prólogo

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Prólogo Alrededores de Colonia, 1430 U na pequeña figura observaba agazapada entre las ramas más bajas de un inmenso castaño. La espesura del bosque justifi- caba su posición. Pronto, la paciencia le concedió sus deseos y un conejo, pardo y peludo, apareció detrás del grueso tronco de un haya centenaria. Se incorporó apenas y frotó su nariz con las patas delanteras. Cuando estuvo más cerca, se abalanzó sobre él a toda velocidad. Un movimiento rápido de muñeca, un chasqui- do y la pieza pasó a colgar inerte de su cinturón. Inició el camino de regreso a casa con un alegre silbido. Su padre lo había echado esa misma mañana llamándolo vago y aprovechado, pero en solo unas horas volvería con un conejo para la cena y tendría que tragarse sus palabras. Despreocupado, continuó ascendiendo la senda umbría. Lo que vio cuando llegó a la cima lo dejó paralizado: un destacamento de cinco guardias lo observaba en silencio. Se que- dó clavado ante ellos unos instantes, mudo, y los soldados le devol- vieron la mirada. Cuando el pequeño empezó a correr volviendo sobre sus pasos montaña abajo, comenzaron a perseguirlo. Koller, el más rápido de los hombres, se deshizo del casco y la alabarda y enseguida llegó hasta él. El soldado lo levantó en volan- das y, mientras el chiquillo pataleaba en el aire, esperó hasta que los demás los alcanzaron. Luego atendió a las órdenes del jefe de 117_10 El taller ....indd 13 14/04/11 14:17

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Prólogo de "El taller de los libros prohibidos"

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Prólogo

Alrededores de Colonia, 1430

Una pequeña figura observaba agazapada entre las ramas más bajas de un inmenso castaño. La espesura del bosque justifi­

caba su posición. Pronto, la paciencia le concedió sus deseos y un conejo, pardo y peludo, apareció detrás del grueso tronco de un haya centenaria. Se incorporó apenas y frotó su nariz con las patas delanteras. Cuando estuvo más cerca, se abalanzó sobre él a toda velocidad. Un movimiento rápido de muñeca, un chasqui­do y la pieza pasó a colgar inerte de su cinturón.

Inició el camino de regreso a casa con un alegre silbido. Su padre lo había echado esa misma mañana llamándolo vago y aprovechado, pero en solo unas horas volvería con un conejo para la cena y tendría que tragarse sus palabras. Despreocupado, continuó ascendiendo la senda umbría. Lo que vio cuando llegó a la cima lo dejó paralizado: un destacamento de cinco guardias lo observaba en silencio. Se que­dó clavado ante ellos unos instantes, mudo, y los soldados le devol­vieron la mirada. Cuando el pequeño empezó a correr volviendo sobre sus pasos montaña abajo, comenzaron a perseguirlo.

Koller, el más rápido de los hombres, se deshizo del casco y la alabarda y enseguida llegó hasta él. El soldado lo levantó en volan­das y, mientras el chiquillo pataleaba en el aire, esperó hasta que los demás los alcanzaron. Luego atendió a las órdenes del jefe de

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la guardia, que mandó atarlo a un árbol. Casualmente, señaló el castaño tras el que se había escondido el niño un momento antes. Todavía estaban frescas las huellas del salto sobre la tierra húmeda.

–¿No sabes que estas tierras pertenecen al arzobispo? –bramó el oficial.

El muchacho no contestó. Las muñecas le ardían, sujetas por la soga. Y la cara le empezó a quemar por igual. El soldado le había golpeado con su guante de malla. Lo agitaba ante él, amenazador.

–Ah, ¿no hablas? ¿Se te ha comido la lengua el gato? Ahora lo comprobaremos. Prended una hoguera.

Los cuatro hombres se miraron sin comprender. Aquel furtivo apenas era un adolescente. Una sombra de vello lo confirmaba bajo su nariz, en el labio superior.

–¿No me habéis oído? Andando –los apuró el oficial.Instantes después, la hoguera llegaba sin dificultad hasta las

ramas del árbol. Las tiernas hojas del castaño empezaron a retor­cerse sobre sí mismas. El viento meció una de ellas, prendida, y la hizo caer sobre el brazo del niño, donde dejó su rastro de fuego. Una queja apagada salió de su boca.

–Hum... ¿Cuántos conejos has cazado hasta hoy? –preguntó de nuevo el oficial.

Pero él se mantenía en silencio, los labios apretados, el gesto desafiante.

–No eres mudo, eso está claro. Y aun así no dices nada.La mirada del niño se volvió esquiva. No quería hablar con

aquellos soldados: la pieza era suya porque la había conseguido con su esfuerzo. Y el bosque era de todos. Apretó más los labios para demostrar su firmeza.

Viendo en ese gesto un desafío, el oficial no se conformó. –Conque esas tenemos, ¿eh? Pues ahora sí que no hablarás.

–Y, blandiendo su daga, apretó con fuerza el cuello del niño–. Bawer, Koller, ayudadme.

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Los dos soldados se miraron, asustados. Eran jóvenes e inex­pertos y cumplían su primera misión extramuros.

–Que no se mueva –ordenó a uno–. Y tú, aguántale la boca. Como si fuese un caballo. Eso es. ¿No tienes nada que decir? –se dirigió al pequeño–. Es tu última oportunidad.

Cualquiera podía ver cómo el terror inundaba los ojos del muchacho.

Entonces, el oficial introdujo la punta del cuchillo en aquella boca que se empeñaba en permanecer cerrada. Al tiempo que procuraba no herir a Koller, que tiraba con fuerza para abrir la mandíbula, intentó cortar la lengua, poniéndose de puntillas y basculando su propio peso sobre la rodilla en el estómago del pequeño, como un barbero sacando una muela. Pero no podía. Casi sin resuello, el muchacho no dejaba de moverse, y escapaba por instantes de la presa de los dos soldados. La sangre empezó a manar abundantemente. Sus aullidos llenaron el bosque.

–Mierda, aguantadlo. ¡Más fuerte! –gritó el oficial.–Lo intentamos, señor –dijo Bawer–, pero el pequeño cabrón

no se está quieto.–Pues peor para él. Alzó la daga y la dejó caer sobre el rostro asustado. Pasó

rozando la mano de Koller, que se apartó justo a tiempo. Una mirada de sorpresa acudió a los ojos del soldado. Se agravó con el terrible grito del chico, inhumano. Ya no tenía capacidad para emitir palabras, solo sonidos ahogados por el gorgoteo de la san­gre que le entraba en la garganta y que, si no lo remediaban, pronto inundaría los pulmones. El tajo, horrible, había cercenado los labios del niño y había herido lengua y encías. Algún diente caído rezumaba de blanco entre la hierba y el lodo. Prendido todavía a un cuajarón escarlata, palpitaba en el suelo como una serpiente descabezada. Los soldados no podían apartar la vista del espectáculo sanguinario que se les presentaba. No querían mirar y, sin embargo, no podían dejar de hacerlo, silenciosos.

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–Pasadme ese madero.Los soldados no respondieron, ausentes, atemorizados.

Ninguno de ellos se movió.El oficial, entre maldiciones, cogió un leño de la hoguera y lo

acercó al rostro del muchacho que, atado aún, permanecía incons­ciente con la cabeza caída. La levantó agarrando el pelo y acercó la antorcha hasta apretarla contra la herida. La sangre dejó de manar al instante, pero el olor a carne quemada se grabó en la conciencia de los presentes como el restallido de un látigo.

En su casa de Colonia, un hombre dormitaba a altas horas de la madrugada recostado sobre una recia mesa de madera. Lo desper­tó su propia tos. Todavía tenía la cánula en una de sus manos, goteando tinta sobre el papel. Al abrir los ojos, el fuego casi le lamía la cara.

Las llamas cubrían ya la mesa y algún tapiz de las paredes y estaban a punto de acceder a las vigas. Desorientado, quiso levan­tarse y correr en busca de su mujer y su hija, pero algo lo atena­zaba, como si no estuviera del todo despierto o el crepitar de las llamas lo hubiera hipnotizado. Cuando se zafó de esa sensación, se levantó; el humo, denso y pesado, se apretó como una mano contra su garganta. Se agachó y consiguió alcanzar el aguamanil. Con la jofaina lanzó la poca agua que quedaba. El fuego apenas notó el efecto y respondió con rabia a los intentos de apagarlo; el líquido parecía el combustible que lo alimentaba. Cogió un trapo mojado y se tapó nariz y boca. Finalmente, logró alcanzar el pri­mero de los peldaños.

En el piso de arriba, el fuego no se había adueñado del espacio, pero el humo era más consistente aún. En medio de la semioscu­ridad, con el relumbre del fuego ascendiendo por el hueco de las escaleras, apenas se podía ver las manos. Casi a tientas, se abrió paso hasta la cama de su hija. Estaba vacía. Con el corazón en la

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garganta, se dirigió al dormitorio principal. En el camastro, su mujer dormía ausente de todo, mientras su hija, dominada por una tos agresiva, intentaba despertarla a sacudidas y gritos.

–¡Mamá no se despierta! –vociferaba asustada. La madera crujía por todas partes. Si nadie ponía remedio, su

casa pronto se convertiría en un montón de cenizas.El hombre zarandeó a su esposa con ambas manos. Al prin­

cipio con delicadeza, luego más violentamente. Le movía el rostro a un lado y a otro, alzándole el torso y tratando de ponerla en pie, pero ella no reaccionaba. Un nudo en el estómago le provocó náuseas.

–Mami, por favor... –rogaba la niña, cogida a la mano de su madre.

El esposo acercó el oído a la boca de ella. Un débil aliento parecía emerger de su interior, concediendo un atisbo de esperan­za. Intentó tranquilizar a su hija.

–Solo está dormida.Un crujido hizo temblar el suelo a sus pies. Una viga había

cedido y las llamas ascendían con fuerza hacia el segundo piso. Miró a su niña, pálida, asustada. Tosía ahogada por el humo que lo cubría todo. Después miró a su esposa; parecía dormir tranqui­la y apaciguada en la cama, por debajo del humo denso que se enganchaba al techo e iba descendiendo. Pensó que todavía que­daba algo de tiempo. Echó un vistazo a su alrededor: el suelo podía resistir un poco más. Entre los listones de madera se distinguía el resplandor abajo, pero no parecía inmediato su hundimiento. No había tiempo que perder. Alzó a su mujer y la colocó sobre el hombro. Luego agarró a la niña de la mano y se plantó ante las escaleras. Allí, el espectáculo que se le presentó le obligó a pensar. El fuego ascendía peldaño a peldaño, lento pero constante.

–Me haces daño, papá.Solo sus ojos asomaban por encima del pañuelo. Notó enton­

ces la presión que ejercía con su mano.

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–Lo siento, hija. Volvamos un momento.Dejó de nuevo a su mujer sobre el lecho y se agachó hasta

ponerse a la altura de la pequeña. Tenía los ojos enrojecidos por el cansancio y por el humo.

–Debemos dejar a mamá aquí. No puedo llevaros a las dos. Las escaleras no aguantarán.

–Pero el fuego llegará hasta mamá y no la dejará salir.–No, cariño. Volveré enseguida y la rescataré. No te preo­

cupes.No esperó a que respondiera. Alzó a la pequeña para colocar­

la sobre su hombro, como antes lo había hecho con su mujer. Pero esta no se desprendía de la mano de su madre. Necesitó un tirón para separarlas. La niña rompió a llorar con más fuerza.

Las llamas invadían ya las escaleras. Una lengua de fuego avanzaba como un ser vivo, a empellones constantes. Se dio impul­so y, sin pensarlo, saltó gran parte de los escalones. Cayó sobre el suelo de piedra. Un dolor muy fuerte en la planta de los pies le hizo recular. No soltó a su hija. La casa se había convertido en un infierno. El humo y las llamas no le dejaban ver ningún espacio libre por el que escapar. Frente a él, el arcón de madera con man­tas estaba intacto. Dejó en el suelo a su hija que, desfallecida y medio asfixiada, pronunciaba palabras inconexas. Al abrir el mue­ble, sintió cómo el fuego se pegaba a la palma de sus manos; el hierro de las juntas del arcón recibía el calor del incendio y lo encerraba como un tesoro. Incapaz de actuar, notó que sus piernas se doblaban. Estaba a punto de rendirse cuando el llanto apagado de su hija le hizo volver en sí.

Una vez más, colocó a su hija sobre él con un abrazo, se echó una de las mantas por encima con cuidado de que los tapara bien a los dos, se aferró fuerte a la frazada y corrió; corrió hasta la entrada ignorando las llamas que los envolvían. Arremetió contra la puerta que cedió fácilmente, ya medio derruida. Al cruzarla, salió trastabillando y cayó a los pies de todos los vecinos, que se

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intentaban organizar para apagar el incendio. Muchos llevaban ya sus cubos de madera.

Desorientado, con la visión de toda aquella gente agolpándo­se a su alrededor y las antorchas que se acercaban y se alejaban en la noche húmeda, se abrazó a la pequeña con fuerza. Su hija empezó a temblar una vez se vio a salvo, pero aún le dio tiempo a soltar un lamento:

–Mamá... El padre se puso de pie como movido por un resorte. Se volvió

a colocar la manta y atravesó las llamas que habían sustituido a la puerta de madera. Cegado por la imperiosa necesidad de salvar a su esposa, no veía el peligro terrible en el que se adentraba. Atrás quedaban las visiones alucinadas de los vecinos y los llantos de las mujeres, que se afanaban en atender a su hija.

Cuando alcanzó el interior, solo sentía el fuego. El aire caliente casi irrespirable lo llenaba todo. Debía encontrar la manera de llegar a donde estaba su esposa y rescatarla. El terror se apoderó de él: las escaleras habían desaparecido por completo. Un hueco negro se abría en el techo, y el humo ascendía absorbido como por una chimenea. Volvió la vista al fuego y le pareció ver que las llamas estaban forma­das por semblantes luminosos que lo miraban y se dirigían a él, le increpaban y querían atraparlo, rostros que lo engullían todo, des­membrando lo que había sido su hogar durante tantos años.

Arrastró el arcón de las mantas y lo colocó bajo el agujero. Se subió a él e intentó alcanzar el suelo del segundo piso. Dio un salto y la madera que apresó con sus manos cedió. Rodó hasta una llamarada junto a la mesa. Caído en el suelo, un estruendo le hizo alzar la mirada. El techo había empezado a resquebrajarse. Una viga de madera le cayó encima, aunque logró esquivarla. Y, al hacerlo, se colocó justo en el sitio donde cayó la siguiente. El golpe no fue tan fuerte como era de esperar, pero una quemazón le atravesó la espalda y le hizo gritar, desgarrado. Se sobrepuso y volvió a subirse al arcón. Cuando se irguió totalmente para darse

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impulso, la piel de la espalda se tensó como la de un tambor y otra vez cayó plegado a los pies del baúl. Se acuclilló para incorporar­se de nuevo. Sin embargo, una mano lo agarró de lo que quedaba de sus ropas y empezó a tirar de él. No comprendía nada. Solo sabía que su esposa estaba arriba y que aún no la había salvado. Intentó luchar con las pocas fuerzas que le restaban.

–¡Sal de aquí, loco! ¡Ya no puedes hacer nada!Sus miembros no le respondían. Nuevas manos ayudaron a

las anteriores en ese cometido. Veía que cada vez estaba más cer­ca de la salida y no podía hacer nada para evitarlo. Un nuevo estruendo le obligó a alzar los ojos. El piso de arriba estaba cayen­do a pedazos. Volvió a defenderse con patadas, con manotazos al aire, con mordiscos. Uno de los vecinos le propinó un fuerte puñe­tazo en la mandíbula. Todo en su mente se fue disipando y, casi inconsciente, derrotado, se dejó llevar.

Los dos vecinos lo tendieron en el suelo, donde su hija había yacido un momento antes. A los pocos segundos, con el reflejo de las llamas llenando sus pupilas, pudo ver cómo el tejado de la casa se hundía por completo.

Permaneció inmóvil observando el fuego, abriendo y cerrando los ojos enrojecidos, como si todavía esperara despertar de aque­lla terrible pesadilla. Los crujidos del derrumbe se hacían insopor­tables, ya apenas quedaba nada de lo que fue su hogar. Lo había perdido absolutamente todo. Sintió una presencia cerca. Una de las vecinas se había aproximado con su hija en brazos. Sin decir nada, la depositó en su regazo.

Solo entonces reaccionó. Miró a su hija. No podía caer, no podía hundirse en la tristeza inconmensurable que le nacía de muy dentro. La abrazó fuerte, protector. La pequeña no lloraba; su mirada parecía haberse quedado estancada en algún lugar del recuerdo. Apretó su rostro ennegrecido contra su pecho y, enton­ces sí, las primeras lágrimas negras surcaron lentamente su suave cara arrastrando el hollín.

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Algo comenzó a rasgarle la espalda. Un dolor punzante pare­cía estar arrancándole la piel. Se llevó una mano a ella para ver de qué se trataba. Era el rastro que el fuego había dejado en él. Sintió cómo la quemadura se expandía por su cuerpo, abrasándo­le entero. Rendido por el dolor, las lágrimas empezaron a hume­decer también su rostro, uniéndose a las de su hija.

Tuvo la inconfundible certeza de que a partir de ese momento solo se tenían el uno al otro.

Durante semanas el pequeño mutilado erró por los bosques cer­canos al río, evitando aproximarse a lugares habitados. Sobrevivió a base de insectos y raíces. La sola vista de un grupo de personas, o sus voces resonando cerca, le producían pánico. Pero finalmen­te tuvo que claudicar.

Desgreñado, indefenso, débil y deforme, alejado de la familia por voluntad propia, el chico avistó desde un promontorio las murallas de Colonia, la mayor ciudad de los alrededores. Se enca­minó hacia allí resignado, acostumbrado al silencio que lo acom­pañaría el resto de su vida. Esperaba esconder entre las miles de almas que la habitaban su recién adquirido aspecto. Al menos, entre el ejército de tullidos que poblaban sus calles, nadie repara­ría en su horrible cicatriz. Solo contaba trece años, pero hacía ya dos meses que la infancia lo había abandonado, amarrada junto a él en aquel castaño.

El primer día de su estancia en la ciudad acertó a dar con la cola que salía de la iglesia de San Miguel. Le dijeron que allí repar­tían sopa caliente a todo aquel que estuviera dispuesto a aceptar­la. El sustento, aunque escaso, era suficiente y así fue tirando.

De repente, una tarde como otra cualquiera, una mano fuerte e inesperada se posó en su hombro sobresaltándolo. El individuo que halló tras él al volverse no era mucho más alto, iba ataviado con una larga capa y una capucha de color negro, y le sostenía la

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mirada desde la profundidad de sus ropajes. Tenía la piel de la mano pálida, casi transparente, surcada por venas violáceas. Ante aquella aparición, retornaron los fantasmas del bosque que lo habían desfigurado marginándolo de por vida. Esta vez, sin embar­go, decidió que vendería cara su piel. Echó a correr con todas sus fuerzas. El raído manto que le cubría quedó atrapado en la mano del extraño.

Corría sin mirar atrás. Notaba en la nuca el peligro, persi­guiéndolo por entre las calles estrechas. Pronto, los pasos se mul­tiplicaron. No era el eco, ni siquiera los suyos propios puesto que iba descalzo. Cuando torció por una calle, se encontró con un alto muro cegando su salida. Llegó al final de ella y se apretó contra la pared, como si así pudiera hacerla caer. Estaba atrapado. Los pasos ya no resonaban fuertes. Ahora eran lentos y pausados. Cinco figuras iguales a la anterior aparecieron por el extremo opuesto del callejón. Con las caras envueltas en sombra, se acer­caban sin prisa. El chico temblaba en busca de un hueco por el que huir.

Cuando estuvieron próximos se abalanzaron sobre él sin pre­guntar siquiera. Cogieron sus brazos y tiraron de ellos con fuerza, inmovilizándolo en el suelo. En los ojos del joven se condensó el terror de los últimos tiempos, de las noches envueltas en dolor y frío, de los golpes de su padre cuando era más niño, del olor de su propia carne quemada, de sus pies pegajosos por la sangre seca y el lodo y el duro despertar del invierno envuelto en tiritonas. Empezó a aullar como un animal que se sabe doblegado y a pun­to de morir.

Una sexta sombra se acercó y se bajó la capucha mientras todos los demás seguían enfundados en sus atuendos. El rostro de esa nueva figura no era pálido. Las facciones se dibujaban suaves y los ojos azules tenían una limpieza inusual. Los gritos del niño se fueron apagando y su lugar lo ocupó un susurro delicado, diri­gido solo a él. Se acordó de su madre, allá en la aldea, sometida a

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la brutalidad del padre, y unas palabras cálidas acompañaron el recuerdo:

–Llevamos tiempo observándote. No debes preocuparte. Hay muchos otros como tú. Pronto los conocerás.

El niño se mantenía receloso a pesar de que había dejado de sacudir brazos y piernas. Respiraba con agitación.

–Sé lo injusto que ha sido el mundo contigo y debes saber que a partir de ahora estarás a salvo. Nadie volverá a herirte jamás y dejarás de estar solo. Confía en mí.

Las promesas de aquel hombre entraban por sus oídos como la apacible brisa primaveral, expandiéndose por los nervios que se prolongaban hasta la punta de los dedos. Hacía mucho desde la última vez que alguien fue amable con él, o al menos eso era lo que le parecía.

–Aleja las preocupaciones, pequeño. De ahora en adelante, Nikolas Fischer te protege.

Aquel individuo selló su promesa con un abrazo. Entonces los oscuros personajes se apartaron, dejándolo libre. El pequeño, envuelto en lágrimas y todavía algo tembloroso, devolvió el abra­zo y decidió confiar en ese hombre. Se fue sosegando poco a poco. Se aferró al desconocido como el náufrago a un escollo. Una nue­va familia lo acababa de adoptar y, aunque solo fuera por eso, en su desgracia le estaría por siempre agradecido.

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