pedro antonio de alarcon el carbonero - alcalde

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PEDRO ANTONIO DE ALARCON El carbonero - alcalde UNA NOVELA HISTÓRICA COMPLETA 50 CÉNTIMOS

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Page 1: PEDRO ANTONIO DE ALARCON El carbonero - alcalde

PEDRO ANTONIO DE A L A R C O N

El carbonero - a lca lde U N A N O V E L A H I S T Ó R I C A C O M P L E T A

5 0 C É N T I M O S

Page 2: PEDRO ANTONIO DE ALARCON El carbonero - alcalde

NOVELAS Y CUENTOS E D I T A D A P O R

x&doJfo-L A R R A , 6. - A p d o . 4.003. - MADRID

Direc. teléf. y teleg. J O S U R - M A D R I D - Teléf. 30906

N ú m e r o s u e l t o , 5 0 c é n t i m o s

Pedro A n t o n i o de A l a r c ó n Nació en la ciudad de Guadix, de la pro­

vincia de Granada, el 10 de marzo de 1833,

y era descendiente de una ant igua y noble

familia que perdió casi toda su fortuna du­

rante la guerra de la Independencia.

Hizo sus estudios en Guadix y Granada,

donde se graduó de bachiller a los catorce

años y comenzó la carrera de Leyes. Por

entonces publicó una revista t itulada "El

Eco de Occidente", que escribía en colabo­

ración con su paisano y amigo el novelista

Torcuato Tarrago . A los veinte años aban­

donó la c a s a paterna y marchó a Cádiz, y

un mes m á s tarde se tras ladó a Madrid,

donde presentó al editor de "El diablo mun­

do" dos mil versos, que no fueron acepta­

dos.

Dirigió un periódico satírico l lamado "El

Látigo", que le llevó a un duelo con el escri­

tor García de Quevedo, de cuyo lance salió

con vida grac ias a la caballerosidad de Gar­

cía de Quevedo, que disparó su pistola al

aire. A partir de entonces se apaciguaron

sus sentimientos exaltados, y se trasladó a

Segovia p a r a dedicarse exclusivamente a la

literatura. Colaboró en numerosos periódi­

cos y revistas, donde eran muy apreciados

sus cuentos y sus crónicas, de brillante es­

tilo. Cuando estalló la guerra de África,

Alarcón sentó plaza de simple soldado para

relatar la campaña. Su famoso libro "Dia­

rio de un testigo de la guerra de África" lo

escribió durante las noches, en una serie ds

car tas que coleccionó después.

Nuevamente volvió a la política, y alter­

nó la representación parlamentaria con los

trabajos literarios. Representó a E s p a ñ a

como ministro plenipotenciario en Suecia y

Noruega, y en 1875 se le nombró consejero

de Estado .

Alarcón ocupa un lugar preeminente en­

tre los escritores españoles del siglo xix.

Entre sus obras pueden citarse, además

de las mencionadas y a : "El sombrero de

tres picos", " L a Alpujarra", "El escánda­

lo", " L a pródiga", "El final de Norma", "El

suspiro del moro", "Amores y amoríos",

"Cosas que fueron", "El capitán Veneno" y

"El niño de la bola".

N O T A S

L I T E R A R I A S L a condesa de Noailles publicó en la "Re­

vis ta de Par í s" un largo e interesante re­lato con el título "El libro de má vida. Adolescencia".

L a historia comienza con la marcha a Montecarlo. L a s primeras líneas dan el tono de aquellos recuerdos, llenos de vida y de sensibilidad.

"Iba a cumplir quince años cuando el desorden y la libertad penetraron en mi vida a la sa l ida de la pleuresía grave que acababa de afectar la salud de mi herma­na. Un médico concienzudo afirmaba que el invierno de París , que nos era habitual, dañaría a mi hermana; tal otro, amigo leal, proclamaba que únicamente el clima templado del Mediodía podía remediar aquel estado de consunción."

Y este otro comentario sobre la "Conde­nación de Fausto", la obra m a e s t r a de Ber-lioz, "que hace entender el hielo de la vejez humana, dispuesta a vender su a l m a p a r a volver a encontrar el verdor de los años li­geros y triunfantes".

* * »

*En Newshead Abbey, residencia familiar del poeta, ha sido inaugurado por Venize-los el Museo Byron.

Newshead fué una de las tres abadías fundadas por Enrique I I en expiación del asesinato de Tomás Beckett.

E s t a abadía fué adquirida por Byron cuando la disolución de las comunidades religiosas bajo Enrique VIII .

* * *

E n 1890, Stevenson y su familia se ins­talaron en una propiedad que habían ad­quirido recientemente en la montaña, detrás de Apia, y que el novelista bautizó con el nombre de Vai l ima: "Cinco arroyos".

Por aquella época escribía a sus parien­tes y a sus amigos, especialmente a su tía, miss J a n e Whyte Balfour, de la que habla en "Child's Garden of Verses", p a r a darles detalles sobre su existencia de colono.

E s t a s cartas , acompañadas de dibujos que habían sido cuidadosamente conserva­dos, fueron vendidas en Londres en públi­ca subasta .

* * «

Cierto crítico francés, conocidísimo por su virulencia en la censura, experimenta un placer indecible atacando las obras de lo3 escritores a quienes conoce personalmente. Se propone con ello reaccionar contra la excesiva blandura de la crítica contempo­ránea. Quisiera, sin embargo, que sus víc­t imas no le guardasen el m á s pequeño ren­cor.

Días antes de publicar un artículo que había de debilitar la reputación de uno de sus "amigos", le escribió p a r a advertirle de la noble finalidad que perseguía al a t a ­carle y p a r a esperar de él "que no por ello

se habría de interrumpir la cordialidad de sus relaciones". Horas después recibía la si­guiente respuesta:

"Muy querido amigo: L a primera vez que le encuentre, es propósito mío tirarle al sue­lo de una bofetada. Confío plenamente en que esto no comprometerá lo más mínimo nuestra antigua y sincera amistad..."

* * »

Papiros valiosísimos han sido descubier­tos en la Biblioteca Nacional de Viena. Da­tan del siglo II de nuestra era, y desde el punto de vista religioso y erudito, poaeen una importancia extraordinaria, ya que los más antiguos manuscritos conocidos proce­den del siglo IV. El hallazgo comprende 190 hojas referentes a l Antiguo y el Nuevo Tes­tamento. Otro manuscrito contiene textos desconocidos de Teócrito. L a mayor parte de este tesoro erudito ha sido adquirido por el célebre coleccionista inglés S. Chester ' Beatty.

* « «

No hay una técnica propiamente dicha de la novela. Existe una técnica propia a cada novela, no transmisible. El novelista debe constantemente inventar su técnica, lo que quiere decir que la obra que acaba de escribir le enseña generalmente pocas cosas sobre la manera como ha de ejecutar las siguientes. El novelista es un poseso. Cuá­les son los medios de hacer visibles los ob­jetos de su obsesión es una cosa a la que no puede responder nunca más que en fun­ción de esta obsesión y de su naturaleza. Si hubiera una técnica de la novela, el arte de escribir novelas sería una cosa que po­dría enseñarse.

* * *

Una señora americana residente en Ber­lín invita a cenar a un grupo de escritores internacionales.

Por casualidad, el único puntual es el se­ñor B., escritor español.

— E s extraño—dijo la señora de la casa durante la comida—que, de todos loa invi­tados, haya sido puntual nuestro amigo es­pañol, del que menos se podía esperar.

—Señora—contestó el español a la seño­ra americana—, aunque solemos ser im­puntuales algunas veces, llegamos a tiem­po p a r a descubrir América.

* * *

E l célebre matemático Hilbert era su­mamente distraído. Una noche en que el matrimonio tenía invitados a cenar, se ha­llaban presentes todos a la hora indicada. Todos menos Hilbert, que llegó una hora m á s tarde por haber olvidado el convite.

Inmediatamente se dirigió a su cuarto p a r a cambiarse el cuello y la corbata. Transcurrieron diez minutos, veinte, media hora... H a s t a que subió la esposa a bus­carle y lo encontró en la cama, durmiendo.

El distraído matemático había comenza­do a desnudarse y siguiendo la costumbre diaria lo hizo por completo y se metió en la cama tranquilamente.

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Illillillllllllllllllllllllllllllllllllllllllllll lili lllüll

EL C A R B O N E R O - A L C A L D E Por PEDRO A N T O N I O DE ALARCON / ^ ^ \

I

Otro d a narraré los trágicos sucesos que precedieron a la entrada de los fran­ceses en la morisca ciudad de Guadix, para que se vea de qué modo sus irri­tados habitantes arrastraron y dieron muerte al corregidor don Francisco Tru-jillo, acusado de no haberse atrevido a salir a hacer frente al ejército napoleó­nico con I03 trescientos paisanos árma­l o s de escopetas , sables, navajas y non-las de que habría podido disponer para lío...

Hoy, sin otro fin que indicar el estado en que se hallaban las cosas cuando ocu­rrió el sublime episodio que voy a refe­rir, diré que ya era capitán general de Granada el excelentísimo señor conde don Horacio Sebastiani, como le llama­ban los afrancesados , y gobernador de) corregimiento de Guadix el general Go-dinot, sucesor del coronel de Dragones de Caballería número 20, monsieur Cor-vineau, a quien había cabido la gloria de ocupar la ciudad el 16 de febrero de 1810.

Dos meses habían pasado desde esta aborrecida fecha, y las tropas de Napo­león seguían dominando en Guadix por tal arte, que aquella tierra clásica de re­voltosos y guerril leros era ya una balsa de aceite. Apenas se veía a lgún que otro buen patriota ahorcado en los miradores de las Casas Consistoriales , y ya iban siendo menos sorprendentes ciertas mis­teriosas bajas del ejército invasor, oca­sionadas, según todo el mundo sabe, por la manía en que dieron los guadijeños, como otros muchos españoles , de arro­jar al pozo a sus a lojados: comenzaba ia plebe a chapurrear el francés, y hasta los niños sabían ya decir didon para llamar a los conquistadores, lo cual era claro indicio de que la asimilación de es­pañoles y franceses adelantaba mucho.

haciendo esperar a los transpirenaicos una pronta identificación de ambos pue­blos ; ya bailaban nuestras abuelas.. . (es decir, las abuelas de los nietos de los afrancesados; que no las mías , a Dios, grac ias ) , ya bailaban, digo, con los ofi­ciales vencedores en Marengo, Auster-litz y Wagram, y aun había ejemplo de que alguna beldad despreocupada, con peina de teja y vest ido de medio paso, que era la suma elegancia en aquel en­tonces, hubiese mirado con buenos ojos a este o aquel granadero, dr^,_ n o hú­sar nacido en lejanas t ierras; ya exten­dían los curiales toda clase de documen­tos públicos en papel que había sido del reinado de don Fernando VII, y al cual se acababa de poner la s iguiente nota: Valga para el reinado del rey nuestro señor don José Napoleón I; ya se digna­ban oír misa, los domingos y fiestas da guardar, aquellos hijos de Voltaire y de Rousseau, bien que los generales y je fes superiores la oyesen, como ateos de más alta dignidad, arrellanados en los sillo­nes del presbiterio y fumando en des­comunales pipas.. . (h i s tór ico ) ; ya los frai les de San Agust ín , San Diego, San­to Domingo y San Francisco habían con­sumido todas las host ias consagradas y evacuado por fuerza sus conventos , para que s irviesen de cuarteles a los ga los ; ya, en fin, era todo paz varsoviana, ofi­cial a legría y entus iasmo bajo pena de muerte en la ant igua corte de aquellos otros enemigos de Cristo que reinaron en Guadix por la gracia de Alá y de su Profeta Mahoma.

II

Pues he aquí que, en tales circunstan­cias, tuvo que cerrar sus puertas el ma­tadero de Guadix por fal ta de reses que matar. Vacas , bueyes , terneras, carne­

ros, ovejas , cabras... ¡ todos los ganados del territorio habían sido ya devorados por aquellas naciones, con m á s todos los jamones , espaldil las, pavos, pollos, galli­nas, palomas y conejos caseros de la ciudad, pues nunca se había v is to a seres humanos comer tanta carnaza a todas horas! . . .

Las gentes del país , sobrias s iempre a fuer de semiafricanas , seguían alimen-. tándose con vegeta les crudos, cocidos o fritos. . . ; ¡pero el Conquistador necesi ta­ba carne, y carne fresca, y mucha, y pronto!. . .

E n tal conflicto, recordó el general francés que el partido de Guadix se com­ponía de varios pueblos, y que la mayor parte de ellos se hallaban aún por con­quistar.

— ¡ E s necesario—dijo entonces a sus tropas—que las águi las del Imperio se ext iendan por todas par tes ! Desparra­maos por cuantas vil las, lugares y cor­t ijos comprende el territorio de mi man­do; l levadles la buena nueva del adveni­miento de don José I al trono de San Fernando; tomad poses ión de ellos en su nombre, y traedme a la vuel ta cuanto ga­nado encontréis en sus corrales y redi­les. ¡Viva el emperador!

Y, en virtud de esta orden del día, sa­lieron diez o doce columnas, cada una de ciento a doscientos hombres, con direc­ción al marquesado de Zenet, a Gor, a los montes y a los pueblos s i tuados en la falda septentrional de Sierra Nevada .

Entre es tos ú l t i m o s — y henos ya den­tro del episodio que nos propusimos re­ferir al coger hoy la p luma—, entre los pueblos que, indiferentes a los adelantos de la civil ización, vege tan al pie del co« losal y siempre nevado Mulhacen, es y era renombrada en veinte leguas a la redonda, por el carácter indómito de sus moradores, por su arábigo aspecto, por el estado casi salvaje de las costumbres

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108 — 4 P E D R O ANTONIO D E A 1 A R C O N

y por otras particularidades que ya Irán surgiendo de nuestra relación, la anti­quís ima vil la de Lapeza, célebre en la guerra de los Moriscos, y cuyo arruina­do cast i l lejo recuerda aún el nombre de su esforzado gobernador Bernardino de Vil lalta, digno adversario de los secua­ces de Aben-Humeya .

E r a e l día 15 de abril del mencionado año de 1810.

. L a vi l la de Lapeza ofrecía un espec­táculo tan risible como admirable, tan grotesco como imponente , t an ridículo como aterrador. Hal lábanse cortadas, to­das sus avenidas por una mural la de troncos de encina y de otros árboles gi­gantescos , que la población en masa ba­jaba del monte vecino, y con los que for­maban pilas no m u y fáci les de superar. Como la mayor parte de aquel vecinda­rio se compone de carboneros, y el resto de leñadores y pastores , la operación in­dicada se l levaba a cabo con inte l igencia y celeridad verdaderamente asombrosas .

Aque l recio muro de madera formaba u n a especie de torre por el lado fronte­ro al camino de Guadix, y enc ima de es­ta torre habían colocado los lapezeños ( ¡asómbrense u s t e d e s ! ) cierto formida­ble cañón fabricado por el los mismos , y de que ha quedado imperecedera memo­ria; el cual cons is t ía en un colosal tron­co de encina ahuecado al fuego, ceñido con recias cuerdas y redoblados alam­bres, y cargado hasta la boca con no sé cuántas l ibras de pólvora y una infini­dad de balas , piedras, pedazos de hierro viejo y otros proyect i les por el esti lo. . .

Contábase además con todas las ar­m a s blancas y negras del pueblo y del monte , resultando disponibles unas doce escopetas , m á s de ve inte boeachas y tra­bucos, un cuchillo, puñal o navaja por persona, t res o cuatro docenas de ha­chas de hacer leña, a lgunos pistolon^s de chispas , inmensos montones de pie­dras de respetable calibre, todas las hon­das necesarias para hacer las vo lar y una verdadera se lva de garrotes y porras de variado gus to .

E n cuanto a la guarnición, todos los coetáneos del hecho e s t á n de acuerdo en que constaría de unos dosc ientos hom­bres, a quienes sólo se podía l lamar asi por exceso de filantropía, pues m á s que hombres parecían o r a n g u t a n e s ; entre los cuales figuraba e n primera fila, merece especial menc ión y dará exac ta idea de los demás, el general de aquel ejército, el gobernador de aquella plaza, el alcal­de de Lapeza, Manuel Atienza, en fin, ¡que santa gloria h a y a !

E r a la primera autoridad de la villa un mortal de cuarenta y cinco a cincuen­ta años , alto como un ciprés, huesoso o nudoso (que és ta e s la verdadera pala­bra) como un fresno y fuerte como una encina; aunque, a dec ir verdad, s u largo ejercicio de carbonero habíale requema­do y ennegrecido de ta l modo, que, de parecer una encina, parecía una encina hecha carbón. Sus uñas eran pederna­l e s ; sus dientes , de caoba; sus manos , de bronce pavonado por el so l ; su cabello, por lo revuelto y empajado, cáñamo s in agramar, y por la calidad y el color, el cerro de un jabal í ; su pecho, que la abierta camisa dejaba ver de hombro a hombro y del cuello has ta el e s t ó m a g o inclusive, parecía cubierto de una piel de caballo que s e hubiese arrugado y

endurecido a fuerza de estar sobre as­cuas, y, e fect ivamente , el • cerdoso vello que poblaba su sal iente es ternón hallá­base chamuscado, así como sus pobladas cejas. . . Y consis t ía esto en que el señor alcalde era carbonero (o sea ranchero de la sierra, s egún que ellos se l laman) , y había pasado toda su vida en medio de un incendio, como las án imas del Pur­gatorio .

Con respecto a los o jos de Manuel At ienza, no podía negarse que veían. pero nadie hubiera asegurado nunca que miraban. La advertida ignorancia de su merced, junta a la malic ia del mono y a la prevención del hombre entrado en años, aconsejábale no fijar nunca la vis­ta en sus interlocutores , a fin de que no descubriesen las marras de su intel igen­cia o de su saber, y si la fijaba, era de un modo tan vago , tan receloso, tan so­lapado, que parecía que aquellas pupilas miraban hacia dentro, o que aquel hom­bre tenía otros dos ojos detrás de las orejas , como las lagart i jas . Su boca, en fin, era la de un alano v i e jo ; su frente desaparecía debajo de las avanzadas del pe lo; su cara relucía como el cordobán curtido, y s u voz, ronca como un trabu­cazo, tenía ciertas notas ásperas y brus­cas como el golpe del hacha sobre la leña.

D e su traje no h a y que decir, por ser cosa de cajón entre la gente rica de aquellos pueblos, que consist ía en unas abarcas de piel de toro, tomiza y pare-11a; medias de lana; calzón corto, de paño burdo m u y oscuro; chaqueta de lo m i s m o ; chaleco celeste, de raso, ramea­do de amari l lo; canana de cuero en vez de faja , y un enorme sombrero, bajo cu­y a ala, r ibeteada de felpa, ses teaba muy cómodamente toda su autoridad.. . Y, a propósito de autoridad, añadiré para concluir, que la vara de alcalde le lle­gaba al hombro, y que sus dos borlas negras , del tamaño de dos naranjas , de­nunciaban a tiro de bala a todo un hom­bre de orden, que diríamos ahora.

Tal era el alcalde de Lapeza, y a su tenor todos sus subordinados. Si creéis exagerada la descripción, tened presente que la raza de los lapezeños no ha de­generado ni se ha modificado con los años transcurridos. ¡Id allá, y os asom­braréis, como yo, de que e n España , y a mediados del s iglo x ix , ex i s tan todas las maravi l las del Áfr ica meridional !

m

P e r o las obras de fortificación se ha­llan terminadas y el armamento distri­buido convenientemente .

At ienza ha mandado a Jacinto que v a y a a su casa por un antiquís imo tam-tor, que s irve para las procesiones, para los toros y para pregonar los bandos .

Jac into—que, dicho sea entre parénte­s is , era el alguaci l , y de alguaci l ha muerto en e l presente año de 1859—acu­de ya tocando generala.

— ¡ A la formac ión!—gri ta el s índico, persona m u y perita en el orden mi l i tar; como que ha servido al señor rey don Carlos IV en clase de ranchero de una compañía de Cazadores.. .

Los doscientos lapezeños toman las ar­m a s y s e forman e n batal la enfrente del A y u n t a m i e n t o . , , „ j ¡

At ienza empuña entonces una larga y negra espada antigua de ancha cazoleta y extensos gavi lanes; cuelga de su ca­nana una pistola de arzón; coge con la mano izquierda la vara de alcalde, ni más ni menos que haría con su bastón un mariscal de Francia, y seguido de un brillante Estado Mayor, compuesto del alguacil , del pregonero o peón público y del Infrascrito, que es como, muy ufa­na y orgullosa, l lama su mujer al fiel de fechos, pasa revista a sus formidables huestes , que le presentan las armas o tiran por alto monteras y sombreros.

— ¡ Viva el señor alcalde!—gritan o la­dran aquellos futuros héroes.

A lo que Atienza replica: —¡Qué alcalde ni qué cuerno! ¡Viva

Dios ! ¡Viva Lapeza! ¡Viva la indepen­dencia española!

Y. una vez cambiado este saludo de guerra, su merced ordena a Jacinto que toque un largo redoble; llama a su lado al pregonero, y, por boca de éste, que repite una a una y hasta media a media las palabras del caudillo, pronuncia la s iguiente proclama, no escrita:

"Por—noticias—del tío Piorno—se ha sabido que—el enemigo de la patria— viene hoy a Lapeza—a conquistarnos—y robarnos los b ienes ;—y nosotros,—con la bendición dei señor cura—y el auxilio — d e nuestra santa patrona—la Virgen del Rosario ,—vamos—a defendernos— como buenos españoles—y a mostrar— a la ciudad de Guadix—que—si el la—se ha entregado al francés,—los—vecinos de Lapeza—saben morir,—como murie­ron—los vecinos de Madrid—el día Dos de Mayo,—o—vencer,—como vencieron — l o s vecinos de Bailen—hace dos años; — y , en su virtud,—el alcalde—hace sa­ber—a estos vecinos—que—el que no pe­rezca—en el presente día—defendiendo su casa,—será declarado—mal español— y traidor a la patria,—y morirá,—como corresponde,—colgado de una encina de la sierra.—Y para que conste,—no sa­biendo firmar,—lo hace su merced—con la cruz que acostumbra,—de que certi­fica—el infrascrito.—¡ Viva Dios!—¡ Viva la V irgen!—¡Viva España!—¡Viva Fer­nando VII!—¡Muera Pepe Botellas!— ¡Mueran los franceses!—¡Muera Godi-not !—¡Mueran los traidores!"

E s t a mezcla de proclama guerrera y de actuación judicial produjo extraordi­nario efecto en los lapezeños.

Manuel Atienza hizo la cruz con~"los dedos, y la besó al l legar a lo de la fir­m a ; el secretario certificó con un movi­miento de cabeza; el pregonero cumpli­mentó al alcalde por lo bien que había improvisado su discurso; Jacinto tocó otro redoble de tambor, y los vivas, los bailes y los himnos patrióticos dieron fin a aquella cómica loa de una verdadera tragedia.

—Cada uno a su puesto—exclamó en­tonces el síndico.

Y unos coronaron la fortaleza de ma­dera; otros se montaron en el cañón, pro­vis tos de una larga mecha; los gañanes más diestros en el manejo de la honda subieron a la alcazaba morisca; los tira­dores o escopeteros salieron de descu­bierta al camino de Guadix, y el alcalde se colocó en un punto que dominaba todo el futuro campo de batalla, teniendo a su lado a Jacinto, a fin de que con un re­doble de tambor diese la señal de fuego.

Page 5: PEDRO ANTONIO DE ALARCON El carbonero - alcalde

Entretanto , e l cura bendecía y absol­vía una vez más a sus animosos fel igre­ses, y se dedicaba, con el albéitar, el sa­cristán y el sepulturero, a preparar ven­dajes, el Santo Oleo y unas angaril las para el socorro de heridos y muertos .

Casi todas las mujeres rezaban en la iglesia, y en cuanto a los niños, habíase dispuesto aquella mañana mandarlos to­dos a lo alto de Sierra Nevada , a fin de que sus v idas nc corriesen peligro, y pu­dieran servir, andando los años, para re­chazar otra invas ión extranjera.

IV

Las tres de la tarde serían cuando una nube de polvo indicó a los lapeze­ños la proximidad del enemigo .

Algunos t iros de las primeras avan­zadas corroboraron poco después aque­lla indicación.

Los lapezeños saltaron de entus iasmo, y al mismo t iempo, por disposic ión final del señor alcalde, izáronse en la ant igua fortaleza de los moros y en el parapeto de encina dos o tres banderas hechas con pañuelos negros .

Las campanab tocaron a rebato ; mu­chas v ie jas empezaron a gritar, y los mozos a lanzar s i lbidos; a lgunas piedras zumbaron en el espacio, y los escopeta­zos del camino oyéronse m á s frecuentes y más próximos.

Un momento después los t iradores se replegaron hacia la vil la, cargando nue­vamente sus armas, y los primeros cas ­cos, corazas y bayonetas del ejérci to in­vasor relucieron al a lcance de los tra­bucos.

—¿ Cuántos v ienen ? — preguntó Ma­nuel At ienza a uno de los que m á s ha­bían avanzado.

—Vendrán dosc ientos—respondió éste . -r-Somos fuerzas i gua le s—exc lamó el

carbonero con desdeñosa arrogancia, sin considerar que doscientos rúst icos mal armados no significan lo que dosc ientos veteranos avezados a las l ides y acome­tiendo con exce lentes armas .

—Pero traen caballería. . .—añadió u r segundo escopetero.

—Repi to que s o m o s fuerzas iguales —volvió a decir Manuel At i enza—. A ver, Jacinto, que suene e s e tambor.. . ¡España y a e l los! ¡Viva la V i r g e n !

Jacinto dio la señal ansiada, y una nube de piedras y de balas , cayendo so­bre los franceses , les obligó a hacer alto .

Un momento después contes taron és­tos con una nutrida descarga, que dejó fuera de combate a cinco lapezeños.

*— ¡Alto el f u e g o ! — g r i t ó entonces el alcalde—. E s t á n todavía m u y lejos y te­nemos poca pólvora. Dejémos les acer­carse... Ya sabéis que el cañón se reser­va para lo úl t imo, y que has ta que yo tire el sombrero no se le arrima la me­cha. Ustedes , señoras, a ver si se callan y cuidan de los heridos.

— ¡ Y a se acercan otra v e z ! —¡Nada! . . . ¡Todo el mundo quie to! — ¡ Y a apuntan!. . . —¡Todo el mundo a t ierra! Una segunda descarga vino a estre­

llarse en los troncos de encina, y los franceses avanzaron has ta hal larse a unos veinte pasos del ejército sit iado.

Los peones se replegaron a los dos la-

E L C A R B O N E R O - A L C A L D E

dos del camino, dejando paso a la caba­llería.

—¡Fuego!—^exclamó entonces el al­calde con una voz igual a la de la pól­vora, mientras que arrojaba el sombrero por alto y se plantaba en medio del ma­yor pel igro.

Allí fué lo horrible. All í fué lo inena­rrable.

Franceses y españoles dispararon sus armas a un mismo t iempo, sembrando la t ierra de cadáveres ; la caballería apro­vechó e s te momento para l legar al pie de la muralla, presumiendo sin duda po­derla sa l tar con sus impetuoso bridones; centenares de piedras derrumbaron a caballos y j ine tes ; é s tos empezaron, por su parte, a degollar a mansalva , y en aquel supremo tumulto , en medio de aquel es trago, de aquel torbell ino, de aquella confusión, he aquí que estal la, por últ imo, el tremendo cañonazo, pro­duciendo un estampido fragoroso y lle­vando la muerte a s i t iados y s i t iadores .

Y era que el cañón había reventado al t iempo de disparar; era que la encina, hecha pedazos, vomitaba la metral la en todas direcciones, lo m i s m o hacia atrás que hacia adelante y por los costados , revuelta con mil f ragmentos de madera, que si lbaban al hender el a ire; era que la expansión de tanta pólvora inflamada había hecho rodar los troncos en que se apoyaba el ca/ión, y e s tos troncos aplas­taron a españoles y franceses . Fué aque­llo, pues, un caos de humo, de polvo, de rugidos, de lamentos , de rel inchos, de l lamas, de s a n g r e ; de cadáveres deshe­chos, cuyos miembros vo laban todavía o volv ían a la t ierra entre balas , piedras y o tros proyect i l e s ; de caballos sue l tos que huían coceando, de palos de ciego dados sobre amigos y enemigos por los lapezeños que aún seguían en pie, y de puñaladas, p is to letazos y pedradas, que venían de abajo, de arriba, de todas par­tes , como si hubiese l legado el fin del mundo.

Y en es ta tempestad, en e s te infierno, percibíanse juntos el toque de retirada de la corneta francesa y el redoble del tambor lapezeño tocando a generala, en tanto que la voz del formidable carbo­nero, del invencible alcalde, del invulne­rable At ienza , sobresal ía entre el común estruendo, gri tando desaforadamente:

— ¡ D u r o con ellos, m u c h a c h o s ! ¡Has­ta que no quede u n o ! ¡Ya deben de que­dar pocos.

Y era verdad; pero también era cierto que quedaban menos españoles . E l ca­ñón de encina había hecho m á s destro­zos entre los lapezeños que entre los franceses .

Sin embargo , como e s t o s ú l t imos ig­noraban los medios de defensa que aún podían tener aquellos demonios ; como tampoco sabían su número, y como todo lo temían ya de ellos, pensaron en sal­varse a toda prisa, y desordenados, dis­persos, atropellando la caballería a la in­fantería y desoyendo los soldados las vo­ces de sus jefes , emprendieron una reti­rada m u y semejante a una fuga, perse­guidos por los gañanes , que aún tenían a su disposición tres l eguas cubiertas de proyect i les para sus hondas, y por al­gunos escopeteros a quienes quedaban cartuchos.

Apedreados, pues, fusi lados, ennegre­cidos por la pólvora, cubiertos de sangre,

5 — 109

de sudor y polvo, y habiendo dejado cien hombres en Lapeza y en el camino, en­traron en Guadix, a las ocho de la no­che, los vencedores de Eg ipto , Ital ia y Alemania , vencidos aquel día por una fuerza inferior de pastores y carboneros.

V

E l sangriento drama que acabamos de referir no podía menos de tener un tre­mendo epílogo.

Imagínense nuestros lectores la sor­presa y la ira del general Godinot al sa­ber lo acaecido en Lapeza.

— ¡ N o dejaré en ella piedra sobre pie­dra !—exc lamó el vengat ivo galo .

Y cuatro días después sal ían con di­rección a la vil la gobernada por At ienza dos mil cuatrocientos hombres de todas armas, al mando de un oficial general , y con tantos v íveres y munic iones como si se tratara de s i t iar una plaza fuerte .

Aque l numeroso ejército dio v i s ta a Lapeza a las nueve de ia mañana.

A nadie encontraron por el camino: ni un t iro, ni una pedrada los recibió. Todo era si lencio y soledad en la ensan­grentada villa.

La destruida muralla de troncos no había sido recompuesta , y las campanas no hacían señal de la l legada del ene­migo. . .

A s í entraron e n el pueblo los irri tados invasores .

Y allí debió de cruzar por su mente una especie de profecía de lo que m á s tarde les aconteció en Rus ia . Lapeza e s ­taba despoblada, ni m á s ni menos que Moscú cuando penetró en el la Napoleón el Grande.

L o s lobos, har tos de carnicería, habían vuel to a internarse en la sierra.

Sólo a lgunas pobres mujeres , que ha­bían bajado aquel día a dar una vue l ta por sus abandonados hogares y en busca de v íveres para los emigrados , fueron ha­l ladas en los rincones de la ig les ia , adon­de se habían guarecido, creyendo que allí las respetarían los i lus tres conquis­tadores. . .

Mas, ¡ay! , no.. . Que a fa l ta de varones fuertes que vencer, ofrecióles allí la pér­fida fortuna míseras doncel las que ultra­jar, inocencia que escarnecer, v ir tud que cubrir de oprobio y amargura.

Apartemos los ojos de aquel las infa­mias , muchas veces repet idas por los vencedores de Europa durante su odiosa dominación en E s p a ñ a ! ¡Maldición y ver­güenza a los que emplean en el crimen la v ic tor ia! ¡Horror e terno a las a r m a s ex tranjeras !

U f a n o s y sa t i s fechos vo lv ían hacia Guadix aquellos héroes , l levando, como únicos pris ioneros hechos en aquella rui­dosa expedición, un inerme anciano, de­crépito y enfermo, que encontraron en una choza, y un t ímido adolescente que lo cuidaba, cuando la not ic ia de lo que sucedía en sus hogares , d ivulgada en la sierra por a lguna atr ibulada fugi t iva , precipitó sobre el camino a los enfureci­dos padres, hermanos y novios , que ba­jaban de las a l turas como despeñados to ­rrentes.

Empezó entonces un tremendo comba­te a salto de mata (ésta e s su gráfica ca­lificación) entre los cien vec inos que aún

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110 — 9 PEDRO ANTONIO DE AJLABCON

había a las órdenes de At ienza y los dos mil cuatrocientos expedic ionarios fran­ceses .

U n a vez lanzado el reto y trabada la lid, l o s lapezeños empezaron a bat irse en retirada, a la usanza mora, con el fin de internar a los e n e m i g o s e n l a s frago­s idades de la s ierra.

¡ E s t o s cometieron la imprudencia de caer en el lazo, y si bien e s verdad que s u s terribles armas casi concluyeron con aquel puñado de va l ientes , no lo e s me­n o s que compraron la v ida de cada uno con diez b a j a s en s u s bata l lones !

L a s ásperas rocas , los verdes barran­cos , los matorra les y los abismos que­daron sembrados de cadáveres france­ses . . .

F u é una de t a n t a s poco sabidas pér­didas como tuvieron en E s p a ñ a los ejér­c i tos napoleónicos ; pérdidas que no cons­taban en los bolet ines de las grandes ba­ta l las , pero que al cabo de la guerra da la Independencia dieron la enorme suma de medio millón de soldados imperia les m u e r t o s o perdidos e n nues tra Penín­sula .

Concluyamos . A t i e n z a — o Atencia, que e s como el

señor alcalde pronuncia s u apellido, au­mentando s u energía con e s t a varian­t e — , e l invicto carbonero, que ha pre­sentado dos batal las en cuatro días a las tropas de Bonaparte , hál lase de pie so ­bre a l t í s ima peña, rodeado de france­ses , acorralado, perdido, cargando su naranjero con e l ú l t imo cartucho, con la cabeza vendada de resu l tas del com­bate del día 15, rec ientemente herido en el pecho, todo cubierto de sangre , lle­vando al cinto la vara de su jurisdic­ción, como hiciera con la s u y a un arrie­ro, y respondiendo a las int imaciones que le hacen de que se rinda con risota­das sa lvajes , cuyos ecos repi ten los abis­m o s de la quebrantada sierra.

Cien balas s i lban cont inuamente en torno s u y o ; pero él las esquiva sal tando de un lado a otro, i rguiéndose o aga­chándose ágil , súbito, e lást ico , como ti­gre que v a y v iene sin cesar, se encoge, brinca, acude a todas partes , y aterra t a n t o e n la de fensa como en la acome­tida.

Dispara , por fin, el ú l t imo trabucazo, trazando en torno suyo un semicírculo con la t remenda arma como si quis iese rociar de ba las el m o n t e ; alcánzale en e s to otro tiro en el v ientre , lo que ie arranca un rugido pavoroso; conoce que v a a morir; arroja el trabuco, no s in mi­rarlo con enojo, al considerarlo y a in­ofens ivo ; sácase del cinto el enorme bas­tón que conocemos , y dirigiéndose a un coronel que le ins ta en mal español para que s e en tregue :

— ¡ Y o no m e r indo!—dice—. ¡Yo s o y la vi l la de Lapeza, que muere antes de e n t r e g a r s e !

Y rompiendo el bas tón entre sus ma­nos , lo arroja a la faz de los franceses , y él se precipita detrás , cayendo con­t r a las peñas de un hondo barranco, don­de s u s huesos de bronce crujen al sal­tar hechos ast i l las .

¡N i tan siquiera de s u cadáver logró apoderarse el e n e m i g o !

V I

Lapeza es ya de los franceses . E l general Godinot recibe la fausta

nueva de boca del jefe expedicionario. —¿ Cuántos pris ioneros traéis ? — ie

pregunta — . ¡Neces i tamos ahorcarlo?, para que escarmienten los demás pue­blos del part ido!

— ¡ Sólo traigo dos : un viejo y un mu­chacho! ¡ E n toda la vil la no encontré más enemigos !—responde el jefe bajan­do los ojos.

Entonces Godinot no puede menos de admirar la act i tud verdaderamente an­tigua, clásica, espartana, de aquellos montañeses . Pero, con todo, ins is te en que sean ahorcados los dos débiles pri­s ioneros. . .

N u e s t r o s padres nos han referido mu­chas veces los pormenores de aquella eje­cución.. .

Pero nosotros la contaremos rápida­mente. . .

Son de índole demasiado feroz para que la pluma se detenga en su relato.

A t a r o n una soga al cuello del niño y lo arrojaron desde un mirador de la casa del Ayuntamiento a la plaza Mayor de Guadix.

Rompióse la soga, que s in duda era vieja, y el niño cayó contra el empe­drado.

Anudaron la parte rota, tornaron a subir a la pobre criatura, colgáronlo de nuevo, y la soga se volvió a romper.

E l niño quedó en el suelo s in poder moverse . N o había muerto , pero todos sus remos s e habían roto.

Entonces , un oficial de dragones , con­movido al mirar que se pensaba en col­garlo por tercera vez, l legóse al infeliz.. . y le deshizo la cabeza de un pistoletazo.

Saciada de e s te modo, al menos por aquel día, la ferocidad de los vencedo­res , d ignáronse perdonar al anciano en­fermo, el cual había presenciado toda la anterior escena acurrucado al pie de una columna, esperando a que le l l egase su vez de ser ahorcado.. .

Diéronle, pues , l ibertad, y el pobre v iejo sal ió de la plaza corriendo y tam­baleándose, y tomó el camino de su pue­blo, donde murió de tr i s teza aquella mis­m a noche.

¡E l niño ases inado e n Guadix.. . era su h i jo !

Guadix, 1859.

EL C O R O DE A N G E L E S

i

UN ALMA A LA MODA

E r a n las siete menos cuarto de una mañana de diciembre y aún no habían l legado al horizonte de Madrid ni tan si­quiera not ic ias de un sol que debió po­nerse la tarde antes a las cuatro y me­dia, pero del cual hacía y a a lgunas se­m a n a s sólo se sabía e n la corte por es­crito, o s ea por el a lmanaque, puesto que las nubes de un obst inado temporal

no permitían verlo cara a cara y en per­sona.

A eso de las siete y cinco minutos re­cibióse al fin un parte telegráfico, mo­jado por la lluvia e interrumpido por la niebla, que venía a decir algo pareci­do a lo s iguiente:

"Palacio de la Aurora'.—Distrito de Madrid.—Dios, a los hombres.

"Señores: Acaba de amanecer un día más .—El de ayer quedó archivado por el padre Petavio en la página 347 del le­gajo 5.940 de los t iempos .—Estamos a 13, Santa Lucía.—Hace un frío de todos los demonios. Dejen ustedes la cama. Cada uno a su trabajo, y cuenten uste­des conmigo.—Muy buenos días."

Excusado es decir que este parte te­legráfico cundió con la velocidad del rayo por los cuatro ángulos de la población.

Y, en efecto, pocos momentos después conocióse que e 1 sol debía de andar por el cielo, y dio principio en las calles y en las casas una de esas mañanas frías, infalibles, indiferentes a nuestros pesa­res, que llegan sin que nadie las llame, quizás contra los deseos de alguno, a finalizar una noche de amor o de escán­dalo, o a poner término a triste vigi l ia pasada a la cabecera de un moribundo. Mañanas súbitas, inesperadas, alevosas, ni profetizadas por el lucero del alba, ni coronadas por el rocío, ni arreboladas por nubéculas crepusculares, y que, de consiguiente, no hacen madrugar a las flores ni a las niñas de trece años, ni ob­tienen saludos de las codornices enjau­ladas en los balcones ni son despereza­das por el viento perfumado de las sel­vas . Mañanas, en fin, que se parecen al Diario de Avisos en que se meten en vuestra casa, por debajo de la puerta, todos los días, irremisiblemente, dicién-doos: "El mes adelanta, y vuestros acreedores lo cuentan con los dedos..."; lo cual os hace saltar de la cama, la­mentando tener tan buena salud, o de­seando ardientemente ser empleado del Gobierno, o pidiendo a Dios que resulten ciertos los pronósticos de que se aproxi­ma el fin del mundo.

Decíamos que dio principio una de esas mañanas.

En aquel momento apareció en la puer­ta de cierta magnífica casa de la calle del Barquillo un gallardo y elegante jo­ven de veintidós a veintitrés años, el cual miró a la calle como si temiera ser visto por los transeúntes y so deslizó lespués , pegadito a la acera, como si tampoco le acomodara ser divisado des­de los balcones de la casa que acababa de abandonar.

Todas estas precauciones eran nece­sarias, puesto que su traje, nada propio de la hora ni del estado del cielo y de la tierra, daba a entender al menos mali­cioso que el tal madrugador no vivía allí, y que, sin embargo, allí había pa­rado la noche...

N o s explicaremos. Acabamos de decir que estaba amaneciendo y que llovía... Pues bien; Alejandro, que así He llama­ba nuestro joven, iba vest ido de baile, a juzgar por su zapato de charol, su cor­bata blanca, su gibus y su pantalón de finísimo paño negro. E l frac no se veía, gracias a un misericordioso paletot, pe­ro se adivinaba fácilmente. Era induda­ble que la noche anterior había habido baile en aquella casa, y era indudable

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EL CORO DE ANGELES 7 — 111

también que el baile se acabó hacía ya algunas horas, a juzgar por el orden y reposo que reinaban en el edificio, y dado asimismo que en la calle no había nin­gún coche particular ni de alquiler...

Hecho, pues, una sopa (y s in que le importase mucho, según la lenti tud con que marchaba) , el apuesto joven salió a la calle de Alcalá , subióla perezosamen­te y penetró en el café Suizo, cuyas puertas se abrían al público en aquel instante.

E l joven estaba pálido y melancólico. De vez en cuando di lataba sus fat iga­dos ojos, como para abarcar de una mi­rada todos los recuerdos de aquella no­che. También hubiérase dicho que le ha­blaban al aído, al verlo sonreír súbita­mente y mover los labios como si con­testase al eco de a lguna voz. Notábase , en fin, la presencia de una mujer en el espíritu y h a s t a en el cuerpo de Ale­jandro.

A esa hora, cuando no se ha dormido, todo nuestro ser es tá dominado por las circunstancias del insomnio. E l que ha pasado la noche en di l igencia cree que viaja todavía. E l que en un baile, oye la música en su cerebro, y ve las parejas y las luces, y s iente los p isotones y los codazos. E l que ha es tado solo, durante cuatro horas de misterio , en el gabine­te de una gran mujer, s iéntese penetra­do de su alma, de su vida, de su voz, de sus aromas, de su fuego. . . Y es de ver con qué aire de sonambul i smo andan por las calles e s t o s ú l t imos trasnochadores , con qué desdén miran a cuantos se en­cuentran, cómo desafían las artes de to­das las coquetas habidas y por haber.. .

Tal era la act i tud de Alejandro, con la sola diferencia de que su rostro ex­presaba, más que amor, asomos de me­lancolía, o quizás un principio de dis­gusto; algo, en fin, que había sobrena­dado aquella noche en el revuel to mar le ajenas y propias complacencias .

U n mozo del café, que l impiaba los es-nejos, l legóse a él entonces y lo arrancó le sus fantasmagor ías erót icas dicién-lole maquina lmente:

— ¿ Q u é v a a ser? Alejandro pidió chocolate . Se lo sir­

vieron, y lo tomó con vis ible apet i to . Desde aquel momento comenzó a des­

vanecerse la sombra de la gran mujer. La boca del joven sabía ya a chocolate, que no a regalados besos , y un cigarro de la Vuelta de Abajo se encargó de di­sipar en su nariz la úl t ima ráfaga del aroma querido...

Bostezó, pues , nuestro desdeñoso Ado­nis con creciente mal humor, y sal ió del café rápidamente, conociendo, s in duda, que había perdido la noche, que tenía mucho sueño y que, por tanto , perdería también el día.

Seguía l loviendo, cada vez con m á s fuerza, por lo que se detuvo, y pensó mandar a la Puerta del Sol en busca de un coche de alquiler que le condujese a su casa, calle de Isabel la Catól ica; pero arrepintióse luego, y, sin reparar en la lluvia, dirigióse a pie a la calle del Prín­cipe, en medio de la cual se paró delante de una casa no m u y grande, bien que de graciosa y e legante apariencia.

La puerta estaba cerrada todavía, así como todos los balcones. E l joven fijó =!us ojos en una de las rejas del entre­

suelo y permaneció m á s de media hora inmóvi l como una es ta tua .

Lo que allí pensó fué menos malo que lo que pensó en el café Suizo. Refiramos, pues, sus pensamientos .

— E s a es la reja de su gabinete . . .—se dijo Ale jandro—. Enfrente e s t á la puer­ta de su alcoba. Allí duerme en este ins­tante la niña de diecis iete años. Ha pa­sado la noche en un solo sueño, mecida por su inocencia. ¿ E n qué ha pensado? ¿Qué ha soñado? ¿ S e ha acordado de m í ? Anoche , en el baile, cuando v i o que me quedaba, a pesar de que se marcha­ban mis amigos , sonrió con ironía, como echándome en cara mis relaciones con la baronesa. ¿ E r a n ce los? ¿ E r a odio? ¿ E r a amor? ¿ E r a desprecio? Yo no sé... ¡Y és te es mi mayor mart ir io ! ¡Sólo sé que s o y un miserable! ¡Oh, niña sin co­razón! ¡Orgullosa hermosura! . . . Si es verdad que me amas , ¿por qué no me lo dices cuando te lo pregunto? Y si no me amas, ¿por qué me miras , por qué me enloqueces , por qué me quitas el s u e ñ o ? ¡Oh, tesoro de perfecciones, escondido a todas las miradas , en la soledad de un lecho virginal! . . . Saber que es tás a diez pasos de mí..., ahí enfrente. . . , detrás de esos cristales , indiferente a la pasión, avara de tus hechizos , sorda a la voz de tu juventud, superior a la Naturaleza que te ha engendrado; adivinarte en tu indiferente reposo, dormida sobre la palma de la mano derecha, con el brazo izquierdo cruzado sobre el seno, con el lujoso cabello recogido en un ancho bu­cle, como yo sé que tú duermes, como una vez te he v i s to dormir; imaginar­me el leve ruido de tu respiración, tu vago contorno en la colcha que te cubre, el olvido de ti misma en que te hallas. . . : todo es to me hace aborrecer las caricias de la baronesa, rejuvenece mi corazón marchito y me infunde ideas y deseos de una fel icidad tan absoluta, que fueran cortas mil ex is tencias para gozarla. ¡Y tú nada s ientes , nada deseas , nada sa­b e s ! ¡Tú t e casarás es túpidamente con el otro, y y o no tendré los cuidados de tu vida, ni tú, mi confianza, ni yo tus se­cretos, ni caminaremos juntos por el mundo, ni l levarás mi nombre, ni me lla­marás tuyo , ni me pedirás dinero, ni tus hijos serán míos , ni te pondrás luto cuando me muera! ¡Ah, E l i s a ! ¿Qué haré yo para o lv idarte?

Por aquí iba Alejandro en sus cavila­ciones, cuando se abrió la puerta de la casa de El i sa , dando paso a una criada que sal ía y al aguador que entraba.

Nues tro joven giró sobre los tacones y emprendió el camino de su casa.

Al pasar por las Cuatro Calles fijaban los carteles de los teatros , y leyó en uno de e l los:

Teatro Real.—Saffo.

— ¡ M e a legro!—pensó , o lvidándose de E l i sa—. ¡ E s función par! Les toca a las del embajador de Tres Estre l las , y l leva­rán a Mariana.

Aquí miró el reloj . Eran las ocho. Tomó un coche y se dirigió a su casa. E n ella le aguardaba un billete muy

perfumado que acababan de llevar... E r a de la baronesa. — ¿ Q u é habrá ocurr ido?—pensó Ale ­

jandro con cierta a larma— Hace una hora que nos separamos. . .

Dec ía e l b i l l e te : -1 "Antes de acos tarme neces i to repetir»

te mil v e c e s que..." — ¡ A d e l a n t e ! — e x c l a m ó el joven , vo l ­

v iendo la hoja . "Esta noche v o y a l t ea tro del Pr ínc i ­

pe. Federico t i ene junta , y no m e acom­paña. ¡ Que no dejes de ir, y a s i t io don­de yo te es té v iendo toda la noche. D e s ­pués t o m a r e m o s el te juntos e n casa. . ."

— ¡ P u e s e s u n a fr io l era !—murmuró Alejandro, arrojando la carta y empe­zando a desnudarse—. Oye, Baut is ta . . . —di jo luego a un cr iado—, E s t a tarde, a las tres , v a s en casa de la s eñora ba­ronesa y le notificas que e s t o y malo , y si v iene a verme e s t a noche, que vendrá , dile, a fin de que no entre , que mi t í o e s t á conmigo. A h o r a manda por una bu­taca al teatro Real. Cierra e l balcón. Que no m e despierten. ¡ A h ! Si v i ene mi t ío, di le que e s t o y en Aranjuez . A las dos m e en tras el a lmuerzo, y luego m e l lamas a las se is . N o como e n casa . B u e ­nas noches .

Dijo , y se durmió, aborreciendo a la baronesa, balbuceando e l nombre de El i ­sa y deseando soñar con Mariana.

N o acabaré, empero, e s t e pr imer capí­tulo s in advert ir a mis lectores que n in­guna de e s t a s tres mujeres e s la heroína de la presente historia .

n

C O M P L O T

Terminaba el primer acto de Saffo. Era la noche de Santa Lucía de 1852. La Novel lo e s taba subl ime. Alejandro se hal laba en un palco de

platea con sus amigos Luis y Cipriano, partidarios acérrimos de la D'Angri , que cantaba la parte de Faon .

— ¡ Q u i é n fuera amado de esa m a n e r a ! — e x c l a m ó Alejandro durante -aquella magnífica escena en que la poet i sa de­rriba el ídolo.

— ¡ Y a no se ama con tanto empuje ! —dijo Cipriano.

—¡Saffo es un mi to !—repuso el pri­mero, recostándose en un sil lón.

— ¡ A m a r hasta el su ic id io! ¡ E s o e s im­posible !

— ¡ E s o sólo lo hace una poe t i sa ! — ¡ O h ! ¡Ser amado de ese m o d o !

—-continuó Ale jandro—. ¡Ser adorado, idolatrado, canonizado, divinizado! ¡ E s o fuera el c ie lo! N u e s t r a s mujeres de hoy no a m a n : a mí no me han amado nunca, ¡No bien he fal tado en algo a una mu­jer, cuando ya me ha sust i tuido con otro amante! . . . Por consiguiente , todas se amaban a sí mismas , en lugar de amar­me a mí...

— P e r m í t e m e que te interrumpa. . .—ex­clamó Luis , que has ta entonces había cal lado—. ¿Te ha amado a lguna mujer.. , de cierta e d a d ?

— Y a sabes. . .—dijo Alejandro con cier­to rubor.

— B i e n : la baronesa del Cedro; trein­ta y cinco años. . . ; tipo fané... La acepto. ¿ Y no has encontrado en ella e se amor rabioso, encarnizado, indestructible, que deseas ?

— ¡ Q u é disparate! E n ésa menos que en ninguna. ¡Y cuidado que se muere por mí ! Pero las mujeres de cierta edad,

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112 — 8 PEDRO ANTONIO DE ALARCON,

no lo dudéis.. . , no aman tanto como pa­rece. E l ú l t imo amor de las mujeres , su verano de San Martín, e s un egoísmo, de su vanidad o de su temperamento , que no puede ha lagar a ningún hombre bien organizado. Notad , por de pronto, que en e s o s amores vespert inos s iempre figura un pollo, un adolescente, un cole­gial. . . ¿Qué significa e s to , s ino que lo que el las aman e s el amor que se va, la belleza que se ext ingue , la juventud que desaparece? ¡Ah, no! . . . ¡Yo quiero una mujer que m e dé su alma para pasto de mi vida, no un vampiro que chupe la san­gre de mi corazón! A n t e s que amar, quiero ser amado. Quiero, en fin, ser lo que Faon para la poet isa de Desbos, lo que Fel ipe el Hermoso para doña Juana la Loca, lo que E n d y m i o n fué para la Luna.

— ¡ V a m o s , y a s é lo que neces i tas! . . . —di jo L u i s — . Consuélate , mi buen Ale­jandro. U n a mujer como la que buscas no e s difícil de encontrar. ¡ Casualmente , o, por mejor decir, desgraciadamente, e s el género que m á s abunda! Ni una idólatra de la materia , como doña Jua­n a ; ni una poet i sa s in suscriptores , co­mo Saf fo; ni una v irgen clorótica como la Luna, puede ofrecerte el tesoro de amor que encontrarás en una fea.

— ¡ E n una f e a ! — ¡ S í ! ¡Adoración, sacrificios, holo­

caustos , rabiosos celos, hambres infini­tas , apoteosis , canonizaciones y sa l tos de Leucades , todo, todo te lo ofrece la hi jastra de la Natura leza ! F igúrate lo que sería el mar recibiendo todos los ríos de la t ierra, si no emplease s u caudal en a l imentar las nubes.

— ¡ O h , qué plétora de agua!—di jo Ci­priano.

— ¡ U n océano p le tór ico! E s o es una fea. A m a l a y verás . ¡Tendrás amor de sobra, amor de todas clases , amor a toda prueba! Añade a e s t a s venta jas la de que nadie te d isputará su corazón, la de que, muerto tú, no se casará en segun­das nupcias y la de que, por el contra­rio, se comerá t u s huesos , como Arte­m i s a los de su marido.. .

— ¡ B a s t a ! ¡ B a s t a ! — g r i t ó Alejandro, r iéndose a más no poder—. ¡ E s t o y con­vencido! . . . Mañana emprendo la conquis­t a de... de...

— ¡ P r o c u r a que sea bas tante f e a ! — D e . . . de Casimira Fernández. — ¿ C ó m o ? ¿ D e la prima de Mati lde? — ¿ D e la que la acompaña a todas

partes ? — ¡ Prec i samente ! — ¡ J e s ú s ! ¡ E s a e s demas iado! — Y demasiado recelosa. . . — Y demasiado discreta.. . — ¡ N a d a ! Lo he dicho. — P u e s no sabes lo que h a s dicho.. .

—repuso L u i s — . Casimira es inexpug­nable.

—¿ Cómo ? — L o que e s t á s oyendo. — ¡ H o m b r e ! Siendo tan fea.. . — ¡ P u e s por eso m i s m o ! ¿Cuál crees

t ú que es la mujer más difícil de la t ierra ?

— ¿ C u á l ha de ser? ¡E l i sa !—susp iró Alejandro melancól icamente .

— ¿ Q u i é n ? ¿ L a de la calle del Prínci­pe ? ¡ Qué disparate! N inguna mujer her­m o s a e s inexpugnable . ¡Cuanto m á s be­lla, m á s cree en la verdad del sentimien­to que la persigue, y la fe, como e s cie­

ga, suele tropezar y romperse la cris­m a ! No , Ale jandro: el Sebastopol de las mujeres no es, como se ha creído hasta aquí, una de esas reinas de la hermosu­ra, a cuyo corazón no l lega ni el grito de muerte de sus v íc t imas . La verdadera mujer inconquistable es aquella que na­ció y se crió fea, que sabe que lo es y v ive encast i l lada en su propia desespe­ración; que t iene el bas tante ta lento pa­ra comprender que no puede inspirar de­seos y la bastante dignidad para no men­tirse a sí misma fingiendo creer la men­tira a jena; que ansia el verdadero amor, y y a que no sacerdotisa , aspira a ser mártir de ese sent imiento ; que, posee­dora, en fin, de un rico d iamante envuel­to en áspera corteza, prefiere encerrarlo cons igo en la tumba a verlo brillar en el pecho de un l ibertino. Tal e s Casimira. Por eso creo que no la conquistarás .

— ¡ T e digo que la conquistaré! —Creerá que te burlas de ella, y te

dará calabazas. . . —¡Calabazas de Cas imira! — Y tus amigos t e s i lbarán cuando lo

sepan.. . — Y las muchachas t e pondrán la

cruz, como a un energúmeno. . . — ¡ R e p i t o que conquistaré a Casimira!

—repl icó Alejandro. —¿ Cómo ? — ¡ N o s é ! — N e c e s i t a s convencerla de que te

gusta. . . — ¡ L a convenceré! — D e que la crees hermosa. . . — ¡ S e convencerá! — ¡ A p u e s t o a que n o ! •—Lo que tú quieras. -—Mira que t iene muchís imo talento. . . — Y o t e n g o mucha práctica. — P u e s apos temos t u cochecillo con­

tra mi caballo inglés . — A p o s t a d o . —¿ Qué t iempo t e tomas ? -—Ocho días. . .—dijo Alejandro des­

pués de una pausa—. Dentro de ocho días hay baile en casa de la baronesa del Cedro. ¡Allí os convenceré de que Casi­mira me ama!. . .

— ¡ N o basta e s o ! — ¡ D e que Casimira e s mi novia!. . .

¡De que cree en mi amor!. . . ¡De que lo acepta!

—Convenido . — ¡ A h ! — e x c l a m ó nuestro héroe, res­

tregándose las m a n o s — . ¡Cómo v o y a humillar a la baronesa, a E l i s a y a Ma­r iana! ¡Cuánto v o y a d ivert irme! ¡"Y. qué hermoso caballo v o y a ganar !

Y, diciendo esto, se encaminó al pal­co de Mariana, que es taba con las hijas del Embajador de... Tres Estrellas,

m EL CAMPO DE BATALLA

H a n pasado los ocho días del plazo de la apuesta.

E s t a m o s en casa de la baronesa del Cedro.

Son las once de la noche. L o s sa lones pueden apenas contener

tan numerosa y animada concurrencia. Piérdese la deslumbrada v i s ta en un océano de luces, de flores, de cintas, de diamantes , de gasas , de p lumas , de con­

decoraciones, de guantes blancos, de hombros desnudos, de calvas relucientes, de trenzas de oro, de azabache, de sonri­sas, de gestos , de miradas... Todo bulle, gira, choca, centellea... La orquesta ha comenzado una polka, y sus voluptuosas cadencias inundan de lánguidos delirios todas e sas imaginaciones frivolas y ar­dientes como la locura... ¡Mirad, sobre todo, a los que bai lan! Parecen ramille­tes de flores meciéndose al soplo del v iento; parecen caprichosas nubes de otoño amontonadas a la tarde en el oca­so ; parecen rizadas ondulaciones de un mar trasparente bajo un cielo arrebo­lado; parecen bosques de plumas torna­soladas que el aquilón ag i ta ; parecen... ¡qué sé yo lo que parecen!

Alguien ha dicho, y muchos han repe­tido, que bailar es una tontería.. . ¡Yo protesto! Bailar es un verdadero placer; es tá en la naturaleza del hombre... ¡Has­ta los salvajes bai lan! ¡Napoleón y Luis Felipe bailaban también! ¿Y por qué no habían de bailar? ¡ A h ! Lleváis en los brazos a una esbelta andaluza de osadaí y ardientes formas, dócil como un jun­co, rebelde como el acero, de- moribunda mirada, pálida tez, provoca! ¡vos labios, descubiertos hombros y perfumada ca­bellera... La estrecháis a vuestro cora­zón, oprimís su breve mano, apretáis su flexible cintura, os envolvéis en su hue­ca falda, nadáis en su aliento, ardéis en sus ojos... La música os empuja, el tor­bellino os arrastra, la deidad os encade­na... Alguna vez le decís balbuciente: "¡Hermosa!", y la hermosa sonríe, y su sonrisa os vuelve loco, y el corazón sien­te nueva vida, y las s ienes laten, y al­záis la frente con desdén soberano, y le decís al porvenir: "No te temo", y le decís al pasado: "¡No te conozco!.. ." ¡ A h ! ¡Esto es magnífico!

Verdad es que al salir del baile, mien­tras se apagan las luces, los músicos se marchan y se abren los balcones, sent ís la cabeza pesada, los pies hinchados y el corazón vacío, y os da sueño, y hambre, y remordimiento, y vergüenza... Pero ¿qué es la vida material, más que una serie de acciones y reacciones por el mismo est i lo?

Convengamos, pues, cuando menos, en que las danzas modernas (como el vals , la polka y demás bailes en que las parejas van abrazadas) no son indignas de la majestad del hombre, aunque sí del pudor de la mujer.

Y basta por ahora de coreografía.

Sentados en un sofá del gabinete de la baronesa están nuestros amigos Ale­jandro, Luis y Cipriano.

— ¡ O s digo que vendrá! —exclama el primero.

— ¿ Y dices que has triunfado? —Completamente . Por lo cual me de­

bes el caballo... —Pero cuéntanos.. . — N o tengo inconveniente. Ante todo,

querido Luis, debo hacerte la just ic ia de confesar que hablabas como un sabio al sostener que Casimira era la verdadera mujer inconquistable. ¡Tú no sabes lo que he tenido que luchar! Básteos saber que me vi obligado a inventar todo un tratamiento nuevo. Las fórmulas usua­les son ineficaces con las feas. E s me­nester otra literatura, otra táctica y

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EL CORO DE ANGELES 9 — 113

otra lógica dist intas de las que se em­plean con las simples mujeres. ¡Qué mundo habéis descubierto a mis mira­das ! ¡Qué inmenso abismo es el cora­zón humano! Escuchad mi historia de estos s iete días, y reconoced que soy un gran psicólogo.

I V

LOS HIJOS DE ADÁN Y EVA

El primer día busqué a Casimira en el baile de la Embajada inglesa.

Es taba sola, como de costumbre, arrin­conada en un gabinete , deseando mar­charse y esperando a que su hermosa prima acabase de bailar para volver a decirle: "Vamonos."

¡Nadie la había mirado en toda la no­che! ¡Nadie la había sacado a bai lar! ¡Nadie le había d icho: "Los ojos t ienes negros"!

Sentóme yo a su lado, afectando no reparar en ella, y después de un prolon­gado bostezo exclamé, como si estuviera so lo:

— ¡ J e s ú s , qué fas t id io ! Luego, volviéndome a la beldad, cual

si la v iese en aquel ins tante : — ¡ A h ! Casimira. . .—murmuré—. ¿Es­

taba usted ah í? Perdone mi exclama­ción... Pero es lo cierto que llevo un in­vierno de aburrirme soberanamente en los bailes.

— ¡ O h ! P u e s yo lo veo a us ted bailar, y reír, y coquetear con todas.

— ¡ E s o e s : con todas!... Lo cual quie­re decir con ninguna. ¡Qué niñas tan tontas y tan presumidas salen ahora al mundo! Desde que es tá de moda la edu­cación inglesa no h a y muchacha que pueda sent ir el verdadero amor.

Casimira sonrió filosóficamente, como quien dice: "¡Dios e s jus to !"

Habléle en seguida del es tado de la atmósfera, y para justificar mi extra­vagancia de permanecer a su lado—a fin de no alarmarla—, me quejé de cansan­cio y de dolor de cabeza.

Pasó entonces por el gabinete una mu­jer hermosís ima.

Yo elogié su peinado.. . — ¡ P e r o es tonta!—añadí . —Tiene mucho partido. . .—dijo Casi­

mira. — ¡ N o me gus ta !—repl iqué—. Su be­

lleza no habla al corazón. Luego pasó otra de las más afamadas ,

y censuré... su carácter, añadiendo que haría desgraciado al hombre que se ca­sara con ella.

Por últ imo, hablé de ret irarme dei mundo y dedicarme a la Astronomía .

Aquí disertamos sobre la brevedad de la juventud y sobre la inestabil idad de los afectos basados en el amor p r o p i o -

Casimira hizo un ges to que venía a significar: "¡Tienen ojos y no v e n ! "

Levánteme entonces , y dije con hipó­crita l laneza:

—Me alegro de haber dejado el salón. Su conversación de usted me encanta. Tiene usted mucho talento.

Era lo único que podía e logiarle im­punemente.

Casimira alzó los ojos al cielo, como si dijera: "¡Dios m í o ! ¿ P o r qué, en vez

de tanto talento, no m e dis te un poco de hermosura ?"

Al día s iguiente supe, por su prima, que la fea había hallado en mí un fondo de gravedad que nunca hubiera imagi­nado.

A la noche fui a saludarla en el tea­tro, y le participé que había reñido con la baronesa, que me marchaba de Ma­drid y que odiaba a las mujeres.

E s t o era ofrecerle a lguna probabili­dad, supuesto que ella de todo t iene as­pecto menos de mujer.

Califiqué de bonito su traje (elogio contra el cual no pudo protestar su e s ­cepticismo, pues, cuando lo l levaba, cla­ro era que le agradaba t a m b i é n ) , y pre­gúnte le el precio y la t ienda en que lo había comprado, añadiendo que pensaba enviar uno igual a mi hermana Marga­rita.

Por consiguiente , en esta segunda se­s ión me acredité de sincero en el ánimo de Casimira.

D e la conversación del tercer día, en la tertul ia de Ortiz, quedó en la memo­ria de la joven la frase s iguiente , cuya diabólica eficacia reconoceréis:

— ¡ T i e n e usted una cabeza m u y art ís­t i ca ! -

Vosotros habréis observado que des­de que se inventaron las cabezas artís­ticas ya han dispuesto las cuarentonas de un requiebro muy cómodo, por lo elást ico, que dirigir a sus amantes , aun­que és tos sean m á s feos que Picio. ¡Ar­tístico no quiere decir hermoso, sino bello, y la fealdad es belleza muchas ve­ces ! Recordad los cuadros de Rivera o las nove las de Víctor Hugo .

Casimira se tragó el requiebro, y ben­dijo el arte, que le val ía el primer piropo en que había creído.

Luego hablamos de amores , y yo pin­té mis desengaños . Le conté historias de novias muertas , de novias traidoras, de novias que me habían aburrido por no saber de qué hablarles , y solté dos o tres frases de este jaez :

— L a constancia e s un t í tulo de Casti­lla. También creo que hubo en Granada un periódico de este nombre.. . Buscarla en la mujer equivale a querer cuadrar el círculo.

Cuando ya se marchaba le di je: — ¡ N o se v a y a usted tan pronto!...

Son las doce... ¡Era la u n a ! E log ié su conversación, su bondad, el

timbre de su voz, el aroma... de su pa­ñuelo, y, por últ imo, me quejé de su fal­ta de franqueza conmigo.

— U s t e d debe de haber sufrido mucho —concluí—. En su vida de usted hay una gran pena. A us ted se le ha muerto alguna persona querida... Yo se lo cuen­to a usted todo.. . ¡y usted no me cuenta a mí nada!

— ¡ L e juro a us te td que no he tenido amores con nadie!—respondió Casimira, afectando que mentía .

E l "juro a usted" era un pleonasmo en su boca; mas, por lo mismo, probaba que iba olvidándose de su fealdad cuan­do hablaba conmigo.

A l día s iguiente , en el baile del Con­

servatorio, le pregunté con un dis imulo digno de T a i m a :

— ¿ P o r qué no bai la us ted nunca? El la no se atrevió a decirme: "Porque

no me sacan", y me contes tó : — P o r q u e no me gusta . Y se quedó pensat iva . Preguntábase , s in duda, en aquel mo­

mento si yo tendría conformada la re­t ina de tal modo que no reflejase su fisonomía tal como era.

E s t á b a m o s en el cuarto día. Yo me aferré en creer, y casi se lo

hice creer a Casimira, que su novio e s ­taba ausente , y que por eso la ve ía tr is ­te, sola y empeñada en no bailar.

N e g ó m e ligeramente lo del novio , y cargó la mano en que no era és ta la cau­sa por que no bailaba.

Prescindí, pues, del baile, y apreté en lo del novio.

Entonces reventó de su pecho la tre­menda y anhelada f rase :

—¡Ale jandro , usted se burla!. . . ¿Quién ha de quererme a m í ?

Yo no contes té ; fingíme agraviado y triste, y saqué otra conversación, apa­rentando que aparentaba no haberla oído.

Luego, bruscamente , exc lamé: —Casimira , ambos somos m u y desgra­

ciados, y padecemos el mismo m a l : ¡la desconfianza! ¡Us ted no cree en el amor, ni yo tampoco! Los dos hemos sido he­ridos por el mundo en nuestra sensibili­dad exquis i ta . ¡Digámos lo f rancamente ! El hombre sólo ama la estúpida belleza, y la belleza no ama jamás . ¡ E s t o lo sa­bemos ambos, y -de aquí el que no ama­remos nunca! Seamos amigos. . . Consolé­monos mutuamente . . . Apoyémonos el uno en el otro.

Y, en efecto, para que lo del apoyo no quedase en conversación, aquella no­che la l levé del brazo a su casa.

Al otro día le envié el Rafael, de La­martine, y la Lelia, de Jorge Sand; dos obras espiritualistas, en que la materia no sirve para nada, con gran desespera­ción de los lectores. . .

A la noche, comentando pérfidamen­te es tos libros, di je:

— L a belleza y la juventud pasan con los años. La virtud, el ta lento , las cua­l idades del alma, crecen y se fortifican con la edad. E l cuerpo es enemigo del espíritu.. .

Casimira levantó la cabeza con or­gullo.

— Y , sin embargo. . .—cont inué—, ¡qué delicadeza de sent imiento hay en esos ojos, Casimira! ¡Qué corazón tan vehe­mente me revelan esas miradas ! E n vano quiere usted ocultar la energía de su pri­v i legiada naturaleza: los ojos os hacen traición a la sangre. . . Us ted amaría has­ta el delirio... ¡Fel iz el hombre amado por us ted! ¡Oh! ¿ P o r qué no la conocí a usted antes de perder mis i lus iones? ¿ P o r qué he prodigado los tesoros de mi a lma?. . . ¡ A h ! Bai lemos. . . Neces i to aturdirme.. . E s t a noche va usted a bai­lar... Yo se lo suplico.. . Sólo con usted bailaría yo en el estado en que me en­cuentro.. . ¡Desde que la trato a usted de cerca tengo horror a la frivolidad de esas niñas insubstancia les que apenas s< dan cuenta de que t ienen a lma! ¡Baile

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mos, Casimira! ¡Usted me comprende como nadie!

Casimira bailó conmigo. De aquí en adelante cambié completa­

mente de táctica. Ya no me dirigí al en­tendimiento, sino al organismo. Su ca­beza estaba cargada de pólvora: sóio me fal taba ponerle fuego por los senti­dos y fingir no ver el incendio. Ella ha­ría lo demás.

Decía que bai lamos. E r a un vals de Strauss , lánguido y voluptuoso como una tentación. Todo lo que es indiferente para una mujer habituada desde peque­ña a ir en brazos de un hombre arreba­tada por la música tenía suma impor­tancia tratándose de Casimira, que du­rante muchos años había estado impor­tando magnet i smo, sin exportar ningu­no. As í es que su talle, nunca acaricia­do, temblaba y chispeaba al contacto de mi brazo. Su corazón bramaba al acer­carse al mío. Sus sensaciones v írgenes la ahogaban. . . La fuerza de su natura­leza, tanto t iempo comprimida, estalla­ba tumultuosamente . . . ¡Era mujer, era joven, era t ierra! ¡Y yo la miraba... , la miraba... , la miraba sin cesar, envol­viéndola, subyugándola , arrebatándola; pero sin decir una palabra, s in darme por entendido de lo que veía, como »i s iempre se bai lase así..., como si aque­llo fuese bai lar!

— ¡ A h ! — e x c l a m é de pronto, cuando y a la vi perdida—. ¿ S e marea us ted? ¿Qué me dice esa mirada atónita, des­fallecida, agonizante?. . . ¡Casimira! ¡U?J-ted es de fuego! . . . ¡Us ted e s divina! ¡Ahora comprendo todo lo que vale us­t e d !

Casimira estaba desmayada en mis brazos.

Su prima la sacó del salón, diciendo: — ¡ S e ha mareado! ¡Fal ta de costum­

bre! Yo me marché a mi casa.

A l día s iguiente (que era el s ex to ) fui a v is i tar a Casimira.

E s t a b a pálida como la muerte . Quedamos solos, y quiso hablarme del

va ls . Yo me hice el desentendido. Para mí, aquello había sido... lo que

dijo su prima: un mareo, hijo de la fal­ta de costumbre.. .

El la bajó los ojos, como diciendo: "¡Ingrato! ¡No ha sospechado nada!"

Yo me despedí tr i s temente , quedando en ir a la noche al baile de la condesa.

Casimira, al ver que me marchaba, se puso muy tr iste , y casi es tuvo por de­cirme que la había engañado; pero re­flexionaría, sin duda, que yo no le ha­bía prometido amarla (sino todo lo con­trario, aborrecerla como a todas las mu­jeres, sa lva la parte de a m i s t a d ) , y con­tentóse con preguntarme:

— ¿ E s t á usted enfadado conmigo? — Y o . . . no... ¿ P o r qué? — P o r nada.. . ¡Soy tan cavilosa! . . . Le besé la mano y salí. Aquel la noche bai lamos otra vez. Casimira no se desmayó, y pudo oír

perfectamente es tas mis palabras sub­vers ivas , dichas en aquel momento de delirio que todo lo disculpa:

—Casimira. . . , tu aliento huele a ám­bar. ¡ E s t e va l s acabará por enloquecer­

m e ! ¡Oh! ¡Tus ojos... , tus ojos! . . . ¡Ca­simira!. . . ¿Me a m a s ? ¿Me a m a s ? ¿Me a m a s ?

Y tanto se le repetí, y en tantos to­nos, que, con sudores de muerte y mira­da de reo en capilla, tartamudeó un .sí más tierno, más apasionado, más rico de promesas que nunca ha sonado en mis oídos.

Entonces , y sólo entonces , solté es te últ imo requiebro, que yo tengo guarda­do para las f e a s :

—Casimira, tú debes de ser m u y bien formada.

Al otro día era el sépt imo. Y al séptimo descansó, dice la Biblia. Me ama, pues Casimira Fernández.

Para conseguirlo he invertido el orden acostumbrado. Lo últ imo que he hecho ha sido declararme a ella. Cuando me declaré ya no tenía libertad de racio­cinar. Neces i taba creerme, y me creyó Mi declaración fué pura fórmula. Sin ella, todo hubiera sucedido lo mismo. Mi habilidad consiste en haber prejuzgado la cuest ión con hechos . A lgo que no era su voluntad ni la mía se había anticipa­do a la discusión que precede a todo compromiso. El compromiso fué ante­rior al deseo de comprometerse . He aquí la explicación de mi triunfo;

—Mañana te mandaré el caballo... — -dijo Luis co'i verdadera admiración—. Pero antes neces i tamos pruebas feha­cientes.

— L a s tendréis . Allá aparece la diosa. ¡Observadnos!

V

DEDICATORIA ENTRE PARÉNTESIS

(Jóvenes inocentes del sexo femenino, recién l legadas al 21 de marzo de vues­tra v ida; puras y hermosas como flores de invernadero; educadas en la más com­pleta ignorancia de la Medicina legal , y tan piadosas y t ímidas, que no podéis presenciar s in lágrimas los gallinicidios culinarios ni sospechar sin miedo la exis­tencia de troglodita ratón; a vosotras , inofensivas y dóciles como la paloma y el ant iguo progresista , que confesáis al señor cura pecados tan gordos como no haber besado el pan que recogiste is del suelo, no haber dicho "Jesús, María y José" al es tornudar vuestro novio, o ha­beros fumado algún cigarrillo de vuestro primo sólo por conocer el gusto de l . t a ­baco; a vosotras , tan sensibles como bo­nitas, que os desmayáis en la ópera y en los toros, y que, por todas es tas razones , merecéis que la baronesa del Cedro, a cuya casa vais de tertulia, os l lame su Coro de Angeles; a vosotras , en fin, Elena, Pura, Mariana,' Matilde, El isa , Consolación, reinas de aquellos salones , e s dedico es tas humildes páginas , un po­co verdes en la forma, pero m u y madu­ras en el fondo, y en que me propongo demostraros c larís imamente que, a pe­sar de vues tros celest iales atributos, sois tan crueles y desalmadas, que co­meté is muchas veces los del itos de robo en cuadrilla y de ases inato con ensaña­miento, alevosía y premeditación, sin daros cuenta de lo que hacéis y sin sen­tir después remordimientos, ni m á s ni

menos que si fueseis discípulas o com­pañeras de los más feroces bandidos que suelen expiar sus crímenes en la horca.)

VI

LA CRUCIFIXIÓN

Conque volvamos al baile. Decíamos que entró en él Casimira... ¡Casimira, que, por primera vez desdt

que cumplió doce años, creía en Dios, en la vida, en el amor, en la felicidad..., puesto que creía en Alejandro!

¡Casimira, cuyas pasiones, grandes y pequeñas, habían despertado juntas en violentísimo tumulto, y que iba aquella noche al baile a ostentar su primera con­quista y a vengarse de tantas otras no­ches de soledad, abandono y pena, pa­sadas en aquel mismo salón, delante de aquellas mismas afortunadas hermosu­ras!

¡Casimira, que quitaba un adorador a Mariana, a Elisa, a Matilde, a Pura, a Consolación, a la baronesa del Cedro..., a la dueña de la casa!

¡Casimira, en fin, que, en virtud de todo esto, se había emperejilado de ta! manera, que no había dejado una blon­da ni una cinta en sus cómodas y arma­rios, 'o cual quiere decir que iba muy vistosa, demasiado vistosa, imprudente­mente vistosa, con su vestido verde mar recargado de adornos de mil clases, con su prendido de rosas carmesíes y de plu­mas blancas, con su chaqueta de tul, sus lazos de color de canario, sus mangas bordadas, sus guantes de tres botones su provocativo peinado y su deslumbra­dor aderezo de brillantes!.. .

Estaba horrible, épicamente fea, tan ostensiblemente deforme, que todas las miradas se fijaron en ella, y muy par­ticularmente en su cara...

¡Su cara!... ¡No la describiremos!.. . Somos más piadosos que el Coro de An­geles de la baronesa del Cedro.

Alejandro se acercó a Casimira... Pero aquí necesitamos hacer una ad­

vertencia. N o sé si habréis notado que Alejan­

dro, en medio de sus defectos y de su aparente crueldad, tenía un resto de co­razón. Alejandro, pues, amaba y compa­decía a Casinr.ra... hasta cierto punto.

La amaba porque, efectivii mente, ha­bía hallado en ella todo un océano de amor, todo un mundo de sentimiento, todo un cielo de abnegación, de ternu­ra, de gratitud, de adoración fanática. Lo que no había encontrado en el alma de la baronesa, lo que le negaba el co­razón de Elisa, lo que necesitaba Ale­jandro para vivir, lo que envidiaba al oír los cantos de Saffo, todo lo había logrado en Casimira Fernández.

Y la compadecía porque adivinaba que su vanidad de Tenorio, sobreponiéndose a su razón y a su conciencia, lo alejaría de la infeliz no bien el mundo cruel se riese de su elección... Y el mundo se rei­ría, porque el mundo no puede sufrir en calma que una mujer tan fea como Ca­simira llegue a ser bienaventurada so­bre la tierra.

Por ganar una apuesta, por satisfacer una feroz curiosidad, habíase acercado Alejandro a la joven; pero, no bien va-

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E L CORO D E A N G E L E S 11 — 115

Iuó con la v i s ta aquel ignorado tesoro de heroicas cualidades, quizá se le ocu­rrió ocultar su aventura, amar a Casi­mira en secreto, abismarse a solas en aquel piélago de generosidad, descono­cido hasta entonces para él... ¡Quizá se le ocurrió hacer de ella su madre, su hermana, su amiga, su esposa, la madre de sus hijos, la compañera de su vejez!

Pero ¿ y la apues ta? ¿ Y su amor pro­pio compromet ido? ¿ Y pasar a los ojos de Luis y de Cipriano por pretendiente desdeñado de Casimira?

— ¡ B i e n ! — s e dijo Alejandro definiti­vamente-^—. Soportaré con paciencia una silba la noche de la exhibición.. . ¡Yo ten­go crédito!. . . E s t e amor pasará por una excentricidad... , por una humorada.. . Lu­ciré mi monstruo durante una hora, y luego fingiré que lo abandono.. . Pero no lo abandonaré, sino que seguiré vis i tán­dolo en secreto.

Con tales propósitos , y revest ido del valor de un mártir, sentóse al lado de Casimira y le habló al oído.

La primera que sintió la herida fué la baronesa del Cedro, olvidada por Ale­jandro casi completamente durante aque­llos días, y que, con su inst into de mu­jer enamorada, había sospechado la exis­tencia de una nueva rival.

Llamó, pues, la atención de su Coro de Angeles hacia el es trambót ico grupo que formaban Alejandro y Casimira ha­blándose de amor.. .

El Coro de Angeles se asombró.. . y puso el grito en el cielo...

— ¡ N o s insulta! . . . — ¡ N o s humilla! . . . — ¡ N o s ofende!. . . — ¡ E s menester vengarse!—dijeron a

una voz Zas agraviadas. — ¡ Y ella lo cree!. . . — N o la hacía yo tan tonta.. . — ¿ S a b é i s si ha heredado? Alejandro percibió es ta marea cre­

ciente de sarcasmos que se acercaba ha­cia ellos, y sacó a bailar a Casimira.

Casimira estaba loca de placer. El cie­lo que promete el Evange l io a los man­sos, a los pobres de espíritu, a los que lloran, a los que han hambre y sed de just ic ia; aquel cielo, única esperanza de la pobre fea durante luengos años de so­ledad y pena, habíasele acercado tan sú­bita e inesperadamente , que apenas se daba cuenta del milagro de su reden­ción. ¡Cuánto amaba y bendecía a Dios aquella noche! ¡Qué lluvia de lágrimas ocultas y s i lenciosas refrescaba su cora­zón, prematuramente a g o s t a d o ! ¡Qué hermoso era e! mundo, y qué buena la especie humana, y qué bello y l isonjero el porvenir!

El Coro de Angeles andaba entretan­to por el salón, diciendo:

— ¡ Y la saca a bailar!. . . {&-¡Y ella baila!. . . —¡Conque sabía y se lo callaba!.. . — D e b e m o s dejarlos solos. . . — ¡ E s o es! . . . ¡Una manifestac ión pací­

fica!... —¡Retraigámonos . . . , como los obreros

catalanes cuando se cruzan de brazos y se pasean por la Rambla!

— ¡ D e c l a r é m o n o s en hue lga! —Pero , niñas, ¡eso va a ser una rui­

na para mi ba i l e !—exc lamó la dueña de la casa.

—Se comprende el terror de es tas se­ñoritas — dijo Luis , penetrando en el

grupo—. Al ver bailar a esa mujer no he podido menos de exc lamar: "Vel (Mo­tor naturae patitur, vel mundi machina disolvitur."

Todo el mundo se rió de este latín, sin comprenderlo, y entonces Luis y Cipria­no contaron los amores de Alejandro y Casimira tal como acababan de oírlos de boca del mismís imo héroe.

Las bromas, las burlas, los epigramas, l legaron al extremo.

Alejandro lo veía, lo oía, lo adivinaba todo.

Casimira reparó de pronto en que ha­cía un rato que sólo ella y Alejandro bailaban y en que todo el mundo los se­guía con la v is ta , riendo y cuchicheando.

Parecióle que un puñal le atravesaba el corazón. Miró a Alejandro, y viole pálido y sudoroso, con la expresión de horribles angust ias en el semblante. De­túvole entonces con un movimiento con­vuls ivo, y sonriendo tan mansamente que su resignación habría desarmado a los verdugos de San Bartolomé, pero que no logró desarmar al Coro de Angeles de la baronesa, dijo al conturbado y com­prometido joven:

—¡ Gracias! E s t o y cansada.. . Déjame.. . Da una vuel ta por ahí...

Alejandro aprovechó el permiso y se dirigió en busca de Luis , a fin de pre­guntarle si estaba ya sat is fecho.

—¡ Que sea enhorabuena!—le dijo Ma­tilde al paso.

— ¡ T i e n e usted muy buen gusto! . . . —murmuró Elena a su oído.

—¿Cuándo es la boda?—le preguntó la baronesa sin mirarlo, después de lo cual l lamó con el abanico a un militar muy hermoso que la sol icitaba hacía t iempo, y que inspiraba más odio v des-, pecho que celos y envidia a la satánica vanidad de Alejandro. . .

— ¡ A l fin ha encontrado usted quien le quiera!—le dijo Mariana, entregando una flor al secretario de la Embajada de Tres Estre l las .

—¿Quiere u.ited bailar, E l i sa?—bal ­buceó Alejandro, dirigiéndose a la niña de la calle del Príncipe, a la reina de su corazón, a la esfinge de su vida.

— ¡ L í b r e m e Dios , Alejandro!—respon­dió la joven—. ¡Antes necesita usted que lo pongan en cuarentena, como a ios bu­ques apes tados !

E s t a últ ima herida despertó su rabia, y decidido a rechazar la fuerza con la fuerza, volvióre al lado de Casimira Comprendió que si denotaba debilidad sería devorado por sus enemigos .

—¡Bai laré con ella toda la noche: — p e n s ó — . ¡Yo fat igaré a e sas presumi­das ! ¡Yo les haré ver el temple de mi a lma!

Y dirigiéndose a la f ea : —Casimira. . .—le dijo—. Se me había

olvidado advertirte que no te comprome­tas a bailar con nadie... ¡Quiero ser tu pareja toda la noche!. . .

¡Qué encargo tan inútil y tan irriso­rio !

Pero Casimira dio las gracias al joven con una sublime mirada.

—¿ Oyes ? Tocan el va ls de Strauss que hemos bailado dos noches — prosiguió Ale jandro—. i Bai lémoslo , como brindis • a nuestro amor, que nació al compás de e sas cadencias! . . .

Casimira se resist ió al principio... Luego respondió:

— D e j a que salgan otras parejas. . . —Mira.. . Ya hay tres. ¡Vamos! . . .—re­

plicó Alejandro, trémulo y febril. — P e r o ¿ tú me amas ?—preguntó Ca­

simira con voz agonizante . — ¡ Q u e si te a m o ! — c o n t e s t ó el joven

con voz vibrante y nerviosa—. ¡Como no he amado nunca!. . . ¡Como ninguna mu­jer sino tú merece ser amada!. . . ¡Ven!. . . ¡Ven!. . . ¡Ba i l emos!

—¡Sí. . . , ba i lemos!—repi t ió la fea, cuya alma era teatro de la m á s espantosa lucha.

Toda esta conversación la escuchó El isa .

¡El isa, que venía diputada por el Coro de Angeles para separar a Alejandro de Casimira!

¡El isa, de quien, como sabemos, Ale­jandro estaba perdidamente enamorado, sin saber si era correspondido, pero sos­pechándolo con algún fundamento!

¡El isa , la reina del salón, la niña im­pasible, la de los lánguidos ojos negros , la de la boca de púrpura, la del pecho de diosa, la de manos de maga , la de voz de sirena !...

El i sa , pues, l lamó a Alejandro sin mi­rarlo.

—Perdona—dijo éste a Casimira cuan­do la cuitada se disponía a lanzarse al vals , cuando ya soltaba el abanico so­bre una s i l la—. Perdona.. . Vuelvo al mo­mento. . .

Y se acercó a la imperturbable her­mosura.

— T e n e m o s mucho que hablar, Alejan­dro.. .—dijo El isa .

— ¿ N o s o t r o s , E l i s a ? — e x c l a m ó Alejan­dro, trémulo de júbilo.

—Sí , señor. Sea usted mi pareja en este vals . . .

— E s t e vals . . .—balbuceó Alejandro—lo tengo comprometido. . .

—¿ Con la baronesa ?—preguntó El i sa , fingiendo, o no fingiendo (que esto no lo ha sabido nunca nadie ) , unos celos de-voradores.

— ¡ Y o no tengo compromiso alguno con la baronesa!—murmuró Alejandro valerosamente .

— ¡ A h ! Será con aquella joven.. . ¡con Casimira! Bien.. . , v a y a usted.. . Otro día hablaremos. . . Tenga la bondad de decir a mi primo que lo espero. Ahora caigo en que le había ofrecido bailar con él toda la noche.. .

— ¡ N o . . . , no se lo d iré !—exclamó Ale­jandro, recordando las cosas que pensó ocho días ante.3 en la calle del Príncipe, a las ocho de la mañana.

Y, como siempre que se acercaba a El isa , todo desapareció ante el la: el or­gullo, el honor, la conciencia, la corte­sía, la caridad, y, por consiguiente , des­aparecieron también esta vez Luisa, Ci-priana, la apuesta, la baronesa del Ce­dro y hasta la infortunada Casimira...

¡Oh, s í ! Aquella coqueta de diecisiete años, aquella encantadora E l i sa s iempre sonriente, aquella implacable tentadora era mucho más fuerte que el l ibertino.

¡Ella lo sabía..., y por hacer alarde de esta fuerza quizá sacrificaba diariamen­te su ventura y la de él, en lugar de arrancarlo, con una palabra de cariño, de los brazos de la baronesa!

Alejandro empezó a decirle apasiona­das frases. . . Ella se manifes tó afable co­mo nunca... N o sé cómo se enredaron sus brazos..., y ¡helos ya en el torbelli-

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116 — 12 £»EDRO ANTONIO DE ALARCON

no del va l s , olvidados del mundo y de sí propios, sin memoria de sus resentimien­tos , sin proyectos para el porvenir!

E l i s a era calculadora. La solidez de su talento podía compararse con la de su voluntad. ¿Quién sabe si al aceptar en broma el papel de rival de Casimira, que le había encomendado toda la reunión, satisfizo su propio deseo de bailar con Alejandro aquella noche?

Ello e s que iba ufana, gallarda, vo­luptuosa, en los brazos del amante de la baronesa. El lo e s que los dos se miraban con fuego y se sonreían con dulzura. El le es que formaban un apareja encantado­ra, rica de juventud y de gracia, propia para dar envidia a la invál ida vejez, a la desheredada fealdad, al frío y misan­trópico desengaño.

Prec i samente acabaron de bailar en un extremo del salón opuesto al en que se encontraba Casimira.

Y allí permanecieron hablando media hora.

Y Alejandro preguntó a El i sa , loco de amor y miedo:

— ¿ M e quieres? Y El i sa respondió, con los labios secos

y la mirada a tón i ta : — N o . S u s ojos, entretanto , decían que si. D e lo cual resultó que Alejandro que­

dó para toda la noche a los pies de El isa . — ¿ B a i l a r e m o s la primera po lka?—le

preguntó el joven, desfallecido de ven­tura.

— ¡ S í ! — contestó suavemente El isa , cuya alma nadie hubiera podido sondeai en aquel momento .

—Elisa . . . , ¿ t e acuerdas de Aran juez? —murmuró Alejandro apasionadamente .

— D é j a m e ahora... — replicó ella con una inexplicable mezcla de ternura, de celos, de candidez y de perversidad—. ¡La baronesa nos mira!

E n efecto , .la baronesa principiaba a alarmarse, temiendo que El i sa trabajase y a por su propia cuenta.

Levantóse , pues, la joven y di jo: — B ú s c a m e cuando preludien la polka. Y se alejó en busca de sus amigas , a

procurar, sin duda, que le confirmasen sus poderes, autorizándola a seguir se­duciendo al adorador de la fea.

— ¿ Q u i é n se acerca ahora a Casimi­r a ? — p e n s ó Alejandro al verse so lo—. Me dará quejas.. . , llorará..., y, por otra parte, E l i sa creerá que me burlo de las dos.

Hízose , pues, el distraído. Añádase a esto que Cipriano y Luis

se l legaron a él y le declararon vence­dor, en v i s ta del cariño y de los celos, de la pasión y de la angust ia que reve­laba el rostro de Casimira.

¡Ah, s í ! Casimira es taba pálida como la muer te ; sola, muda, abandonada, pre­sa de la más horrible desesperación.

"Quiero ser tu pareja toda la noche.. ." — l e había dicho Ale jandro—. ¡Y Ale­jandro la había dejado plantada para irse a bailar con E l i s a !

¡Qué burla tan cruel! ¡Qué desencan­to tan doloroso! ¡ Qué groser ía! ¡ Qué in­famia !

E l Coro de Angeles cuchicheaba, la señalaba con el dedo y reía despiadada­mente .

Porque es lo cierto que el dolor le sentaba m u y mal al rostro de Casimira.

E n esto, preludió la orquesta una polka.

Casimira esperó.. . , no y a amor, s ino misericordia de parte de Alejandro.

Pero Alejandro bailó la polka con El isa .

Casimira lloró entonces. . . E l Coro de Angeles se burló de aque­

llas lágrimas y halló ridículos aquellos celos. ¡ E n un baile no se l lora!

E l i sa paró a Alejandro cerca de Ca­simira, sin que él lo notara.

—Habíame de tu nueva conquista. . . — l e dijo con voz de sirena.

— ¡ Q u é cosas t ienes!—repl icó Alejan­dro—. Lo de Casimira ha sido una apues­ta. Pregúntase lo a Luis y a Cipriano... ¿Cómo había yo de amar a esa d i o s a -egipcia ?

Casimira oyó es tas palabras y se des­mayó. . . ¡de v e r a s ! Puedo asegurarlo .

Pero la baronesa creyó que el desma­yo era fingido.

E n cuanto al Coro de Angeles, excu­sado e s decir que halló grotesca la sen­sibil idad de Casimira.

Su prima acudió a socorrerla, di­ciendo :

— ¡ N a d a ! . . . ¡Lo mismo pasó la otra noche! Se ha empeñado en bailar..., y ¡ya se ve! . . . La fal ta de costumbre. . .

Alejandro, causa de tan cómicos acon­tecimientos , fué adorado aquella noche. La belleza estaba vengada.

Casimira volvió en sí, y dejó el salón sin merecer una mirada de Alejandro.

El i sa le daba un dulce en aquel mo­mento y le enseñaba sus nacarados dien­tes .

Luis y Cipriano le ofrecían, además del caballo, un fes t ín en celebridad de su triunfo.

E l Coro de Angeles se contaba todas es tas cosas entre inocentes carcajadas.

Siguió el baile, y al poco t iempo se marchó El isa , sin decir a Alejandro ni que sí ni que no, pero dejándole máe enamorado que nunca.

Alejandro se s int ió entonces inquieto, sin darse cuenta de la causa o no que­riendo dársela tal vez. Por lo v is to , el remordimiento principiaba a agi tar su conciencia. El lo e s que se puso m u y tris­te su alma, en tanto que su rostro son­reía. Por consiguiente, aprovechó el res­to de la noche en reconcil iarse con la baronesa. . . Los criminales gus tan de es­tar juntos .

La baronesa, que era material is ta , aunque se fingía a sí misma que lo igno­raba, firmó las paces al momento .

—Quédate el últ imo. . .—le dijo, como ocho días antes .

Y Alejandro se quedó.

Ocho días después hubo también baile en casa de la baronesa.

Pero no as is t ió Casimira. El Coro de Angeles se rió de su au­

sencia. — ¡ L a aburrimos!—indicó El i sa . — ¡ S e habrá mirado al e spe jo !—aña­

dió Matilde. — ¡ S e habrá retratado al daguerroti­

po!—profirió Mariana. — ¡ S e habrá casado con un c iego!

— m u r m u r ó Consolación. — ¡ O se habrá metido monja!—exc la ­

m ó Elena . — ¡ O se habrá muerto!—dijo la baro­

nesa, sonriendo de una manera indefi­nible.

Entonces empezó un rigodón, dando fin a es tos comentarios.

Alejandro lo bailó con la baronesa, El isa se burlaba de Alejandro y de sí

propia bailando con un majadero. Y nadie volvió a acordarse de Casi­

mira.

v n

M O R A L E J A

¡Casimira! ¡ A h ! ¡Casimira! N o habléis nunca de libertad al pri­

sionero. N o habléis de sus hijos a la madre

que los lloró difuntos y que por miseri­cordia de Dios sobrevivió al pesar.

N o habléis a los ciegos de la belleza de la luz y de los colores.

Dejad tranquilo al que duerme. N o lo despertéis jamás.

Respetad la santa ignorancia de los niños.

No enteréis a los pobres de sus dere­chos sociales si no podéis satisfacerlos.

No hagáis ostentación de vuestro lujo delante de los miserables.

No turbéis la dolorosa tranquilidad del corazón de una fea.

¡Paz a los muertos !

¡Casimira! ¡ A h ! ¡Casimira! El Coro de Angeles la creyó digna de

ser feliz. El Coro de Angeles le robó su felici­

dad. El Coro de Angeles se rió de su des­

dicha. ¡ Casimira ha muerto! Murió de una caída del cielo a la tie­

rra. ¿ N o lo habíais sospechado? Ella peregrinaba tranquila por es te

valle de miserias. Alejandro la levantó... , la sublimó al

empíreo. El Coro de Angeles; vosotras, niñas,

a quienes me dirijo, la empujasteis , pre­cipitándola otra vez contra la tierra.

Ha muerto, pues, asesinada. "Estos delitos no se hallan penados

en ningún código"—diría Balzac. ¡Pero a bien que Dios es tá en los cie­

los!—decimos nosotros. Por de pronto, Alejandro y El isa han

sido bien castigados. Nacieron tan idóneos para agradarse

y para ser el uno la ventura del otro como si estuviesen destinados a vivir perpetuamente unidos; pero una mujer infernal se atravesó entre ellos, separán­dolos para siempre. ¡La baronesa no sólo manchó con sus besos a Alejandro, haciéndole indigno de la adoración de Elisa, sino que acabó por rebajar el ca­rácter de Elisa, induciéndola a casawse con no sé qué pobre hombre! Desde en­tonces, El isa y Alejandro se huyen. Su amor inst intivo se ha convertido en ren­cor y soberbia, y su mutua predestina­ción, en adversidad. Desean odiarse y no pueden, y el tiempo que pasa los con­vence más y más de que ni la dicha ni el olvido calmarán nunca la desespera­ción de sus divorciadas existencias.

La misma baronesa ha encontrado su merecido, pues reemplazó a Alejandro con un capitán de Caballería que, al de-

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EL CORO DE ANGELES 13 — 117

cír de personas autorizadas, suele pegar prosaicas palizas a la pobre señora.

En cuanto a Casimira, podéis es tar se­guros de que su cuerpo no es ya m á s feo ni más bonito que cualquiera otro de los que la t ierra pudre y devoran los gusanos, mientras que su alma, purifi­cada por el martirio, luce en la gloria su imperecedera hermosura rodeada de verdaderos Coros de Angeles.

Madrid, 1858.

E L C L A V ( C a u s a c é l e b r e )

PROLOGO

Fel ipe encendió un cigarro y habló de * a esta manera:

F I N D E L PROLOGO

EL NÚMERO I

Lu que m á s ardientemente desea todo el que pone el pie en el estribo de una diligencia para emprender un largo via­je es que los compañeros de departa­mento que le toquen en suerte sean de amena conversación y tengan sus mis­mos gustos , sus mismos vic ios , pocas impertinencias, buena educación y una franqueza que no raye en famil iaridad.

Porque, como y a han dicho y demos­trado Larra, Kock, Soulié y otros escri­tores de costumbres , es asunto m u y se­rio esa improvisada e ínt ima reunión de dos o más personas que nunca se han visto ni quizá han de volver a verse so­bre la tierra, y dest inadas, sin embargo, por un capricho del azar, a codearse dos o tres días, a almorzar, comer y cenar juntas, a dormir una encima de otra, a manifestarse, en fin, recíprocamente con ese abandono y confianza que no conce­demos ni aun a nuestros mayores ami­gos ; esto es , con los hábitos y flaquezas de casa y de familia.

Al abrir la portezuela acuden tumul­tuosos temores a la imaginación. U n a vieja con asma, un fumador de mal ta­baco, una fea que no tolere el humo del bueno, una nodriza que se maree de ir en carruaje, angel i tos que lloren y de­más, un hombre grave que ronque, una venerable matrona que ocupe as iento y medio, un ing lés que no hable el espa­ñol (supongo que vosotros no habláis e! i n g l é s ) : tales son, entre otros , los t ipos que teméis encontrar.

A l g u n a vez acariciáis la dulce esperan­za de hallaros con una hermosa compa­ñera de v iaje ; por ejemplo, con una viu­dita de veinte a treinta años (y aun de treinta y t r e s ) , con quien sobrellevar a medias las molest ias del camino; pero no bien os ha sonreído es ta idea, cuan­do os apresuráis a desecharla melancó­licamente, considerando que tal ventura sería demasiada para un simple mortal en es te valle de lágrimas y despropó­sitos.

Con tan amargos recelos ponía yo el

pie e n el estribo de la berlina de la di l igencia de Granada a Málaga, a las once menos cinco minutos de una noche del otoño de 1844, noche oscura y tem pestuosa, por m á s señas .

Al penetrar en el coche, con el bille­te número 2 en el bolsillo, mi primer pensamiento fué saludar a aquel i n c ó g nito número 1 que me traía inquieto an tes de serme conocido.

E s de advertir que el tercer as iento de la berlina no estaba tomado, según confesión del mayoral en jefe.

— ¡ B u e n a s noches !—dije , no bien me senté, enfilando la voz hacia el rincón en que suponía a mi compañero de jaula.

U n si lencio tan profundo como la os­curidad reinante s iguió a mis buenas noches.

— ¡ D i a n t r e ! — p e n s é — . ¿Si será sor do... o sorda mi epiceno cofrade?

Y alzando la voz, repet í : — ¡ B u e n a s noches ! Igual si lencio s iguió a mi segunda sa

lutación. — ¿ S i será m u d o ? — m e dije entonces A todo esto, la di l igencia había echa'

lo a andar, digo, a correr, arrastrada por diez briosos caballos.

Mi perplejidad subía de punto. ¿ Con quién iba ? ¿ Con un varón ? ¿ Con

una hembra ? ¿ Con u n a vieja ? ¿ Con una joven?. . . ¿Quién, quién era aquel silen cioso número 1?

Y, fuera quien fuese, ¿por qué calla­ba ? ¿ Por qué no respondía a mi saludo ? ¿ E s t a r í a ebrio? ¿ S e habría dormido? ¿ S e habría m u e r t o ? ¿Ser ía un ladrón?. . .

E r a cosa de encender luz. Pero yo no fumaba entonces , y no tenía fósforos. . .

¿Qué hacer? Por aquí iba en mis reflexiones, cuan­

do se me ocurrió apelar al sentido del tacto, pues que tan ineficaces eran el de la v i s ta y el del oído...

Con m á s t iento, pues, que emplea un pobre diablo para robarnos el pañuelo en la Puerta del Sol extendí la mano de­recha hacia aquel ángulo del coche.

Mi dorado deseo era tropezar con una falda de seda, o de lana, y aun de per­cal...

Avancé , pues. . . ¡ N a d a ! Avancé m á s ; extendí todo el brazo... ¡ N a d a ! Avancé de n u e v o ; palpé con entera

resolución, en un lado, en otro, en los cuatro rincones, debajo de los as ientos , en l a s correas del techo.. .

¡Nada.. . , nada! E n este momento brilló un relámpago

(ya he dicho que había t e m p e s t a d ) , y a su luz sulfúrea vi... ¡que iba completa­mente so lo!

Solté una carcajada, burlándome de mi mismo, y precisamente en aquel instan­te se detuvo la dil igencia.

E s t á b a m o s en el primer relevo. Ya me disponía a preguntarle al ma­

yoral por el viajero que faltaba, cuando se abrió la portezuela, y a la luz de un farol qife l levaba el zagal vi... ¡Me pare­ció un sueño lo que v i !

Vi poner el pie en el estr ibo de la ber­lina (¡de mi departamento! ) a una her­mos í s ima mujer, joven, e legante , pálida, sola, vest ida de luto...

E r a el número 1; era mi antes epice­no compañero de v ia je ; era la viuda de mis e speranzas ; era la realización del

| sueño que apenas había osado concebir; era el non plus ultra de mis i lusiones de viajero.. . ¡Era ella!

Quiero dec ir : había de ser ella con el t iempo.

n

ESCARAMUZAS

Luego que hube dado la mano a la desconocida para ayudarla a subir, y que ella tomó asiento a mi lado, mur­murando un "Gracias... Buenas noches. . ." que me l legó al corazón, ocurrióseme e s t a idea tr is t í s ima y desgarradora:

— ¡ D e aquí a Málaga sólo h a y diecio­cho l e g u a s ! ¡Que no fuéramos a la pen­ínsula de K a m t c h a t k a !

Entre tanto , se cerró la portezuela y quedamos a oscuras .

E s t o significaba ¡no verla! Yo pedía re lámpagos al cielo, como el

Al fonso Munio de la señora Avel laneda, cuando dice:

¡Horrible tempestad, mándame un rayo!

Pero, ¡oh dolor!, la tormenta se reti­raba y a hacia el Mediodía.

Y no era lo peor no verla, s ino que el aire severo y triste de la genti l señora me había impuesto de tal modo, que no me atrevía a cosas ninguna.. .

Sin embargo, pasados a lgunos minu­tos , le hice aquellas primeras preguntas y observaciones de cajón que establecen poco a poco cierta int imidad entre los v ia jeros :

— ¿ V a usted b ien? — ¿ S e dirige usted a Málaga? — ¿ L e ha gustado a usted la A lham-

bra? — ¿ V i e n e usted de Granada? — ¡ E s t á la noche húmeda! A lo que respondió el la: —Gracias . —Sí . — N o , señor. — ¡ O h ! — ¡ P c h i s ! Seguramente , mi compañera de v iaje

tenía poca gana de conversación. Dediquéme, pues, a coordinar mejores

preguntas , y v iendo que no se me ocu­rrían, me puse a reflexionar.

¿ P o r qué había subido aquella mujer en el primer relevo de tiro, y no desda Granada ?

¿ P o r qué iba solat ¿ E r a casada? ¿ E r a v iuda? ¿Era . . .? ¿ Y su t r i s t eza? ¿Quare causa? Sin ser indiscreto no podía hallar la

solución de e s tas cuest iones , y la viaje­ra me gus taba demasiado para que yo corriese el riesgo de parecerle un hom­bre vu lgar dirigiéndole necias pregun­tas .

¡Cómo deseaba que amanec iera! D e día se habla con justificada liber­

tad..., mientras que la conversación a os ­curas t iene algo de tacto , v a derecha al bulto, e s un abuso de confianza...

La desconocida no durmió en toda la noche, según deduje de su respiración y de los suspiros que lanzaba de vez en cuando.. .

Creo inúti l decir que yo tampoco pude coger el sueño.

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118 — 14 PEDRO ANTONIO DE ALARCON

— ¿ E s t á usted ind i spues ta?—le pre­gunté una de las veces que se quejó.

— N o , señor; gracias . Ruego a us ted que se duerma descuidado. . .—respondió con seria afabilidad.

— ¡ Dormirme!—exc lamé . Luego añadí: —Creí que padecía usted. . . — ¡ O h , no..., no padezco!—murmuró

blandamente, pero con un acento en que l legué a percibir cierta amargura.

E l resto de la noche no dio de sí más que breves diálogos como el anterior.

Amanec ió , al fin... ¡Qué hermosa e r a ! Pero ¡ qué sello de dolor sobre su fren­

t e ! ¡Qué lúgubre oscuridad en sus be­llos o j o s ! ¡Qué trágica expresión en todo su semblante! A l g o muy triste había en el fondo de su alma.

Y, sin embargo, no era una de aque­llas mujeres excepcionales , ex travagan­tes , de corte romántico, que v i v c i fuera del mundo devorando a lgún pesar o re­presentando alguna tragedia. . .

Era una mujer a la moda, una e legan­te mujer, de porte dist inguido, cuya me­nor palabra dejaba traslucir una de e sas reinas de la conversación y del buen gus­to, que t ienen por trono una butaca de su gabinete , una carretela en el Prado o un palco en la Opera; pero que callan fuera de su e lemento, o sea fuera del círculo de sus iguales .

Con la l legada del día se a legró algo la encantadora viajera, y y a consist iese en que mi circunspección de toda la no­che y la gravedad de mi fisonomía le ins­pirasen buena idea de mi persona, ya en que quisiera recompensar al hombre a quien no había dejado dormir, fué el caso que inició a su vez las cuest iones de ordenanza:

— ¿ D ó n d e v a u s t e d ? — ¡ V a a hacer buen día! — ¡ Q u é hermoso pa isaje ! A lo que yo contesté más extensamen­

te que ella me había contestado a mí. Almorzamos en Colmenar. Los v iajeros del interior y de la ro­

tonda eran personas poco tratables . Mi compañera se redujo a hablar con­

migo. Excusado es decir que yo es tuve en­

teramente consagrado a ella y que la atendí en la mesa como a una persona real.

De vuel ta en el coche, nos tratábamos ya con a lguna confianza.

E n la mesa habíamos hablado de Ma­drid, y hablar bien de Madrid a una ma­drileña que se halla lejos de la corte e s la mejor de las recomendaciones .

¡Porque nada e s tan seductor como Madrid perdido!

— ¡ A h o r a o nunca, Fe l ipe !—me dije entonces—. Quedan ocho leguas. . . Abor­demos la cuest ión amorosa. . .

m

CATÁSTROFE

¡Desventurado! N o bien dije una pa­labra galante a la beldad, conocí que ha­bía puesto el dedo sobre una herida...

E n el momento perdí todo lo que ha­bía ganado en su opinión.

As í me lo dijo una mirada indefinible que cortó la voz en mis labios.

—Gracias , señor, grac ias—me dijo lue­go, al ver que cambiaba de conversa­ción.

— ¿ H e enojado a usted, s eñora? — S í ; el amor me horroriza. ¡Qué

tr iste e s inspirar lo que se s i ente ! ¿Qué haría yo para no agradar a nadie?

— ¡ A l g o es menester que us ted haga, si no se complace en el daño ajeno! . . . —repuse m u y ser iamente—. La prueba es que aquí me tiene pesaroso de haber­la conocido.. . ¡Ya que no feliz, por lo menos yo vivía ayer en paz..., y ya soy desgraciado, pues que la amo a usted sin esperanza!

— L e queda a usted una sat isfacción, amigo mío. . .—replicó el la sonriendo.

— ¿ C u á l ? — Q u e si no acojo su amor, no es por

ser suyo, sino porque es amor. Puede usted, pues, es tar seguro de que ni hoy, ni mañana, ni nunca.. . obtendrá otro hombre la correspondencia que le niego. ¡Yo no amaré jamás a nadie!

— P e r o ¿por qué, señora? — ¡ P o r q u e el corazón no quiere, por­

que no puede, porque no debe luchar m á s ! ¡Porque he amado has ta el deli­rio... y he sido engañada! E n fin, ¡por­que aborrezco el amor!

¡Magnífico d iscurso! Yo no estaba enamorado de aquella mujer. Inspirába­me .curiosidad y deseo, por lo dist ingui­da y por lo bel la; pero de e s to a una pasión había todavía mucha distancia.

Así , pues, ai escuchar aquellas dolo-rosas y terminantes palabras, dejó la contienda mi corazón de hombre y en­tró en ejercicio mi imaginac ión de ar­t i s ta . Quiere esto decir que comencé a hablar a la desconocida un lenguaje filo­sófico y moral del mejor gusto , con el que logré reconquistar su confianza, o sea que me dijese a lgunas otras genera­lidades melancól icas del género Balzac.

As í l l egamos a Málaga. E r a el ins tante m á s oportuno para sa­

ber el nombre de aquella s ingularís ima señora.

Al despedirme de ella en la Adminis ­tración, le dije cómo me l lamaba, la casa donde iba a parar y mis señas en Ma­drid.

El la me contestó con un tono que nun­ca o lv idaré:

— D o y a usted mil gracias por las amables atenciones que le he merecido durante el viaje , y le suplico que me dispense si le oculto mi nombre, en vez de darle uno fingido, que es con el que aparezco en la hoja...

— ¡ A h ! — respondí — . ¡ Luego nunca volveremos a v e r n o s !

— ¡ N u n c a ! . . . Lo cual no debe pesarle. Dicho esto , la joven sonrió sin ale­

gría, tendióme una mano con exquisi ta gracia y murmuró:

— P i d a us ted a D ios por mí. Y o estreché su mano linda y delica­

da, y terminé con un saludo aquella es­cena, que empezaba a hacerme mucho daño.

E n esto l legó un e legante coche al pa­rador.

U n lacayo con librea negra avisó a la desconocida.

Subió ella al carruaje, sa ludóme de

nuevo y desapareció por la Pu-.rta del Mar.

Dos meses después volví a encontrarla. Sepamos dónde.

IV

OTRO VIAJE

A las dos de la tarde del 1.* de no­viembre de aquel mismo año caminaba yo sobre un mal rocín de alquiler por el arrecife que conduce a ***, villa impor­tante y cabeza de partido de la provin­cia de Córdoba.

Mi criado y el equipaje iban en otro rocín mucho peor.

Dirigíame a *'** con objeto de arren­dar unas tierras y permanecer tres o cuatro semanas en casa del juez de pri­mera instancia, íntimo amigo mío, a quien conocí en la Universidad de Gra­nada cuando'ambos estudiábamos Juris­prudencia, y donde simpatizamos, con­trajimos estrecha amistad y fuimos in­separables. Después no nos habíamos visto en siete años.

Según iba aproximándome a la pobla­ción término de mi viaje, llegaba más dist intamente a mis oídos el melancóli­co clamoreo de muchas campanas que tocaban a muerto...

Maldita la gracia que me hizo tan lú­gubre coicidencia...

Sin embargo, aquel doble no tenía nada de casual, y yo debí contar con el, en atención a ser víspera del día de Di­funtos.

Llegué, con todo, muy de mal humor a los brazos de mi amigo, que me aguar­daba en las afueras del pueblo.

El advirtió al momento mi preocupa­ción, y después de los primeros saludos:

—¿Qué t i enes?—me dijo, dándome el brazo, en tanto que sus criados y el mío se alejaban con las cabalgaduras.

—Hombre, seré franco...—le contes­t é — . Nunca he merecido, ni pienso me­recer, que me eleven arcos de triunfo; nunca he experimentado ese inmenso jú­bilo que llenará el corazón de un gran­de hombre en el momento que un pue­blo alborozado sale a recibirlo, mientras que las campanas repican a vuelo; pero...

—¿Adonde vas a parar? — A la segunda parte de mi discurso.

Y es : que si en este pueblo no he ex­perimentado los honores de la entrada triunfal, acabo de ser objeto de otros muy parecidos, aunque opuestos entera­mente. ¡Confiesa, oh juez de palo- que esos clamores funerales que solemnizar mi entrada en *** hubieran contristado al hombre más jovial daJ universo!

—¡Bravo , Fel ipe!—replicó el juez, a quien l lamaremos Joaquín Zarco—. ¡Vie nea muy a mi gus to ! Esa melancolía cuadra perfectamente a mi tristeza...

— ¡ T ú triste! . . . ¿De cuándo acá? Joaquín se encogió de hombros, y no

sin trabajo retuvo un gemido... Cuando dos amigos que se quieren de

verdad vuelven a verse después de lar­ga separación, parece como que resuci tan todas las penas que no han llorad juntos.

Yo me hice el desentendido por el mo

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E L C L A V O 15 — 119

mentó, y hablé a Zarco de cosas indife­rentes.

En esto penetramos en su e legante casa.

—¡Diantre , amigo mío !—no pude me­nos de exclamar—. ¡Vives muy bien alo­jado!... ¡Qué orden, qué gusto e n . t o d o ! ¡Necio de mí!.. . Ya caigo.. . Te habrás casado...

— N o me he casado. . .—respondió el juez con la voz un poco turbada—. ¡No me he casado, ni me casaré nunca!. . .

—Que no te has casado, lo creo, su­puesto que no me lo has escrito.. . ¡Y la cosa valía la pena de ser contada! Pero eso de que no te casarás nunca, no me parece tan fácil ni tan creíble.

— ¡ P u e s te lo juro!—repl icó Zarco so­lemnemente.

—¡Qué rara metamorfos i s ! — repuse yo—. Tú, tan partidario siempre del sép­timo sacramento; tú, que hace dos añoo me escribías aconsejándome que me ca­sara, ¡salir ahora con esa novedad!. . . Amigo mío, ¡a ti te ha sucedido algo, y algo muy penoso!

— ¿ A m í ? — dijo Zarco estremecién­dose.

— ¡ A t i !—proseguí y o — . ¡Y vas a con­tármelo! Tú vives aquí solo, encerrado en la grave circunspección que exige tu destino, sin un amigo a quien referir tus debilidades de mortal.. . Pues bien, cuén-tamelo todo, y veamos si puedo servirte de algo.

El juez me es trechó las manos , di­ciendo:

—Sí..., sí... ¡Lo sabrás todo, amigo mío! ¡Soy muy desventurado!

Luego se serenó un poco, y añadió se­camente :

—Vístete . Hoy va todo el pueblo a vi­sitar el cementerio, y parecería mal que yo faltase. Vendrás conmigo. La tarde está buena, y te conviene andar a pie para descansar del trote del rocín. El cementerio se halla situado en medio de un hermoso campo, y no te disgustará el paseo. Por el camino te contaré la his­toria que ha acibarado mi existencia, y verás si tengo o no tengo mot ivos para renegar de las mujeres .

Una hora después caminábamos Zarco y yo en dirección al cementerio.

Mi pobre " ^ i g o me habló de esta ma­nera:

V

MEMORIAS DFJ UN JUEZ DE PRIMERA INSTANCIA

1

Hace dos años que, estando de promo­tor fiscal en obtuve licencia para pasar un mes en Sevilla.

En la fonda en que me hospedé vivía hacía algunas semanas cierta e legante y hermosísima joven, que pasaba por viu­da, cuya procedencia, así como el objeto que la retenía en Sevilla, eran un mis­terio para los demás huéspedes .

Su soledad, su lujo, su falta de rela­ciones y el aire de tristeza que la envol­vían daban pie a mil conjeturas, todo lo cual, unido a su incomparable belleza y a la inspiración y gusto con que tocaba el piano y cantaba, no tardó en desper­

tar en mi alma una invencible inclina­ción hacia aquella mujer.

Sus habitaciones estaban exactamente encima de las mías , de modo que la oía cantar y tocar, ir y venir, y has ta co­nocía cuándo se acostaba, cuándo se le­vantaba y cuándo pasaba la noche en ve la—cosa muy frecuente—. Aunque, en vez de comer en la mesa redonda, se hacía servir en su cuarto, y no iba nun­ca al teatro, tuve ocasión de saludarla varias veces, ora en la escalera, ora en alguna tienda, ora de balcón a balcón, y al poco t iempo los dos es tábamos se­guros del placer con que nos ve íamos .

Tú lo sabes. Yo era grave, aunque no triste, y esta circunspección mía cuadra­ba perfectamente a la retraída exis ten­cia de aquella mujer, pues ni nunca le dirigí la palabra, ni procuré vis i tarla en en su cuarto, ni la perseguí c*n enojosa curiosidad, corno otros habitantes de la fonda.

E s t e respeto a su melancol ía debió de halagar su orgullo de paciente; dígolo porque no tardó en mirarme con cierta deferencia, cual si ya nos hubiésemos re­velado el uno al otro.

Quince días habían transcurrido de esta manera, cuando la fatalidad.. . , na­da más que la fatalidad... , me introdujo una noche en el cuarto de la descono­cida.

Como nuestras habitaciones ocupaban idént ica s i tuación en el edificio, salvo el es tar en pisos diferentes, eran sus en­tradas iguales . Dicha noche, pues, al vol­ver del teatro, subí distraído m á s esca­leras de las que debía, y abrí la puerta de su cuarto, creyendo que era la del mío.

La hermosa estaba leyendo, y se so­bresaltó al verme. Yo me aturdí de ta¡ modo, que apenas pude disculparme; pe­ro mi misma turbación y la prisa con que intenté irme la convencieron de que aquella equivocación no era una farsa. Retúvome, pues, con exquis i ta amabili­dad, para demostrarme—dijo—que creía en mi buena fe y que no estaba incomo-d.ada conmigo, acabando por suplicarme que me equivocara otra vez deliberada­mente, pues no podía tolerar que una persona de mis condiciones de carácter pasase las noches en el balcón oyéndola cantar—como ella me había visto—, cuando su pobre habilidad se honraría, con que yo le prestase atención más de cerca.

A pesar de todo, creí de mi deber no tomar asiento en aquella noche, y salí.

Pasaron tres días, durante los cuales tampoco me atreví a aprovechar el ama­ble ofrecimiento de la bella cantora, aun a r iesgo de pasar por descortés a sus ojos. ¡Y era que estaba perdidamente enamorado de ella; era que conocía que en unos amores con aquella mujer no po­día haber término medio, sino delirio de dolor o delirio de ventura; era que le te­mía, en fin, a la*atmósfera de tristeza que la rodeaba!

Sin embargo, después de aquellos tres días subí al piso segundo.

Permanecí alli toda la ve lada; la joven me dijo l lamarse Blanca y ser madrile ña y v iuda; tocó el piano, cantó, hízome mil preguntas acerca de mi persona, pro­fesión, estado, familia, etc., y todas sus palabras y observaciones me complacie­

ron y enajenaron.. . Mi a lma fué desde aquella noche esc lava de la suya.

A la noche s iguiente volví , y a la otra noche también, y después todas las no­ches y todos los días.

N o s amábamos , y ni una palabra de amor nos habíamos dicho.

Pero, hablando del amor, habíale yo encarecido var ias veces la importancia que daba a es te sent imiento , la vehe­mencia de mis ideas y pas iones y todo lo que necesitaba mi corazón para ser feliz.

Ella, por su parte, me había manifes­tado que pensaba del mismo modo.

— Y o — d i j o una noche—me casé sin amor a mi marido. Poco t iempo des* pues.. . lo odiaba. H o y ha muerto. ¡Sólo Dios sabe cuánto he sufr ido! Yo com­prendo el amor de es ta suerte : e s la glo­ria o e s el infierno. Y para mí, hasta ahora, ¡s iempre ha sido el infierno!

Aquel la noche no dormí. La pasé analizando las ú l t imas pala­

bras de Blanca. ¡Qué superst ic ión la m í a ! Aquel la mu

jer me daba miedo. ¿Llegar íamos a ser, yo su gloria y ella mi infierno?

Entretanto , expiraba el mes de licen­cia.

Podía pedir otro pretextando una en­fermedad.. . Pero ¿debía hacer lo?

Consulté a Blanca. — ¿ P o r qué me lo pregunta us ted ^

mí?—repuso ella, cogiéndome una mano. — M á s claro, Blanca. . .—respondí—. Yo

la amo a usted.. . ¿ H a g o mal en amarla? — ¡ N o ! — d i j o Blanca palideciendo. Y sus ojos negros dejaron escapar dos

torrentes de luz y de voluptuosidad. . .

II

Pedí, pues, dos meses de licencia, y me los concedieron, gracias a ti. ¡Nunca me hubieras hecho aquel favor!

Mis relaciones con Blanca no fueron amor: fuero delirio, locura, fanat i smo.

Lejos de atemperarse mi frenesí con la poses ión de aquella mujer extraordi­naria, se exacerbó más y m á s : cada día que pasaba descubría yo nuevos tesoro? de ventura, nuevos manant ia les de feli­cidad...

Pero en mi alma, como en la suya, brotaban al propio t iempo mister iosos temores .

¡Temíamos perdernos! . . . E s t a era la fórmula de nuestra inquietud.

Los amores vulgares neces i tan ei mie­do para al imentarse, para no decaer. Por eso se ha dicho que toda relación ilegí­t ima es m á s vehemente que el matrimo­nio. Pero un amor como el nuestro ha­llaba recónditos pesares en su precario porvenir, en su inestabil idad, en su ca­rencia de lazos indisolubles. . .

Blanca me decía: -—Nunca esperé ser amada por un

hombre como tú, y, después de ti, no veo amor ni dicha posibles para mi corazón. Joaquín, un amor como el tuyo era Ta necesidad de mi v ida: moría ya sin él; sin él, moriría mañana. . . Dime que nun­ca me olvidarás.

—¡Casémom s, Blanca!—respondía yo, Y Blanca inclinaba la cabeza con an­

gust ia . — ¡ S í , casémonos !—volv ía yo a decir.

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s in comprender aquella muda desespera­ción.

— ¡ Cuánto me amas!—repl icaba el la—. Otro hombre en tu lugar rechazaría esa idea si yo s e la propusiese . Tú, por el contrario. . .

— Y o , Blanca, e s t o y orgulloso de t i ; quiero os tentarte a los o jos del mundo, quiero perder toda zozobra acerca del t iempo que vendrá, quiero saber que eres mía para s iempre. Además , tú co­noces mi carácter, sabes que nunca tran­sijo en mater ias de honra.. . P u e s b ien: la sociedad en que v iv imos l lama crimen a nuestra dicha... ¿ P o r qué no hemos de redimirnos al pie del a l tar? ¡Te quiero pura, t e quiero noble, te quiero s a n t a ! ¡Te amaré entonces m á s que hoy! . . . ¡Acepta mi m a n o !

— ¡ N o puedo!—respondía aquella mu­jer incomprensible .

Y e s te debate se reprodujo mil vece3. U n día que yo peroré largo rato con­

tra el adulterio y contra toda inmorali­dad, Blanca se conmovió extraordinaria­m e n t e ; lloró, me dio las gracias y repi­t ió lo de cos tumbre:

— ¡ C u á n t o me a m a s ! ¡Qué bueno, qué grande, qué noble e r e s !

A todo esto , expiraba la prórroga de mi l icencia.

Érame necesario vo lver a mi destino, y así se lo anuncié a Blanca.

— ¡ Separarnos !—gri tó con infinita an-* gust ia .

— ¡ T ú lo has quer ido!—contes té . — ¡ E s o e s imposible! . . . Y o te idolatro,

Joaquín. —Blanca , yo t e adoro. — A b a n d o n a tu carrera... Yo s o y rica...

¡Viv iremos juntos !—exc lamó, tapándo­me la boca para que no replicara.

La besé la mano y respondí: — D e mi esposa aceptaría esa oferta,

haciendo todavía un sacrificio... Pero de ti . . .

— ¡ D e mí!—respondió l lorando—. ¡De la madre de tu h i jo !

— ¿ Q u i é n ? ¡Tú! ¡Blanca! . . . —Sí.. . , Dios acaba de decirme que soy

madre.. . ¡Madre por primera v e z ! ¡Tú has completado mi vida, Joaquín, y no bien gusto la fruición de es ta bienaven­turanza absoluta, quieres desgajar el árbol de mi d icha! ¡Me das un hijo y me abandonas tú! . . .

— ¡ S é mi esposa, B lanca!—fué mi úni­ca contes tac ión—. Labremos la felicidad de ese ángel que l lama a las puertas de la vida.

Blanca permaneció mucho t iempo si­lenciosa.

Luego levantó la cabeza con una tran­quilidad indefinible y murmuró:

— S e r é tu esposa. — ¡ G r a c i a s ! ¡Gracias, Blanca m í a ! — E s c u c h a — d i j o al poco r a t o — ; no

quiero que abandones tu carrera... — ¡ A h ! ¡Mujer subl ime! — V e t e a tu Juzgado.. . ¿Cuánto t iem­

po tardarás en arreglar allí tus asuntos , sol icitar del Gobierno m á s l icencia y vol­ver a Sevi l la?

— U n mes . — U n mes. . .—repuso Blanca—. ¡B ien!

Aquí te espero. Vue lve dentro de un mes, y seré tu esposa. H o y somos 15 de abril... ¡El 15 de mayo , s in fa l ta !

— ¡ S i n fa l ta ! — ¿ M e lo juras?

— T e lo juro. — ¡ A ú n otra vez!—repl icó Blanca. — T e lo juro. — ¿ M é a m a s ? — C o n toda mi vida. — P u e s vete , y ¡vue lve ! Adiós. . . Dijo, y me suplicó que la dejara y que

partiese sin perder momento . Despedíme de ella y partí a *** aquel

mismo día.

I I I

Llegué a ***. Preparé mi casa para recibir a mi es­

posa; sol icité y obtuve, como sabes, otro mes de licencia, y arreglé todos mis asuntos con tal eficacia, que al cabo de quince días me vi en l ibertad de volver a Sevilla.

Debo advertirte que durante aquel me­dio mes no recibí ni una sola carta de Blanca, a pesar de haberle yo escrito seis . E s t a circunstancia me tenía viva­mente contrariado. Así fué que aunque sólo había transcurrido la mitad del pla­zo que mi amada me concediera, salí para Sevilla, adonde l legué el día 30 de abril.

Inmediatamente m e dirigí a la fonda que había sido nido de nuestros amores.

Blanca había desaparecido dos días después de mi partida, sin dejar razón del punto a que se encaminaba.

¡ Imagínate el dolor de mi desengaño! ;No escribirme que se marchaba! ¡Mar­charse sin dejar dicho adonde se diri­g í a ! ¡Hacermo perder completamente su ras tro! ¡Evadirse , en fin, como una cri­minal cuyo delito se ha descubierto!

N i por un instante me ocurrió per­manecer en Sevil la has ta el 15 de mayo, aguardando a ver si regresaba B l a n c a -La violencia de mi dolor y de mi indig­nación y el bochorno que sent ía por ha­ber aspirado a la mano de semejante aventurera no dejaban lugar a ninguna esperanza, a n inguna i lusión, a ningún consuelo. Lo contrario hubiera sido ofen­der mi propia conciencia, que y a ve ía en Blanca el ser odioso y repugnante que el amor o el deseo habían disfrazado has­ta entonces. . . ¡Indudablemente, era una mujer l iv iana e hipócrita, que me amó sensualmente , pero que, previendo la ha bitual mudanza de su caprichoso cora­zón, no pensó nunca en que nos casá­ramos ! Host igada , al fin, por mi amor y mi honradez, había ejecutado una torpe comedia, a fin de escaparse impunemen­te. ¡Y en cuanto a aquel hijo anunciado con tanto júbilo, tampoco me cabía ya duda de que era otra ficción, otro enga­ño, otra sangrienta burla!. . . ¡Apenas se comprendía semejante perversidad en una criatura tan bella y tan in te l igente !

Tres días nada más es tuve en Sevilla, y el 4 de mayo me marché a la corte, renunciando a mi destino, para ver si mi famil ia y el bullicio, del mundo me ha­cían olvidar a aquella mujer, que suce­s ivamente había sido para mí la gloria y el infierno.

Por últ imo, hace cosa de quince me­ses que tuve que aceptar el Juzgado de este pueblo, donde, como has v i s to , no vivo m u y contento que digamos, s iendo lo peor de todo que, en medio de mi abo­rrecimiento a Blanca, detes to mucho más

a las demás mujeres... por la sencilla ra­zón de que no son ella...

¿Te convences ahora de que nunca lle­garé a casarme?

VI

EL CUERPO DEL DELITO

Pocos segundos después de terminar mi amigo Zarco la relación de sus amo­res l legamos al cementerio.

E l cementerio de *** no es otra cosa que un campe yermo y solitario, sem­brado de cruces de madera y rodeado por una tapia. Ni lápidas ni sepulcros turban la monotonía de aquella mansión. Allí descansan, en la fría tierra, pobres y ricos, grandes y plebeyos, nivelados por la muerte.

En estos pobres cementerios, que tan­to abundan en España y que son acaso los más poéticos y los más propios de sus moradores sucede con frecuencia que para sepultar un cuerpo es menes­ter exhumar otro, o, mejor dicho, que cada dos años se echa una nueva capa de muertos sobre la tierra. Consiste esto en la pequenez del recinto, y da por re­sultado que alrededor de cada nueva zanja hay mil blancos despojos que de tiempo en tiempo son conducidos al osa­rio común.

Yo he visto más de una vez estos osa­rios... ¡ Y en verdad que merecen ser vis­t o s ! Figuraos, en un rincón del campo­santo, una especie de pirámide de hue­sos, una colina de multiforme marfil, un cerro de cráneos, fémures, canillas, hú­meros, clavículas rotas, columnas espi­nales desgranadas, dientes sembrados acá y allá, costillas que fueron armadu­ras de corazones, dedos diseminados... , y todo ello seco, frío, muerto, árido... ¡Fi­guraos, figuraos aquel horror!

Y ¡qué contactos! Los enemigos, los rivales, los esposos, los padres y sus hi­jos, no sólo juntos, sino revueltos, mez­clados por pedazos, como trillada mies, como rota paja... Y ¡ qué desapacible rui­do cuando un cráneo choca con otro o cuando baja rodando desde la cumbre por aquellas huecas astillas de antiguos hombres! Y ; qué risa tan insultante tie­nen las calaveras!

Pero volvamos a nuestra historia. Andábamos Joaquín y yo dando sacri­

legamente con el pie a tantos restos in­animados, ora pensando en el día que otros pies hollarían nuestros despojos, ora atribuyendo a cada hueso una his­toria; procurando hallar el secreto de la vida en aquellos cráneos donde acaso moró el genio o bramó la pasión, y ya vacíos como celda de difunto fraile, o adivinando otras veces (por la configu­ración, por la dureza y por la dentadu­ra) si tal calavera perteneció a una mu­jer, a un niño o a un anciano, cuando las miradas i e i juez quedaron fijas en uno de aquellos globos de marfil...

—¿ Qué es esto ? — exclamó, retroce­diendo un poco—. ¿Qué es esto, amigo mío? ¿ N o es un clavo?

Y así hablando, daba vueltas con el bastón a un cráneo, bastante fresco to­davía, que conservaba algunos espesos mechones de pelo negro.

Miré, y quedé tan asombrado come

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mi amigo.. . ¡Aquel la calavera estaba atravesada por un clavo de hierro!

La chata cabeza de es te clavo asoma ba por la parte superior del hueso coro­nal, mientras que la punta sal ía por el que fué cielo de la boca.

¿Qué podía significar aquel lo? D e la extrañeza pasamos a las conje­

turas, ¡y de las conjeturas al horror!. . . —¡Reconozco la Providencia!—excla­

mó finalmente Zarco—. ¡He aquí un es­pantoso crimen que iba a quedar impune y que se delata por sí mismo a la jus­t icia! ¡Cumpliré con mi deber, tanto más cuanto que parece que el mismo Dios me lo ordena directamente al po­ner ante mis ojos la taladrada cabeza de la v í c t ima! ¡Ah, sí!.. . ¡Juro no des­cansar hasta que el autor de e s te horri­ble delito expíe su maldad en el cadalso!

r v n

PRIMERAS DILIGENCIAS

Mi amigo Zarco era un modelo de jue­ces.

Recto, infat igable , aficionado, tanto como obligado, a la administración de justicia, vio en aquel asunto un campo vast ís imo en que emplear toda su inte­ligencia, todo su celo, todo su fanat i s ­mo (perdonad la palabra) por e l cumpli­miento de la ley.

Inmediatamente hizo buscar a un es­cribano, y dic principio al proceso.

Después de extendido tes t imonio de aquel hal lazgo, l lamó al enterrador.

El lúgubre personaje se presentó ante la ley pálido y tembloroso. ¡A la ver­dad, entre aquellos dos hombres , cual­quier escena tenía que ser horrible! Re­cuerdo l i teralmente su d iá logo:

El juez.—¿ De quién puede ser es ta ca­lavera ?

El sepulturero.—¿Dónde la ha encon­trado vues tra señoría?

El juez.—En este mismo sit io. El sepulturero.—Pues entonces , perte­

nece a un cadáver que, por e s t a r ya algo pasado, desenterré ayer para sepultar a una v ieja que murió anteanoche.

El juez.—¿Y por qué exhumó usted ese cadáver, y no otro más ant iguo?

El sepulturero.—Ya lo he dicho a vues ­tra señoría: para poner a la v ieja en su lugar. ¡El Ayuntamiento no quiere con­vencerse de que e s te cementerio es muy chico para tanta gente como se muere ahora! ¡As í es que no se deja a los muertos secarse en la t ierra, y tengo que trasladarlos medio v i v o s al osario común!

El juez.—¿Y podrá saberse de quién es el cadáver a que corresponde es ta ca­beza?

El sepulturero.—No es m u y fácil , se­ñor.

El juez.—Sin embargo, ¡ello ha de ser ! Conque piénselo us ted despacio.

El sepulturero.—Encuentro un medio de saberlo...

El juez.—Dígalo usted . El sepulturero. — La caja de aquel

muerto se hallaba en regular estado cuando la saqué de la tierra, y me la llevé a mi habitación para aprovechar las tablas de la tapa. Acaso conserven alguna señal , como iniciales , ga lones o

cualquiera otra de e sas cosas que se e s ­t i lan ahora para adornar los ataúdes. . .

El juez.—Veamos esas tablas . E n tanto que e l sepulturero traía los

f ragmentos del ataúd, Zarco mandó a un alguacil que envolv iese el mister ioso cráneo en un pañuelo, a fin de l levárselo a su casa.

E l enterrador l legó con las tablas . Como esperábamos, encontráronse en

una de e l las a lgunos j irones de galón dorado, que, sujetos a la madera con ta­chuelas de metal , habrían formado le­t ras y números. . .

Pero el galón es taba roto, y era im­posible restablecer aquellos caracteres .

N o desmayó, con todo, mi amigo, s ino que hizo arrancar completamente el ga­lón, y por las tachuelas , o por las pun­turas de otras que había habido en la tabla, recompuso las s iguientes c i fras:

A. G. R. * 1843

R. I. P.

Zarco radió en entus iasmo al hacer e s te descubrimiento.

— ¡ E s bas tante ! ¡ E s demas iado!—ex­clamó gozosamente—. ¡As ido de esta hebra, recorreré el laberinto y lo des­cubriré todo!

Cargó el a lguaci l con la tabla, como había cargado con la calavera, y regre­samos a la población.

Sin descansar un momento nos dirigi­mos a la parroquia más próxima.

Zarco pidió al cura el libro de sepe­lios de 1843.

Recorriólo el escribano hoja por hoja, partida por partida.. .

Aquel las iniciales , A. G. R., no co­rrespondían a ningún difunto.

P a s a m o s a otra parroquia. Cinco t iene la v i l la: a la cuarta que

v i s i tamos halló el escribano e s t a partida de sepe l io :

"En la ig les ia parroquial de San de la vi l la de*** , a 4 de mayo de 1843, se hicieron los oficios de funeral, con­formes a entierro mayor, y se dio sepul­tura en el cementerio común a D. Alfon­so Gutiérrez del Romeral, natural y , v e ­cino que fué de e s ta población, el cual no recibió los Santos Sacramentos ni tes tó , por haber muerto de apoplejía ful­minante , en la noche anterior, a la edad de treinta y un años. E s t u v o casado cou doña Gabriela Zahara del Valle, natural de Madrid, y no deja hijos . Y para que conste, e t c . . "

Tomó Zarco un certificado de e s ta partida, autorizado por el cura, y re­gresamos a nuestra casa.

Por el camino dijo el juez: — T o d o lo veo claro. A n t e s de ocho

días habrá terminado este proceso, que tan oscuro se presentaba hace dos horas. Ahí l levamos una apoplejía fulminante de hierro, que t iene cabeza y punta, y que dio muerte repentina a un don Al­fonso Gutiérrez del Romeral. E s decir: t enemos el clavo... Ahora sólo me fal ta encontrar el martillo,

v m

DECLARACIONES

U n vecino dijo: \ Que don Al fonso Gutiérrez del Rome­

ral, joven y rico propietario de aquella población, residió a lgunos años en Ma­drid, de donde volvió en 1840 casado con una bell ís ima señora l lamada doña Ga­briela Zahara:

Que el declarante había ido a lgunas nohes de tertul ia a casa de los recién casados, y tuvo ocasión de observar la paz y ventura que reinaban e n el matri ­monio :

Que cuatro meses antes de la muerte de don Al fonso había marchado su espo­sa a pasar una temporada en Madrid con su famil ia, s egún expl icación del mismo marido:

Que la joven regresó e n los ú l t imos días de abril, o sea tres meses y medio después de su part ida:

Que a los ocho días de s u l legada ocu­rrió la muerte de don A l f o n s o :

Que habiendo enfermado la v iuda a consecuencia del sent imiento que le cau­só esta pérdida, mani fes tó a sus amigos que le era insoportable vivir en un pue­blo donde todo le hablaba de su querido y malogrado esposo, y se marchó para s iempre a mediados de mayo , diez o doce días después de la muerte de su e s p o s o :

Que era cuanto podía declarar, y la verdad, a cargo del juramento que había prestado, e tc .

Otros vecinos prestaron declaraciones casi idént icas a la anterior.

L o s criados del difunto Gutiérrez di­jeron :

Después de repetir los da tos de la ve­cindad:

Que la paz del matr imonio no era tan­ta como se decía de público:

Que la separación de tres meses y me­dio que precedió a los ú l t imos ocho días que vivieron juntos los esposos fué un tácito rompimiento, consecuencia de pro­fundos y mister iosos d i sgus tos que me­diaban entre ambos jóvenes desde el principio de su matr imonio:

Que la noche en que murió su amo se reunieron los esposos en la alcoba nup­cial, como lo verificaban desde la vuelta de la señora, contra su ant igua costum­bre de dormir cada uno en su respect ivo cuarto :

Que a media noche los criados oyeron sonar v io lentamente la campanilla, a cu­yo repiqueteo se unían los desaforados gr i tos de la señora:

Que acudieron, y vieron salir a és ta de la cámara nupcial con el cabello en desorden, pálida y convulsa, gri tando, entre amarguís imos so l lozos:

—-¡Una apoplej ía! ¡ U n médico! ¡Al­fonso m í o ! ¡El señor se muere! . . .

Que penetraron en la alcoba, y vieron a su amo tendido sobre el lecho y ya ca­dáver, y que habiendo acudido un mé­dico, confirmó que don Al fonso había muerto de una congest ión cerebral.

El médico. Preguntado al tenor de la cita que precede, d i jo: Que era cierta en todas sus partes .

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• E l mismo médico y otros dos faculta­t i v o s :

Habiéndoseles puesto de manifiesto la calavera de don Alfonso, y preguntados sobre si la muerte recibida de aquel mo­do podía aparecer a los ojos de la cien­cia como apoplejía, dijeron que sí.

E n t o n c e s dictó mi amigo el s iguiente a u t o :

"Considerando que la muerte de don Al fonso Gutiérrez dsl Romeral debió ser ins tantánea y subsiguiente a la intro­ducción del clavo en su cabeza:

"Considerando que cuando murió es ­taba solo con su e sposa en la alcoba nup­c ia l :

"Considerando que es imposible atri­buir a suicidio una muerte semejante , por las dificultades mater ia les que ofre­ce su perpetración con mano propia.

"Se declara reo de es ta causa, y auto­ra de la muerte de don Alfonso , a su es­posa, doña Gabriela Zahara del Valle , para cuya captura se expedirán los opor­tunos exhortos , etc. , etc."

— D i m e , Joaquín.. . — pregunté yo al juez—, ¿crees que se capturará a Ga­briela Zahara?

— ¡ Indudablemente! — ¿ Y por qué lo aseguras ? —Porque , en medio de e s t a s rut inas

judiciales , h a y cierta fatal idad dramá­tica que no perdona nunca. Más c laro: cuando los huesos salen de la tumba a declarar, poco les queda que hacer a los tr ibunales .

I X

EL HOMBRE PROPONE...

A pesar de las esperanzas de mi ami­g o Zarco, Gabriela Zahara no pareció.

Exhor tos , requis i tor ias: todo fué in­úti l .

Pasaron tres meses . L a causa se sentenció en rebeldía. Yo abandoné la vil la de ***, no sin

prometerle a Zarco volver al año si­guiente .

X

UN DÚO EN "MI" MAYOR

Aquel invierno lo pasé en Granada. E r a s e una noche en que había gran

baile en casa de la riquísima señora de X..., la cual había tenido la bondad de convidarme a la fiesta.

A poco de l legar a aquella magnífica morada, donde estaban reunidas todas las célebres hermosuras de la aristocra­cia granadina, reparé en una bell ís ima mujer, cuyo rostro habría dist inguido entre mil otros semejantes , suponiendo que Dios hubiese formado alguno que se le pareciera.

¡ E r a mi desconocida, mi mujer miste­riosa, mi desengañada de la dil igencia, mi compañera de viaje, el número 1 de que os hablé ai principio de es ta rela­c ión!

Corrí a saludarla, y el la me reconoció en el acto .

— S e ñ o r a — l e dije—, he cumplido a us­ted mi palabra de no buscarla. H a s t a ig­

noraba que podía encontrar a usted aquí. A saberlo, acaso no hubiera venido, por temor a ser a us ted enojoso. U n a vez ya delante de usted, espero que me diga si puedo reconocerla, si me es dado hablar­le, si ha cesado el entredicho que m e ale-alejaba de usted.

— V e o que es usted vengat ivo . . .—me contestó graciosamente , a largándome la m a n o — . Pero yo le perdono. ¿ Cómo es tá u s t e d ?

— ¡ E n verdad que lo ignoro!—respon­dí—. Mi salud, la salud de mi a lma —pues no otra cosa me preguntará us­ted en medio de un bai le—depende de la salud de su a lma de usted. E s t o quie­re decir que mi dicha no puede ser s ino un reflejo de la suya. ¿ H a sanado e se pobre corazón?

— A u n q u e la galantería le prescribía a usted desear lo—contes tó la dama—, y mi aparente jovial idad h a g a suponerlo, usted sabe..., lo mismo que y o — , que las heridas del corazón no se curan.

— P e r o se tratan, señora, como dicen los facu l ta t ivos ; se hacen l levaderas; se t iende una piel rosada sobre la roja ci­catriz; se edifica una i lusión sobre un desengaño. . .

— P e r o esa edificación es falsa. . . — ¡ C o m o la primera, señora; como to­

d a s ! Querer creer, querer gozar..., he aquí la dicha. Mirabeau, moribundo, no aceptó el generoso ofrecimiento de un joven que quiso transfundir toda su san­gre en las empobrecidas arter ias del grande hombre.. . ¡ N o s e a us ted como Mirabeau! ¡Beba us ted nueva vida en ei primer corazón v irgen que le ofrezca su rica sav ia ! Y pues no gus ta usted de ga­lanterías , le añadiré, en abono de mi con­sejo , que al hablar así no defiendo m i s intereses .

— ¿ P o r qué dice usted eso ú l t imo? — P o r q u e y o también tengo algo de

Mirabeau, no en la cabeza, s ino en la sangre. Neces i to lo que usted.. . ¡ U n a pri­mavera que m e vivif ique!!

— ¡ S o m o s m u y desdichados! E n fin..., us ted tendrá la bondad de no huir de mí en adelante. . .

—Señora , iba a pedirle a us ted permi­so para vis i tarla .

N o s despedimos. — ¿ Q u i é n e s e s ta mujer?—pregunté a

un amigo. — U n a americana que se l lama Mer­

cedes de Méridanueva — me contestó —. E s todo lo que sé, y mucho m á s de lo que se sabe generalmente .

X I

F A T A L I D A D

Al día s iguiente fui a v i s i tar a mi nue­va amiga a la Fonda de los Siete Suelos, de la Alhambra.

La encantadora Mercedes me trató co­mo a un amigo ínt imo y me invi tó a pa­sear con ella por aquel edén de la N a t u ­raleza y templo del arte y a acompañar­la luego a comer.

D e muchas cosas hablamos durante las seis horas que e s tuv imos juntos , y como el t ema a que siempre vo lv íamos era el de los desengaños amorosos , hube de con­

tarle la historia de los amores de mi amigo Zarco.

El la la oyó muy atentamente, y cuan­do terminé se echó a reír y me dijo:

—Señor don Felipe, sírvale a usted eso de lección para no enamorarse nunca de mujeres a quienes no conozca...

— ¡ N o vaya usted a creer—respondí con viveza—que he inventado esa histo­ria o se la he referido por que me figure que todas las damas misteriosas que se encuentra uno en viaje son como la que engañó a mi condiscípulo!.. .

—Muchas gracias.. . Pero ho s iga us­ted—replicó, levantándose de pronto—. ¿Quién duda de que en la Fonda de los Siete Suelos, de Granada, pueden alojar­se mujeres que en nada se parezcan a esa que tan fáci lmente se enamoró de su amigo de usted en la fonda de Sevil la? E n cuanto a mí, no hay riesgo de que me enamore de nadie, puesto que nunca ha­blo tres veces con un mismo hombre...

— ¡ S e ñ o r a ! ¡Eso es decirme que no vuelva!

— N o ; esto es anunciar a usted que mañana, al ser de día, me mancharé de Granada, y que probablemente no volve­remos a vernos nunca.

—¡Nunca! Lo mismo rae dijo usted en Málaga, después de nuestro famoso viaje..., y, sin embargo, nos hemos vis­to de nuevo...

— E n fin, dejemos libre el campo a la fatalidad. Por mi parte, repito que ésta e s nuestra despedida... eterna...

Dichas tan solemnes palabras, Merce­des me alargó la mano y me hizo un profundo saludo.

Yo me alejé vivamente conmovido, no sólo por las frías y desdeñosas frases con que aquella mujer había vuelto a descartarme de su vida (como cuando nos separamos en Málaga) , s ino ante el incurable dolor que vi pintarse en su rostro, mientras que procuraba sonreír­se, al decirme adiós por última vez...

¡Por últ ima vez!. . . ¡ A y ! ¡Ojalá hubie­ra sido la ú l t ima!

Pero la fatalidad lo tenía dispuesto de otro modo.

X H

TRAVESURAS DEL DESTINO

Pocos días después l lamáronme de nue­vo mis asuntos al lado de Joaquín Zarco.

Llegué a la villa de ***. Mi amigo seguía triste y solo, y se

alegró mucho de verme. Nada había vuelto a saber de Blanca,

pero tampoco había podido olvidarla ni siquiera un momento. . .

Indudablemente, aquella mujer era su predestinación... ¡Su gloria o su infier~ no, como el desgraciado solía dteir!

Pronto veremos que no se equivocaba en este supersticioso juicio.

La noche del mismo día de mi llegada estábamos en su despacho leyendo las últ imas dil igencias practicadas para la captura de Gabriela Zahara del Valle, todas ellas inútiles, por cierto, cuando entró un alguacil y entregó al joven juez un billete que decía de este modo:

"En la fonda del León hay una seño­ra que desea hablar con el señor Zarco."

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E L C L A V O 19 — 123

—¿Quién ha traído e s t o ? — p r e g u n t ó Joaquín.

— U n criado. — ¿ D e parte de quién? — N o me ha dicho nombre alguno. —¿ Y ese criado ? — S e fué al momento . Joaquín meditó, y dijo luego lúgubre­

mente : —-¡Una señora! ¡A mí!. . . ¡ N o sé por

qué me da miedo es ta cita!. . . ¿Qué te parece, Fe l ipe?

—Que tu deber de juez e s as i s t ir a ella. ¡Puede tratarse de Gabriela Za­llara !

—Tienes razón... ¡ I ré ! — d i j o Zarco, pasándose una mano por la frente.

Y cogiendo un par de pis to las envol­vióse en la capa y partió , s in permit ir que le acompañase .

Dos horas después volvió. Venía agi tado, trémulo, balbuciente. . . Pronto conocí que una v iv í s ima ale­

gría era la causa de aquella agi tac ión. Zarco me es trechó convuls ivamente

entre sus brazos, exc lamando a gr i tos , entrecortados por el júbi lo :

— ¡ A h ! ¡Si supieras! . . . ¡Si supieras , amigo mío !

— ¡ N a d a sé !—respondí—. ¿Qué te ha pasado ?

— ¡ Y a s o y d ichoso ! ¡Ya s o y el m á s fe­liz de los hombres !

— ¿ P u e s qué ocurre? — L a esquela en que me l lamaban a la

fonda... —Continúa. — ¡ E r a de e l la ! .—¿De quién? ¿ D e Gabriela Zahara? —¡Qui ta allá, hombre! ¿Quién piensa

ahora en desventuras? ¡Era de e l la ! ¡De la otra!

— P e r o ¿quién e s la o t ra? —¿Quién ha de ser? ¡B lanca! ¡Mi

amor! ¡Mi v ida! ¡La madre de mi h i jo ! —¿Blanca?—repl iqué con asombro—.

¿ P u e s no decías que te había engañado? — ¡ A h ! ¡ N o ! ¡Fué alucinación mía! . . . —¿ La que padeces ahora ? — N o , la que entonces padecí. —Expl ícate . — E s c u c h a : Blanca m e adora... —Adelante . E l que tú lo d i g a s no

prueba nada. —Cuando nos separamos Blanca y yo

el día 15 de abril, quedamos en reunir-nos en Sevil la para el 15 de mayo . A poco t iempo de mi marcha recibió ella una carta en que le decían que su pre­sencia era necesaria en Madrid para asuntos de famil ia , y como podía dispo­ner de un m e s h a s t a mi vuel ta , fué a la corte, y volvió a Sevi l la muchos días an­tes del 15 de mayo . Pero ,yo , m á s impa­ciente que ella, acudí a la cita con quin­ce días de antic ipación de la fecha es t i ­pulada, y no hallando a Blanca en la fonda, me creí engañado.. . , y no espe­ré. E n fin..., ¡he pasado dos años de tor­mento por una l igereza m í a !

— P e r o una carta lo ev i taba todo.. . — D i c e que había olvidado el nombre

de aquel pueblo, cuya promotoría sabe que dejé inmediatamente , yéndome a Ma­drid...

—¡ A h ! ¡ Pobre amigo m í o ! — excla­mé^—. ¡Veo que quieres convencerte, que te empeñas en consolarte! ¡ Más vale as í ! Conque veamos . ¿Cuándo te casas? ¡Por­

que supongo que, una vez deshechas las nieblas de los celos, lucirá radiante el sol del matrimonio! . . .

— ¡ N o te r í a s !—ex c l a m ó Zarco—. Tú serás mi padrino.

—Con mucho gusto . ¡ A h ! ¿ Y el niño ? ¿ Y vuestro h i jo !

— ¡ Murió! — ¡ T a m b i é n e s o ! Pues , señor.. .—dije

a turdidamente—. ¡Dios h a g a un mila­g r o !

— ¡ Cómo! —Digo . . . ¡que Dios te h a g a fe l iz !

XIII

DIOS DISPONE

Por aquí íbamos en nuestra conversa­ción, cuando oímos fuertes aldabonazos en la puerta de la calle.

Eran las dos de la madrugada. Joaquín y yo nos es tremecimos , s in

saber por qué... Abrieron, y a los pocos segundos en­

tró en el despacho un hombre que ape­nas podía respirar, y que exc lamaba en­trecortadamente con indescriptible jú­bi lo:

— ¡ Albr ic ias ! ¡ Albricias , compañero! ¡Hemos venc ido!

E r a el promotor fiscal del Juzgado. — E x p l i q ú e s e usted, compañero—dijo

Zarco, a largándole una s i l la—. ¿ Qué ocu­rre para que venga usted tan a deshora y tan contento ?

—Ocurre. . . ¡ A p e n a s e s importante lo que ocurre!. . . Ocurre que Gabriela Za­hara...

—¿ Cómo ?... ¿ Qué ?. . .—interrumpimos a un mismo t i empo Zarco y yo .

— ¡ A c a b a de ser presa! — ¡ P r e s a ! — g r i t ó el juez lleno de ale­

gría. —Sí , señor, ¡ presa!—repi t ió el fiscal—.

La guardia civil le seguía la pista hace un mes, y, s e g ú n acaba de decirme el se­reno, que suele acompañarme desde el casino has ta mi casa, y a la tenemos a buen recaudo e n la cárcel de e s t a muy noble villa...

— P u e s v a m o s allá. . .—replicó el juez—. E s t a m i s m a noche le tomaremos decla­ración. H á g a m e el favor de av isar al es ­cribano de la causa. U s t e d mi smo pre­senciará las actuaciones , atendida la gra­vedad del caso.. . D iga usted que manden a l lamar también al sepulturero, a fin de que presente por sí propio la cabeza de don Al fonso Gutiérrez, la cual obra en poder del alguacil . Hace t iempo que ten­go excogi tado este horrible careo de los dos esposos , en la seguridad de que la parricida no podrá negar su crimen al ver aquel c lavo de hierro que, en la boca de la calavera, parece una lengua acu­sadora. E n cuanto a t i—díjome luego Zarco—, harás el papel de escribiente, para que puedas presenciar, s in quebran­tamiento de la ley, e scenas tan intere­santes . . .

N a d a le contesté . Entregado mi infe­liz amigo a su alegría de juez—permí­taseme la f rase—, no había concebido la horrible sospecha que, s in duda, os ag i ta y a a vosotros . . . ; sospecho que pe­netró desde luego en mi corazón, tala­drándolo con s u s u ñ a s de hierro.. . ¡Ga­

briela y Blanca, l legadas a aquella villa en una misma noche, podían ser una sola persona!

— D í g a m e us ted—pregunté al promo­tor, mientras que Zarco se preparaba para sal ir—, ¿ e n dónde estaba Gabriela cuando la prendieron los guard ias?

— E n la fonda del L e ó n — m e respondió el fiscal.

¡Mi angus t ia no tuVb l ími tes ! Sin embargo, nada podía hacer, nada

podía decir s in comprometer a Zarco, como tampoco debía envenenar el a lma de mi amigo comunicándole aquella lú ­gubre conjetura, que acaso iban a des­ment ir los hechos . A d e m á s , suponiendo que Gabriela y Blanca fueran una mis ­ma persona, ¿de qué le valdría al des ­graciado el que y o se lo indicase antic i ­padamente? ¿Qué podía hacer en tan tremendo conflicto? ¿ H u i r ? ¡Yo debía evitarlo, pues era declararse reo! ¿Dele­gar, fingiendo una indisposición repenti­n a ? Equivaldría a desamparar a Blan­ca, en cuya defensa tanto podría hacer, si su causa le parec ía defendible. ¡Mi obligación, por tanto , era guardar si­lencio y dejar paso a la just ic ia de D i o s !

Tal discurrí por lo menos en aquel s ú ­bito lance ; cuando no había t iempo ni e s ­pacio para soluciones inmediatas . . . ¡La catástrofe se venía encima con trágica premura!. . . E l fiscal había dado y a las órdenes de Zarco a los alguaci les , y uno de é s tos había ido a la cárcel, a fin de que dispusiesen la sala de audiencia pa­ra recibir al Juzgado. E l comandante de la guardia civil entraba e n aquel m o ­mento a dar parte en persona—como m u y sat i s fecho que es taba del caso—de la prisión de Gabriela Zahara.. . Y a lgu­nos trasnochadores , socios del casino y amigos del juez, not ic iosos de la ocurren­cia, iban acudiendo también allí, como a olfatear y present ir las emociones del t e ­rrible día en que dama tan principal y tan bella subiese al cadalso.. . E n fin, no había m á s remedio que ir has ta el borde del abismo, pidiendo a D ios que Gabriela no fuese Blanca.

Dis imulé , pues , mi inquietud y callé mis recelos, y a eso de las cuatro de la mañana seguí al juez, al promotor, al e s ­cribano, al comandante de la Guardia ci­vil y a un pelotón de curiosos y de a lgua­ciles, que se tras ladaron a la cárcel re ­goci jadamente .

X I V

E L T R I B U N A L

Allí aguardaba y a el sepulturero. La sala de la audiencia e s taba profu­

s a m e n t e i luminada. Sobre la mesa ve íase una caja de ma­

dera pintada de negro, que contenía la calavera de don Al fonso Gutiérrez del Romeral .

El juez ocupó su s i l lón; el promotor se sentó a su derecha, y el comandante de la Guardia, por respetos superiores a las práct icas forenses , fué inv i tado a presenciar también la indagatoria , v i s to el interés que, como a todos, le inspiraba aquel ruidoso proceso. E l escribano y y o nos sentamos juntos , a la izquierda del juez, y el alcaide y los a lguac i les se agruparon a la puerta, no s i n que se co-

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JA — 20 PEDRO ANTONIO DE ALARCON

iumbrasen detrás de el los a lgunos curio­sos a quienes su alta categoría pecunia­ria había franqueado para tal solemni­dad la entrada en el temido estableci­miento , y que habrían de contentarse con ver a la acusada, por no consentir otra cosa el secreto del sumario.

Const i tuida en e s ta forma la audien­cia, el juez tocó la campanil la y dijo al a lca ide:

— Q u e entre doña Gabriela Zahara. Yo me sent ía morir, y en vez de mirar

a la puerta miraba á Zarco, para leer en su rostro la solución del pavoroso problema que m e agitaba. . .

Pronto vi a mi amigo ponerse lívido, l levarse la m a n o a la garganta , como para ahogar un rugido de dolor, y vol­verse hacia mí en demanda de socorro. .

— ¡ Cal la!—le dije, l levándome el índi­ce a los labios.

Y luego añadí con la mayor naturali­dad, como respondiendo a a lguna obser­vac ión s u y a :

— L o sabía.. . E l desventurado quiso levantarse. . . — ¡ S e ñ o r juez! . . .—le dije entonces con

tal voz y con tal cara, que comprendió toda la enormidad de sus deberes y de los pel igros que corría. Contrájose, pues, horriblemente, como quien trata de so­portar un peso extraordinario, y domi­nándose al fin por medio de aquel esfuer­zo, su cara os tentó la inmovil idad de una piedra. A no ser por la calentura de sus ojos, hubiérase dicho que aquel hombre es taba muerto.

¡Y muerto estaba el hombre! ¡ Y a no v iv ía en él m á s que el mag i s t rado!

Cuando me hube convencido de ello miré, como todos, a la acusada.

F iguraos ahora mi sorpresa y mi es­panto, casi igua les a los del infortunado juez.. . ¡Gabriela Zahara no era solamen­t e la Blanca de mi amigo, su querida de Sevil la, la mujer con quien acababa de reconcil iarse en la fonda del León, s ino también mi desconocida de Málaga, mi a m i g a de Granada, la hermos ís ima ame­ricana Mercedes de Méridanueva!

Todas aquellas fantás t i cas mujeres se resumían en una sola, en una indudable, e n una real y posit iva, en una sobre quien pesaba la acusación de haber ma­tado a s u marido, en una que es taba condenada a muerte en rebeldía...

Ahora b ien: es ta acusada, es ta sen­tenciada, ¿ sería inocente ? ¿ Lograría sin­cerarse? ¿ S e vería absue l ta?

Tal era mi única y suprema esperan­za, tal debía ser también la de mi po­bre amigo.

XV

E L J U I C I O

El juez es una ley que habla, y la ley, un juez mudo.

La ley debe ser como la muer­te, que no perdona a nadie.

(Montesquieu.)

Gabrie la—llamémosla , al fin, por su verdadero nombre — es taba sumamente pálida, pero también m u y tranquila. Aquel la calma, ¿era señal de su inocen­cia, o comprobaba la insensibi l idad pro­pia de los grandes cr iminales? ¿Confia­

ba la viuda de don Al fonso en la fuerza de su derecho o e n la debil idad de su j u e z ?

Pronto salí de dudas. La acusada no había mirado hasta en­

tonces más que a Zarco, no sé si para infundirle valor y enseñarle a disimular, si para amenazarle con pel igrosas reve­laciones o si para darle mudo tes t imonio de que su Blanca no podía haber come­tido un asesinato. . . Pero, observando sin duda la tremenda impasibi l idad del juez, debió de sent ir miedo, y miró a los de­m á s concurrentes , cual si buscase en otras s impat ías auxil io moral para su buena o mala causa.

E n t o n c e s m e v i o a mí, y una l lamara­da de rubor, que m e pareció de buen agüero , t iñó de escar lata su semblante .

Pero m u y luego se repuso, y tornó a s u palidez y tranquilidad.

Zarco sal ió al fin del e s tupor en que e s taba sumido, y con voz dura y áspera como la vara de la just ic ia preguntó a s u ant igua amada y prometida e s p o s a :

•—¿Cómo se l lama u s t e d ? —Gabrie la Zahara del Valle de Gutié­

rrez del Romera l—contes tó la acusada con dulce y reposado acento.

Zarco tembló l igeramente . ¡ Acababa de oír que su Blanca no había ex is t ido nun­ca, y e s to s e lo decía ella m i s m a ! ¡Ella, con quien tres horas a n t e s había con­certado de nuevo el ant iguo proyecto de matr imonio!

Por fortuna, nadie miraba al juez, s ino que todos tenían fija la v i s ta e n Gabriela, cuya s ingular hermosura y suave y apa­cible voz considerábanse como indicios de inculpabil idad. ¡Has ta el sencil lo tra­j e negro que l levaba parecía declarar en su de fensa !

Repuesto Zarco de s u turbación, dijo con formidable acento, y como quien jue­g a de una vez todas sus e speranzas :

—Sepulturero , v e n g a us ted y h a g a su oficio, abriendo ese ataúd.. .

Y le señalaba la caja negra en que e s ­taba encerrado el cráneo de don Alfonso .

— U s t e d , señora. . .—continuó, mirando a la acusada con ojos de f u e g o — , ¡ acer­qúese y diga si reconoce e sa cabeza!

E l sepulturero destapó la caja y se la presentó abierta a la enlutada viuda.

Es ta , que había dado dos pasos ade­lante, fijó los ojos en el interior del lla­mado ataúd, y lo primero que vio fué la cabeza del clavo, des tacándose sobre el marfil de la calavera.. .

U n gri to desgarrador, agudo, mortal , como los que arranca un miedo repenti­no o como los que preceden a la locura, salió de las en trañas de Gabriela, la cual retrocedió espantada, mesándose los ca­bellos y tartamudeando a media v o z :

— ¡ A l f o n s o ! ¡A l fonso ! • Y luego se quedó como estúpida. —-¡Ella e s ! — m u r m u r a m o s todos , vol­

v iéndonos hacia Joaquín. — ¿ R e c o n o c e usted, pues, el clavo que

dio muerte a su marido ?—añadió el juez, levantándose con terrible ademán, como si él mismo sal iese de la sepultura.. .

—Sí , señor. . .—respondió Gabriela ma-quinalmente, con entonación y ges to pro­pios de la imbecil idad.

— ¿ E s decir, que declara usted haber­lo ases inado?—preguntó el juez con tal

angust ia , que l a acusada vototo ss^tí, es­tremeciéndose violentamente.

—Señor. . .—respondió entonces—». ¡No quiero vivir m á s ! Pero antes de morir quiero ser oída...

Zarco se dejó caer en el sillón como anonadado, y miróme cual si me pregun­tara : "¿Qué va a decir?"

Yo estaba también lleno de terror* • Gabriela arrojó un profundo suspiro y

continuó hablando de este modo: — V o y a confesar, y en mi propia con­

fes ión consistirá mi defensa, bien que no sea bastante a librarme del patíbulo. E s ­cuchad todos. ¿ A qué negar lo evidente ? Yo estaba so la con mi marido cuando murió. Los criados y el médico lo habrán declarado así. Por tanto, sólo yo pude ' darle muerte del modo que ha venido a revelar su cabeza, saliendo para «dio de la sepultura... ¡Me declaro, pues, autora de tan horrendo crimen!.. . Pero sabed que un hombre me obligó a cometerlo.

Zarco tembló al escuchar están pala­bras ; dominó, sin embargo, su miedo, como había dominado su c o m p e l e n , y exc lamó valerosamente:

— ¡ S u nombre, señora! ¡Dígame pron­to el nombre de ese desgraciado!

Gabriela miró al juez con fanática ado­ración, como una madre a su atribulado hijo, y añadió con melancólico acento:

— ¡ Podría, con una sola palabra, arras­trarlo al abismo en que me ha hecho caer! ¡Podría arrastrarlo al cadalso, a fin de que no se quedase en el mundo, para maldecirme tal vez al casarse con otra!. . . ¡Pero no quiero! ¡Callaré m nom­bre, porque me ha amado y le a m o ! ¡Y le amo, aunque sé que no hará nada para impedir mi muerte!

E l juez extendió la mano derecha, cual si fuera a adelantarse.. .

El la le reprendió con una mirada cari­ñosa, como diciéndole: "¡Ve que te pier­des !"

Zarco bajó la cabeza, Gabriela continuó: —Casada a la fuerza con un hombre a

quien aborrecía, con un hombre que se me hizo aún más aborrecible deapués de ser mi esposo, por su mal corazón y por su vergonzoso estado.. . , pasé tros años de martirio, sin amor, sin felicidad, pero resignada. U n día que daba vutdtas por el purgatorio de mi existencia, buscando, a fuer de inocente, una salida, vi pasar, a través de los hierros que me encarcela­ban, a uno de esos ángeles que libertan a las a lmas ya merecedoras dH cielo... As íme a su túnica, diciéndole: "Dame la felicidad"... Y el ángel me respondió: "¡Tú ya no puedes ser dichosa! ¿Por qué? Porque no lo eres !" ¡Es decir, que el infame que hasta entonces ine había martirizado me impedía volar con aquel ángel al cielo del amor y de la ventura! ¿Concebís absurdo mayor que el de este razonamiento de mi destino ? Lo diré más claramente. ¡Había encontrado un hom­bre digno de mí y de quien yo era d igna; nos amábamos, nos adorábamos; pero él, que ignoraba la existencia de mi mal lla­mado esposo; él, que desde luego pensó en casarse conmigo; él, que no transigía con nada que fuese ilegal o impuro, m e amenazaba con abandonarme MÍ no nos casábamos! Erase un hombre excepcio­nal, un dechado de honradez, un carácter

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E L C L A V O 21 — 125

severo y nobilísimo, cuya única fal ta en la vida consist ía en haberme querido de­masiado... Verdad es que íbamos a tener un hijo i legí t imo; pero también es cier­to que ni por un solo instante había de­jado de exigirme el cómplice de mi des­honra que nos uniéramos ante D i o s -Tengo la seguridad de que si yo le hu­biese dicho: "Te he engañado: no soy viuda; mi esposo vive...", se habría ale­jado de mí, odiándome y maldiciéndome. Inventé mil excusas , mil sofismas, y a todo me respondía: "¡Sé mi esposa!" Yo no podía s e n o ; creyó que no quería, y co­menzó a odiarme. ¿Qué hacer? Resist í , lloré, supliqué; pero él, aun después de saber que teníamos un hijo, me repitió que no volvería a varme hasta que le otorgase mi mano. Ahora bien: mi mano estaba vinculada a la vida de un hombre ruin, y entre matarlo a él o causar la desventura de mi hijo, la del hombre que adoraba y la mía propia, opté por arran­car su inútil y miserable vida al que era nuestro verdugo. Maté, pues , a mi mari­do..., creyendo ejecutar un acto de jus­ticia en el criminal que me había enga­ñado infamemente al casarse conmigo, y —¡cast igo de D i o s ! — m e abandonó mi amante... Después hemos vuelto a encon­trarnos... ¿Para qué, Dios m í o ? ¡ A h ! ¡Que yo muera pronto!. . . ¡S í ! ¡Que y o muera pronto!

Gabriela calló un momento , ahogada por el llanto.

Zarco había dejado caer la cabeza so­bre las manos, cual si medi tase ; pero yo veía que temblaba como un epiléptico.

—¡Señor juez!—repi t ió Gabriela con renovada energía — . ¡ Que yo muera pronto! ¡ Que yo muera pronto!

Zarco hizo una seña para que se lle­vasen a la acusada.

Gabriela se alejó con paso firme, no sin dirigirme antes una mirada espanto­sa, en que había más orgullo que arre­pentimiento.

X V I .

LA SENTENCIA

Excuso referir la formidable lucha que se entabló en el corazón de Zarco, y que duró hasta el día en que volvió a fallar la causa. N o tendría palabras con que haceros comprender aquel los horribles combates... Sólo diré que el magis trado venció al hombre, y que Joaquín Zarco volvió a condenar a muerte a Gabriela Zahara.

Al día s iguiente fué remitido el pro­ceso en consulta a la Audiencia de Se­villa, y al propio t iempo Zarco se des­pidió de mí, diciéndome es tas palabras:

—Aguárdame acá has ta que yo vuel­va... Cuida de la infeliz, pero no la visi­tes, pues tu presencia la humil laría en vez de consolarla. N o me preguntes adon­de voy ni temas que cometa el feo delito de suicidarme. Adiós , y perdóname las aflicciones que te he causado.

Veinte días después, la Audiencia del territorio confirmó la sentencia de muerte.

Gabriela Zahara fué puesta en capilla.

X V H

ÚLTIMO VIAJE

Llegó la mañana de la ejecución sin que Zarco hubiese regresado ni se tuvie­sen not ic ias de él.

U n inmenso gent ío aguardaba a la puerta de la cárcel la sal ida de la sen­tenciada. . Yo es taba entre la multitud, pues si bien había acatado la voluntad de mi amigo no vis i tando a Gabriela en su pri­sión, creía de mi deber representar a Zarco en aquel supremo trance, acompa­ñando a su ant igua amada has ta el pie del cadalso.

Al verla aparecer costóme trabajo re­conocerla. Había enflaquecido horrible­mente , y apenas tenía fuerzas para lle­var a sus labios el Crucifijo, que besaba a cada momento .

—Aquí estoy , señora... ¿Puedo servir & usted de a l g o ? — l e pregunte cuando pasó cerca de mí.

Clavó en mi faz sus marchi tos ojos, y cuando me hubo reconocido exc lamó:

— ¡ O h ! ¡Gracias! ¡Gracias! ¡Qué con­suelo tan grande me proporciona usted en mi úl t ima hora! ¡ Padre!—añadió , vol­viéndose a su confesor—. ¿ Puedo hablar al paso a lgunas palabras con este gene­roso a m i g o ?

—Sí , hija mía. . .—le respondió el sacer­d o t e — ; pero no deje usted de pensar en Dios. . .

Gabriela me preguntó e n t o n c e s . — ¿ Y é l? — E s t á ausente. . . — ¡ H á g a l o Dios m u y fe l iz ! Díga le

cuando lo vea que me.perdone, para que me perdone Dios . Dígale que todavía le amo... , aunque el amarle es causa de mi muerte. . .

—Quiero ver a usted resignada.. . — ¡ Lo e s t o y ! ¡ Cuánto deseo l legar a la

presencia de mi 'Eterno Padre! ¡ Cuántos s ig los pienso pasar l lorando a sus pies, has ta conseguir que me reconozca como hija suya y me perdone mis muchos pe­cados !

L legamos al pie de la escalera fatal. . . Allí fué preciso separarnos. U n a lágrima, tal vez la única que aún

quedaba en aquel corazón, humedeció los ojos de Gabriela, mientras que sus la­bios balbucieron es ta f rase :

— D í g a l e usted que muero bendicién-dole...

E n aquel momento s int ióse viva alga­zara entre el gentío.. . , has ta que al cabo percibiéronse c laramente las voces de :

— ¡ P e r d ó n ! ¡Perdón! Y por la ancha calle que abría la mu­

chedumbre vióse avanzar a un hombre a caballo, con un papel en una mano y un pañuelo blanco en la otra...

¡Era Zarco! — ¡ P e r d ó n ! ¡Perdón!—venía gritando

también él. E c h ó al fin' pie a tierra, y acompañado

del jefe del cuadro adelantóse hacia el patíbulo.

Gabriela, que había y a subido a lgunas gradas , se detuvo, miró intensamente a su amante y murmuró:

— ¡ B e n d i t o s e a s ! E n seguida perdió el conocimiento.

Leído el perdón y legal izado el acto, el sacerdote y Joaquín corrieron a des­atar las manos de la i n d u l t a d a -

Pero toda piedad era y a inútil. . . Ga­briela Zahara e s taba muerta .

XVIII

M O R A L E J A

Zarco es hoy uno de los mejores ma­gis trados de La Habana.

Se ha casado, y puede considerarse fe­liz, porque la tr isteza no e s desventura cuando no se ha hecho a sabiendas daño a nadie.

E l hijo que acaba de darle su amantí -s ima esposa dis ipará la vaga nube de me­lancolía que oscurece a ratos la frente de mi amigo.

Cádiz, 1853.

EL AFRANCE-

i

E n la pequeña villa del Padrón, s i ta en territorio gal lego, y allá por el año de 1808, vendía sapos y culebras y agua llo­vediza, a fuer de legít imo boticario, un tal García de Paredes, misántropo solte­rón, descendiente acaso , y s in acaso, de aquel varón i lustre que mataba a u n toro de una puñada.

Era una fría y tr iste noche de otoño. E l cielo estaba encapotado por densas nubes, y la total carencia de alumbrado terrestre dejaba a las t inieblas campar por sus respetos en todas las calles y plazas de la población.

A eso de las diez de aquella pavorosa noche, que las lúgubres c ircunstancias de la patria hacían mucho m á s s iniestra, desembocó en la plaza que hoy se l lama­rá ds la Constitución un s i lencioso gru­po de sombras, aún m á s negras que la oscuridad de cielo y tierra, las cuales avanzaron hacia la botica de García de Paredes , cerrada completamente desde Zas Animas, o sea desde las ocho y me­dia en punto.

—¿ Qué hacemos ? — dijo una de las sombras en correctís imo gal lego.

— N a d i e nos ha visto . . .—observó otra. —¡Derr ibar la puerta!—propuso una

mujer. —¡ Y matar los ! — murmuraron has ta

quince voces . — ¡ Y o me encargo del bot icar io !—ex­

clamó un chico. — ¡ D e ése nos encargamos todos ! — ¡ P o r jud ío ! — ¡ P o r afrancesado! — D i c e n que hoy cenan con él más de

veinte franceses. . . — ¡ Y a lo creo! ¡Como saben que ahí

e s tán seguros , han acudido en m o n t ó n ! — ¡ A h ! ¡Si fuera en mi casa! ¡Tres

alojados llevo echados al pozo! —¡Mi mujer degolló ayer a uno! . . . — ¡ Y yo. . .—dijo un fraile con voz de

figle—he asfixiado a dos capitanes de-

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126 — 22

II

Mientras ocurría la anterior escena en la puerta de la botica, García de Paredes y sus convidados corrían la francachela m á s alegre y desaforada que os podáis imaginar.

Veinte eran, en efecto, los franceses que el boticario tenía a la mesa, todos el los je fes y oficiales.

García de Paredes contaría cuarenta y cinco años ; era alto y seco y más ama­rillo que una momia; dijérase que su piel estaba muerta hacía mucho t i empo; lle­gábale la frente a la nuca, gracias a una calva limpia y reluciente, cuyo brillo te­nía algo de fosfór ico; sus ojos, negros y apagados , hundidos en las descarnadas cuencas, se parecían a esas lagunas en­cerradas entre montañas , que sólo ofre­cen oscuridad, vért igos y muerte al que las mira; lagunas que nada reflejan; que rugen sordamente a lguna vez, pero sin a l terarse; que devoran todo lo que cae en su superficie; que nada devuelven; que nadie ha podido sondear; que no se a l imentan de ningún río, y cuyo fondo busca la imaginación en los mares antí­podas.

La cena era abundante; el vino, bue­no; la conversación, alegre y animada.

Los franceses reían, juraban, blasfe-faman, cantaban, fumaban, comían y be­bían a un mismo t iempo.

Quién había contado los amores secre­tos de Napo león; quién, la noche del 2 de mayo en Madrid; cuál, la batalla de las P irámides ; cuál otro, la ejecución de Luis XVI.

García de Paredes bebía, reía y char­laba como los demás, o quizá m á s que ninguno, y tan elocuente había estado en favor de la causa imperial, que los sol­dados del César lo habían abrazado, lo

PEDRO ANTONIO DE ALARCON

Y chocando ya botellas contra bote­llas, qi:e no vasos contra vasos :

— ¡ V i v a Napoleón! ¡Muera Fernando! ¡Muera Galicia!—gritaron a una voz.

García de Paredes esperó a que se aca­llase el brindis, y murmuró con acento lúgubre:

—¡ Celedonio! El mancebo de la botica asomó por

una puerta su cabeza pálida y demuda­da, S i n atreverse a penetrar en aquella caverna.

—Celedonio, trae papel y tintero—dijo tranquilamente el boticario.

El mancebo volvió con recado de es­cribir.

—¡ Siéntate!—continuó su amo Aho­ra, escribe las cantidades que yo te vaya diciendo. Divídelas en dos columnas. En­cima de la columna de la derecha pon: Deuda, y encima de la otra: Crédito.

—Señor.. .—balbuceó el mancebo—, en la puerta hay una especie de motín... Gritan "¡Muera el boticario!"... ¡Y quie­ren entrar!

—¡Cállate y déjalos! Escribe lo que te he dicho.

Los franceses se rieron de admiración al ver al farmacéutico ocupado en ajus­far cuentas cuando le rodeaban hi muer­te y la ruina.

Celedonio alzó la cabeza y enristró la pluma, esperando cantidades que anotar.

— ¡ V a m o s a ver, señores!—dijo enton­ces García de Paredes, dirigiéndone a sus comensales—. Se trata de resumir nues­tra fiesta en un solo brindis. Empecemos por orden de colocación. Vos, capitán, decidme: ¿cuántos españoles habréis matado desde que pasateis los Pirineos?

— ¡ B r a v o ! ¡Magnífica idea!—exclama­ron los franceses.

—Yo.. .—dijo el interrogado, trepándo­se en la silla y retorciéndose el bigote con petulancia—, yo.. . habré matado... personalmente.. . con mi espada... ¡poned unos diez o doce!

—¡Once a la derecha!—gritó el boti­cario, dirigiéndose al mancebo.

El mancebo repitió, después de escri­bir:

—Deuda..., once. —¡Corriente!—prosiguió el anfitrión—

¿ Y vos?. . . Con vos hablo, señor Julio... —Yo.. . , seis. — ¿ Y vos, mi comandante? —Yo.. . , veinte. —Yo. . . , ocho. —Yo.. . , catorce. —Yo.. . , ninguno. — ¡ Y o no sé!. . . He tirado a ciegas...

—respondía cada cual, según le llegaba su turno.

Y el mancebo seguía anotando canti­dades a la derecha.

—¡Veamos ahora, capitán!—continuó García de Paredes—. Volvamos a empe­zar por vos. ¿Cuántps españoles espe­ráis matar en el resto de la guerra, su­poniendo que dure todavía... tres años?

—¡Eh!. . .—respondió el capitán—. ¿Y quién calcula e so?

—Calculadlo..., os lo suplico... —Poned otros once. —Once a la izquierda...—dictó García

de Paredes. Y Celedonio repitió: —Crédito, once. — ¿ Y vos?—interrogó el farmacéutico

habían vitoreado, le habían improvisado himnos .

—¡ Señores ! — había dicho el botica­r io—. La guerra que os hacemos los es­pañoles e s tan necia como inmotivada. Vosotros , hijos de la Revolución, venís a sacar a E s p a ñ a de su tradicional aba­t imiento, a despreocuparla, a disipar las t inieblas rel igiosas, a mejorar sus anti­cuadas costumbres, a enseñarnos e sas út i l í s imas e inconcusas verdades "de que no h a y Dios , de que no hay otra vida, de que la penitencia, el ayuno, la cast idad y demás virtudes catól icas son quijotes­cas locuras, impropias de un pueblo civi­lizado, y de que Napoleón es el verdade­ro Mesías, el redentor de los pueblos, el amigo de la especie humana.. . ¡ Señores ! ¡ Viva el Emperador cuanto yo deseo que v i v a !

— ¡ Bravo, v í tor !—exc lamaron los hom­bres del 2 de mayo.

E l boticario inclinó la frente con in­decible angust ia .

Pronto volvió a alzarla, tan firme y tan sereno como antes .

Bebióse un vaso de vino y cont inuó: •—Un abuelo mío, un García de Pare­

des, un bárbaro, un Sansón, un Hércu­les, un Milón de Crotona, m a t ó doscien­tos franceses en un día... Creo que fué en Italia. ¡ Ya veis que no era tan afran­cesado como y o ! ¡Adiestróse en las lides contra los moros del reino de Granada; armóle caballero el mismo Rey Católico, y montó m á s de una vez la guardia en el Quirinal, s iendo Papa nuestro t ío Ale­jandro Borja ! ¡Eh, e h ! ¡No me hacíais tan l inajudo! P u e s este Diego García de Paredes, este ascendiente mío..., que ha tenido un descendiente boticario, tomó a Cosenza y Manfredonia, entró por asalto en Cerinola y peleó como bueno en la batalla de P a v í a ! ¡ Allí hicimos prisione­ro a un rey de Francia, cuya espada ha es tado en Madrid cerca de tres s iglos , has ta que nos la robó hace tres meses ese hijo de un posadero que viene a vues­tra cabeza, y a quien l laman Murat!

Aquí hizo otra pausa el boticario. Al­gunos franceses demostraron querer con­tes tar le ; pero él, levantándose e impo­niendo a todos silencio con su actitud, empuñó un vaso y exc lamó con voz atro­nadora :

—¡Br indo , señores, por que maldito sea mi abuelo, que era un animal, y por que se halle ahora mismo en los profun­des infiernos! ¡Vivan los franceses de Francisco I y de Napoleón Bonaparte!

—¡Vivan! . . .—respondieron los invaso­res, dándose por sat i s fechos .

Y todos apuraron su vaso. Oyóse en esto rumor en la calle, o, me­

jor dicho, a la puerta de la botica. —¿ Habéis oído ? — preguntaron los

franceses . García de Paredes se sonrió. — ¡ V e n d r á n a matarme!—dijo . —¿ Quién ? — L o s vecinos del Padrón. — ¿ P o r qué? — ¡ P o r afrancesado! Hace a lgunas no­

ches que rondan mi casa... Pero ¿qué os importa? Continuemos nuestra fiesta.

—Sí..., ¡ cont inuemos!—exc lamaron los convidados—. ¡ E s t a m o s aquí para defen­deros !

jando carbón encendido en su celda, que antes era m í a !

— ¡ Y ese infame boticario los protege! — ¡ Q u é expres ivo es tuvo ayer en pa­

seo con e sos vi les excomulgados ! — ¡ Q u i é n lo había de esperar de Gar­

cía de Paredes ! ¡No hace un mes que era el m á s val iente, el m á s patriota, el m á s real ista del pueblo!

—¡ Toma! ¡ Como que vendía en la bo­tica retratos del príncipe Fernando!

— ¡ Y ahora los vende de Napo león! — A n t e s nos exc i taba a la defensa con­

tra los invasores. . . — Y desde que vinieron al Padrón se

pasó a ellos... — ¡ Y es ta noche da de cenar a todos

los j e f e s ! — ¡ O í d qué algazara traen! ¡Pues no

gr i tan "¡Viva el Emperador!"! —Paciencia . . . — murmuró el frai le — .

Todavía e s m u y temprano. — D e j é m o s l o s emborracharse. . .—expu­

so una v ie ja—. Después entramos. . . ¡ y ni uno ha de quedar v ivo !

— ¡ P i d o que se haga cuartos al boti­cario !

— ¡ S e le hará ochavos , si queré is ! U n afrancesado e s más odioso que un fran­cés. El francés atrepel la a un pueblo ex­traño: el afrancesado vende y deshonra a su patria. El francés comete un asesi­n a t o : el afrancesado, ¡un parricidio!

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por el m i s m o orden segu ido anterior­mente.

—Yo. . . , quince. —Yo. . . , ve inte . —Yo. . . , c iento. —Yo. . . , mi l—respondían los franceses . — ¡ P o n l o s todos a diez, Celedonio! . . .

—murmuró i rón icamente el bot icar io—. Ahora, s u m a por separado las dos co­lumnas.

El pobre joven, que había anotado las cantidades con sudores de muerte , v ióse obligado a hacer el r e s u m e n con los de­dos, como las v ie jas . Tal era s u terror.

Al cabo de un rato de horrible s i len­cio exclamó, d ir ig iéndose a su a m o :

—Deuda..., 2 8 5 ; crédito..., 200 . — E s decir . . .—añadió García de Pare­

des—, ¡ dosc ientos ochenta y cinco muer­tos y dosc ientos sentenciados! ¡ ¡Total , cuatrocientas ochenta y cinco víctimas!!

Y pronunció e s t a s pa labras con voz tan honda y sepulcral , que los f ranceses se miraron a larmados .

E n tanto , el bot icario a jus taba una nueva cuenta.

—¡ Somos unos h é r o e s ! — e x c l a m ó al terminarla—. N o s h e m o s bebido se tenta botellas, o s ean c iento cinco l ibras y me­dia de vino, que, repart idas entre ve in­tiuno, pues todos h e m o s bebido con igual bizarría, dan cinco l ibras de l íquido por cabeza. ¡Repi to que s o m o s unos h é r o e s !

Crujieron en es to las tab las de la puer­ta de la botica, y el mancebo balbuceó, tambaleándose:

— ¡ Y a entran! . . . — ¿ Q u é hora e s ? — p r e g u n t ó el botica­

rio con s u m a tranquil idad. — L a s once. Pero ¿ n o oye us ted que

entran? — ¡ D é j a l o s ! Ya es hora. —¡Hora! . . . ¿de q u é ? — m u r m u r a r o n los

franceses, procurando levantarse . Pero es taban tan ebrios, que no po­

dían moverse de sus s i l las . — ¡ Q u e e n t r e n ! ¡Que entren! . . .—exc la­

maban, s in embargo , con voz v inosa , sa­cando los sables con mucha dificultad y sin conseguir ponerse de p ie—. ¡ Que en­tren esos cana l las ! ¡ N o s o t r o s los recibi­remos !

E n esto, sonaba y a abajo, en la botica, el estrépito de los botes y redomas que los vec inos del Padrón hacían pedazos , y oíase resonar en la escalera e s t e gr i to unánime y terr ib le:

—¡Muera el afrancesado!

E L AFRANCESADO

m

L e v a n t ó s e García de Paredes como im­pulsado por un resorte al oír s emejante c lamor dentro de su casa , y a p o y ó s e en la m e s a para no caer de nuevo sobre la sil la. Tendió en torno s u y o una mirada de in­expl icable regoci jo , dejó ver en sus labios la inmorta l sonr isa del tr iunfador, y así , transf igurado y hermoso , con el doble temblor de la muerte y el en tus ia smo , pronunció las s igu iente s palabras , entre­cortadas y so l emnes como las campana­das del toque de a g o n í a :

— ¡ F r a n c e s e s ! . . . Si cualquiera de v o s ­otros , o todos juntos , hal larais ocas ión propicia de v e n g a r la muerte de dosc ien­tos ochenta y cinco patr io tas y de sa lvar la v ida a o tros dosc ientos m á s ; s i sacri­ficando v u e s t r a ex i s tenc ia pudiese i s des ­enojar la ind ignada sombra de vues tros antepasados , ca s t i gar a los v e r d u g o s de dosc i entos ochenta y cinco héroes y li­brar de la muerte a dosc ientos compañe­ros, a dosc ientos hermanos , aumentando así la s h u e s t e s del e jérc i to patr io con dosc ientos campeones de la independen­cia nacional , ¿repararía is ni un m o m e n t o en v u e s t r a miserable v i d a ? ¿Dudar ía i s ni un punto en abrazaros , como Sansón, a la co lumna del templo, y morir, a pre­cio de m a t a r a los e n e m i g o s de D i o s ?

— ¿ Qué dice ? — se preguntaron los franceses .

—Señor. . . , ¡ los ases inos e s tán en la an­t e s a l a ! — e x c l a m ó Celedonio.

— ¡ Q u e entren! . . .—gr i tó García de Pa­redes—. Ábre le s la puerta de la sala.. . ¡Que v e n g a n todos. . . a ver cómo muere el descendiente de un soldado de P a v í a !

L o s franceses , aterrados , es túpidos , c lavados en sus s i l las por insoportable le­targo , creyendo que la muerte de que hablaba el español iba a entrar en aquel aposento en pos de los amot inados , ha­c ían penosos es fuerzos por levantar los sables , que yac ían sobre la mesa , pero ni s iquiera consegu ían que sus flojos de­dos as i e sen las empuñaduras ; parecía que los h ierros e s taban adheridos a la tabla por insuperable fuerza de atrac­ción.

E n es to inundaron la e s tanc ia m á s de c incuenta hombres y mujeres , armados con palos , puñales y p is to las , dando tre­mendos alaridos y lanzando f u e g o por los ojos .

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— ¡ M u e r a n t o d o s ! — e x c l a m a r o n a lgu­nas mujeres , lanzándose las pr imeras .

— ¡ D e t e n e o s ! — g r i t ó García de Pare­des con tal voz, con tal act i tud, con tal f isonomía, que, unido e s te gr i to a la in­movi l idad y s i lencio de los ve in te fran­ceses , impuso frío terror a la m u c h e d u m ­bre, la cual no se esperaba aquel tran­quilo y lúgubre rec ib imiento .

— N o t ené i s para qué blandir los pu­ñales . . .—cont ipuó el bot icario con voz des fa l l ec ida—. H e hecho m á s que todos v o s o t r o s por la independencia de la pa­tria.. . ¡Me he fingido afrancesado!... Y ¡ y a veis ! . . . , los ve in te j e fe s y oficiales in­vasores . . . , ¡ los v e i n t e ! , no los toquéis. . . , ¡ e s tán envenenados! . . .

U n gr i to s imul táneo de terror y admi­rac ión sal ió del pecho de los e spaño les . Dieron é s t o s un paso m á s hacia los con­vidados , y hal laron que la m a y o r parte e s taban y a muertos , con la cabeza caída hacia adelante , los brazos ex tendidos so­bre la m e s a y la m a n o crispada en la em­puñadura de los sables . L o s d e m á s ago­nizaban s i l enc iosamente .

— ¡ V i v a García de Paredes! — excla­maron entonces los españoles , rodeando al héroe moribundo.

—Celedonio . . .—murmuró el farmacéu­t i c o — , el opio se h a concluido.. . Manda por opio a La Coruña.. .

Y cayó de rodil las. Sólo e n t o n c e s comprendieron los veci­

nos del Padrón que el bot icario es taba también envenenado .

Viera i s entonces un cuadro tan subli­m e como espantoso . V a r i a s mujeres , sen­tadas en el suelo, so s t en ían en sus fa ldas y en s u s brazos al exp irante patriota, s iendo las pr imeras en colmarlo de cari­c ias y bendic iones , como a n t e s fueron las pr imeras en pedir su muerte . L o s hombres habían cogido todas las luces de la m e s a y a lumbraban arrodi l lados aquel grupo de patr io t i smo y c a r i d a d -Quedaban, finalmente, en la sombra ve in­te m u e r t o s o moribundos , de los cuales a l g u n o s iban desp lomándose contra el suelo con pavorosa pesadez.

Y a cada suspiro de muerte que se oía, a cada f rancés que ven ía a t ierra, una sonr i sa g lor iosa i luminaba la faz de García de Paredes, el cual de allí a poco devolv ió su espír i tu al cielo, bendecido por un min i s tro del Señor y l lorado de s u s h e r m a n o s en la patria .

Madrid, 1866.

F I N

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NOVELAS Y CUENTOS E D I T A D A P O R

L A R R A , 6. - A p d o . 4.0©3. - MADRID

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N ti m » r o s u e l t o , 5 0 c í a t l a i o i

N O T A S

L I T E R A R I A S Durante toda su vida Ronsard no había

reclamado nunca ningún pago a sus libre­ros. Solamente un año antes de morir re­clamó sus primeros derechos de autor con motivo de la g r a n edición de sus obras, la última que apareció en vida suya y en la cual había puesto todo su cuidado.

Ronsard pidió a su editor, Gabriel Buon, la suma de sesenta escudos "para te­ner madera—decía—, y por ir a calentarme este invierno con mi amigo Galland". L a leña, porque es taba siempre helado, y las adormideras fueron, en efecto, los últimos gas tos de Ronsard y sobrepasaron, natural­mente, a los sesenta escudos que Euon tuvo que mandarle.

Una revista francesa ha preguntado a los novelistas cómo escriben sus obras. He aquí lo que contestan algunos de ellos:

Marcel Allain, el autor de "Fantomas", confiesa que "es incapaz de encontrar una idea con la p luma en la mano". Pero tiene el "parlógrafo", donde todas las mañanas recita un capítulo, que queda registrado en el disco de cera y la mecanógrafa transcri­be después.

Duhamel dice, en cambio, que es indis­pensable al escritor encontrarse solo en contacto con la cuartil la blanca, "como con la mujer en el amor".

Maurice Bedel tiene necesidad de oír rui­dos. Germaine Beaumont necesita una tae-

ea llena de "bibelots" y papel color rosa, Lucien Descaves escribe de pie en un alto pupitre, como Víctor Hugo. Alexandre A T -noux y J a c q u e s Cardonne componen sus frases paseando.

Julien Benda escribe con grandes letras la idea, principal de su libro en un cartón que tiene sobre su mesa, para no desviarse de ella. Rogé Martin du Gard dibuja la figura de sus personajes, las recorta y pega en cartón y las tiene sobre la mesa. Lo mismo se decía de Ponson tlu Terrail, que introducía en sus libros tal número de per­sonajes, que necesitaba verlos para no ol­vidarse de ninguno. Cuandto mataba al per­

sonaje lo metía en un cajón, para que no volviera a aparecer. Sin embargo, alguna vez se lo olvidó hacerlo, y el personaje, después d e muerto, volvía a la novela.

Francia Careo, antes de ponerse a escri­bir una novela, necesita contársela a su amigo Pierre Mac-Orlan.

Se sabe» que Schiller necesitaba tener en el cajón de la mesa manzanas podridas, cuyo olor le excitaba. También se dice que necesitaba hielo a los pies. Buí'fon se ponía de toda etiqueta para escribir.

En un viaje que hiro Chesterton al Cana­dá fué interrogado por los periodistas acer­ca de sus antepasados. Chesterton dijo que era ingle*, con una ascendencia escocesa, y que por la línea materna tenía un antecesor de origen francés apellidado Drogent. E s t a familia s e había establecido hacía mucho tiempo en Inglaterra, y sus miembros ha­blaban el inglés. El inconveniente para un francés que habla el inglés es el de dar a todas las s i labas de una palabra el mismo valor. L a lengua inglesa impone el acento sobre una Bílaba en particular, siguiendo re­glas bastante precisas "Pero—añade el es­critor—, como todas las reglas, éstas han sido hechas para ser violadas. En realidad, muy poco,-» inglese*.* colocan el acento en el sitio que debe estar."

Cuando t r a b a j a a en su novela "Cleopa-tra" la conocida novelista Myrian Harry, quiso sabor dónde se encontraba la momia de la reina de Egipto, y se enteró que ha­bía sido llevada a París con otras momias por la mlnión científica formada por N a ­poleón. Depositada en la Biblioteca Nacio­nal, fué olvidada después y bajada durante el sitio do "París a los sótanos. L a momia de Cleopatra fué descubierta por loa guar­dias munie.lpale.; que se instalaron allí en 1871, y que, sin ningún respeto para la soberana tgípcía, enterraron en el jardín que rodea la galería Mazarlno, entre dos castaños que dan sombra a la calle Vi-vienne.

De tiempo en tiempo aparece alguna per­sona que cree poseer la clave del "Quijote", aceptando, naturalmente, que el "Quijote" esté escrito con clave. Recientemente, en Francia muchas personas han creído ver una novela r j e clave en la reciente obra de J . H. Rosny "Los arrivistas. . . y los otros". E s t a novóla es un cuadro de las costum­bres literarias de la postguerra. Algunos ponen nombres propios de personajes lite­rarios conocidos a los dos arrivistas Mor-gelannes y Gorgerin.

' S e habla estrenado, con gran éxito, " L a corte de Faraón", y £i primer actor y di­

rector de una compañía provincana la pi­dió p a r a ponerla en escena.

El sas tre encargado de vestir la obra le preguntó:

— ¿ D e qué época e s ? El director quedó un momento pensati­

vo y respondió: - ¡ É p o c a de la Biblia!

Via jaba en un transatlántico uno de nuestros m á s conocidos escritores con su esposa, camino de América.

Por una minucia comenzaron a discu­tir, y la mujer, según costumbre, lo ha­cía a grandes voces.

El escritor, olvidado, sin duda, del lu­gar en que se hallaba, exclamó:

—¡Cal la , mujer, que nos van a echar a la calle!

* * *

Cuando Julio C a m b a estuvo en Alema­nia, hace bastantes años, encontraba gran dificultad en aplicar con exactitud el ar ­tículo masculino o femenino a los subs-taativos. Como en alemán todos los dimi­nutivos son neutros, C a m b a hablaba siem­pre en diminutivo:

"Vamos a tomar un cafetito; quiero un vasito; vamos a dar un paseíto "

Contaba Valéry: "Un día me encargó el marqués Boni de

Castel lane que escribiera algunos versos sobre " L a Niche a Fidèle", morada de Moray en los Campos Elíseos, donde pen­s a b a abrir una ti'enda de antigüedades para millonarios. E n el silencio de la no­che cuatro versos vinieron a ordenarse es­pontáneamente en mi cabeza, y a la ma­ñana siguiente se los envié a Castellane. En seguida me envió cuatro billetes de mil francos completamente nuevos. Mi acuse de recibo decía: "He recibido sus cuatro bellos grabados , que he unido en seguida a mi modesta colección."

Don Benito Pérez Galdós era diputado a Cortes, pero estaba siempre tan ocupado en su labor literaria que le molestaba re­cibir invitaciones p a r a concurrir a reuu'o-ntá y actos políticos, que perturbaban su trabajo .

E n una ocasión en que recibió una de es tas invitaciones le preguntó a su secre­tario:

— ¿ A m í ? ¿ P o r qué? —Porque es usted diputado. —Pues devuélvales usted el acta— repli­

có don Benito.

Un aplaudido autor tenía la costumbre do refundir en un acto las operetas que otros habían arreglado en tres actos.

Hablando de él dijo Antonio Paso un día:

— E s el recuelo de las operetas.

£1 c a r b o n e r o - a l c a l d e DIANA. A r t e s Gráfica*.—Lana, 8.—MADRID