáles son las relaciones correctas entre hechos provocan asimismo errores al inferir causas, ya que el primer paso para descubrir una causa es detectar la asociación entre dos hechos. Para establecer tales asociaciones, se suele re-lacionar de modo equivocado los hechos lo igual con lo igual (como en el caso de las señales inválidas y la homo-sexualidad en el test de Rorschach). Esta falacia domina el razonamiento sobre las causas. Hasta finales del siglo xvni, los médicos aprendieron la «doctrina de las señales»1, a saber, que la medicina que se toma para una enfermedad debe, en palabras de un médico, indicar «mediante un ca-rácter externo evidente y bien señalado la enfermedad para la que constituye un remedio... Los pulmones de un zorro deben ser un remedio específico para el asma, ya que dicho animal es conocido por su poderosa capacidad respiratoria. La cúrcuma posee un vivo color amarillo, lo

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que indica que tiene el poder de curar la ictericia... la su-perficie pulida y la dureza que caracteriza las semillas de la Lithospermun officinale (Hijo del sol) se consideraban una indicación de su eficacia contra los cálculos y arenillas...». J. S. Mili fue el primero en detectar esta falacia, al escribir sobre el «prejuicio de que las condiciones de un fenóme-no deben parecerse al fenómeno». Este error es más habi-tual en las culturas primitivas que en la nuestra. Como se-ñala el antropólogo Evans Pritchard, los azande creen que los excrementos de ave curan la tiña porque se asemejan a ella y que el cráneo quemado de un mono cura la epilep-sia porque los movimientos del mono y del epiléptico du-rante un ataque son similares.

Estos ejemplos están tomados de Nisbett y Ross, quie-nes señalan que en el psicoanálisis se da esta forma primi-tiva de pensamiento. La fijación en la etapa oral (el pecho) se traduce en la vida adulta en una preocupación por la boca: fumar, besar y hablar en exceso. Del mismo modo, la avaricia (atesorar dinero) se atribuye al deseo infantil de guardar las heces en la etapa anal, etc. Este error se man-tiene en la actualidad de formas distintas. Por ejemplo, la homeopatía se basa en la creencia de que la enfermedad se cura administrando cantidades ínfimas de una sustancia que, de tomarla en grandes cantidades, produciría la mis-ma enfermedad a una persona sana2. El éxito extraordi-nario de la ciencia moderna se debe en buena medida al registro meticulosoíde los hechos que impide el «descu-brimiento» de relaciones falsas y al hecho de que las aso-ciaciones que se establecen mediante este registro han obligado a los científicos a desechar la creencia de que lo igual causa lo igual, aunque mucha gente sigue conserván-dola en sus juicios cotidianos.

Pero incluso los científicos se equivocan sobre las cau-sas. Un caso reciente de investigación médica servirá para ilustrar la falacia de que lo igual causa lo igual3. Se sabe que las personas con un elevado nivel de colesterol en la

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sangre son propensas a las enfermedades cardíacas por endurecimiento de las arterias. Nada más natural que su-poner que cuanto más colesterol se ingiera, mayores serán las probabilidades-de sufrir un ataque cardíaco. Un estu-dio reveló que la cantidad de grasas saturadas que se in-giere en diversos países se relaciona, en efecto, con la inci-dencia de las enfermedades de corazón, pero investigacio-nes posteriores han demostrado que la relación no es tan estrecha como se creía. Además, es difícil separar la inges-ta de grasas saturadas de otros factores que varían de un país a otro y que se sabe que afectan a la propensión a las enfermedades cardíacas; por ejemplo, el ejercicio, que es beneficioso, y el estrés, que es perjudicial. Sin embargo, muchas personas, sobre todo en Estados Unidos, esa na-ción tan preocupada por su salud, reducen el consumo de productos lácteos y de grasa animal. Se han llevado a cabo estudios sobre personas concretas para determinar si el aumento del consumo de colesterol influye en su nivel en la sangre. Por ejemplo, un grupo de voluntarios bebió dos litros de leche diarios durante cierto periodo de tiempo sin que su nivel de colesterol en la sangre se viera afecta-do. Contrarios a la hipótesis de que la ingesta de coleste-rol perjudica al corazón son asimismo los resultados de dos recientes estudios independientes financiados por el British Medical Research Council. Uno de ellos reveló que los hombres que no beben leche sufren ataques cardíacos en una proporción 10 veces mayor que los que beben más de medio litro al día. El otro reveló que los hombres que comen margarina tienen el doble de ataques cardíacos que quienes consumen mantequilla. En realidad, hay bue-nas razones para suponer que el colesterol de la sangre no varía con la dieta. En primer lugar, el hígado produce tres o cuatro veces más colesterol del que se ingiere normal-mente; en segundo lugar, el propio cuerpo regula la canti-dad de colesterol de la sangre, manteniéndolo constante, en condiciones normales, con independencia de lo que se

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coma, aunque hay personas cuyo nivel es demasiado ele-vado y pueden morir jóvenes de un ataque cardíaco. Las verdaderas causas del elevado nivel de colesterol en la san-gre no se conocen. Lo que se sabe es que, aunque la dis-minución del colesterol mediante medicinas reduce las enfermedades cardíacas, no incrementa la longevidad: no se muere de ataque cardíaco pero se muere de cáncer. No hay pruebas sólidas de que la ingesta de colesterol influya en su nivel en la sangre, aunque las conclusiones precipi-tadas basadas en datos insuficientes han provocado un gran temor. El asunto es mucho más complejo de lo que he descrito, pero es un claro ejemplo de la falacia de que? lo igual provoca lo igual.

Puede que el lector se pregunte por qué surgen tantas falsas teorías en medicina. La razón es interesante y se ilus-tra con la historia de la teoría de que las personas con un tipo de personalidad determinado son particularmen-te propensas a los ataques cardíacos4. Estas personas son las denominadas de tipo A y se caracterizan por ser ambi-ciosas, vivir pendientes del reloj, ser agresivas, etc. Los primeros informes que indicaban que este tipo de perso-nalidad corría el riesgo de sufrir un ataque cardíaco apare-cieron en 1955. Si se examina el número de artículos pu-blicados confirmando esta correlación y se divide por el número de artículos que afirman que no existe correla-ción alguna entre personalidad de tipo A y ataque cardía-co, se observa que, ^principio, hubo una elevada propor-ción de artículos con hallazgos positivos, proporción que no ha dejado de disminuir en los últimos años hasta aho-ra, en que el número de artículos es el mismo en cada lado. ¿Cómo es posible? Inicialmente, el descubrimiento era nuevo e interesante, así que se publicaban los artículos que versaban sobre él. Los investigadores que obtenían resultados negativos, o bien no los daban a conocer o eran rechazados por ser considerados poco interesantes —como veíamos en el capítulo anterior, todos tienden a

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no tener en cuenta los casos negativos—. Pero cuando la hipótesis de que la personalidad de tipo A era propensa al ataque cardíaco fue ampliamente aceptada, los artículos que la refutaban comenzaron a cobrar interés y a ser pu-blicados. Lo que sucede en realidad sigue sin conocerse. La política de no publicar los resultados negativos no es necesariamente irracional, ya que quienes editan una pu- j blicación erudita están interesados fundamentalmente en ganar dinero a costa de los científicos (cuyas contribucio- ^ nes casi nunca se les retribuyen), no en promover el desa- 1 rrollo científico. Sin embargo, dicha política puede llevar con demasiada rapidez a extraer conclusiones falsas.

Otro error muy extendido a la hora de atribuir causas es elegir como tal el factor más sobresaliente (disponible) de una serie de factores relacionados, cada uno de los cuales podría ser la causa. Este problema es muy frecuente en epidemiología, como demuestra el siguiente ejemplo5. En los años treinta, una revista médica estadounidense publi-có un alarmista artículo que afirmaba que el cáncer era mucho más frecuente en Nueva Inglaterra, Minnesota y Wisconsin que en los estados del sur de la unión. También era común en Inglaterra y Suiza, pero raro en Japón. Puesto que donde era frecuente se bebía más leche, el ar-tículo concluía que la leche causaba cáncer. Aunque tal conclusión parece plausible, es falsa. En las zonas donde se bebía leche, la gente tenía una buena posición económi-ca, por lo que vivía más que la de las zonas más pobres, donde el consumo de leche era escaso. A la sazón, la espe-ranza de vida de una mujer japonesa era doce años menor que la de una mujer inglesa. Como el cáncer es fundamen-talmente una enfermedad de la vejez, no es de extrañar que prevaleciera en lugares donde se vivía más. La vejez era la culpable, no la leche.

Con conocimiento o sin él, los políticos cometen el mis-

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mo error que los epidemiólogos. Por ejemplo, el gobierno de Thatcher, ansioso por reducir las becas estudiantiles, no dejaba de repetir que ir a la universidad aumentaba el poder adquisitivo. No se puede negar que los licenciados universitarios, por término medio, ganan más que otras personas, pero no hay ninguna razón para considerar que existe una relación causa-efecto. A fin de cuentas, los uni-versitarios tienen cocientes intelectuales más elevados que la media y puede que sean más resueltos; además, sus pa-dres suelen disfrutar de una buena posición y ser de clase media o alta, por lo que pueden ayudarles a encontrar un buen empleo. Estos factores son suficientes para explicar unos ingresos más elevados. La relación causal entre la educación universitaria y unos ingresos posteriores supe-riores no está demostrada y las repetidas afirmaciones de su existencia que los ministros de Educación británicos realizaban sólo demuestra que el sistema educativo britá-nico no les ha enseñado a pensar.

Hasta ahora me he referido a los casos en que hay dos hechos asociados y ninguno de ellos es causa del otro, aunque las ideas preconcebidas llevan a inferir una falsa relación causal. Otro error tiene lugar cuando es posible la existencia de una verdadera relación causal, pero se con-funde el efecto con la causa, también en este caso por los sesgos a la hora de emitir un juicio. He aquí dos ejemplos.

Él primero está tomado de un libro del psicoanalista Christopher Bollas6,*que escribe: «En todos los drogadic-tos que he visto o cuyo tratamiento he supervisado, los pa-dres no están presentes desde el punto de vista psicológi-co», de donde concluye que el drogadicto es «una perso-na que en su infancia se ha sentido profundamente solo y aislado». Ahora bien, es evidente para quien no sea psi-coanalista que es muy probable que el progenitor cuyo hijo es drogadicto esté muy disgustado, crea que no en-tiende a su hijo y se distancie de él; es decir, es probable que la adicción del hijo lleve a que los padres se distancien

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de él y no al contrario, como opina Bollas. Como se des-prende del resto del libro, Bollas confía ciegamente en el psicoanálisis, lo que le impide examinar de forma racional otras explicaciones-posibles.

El segundo ejemplo está tomado de la psicología clíni-ca7. Se ha descubierto que los pacientes con trastornos mentales a quienes les gusta su psicoterapeuta se recupe-ran con mayor rapidez que aquellos a quienes no les agra-da. La conclusión es que el hecho de que a un paciente le guste su psicoterapeuta es un factor importante en la tera-pia. Pero también se podría concluir que a los pacientes que progresan les gusta el terapeuta que les ayuda, cosa que no sucede con los que no progresan o se recuperan lentamente.

Estos ejemplos indican que para demostrar la causa y el efecto no basta con establecer que dos hechos tienden a producirse de forma simultánea. Para evitar el tipo de error que hemos señalado, suele ser necesario disponer de una teoría más general que explique la relación causal. Volviendo al cáncer de pulmón y al tabaco, no hay duda de que hay una estrecha conexión entre ambos, en el sen-tido de que la frecuencia del cáncer en los fumadores es mucho más elevada que en los no fumadores. Pero R. H. Fisher8, uno de los estadísticos más importantes de este si-glo, indicaba que tal correlación es resultado de un meca-nismo hereditario: el mismo gen o los mismos genes cau-san el hecho de fumar y el cáncer de pulmón. La sugeren-cia de Fisher sólo es inaceptable a la luz de otras pruebas. Se ha hallado que el tabaco disminuye el movimiento de los cilios de los pulmones; contiene un agente cancerígeno conocido: el alquitrán; y la incidencia del cáncer de pul-món es menor en los segmentos de la población que dejan de fumar; por ejemplo, en los médicos9. Este último argu-mento es sutil, porque si resulta que hay menos cánceres de pulmón entre los médicos que dejan de fumar que en-tre los que siguen haciéndolo, Fisher podría haber replica-

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do que es la presencia de una leve predisposición heredi-taria lo que hace a algunas personas dejar de fumar; si no hay una intensa influencia genética sobre el hecho de fu-mar, puede que tampoco la haya en la predisposición ha-cia el cáncer de pulmón. Pero es difícil creer que hay un gen que hace que alguien sea médico, por lo que el hecho de que un mayor número de médicos deje de fumar y de que en quienes lo hacen disminuya el riesgo de padecer cáncer de pulmón son pruebas sólidas de que hay una re-lación causal entre el tabaco y el cáncer de pulmón. Ca-bría añadir que, a pesar de todas las pruebas halladas, Fisher y, posteriormente, Hans Eysenck10 continuaron afirmando que fumar no causa cáncer de pulmón. Su in-sistencia es menos irracional de lo que a primera vista po-dría parecer, ya que contaban con el apoyo financiero del Comité Permanente de Fabricantes de Cigarrillos.

La tendencia a aferrarse a relaciones inexistentes entre hechos y a inferir causalidad en ausencia de una teoría subyacente se ilustra mediante los persistentes errores que se cometen en medicina sobre la eficacia de distintos tra-tamientos. Como señala P. E. Meehl11, a los pacientes con «esclerosis múltiple se les ha tratado con vitaminas, diater-mia, administración oral de médula espinal, dieta rica en productos lácteos, yoduro potásico, bisulfato de quinina y ahora tenemos la histamina». Hubo un tiempo en que a los psicóticos y depresivos se les trataba, sin ningún tipo de resultado, con mftrazol e insulina, que provocan con-vulsiones; asimismo se les extirpaban partes del cerebro (lobotomía), lo que les transformaba en vegetales; y, para la dentición, a los niños se les dio durante años calomela-nos, sustancia que contiene mercurio, que daña de forma permanente el sistema nervioso. Los tratamientos médi-cos son tan esclavos de la moda como la ropa femenina12. Por ejemplo, hasta mediados de los años cincuenta, a los niños se les operaba de las amígdalas de forma indiscrimi-nada. En un estudio realizado en Nueva York se examinó

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a 1.000 niños de once años, el 61 por ciento de los cuales había sido operado de amígdalas. Cuando se envió a un grupo de médicos al 39 por ciento restante, recomenda-ron que se operara-al 45 por ciento. Los restantes, a quie-nes el primer grupo de médicos no había creído necesario operar, fueron enviados a otros médicos que recomenda-ron la operación para el 46 por ciento. Es decir, los médi-cos estaban convencidos de que ayudaban a los niños ex-tirpándoles las amígdalas enfermas, pero no tenían ni idea j de cómo reconocerlas.

Los médicos, desde luego, no son más irracionales que los demás, pero tratan la entidad más compleja que se co-noce, el cuerpo humano, y las asimismo complejas enfer-medades a las que es propenso. Además, y como he de-mostrado, muchos psicólogos sostienen creencias igual-mente falsas y sin fundamento tanto sobre el diagnóstico como sobre los méritos de formas desacreditadas de psi-coterapia. En la actualidad, la medicina comienza a adop-tar un enfoque más racional. Una cura posible ya no es aceptada como tal por intuición, sino que se investiga de forma sistemática mediante ensayos controlados antes de ser dada a conocer en público.

Hay que mencionar otras tres singularidades sobre el razonamiento causal13. La primera es que se demuestra mayor confianza a la hora de razonar de causa a efecto que de efecto a causa. Cuando se les pregunta qué es más probable, que una niña de ojos azules tenga una madre de ojos azules o que una madre de ojos azules tenga una hija de ojos azules, más de tres de cada cuatro sujetos afirman que es más probable que la madre tenga una hija de ojos azules. Como la causa produce el efecto y, por tanto, pare-ce más poderosa, se tiende a pensar equivocadamente que es más legítimo razonar de causa a efecto que de efecto a causa.

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En segundo lugar, la naturaleza del efecto influye pode-rosamente en las inferencias sobre las causas, al menos cuando el agente causal es una persona. Cuanto más es-pectacular es el resultado de un hecho, más probabilida-des hay de que atribuyamos la causa a un agente. A un grupo de sujetos de un estudio14 se les dijo que un hom-bre había aparcado el coche en una colina. Al salir del co-che, éste rodó colina abajo y chocó contra una boca de incendios. A otro grupo se le contó la misma historia, pero, en este caso, el coche chocaba con un transeúnte y lo hería. El segundo grupo —al que se le había dicho que la acción del conductor había tenido consecuencias gra-ves— le consideró más responsable que el primero, al que se le había dicho que el coche había chocado con una boca de incendios. Esto no es racional, ya que las acciones del conductor fueron las mismas en ambos casos. Este error es similar al que cometen los niños pequeños15, que no distinguen entre la culpa que conlleva romper un tarro de mermelada sin querer o lanzándolo al suelo en un ata-que de furia. Sólo tienen en cuenta la gravedad de las con-secuencias de la acción, no la acción en sí misma.

Por último, se ha demostrado que tendemos en mayor medida a considerar a alguien responsable de una acción si nos hiere a nosotros que si hiere a un amigo, y más si hiere a un amigo que si hiere a un desconocido. Cuanto más destaca la consecuencia de una acción —es decir, cuando más disponible se halla— más culpamos a su agente. Parece que la importancia emocional de la conse-cuencia refuerza en nuestra mente la relación causal entre acción y resultado.

Antes de continuar, debemos examinar qué es lo que se considera causa de una acción. Es natural afirmar que dar al interruptor es causa de que la luz se encienda, pero, en realidad, tienen que darse otras condiciones que podrían considerarse la causa y que, a veces, son consideradas como tal. Por ejemplo, los cables deben funcionar correc-

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tamente, así como la bombilla. Si ésta se ha fundido y la sustituimos por una nueva, se puede considerar como la causa de que la luz se encienda al dar al interruptor. Hay muchos hechos que tienen múltiples causas. Un coche puede dar una vuelta de campana porque va muy deprisa, porque hay hielo en la carretera o porque hay un peralte muy pronunciado en ese punto. De todas las causas posi- j bles de un hecho, tendemos a elegir la menos habitual (o, a veces, la que más nos interesa) como la causa.

La causa de las acciones de una persona puede ser su \ propia disposición o la situación en que se halla. Por ejem-plo que alguien actúe con enfado cabe atribuirlo a que es una persona tremendamente irritable (su disposición) o a que le han provocado de forma intolerable (su situación). Aunque tanto la disposición como la situación desempe-ñan una función causal en su conducta, atribuimos la cau-sa, al igual que en el caso de la luz, a lo que es menos ha-bitual. Si es una persona extremadamente colérica, nos centramos en eso; si es habitualmente tranquila, la causa de su enfado es la situación. En la práctica, a la hora de in-ferir las causas de la conducta, se cometen crasos y siste-máticos errores. Tómese como ejemplo el experimento en que Milgram inducía a los sujetos a administrar descargas potencialmente mortales a desconocidos16. Si lo único que sabemos es que alguien llamado Sam ha administrado el grado más elevado de descarga, inferiremos que la causa de su conducta es que se trata de una persona extremada-mente cruel y despiadada. Al saber que la mayor parte de los sujetos de Milgram llegan al nivel de descarga más ele-vado, reconsideramos nuestro juicio. No hay nada extra-ño en Sam si la mayoría de la gente hace lo mismo: la cau-sa de su conducta es la situación fuera de lo común en que se encuentra. Pero las personas no piensan de este modo. En un experimento17 se dijo a los sujetos que el 65 por ciento de los sujetos de Milgram administró el nivel más elevado de descarga, pero seguían pensando que Sam era

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una persona especialmente cruel y despiadada. Este error —atribuir la acción a la disposición de la persona en vez de a su situación— es muy común. Muchos experimentos, incluyendo el que acabamos de mencionar, demuestran que, al juzgar las causas de una acción, inñuye la informa-ción de si el agente siempre o rara vez hace lo mismo en si-tuaciones similares (¿Es Sam siempre cruel?), pero no se tienen en cuenta los datos sobre si otras personas hacen lo mismo en dicha situación, aunque es esencial para formar-se un juicio correcto.

El siguiente estudio ofrece un ejemplo extremo del he-cho de no tener en cuenta la situación18. Los sujetos ob-servaron a dos personas, una de las cuales se inventaba preguntas como las de un concurso, en tanto que la otra trataba de contestarlas. Como es natural, el que formula-ba las preguntas conocía todas las respuestas, lo que no era el caso de la otra persona. Al final de este falso concur-so, casi todos los sujetos creían que quien había elegido las preguntas era más erudito e inteligente que quien las con-testaba. Los sujetos no habían tenido en cuenta la situa-ción: cualquiera puede elegir preguntas cuya respuesta co-noce y que la persona interrogada no sabe contestar.

Esta tendencia universal a atribuir la conducta de los demás a los rasgos de su carácter o a su disposición en vez de a su situación se denomina «error de atribución funda-mental»19. Se produce por dos razones. La primera es que lo que se lleva a cabcfen una situación determinada es evi-dente (está disponible), pero no se considera lo que otros harían en la misma situación. La segunda es que se consi-dera que el agente está más estrechamente relacionado con su acción que la situación. Varios experimentos sumi-nistran pruebas de la influencia del segundo factor. Si éste interviniera, el agente tendría menores probabilidades de cometer el error de atribución fundamental sobre sí mis-mo que la gente que le observa, ya que, puesto que puede observar la situación pero no a sí mismo, la situación sería

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para él más destacada. En un estudio20 se dispuso a los su-jetos por parejas, cuyos miembros tenían que llegar a co-nocerse. Otros sujetos (los observadores) sólo veían a un miembro de cada pareja, aunque escuchaban a ambos. Tras la conversación, los sujetos que habían estado ha-blando tenían que realizar una autoevaluación sobre lo nerviosos, amistosos, habladores y dominantes que se ha-bían mostrado en la conversación. Los observadores te-nían que evaluar las mismas características de los sujetos a quienes habían observado y les dieron puntuaciones mu- ' cho más elevadas en casi todas ellas que las que los pro-pios sujetos se dieron a sí mismos. Sin embargo, cuando a cada sujeto se le puso un vídeo sobre su conducta, los su-jetos cambiaron su autoevaluación, puntuándose de for-ma aún más elevada de lo que lo habían hecho los obser-vadores. Este experimento indica claramente que una de las razones por las que tendemos a explicar en menos me-dida nuestra conducta en términos de disposición que la de otros es sencillamente porque no nos vemos actuar.

Aunque la tendencia a atribuir la conducta ajena a fac-tores de disposición sea universal, no por ello deja de ser irracional. Puede llevar a culpar a alguien de forma injus-tificada. Barón ofrece un ejemplo hipotético. Suponga-mos que un candidato a un puesto importante en una em-presa llega pronto y se le invita a comer. Es posible que esté muy nervioso y que sea incapaz de ocultarlo, y que sus jefes potenciales le rechacen por ello sin pararse a con-siderar cómo se habrían comportado otros candidatos en una comida tan embarazosa.

Otra razón de que los rasgos de personalidad no sean tan importantes como creemos es que son menos cohe-rentes de lo que la mayoría piensa21. La misma persona puede comportarse de forma honrada en una situación y deshonesta en otra; ser irritable a veces y otras no serlo; glotón en ocasiones y frugal en otras, etc. Se ha demostra-do asimismo que muchos rasgos que se cree que van jun-

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tos no lo hacen en realidad. Por ejemplo, en los niños no hay relación entre negarse a engañar y la capacidad de posponer algo gratificante; por ejemplo, rechazar un bombón en el momento a cambio de la promesa de poder tomarse cinco horas después.

Se ha demostrado de forma repetida la fragilidad de los rasgos del carácter. Este es un ejemplo. En el transcurso de una entrevista se hicieron a varios sujetos preguntas pensadas para provocar una respuesta de introversión (por ejemplo, «¿Qué cosas le desagradan de una fiesta rui-dosa?»; a otros se les hicieron preguntas pensadas para provocar una respuesta de extroversión (por ejemplo, «¿Qué haría si quisiera animar una fiesta?»). En una con-versación posterior con un cómplice del experimentador, el segundo grupo de sujetos se comportó de modo mucho más extrovertido que el primero; por ejemplo, comenza-ron a hablar antes con el cómplice y colocaron sus sillas más cerca de la de éste. Si hacer unas preguntas produce un cambio en lo que se considera uno de los rasgos del ca-rácter más estable (extraversión-introversión), imagine-mos la influencia que tendrán cambios realmente impor-tantes en la situación de una persona.

Sin lugar a dudas, el lector pensará que su propia expe-riencia desmiente la falta de coherencia de los rasgos de personalidad; pero, por las nueve razones enumeradas al final del capítulo 5, es probable que forme estereotipos de las personas y qffe crea que su conducta es más cohe-rente de lo que es. Construir una imagen sin fisuras del carácter y la disposición ajenos evita tener que pensar. Cuando se ha formado un juicio sobre alguien, se tienden a observar únicamente los aspectos de su conducta que lo confirman (correlación ñusoria). Para estar seguro de que alguien es excepcionalmente irritable o tranquilo, es ne-cesario llevar un registro tanto de su conducta como de la de los demás y, en ambos casos, de la situación. Pero pro-bablemente sea más divertido y, desde luego, mucho me-

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nos costoso en términos temporales formarse un juicio precipitado.

La falsa atribución de las causas de la conducta humana no es un asunto trivial. Los políticos americanos conside-raban el hecho de que Rusia construyera armas nucleares como un intento deliberado de dominar el mundo, aun-que pudiera tratarse asimismo de una reacción a la situa-ción a la que se enfrentaba el país; es decir, la proliferación de armas nucleares en otro país poderoso: Estados Uni-dos. Si un estudiante obtiene malos resultados, hay que decidir si se debe a sus características de personalidad (la pereza) o a'su situación (la pérdida de su novia o la muer-te de su abuela). Ahora bien, la situación no es la causa de todas las acciones, ya que he conocido a estudiantes que tenían diez abuelas con un índice de mortalidad realmen-te angustioso. No obstante, tendemos a infravalorar las causas debidas a la situación.

Otro error sobre la disposición ajena consiste en creer que los demás son mucho más parecidos a nosotros de lo que en realidad lo son. Esto se demostró en un experi-mento22 en que los sujetos tenían que llevar por todo el campus universitario una gran pancarta en la que se leía: «Arrepentios». Algunos accedieron a hacerlo y otros no. La mayoría de los que accedieron creía que otros estu-diantes también accederían, en tanto que la mayor parte de los que no accedieron creía que otros estudiantes tam-poco lo harían. Las razones para considerar que otros son semejantes a nosotros mismos son controvertidas. Puede tratarse simplemente de otro ejemplo del error de dispo-nibilidad: como nuestra conducta (a diferencia de nuestra disposición) está muy disponible para nosotros, al juzgar lo que otros harán, lo primero que se nos ocurre es lo que nosotros haríamos en su situación, lo que se convierte en la base de nuestro juicio. El error de creer que los demás son como nosotros recuerda el mecanismo de defensa psicoanalítico denominado «proyección». Según Freud,

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cuando se tiene un rasgo indeseable, como la tacañería, se tiende a verlo en los demás, posiblemente para ocultarse a uno mismo que se posee en un grado extremo. Es proba-ble que esta observación sea válida, aunque, por lo que sé, no hay pruebas. Este fenómeno es otro ejemplo de irracio-nalidad, ya sea producto de la oscura labor de la libido o simplemente del error de disponibilidad.

A lo largo del libro he dado ejemplos de cómo se con-funden las razones de las propias acciones y creencias. Las personas son conformistas, exageran el valor de todo aquello en que han realizado algún tipo de inver-sión, están sujetas al efecto de halo y distorsionan las pruebas para hacerlas coincidir con sus creencias, todo ello sin darse cuenta de las causas reales de sus acciones y actitudes.

Las personas se equivocan asimismo sobre las causas de sus estados de ánimo y emociones. En un famoso experi-mento23, se administró a los sujetos epinefrina, una droga estimulante que provoca un elevado grado de excitación. A un grupo se le dijo que era una vitamina sin efectos in-mediatos, en tanto que a los demás se les dijo que era un estimulante que los excitaría. Seguidamente se sentaron en una habitación repleta de cómplices del experimenta-dor que estaban o muy eufóricos, inflando globos y rién-dose a carcajadas entre otras cosas, o muy agresivos, no dejando de insultar a los verdaderos sujetos. La mayor parte de éstos se sintió hasta cierto punto alegre o moles-ta, dependiendo de la conducta de los cómplices. Pero lo importante es que los que habían recibido información falsa sobre la droga experimentaron cambios de humor mucho mayores que los demás. Tenían que explicarse la excitación física producida por la droga que desconocían, así que asumían que era debida a la conducta de los cóm-plices, por lo que se enfadaban o alegraban más que los

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otros. Muchos otros experimentos indican que no juzga-mos correctamente la causa de nuestras emociones24. Un grupo de sujetos varones se ejercitó en una bicicleta está-tica durante varios .minutos y posteriormente vio fotogra-fías de mujeres desnudas, considerándolas más estimulan-tes desde el punto de vista sexual que los sujetos que no se hallaban fisiológicamente excitados por el ejercicio en la, bicicleta.

Estos fenómenos se relacionan con nuestra capacidad: para encontrar una historia plausible que explique todo lo i que los demás, y también nosotros mismos, hacen o sien-ten. Nos vemos empujados a explicarnos las causas de nuestros estados de ánimo y emociones y, al hacerlo, nos solemos equivocar. Sabemos hallar una excusa cuando fracasamos en un examen o en el amor. Cuando se actúa de forma maliciosa a causa de los celos, ¿cuántos se dan cuenta de la causa real de su conducta? Durante una de las depresiones que he tenido, estaba convencido de que la causa era mi temor a que los árboles del terreno vecino, se cayeran sobre mi casa. Tenía que encontrar la causa a la depresión, pero cuando ésta desapareció, los árboles deja-ron de resultarme amenazadores. El autoengaño existe a gran escala; Freud no se equivocaba a este respecto, aun-que sí lo hacía al atribuirlo a la libido, el impulso sexual subyacente.

Una de las demostraciones más convincentes de la inca-pacidad que padecemos para determinar las causas de núestros fracasos la proporciona un estudio de la vida real llevado a cabo en la Universidad de Harvard25. Un grupo de mujeres tenía que llevar un diario en el que se registra-ran durante dos meses si habían estado de buen o mal hu-mor cada día, así como el número de elementos que podía haber influido en su estado de ánimo, como las horas de sueño de la noche anterior, el tiempo, su estado de salud, su actividad sexual y la fase del ciclo menstrual! Cuando entregaron los diarios, los investigadores los sometieron a

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un análisis matemático para averiguar el grado de relación real de estos factores con los distintos estados de ánimo. Por ejemplo, si una noche en que se dormía bien iba siem-pre seguida de un día en que se estaba de buen humor y a una noche en que se dormía mal le sucedía siempre un día de mal humor, habría una relación total entre la cualidad del sueño y el humor. Si, por el contrario, las horas de sue-ño no se relacionaban en absoluto con el humor del día si-guiente, no habría conexión y se descartaba la influencia del sueño en el estado de ánimo.

Cuando terminaron los diarios, se pidió a las mujeres que evaluaran el grado en que ellas creían que cada uno de los posibles factores había influido en su estado de ánimo. Sorprendentemente, sus evaluaciones guardaban escasa o nula relación con los factores que había revelado el análisis matemático. En el análisis era muy importante el día de la semana de que se tratara («domingo, maldito domingo») y la cualidad del sueño carecía de importancia. Sin embargo, las mujeres, tomadas en grupo, consideraron que el sueño era el factor individual más importante, en tanto que el día de la semana carecía comparativamente de importancia. Además, no hubo correlación entre las evaluaciones indivi-duales de los factores y su importancia en el análisis. De hecho, cuanto más había influido el día de la semana o el tiempo en el estado de ánimo de la mujer, menor impor-tancia le atribuía ésta. En resumen, las personas no son buenos jueces de sus instados de ánimo y emociones.

MORALEJA

1. Desconfíe de la explicación de un hecho en que la causa y el efecto son similares, aunque provenga de una autoridad en la materia.

2. Desconfíe de todo hallazgo epidemiológico, a no ser que esté apoyado por pruebas más fiables.

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3. Examine si un hecho puede tener otras causas que la primera que se le haya ocurrido.

4. Al establecer la causa y el efecto, considere la posi-bilidad de que actúen en dirección opuesta a la primera que haya pensado.

5. Dude de toda relación causal que carezca de una teoría subyacente que la explique.

6. Recuerde que, en la mayoría de los casos, es tan sensato razonar de efecto a causa como de causa a efecto. 1

7. Al atribuir la responsabilidad de una acción, no se deje influir por la magnitud de su efecto.

8. No atribuya la responsabilidad de una acción a na-die sin tener en cuenta primero lo que otros habrían he-cho en tales circunstancias.

9. No asuma que los demás son como usted. 10. Coma lo que le guste.

NOTAS

1 La cita está tomada de Nisbett, R., y Ross, L., Human Inference: Strategies and shortcomings of social judgment, Englewood Cliffs, Prenti-ce-Hall, 1980.

2 Nisbett, R , y Ross, L., op. cit. 3 Para una revisión crítica de los estudios sobre la ingesta de colesterol

ver Totman, R., Mind, Stress and Health, Londres, Souvenir, 1990, del que a no ser que no se especifique lo contrario, están tomados los siguientes estudios.

4 Booth-Kewley, S.. y Friedman, H., «Psychological predictors of heart disease: a quantitative review», Psychological Bulletin, 1987, 101, 343-362.

5 Huff, D., How to Lie with Statistics, Londres, Gollancz, 1954. 6 Bollas, C., Forces ofDestiny: Psychoanalysis and human idiom, Lon-

dres, Free Association, 1989. 7 Smith, J. C„ Glass, G. V., y Miller, J. I., The Benefits ofPsychothe-

rapy, Baltimore, Johns Hopkins Press. 8 Fisher, R. A., «Lung cáncer and cigarettes», Nature, 1958,182,108. 9 Dolí, R., y Peto, R , «Mortality in relation to smoking:-20 year:

observations on British doctors', British Medical Journal, 1976, 290. 1525-1536.

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10 Eysenck, H. J., Smoking, Health and Personality, Londres, Weiden-feld, 1965.

11 Meehl, P., Clinical vs. Statistical Prediction, Minneapolis, Universiy of Minnesota Press, 1955.

12 Para las operaciones de anginas y otras aberraciones médicas, ver Malleson, A., Need Your Doctor he so Useless?, Londres, Alien and Un-win, 1973.

13 Tversky, A., y Kahneman, D., «Causal schemas in judgments under uncertainty», en Kahneman, D., Slovic, P., y Tversky, A. (eds.), Judg-ment Under Uncertainty: Heuristics and hiases, Cambridge, Cambridge Universiy Press, 1982.

14 Walster, E., «Assignment of responsibiliy for an accident», Journal of Personality and Social Psychology, 1966,3,73-79.

15 Piaget J., The Moral Judgment ofthe Child, Londres, Routledge and Kegan Paul, 1932 [hay ed. cast.: El criterio moral en el niño, Martínez Roca, 1984].

16 Miller, A. G., Gillen, B., Schenker, C., y Radlove, S., «Perception of obedience to authoriy», Proceedings of the 81stAnnual Convention ofthe AmericalPsychological Association, 1973, 8, 127-128.

17 Bierbrauer, G., «Effect of set, perspective and temporal factors in at-tribution», unpublished doctoral dissertation, Stanford University, 1973.

18 Ross, L., Amabile, T. M., y Steinmetz, J. L., «Social roles, social control, and biases in social-perception processes», Journal of Personality and Social Psychology, 1977,35,485-494.

19 Para una discusión del error crítico de atribución fundamental ver Nisbett, R., y Ross, L., Human Inference: Strategies and shortcomings of social judgment, Englewood Cliffs, Prentice-Hall, 1980,122-127.

20 Storms, M. D., «Videotape and the attribution process: reversing actors "and observers" point of view», Journal of Personality and Social Psychology, 1973,27,165-175.

21 Pruebas de la incoherencia de los rasgos del carácter se hallan en Mischel, W., Introduction to Personality, 4." edición, Nueva York, Holt, Rinehart and Winston, 1®86.

22 Ross, L., Greene, D., y House, P., «The false consensus phenome-non: an attributional bias in self perception and social perception pro-cesses», Journal ofExperimentalSocialPsychology, 1977,13,279-301.

23 Schachter, S., y Singer, J., «Cognitive, social and psychological de-terminants of emotional state», Psychological Review, 1962,65,379-399.

24 Cantor, J . R., Zillman, D., y Bryant. J., «Enhancement of experien-ced arousal in response to erotic stimuli through misattribution of unre-lated residual arousal», Journal of Personality and Social Psychology, 1975,32,69-75.

25 Weiss, J.. y Brown, P., «Self-insight error in the explanation of mood'», unpublished manuscript, Harvard University, 1977.

Capítulo 15

Malinterpretar las pruebas

Ya hemos visto que se distorsionan las pruebas para i que coincidan con las propias creencias. En este capítulo vamos a demostrar que, incluso cuando se carece de ideas preconcebidas, se malinterpretan las pruebas de forma sistemática.

He aquí dos sencillos problemas1. En primer lugar, pensemos en una moneda que se lanza al aire seis veces con estos tres posibles resultados (C indica «cara» y X in-dica «cruz»): 1) X X X X X X ; 2) XXXCCC; 3) X C C X X C Pregúntese el lector cuál de estas tres secuencias específi-cas tiene más probabilidades de ocurrir. La mayoría elige la secuencia XCCXXC, aunque, en realidad, las tres tie-nen idénticas posibilidades. El error deriva de que parece haber un elemento de orden en las dos primeras secuen-cias, de que no parecen fortuitas, ya que no es habitual ob-tener secuencias completas de cara o cruz al lanzar varias veces una moneda. El razonamiento, quizá inconsciente,

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Malinterpretar las pruebas 235

que subyaee es que, como hay más secuencias no ordena-das que ordenadas, la secuencia no ordenada es más pro-bable que las otras dos. Pero este razonamiento es erró-neo, pues no tiene en cuenta que se trata de una secuencia no ordenada concreta, por lo que no tiene mayores proba-bilidades de ocurrir que cualquier secuencia ordenada. Suponiendo que la moneda no esté trucada, la probabili-dad de obtener cara (o cruz) en cada lanzamiento es del 50 por ciento y, en consecuencia, cualquier secuencia tie-ne la misma probabilidad de ocurrir, concretamente una probabilidad entre sesenta y cuatro.

Éste es un ejemplo del llamado «error de representativi- • dad». No distinguimos con facilidad secuencias mezcladas I diferentes y, puesto que la secuencia de caras y cruces que resulta de lanzar una moneda al aire suele estar más veces desordenada que ordenada, creemos que la tercera se-cuencia es representativa del resultado habitual frente a las dos primeras, por lo que la consideramos más probable.

En el segundo problema2, se nos dice lo siguiente: «Mi vecino de Londres es catedrático. Le gusta escribir poesía, es bastante tímido y bajo», y seguidamente se nos pregun-ta si es más probable que sea catedrático de chino que de psicología. La mayoría de las personas da una respuesta equivocada: que es más probable que sea catedrático de chino. La respuesta correcta es que es más probable que lo sea de psicología. Aunque su descripción coincide con la de un catedrático Ée chino, en Inglaterra hay muchos más catedráticos de psicología que de chino. En realidad, hay tan pocos de los últimos que es mucho más probable que haya muchos más catedráticos de psicología que sean tímidos, escriban poesía y sean bajos que catedráticos de chino con similares atributos. Pero como la descripción es representativa de un catedrático de chino, las personas lle-gan a la precipitada conclusión de que se trata de uno de ellos, sin tener en cuenta el escaso número de catedráticos en dicha materia.

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Se ha demostrado que la confianza en el hecho de que alguien sea un ejemplo típico de un grupo determinado de personas conduce a otro error aún más extraordinario3. A los sujetos se les dieron breves descripciones de personas; por ejemplo, se les decía: «Linda tiene treinta y un años, es soltera, franca y muy inteligente. Se especializó en filoso-fía. Cuando era estudiante, le preocupaban mucho los te-mas relacionados con la discriminación y la justicia social y también tomó parte en manifestaciones antinucleares». Seguidamente, los sujetos tenían que ordenar las siguien-tes afirmaciones sobre Linda por su probabilidad de que fueran verdaderas. El orden de presentación difería de un sujeto a otro.

a) Linda es maestra en un colegio de primaria. b) Linda trabaja en una librería y acude a clases de yoga. c) Linda es una activa feminista. d) Linda es asistente social especializada en psiquiatría. e) Linda es miembro de la Liga de Mujeres Votantes. f) Linda es cajera de un banco. g) Linda es vendedora de seguros. h) Linda es cajera de un banco y una activa feminista.

Ni que decir tiene que los sujetos consideraron más probable que Linda fuera feminista (afirniacióefc) que ca-jera de un banco (afirmación f). Pero cuando tuvieron que comparar la probabilidad de que Linda fuera una cajera feminista (afirmación h) y de que sólo fuera cajera, consi-deraron mucho más probable lo primero. Este juicio no es correcto: es evidente que hay más mujeres cajeras de ban-co que cajeras de banco feministas, por la sencilla razón de que algunas cajeras no son feministas. El error se pro-duce debido a que la descripción de Linda es típica (re-presentativa) de una feminista, por lo que encaja en dos de las categorías cuya probabilidad conjunta deben juzgar los sujetos. De forma irracional, el hecho de que proba-

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blemente sea feminista incrementa, en opinión de los suje-tos, la probabilidad de que pertenezca a ambas categorías (feminista y cajera). En términos más técnicos, los sujetos ' establecen la media de ambas probabilidades en vez del multiplicarlas. Si la probabilidad de que Linda sea femi-) nista es 0,7 y la de que sea cajera 0,1, la de que sea una ca-jera feminista es 0,07, no 0,4. Cuando se les plantea la pre-gunta, incluso personas con conocimientos de cálculo de probabilidades y estadística, como los licenciados en psi-cología o pedagogía, cometen el mismo error, al igual que los médicos y los estudiantes de ciencias empresariales.

Este tipo de error provoca el siguiente efecto. Cuando se le cuenta a alguien una cosa muy poco plausible, es más probable que se lo crea si al mismo tiempo se le cuenta algo muy plausible. Pero una cosa poco plausible —que' es lo mismo que decir improbable— no se vuelve más probable porque vaya unida a algo muy probable. De he- ' cho, la probabilidad de que todo el material sea verdad I disminuye al añadir material extra, por muy plausible que j sea. Esta situación es idéntica a la del experimento que acabamos de describir: la presencia de material plausible tiende a aumentar la creencia en la afirmación no plausi-ble. Este truco lo emplean todos los mentirosos consuma-dos, así como muchos abogados. Pero hay que añadir que interviene otro mecanismo.

Cuando alguien realiza una serie de afirmaciones plau-sibles, aumenta nufstra creencia en su veracidad, lo que nos lleva a creer sus afirmaciones menos plausibles. Las agencias de publicidad hacen un uso abundante de esta artimaña. En realidad, la fuerzan un poco al intentar en-contrar eslóganes que resulten creíbles para el grupo de personas a quien se dirige el producto, pero no para otros. Por ejemplo, anuncian un alimento para perros llamado Yup-Yup con el eslogan: «Los perros son como las perso-nas», que es probable que únicamente los amantes de los perros estén dispuestos a creer. La creencia del dueño de

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un perro en la verdad de este eslogan lleva a otorgar cre-dibilidad a la afirmación posterior del anuncio: «Yup-Yup mantiene el pelo de su perro más brillante, le proporciona seguridad», etc. Pero .el eslogan que afirma que los perros son como las personas tiene otros dos efectos: en primer lugar, el selecto grupo de amantes de los perros cree que el anunciante tiene buen criterio, por lo que es de fiar, ya que les transmite una verdad de gran valor sentimental para ellos, que el público en general no comparte; en se-gundo lugar, identifica al anunciante con el grupo de los amantes de los perros, por lo que la lealtad hacia el propio grupo, de la que ya hemos hablado, hace muy probable la decisión de comprar el producto. En resumen, el engaña-do dueño del perro se apresura a comprar Yup-Yup por-que el anunciante le ha demostrado, al mismo tiempo, que es plausible, que tiene buen criterio y que pertenece al mismo grupo que los amantes de los perros.

Se ha demostrado la existencia de un error relacionado con éste, aunque tal vez más inesperado4. Los sujetos eran estudiantes que seguían un curso superior de asistencia social a quienes se dio información sobre un cliente imagi-nario que creía tener un problema emocional. Cuando se dijo que el cliente «tenía fantasías sexuales sadomasoquis-tas», los sujetos creyeron probable que sometiera a niños a abusos deshonestos. Pero cuando a otro grupo de suje-tos se le dijo que el cliente «tenía fantasías sexuales sado-masoquistas, reparaba coches antiguos en su tiempo Ubre y una vez se fugó del colegio», la probabilidad de que cre-yeran que sometía a los niños a abusos deshonestos dismi-nuyó de forma considerable. Sin embargo, la información adicional es totalmente irrelevante con respecto a las ten-dencias sexuales del cliente. Su normalidad llevó a creer a los asistentes sociales que no era un desviado sexual, cuan-do, por lo que sabemos, los que abusan de los niños tienen la misma probabilidad de reparar coches que cualquier persona. El error también podía deberse a la creencia,

Malinterpretar las pruebas 239

probablemente inconsciente, de que un porcentaje muy pequeño de los que reparan coches antiguos abusan de los niños, sin que se tenga en cuenta, al mismo tiempo, el he-cho de que el porcentaje es el mismo para los que no los re-paran. Se trata de otro ejemplo en que no se presta aten-ción a los casos negativos, como se ha explicado en el capí-tulo 12. En resumen, la capacidad de inferir algo a partir de otra cosa desaparece al incluir información irrelevante.

He descrito tres errores distintos: suponer que algo pertenece a una categoría porque es típico de ella, sin te-ner en cuenta el tamaño de la misma; tender a creer que, ; porque parte de una descripción es verdad, debe serlo ¡ toda, y tender a que el efecto de la información no habi- ; tual sobre alguien disminuya cuando se le describe como ' normal en otros aspectos (irrelevantes). Estos errores se producen porque las personas se guían por el hecho de que un elemento sea representativo de un grupo: si lo es, no tienen en cuenta las probabilidades o posibilidades reales. La incapacidad de enfrentarse a las probabilidades sin una formación especial se ilustra con un ejemplo de la vida real. En Gran Bretaña mueren de enfermedad car-díaca aproximadamente 300.000 personas al año y unas 55.000 de cáncer de pulmón. Ser un fumador empederni-do multiplica por dos la probabilidad de morir de enfer-medad cardíaca y p©r diez la de morir de cáncer de pul-món. La conclusión mayoritaria sería que el tabaco causa más cánceres de pulmón que enfermedades cardíacas y, de hecho, tanto en Gran Bretaña como en los demás paí-ses, las campañas gubernamentales contra el tabaco se ba-san fundamentalmente en tal supuesto. Pero es falso. Si se tiene en cuenta la mayor frecuencia de las enfermedades cardíacas, por cada fumador que padece cáncer más de dos personas mueren de enfermedad cardíaca. El siguien-te cálculo sencillo (en el que se supone que la mitad de la

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población adulta fuma) demuestra cómo se alcanza esta conclusión. Puesto que fumar multiplica por dos el riesgo de morir de enfermedad cardíaca, mueren al año 200.000 fumadores y 100.00Q.no fumadores. Pero 100.000 fuma-dores habrían muerto aunque no fumaran, lo que signifi-ca que 100.000 fumadores mueren al año por fumar. Del mismo modo, unos 55.000 fumadores mueren de cáncer de pulmón; puesto que 5.000 habrían muerto aunque no fumaran, 50.000 lo hacen por fumar. En consecuencia, aproximadamente el doble de fumadores muere de enfer-medad cardíaca que de cáncer de pulmón.

Es menos importante comprender cómo se opera con estas cifras que darse cuenta de que, cuando se recibe nueva información sobre la probabilidad de un hecho, hay que unir dicha probabilidad a la del hecho en ausen-cia de la nueva información, probabilidad que se conoce como tasa de base (o probabilidad a priori). El teorema formal que determina cómo se debe operar con estas pro-babilidades fue propuesto por Thomas Bayes, un mate-mático inglés de la primera mitad del siglo xvm. A pesar de lo antiguo del teorema, su falta de uso es endémica. No lo emplean los médicos, ni los abogados, ni los directores de empresa, ni los generales, etc.

Muchos estudios experimentales han demostrado este fallo. Éste es el más conocido5. Se dijo a los sujetos que en una ciudad había dos compañías de taxis, la Azul, que po-seía el 85 por ciento de los taxis y la Verde, con el 15 por ciento. Un taxi atropella a una persona y su conductor se da a la fuga. Hay un testigo que cree que el taxi era verde. Se llevan a cabo una serie de pruebas que revelan que la testigo identifica correctamente el color del taxi el 80 por ciento de las veces, en las mismas condiciones de ilumina-ción en que tuvo lugar el accidente; el 20 por ciento res-tante confunde un taxi azul con uno verde. La pregunta es si es más probable que el taxi del accidente sea azul o ver-de. La mayoría de los sujetos se inclina por el verde, pero

Malinterpretar las pruebas 240

se equivoca. Aunque el juicio de la mujer suele ser acerta-do, hay muchos más taxis azules que verdes. La probabi-lidad de que haya visto un taxi azul (0,85) y de que haya creído que era verde (0,2) es 0,85 xO ,2 = 0,17, mientras que la probabilidad de que haya visto un taxi verde (0,15) y de que haya creído que era verde (0,8) es 0,15 x 0,8 = 0,12 (estas cifras no se suman a 1 porque todos sus otros juicios posibles serían «azul»). Esto significa que las pro-babilidades de que el coche fuera verde son 12 frente a 17, o dicho de otro modo, la probabilidad de que fuera verde sólo es de 0,4. Los sujetos se equivocan porque prestan demasiada atención a las nuevas pruebas sobre un hecho (el juicio de la mujer) y no suficiente a la frecuencia gene-ral del mismo (la frecuencia de taxis verdes).

Un interesante ejemplo tomado de la vida real6, en el que intervienen una empresa estadounidense y un detec-tor de mentiras, demuestra que no se tienen en cuenta las tasas de base. El detector se emplea mucho más en Esta-dos Unidos que en Gran Bretaña, como corresponde a un país cuyos presidentes, desde Washington a Nixon, han demostrado su interés por la mentira (o por no mentir). El detector mide la conductividad eléctrica de la piel, la tasa de respiración y el tono de la voz, que se incrementan cuando se está tenso o excitado. Se hacen varias preguntas inocuas, intercaladas con otras, más o menos sutiles, que sugieren la respuesta,que se quiere obtener, como: «¿Atra-có ayer el Chase Manhattan Bank?», ante las que se supo-ne que, si se es culpable, las medidas del detector de men-tiras se incrementarán. Este aparato no es perfecto por va-rias razones, entre ellas la de la excitación provocada por el miedo de ser acusado. Se sabe que es falible, aunque sólo sea por las personas a las que ha hallado culpables de robo y que, posteriormente, han sido exoneradas al des-cubrirse al verdadero culpable. No obstante, las empresas norteamericanas lo emplean mucho para descubrir a los empleados que roban.

241 Irracionalidad

Ahora bien, supongamos que el índice de éxito del de-tector sea del 90 por ciento (es mucho menor, desde lue-go); es decir, una de cada 10 personas inocentes de una respuesta positiva y una de cada 10 culpables, una negati-va (en la práctica, no es probable que ambas cifras sean la misma). Todo empleado al que se declara culpable es des-pedido de la empresa. Teniendo esto en cuenta, 9 perso-nas de cada diez culpables son correctamente declaradas como tales por cada persona que, siendo inocente, es con-siderada culpable de forma errónea. Es posible que a los directores de empresa (aunque no a mucha otra gente) esto les parezca aceptable. Pero este razonamiento es fal-so. Es más probable que haya más empleados que no roben que ladrones. Tomemos como ejemplo una em-presa de 1.000 empleados, en la que, durante un año, roba el 1 por ciento de ellos (10), en tanto que el 99 por ciento no lo hace (990). Todos los empleados se someten a la prueba y nueve de cada 10 culpables (el 90 por ciento) no la pasa. Pero, hay que tener en cuenta que 990 trabaja-dores son inocentes y que 99 de ellos (el 10 por ciento) tampoco la pasa. En consecuencia, por cada persona ha-llada culpable en la prueba, casi 10 inocentes son falsa-mente acusados. Al tener en cuenta la «tasa de base», re-sulta que sufren muchos más inocentes que culpables.

Hay que añadir que hay formas más inteligentes de em-plear el detector de mentiras. Por ejemplo si ha desapare-cido un ordenador último modelo, se puede enseñar a los empleados diversos tipos de ordenador y sólo la persona que conoce cómo es el que falta responde de forma selec-tiva en el detector ante éste y no ante los otros. Teórica-mente, por tanto, no se puede declarar culpable a un ino-cente simplemente porque su estado nervioso se manifies-ta en el detector. Sin embargo, rara vez se emplean estos métodos más sutiles y, cuando se hace, queda en pie la po-sibilidad de equivocarse. En consecuencia, puesto que hay muchos más inocentes que culpables, el detector de

Malinterpretar las pruebas 242

mentiras tiende a descubrir a menos culpables que a ino-centes. A pesar de tales problemas, muchos estados ame-ricanos continúan usándolo.

No tener en cuenta la tasa de base puede traducirse en graves errores al interpretar los resultados de las pruebas médicas. Explica por qué los médicos no emplean las ma-mografías de forma correcta, como se describía en el capí-tulo 13. Este es otro ejemplo7. Al personal y a los estu-diantes de la Escuela de Medicina de Harvard, probable-mente la institución médica más prestigiosa del mundo, se les preguntó qué porcentaje de pacientes que dieran posi-tivo en la prueba de una enfermedad la tendría realmente, teniendo en cuenta que se presentaba en una de cada mil personas y que el 5 por ciento de las que no la tenían daba positivo en la prueba. Aproximadamente la mitad de los 60 estudiantes de medicina a los que se les planteó la pre-gunta respondió que el 95 por ciento. Sólo 11 dieron la respuesta correcta: el 2 por ciento. Es evidente que una elevada inteligencia no impide cometer crasos errores.

Las probabilidades desconciertan aunque no se requie-ra realizar cálculo alguno. Éste es un ejemplo, tomado de nuevo de la medicina, que ofrece Barón8. A los sujetos se les dijo: «Un paciente tiene un 0,8 de probabilidades de padecer umfitis. Un resultado positivo en una prueba de rayos z confirmaría el diagnóstico, en tanto que uno nega-tivo no sería concluyente; si el resultado es negativo, la probabilidad se reduciría a un 0,6. El tratamiento de la umfitis es desagradable, y es tan malo tratar a un paciente que no padece la enfermedad como no tratar a uno que la padece. Si la prueba de los rayos z fuera la única que us-ted pudiera hacer, ¿la haría?».

Muchos sujetos creyeron que la prueba debía realizarse cuando, de hecho, no era necesaria. Aunque los resulta-dos sean negativos, el paciente tiene más probabilidades de padecer la enfermedad que de no padecerla (la proba-bilidad es de un 0,6 como mínimo), así que es evidente

I I

244 Irracionalidad

que todos los pacientes deberían ser sometidos a trata-miento con independencia del resultado de la prueba. Ba-rón cuenta la anécdota de un médico que quería realizar un escáner muy caro.de la espalda de un paciente, aunque sabía que descansar era el único tratamiento posible, afir-mando que «quería confirmar una impresión diagnósti-ca». Pero semejante celo para obtener una confirmación inútil es perjudicial para el cuerpo del paciente, en el caso de que se trate de una prueba desagradable, o para su bol-sillo, si es cara. Por si acaso el lector cree (con toda razón) que no basta con fiarse de las anécdotas, en 1990 la Real Sociedad Británica de Radiólogos y Anestesistas publicó un informe en el que se concluía que en Gran Bretaña mueren al año 250 personas por ser sometidas a rayos x de forma innecesaria. No se debe realizar una prueba médica a menos que sus resultados influyan en el tratamiento.

He aquí un problema que no requiere prácticamente conocimiento alguno de las probabilidades para ser re-suelto9. Se nos dice que hay tres tarjetas, una blanca por ambos lados, otra roja por ambos lados y la tercera con un lado rojo y el otro blanco. Se nos muestra una de ellas so- l'Ji bre una mesa con la cara roja hacia arriba. ¿Cuál es la pro-babilidad de que sea la tarjeta roja por ambos lados? Tra-te el lector de contestar a la pregunta antes de continuar leyendo. La gran mayoría de las personas (entre las que me incluyo) contesta que la probabilidad es de 1/2; no i < puede ser una tarjeta blanca por los dos lados, así que tie-ne que ser una de las otras dos: la roja por ambos lados o | la roja por un lado y blanca por el otro. Se equivocan. La ' cara roja visible puede ser una de las tres caras rojas posi- I* bles. Puede ser la cara roja de la tarjeta roja y blanca, o una de las dos caras de la tarjeta roja por ambos lados. De es-tas tres posibilidades, la cara oculta es roja en dos de ellas y blanca en una. Por tanto, la probabilidad de que la otra cara sea roja (la tarjeta roja por ambos lados) es de 2/3, no de 1/2. No está claro por qué se comete este error. Tal vez

Malinterpretar las pruebas 245

el número de tarjetas posibles (dos) esté más disponible que el número de caras rojas posibles (tres).

Cabría sostener que se combinan mejor diferentes prue-bas cuando se conoce con seguridad el resultado que cuando sólo posee cierto grado de probabilidad, por lo que los fallos de este capítulo carecerían de importancia. Por desgracia, en casi todos los juicios importantes inter-vienen elementos de incertidumbre. Pensemos, por ejem-plo, en el general que intenta determinar qué estrategia puede tener mayores posibilidades de éxito, en el médico que trata de inferir una enfermedad por los síntomas que presenta el paciente o en el jurado que tiene que decidir "si el acusado es culpable tras haber escuchado muchas prue-bas contradictorias. Antes de referimos a otros casos de la vida real, vamos a realizar algunos comentarios sobre el empleo de la estadística.

El conocimiento general de la estadística suele ser rudi-mentario o inexistente. Para muchos, «estadística» es un término desprestigiado. Se escuchan cosas como: «La es-tadística puede demostrar cualquier cosa», lo que sólo es cierto si se emplea de forma incorrecta. En realidad, me-nospreciar la estadística suele ser un mecanismo propio de ignorantes para proteger la propia estima. Muchos lec-tores pensarán que no se puede esperar que todo el mun-do sepa estadística jE> conozca el cálculo de probabilida-des, pero todos realizamos juicios estadísticos intuitivos en muchas ocasiones y nuestra falsa intuición provoca gra-ves errores. Aunque bay muchas personas que no podrían llevar a cabo la clase de cálculos que aparecen en las pági-nas anteriores, pensarían de forma más racional si fueran conscientes de que hay que tener en cuenta tasas de base y, a pesar de que no obtuvieran respuestas precisas, se aproximarían mucho más a la verdad. No hay duda de que se puede sensibilizar a la gente con respecto a la for-

246 Irracionalidad

ma general de combinar las probabilidades y los requisi-tos para concluir que dos hechos están relacionados, como se explica en el capítulo 12, sin que sea necesario un aprendizaje formal de la estadística o del cálculo de pro-babilidades (en que se basa toda la estadística). Más ade-lante vamos a demostrar que, en muchas circunstancias, el pensamiento racional —es decir, el pensamiento que lleva a la conclusión más probablemente correcta— debe ba-sarse en la manipulación de cifras. Como señalaba Poinca-ré: «La matemática es el lenguaje en que no se pueden ex-presar pensamientos vagos o imprecisos». .

La falta de comprensión intuitiva del razonamiento es-tadístico rudimentario se ilustra de nuevo con estos dos experimentos10. A los sujetos se les dice que hay dos hos-pitales en una ciudad, uno grande con un ala de obstetri-cia donde se produce una media de 45 nacimientos dia-rios, y otro más pequeño, donde la media es de 15 naci-mientos diarios. A lo largo del año nace igual número de niñas que de niños. Se pregunta a los sujetos en cuál de los dos hospitales habrá más días en que el 60 por ciento de los bebés que nazcan sean varones. La mayoría de los su-jetos cree que no hay diferencia, cuando, en realidad, en el hospital pequeño hay el doble de días en que el 60 por ciento de los bebés son varones. Esto ilustra un importan-te principio: cuando se producen hechos distintos con un cierto grado de probabilidad, cuanto más amplia sea la se-cuencia de acontecimientos más se aproximará la frecuen-cia real de éstos a su verdadera frecuencia. Para entender-lo, imaginemos que lanzamos una moneda al aire cuatro veces. Hay 16 secuencias posibles de cara y cruz. Sólo en una de ellas siempre sale cara, por lo que la probabilidad de un 100 por cien de caras es de una entre 16. Ahora ima-ginemos que lanzamos la moneda 10 veces. Las secuencias posibles son ahora 1.024, de las que sólo una de ellas es siempre cara, por lo que la probabilidad de obtenerla se reduce a menos de una entre 1.000. Para hacerlo más sen-

Malinterpretar las pruebas 247

cilio, he elegido un caso extremo, un 100 por cien de ca-ras, pero idénticas consideraciones son aplicables si se elige, por ejemplo, el 75 por ciento de caras. En el nú-mero menor de lanzamientos habría mayores probabili-dades de obtener este porcentaje de caras. La regla de que cuanto mayor es la muestra más probable es que la frecuencia de los hechos se aproxime a la frecuencia real se denomina «la ley de los grandes números». Tiene im-plicaciones para todo el mundo, incluyendo los jugado-res de squash. Como afirman Kahneman y Tversky, un partido de squash consta de 9 o 15 puntos. El mejor ju-gador tiene mayores probabilidades de ganar en un par-tido de 15 puntos.

El segundo ejemplo11 de razonamiento defectuoso se basa en el desconocimiento de la ley de los grandes núme-ros. Los sujetos tuvieron que imaginar una urna con bolas rojas y blancas. Dos tercios de ellas son de un color y el tercio restante del otro. Se les dice asimismo que el sujeto A extrae cinco bolas, cuatro de las cuales son rojas. El su-jeto B extrae veinte bolas, doce de las cuales son rojas. Los sujetos tienen que decidir cuál de los dos sujetos, A o B se sentirá más seguro de que los dos tercios de las bolas sean rojas. La mayoría cree que es el sujeto A, porque extrae una proporción mayor de bolas rojas. No es así. Debido a la ley de los grandes números y al tamaño mayor de la muestra que ha extraído, el sujeto B tiene el doble de pro-babilidades de que¡f sea correcta su suposición de que la urna contiene dos tercios de bolas rojas.

Antes de extraer conclusiones de un número limitado de hechos (una muestra) seleccionado de entre un núme-ro de hechos mucho mayor (la población), es importante saber algo sobre la estadística de las muestras. En las en-cuestas se hace un uso cuidadosamente calculado de las muestras para descubrir la intención de voto. Se puede es-tablecer con antelación el tamaño de la muestra necesario para obtener un resultado con una probabilidad pequeña

248 Irracionalidad

y fija de error no superior a una cifra determinada; por ejemplo, el 1 por ciento. Pero hay factores que escapan al control del encuestador, como que los sujetos mientan o que cambien de opinión antes de votar, que provocan errores considerables.

Muchos experimentos demuestran el fallo a la hora de considerar el tamaño de la muestra. En uno de ellos12 se ¡ leyó a estudiantes estadounidenses una lista de evaluacio-nes sobre diversos cursos realizadas por estudiantes más avanzados en la carrera o se reunieron con dos o tres de ellos, que les expusieron de forma oral sus evaluaciones, añadiendo breves comentarios para apoyar sus juicios. La elección que realizaron los estudiantes de los cursos que harían se vio mucho más influida por la conversación cara a cara con unos cuantos estudiantes que por la lectura de las evaluaciones de un número mayor de ellos. En este caso, como suele suceder, el error de disponibilidad dis-torsiona el juicio, haciendo olvidar a los estudiantes la-im-portancia del tamaño de la muestra. Hablar, con unos cuantos estudiantes, que no forman una muestra, repre-sentativa, les produjo una mayor impresión que leer los datos escuetos recogidos de una muestra mucho más amplia.

Nisbett y Ross señalan que este error es general en el sistema judicial estadounidense. Las estadísticas sobre el ^ índice de asesinatos en los estados que han abolido la pena de muerte y en los que la mantienen raramente se ci-tan en el Tribunal Supremo, y las .decisiones se toman ba^ sándose en un reducido número de historias jadlviduiles. Esto recuerda el comentario que suelen hacer los fumado-res: «Mi padre murió a los noventa y nueve años y fuma-ba cien cigarrillos al día» o el equivalente de los bebedo-res: «Mi abuelo se bebía una botella de ginebra para desa-yunar y jamás estuvo enfermo». Es fácil hallar este tipo de casos; y como son tan espectaculares están fácilmente dis-ponibles y pueden convencer a algunos de que fumar o

Malinterpretar las pruebas 249

beber no es perjudicial. Pero lo que cuenta, no es el caso individual, que puede o no ser excepcional, sino la proba-bilidad-de morir o de enfermar por fumar o beber; que sólo se puede establecer examinando una amplia muestra representativa de fumadores y bebedores.

Los juicios irracionales suelen ser, por tanto, resultado del exceso de atención hacia las muestras pequeñas, que tienden a producir resultados atípicos. Pero hay otro mo-tivo por el que los juicios basados en muestras suelen ser erróneos. Aunque la muestra sea lo suficiente grande, puede que no se ponga cuidado en que no esté sesgada. Yo mismo he sido víctima de este error. La mayoría de los australianos que uno conoce, en Londres, en los bares de Earls Court Road, hablan alto y son juerguistas, en tanto que las mujeres son fuertes y de piernas largas. Además, los medios de comunicación británicos suelen retratar al hombre australiano como algo tosco y dado a llevar som-breros con corchos colgando. Cuando fui por primera vez a Sidney, me quedé asombrado al comprobar que ningún corcho colgaba de los sombreros y que hombres y mujeres eran extremadamente corteses y amables. Es-esádente-que la muestra. que bahía conocido ea-Lond-res»estaba^esgada, es= decir, no era representativa de la mayoría de los austra-lianos. Puede que el país exporte a sus matones y que la gente normal se quede allí.

Varios experimentos demuestran el fallo de no tener-en cuenta" el grade def representatividad de la muestra. En uno de ellos13, los sujetos vieron un vídeo de una entrevis-ta con una persona que fingía ser funcionario de prisiones. La mitad de los sujetos vio a un carcelero totalmente inhu-mano que calificaba a los presos de animales, sin posibili-dad de redención. La otra mitad vio a un funcionario hu-manitario que creía en la rehabilitación de los presos. Dentro de cada grupo de sujetos, a unos se les dijo que el funcionario que habían visto era típico, a otros que no lo era en absoluto y a otros no se les dio ninguna informa-

250 Irracionalidad •

ción al respecto. La información sobre su grado de repre-sentatividad no supuso prácticamente diferencia alguna en la influencia del vídeo sobre la opinión de los sujetos con respecto al sistema de prisiones. La mayoría de los que vieron al funcionario agradable creía que, en su con-junto, los funcionarios trataban a los presos con justicia y se preocupaban de su bienestar, en tanto que los que ha-bían visto al desagradable creían exactamente lo contrario. Así que incluso cuando se advierte que un único caso lla-mativo no es representativo, se tiende a creer que lo es y a juzgar a toda la población (en este caso los funcionarios de prisiones) del,mismo modo. Basar los juicios en una mues-tra demasiado pequeña o sesgada desempeña un papel im-portante en las creencias irracionales y, como hemos visto, es parcialmente responsable de los estereotipos.

Por desgracia, la falta de sensibilidad hacia el tamaño de la muestra y hacia su grado de representatividad no se limita a los individuos, sino que es extensible a las organi-zaciones, que deberían ser más conscientes. Un ejemplo sorprendente14 fue la predicción, basada en un cuestiona-rio que el Literary Digest envió por correo, de que Roose-velt perdería las elecciones presidenciales de 1937 por un amplio margen. Sólo el 23 por ciento completó y devolvió el cuestionario y, además, la mayoría era de clase acomo-dada. Como señala John Paulos, no hay que fiarse mucho de las cifras que ofrecen columnistas como Shere Hite so-bre el número de personas que tienen aventuras extrama-trimoniales, porque, estas personas, además de mentir de forma descarada, tienden más a leer su columna que las que no tienen una aventura y, entre los que la leen, en más probable que la contesten quienes la tienen.

La organización de consumidores más importante de Gran Bretaña, que publica la revista Which?, no suele re-conocer la importancia del tamaño de la muestra. Publi-can análisis comparativos de diversas marcas de produc-tos, evaluándolos de diversas formas, sin mencionar cuán-

Malinterpretar las pruebas 251

tos productos de cada modelo han sometido a prueba. Se tiene la impresión de que la mayor parte de las veces, si no todas, sólo analizan uno. Después evalúan cada modelo según distintos criterios. Por ejemplo, en el número de mayo de 1990, hay un informe de 43 aspiradoras. Se ana-liza en cada modelo la cantidad de polvo que recoge, la cantidad de fibra que aspira, la obstrucción de la bolsa, el funcionamiento del indicador de que la bolsa está llena, el bloqueo de los tubos, el poder de aspiración, la cantidad de polvo que expulsa, el ruido y la durabilidad. Lo que Which? no tiene en cuenta es la posibilidad de que haya tantas variaciones entre las muestras de un mismo modelo como entre modelos y de que sus «productos recomenda-dos» sean simplemente resultado del azar. Cuando se apli-can los mismos criterios de análisis a distintos modelos de coches, la posibilidad de error debida a las diferencias en-tre coches de la misma marca y modelo aumenta con cre-ces, porque un coche es algo muy complejo y un pequeño defecto puede tener muchas ramificaciones. En ninguno de tales casos se puede llegar a conclusión alguna sobre las diferencias de características de distintos modelos con el análisis de un único ejemplar o de unos cuantos ejempla-res de cada uno.

MORALEJA

1. No juzgue basándose únicamente en las apariencias. Aunque algo se parezca más a X que a Y, tiene más proba-bilidades de ser Y si hay mucha más Y que X.

2. Recuerde que la probabilidad de una afirmación que contenga dos o más elementos de información siem-pre es menor que la que contenga un sólo elemento.

3. No crea que una afirmación es verdad porque sepa que parte de ella lo es.

4. Recuerde que si aprende la probabilidad de-X dada

251 Irracionalidad •

Y (por ejemplo, la probabilidad de que un taxi sea verde si un testigo así lo afirma), para averiguar la probabilidad real de X debe tener en cuenta la tasa de base (la frecuen-cia de taxis verdes). -

5. Recuerde que la frecuencia con que se observa un hecho o atributo tiende a desviarse de su frecuencia en la población general más en las muestras pequeñas que en las grandes. Desconfíe de las muestras pequeñas.

6. Cuidado con las muestras sesgadas. 7. No se fíe de Which?

NOTAS

1 Kahneman, D., y Tversky, A., «Subjective probability: a judgment of representativeness», en Kahneman, D., Slovic, P., y Tversky, A. (eds.), judgment Under Uncertainty: Heuristics and biases, Cambridge, Cam-bridge University Press, 1982,32-47.

2 Kahneman, D., y Tversky, A., «On the psychology of prediction», PsychologicalReview, 1973, 80,237-251.

3 Tversky, A., y Kahneman, D., «Extensional versus intuitive reaso-ning: the conjunction fallacy in probability judgement», Psychological Review, 1983,90,293-315.

4 Nisbett, R E., y Lemley, R N., «The evil that men do can be dilu-ted, the good cannot», manuscrito no publicado, Universidad de Michi-gan, 1979.

5 Tversky, A., y Kahneman, D., «Causal schemata in judgments under uncertainy», in Fishbein, M. (ed.), Progress in Social Psychology, Hillsda-le, NJ, Lawrence Erlbaum, 1978.

6 Sutherland, N. S., «Guily by machine error», New Scientist, 30 de enero de 1975,262-265.

7 Casscells, W., Schoenberger, A., y Grayboys, T., «Interpretation by physicians of clinical laboratory results», New England Journal of Medi-cine, 1978,299, 999-1000.

8 Barón, J., Beattie, J., y Hershey, J . C., «Heuristics and biases in diag-nostic reasoning II: Congruence, information and certainty», Organiza-tional Behaviour and Human Decisión Processes, 1989.

9 Paulos, J . A., Innumeracy, Nueva York, Hill and Wang, 1988 [hay ed. cast.: El hombre anumérico, Barcelona, Tusquets, 1990],

10 Kahneman, D., y Tversky, A., «Subjective probability: a judgment of representativeness», Cognitive Psychology, 1972,3,430-454.

Malinterpretar las pruebas 252

11 Tversky, A ., y Kahneman, D., «Introductíon», en Kahneman, D., Slovic, P., y Tversky, A. (eds)., Judgment Under Uncertainty: Heuristics and biases, Cambridge, Cambridge University Press, 1982.

12 Borgida, E., y Nisbett, R. E., «The differential impact of abstract vs concrete information on decisions», Journal ofApplied Social Psychology, 1977, 7,258-271.

13 Hamill, R., Wilson, T. D., y Nisbett, R. E., «Ignoring sample bias: inferences about collectivities from atypical cases», manuscrito no publicado, Universidad de Michigan, 1979.

14 Paulos,J.,op. cit.

£ I • ¿2» l

9 cs'co^ incoherentes y malas apuestas

Las personas demuestran un elevado grado de incohe-rencia en las apuestas que están dispuestas a realizar. An-tes de demostrarlo, es necesario definir el «valor espera-do» de una apuesta. Consiste sencillamente en la cantidad que se espera ganar o perder por apuesta cuando se reali-za muchas veces. Por ejemplo, si alguien se ofrece a pagar-nos diez libras con una probabilidad de 0,4, en tanto que nosotros debemos pagarle cinco con una probabilidad de 0,6, en cada diez apuestas, por término medio nos tendrá que pagar diez libras cuatro veces y nosotros tendremos que pagarle cinco libras seis veces. Es decir, en diez apues-tas ganaremos cuarenta libras y perderemos treinta, por lo que, al final, habremos ganado diez libras. Para calcular el valor esperado de una sola apuesta, hay que dividir las diez libras entre diez (el número de apuestas): una libra. Este método de cálculo es muy engorroso. Se obtiene el mismo resultado multiplicando la cantidad que se va a ga-

253

Decisiones incoherentes y malas apuestas 255

nar por la probabilidad de ganar y restando la cantidad que se va a perder multiplicada por la probabilidad de perder. El valor esperado es, por tanto:

1 0 x 0 , 4 - 5 x 0 , 6 = 1 libra

Ahora bien, es evidente que no es posible ganar exacta-mente una libra en una sola apuesta: o se ganan diez o se pierden cinco. El valor esperado se basa en el resultado más probable de un número elevado de apuestas que la suerte iguala, debido a la ley de los grandes números que mencio-nábamos en el capítulo anterior. Se puede pensar que esto es irrelevante para una sola apuesta, en que se puede tener suerte y ganar diez libras. Pero no es un buen argumento, ya que no se tiene la certeza de ganar; de hecho, en nuestro ejemplo, hay más probabilidades de perder. Incluso en el caso de que sólo haga esta apuesta concreta una vez, la vida se puede considerar como una serie de apuestas, y si quere-mos alcanzar nuestros fines hasta donde sea posible, con-viene que nos aseguremos de realizar siempre la apuesta de mayor valor esperado, ya que, como la suerte actúa de nive-ladora, de este modo aumentamos al máximo las posibilida-des de satisfacer nuestras necesidades. (En un capítulo pos-terior demostraré que el valor esperado no tiene por qué expresarse en términos monetarios.) La regla para calcular el valor esperado es multiplicar la posible ganancia por su probabilidad y restarje la posible pérdida multiplicada por su probabilidad. Desde luego que el resultado puede ser negativo, en cuyo caso se trata de una mala apuesta, pues lo que se espera es perder dinero.

Voy a referirme a continuación a la irracionalidad hu-mana a la hora de decidir qué apuestas realizar. En la práctica, se suele apostar cuando las probabilidades están en contra de uno. La misma persona que no aceptaría una apuesta de 10 libras, en la que tuviera que pagar la misma cantidad que apuesta si pierde, mediante el lanzamiento

256 Irracionalidad •

ele una moneda al aire, se gasta alegremente idéntica can-tidad en la lotería o en las carreras, donde el valor espera-do es considerablemente inferior a cero, a causa ele los costes de organización y del pellizco que lleven los promo-tores. Supongamos que la apuesta es de una libra, el pre-mio de 500.000 y que la probabilidad de ganar es de una entre un millón, por lo que el valor esperado de la lotería es 50 peniques menos 1 libra, es decir, -50 peniques. Por tanto, si se juega a la lotería o a otra cosa similar muchas veces, hay que esperar una pérdida de 50 peniques cada vez. ¿Por qué se dedican las personas a realizar este tipo de apuestas claramente malas? Tal vez les impresione lo abultado del premio y crean que el precio de participar no significa gran cosa para ellos frente a lo que supondría ga-nar. El tamaño del premio les hace olvidar las pocas posi-bilidades de ganar. La apuesta es irracional sólo si el obje-tivo es ganar dinero. Pero si el placer de pensar que se pueden ganar .500.000 libras compensa el gasto de 50 pe-niques, se convierte en racional.

La incoherencia a la hora de apostar no es, sin embargo, racional. Es cierto que la misma apuesta se acepta un día y se rechaza al siguiente, en función del estado de ánimo, pero aún más interesante es el hecho de que se puede in-ducir a alguien a aceptarla o rechazarla en función de cómo se exprese. En un experimento1, la mayor parte de los sujetos decidió apostar por recibir 45 libras con una probabilidad de 0,2 (valor esperado: 9 libras) en vez de hacerlo por recibir 30 libras con una probabilidad de 0,25 (valor esperado 7,50 libras), decisión claramente racional Ambas apuestas sólo tienen una fase, pero los sujetos to-maron una decisión distinta cuando las mismas apuestas se presentaron en dos fases: el que apuesta tiene una pro-babilidad de 0,75 de ser eliminado en la primera fase, por lo que no gana nada, o una probabilidad de 0,25 de pasar a la segunda fase. Si consigue llegar a ella, se le ofrecen 30 libras seguras o 45 con una probabilidad de 0,8. Un

Decisiones incoherentes y malas apuestas 257

examen de la tabla .5 contribuye a clarificar todo esto. Los sujetos tenían que decidir, antes de iniciarse la primera fase, qué opción elegirían en la segunda. La mayoría eligió las 30 libras seguras. Pero en términos del valor esperado, las dos opciones son exactamente iguales que las de la apuesta de una fase, como se observa en la tabla. Como los jugadores sólo tienen una probabilidad de 0,25 de lle-gar a la segunda fase, una de las opciones vale 0,25 x 0,8 x 45 libras - 9 libras, y la otra, 0,25 x 1,0 x 30 libras = 7,50. ¿Por qué se comportan los sujetos de forma tan incohe-rente? Probablemente porque les impresiona la seguridad de ganar 30 libras si pasan a la segunda respuesta. >

TABLA 5.

Probabilidad de pasar a la segunda fase

Probabilidad de ganar

Cantil lad a ganar

Valor esperado

Una Jase Opción A 0,2 45 libras 9 libras Opción B 0,25 30 libras 7,5 libras

Dos fases Opción A Opción B

0,25 0,25

0,8 1,0

45 libras 30 libras

9 libras 7,5 libras

Hay muchas más demostraciones de la influencia irra-| cional de la certeza. En otro experimento2 se dijo a los su-! jetos que se había descubierto un nuevo virus que iba a

afectar al 20 por ciento de la población y cuya vacuna te-j nía desagradables efectos secundarios, aunque no moría-

les. A un grupo de sujetos sé le dijo que inmunizaría a la mitad de los que se la pusieran; al resto se le dijo que ha-bía dos cepas del virus, cada una de las cuales infectaría al

258 Irracionalidad •

1 por ciento de la población y que la vacuna proporciona-ría inmunidad total contra una de ellas y ninguna contra la otra. Obsérvese que en ambos casos, la vacuna ofrece la misma probabilidad (50 por ciento) de proporcionar in-munidad completa frente al virus. Sin embargo, un núme-ro considerablemente mayor del segundo grupo de suje-tos afirmó que se vacunaría. El mismo problema se había planteado de dos formas distintas. Hubo más sujetos del segundo grupo que decidieron vacunarse porque se halla-ban influidos por la certeza de que la vacuna los protege-ría contra una de las cepas del virus, al igual que en el ejemplo anterior los sujetos se hallaban influidos por la certeza de obtener 30 libras si pasaban a la segunda fase de la apuesta. En un estudio muy sencillo3 se ofreció a los sujetos la posibilidad de elegir entre obtener 100 florines holandeses con una probabilidad de 0,99 o 250 con una probabilidad de 0,05. A pesar de que el valor esperado de la segunda opción era considerablemente mayor (125 flo-rines frente a 99), la mayoría se inclinó por la primera, cuyo resultado era prácticamente seguro.

A la gente le resulta extremadamente difícil combinar las probabilidades con las posibles pérdidas o ganancias. Un ejemplo cotidiano de que se da demasiada importan-cia a las probabilidades y no la suficiente a los costes lo constituye la búsqueda de un culpable. Imaginemos un mecánico que tiene que examinar el motor de un coche que no arranca; el fallo puede estar en las bujías, el siste-ma eléctrico, el distribuidor del encendido, etc. Debe co-nocer por experiencias anteriores (o mejor aún, por el ma-nual del fabricante) cuál es la probabilidad de cada fallo y el tiempo que se tarda en comprobarlo. La pregunta es cuál de los fallos posibles debe comprobar en primer lií-gar. Es evidente que depende del tiempo que se tarde en comprobar cada uno y de la probabilidad que tiene cada fallo de ser el verdadero. A mayor-probabilidad, más razo-nable es comprobarlo primero; pero también cuanto menos

Decisiones incoherentes y malas apuestas 259

se tarde en ello, más razonable es examinarlo primero. Es decir, el tiempo esperado para hallar un fallo depende tanto de su probabilidad como del tiempo que se tarda en encon-trarlo, del mismo modo que el valor esperado de una apues-ta lo hace de la cantidad que se va a ganar y de la probabili-dad de hacerlo. No obstante, se ha demostrado4 que, a la hora de localizar fallos, se tiende a comprobar en primer lu-gar los más notables, sin tener en cuenta el tiempo que se emplea. Es suponer que esto se debe a que lo que más inte-resa es encontrar el fallo, por lo que se presta más atención a la probabilidad de hacerlo que al tiempo que se tarda. Se-mejante conducta, además de ser irracional, supone una pérdida de tiempo. Cabría esperar que las organizaciones que intervienen en la búsqueda de fallos calcularan la se-cuencia óptima de examen de los posibles fallos y se la hicie-ran saber a quienes realizan el trabajo de detectarlos. Por desgracia, no suele ser así. Se trata de otro ejemplo de con-ducta irracional por parte de las organizaciones.

El siguiente experimento5 ilustra otra curiosa incapaci-dad de tener en cuenta las probabilidades. Se mostró a los sujetos una serie de tarjetas rojas y negras y se les dijo que ganarían dinero cada vez que dijeran «sí» a un tipo de tar-jeta y «no» a una de otro tipo. En realidad, se les recom-pensó al azar el 80 por ciento de las veces por decir que sí a las tarjetas negras y el 20 por ciento por decir que sí a las rojas. Los sujetos procedieron a distribuir sus aciertos en la misma proporciói^—80 por ciento de negras y 20 por ciento de rojas—, pero si querían obtener la máxima re-compensa, deberían haber dicho siempre que sí a las car-tas negras y que no a las rojas, asegurándose de este modo el 80 por ciento de los aciertos, en vez del 68 por ciento. Puede que esta conducta no sea tan irracional como pa-rece, porque es posible que los sujetos trataran de adivi-nar la regla. Pero podían haberlo hecho igual de bien centrando todos sus síes en las negras y observando los resultados.

260 Irracionalidad •

Otro problema en que se toman decisiones incoheren-tes en función de cómo se expresa es el siguiente6. Se dijo a los sujetos que había aparecido una extraña enfermedad que iba a matar a 600 personas. Hay dos métodos posibles de combatirla, pero no se pueden usar ambos. Las conse-cuencias de cada programa son las siguientes:

Programa A: se salvan con certeza 200 personas. Programa B: se salvan 600 con una probabilidad de 0,33.

Cuando el problema se planteó de este modo, la mayor parte de los sujetos afirmó que elegiría el programa A, probablemente porque no querían correr el riesgo consi-derable de no salvar a ninguna de las 600 personas que podían morir.

Los experimentos plantearon exactamente el mismo problema a otros sujetos, pero de distinta forma:

Programa A: mueren con certeza 400 personas. Programa B: mueren 600 con una probabilidad de 0,67.

Cuando la información se presentó de este modo, la mayor parte de los sujetos eligió el programa B, probable-mente porque 600 muertes no parecen muchas más que 400 y la diferencia no compensa la falta de oportunidad de salvar a todas con una probabilidad de 0,33.

Los resultados de los programas A y B en las dos des-cripciones son, desde luego, idénticos; la única diferencia es que uno se describe en términos de ganancias (personas que se salvan) y el otro en términos de pérdidas (personas que mueren). Para que el lector se convenza, examine la siguiente forma de presentar ambos programas en la que se describen tanto en términos de personas que se salvan como de personas que mueren:

Programa A: se salvan con certeza 200 personas, luego 400 mueren con certeza.

Decisiones incoherentes y malas apuestas 261

Programa B: se salvan 600 con una probabilidad de 0,33, luego mueren 600 con una probabilidad de 0,67.

La incoherencia que tiene lugar al cambiar la forma de presentación se debe a que se está más dispuesto a correr riesgos para evitar pérdidas que para conseguir ganancias. Para demostrarlo, piense el lector qué opciones elegiría en las siguientes situaciones:

Situación 1 Opción A: aceptar 50 libras con certeza. Opción B: aceptar una ganancia de 100 libras con una

probabilidad de 0,5.

Situación 2 Opción A: aceptar una pérdida segura de 50 libras. Opción B: aceptar una pérdida de 100 libras con una

probabilidad de 0,5 y con una probabilidad de 0,5 de no perder nada.

Cuando a los sujetos se les pidió que escogieran una op-ción, la mayoría se inclinó por la opción A en la primera situación y por la B en la segunda, mostrando menor dis-posición a arriesgar una ganancia segura de 50 libras por una posible ganancia de 100 que a perder otras 50 libras para evitar la pérdida de 50. Por tanto, se es reacio a co-rrer riesgos para ganar (situación 1), pero se está dispues-to a aceptarlos cuanflo se trata de pérdidas (situación 2). '

El ejemplo de los dos programas para tratar la enferme-dad concuerda con este hallazgo general, ya que muchos más sujetos eligieron el programa arriesgado (B) cuando se presentaba como una posibilidad de evitar pérdidas (muertes) que cuando se presentaba para producir ganan-cias (personas salvadas). Pero no es racional tomar deci-siones distintas ante un mismo problema en función de cómo se plantee. No se sabe con seguridad por qué se produce esta conducta. Es posible que se crea que se va a

262 Irracionalidad •

obtener cierta satisfacción al conseguir una ganancia segu-ra y que la satisfacción adicional que supondría obtener una mayor pero no segura no baste para compensar la de-cepción provocada por no ganar nada si la apuesta no sale bien, en cuyo caso habría que lamentar la decisión. En el caso de las pérdidas, optar por aceptar una pérdida segu-ra ya produce abatimiento; de ahí que se crea que merece la pena correr el riesgo de una pérdida mayor porque compensa la probabilidad de evitar toda pérdida y, por tanto, el abatimiento. La probabilidad de no perder nada compensa la de estar algo molesto si la apuesta no sale bien. No cabe afirmar que tales actitudes sean racionales, pero cuando entramos en el reino de las emociones care-ce de sentido hablar de racionalidad. Lo que es irracional es tomar decisiones distintas ante el mismo problema en función de cómo se presente.

Cabe suponer que el hecho de estar dispuesto a correr más riesgos para evitar pérdidas que para obtener ganan-cias se debe a que una pérdida se considera más importan-te para uno mismo que la ganancia equivalente, lo cual se demuestra muy bien en el siguiente experimento7. A un grupo de sujetos se les entregó una taza valorada en cinco dólares, diciéndoles que se podían quedar con ella. Se les dijo asimismo que podían venderla a un precio que se fija-ría posteriormente y se les preguntó cuál les parecería bien. A otros sujetos, que no habían recibido taza algu-na, se les mostró una y se les preguntó cuánto pagarían por comprarla. El precio medio de los vendedores fue de 9 dólares, en tanto que los compradores sólo ofrecieron 3,50. Las personas son reacias a desprenderse de lo que tienen y sólo lo hacen a un precio mucho más elevado que el que estarían dispuestas a pagar para adquirirlo.

Tenemos que hacer un paréntesis para observar que hay un ejemplo cotidiano de que las personas sí se muestran reacias a arriesgarse en el terreno de las pérdidas y de que, a veces, están dispuestas a aceptar una pérdida segura

Decisiones incoherentes y malas apuestas 263

para evitar la posibilidad de una mayor (es decir, hacen justamente lo contrario de lo que acabamos de describir). Hacerse un seguro es el mejor ejemplo. En términos del valor esperado, un seguro no es una buena apuesta: cues-ta más que la pérdida esperada (la probabilidad de que se produzca la pérdida multiplicada por su cantidad), pues-to que las compañías de seguros sacan tajada. Sin embar-go, un seguro es racional en casi todos los casos. Los tras-tornos que provoca la incapacidad de sustituir una casa que se ha quemado o un coche destrozado justifican las sumas relativamente modestas que hay que gastarse para protegerse de tales desastres.

Aunque, en general, estemos dispuestos a arriesgarnos para evitarnos una pérdida, es probable que estemos me-nos dispuestos a hacerlo en favor de otros. El tratamiento con estrógenos en mujeres posmenopaúsicas reduce con-siderablemente el riesgo de degeneración ósea, que pro-voca fracturas que pueden causar la muerte8. Por desgra-cia, los estrógenos provocan cáncer de útero en un peque-ño porcentáje de mujeres. Un cálculo cuidadoso realizado por investigadores médicos demuestra que los estrógenos salvan a más mujeres de morir a causa de una fractura ósea de las que matan de cáncer de útero. No obstante, muchos médicos se muestran reacios a usarlos, probable-mente porque creen que, si los administran, serán respon-sables de la muerte de las pocas mujeres que mueran de cáncer de útero, y qfte no lo serán de las que lo hagan por fractura ósea, que se produce por causas naturales. En la actualidad se sabe que la progestina combinada con los estrógenos evita el riesgo de cáncer, pero son muy pocos los médicos que la administran. Las viejas tradiciones, so-bre todo las malas, se resisten a morir.

Hay otro error irracional de pensamiento que provoca respuestas incoherentes. Al hacer predicciones, no se sue-

264 Irracionalidad •

len tener en cuenta las pequeñas diferencias entre las pruebas que se presentan; la tendencia es a centrarse en las más graneles. Los sujetos de un estudio9 tuvieron que decidir qué miembro de varias parejas de candidatos en-traría en la universidad. Se les mostraron las cifras que aparecen en la tabla 6, que son puntuaciones de cinco es-tudiantes en inteligencia, equilibrio emocional y capaci-dad social. Es evidente que la inteligencia tiende a ser el elemento que mejor predice el éxito académico, pero hay que tener en cuenta que la diferencia de inteligencia entre. los diversos candidatos era escasa, frente a la amplia dife-rencia en las otras dos variables. Por consiguiente, los su-jetos consideraron que el sujeto A era preferible al B, el B preferible al C, el C al D y el D al E. Cuando se les pregun-tó cuál sería preferible, el A o el E, cuyas diferencias en in-teligencia eran grandes, los sujetos eligieron E, lo cual es claramente incoherente, ya que no es lógico preferir A en vez de B, B en vez de C, C en vez de E, E en vez de D y E en vez de A. Las cuatro primeras elecciones implican que A es preferible a E, que A es el mejor y E, el peor. A pesar de ello, ante A y E, los sujetos consideraron mejor al se-gundo.

TABLA 6.

Candidato Inteligencia Equilibrio emocional

Capacidad social

A 69 84 75 B 72 78 75 C 75 72 55 D 78 66 45 E 81 60 35

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Decisiones incoherentes y malas apuestas Z&9 i

Puede que el lector piense que el experimento estaba hábilmente amañado para confundir a los sujetos y conse-guir que tornaran decisiones contradictorias, y estará en lo cierto. No obstante, en la vida real, no tenernos en cuenta

I pequeñas diferencias entre las diversas opciones, sirio mu-j chas más y siempre puede suceder que las pequeñas dife-j rendas sumadas sean mayores que las grandes.

Hagamos un paréntesis para decir que hay pruebas de j que no se tienen en cuenta las probabilidades muy bajas10. ¡ Cuando a un grupo de conductores estadounidenses se

les dijo que la probabilidad de matarse en un viaje en co-che era de 0,000002.5, sólo el 10 por ciento afirmó que se pondría el cinturón de seguridad. Cuando se les dijo que, durante toda la vida, la probabilidad de matarse en un ac-cidente de coche era de 0,01 (que se basa en la misma ci-fra por viaje), el 39 por ciento afirmó que usaría el cintu-rón. De nuevo observamos que la respuesta depende de cómo se plantee la pregunta.

Un experimento11 final que demuestra una incoheren-cia de otra clase es el siguiente. A los sujetos se les dieron dos opciones:

Opción A: ganar 2 dólares con una probabilidad de 29/36.

Opción B: ganar 9 dólares con una probabilidad de 7/36.

El valor esperado de la primera apuesta eb 1,61 dólares | y el de la segunda, 1,75, así que no hay mucho donde ele-

gir. De hecho, cuando se preguntó a los sujetos qué apues-ta preferían, la mayor parte se inclinó por la opción A.

I Per o cuando se les preguntó cuánto dinero estarían dis-\ puestos a arriesgar para apostar en estos térm inos, ofrecie-

ron más por la segunda opción (por ejemplo, 1,25 dólares por la primera y 2,10 por la segunda). ¿Por qué afirman preferir la opción A, pero ponen más dinero para poder

¡

l

265 Irracionalidad •

optar a B? La respuesta es que opera de nuevo del error de disponibilidad. Cuando a un sujeto se le pregunta qué apuesta preferiría, piensa en ganar y compara las cifras de las probabilidades, que son más elevadas en la opción A. Cuando se le pregunta cuánto dinero estaría dispuesto a apostar, se centra en el dinero que podría recibir en cada apuesta, que es más elevado en B por lo que es la opción que elige.

Concluiremos este apartado con algunos ejemplos12, to-mados de la vida real, sobre decisiones incoherentes en las que influye de modo irracional el contexto en que se si-túan. Supongamos que un hombre quiere comprar una nevera de una marca determinada cuyo coste es ligera-mente superior a 200 libras. Va a la tienda con su esposa y encuentra la nevera que desea a 210 libras, pero su esposa le dice que hay otra tienda, a varios kilómetros de allí, donde cuesta 205. Como cree que no merece la pena to-marse la molestia de ir hasta allí, el hombre decide com-prar la nevera. Esa tarde, la pareja va a otra tienda a mirar radios y se decide por una que cuesta 15 libras. La mujer, que demuestra ser una compradora experimentada, le dice que pueden adquirir el mismo aparato por 10 libras unos kilómetros más allá. Suben al coche y se van a la otra tienda a comprarlo. Esta conducta es muy común, pero totalmente irracional. En ambos casos, se ganan cinco li-bras por ir a la otra tienda. O merece la pena el gasto de tiempo, esfuerzo y gasolina por ahorrárselas o no la mere-ce, pero lo que influye en la gente no es la cantidad abso-luta ahorrada sino la cantidad comparada con el precio del artículo. Aunque el ejemplo anterior es inventado, este efecto se ha demostrado en estudios experimentales, por lo que se puede concluir que la cantidad de esfuerzo que se está dispuesto a realizar para ahorrarse una suma de di-nero depende del contexto.

Hay quien sostiene que esta es la-razón de que, tanto en Gran Bretaña como en Estados Unidos, la cifra rebajada

I Decisiones incoherentes y malas apuestas Z&9

en el precio de los coches figure por separado. Puede pa-recer escasa la diferencia entre un coche de 12.000 libras (o más probablemente, 11.999) y otro de 11.500. Pero si el descuento se muestra por separado (500 libras), parece una suma apreciable, como de hecho lo es para la mayo-ría. Además, son de suma importancia las expectativas. Al ver un coche con un precio de 11.500 libras, es posible que el cliente crea que el precio es adecuado. Pero si ve el mismo coche a 12.000 libras, con el descuento de 500 que aparece por separado, lo más probable es que crea que va a ahorrar dinero. Muy pocos se resisten a una oferta, por pequeña que sea.

Este es el último ejemplo de cómo se toman decisiones distintas e incoherentes como resultado de que la misma información se presente de forma numéricamente distin-ta. Supongamos que a un fumador le dice el médico que fumar aumenta un 30 por ciento sus probabilidades de morir en los próximos veinte años. Es probable que consi-dere la posibilidad de dejarlo. Pero supongamos que el médico expresa el riesgo de forma distinta y dice al pacien-te que, de continuar fumando, la probabilidad de morir en los próximos veinte años se incrementará del 1 por ciento al 1,3 por ciento. ¿Seguiría planteándose dejarlo? De nue-vo se observa que lo que determina las reacciones no es sólo la información, sino el modo de presentarla.

t El siguiente grupo de estudios demuestra que es fácil

manipular las conclusiones que se obtienen de las mismas pruebas cuando no intervienen cifras. En un experimen-to13 ya clásico, Eüzabeth Loftus mostró a los sujetos un ví-deo de un accidente de coche. A algunos sujetos se les preguntó: «¿A qué velocidad iban los coches cuando se estamparon el uno contra el otro?», y a otros se les pre-guntó: «¿A qué velocidad iban los coches cuando choca-ron?». La velocidad media que dio el primer grupo fue de

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Irracionalidad

41 millas por hora; la del segundo, 34 millas por hora. Una semana después se preguntó a los sujetos si habían obser-vado la presencia de cristales rotos a consecuencia del ac-cidente. El doble de-sujetos del primer grupo que del se-gundo afirmó, equivocadamente, que la había observado. La sugerencia de que los coches iban muy deprisa llevó a los sujetos a inventarse la presencia de cristales rotos.

Loftus prosiguió el experimento mostrando a otro gru-po de sujetos un vídeo de un accidente de coche en que se atropellaba a un peatón. Un coche verde pasaba por de-lante sin detenerse. A algunos sujetos se les interrogó acer-ca de un (imaginario) coche azul que no se había deteni-do. Más adelante recordaron, erróneamente, que el color del coche no era verde, sino azul. Loftus consiguió que también se inventaran un imaginario granero en las proxi-midades del accidente simplemente mencionándolo en las preguntas. Los sujetos no trataban de agradar a la experi-mentadora no contradiciendo sus sugerencias, puesto que, al ofrecerles una sustanciosa recompensa por la exactitud de sus informes (que podían comprobar con el vídeo) co-metieron los mismos errores.

El concepto del poder de la sugestión no es nuevo, pero esta demostración es particularmente convincente. Los re-sultados no sólo indican que la forma de plantear una pre-gunta influye de modo irracional e inconsciente, sino que pone en duda los sistemas de interrogatorio de las justicias británica y estadounidense. El resultado de un juicio pue-de depender de la habilidad de cada abogado para plan-tear las preguntas.

Hay otro tipo de error que influye en el cálculo del nú-mero más probable de elementos de una clase o del valor más probable de un continuo14. Se preguntó a los sujetos qué porcentaje de países africanos pertenecía a las Nacio-nes Unidas, pero, antes de que contestaran, se les dio un

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Decisiones incoherentes y malas apuestas Z&9

porcentaje para que dijeran si era inferior o superior al real. El cálculo medio de los sujetos a quienes se les sugi-rió el 10 por ciento fue del 25 por ciento, en tanto que el de los sujetos a quienes se sugirió el 65 por ciento fue del 45 por ciento. Al ajustarse al punto de partida, los sujetos se comportaron de forma irracional, puesto que habían visto que los porcentajes iniciales se habían fijado median-te una ruleta, por lo que sabían que no podían guardar re-lación alguna con los porcentajes reales que debían calcu-lar. En un experimento similar, un grupo de sujetos tuvo, en primer lugar, que calcular la probabilidad de que la po-blación de Turquía fuera superior a 5 millones de perso-nas; otro grupo, que fuera inferior a 65 millones. Ambos debían adivinar el tamaño real. Sus cálculos fueron muy diferentes: 17 millones y 35 millones, respectivamente. De nuevo se resistieron a alejarse demasiado de la cifra inicial que se les había propuesto.

Un error similar se produce cuando las personas deben especificar su actitud seleccionando un punto en una es-cala. Este error, que muchos experimentos han confirma-do, genera grandes imprecisiones en los datos que reco-gen los cuestionarios. Por ejemplo, se pasó un cuestiona-rio a dos grupos de sujetos sobre cuántos dolores de cabeza tenían a la semana15. Uno de ellos tenía que indicar si el número era 1-5,16-10,11-15, etc., mientras que los nú-meros indicadores para el otro grupo eran 1-3, 4-6, 7-9, etc. El primer grupo informó de muchos más dolores de cabeza que el segundo. Y aún hay más. Casi todo el mun-do se halla influido por los dos extremos de una escala y tiende a elegir un número del medio. Así que si la gente tiene que indicar la frecuencia con que se lava los dientes a la semana poniendo un círculo en un número de una se-rie consecutiva que va de 0 a 15, tiende a afirmar que se lava los dientes con mucha menos frecuencia que si la se-

70 Irracionalidad •

rie es de 0 a 40. Al presentar los dos números extremos de una escala, se tiende a elegir un número cercano a la mi-tad, con independencia de que se refleje la verdad.

Estos fallos humanos pueden ser aprovechados —y lo son— por los organismos gubernamentales y las agencias de publicidad para obtener estadísticas engañosas. La afir-mación de que la mayoría está satisfecha con Mrs. That-cher o Bush carece de sentido si se consigue pidiendo que se elija una de las siguientes categorías:

insatisfecho, satisfecho, muy satisfecho, extremadamente satisfecho.

Se tiende a elegir uno de los dos elementos del medio. Este fenómeno se denomina «efecto de ancla». Al elegir

un número se tiende a escoger uno cercano a los que se han presentado inicialmente o, si se trata de una escala, cercano al punto medio. La causa del efecto de ancla pro-bablemente sea la falta de disposición a abandonar una hi-pótesis. Si se parte de un número, aunque sea el que deter-mine el giro al azar de la ruleta, se adopta como hipótesis de trabajo y aunque uno se separe de él, generalmente en la dirección correcta, se es reacio a hacerlo en exceso. Del mismo modo, al elegir un punto en una escala o seleccio-nar un número de una serie de números consecutivos, se es reacio a apartarse en exceso de los extremos, por lo que se elige un punto en el medio. Se supone de forma incon-secuente que los extremos equidistan del valor real. Per-mitir que influya en el juicio el punto de partida provoca incoherencia: los juicios son distintos en función de éste, cuando resulta que no guarda relación alguna con el juicio correcto.

El efecto de ancla impide calcular el resultado de multi-plicar o sumar varios números. Pondré dos ejemplos: el

Decisiones incoherentes y malas apuestas 271

primero es trivial, pero demuestra lo que se pretende; el segundo puede tener graves consecuencias para el bolsillo y para la seguridad de proyectos a gran escala.

Un grupo de sujetos16 tuvo que calcular con rapidez el producto de:

§ x 7 x 6 x j x 4 x i x z x i

y otro grupo el de:

Á x z x 3 x 4 x 3 x b x 7 x §

siendo la respuesta media del primer grupo 2.250, y la del segundo 512. Es de suponer que en el primer grupo influ-yeron los números altos que se hallaban al principio de la serie y en el segundo, los números bajos. Cada grupo mul-tiplicó unos cuantos números de la izquierda y después hizo un cálculo basado en el número obtenido. Además, los juicios de ambos grupos fueron muy bajos; la respues-ta correcta es 40.320.

Más importante aún es que no se sabe calcular la proba-bilidad de una serie de hechos cuando se conoce la proba-bilidad de cada uno. Si se realiza una apuesta acumulativa por tres caballos, cada uno de los cuales tiene una proba-bilidad de 0,2 de ganar (cuatro contra uno), la probabili-dad de que nos pague el corredor de apuestas es sólo de 0,008 (ocho entre np). Puesto que los corredores saben aritmética y son conscientes de que muchos de sus clien-tes no saben o no van a efectuar las correspondientes ope-raciones, es muy probable que las proporciones acumula-tivas que ofrecen pagar sean mucho peores. Se ha demos-trado en repetidas ocasiones que, si no se hacen las correspondientes operaciones matemáticas, se tiende a so-brevalorar la probabilidad de un hecho que se halla deter-minado por una secuencia de otros, cada uno de ellos con su propia probabilidad de ocurrencia. Debido al efecto de

luisbazansantiago
Cross-Out

272 Irracionalidad •

ancla, las personas no se alejan de las probabilidades de los hechos individuales, sin darse cuenta de que cuando se multiplican para obtener la probabilidad de otro, ésta es mucho menor. En parte por la misma razón, los sujetos que creen que es muy probable que Linda sea feminista y muy poco probable que sea cajera tiendan a creer que es más probable que sea una cajera feminista que cajera, como veíamos en el capítulo anterior.

Un error similar se produce cuando hay varios hechos probables y cualquiera de ellos produce el mismo resulta-do. Por ejemplo, supongamos que hay 1.000 causas es-tructurales posibles de que se produzca un accidente de avión en un periodo de cinco años y que cada una tiene una probabilidad de ocurrir, en ese periodo, de una entre un millón. Hay, por tanto, una probabilidad de entre mil de que un avión se estrelle por un fallo estructural. Cuan-do se plantean problemas de este tipo, los sujetos se sue-len mantener mucho más cercanos a la probabilidad de que fallen los elementos individuales, por lo que infravalo-ran la de un resultado que dependa del fallo de cualquier elemento. Esta tendencia contribuye a los cálculos no rea-listas del tiempo necesario para terminar un proyecto a gran escala: aunque la posibilidad de que algo vaya mal sea pequeña, hay muchas cosas que pueden hacerlo, como un huracán, una huelga, la escasez de componentes esen-ciales, etc. Para determinar la seguridad de los reactores nucleares, las probabilidades se calculan de forma mate-mática, pero, en este caso, surge otro problema: evaluar todos los riesgos, que van desde un fallo material hasta un ataque terrorista, y atribuir la cifra precisa a todo lo que puede ir mal.

Es posible que el lector proteste, ya que no puede pa-sarse la vida haciendo operaciones matemáticas. Se le pue-de contestar de dos maneras. La primera es que se puede intuir lo que sucede cuando hay que multiplicar las proba-bilidades y cuando hay que sumarlas (como en el ejemplo

Decisiones incoherentes y malas apuestas 273

del avión). Que se cometan errores continuos en cada caso indica que las personas no han desarrollado una bue-na intuición del lugar aproximado donde se halla la res-puesta correcta. La segunda, y más importante, es que las matemáticas son una herramienta para el pensamiento ra-cional. Es imposible ser racional sin ellas, tanto si se va a las carreras de caballos, como si se diseña un avión o, como vamos a ver, si se elige a un empleado.

MORALEJA

1. Calcule siempre el valor esperado de una apuesta an-tes de aceptarla.

2. Antes de aceptar cualquier tipo de apuesta, decida qué es lo que quiere de ella: un elevado valor esperado, la remota posibilidad de ganar una gran suma con un de-sembolso pequeño, una ganancia probable pero pequeña o simplemente la emoción de apostar, que suele tener un coste.

3. Recuerde que si se ahorra cinco libras en el coste de una casa o de una radio, el ahorro es el mismo para usted.

4. Si realiza un cálculo numérico a partir de un valor inicial dado, recuerde que es probable que el cálculo co-rrecto se aleje más del valor de partida de lo que al inicio se imagina. ,

5. Recuerde que «luchas pequeñas probabilidades in-dependientes pueden equivaler a una gran probabilidad.

6. Asimismo, si un hecho está determinado por una ocurrencia de otros, la probabilidad de que éste ocurra es mucho menor que la de cualquiera de los otros.

1 Tversky, A., y Kahneman, D., «The framing of decisions and the psychology of choice», Science. 1980,211,453-458.

273 Irracionalidad •

2 Tversky. A., y Kahneman, D., op. cit. 3 Wagenaar, W. A., Paradoxes of Gambling Behaviour, Hove, Law-

rence Erlbaum Associates, 1988. 4 Detambel, M. H., y Stolurow. L. M., «Probability and work as de-

terminers of multíchoice behavior», Journal of Experimental Psychology, 1957,53,73-81.

5 Friedman, M. P„ Burke, C. J„ Colé, M., Keller, L., Millward, R. B., y Estes, W. K., «Two choice behavior under extended training with shif-ting probabilities of reinforcement» en Atkinson, R. C. (ed.), Studies in Mathematical Psychology, Stanford CA, Stanford University Press, 1964.

6 Tversky, A., y Kahneman, D., op. cit. I Kahneman, D., Knetsch, J. L., y Thaler, R., «Fairness as a constraint

on profit seeking: entidements on the market», American Economic Re-view, 1986, 76,728-741.

8 Elstein, A. S., Holzman, G. B., Ravitch, M. M., Metheny, W. A., Holmes, M. M., Hoppe, R. B., Rothert, M. L., y Rovner, D. R , «Compa-rison of physician decisions regarding oestrogen replacement therapy for menopausal women and decisions derived from a decisión analytic mo-del», American Journal of Medicine, 1986, 80,246-258.

9 Tversky, A., «Intransitivity of preferences», Psychological Review, 1969,76,31-48.

10 Schwalm, N. D., y Slovic, P., «Development and test of a motiva-tíonal approach and materials for increasing use of restraint», informe técnico final PFTR-1100-82-3, Woodland Hills, CA, Perceptronics Inc., 1982.

I I Tversky, A., Sattath, S., y Slovic, P.. «Contingent weighting in judg-ment and choice», Psychological Review, 1988, 95,371-384.

12 Los ejemplos son de Thaler, R. H., «Mental accounting and consu-mer choice», Marketing Science, 1985,4,199-214.

13 Loftus, E. F-, Eyewitness Testimony, Cambridge, Mass, Harvard University Press, 1979.

14 Para el efecto de ancla, ver Tversky, A., y Kahneman, D., «Judge-ment under uncertainty: heuristics and biases», Science, 1974, 185, 1124-1131.

15 Loftus, E. F., op. cit. 16 Para este cálculo y los siguientes, ver Tversky, A., y Kahneman, D.,

«Judgement under uncertainty: heuristics and biases», en Kahneman, D., Slovic, P., y Tversky, A. (eds.), Judgment Under Uncertainty: Heuristics and Biases, Cambridge, Cambridge University Press, 1982,3-20.

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Capítulo 17

Exceso de confianza

Un aspecto del exceso de confianza es la visión retros-pectiva, que adopta dos formas. Una de ellas consiste en creer que un hecho ya ocurrido era inevitable y podía ha-berse predicho a partir de las circunstancias iniciales; la otra consiste en creer que, si uno hubiera tenido que deci-dir en lugar de otra persona, su decisión habría sido más acertada.

Un ingenioso experimento1 sobre la visión retrospecti-va fue el que realizó Baruch Fischhoff en Israel. Los suje-tos tenían que leer descripciones de hechos históricos como, por ejemplo, la de una batalla entre los británicos y los gurkhas en la India, en 1814. Este es un extracto de la descripción qué leían:

[1] Años después de la llegada de Hastings a la India como gobernador general, la consolidación del poder británico supu-so importantes guerras. [2] La primera de ellas tuvo lugar en la

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275 Irracionalidad •

frontera norte de Bengala, donde los británicos se enfrentaron a las incursiones de saqueo de los gurkhas de Nepal. [3] Se había intentado detener el saqueo mediante el intercambio de tierras, pero los gurkhas no estaban dispuestos a renunciar a sus reivin-dicaciones sobre la parte del país bajo dominio británico, 14] y Hastings decidió acabar con ellos de una vez por todas. [5] La campaña comenzó en noviembre de 1814. Distó mucho de ser gloriosa. [6] Los gurkhas sólo contaban con 12.000 hombres; [7] pero eran guerreros valientes, que luchaban en un territorio muy adecuado a sus tácticas de ataque. [8] Los comandantes británicos más mayores estaban acostumbrados a luchar en las llanuras, donde el enemigo huía si se le atacaba con decisión. [9] En las montañas de Nepal ni siquiera era fácil encontrar al ene-migo. [10] Las tropas y los animales de carga tuvieron que so-portar un frío y calor extremos [11] y los oficiales sólo aprendie-ron a ser prudentes después de varios graves reveses. [12] El ge-neral de división Sir D. Octerlony fue el único que se libró de estas derrotas menores (págs. 383-84).

i A los sujetos se les dieron cuatro posibles consecuen-

cias de la guerra: una victoria británica, una victoria gurk-ha, un punto muerto militar sin haber conseguido la paz y un punto muerto con un arreglo de paz. Seguidamente tu-vieron que evaluar la probabilidad de cada una de ellas a partir de lo que habían leído. No es de extrañar que, en las respuestas, hubiera pocas diferencias en la probabilidad de las cuatro consecuencias. Puesto que había el mismo número de afirmaciones favorables a la victoria británica que a la gurkha, la victoria de cualquiera de los dos era ' igualmente probable, al igual que un resultado de la gue-rra no concluyente. A otro grupo de sujetos se le dijo, tras la lectura del pasaje, que se había producido un resultado concreto: se dio cada una de las cuatro posibilidades a dis-tintos sujetos. Después tuvieron que evaluar los cuatro re-sultados posibles en cuanto a su probabilidad a partir de la información que habían recibido. El cálculo de la pro-babilidad del resultado que creían que se había producido fue mucho más elevado que el que habían realizado para

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el mismo resultado los sujetos a quienes no se les dijo que iba a producirse. Y aún más interesante es que los sujetos se justificaron retrospectivamente ante sí mismos al consi-derar más relevantes a la hora de predecir lo que sucede-ría las afirmaciones que apoyaban el supuesto resultado que el resto de la información. Los que habían sido infor-mados de que los gurkhas habían ganado hacían hincapié en que eran valientes, en tanto que quienes lo habían sido de la victoria británica subrayaban que los gurkhas eran inferiores en número. Se trata de otro ejemplo de distor-sión de las pruebas para apoyar una hipótesis.

Este tipo de experimento se ha repetido varias veces con distinto material; por ejemplo, los sujetos tenían que decir el resultado más probable de un experimento cientí-fico que se les había descrito tras haber sido informados del resultado o sin saber cuál era. El primer grupo creyó que el resultado que se le había dado era mucho más pro-bable de lo que consideró el segundo grupo.

En otro estudio2, Fischhoff empleó acontecimientos contemporáneos, por ejemplo, la visita de Nixon a China. A los sujetos se les pidieron los posibles resultados (si Ni-xon se entrevistaría con Mao o si la visita sería un éxito) antes de que la visita tuviera lugar. Cuando Nixon volvió a Estados Unidos, los sujetos tuvieron que recordar la probabilidad que habían atribuido a los diversos resulta-dos antes de la visita.. Sus recuerdos resultaron ser extre-madamente erróneo#y muy sesgados en la dirección de creer que sus predicciones habían sido acertadas; recorda-ban de forma sistemática y equivocada haber creído que los resultados que se produjeron se producirían y que los que no tuvieron lugar no sucederían.

Estos experimentos demuestran que la confianza equi-vocada en la propia capacidad de juicio no sólo lleva a creer que se puede predecir el futuro a partir del pasado mejor de lo que en realidad se hace, sino también a distor-sionar los hechos pasados y el recuerdo de las opiniones

277 Irracionalidad •

personales previas. En los estudios que se han descrito, los sujetos tenían que enfrentarse a problemas claramente de-finidos. Por ejemplo, en el experimento de la batalla de la India, se les presentó una información clara que sólo te-nían que conservar en la mente unos minutos y con un nú-mero reducido de resultados posibles. Por diversas razo-nes, la visión retrospectiva en la vida real tiende a ser mu-cho mayor que en estos experimentos. En la vida diaria no se llama la atención sobre los resultados que constituyen posibilidades distintas a los que realmente se producen, por lo que es poco probable que se tengan en cuenta, lo que incrementa la propia confianza es que sólo el resulta-do que se ha producido es el que podía suceder. En se-gundo lugar, los hechos a partir de los cuales uno afirma que es capaz de realizar predicciones pueden haber ocu-rrido mucho tiempo atrás, por lo que es posible que el re-cuerdo que de ellos se conserva sea aún más erróneo que en los experimentos y que se recuerden sólo los hechos re-lacionados con el resultado. Esta tendencia es comparable a la memoria selectiva que muestran las personas para la información que coincide con sus actitudes, como expli-camos en el capítulo 11. Por último, uno no suele realizar predicciones sistemáticas sobre el futuro, por lo que debe resultar más sencillo creer que, si se hubieran hecho, ha-brían sido correctas.

El mundo es un lugar complicado y el azar desempeña un papel fundamental en lo que va a suceder, ya sea el fu-turo de un negocio, las fluctuaciones de la Bolsa o un acontecimiento político. No solemos tener en cuenta la casualidad cuando juzgamos de forma retrospectiva la pro habilidad de un hecho. En palabras del historiador R. H. Tawney3: «Los historiadores confieren una apariencia de inevitabilidad al orden existente trayendo a primer plano las fuerzas que han triunfado y empujado hacia el fon-do las que han sido devoradas por éstas». Como hemos visto, las personas son expertas en inventarse explicacio-

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nes causales para lo que ha sucedido: a fin de cuentas, es una tarea sencilla, dada la multiplicidad de causas posibles.

La visión retrospectiva, en la medida en que distorsiona el pasado y exagera la capacidad de predecir a partir de él, es claramente irracional, pero también peligrosa. Como señala Fischhoff: «Cuando tratamos de comprender he-chos pasados, comprobamos de forma implícita las hipó-tesis o reglas que empleamos para interpretar y prever el mundo que nos rodea. Si, al mirar hacia atrás, infravalora-mos de forma sistemática las sorpresas que contuvo y con-tiene el pasado, sometemos dichas hipótesis a pruebas desmesuradamente débiles y es de suponer que no halle-mos muchas razones para modificarlas. De este modo, el conocimiento de los resultados que nos hace sentir que comprendemos el pasado puede impedirnos aprender de él». No sólo nos impide aprender del pasado, sino que probablemente nos haga realizar predicciones falsas sobre el futuro y confiar demasiado en ellas. Como dijo Bernard Shaw: «La historia nos enseña que el hombre nunca aprende nada de ella».

Dada la falibilidad del juicio humano, sería deseable que uno intuyera que es probable equivocarse, sobre todo a la hora de tomar decisiones importantes. Se ha demos-trado de forma repetida que, como en la visión retrospec-tiva, se tiende a errjr por exceso de confianza. He aquí dos sencillos ejemplos. Una reciente encuesta a conducto-res británicos4 reveló que el 95 por ciento creía ser mejor conductor que la media. ¿Cómo es esto posible? Casi la mitad de los encuestados tiene que haber exagerado su destreza al volante. Por otra parte, la mayor parte de las personas cree que va a vivir más que la media.

En un estudio experimental5, los sujetos tuvieron, entre otras cosas, que escribir palabras y evaluar su confianza en haberlo hecho correctamente. Cuando estaban seguros al

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100 por cien de que así era, sólo escribieron bien las pa-labras un 80 por ciento de las veces. En otro estudio6

realizado en Hong Kong, se hicieron preguntas a sujetos asiáticos como: «Guál es la capital de Nueva Zelanda: Auckland o Wellington?». Puesto que sólo había dos po-sibilidades, podían obtener un 50 por ciento de respuestas correctas al azar. En las preguntas en que obtuvieron una puntuación ligeramente superior al azar (65 por ciento), se mostraron confiados al 100 por cien en haber contesta-do correctamente. Se sometió a la misma prueba a un gru-po de sujetos británicos, que resultaron ser algo más pre-cavidos que los asiáticos, aunque su evaluación de la capa-cidad de contestar correctamente demostró un exceso de confianza: tenían la certeza absoluta de que habían res-pondido bien a preguntas a las que sólo lo habían hecho el 78 por ciento de las veces. Este exceso de confianza no es un mero producto de la fanfarronería, ya que los suje-tos de otro estudio7 se mostraron dispuestos a apostar con el experimentador a que habían acertado las respuestas, cuando éste se lo propuso. Si su cálculo de la probabilidad de haber acertado hubiera sido correcto, habrían ganado dinero. De hecho, lo perdieron.

En otro interesante estudio8, se mostró a psicólogos clí-nicos y estudiantes una descripción de seis páginas de la historia de un paciente real, al que se había tratado por problemas de adaptación en la adolescencia. La informa-ción se suministró en cuatro fases: una brevísima descrip-ción del paciente, seguida de sucesivas descripciones de su niñez, su vida de estudiante, su servicio militar y su ca-rrera posterior. Después de cada fase, a los sujetos se les daban 25 series de afirmaciones sobre el paciente, cada una de las cuales constaba de cinco afirmaciones, de las que sólo una era verdad. Se emplearon las mismas afirma-ciones en cada una de las cuatro fases. Al final de cada una, los sujetos debían decidir cuál de las cinco afirmacio-nes de cada serie tenía más probabilidades de ser correc-

i

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ta. Todos los sujetos respondieron bastante mal, ya que sólo acertaron siete afirmaciones en las veinticinco series (podían acertar cinco al azar). Lo más significativo fue que su actuación no mejoró al recibir varias veces sucesivas nueva información. Todo lo contrario: su confianza en que habían acertado se incrementó firmemente a medida que recibían más información. Es evidente que creían que la información adicional les ayudaba, aunque no era así. Cabe concluir que un exceso de conocimientos es peligro-so: se corre el riesgo de que no incremente la exactitud, sino que genere falsa confianza (volveré sobre este tema más adelante).

Aunque la gran mayoría de los estudios9 sobre el tema demuestra que se peca de exceso de confianza en lo acer-tado de los propios juicios, hay dos excepciones. Cuando a los sujetos se les hacen preguntas fáciles y difíciles mez-cladas, a veces infravaloran la frecuencia de respuestas co-rrectas a las difíciles y creen no haber dado ninguna res-puesta correcta cuando lo han hecho el 30 por ciento de las veces. En realidad se trata de otro ejemplo de exceso de confianza, pues los sujetos creen que lo más probable es que hayan respondido mal a las preguntas difíciles y se aferran confiadamente a esta creencia, lo que les lleva a in-fravalorar su capacidad de responder correctamente. Pue-de que, además, consideren la dificultad de las preguntas difíciles mayor de lo que en realidad es, por contraste con la mayoría de las preguntas que les resultan sencillas. Sea como fuere, el exceso de confianza es la regla y la falta de confianza la excepción.

Examinemos algunos ejemplos de la vida real. Se ha ha-llado que los médicos, ingenieros, asesores financieros y otros tienen una confianza injustificada en sus juicios10. Son evidentes los peligros de tal exceso de confianza. Un paciente puede morir en una operación que nunca se de-bería haber realizado, pero de cuyo éxito el médico estaba seguro. Por regla general, los asesores financieros obtie-

282 Irracionalidad •

nen peores resultados que los del mercado en el que in-vierten: si se compran títulos clavando un alfiler en la lista de la Bolsa, por término medio se obtendrán mejores re-sultados que invirtiendo en los fondos de inversión mobi-liaria en que trabajen los asesores, aunque sólo sea porque uno se evita la comisión astronómica que cobran por su inexistente competencia. Al hablar con un asesor financie-ro, es indudable que sabrá todo esto, pero afirmará que su caso es una excepción, otro ejemplo de exceso de confian-za. La industria de la construcción y la de defensa infrava-loran de forma sistemática el tiempo de finalizar un pro-yecto, así como sus costes. La infravaloración del tiempo no se lleva a cabo simplemente para obtener un contrato, puesto que se produce incluso cuando retrasarse supone tener que pagar cuantiosas multas, Kahneman y Tversky11

indican que se debe a que los ingenieros no comparan el proyecto con otros anteriores similares. Puede que tengan en cuenta un posible retraso, pero no calculan de forma sistemática las probabilidades de diversos contratiempos; por ejemplo, una huelga, unas condiciones climatológicas excepcionalmente adversas, que otras empresas no envíen suministros a tiempo, etc. Si examinaran proyectos simila-res se darían cuenta de los efectos de un contratiempo inesperado. Aunque se calcule la probabilidad correcta de una serie de hechos individuales de este tipo, se tiende a infravalorar la probabilidad conjunta de que ocurran, como se demostraba en el capítulo anterior. Por último, uno de los ejemplos más irracionales de confianza equivo-cada en el propio juicio es la creencia, ampliamente exten-dida, de que la entrevista es un método de selección útil, error al que nos referiremos en detalle más adelante.

Se ha demostrado de forma repetida que el exceso de confianza no sólo tiene lugar con respecto a los propios juicios, sino también con respecto a la capacidad de con-trolar los acontecimientos12. Si un sujeto oprime uno de dos botones, por encima de los cuales hay una señal que

Exceso de confianza 283

se ilumina para decirle si ha acertado o no, al cabo de unas cuantas veces comienza a creer que controla en cierto modo la aparición de la luz de «acertó», aunque, en reali-dad, aparece al azar, con independencia del botón que oprima. El juego en los casinos ilustra hasta dónde llega esta «ilusión de control». En Las Vegas13, se despide a los crupieres tras un periodo de mala suerte. Muchos de ellos creen que influyen en el número en que se detiene la bola en la ruleta por el modo de lanzarla, falsa creencia que suelen compartir los jugadores. Se sabe que muchos juga-dores de dados los lanzan suavemente si desean sacar un número bajo y con fuerza si lo que quieren es un número alto, aunque, desde luego, la forma de lanzar carece de in-fluencia en el resultado. Aún más extraordinario resulta que los sujetos apuesten más dinero al resultado de un dado antes de que se lance que después. Tal vez crean que pueden influir en el resultado, aunque ni siquiera son ellos mismos quienes lo lanzan.

Las principales razones del exceso de confianza son, , casi con toda seguridad, las mismas que las del manteni-miento14 de una creencia falsa a la luz de pruebas contra-rias. En primer lugar, no se buscan pruebas que disminu-yan la fe en el propio juicio. Esto se confirmó en un expe-rimento en el que, después de contestar una pregunta, pero antes de anunciar su grado de confianza en haber dado la respuesta correcta, se preguntó a los sujetos las ra-zones por las que su£ respuestas pudieran estar equivoca-das. Obligarles a buscar pruebas en contra disminuyó su excesiva confianza, aunque no la hizo desaparecer. En se-gundo lugar, en muchos casos, cuando no en la mayoría, es imposible descubrir cuáles habrían sido las consecuen-cias de una decisión distinta. Al elegir a un candidato con-creto para un puesto, no hay forma de saber si otro hubie-ra sido mejor. Si el candidato elegido trabaja de forma aceptable, lo más probable es que se crea que la elección ha sido correcta, lo que incrementa la confianza en la pro-

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pia capacidad para tomar decisiones de este tipo. En ter-cer lugar, como ya hemos visto, se tiende a distorsionar tanto los recuerdos como la nueva información recibida para ajustados a las propias creencias y decisiones, lo cual se traduce nuevamente en una confianza excesiva. En cuarto lugar, para explicar por qué el propio juicio es co-rrecto, uno se inventa una historia causal. Como señalan Nisbett y Ross, esto puede convertirse en un círculo vicio-so en el que la existencia de la historia hace distorsionar la información para que se ajuste a ella y la distorsión de la información confirma la historia explicativa. El error de disponibilidad puede intervenir en las historias que se in-ventan: si se piensa en una dirección concreta, se tiende a recordar el material más estrechamente relacionado con dicha línea de pensamiento, que sirve para confirmar las propias creencias, lo que se traduce en un exceso de con-fianza. Nuestra extraordinaria capacidad de hallar expli-caciones que apoyen nuestras creencias tiene como resul-tado un exceso de fe en ellas, en vez de un examen atento de otras posibilidades. Por último, la autoestima puede desempeñar una función, ya que a nadie le gusta equivo-carse. Pero como veíamos en el capítulo 11, la autoestima no es en sí misma una explicación completa. Todos estos factores pueden asimismo contribuir a la ilusión de con-trol, pero además interviene la correlación ilusoria. El cru-pier que lanza la bola en la ruleta se fija en las ocasiones en que cae en el lugar deseado (hecho positivo), pero no presta atención a las jugadas en que la bola cae en el nú-mero equivocado.

MORALEJA

1. Desconfíe de todo el que afirme ser capaz de prede-cir el presente a partir del pasado.

2. Tenga cuidado con los agentes de Bolsa (o con cual-quier otra persona) que afirmen que predicen el futuro.

Exceso de confianza 285

3. Para evitar desilusiones, trate de controlar el exceso de confianza. Busque pruebas o argumentos que se opon-gan a sus creencias.

4. Si es usted dueño de un casino que pierde dinero, no despida al crupier: no es culpa suya.

Noii.s

1 Fischhoff, B., «Hindsight ^ foresight: the effect of outcome know-ledge on judgment under uncertainty», Journal of Experimental Psycho-logy: Human Perception and Performance, 1975,1,288-299.

2 Fischhoff, B., Y Beth, R., «"I knew it would happen" — remembe-red probabilities of once-future things», Organizational Behavior and Human Performance, 1975, 13,1-16.

3 La cita es de Tawney tomada de Fischhoff, B., «For those condem-ned to study the past: heuristics and biases in hindsight», in Kahneman, D., Slovic, P., y Tversky, A. (eds.), Judgment Under Uncertainty: Heuris-tics and Biases, Cambridge, Cambridge University Press, 1982,335-351.

4 The Independent. Ver también en Svenson, O., «Are we all less risky and more skilful than our fellow drivers?», Acta Psychologica, 1981, 47, 143-148.

5 Ainslie, P. A., y Adams, J. K., «Confidence in the recognition and reproduction of words difficult to spell», American Journal of Psycho-logy, 1960, 73,544-552.

6 Wright, G. N„ Phillips, L. D„ Whalley, P. C„ Choo, G. T„ Ng. K. O., Tan, I., y Wisudha, A., «Cultural differences in probabilistic thin-king», Journal of Cross-Cultural Psychology, 1978, 9,285-299.

7 Fischhoff, B., Slovic, P., y Lichtenstein, S., «Knowingwith certainty: the appropriateness of extreme confidence», Journal of Experimental Psychology: Human Perception and Performance, 1977,3,552-564.

8 Oskamp, S., «Overconfidence in case-study judgments», Journal of Consulting Psychology, 1965,29,261-265.

9 Fischhoff, B., Slovic, P., y Lichtenstein, S., op. cit. Para una revisión de los estudios sobre el exceso de confianza, ver Lichtenstein, S., Fisch-hoff, B., and Phillips, L. D., «Calibration of probabilities: the state of the art», in Jungermann, H., y de Zeeuw, G. (eds.), Decisión Making and Change in Human Affairs, Arasterdam, D. Reidel, 1977.

10 Para el exceso de confianza en las profesiones, ver Lusted, L. B., In-troduction to Medical Decisión Making Springfield, III, Charles C. Tho-mas, 1968; y Dreman, D., Contrarían Investment Strategy, Nueva York, Random House, 1979.

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11 Kahneman, D., y Tversky, A., «Intuitive prediction: biases and co-rrective procedures», in Kahneman, D., Slovic, P., y Tversky, A. (eds.), judgment Under Uncertainty: Heuristics and Biases, Cambridge, Cam-bridge University Press, 1982, pp. 414-421.

12 Jenkins, H. H., y Ward, W. C., «Judgment of contingency between responses and outcomes», PsychologicalMonographs, 1965, 79, 1, todo en el n.° 79.

13 Goffman, E., Interaction Ritual, Nueva York, Anchor, 1967. 14 Koriat, A., Lichtenstein, S., y Fischhoff, B., «Reasons for confíden-

ce», Journal of Experimental Psychology: Human Learning and Memory, 1980, 6,107-118.

Capítulo 18

Riesgos1

Como hemos visto, muchos proyectos militares en pleno desarrollo se abandonan después de haber gastado en ellos grandes cantidades de dinero, por ser impractica-bles. Pero una confianza fuera de lugar por parte de los expertos puede producir daños peores. En el caso de la energía nuclear, los desastres de Chernóbil y de Three Mile Island fueron producto de un exceso de confianza y de un razonamientqpdefectuoso. Uno de cada 300 panta-nos construidos en Estados Unidos presenta fallos cuando se llena por primera vez. En un estudio, siete eminentes ingenieros geotécnicos fueron incapaces de determinar la altura máxima de un muro de contención que fuese segu-ro, levantado sobre un sustrato arcilloso. Los desastres pueden ser producto de las decisiones irracionales que to-man los directores, los ingenieros, los operarios o el públi-co en general. Normalmente intervienen más de uno de estos factores, pero la principal responsabilidad la tienen,

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288 Irracionalidad •

como vamos a ver, la dirección y los ingenieros por no pre-ver las reacciones de los trabajadores y del público.

Los ingenieros son famosos por no tener en cuenta las limitaciones del trabajador y por no suministrarle demos-traciones y equipos de control que le resulten fáciles de comprender y emplear. La comisión presidencial de Three Mile Island concluyó que la formación de los operarios era deficiente y que la sala de control estaba mal diseñada. De ahí que los trabajadores diagnosticaran repetidamente el problema de forma errónea y tomaran las medidas equi-vocadas.

Como se demostraba en el capítulo 9, cuando se está j sometido a estrés, uno se aferra a la primera idea que se le ocurre; si no hay explicaciones que se puedan leer correc-tamente de forma intuitiva y si el manejo de los controles no es intuitivo, es probable que, en los momentos de cri-sis, los operarios interpreten los indicadores y manejen los controles de forma incorrecta. Hasta hace poco, los altí-metros se hallaban diseñados de modo que permitían fá-cilmente una lectura 10 veces mayor que la real. Los pilo-tos creían estar volando a 1.000 pies cuando en realidad sólo se hallaban a 100. Es probable que los tres accidentes aéreos del Airbus A-320 ocurridos desde su aparición en 1988 fueran provocados, al menos en parte, por un diseño deficiente de los aparatos que transmiten información a los pilotos. Un comandante de Air France comentaba: «Siempre he creído que este aparato planteaba ion proble-ma real de interrelación entre el piloto y la máquina. Este avión futurista envía grandes cantidades de información que el piloto debe analizar... En un avión clásico recibi-mos lo que se denomina información básica. Y sólo ésta es esencial». En la actualidad se está modificando el diseño de la cabina del A-320.

7 De nuevo nos encontramos con que, en una tarea mo-nótona, el trabajador puede pasar por alto la importancia de la información. En la historia del ferrocarril se han pro-

\

Riesgos 289

ducido cientos de accidentes porque el conductor no ha reducido la velocidad o no se ha detenido en las señales, o porque ha sobrepasado los límites de velocidad en tramos de vía que conocía bien. La Empresa Nacional de Ferro-carriles Británica trató de incrementar la seguridad ha-ciendo que sonara una bocina en la cabina si el conductor no había reconocido una señal de peligro, para lo cual te-nía que oprimir un botón tres segundos después de pasar-la; si no lo hacía, los frenos actuaban de forma automáti-ca. Sin embargo, en 1989, en el sur de Londres, un con-ductor atravesó dos señales de peligro, oprimió los botones, pero no frenó: chocó con otro tren y murieron cinco per-sonas. Los diseñadores del sistema no se habían dado cuenta de que apretar el botón podía convertirse~en una respuesta automática y que no implicaba necesariamente que el conductor hubiera observado de forma consciente la señal de peligro.

Hay que reconocer que es difícil ser indulgente con la estupidez (irracionalidad) de la gente. A veces, los opera-rios no siguen los procedimientos establecidos de forma impredecible. Por ejemplo, un técnico que buscaba una fuga de aire con una vela causó un incendio en el reactor Brownes Ferry. El fuego estuvo a punto de provocar una fusión del núcleo del reactor, que habría tenido conse-cuencias desastrosas. Asimismo la cuasi fusión del núcleo del reactor de Three Mile Island se debió en parte al he-cho de que los operarios se negaron a creer lo que los mo-nitores les mostraban: que el núcleo se había recalentado (a consecuencia del fallo de una bomba de refrigeración).

Los ingenieros no sólo no tienen en cuenta las limita-ciones del trabajador, sino que, a veces, hacen caso omiso de las reacciones del usuario, incluso cuando son predeci-bles. Por ejemplo, en Estados Unidos se ha demostrado que, después de construir un embalse como protección contra las riadas, hay una tendencia a desarrollar el área amenazada. En consecuencia, a pesar de la disminución

290 Irracionalidad •

del número y la gravedad de las riadas, el daño producido puede resultar mayor. En Gran Bretaña, la obligatoriedad del uso del cinturón de seguridad ha disminuido la tasa de mortalidad de los-conductores a expensas de un mayor número de muertes de ciclistas y peatones: la seguridad que proporciona el cinturón fomenta la conducción teme-raria. Un experimento2 realizado en Estados Unidos reve-ló que los conductores de kart que empleaban el cinturón conducían más deprisa que los que llevaban karts no pro-vistos del mismo. El tren de alta velocidad británico podía haber sido seguro, pero los ingenieros se hallaban tan en-frascados en su diseño que se olvidaron de que, una vez en * funcionamiento, transportaría pasajeros. El tren fue con-cebido para rodar por una vía convencional, haciendo que los vagones se inclinaran en las curvas. Cuando, tras un gasto de millones de libras, se probó, el movimiento de in-clinación hacía que los pasajeros se marearan, desperdi-ciándose los elaborados platos preparados para los distin-guidos viajeros. El tren nunca entró en servicio.

Además de no tener en cuenta las reacciones de los operarios y del usuario, los ingenieros a veces diseñan ar-tefactos que son intrínsecamente inseguros, porque no consideran las posibilidades de que fallen, defecto causa-do en parte por el exceso de confianza. Muchos aparatos modernos son muy complejos y puede que quien los dise-ñe no se dé cuenta del impacto del fallo de una de las par-tes en las demás. Los accidentes iniciales del avión DC-10 se debieron a que sus diseñadores no repararon en que la descompresión del compartimento de carga, producida porque la puerta no cerraba bien, destrozaba el sistema de control del aparato.

Un error relacionado con el anterior tiene lugar cuando no se reconoce que una única causa puede traducirse en el fallo de dos o más sistemas complementarios. Los cinco sistemas de emergencia de refrigeración del núcleo del reactor Brownes de Alabama estaban concebidos para ac-

Riesgos 291

tuar de forma independiente, de modo que el fallo de uno o dos no resultara desastroso. Lo que sucedió fue que to-dos fallaron al mismo tiempo porque los cables eléctricos de suministro se hallaban juntos y se quemaron.

Cuando hay muchos componentes cruciales, aunque la probabilidad de que uno de ellos falle sea muy baja, la probabilidad de que todo el sistema lo haga puede ser muy elevada si es el resultado de la suma de la probabili-dad de fallo de cada una de las partes. A menos que la suma se calcule de forma matemática, es muy probable que se infravalore, como hemos visto. Y aún más. Los componentes de un reactor nuclear y su interacción son nuevos, por lo que no suele haber un método objetivo para determinar su probabilidad real de fallar. Las prue-bas citadas indican que los cálculos de los ingenieros tien-den a ser demasiado optimistas. Puede que sea imposible establecer si la probabilidad anual de que un componente nuevo falle es una entre 10.000 o una entre un millón, pero cuando hay muchos componentes de este tipo, la di-ferencia es crucial.

Suele ser difícil prever las cadenas posibles de desarro-llo de un riesgo, sobre todo si el daño no es espectacular, sino soterrado. Son ejemplos los efectos de la lluvia ácida o del plomo en el aire, así como el efecto invernadero y la destrucción de la capa de ozono. Esta dificultad se ilustra asimismo mediante un reciente error garrafal, esta vez re-lacionado con las seipillas de la planta de colza. Los genes de estas plantas se modificaron para protegerlos de los herbicidas y asimismo se les introdujeron los genes de un antibiótico que se emplea con los seres humanos. Puesto que la semilla de la colza no se come, el Advisory Commit-te for Release into the Environment [Comisión Asesora para la Liberación al Medio Ambiente] del gobierno bri-tánico aprobó la nueva planta de colza para su cultivo co-mercial. Sin embargo, la comisión no tuvo en cuenta el he-cho de que las abejas recogen miel de las flores y que las

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personas comen mieJ con el polen que contenga. Existe, por tanto, el peligro de que se transfieran los nuevos genes a microorganismos estomacales que provoquen alergias y cepas de bacterias resistentes al antibiótico. Esta comisión actuó de manera irracional al no examinar con detalle to-das las cadenas posibles de efectos perjudiciales de la planta mutante. Posteriormente recurrió a una defensa de larga tradición: pasar la pelota. La miel es un alimento, por lo que se halla fuera de su competencia, que corres-ponde al Ministerio de Agricultura y Pesca.

Otro ejemplo de un desastre provocado por la irracio-nalidad a todos los niveles lo constituye el reciente hundi-miento del ferry Herald ofFree Enterprise3 en aguas tran-quilas de Zeebrugge, en el que perdieron la vida 180 per-sonas. La causa inmediata fue la entrada del agua en la cubierta para vehículos porque el barco navegaba con las compuertas de proa abiertas. Los siguientes factores con-tribuyeron al desastre: 1) Aunque el capitán había pedido una señal automática en el puente que indicara el estado de las compuertas, no se le había suministrado. 2) El ayu-dante del contramaestre que tenía que cerrar las compuer-tas estaba profundamente dormido. 3) El oficial que tenía que comprobar que se hallaran cerradas no pudo hacerlo por haberle sido encomendadas otras tareas, debido a que la tripulación era escasa. 4) El Herald había sido original-mente diseñado para navegar entre Dover y Calais; como la rampa estaba más baja en Zeebrugge que en Calais, el barco tenía que transportar lastre en forma de agua de modo que bajara lo suficiente para que los coches pudie-ran subir en Zeebrugge. Al capitán se le había ordenado ahorrar 20 minutos en la travesía, por lo que no hubo tiempo de achicar el lastre antes de salir, así que el barco navegaba excesivamente hundido en el agua. 5) Debido a la falta de tiempo, el capitán salió a toda velocidad, lo que originó una ola en la proa que barrió las cubiertas de los coches.

Riesgos 293

Hay que destacar dos aspectos. Primero: si cualquiera de estos factores se hubiera hallado ausente, el barco po-día no haber naufragado; el segundo: como afirma Willem Waagenaar, los principales responsables son los directi-vos, Pusieron en peligro el barco al insistir en que la trave-sía fuera muy rápida, al negarse a acceder a la petición an-terior del capitán de una señal automática que informara del estado de las compuertas y al no haber proporcionado al barco un número suficiente de tripulantes. El capitán es responsable en menor medida por no asegurarse de que el barco estaba listo para zarpar. Como el ayudante del con-tramaestre no le advirtió que las compuertas estaban abiertas, supuso que estaban cerradas, aunque, por razo-nes obvias, siempre es más seguro insistir en las indicacio-nes positivas que confiar en la ausencia de cualquier indi-cación. Hasta cierto punto, el capitán y el primer oficial se limitaron a obedecer órdenes. En cuanto al ayudante del contramaestre, tendría que haberse comprado un desper-tador. Waagenaar señala con acierto que no se podía pre-ver esta conjunción de hechos. Por otra parte, sí podía ha-berse previsto, como hizo el capitán, el peligro de zarpar con las compuertas de proa abiertas. Basándose en una larga serie de casos, Waagenaar sostiene, con razón, que la mayoría de los accidentes graves son responsabilidad de una mala dirección. Los que hacen funcionar el sistema se limitan a obedecer las reglas impuestas por la dirección. Sea o no éste el cascfdel Herald, la dirección tiende a ac-tuar por codicia o pereza. En este caso, no había sistema de alarma, los horarios eran demasiado apretados y el bar-co contaba con tripulación insuficiente. Aunque Waage-naar califica el accidente de «imposible» por la compleja conjunción de circunstancias que lo provocaron, podía haberse evitado sí la dirección hubiera actuado de forma más racional.

El fallo a la hora de calcular correctamente los riesgos deriva en parte del exceso de confianza y en parte de la in-

294 Irracionalidad •

capacidad de reflexionar lo suficiente para contemplar to-das las posibilidades. Los sistemas de ingeniería son cada vez más complejos, por lo que cada vez es más difícil tener en cuenta todas las-interacciones posibles entre sus com-ponentes. El sistema más complejo de todos es, desde lue-go, el cuerpo humano. No darse cuenta de que la medici-na inocua que se administraba a la madre podía tener efectos perjudiciales para el feto produjo la tragedia de la talidomida.

Es posible que, al calcular los riesgos, los ingenieros se confíen en exceso y sean incapaces de tener en cuenta to-dos los factores importantes, pero en su actitud hacia el peligro, el público los aventaja en irracionalidad. Se ha de-mostrado de forma repetida que las advertencias de peli-gro tienen poca o nula influencia sobre la conducta; por ejemplo, las campañas que llevaron a cabo varios nortea-mericanos para que se usara más el cinturón de seguridad fracasaron4. La gente hace caso omiso del riesgo no sólo en la carretera. Waagenaar5 puso un puesto en una feria de productos caseros e invitó a los asistentes a probar cuatro productos, desde un insecticida a una nueva gasolina para fondues. Todos llevaban instrucciones en la etiqueta; por ejemplo, la botella de gasolina especificaba el empleo de guantes, que no se inhalara el producto, que se apagara el fuego antes de emplearla y que se cerrara después de usar-la. Se invitó a los visitantes a que probaran los productos y se les facilitó el modo de hacerlo en una cocina portátil. A pesar de las visibles advertencias de peligro, menos de una de cada tres personas las leyó antes de usarlos. Waa-genaar sostiene que buena parte de la conducta, incluyen-do la de los conductores, se vuelve automática. Este auto-matismo persiste incluso cuando se hace que la gente sea consciente del peligro que corre. Señala que el 77 por ciento de sus sujetos admitió no haber leído la etiqueta,

Riesgos 295

por una especie de hábito («se me olvidó», «nunca leo las etiquetas», «no vi la etiqueta»). La conducta de estos suje-tos contrasta con la de las personas a quien entrevistó: el 97 por ciento afirmó que leía las etiquetas de productos peligrosos en potencia. Parece haber una gran diferencia entre lo que las personas creen que hacen y lo que real-mente hacen. El cálculo de los riesgos que lleva a cabo el público también es irracional. Debido fundamentalmente al error de disponibilidad, sobrevalora enormemente los peligros de un accidente dramático en el que mueren va-rias personas de una vez frente a los peligros de otros no tan espectaculares en que mueren muchas personas en momentos distintos y en zonas amplias. Asimismo, los aparatos nuevos a los que no se está habituado causan te-mor. Voy a ilustrar estas formas de irracionalidad compa-rando los peligros posibles del combustible nuclear y los combustibles fósiles6. A pesar de los errores de diseño que ya hemos mencionado, en Occidente, donde las centrales nucleares están sometidas a inspecciones y control cuida-dosos, se han producido muy pocas muertes a causa de la energía nuclear. A pesar de ello, el lego en la materia se niega a creer que son más seguras que los combustibles fó-siles.

Los riesgos de este tipo de combustibles incluyen los de los trabajadores que los extraen y transportan. Uno de cada 10.000 mineros muere anualmente en el pozo y el riesgo que corren lci trabajadores de las plataformas pe-trolíferas es mucho más elevado, mientras que el transpor-te de petróleo por carretera causa 12 muertes al año en Gran Bretaña. Además, al quemar combustibles fósiles se liberan hidrocarburos, algunos de los cuales causan cán-cer, así como diversos ácidos, fundamentalmente ácido sulfúrico, que provoca daños en árboles y plantas. En Gran Bretaña mueren 10.000 personas más al año en las ciudades que en el campo; la mayoría de estas muertes se debe, casi con toda certeza, a los productos tóxicos de los

296 Irracionalidad •

combustibles fósiles. Por último, cuando se queman, estos combustibles agudizan el efecto invernadero y la disminu-ción de la capa de ozono, cuyos efectos a largo plazo sobre la humanidad harían que la fusión de varios reactores nu-cleares parecieran un incidente sin importancia. Los efec-tos de los combustibles fósiles se hallan, por tanto, muy extendidos, no son evidentes de forma inmediata y actúan a largo plazo. De ahí que no se les preste excesiva aten-ción, a diferencia de lo que sucede con los de los de la energía nuclear, que se concentran en una zona y son, en su mayor parte, repentinos e inmediatos. Y todo ello a pe-sar del hecho de que se ha calculado que la mortalidad probable por unidad de electricidad producida en una central de carbón es de 10 a 100 veces mayor que la de una central nuclear.

La principal preocupación del público con respecto a las centrales nucleares es que se produzca un escape ra-diactivo. Aunque sea pequeño, sus resultados son dramá-ticos, limitados a una zona y ampliamente aireados por la prensa. Debido a que está muy disponible, causa preocu-pación. Se ha afirmado que la radiación es más peligrosa que los combustibles fósiles, debido al daño genético que produce, que se transmite a generaciones posteriores. No obstante, se ha hallado que la proporción de bebés naci-dos en Hiroshima con defectos genéticos no fue mayor que en Osaka, una ciudad japonesa similar que no sufrió radiaciones atómicas. De hecho, los riesgos de la radiación que procede del carbón son, casi con absoluta certeza, mucho más elevados que los de la energía nuclear. El car-bón contiene diversas sustancias radiactivas, algunas de las cuales se liberan al producirse la combustión. El peli-gro mayor es que se producen en concentraciones más elevadas en las cenizas de carbón que se depositan en la superficie terrestre: se ha calculado que (con los niveles actuales), la contaminación de las aguas subterráneas y el aire provocará 40.000.000 de muertes antes de que la lie-

Riesgos 297

rra se vuelva inhábitable por el exceso de radiación solar. Otro factor que predispone al público a percibir de forma errónea los peligros de distintos sistemas es el poder de asociación. El carbón se asocia con el fuego ardiendo en el hogar, mientras que la energía nuclear recuerda la bomba atómica, lo que produce el efecto de halo. Se ha calculado que el riesgo medio de las actuales centrales nucleares bri-tánicas para la esperanza de vida es equivalente a tener un gramo de sobrepeso, cantidad que ni siquiera se puede sentir en la palma de la mano. Además, hay que contem-plar los riesgos de las centrales a la luz de otros riesgos que se aceptan. Se ha calculado que la probabilidad de una ca-tástrofe (en la que mueran 10.000 personas) en las plantas químicas y las refinerías de Canvey Island es de una entre 5.000 al año. La barrera del Támesis fue concebida con una probabilidad entre 1.500 de que la marea la rebasara, lo que devastaría la zona de la parte superior del río, cau-sando miles de muertes. Por el contrario, la gente que vive en las proximidades de una central nuclear tiene una pro-babilidad entre un millón de morir al año, que disminuye a una entre 10.000.000 para el público en general. Una probabilidad entre un millón es la probabilidad de morir electrocutado en el hogar. La mayor parte de las cifras que he citado proceden de un informe del British Health and Safety Executive, un organismo que no está a favor ni en contra de las centrales nucleares. No obstante, es posible que algunas sean falsas, debido a lo nuevo de la tecnolo-gía. No me he detenido en las centrales nucleares con el propósito de defenderlas, sino de mostrar la irracionali-dad de las actitudes hacia el riesgo. El único argumento válido contra la energía nuclear es que su producción pue-de implicar más riesgos desconocidos que la de los com-bustibles fósiles.

Hay dos formas finales de irracionalidad que influyen en la evaluación del riesgo, sobre todo entre las personas no expertas. No se reconoce lo suficiente que la tecnolo-

Irracionalidad

gía, nueva o antigua, implica riesgos. Aunque, por desgra-cia, carecemos de estadísticas sobre las diligencias y los co-ches de caballos, parece probable que los vehículos tira-dos por caballos produjeran más muertes por kilómetro que el transporte motorizado, que, en la actualidad, se co-bra 5.000 vidas anuales en Gran Bretaña. Un aspecto rela-cionado con éste es que toda novedad provoca temor. Cuando apareció la iluminación eléctrica, se creyó que era tan peligrosa que la gente se negaba a instalarla en sus ca-sas. En realidad, era más segura que las velas y las lámpa-ras de aceite que por entonces se empleaban. Los prime-ros ferrocarriles fueron recibidos con una ola de terror si-milar, y se predecía que viajar a velocidades superiores a 65 km/hora sería mortal para los pasajeros. Lo racional de tales temores depende del grado de investigación de los efectos de la nueva tecnología antes de ser introducida.

La irracionalidad del miedo extremo a la energía nu-clear se ilustra comparándolo con la actitud hacia los ra-yos x7. Cada radiólogo británico administra a sus pacien-tes anualmente una dosis de radiación equivalente a toda la producción de la planta de reprocesamiento de Sella-field, lo que equivale a unas 1.600 centrales nucleares ex-tendidas por toda Gran Bretaña «disfrazadas de hospita-les», en palabras del periódico The Independent. Aunque los rayos x provocan 250 muertes innecesarias al año (y muchas más justificables por los beneficios del diagnósti-co), no se producen protestas públicas por su empleo ex-cesivo. La razón es que nos resultan familiares y los asocia-mos con la mejora de la salud, en tanto que la energía nu-clear es nueva y se asocia con la bomba atómica.

En resumen, la mayoría de las actitudes hacia el riesgo no se basan en probabilidades reales, o mejor dicho, en las probabilidades que, en el estado actual de nuestros cono-cimientos, creemos que son aproximadamente correctas, sino en factores tan irracionales como el error de disponi-bilidad y el efecto de halo.

s o

Riesgos 299

MORALEJA

1. Si es usted ingeniero, tenga en cuenta las limitacio-nes del trabajador y la probable reacción del público a su proyecto.

2. Si es usted director de una empresa, recuerde que es el principal responsable de la seguridad. Sus trabajadores actuarán según sus instrucciones, sin demostrar iniciativas propias.

3. Recuerde que un peligro no evidente puede matar más personas que un desastre espectacular.

4. Al evaluar nuevos aparatos, recuerde que lo impor-tante no es que sean nuevos, sino que puedan presentar peligros desconocidos.

5. Si puede elegir, trabaje en una central nuclear en vez de en una plataforma petrolífera del mar del Norte.

1 Salvo que se especifique lo contrario, el análisis de las causas del riesgo se basa en Slovic, P., Fischhoff, B., y Lichtenstein, S., «Facts ver-sus fears: understanding perceived risk», en Kahneman, D., Slovic, P., y Tversky, A. (eds.), Judgment Under Uncertainty: Heuristics and Biases, Cambridge, Cambridge Universiy Press, 1982.

2 Streff, F. M., y Geder, E. S., «An experimental test of risk compen-sation: between subject versus within subject analyses», Accident Analy-sis and Prevention, 1988,20,277-287.

3 Para el análisis del desastre del Herald ofFree Enterprise, ver Wage-naar, W. A., «Risk takinf and accident causation», in Yates, J . F., Risk-taking Behavior, Chichester, John Wiley and Sons, 1992,257-281.

4 Slovic, P., Fischhoff, B., y Lichtenstein, S., «Accident probabilities and seat belt usage: a psychological perspective», Accident Analysis and Prevention, 1978, 10, 281-285.

5 Waagenaar, W. A., op. cit. 6 La comparación de los peligros de la energía nuclear y los

combustibles fósiles se basa en un informe del British Health and Safey Executive: The Tolerahility of Risk from Nuclear Power Stations, Lon-dres, HMSO, 1988.

7 Los datos sobre los rayos x proceden de un informe del Real Colegio de Radiólogos resumido en The Independent.

Capítulo 19 Inferencias falsas

Rara vez conocemos con certeza todas las consecuen-cias de una decisión. De ahí que la mayor parte de ellas se base en un cálculo intuitivo de probabilidades. El general no sabe cuál es la mejor estrategia: debe elegir una que tenga probabilidades de serlo. El médico a menudo no está seguro, sobre todo en los estadios iniciales del diag-nóstico, de la enfermedad con la que se enfrenta: ¿tiene el paciente con dolor en el pecho una angina, en cuyo caso, hay que enviarle al cardiólogo, o simplemente una hernia de hiato, para lo que hay que recetarle unas medicinas y mandarlo a casa? ¿La probabilidad que tiene Winged Pe-gasus de ganar en Ascot es mayor o menor de lo que indi-can las apuestas? En todos estos casos hay que tener en cuenta muchos factores. Winged Pegasus tiene un pedigrí muy bueno, pero tiende a correr mal con tiempo húmedo, y resulta que está lloviendo; está en excelente forma este año, aunque perdió la última carrera; asimismo, para eva-

300

Inferencias falsas 300

luar sus posibilidades de ganar, hay que considerar qué otros caballos corren. Ninguno de estos factores puede predecir por sí solo si va a ganar; hay que tenerlos todos en cuenta y, lo que es peor, hay que combinarlos para es-tablecer la probabilidad real.

Al enfrentarse a varios objetivos y muchas líneas de ac-ción, se experimenta una sobrecarga de información. No se pueden analizar sistemáticamente todas las acciones posibles para decidir cuál es la mejor. En tales circunstan-cias, sólo se presta atención a los aspectos de las opciones que se nos ocurren (generalmente las que tienen resulta-dos muy diferentes) y nos inclinamos por una acción que es lo «suficientemente buena», aunque diste de ser ópti-ma, Herbert Simón1, premio Nobel de Economía, califica esta forma de tomar decisiones de «satisfaciente». Quien tiene que tomar una decisión importante deja de explorar otras opciones posibles cuando encuentra una que es lo «suficientemente buena», aunque no sea la mejor, sin eva-luar la gama completa de opciones y sus posibles conse-cuencias. Quien tiene que decidir cuál va a ser su profe-sión, aparte de no considerar todos los trabajos que es ca-paz de realizar, rara vez tiene en cuenta las ventajas y desventajas de un empleo: salario, perspectivas, previsio-nes de jubilación, horario, vacaciones, compañeros de tra-bajo agradables, seguridad laboral, nivel de responsabili-dad, tiempo que se tarda en llegar al lugar de trabajo, ca-tegoría, beneficios <que reporta a la sociedad el empleo, posibilidad de desarrollar un trabajo creativo, interés del empleo, nivel de estrés que genera, etc. En vez de hacerlo, se limita a fijarse en un aspecto que difiere claramente en-tre los diversos empleos, como que la empresa ponga o no el coche.

Cabría sostener que esta actuación es hasta cierto pun-to racional. Rara vez se conocen con certeza las conse-cuencias de una decisión concreta, y llega un momento en que seguir buscando información o reflexionando se con-

302 Irracionalidad •

vierte en una pérdida de tiempo. Es cierto, pero desde los niveles de racionalidad claramente elevados que propon-go, es muy probable que la decisión resultante sea irracio-nal. Se deberían considerar todos los factores —todos los importantes, desde luego—; pero la mente humana es li-mitada y sólo puede enfrentarse cada vez a un reducido número de ideas. Y aún hay más. Puede ocurrir que los pocos factores que se tienen en cuenta para tomar una de-cisión fundamental no sean los más importantes, sino los que se hallen más disponibles. Es una estupidez que lo que prime en una decisión sea que la empresa ponga el co-che. Cabría esperar que se dedicara más tiempo a reflexio-nar sobre una decisión importante que sobre una trivial. Por sorprendente que pueda parecer, no es así: se dedica la misma cantidad de tiempo a reflexionar sobre una com-pra importante que sobre una pequeña. Es otro curioso ejemplo de irracionalidad.

En este capítulo vamos a demostrar que, cuando ha| • que tener en cuenta muchos factores, las predicciones que se realizan no son buenas y, puesto que siempre interviene la predicción a la hora de tomar decisiones, éstas tampoco ' lo son. Vamos a mostrar que, al enfrentarse a resultados ^ inciertos, se hacen malas predicciones y se toman malas decisiones aun en el caso de que sólo haya que considerar uno o dos factores. En los capítulos anteriores se ha de-mostrado que las personas se equivocan gravemente al re-coger y evaluar pruebas; en éste se van a examinar los errores que cometen al emplearlas. En aras de la sencillez, vamos a suponer que la persona que predice conoce el va-lor real de las pruebas a su disposición.

En las páginas que siguen, por «predicción» entendere-mos toda inferencia sobre la probabilidad de un hecho que se base en pruebas, no meras predicciones sobre el fu-turo. Los errores que se cometen son los mismos que si lo que se infiere a partir de pruebas pertenece al pasado, al presente o al futuro. Conocer el CI y la capacidad de tra-

Inferencias falsas 303

bajo de un estudiante permite «predecir» su rendimiento académico tanto en el pasado como en el futuro. «Factor predictivo» se empleará para indicar cualquier prueba en que se base la predicción.

Kahnemann y Tversky citan la siguiente historia real2. Los oficiales de las Fuerzas Aéreas israelíes dedicados a entrenar a los pilotos se quejaban de que era inútil elogiar a sus estudiantes cuando volaban excepcionalmente bien, ya que siempre volaban peor después de ser elogiados. Sin embargo, si los reprendían por volar mal, casi siempre lo hacían mejor la vez siguiente, por lo que sugerían a sus su-periores que se regañara a los pilotos cuando volaran mal

A y que no se les elogiara cuando lo hicieran bien. Este razo-s namiento oculta un error sutil. Pilotar un avión de forma

excepcionalmente buena o excepcionalmente mala es poco frecuente, de lo que se deduce que es probable que el piloto que vuela muy bien o muy mal en una ocasión, con independencia de que se le reprenda o elogie, vuelva a su actuación media en el siguiente vuelo, simplemente porque una actuación media es más habitual que.una ex-tremadamente buena o mala. De ahí la probabilidad de que el piloto que ha volado muy bien lo haga peor en la si-guiente ocasión y que el que lo ha hecho muy mal lo haga mejor. El principio de que si un hecho es extremo (en cualquier sentido), 4 próximo de la misma clase tenderá a serlo en menor medida se conoce como «regresión a la media». Influye en todos los acontecimientos en que in-terviene el azar. Por ejemplo, es probable que unos padres con un CI muy elevado —ya sea porque poseen unos ge-nes excepcionalmente favorables o porque se han criado en un entorno excepcionalmente favorable— tengan hijos menos inteligentes. Puesto que los niños reciben sólo la mitad de los genes de cada progenitor, no es probable que posean precisamente los que han contribuido a la inteli-

304 Irracionalidad •

gencia de los padres; y si los padres han crecido en un en-torno excepcionalmente favorable, es probable que los ni-ños lo hagan en uno menos favorable, porque se acerca más a la media.

Estos son dos ejemplos de la vida cotidiana; el primero está tomado de Nisbett y Ross3. En el béisbol americano se produce un fenómeno tan común que ha recibido un nombre: el «efecto del estudiante de segundo curso». En una temporada, un jugador consigue un número excep-cional de carreras. Se le aclama como a un héroe, pero en la temporada siguiente disminuye su rendimiento y sólo juega ligeramente por encima de la media. Los periódicos publican numerosas explicaciones de este hecho: los lan-zadores ya saben cómo enfrentarse a él, el éxito se le ha su-bido a la cabeza, ha engordado, ha adelgazado, se ha casa-do, se ha divorciado, etc. En realidad, no se requiere ex-plicación alguna: la suerte desempeña una importante función en el número de carreras que un jugador consigue y si le favorece en una temporada, es probable que no vuelva a hacerlo en la siguiente y que su actuación recupe-re su nivel medio habitual.

Barón4 ofrece otro ejemplo de una experiencia por la que todos hemos pasado. Vamos a un restaurante por primera vez y la comida nos parece excelente. Pero al vol-ver por segunda vez, nos decepciona. El azar desempeña un papel importante en la cocina, y si la comida era exce-lente en la primera ocasión, es probable que vuelva a la normalidad en la siguiente. Como señala Barón, si se come mal én un restaurante y no se vuelve, no se puede saber si la segunda vez será mejor, lo que cabe dentro de lo posible.

Un asesor del mercado de valores puso en práctica el efecto de regresión a la media5. Las empresas suelen ofre-cer una serie de diversos fondos de inversiones mobilia-rias. El asesor comenzó comprando participaciones en el fondo de una empresa que peores resultados estaba obte-

Inferencias falsas 305

niendo. Cada año vendía las participaciones y transfería el dinero a otro fondo perteneciente a la misma empresa, siempre el que peores resultados hubiera obtenido el año anterior. Al cabo de diez años había conseguido una can-tidad de dinero diez veces superior a la que hubiera gana-do de haber invertido en el fondo con mejores resultados. Sin embargo, los asesores financieros insisten en aconsejar a sus clientes que compren participaciones en fondos que «tengan una buena trayectoria».

La mayor parte de las personas, por tanto, no se da cuenta de que es posible que lo excepcional en una oca-sión vuelva a la media en la siguiente, al menos cuando in-terviene el azar. De ahí que sus predicciones sean demasia-do extremas y, en consecuencia, con tendencia al error. Hasta ahora nos hemos referido a la predicción de un sólo hecho (o cualidad) a partir de otro de la misma clase. Pero el principio de regresión-a la media es aplicable asimismo a los casos en que la predicción se basa en pruebas total-mente distintas del hecho que se predice. La regla, en este caso, es que cuanto peor sea el factor predictivo, mayor regresión a la media cabe esperar. Esto se ilustra con el si-guiente experimento6. Los sujetos tenían que predecir la nota media de un estudiante. A distintos grupos se les die-ron distintas clases de pruebas: su puesto én la clase con respecto a los demás estudiantes (a partir del cual se pue-de calcular con exactitud la nota media) o una medida de su sentido del humpr (que guarda escasa o nula relación con la nota media). A los tres grupos de sujetos se les dijo, respectivamente, que el puesto en clase era un factor pre-dictivo perfecto, que la concentración mental era modera-damente bueno y que el sentido del humor carecía de po-der de predicción. Como era de esperar, el primer grupo realizó bien la tarea. Pero los otros dos no tuvieron en cuenta la regresión a la media: si el estudiante al que juz-gaban tenía una muy elevada (o muy baja) puntuación en concentración mental o sentido del humor, le otorgaban

306 Irracionalidad •

una puntuación equivalente en la nota media. No tuvieron en cuenta el hecho de que el factor predictivo que estaban empleando era imperfecto y que, puesto que la mayor parte de las puntuaciones se agrupan en torno a la media, era mucho más probable que el estudiante tuviera una nota media cercana a la media que una nota media equi-valente a una puntuación muy elevada o muy baja en me-didas como la concentración mental o el sentido del hu-mor. Los economistas han desperdiciado mucho tiempo y papel tratando de explicar por qué un negocio que mar-cha excepcionalmente bien un año, no va tan bien el año siguiente. Si hubieran usado el principio de la regresión a la media, se habrían ahorrado mucho tiempo, ahorrándo-selo de paso sus lectores.

La causa de este error es controvertida. Es posible que intervenga el efecto de disponibilidad: se tiene en mente un valor elevado o bajo del factor predictivo y, sin pensar, se asigna el valor correspondiente a lo que se intenta pre-decir. Incluso cuando se sabe que el factor predictivo es imperfecto, se continúa engañado con la idea de que el va-lor que se tiene que predecir debe corresponderse con el del factor predictivo, como siempre sucede en el caso de que éste sea perfecto. Este error no difiere del de no tener en cuenta la tasa de base cuando se evalúan probabilida-des, como en el problema de los taxis verdes y azules pre-sentado en el capítulo 15.

Otro error relacionado con la regresión a la media tiene que ver con la confianza en los propios juicios. Como he-mos visto, cuando la puntuación en un factor predictivo imperfecto es elevada, hay que ajustar hacia abajo —hacia la media—, el cálculo de la variable que sé intenta predecir y, del mismo modo, hay que ajustado hacia arriba si la pun-tuación en el factor predictivo es baja. Ahora bien, no sólo no se hace así, sino que se expresa mayor confianza en el

Inferencias falsas 307

propio juicio equivocado cuando se basa en una puntua-ción alta o baja en el factor predictivo que cuando la pun-tuación se acerca al valor medio7. Las puntuaciones extre-mas en el factor predictivo engendran una confianza extre-ma, a pesar de ser las que mayores posibilidades tienen de traducirse en los mayores errores. Es como si, inconscien-temente, creyéramos que si algo (la puntuación en el factor predictivo) es extremo, todo lo relacionado con ello (la confianza en la propia predicción) también debe serlo.

Un sencillo ejemplo ilustra otro curioso error de con-fianza. Supongamos que, antes de la aparición de la calcu-ladora, un contable tratara de evaluar si alguien será un buen empleado, para lo cual comprobaría la velocidad a la que sumaba y restaba. También tomaría en consideración otros factores como su sentido del orden en el trabajo, su diligencia, etc. Ahora bien, es muy probable que la capa-cidad de sumar y la de restar estén totalmente relaciona-das: una medida de la capacidad de sumar de alguien sir-ve para predecir casi con total exactitud su capacidad de restar. De lo que se deduce que, para predecir si el solici-tante será un buen empleado, no es necesario tener en cuenta las dos medidas sobre su capacidad de suma y res-ta, ya que, al estar totalmente relacionadas, bastará una sola de ellas. Por otra parte, es poco probable que el or-den y la diligencia correlacionen con la capacidad de su-mar y restar, por lo que emplear estos factores (así como la capacidad de sumaifo de restar) servirá para predecir si el solicitante será un buen trabajador.

En la práctica, se hace lo contrario de lo que se debería: se confía más en las cualidades que correlacionan que en las que no lo hacen, como demuestra el siguiente experi-mento8. Se dijo a los sujetos que había cuatro pruebas para predecir el éxito académico, cada una de las cuales tenía sólo una fiabilidad media como factor predictivo, to-das el mismo. Las pruebas se dividieron en dos grupos: el primero era «flexibilidad mental» y «razonamiento siste-

308 Irracionalidad •

mático»; el segundo, «pensamiento creativo» y «capaci-dad simbólica». Se dijo a los sujetos que había una eleva-da correlación entre las puntuaciones del primer par (es decir, que la puntuación en «flexibilidad mental» podía predecirse con exactitud a partir de la de «razonamiento sistemático»), y que no había correlación alguna entre las puntuaciones del segundo par (es decir, que la puntuación en «pensamiento creativo» no podía inferirse de la «capa-cidad simbólica»). Seguidamente se les proporcionaron las puntuaciones inventadas de estudiantes imaginarios en las cuatro pruebas, dispuestas de forma que se atuvieran a lo que se les había dicho; por ejemplo, si un estudiante te-nía una puntuación en «flexibilidad mental» de 16, la puntuación en «razonamiento sistemático» oscilaba entre 15 y 17, y si su puntuación en «pensamiento creativo» era de 16, la de «capacidad simbólica» se asignaba al azar en-tre 1 y 20. Los sujetos tenían que predecir el éxito acadé-mico de los estudiantes a partir del par correlacionado o del par no correlacionado. Cuando se les preguntó por la confianza que tenían en lo acertado de sus predicciones, manifestaron mucha mayor confianza en las que estaban basadas en el par correlacionado. Esto es lo opuesto a un juicio racional. Si una puntuación predice otra con un ele-vado grado de fiabilídad, conocer la segunda no propor-ciona nueva información, en tanto que emplear dos que no se relacionan mejora la predicción.

El error descrito posiblemente se produce porque las puntuaciones correlacionadas son coherentes entre sí, lo que lleva a pensar que deben serlo con la que se va a pre-decir, mientras que las puntuaciones no correlacionadas no suelen ser coherentes entre sí, y, en consecuencia, se cree que no predicen de forma fiable la puntuación buscada.

Vamos a finalizar este capítulo con diversos ejemplos de fallos a la hora de llegar a una conclusión correcta a partir

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de información limitada. Supongamos que un comité de selección debe decidir si acepta a una persona para un curso de posgraduado de psicología clínica9. Cuenta con dos pruebas: su actuación en un examen especial y el tiempo que lleva trabajando en un hospital psiquiátrico. No hay correlación entre estas cifras; es decir, es imposible predecir una a partir de la otra. El candidato lleva más tiempo trabajando en el hospital que la mayor parte de los estudiantes admitidos en el curso. El comité considera este hecho de modo muy favorable, pero parece que los resultados del examen se han extraviado. Cuando apare-cen, resultan ser sólo ligeramente superiores a la media de los candidatos. Trate el lector de decidir si la opinión del comité sobre el candidato debe mejorar o empeorar. La mayoría cree que la opinión debe ser menos favorable, cuando, en realidad, debería serlo más. Se trata de otro error por no tener en cuenta la regresión a la media. Pues-to que la experiencia con pacientes mentales no correla-ciona con los resultados del examen, el mejor cálculo para éstos es que se correspondan con la media. Así qué, al descubrir que están por encima, la opinión del comité sobre el candidato debería mejorar. El error se produce en parte debido a que se tiende a establecer la media de las puntuaciones, al igual que en el caso de las probabili-dades que demostrábamos en el capítulo 16, cuando se deberían sumar.

Supongamos quef estamos jugando a la ruleta y la bola cae en negro seis veces seguidas. La mayor parte de las personas, incluyendo a jugadores avezados, cree que lo más probable es que la vez siguiente caiga en rojo. Basan su predicción en que, por término medio, en una serie lar-ga de lanzamientos, la bola cae un número aproximada-mente igual de veces en rojo que en negro. Retomando una idea a la que nos hemos referido anteriormente, la se-cuencia NNNNNNR es más representativa de la secuen-cia típica que siete veces negro. Pero la bola carece de me-

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moría: por muchas veces seguidas que haya caído en un color, la probabilidad de que lo vuelva a hacer la vez si-guiente es la misma. Por razones obvias, este error se de-nomina «falacia del jugador».

Como señala Fischhoff10, el mismo error se produce en contextos más serios que el juego, pues hasta el eminente historiador americano Morrison cayó en él. Morrison re-cuerda que, al principio de su quinto año de mandato, Roosevelt anunció que el Tribunal Supremo lo compon-drían jueces de su propia elección. Como ningún juez se había jubilado durante los primeros cuatro años de la presidencia de Roosevelt, y teniendo en cuenta el tiempo normal que tarda un juez en jubilarse, «las probabilida-des eran de doce a uno a favor de que pudiera nombrar a uno o más jueces en ese año». Fischhoff comenta: «Los cuatro años anteriores ya eran historia, y la probabilidad de que se produjera una vacante al año siguiente seguía siendo de 0,39».

Un error relacionado con el anterior consiste en obser-var un patrón en un conjunto de acontecimientos cuando, en realidad, se producen al azar11. Un ejemplo que se sue-le citar es el del bombardeo alemán de Londres en 1940-41. Los londinenses elaboraron complejas teorías sobre los blancos que los alemanes trataban de destruir y, por tanto, sobre dónde buscar refugio. Muchos llegaron a la falsa conclusión de que el barrio obrero este de Londres había recibido más bombas de lo que le correspondía y que los alemanes trataban de distanciar a los pobres de los ricos. Después de la guerra, el análisis estadístico del pa-trón de los bombardeos alemanes reveló que se habían producido al azar. El deseo humano de buscar sentido a las cosas —hallar patrones donde no existen o inventar teorías para explicar por qué a alguien se le da muy bien detectar notas de suicidas— conduce a graves errores.

Por último, he aquí un ejemplo12 de que no nos damos cuenta de que toda predicción basada en pruebas poco

Inferencias falsas 311

sólidas es por fuerza endeble. A los sujetos se les dio la descripción de un estudiante basada en tests proyectivos. Los sujetos creían que este tipo de tests, como el Rors-chach o el de dibujar a una persona, carecían de valor pre-dictivo. Como hemos visto, estaban en lo cierto, al menos en este aspecto. Se les dio una lista de nueve cursos en que podía estar matriculado el estudiante y debían elegir el co-rrecto. Debido a la descripción basada en los tests proyec-tivos («... falta de verdadera creatividad... necesidad de or-den y claridad y de sistemas claros y ordenados... escasos

| sentimientos de simpatía hacia los demás...»), la mayor parte de los sujetos decidió que estaba estudiando inge-niería. Se les dijo que estaba en un escuela de magisterio y que trabajaba en un programa especial para niños disca-pacitados, y se les preguntó cómo lo concillaban con la descripción inicial. La mayoría lo hizo eligiendo aspectos de ésta que se ajustaran a alguien que trabajaba en educa-ción («profundo sentido moral»). Casi ninguno rechazó el perfil de las pruebas de personalidad. Sobrevaloramos de forma sistemática las pruebas erróneas.

MORALEJA

1. Recuerde que, cuando sucede un hecho extremo, sea bueno o malo, es muy probable que el siguiente de la misma clase lo sea qp mucha menor medida por razones puramente estadísticas: vuelve a la media.

2. A la hora de realizar predicciones a partir de pruebas imperfectas, su predicción debe aproximarse más al valor medio de lo que tenga que predecir que al valor del factor predictivo.

3. Si hay dos pruebas que siempre coinciden, sólo tiene que tener en cuenta una de ellas para predecir.

4. Aprenda conceptos elementales de estadística y de teoría de las probabilidades sobre todo si tiene una profe-

312 Irracionalidad •

sión liberal. Sólo tardará unos días. Una agradable intro-ducción es el libro de J . A. Paulos, Innumeracy («El hombre anumérico») (consultar Bibliografía).

5. Caer en la «falacia del jugador» no le hará ganar di-nero, aunque, pensándolo bien, tampoco le hará perderlo.

1 Simón, H., Models of Man: Soáal and Rational, Nueva York, John Wiley and Sons, 1957.

2 Salvo cuando se especifique lo contrario, el resto del capítulo se basa en Kahneman, D., y Tversky, A., «On the psychology of prediction», Psychological Review, 1973, 80,237-251.

3 Nisbett, R., y Ross, L., Human Inference: Strategies and Shortco-mings of Social Judgment, Englewood Cliffs: Prentice-Hall, 1980.

4 Barón, J., Thinking and Deciding, Cambridge, Cambridge Univer-sity Press 1988. . 5 Independent Research Services, «Successful Personal Investing»,

no publicado, 1992. 6 Kahneman, D., y Tversky, A., op. cit. I Kahneman, D,, y Tversky, A., op. cit. 8 Kahneman, D., y Tversky, A., op. cit. 9 Lichtenstein, S., Earle, T. C., y Slovic, P., «Cue utilization in a nu-

mérica! prediction task». Journal of Experimental Psychology: Human Perception and Performance, 1975, 104,77-85.

10 Fischhoff, B., «For those condemned to study the past: heuristics and biases in hindsight», in Kahneman, D., Slovic, P., and Tversky, A. (eds.), Judgment Under Uncertainty: Heuristics and Biases, Cambridge, Cambridge Universiy Press, 1982.

I I Feller, W., An Introduction to Probability Theory and Its Applica-tions, 3.a edición, vol. I, Nueva York, John Wiley and Sons, 1968.

12 Kahneman, D., y Tversky, A., op. cit. 13 Kahneman, D., y Tversky, A., op. cit.

Capítulo 20

El fracaso de la intuición

La intuición es una de las facultades humanas más apreciadas. A muchos les resulta más doloroso que se les acuse de no ser intuitivos que de ser descuidados, perezo-sos o egoístas. Como decía Rochefoucauld: «Todos se quejan de su mala memoria, nadie de su juicio». Sólo algu-nas voces disienten; por ejemplo, se ha afirmado que la in-tuición es ese extraño instinto que nos dice que tenemos razón, tanto si es ciefto como si no.

En el capítulo anterior veíamos la tendencia a cometer errores al realizar predicciones basadas en un número re-ducido de factores. En la vida real hay que tener en cuen-ta muchos factores distintos, cada uno de los cuales sirve para predecir con diverso grado de fiabilidad; es decir, la predicción que se basa en cada uno de ellos tiene una pro-babilidad dada de ser correcta. Examinemos el siguiente fragmento de un libro de medicina sobre el cáncer, que cita David Eddy1 (la cursiva es suya y la emplea cuando

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314 Irracionalidad •

una expresión indica cierto grado de incertidumbre). El pasaje trata de ayudar a los médicos a diferenciar un quis-te benigno de un tumor de mama.

Los quistes crónicos suelen confundirse con el carcinoma de mama. Generalmente se presentan en mujeres de pechos peque-ños que han dado a luz. Normalmente aparecen en el cuadrante superior extemo, pero pueden hacerlo en otras partes y acabar afectando a toda la mama. Con frecuencia es doloroso, sobre todo en el periodo premenstrual, y es habitual que lo acompañen trastornos menstruales. En el 15 por ciento de los casos aproxi-madamente hay secreciones de los pezones, generalmente abun-dantes, pero no se observan cambios en los pezones en cuanto tales. La lesión es difusa, sin una clara demarcación y sin que se fije en la piel que lo recubre. Muchos quistes son duros, redon-dos y de tamaño variable y pueden ser traslúcidos si contienen fluido claro. Un quiste grande en una zona de quistes crónicos parece un tumor, aunque suele ser más blando y estar mejor deli-neado. Los ganglios linfáticos de las axilas normalmente no au-mentan de tamaño. No es frecuente que los quistes crónicos sean grandes y azulados; suelen ser múltiples y pequeños.

Esta cita demuestra que puede ser necesario tener en cuenta muchos síntomas para establecer un diagnóstico y que su habilidad varía desde «puede» hasta «es» (certeza absoluta), pasando por «generalmente» y «suele» y mu-chos otros términos probabilísticos. No es probable que el médico que examine a un paciente recuerde la lista de los doce síntomas, que atribuya a cada uno la importancia de-bida y que, de modo intuitivo, tome la decisión diagnósti-ca más adecuada a la vista de las pruebas de que dispone.

En este capítulo vamos a demostrar que la intuición hu-mana es notablemente deficiente; de hecho, lo es hasta tal punto que, al someter a un análisis matemático formal los mismos datos que se emplean para emitir juicios intuiti-vos, los juicios que resultan son sistemáticamente mejores. Denominaré ambos métodos de realizar predicciones in-

El fracaso de la intuición 315

tuitivo y actuarial, y a falta de un término mejor, quien emite un juicio intuitivo será el «juez».

Para evaluar la actuación de los jueces humanos, hay que saber cómo actuarían si sus juicios fueran óptimos; no pueden ser perfectos si los factores predictivos no lo son. Afortunadamente, hay un método matemático que evalúa la validez de los factores predictivos y los relaciona entre sí para realizar la mejor predicción posible a partir de las pruebas disponibles (salvo raras excepciones que requie-ren otras técnicas matemáticas).

Como señala Robert Dawes2, uno de los mayores ex-pertos en este campo, Benjamín Franklin previo en cierto modo este método. En una carta a su amigo Joseph Pries-tly escribía lo siguiente:

Por falta de suficientes premisas, no puedo aconsejarte qué determinar, pero, si quieres, te diré cómo hacerlo... Mi método consiste en dividir con una línea la mitad de una hoja de papel de dos columnas y escribir A favor sobre una de ellas y En con-tra sobre la otra. Después, tras una reflexión de tres o cuatro días, escribo bajo cada encabezamiento un resumen de los diver-sos motivos que, en momentos distintos, se me ocurren a favor, o en contra de la medida. Cuando los tengo así todos a la vista, me esfuerzo en calcular su peso respectivo... para hallar dónde se ha-lla el equilibrio... Y aunque no es posible determinar la importan-cia del peso de las razones con la precisión de las cantidades alge-braicas, cuando se considera cada uno de este modo, separada y comparativamente, y todb el asunto está frente a mí, creo que pue-do juzgar mejor y que eimenos probable que dé un paso apresu-rado. Y, de hecho, he hallado grandes ventajas en esta clase de ecuación, en lo que podríamos llamar álgebra moral o prudencial.

Se ha demostrado que el empleo de las técnicas de Franklin permite tener en cuenta más pruebas y posibili-dades antes de tomar una decisión.

La técnica matemática que se va a describir atribuye el mejor peso posible (en términos de Franklin) a cada prue-ba relevante. Se puede ilustrar con un estudio para prede-

316 Irracionalidad •

cir el éxito de los aspirantes a realizar un curso de posgra-do de la Universidad de Oregón. Los miembros del per-sonal que tenían que decidir su admisión disponían de su expediente académico, su actuación en un examen espe-cial para poder realizar el curso y las referencias de quie-nes los avalan. Los cuatro miembros del comité de selec-ción evaluaron numéricamente la información con que contaban. Las cifras aproximadas de las tres pruebas de que disponían oscilaban de 3 a 4,9 para el expediente aca-démico, de 70 a 90 para el examen especial y de 1 a 5 para las referencias. En resumen, a cada candidato se le asigna-ron 3 números, uno por cada elemento de información. Por último, basándose en tales cifras, el comité asignó a cada sujeto a una de las seis categorías que indicaban.su opinión sobre su potencial como estudiante de posgrado.

Siempre es difícil determinar si un comité de selección realiza bien su labor, porque no se puede saber cómo ha-brían actuado los candidatos rechazados si hubieran re-sultado elegidos. Pero se puede comparar la actuación de los seleccionados después de haber terminado el curso (o hacia el final del mismo) con la categoría (1-6) que les asig-nó el comité de selección, lo cual proporciona una medi-da del grado en que las calificaciones del comité predicen la actuación en el curso de posgrado. Resulta que sus pre-dicciones fueron deficientes, aunque mejores que al azar. Ahora bien, es posible que las tres pruebas no tengan la misma importancia a la hora de predecir el éxito de los es-tudiantes. Por ejemplo, el expediente académico puede predecir mejor que las referencias, en las que cabe la posi-bilidad de que haya juicios sesgados. Para obtener la me-jor evaluación, el comité debe conceder la importancia co-rrecta a cada prueba. Pero ya hemos visto lo difícil que re-sulta emitir juicios sobre hechos relacionados. ¿Cómo decide el comité si el expediente académico es más impor-tante que las referencias de un estudiante y, si es así, hasta qué punto? Guiándose por la intuición.

El fracaso de la intuición 317

El método actuarial que se va a describir se denomina análisis de regresión múltiple. Toma las calificaciones iniciales de cada candidato en las tres pruebas y las com-para de forma sistemática con la evaluación final de su actuación. Calcula la fiabilidad con que cada una de las tres pruebas predice la actuación del estudiante hacia el final del curso. El valor predictivo de cada uno de los tres factores se representa mediante un decimal de 0 a 1: un peso. Para obtener la predicción sobre un estudian-te, lo único que hay que hacer es coger cada una de sus tres puntuaciones, multiplicarla por el peso apropiado y sumar las tres cifras resultantes. (Este procedimiento no sólo tiene en cuenta el valor relativo de cada factor para predecir el resultado, sino que corrige el hecho de que la amplitud de los tres números predictivos sea muy distin-ta; por ejemplo, de 3 a 4,9 en el expediente académico y de 70 a 90 para las notas del examen.) El análisis mate-mático proporciona la mejor predicción aproximada que se puede realizar a partir de las tres pruebas dispo-nibles.

El lector puede argüir, con toda razón, que hay trampa en todo esto. Como en el análisis matemático se emplean tanto los tres factores predictivos como los resultados que hay que predecir, es imposible que se obtengan resultados peores que los de los jueces. Para evitarlo, se comprueban los resultados del análisis inicial aplicándolos a grupos dis-tintos de estudiantes^ se realiza un cálculo de lo acertado de las predicciones sobre estos estudiantes, predicciones que se comparan posteriormente con las que los jueces humanos llevan a cabo por intuición. No es posible com-parar, en términos cotidianos, la diferencia de precisión entre el modelo matemático y los jueces humanos, pero en este estudio (basado, en términos técnicos, en la varianza del progreso de los estudiantes que se halla con cada mé-todo), el método actuarial predijo con una precisión cua-tro veces mayor que la de los jueces humanos.

318 Irracionalidad •

Hay que recordar que tampoco el método actuarial es perfecto: se limita a realizar las mejores predicciones posi-bles a partir de la información recibida. Es imposible, des-de luego, predecir la actuación humana con precisión ab-soluta; en el caso de los estudiantes, unos se distraerán porque se enamoran, a otros les dejará su pareja y se con-centrarán aún menos, otros elegirán un tema para la tesis doctoral que, por pura casualidad, dará interesantes resul-tados y otros escogerán uno del que obtendrán poco a pe-sar de sus esfuerzos. La conducta humana no es lo único que es imposible predecir con certeza absoluta. El tiempo, la localización geológica de una bolsa de petróleo y la na-turaleza de una enfermedad a partir de una serie de sínto-mas sólo se pueden predecir con cierto grado de probabi-lidad. Se ha demostrado que, en este y en otros muchos casos, la predicción actuarial es mejor que la de los jueces humanos.

De hecho, en más de cien estudios comparativos de la precisión de la predicción actuarial e intuitiva, no hay nin-gún caso en que las personas lo hayan hecho mejor, aun-que a veces no hay diferencia entre ambos métodos. En la mayor parte de los casos, el método actuarial es más exac-to por un amplio margen. Éstos son unos ejemplos selec-cionados al azar de su éxito frente a la intuición de los ex-pertos (el tipo de predicción viene primero, seguido de la clase de experto con cuyos juicios se compara el método actuarial): si una persona en libertad condicional la viola-rá o mostrará buena conducta —tres estudios distintos de más de 3.000 personas en libertad condicional— (psicólo-gos y psiquiatras); la actuación de un piloto después de ser entrenado predicha antes de serlo (oficiales de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos); adaptación a un reforma-torio (psiquiatras); satisfacción laboral de los ingenieros predicha antes de acabar la carrera (asesores); reinciden-cia en criminales (médicos); intentos de suicidio en enfer-mos psiquiátricos (psiquiatras); mejora de la enfermedad

El fracaso de la intuición 319

mental en esquizofrénicos (médicos); clasificación de un enfermo mental como psicótico o neurótico (psiquiatras y psicólogos); desarrollo de empresas (asesores de valores de Bolsa); actuación de los caballos en una carrera (pro-nosticadores).

Hay que observar que en todos los ejemplos menos uno las predicciones son sobre personas, ya sea sobre su con-ducta, sus logros, sus facultades o su salud mental. Son justamente los demás el objeto de nuestras intuiciones. La mayor parte de las personas reconoce que el mundo exte-rior se comprende mejor, y sus estados se predicen mejor, mediante métodos científicos que mediante la intuición. Si se quiere predecir el tiempo, en vez de consultar el Al-manaque zaragozano u observar si el cielo se pone rojo por la noche, lo más apropiado es leer el pronóstico del tiempo o, como se hace en los observatorios meteorológi-cos, llevar registros detallados que permitan, mediante un análisis matemático, predicciones moderadamente preci-sas. Y si no nos arranca el coche, aplicamos nuestros co-nocimientos, no la intuición, para revisar las bujías, el dis-tribuidor de gasolina, etc. La racionalidad o irracionalidad de la intuición humana, por tanto, se comprueban mejor mediante predicciones sobre las personas.

Aunque las predicciones del método actuarial sean, en la gran mayoría de los casos, mucho más acertadas que las de la intuición, hay que hacer tres advertencias. La prime-ra es que las pruébalo al menos parte de ellas) que se em-plean en el método actuarial deben ser relevantes para la predicción, y son las personas, en primer término, quienes deciden lo que es relevante. El comité de selección fue quien decidió que eran relevantes el expediente académi-co, las notas en un examen y las referencias, pero otras muchas pruebas podían haber sido útiles; por ejemplo, la salud del candidato, o los juicios de quienes conocieran su diligencia y tesón. Ahora bien, a un juez humano le resul-ta extremadamente difícil saber si tales pruebas adiciona-

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les guardan algún tipo de relación con el éxito final del es-tudiante. Parte de la belleza del método actuarial reside en que, si se añade un nuevo factor predictivo al cálculo, de-termina de forma automática si es o no relevante. Si la in-formación no está relacionada con la predicción que hay que realizar, se le asignará un peso cero, lo que significa que no se tiene en cuenta en el cálculo final. Como hemos visto, se suelen establecer relaciones inexistentes entre he-chos, por lo que el método actuarial es una salvaguarda frente a su empleo. Aunque son las personas quienes de-ciden qué datos se incorporan al chirriante aparato mate-mático, el método actuarial determina con precisión como usarlos.

La segunda advertencia es que sólo es válido comparar la actuación humana y actuarial cuando los datos de que disponen el análisis matemático y el juez humano son los mismos. Esto no es siempre posible, puesto que las perso-nas no suelen saber en qué se basan sus juicios. Tomemos un ejemplo extremo. En un estudio3 se retocaron fotos de hombres y mujeres para que sus pupilas fueran muy gran-des o muy pequeñas. Se enseñaron a miembros del sexo opuesto fotografías de la misma persona con las pupilas grandes y pequeñas. En el primer caso se la juzgaba mu-cho más atractiva sexualmente que en el segundo. Los su-jetos que vieron las fotografías no tenían ni idea de que les había influido el tamaño de la pupila. No obstante, aun-que un juez se haga una idea general sobre una persona en una entrevista sin saber cómo lo consigue, siempre cabe la posibilidad de evaluar a un candidato mediante una entre-vista y después someter la evaluación a un análisis mate-mático. Como veremos, la entrevista no mejora la predic-ción, sino que la empeora.

La tercera advertencia es que los datos suministrados al modelo matemático deben adoptar forma numérica. Esto no constituye un problema. Los jueces humanos asignan rápidamente números a las pruebas. En el ejemplo ante-

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rior, el comité de selección evaluó las referencias de 1 a 6. Si se es contrario a asignar números, se puede emplear una serie de adjetivos como: muy deficiente, deficiente, normal, bueno, excelente, y después asignar a cada cate-goría un número del 1 al 5. No hay, desde luego, garantía de que un juez sea coherente en sus evaluaciones; es posi-ble que al presentarle la misma referencia en días distin-tos, le asigne un 1 un día y un 2 otro. El valor del factor predictivo que está evaluando disminuirá en la medida en que el juez sea falible a este respecto. Pero si un juez no es coherente en sus evaluaciones, disminuye su propio éxito, así como el del modelo matemático. Una forma de resol-ver este problema es hallar la media de los juicios emitidos por varias personas sobre la puntuación de un factor pre-dictivo; los errores tienden a anularse entre sí y se obtie-nen cifras más coherentes. Además, es probable que la obligación de categorizar una cualidad en números haga ser a los jueces más coherentes. Supongamos que dos de las cualidades que se buscan en un vendedor sean él en-canto y la seguridad en sí mismo, cualidades que se van a evaluar en una entrevista. La mayor parte de los entrevistadores se limita a obtener una impresión general del entrevistado (muy parcial a causa del efecto de halo). Si se vieran obligados a asignar una cifra al encanto y a la seguridad en uno mismo, sería mucho más probable que aislaran tales cualidades de su impresión general. Cuando se dispusiera de un. numero suficiente de casos, se evalua-ría mediante un análisis matemático el valor predictivo de sus calificaciones, siempre que se pudiera determinar el éxito del candidato seleccionado.

La advertencia final es que el método actuarial sólo es aplicable cuando realizamos el mismo tipo de predicción y tenemos el mismo tipo de conocimientos (los factores predictivos) sobre un número razonablemente elevado de casos similares; por ejemplo, la actuación de unos Ucencia-dos a partir de su expediente académico o una enferme-

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dad a partir de los síntomas. Salvo en casos especiales, es difícil predecir el resultado de una batalla o de un noviaz-go. Sin embargo, y por sorprendente que parezca, el mé-todo actuarial ha demostrado tener éxito en predecir la fe-licidad matrimonial, simplemente restando al promedio de veces que los cónyuges hacen el amor a la semana, el promedio de veces que se pelean a la semana.

Hasta ahora hemos establecido que, cuando se puede aplicar, el método actuarial predice mejor que los jueces hu-manos. Pero todavía hay algo más extraordinario. Se pue-den coger las predicciones que realiza un juez sobre una se-rie de casos y calcular el peso que ha atribuido de forma im-plícita a cada factor predictivo, como el expediente académico, las notas de un examen especial y las referen-cias. Aunque es posible que no lo sepa, asigna de forma im-plícita un peso a cada factor predictivo, y dichos pesos se pueden establecer comparando las puntuaciones de los fac-tores predictivos de cada candidato con la evaluación del potencial del candidato que realiza el juez. Obsérvese que no se tiene en cuenta la buena actuación de los candidatos. Ahora bien, al calcular de este modo los pesos que atribuye el juez, resulta que la fórmula matemática en que se em-plean predice mejor que el propio juez. ¿Cómo es posible? L. R. Goldberg4 nos da la respuesta: el juez «no es una má-quina. Aunque posee sus conocimientos humanos y su ha-bilidad para generar hipótesis, carece de la habilidad de una máquina. Tiene días buenos y días malos. Le acosan el aburrimiento, la fatiga, las enfermedades y las preocupacio-nes derivadas de su situación y de las relaciones interperso-nales, con el resultado de que sus diversos juicios sobre exactamente el mismo estímulo no son idénticos... Si, ha-ciendo desaparecer el error del azar de sus juicios, pudiéra-mos eliminar parte de esta falta de habilidad humana, incre-mentaríamos la validez de las predicciones resultantes».

El fracaso de la intuición 323

De nuevo nos encontramos con que, al establecerse la media de los juicios sobre muchos casos, se compensan las variaciones al azar y llegamos a los pesos medios que asig-na el juez, de los que se aparta con excesiva frecuencia. El modelo matemático no se aparta de ellos; de ahí que pre-diga mejor que el juez. Aunque el procedimiento que aca-bamos de describir, cuya denominación técnica es la de «cebado», no suele predecir tan bien como la fórmula ba-sada en los pesos óptimos que se calculan comparando las puntuaciones de las personas en los factores predictivos con su actuación final, no está muy por debajo. Esto im-plica que el juez ha desarrollado de forma implícita un conjunto de pesos bastante razonable, pero que no los emplea de forma coherente. Hay que recalcar que con el cebado se obtienen los pesos que el.juez (o los jueces) usan en realidad, no los que creen usar. De hecho, no son generalmente conscientes de cómo emiten sus juicios. El análisis de los juicios sobre acciones que 13 agentes de Bolsa habían emitido reveló que el peso que habían asig-nado a los factores predictivos era prácticamente opuesto al que creían haber asignado5.

Ya podemos considerar por qué la predicción intuitiva es mucho peor que la actuarial. En primer lugar, el juez humano no asigna un conjunto de pesos óptimo a los fac-tores predictivos, por todas las razones establecidas en los capítulos anteriores. Como hemos visto, no se establecen relaciones correctas fntre los hechos, concediéndose de-masiada importancia a un factor predictivo que guarda es-casa o nula relación con el resultado que hay que predecir. En segundo lugar, no se sabe combinar bien las distintas informaciones. De hecho, no se asignan de modo cons-ciente los valores a los factores predictivos. ¿Qué hace un juez si un candidato ha obtenido excelentes resultados en el examen, pero posee un expediente académico deficien-te? Resuelve el dilema por «intuición», pero ésta, por des-gracia, no se basa en pruebas; lo más probable es que de-

324 Irracionalidad •

rive de una expectativa errónea. En tercer lugar, como he-mos visto, el estado de ánimo del juez varía de un día para otro, lo que afecta a la coherencia de sus juicios. Si acaba de descubrir que su, mujer tiene una aventura, es muy po-sible que vea muy negro el potencial de un candidato, pero, si acaba de ganar una cátedra, se sienta benevolente con todos y dé una oportunidad a un candidato con pocas

\ posibilidades. En cuarto lugar, puede que esté muy influi-do por el primer factor predictivo con que se haya trope-zado por accidente y que interprete el valor de otros por su evaluación del primero (efecto de lo primero). Por últi-mo, si hay muchos factores de predicción (más de tres o cuatro), le resultará imposible tener todos en la mente al mismo tiempo y conceder el peso adecuado a cada uno.

Las personas son, por tanto, irracionales en el modo de tomar decisiones intuitivas. Es evidente que, en el caso de la predicción sobre algo trivial, el tiempo que requiere el método actuarial no justifica su empleo. No merece la pena llevar registros cuidadosos de las características de los filetes para predecir cuánto se tardará en cocinar el que se acaba de comprar. Resulta más sencillo estar aten-to mientras se hace y probarlo cuando esté casi cocinado.

Además, el método sólo funciona si ha habido un nú-mero razonable (treinta o más) de casos anteriores y si se ha llevado en cada caso un registro completo de los valo-res de los factores de predicción y del resultado. No obs-tante, cuando se dan estas condiciones y se trata de una decisión importante, se debería emplear el método actua-rial. Una vez determinados los pesos óptimos de los facto-res predictivos, el análisis de un nuevo caso se lleva a cabo en el ordenador en una fracción de segundo. Otro ejem-plo de irracionalidad es que las personas se muestren in-creíblemente reacias a emplear este método en lugar de la intuición, incluso en los casos en que su uso obtiene, sin lugar a dudas, mejores resultados que el juicio humano sin ayuda.

El fracaso de la intuición 325

Robyn Dawes observa lo poco que se usa la predicción actüarial. Señala que, en el momento en que escribía, sólo cuatro universidades estadounidenses importantes lo em-pleaban para admitir a sus alumnos. Pero ni siquiera lo usaban en la selección final, sólo lo hacían como un medio para descartar a los candidatos totalmente inadecuados: a los restantes se les hacía una entrevista. En un hospital estadounidense se empleó durante cierto tiempo un mé-todo actuarial para determinar si un paciente era neuróti-co o psicótico. Aunque sus resultados fueron mejores que los de los psiquiatras, se abandonó porque cometía erro-res obvios. No está claro si los errores de los psiquiatras eran tan obvios, pero es indudable que eran más abun-dantes. Dawes señala que el uso de métodos actuariales no sólo mejoraría las decisiones que se tomaran, sino que ahorraría mucho tiempo y dinero. Calcula que, sólo em-pleándolos para las admisiones a las escuelas de posgrado de Estados Unidos, se ahorrarían dieciocho millones de dólares al año.

¿Por qué hay tanta resistencia al uso de la técnica actua-rial? Las razones que siguen se basan parcialmente en Da-wes. En primer lugar, se suelen recordar los éxitos, sobre todo si no son habituales. El miembro de un comité de se-lección recuerda que, basándose en una corazonada, se-leccionó a un estudiante con muy malas puntuaciones en todos los factores predictivos, cuya actuación posterior fue excepcionalmentf buena. Es evidente que el método actuarial nunca lo hubiera aceptado. El problema que tie-ne este argumento es que los jueces humanos tienden a ol-vidarse de todos los demás candidatos seleccionados por una corazonada cuya actuación posterior fue extremada-mente deficiente. Ya he demostrado que lo que se recuer-da es la excepción.

En segundo lugar, los jueces profesionales creen que poseen habilidades y un talento especiales y se niegan a aceptar que un ordenador puede superarles en competen-

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cia. Además, por las razones expuestas en el capítulo 17, es probable que confíen en exceso en su propia capaci-dad. Quizá pudieran consolarse pensando que son ellos los que seleccionan los factores predictivos y que lo único que lleva a cabo el análisis matemático es relacionarlos de manera óptima.

En tercer lugar, una profecía que implica su propio cumplimiento puede fomentar la ilusión de juzgar correc-tamente. El miembro de un comité de selección que admi-te a un estudiante ligeramente por debajo de lo normal puede, posteriormente, dedicar mucho tiempo a ayudar-lo, por un lado para demostrar que hizo bien en admitir-lo, por otro, porque le interese su progreso. Dawes lo compara con el camarero que cree que unos clientes no le van a dar propina y los trata con brusquedad, con lo que consigue que su profecía se cumpla: no le dan propina.

En cuarto lugar, hay quien sostiene que, al menos en la mayor parte de los casos, la predicción actuarial dista mu-cho de ser perfecta. Este argumento es increíblemente ob-tuso, ya que ninguna predicción sobre la actuación huma-na puede ser perfecta. Lo único que cuenta es que la pre-dicción actuarial es mejor que el juicio humano. Si se emplea para seleccionar estudiantes, se elegirán más estu-diantes que tengan éxito que si la selección se realiza por intuición. Si se emplea para saber si un paciente es neuró-tico o psicótico, se cometerán errores, desde luego, pero en menor número que si la clasificación la realiza un psi-quiatra.

En quinto lugar, se cree que el método actuarial no pue-de enfrentarse a lo inesperado. Por ejemplo, en el caso de que se quieran flexibilizar los criterios normales de selec-ción para alguien con muy malos antecedentes familiares. Pero este tipo de factor se puede introducir en el análisis. Se evalúa si los antecedentes son un factor predictivo: ¿es mejor la actuación de quienes proceden de un medio fa-miliar problemático que la de otros con las mismas pun-

El fracaso de la intuición 327

tuaciones en otros factores predictivos? Si es así, el medio familiar puede convertirse en factor predictivo. Si, por el contrario, la razón de que se quieran flexibilizar los crite-rios de selección de personas con antecedentes familiares deficientes es darles una oportunidad aun a costa de que fracasen, basta con disminuir la puntuación de admisión en el modelo matemático. Las únicas contingencias que el modelo actuarial no considera son las totalmente imprevi-sibles. Supongamos, por ejemplo, que alguien estaba muy enfermo al hacer un examen y que el juez humano quiera ser indulgente, pero que la enfermedad no se haya intro-ducido en el método actuarial como factor predictivo. La solución no consiste en desechar el método, sino en bus-car en los expedientes de los candidatos una eventualidad de este tipo. Si se les acaba seleccionando, se puede reali-zar un seguimiento de su actuación y tomar la decisión de incorporar o no al modelo la eventualidad en cuestión como factor de predicción.

En sexto lugar, hay quien sigue creyendo que la intui-ción posee una cualidad mágica que los cálculos formales o el recuento cuidadoso de lo ocurrido en el pasado no pueden reemplazar. Para darse cuenta de lo equivocados que están quienes lo sostienen, pregúntese el lector en qué se basa el juez humano. Lo hace en su experiencia, que sólo consiste en los casos individuales que conoce. En otras palabras, el juez emplea el método actuarial sin dar-se cuenta; el problenfa es que no lo hace muy bien.

Por último, hay quien considera despiadado que sean modelos matemáticos y no personas los que tomen deci-siones que van a afectar a su vida entera. Una estudiante se quejaba de que en una universidad de California la ha-bían rechazado sin hacerle una entrevista: «¿Cómo van a saber cómo soy?». Como afirma Dawes: «No lo saben. Pero tampoco lo sabrían con una entrevista». Dawes seña-la que es una impertinencia suponer que se conoce mejor la capacidad de un estudiante en media hora de entrevista

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que examinando sus notas medias, que se basan en años previos de evaluación.

La preocupación por no conocer al candidato podría solucionarse, en principio, asignando una puntuación a los resultados de la entrevista e introduciéndola en el aná-lisis matemático. En la práctica no serviría de nada, pues-to que el análisis atribuiría un peso nulo a la entrevista. Se ha demostrado de forma repetida que, en la selección de personal, la entrevista no sólo es inútil sino que puede ser perjudicial6. Neal Schmitt comienza un artículo sobre la entrevista afirmando que, en cuatro revisiones distintas de decenas de estudios, «se ha llegado a la conclusión de que la entrevista, tal como se utiliza en muchas situaciones de empleo, carece de fiabilidad y validez»; es decir, los juicios de los diversos entrevistadores no coinciden y no guardan relación con la adecuación al trabajo de los aspirantes.

Muchas razones explican que la entrevista sea un méto-do tan insatisfactorio de selección, una de las cuales es el efecto de halo. Si un candidato va bien vestido, es agrada-ble y demuestra seguridad en sí mismo sin ser engreído, lo más probable es que se crea que tiene las habilidades ne-cesarias para el empleo, tanto si las tiene como si no. Asi-mismo se ha demostrado que las entrevistas están sujetas al efecto de lo primero, así como a un fenómeno que aún no hemos mencionado, el «efecto de contraste». Si el co-mité de selección entrevista a un candidato excepcional-mente agradable o con aspecto de ser muy inteligente, es probable que infravalore al siguiente. El efecto funciona también en sentido inverso: si a un candidato con una mala actuación le sigue otro en torno a la media, el comi-té creerá que éste es mucho mejor de lo que en realidad es. Este efecto se ha demostrado en numerosas ocasiones; distorsiona el juicio humano en situaciones muy diversas. Se afirma que la entrevista es la única forma de detectar en el candidato aspectos poco comunes; por ejemplo, que sea tartamudo o que se vista con ropa de cuero y cadenas. En

El fracaso de la intuición 329

realidad, es poco probable que en las referencias no se mencionen tales características. Hay quien sostiene que la entrevista es necesaria para que la empresa se venda a sí misma al candidato7. Aunque se trata de un argumento plausible, la investigación demuestra que es falso, pues los candidatos tienen peor concepto de la empresa después de la entrevista que antes. Es posible que sus expectativas sean demasiado elevadas y que, inevitablemente, se sien-tan decepcionados. Hay que añadir que existe cierta polé-mica sobre el valor de la denominada entrevista estructu-rada, en la que se somete a todos los candidatos a las mis-mas preguntas preestablecidas. Pero, incluso en este caso, sería mejor presentar las preguntas por escrito, para evitar el sesgo que introduce conocer al candidato.

El factor predictivo que mejores resultados obtiene en la selección del personal es la capacidad cognitiva, que se determina mediante una serie de pruebas verbales y espa-ciales. Estas pruebas se han pasado a aspirantes a todo tipo de trabajos, incluyendo a miles de reclutas estado-unidenses y a cientos de hombres de negocios de este mis-mo país. Se ha demostrado que son los mejores factores predictivos de su futuro progreso. Hay, desde luego, mu-chas pruebas objetivas más especializadas, pero dispone-mos de menos información sobre su utilidad.

Es curioso que, a pesar de los muchos artículos publi-cados que demuestran la inutilidad de la entrevista en la selección de personal] las empresas continúen utilizándo-la. Su empleo es uno de los actos irracionales más llamati-vos de Occidente, y el hecho de que los entrevistadores si-gan confiando en sus juicios equivocados es otro ejemplo de exceso de confianza.

Es interesante contrastar el grado de empleo del méto-do actuarial en medicina y en los negocios, ya que en am-bos casos funciona. En un estudio8, un grupo de médicos tuvo que calcular cuánto vivirían 193 pacientes que pade-

330 Irracionalidad •

cían la enfermedad de Hodgkin. Las biopsias dan 10 fac-tores predictivos. Aunque los médicos confiaban en su ca-pacidad de predicción, emitieron sus juicios completa-mente al azar: los- resultados hubieran sido iguales de haber extraído de un sombrero un número para cada pa-ciente. Cuando se construyó un modelo matemático para comparar de forma sistemática los valores de los factores predictivos con la longevidad de los pacientes en una serie de casos, los resultados fueron considerablemente mejo-res que el azar.

Un segundo ejemplo9 relacionado con la medicina es el MYCIN, un programa de ordenador diseñado en Stanford para diagnosticar enfermedades bacterianas de la sangre e indicar el mejor antibiótico. Se basa fundamentalmente en el tipo de análisis matemático al que me he referido, pero es algo más complejo. Los conocimientos y probabilidades que se introducen en el programa proceden en su totalidad de los médicos. Toda la información sobre un caso se obtie-ne, desde luego, de personas, que son también quienes la introducen, pero el programa puede solicitar más informa-ción o nuevas pruebas cuando son necesarias. En un estu-dio, el programa diagnosticó el 65 por ciento de los casos correctamente, en tanto que los médicos lo hicieron en el 42,5 por ciento y el 62,5 por ciento de los casos. Al MYCIN le han seguido muchos otros programas médicos similares para diagnosticar desde trastornos gástricos hasta el riesgo de la muerte súbita en recién nacidos.

En cuanto a los negocios, hace unos años, para solicitar un préstamo bancario había que pedir una cita con el direc-tor del banco, y éste la concedía o se negaba a ella cortésmente. En la actualidad, el 90 por ciento de los présta-mos y todas las tarjetas de crédito se conceden o deniegan por ordenador. El programa considera si el cliente tiene casa y teléfono, su estado civil, qué empleo tiene, la historia de su cuenta bancada, etc. Cuando trabajadores de banco experi-mentados tuvieron que valorar la concesión de un crédito a

El fracaso de la intuición 331

un gmpo de clientes, hubo más morosos entre los que eligie-ron éstos que entre los seleccionados por ordenador.

Las compañías de seguros llevan muchos años em-pleando el método actuarial para evaluar los riesgos y po-der ofrecer una prima realista. En la actualidad hay mu-chos otros ejemplos del uso del método actuarial en el co-mercio, pero los programas médicos siguen siendo poco empleados comparativamente. Parece que cuando es el dinero lo que está en juego, se suele emplear el mejor mé-todo para tomar decisiones, pero que cuando lo que está en juego sólo es una vida humana se sigue confiando en una capacidad desacreditada: la intuición. No obstante, en la mayor parte de los negocios no se actúa de forma ra-cional. Se siguen empleando métodos de selección inúti-les. Por ejemplo, las grandes empresas suelen utilizar, con un gasto considerable, «cazatalentos» para encontrar per-sonal que ocupe puestos remunerados con más de 50.000 dólares al año. Estos cazatalentos suelen ser personas sin formación que se basan en entrevistas y otros métodos subjetivos. Por sorprendente que parezca, dos empresas recurren a la astrología. Andrew Dickson, director de una las mayores agencias de empleo británicas, ha comentado recientemente: «No tiene sentido tratar de convertir en una ciencia lo que claramente no lo es. ¿Cómo se puede predecir con un cien por cien de exactitud cómo se va a desenvolver una persona en un nuevo trabajo?». Esta afir-mación resume la úffacionalidad de muchos hombres de negocios. Desde luego que no siempre se acierta. Pero, ¿no cree Dickson que merecería la pena incrementar su índice de éxito del 5 por ciento al 60 o 70 por ciento?

MORALEJA

1. No se fíe de quien afirme que es una persona intui-tiva.

332 Irracionalidad •

2. En su profesión, no dude en tomar decisiones me diante un modelo matemático, ha demostrado ser mejor que el juicio humano.

3. Si es usted candidato a algo, en vez de indignarse porque no le han entrevistado, piense que la empresa u organismo va por delante de su tiempo.

4. Si es usted un cazatalentos, trate de no decir nece-dades.

NOT^S

1 Eddy, D. M., «Probabilistic reasoning in clinical medicine: pro-blems and opportunities», en Kahneman, D., Slovic, P., y Tversky, A. (eds.), Judgment Under Uncertainty: Heuristics and Biases, Cambridge, Cambridge University Press, 1982.

2 Quoted in Dawes, R. M., y Corrigan, B., «Linear models in decisión making», Psychological Bulletin, 1974, 81, 98-106. Salvo cuando se especifique lo contrario, el resto del capítulo se basa en el artículo anterior y en Dawes, R. M., «The robust beauty of improper linear mo-dels in decisión making», in Kahneman, D., Slovic, P., y Tversky, A. (eds.), Judgment Under Uncertainty: Heuristics and Biases, Cambridge, Cambridge University Press, 1982.

3 Hess, E. H., «Pupilometrics», en Greenfield, N., y Sternbach, R. (eds.), Handbook of Psychophysiology, Nueva York, Holt, Rinehart and Winston.

4 Goldberg, I. R., «Man versus model of man: a rationale, plus some evidence for a method of improving on clinical inferences», Psychologi-cal Bulletin, 1970,73,422-432.

5 Dreman, D., Contrarían Investment Strategy, Nueva York, Random House, 1979.

6 Schmitt, N., «Social and situational determinants of interview deci-sions: implications for the employment interview», Personnel Psycho-logy, 1976,29, 79-101.

7 Herriot, P., y Rothwell, C., «Organizational choice and decisión theory: effects of employers, literature and selection interview», Journal of Occupational Psychology, 1981 ,54,17-31.

8 Einhorn, H. J., «Expert measurement and mechanised confirma-tion», Organizational Behaviour and Human Performance, 1972,7,86-106.

9 Harmon, P., y King, D., Expert Systerrts, Nueva York, John Wiley and Sons, 1989.

Capítulo 21 Utilidad

En el capítulo anterior se mostraba que hay un procedi-miento matemático que —casi siempre— suministra la mejor predicción posible cuando hay varios factores pre-dictivos que no predicen con certeza, lo cual establece un criterio para juzgar la racionalidad de las predicciones in-tuitivas humanas. Un segundo modelo especifica el modo de actuar para obtener al máximo los propios objetivos. Se denomina «teoría de la utilidad».

Al comienzo del capítulo 16 se demostraba cómo se calcula el valor esperado de una apuesta: se multiplica el valor monetario de cada resultado posible por la probabi-lidad de que se produzca y se suman las cifras. Esto nos da el valor esperado y si lo único que se desea es que las ga-nancias económicas sean máximas siempre hay que elegir la apuesta en que el valor es más elevado. En teoría se po-drían tomar todas las decisiones de la vida colocando el valor monetario en cada uno de los resultados posibles,

333 Irracionalidad •

calculando sus valores esperados y eligiendo la acción cuyo resultado tenga el más elevado. Por desgracia, hay un problema: diez millones de libras no suelen ser diez ve-ces más deseables que un millón, del mismo modo que poseer mil pares de zapatos no supone mil veces el bene-ficio de tener un par. A muchos les basta un millón para satisfacer casi todas sus necesidades, al menos las más im-portantes. En términos de cumplir sus deseos, cada nuevo millón es mucho menos importante que el primero; de ahí que lo que signifique una cantidad de dinero para alguien (su utilidad) varíe con la cantidad de que ya dispone. La disminución del beneficio de cantidades crecientes de di-nero se conoce como «utilidad marginal». Es la que justi-fica los impuesto progresivos: pagar un pequeño porcen-taje de los ingresos en impuestos puede perjudicar a un pobre más que a un rico un porcentaje mayor.

Tomemos como ejemplo las dos apuestas siguientes:

Opción A: 10 millones de libras con una probabilidad de 0,2.

Opción B: 1 millón de libras con una probabilidad de 0,8.

El valor esperado de la primera opción es dos millones de libras y el de la segunda, 800.000, así que el valor mo-netario esperado de la primera apuesta es mucho más ele-vado que el de la segunda. Pero casi todo el mundo elegi-ría la segunda y sería una decisión racional, porque, en términos de satisfacción de los deseos, 10 millones no va-len 10 veces un millón. La teoría de la utilidad resuelve este problema empleando un número arbitrario para la deseabilidad de distintos resultados (su utilidad). En tér-minos de utilidad, cabe juzgar que 10 millones son sólo el doble de deseables que un millón, por lo que se puede asignar de forma arbitraria el valor de utilidad de 20 a los 10 millones y de 10 a un millón. La utilidad esperada de la

Utilidad 335

primera opción es, por tanto, 4 (20 x 0,2) y la de la segun-da, 9 (10 x 0,8), y en términos de su utilidad, se debería elegir la segunda opción, que es lo que hace la mayoría.

La teoría de la utilidad establece cómo alcanzar, hasta donde sea posible, los objetivos que se persiguen, y si eso es lo que una persona o una organización pretende, hay que seguir sus principios. Una vez descrita la teoría habla-remos de sus limitaciones. Puesto que una sencilla exposi-ción de la teoría es imposible, puede que las dos páginas siguientes planteen dificultades, pero después todo resul-tará más fácil. Será útil comenzar con cuatro definiciones que el lector pueda volver a consultar.

Opción: una de las diversas líneas de acción abiertas a una persona u organización.

Resultado: toda posible consecuencia de elegir una opción determinada.

Utilidad: una cifra que representa lo deseable (o no deseable) que resulta el posible resultado de una opción.

Utilidad esperada: la suma de las utilidades de todos los resultados posibles de una acción, multiplicados por su posibilidad de ocurrencia.

La teoría de la utilidad es similar al procedimiento para evaluar el valor esperado de una apuesta, pero hay que sustituir el dinero por la utilidad. La aplicación de la teo-ría se lleva a cabo en los siguientes pasos:

t Paso 1: enumerar los posibles resultados de cada opción. Paso 2: quien tiene que tomar la decisión asigna un nú-

mero (una utilidad) a cada resultado que repre-J senta lo deseable (o no deseable) que le resulta.

Paso 3: como algunos resultados no son totalmente segu-ros, su utilidad se multiplica por su probabilidad

336 Irracionalidad •

de ocurrencia, lo que suministra la «utilidad espe-rada» de dichos resultados.

Paso 4: se suman las utilidades esperadas de los resulta-dos de cada opción para obtener su utilidad espe-rada.

Paso 5: se compara la utilidad esperada de todas las op-ciones y se elige la que posee el valor más elevado.

Las utilidades que asigna quien debe tomar la decisión son números arbitrarios, pero deben ser coherentes: si considera que un resultado es el doble de deseable que otro, no importa que les asigne valores de 30 y 60 o de 300 y 600. Por motivos de conveniencia, el cero representa un resultado neutral (ni deseable ni no deseable). Las utilida-des negativas se relacionan con los costes y las positivas | f con los beneficios. Obsérvese que los valores no son una mera representación de la felicidad estimada de la perso-na, sino que se basan en el grado en que los posibles resul-tados satisfacen sus deseos, lo que puede suponer benefi-ciar a otra persona a costa de la que decide. Ahora bien, puesto que una decisión suele tener muchos resultados, se I tienen que poder sumar y restar los valores de cada uno ¡ I para obtener el valor final. Si asignamos una utilidad de I +40 a ver una obra de teatro, de -20 al precio de la entra-da, de - 1 0 a la molestia de desplazarnos hasta el teatro y de -10 a tener que cenar deprisa para poder llegar, el re-sultado es cero: nos es totalmente indiferente ir o no ir. Como hemos visto, la mayor parte de los resultados no son seguros: su probabilidad de ocurrencia es inferior a l . , Para tenerlo en cuenta, hay que multiplicar la utilidad de 1 cada resultado por su probabilidad y sumar las utilidades esperadas de todos los resultados posibles de una opción.

Este es un ejemplo (tomado de Barón1 y modificado) de | una decisión importante y difícil que deben tomar muchas * mujeres y en la que se puede usar la teoría de la utilidad. Una mujer de cuarenta y cinco años está embarazada y '

Utilidad 337

quiere tener un hijo, pero, a causa de su edad, le preocu-pa el síndrome de Down. Para determinar si el feto lo tie-ne, puede someterse a una amniocentesis, y si el resultado es positivo, abortar y evitar tener un hijo mongólico. Por desgracia, esta prueba implica un riesgo del 1 por ciento de provocar un aborto, en cuyo caso, la mujer pierde la posibilidad de tener un hijo totalmente normal. También sabe cuál es la probabilidad de que el feto tenga el síndro-me de Down. ¿Qué debe hacer? La decisión racional de-pende de la utilidad que asigne a cada uno de los cuatro resultados posibles: un hijo con síndrome de Down (que sólo se producirá si no se somete a la prueba); un niño normal (que se puede producir tanto si se somete a la prueba como si no lo hace, pero con una probabilidad menor si se la hace, debido al riesgo de aborto); un abor-to espontáneo causado por la prueba; y un aborto provo-cado si la prueba, es positiva. Hay que multiplicar la utili-dad de cada resultado de cada una de las dos opciones (hacerse la amniocentesis o no hacérsela) por su probabi-lidad y sumar los resultados, y se debe elegir la opción que tenga un total más elevado.

Hay otra versión de la teoría de la utilidad que se deno-mina «teoría de la utilidad multiatributos». En ésta, cada resultado se desglosa en atributos independientes. Por ejemplo, si no sabemos por qué coche decidirnos, toma-mos varios cuyo precio nos resulte asequible. Después se enumeran los atributas que nos interesan y se les atribuye una cifra que indique su importancia; por ejemplo: habili-dad (0,7); aceleración (0,4); comodidad (0,6), agarre (0,7), etc. A continuación damos una puntuación, por ejemplo de 1 a 100, a cada atributo en cada coche y la multiplica-mos por su importancia. Se suman las cifras resultantes para cada coche y se compra el que obtenga la máxima puntuación. De este modo habremos empleado un méto-do racional para elegir un coche, pero nos habrá llevado mucho tiempo, por lo que es posible que consideremos,

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como en el caso de muchas otras decisiones personales, que la posible ganancia no merece la pena. Debemos re-cordar, no obstante, que este método evita que compre-mos un coche por los elogios del vendedor o por alguna característica sobresaliente como el color. Para emplear este método de cálculo de la utilidad, cada atributo debe ser independiente; es decir, la utilidad de un atributo no puede depender de la de otro. Para entender el porqué, supongamos que una cena tiene tres atributos: un entran-te, el primer plato y el segundo plato. Asignamos un nú-mero a las diversas posibilidades de cada uno, pero, si nos gusta el pescado, es probable que acabemos tomando sal-món ahumado, rodaballo y anchoas. Pocos considerarían este resultado satisfactorio: la utilidad de una posibilidad concreta en cada plato depende de lo que se tome en los otros dos; los tres atributos no son independientes, por lo que la teoría de la utilidad multiatributos proporciona un resultado equivocado.

La teoría de la utilidad tiene dos limitaciones prácticas. En primer lugar, es enormemente difícil que las personas estimen sus preferencias correctamente y que asignen va lores de utilidad coherentes a los resultados. De hecho, hay varios trucos ingeniosos para asegurar la coherencia de los juicios de utilidad. Si, por ejemplo, se cree que el re-sultado A tiene el doble de utilidad que el B y que el C tie-ne la misma que el B, para ser coherentes, al comparar A y C, A tiene que tener el doble de utilidad que C. Hay que recordar que, en la medida en que no se valoren coheren-temente los resultados en términos de lo deseables que re-sultan, la toma de decisiones en la vida cotidiana será errá-tica. Obligar a las personas a llevar a cabo dicha evalua-ción de forma explícita les ayuda a tomar la mejor decisión. En segundo lugar, la teoría no nos indica cómo hay que enumerar los resultados posibles de una decisión, ni mucho menos cómo evaluar su probabilidad. Sin em-bargo, la toma de decisiones intuitiva se halla sujeta a las

Utilidad 339

mismas limitaciones, ya que no podemos tener en cuenta una consecuencia imprevista. Aunque las cifras obtenidas con la teoría de la utilidad no sean totalmente exactas, la teoría sigue siendo útil, ya que las combina de forma ra-cional, no del modo caprichoso que caracteriza al pensa-miento humano. Aunque nadie emplea esta teoría para to-mar decisiones personales, establece un criterio para la toma de decisiones racional: su empleo asegura que nues-tros deseos se verán satisfechos al máximo, teniendo en cuenta el conocimiento de que disponemos.

Se ha demostrado que el empleo de la teoría de la utili-dad contribuye a vencer la propia irracionalidad y, en con-creto, obliga a tener en cuenta la información contraria a las propias creencias. Un estudio2 que lo demuestra se lle-vó a cabo en California, donde el derecho de urbanizar el terreno junto al mar está garantizado en cada zona por una comisión costera. Estas comisiones están integradas por diversas personas: constructores, ecologistas y urba-nistas del estado. Ni que decir tiene que suelen tener difi-cultades para llegar a acuerdos. Se pierden enormes canti-dades de tiempo en cada caso, y hay que reunir y ordenar tantos datos estadísticos y hechos que nadie puede asimi-larlos. Peter Garciner y Ward Edwards, que realizaron el siguiente estudio, sostienen que se solía tomar una deci-sión no por sus méritos, sino por azar o por astucia. Por ejemplo, las solicitudes,que se discutían las últimas tenían más probabilidades degser aprobadas para ahorrar tiem-po, en tanto que otras se aprobaban por hallarse ausentes uno o dos miembros clave de cada bando.

Para comparar los resultados del cálculo intuitivo con los obtenidos mediante la teoría de la utilidad multiatribu-tos, 14 personas dedicadas a la urbanización costera tuvie-ron que elaborar cálculos siguiendo ambos procedimien-tos. Para emplear la teoría de la utilidad, el posible valor de los proyectos se desglosó en ocho atributos, como el número de metros cuadrados que ocupaba el proyecto, su

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distancia con respecto al nivel del mar, etc. A continua-ción los sujetos asignaron una cifra a cada atributo que in-dicaba su importancia. Por ejemplo, un sujeto podía con-siderar que el área y la distancia del mar tenían la misma importancia y que la estética carecía de ella. Seguidamen-te se presentaron- a los sujetos las puntuaciones en bruto de los ocho atributos de cada proyecto; por ejemplo, la distancia al mar. A partir de éstas, calcularon la clasifica-ción (de 0 a 100) de cada proyecto en cada atributo. Estos valores no se correspondían de forma simplista con las puntuaciones en bruto; por ejemplo, el valor de utilidad que un sujeto asignó a la densidad de población se redujo bruscamente de 100, para una densidad de 0, de 40 para 20 unidades habitables por acre y disminuyó de forma mucho menos marcada para 200 unidades. Es decir, con-sideraba una gran ventaja una pequeña disminución de las unidades habitables cuando no había muchas, pero no cuando eran muchas. Por último, el valor de utilidad que cada sujeto asignó a cada atributo se multiplicó por la ci-fra que representaba la importancia que concedía a dicho atributo y se sumaron las ocho cifras resultantes para ob-tener el valor total de utilidad del proyecto.

En la evaluación intuitiva del valor de un proyecto, hubo escaso o nulo acuerdo entre los sujetos que estaban a favor de la urbanización y los ecologistas que se opo-nían. Pero cuando ambos grupos tuvieron que emplear la teoría de la utilidad multiatributos, sus resultados fueron muy similares. Aunque los ecologistas dieron una puntua-ción ligeramente inferior al permiso para urbanizar que la que le asignaron los partidarios de urbanizar, el orden de clasificación de los proyectos fue exactamente el mismo en ambos grupos. Emplear la teoría de la utilidad les ha-bía llevado a prestar atención a factores que se oponían a su visión general, y que no habían tenido en cuenta en jui-cios intuitivos. Por tanto, la teoría de la utilidad multiatri-butos evita controversias y puede disminuir de forma con-

Utilidad 341

siderable el tiempo que tarda un comité en tomar una de-cisión. La única reserva es que hay que llegar primero a un acuerdo sobre las dimensiones relevantes que hay que juz-gar. Pero considerando que los miembros son muy due-ños de no tener en cuenta una dimensión (asignándole un valor de importancia de 0), no es probable que esto plan-tee graves dificultades.

Una segunda aplicación de la teoría de la utilidad que demuestra su valor se refiere a las balas que emplea la po-licía de Denver3. A este cuerpo le parecía que las balas ca-recían de «eficacia de detención», pues no impedían que la persona herida les disparara, y querían sustituirlas por otras con la punta hueca que se aplastaran con el impacto, para aumentar dicha eficacia y disminuir la probabilidad de herir a los transeúntes al rebotar. La Unión Americana de Libertades Civiles se opuso a las nuevas balas alegando que no eran distintas de las dum-dum y podían causar grandes heridas. Se produjo un punto muerto hasta que dos psicólogos sugirieron que se empleara la teoría de la utilidad. Había tres dimensiones fundamentales en que las balas podían variar: la eficacia de detención, el riesgo de una herida grave en el objetivo y el riesgo de herir gra-vemente a los transeúntes. Como los interesados no se po-nían de acuerdo sobre su importancia relativa, los psicólo-gos les concedieron la misma importancia. Después con-sultaron con expertos en balística para que les dijeran qué bala era igual de eficjtz en los tres aspectos (otras balas po-dían serlo, desde luego, en un único aspecto). Esto llevó a adoptar una bala que aceptaron tanto la policía como la Unión de Libertades Civiles.

Hay casos muy claros, principalmente de estudios de medicina y del tiempo y el movimiento, que demuestran la eficacia de la teoría de la utilidad. Un ejemplo se refiere a los tumores de los ríñones4. Una radiografía revela la pre-sencia de un quiste o un tumor, pero el radiólogo casi nunca está seguro de cuál de los dos se trata. Para averi-

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guarió hay que realizar un aspiración de la zona o una ar-teriografía. El primer procedimiento establece si se trata de un quiste; el segundo, si es un tumor. Pero el resultado negativo en cualquiera de ellos no implica que el quiste o el tumor se hallen presentes, ya que cabe la posibilidad dev

que el bulto no sea ni lo uno ni lo otro. La aspiración es un procedimiento relativamente inocuo que consiste en in-troducir una aguja por la espalda para averiguar si el bul-to contiene líquido. La arteriografía, por el contrario, es desagradable, ya que consiste en introducir un tubo en la arteria de la pierna hasta llegar al riñon. Supone dos días de hospitalización y conlleva el riesgo de que se forme un | coágulo. En un hospital se descubrió que la arteriografía se realizaba cuando el radiólogo calculaba que la probabi-lidad de que se tratara de un tumor era superior a 0,5. Sin embargo, al preguntar a pacientes y médicos, ambos coin-cidieron en que la arteriografía era un procedimiento como mínimo 10 veces peor que la aspiración. Si la utili-dad negativa de la arteriografía es 10 veces superior a la de la aspiración, la utilidad esperada de ambas será la misma cuando la probabilidad de la existencia de un tumor sea 10/11. Por tanto, la arteriografía se debe llevar a cabo sólo cuando el radiólogo calcule que la probabilidad de la presencia de un tumor es superior a dicha fracción. Dicho de otro modo, la realización de 10 aspiraciones tiene idén-tica utilidad que la de una arteriografía: de ahí que, cuan-do la probabilidad de la existencia de un quiste sea supe-rior a 1/11, haya que realizar primero la aspiración. Si se siguiera este cálculo, se evitarían a muchos pacientes las molestias de una desagradable arteriografía.

En el capítulo anterior veíamos que el análisis emplean-do la regresión múltiple era siempre superior o igual a la intuición humana. En la mayor parte de los casos, no se dispone.de comparaciones equivalentes para la teoría de la utilidad por dos razones. La primera es que, si se toma . una decisión sobre un proyecto a gran escala empleando

Utilidad 343

esta teoría, no se puede estar seguro de cómo habría resul-tado el proyecto si todas las decisiones hubieran sido fru-to de la intuición. La segunda razón es que todos los gran-des proyectos son distintos, por lo que no se puede com-parar en ellos el éxito de la teoría de la utilidad con el de la intuición. Aunque hay pruebas de que el uso de la teo-ría de la utilidad implica un grado considerable de acuer-do en temas muy controvertidos, hay menos pruebas de que esta teoría lleve a mejores decisiones que la intuición, salvo en aquellos problemas en que sólo hay un número li-mitado de resultados claramente definidos y cuya proba-bilidad se conoce, como en el caso de la decisión de reali-zar primero una aspiración o una arteriografía. No obs-tante, la teoría de la utilidad tiene que ser la mejor forma de tomar decisiones, ya que evita o minimiza muchos de los errores expuestos en este libro y, si se tienen en cuenta la probabilidad de los resultados y su grado de deseabili-dad, conduce a largo plazo a un máximo cumplimiento de los objetivos. En la práctica, es demasiado complicada y su aplicación excesivamente larga para que merezca la pena emplearla a la hora de tomar decisiones personales. Pero, aunque no se emplee en su totalidad, enumerar por escrito todos los posibles resultados de una decisión, tener en cuenta su probabilidad y evaluar su grado de deseabi-lidad contribuye a que se tomen decisiones más raciona-les.

La teoría de la utjflidad, sin embargo, tiene limitaciones más importantes que las que ya hemos mencionado. Aun-que uno no se equivoca sobre lo que desea, sí puede equi-vocarse al creer que será más feliz si lo consigue. Como se-ñala Bernard Shaw: «Hay dos tragedias en la vida: una es no conseguir lo que desea el corazón; la otra es conseguir-lo». Ganar la lotería o las quinielas ha arruinado a muchos la vida por no saberse adaptar a la publicidad y a la pose-sión de una gran suma de dinero. Se ha demostrado asi-mismo que un ascenso suele implicar estrés e infelicidad.

344 Irracionalidad •

Es también evidente que el matrimonio no siempre trae la felicidad doméstica que la pareja espera fervientemente. Ni la teoría de la utilidad ni ningún otro método de pen-samiento tiene en cuenta el hecho de que las personas rara vez saben con exactitud cómo se sentirán en la nueva si-tuación, por deseosos que estén de que llegue. Otro pro-blema es que no se sepa lo que se quiere y que, por tanto, no se puedan tomar decisiones racionales, a menos, claro está, de que se sepa lo que no se quiere, en cuyo caso uno puede dedicarse a evitarlo.

Otra consideración que hay que hacer es que conseguir un máximo de utilidad no es el único fin racional. Se pue-de, por ejemplo, elegir una opción segura; es decir, una que impida obtener el máximo beneficio pero que asegu-re que nada terrible va a suceder. Ya hemos visto cómo funciona esta tendencia al aceptar apuestas: se suele prefe-rir una pequeña ganancia segura a una grande pero incier-ta, incluso cuando su valor esperado es mayor. En un ne-gocio cabe adoptar una estrategia que asegure que no va a quebrar a costa de renunciar a la posibilidad de obtener grandes beneficios. Asimismo, se puede tratar de mejorar ligeramente la propia situación en vez de arriesgarse a no mejorarla en absoluto, aunque al tiempo se evite la posibi-lidad de una amplia mejora. Hay modelos matemáticos (variantes de la «teoría de decisiones») para tratar un fin general que sea lo suficientemente preciso (siempre que se conozcan las utilidades y probabilidades). Pero es proba-ble que en la vida real haya una mezcla de fines generales, que se desee a la vez obtener un máximo de utilidad, ase-gurarse a toda costa de que no se va a sufrir una pérdida desastrosa y asegurarse asimismo de que, como mínimo, se va a salir bien librado. En muchas circunstancias, a no ser que se sepa con claridad cuáles son los fines generales, es imposible actuar de forma racional, aunque se conserve la prerrogativa de actuar de forma irracional en la medida en-que se actúe de modo opuesto a dichos fines.

Utilidad 345

Como modelo de actuación del individuo racional, la teoría de la utilidad debe tratarse con precaución, pero en muchas circunstancias cabe considerarla como un enfo-que que suministra la solución óptima. Además, en mu-chos proyectos a gran escala en que lo que está en juego justifica el empleo de tiempo y esfuerzo y en que los obje-tivos son claros, sigue siendo el enfoque más racional. Los gobiernos, las empresas y el ejército están haciendo un uso creciente de la teoría de la utilidad. Por ejemplo, se ha em-pleado para determinar dónde situar el aeropuerto de la ciudad de México, dónde situar los cementerios de resi-duos nucleares e incluso para hallar el medio de abolir la segregación racial en Los Ángeles. Como vamos a ver, hay

~ nna versión de la teoría se usa cada vez más para tomar decisiones médicas.

i

i La teoría de la utilidad es muy general, pero hay dos formas más específicas de tomar decisiones que cabe con-siderar derivadas de ella. La primera, denominada análisis coste-beneficio, fue ideada por economistas, y a veces se emplea de forma irracional; la segunda es una técnica re-cientemente introducida en medicina que, aunque racio-nal en potencia, muchas personas rechazan de forma irra-cional.

El análisis coste-beneficio se suele emplear para evaluar los beneficios y costas económicos que le supondrá a una empresa llevar a cabo un proyecto determinado. Este uso es sencillo: se calculan los costes y las ganancias potencia-les y se toma una decisión basándose en ello. Aunque sólo sirva para eso, obliga a la dirección de la empresa a consi-derar todos los costes del proyecto, algunos de los cuales pueden no ser evidentes; por ejemplo, la pérdida de bene-ficios en otras actividades de la empresa a causa del em-pleo de mano de obra en el nuevo proyecto o a la necesi-dad de proveer de aparcamiento y de aseos a la mano de

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obra extra que se contrate. Cuando hay varios resultados posibles, se deben multiplicar los costes y beneficios eco-nómicos por la probabilidad estimada de que ocurran.

El análisis coste-beneficio se suele emplear para evaluar los costes y beneficios para la sociedad en general de llevar a cabo grandes proyectos de ingeniería, como la construc-ción de un pantano o de un avión supersónico. Este uso puede conducir a decisiones irracionales. También en este caso se asigna un valor económico a todos los costes y be-neficios importantes del proyecto; el valor de cada uno de ellos se multiplica por la probabilidad de que ocurra y se suman las cifras para hallar el valor esperado total del pro yecto. Si los costes superan a los beneficios, no merece la pena realizar el proyecto, pero se sostiene que hay que lie vario a cabo cuando éstos superan a aquéllos.

Las siguientes críticas al análisis coste-beneficio, cuan-do se emplea para evaluar el valor de un proyecto para la sociedad, están tomadas de FischhofP. Uno de los proble-mas que se plantean es la dificultad de asignar un valor económico a la vida humana. Muchos creen que este valor debería ser infinito, pero en la práctica no actuamos como si así fuera. Es indudable que si el gobierno británico des-viara las subvenciones artísticas hacia la Seguridad Social se salvarían vidas humanas. Y, teóricamente, no hay límite para los sistemas de seguridad adicionales que podrían in-corporarse a los aviones, a los trenes o a las carreteras. El gasto en seguridad está determinado por lo que la gente está dispuesta a pagar para usar estos medios de transpor-te. En la práctica las líneas aéreas y quienes las dirigen es-tablecen los sistemas de seguridad que hay que emplear comparando el coste en vidas que cada uno puede salvar. Aunque esta conclusión repugne a muchos, lo cierto es que no valoramos la vida humana como si costara una cantidad infinita de dinero. De hecho, las personas suelen actuar como si estimaran en poco su propia vida. Una en-cuesta realizada en 19736 reveló que la mayor parte de los

Utilidad 347

estadounidenses estaría dispuesta a desempeñar un traba-jo peligroso para ganar 200 dólares más al año, cuando el incremento del riesgo de muerte por accidente en cual-quier año fuera del 0,001, lo que equivale a valorar la vida en 200.000 dólares al año. Uno de los trabajos más peli-grosos es la pesca de altura7; aunque la probabilidad anual de morir es una entre mil (o aproximadamente de un 4 por ciento en toda una vida), el salario asegura que no haya escasez de voluntarios. Puesto que constantemente asignamos un valor implícito a la vida humana, es irracio-nal sostener que carece de valor económico, aunque la mayoría tenga escrúpulos en reconocerlo.

El análisis coste-beneficio se enfrenta a este problema asignando un valor a la vida que se corresponde con lo que la persona ganaría si viviera (a veces se deduce el va-lor de los recursos que consumiría). Cifras similares se em-plean también en los tribunales para calcular las pérdidas económicas de una muerte por negligencia causa a los fa-miliares del muerto. Pero éste no es un modo satisfactorio de calcular los costes de un proyecto. Llevado a sus extre-mos, la muerte, a causa de un proyecto, de un beneficiario de la seguridad social no sería un coste sino un beneficio, puesto que el Estado se ahorra dinero con su muerte. Este análisis tampoco tiene en cuenta la justa distribución de los ingresos. Muchos considerarían incorrecto el simple hecho de deducir las pérdidas económicas de muchos po-bres de las inmensas|ganancias de unos cuantos ricos. ¿Y se puede equiparar el valor de una catedral o de una igle-sia que se va a demoler a causa de un proyecto de ingenie-ría a las donaciones voluntarias de los que la visitan? Un sendero campestre que desaparece en la construcción de un proyecto puede no tener valor económico alguno, pero causa placer a muchos.

A diferencia de la teoría de la utilidad, cuya aplicación carece de este tipo de consecuencias perniciosas, el análi-sis coste-beneficio sólo emplea valores económicos y no

348 Irracionalidad •

tiene en cuenta otros costes y beneficios. En este sentidq| no es probable que su uso para calcular el valor de un pros yecto para la sociedad en general proporcione una evalúa» ción racional de su.verdadera utilidad esperada. t

No obstante, si los gobiernos y ayuntamientos lo em* plearan se evitarían desastrosos errores. Podría habí i m» pedido que el ayuntamiento de Camdem construyera ios atroces bloques de pisos municipales que sustituyeron a las agradables casas georgianas. Ya era tarde cuando se descubrió que construir las nuevas «unidades de vivien-da» (denominación municipal para casas y pisos) había costado el triple de lo que hubiera supuesto reformar las antiguas casas.

A pesar de sus inconvenientes, el análisis coste-benefi-cio subraya el hecho de que, para tomar decisiones racio-nales, hay que asignar un valor a la vida humana. La me-dicina es un campo en el que de forma creciente se anali-za el coste de salvar una vida. Puesto que no hay recursos médicos suficientes para todos, los médicos tienen que de-cidir, tras un empleo exhaustivo y probablemente no dis-ciplinado de su intuición, quien va a vivir y quien va a mo-rir. Sólo en Gran Bretaña mueren al año más de mil enfer-mos de riñon por falta de unidades renales. El problema presenta dos aspectos. En primer lugar: ¿quién accede a un tratamiento limitado, como una operación de bypass o un trasplante de corazón o de riñon, que no está disponi-ble para todos los que lo necesitan? Y en segundo lugar: ¿en qué recursos médicos hay que emplear el dinero dis-ponible? ¿Se incrementa el número de psicólogos clínicos o se compra un escáner?

Que yo sepa, no se ha propuesto ningún esquema racio-nal para decidir qué personas pueden acceder a un deter-minado tratamiento. Es evidente que la capacidad econó-mica no es una orientación suficiente. ¿Contribuyen en

Utilidad 349

menor medida a la sociedad los míseros escritores, maes-tros y profesores universitarios que los ricos hombres de negocios? El juicio podría basarse en la contribución po-tencial de los pacientes a la sociedad y en el valor que tie-nen para sí mismos. La contribución a la sociedad adopta formas muy diversas que no se relacionan con los ingre-sos. Se puede ser amable, divertido o interesante, tener muchos conocidos y amigos que nos echarán de menos o no tener ninguno. Tampoco es importante únicamente la contribución del momento. Los cuadros de Van Gogh no se valoraron durante su vida, pero las generaciones poste-riores han disfrutado de ellos. Y hay que considerar el va-lor de alguien para sí mismo: una persona feliz tiene más que perder si muere que una desgraciada y un joven más que un anciano.

Ahora bien, aunque no se tengan en cuenta las probabi-lidades, es evidentemente muy difícil asignar cifras a todos estos aspectos de las personas. Pero, a pesar de toda la in-certidumbre —y hay muchas otras consideraciones que no he mencionado— un método sistemático que tenga en cuenta los factores referidos se traducirá, sin duda, en de-cisiones más justas que las que en la actualidad toman los médicos guiándose por la intuición, aunque sólo sea por-que, sean o no conscientes de ello, es muy probable que les influya si les gusta o no el paciente y su grado de similitud con ellos mismos en cuanto a clase social, actitudes, etc.

Sin duda, muchos lectores se rebelarán contra el hecho de que las decisiones sobre la vida y la muerte se tomen si-guiendo unas normas, porque prefieren que sea el azar quien decida, como lo hace en buena parte de nuestras vi-das. Pero las decisiones de los médicos no se pueden de-jar al azar, y si así fuera, habría que organizar un juego de lotería para las operaciones de bypass. Negarse a recono-cer el hecho de que constantemente se toman decisiones implícitas sobre el valor de la vida humana, y no sólo en medicina, sino en todos los tipos de transporte y en todos

350 Irracionalidad •

los aspectos relacionados con la ingeniería, es una forma fundamental de irracionalidad.

Como se elude el problema, rara vez se analizan las for-| mas de tomar decisiones. Un sistema más riguroso estaría abierto al debate. Tendría fallos, desde luego, pero es pro-bable que hubiera menos que en el sistema actual, basado en la intuición. Tal vez la peor característica del sistema propuesto sea que son otros quienes tienen que emitir jui-cios sobre el valor de una persona. Aunque constante-mente juzgamos a los demás al decidir a quién damos tra-bajo o con quién entablamos amistad, nos repugna tomar decisiones sobre la vida y la muerte. Pocas personas esta- ,! rían dispuestas a condenar a otra a muerte, aunque eso su-1 pusiera salvar vidas. |

Sin embargo, se está desarrollando un método racional' para tomar tales decisiones que no depende del valor del paciente, sino exclusivamente de los beneficios (o costes) que le supone un determinado tratamiento. El método se basa en el AVAC (Año de Vida Ajustado a la Calidad)8. Muchos tratamientos médicos provocan desagradables efectos secundarios. Por ejemplo, la radioterapia y la qui- i mioterapia a veces eliminan el cáncer, pero a costa de enormes sufrimientos. Sería claramente irracional someter a un mujer de noventa años, ciega, sorda y artrítica a dicho tratamiento. Pero ¿cómo se decide a quién tratar y a quién no? Una respuesta consiste en averiguar el número de años de enfermedad que se estaría dispuesto a cambiar por uno menor sin enfermedad. Casi todos preferiríamos cuarenta años de vida normal a cuarenta y dos en una silla de ruedas, del mismo modo que preferiríamos cuarenta años en una silla de ruedas a uno de vida normal. Para es-tablecer los AVCAs, hay que determinar qué número de años enfermo es equivalente, en términos de preferencias personales, a un año de vida normal. Dicho número de j años se denomina AVCA para la enfermedad en cuestión. Para llegar al número total de AVCAs, hay que dividir la 1

Utilidad 351

esperanza de vida por la enfermedad que constituye un AVCA (suponiendo que ésta dure hasta la muerte). Por ejemplo, supongamos que tres años" de vida con una grave angina de pecho son equivalentes a un año de vida nor-mal. Si la esperanza de vida del paciente es de doce años, la angina la reduce a cuatro años AVCA. Esta cifra se pue-de comparar con el número esperado de AVCAs si se le somete a una operación de bypass (teniendo en cuenta las probabilidades de que muera o las complicaciones pro-ducto de la operación). Empleando estas medidas se pue-den calcular los probables beneficios (o costes) para el pa-ciente de un tratamiento concreto y de su ausencia y, por tanto, decidir si se le trata o no.

Potencialmente, el empleo de AVCAs evitaría tratamien-tos que resultan más perjudiciales que beneficiosos para el paciente, al tiempo que combatiría la tendencia de los médi-cos a mantener vivas a las personas a cualquier precio.

Además, cuando no hay suficientes recursos para tratar a todo el mundo, se pueden emplear las mismas medidas —y de hecho se hace cada vez más— para decidir a quién hay que tratar. El número probable de AVCAs ganado mediante el tratamiento puede emplearse para determinar un orden de prioridad para quienes necesiten un trata-miento que no se puede ofrecer a todos sus posibles bene-ficiarios.

En Gran Bretaña se han empleado los AVCAs princi-palmente para deternfínar no tanto la suerte de los pacien-tes cuanto el modo de distribuir el dinero disponible en cada región. Las autoridades de la región del Noroeste así lo han hecho. Para establecer hasta qué punto era desea-ble invertir más dinero en un procedimiento médico, cal-cularon el número extra de AVCAs que suministraría por paciente y lo dividieron por el coste por paciente. Sor-prendentemente, resultó que, según este criterio, sustituir la articulación del hombro era veinte veces más rentable que la diálisis.

j 352 Irracionalidad

Por desgracia, como señala Lesley Falowfield, la técni ca del AVCA dista mucho de ser satisfactoria en la actúa lidad. En Gran Bretaña, sólo se ha preguntado a un nú-» mero reducido de personas los años de enfermedad y def salud que estarían dispuestas a intercambiar. Además, las-? preferencias cambian con la edad, y las de los que ya es-tán enfermos son distintas de las de quienes están sanos. Se ha hallado que, antes del parto, las mujeres afirman no querer ser anestesiadas durante el mismo, pero cambian de opinión cuando éste tiene lugar y posteriormente vuel-ven a su creencia inicial9. No obstante, esta técnica cons-tituye un enfoque potencialmente útil para problemas que en la actualidad se tratan de forma irracional. A pe-sar de sus imperfecciones actuales, esta técnica determina de forma explícita los criterios que hay que emplear a la hora de tomar decisiones desagradables. Puede que tam-bién obligue a las personas a enfrentarse a problemas rea-les y angustiosos y que consiga que dejen de negarse a adoptar un enfoque racional en' cuestiones relacionadas con la vida y la muerte. Y es posible que contribuya a eli-minar el concepto dominante y totalmente irracional de § que lo único que importa en medicina es que la gente siga viva.

MORALEJA

t,

1. Cuando una decisión sea lo suficientemente impor-tante como para dedicarle tiempo, emplee la teoría de la utilidad o una versión suavizada de la misma.

2. Antes de tomar una decisión importante, establezca cuál es su objetivo general, ya sea alcanzar al máximo sus fines, evitar las pérdidas, mejorar levemente su situación, etc.

3. No valore todo en , ;o' -x-//.o~cooa a c/i^icr, que sea contable. ' ®

Utilidad 353

NOTAS

1 Barón, J., Thinking and Deciding, Cambridge, Cambridge Univer-sity Press, 1988.

2 Gardiner, P. C., y Edwards, W., «Public valúes: multiattribute utí-lity measurement for social decision-making», en Kaplan, M. F., y Schwartz, S. (eds.), Human Judgment and Decisión Processes, Nueva York, Academic Press.

3 Hammond, K. R., y Adelman, L., «Science, valúes, and human judg-ment», Science, 1976,194,389-396.

4 Fogbeck, P. G., y Thornberg, J . R., «Evaluation of a computerized Bayesian model for diagnosis of renal cysts versus tumour versus normal variant from exploratory arogram information», Investigative Radiology, 1976,11,102-111.

5 Fischhoff, B., «Cost-benefit analysis and the art of motorcycle main-tenance», Policy Sciences, 1977, 8, 177-202.

6 Fischhoff, B., op. cit. 1 Health and Safety Executive, The Tolerahility ofRisk From Power

Stations, Londres, HMSO, 1988. 8 Para una amena descripción de los AVAC y otros enfoques

relacionados, ver Fallowfield, L., The Quality ofLife, Londres, Souvenir Press, 1990, del que se han tomado los siguientes ejemplos.

9 Christensen-Szalanski, J. J. J., «Discount functions and the measure-ment of patients' valúes: women's decisions during childbirth», Medical Decisión Making, 1984,4,47-58.

Capítulo 22

Lo paranormal1

Se han descrito aproximadamente 100 causas sistemáti-cas distintas del pensamiento irracional. Sería aburrido concluir este libro resumiéndolas. En lugar de eso, voy a ilustrar algunas mostrando cómo sirven para explicar la ' extendida creencia en los fenómenos paranormales. En países más primitivos, esta creencia es universal; en el mundo occidental, las tres cuartas partes de los adultos admiten, como mínimo, que algunos fenómenos parapsi-cológicos son genuinos. Por ejemplo, la mayor parte de.^ los ingleses y los norteamericanos cree que hay algo d e " verdad en la astrología2.

A modo de preámbulo, debo confesar que, personal-mente, no creo en tales fenómenos. Una de las razones, más poderosas para no hacerlo es que, por definición, de-safían todas las leyes conocidas de la física, leyes que han resistido muy bien hasta el momento, demasiado bien en'* opinión de muchos, a la vista de algunas de sus pernicio-

354

i

Lo paranormal 355

sas consecuencias. Los fenómenos parapsicológicos —la transferencia de pensamiento entre dos personas sin que medie un hecho físico, la influencia sobre la personalidad de la posición de las constelaciones en el momento del na-cimiento o el movimiento de los objetos sin aplicar fuerza física—, si se demostraran, implicarían una revisión com-pleta de las leyes de la física. Desde este punto de vista son muy poco probables, y cuanto más improbable es algo, mejores pruebas se necesitan para aceptarlo, como se de-mostraba en el capítulo 15. En realidad, no existen prue-bas: nadie se ha hecho rico en la Bolsa gracias a la clarivi-dencia y ha resultado imposible repetir hechos parapsi-cológicos en condiciones controladas. Además, hay una larga historia de fraude, que comienza en el siglo xix con la médium Margery Crandon y llega hasta Uri Geller. Es interesante constatar que no han sido físicos ni psicólogos quienes han descubierto tales fraudes, sino magos como Harry Houdini y el Gran Randi, que se ofrecieron repeti-damente a reproducir cualquier fenómeno «parapsicoló-gico» empleando sus trucos ingeniosos pero no paranor-males. Por último, al someter a un análisis detenido las afirmaciones de la existencia de fenómenos paranormales, se ha descubierto que eran falsas; por ejemplo, a los 30 as-trólogos americanos más famosos se les dio la fecha de na-cimiento de un cliente y tres perfiles de personalidad, uno de los cuales le correspondía, y fueron incapaces de empa-rejarlo con la fecha^de nacimiento. Asimismo se ha de-mostrado que la distribución de los signos astrológicos de las fechas de nacimiento de 16.000 famosos científicos estadounidenses era aleatoria.

Hay que diferenciar dos aspectos en la creencia en los fenómenos paranormales. En primer lugar, ¿cómo se ori-ginan en la mente? En segundo lugar, una vez se ha inicia-do, ¿cómo se mantienen? El origen puede deberse a tres razones. Como ya he demostrado, las personas no están dispuestas a posponer sus juicios, por lo que buscan expli-

356 Irracionalidad •

caciones. Si no pueden explicarse de forma satisfactoria , un portazo, una corriente de aire frío o un extraño cruji-do, se sentirán tentadas de buscar una explicación para-normal, en vez de quedarse sin ninguna. La segunda razón es que en los niños pequeños y en muchas tribus primiti-

' ' vas domina el pensamiento animista. Sus propios movi-mientos son los agentes causales de los que son más inme-diatamente conscientes; de ahí que crean que todo movi-miento es animado. La creencia en lo paranormal podría ser en parte la resaca de este estadio evolutivo, aunque se trata de pura especulación. La tercera razón es que la ma-yor parte de las culturas conocidas ha creído en seres so-brenaturales e inmortales que habitan en otro mundo y jg

' ' < poseen poderes superiores a los de los mortales. Hay va- K rias razones para inventarse a los dioses. El miedo a la • muerte es una de ellas, al igual que el deseo de hallar un I sentido a nuestra vida insignificante. La creencia en los fe- \ nómenos paranormales podría ser, sencillamente, una vía ( de escape de nuestra prosaica existencia. Además, la in- I vención de los dioses contribuye a eliminar el misterio de la creación del universo. Como todo lo que conocemos ha 1

sido creado, la gente piensa de forma irracional que el mundo en su globalidad también tiene que haberlo sido. >/

En lo que viene a continuación voy a ofrecer razones | más detalladas de por qué se cree en lo sobrenatural, to- I das ellas basadas en los errores irracionales que se han j descrito en este libro. El efecto de disponibilidad desem- | peña un papel importante. Hay muchos titulares de pren- i j sa del tipo: «Un poltergeist irrumpe en la casa del párro-co», pero ningún director de periódico que se precie pu- | blicaría un artículo con el titular: «Intento fallido de | comunicación telepática». Lo paranormal es noticia, no su •

'* ausencia. En 1979, un excelente libro (de David Marks y | / Richard Kamman), en el que se desenmascaraban los tru- 1

eos de Uri Geller y otros supuestos fenómenos paranor- I males, fue rechazado por más de 30 editores americanos, 1

Lo paranojjnal 357

que competían entre sí por publicar libros que defendían la existencia de fenómenos parapsicológicos. Lo paranor-mal se halla, por tanto, disponible. El hecho de que los su-puestos fenómenos paranormales no sean habituales tam-bién llama la atención e incrementa su disponibilidad.

Aunque al carecer de estadísticas no se pueda demos-trar, me da la impresión, que baso en mi experiencia per-sonal, de que la creencia en lo sobrenatural viene de fami-lia. Si así fuera, sería en parte resultado del conformismo y de las presiones del propio grupo. Además, hay una ten-dencia, que ya hemos descrito, a que las emociones fuer-tes se extiendan en un grupo pequeño o una muchedum-bre, fenómeno que han aprovechado los médium para sus propios fines. El ambiente de las sesiones de espiritismo era —y sigue siendo— claramente espeluznante: luz mor-tecina, largas cortinas que ocultan gran parte de la habita-ción y acompañamiento de misteriosos golpes o del soni-do intermitente de instrumentos musicales. En condicio-nes de intensa emoción, disminuye tanto el pensamiento como la capacidad de observación detenida, por lo que quienes acuden a estas sesiones pueden llegar a confundir un trozo de muselina con la aparición de sus queridos di-funtos. Hay que observar, entre paréntesis, que la forma que adopta lo sobrenatural está tan determinada por la moda como la ropa femenina. Las sesiones de espiritis-mo, al menos en su mayor parte, están pasadas de moda; lo que ahora atrae sqfa el Triángulo de las Bermudas y los ovnis.

La fe en el poder predictivo de las hojas de té o en la in-fluencia de las estrellas en la vida se explica con facilidad. Siempre hay algo de verdad en un conjunto de prediccio-nes vagas, y si se cree en ello, uno se fija en las que resul-tan ser correctas. Asimismo, si la predicción se expresa en términos lo suficientemente vagos, se distorsiona su signi-ficado para acomodarlo a la propia situación (distorsión de pruebas). Por suerte, esta afirmación se ha confirmado

358 Irracionalidad •

claramente. Los sujetos de un experimento3 tuvieron qufl contemplar un test de personalidad falso. Seguidamente el experimentador les dio el mismo esbozo de persona» dad a todos, afirmando que se basaba en los resultados d®| la prueba. Cuando se les preguntó sobre la exactitud dág esbozo, el 90 por ciento de los sujetos creyó que se trataif ba de una descripción excelente o muy buena de sí mist:' mos. A las personas se les da tan bien distorsionar la infof' mación para ajustaría a sus expectativas que cada uno dfc los casi 50 sujetos creyó que el mismo esbozo le era aplica ble específicamente. Además de tratar inconscientemente de confirmar las propias creencias, quien paga por ver a un adivino invierte tiempo y dinero y, a no ser que lo haga para divertirse, esperará sacar algo de ello (coherencia fuera de lugar), por lo que estará predispuesto a creer lo que le digan.

También hay una fuerte tendencia a establecer relacio-nes erróneas. Hemos visto la facilidad con que ocurre, so-bre todo cuando se tienen ideas preconcebidas de cómo se relacionan los hechos. Supongamos que somos capaces de recordar 10 incidentes de los sueños de toda una no-che, al menos cuando al día siguiente un incidente similar nos los recuerda. Consideremos ahora cuántos incidentes se producen al día, incluyendo los que se leen en el perió-dico, se ven en la televisión o nos cuentan los amigos. Su número es enorme y es muy probable que, de vez en cuan-do, uno de ellos se asemeje hasta cierto punto a uno de los que aparecen en nuestros sueños. Cuando se producen una o más de tales coincidencias, se tiende a concluir que los sueños predicen el futuro.

A la mayoría se nos da muy mal calcular la probabilidad de una coincidencia. Por ejemplo, si hay 23 personas en una habitación, la probabilidad de que al menos dos cum-plan años el mismo día es superior al 50 por ciento. Debi-do al «efecto de ancla», se tiende a pensar en 23 parejas pero hay 253 (23 X 22/2 = 253) y los miembros de

Lo paranormal 359

cualquiera de ellas pueden cumplir años el mismo día. Se infravalora enormemente la probabilidad de este tipo de coincidencias. Arthur Koesder trató de establecer qué ha-bía de verdad en los fenómenos paranormales señalando 50 coincidencias que se habían producido a lo largo de su vida que, en su opinión, no tenían una explicación nor-mal. Pero Marks y Kamman indican que, a lo largo de la vida, habría estado expuesto a más de 18 billones de pare-jas de hechos y que sería muy poco probable que algunos de los miembros de una pareja no coincidieran. Otro ejemplo es el de una mujer de Nueva Jersey que ganó dos veces a la lotería en el plazo de cuatro meses. Como los pe-riodistas son tan incapaces de realizar cálculos aritméticos elementales como cualquier otra persona, los periódicos ( informaron de que la probabilidad de que esto sucediera era de una entre un trillón. Puede que así sea en el caso del esta mujer y esos dos juegos, pero se ha calculado que si sd incluyen todos los ganadores americanos de lotería, a lo largo de un período de siete años la probabilidad de ganar dos veces es superior al azar. Las personas se centran en la coincidencia específica que tiene lugar, sin tener en cuen-¡ ta todas las demás ocasiones en que podía haberse produ-j cido semejante «coincidencia», pero no ha sido así. No i prestan atención a los casos negativos, que es, desde lúe- \ go, una de las causas fundamentales de irracionalidad. 1

La creencia en la telepatía se explica del mismo modo. La mayor parte de historias sobre este fenómeno se re-fieren a personas próximas entre sí: marido y mujer o her-mano y hermana. Puesto que tales personas tienen mucho en común, es muy probable que a veces piensen lo mismo en el mismo momento. Cuando un soldado cae herido en combate y a su esposa le acomete, de forma simultánea,, un ataque de ansiedad, ella no se pregunta con qué fre- j cuencia había experimentado este sentimiento cuando élj

, no estaba herido; para establecer la relación adecuada, no; 3 tiene en cuenta los casos negativos. Además, es probable

358 Irracionalidad •

claramente. Los sujetos de un experimento3 tuvieron que contemplar un test de personalidad falso. Seguidamente, el experimentador les dio el mismo esbozo de personali-dad a todos, afirmando que se basaba en los resultados de la prueba. Cuando se les preguntó sobre la exactitud del esbozo, el 90 por ciento de los sujetos creyó que se trata-ba de una descripción excelente o muy buena de sí mis-mos. A las personas se les da tan bien distorsionar la infor-mación para ajustaría a sus expectativas que cada uno de

i los casi 50 sujetos creyó que el mismo esbozo le era aplica-, ble específicamente. Además de tratar inconscientemente

de confirmar las propias creencias, quien paga por ver a un adivino invierte tiempo y dinero y, a no ser que lo haga

¡ para divertirse, esperará sacar algo de ello (coherencia ' fuera de lugar), por lo que estará predispuesto a creer lo

que le digan. También hay una fuerte tendencia a establecer relacio-

nes erróneas. Hemos visto la facilidad con que ocurre, so-bre todo cuando se tienen ideas preconcebidas de cómo se relacionan los hechos. Supongamos que somos capaces de recordar 10 incidentes de los sueños de toda una no-che, al menos cuando al día siguiente un incidente similar nos los recuerda. Consideremos ahora cuántos incidentes

j se producen al día, incluyendo los que se leen en el perió-| dico, se ven en la televisión o nos cuentan los amigos. Su . número es enorme y es muy probable que, de vez en cuan-

do, uno de ellos se asemeje hasta cierto punto a uno de los que aparecen en nuestros sueños. Cuando se producen una o más de tales coincidencias, se tiende a concluir que los sueños predicen el futuro.

A la mayoría se nos da muy mal calcular la probabilidad de una coincidencia. Por ejemplo, si hay 23 personas en una habitación, la probabñidad de que al menos dos cum-plan años el mismo día es superior al 50 por ciento. Debi-do al «efecto de ancla», se tiende- a pensar en 23 parejas pero hay 253 (23 X 22/2 = 253) y los miembros de

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cualquiera de ellas pueden cumplir años el mismo día. Se infravalora enormemente la probabilidad de este tipo de coincidencias. Arthur Koesder trató de establecer qué ha-bía de verdad en los fenómenos paranormales señalando 50 coincidencias que se habían producido a lo largo de su vida que, en su opinión, no tenían una explicación nor-mal. Pero Marks y Kamman indican que, a lo largo de la vida, habría estado expuesto a más de 18 billones de pare-jas de hechos y que sería muy poco probable que algunos de los miembros de una pareja no coincidieran. Otro ejemplo es el de una mujer de Nueva Jersey que ganó dos veces a la lotería en el plazo de cuatro meses. Como los pe-riodistas son tan incapaces de realizar cálculos aritméticos elementales como cualquier otra persona, los periódicos' informaron de que la probabilidad de que esto sucediera era de una entre un trillón. Puede que así sea en el caso de esta mujer y esos dos juegos, pero se ha calculado que si se incluyen todos los ganadores americanos de lotería, a 1© largo de un período de siete años la probabilidad de ganar dos veces es superior al azar. Las personas se centran en la! coincidencia específica que tiene lugar, sin tener en cuen-ta todas las demás ocasiones en que podía haberse produ-cido semejante «coincidencia», pero no ha sido así. No prestan atención a los casos negativos, que es, desde lúe-1 go, una de las causas fundamentales de irracionalidad.

La creencia en la telepatía se explica del mismo modo. La mayor parte de lasjjhistorias sobre este fenómeno se re-fieren a personas próximas entre sí: marido y mujer o her-mano y hermana. Puesto que tales personas tienen mucho en común, es muy probable que a veces piensen lo mismo en el mismo momento. Cuando un soldado cae herido en combate y a su esposa le acomete, de forma simultánea,, un ataque de ansiedad, ella no se pregunta con qué fre-j cuencia había experimentado este sentimiento cuando élj no estaba herido; para establecer la relación adecuada, no; tiene en cuenta los casos negativos. Además, es probable:

j 360 Irracionalidad

/ que su recuerdo del momento exacto en que se sintió an-/ gustiada sea falso. ' Es prácticamente seguro que quienes creen en los fenó-

menos par anormales basan su fe en una muestra demasia-do pequeña: un único hecho improbable es el factor de-sencadenante y las consiguientes expectativas hacen el

j \ resto. Sea como fuere, estas personas, como todo el mum do, sufren de un exceso de confianza en sus propias

: creencias y, asimismo, se inventan complejas aunque plau-sibles historias para mantenerlas: «La telepatía no se pue-de controlar, hay que estar en el estado de ánimo adecua-do. Sencillamente, sucede», o en el caso de un médium: «No puedo convocar a los difuntos. Hay un incrédulo en-tre nosotros».

Al explicar la creencia en lo sobrenatural, sólo he podi-do emplear una pequeña proporción de los errores de pensamiento anteriores reseñados, aunque se incluyen

/ muchos de los más importantes. No parece que las causas / de la creencia en los fenómenos parapsicológicos sean las

/ falacias basadas en la forma de plantear una pregunta ni I en la incapacidad para realizar predicciones racionales. ; No me he referido a las supuestas pruebas «científicas»

de lo paranormal; es decir, a pruebas cuidadosamente re-cogidas en condiciones controladas. Es probable que los resultados positivos obtenidos sean fruto de un fraude, como se ha demostrado en numerosas ocasiones. En 1953, S. G. Soal, un respetado matemático de la Universi-dad de Londres4, sorprendió al mundo con pruebas de la existencia de la precognición. Puede que fuera respetado, pero, tras su muerte, se descubrió que había amañado sus resultados mediante un método sencillo e ingenioso. En sus experimentos de telepatía, el emisor transmitía una de cinco cartas y el receptor tenía que escribir cuál era. Soal tenía preparada una lista de números del uno al cinco para determinar qué carta había que transmitir cada vez. Un testigo independiente registraba las respuestas del recep-

Lo paranormal 361

tor en forma de uno de estos números. Cuando el experi-mento concluía, Soal cambiaba los «unos» de su lista pre-via a «cuatros» o «cincos» cuando la respuesta del emisor había sido «cuatro» o «cinco». Su argucia se descubrió después de su muerte, y sólo gracias a un detenido análi- ]/ sis de los resultados, ya que el examen de sus tablas no re-veló las alteraciones que había efectuado.

Al Gran Randi, uno de los magos más importantes del mundo, le desagradan los charlatanes que emplean sus trucos fingiendo que tienen poderes parapsicológicos, y al igual que su antecesor Houdini, disfruta desenmascarán-dolos. Pero sus notables hallazgos, entre los que se cuenta el desenmascaramiento de Uri Geller, sobrepasan los ob-jetivos de este libro. Aunque quizá merezca la pena narrar un episodio relativamente reciente. Randi envió a dos de sus ayudantes a un laboratorio de psicología paranormal de Estados Unidos, con instrucciones de que llevaran a cabo sus trucos de magia y de que no explicaran cómo los hacían a no ser que les preguntaran. Pasaron dos años en el laboratorio y sus poderes «parapsicológicos» fueron de-bidamente reseñados en publicaciones sobre fenómenos paranormales. A nadie se le ocurrió preguntarles cómo lo conseguían. Cuando se marcharon, Randi descubrió la metedura de pata y la universidad clausuró el laboratorio.

La credulidad no es patrimonio de los profanos. De Conan Doyle a Brian Josephson, un Nobel de física cate-drático de la Universidad de Cambridge, muchas perso-nas distinguidas han sido engañadas. Nancy Reagan con-sultaba a una astróloga, que afirmaba que, a través de su esposa, fijaba en qué momento debía Reagan dar un dis-curso o viajar al extranjero y que había influido en la opi-nión del presidente sobre Gorbachov. Hubo una época en que los rusos se gastaron millones de rublos en la investi-gación de lo paranormal porque creían que podía tener importancia militar. Sostenían la curiosa creencia de que la comunicación telepática, a diferencia de los mensajes

362 Irracionalidad

por radio, no podía ser interceptada por el enemigo. Para no ser menos, la Fuerza Aérea, el Ejército de Tierra y la-Armada de los Estados Unidos se apresuraron a financiar investigaciones sobre este tema. La Universidad de Cam:; bridge, en su infinita sabiduría, aprobó recientemente una tesis doctoral que afirmaba haber demostrado la existen cia de la telepatía, y la Universidad de Edimburgo ha crea do una cátedra de parapsicología, cuyo primer titular esta-ba totalmente al día, ya que declaró su intención de inves-tigar el «papel de las funciones parapsicológicas en interacciones inusuales entre las personas... y los ordena-dores». Al igual que otras formas de irracionalidad, la creencia en lo sobrenatural no se halla limitada por clases o credos y afecta a todas las instituciones, desde las más al-tas hasta las más bajas.

Ñocos

1 Salvo cuando se especifique lo contrario, los datos del capítulo están tomados de Marks, D., y Kamman, R., The Psychology of the Psychic, Buffalo, Nueva York, Prometheus Books, 1980.

2 Las cifras de astrología se basan en cuentas. Ver Paulos, J. A., Innu-meracy, Nueva York, Hill and Wang, 1988 [hay ed. cast.: El hombre anu-mérico, Barcelona, Tusquets, 1990].

3 Ulrich, R. F., Stachnik, T. T., y Staintor, N. R., «Student acceptan-ce of generalized personality profiles», Psychological Reports, 1973, 13, 831-834.

4 Hansel, C. E. M., ESP and Parapsychology, Buffalo, Nueva York, Prometheus Books, 1980.

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Una vez examinadas las muchas causas específicas de la irracionalidad humana, es hora de considerar algunas de las causas más generales de las que éstas derivan. Cinco causas básicas subyacen a los diversos tipos de irracionali-dad descrito^: Debo señalar que lasares primeras son es-peculativas. ' La primera tiene su origen en la evolución. Nuestros

ancestros del reino ítiimal tenían que resolver sus proble-mas con mucha rapidez, huyendo o luchando. Sería estú-pido que un mono perseguido por un león se pusiera a pensar cuál era el mejor árbol al que trepar: más vale equi-vocarse que ser devorado. Probablemente por esta razón, las personas sometidas a estrés o guiadas por un fuerte im-pulso actúan y piensan de forma estereotipada. Al igual que el mono, no reflexionan sobre sus posibilidades de ac-tuación, sino que obran por impulso. Del mismo modo, es probable que las emociones intensas, como la cólera o el

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364 Irracionalidad •

miedo, que provocan conductas muy irracionales, fueran más útiles en momentos en que los enfrentamientos entre miembros de una misma especie se resolvían mediante la acción física, no a través de intercambios verbales más o menos sutiles. El conformismo y el sentimiento de ver-güenza que hace que nos atengamos a las normas del gru

I po son, casi con total seguridad, parcialmente innatos. El ; \ hombre es un ser indefenso desde el punto de vista físico I ; y su supervivencia depende de su pertenencia a un grupoj

Esto es tan cierto en la actualidad como lo fue en la histo-ria primitiva del ser humano, cuando su única oportuni-dad de disfrutar de un buen filete era cazar antílopes en grupo. Hoy en día dependemos de los demás tanto para la

, supervivencia como para el placer. La vida moderna es / posible gracias a un amplio sistema de fábricas, tiendas,

/ .carreteras, ferrocarriles y aviones" que depende entera-I mente de la cooperación en grupo. Es probable que mu-chos no pudieran valerse por sí mismos sin las facilidades

j de la vida moderna. Pero la lealtad al grupo que hace po-J I sible la sociedad moderna puede transferirse a situaciones

i en que es inadecuada y, en consecuencia, provocar una I conducta irracional.

La penetración generalizada del pensamiento y la ac-ción irracionales plantea el interrogante de la superviven-cia de la especie. ¿Por qué la presión evolutiva no ha eli-minado la irracionalidad o, al menos, la ha reducido de forma considerable? Una respuesta es que, en nuestra so-ciedad, no se requiere ser muy racional para encontrar re-fugio y un modo de mantenerse y sacar adelante a una fa-milia. De hecho, quien se dedicara a aprender cálculo de probabilidades y estadística y a romperse la cabeza para que todas sus decisiones fueran absolutamente racionales tendría poco tiempo (y probablemente ninguna inclina-

i¡ ción) para sacar adelante a una familiaJLos efectos perju-diciales de la irracionalidad tienen lugar fundamental-mente cuando se toman decisiones importantes: los erro-

Causas, curas y costes 365

res de los ingenieros se ponen de manifiesto en los acci-dentes y los de los médicos en muertes evitables. Las deci-siones que deben tomar son enormemente complejas, so-bre todo sí se las compara con las de nuestros más lejanos antepasados, cuyo máximo problema era qué cueva, cón- , yuge o antílope elegir. En resumen, debido a que la pre-1 sión evolutiva no ha incrementado la racionalidad, la com-plejidad de nuestra tecnología ha superado con creces a la < evolución dél cerebro.;

Una segunda causa general de la irracionalidad es que hay zonas del cerebro que parecen estar constituidas por j células nerviosas inicialmente conectadas entre sí de for- j ma aleatoria,' Cuando se aprende algo, algunas de estas co- * nexiones celulares se refuerzan y otras se debilitan. Un concepto determinado, por ejemplo «casa» o «hija», una vez que el aprendizaje ha tenido lugar, no se representa por la activación de una célula cerebral, sino por la activaT

ción simultánea de muchas, dispersas en una amplía zona. Este sistema tiene propiedades notables. Las células acti-vadas trabajan de forma simultánea en vez de secuencial, por lo que el procesamiento es muy rápido, como sucede en el cerebro humano. Además, este sistema celular gene-raliza con rapidez. Cuando se le presentan varios pájaros los clasifica como tales aunque sean de especies que le re-sulten desconocidas. No obstante, este tipo de redes tiene un problema: tiende a ser poco cuidadoso. Como para aprender cosas distintas intervienen exactamente mismas células, al aprender algo nuevo se pueden modificar las conexiones establecidas en aprendizajes anteriores, con los consiguientes errores (generalmente pequeños).'La existencia de este tipo de sistema en el cerebro explicaría los errores producto de la disponibilidad y del efecto de i halo/ Ambos dependen de un influencia indebida de lo que" sobresale, lo cual, en términos de redes neurales, se correspondería con la activación de las células que tienen conexiones más fuertes. Todo lo que sobresale eliminaría

366 Irracionalidad •

otras conexiones, impidiendo, por tanto, que el materia menos llamativo se tenga en cuenta.

Es probable que haya una aportación de sistemas de este tipo a zonas del cerebro relacionadas con el pensaf miento consciente, cuyos procesos no operan de forma si| multánea, sino paso a paso. Sólo podemos pensar en número reducido de elementos —siete como mucho— 4 | mismo tiempo. Si la aportación a estos niveles superior^ procede de redes neurales poco cuidadosas, contendrá errores, y sólo siendo muy insistentes podremos eliminar-los del pensamiento consciente. Todos tenemos ideas ori-ginales, probablemente fruto de las redes neurales, peros sabemos que muchas son inútiles y hay que reflexionar so-1 bre ellas para valorarlas. Pero la reflexión —la reflexión ' en profundidad— requiere esfuerzo. Nos tienen que en-señar, o debemos aprender por nosotros mismos, a con-centrarnos el tiempo suficiente para resolver los proble- i mas. Compárese la velocidad y facilidad con la que se | reconoce una cara con la dificultad de comprender una i nueva prueba geométrica. El reconocimiento de los rostros 1 depende de un sistema en su mayor parte paralelo, es de- " cir, de un sistema en que el cerebro realiza muchos cálcu- ^ los de forma simultánea que no llegan a la conciencia. Comprender la geometría, por otra parte, requiere un la-borioso proceso consciente paso a paso. Sin embargo, la investigación sobre la visión indica que los cálculos que p realiza el cerebro cuando miramos alrededor son más m complejos que los que llevaron a Einstein a la teoría de la -| relatividad. Hemos evolucionado hacia una excelente vi-sión, pero no para ser excelentes, físicos^ Es evidente que • todo esto es claramente especulativo, pero es cierto que \ los procesos cerebrales inconscientes operan con una ve-locidad, eficacia y facilidad enormes, en tanto que la ma-yoría de las personas debe forzarse a trabajar incansable-mente con los procesos conscientes necesarios para resol-ver un problema difícil o tomar una decisión. Pero a

Causas, curas y costes 367

menos que no se realice este esfuerzo, habrá muchas deci-siones que sean irracionales y muchos problemas que que-den sin resolver.

La tercera causa general del pensamiento irracional de- ¡ riva asimismo de laTpereza mentahPara disminuir la nece- ' sidad de la reflexión larga y profunda, hemos desarrollado una serie de trucos para tomar decisiones rápidas. Estos trucos se denominan «heurísticos», una forma de pensar que produce con rapidez un resultado pasable, si bien no perfecto. Este libro se ha dedicado a demostrar, entre otras cosas, dónde nos hace equivocarnos la heurística. Pero hay que recordar que con frecuencia consigue el re-sultado correcto. Si compramos un modelo de coche por-que un amigo nos dice que es muy bueno, lo más proba-ble es que nos quedemos satisfechos con la compra, a pe-sar de no haber empleado el método óptimo de tomar decisiones. Y si elegimos a una persona para un puesto de trabajo por lo favorablemente que nos ha impresionado ¡ su fluidez verbal en la entrevista (efecto de halo), es pro- i bable que dicha persona no sea totalmente insatisfactoria, a pesar de no ser la mejor candidata. _ La cuarta contribución a la irracionalidad humana es

nuestro fracaso a la hora de emplear los rudimentos del cálculo de probabilidades y de la estadística, así como de los conceptos que derivan de ellqsí Parece que la causa fundamental en este caso es la ignorancia, atribuible en buena medida al sistema educativo. Este fallo provoca errores que, a primera vista, no guardan relación alguna con números; por ejemplo, en el caso de los pilotos israe-líes que no usaban el concepto de regresión a la media o en el del juicio de que Linda tiene más probabilidades de ser una cajera feminista que cajera. Las matemáticas nece-sarias para resolver todos los problemas numéricos que se plantean en este libro son más fáciles de aprender que la geometría o el cálculo elementales. H. G. Wells creía que la estadística era tan importante para el ciudadano educa-

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do como la lectura y la escritura y que pronto se enseñaría de forma habitual con éstas. No hay duda de que su creencia en la importancia de la estadística era acertada, aunque se equivocaba al confiar en la racionalidad del sis-tema educativo. Teniendo en cuenta que el contenido in-telectual de la estadística no es menor que el de estas otras ramas de las matemáticas y que a la mayoría les resultaría más útil en su vida diaria y en su trabajo, es incomprensi-ble que sólo se enseñe tan raramente en la escuela. Quizá se deba a otra forma de irracionalidad: la dificultad de romper con la tradición.

No voy a hacer hincapié en la última causa general de irracionalidad, el sesgo interesado, porque es evidente. Aunque he indicado que intervienen otros factores, es di-fícil creer que el deseo de tener razón o el de mantener la autoestima no intervengan de algún modo en la falta de disposición a abandonar una hipótesis, a modificar una decisión desacertada o a ver la casa que se ha comprado como realmente es.

Dadas sus múltiples causas, se plantea el interrogante de si se puede hacer algo para que la irracionalidad dismi-nuya1. El enfoque más general sería el de tratar de conven-cer a las personas de que tuvieran una' mente abierta, lle-garan ^conclusiones únicamente después de haber exa-minado todas las pruebas y de que se dieran cuenta de que, cuando la ocasión lo merece, cambiar de opinión es señal de fortaleza, no de debilidad. También habría que enseñarles a buscar pruebas que contradigan sus creencias y, si las encuentran, a tener cuidado de no malinterpretar-Ias o pasarlas por alto] Siempre es saludable buscar fallos en los argumentos a favor de las propias opiniones. Tomar decisiones de forma apresurada o en condiciones de estrés | es un error, porque, en tales casos, el pensamiento carece de flexibilidad! Cuando las pruebas no apuntan de forma

Causas, curas y costes 370

concluyente en una dirección, se debería posponer el jui-cio, lo cual a la mayoría le resulta difícil. Como decía Ber-trand Russell: «El hombres es un animal crédulo y necesi-ta creer en algo. Cuando carece de buenas razones para creer, se conforma con las malas». Se podría asimismo lla-mar la atención de las personas hacia los errores específi-cos que he descrito; por ejemplo, hacia los costes inverti-dos o hacia el fallo de no basar las relaciones entre hechos en las cuatro cifras relevantes. Este consejo es muy abs-tracto, pero se podía presentar en el contexto de ejemplos específicos y disponibles. También sería útil inducir a ano-tar los pros y los contras antes de tomar una decisión im-portante, como recomendaba Benjamín Franklin.

Hay varios estudios1 que han evaluado el efecto de ani-mar a los estudiantes a actuar según los principios genera-les descritos. Por ejemplo,1 estimularles a pensar por qué una respuesta es incorrecta (o correcta); a tomarse un poco de tiempo y no actuar de forma impulsiva; a ser per-sistentes, y a examinar sus posibilidades de actuación. Ta-les consejos, en el contexto de problemas específicos, han producido algunas mejoras, aunque no excesivas, en las pruebas de medición de la irracionalidad. (Por desgracia, la ausencia de un seguimiento a largo plazo impide saber cuánto duraron los efectos.

Se ha demostrado que aprender estadística contribuye a enfrentarse de forma racional a los problemas de la vida diaria. Como he indicado, tales problemas suelen requerir el empleo de concentos estadísticos tanto de forma implí-cita como explícita. Quizá resulte sorprendente que el aprendizaje de la lógica no ayude a los estudiantes a detec-tar fallos en los argumentos que se les presentan (por ejemplo, la inversión de causa y efecto), pero incluso en este caso es útil el conocimiento de la estadística.

Recientemente, Richard Nisbett y sus colaboradores llevaron a cabo una serie de ingeniosos experimentos2 que demuestran que la capacidad de emplear conceptos esta-

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dísticos realmente ayuda a tomas decisiones acertadas en? la vida diaria, no sólo en las pruebas psicológicas de labo-, ratorio. Estos investigadores hallaron que el grado de apli-cación de la ley de los grandes números (ver el capítulo 15) al razonamiento cotidiano por parte de los sujetos va-riaba en función del tipo de problema. Se les dieron tres tipos: 1) Cuando los hechos eran claramente aleatorios, como en la conducta de una máquina tragaperras, aplica-ban la ley bastante bien. 2) No lo hacían tan bien cuando los hechos podían medirse e implicaban un elemento de habilidad (una actuación adética o los resultados de un examen). 3) La aplicaban muy mal a las características personales (como la honradez)! Por ejemplo, compren-dían que una muestra pequeña de la conducta de la má-quina tragaperras no servía para conocer su conducta ge-neral; eran menos prudentes a la hora de generalizar a partir de una muestra pequeña de la actuación de un ade-ta, y eran incapaces de darse cuenta de que si conocían a alguien que se mostraba amistoso, no se podía inferir que fuera una persona amistosa en general. Más importante para nuestro propósito resulta el hecho de que a los suje-tos se les enseñaran problemas de uno de los tres tipos y que después se midiera su actuación en los tres. A los su-jetos se les enseñó a emplear conceptos como el tamaño de la muestra y la regresión a la media, y no sólo mejora-ron en el tipo de problema que habían aprendido, sino también en los otros dos, lo cual demuestra que aprender a aplicar conceptos estadísticos a un tipo de problema se transfiere a otros. ¡

Otro experimento3; demuestra que la capacidad de to-mar decisiones racionales en la vida diaria se relaciona con el éxito en el trabajo, sobre todo con el nivel salarial. Se entrevistó por teléfono a 126 catedráticos de la Univérsi-dad de Michigan y se halló que cuanto mayor número de contestaciones correctas daban a" preguntas relacionadas con costes invertidos y otras similares, mejores salarios te-

Causas, curas y costes 371

nían por edades. Cabría esperar que esto sucediera con los economistas, puesto que su trabajo depende hasta cierto punto del conocimiento de las teorías que indican cómo tomar mejores decisiones, pero el hallazgo fue el mismo con catedráticos de letras. Los investigadores tam-bién examinaron el grado de racionalidad de las decisio-nes cotidianas de los sujetos. Por ejemplo, les preguntaron si en los cinco años anteriores se habían salido de una pe-lícula antes de acabar. Teniendo en cuenta la cantidad de malas películas que se exhiben, es probable que la mayor parte de los sujetos hubiera acudido a ver al menos una en cinco años. Quienes no caen en el error del coste inverti-do se salen del cine, quienes lo hacen se quedan hasta el fi-nal. El doble de economistas que de catedráticos de biolo-gía o letras afirmó haberse salido. Es decir,'los economis-tas, que presumiblemente no son más inteligentes que otros catedráticos pero cuya materia les proporciona un mayor conocimiento de cómo tomar decisiones raciona-les, actúan de forma más racional en algunos aspectos de la vida diaria. Esto parece constituir una prueba directa de que el conocimiento de la teoría de la toma de decisiones incrementa la racionalidad de las decisiones comunes: Por lo que sé, es la única prueba existente, pero es probable que se produzca una avalancha de trabajos sobre este tema en los próximos años.

Aparte de los conocimientos de economía, se ha de-mostrado que los de psicología y, en menor medida, los de medicina mejoran las respuestas de los estudiantes al tipo de preguntas que se plantean en este libro. Ambas disci-plinas hacen hincapié en las trampas que acechan al infe-rir causas a partir de datos y ambas enseñan estadística elemental/Al evaluar los efectos beneficiosos de la psico-logía, habría que tener en cuenta que casi todas las prue-bas que miden la racionalidad son obra de psicólogos, aunque no se necesitan conocimientos de psicología para responder a ellas. Se ha demostrado que la única materia

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adicional útil es el derecho. Aunque no ayuda a mejorar los argumentos basados en la estadística, incrementa e' número de argumentos de tipo causal que generan los es tudiantes, pero, como corresponde a futuros abogados, el incremento sé limita únicamente a los argumentos a favor de la hipótesis que se sostiene, Otras materias como la química y la lógica tienen muy escasa o nula influencia en la capacidad de razonar correctamente, al menos tal como se mide por la clase de problemas presentados en la se-gunda parte de este libro. Asimismo, hay un número con-siderable de pruebas contrarias a la idea de que el apren-dizaje de una materia facilita el de otra, a no ser que sus contenidos se superpongan. Hasta hace poco existía la ex-tendida creencia de que aprender lenguas clásicas suponía un aprendizaje de razonamiento que hacía posible, poste-riormente, estudiar cualquier otra materia con facilidad. Por desgracia, la fluidez en latín o griego no ayuda a con-vertirse a un físico competente, ni siquiera en un buen his-toriador.

Si se sostiene que el objetivo de la educación es, en par-te, enseñar a pensar, hay que concluir que los métodos de examen empleados en Gran Bretaña y Estados Unidos son irracionales. La enseñanza de los niveles A en Gran Bretaña hace hincapié, en su mayor parte, en el aprendiza-je memorístico, no en el pensamiento racional; en Estados Unidos, hasta las universidades suelen adoptar este siste-ma, donde es habitual pasar pruebas de elección múltiple que no requieren reflexionar por depender enteramente de la memoria. Además, los exámenes con un límite tem-poral fijo tienden a fomentar el pensamiento impulsivo e inflexible/

Voy a concluir con una pregunta que debe de haber es-tado preocupando a muchos lectores: ¿Es la racionalidad verdaderamente necesaria? ¿Es siquiera deseable? En el caso de la toma de decisiones por- expertos, no hay ningu-na duda. El general Montgomery, el almirante Kimmel, el

Causas, curas y costes 373

general Haig y Bomber Harris, al negarse a cambiar de opinión ante las pruebas en contra, provocaron muchas

í muertes innecesarias! Hay médicos que, a causa de su des-conocimiento del cálculo de probabilidades, someten de modo innecesario a muchas mujeres a una desagradable biopsia, en tanto que otros son responsables de las muer-tes de mujeres mayores a causa de una fractura ósea por su negativa a administrarles estrógenos. Muchos se niegan a emplear sistemas informáticos que poseen mejores facul-tades de diagnóstico que las suyas. Los funcionarios si-guen derrochando el dinero público debido a un sistema irracional que permite la pereza, el apego a la tradición y el autoengrandecimiento. Los ingenieros no suelen refle-xionar lo suficiente sobre los riesgos de los sistemas que diseñan, lo que se traduce en muchas muertes. Incluso la !

decisión de una umversidad de admitir o no a un candida; to es importante, al menos para éste, pero no se toma del modo que ha demostrado ser el mejorj Una forma de sor-tear la ineptitud es! emplear métodos matemáticos de to-ma de decisiones cuando se demuestre que son más efica-ces que las falibles intuiciones humanas1. Se trata, sin lugar a dudas, de una clave mejor para triunfar en el terreno profesional que toda la formación estadística que se pue-da recibir, aunque ésta debería impartirse en cualquier caso.

'Los efectos de la irracionalidad son menores en la toma de decisiones personales que en el terreno profesional, y en muchos casos solo afectan de forma marginal a la vida privada. A fin de cuentas, las decisiones personales, en su mayor parte, son bastante triviales,¡ ¿Qué importa que se tomen judías blancas o espaguetís para cenar, pasar la tar-de en casa o ir al teatro, marcharse de vacaciones a París, Munich o la Costa Brava? Tampoco importa demasiado comprar un mal coche, aunque sea claramente un fastidio. Se toman muy pocas decisiones privadas que sean impor-tantes. Para la mayoría, se reducen a cuatro: en qué barrio

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vivir y qué casa comprar; qué carrera seguir y qué opción elegir dentro de ella; con quién vivir, si se pretende vivir con alguien, y cuándo dejar de hacerlo; tener o no tener hijos (algo que en muchas ocasiones resulta involuntario). En todas estas elecciones suele haber muchos elementos desconocidos, lo que implica que 'el pensamiento racional sólo incrementa de forma marginal la probabilidad de una decisión acertada^ Aún está por decidir que la aplicación de la teoría de lá utilidad sirva para que las parejas sean más felices,;

Cabe incluso preguntarse si es deseable que todos sean completamente racionales. Valoramos la espontaneidad, pero, como hemos visto,-la toma de decisiones racional lleva tiempo.' Cuando dos amantes se encuentran, apre-cian más un beso cuando es espontáneo que cuando es producto de una detenida reflexión. Hay dos razones para valorar la espontaneidad.'1 La primera es que un gesto emocional no nos parece sincero si no es espontáneo] Sen-tir la emoción que se pretende sentir se demuestra por la rapidez con que se manifiesta. Detenerse a pensar en ella implica que verdaderamente no se siente: la respuesta es afectada en vez de genuina. La segunda razón es que quien reflexiona en exceso, preocupado únicamente por tomar la mejor decisión, puede ser muy aburridos, Cae en prolongados silencios mientras considera lo que es más correcto decir, y su búsqueda de la decisión racional pue-de traducirse en una irritante vacilación. Un exceso de precaución a veces hace que una persona no sea simpáti-ca/La generosidad, para ser verdadera, debe provenir del corazón, no del cerebro, j ^ La espontaneidad, sin embargo, plantea problemas. Admirar las buenas acciones espontáneas no nos impide criticar las malas.;j Salvo en circunstancias especiales, la manifestación espontánea de la cólera, la frustración, la depresión o la envidia suelen ser muy mal recibidas, y no deberíamos dar rienda suelta a impulsos que nos propor-

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cionen ganancias a corto plazo a expensas de costes a lar-go plazo. Pero, ¿cómo ser espontáneo en lo bueno y no en lo malo? La dificultad radica en que parece quefno es po-sible seleccionar, sin una detenida reflexión, qué acciones llevar a cabo de forma espontánea y cuáles reprimir, pues no se puede reflexionar y ser espontáneo a un tiempo.''

Para resolver el dilema volvemos al punto donde co-menzamos. Aristóteles creía que el hombre verdadera-mente buengjiace el bien de forma natural, sin obligarse a hacerlo.1 Se puede adoptar la línea de razonamiento opuesta y afirmar que el hombre verdaderamente bueno es aquel que vence sus malas inclinaciones^ Si uno es bue-no por naturaleza, es fácil comportarse bien, lo que —prosigue el razonamiento— no supone un gran mérito. Pero con independencia de este argumento, lo cierto es que el hombre que se porta bien de forma natural es una compañía más agradable que el que no deja de darle vuel-tas a la cabeza, aunque consiga resolver sus dudas. Sigue habiendo otro problema, y es que muy pocos de nosotros, suponiendo que haya alguno, somos buenos por naturale-za, Aristóteles responde a esto de forma parcial.

Creía que la persona forja su propio carácter. Cada vez que nos resistimos a cometer una mala acción, la resisten-cia se vuelve más fácil y cada vez que hacemos algo bueno es más fácil volverlo a hacer. Mediante una práctica soste-nida, uno puede llegar a convertirse en un ser que hace lo correcto de forma espontánea y que también de la misma forma evite lo malo.rSi se ensayan de forma suficiente las razones para ser agradable a nuestra pareja o para no po-ner mala cara y se llevan a cabo a cualquier precio, las ac-ciones se vuelven espontáneas en el futuro^ Hay muchas pruebas de que la práctica de un hábito hace que se reali-ce sin pensar; pensemos en la forma automática de condu-cir de un conductor experimentado. Pero el consejo de Aristóteles sólo lo podría seguir el hombre racional, al-guien cuyo fin fuera forjar su carácter de un modo concre-

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to y que aceptara que la cuidadosa selección de sus accio-nes es el mejor medio para conseguirlofPara ponerse en la situación de obrar bien sin pensar, es decir, sin considerar qué es lo racional, hay que pasar por un periodo en que se actúe deliberadamente de un modo que moldee el carác-ter en la línea deseada: en eso consiste realmente la racio-nalidad. f,

Noz;s

1 Para una revisión, ver Barón, J., Thinking andDeáding, Cambridge, Cambridge University Press, 1988,461-483.

2 Fong, G. T., Krantz, D. H., y Nisbett, R. E., «The effects of statisti-cal training on thinking about everyday problems», Cognitive Psycho-logy, 1986,18,253-292.

3 Lorrick, R. P., Morgan, J. N., y Nisbett, R. E., «Who uses the nor-mative rules of choice?» en prensa.

Agradecimientos y bibliografía adicionales

He tomado material de los siguientes libros y agradezco a sus autores lo ingenioso de sus investigaciones e ideas. No cito libros sobre las causas sociales y emocionales de la irracionalidad, por-que, que yo sepa, no hay ninguno dedicado exclusivamente a este tema. Para ayudar a los lectores que quieran profundizar más, he añadido un comentario a cada libro citado.

NISBETT, R . y Ross, L . , Human Inference: Strategies and shortco-mings of social judgement, Englewood Cliffs, NJ, Prentice-Hall, 1980.

Descripción excepcionalmente clara y bien escrita, y a veces ori-ginal, de las causas cognitivas de la irracionalidad. Lectura placentera para los profanos.

BARÓN, Thinking and Deáding, Cambridge, Cambridge Univer-sity Press, 1988.

Manual sobre las causas cognitivas de la irracionalidad. Más ac-tualizado pero mucho más difícil que el anterior.

KAHNEMAN, D., SLOVIC, P . y TVERSKY, A (eds.) Judgement Under Uncertainty: Heuristics and Biases, Cambridge, Cambridge University Press, 1982.

378 Agradecimientos y bibliografía adicionales

Treinta y dos capítulos de diferentes autores, la mayor parte fas»! cinantes, aunque no todos. Difieren mucho en su grado d w dificultad. ' ¡

WAGENAAR, W . A . , Paradoxes ofGambling bebaviour, Hove, Law*>\ rence Erlbaum Associates, 1988.

Detallado estudio sobre las creencias irracionales de los jugado-J res.

JANIS, I . L . Y MANN, L . , Decisión Making, Nueva York, Free Press, 1977.

Estudio muy original de los procesos (muchos de ellos irraciona-les) que subyacen a la toma de decisiones, ilustrados con ejemplos tomados fundamentalmente de la política. Muy ameno.

DAWES, R. M., Rational Choice in an Uncertain World, Orlando, Harcourt, Brace, Jovanovich, 1988.

Amena descripción, aunque a veces algo técnica, de cómo reali-zar una elección y cómo no hacerlo.

DIXON, N., The Psychology ofMilitary Incompetence, Londres, Cape, 1976. Hay traduce, española, Ed. Fundamentos.

— Our Own Worst Enemy, Londres, Cape, 1987. Lectura fácil y amena. El primero ofrece sorprendentes ejemplos

de irracionalidad militar; el segundo se centra en la irraciona- 1 lidad de diversas profesiones. 1

PAULOS, J . A . , Innumeracy, Nueva York, HIH y Wang, 1 9 8 8 [ha\ ;

ed. cast.: El hombre anumérico, Barcelona, Tusquets, 1990]JJ ;

Breve y muy amena descripción de los errores —a veces cómiain | y otras desastrosos— que cometen quienes no se preocupan de entender cifras sencillas.

He empleado muchos otros libros y artículos de publicaciones eruditas que se citan en las notas.

índice analítico

La mayor parte de los nombres que se citan son de personas de probada irracionalidad; el resto pertenece a I9S que han ofrecido las demostraciones. Puesto que "onceder títulos es irracional (ver el capítulo 8), no se da " inguno.

aburrimiento, 153,288,322 actitudes, ver creencias ^ adivinos, 358 agentes de Bolsa, ver asesores fi-

nancieros Alcohólicos Anónimos, 65 análisis coste-beneficio, 345-348 análisis de regresión múltiple,

313-331 Año de Vida Ajustado a la Cali-

dad (AVAC), 350-352 apuestas, 254-73,265-266

Ver también, lotería Aristóteles, 14,375 Armstrong, 100 Arnhem, batalla de, 171-173 Asch, S., 39-40, 63 asesores financieros, 38, 109-111,

281-282,304-305,323 asistentes sociales, 238 astrología, 331,354-355,361 atribución, ver inferencia causal,

ver error de atribución funda-menta]

379

380 Indice analítica índice analítico 381

autocontrol, 149-150, 374-375 autoestima, 83, 152, 162, 178,

179,284,368 Ver también hacerse ilusiones

autoridad, 50-60, 71-72

Bakker,J.,74 Barón, J., 226 Bayes, T., 240 beneficios, ver análisis coste-bene-

ficio, apuestas, teoría de la utili-dad

Bettelheim, B., 115 Bollas, C., 219-220 bombardeo de Londres, 310 brainstorming, (torrente de ideas),

84 buscar culpables, 258-259

cálculo de probabilidades Ver también valor esperado

cáncer, 24, 149, 150, 218, 220-221,263,295,313 Ver también, cáncer de mama

cáncer de mama, 139, 201-210, 314

castigo, 135-137,146,148 cebado, 323 cerebro, 365-366 certeza,

efecto en las apuestas de la, 256-262

Chapman,J. P„ 190-196 Chapman, L„ 98-105 Chapman, L. J., 190-196,198 clarividencia, 355 coherencia fuera de lugar, 112-

124 coincidencias, probabilidad de,

358-360 colesterol, 150,215-217 combustibles fósiles, 295-297 comercio, ver hombres de nego-

cios

comité, 83-85, 102 1 de selección, 309, 316, 317;

319-321,322-329,331 \ Ver también entrevista

cómplice, definición de, 25-6 conducta de ayuda, ver el efectc

del transeúnte conducta de las multitudes, 70-74 I

357 "I conducta impulsiva, 149 f conductores, 290 confianza, ver exceso de confianza conformismo, 57-60, 61-78, 79- )

90,357,364 I conocimiento de los resultados,!

129-30 " contexto, ver preguntas correlaciones, inferencia de, ver.i

correlación ilusoria ' correlación ilusoria, 184-199,227, j

284,358 j costes, ver análisis coste-beneficio1

apuestas, evitación de riesgos,; teoría de la utilidad

costes invertidos, 120-122 ' conversión religiosa, 73-74 creencias, j

efectos del endogrupo en las, J 79-90 I

y memoria, 178-179 j persistencia en las, 157-183 J resistencia a cambiar las, 173- >

182 reforzadas por explicaciones in

ventadas, 180-182,284 Ver también pruebas en contra

curiosidad, 131

Dawes, R.M., 315,325-327 de Ferranti, B. y S., 107-108 deporte, 88-89 derecho, 372 Descartes, R., 14 desobediencia, 56-57

detector de mentiras, 241-243 diagnóstico, clínico, 38, 186-212,

314,329-330 «dilema del prisionero», 30-33,

35,71 dirección de empresas, ver hom-

bres de negocios disonancia cognitiva, 112-116,

118-119,123-124,127-140 disposición,

como causa de la conducta, 224-231

Díxon, N.,58,171 Doyle, C., 361 Dreman, D., 109

economía, 15,371 economía de fichas, 128 economistas, 16,306,371 Eddy, D„ 201-109,313-314 educación para la racionalidad,

367-372 efecto de ancla, 268-273 efecto de bumerán, 67 efecto de contraste, 328 efecto de deslizamiento, 117-118 efecto de halo, 42-47, 112-3, 297-

298,321,328 efecto de lo primero, 39-42, 324,

328 efecto de lo último, 39-40,42 efectos del espectador, 74-77 elección, ver libertad de elección elogio, 130-131 F

emoción, 142-143, 146, 148-149, 152-155,229-231,257,363 Ver también motivación

] emparejamiento de probabilida-des, 259

empleados públicos, 97-105, 373 enfermeras, 55,158

' engaño mediante el empleo del, entrevista, 42, 282-283, 327-329,

331-332

Ver también comité de selec-ción

envidia, 152 epidemiólogos, 218-219 epilepsia, 23-24,75 epinefrina, 229 error de atribución fundamental,

224-226 error de disponibilidad, 28-48

e imágenes, 35 y agresión, 52,59 y apuestas, 266 y autopcrccpción, 85,225,22H-

229 y creencia en lo paranormal,

356-357 y error de atribución funda-

mental, 225-226 y grupos minoritarios, 92 y hechos espectaculares, 28,35 y material concreto, 35-36 y memoria, 29, 33-34 y pensamiento inflexible, 146 y predicciones, 302-303 y pruebas negativas, 187 y razonamiento causal, 218-

219,223,284 y redes neurales, 365-366 y regresión a la media, 306-307 y riesgos, 295-298 y sesgo de confirmación, 166-

167 y tamaño de la muestra, 247-249 y uso hábil, 34-35 Ver también efecto de halo,

efecto de lo primero y efecto de lo último

espontaneidad, 374-376 esquizofrenia, 24 estadística

y disponibilidad, 39 errores debidos al desconoci-

miento de la, 22, 38, 201-212,245-251

384 índice analítico

necesidad de la, 367-368, 369-372

Ver también ley de los grandes números, regresión a la me-dia, muestra sesgada, tamaño de la muestra

estado de ánimo, ver emociones estereotipos, 91-94,227 estrés, 146-148,363 Evans, J. St., 166 evitación de riesgos, 258,260-263 evolución, 363-365 exceso de confianza, 275-285

en la visión retrospectiva, 275-279

en el juicio, 210-211, 279-284, 293-294,306-308,329

exceso de justificación, 123-124 Ver también disonancia cogniti-

va expertos,

confundidos, 313-332 confianza en los, 70

falacia del jugador, 310 fenómenos parapsicológicos, 354-

62 Ferranti, ver De Ferranti ferroviarios, 288-289 fines

y racionalidad, 18-21,154 y teoría de la utilidad, 334-338

Fischhoff, B., 275, 277, 279, 320, 346

Fisher, R. A., 220-221 Franklin, B„ 315, 369 Freud, S., 15,190,230 fumar, 39, 149-150, 152,220-221,

239-240 funcionarios públicos, ver em-

pleados públicos

ganancias, ver análisis coste-benefi-cio, apuestas, teoría de la utilidad

Geller, U., 355-356,361 Genovese, K., 74-75 grafología, 196 Graham, B., 73 grupos, 79-95,364

endogrupo, 80-91 exogrupo, 59, 80, 87-92 grupos minoritarios, 79-95

percepción de los, 197-199 Ver también estereotipos

Ver también conformismo, mo-dificación del riesgo

hacerse ilusiones, 22-23, 151-152, Ver también autoestima

Haig, D„ 58,373 Hamilton, D., 198 Harris, A. T„ 58,373 Herald ofFree Enterprise, 292-293 heurística, 367

Ver también disponibilidad, re-presentatividad

hombres de negocios, 16, 105-109,160,330-331

Houdini, H„ 355,361 Huxley, T. H„ 13

ilusión de control, 283 impulsos, 20,143,153-155,363

Ver también instintos, motiva-ción

incoherencia, ver toma de decisio-nes

inferencia causal, 214-132 confusión del efecto con la cau-

sa, 219-220 y correlación ilusoria, 185, 221-

222 y disponibilidad, 218 y teoría de la atribución, 224-

231 e importancia de la teoría, 220-

221

oobc® y/. ¿ 000 383

influida por la similitud entre causa y efecto, 214-215

ingenieros, 287-299 iniciación, ver libertad de elección instinto, 20-21,150 intuición, 313-332,338-340 irracionalidad, passim

causas de la, 363-368 irracionalidad corporativa, ver

hombres de negocios

Janis, I. L„ 82-84, 116, 157-158, 160

Josephson, B., 361 jueces, 86 juego, 283 juicios, ver exceso de confianza,

predicciones justificación, ver exceso de justifi-

caciones

Kahneman, D , 247,282, 303 Kamman, R , 356,359 Kennedy, R , 83 Kimmel, H. E., 157-160,169,173,

372 Koesder, A., 359 Kosinski, J., 47

ley de los grandes números, 247-248, 370 Ver también tamaño de la

muestra ^ libertad de elección,

efectos déla, 112-116,135-139 y procedimientos de iniciación,

118-119 Ver también, disonancia cogni-

tiva, coste invertido líderes, 68-69, 83-85 Lodge, D., 134 Loftus, E., 267-268 lógica, 372 lotería, 34,256,359

mamografía, 202-209 Mann, L., 116,157,160 Marks, D., 356,359 McLaurin, I., 106 medicina, ver médicos médicos, 24-25, 139, 201-212,

214-215, 217-218, 220-222, 243-244, 263 , 281, 329-331, 341-342,348-351 Ver también psiquiatras

médium, 357 Meehl, 221 memoria, 34, 35, 147-148, 179,

190 miedo, 149 Milgram, S., 50-60,221 militares, 58, 157-60, 171-173,

372-373 moda, 68-69,151,357 modelos, 69-70 modificación del riesgo, 80-82 Montgomery, B. L„ 171-173,182,

372 moralidad, 21 motivación, 104,142-55

Ver también impulso, instinto muestra sesgada, 249-250 Mycin, 330

Newmarch, M., 105-106 Nisbett, R , 91, 93, 215, 284, 304,

369

obediencia, 50-60, 61 causas de la, 54-56,58-60 Ver también desobediencia

organizaciones, 97-111

pánico, 70-72 paranormal, 354-362 parapsicología, ver paranormal Pauling, L., 160 Paulos, J., 211,250 Pearl Harbor, 157-160

384 índice analítico

pensamiento de grupo, 82-85 pérdidas, ver análisis coste-benefi-

cio, apuestas, evitación del ries-go, teoría de la utilidad

periodistas, 189,359 personalidad, ver disposición,

pruebas proyectivas Personalidad de tipo A, 217-218 peso, 317,322-333 pilotos, 153,288,303 Popper, K., 163 precios

y conducta irracional, 121-123, 262,266-267

predicción, 303-311,313-22 predicción actuarial, 313-332 preguntas,

efectos del modo de emplear-las, 255-258,260-262,267-72

Ver asimismo efecto de ancla premios, 132-135 probabilidad,

condicionada, 201-203 incapacidad para estimar la,

201-212, 240-251, 272-273, 291

inversa, 201-212 teoría de la, 234-251 y elección, 254-259 y predicción, 313-332 Ver también, tasa de base, cer-

teza, apuestas, evitación de riesgos

probabilidad a priori, ver tasa de base

proyección, 228-229 pruebas,

malinterpretar las, 234-251 pruebas en contra, distorsión

de las, no tener en cuenta las, 157-169,171-183 Ver también creencias, sesgo de confirmación

pruebas negativas, 187-189

pruebas proyectivas, 190-195,311 psicoanalistas, 184-185, 215, 219-

220 Ver también Freud, S.

psicología, 371 psicólogos, ver psicoterapeutas psicoterapeutas, 190-195, 220,

280 psiquiatras, 191,325

química, 372

racionalidad, creencia en la, 14-16 definición de, 16-17 deseabilidad de la, 372-376 efectos de la, 17-18 y fines, 19-21

Radiografía, ver radiólogos radiólogos, 201-210,298 Randi J „ 355, 361 rasgos del carácter, ver disposi-

ción reactor nuclear, 272, 287, 289-

291,295-297 reafirmarse, 113-116 Reagan, N., 361 Reagan, R , 83 recompensa,

deterioro de la actuación causa-do por la, 143-148

devaluación de la actividad cau-sada por la, 127-135,144

redes neurales, 365-366 regresión a la media, 303-308,370 relaciones, inferencia de, ver co-

rrelación ilusoria rendir informes, definición, 26 representatividad, 234-239 riesgos, 36-38,287-299 Ross, L„ 91, 93,215,284,304 Russell, B., 369 Ryle, G„ 15 satisfaciente, 301

384 índice analítico

Schmitt, N., 328 sesgo de confirmación, 162-169,

178 sesgo interesado, ver autoestima sesión de espiritismo, 357 Sherif, H., 87-89 Simón, H., 301 Skinner, B. F., 144 Soal, S. G., 360-361 sobrecargo de información, 300-

303 sujetos, definición de, 25-26

tamaño de la muestra, 247-251, 370

tasa de base, 239-243 técnica del pie en la puerta, 117-8 telepatía, 359-361 teoría de la utilidad, 333-352 teoría de la utilidad multiatribu-

tos, 337-341 test de dibujar a una persona, 194-

311 test de Rorschach, 190-196,311 Thatcher, M., 83 títulos, 133 toma de decisiones,

efecto de anunciar la, 64-67 e incoherencia, 254-273 personales, 342-345,373-376 Ver también hombres de nego-

cios, médicos, ingenieros,

t

asesores financieros, liber-. tad de elección, entrevista, jueces, pilotos, militares, psicólogos, empleados pú-blicos

tradición, apego a la, 97,107-108, 368

transitividad, desconocimiento de la, 264-

265 Transporte de Londres, 100-101 Tversky, A., 247,282,303

uniformes, Universidad de Bennington, utilidad marginal, 334

valor, ver valor esperado, apues-tas, precios, teoría déla utilidad

valor esperado, 254-257,265 y teoría de la utilidad, 333-335 Ver también análisis coste-be-

neficio violencia, 67-68, 72-73 visión retrospectiva, 275-279 vergüenza, 64,77,364

Wagenaar, W., 43,293,294-295 Wason, P., 164-165 Weight Watchers, 65 Wells, H. G., 367 Which?, 189,250-252

índice

Prefacio 7 Agradecimientos 11 Capítulo 1. Introducción 13 Capítulo 2. La impresión equivocada 28 Capítulo 3. Obediencia 50 Capítulo 4. Conformismo 61 Capítulo 5. Endogrupo y exogrupo 79 Capítulo 6. Locura organÍ2ativa 97 Capítulo 7. Coherencia fuera de lugar 112 Capítulo 8. Uso incorrecto de recompensas y cas-

tigos Capítulo 9. Impulso y emoción 142

386

índice 387

Capítulo 10. Hacer caso omiso de las pruebas 157 Capítulo 11. Distorsionar las pruebas 171 Capítulo 12. Establecer relaciones erróneas 184 Capítulo 13. Relaciones erróneas en medicina 201 Capítulo 14. Contundir la causa 214 Capítulo 15. Malinterpretar las pruebas 234 Capítulo 16. Decisiones incoherentes y malas apues-

tas 254 Capítulo 17. Exceso de confianza 275 Capítulo 18. Riesgos : 287 Capítulo 19. Inferencias falsas 300 Capítulo 20. El fracaso de la intuición !... 313 Capítulo 21. Utilidad 333 Capítulo 22. Lo paranormal 354 Capítulo 23. Causas, curas y costes 363 Agradecimientos y bibliografía adicionales 377 índice analítico 379