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LA HORA DE LOS DIOSES 1

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LA HORA DE LOS DIOSES

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A Madre India y a la encarnación del espíritu

Sri Aurobindo que me trajo a ella

y a aquella de quien Sri Aurobindo dijo “La consciencia de la Madre y la mía son la misma”

y al futuro que ellos vislumbraron para la India y la humanidad y que ya está amaneciendo.

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PRÓLOGO Es difícil conocer bien la India sin saber algo del Mahabharata. El turismo espiritual no es el mejor medio para conocer el alma de un pueblo. Es difícil conocer bien al hombre sin saber algo de los recovecos del alma humana tal como son descritos por ejemplo en este gran poema épico de todos los tiempos. La superficialidad espiritual, esta epidemia contemporánea, no es el mejor clima para vislumbrar el misterio de la vida humana ni en sus cimas más sublimes ni en sus abismos oscuros. Es difícil también encontrar a personas tan preparadas como Maggi Lidchi-Grassi para abordar la ingente tarea de los bardos tradicionales de antaño para cantar y contar en lenguaje contemporáneo esta historia tanto más humana cuanto más el factor divino forma parte de ella, puesto que el hombre es algo más que un “super-computer” sofisticado o un “super-mamífero” desarrollado. La preparación de la autora se extiende a toda una vida que ha esperado su madurez para llevar a cabo tamaña empresa. Maggi conoce la India desde dentro y desde fuera. Desde dentro, no sólo por haber vivido casi 40 años (cifra de la plenitud) en esta tierra, sino también por haber penetrado en su alma guiada por un gran maestro espiritual de nuestro tiempo y de su shakti: Sri Aurobindo y la Mère, quienes ya por ellos mismos representan un caso vivido de fecundación entre oriente y occidente.

La cultura índica, como todas las culturas, posee una faceta interior, esotérica, invisible a las miradas sin amor y refractaria a los análisis racionales. El Mahabharata nos ofrece un ejemplo.

Pero Maggi conoce también la India desde fuera y no es insensible a sus muchas lacras ni se deja fácilmente deslumbrar por entusiasmos ingenuos.

La civilización de la India, y no sólo la contemporánea sino también la tradicional, posee aspectos oscuros innegables. También aquí el Mahabharata nos ofrece un paradigma.

El Mahabharata, no sólo por su extensión sino también por sus muchos meandros, ofrece un cuadro poco menos que completo de la existencia humana. Es evidente, por tanto, que tenga muchas claves de lectura. La autora ha escogido una llave maestra. Su obra no es una hermenéutica filosófica del poema, una interpretación histórica o una exégesis simbólica. Ha escogido volver a narrar la historia. Sólo un nuevo Mahabharata puede darnos una llave que abra las muchas puertas y compuertas del poema. Las grandes obras ni explican ni se justifican; simplemente narran. La autora nos invita a que escuchemos su narrativa. Si sabemos escucharla acaso encontremos más de una clave sobre el sentido de nuestra propia existencia.

R. Panikkar Pondicherry -Sri Aurobindo Ashram

6 de agosto de 1998

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PRIMERA PARTE

EL GRAN SACRIFICIO ÁUREO DEL MAHABHARATA

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CAPÍTULO I Muchos miedos hay en la vida, pero para un kshatriya entrenado en la escuela de Dronacharya existe sólo el miedo al miedo. Yo había atravesado una y otra vez las regiones más salvajes del mundo y oído al tigre arañar la lona de mi tienda. Había sentido el cálido aliento del oso olisquear alrededor de mí y, en una ocasión, un elefante de guerra hizo balancearse mi hamaca como si fuera una cuna. Tras el Kurukshetra y el Narayanastra creí que nada ya podría volver a intimidarme. Mucho antes de alcanzar Hastinapura, la Ciudad de los Elefantes, percibí al pueblo esperarme; cruzaba el bosque aún y me sentía reluctante. Éste era el bosque por el que habíamos llegado a la capital con mi madre y los sabios, tras la muerte de mi padre. A pesar de nuestra pérdida, marchábamos serenos, llenos de confianza. Pero al igual que la pequeña reserva de oro que el rústico trae a la urbe pensando que le durará para siempre, nuestra serenidad no había tardado en agotarse. Uno de los que nos había contemplado desde su ventana entonces, atraído a ella por el repicar de los bordones de los ascetas, nunca nos había fallado: tío Vidura esperaba aún. Me animaba pensar en él. Pero ¿necesitaba yo estos ánimos cuando Subhadra y Parikshita estarían aguardándome en nuestro jardín? Parecía que sí los necesitaba. Abrigaba el vago presentimiento de que, así como había vislumbrado y luego perdido a Krishna, Hastina disiparía como un espejismo la sabiduría que me había dado el desierto. Me aparté del camino principal por un bosque pequeño, un atajo al extrarradio de la ciudad. El corazón empezó a retumbar entonces. Era el fin de algo, el fin de la libertad... y yo descubría que el errante que había en mí no estaba muerto. Pero Subhadra y el hijo de Abhimanyu me llamaban y mi corazón se sometió como un ave salvaje que a la mano extendida vuela. Y Krishna no tardaría en llegar. Todas las errancias del mundo, todas las aventuras estaban en él; todos los mundos eran Krishna y en ellos mi alma retozaba como un millar de delfines. Estábamos todavía en la penumbra del bosque. Vi la luz del sol esperarnos donde los árboles llegaban a su fin y le dije a Kalidasa: “Nos movemos hacia un nuevo comienzo.” Él alzó la cabeza y alargó el paso. Mi propia montura se puso a su lado y por unos instantes marchamos más próximos que los caballos de un carro por un camino angosto. Prajapati y su protector... aunque yo sabía que, en realidad, el protector era él. No habría más cabalgadas como ésta. Kalidasa sería pronto prisionero en los establos del rey-corcel. No guiaría ya, sino que sería conducido a la regia plataforma sacrificial.

Esta idea me acuchillaba el corazón. Hice restallar el látigo sobre nuestras cabezas y clamé: “Prajapati, guíame una vez más.” Su cola trenzada se elevó, tornó la cabeza y agitó la crin, que le caía por el cuello y la cruz como la melena de un guerrero. Infundiendo poder a sus miembros, partió a todo galope, fluyendo entre los árboles, intentando perderme. Yo lo seguí mientras reía entre dientes. El viento sopló a través de mi cabello e inflamó la crin de mi corcel. Retorné al camino, que ahora se bifurcaba. Una tenue nube de polvo me indicó que debía seguir recto, pero cuando el sendero terminó no hallé rastro de Kalidasa... sólo un ritmo de cascos que se perdía en la distancia. Yo podía hallar un blanco por el sonido solamente y volví la cabeza de mi caballo. El sonido de cascos cesó como si una puerta se hubiese cerrado entre nosotros. Estábamos solos y mi bridón lo sabía. Percibió incertidumbre y aflojó, aguardando mis órdenes. Era la primera vez que perdía a mi caballo

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sacrificial. Durante más de un año, él había sido el signo en movimiento que yo siguiera. Giré alrededor, con mi montura al paso ahora, que estaba cubierta de espuma. La honda quietud del bosque vino a recibir los ecos del silencio. Me aturdía el oído. El clamor tetrasílabo de un ave hirió la quietud con un interrogante: “¿Dónde está pues?” Repetida y repetida la pregunta devino: “¿Quién es él pues?” El silencio alertó algo en mí. Ahora todo estaba quedo. Detuve mi montura. Era como si alguien hubiese arrojado un lazo al caballo sagrado. Pero estábamos en casa ya. El lazo se tensó en mi corazón. Y entonces se partió y yo me sentí dichoso, exultante, como si un trueno me revelase de qué protestaba mi corazón: no quería entrar en Hastina, no quería entregar a Kalidasa para el sacrificio. Esta idea era tan grave, tan tremenda, que contuve el aliento. El caballo sagrado pertenecía al Dios. Era Prajapati. Desear su huida era un pecado más allá de toda posible expiación. Mi corazón no se dejó conmover por estos pensamientos. Sólo sabía que no quería aquella muerte. Ofrecer sus propias criaturas a los dioses... ¿qué clase de sacrificio era éste? Kalidasa era un corcel celestial, una energía del cielo. Que los dioses lo llamaran, si querían... no me interpondría yo, pero tampoco prestaría mi mano para apagar esta vida radiante. Lancé mi desafío a las alturas y le hice voto a Kalidasa de que cambiaríamos la costumbre. Después desmonté y me senté entre las hojas caídas para ponderar mi resolución y meditar sobre el Ashwamedha. El caballo sacrificial me remitía al tiempo aquel en que bajo los cimientos de los edificios se enterraban humanas víctimas rituales o al antiguo Sarvamedha, en que tanto un hombre como un caballo eran despedazados y ofrecidos. Tuvo que haber un tiempo en el que estas cosas pareciesen tan naturales como el Ashwamedha ahora. ¿Quién -me preguntaba yo- había cambiado la costumbre? ¿Era un dios quien me sugería ahora cambiarla otra vez o era mi propia voz la que oía? Desafiar en esto la tradición sería frustrar el deseo más querido del Primogénito, que no vivía ya más que para limpiarnos de la culpa de haber matado a nuestros parientes. ¿Qué otro motivo me había hecho seguir, si no, al caballo del Ashwamedha de país a país? Si yo intentara y lograse salvar a Kalidasa de su destino, ¿no haría caer el Imperio que nos había costado las vidas de todos nuestros hijos? Y sin embargo, el veneno kalakuta no me habría ardido más en el vientre que la imagen de Kalidasa atado al poste y el hacha del sacerdote dispuesta sobre su cuello. ¿Por qué? ¿Por qué me acosaba ahora este dilema? En el desierto había comprendido que hasta una mota de polvo puede atarte, si te apegas a ella... Y yo había sido libre. En estos momentos, el apego crecía en mí otra vez. El hombre no se desprende de sus cadenas fácilmente. El desierto puede hacerte libre... pero dejas el desierto y la libertad con él. En el Kurukshetra, Krishna había dicho: “Todos estos hombres están muertos ya.” Pero había dicho también que bastaba con ofrecer a Dios la hoja de un árbol o mera agua. Y había acabado con el sacrificio de las vacas. Una vez más, era como en el Kurukshetra, donde tuve que elegir entre matar a mi guru y al único padre que había conocido o abandonar a Krishna y a mis hermanos. Ese día, según Krishna, el mundo pendió en la balanza. Y yo sentí que lo mismo ocurría hoy. Mi mundo aguardaba mi decisión. ¿Era esto otra vez una debilidad del corazón, una falta de heroísmo? Sufría la misma confusión que aquel primer día. Entonces, sin embargo, yo había sido la esperanza principal

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de una gran causa contra la injusticia. Aquí, mi tarea había acabado. Todo lo que tenía que hacer era entrar en la ciudad. Los sacerdotes se encargarían de lo demás. Pero ante esta mera idea la oscuridad anegaba mi alma. Seca sentía la boca y no estaba Krishna a mi lado para aconsejarme. Mi razón me decía que aquél había sido un momento en la gran batalla del mundo. Éste no era sino un mero sacrificio... pero con mayor fuerza aun me insistía el corazón en que éste era también un momento en una gran batalla, una confrontación de mundos invisibles. Viveka. Discriminación. Podía oír la risa de Krishna: “Jishnu, todavía no lo has aprendido.” Yací entre las hojas, con las manos detrás de la cabeza, y miré el jirón de cielo entre los árboles, esperando un signo. Una nube pasó, que tomó la forma de Kalidasa, la crin al vuelo y las piernas al máximo estiradas. Otra tomó su lugar: Kalidasa con la cabeza colgando junto al poste sacrificial. Los dioses no enviarían ningún signo. La decisión era mía. Su libertad y su muerte, ambas pendían sobre mí como aquellas nubes y yo tenía que aferrar una de ellas. Pasado un rato, una nube redonda se deslizó a mi campo de visión y, al girar sobre sí misma, me hizo pensar: de esta forma se había movido el Narayanastra por el cielo. Así que, después de todo, el signo había llegado... una imagen que decía: sumisión. Emergí del camino entre sudras y vaishyas, como si no fuera más que cualquier kshatriya extenuado y roto. Nadie enderezó la espalda o volvió la cabeza para mirar. Un poco después, tropecé con una partida de vanguardia enviada desde el palacio, pero ni siquiera éstos me reconocieron al principio. Fue uno de los viejos consejeros suta de tío Dhritarashtra el que remiró, tiró de las riendas de su carro y gritó: “Arjuna, mi señor.” Marchó hacia mí y saltó del vehículo, mirándome al rostro. Lágrimas le colmaron los ojos. Se postró y sus lágrimas mojaron el suelo. Yo lo alcé y lo abracé. Por encima de su hombro vi el cielo y los árboles y los hombres con arcos y escudos y espadas... hombres que no me desafiarían. Algunos de ellos me sonreían tremulosamente, otros miraban boquiabiertos, otros aun con curiosidad. Unos instantes después, el suta de mi tío se apartó: “Sri Arjuna, Sri Arjuna”, no dejaba de repetir con una voz que se le quebraba. “Lo que has hecho, mi señor, nadie lo ha logrado nunca ni con un ejército a sus espaldas y nadie volverá a hacerlo.” Miró alrededor en busca del corcel del Ashwamedha, pero era un consejero demasiado experimentado para hacer la pregunta. Saludos rituales y mensajes del Primogénito y de mi tío me transmitió entonces. Después llegaron sus alabanzas y felicitaciones y su agradecimiento a los dioses que me habían protegido. Por fin, incapaz de seguir conteniéndome, sonreí y le puse la mano en el hombro. “¿Cómo está mi nieto?”, inquirí. “El príncipe Parikshita, el príncipe Parikshita... Crece como el trigo en su estación. ¿Cómo podría ser de otro modo bajo el cuidado de Dama Subhadra, que también está perfectamente?” Sonrió con discreción. “Y mucho más desde que tiene noticias.” Entonces, haciendo a un lado el protocolo, estalló: “La princesa Uttara ha realizado unos pasos de danza que le enseñaste, en cuanto ha oído de la proximidad de mi señor.”

Comprendí que de lo único que se hablaba en Hastina era de mi llegada y mientras aquél balbucía contándome la fiesta que Bhima proponía para mí y de los caballos que los

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mellizos me estaban preparando y de cómo el Primogénito y Draupadi habían llorado de alivio con las noticias de mi retorno, la inmensa reluctancia en mi corazón empezó a fundirse. Miré a Hastina en la distancia.

El anciano se golpeó la frente y se volvió hacia sus hombres: “¿En qué estáis pensando? ¿Es que hemos traído tiendas y lechos para acumular polvo?” Una actividad repentina estalló, como si una colonia de hormigas hubiese sido perturbada. Me hicieron sentar en un carro mientras la seda blanca eclosionaba como las flores, con mi estandarte ondeando sobre mi pabellón. Cuando lo vi desafiar a los cielos, supe que todas las batallas habían terminado y que yo estaba en casa al fin y el agotamiento me conquistó. Reprimí un bostezo... pero aún tenía los nudillos apretados contra los labios cuando otro me descerró la boca.

Dentro del pabellón, me aguardaba el lecho de sábanas nivosas. Entre los que vinieron a atenderme había físicos, barberos y masajistas. Me bañaron con agua perfumada sobre la que se habían recitado mantras. Me frotaron la piel agostada con ungüentos de muchas plantas. Me dormí soñando con Kalidasa y sólo me inquieté cuando unos dedos me pinzaron la carne para cerrarme una herida. Me dejaron dormir y, cuando al fin desperté sin saber dónde estaba, sus rostros graves y expectantes me devolvieron la confianza. Me ayudaron a levantarme, me arreglaron el cabello y me lo ungieron de aceites. Subhadra había enviado su gran collar de diamantes y dos sartas triples de perlas. Los angadas que portaron resplandecían de gemas. Ahora, con mi diadema y este séquito no podía ser tomado por nadie más que por Arjuna el Conquistador. Por fin, me dieron de comer.

Pero ¿dónde estaba Kalidasa? Nadie se atrevía a preguntármelo. Subí al carro áureo del héroe conquistador, con elefantes y leones repujados por todas partes, y cuando el auriga hizo restallar el látigo y los caballos desviaron su peso en dirección opuesta al vehículo, Kalidasa emergió al paso del bosque con sencilla dignidad. Pasó junto a mí lanzándome una mirada de soslayo, como diciéndome que había esperado a verme presentable, y con un resuello se puso a la cabeza de la comitiva. Grande fue el regocijo. Las buenas gentes de la ciudad y sus alrededores nunca habían pensado ver a su príncipe Arjuna otra vez. El único clamor que se alzaba a mi paso era: “¡Victoria al príncipe Arjuna! ¡Quién sino Arjuna...!” Yo había oído muchos de los nombres que la gente me daba: Invicto e Invencible, Destemido, Partha. Hoy escuché muchos otros y entre ellos: Dhananjaya, Conquistador de Riqueza. Las bendiciones de todos llovían sobre mí y, cuando me alcanzó la partida del palacio, llegó con ella la mayor bendición de todas. Detrás del carro de tío Dhritarashtra, junto al Primogénito, estaba Krishna y su mirada, tierna y divertida, decía: ¿Pensabas que no vendría a recibirte? Dulzura me precipitaba aquella sonrisa por las venas. Casi me lancé a él olvidándome de mi tío Dhritarashtra. Me reprimí, me obligué a tocarle los pies al tío y dejé que me pusiera los dedos en el cabello mientras yo no cesaba de mirar a Krishna. Caí a los pies del Primogénito y nos abrazamos uno a otro. Después del pranam a Bhima, y de que éste casi me rompiese todas las costillas con su abrazo, me encontré, como tantas veces en mis sueños, cara a cara con Krishna. Nunca habíamos acabado de saber quién era el mayor de los dos y siempre nos peleábamos para postrarnos el primero. Esta vez sólo nos miramos, nos miramos... Traté de decirle con mis ojos que nunca me había dejado. Mis labios dijeron: “Krishna”. Como siempre cuando lo veía, árboles, hombres, cielos y tierra cobraron de pronto vida y color. Le toqué los pies y él me tocó los míos.

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Todo iría bien.

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CAPÍTULO II Al principio, la ciudad estaba colmada de alegría, la usual procesión de elefantes, sólo que multiplicada por diez. “¿Dónde habéis encontrado todos estos animales?”, preguntaba y preguntaba yo. Yudhisthira decía que, aunque todos los cofres se vaciasen, nada debía ahorrarse para celebrar mi retorno. Yo me ahogaba en flores y perfumes. Las danzas callejeras, los mimos, marionetas, el jolgorio... duraron días. Incluso yo, cuya mente estaba en otra parte, me daba cuenta de que las bailarinas tenían un resplandor especial y que los mimos eran insuperables. Krishna no me dejó hablarle de Kalidasa hasta que hubieron acabado los festejos. “Arjuna, estás demasiado tenso. Si hubieras disparado tus flechas en este estado en el Kurukshetra, Duryodhana estaría sentado en el trono hoy. Dices que un augurio te sugirió sumisión. ¿Cómo nos sometimos al Narayanastra?” “Si esta vez nos tiramos al suelo, los sacerdotes caminarán por encima de nosotros sin percibirnos siquiera.” “No sirve de nada que me contemples de esta forma implorante, Arjuna. Yo no puedo hacer descender un Vishwarupa a tu conveniencia. Eso viene cuando el destino del mundo está en la balanza. Tu dilema es un don que se te ha dado. Él te formará. Si quieres cambiar el mundo, y eso es lo que quieres...” “No, Krishna.” “Sí, Krishna. Y es lo que yo quiero también, Arjuna.” Krishna alzó las cejas. “Pero el mundo está regido por costumbres. La costumbre es un astra; si quieres desafiarla, mejor que aprendas a apartarte de su camino como del de un elefante a la carga.” “Sé cómo eludir a un elefante.” “No es tan diferente o tan difícil como la tensión de tu rostro sugiere. En realidad, es la única cosa sencilla.” “Hemos matado a la mitad del mundo para que el Primogénito pudiera sentarse en el trono. Sin embargo, no estará firmemente sentado hasta que se haya realizado el sacrificio y nos hayamos purificado. Paso horas en consejo con mis hermanos tratando de pensar en modos de hallar las riquezas necesarias para el sacrificio. Porque sé que ha de haber sacrificio.” Me golpeé la palma con el puño. “Éste es el camino más corto a la locura. Mi mente es como un tiro de caballos que arrastra en direcciones diversas.” “No hay necesidad de encolerizarse con la palma de tu mano.” Krishna no pudo hacerme sonreír. “Me enfado conmigo mismo. Con mi presunción. Hace sólo días, Krishna, días solamente, que era libre, libre de todo, de cada deseo y de cada falta. Y ahora no es más que recuerdo.” “¿Esperabas que durase para siempre?” “Sí. Bhishma siempre decía que las expectativas hacen de uno un idiota.”

Krishna dejó caer la cabeza hacia atrás y rió, y yo reí con él. Luego, dijo: “El Gran Patriarca esperaba que todo el mundo fuese feliz tras renunciar él a sus deseos. Así que él debía de saberlo.” Era imposible seguir aferrado a la desesperación en el reverbero de aquella risa y, a su irreverencia, añadí: “¿De qué sirve el conocimiento cuando lo pierdes de este modo? Quizás era demasiado poco y yo creí que era todo.”

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“Incluso un poco de conocimiento libera. Cuando estás en las montañas es maravilloso. Luego tienes que volver al valle y lo mismo ocurre con el desierto. Es en el valle y las ciudades donde pones tu conocimiento a prueba. Si no, ¿de qué te sirve?”

Krishna me consolaba como sólo él sabía hacerlo. Por fin, quedé en silencio y sus palabras empezaron a alcanzarme. Tras un lapso largo, levanté la mirada de las cicatrices de mis brazos y murmuré: “Era más fácil en el carro de guerra.” Después volví a preguntar: “¿Hay algo que pueda hacerse?” “Nada, por el momento.” La discusión creció y declinó luego. Sí, ¿qué podía hacerse? “Apártate del camino. Permanece dentro, dentro de tu propio desierto. No vayas aireando tus pensamientos. Perturbarán a los demás. Consumirán la energía. Crearán confusión. Haz lo que toque hacer y deja que las cosas maduren.” “¿Y mientras tanto buscamos riquezas?” “Eso no te concierne a ti. Deja que las haya. Las riquezas son necesarias para cualquier sacrificio.” “Te he oído decir tantas veces que los sacrificios de sangre no tienen ningún lugar en nuestros tiempos Arios, que pertenecen a un pasado oscuro y que unas pocas gotas de agua ofrecidas con un corazón puro resultan infinitamente más aceptables y beneficiosas...” “Sí, primo. E incluso puedes prescindir de esas pocas gotas de agua. Así que observa, aguarda. Si es posible que la costumbre cambie esta vez, el universo hallará el camino. Ama tu deseo de un sacrificio no cruento con corazón puro. Pero eso es para ti, Arjuna, pues tú has visto. Los sacerdotes y el pueblo necesitan algo tangible. Algo ha de ser ofrecido que pueda verse y tocarse mientras se repiten los mantras. No puedes quitar todos los pilares al mismo tiempo. Cuando yo acabé con el sacrificio de las vacas en mi parte del país, di a la gente algo a cambio. Los hombres son como niños, Arjuna. Si le quitas un juguete a un niño, tienes que darle alguna otra cosa para que no llore. Has de hallar el modo de hacerle sonreír. Sea como sea, tú ya has cumplido con la parte más importante.” Meneé la cabeza en burla amistosa ante la impenetrabilidad de Krishna. “Sí, Jishnu. La idea tenía que entrar en la mente de alguien como una espada en su vaina. Así es como las cosas empiezan a cambiar. Por la penetración de las ideas. Las antiguas costumbres mismas empezaron así. Es verdad que ha llegado el fin para el sacrificio animal, al igual que una vez llegó para las ofrendas humanas. Y es a ti a quien acude la idea por la naturaleza de tu visión.” Quedamos en silencio. Preguntas se alzaban y luego remitían en mí. Yo hubiese querido que Krishna siguiera hablando, pero él esperó a que asimilara sus palabras. Por fin, dijo: “Sométete. Balarama te enseñó a caer en un combate de lucha libre. Tienes que aprender a caer a través de la vida como una piedra. Pon tu confianza en las cosas que no se ven y que esperan tomar forma cuando llega el momento. No puedes verlas, son como el pez en la profundidad de las aguas o como el niño en el vientre de su madre. Sométete al Tiempo. Él es el Señor de todas las cosas.” Pero aún me debatía yo, porque no perdía de vista la enormidad de lo que había planeado en secreto. Por una vez, callaba algo que no le confesaría ni a Subhadra. Un día, mientras Krishna y yo paseábamos junto al río, desafié su consejo de sumisión. Krishna escuchó en silencio, mirándome de tal modo que sus ojos líquidos se hicieron más grandes aun. Dejó de caminar y examinó mi rostro. “Sólo los dioses están libres de Kala, el Señor del Tiempo y del Cambio. Pero cambia la costumbre, Jishnu. ¡Cámbiala! Cámbiala por Yudhisthira. Recuerda sólo que no hay norma sin sacrificio. Hay una ley más alta que te absuelve de la sangre, pero has de

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sentir su hálito soplar sobre ti y hacérselo sentir a los sacerdotes y al pueblo. Tú lo has sentido, pero eso no basta. Tienes que hacerles llegar el hálito de ese Dios superior, Jishnu.” En mi corazón había un silencio hondo. “Y tienes que hacérselo sentir a Yudhisthira. Su necesidad de expiación es muy grande, mucho más grande de lo que la costumbre exige. Si el aliento del Dios sopla a través de ti con fuerza bastante, nadie podrá tocar al caballo sagrado. Sin embargo, no te equivoques: el arraigo del sacrificio es poderoso. Los poderes menores lo exigen. Es lo que ellos conocen. No puedes arrebatárselo a menos que los conquistes.”

Y yo sabía que me estaba diciendo que debía conquistarlos en mí mismo. “Estamos al final del sacrificio tal como lo hemos conocido y al comienzo de la comprensión, y tu alma protesta como un caballo encabritado que quisiera librarse del arnés de lo viejo. Porque tú eres un alma libre y lo sabes. Estás tentando el futuro, Arjuna. Eso es lo que estás haciendo y puedes provocar una avalancha, a menos que, a menos... “¿A menos que qué?” “Ya te lo he dicho, a menos que ofrezcas algo a cambio.”

Suspiré hondo. ¿Qué podía ofrecerse? “Sólo puedes ofrecerte a ti mismo”, dijo Krishna. “Eso es todo lo que uno puede

dar. Si es adoración, acción, silencio en la acción y culto de Prajapati y sus creaciones, y si tú sabes esto, entonces tú eres la ofrenda. Escucha, mi guru Ghora Angirasa me enseñó a decirlo del siguiente modo:

Tú eres imperecedero.

Tú eres inamovible. Tú eres firme en el hálito de la vida.

Ofrecer sin conocimiento de nada sirve. “Si sabes lo que estás haciendo, y si lo haces por el mundo y no por el deseo de tu corazón, el futuro y tú prevaleceréis. ¡Que el bien te acontezca!”

Y Krishna partió, llamado repentinamente desde sus dominios. Había conflictos entre los clanes de Dwaraka, esas interminables rivalidades que la guerra sirviera sólo para crispar. Habíamos retenido a Satyaki con nosotros, pero sus amigos y oficiales ocupaban su lugar cuando de insultos se trataba. Parecía que cualquier palabra azarosa bastaba para inflamar a las facciones y que éstas estaban decididas a lavar la mínima ofensa con sangre. Satyaki dijo una vez que, de no ser por la mediación de Krishna, no habría quedado ningún hombre vivo en Dwaraka. Sólo Krishna podía embelesarlos, hacerles olvidar la ira y devolverles el sentido de las cosas. Pero yo me quedé solo con mi dilema. Ahora que había retornado con Kalidasa, debían proseguir los preparativos para la ceremonia final. Hasta mi vuelta, todas las cuestiones relativas al Ashwamedha se hallaron suspendidas. Quizás los sacerdotes consideraban poco auspiciosos los planes en mi ausencia, o quizás las posibilidades de que fracasase en mi empresa eran demasiado grandes para hacerlos moverse hacia el futuro antes de que nos vieran cabalgar de regreso. En cualquier caso, yo tenía que actuar. Parecía que el Ashwamedha requería una distribución de riquezas que no podíamos afrontar, con las arcas vacías tras la guerra. Los reyes invitados al ritual traerían sus tributos, sí, pero no contábamos con nada antes de eso. Sobre la dicha de mi retorno, gravitaba este problema.

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Una vez Krishna hubo partido, una especie de lobreguez y apatía descendió sobre la ciudad y los palacios. El mundo esperaba y esperar no es en absoluto ocupación de kshatriyas, que han vivido al filo de la muerte y sentido el lazo de Yama tensarse en torno a ellos tantas veces en un mismo día. Ahora parecía que la principal preocupación de Yudhisthira fuese que tío Dhritarashtra, que había perdido sus cien hijos, no fuese desairado en lo más mínimo y que se le rindiese una deferencia a la que no había estado habituado ni en tiempos de Duryodhana. Si bien Bhima trataba de complacer a nuestros tíos mediante postraciones absolutas y deferentes, no podía refrenar la lengua cuando el tío recibía oro para realizar sacrificios en nombre del Gran Patriarca Bhishma, Dronacharya y de todo el resto que había luchado contra nosotros, así como de sus hijos muertos. Un día, delante de Bhima y Satyaki, tío Dhritarashtra añadió Jayadratha a la lista de almas por las que distribuiría riqueza. Ambos primos corrieron al palacio del Primogénito como si un astra los siguiese e irrumpieron en la cámara abriendo las puertas de par en par. En aquel momento, yo estaba contando lo ocurrido en el encuentro con nuestra prima Dusala, durante la campaña, esperando que el relato me condujese al tema del corcel sagrado. De hecho, había escaso motivo para que mi encuentro con Dusala y el nieto de Jayadratha llevase a hablar del caballo sacrificial pero, al tener siempre este tema en la cabeza, creí que acabaría por deslizarse hasta mi lengua. Dusala era otro de los nombres que Bhima no quería ni oír desde que se casara con Jayadratha. Satyaki había bebido y empezó a reír tan pronto como Bhima gruñó: “Jayadratha.” Yudhisthira, que escuchaba mi historia totalmente introvertido, volvió ahora la cabeza como si el muerto se hubiese levantado. “Ese chacal que fue la muerte de Abhimanyu”, gritó Bhima, “y que se escondió tras un seto de lanzas para hacer que Arjuna tuviese que arrojarse al fuego. Esa escoria, ese eunuco, ese campo de cremación... ¡Ofrecer sacrificios por él! No, Primogénito.”

Yudhisthira alzó la mano y la extendió hacia él. Este gesto era una súplica y también una orden que Bhima nunca dejaba de acatar. Hoy la apartó con el brazo y se dio la vuelta. Tal cosa me puso en pie. Satyaki cogió a Bhima y lo giró hacia Yudhisthira para que se disculpase. “Ésta es una ofensa que no puedo tolerar”, chilló Bhima. “Satyaki, tú puedes irte a Dwaraka en cualquier momento, pero yo tengo que cuidarme de lo que ocurre aquí. Y estoy de acuerdo en que al tío se le muestre deferencia, pero ¿he de verle vaciar nuestras arcas exhaustas para apaciguar el alma de Jayadratha, el canalla más miserable después de Sakuni que haya tomado cuerpo humano alguna vez? Fue concebido en pecado y criado en tinieblas para insultar a Draupadi. Me revuelve las tripas.” Hizo poderosos sonidos de náusea para resaltar este punto. “Debes de estar borracho, Satyaki, para empujarme a apoyar semejante locura. ¿Gastarías tú tu tesoro en sacrificios por Bhurisravas? Y sin embargo, Bhurisravas era un alma noble.”

Satyaki arrojó a Bhima una mirada que me turbó. Estaba colmada de ira. Que el nombre de Bhurisravas pudiese provocar tal mirada me llenaba de sombríos presentimientos. Quise tener la esperanza de que era el vino pero, desde que Bhurisravas matara a sus diez hijos, era raro no verlo bebido. Krishna era el único que lo apartaba del licor y Krishna no estaba. El decimoquinto día de la guerra, cuando Dhrishtadyumna, el gemelo de nuestra reina, cortó la cabeza a Dronacharya y la remolinó por el moño delante de mis narices, yo permanecí en silencio; pero más tarde, en el pabellón real, descargué sobre él mi ira.

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Dhrishtadyumna y el otro hermano de Draupadi y los cinco hijos de nuestra reina habían sido abrasados vivos por Ashwatthama y mi rabia se había consumido con ello, si no antes. Que tales fuegos estuviesen vivos todavía en Bhima y Satyaki tantas lunas después de la guerra, con tanta leña alrededor, sólo podía pronosticar el mal. Oí la risa callada de Ashwatthama antes de arrojar su maldición. Krishna había salvado a Parikshita, pero ¿se había agotado el astra? La guerra no había acabado... y no terminaría mientras ardiesen iras letales en estos corazones. Conociendo el efecto de la contradicción en Bhima, volví a sentarme y permanecí callado tal como había aprendido a hacer en mi campaña de paz. Aguardamos unos instantes. Satyaki se sentó entonces, airado y ceñudo. Yudhisthira se sentó, doblada la cabeza. Eran como mimos que dan a su audiencia tiempo para entender. Luego, Satyaki se levantó y se marchó sin el permiso ritual del Primogénito. Ni siquiera en el bosque, cuando no éramos más que nosotros cinco, habíamos descuidado la pleitesía debida a nuestro rey. El lapsus de Satyaki devolvió a Bhima sus sentidos. Como un lobo o tigre domesticado, se arrodilló ante Yudhisthira y puso la cabeza en su regazo. La mano de nuestro hermano mayor se la acarició, pero sus ojos estaban colmados de pensamiento y miraban la puerta por la que Satyaki había desaparecido. Bhima lo percibió y siguió a su primo diciendo: “No es nada, hermano. Me disculparé ante él.” En última instancia, en lo que a las arcas se refería, había poca diferencia en que tío Dhritarashtra ofreciese oro por Jayadratha o no. Nuestra riqueza se había agotado en la guerra. No habría habido oro bastante para celebrar el Ashwamedha, ni siquiera de un modo humilde, aunque el tío no hubiese ofrecido ningún sacrificio y hubiera vivido de arroz tostado y agua. Era esto lo que atormentaba a Bhima: que Yudhisthira, que había celebrado el Rajasuya en plenitud de esplendor y dignidad, se viese reducido a preocupaciones materiales para restablecer el Dharma y purificarnos de la sangre derramada. Para el Rajasuya, Bhima había traído riquezas del este, cestos de rubíes y zafiros. Había vertido las piedras a los pies del Primogénito entonces, pero ahora se sentía tan desvalido como una madre incapaz de proporcionar alimento. En cuanto a mí mismo, una parte de mí quería ayudar a conseguir oro para Yudhisthira, mientras que otra sabía que nada llevaría más rápido a Kalidasa al poste del sacrificio. Nuestro ingenio debía de estar embotado por la guerra, pues hizo falta otro incidente para mostrarnos lo obvio. Mientras tanto, la vida me resultaba no sólo soportable, sino incluso dichosa, gracias a mi nieto, el hijo de Abhimanyu. Mis mañanas transcurrían en la cámara del consejo, donde se discutían los impuestos y la irrigación y los muertos de tío Dhritarashtra, mientras Bhima se dormía y roncaba gentilmente o se levantaba de pronto, rendía pleitesía y partía porque el aburrimiento le agudizaba el hambre. Satyaki resistía a nuestro lado bien provisto de vino. Si no hubiera sido por el porte de Yudhisthira y la dignidad de nuestro tío Vidura y de Sanjaya, la sala del consejo habría resultado insoportable. Cuando el Primogénito se ponía en pie y nos daba la venia para partir, nunca nos parecía demasiado pronto. Mi corazón se aligeraba entonces en proporción inversa a la distancia que me separaba del palacio de Subhadra. Me detenía en el umbral fingiendo desmayo y murmujeaba las frases rituales del que busca refugio. Ella nunca dejaba entonces de responderme con aquella risa suya que era como la del agua al besar las rocas o el canto de un ave y que me revivía como ninguna poción lo habría hecho. Si Uttara y el crío estaban en alguna otra parte, íbamos a buscarlos o hacíamos que la nodriza nos trajese a la criatura. El pequeño era como Krishna, y era como Abhimanyu cuando lo dejamos en Indraprastha para acudir a la partida de dados. Tenía los ojos alegres pero, a veces, sus

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largas pestañas se entrecerraban y parecía entonces pensativo, mucho más allá de sus años. Pasase lo que pasase en el palacio de Yudhisthira o en su sabha, siempre había un anillo de calma alrededor de Parikshita. Yo sabía que los augurios y mis sueños eran verdad. El niño reinaría en paz. “La falta de oro no significa nada”, decía Subhadra siempre. “La pobreza es un estado mental. Mira cómo guió Krishna una nación a Dwaraka y piensa en cómo ayudó a construir Indraprastha en medio de la desolación.” Yo no respondía que todos éramos jóvenes entonces y que ahora nos aproximábamos a la sexta división de nuestras vidas. No lo decía, no, y cuando estaba con ella y Parikshita, no era verdad... o por lo menos no importaba nada. Visitábamos a Kalidasa cada día y le llevábamos terrones de azúcar y guirnaldas. Su belfo era húmedo y gentil, y áspera su lengua cuando tomaba nuestras ofrendas. Una vez ronchados los terrones con su fuerte dentadura, el corcel ponía su mejilla contra las nuestras y dilataba las narinas para aspirar el perfume de nuestro cabello. Los momentos con estos seres amados eran como lagunas fuera del tiempo y yo sentía compasión por cualquiera que no tuviera a Subhadra en su vida. Creo que eran estos instantes los que me daban paciencia para con los demás y me permitían alcanzar la sumisión que Krishna me aconsejara. Fue ahora cuando empecé a conseguir renombre en el campo de la sabiduría, aunque a la gente le costó algún tiempo pensar en Arjuna, supremo arquero, como Arjuna el consejero y árbitro. Cada vez más, Sanjaya y tío Vidura me usaban como embajador de Satyaki o Bhima o me pedían que hablase con el Primogénito acerca de moderar los gastos de tío Dhritarashtra. En esto último fallé, porque nuestro hermano mayor sufría una auténtica necesidad de servir a nuestro tío. Se había impuesto la tarea de hacerle olvidar que había perdido un centenar de hijos. Se convirtió ésta, tal como he dicho, en su preocupación principal, incluso cuando los preparativos del Ashwamedha requerían toda su atención. Nakula me hizo recordarle que habíamos invitado a todos los gobernantes para la luna llena del mes de Chaitra del año siguiente. Reluctante, fui y traté de sacarle punta al acontecimiento diciendo que a todos nos resultaría embarazoso tener que recibir a nuestros invitados con raíces secas y un puñado de grano. Pero, mientras las arcas siguieran vacías, ¿qué podía hacerse, en realidad? “Hermano”, me dijo Yudhisthira, “espero que no tornes tus pensamientos hacia la comida, como Bhima.” Prosiguió con un largo discurso sobre cómo la mente podía volverse estómago y el estómago mente. La idea no carecía de verdad ni de interés, pero durante nuestro exilio la había oído mejor expuesta y con mucho más humor por los sabios del bosque. Como muchos de los argumentos de Yudhisthira, fallaba en su falta de oportunidad. Yo no podía encontrar nada que responder. Al final, él dijo: “Es verdad, tu honor está tan en juego como el mío, ya que eres tú quien los ha invitado. ¿Qué querrías que hiciera, Arjuna? Sabes bien que lo que nuestro tío gasta no serían más que gotas en el lago de ghi, para así decirlo, que se necesita.”

Tenía tristes los ojos. Las cejas se le hundían hacia la nariz. Era verdad, desde luego. Yudhisthira había hecho llamar a los brahmines y maestros albañiles pidiéndoles una estimación de lo que se requeriría para las construcciones y los presentes a los sacerdotes y todo lo necesario para las ofrendas y vasijas rituales, y todos habíamos comprendido de inmediato por qué el Ashwamedha se ofrecía tan raramente. Sólo los utensilios para verter el ghi costarían la centésima parte de todo el oro que poseíamos ahora. El ritual exigía una serie completa de utensilios del precioso metal. Las estacas tenían que ser todas de oro. La

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mitad de la construcción del hoyo sacrificial y todos los arcos tenían que ser de oro. Ningún metal inferior podía usarse. ¿Por qué pensábamos que se llamaba ‘el Sacrificio de los sacrificios’, el ‘Rey de los Sacrificios’? El jubiloso verter todo lo que uno poseía era lo que evocaba la Gracia que limpiaba nuestros pecados. Nada inferior a esto nos purificaría. Lo desesperado de nuestra situación era un peso que aplastaba a Yudhisthira. Dos veces lo había visto yo así en el pasado: una, durante la partida de dados, cuando apostó a Draupadi; y la otra, el penúltimo día de guerra, cuando se enteró en su pabellón de que Karna vivía aún.

“Primogénito”, le dije cogiéndole los tobillos mientras me sentaba a sus pies y agitándolo ligeramente, “escúchame. Dalo todo, todo el mundo, a nosotros incluso. Pero no tomes sobre ti la carga de las muertes de los hijos de tío Dhritarashtra. Hay cosas que es adhármico arrogarse. No insultes a nuestro tío quitándole la responsabilidad que le corresponde. Él no tiene hijos. No lo prives de su penitencia porque es lo único que tiene. Déjalo que la sufra. Da todo el mundo, si quieres, pero no le robes su culpa. La penitencia es su único punya.” Tras un largo silencio, me incliné y partí. Como hermano menor, no me era permitido decir más. Viéndolo tan lleno de preocupación, me pregunté cómo llegaría a abordar nunca el tema de Kalidasa con él.

Estaba colmado de pensamientos todavía cuando Subhadra se me acercó junto al estanque de los lotos. La insistencia de sus ojos al tomarle las manos me reveló que mi mirada tenía un aire descorazonado. No le había hablado a ella del sagrado corcel. Quitar a los dioses lo que se les debe es cosa grave que yo no quería hacer pesar sobre ella.

Caminamos en silencio por el borde del lago incrustado de lapislázuli hasta que alcanzamos el césped donde Parikshita retozaba sobre sus pieles de tigre. Lo cogí en brazos y por primera vez me olvidé del Ashwamedha... aunque sólo por aquel momento. Aquella cuestión me tenía prisionero, así que hablé con Subhadra de la preocupación menor. También nuestra tía Gandhari, al realizar los intrincados ritos de la sraddha por cada uno de sus cien hijos, se veía en la imposición de hacer a los brahmines regalos proporcionales a la pérdida. Y ¿quién tenía el corazón de impedirle librarse a sí misma de la deuda por la que se sentía obligada hacia sus hijos muertos? Era la primera vez que hablaba a Subhadra de un modo que cubría mi preocupación real. Nadie en Hastina podía hallar oro suficiente para la única cosa en que todos estaban de acuerdo que debía realizarse. Quizás habíamos discutido aquello tan a menudo que toda la simplicidad del asunto se ocultaba tras los argumentos. Nunca molestábamos a Uttara con la cuestión pero, por supuesto, ella se enteró. Se había convertido en el tema de conversación de todo el mundo y un día mi nuera comentó: “El patriarca Vyasa dijo que debíamos ofrecer el sacrificio, así que es al patriarca Vyasa a quien hay que preguntarle cómo conseguir el oro.” La miramos con estupefacta sorpresa. Yo tenía al niño en los brazos y se lo pasé a Subhadra. Sabía que aquellas palabras que sonaban pueriles portaban la solución en la que ninguno de nosotros había llegado a pensar. El abuelo Vyasa vivía con simpleza en su ashram; el oro y él se ubicaban en rincones distintos de nuestra mente pero, ahora que Uttara había pronunciado su nombre y la palabra ‘oro’ juntos, se deslizaron el uno hacia el otro como imanes y la sabiduría de sus palabras resplandeció en nuestro entendimiento. “Habla con Yudhisthira”, dijo Subhadra. “Tú compartes con él la carga de la invitación.” Toda esta cuestión se había convertido, en efecto, en una carga para mí. En sueños, veía a los gobernantes que había invitado sentados a mi alrededor en una cámara

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del consejo apenumbrada, esperando a que hablase... y yo estaba mudo. Otras veces, me desafiaban apuntándome con la mano izquierda. Yudhisthira no estaba presente en estos sueños. Parecía que la falta era mía. El mundo se convertía en un caos y Krishna no enviaba revelación ninguna. Ashwatthama se me apareció una noche. Era joven de nuevo y brillaba bajo la gema de su cabeza. “Arjuna, también yo sentí el peso del mundo. Llegué a creer que era porque había llorado pidiendo leche, pero era la adversidad del momento.” No dijo nada más pero, cuando desperté, sentía menos agobiada la mente. Al final, fue Nakula el que me hizo hablar. “Escuchar a un sabio es aún la única cosa que trae alivio a Yudhisthira”, me recordó. Y tenía razón. Yudhisthira y yo nos pusimos en camino hacia el ashram del abuelo Vyasa, como si la expedición fuese una excursión placentera. Yo viajaba con el Primogénito en su carro. De vez en cuando, él se volvía para sonreír. Por primera vez en muchas lunas, lo vi más ligero de corazón. Habíamos tratado de conseguir oro ahorrando, pero toda la esencia del Ashwamedha es dar, dar todo lo que se posee, el verdadero esplendor de un rey. Yudhisthira, que a menudo parecía tan poco kshatriya que se había ganado el sobrenombre de Brahmín, lo sabía como rey. El patriarca nos aguardaba con una pregunta propia: ¿por qué habíamos esperado tanto tiempo para venir a él? “El fruto no estaba maduro todavía”, dijo el Primogénito y se puso a hacer lo que más le gustaba: obedecer a un sabio. El oro que se necesitaba estaba en el norte, aseveró el abuelo Vyasa. Había allí un tesoro enterrado y oro de mina. Yudhisthira debía conducir la expedición. “Primogénito, nadie más que tú puede hallar ese tesoro. No se entregará a nadie más. Eres tú quien ha de ofrecer este gran sacrificio.” Las palabras del patriarca, aunque dichas a Yudhisthira, cayeron en mi sangre como flechas. Tú eres mi chakra, me había dicho Krishna en el Kurukshetra. Ahora, yo era el brazo de la espada otra vez. Nadie podía llegar al oro más que Yudhisthira y yo era su protector. Esto era algo que yo conocía y a lo que podía prestar mi mano. En cuanto a qué saldría de ello, por ahora no podía hacer otra cosa que someterme. El patriarca Vyasa habló otra vez: “No creas que lo que ofrecemos no es consciente. Todo es consciente.” Y sus palabras lo llevaron a un himno: “‘El Dios mora en todo lo que es. El elefante, la hormiga, las piedras.’ Sólo tú puedes llamar a ese tesoro, Yudhisthira, pero recuerda: tu concentración ha de ser perfecta. El oro que distribuyes y usas para los preparativos es ofrecido a los dioses. Así que purifícate. Abstente de carne y de vino, y observa silencio los diez días antes de partir.” Instrucciones tales eran carne y vino para Yudhisthira. Por fin se le daba una tarea que estaba en sintonía con el anhelo de su corazón y que hacía el sacrificio real para él. El Primogénito, de rodillas, alzó las manos en salutación al patriarca y posó la cabeza a sus pies. Era como si acabase de recibir el baño de coronación otra vez. Sentí una presencia venir al patriarca Vyasa. Elevó sus palmas al cielo, las colmó de sus bendiciones y las puso en la cabeza de mi hermano mayor. Lo dejamos en el ashram para sus diez días de ayuno y retornamos a Hastina en busca de soldados.

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CAPÍTULO III Nuestras fuerzas habían de marchar bajo la constelación Dhruva y en el día de Dhruva. Si no hubiera dejado atrás a Subhadra, al niño y a Kalidasa, me habría sentido enteramente feliz de dejar atrás Hastina. Tras rendir culto al gran dios Maheshwara, ofrecimos tortas de arroz y recibimos la bendición de los brahmines. Parikshita y yo adoramos a Kalidasa moviendo las velas ante él; después, le acariciamos la crin y lo enguirnaldamos. Le alcé el mechón que le caía sobre la cabeza y le puse kumkum y granos de arroz sobre la constelación de su frente; encima de ella, tracé un creciente porque el corcel pertenecía a la raza lunar. Posé junto a la suya mi mejilla. “Eres Prajapati”, le dije, “y nos conducirás a todos nosotros. Pero ahora es tiempo de espera y sumisión. Tenemos que encontrar un tesoro.” Krishna había dicho que el hombre de más baja calaña era el que mataba a su perro fiel. ¿Qué sería yo, entonces, si no conseguía salvar a Kalidasa? Kalidasa no era un perro fiel, sino mi guru, que me había guiado a través de los reinos. Mi corazón se mantuvo firme en su resolución. Kalidasa resolló gentilmente y frotó su cabeza contra la mía. Sentí su confianza. Me dio fuerzas. Él me había protegido, me había guiado a través de todos los peligros. Y me llegó la idea de que, de algún modo, él nos conduciría a través de este peligro también. Cerré los ojos y oré pidiendo sabiduría y buena fortuna, y luego, allí mismo, en aquel establo que olía a estiércol y guirnaldas, recé a Madre Durga, protectora de todos los guerreros. Por último, silencioso el corazón, le recé a Krishna. El patriarca Vyasa vino con nosotros. Era la primera vez que montaba un elefante y se le veía pletórico de júbilo y travieso como nunca. Saludaba con himnos a todos los árboles y animales, y tenía un cántico especial para cada uno de ellos: para las nubes y la lluvia, para el cielo y la tierra, para la aurora y el ocaso, para cada hora del día y de la noche, el amanecer, el resplandor del fuego, la luna y la noche prendida de luna, las llamas, la alegría de la tarde, el viento silbante, las estaciones, la ley que cambiaba las estaciones y el milagro de la creación, para cada paso y cada contratiempo. Era la nuestra una peregrinación y no permitía que lo olvidáramos un solo instante. Entre marcha y marcha, nos hacía sentar sobre hierba kusa y cantar con él como sus discípulos en el ashram. Su voz era sincera y potente, y podía elevar un Om desde debajo del suelo y mantenerlo de forma que reverberase en todos nosotros. Incluso al soltarlo, aquél ascendía y ascendía y quedaba suspendido en el aire... y, cuando el silencio caía por fin, sabíamos que su plegaria había alcanzado a los dioses. Con todo ello, esperábamos tener una expedición sin percances pero, a pesar del patriarca, parecía que un viento inauspicioso nos siguiera. Cuando nos aproximábamos al segundo grupo de aldeas, una delegación de jefes y ancianos vino a recibirnos. Un tigre herido, incapaz ya de cazar su presa natural, se había llevado a mujeres y niños de los campos. Las aldeas habían perdido a un abuelo, cuatro mujeres, un adolescente y dos pequeños. Ahora, y en respuesta a sus plegarias, el rey, su padre, su salvador, llegaba montado como un dios sobre un gran elefante. Permanecieron con las manos unidas y la mirada implorante alzada hacia nosotros. Yo nunca llegué a dudar cuál sería la respuesta de Yudhisthira, pero algunos de nuestros consejeros y

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sacerdotes se miraron inquietos unos a otros. Se entregaron a susurros y gesticulaciones, tratando de urgir al más anciano de los brahmines para que aconsejase precaución. De nosotros dependía todo: el Ashwamedha, las lluvias, las cosechas del país entero. A través del Primogénito debía purificarse toda la dinastía. El brahmín se adelantó, contraído el rostro por su misión. “Mi señor, si algo le ocurre a Sri Arjuna, ¿quién guardará al emperador?” Yudhisthira contempló más allá de los sacerdotes los rostros implorantes de los hombres, que se mantenían a respetuosa distancia. Aquéllos eran sus hijos. “Éstas gentes son nuestros súbditos, oh inmaculado. Sri Arjuna protegió al caballo sacrificial. ¿Quién protegerá a estos hombres, si no lo hago yo?” Ahora, varias voces murmuraron:

“Pero el Ashwamedha...” “Si algo pasara...” “Todo depende del sacrificio. La vamsha de vuestra Alteza debe ser purificada.” “Señores, os lo agradezco. Lo que decís es verdad, pero el destino del mundo no

depende de la seguridad del rey, sino de la observancia del Dharma.” Dicho esto, Yudhisthira indicó a su gajaroha con un gesto su deseo de desmontar. Todos miramos entonces al patriarca, que observaba a su nieto. “Hay cosas que sólo el rey decide y que incluso los sabios deben aceptar...”, les dijo el abuelo Vyasa a los brahmines contemplando sus largas uñas, “a menos que el rey les consulte.” “El rey Vrishadarbha se arrancó la carne a pedazos para proteger a un pichón.” El Primogénito le sonrió al abuelo Vyasa. “¿Voy yo a quedarme en mi tienda acobardado, cuando mis súbditos me piden que los proteja?” “Mi señor, ésa no es sino una leyenda”, protestó uno de los brahmines. Yudhisthira lo observó un instante y luego se tornó hacia el brahmín principal. “¿Qué hace este brahmín sin fe en nuestra expedición? Envíalo de vuelta, no sea que traiga el desastre sobre nosotros.”

Después de esto cesaron las murmuraciones. El patriarca cerró los ojos y sonrió. “Hermano, ¿para qué he venido yo entonces? El rey no debe ser puesto en peligro

en un momento como éste”, protesté. “Déjame ir en busca del tigre. Yo soy tu brazo de la espada.” “Ciertamente lo eres, Arjuna”, le respondió Yudhisthira a mi inquietud, “y ningún rey tuvo nunca uno mejor. Pero, si el rey se queda sentado a salvo mientras sus súbditos están en peligro, ¿qué rey es ése?” Empezó a caminar hacia un pabellón. “Quién sabe qué dios ha enviado ese tigre... Quién sabe qué dios ha tomado su forma atigrada.” Paseó entonces una mirada por todos nosotros que decía: ¿Alguien más tiene prisa por volver a ver Hastina otra vez? “¿No te das cuenta de que eres la esperanza del pueblo?”, estallé yo. “¿Por qué hicimos la guerra? ¿Alguno de nosotros quería en particular ser rey? ¿Es que no sabíamos la desolación que seguiría a la batalla, aunque venciésemos? Luchamos para que un rey dhármico se sentase en el trono. Sólo para este fin condujo Krishna mi carro de guerra, para que el Dharma, y no Duryodhana, se sentase en el trono y ofreciese por el pueblo. Krishna nunca dijo ni pensó que Arjuna fuese rey. Cuando los Trigartas me desafiaron te hizo prometer que volverías al campamento, si Satyajit caía, y tú volviste. ¿Qué crees que diría hoy?” A diferencia de mí mismo, Yudhisthira carecía de estúpida vanidad.

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“Yo permaneceré detrás pero, esté yo ahí o no, tu flecha será disparada por Kala, que es Señor del Tiempo. Si permanecemos anclados en la fe, no podemos fallar.” Una vez más, Krishna nos había salvado. “No creas que te desharás de mí tan fácilmente, Arjuna”, le oí decir entonces al abuelo Vyasa. “Además, yo tengo mudras que pueden paralizar a un tigre.” Antes de mi experiencia del desierto, me habría puesto frenético que alguien hubiese pensado siquiera en quitarme el tigre, y con mantras por si fuera poco, cuando yo había organizado la cacería. Ahora me hacía sonreír. Incluso los dioses, pensé para mis adentros, favorecen a un gran arquero. Cuando tratas con un devorador de hombres herido necesitas tanto la protección de los dioses como tener a los mejores cazadores contigo. Así que dispuse tres elefantes y seis de mis mejores arqueros: dos en direcciones opuestas para cada varandaka. Otro arquero lo tenía conmigo en mi propio varandaka. Éramos ocho en total, escogidísimos. Preparé cinco elefantes más con lanceros, de modo que pudiésemos avanzar en una flexible línea horizontal. Los gajarohas susurraron al oído de sus animales que íbamos a la caza de un tigre, que no tenían que hacer ruido, y las grandes bestias caminaron quedas como gatos. Hice marchar a mi formación lentamente con señales de mis brazos. Yo tenía el arco en las manos y la flecha armada en él. Oí un ruido de hojas a mi derecha e hice detenerse a los elefantes. Todos respirábamos precavidos, en tenso silencio. Un tigre herido ataca a cualquier cosa que se le acerque y ni siquiera los elefantes mejor entrenados resisten cuando sienten las garras de la bestia. Mi oído era agudo, pero fue mi montura la que percibió el olor. Las aves habían dejado de trinar y yo vi los pies de mi gajaroha flexionarse contra los costados del elefante. Mi animal barritó y yo di orden al resto de situarse frente al tigre. A un gruñido airado siguió un rugido. La maleza empezó a moverse como agitada por la violencia del viento. Olí al gran gato antes de que aquel relámpago amarillo y negro se arrojase sobre el elefante a mi izquierda, que giró en redondo tan velozmente que arrojó su gajaroha al suelo; después, trompeteando, berreando y con un brutal abaniqueo de sus orejas se arrojó a la jungla detrás de nosotros. Mi flecha se hundió en el anca de la fiera junto a la cola antes de que la selva se cerrase sobre ella, pero no era una herida mortal. No sin dificultades, los gajarohas calmaron a sus monturas y nosotros esperamos a que la bestia cargase otra vez. Ahora, los rugidos ferales llegaban mezclados con aullidos de dolor y, cuando el tigre volvió a atacar, dos elefantes rompieron la formación y dejaron un agujero en nuestra defensa. Por unos instantes, no hubo nada entre la fiera enloquecida y el campamento en el que esperaba el rey. Fue entonces cuando el cántico inflamó el aire. Ignorando mis órdenes de mantener silencio, el patriarca Vyasa elevó la voz en alabanza a la creación, sus tigres y todas las cosas franjadas. Lejos de aplacarse, el felino saltó sobre el elefante del patriarca. Mi flecha lo alcanzó en mitad del salto. El patriarca se volvió hacia mí atónito. “¿Por qué lo has hecho, Arjuna?” Mi aturdimiento fue incluso mayor que el suyo. Miré el tigre abajo, yaciendo sobre un costado y con la sangre manchándole el carrillo. Tenía abiertas las fauces en un rugido, pero estaba bien muerto. “¿Qué tenía que haber hecho, abuelo?” Él extendió la mano y sus dedos configuraron el mudra que ahuyenta el temor. “Mi mantra lo habría detenido. “¿Y si no le hubiera hecho caso?”, protesté. Él giró la cabeza.

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“Eres un niño, Arjuna.” Sin más comentario, ordenó a su gajaroha volver al campamento, dejándome que lo siguiera como un estudiante reprendido. Cuando alcanzamos las tiendas, hallamos a los elefantes huidos en una alberca, confortados por sus cornacas. “Os ha asustado ese horrendo tigre”, les canturreaban al oído. “Pero Sri Arjuna lo ha castigado. Nunca volverá a asustaros. Él es el mejor arquero del mundo. Puede disparar con las dos manos.” Tuve que contentarme con estos elogios porque el abuelo Vyasa seguía en inapelable silencio. Por un rato, observé a los gajarohas frotar los costados de los elefantes y hacerles cosquillas tras las orejas con sus largos cepillos. Chapoteaban y jugaban en el agua como chiquillos. Los elefantes se llenaban las trompas de agua y la espurreaban. Por fin, el hosco silencio del patriarca se rompió y su voz se elevó sobre los sonidos del júbilo de los mastodontes y sus guardas.

“La verdad es lo supremo, lo supremo es la verdad. Por medio de la verdad, los hombres no caen nunca del mundo celestial,

Porque la verdad pertenece a los espíritus bañados en Gracia.” Y mientras cantaba se volvió hacia mí y me sonrió perdonándome. Era en verdad una sonrisa de gracia que reflejaba los cielos, por los que ahora se movían nubes rosadas, como velas infladas por el viento, contra una expansión de azur. Pero en una de ellas, yo vi algo que anuló el éxito del día y me hizo cerrar los ojos con repentino dolor: la forma de Kalidasa. Esta nube flotó separada de las demás, en cuatro pedazos. En el primer río que cruzamos, una balsa volcó y se perdió gran parte del bagaje. Apenas habíamos acabado de recuperar lo que pudimos y seleccionado lo todavía salvable, cuando los camellos se amotinaron y uno de ellos logró tirar y pisotear su carga de provisiones. Al llegar al segundo río, todos ellos se negaron a meterse en el agua. Finalmente, atamos a ocho camellos juntos y los sujetamos a la cola de un gran elefante que los arrastró al río y los hizo nadar a través de él. Esto los tornó dóciles y les vimos lanzar tímidas miradas de soslayo que nos convencieron de que así era como había que tratar a los camellos. El resto de los elefantes fue enviado luego a través de las aguas, con cuerdas de hombres colgadas de sus colas. En medio de todo el barullo, empecé a preguntarme, como siempre lo hacía llegado cierto punto de las expediciones, por qué había tenido tanta ansiedad de partir. Justo entonces algunos bueyes se hundieron y perdimos varios cofres en los que el tesoro había de ser transportado de vuelta a Hastina. Los responsables de los bueyes los habían sobrecargado. Hubo mucha agitación mientras buceábamos para cortar las cuerdas y descargar a las pobres bestias. ¿Por qué estos percances? Cuando escatimas el sacrificio, quizás no puedas esperar la protección de los dioses. No, protestó mi corazón. Ésta era voz de sacerdote. Logramos salvar a los animales y los cofres, y yo me las arreglé para nadar lo bastante y refrescarme. Luego, me sumergí en el agua de nuevo, esta vez por puro placer. Hallé calma y frescura bajo la superficie. Arriba, la confusión era otro mundo. Agité las piernas hacia mayores profundidades, dispersando un banco de peces. Uno de ellos, confiado, vino a mí y me miró con ojos como platos, redondos, como preguntándome qué quería yo allí. Extendí la mano hacia la plata de su piel y partió como un relámpago. Me sentía libre y alegre allí abajo, solo. Lamentaba que mi necesidad de aire hubiera de arrastrarme pronto de vuelta a la superficie. Entre tanto, contemplé las sombras en el lecho

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del río. Una de ellas se convirtió en el corcel sagrado. Emergí abruptamente, el corazón enloquecido, ansiando aire. Después de todo esto, dispusimos un puente de barcazas para los bueyes y los caballos. Haciendo marchas cortas de un goyuta cada jornada, alcanzamos unas tierras prístinas en la que grandes bandadas de aves migratorias blancas con largas colas farpadas descendían hacia el patriarca Vyasa y volitaban alrededor de él con agudo griterío. Unas pocas se posaban en sus manos y en sus hombros. Una lo hizo en su moño. Luego, las vimos aterrar a orillas de un lago de cristal. Llegaron grullas de más allá del Himavat volando en formación de punta de flecha y las observamos cambiar líderes. Gansos de alas grises navegaron sobre las aguas de una laguna, sin turbar apenas la superficie, sin mezclarse con los patos salvajes o con sus hermanos de color arcilla. El martín pescador destelló antes de hundirse en el lago y emergió después triunfante con su presa. Hacían que el cielo brillante pareciese pálido. Al acercarnos, las perdices moteadas se fundieron tras las piedras y se burlaron de nosotros invitándonos a saber cuál era cuál. Los cormoranes se miraron en el agua sus grandes picos ganchudos y yo contemplaba incansable las ardillas de montaña, negras, atigradas, anaranjadas, doradas, contra la oscura corteza de los árboles, realizar sus acrobacias en las ramas más menudas. Todo el universo era en verdad el juego del Creador. En días como éstos, yo me sentía en paz profunda y me colmaba la fe de que la visión de Krishna prevalecería. Me encantaba sentarme junto al abuelo Vyasa. Un día observábamos a las mariposas revolotear entre púrpuras trepadoras. Su espíritu interior fluyó a través del patriarca hasta mí y de vuelta a ellas. De pronto, el mundo entero empezó a moverse como si alas batiesen el aire hacia abajo y un millar de pájaros tirase hacia el cielo con atronador aleteo. Miramos y miramos y, cuando pude hablar otra vez, le dije al sabio: “Éste es el lila. ¿Qué necesidad tenemos de oro?” Por fin se volvió para observarme. El aire era dulce y diáfano. Yo siempre había sentido cuando estaba en las montañas que no envejecería en las ciudades, que un día los dioses de los montes me llamarían y me guardarían hasta el final. Le conté al abuelo mi fantasía. “Nadie puede retenerte prisionero, Arjuna. Algún día volverás a las cumbres para siempre. Yo te lo diré cuando llegue la hora. Te lo prometo. Pero no es ésta. Nadie puede ser exonerado antes de tiempo, ni tú ni yo, sin desequilibrar la creación. Ya sabes eso.” Yo asentí. Marchamos bajo la mirada de los montes. Adoramos a Rudra, adoramos al Señor de los Tesoros con pureza de propósito en nuestros corazones. Y un día el patriarca Vyasa me dijo que habíamos llegado al lugar donde yacía oculto el tesoro.

“Oh Tierra, eso que estoy excavando para extraer de ti, que crezca de inmediato;

Oh Purificadora, no dejes que perturbe tu alma ni tu corazón.” Los brahmines que nos acompañaban cantaron sus mantras y fortalecidos por sus bendiciones empezamos a cavar. Lo que surgió primero fueron raras y preciosas vasijas de todo tipo: bhringaras, katahas, kalasas, bardhamanakas y bhajanas. Estaban incrustadas de gemas y resplandecían al sol y la nieve como sueños hechos vida. La riqueza emanó en

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tal profusión que comprendí que el abuelo Vyasa no había exagerado. Nuestros miles de cofres no eran demasiados y lamentamos los perdidos en el lecho del río. Dieciséis mil monedas fueron colocadas sobre cada camello, veinticuatro mil serían llevadas por los elefantes que esperaban en un campamento base, ocho mil en cada uno de los carros. Tendríamos que cargar a mulas y caballos, y aún quedaban riquezas que tuvimos que repartir entre las cabezas y los lomos de los hombres. Uno perdía el sentido del valor con aquel tesoro. Brotaba como el agua que borbolla en un manantial. Al fin, Yudhisthira dio orden de detener la extracción. “No tomemos más. Dejemos el resto para que los hijos de Parikshita ofrezcan sacrificios.” Yo había empezado a pensar que los guardianes de estas riquezas podían retenernos aquí para siempre. Una vez terminado aquello, el sentido de lo que teníamos retornó. La tierra que pisoteáramos durante la guerra nos rendía su tesoro. Era ella la Madre y contenía todas las cosas. El abuelo cantó:

“Contiene Ella todas las cosas. Toda substancia posee. Ella es el fundamento.

Con pecho de oro, amansiona el mundo. Ella alberga a todo el mundo.”

Lo que ella nos había dado no era sólo oro, sino riquezas del espíritu. Como siempre que partía de estas regiones, mi corazón ansió retornar.

“Que las montañas, las cumbres nivosas, los bosques te traigan dicha en la Tierra.”

Di gracias de que el tesoro fuese cargado y asegurado sin mayor percance. Los dioses del sacrificio no podían estar muy airados conmigo, después de todo. Durante el retorno, tuvimos que permanecer concentrados en el camino, pues las lluvias habían hecho resbaladizos los senderos. Los camellos tienen un paso seguro en los sitios altos y, más abajo, los elefantes nos aguardaban. Las voces de los gajarohas ecoaban por los montes. “Camina tranquilo... oh mi tesoro.” “... tesoro... soro... soro...” Llegaba el eco. El mundo estaba lleno de nombres de amor. Los gajarohas casi nunca callaban, advertían a nuestras monturas de que tuviesen cuidado, les prometían que pronto estarían en casa y les decían que se habían portado muy bien, que gracias a ellos el rey celebraría un estupendo Ashwamedha. Yo me había sentido en paz hasta entonces, pero aquella sola palabra hizo retornar todo el tumulto. En casa... En un platillo de mi balanza estaba la dicha de ver a Parikshita y Subhadra otra vez; en el otro, mis pensamientos sobre Kalidasa... y la balanza se inclinaba del lado de mis pensamientos. El camino por el que el abuelo Vyasa nos conducía al valle era peligroso, el lugar menos adecuado para contrariar a los dioses. Tenía que poner rienda a mis pensamientos. Los ríos crecidos rugían abajo, muy abajo, en un mundo que venía demasiado rápido hacia nosotros. Pronto el aire perdería ese punto de vigorosa y prístina frescura.

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Era un mundo de Dioses el que dejábamos atrás. Había sabios en las cuevas de los montes que no habían salido a saludarnos, pero cuyas bendiciones -estábamos seguros- sostenían el mundo y lo ayudarían a superar la Kaliyuga. A ellos les envié mi plegaria. Mi oído de arquero oyó el primer guijarro. Después, toda la compañía percibió el golpeteo cuando las piedras cayeron alrededor de nosotros. Trescientos gajarohas suplicaron a sus asustados elefantes que no hicieran caso, pero éstos tenían más sentido común. Las piedras dejaron de caer. Una señal del patriarca detuvo nuestro avance. Los elefantes barritaban, pegadas las orejas a sus costados. Alzaron las trompas y berrearon y, cuando Vyasa nos ordenó marchar otra vez, no quisieron moverse. Un tamborileo... una lluvia de piedras delante del patriarca, al que podíamos ver más abajo que nosotros, y luego el primer gran peñasco. Después, con un fragor como el de un centenar de truenos, otras rocas, incontables, se desprendieron de la cornisa de la montaña y cayeron justo por encima de nosotros al valle. Un pedrusco no puedes abatirlo con un dardo y yo no conocía ningún astra para un desprendimiento de tierras. Entonces, en medio del farfullar y griterío y el meneo letal de la montaña, se elevaron los breves compases de un cántico de paz. El abuelo Vyasa estaba de pie en su asiento del varandaka, con los brazos alzados. Tenía el rostro vuelto hacia la montaña, de forma que yo veía el perfil halconado de su nariz. Sus facciones conservaban tan perfecta compostura que podría haber sido parte de aquel mundo rocoso, erecto de aquel modo desde el principio de la creación, ignorante de la arena o de las piedras o peñascos o montañas que cayesen sobre él. El repicar cesó y se retiró como para escuchar: un último traqueteo de piedras -una me golpeó el tobillo- y después todo cesó. Un silencio total... y nuestros hombres y animales lo observaron. Podía oírse su respiración. El patriarca no se movió. Luego, sus párpados arrugados y entrecerrados pestañearon y se cerraron. Yudhisthira tenía razón. Uno no debe portar incredulidad. No puede hacerlo. Así como en el Indraloka yo había constatado que toda nuestra gracia y encanto heredados provenían de Urvasi, comprendía ahora que toda nuestra fuerza y sabiduría nos llegaba a través de este sabio que había engendrado a nuestro padre. El patriarca había terminado su cántico, pero tenía aún los brazos alzados contra los cielos y el moño de su cabeza los desafiaba. Se giró en redondo. Había un reto en sus ojos para mí también.

“Él sigue la senda de todos los espíritus, De las ninfas y del ciervo en el bosque.

Comprendiendo sus pensamientos, borbollando con sus éxtasis, Su amigo tentador es él,

El asceta del largo cabello.” En el campamento base descargamos los elefantes y subimos a las montañas en busca de más. Esta vez, el espíritu de los montes no se opuso a nuestro paso.

Om Tat Sat

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CAPÍTULO IV Todavía recuerdo el momento en el patio del palacio de Hastina cuando los primeros camellos se arrodillaron y fueron descargados: ni siquiera lo que Maya nos trajera para nuestra sabha de Indraprastha podía igualar estas riquezas. Planear y levantar un edificio es decir sí a la vida. Erigirlo para los dioses es elevarse uno mismo por encima de las dichas y miserias de la vida. No puedes dudar del sentido de tu obra o su valor. La forma que le das es tu participación en la creación y te aproxima al Creador de todas las cosas. Yudhisthira, a quien nunca le había interesado el lujo y que siempre había querido la riqueza para repartirla, tornó su mente ahora al esplendor, hacia la construcción de palacios para todos los reyes tributarios así como hacia la sabha del Ashwamedha. El Palacio de Cristal edificado por Duryodhana para emular nuestra Maya-sabha de Indraprastha estaba lleno de recuerdos amargos. Una nueva sabha fue lo primero que nos vino a la mente mientras dejábamos correr las gemas entre nuestros dedos y nuestros ojos bendecían el oro. La Maya-sabha de Indraprastha había sido, en parte al menos, un regalo que el demonio-arquitecto me hiciera por salvarlo; además de la inmensa luz que te aturdía al entrar en ella, el palacio rebosaba de traviesos elementos. Había habido reflejos allí de tiempos inocentes y esperanzados, cuando vivíamos aún sin pensamientos de guerra. La sabha de Yudhisthira sería algo de otro mundo venido a encontrar la Tierra. Mientras el Primogénito y los sacerdotes decían los mantras sobre la piedra angular del edificio, yo supe que en sus muros estarían la sangre y los huesos, los corazones y mentes de todos los kshatriyas muertos en la gran batalla. Pensé entonces que el mundo había quedado limpio y que nunca más habría necesidad de guerra. No había razón por la que los hijos de Parikshita no pudieran gobernar en paz otros sesenta años, y luego otros y otros y así hasta el final de los tiempos terrenales. Porque ¿quién, habiendo oído hablar del Kurukshetra, querría volver a levantar los ejércitos de Bhárata contra sus enemigos? La historia había de ser transmitida de generación en generación con todo su detalle brutal. Ya el patriarca Vyasa cantaba partes de la guerra que Sanjaya le había narrado.

Me hacía sonreír con dulce dolor oír la muerte de Uttarakumara aquel primer día de batalla.

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CAPÍTULO V La construcción de la nueva sabha y de las arcadas de oro era una tarea compleja. Las medidas tenían que ser exactas, si queríamos tener la esperanza de tiempos auspiciosos por venir una vez más. Se decía que los cálculos empleados para la erección del Palacio de Cristal no habían sido realizados con exactitud: la rabia de Duryodhana y su prisa por invitarnos a la partida de dados había obligado a obviar ciertos preparativos; de otro modo, nunca podría haber tenido lugar bajo su techo aquella mayúscula estafa y, mucho menos, lo que se le infligió a la emperatriz de Bharatavarsha. Mientras se aproximaba la luna llena del mes de Magha, Yudhisthira le pidió a Bhima que buscase, con los sacerdotes instruidos en el Ashwamedha, el lugar apropiado para el sacrificio. Fue seleccionada y medida una zona junto al río. Una pequeña y auspiciosa arteria tributaria serpeaba a través de ella, alimentada por una fuente que borbollaba clara como el cristal entre las rocas. Mantras cantaron los sacerdotes mientras recorrían el perímetro del área. Sonaron las caracolas mientras se batían tablas y mridangams en un controlado frenesí de celebración. Pronto estuvo el lugar abarrotado de hombres que talaron los árboles y nivelaron el terreno. Todos eran conscientes de que laboraban para la gran ofrenda. Su canto y movimientos rítmicos se hicieron uno solo. El sonido mismo era mántrico. El suelo fue sembrado de gemas y joyones. Las columnas se alzaron desde las puertas hasta la plataforma del Ashwamedha; una serie de arcos triunfales que los reyes cruzarían para ir a sus aposentos empezó a elevarse como pares de árboles de oro. Toda una cuarta parte del tesoro se iría en esto. Luego vendrían las mansiones de los reyes que yo había amistado o sometido, con apartamentos para sus damas y sus cortesanos. Yudhisthira se preocupó de que no se talase ninguno de los árboles sagrados, el nim, el pipal, el ashok y el baniano que crecían junto al río. Había tenido siempre gran respeto por animales y plantas, pero después del Kurukshetra exigía su protección como si se tratase de miembros de su propio linaje. En esto ponía yo mi esperanza de salvar a Kalidasa. Los pisos superiores de los palacios verían el panorama sobre las arcadas, el agua como un flujo de plata al alba y tocada por el rosa al ocaso. El día en que empezamos la sabha, Yudhisthira condujo a tío Dhritarashtra y a tía Gandhari al lugar de construcción. Se habían traído tronos para todos. Tío Vidura y Sanjaya se sentaban uno a cada lado del tío y sonreían gentiles. Había una dulzura en el aire. Yuyutsu se sentaba a los pies de Dhritarashtra para recordarle que todavía tenía un hijo. De vez en cuando, el tío bajaba la mano para acariciarle la cabeza. Para muchos de nosotros un nuevo ciclo empezaba aquel día. Más adelante, la gente dividiría las épocas diciendo ‘antes de la construcción de la sabha’ o ‘en el año de la nueva sabha’. En esta primera ocasión pública, la gente notó algo nuevo en Yudhisthira. Dijo que lo que el corazón sentía apropiado era tan bueno como lo que decretaba la costumbre honrada por el tiempo. Ordenó a los sacerdotes empezar a cantar los himnos que él mismo había escogido. No miró a tío Vidura en busca de apoyo. Tenía la voz colmada de vigor. Tío Vidura me dirigió una mirada traviesa, luego volvió a contemplar al Primogénito con ojos llenos de orgullo. Todo esto constituía un buen augurio para Kalidasa, si sólo conseguía yo dejar soplar el viento de la verdad a través de mí.

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Cuando llegó el momento de enterrar los rubíes, diamantes y esmeraldas bajo la piedra angular, Yudhisthira no llamó al tío Dhritarashtra sino que se adelantó él mismo, decidido. Realizando los gestos rituales avanzó hacia el lugar y lo rodeó siguiendo a los sacerdotes, de izquierda a derecha. El himno que había seleccionado para acompañar la ceremonia era uno de sus favoritos, y desde aquel día se convirtió en uno de los míos también. Más tarde, el patriarca Vyasa lo incluiría en el grupo del Atharva Veda.

Ofrezco un canto a este Dios, Inspirador Del Cielo y la Tierra, insuperablemente sabio, Poseído de la real energía, dador de tesoros,

Amado por todos los corazones.

Vasto es su esplendor, su luz Resplandece poderosa en la creación. Él cruza las alturas,

Con manos de oro, midiendo el cielo con su aparición, Lleno de sabiduría.

Fuiste tú, Dios, quien inspiraste a nuestro Ancestro,

Asegurándole el espacio en lo alto y por todas partes. Que gocemos nosotros también día a día de tus bendiciones

Y de vida abundante.

El Dios Inspirador, el Amigo que adoramos, Ha otorgado a la vida de nuestro Padre poder y riquezas.

Que beba del Soma, exultando en nuestras ofrendas. Según su Ley camina el peregrino.

Años más tarde, Parikshita, que estaba entonces sentado en mi regazo, recordaría que los pájaros dejaron de trinar cuando el himno estalló y comenzaron de nuevo cuando cesó el cántico. En las pausas entre himno e himno, llovió un poco: gracia de los cielos. Montado en un elefante, el Primogénito realizó pradakshina y con ello la ceremonia hubo terminado. Siguió una gran fiesta en palacio y Yudhisthira distribuyó aldeas y ganado y oro a los brahmines. A cada uno de nosotros, sus hermanos, nos dio una espada hecha por su maestro armero en conmemoración del acontecimiento. Después nos habló. Habíamos ganado el reino para él y nuestros espíritus compartían con él el trono, aunque en el solemne asiento hubiera espacio sólo para unas regias posaderas. Tras este chiste, raro en él, se puso profundamente serio y dijo que no creía que otros hermanos lo hubieran seguido y hubieran luchado por él después de la partida de dados tal como nosotros lo habíamos hecho y que, junto con Draupadi, nos habíamos conducido con tanto amor y lealtad que habíamos convertido el gran infortunio de su vida en la más grande de las bendiciones. Porque, si bien no es difícil inclinarse ante un rey cuyas fortunas permanecen incólumes, apoyar a un hermano o a un marido que te ha arruinado y te ha expuesto a los peores insultos de los demás es la acción más sublime que un ser humano puede ofrecer a otro.

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CAPÍTULO VI Yo había añorado Indraprastha y su sabha, y había abrigado el convencimiento de que ninguna otra sabha me robaría el corazón como aquélla. Pero apenas empezaron a alzarse los muros de la nueva, descubrí que me costaba estar lejos del monumento. Ésta era una Dharma-sabha, llena de la gravedad del Primogénito. En ningún lugar había sentido yo tal poder bajo mis pies. Una sabha puede ser hermosa y noble, puede tener majestad y poder y carecer, sin embargo, de esencia sagrada. Pero aquí, el lugar escogido estaba situado al mismo tiempo en Hastina y en otros planos. Era un lugar desde el que irradiaría la llama sagrada y aquellos que vinieran a él, incluso en eras futuras cuando el edificio no existiera ya, conocerían el espíritu que había descendido aquí. Día tras día crecieron los pilares. Parikshita crecía también. El niño tenía los grandes ojos dulces de Uttara, mi pelo rizado y los brazos fuertes de todos nosotros. La nuestra era una Casa kshatriya en la que, al mirar a nuestro chiquillo, no le decíamos que creciese para matar a sus enemigos y vengar a su padre. Fue Subhadra la primera que, observándolo, anunció: “Crecerá para no tener enemigos.”

Al oírlo, Uttara empezó a llorar y se arrojó en brazos de Subhadra. Las palabras de esta última la habían liberado de los miedos que la inundaban. Después de aquello, cuando lo mirábamos dormir o retozar en sus juegos, siempre decíamos: “Crecerá para no tener enemigos.” Sin embargo, tan pronto como pudo agarrar el arco, yo le sostuve el codo y tiré de su mano hacia la oreja en un gesto que el kshatriya reconoce de vidas pasadas. Él era un kshatriya y también lo era yo. ¿Qué otra cosa tenía yo que enseñarle? Él era un príncipe y, si no había otra opción, tendría que defender el reino. Poseía los brazos largos de un arquero -cosa que habíamos visto desde el principio-, hombros aptos para soportar el peso y las largas piernas de los Vrishnis, que siempre me ganaban las carreras. No podía seguir sintiendo que había perdido a Abhimanyu. Yo era padre otra vez. Habíamos retrasado mucho su ceremonia de tonsura auspiciosa, con la idea de que una celebración de tan pura felicidad debía aguardar el fin de los ecos del Kurukshetra. Pero Uttara y Subhadra consideraron que era de mal augurio retrasarla más. Fuera como fuera, los sentimientos de continuidad y los de un nuevo comienzo engendrados en la ceremonia estaban llenos de buenos presagios. Incluso más que Abhimanyu y Ghatotkacha, Parikshita era la esperanza de todo el mundo y el hijo de cada cual. Ahora que las arcas estaban repletas, toda Hastina fue invitada a unirse a la celebración. Guirnaldas y linternas colgaban de los árboles que orillaban las calles y las tabernas recibieron orden de servir dos jarras de vino al que la pidiera. Se distribuyó oro a los habitantes de la ciudad y todos nuestros servidores recibieron ropas de seda nuevas y joyas. Salió una procesión. Sonaron las caracolas y los tambores mientras elefantes pintados viboreaban por las calles de la ciudad detrás de bailarinas y cuadrillas de mimos. El sacerdote que afeitó la cabeza a Parikshita resplandecía de aprobación y Parikshita se volvió para ver caer cada bucle en la pátera de oro. Se rascó la cabeza, abriendo mucho los ojos de asombro. Su cráneo bien formado mostró al hombre que habría de ser. La nariz, las mejillas, la boca y la ancha frente brillaron por sí mismas. Lo que los rizos habían ocultado se veía ahora debidamente. La frente era la de Yudhisthira; la nariz, un punto larga, como la del Primogénito. Subhadra se dio cuenta y nuestros ojos se encontraron y sonrieron.

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Draupadi había preguntado a Krishna una vez si había algún rasgo en mi rostro que denotase mi incesante deseo de vagabundear. Él respondió que, ciertamente, yo poseía cada una de las marcas auspiciosas con las que un hombre podía nacer, pero que mis pómulos eran un poco altos y que eso significaba que yo había de errar. Fue la única vez que vi a Draupadi molesta con Krishna. Observé los pómulos de Parikshita, cubiertos aún por sus blandas mejillas redondas. Había en ellos estabilidad. Para nosotros, él era Bharatavarsha. Sin él, ni siquiera el Ashwamedha tenía significado. Ni siquiera el ser purificados de todos los pecados habría compensado dejar nuestra vamsha sin un hijo. Metimos los rizos de Parikshita en un cofre de oro y los llevamos al Yamuna. Hundí la mano en el cofre para pasar el cabello al paño dorado y sentí su sedosidad. Pensé en todos los ritos que se celebrarían por él. Exiliado en el bosque, me había perdido las iniciaciones de mis hijos. Ofrecimos el cabello de la criatura a la diosa del río y lo pusimos bajo su protección. Yo estaba a punto de hacer mi propio ruego por él, pero recordé el consejo de Krishna y me contuve. La diosa sabría qué hacer por él. ¿No me pedirás que no me lo lleve en la flor de la juventud, como a Abhimanyu?, le oí a la diosa decir.

Permanecí inmóvil a la orilla del río, situado entre un modo de ofrecer y otro, un modo de entender y su contrario. Escuché a mis pensamientos replicar: Lo he puesto en tus manos, y a Kalidasa también. Me torné del río sabiendo que mejor era aquello para Parikshita que si le hubiese conseguido una manada entera de dones.

De nuevo, al alejarnos del río, sentí el paso acelerado del tiempo mortal. Pronto llegarían las demás iniciaciones de Parikshita. Lo vi con la luz de mi ojo mental, de pie hacia el oeste, de cara a su acharya. La sombra de su maestro estaba ante él afrontando el este, atándole su cordón de brahmacharya de derecha a izquierda tres veces, fijando la cinta sagrada y aspergiendo agua tres veces con las manos unidas. Oí las palabras que pronunciarían: om, bhur, bhuva, svar. Aquél tomaría las manos del muchacho con su mano derecha y diría: Parikshita, yo te inicio. El umbroso acharya empezó a tomar forma. Sentí el dedo de Dronacharya en mi corazón. Drona me había dicho: “Que tu corazón puro me ame siempre.” Mi maestro se tornó de derecha a izquierda en silencio; luego, con su palma en mi pecho, oí su voz baja y grave decir:

“Bajo mi dirección pongo tu corazón. Tu mente seguirá a mi mente.

En mi mundo exultarás con todo tu espíritu. Que el Señor del mundo santo te una a mí.”

Mi corazón henchido estaba a punto de estallar, aunque no sabía si por mí o por Parikshita. Todos somos uno ante el divino preceptor. Veía estas cosas todavía cuando la mano en mi corazón se transformó en la de Krishna. No existe sino un Acharya y todas las manos de todos los sacerdotes y maestros son Su mano. Cuando llegué a casa, Parikshita corrió a mí y se sentó en mi regazo. “Padre, mira mi cabeza afeitada.” Le acaricié las tiernas puntas del vello incipiente y estaba a punto de decir las palabras que el Gran Patriarca Bhishma me dijera a mí: “Padre no...” Pero desistí. Éste sería el único hijo que yo vería hacerse adulto. Yo era el único padre que se le había dado. Yo, que era su padre... yo, le puse la mano en el corazón y dije las palabras que me convertían en su preceptor también.

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CAPÍTULO VII No podía desprenderme de ello ni aflojar el nudo con que me oprimía. Cuando nos sentábamos en consejo -y todos nuestros consejos trataban del sacrificio- me quitaba el aliento, me estrujaba el corazón... y no sabía cómo empezar, por dónde empezar. Siempre había otras cuestiones importantes que tener en cuenta. ¿A quién debíamos honrar? ¿Con quién había que tener cuidado de no ofender? No nos habíamos preocupado de semejantes cuestiones desde antes del Rajasuya en Indraprastha. En esta ocasión, estábamos decididos a no dejar nada sin meditar. Y cuanto más calculábamos y más sopesábamos cada paso, más inquieto me sentía yo. Nunca me había gustado demasiado la cámara del consejo, pero ahora me sofocaba. Sólo con el niño y Subhadra y Uttara, o cuando iba a ver a Kalidasa con terrones de azúcar, lograba respirar libremente. Tenía el sueño perturbado y me habitué a pasear de noche por el jardín. Al principio, la fragancia de las noches primaverales calmaba mi fiebre interior; después, la agravó. Algo decía en mí: ¿De qué sirve todo esto? Todo era estéril. Kalidasa era un rey. Era un héroe. Era Prajapati. Era mi hermano del alma. Su muerte sería una equivocación monstruosa y volvería a arrojar el mundo a las tinieblas. Pero ¿cómo quitar a Yudhisthira o al sacerdote la idea de que la muerte del corcel sagrado salvaría el mundo, unificaría el mundo y nos redimiría a todos nosotros? ¿Cómo podía yo desafiar la férrea tradición, la creencia de los sacerdotes, el Primogénito y la totalidad de Hastina? ¿No había mandado mi hermano a aquel brahmín a casa por su incredulidad? Yudhisthira se limitaría a volver aquella mirada suya hacia mí y hablar del pecado de matar a los propios parientes y de nuestro deber con el pueblo. Y, sin embargo, yo veía de modo cada vez más claro que la costumbre debía cambiarse, no sólo porque la idea de la muerte de Kalidasa se había vuelto tan dolorosa para mí, sino porque había comprendido que la humanidad necesitaba aquel cambio. Porque con este cambiar las costumbres el hombre se mueve. Esto era lo que los dioses pedían de mí. Esto era lo que Krishna quería. Dronacharya decía siempre que lo más importante que debía aprenderse de un astra no era tanto cómo arrojarla, sino cuándo no hacerlo. Implicarse en cuestiones sacrificiales sería como escupir al fuego sagrado. ¿Cuántos reyes asistirían a un Ashwamedha en que el caballo no fuese ofrecido en sacrificio? Habíamos matado ya a todos los hombres y bestias que el gran sacrificio podía exigir. Habíamos cremado a todos nuestros guerreros junto a sus arcos partidos. Abracé el cuello de Kalidasa. Él frotó mi pecho contra el suyo. Le repetí mi promesa. Aquella noche dormí junto a él. La paja olía dulce y fresca, y dormí mejor de lo que lo había hecho en muchas lunas. Pero cuando rompió el alba, yo todavía no tenía un plan. Ningún sueño había venido a guiarme. Los monarcas ven desaires en todas partes. Les basta una copa de más para jurar que alguien les ha levantado la planta del pie o que sus aposentos son inferiores a los asignados a un rey vecino. Ahora bien, si no se hacía sitio al futuro, el cenagoso pasado frenaría para siempre nuestros pies... lo que, al fin y al cabo, resultaba tan espantoso como disturbios en un sacrificio.

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Más tarde, mis pasos me llevaron al Homa, donde el brahmín principal instruía a Yudhisthira y a Draupadi. Rey y reina estaban sentados ante el sacerdote con las cabezas inclinadas, mientras éste los adoctrinaba. Estaba en medio de su discurso cuando yo entré y apenas pausó para advertir mis manos unidas en respetuoso saludo. Me indicó con un gesto que me sentase algo más atrás que Yudhisthira y prosiguió sin dejarse interrumpir. “Los pandits no pueden decir claramente, lo intenten como lo intenten, quién es Agni. Agni no es como el resto de los dioses. Es la calidez que da vida a la tierra; en las regiones medias y en la región superior, es un líder de dioses y el sacerdote de los hombres que lleva nuestro mensaje a los dioses y también la lengua de los dioses que nos transmite sus órdenes. Es, al mismo tiempo, el padre y el hijo de los dioses. ¿Quién puede expresar la gloria del dios Agni?” El brahmín se tocó la frente con gesto deferente. “Agni porta el sacrificio, transforma la ofrenda, consume no sólo el don ofrecido sino también los pecados. Nada debe serle retenido. Éste es un pecado contra dioses y hombres. Para aquellos que roban a los dioses no hay penitencia regulada. Agni, devorándolo todo, todo lo transmuta en Luz. Todos somos alimento de dioses al ser abrasados y transmutados en Luz, y no debemos dejar de entregarnos absolutamente. Y no podemos, de hecho, hacerlo al final, cuando el fuego kravyada, el incinerador, consume nuestros cadáveres aniquilando todo mal y toda mácula. Por lo que se refiere al sacrificio fijado, beneficia al mundo y a los hombres de todas las castas.” El brahmín era un hombre poderoso en lo mejor de la edad y me tenía tan cautivado a mí como a Yudhisthira y Draupadi. Era una fortaleza que sería difícil someter.

“Nada debe ser retenido. Para aquellos que roban a los dioses sólo hay perdición.” Era un desafío y yo actuaría ahora, antes de que se me enfriase la sangre.

Cuando el sacerdote hubo acabado con nosotros, me llevé a Yudhisthira aparte. “Hermano, ven conmigo al establo de Kalidasa.” Él debió de ver algo en mi rostro, porque se tragó sus palabras y despachó a sus servidores. Era mediodía, tiempo para la recreación del rey, cuando a menudo nadaba o se sentaba ante el tablero de ajedrez; ahora, cruzamos los patios junto a nuestras sombras enanas y yo me sentía trémulo de aprensión. Sabía que, si les dejaba descuartizar a Kalidasa, no volvería a tener nunca un día de paz. Años y años había portado impresa en mi mente la imagen del pulgar de Ekalavya, bañado en sangre todavía, yaciendo entre las piedras. Ashwatthama me había consolado diciendo que su padre lo habría hecho de todos modos, pero yo sabía muy bien cuál había sido mi omisión. Aún volvía a mí en sueños. A mi lado, el Primogénito hablaba de lo complacido que estaba tío Dhritarashtra con nuestros preparativos. Sentí tensarse de rabia mi plexo solar con su cháchara. No sabía qué le diría. Habíamos cruzado ya la última parte de los jardines con el decorativo estanque de lotos y girábamos hacia los establos. Kalidasa estaba en el más grande y aireado, aparte de todos los demás, y varias hileras de guirnaldas de plantas auspiciosas -caléndula naranja y crisantemo blanco- pendían allí. “Qué hermoso está el establo del caballo, Arjuna.” Contuve mis palabras. Yudhisthira quería siempre una contestación. “He dicho qué hermoso está el establo del caballo, Arjuna.” Entonces estallé. “¿Qué caballo?” Por fin tornó su sorpresa hacia mí. Me miró y miró. “Éste es el Rey-caballo, hermano, no cualquier caballo. ¿Sugieres que debe ser sacrificado?” Estábamos fuera, observándonos fijamente uno a otro, y yo olí la fragancia del heno mezclada con el agua aromatizada de hierbas con que lo rociábamos cada día. Abrí el

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establo de par en par. Kalidasa vino a mí y le ofrecí el terrón de azúcar en la palma de mi mano. Él no lo tomó; puso la cabeza contra mi pecho y se frotó la mejilla con él. Luego agitó la crin y elevó la cabeza mirando a Yudhisthira. Lo observó serenamente, como en espera de un juicio. El Primogénito permaneció en silencio, contemplándolo. Le peiné la crin y se la alisé con los dedos. Sin apartar la vista del animal, dije: “Hermano, ¿desde cuándo hacemos como Jarasandha y sacrificamos a nuestros reyes? Tú me diste tus bendiciones cuando partí con Krishna a matar a aquella bestia. ¿Qué estamos planeando aquí? ¿Cuál fue el propósito de todo el Govardhana de Krishna?” Sentí, más que vi, el largo discurso prepararse para manar de él. El sermón sobre el Dharma de un rey, el parlamento sobre la unidad de Bharatavarsha, palabras sobre los sacerdotes, los reyes y las calamidades que tendrían lugar, si reteníamos en nuestras manos lo que debía ser ofrecido a los dioses. Oí aquellas palabras como si Yudhisthira las pronunciase, pero eran como una gran ola a punto de golpearte que de pronto se colapsa, se deshace y no queda nada allí donde estaba la imponente masa de agua. Él sabía que el asunto me afectaba profundamente. Abrió la boca para hablar y la cerró otra vez. Miró a Kalidasa, allí, sereno... y se fue. Su espalda tenía un algo solitario. Poseían sus hombros los músculos que todos los guerreros han de tener, pero él parecía vulnerable. Yo, como siempre que lo veía insatisfecho, quise correr tras él y tocarle los pies... pero ésa era sólo una parte de mi ser, la otra estaba con Kalidasa. Había disparado un astra y no sabía cuál sería su efecto pero, aunque nos abrasase a todos nosotros y convirtiese el mundo entero en un montón de cenizas, no retiraría mis palabras. ¿De qué servían los universos, si habías de traicionar a un amigo y a un guru, un mensajero de los dioses? Este mensajero me había llevado por el mundo y, más que eso, por todo mi ser una noche fría y estrellada en el desierto. Dicen los shastras que matar a tu guru es comer alimentos manchados de sangre todo el resto de tu vida... y yo podía percibir ya su sabor. ¿Qué Dharma era éste que exigía la muerte? No era ni el mío ni el de Krishna. Mi cabeza, mi corazón, mis entrañas me decían que no era el mío. Si no lo es, sigue tu propio Dharma. Desde Dwaraka, el consejo cruzaba el desierto y fortalecía mi resolución. Se convirtió en un voto. Si les dejo matarte, caminaré al fuego, Kalidasa. Le alcé el mechón sobre la frente y lo sellé con mis labios sobre sus blancos luceros. “No les dejaré”, le prometí a Kalidasa. Del establo fui directo a ver a Dhaumya, que se hallaba estudiando ciertos yantras propicios para la plataforma sacrificial. “Gurudeva”, lo saludé y no pude decir más porque, al intentarlo, lágrimas me corrieron ardientes por las mejillas. “Príncipe Arjuna, el corcel no nos pertenece a nosotros, sino al Altísimo.” Perdido en mi propio tumulto interior, no me pregunté cómo lo sabía Dhaumya. Éste era el amigo que siempre lo sabía todo. Me puse la cabeza en las manos, sofocando mi dolor. Hablé a través de ellas. “¿Qué quieren los sacerdotes de él? ¿Qué creen que pueden conseguir mediante su muerte?” Sentí su mano en mi hombro. “Están practicando los himnos en este instante ya. Escúchalos, oh inmaculado. Yo no soy especialista en los himnos del Ashwamedha. El adhvaryu te ilustrará al respecto.” Estaban sentados en la Yajna Shala, abierta por sus cuatro lados, y vertían ghi en el fuego, que intensificaba el crepitar de las llamas y las hacía unirse en su movimiento de ascenso. Cuando me vieron, comenzaron. “Om.”

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Aquella primera sílaba atravesó mi ser y reverberó en mi cabeza. “La aurora es la cabeza del caballo sacrificial. El sol es su ojo, su aliento es el viento, su boca abierta es el fuego, la energía universal. El Tiempo es el Ser último del corcel del sacrificio. El empíreo es su lomo y la región media, su vientre; la tierra es sus pies. Los puntos del globo son sus flancos y sus regiones intermedias, las costillas; las estaciones son sus miembros, los meses y medios meses son eso sobre lo que se sostiene, las estrellas son sus huesos y el cielo es la carne de su cuerpo. Las corrientes son el alimento en su vientre, los ríos son sus venas, las montañas son su hígado y sus pulmones, las hierbas y las plantas son el vello de su cuerpo; el día que se levanta es su parte frontal, el día que se pone es su parte trasera. Cuando se estira, relampaguea; cuando se agita, truena; cuando orina, llueve. El habla es en verdad su voz. El Día fue la grandeza que nació ante el caballo cuando éste galopaba; el océano oriental lo dio a luz. La Noche fue la grandeza que surgió tras él y su nacimiento tuvo lugar en las aguas occidentales. Tales fueron las grandezas que aparecieron a cada lado del caballo. Él devino Haya y portó a los dioses, como Vajin portó a los Gandharvas, como Arvan portó a los titanes, como Ashwa portó a la humanidad...” Retumbó en mi cabeza un trueno como si se me hubiese abierto una segunda fontanela y yo naciese otra vez a la luz y la comprensión. Vi a Prajapati que no portaba a ningún hombre en sus lomos, sino a toda la humanidad. Era el universo lo que debíamos ofrecer, nuestros universos. Nosotros éramos Prajapati. La luz crecía en nosotros a la medida de su galope. Él nos llevaba hacia adelante. Su velocidad y su fuerza eran energía de los cielos y colmaban los tres mundos. Una dolorosa claridad había en mi cabeza. No podía soportar más luz. Se filtraba hasta mi corazón como dicha y certeza, y yo me sentía bañado en conocimiento, como cuando uno ha bebido del vino del Soma, sin saber aún qué hacer con él. Eso vendría quizás más tarde, por ahora el conocimiento, en sí mismo, bastaba. Cuando los hotris me vieron casi sin respirar, con los ojos entrecerrados, nutrieron el fuego y empezaron otro canto, que no habría de traerme nada nuevo. No se puede añadir vino a un vaso rebosante. Pero los cánticos me mantuvieron elevado el espíritu y los agradecí. Me hallaba libre de obligaciones. No pensaba ya en mi Kalidasa en sus establos. Éste se había convertido en el océano de su nacimiento y yo nadaba con él, y el mar era su hermano. Dudas y vacilaciones se habían desvanecido. Me costó horas, incluso días, descender a la turbación que me había impulsado a las alturas, pero bajé peldaño a peldaño la escalera hasta que alcancé aquél en que fui consciente de que portaba un conocimiento del que debía hablar a los sacerdotes. Cuando me senté ante ellos por fin, descubrí que era una vez más Arjuna y no un hombre de palabras. No era yo un sage para impartir sabiduría. No era un sacerdote para discutir los shastras. Era un kshatriya cuya pasión estallaba en imágenes balbuceantes. “¿No os dais cuenta de que vuestro cántico significa que debemos rendir todo el mundo y que hemos de entregarlo todo entero? ¿No se dice que en el Ashwamedha el rey debe ofrecer todo el mundo y no guardar ni una parte de él?” Farfullé aludiendo a la fuerza y velocidad que exigía esa entrega, a nuestras auroras interiores que eran la cabeza del corcel, a nuestros días y noches internos. Vi a algunos de los sacerdotes escuchar, pero eran acólitos en su mayoría. Los mayores me observaban con compasión o con rostros impenetrables.

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Pronto se dijo que el agotamiento de mi campaña me había afectado, que tenía que reposar, tomar alimentos más nutritivos y quedarme en mi palacio, que Krishna me había trastornado la cabeza. Me dieron pociones pero, cuando constaté que éstas me aturdían la mente, despaché a los físicos sacerdotales e incluso aparté con impaciencia alguna mano -no sé de quién-, de forma que el líquido se derramó y llenó mi cámara de sus aromas. Había sido un error hablar al hotri principal delante del resto de sacerdotes. Era la primera autoridad en cuanto a la costumbre se refería y no podía aceptar que se le desprestigiase delante de los demás. Estaba encadenado por la tradición de sus ancestros, que tenían que haber perdido en algún momento de la historia, después de que la visión de los rishis irrumpiera en este mundo, el sentido de estos versos monumentales. Y así, había una única esperanza, que era Yudhisthira. Él era el sacrificador. Él era quien hacía la ofrenda y escogía lo que debía ofrecerse. Si yo podía hacerle ver lo que yo mismo veía, tendría la fuerza para defender su Dharma. Si no, no era rey. Así que fui a él y le toqué los pies. No sé las palabras que le dije. No tengo recuerdo de la estanza en que nos hallábamos. Sus ojos, que son los ojos de nuestra madre, son todo lo que recuerdo... y éstos me escuchaban desde el principio y veían. Y nos levantamos juntos, él y yo, la humanidad que Ashwa portaba, el caballo que ni un solo hombre egoísta puede montar. Con él recorrimos el universo una vez más y yo canté las partes del himno que recordaba. En la tienda junto al río tras la guerra, con Krishna y el abuelo Vyasa, había sido así.

No guardo memoria de las palabras con las que mi hermano mayor me prometió que Kalidasa no sería sacrificado.

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CAPÍTULO VIII Y ahora los sacerdotes empezaron a murmurar porque nos veían caminando por el jardín con las cabezas juntas. Veían que nuestras mentes eran una y al atardecer, cuando platicábamos, despachábamos a nuestros servidores. No pasaron semanas siquiera antes de que llegaran emisarios de las varshas vecinas para preguntar educadamente si el Ashwamedha se celebraría realmente en el mes de Chaitra o, menos diplomáticamente, si había sido cancelado. Yo sabía que Yudhisthira se mantendría firme del mismo modo que había sido fiel a su palabra durante los trece años de exilio. Como por un mal azar, las lluvias llegaron con violencia inusitada y luego se detuvieron, como si alguien las hubiese reabsorbido con mantras. Este evento llenó de dardos las aljabas del hotri. Es el rey quien ofrece sacrificios por las lluvias, las cosechas, la prosperidad del pueblo. Ahora todo el mundo recordaba que yo era el hijo de Indra. Se decía que el dios estaba encolerizado conmigo por interferir en el sacrificio. Me había perdonado gracias a Krishna, se decía, que lo atacase cuando Agni devoró el bosque Khandava; pero, seguían diciendo las voces, impiedad semejante como la de quedarse el caballo del sacrificio era algo que Indra no soportaría. Nada que no fuera el sacrificio mismo especificado por los shastras podía expiar los ríos de la sangre de nuestros familiares que habíamos hecho correr. Kalidasa mismo cayó enfermo. Los rumores pueden ser ignorados, pero no el desastre. Él y yo habíamos recorrido el mundo sin que sufriera un solo rasguño. Incluso sin almohazar, su capa había brillado como si acabase de ser ungida. Yo traté de tranquilizarlo... a él y a mí mismo. “Los guerreros están acostumbrados a estas cosas, Kalidasa. La herida de mi pierna, que no me molestó en el desierto con toda la arena que se le venía encima, se enconó al llegar aquí.” Pero con el monzón misereando las lluvias y Kalidasa enfermo, mi corazón desfalleció. Los mellizos y yo íbamos a verlo cada día, y Parikshita venía con nosotros. Éste ponía su pequeña manita ante la constelación auspiciosa entre los ojos del corcel, sin tocarla apenas. La inquietud y las contracciones de Kalidasa cesaban siempre cuando el niño hacía esto. Yo no le di mayor importancia en aquel tiempo. Después, Kalidasa mismo se recuperó, pero ello no impidió a los supersticiosos hotris seguir tejiendo sus redes para atraparnos. Enviamos a buscar al patriarca Vyasa. “Si puede detener un deslizamiento de tierras, conseguirá persuadir a los hotris”, fue el comentario de Yudhisthira. El patriarca derramó sobre nosotros todo su encanto en una gran libación, relatándonos historias como si fuésemos niños pequeños. Yo sólo había conocido otro narrador comparable a él, el rishi Markandeya, que nos reconfortó en el bosque con sus cuentos de Rama y Sita y de la gloriosa Savitri. El abuelo Vyasa, ahora, hizo reír a todos los hotris a mis expensas con historias de la expedición: cómo me había sumergido yo en el río simulando querer salvar a los bueyes y cómo le había impedido detener al tigre. Me presentó como un tonto y ello los apaciguó. Era lo más parecido posible a reírse de Yudhisthira, lo que era impensable. Aún se golpeaban los muslos de risa cuando el sabio empezó a urdir su camino hacia la idea de que era preferible no matar criaturas vivientes, si había una forma mejor de hacer las cosas. Esto robó al sacerdote principal su hilaridad;

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chisporroteando de risa un poco todavía tornó su ario perfil para escuchar qué vendría a continuación. El abuelo Vyasa nos contó entonces historias de sacrificios y del exceso de ghi que sufría Agni. El hierofante sonrió, pero la mirada de sus ojos, tan alegre instantes atrás, era ahora cauta. Su mente brahmín era más aguda que una flecha con punta de creciente lunar. Empezó a toquetear el diamante guarnecido de oro en su oreja de un modo que decía: Hasta aquí pero no más. Pero el patriarca continuó. “Mientras los miembros del sacrificio eran extendidos, los ritwiks se ocuparon en todos los ritos que los shastras ordenaban. El responsable de la libación empezó a verter ghi con sus gestos más elegantes mientras todos los rishis lo contemplaban. Todas las deidades fueron invocadas por los ilustrados brahmines cantando con sus voces más dulces los mantras del Yajurveda.” En este punto, Vyasa cantó dulcemente como un vanaganaka, midiendo el ritmo con la mano. Hubo sonrisas y risillas, pero el resto de los mahartwijas principales adoptaron la actitud del brahmín principal y el júbilo remitió como el herventar del agua cuando se apaga el fuego. Sin amilanarse en lo más mínimo, el abuelo Vyasa empezó a contar la historia del sacrificio del dios Indra. “Cuando los animales seleccionados para el sacrificio fueron tomados, los rishis sintieron compasión, sintieron el desespero de las bestias y se aproximaron a Indra. ‘El sacrificio no es auspicioso, gran Indra. Puesto que mérito deseas, seguramente ignoras que los animales no han sido destinados a la matanza sacrificial. Las almas animales alcanzarán los cielos, pero tú te quedarás donde estás. En realidad, estos preparativos destruyen todo mérito. Sólo hay una cosa que uno puede ofrecer y es su propio deseo. Ésta es la ofrenda que reporta mérito abundante. Si mérito es lo que quieres, que tus buenos sacerdotes celebren de acuerdo con el agama. Celebra el sacrificio con grano que haya permanecido guardado no menos de tres años. Haz esto con pureza de propósito y mente clara, y grande será el mérito, oh Señor del Cielo.’ Pero como muy bien sabemos, el gran dios Indra se ve a veces afectado por el orgullo. Se negó a escuchar las palabras de los rishis y se produjo una inmensa disputa acerca de si ofrecer criaturas móviles o grano inmóvil que perturbó la armonía cósmica. El dios Indra, al ver lo que ocurría, llegó con los rishis al acuerdo de dejar que el rey Vasu juzgara el asunto.”

El sacerdote principal empezó una vez más a juguetear con el lóbulo de su oreja derecha. “Sin meditar demasiado la cuestión, el rey Vasu dijo: ‘El sacrificio puede realizarse con lo que se tenga a mano.’ Y por ello tuvo que descender a las regiones infernales, porque ninguna persona, por más sabia que sea, puede decidir sobre tales cuestiones sin ser el Señor de las Criaturas. Ahora, propongo que evitemos un destino semejante reflexionando todos en profundidad lo que significa el sacrificio.” Esto provocó algunas risas, que fueron rápidamente sofocadas por la solemnidad que esculpía el semblante del brahmín jefe. Era un hombre masivo y estaba aposentado en su rectitud como en una fortaleza. Con la mano extendida, el patriarca Vyasa lo invitó a hablar. Dijo que, puesto que no quería seguir al rey Vasu a las regiones infernales, deseaba retirarse algunos días antes de pronunciarse y urgía a todos los sacerdotes a hacer lo mismo. Teníamos que contentarnos con aquello. No era hombre al que se pudiera apresurar en sus deliberaciones. Una cosa es detener a un tigre y otra muy distinta evitar el mordisco de un hotri. De inmediato, los jardines públicos y las tabernas se llenaron de historias. La primera que nos

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llegó fue la de la viuda de un brahmín que se negó a ofrecer un gallo a los dioses antes de empezar a cavar un pozo, alegando retadora que éstos se habían servido ya la vida de su esposo. Ignoró las advertencias de los sacerdotes del pueblo, que le auguraron todo tipo de terribles consecuencias. Entonces, al séptimo y auspicioso día -cosa que probaba la intervención de los dioses-, un perro cayó al pozo y se ahogó. Por si esto fuera poco, un mes más tarde el agua empezó a manar hedionda y llena de barro. La historia hacía las rondas de las tabernas y se servía con cada jarra de vino. Apenas había pasado de boca en boca cuando otra se le unió. Alguien llegó con el cuento de un rico comerciante de grano que se había negado a dejar sacrificar carneros a sus albañiles, pensando que podía engatusarse a los dioses con grano molido. Al mes siguiente, su hija tuvo un aborto, su hijo se escapó con la hija de una concubina y su propia esposa, al recibir las noticias, cayó al suelo y pronunció plegarias con la boca torcida. El hombre, además, resbaló con unas semillas de mostaza desparramadas y se dañó la columna vertebral de forma que tuvo que gastarse una fortuna en hierbas y claras de huevo para compresas medicinales que no le sirvieron de nada. Hasta este día, tenía que ser transportado en un cesto. Nuestra situación le había dado fama. Un rey que no sacrifica no es un rey. Los shastras dicen que el hombre es sacrificio. Sacrificio es el mundo. Prajapati mismo dispuso las piras sacrificiales cuando hizo los tres mundos, la tierra, el espacio y los cielos. Si quieres gobernar ciudades o aldeas, o incluso vivir en ellas, no puedes prescindir del sacrificio. ¿No lo decían las historias en las tabernas con una sola voz, ya fuera ésta sudra, vaishya o brahmana? En cuanto al rey, su obligación es la más grande y debe ofrecer lo más grande. Sólo en el desierto o en el bosque basta con el sacrificio interior. Mientras aguardábamos, la indisposición de Kalidasa retornó y de nuevo sufrió fiebres. No hubo manera de impedir que las noticias de la recaída del corcel circulasen. El caballo sacrificial ha nacido en el océano. También él es un hijo de Indra, que es el Señor de la Lluvia y que puede colmar o secar el océano. Si nos negábamos a ofrecer a Kalidasa, decía la gente, Indra podía golpearlo con el rayo tomando lo que era suyo por derecho. Si Kalidasa moría antes del sacrificio, tendría que haber otra campaña, otro caballo, y pocas serían mis posibilidades de fortuna esta vez con Indra en contra mía. “Lo hemos decidido.” Era el ‘nos’ mayestático que Yudhisthira usaba. “Tío Vidura, aunque tengamos que ir a las regiones más bajas del Patala, realizaremos el sacrificio con pureza de propósito y con grano de doce años. El corcel sagrado ha conquistado el mundo para nosotros y nosotros lo protegeremos con nuestras vidas.” Tío Vidura lo abrazó. Esto fue lo que Yudhisthira dijo a los sacerdotes: “El sacrificio de sangre ha sido hecho en el Kurukshetra. La Tierra no pide más. Estas criaturas que no hablan no son, sin embargo, mudas. Respetados brahmines, voy a contaros la última historia, la última enseñanza que el Gran Patriarca Bhishma me transmitió cuando yacía en su lecho de flechas. Es la historia del rey Vrishadarbha y la paloma. Su enseñanza no tiene que ver con el ritual. Cuando una paloma perseguida por un halcón grande y hambriento pidió la protección del rey, el ave rapaz protestó diciendo que también él era súbdito del monarca y que su hambre había de ser satisfecha. Antes que rendir la paloma, el rey Vrishadarbha tajó carne de su propio cuerpo y la puso en la balanza para compensar el peso del pichón. Dio su vida, pero mantuvo su palabra.” La voz de Yudhisthira creció en fuerza mientras hablaba. “¿Es que vamos a olvidar el sacrificio de doce años del mayor de los rishis de

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mente pura, Agastya, que con otros ascetas vivió de raíces y de frutas, un poco de grano y los rayos del sol y la luna? Ningún animal perdió la vida. Cuando Indra contuvo su lluvia, los brahmines fueron a Agastya y le dijeron: ‘Sin el Ashwamedha, ¿cómo sobrevivirán animales y hombres?’ Agastya los tranquilizó. Él se transformaría por la energía de sus ascesis y toda criatura sería nutrida como antes. Santos brahmines, un orden nuevo de cosas puede crearse, como nadie sabe mejor que vosotros. Los dioses están probándonos siempre. Sólo el Dharma nos traerá la lluvia, nunca nuestra propia conveniencia.” Y así quedó establecido. La cámara estaba en silencio. Muchas cabezas se meneaban en callada aprobación. Una vez decidido que Kalidasa no sería sacrificado, la cuestión era cómo presentar al corcel. Yo dije que podía permanecer junto al poste sacrificial. Quería que fuese llevado al altar y se alzase allí libre. Merecía verse que él estaba allí, sin cuerda que lo atase, sin droga que lo aturdiese, sino por su propia voluntad. Sabía que, si era yo quien lo llevaba allí, no se movería. Había confianza entre nosotros y yo era capaz de apostar mi vida a que Kalidasa haría lo que tenía que hacer. Aunque el ritual ordenaba que los sacerdotes se hicieran cargo de él, este sacrificio había de ser diferente. Los argumentos se cruzaron en uno y otro sentido. Finalmente se llegó a esta conclusión: los brahmines querían estar seguros de que no se les haría parecer idiotas. ¿Qué, si de repente el corcel se encabritaba y partía al galope? “No lo hará”, dije, “el caballo es Prajapati.” El adhvaryu fruncía el ceño y se tiraba del lóbulo de la oreja una vez más. “Oh inmaculado”, me respondió uno de los hotris con unción, “el prestigio de nuestra casta está en juego.” Miró al udgatri buscando un apoyo que llegó de inmediato. Éste sonrió y añadió: “¿Qué imagen daríamos, si tuviéramos que correr en persecución del caballo?” Sus palabras provocaron sonrisas a todos los sacerdotes menos al adhvaryu, que le dirigió una adusta mirada. Volviéndose hacia mí dijo con la más razonable y respetuosa de las voces: “Príncipe, tú no puedes decir qué hará el animal, si percibe peligro del poste o incluso la expectación de la gente.” “Pero lo sé.” “¿Cómo puedes saberlo?”, preguntó el adhvaryu ásperamente, dejando de lado el protocolo. Su rudeza me resultó útil. Realicé el discurso más apasionado de toda mi vida. “Lo sé. Os digo que lo sé. Soy capaz de apostar mi vida. Juro por mi alma que él lo entenderá. Si no hemos de seguirlo en esto, todo se convierte en una farsa y no es él quien gana los territorios para nosotros, sino nosotros quienes los hemos robado alegando que Prajapati así lo ordena. Y eso hace del sacrificio una comedia, ya sea de sangre o de grano. Somos deudores de los dioses porque han ganado para nosotros este reino pero, si el caballo sagrado no es Prajapati, entonces no hay deuda que valga con ningún dios. Y festejemos como no arios, sin ofrendas.” Hablé después de la campaña otra vez, relaté cómo me había protegido Kalidasa, cómo me había salvado de los hombres de Gandhara. Los hice cabalgar conmigo por la polvorienta llanura tras el corcel sagrado, directo hacia la línea temblorosa del horizonte en el país de Gandhara. Los hice girar conmigo cuando Kalidasa giró y atronar con él el llano, galopando tan próximos como los caballos de un carro, con el trofeo entre los dos. “Confié en él”, les dije, “todo el camino confié en él y lo seguí. Si no lo hubiera hecho, no estaría aquí hoy. Me habrían aniquilado. Gandiva no habría podido salvarme.

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Nada habría podido salvarme. Sólo Prajapati podía hacerlo. Y lo hizo. Si retorné como un héroe, fue gracias a él. Si vosotros se lo permitís, hará héroes de vosotros también.” El adhvaryu fruncía el ceño todavía, aunque ya no jugaba con su oreja. Hubo un silencio como el de la noche del desierto, cuando puedes oír tu propia respiración. El adhvaryu bajó la vista hacia sus manos y, cuando levantó la cabeza para responder, vi que sus ojos resplandecían. Por fin dijo: “Así sea, oh mejor de los príncipes. Confiaremos en el corcel sagrado.”

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CAPÍTULO IX Habíamos esperado que Yudhisthira se serenase a medida que el tiempo del sacrificio se aproximara, pero no fue así. Tenía angustiados los ojos y no podíamos presionarlo. Se volvió más distante, mientras todas las prerrogativas reales eran observadas con una nueva energía. Una vez en la cámara del consejo, cuando Bhima, al que se le permitían ciertas libertades, dio un codazo al Primogénito con fraternal familiaridad, Yudhisthira le recordó que ya no estábamos en el bosque y que habíamos recibido el baño de coronación por segunda vez. No estaba exenta de candor la reprimenda, como siempre ocurría cuando de Bhima se trataba, pero llegó como una advertencia para todos nosotros. Aún no vimos nada de qué sorprendernos. Era un tiempo solemne. La deuda de sangre iba a ser conculcada. Yudhisthira siempre había observado el protocolo y evitado lo prohibido, tanto más concienzudamente cuanto más inconveniente le resultaba a él. “Es nuestro respeto a los dioses”, insistía, “y si el rey falla en esto, falla también en lo que concierne al pueblo.” Se tocaba los labios y la nariz, las orejas y los ojos con agua antes de realizar cualquier rito de importancia y, en realidad, aunque no la tuviera en absoluto. No eran necesarias discusiones para concluir que, en su deseo todavía insatisfecho de purificarnos del mahapapa, el pecado de matar parientes, se esforzaba por lograr una extrema pureza. Toda su persona resplandecía con el fuego que surge de tapas. Pero su alma estaba desapaciguada. Draupadi, que ofrecería junto a él en este sacrificio, empezó a verse introvertida. Se sentaba junto a él cada día mientras los sacerdotes cantaban. Tanto ella como Yudhisthira comían menos que lo prescrito. Tenían los párpados hinchados de la continua exposición al fuego sagrado. Un día, el carro de Draupadi la trajo a nuestro palacio tras los ritos diarios. La bañaba la misma intensidad que al Primogénito. Los años y disciplinas y durezas habían limado aquella parte suya que era orgullo. Había ahora humildad en su dignidad. Tenía la voz cansada, cuando realizó las preguntas rituales sobre nuestra salud y prosperidad, y ello respecto de cada miembro de nuestra casa hasta el mismo Parikshita. Luego la presa se quebró. Lágrimas fluyeron de sus ojos. Yudhisthira no podía dormir. Se agitaba y revolvía y hablaba en el dialecto mleccha que a veces usaba con tío Vidura, pero esta vez ni siquiera el tío había podido acercarse a él. Entonces llegaron las noticias que nos hirieron en lo más vivo: Yudhisthira quería posponer el sacrificio. Anhelé comunicarle mis pensamientos a Krishna: Las apariencias que la vida toma son tan diversas que se diría que el Creador se divierte abrumándonos de sorpresas. Le dije lo que pensaba a Subhadra, que repuso: “Si fuera de otro modo, serían nuestras expectativas las que guiarían al Señor.” Así que nos tornamos hacia el refugio que había resistido la prueba de cada crisis. Tan pronto como pensamos en él, el abuelo Vyasa vino a nosotros. “Yudhisthira no halla placer en su soberanía”, le dijimos, “ni en el sacrificio que hemos de ofrecer.” “Casi parece”, estallé yo, “que su fe en los sacrificios se haya consumido.” Una vez dichas, estas palabras me hirieron el corazón. ¿Por qué habíamos acabado con Duryodhana, sino porque ofrecía sacrificio sin fe y con propósito impuro? Tal ofrenda era vana y no había de traer consigo ni cosechas ni lluvia, sino sólo desastre. El Primogénito había

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recibido el baño lustral y se alzaba ante los dioses por todos nosotros. Era como si el rey hubiera muerto y con él todas nuestras esperanzas. Estábamos en la cámara del consejo sentados como niños perdidos. Vyasa se dirigió a nosotros: “Yudhisthira, tú sabes que la destrucción que devoró a tus parientes no fue producida por ti, hijo mío, ni por tus primos hermanos. Carnaje semejante fue consecuencia del inevitable destino.” La sala permaneció en silencio mientras a Yudhisthira lo bañaba la compasión que fluía de los ojos del patriarca. Pero, aunque mi propio ser se sintió cálidamente reconfortado, no vi respuesta en mi hermano mayor. “¿Crees que trato de consolarte con palabras? Después del Rajasuya, cuando Krishna mató a Sisupala, ¿no te dije yo que la gran destrucción no podía evitarse, aunque cuando vi tus ojos transfijos de dolor pensé que debería haberme callado aquellas palabras? Ahora me alegro de haberlas dicho entonces, porque así puedo recordarte que aquel mismo día vi muertos a tus parientes antes de que un solo arco fuese flechado o de que sonase la primera caracola de guerra. La masacre, te lo repito, fue provocada por las mentes de los hombres y la inmadurez de la Tierra.” Vyasa acarició la garra de león del asiento que ocupaba Yudhisthira. “Estás absuelto de la culpa antes incluso del sacrificio. Pero eres el Señor del mundo y has de ofrecer por el pueblo. Tú y tu reina al lado.” Tras una pausa, continuó: “¿Quién puede hablar de nuestro destino? Quizás no tenemos ningún derecho. Incluso tú, Yudhisthira, incluso tú, el Señor del mundo, has de inclinar la cabeza ante él.” El torso del patriarca se meció un poco ganando energía. Su mirada se posaba en cosas más allá de nuestro entendimiento. Siguió una pequeña vibración, como si el aire hubiese sido perturbado, y luego un zumbido como de un millar de abejas que creció y creció en un poderoso Ommmmm... Abrió las palmas al cielo y cantó con ojos cerrados:

“Meditamos en el glorioso esplendor del divino Dador de Vida. Que derrame Él luz en nuestras mentes.

Ommmm.” El último Om se fundió en un profundo silencio que era todas las auroras y ocasos de nuestras vidas. Era el gran Gayatri Mantra transmitido de generación en generación desde el gran sabio Vishwamitra. Nadie se movió. Nadie quería que aquel silencio terminase. Fue Yudhisthira quien habló por fin. Yo no había percibido que el patriarca Vyasa había apuntado su mantra a él. Yudhisthira sonrió. “Suena muy diferente cuando tú lo cantas, abuelo. ¿Por qué?” Habló como un niño nostálgico. “¿No podrías enseñarme, para que pueda invocar esta paz? ¿Qué falla cuando yo lo recito?” “Ya ves, Yudhisthira, todo depende de la autoridad.” El patriarca se ajustó el moño y nos sonrió, benigno, a todos nosotros. “Si llamas al mantra con autoridad, ha de venir.” Sin embargo, cuando el abuelo Vyasa partió de vuelta a su ashram, Yudhisthira no había prometido aún que ofrecería el sacrificio el día fijado. Una aurora y dos ocasos más tarde nos enteramos de qué preocupaba tanto a nuestro hermano mayor. En un sueño, una mangosta azul y oro había venido a él. El animal era azul por un lado y dorado por el otro. Decía cosas que Yudhisthira no podía entender, pero sentía que eran palabras de reproche y que concernían al Ashwamedha. Si el sacrificio era defectuoso, no nos purificaría. Si la ofrenda era impura, traería infortunio al país.

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No podíamos razonar con Yudhisthira. La mangosta azul y dorada había tomado posesión de su mente y ninguno de nosotros podía decir si la visitación era de un dios o de un espíritu maligno. Yo sabía, y lo sabíamos todos, que ningún príncipe o rey que hubiéramos conocido jamás se acercaba ni siquiera un tiro de arco a Yudhisthira en cuanto a rectitud se refería. Nadie más que nuestro hermano mayor podía ofrecer por nosotros. Fue tío Vidura quien dijo: “Yudhisthira, cuando la mangosta azul y dorada vuelva a ti otra vez, pídele que cante el Gayatri Mantra contigo. Ningún espíritu maligno puede resistir eso.” La mangosta apareció aquella misma noche, no sólo a Yudhisthira, sino a Sahadeva también. Aunque el Primogénito no fue capaz de cantar el mantra, parecía más sereno ahora que Sahadeva compartía la carga con él. La noche siguiente, la mangosta habló. “Yudhisthira”, dijo, “un gran sacrificio es el que planeas. Alimentarás a reyes y a brahmines, a parientes y amigos, al pobre, al ciego y al desvalido.” La voz de la mangosta era tan fuerte y profunda que, a sus palabras, las aves evolaban y los animales huían a sus cubiles. “Todos los reyes vendrán y tú les darás tesoros, joyas y gemas, caballos y elefantes, oro y sirvientas. A los brahmines les darás villas enteras y rebaños. Habrá ríos de jugos de las seis clases y montañas de dulces. La tierra resonará con el eco de los tambores y los cielos temblarán con el estallido de las caracolas. Los hombres se emborracharán de vino y de nuevas posesiones. Tus sacerdotes versados en los Vedas celebrarán las ceremonias sin apartarse de lo prescrito. Harán los gestos rituales y se moverán en los espacios yántricos. Pero, cuando te hayas desprendido de todas las cosas, ¿quedarás libre de pecado?” Entonces la mangosta desapareció. Los animales emergieron de sus escondites. Los pájaros descendieron de las alturas y anidaron en los árboles. Y Yudhisthira siguió con el interrogante que tanto lo angustiaba.

Temimos que detuviese los preparativos. Entonces la mangosta penetró en todos nuestros sueños, pero le habló sólo al

Primogénito: “¿Crees que por ofrecer grano cambiarás algo? Ofrécelo, si no te queda más remedio, pero entiende esto: la ofrenda eres tú mismo. Entra en el grano. Hazte el grano que se ofrece en actitud de absoluta sumisión. Nada más puede ocupar tu lugar, ni grano, ni caballos, ni todas las vacas de Bharatavarsha. Esto es ser rey.”

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CAPÍTULO X LOS REYES LLEGAN

La ciudad estaba decorada por todas partes con sartas de perlas y coronas de flores. Los arcos ornamentales se hallaban cubiertos de seda roja y púrpura, bordada de un oro y una plata que reflejaban el sol. Fragante incienso ardía en turíbulos de oro. Nuevos perfumes se habían mixturado para la ocasión. Las calles de Hastina, sus plazas y avenidas estaban rociadas de agua aromada con sándalo y áloe. Linternas, flores, arroz y frutas, hojas frescas de cebada y granos de arroz tostado había por todas partes. Dulces muchachas de esbeltas cinturas, adornadas de ajorcas y pendientes bruñidos en los que destellaba el sol danzaban con luces y presentes para saludar a los huéspedes y les ofrecían auspiciosa cuajada y miel. En las esquinas de las calles, bardos y juglares ensalzaban a los héroes Pandavas y la gente de camino a sus asuntos se detenía a sonreír y escuchar. Reían y lloraban y se abrazaban; luego recordaban de pronto adónde iban y partían a toda prisa. Pero por la noche, volvían para escuchar más. La urbe estaba colmada de júbilo y expectación. Había una consciencia general de lo que estábamos viviendo. Había una sensación de novedad en el aire. La gente decía que las cosas serían mejores ahora que nunca antes y los mismos que habían hecho correr las historias de los sacrificios desatendidos y sus terribles consecuencias empezaban ahora a sugerir con aire confidencial que Krishna tenía su propio modo de hacer las cosas. Aunque era Señor de Dwaraka, ¿no había asumido la función de un sutaputra en la guerra y conducido al Dharmaraj a la victoria?

La fe en él como mahatma se filtraba al corazón de las gentes. Los bardos empezaban a cantar sus gestas. De hecho, éstas eran su tema favorito y nuestras hazañas juntos resultaban muy exageradas... lo que no era sorprendente, si se tenía en cuenta el negocio que las tabernas estaban haciendo. Una de mis favoritas era la de la caballerosidad de Abhimanyu y de cómo había atacado él solo el chakra de Drona. Los siete hombres que le habían producido la muerte se convirtieron en setenta primero y en setecientos poco después. De mí cantaban que me negaba a disparar a Karna mientras el terreno fangoso mantenía su carro preso. Eran gestas nobles las que les gustaba cantar y una vez les oímos la historia de Karna, que teniendo a Nakula a su merced, no lo mató. Pero Karna los confundía. Había luchado contra nosotros y sus canciones no prosperaron. Cantaron de Ghatotkacha y de cómo atrajo el arma que Karna guardaba para mí, salvando mi vida y a todo nuestro ejército aquella noche suya de magia. Cantaron de lo que Bhima desayunó antes de beberse la sangre de Duhsasana... y Yudhisthira, presa de agitación, prohibió aquel cantar. Narraron la historia de mi flecha, que abrió una fuente de agua en el suelo para el Gran Patriarca Bhishma. También aquí algunas cosas resultaban confusas. Yo había hecho caer del cielo almohadones de seda para que el Gran Patriarca apoyase la cabeza... Pero, en general, evocaron el espíritu que nos animaba y oyéndolos supimos que Krishna tenía razón: nuestra historia reverberaría a través de los años. También el coraje de Draupadi fue celebrado. Había una canción que empezaba con ¿Habéis oído como una gran reina, más sabia que cien pandits, salvó de la esclavitud a cinco personajes reales? La canción nos hacía rememorar el gran valor de Draupadi y todo

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lo que le debíamos. Más tarde, Subhadra y nosotros cinco la cantamos en palacio para ella. La hizo llorar como a una cría. El primer invitado en llegar fue Krishna. Con él a nuestro lado, podíamos afrontar cualquier cosa. Arribaron después dos que estarían cerca de Parikshita e influirían en su futuro. Uno de ellos era Shuka, al que nunca había visto y del que sólo había oído hablar. Era el vástago amado del patriarca Vyasa, que le había nacido en su deseo de un hijo perfecto. Cada vez que visitara el ashram, Shuka estaba lejos, vagando por las montañas del norte y buscando a los ascetas de las cavernas. Nunca había venido a las celebraciones. Yo había dado por hecho que él mismo tendría la apariencia de un asceta, pero la suya era casi la constitución de un kshatriya, aunque más fina y serena, y sus ojos parecían contener todos los lagos y océanos del mundo. De alguna forma, Shuka parecía pertenecer a una especie diferente, ni hombre ni dios. No portaba brazaletes ni pendientes. Su cabello, sin aceites, brillaba con interno resplandor. No hacía en absoluto gala de su ascetismo. Por su piel, uno habría dicho que dormía en níveos lechos palaciales. Yo lo miraba y miraba, y no podía devolverle el saludo. ¿Dónde instalar semejante huésped? ¿En nuestra cámara más lujosa, bajo árboles de fragante floración, o bajo los vastos cielos? No podía ser del todo yo mismo con él. Me empujaba hacia mis adentros y las preguntas rituales que uno ha de hacer a sus parientes no brotaban de mí. Aunque más joven que yo, era mi tío. Era cortés y mostraba un elevado refinamiento, que provenía de su Dharma interior.

Al ver mi turbación, el abuelo Vyasa se rió y dijo: “Ya te acostumbrarás a él.” Parikshita no tuvo tanta dificultad. Enseguida lo vi sentado en los hombros de

Shuka para conseguir una mejor vista del nido de cierto pájaro tejedor. Al verlos moverse juntos los dos, me parecían un solo ser, como si sus destinos estuviesen entreverados. A veces uno se descubre al filo del futuro, escuchando sus ecos. Me volví hacia el abuelo Vyasa, que los contemplaba también.

“Abuelo, ¿se realizará el Sacrificio en paz esta vez y conducirá a la paz en Bharatavarsha?”

Hice la pregunta que ninguno de nosotros se había atrevido a hacer. Si él preveía más desastres, nadie tendría corazón para desempeñar su papel. Su respuesta tardó tanto en llegar que deseé no haber hablado. Aún mirábamos a Shuka y el niño. “Preguntas por Parikshita”, dijo. Yo permanecí callado. Por supuesto que lo hacía, sólo por él tenía sentido nuestra vida. Yudhisthira esperaba únicamente que creciera para volver al bosque. “Reinará en paz”, dijo Vyasa.

No era más que la mitad de la promesa, pero era la parte que me importaba. Si había más, no quería saberlo. “Este Ashwamedha no tendrá complicaciones. Los kshatriyas son una ralea turbulenta y les gusta golpearse las axilas en señal de desafío, pero creo que lo peor que podemos esperar es que los brahmines se calienten con sus discusiones sobre el árbol y la semilla y qué fue lo primero de los dos, o en sus debates sobre el Dios diferenciado y el Dios indiferenciado.” El primero de los reyes en llegar fue mi propio hijo con Chitrangada, Babhruvahana. Cuando hubo tocado mis pies y posado su cabeza sobre ellos, nuestro encuentro se convirtió en una broma. Di un paso atrás y le pregunté si tenía su espada. Él señaló su costado y parpadeó diciendo: “Pero no es más que un adorno.” Le di una palmada en el

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hombro y nos abrazamos riendo. Había crecido aun más y tuvo que inclinarse hacia mí como un día tendría que hacerlo Parikshita. Tuve la sensación de nuevos reyes que llegaban a un mundo en el que yo no estaría. Rápidos fueron los bardos en tejer su nombre a los cantares. Saludaron a Babhruvahana como el héroe que había abatido al inconquistable Arjuna. Algunos cantaron incluso que había matado al príncipe Arjuna, pero que la princesa naga Ulupi lo había devuelto a la vida con hierbas y magia naga. Y ello se acercaba bastante a la realidad porque, como más tarde supe, Chitrangada había mezclado sus pociones de montaña con las de Ulupi y, en aquella ocasión, no pude haberme aproximado más al reino de Yama sin quedarme allí para siempre. Parikshita estaba encantado con su tío Babhruvahana y pasaba tanto tiempo cabalgando con él, sentado delante del jinete en su misma montura, que ambos se perdieron la entrada de Vajradatta, el hijo de Bhagadatta. Babhruvahana pensó que lo reprendería por este lapsus, pero le dije que no tenía la costumbre de reñir a hijos más grandes que yo mismo. Empecé a disfrutar este encuentro. Vajradatta había sido bien anunciado por canciones sobre el valor de su padre y el de su elefante. Los bardos tenían estrictas instrucciones de no mencionar la muerte de su padre a mis manos en tanto estuviese él en Hastina. Nos hallábamos en guardia permanente contra cualquier equivocación que pudiera resultar irreparable. De Samba y Sarana, cuyos embrollos yo temía, no oímos nada hasta que consiguieron persuadir a Bhima de que le dijese a tío Dhritarashtra que la hermana menor de ambos no podía pensar en nada más que en casarse con él. Hizo falta toda la diplomacia de Krishna para convencer a nuestro tío de que era aún una figura fina y digna de inspirar el encaprichamiento de la criatura. Esperábamos que las maldiciones de tía Gandhari recayesen sobre Samba y Sarana, pero ella comentó que ya estaban incluidos en la que había dirigido a Dwaraka y que nada podía ser peor que aquello. Bhima sugirió que debía de haber agotado su punya. Babhruvahana y Vajradatta se hicieron amigos, siendo el primero unos pocos años mayor. Ambos amaban a los elefantes y ambos amaban a Parikshita, y hablaron de las cosas que los reyes jóvenes usualmente tratan. El matrimonio era una de ellas y Vajradatta tenía una hermana. Ésta poseía ojos de cierva, un dulce rostro redondo, un mentón como el de Subhadra y una mirada directa que te hacía confiar en ella. No me habría desagradado que escogiera a Babhruvahana, porque Bhagadatta había sido amigo de mi padre. Su raza era noble de espíritu y aquella alianza tejería una red de amistades por todo el país. Pero los reyes empezaron a fluir de pronto y hubo poco tiempo para hablar de bodas o swayamvaras. Habiendo tomado parte en más campañas que ninguno de mis hermanos así como en una gran peregrinación por el mundo, mi tarea peculiar consistía en vigilar que las costumbres de nuestros invitados fuesen respetadas. Los habitantes de Manipur y Keraladesh, por ejemplo, comen pescado, cosa que en otros reinos resulta tan repugnante como la costumbre nishada de comer ratas. Los de Kamarupa comen sólo pescado de agua dulce; en una ocasión les habíamos servido pescado seco de mar y sus narinas temblaron por la ofensa. De tiempo en tiempo, yo le pasaba a Bhima retazos de información tal como éstos acudían a mi mente y le recordaba que en ninguna parte del mundo pone la gente sal a sus dulces. A Bhima no le quitábamos ojo de encima. Nadie olvidaba que Draupadi y él se habían reído de Duryodhana cuando éste se cayó al agua tras el Rajasuya y de las consecuencias que aquello había tenido. Antes de que llegasen los reyes lo visité en su

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propio palacio. Bhima se hallaba dando órdenes a sus cocineros y tenía ante él una bandeja de mangos que parecían verdes. Le molestaba que no estuvieran en su punto, porque los quería para ciertos jugos especiales que ofrecería a nuestros invitados. Era un momento poco propicio para mi misión, pero le toqué los pies, pasé un rato estudiando su humor y toqué y olí y discutí con él el estado de las frutas antes de declararle lo que tenía en mente. “Hermano”, le dije, “hemos de tener cuidado de que esta vez nada rompa la armonía. Si alguno de los reyes se sintiera ofendido, sería el final de Yudhisthira.” Bhima dejó caer un mango y volvió hacia mí toda su atención. “Te aseguro, Arjuna, que me cortaría la mano antes que herir a Draupadi o Yudhisthira. Vivo para ver el día en que sea Señor de la Tierra y reciba el abhisheka del Chakravarti.” “Por mi parte”, le dije, “me contentaré con que todo el mundo retorne a casa contento con sus regalos.” Dudé, tomé un mango y lo giré en la mano, haciendo ver que lo examinaba, sin saber cómo proseguir. “Sé para que has venido”, comenzó él entonces. “A decirme que no me ría de Duryodhana. Pero nuestro primo ya no existe, Arjuna, y no tenemos más enemigos. No me reiré de nadie. Siento demasiada gratitud. Estoy aquí para dar la bienvenida a todos los que arriben y, de corazón y por orden de Yudhisthira, para cuidarme de que la armonía prevalezca. Tú y yo juntos le ayudaremos a conservar el mundo. No olvido, Arjuna, que estamos ahora llevando a su culminación algo que empezamos cuando fuimos con Krishna a acabar con Jarasandha y su espantoso proyecto. Nosotros no podíamos ver entonces todas las consecuencias de aquello, pero Krishna sí. Yudhisthira es quien ha de sentarse en el trono del emperador y Draupadi ha de estar a su lado. El mundo está libre de tiranos y tú y yo haremos que siga así. No te angusties, hermanito.” Lo dejé reconfortado y no con poca vergüenza por haber dudado de Bhima. Luego, me dispuse a recibir al rey actual de aquellos Trigartas que habían jurado matarme en la guerra. Animado por la confianza reencontrada en Bhima, fui con el corazón pletórico, dispuesto a rendirles a él y a su comitiva los mayores honores. Los adornos de seda se renovaban a menudo. Había hojas de mango y caléndulas. Series tras series de grandes arcos se prolongaban por el camino hasta mucho más allá de las puertas de la ciudad. Los bardos llenaban las calles en grandes números y yo les envié órdenes de ensalzar el valor de los Trigartas. Apenas los había instalado cuando se me informó de que la partida de Kerala estaba a menos de una yojana de nuestra capital y salté al carro una vez más. El Maharaja era un hombre sencillo, con una faz redonda y una gran sonrisa. Él no era un problema porque había dejado correr al corcel sagrado por sus dominios y a mí me había recibido satisfecho. Los dioses debían de haber sonreído ante mis expectativas. Igual que un pequeño elefante él mismo, descendió pesadamente de su paquidermo y me abrazó cálidamente. Había traído a sus damas, que se sentían enteramente a sus anchas y nos gritaban impacientes que nos apresurásemos porque querían ver a Krishna. Kerala era un matriarcado. Su falta de protocolo me divertía y le dije: “Parece que tus mujeres tienen prisa por encontrarse con Krishna.” “Oh, no son mis mujeres, sino mis hermanas. Mis esposas vienen detrás con sus hermanos. Mis hermanas querían llegar primero.” Demasiado tarde recordé que el rey keralita vive con sus hermanas y visita a sus mujeres sólo por la noche. Era el hijo de su hermana quien heredaba el trono y él mismo era el hijo de la hermana del último Maharaja. De sudor se rezumó mi frente. Las

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disposiciones realizadas en sus palacios podían ser inadecuadas. Felizmente, éste no era un hombre pronto a ofenderse, pero no estaba tan seguro de sus hermanas. Una y otra vez me abrazaba y nos aspirábamos uno a otro el perfume del cabello. Mi ungüento de semilla de mostaza debió de resultarle inusual, como me lo pareció a mí su aceite de coco. Por fin, nos estrechamos los hombros manteniéndonos a un brazo de distancia y reímos. Mi ojo barrió la línea de elefantes que viajaba tras él. Por lo que pude calcular llegaban al auspicioso número de ciento uno. El rey era un hombre generoso y hallaba placer en dar. “Ya verás lo que traemos aquí para vosotros. Desde que partiste hemos estado seleccionando los mejores árboles de nuestros bosques de sándalo y teca para los pilares y vigas de vuestros palacios. Así duren mil años como toda vuestra dinastía.” No era afectado ni presuntuoso, sino de buen corazón. Había traído, en efecto, bosques enteros para nosotros y el perfume del sándalo flotaba en el aire. “Y os hemos traído montones y montones de marfil. Es tan fino que parece madreperla. Aceites también os portamos. Os hemos traído todo lo mejor, noble príncipe.” “Sí”, clamó una de las hermanas, cubierta de los zafiros azules de la región, “y jarras y jarras de miel.” “¿En qué estás pensando? ¿Por qué hablar de miel? ¿Qué de las joyas?”, la codeó otra hermana. Todos nos reímos porque, después de aquella intervención, no había ceremonia que valiese y lo dije así. “¡Oh, ceremonia!” El joven rey se golpeó la frente con la palma de la mano. “¡Me he olvidado por completo de los parasoles! Siéntate en tu carro, príncipe Arjuna.” Dio un chasquido con los dedos llamando la atención de sus gajarohas. De inmediato, un centenar de parasoles carmesíes se abrieron sobre los elefantes. En un instante se habían vuelto de un púrpura que se cambiaba en los colores del arco iris y acababa en un blanco fulgurante otra vez. “¡Sadhu!”, grité. “Sadhu, sadhu.” Todo el mundo resplandecía.

Las hermanas no eran tímidas y lanzaron sus preguntas. ¿Llevará Krishna su famosa joya? ¿Era verdad que Bhima se comía un búfalo para cenar? ¿Era cierto que Draupadi no volvió a ensortijarse el cabello tras la partida de dados? Y, si bien estaban seguras de que el caballo del Ashwamedha no podía ser substituido, ¿quién había iniciado aquel rumor? ¿Se ofrecería el omento?

Respondí a las preguntas lo mejor que pude, contento al fin cuando alcanzamos Hastina. Me pregunté si alguna vez habría tratado algún marido de frenar aquellas lenguas. Había oído yo que a las mujeres de Kerala les bastaba con dejar los zapatos de sus esposos en el umbral de la casa, con las puntas hacia el ancho mundo, para que éstos comprendiesen que ya no eran bienvenidos. Parte de la diversión en estas ocasiones regias era observar la extrañeza de las costumbres de los demás. Dejé al Kera-Raja en manos de Bhima; cuando retorné a ellos, mi hermano estaba preguntándole al rey cómo cocinaban en Kerala sin ghi y apuntándose recetas. Primero llegaron los monarcas del sur en toda su dignidad y esplendor. Los diamantes siempre resaltan más sobre piel oscura. Y de aquéllos, los primeros fueron los Andhras, una oscura y excitable cepa que, junto con los Yavanas y algunos otros, forman la clase de los que no ofrecen sacrificios. Tenían a sus hermosas mujeres bajo un control tan estricto que apenas les veíamos sus ojos siempre bajos. Trajeron más elefantes, enjaezados con unas sedas tan lujosas como los saris de sus reinas, de fulgurante rosa y púrpura y color

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anaranjado con anchos ribetes de oro. Traían fardos y fardos de sedas para Yudhisthira, así como diamantes y rubíes y sartas y sartas y sartas de las perlas más grandes que yo hubiera visto jamás. Las enormes jarras que portaban los carros de bueyes estaban llenas de polvo de oro y de azafrán. Traían vasos de plata y de oro y frutos secos bastantes para tenernos mascando un siglo entero. Sus vecinos drávidas llegaron enseguida después con más ofrendas de la misma suerte, aunque sus sedas tornasoladas, sus lámparas de plata y sus flabelos de plumas de pavo real eran sin duda los mejores que habíamos visto. Desde nuestra lejana costa oriental llegó la partida regia de los Vangas. Amantes del debate y alegres, nunca dejaban de discutir y a menudo se reían al mismo tiempo de chistes que nosotros nunca lográbamos entender. Y su alegría era contagiosa. Sólo sus vestimentas eran austeras: ropa blanca finamente tejida que hacía resaltar sus pieles lustrosas y pesados adornos de oro incrustados de nácar. Traían la más asombrosa variedad de caracolas y pieles que hubiese visto jamás. Resultaba difícil resistirse a probar las caracolas antes de que tío Vidura las hubiese registrado y guardado. Había también un par de cachorros de tigre para Parikshita. Del desierto llegaron jefes de altos turbantes conduciendo cuerdas de pulcros camellos dorados cargados de finos tapices, pieles y tiendas. Todos menos los Nagas y Nishadas nos trajeron gemas. Recibimos caballos de Sindhu y rebaños enteros. De Kamboja llegaron tantos corceles que, en pocos años, nuestra diezmada caballería habría sido reconstruida otra vez. Con todas aquellas diferentes costumbres, los monjes raktapaka, los Nagas desnudos y los Nishada de salvaje cabellera, parecía que el Creador hubiese congregado todas sus criaturas en Hastina del mismo modo que en el recinto sacrificial se reunían todos los animales para inspección y deleite de los dioses. Las reses tenían los cuernos pintados de oro y rojo, y les caían colgantes de las frentes. Pequeños discos y cascabeles en torno al cuello tintineaban sin cesar. Estaban enguirnaldadas con todo tipo de flor, y hierbas auspiciosas entretejidas con las flores aromaban el aire. Había cabras y borregos plateados traídos de las montañas del norte, y aves de cada clase revoloteaban en sus argénteos alcahaces. Loros y cacatúas, currucas de todo género, incluso modestas gallinas y cuervos con tilaks en las frentes se pavoneaban como reyes. Después de las invocaciones y plegarias nos aseguramos de que todos nuestros invitados escucharan los cantares sobre los sacrificios pacíficos de Agastya. Unas pocas frentes se alzaron y algunos ojos se dilataron al comprender que los animales no serían sacrificados y que los dioses eran, sin embargo, candorosos con nosotros; pronto, unos compitieron con otros en citar el legendario gran sacrificio de grano. Yudhisthira me miró discretamente: todos nuestros miedos, parecía, habían carecido de fundamento. El único problema llegaba del lado más inesperado, nuestro buen rey de Keraladesh. Estaba de acuerdo él en que los animales no fuesen sacrificados. Era costumbre en Kerala, desde hacía mucho, extraer una pequeña cantidad del omento de los animales, lo que constituía un procedimiento indoloro, nos aseguró, cuando se hacía adecuadamente. El omento era muy apreciado por el dios Agni cuando se arrojaba al fuego sacrificial. Hacía que las llamas saltaran con más intensidad que cuando se vertía mantequilla aclarada en ellas. Se puso en pie de un salto e imitó el movimiento de las llamas con las manos. Era un orador hábil y sus argumentos no podían ser fácilmente ignorados. Íbamos a ofrecer no sólo por nuestro reino, dijo, sino por toda Bharatavarsha, por sus lluvias y sus cosechas.

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Percibí que el resto de nuestros invitados se inclinaba hacia su consejo, pues ¿de qué sirve, al fin y al cabo, un sacrificio en el fuego, si no es para complacer a Agni? Empecé a preguntarme, si habría algo que pudiera hacer desistir a nuestro amigo de Kerala. Al final, su mismo entusiasmo lo derrotó. Al enterarse de que nuestros sacerdotes, a pesar de todos sus conocimientos especializados, no sabían nada de la extracción del omento, el Keralaraj afirmó que, de haberlo sabido, habría traído a sus propios brahmines. Tal declaración constituía una notable ruptura de la etiqueta, nuestros huéspedes empezaron a menear las cabezas y aquello le costó sus simpatías. Los que se habían inclinado hacia su punto de vista retornaron al nuestro. Él trató de ganarse individualmente para su causa a los nuevos invitados, pero el momento había pasado. Durante todo este tiempo tenían lugar los preparativos para el sacrificio, en los que participaban setenta sacerdotes y trece ayudantes. Por fin llegó el momento en que hundieron las manos en ghi e hicieron voto de llevar a cabo los procedimientos en armonía. La ceremonia empezó. El momento de encender el fuego sagrado está siempre lleno de tirante expectación. Frotar los palillos del fuego es el primer intento de llamar a Agni. Hubo una especial tensión cuando la madera comenzó a oscurecerse y se formó un ojo del que el humo se alzó para llamar la atención del dios. Aun antes de que la madera se oscureciese, sentí erizárseme el vello del cuerpo. Cuando el ojo empezó a formarse, me incliné ante Agni y le ofrecí la plegaria que siempre llega a mi mente de forma espontánea: Que haya paz para Parikshita y Bharatavarsha. Saltó entonces una pequeña lengua de fuego. La congregación soltó el aliento contenido en un gran suspiro y todos juntamos las manos en salutación al dios. Yudhisthira y Draupadi emergieron de su reclusión. El patriarca Vyasa los ayudó a subir al pedestal cubierto de seda dorada. Bhima y yo los flanqueábamos. Satyaki era el elegido para sostener la sombrilla regia sobre sus cabezas, Nakula portaba el flabelo ritual tras ellos y Sahadeva, el protector del sacrificio, permanecía de pie con una espada desenvainada. Grandes bandejas colmadas de grano y frutas de nuestra madre Bhárata fueron colocadas a los pies de la pareja imperial mientras el fuego del yajna era alimentado con mantequilla aclarada. Las llamas se elevaban derechas y auténticas, sin humo. En un profundo silencio injerido por una única sarta de mantras, el patriarca tomó de Yuyutsu un cubo de oro. Agua de los ríos sagrados de nuestro mundo se derramaron sobre la cabeza inclinada de Yudhisthira y luego sobre el cabello suelto de Draupadi. En ese instante se convirtieron en Emperador y Emperatriz de Bharatavarsha.

La ceremonia fue larga. Había muchos cubos de oro que vaciar y muchos himnos y mantras que cantar, pero al fin condujimos a la regia pareja al trono.

Llegó entonces el momento de honrar a nuestro invitado más digno. Observé los rostros de los reyes. El patriarca Vyasa anunció que Krishna era el Purushottama... el mejor de los hombres. Krishna dejó su asiento de honor y caminó hacia el pedestal. Hasta entonces, yo había escudriñado los rostros de nuestros huéspedes sin volver la cabeza. Cuando Krishna se alzó ante nosotros, olvidé el mundo. Yudhisthira y Draupadi descendieron hasta Krishna, que aguardaba con las manos juntas, los ojos cerrados, hondamente introvertido. Éste era el instante por el que él había luchado, por el que había arrostrado un millar de amenazas e insultos. Su rechazo de la matanza sacrificial de

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animales, su defensa de Draupadi, su insistencia en la santidad de las mujeres, su prontitud a la batalla por la justicia, su sumisión a Dios únicamente y tantas otras cosas estaban contenidas en este instante.

Draupadi le puso el tilak de bermellón en la frente. Una lágrima le tembló a nuestra reina en la mejilla al añadir granos de arroz al tilak. Krishna tenía los ojos abiertos ahora, aquellos ojos líquidos de la forma de los pétalos de loto. Estaban colmados de comprensión y compasión, y decían: Lo ves, hemos cumplido nuestras promesas. Con aquella mirada disolvía toda amargura en Draupadi. Un largo rato permanecieron mirándose uno a otro. Luego Krishna se volvió hacia Yudhisthira y permitió que le pusiese la guirnalda.

En esta ocasión, ninguna voz se alzó en protesta, sino sólo el clamor de “¡Sadhu, sadhu, sadhu!”, como promesas de paz.

Krishna retornó a su asiento. Nakula tomó de Yuyutsu la vasija y la pátera incrustadas de gemas y, levantando los pies de Krishna para colocarlos sobre el plato con la ternura de una madre, empezó a derramar sobre ellos gotas de agua aromatizada con sándalo. La promesa del abuelo Vyasa se había cumplido también. El sacrificio había terminado sin contratiempos.

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CAPÍTULO XI El Ashwamedha quedaba atrás. Aquí estaba yo con Krishna caminando junto al río, con flores que eclosionaban alrededor como bendiciones, despierto al esplendor del día. Respiré profundamente. Toda palabra había huido de mí. En silencio brotaban profusas las flores de los mangos machos y, en los árboles hembras, diminutas yemas de frutos que prometían un estival esplendor se ocultaban entre un tumulto de hojas oscuras. El canto de cuclillo, desoído todo el invierno, flotaba dulce sobre el río. Los sauces llorones frotaban las orillas y en sus ramas más altas pájaros tejedores trabajaban en sus nuevos nidos. La gente de las aldeas celebraría el fin del invierno con danzas alrededor de fuegos bajos a los que se arrojaba sésamo. Nadie recordaba que las lluvias habían cesado pronto. Había habido suficientes para que los brotes verdes rompieran la tierra y, tras la llegada de Krishna, habían caído chaparrones ligeros. El mundo, que se había tambaleado al borde del abismo, se había asentado otra vez. Los gorriones brincaban a sus anchas y las ardillas jugueteaban alrededor de nuestros pies o corrían precipitadas por las ramas de los mangos, agitándolas y haciendo caer los brotes. Krishna se puso un tallo de hierba entre los dientes. La primera vez que le vi hacer esto en el Khandava creí que produciría un astra o algún milagro, pues justo de estas cosas estábamos hablando. El milagro era ahora que no sólo había prevalecido el orden, sino un orden de tipo superior. El océano había sido batido y ahora extraíamos néctar de él. “Por esto hicimos la guerra, primo”, dijo Krishna. “Lo que ha ocurrido ahora con los brahmines no habría pasado en tiempos de Duryodhana. A los hombres no se les permitía hablar entonces. Incluso las almas de gente como el Gran Patriarca Bhishma y Dronacharya debían estar tan silenciosas como el cuclillo en invierno. Se habían convertido en títeres del ego de Duryodhana y en sombras de Sakuni. Ahora empezamos a verlo. Pero esto es sólo el principio.” Cuando avanzas en tu carro de guerra a toda velocidad contra una horda de hombres que quieren acabar contigo, no piensas de este modo. La lucha lo es todo y olvidas por qué combates. Nos sentamos bajo un sauce, tirando de las ramas más bajas, que colgaban junto a nuestras mejillas. “Dentro de siglos, la humanidad comprenderá lo que ocurrió en nuestro carro el primer día de la guerra. Todo dependía de ti, Arjuna. Si por fin te hubieses negado a luchar, no podríamos haber seguido sin ti. ¿Y entonces? Los hombres de todas partes se habrían convertido en esclavos de la pasión de Duryodhana. Los Jarasandhas correrían libres otra vez. Una marea refluyó aquel día en la vida de Bharatavarsha.” La sensación de ser Nara y Narayana volvió a surgir en mí junto con el significado de la guerra y el papel desempeñado en ella por Krishna. “El mundo se mece con el movimiento de esa marea y lo sentirá hasta el fin de los tiempos. La gente lo verá, no como ahora, la victoria de unos hombres justos contra un ejército que doblaba el suyo, sino como el triunfo del alma del hombre, proscrita del mundo durante trece años: una victoria sobre los engaños de Sakuni, una victoria de la libertad donde ni una voz podía alzarse contra el mal que intentaba arraigar en este mundo.” Presionó con la mano la tierra junto a él. “Hemos salvado a nuestra Madre del tirano. Nunca lo dudes, Arjuna, pase lo que pase. Porque cosas horribles habrán de ocurrir aún. La luz puede parpadear, pero no será apagada. En la Kaliyuga, cuando todos los dominios de alrededor sucumban ante Maya, Bharatavarsha, que realizará

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un severo tapasya por el mundo, podrá flaquear, pero resurgirá otra vez.” La vastedad del mundo y los tiempos de los que hablaba inundaron mi entendimiento. “El mundo parecerá envuelto en tinieblas, pero la luz encendida por nuestra sumisión y ofrenda no será extinguida. Gente de todas partes visitará este país y será tocada por ella. Y no podrán permanecer inmutables.” Al cabo de unos instantes, añadió: “Cada momento es un momento de decisión. A cada instante, cada hombre tiene el destino del mundo en sus manos.” Sus palabras evocaron aquel momento tras la guerra, en el ashram del sabio Vyasa, cuando Ashwatthama disparó el Brahmastra destructor del mundo, antes de desviarlo hacia los vientres de las mujeres Pandava. “Krishna, ¿qué le sucede a alguien que trata de destruir el mundo cuando tiene ese poder?” Yo siempre había evitado preguntarle por el terrible destino de Ashwatthama. Éste era aún más amigo que enemigo mío... mucho más. Nada, ni siquiera la muerte de los hijos de Draupadi, había borrado el recuerdo de nuestra hermosa amistad en el ashram de Dronacharya. En sueños, competía aún con él en nuestras carreras al río, que era plata en la aurora. Quizás sólo la muerte del hijo de Abhimanyu podría haber aniquilado el recuerdo de su faz radiante y el amor que yo le tenía en mi corazón. No sólo había evitado preguntar por él, sino que sabía que Krishna no quería hablar de lo que ocurrió aquel día. Incluso ahora trató de desviarme chistosamente de aquella cuestión. “No estarás pensando en destruir el mundo, ¿no, Arjuna?” En cualquier otro, estas palabras me habrían sorprendido. El Brahmastra es un asunto de peso... pero aquí bajo los árboles había una paz inmensa, la clase de calma que pedimos en nuestros himnos, y había una quietud en mi corazón como cuando una gran tarea ha sido culminada. Así, mientras Krishna me miraba a los ojos y yo a los suyos, le dije: “Háblame de Ashwatthama. Necesito saberlo. Hay algo que nunca he entendido. Tú sabes cuánto me amaba su padre y yo juraría por el dios Indra que nunca tuvo celos. Allí estaba él, radiante, cuando Dronacharya me abrazaba. Tan colmado de luz estaba... Yo acostumbraba a pensar que sólo un brahmín podía contener toda aquella cantidad de luz. Aún me asombra. La única luz mayor era la tuya, Krishna, y ésta es algo diferente. Se le ensortija a uno en el corazón. Sólo a Shuka le he visto un resplandor más grande que el de Ashwatthama antes de que intentase destruirnos.” Aguardé que Krishna hablase, pero él movía la cabeza en gesto de asentimiento. Tras un rato dijo: “Pero también esa luz es diferente.” Parecía que, una vez más, me quedaría sin explicación pero, ahora que el sacrificio había pasado, Ashwatthama acudía a mis sueños de nuevo. “¿Puede la oscuridad tragarse la luz?”, pregunté. “Nunca”, respondió Krishna con lentitud. “Nunca. Sólo lo parece; al final es siempre la luz la que devora a las tinieblas.” Después, tras una pausa: “La Oscuridad es tremenda, pero la luz es infinita.” “¿Ashwatthama?” “Cuando rebosas de una luz tan grande como la que Ashwatthama tiene...” “¡Tenía!” “¡Tiene! ...Entonces posees su sombra correspondiente, su oscuridad. Pero la oscuridad es la matriz de la Luz.” Tras un lapso en el que Krishna frunció los ojos como si buscase un modo de explicar lo que tenía en mente, prosiguió: “Ashwatthama es un alma inmensa. Y su alma ha asumido una carga, una tarea universal que aceptó antes de

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encarnarse. Para ella se ha preparado durante muchas vidas. Almas como la suya portan el destino del mundo.” El significado de lo que Krishna decía me llegó a través de la compasión de su voz. “Con el tiempo, una gran luz brillará a través de él, mucho más grande que la anterior.” De pronto lo añoré, quise volver a ver a Ashwatthama. “Me pregunto si volveremos a encontrarnos otra vez.” “No en esta vida. Pero os encontraréis. Tenéis algo que hacer juntos.” Después de oír a Krishna mis pensamientos estaban más en lo que representábamos, en lo que uno debía a los dioses, al pueblo que gobernábamos, a nuestra familia. “Ofréceselo todo a los dioses”, dijo Krishna, “el resto se arreglará por sí solo.” Cuando Shuka y Parikshita vinieron hacia nosotros, mi corazón cantaba. A ellos, los rodeaban las aves. El niño tenía ahora, en cierto modo, el aspecto de Shuka, un aspecto de sabiduría y a la vez de asombro. No portaba alhajas regias. Tenía el pecho y los brazos desnudos y el cabello, sin ungüentos como el de Shuka, lo llevaba atado en un moño. Yo miré a Shuka. En realidad uno nunca miraba a Shuka; lo observabas como con miedo de que fuese a fundirse con la hierba y con los árboles, si apartabas la vista. Eran como criaturas que perteneciesen a la naturaleza y, sin embargo, proviniesen de un mundo distinto del nuestro. Tras tocarnos los pies, Parikshita empezó excitadamente a contarnos que uno podía hablar con las aves. Entonó el trino de un pájaro, tres notas gorjeantes, dos arriba, una abajo, y se puso un dedo en los labios. Con un abejoneo de alas, dos pájaros, grises con rojos vientres y crestas negras, revolotearon hasta su brazo extendido y luego partieron volando otra vez. Krishna me miró. Sus ojos decían: Por esto hemos luchado. ¿Valía la pena? Sonreí. Parikshita cantó un cucú y una hembra de cuclillo, esas independientes criaturas, se le posó en el moño y se inclinó para picotearle un poco la frente antes de partir al vuelo. “Shukadeva va a enseñarme dónde tiene su casa el rey de las serpientes”, dijo Parikshita. “¿Puedo ir con él?” Tomó el polvo de nuestros pies y se escabulló de allí. Yo los contemplé. Las pintas del bosque jugaron sobre sus hombros, cuando avanzaron hacia las sombras. “Krishna, el destino juega con nosotros de una manera algunas veces... ¿Qué, si después de todo, Parikshita no quiere reinar? Dice que quiere vivir como Shuka, que Shuka sabe cómo curar y librarte del dolor y la tristeza. Lo copia en todo. Dice que no necesitará una reina. Y Yuyutsu es un alma noble, pero tampoco él tiene amor por la corona.” “Parikshita reinará. Puede que sea un rey diferente de los que han cabalgado bajo la bandera Kuru durante muchas generaciones, pero reinará. Parikshita es algo nuevo. Ha de haber cierta compensación en la Kaliyuga. Hay un sanador en él también.” “Quizás no tengamos que temblar ante esta Kaliyuga, después de todo.” Krishna me miró con ojos muy abiertos. “Jishnu”, dijo, “se supone que tú no has de temblar. Destruirías tu reputación y la de todos los kshatriyas.” “Ésa no es una respuesta, Krishna.” “¿Esperas de mí otro discurso?” Luego, más reflexivo: “Puede que tú no tengas que preocuparte de ella, ni tampoco Parikshita. La Kaliyuga no es más que una criatura que no ha acabado aún de dejar la matriz. Pero las cosas no se quedarán quietas. El mundo tendrá que moverse y nuestra tierra habrá de sacudirse hasta que se le caiga la corteza y se revele su alma. El mundo no puede ser gobernado por kshatriyas para siempre, ni tampoco por brahmines.”

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Alcanzamos un lugar donde la orilla estaba casi al mismo nivel del río. Nos sentamos y dejamos que la corriente jugase contra nuestras piernas. “Jishnu, quiero que recuerdes esto. Pase lo que pase, cualquier cosa, sea lo que sea, incluso el fracaso de tu mayor deseo, la pérdida de un ser amado, una gran destrucción... acéptalo. Une tus manos e inclina la cabeza porque eso era lo necesario. Recuerda siempre el Narayanastra en el Kurukshetra.” Era como una bofetada en una mejilla y una caricia gentil en la otra. Sentí, sin embargo, todo el vello del cuerpo erizado y un profundo manantial de paz. Había percibido todo esto, en la misma médula de mis huesos, durante la travesía del desierto; había comprendido que uno no puede apegarse a nada, ni a sus mujeres, ni a las armas, ni al polvo del desierto, a menos que quiera permanecer encadenado a una vida crepuscular que es la gemela de la muerte. Cualquier cosa puede atarte y el Dharma, más que nada. ¿No había aprendido yo mi lección entre los ejércitos en el Kurukshetra? Dos veces había tocado esa lejana orilla y ahora estaba a la vista otra vez. ¿Por qué nos vemos obligados siempre a retroceder? Pronto, Krishna regresaría a Dwaraka. “Es la vida la que tira de uno hacia atrás, la que nos hace retroceder”, dijo Krishna. “Hemos entrado en la vida, ¡dejemos de gemir y gruñir! Tú crees que, si vivieses conmigo en Dwaraka, sería como el cielo de Indra o el Brahmaloka. No, Jishnu. Cuando hago subir a Uddhava, el más afable de los hombres, a mi carro, me creo un centenar de enemigos. Cuando hago regalos a Satyaki, Kritavarman pone rostro doliente. Nadie es verdaderamente feliz en las Casas reales. Mi tía Kunti nunca se cansa de decirlo y tiene razón. Pero no es sólo en los palacios; el hombre no está maduro para la felicidad.” “¿Lo estará alguna vez?” “Sí. Eso te lo prometo. Un día. El hombre está madurando incluso ahora. Dolorosamente. Esta yuga precipitará las cosas. Habrá grandes destrucciones. Dales la bienvenida.” La promesa me elevó a una callada invocación: Tathastu, así sea. Pero tras un lapso, pregunté: “Krishna, ¿dónde estaremos nosotros?” “Nosotros seremos siempre tú y yo.” “¿Nos acordaremos?” “Yo siempre me acuerdo. La próxima vez también lo recordarás tú.” “¿La próxima vez?” “En la Eternidad, lo que hemos hecho, lo que estamos haciendo, este mismo instante con el agua fluyendo alrededor de nuestras piernas y las flores derramándose, nunca muere. Saboréalo. Deja que el futuro se preocupe de sí mismo. Saborea este momento nuestro como si fuese el último.”

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CAPÍTULO XII Krishna había partido. Shuka había partido. Por Parikshita, sobre todo, tratamos de ocultar nuestro desconsuelo. El niño amaba a Yuyutsu y tenía especial cariño por nuestro viejo preceptor Kripacharya, ahora el suyo. Con Bhima siempre había disfrutado poniendo sapos y serpientes descolmilladas bajo los asientos de solemnes consejeros, que nunca dejaban de hacer honor a la broma con adecuadas expresiones de alarma. Pero ahora le importaban poco tales travesuras. Luego, le empezó la fiebre. Pasado el tercer día, algunos de los brahmines cayeron en murmuraciones y, cuando alcanzó al pueblo, el rumor regresó a nosotros: el caballo regio no había sido propiamente ofrecido. El abuelo Vyasa dijo que la causa de la enfermedad de Parikshita era que añoraba a Shuka, pero que la superstición de la gente daba fuerza a la fiebre. El patriarca y sus discípulos cantaron himnos salutíferos todos los días, ordenando a la fiebre, que se había iniciado en la mente, partir a través de un orificio del cuerpo en forma de flema o viento, o a través de la piel. Pero sus esfuerzos parecían sin efecto: Parikshita se deslizó al coma. Algo ocurrió entonces. Kalidasa tiró la puerta de su establo a patadas, saltó la valla del corral y galopó hacia la llanura del Kurukshetra. El caballerizo que lo siguió dijo que el corcel alcanzó el campo sin dificultad, luego yació sobre un costado y su hálito vital lo dejó. Mientras tanto, Shuka, llamado por su padre, había vuelto. Parikshita abrió los ojos. Había dado comienzo una densa sudación y pronto se incorporó en el lecho y pidió su dulce preferido. La fe del hombre titubea fácilmente. Habíamos empezado a pensar que las promesas del reinado de Parikshita se quedarían en nada.

El abuelo Vyasa rió. “¿Cómo había de ocurrir eso?” “¿Tenía, entonces, que morir Kalidasa?” “Cuando el sacrificio se ofrece a sí mismo es auspicioso. No sufras por Kalidasa.

Esa alma noble está con los Ashwins ya.”

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CAPÍTULO XIII Después del sacrificio, tío Dhritarashtra empezó a decir que le había llegado el tiempo de dejar el palacio y retirarse al bosque con tía Gandhari. Yudhisthira protestó con vehemencia. Por un tiempo pareció que lograba persuadirlo. Tío Dhritarashtra tenía ansia todavía de ulteriores sacrificios por sus hijos y por todos los que se habían visto arrastrados al bando Kuru a causa de la pasión por su primogénito. Tío Vidura y su fiel auriga Sanjaya, de oculta visión, así como nuestro noble primo hermano Yuyutsu se turnaban para atender a tío Dhritarashtra. Respondiendo a sus preguntas trataban de apaciguar las dudas que abrigaba acerca de su futuro en el cielo cuando dejara su ‘viejo e inútil cuerpo’, tal como él decía. “¿Sabes, Sanjaya?”, le oíamos comentar a veces, “no hay duda de que mi hijo mayor y Duhsasana fueron culpables de muchas cosas, pero murieron con el rostro hacia el enemigo. Ninguno de ellos recibió nunca una flecha por la espalda. Así que se han ganado su cielo de guerreros. Yo, cuyo pecado es inmenso, porque permití los suyos, no puedo esperar más que el Patala. No me importa el sufrimiento. Nunca podrá ser tan intenso como la culpa que siento y que es un millar de fuegos en la cabeza y las entrañas. Patala debe de ser frío al lado de esto. Pero no volver a ver a mis hijos nunca más...” Y frotaba con sus brazos en tormento las cabezas de león labradas en su trono. “Porque ellos estarán donde merecen estar. A ningún guerrero que muera bravamente se le puede negar el cielo kshatriya.” Sanjaya lloraba con él, mordiéndose el bigote, intentando que no se oyera su dolor. Él, que diera mil veces solaz a tío Dhritarashtra en la intimidad de un servicio que había durado toda la vida, no podía hallar ahora consuelo para su rey ni para sí mismo. Ni siquiera tío Vidura, sabio entre los sabios, podía encontrar sabiduría para reconfortar a su ciego y quebrantado hermano. “¿Sabes, Vidura?”, proseguía nuestro tío, “cuando los chacales aullaron al nacimiento de Duryodhana tú previste toda esta destrucción; pero en toda la historia de Bharatavarsha, en todas las historias de nuestros rishis y nuestros grandes sabios, ¿tuvo nunca alguno de ellos corazón para matar a un hijo recién nacido? ¿Incluso para salvar a la nación? ¿Incluso para salvar al mundo? ¿Qué padre, cuando su primogénito extiende los bracitos hacia él, puede pensar en su destrucción?” Tío Vidura no lloraba, pero cerraba los párpados para no ver las contorsiones de la boca y de los ojos de su hermano. En el silencio que seguía, la mano de tío Dhritarashtra buscaba a tientas la de Vidura. “Habla, hermano.” Tío Vidura le apretaba la mano y se la llevaba a la frente, y Yuyutsu masajeaba a su padre los pies y las piernas tratando de que la paz fluyera a su cuerpo atormentado y a su mente en agonía. El hilo del discurso de tío Dhritarashtra era siempre el mismo. El pasado había cerrado sus fauces sobre él. El consejo que me dio un día fue: “Hijo mío Arjuna, sé que no te tomarás a mal lo que he de decirte. Tú eres noble, yo lo sé. Incluso mis hijos decían que tú eres el más noble. Tú no querías dispararle a Karna mientras la rueda de su carro estaba atascada. Tú habrías golpeado a Duryodhana sólo por encima de la cintura. Sí, tú eres el más noble de los hijos de mi hermano. Eres impulsivo, eso sí, debido a un corazón

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demasiado grande quizás. Así que esto te digo...”, y ponía en blanco sus ojos ciegos, “Cuídate de amar demasiado a Parikshita. Aprende de mis errores. El niño, no cabe dudarlo, es puro y gentil y no tiene a nadie que le provoque celos, de modo que la situación no puede compararse. Pero las fuerzas malignas son siempre capaces de hallar muchas maneras de arruinar la vida de un príncipe. Me inquietan los juegos que hace con Bhima. Le he pedido a nuestro fiel Kripacharya que no lo malcríe. Sé cuánto lo quieres, Arjuna, hijo mío. También yo lo amo. Y es también el amor del corazón de Yuyutsu. Tiene tu sangre y la de Krishna. Demasiado bien sé que el amor de un padre no tiene freno.” Hizo aquel gesto desesperado de frotar los brazos de su trono dorado con las palmas de sus manos. “Sé gentil con él, pero sé firme.” Y yo sabía que tío Dhritarashtra debía de haber ensayado todo aquello durante sus noches de insomnio. Le toqué los pies y murmuré asegurándole que haría como él decía, pero no pude hacer cesar el flujo de palabras. “...porque, si yo pensase que mi ejemplo puede causar más pecado, mi sufrimiento se multiplicaría.” Le apreté las manos. “Ahórrame más sufrimiento, Arjuna. Ahórrame más sufrimiento.” Después, tras una pausa, dijo: “Tú sabes que el rostro del pueblo está vuelto hacia el rey. Si él falla, su pecado es cien mil veces más grave que el de cualquier otro. Parikshita será rey. Yuyutsu no puede y no quiere serlo. No queda nadie excepto Parikshita, el biznieto de mi amado hermano Pandu.” Lágrimas le corrieron por las mejillas. Todas las viudas de sus hijos que no se habían arrojado al fuego lo atendían a él y a nuestra tía Gandhari, les masajeaban los miembros, les ungían el cabello o los abanicaban con plumas perfumadas de pavo real. Había siempre un par de mujeres mezclando hierbas con cuajadas o ghi para calmar el dolor de huesos de la anciana pareja. Pero sólo el patriarca Vyasa sacaba al padre de Duryodhana de la oscuridad con sus historias de antiguos rishis, ascetas celestiales, pitris y rakshasas. Empezaba sin más audiencia que tío Dhritarashtra, tía Gandhari y sus asistentes. Poco a poco las viudas se aproximaban, dos cada vez, y luego de tres en tres y de cuatro en cuatro. Los asistentes, embelesados, se olvidaban incluso de abanicar. “¡Avisad a mi hermano!”, ordenaba entonces nuestro tío. Vidura, que era su ministro de finanzas, se apresuraba a acudir. Sanjaya dejaba los caballos y subía a la cámara, seguido por el jefe de los establos. Gente de todos los departamentos de palacio llegaban a sumergirse en las historias que colmaban la sabha. Era como escuchar a Markandeya en el bosque, cuando contaba la historia de Savitri. Nada era imposible, cuando escuchábamos los cuentos del abuelo Vyasa. El pecado no existía, la muerte no existía, las tinieblas se retiraban a su matriz. Podía conjurar a Yama, avanzando sobre su búfalo con el lazo preparado para capturar el alma de Satyavan. Su dios Yama se convertía en un rey dhármico al que yo siempre veía como el Gran Patriarca Bhishma. A Savitri la veía como Draupadi, suplicando por sus maridos. Nosotros éramos, los cinco al completo, el difunto al que Savitri había de rescatar. Nuevos significados ecoaban en sus historias. Nos veíamos a nosotros mismos como desde la cima de una montaña. Luego, él reunía todas aquellas cosas como en una red y las depositaba antes nosotros como un pescador que ha tropezado con una inesperada carga de perlas. Después, nos devolvía a nosotros mismos con el gran mantra purificador.

“Que haya para todos salud. Que haya paz en todos.

Íntegros estén todos. Que el Todo-auspicioso sea.”

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Cuando tío Dhritarashtra emergía del hechizo en que el patriarca Vyasa nos tenía a todos, ordenaba libertar prisioneros y perdonar a los condenados a muerte. Se consultaba entonces a Yudhisthira, que decía simplemente: “Así sea, así sea. Que nunca se le haga sentir que no es rey.” No nos resultaba difícil a nosotros obedecer las órdenes de Yudhisthira. Incluso Bhima hacía lo que podía, a veces yendo a las cocinas y preparando platos especiales, vinos, zumos y mieles para nuestro tío. Pero, cuando éste empezaba a hablar de otra ronda de sacrificios para sus hijos, sabíamos que habría problemas. Yudhisthira, por su parte, lo veía como una piadosa distracción del anciano rey. Él nunca podía oponerse al sacrificio. “¿No podríamos enviarlo a un viaje de placer?”, gruñía Bhima. Se convertía en un niño otra vez al que le quitaban los juguetes. “Tío Vidura dice que nuestras arcas están llenas”, respondía Yudhisthira secamente. “Pero ¿por qué han de vaciarse en sacrificios por los culpables de la partida de dados? Están muertos y están justamente donde tienen que estar. ¿Cree él que por medio de sacrificios puede moverlos como piezas de ajedrez o hacerlos avanzar de posición hacia cielos más altos?” Todos habíamos acordado que la partida de dados famosa no debía mencionarse nunca... si no por otra razón, cuando menos en deferencia a nuestro hermano Yudhisthira. La palabra estaba desterrada. Incluso Bhima infringía sólo la norma cuando de esta cuestión de los sacrificios se trataba. No le importaba en absoluto que Yudhisthira derramase sobre tío Dhritarashtra las sedas y las joyas más costosas, pero aún no podía soportar la idea de gastar por nuestros primos y Jayadratha. “Piensa en toda la mantequilla aclarada que usaríamos en la cocina y que simplemente se derrocha. Los dioses nunca la aceptarán.” Y luego surgía lo peor de Bhima. Con la malicia de un niño imitaba a tío Dhritarashtra, ponía los ojos en blanco y renqueaba alrededor con una mano extendida como si la tuviese apoyada en el hombro de tía Gandhari. “Quiero que a mis hijos y a mi yerno Jayadratha los trasladen al cielo.” Entre tanto, tío Vidura esperaba nuestra respuesta a su hermano. Pero, mientras Yudhisthira le decía que podía desembolsar lo que quisiera, Bhima caminaba tras él y seguía protestando: “Dile que Bhima dice que todos sus hijos y especialmente su chacalesco yerno Jayadratha pueden quedarse en las profundidades del Patala, como les corresponde.”

Tío Vidura se giraba hacia él y lo miraba. Luego le acariciaba sus mejillas de bebé y su afeitado labio superior. “Nunca llames a una maldición, Bhima”, le respondía. Todos los esfuerzos de Bhima para dominar su indignación daban malos frutos. Era difícil tenerlo apartado de las cocinas. Un día se dedicó a mezclar los ocho sabores que hacen una comida completa para tío Dhritarashtra. Untó con miel la amarga calabaza y adulteró la tarta con todo tipo de hierbas. Mezcló las cuajadas con lima dando lugar al más desagradable mejunje y, por supuesto, echó sal con generosidad al dulce favorito de nuestro tío. Pensamos que habría una protesta y que tía Gandhari haría llover otra vez maldiciones de las suyas, pero este acontecimiento nuestros tíos se lo tomaron mucho más serenamente de lo que nos habíamos atrevido a esperar.

Tío Vidura me dijo por qué. “Están preparándose para el bosque y han comido muy poco. Ambos duermen en el suelo. No hay razón para decírselo a Yudhisthira antes de tiempo. Pensará que ha fracasado en su Dharma filial. Partiremos pronto.”

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Se me heló el corazón. No era que ellos se fuesen, aunque ya esto me apenaba más de lo que había imaginado... éramos tan pocos ya. Lo que me dolía es que tío Vidura partiese con ellos. Tan a menudo había sido él la balsa que nos había permitido cruzar las aguas... Y desde luego, nuestra madre iría con él. Era el final de la familia. “Todo se caerá a pedazos”, le dije. Él me tomó en sus brazos y me acarició el cabello. “Nuestra generación ha sido barrida con todos nuestros hijos. Si nuestros mayores se van también, los que quedemos no seremos más que una isla menguante entre el pasado y el futuro, o algo que flota trémulo en el espacio sin arraigo ninguno. Yudhisthira será quien más lo sufra.” “No mientras el abuelo Vyasa esté aquí. Es él quien mantiene unida la Casa. Mientras esté aquí los pilares no caerán.” “¿Es a causa de Bhima y los sacrificios del tío?”, inquirí. “Nunca hables contra un sacrificio, Arjuna. La ofrenda es el núcleo del mundo. Es lo único que da paz a mi hermano.” Jugó con un rizo de mi cabello. “Algunas cosas no puedes detenerlas con flechas. Ni siquiera Krishna. El Señor del Tiempo estaba esperándolo. Bhima sólo ha puesto fecha. Nosotros somos el sacrificio. Tú eres el sacrificio. Cuando la ofrenda se ofrece a sí misma, ése es el transporte fidedigno. La balsa de los dioses.” Asintió con la cabeza, jugueteando aún con mi pelo. “¿Sabías que tienes ya unas listas blancas aquí? ¿Listas blancas en el cabello de la cabeza más hermosa del más hermoso guerrero del reino?” Tío Vidura empezó a cantar.

“Este sacrificio es el ombligo del mundo. Todo el poder a nuestra vida a través del sacrificio.

Todo el poder a nuestros pulmones a través del sacrificio. Todo el poder a nuestros ojos a través del sacrificio.

Todo el poder a nuestras espaldas a través del sacrificio. Todo el poder al Sacrificio a través del sacrificio.”

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CAPÍTULO XIV El día que recibió el consentimiento de Yudhisthira, tío Dhritarashtra se entregó a sus obras de mérito. Escogió proyectos de caridad con ayuda de tía Gandhari y de nuestra madre. Había que construir albercas, acto que, según confirmaron los brahmines, reporta gran punya. Pobres, lisiados y en especial los ciegos recibirían dones para aliviar sus cargas y se montaron grandes pabellones para la distribución de alimentos a los necesitados. Muchos bosques sagrados se plantarían y eligió el día de luna llena de Kartika para donar riquezas a los brahmines. Cómo recompensar a los mejores de ellos se convirtió en su gran preocupación pues, tal como le dijo al Primogénito, del correcto reparto de toda su riqueza dependía el progreso de sus hijos en el cielo. Yudhisthira intentó asistirlo en todos los asuntos y le pidió también que reconsiderase su partida. Nuestro tío le respondió en tonos de quebranto: “Yudhisthira, yo sé el mal que te he causado. Nadie era tan merecedor del reino como tú. El pecado es mío. Debo ir al bosque y expiarlo, si es posible la expiación para pecados de la magnitud del mío. Si yo hubiese frenado a Duryodhana y Duhsasana igual que uno arrienda un caballo salvaje, el mundo no habría sido destruido. Lo sé, Yudhisthira. No creas que no lo sé. Me dejé guiar por gente como Kanika. Lo sé ahora, malas estrellas en las pequeñas cosas. Amas a tus hijos y es natural, y luego amas más a tus hijos que a los de tu hermano y la gente dice que es natural, y tu corazón empieza a sufrir un poco si los demás aman a los hijos de tu hermano más que a los tuyos propios. Después se te inflama el corazón, si tu niño te viene llorando y, para consolarlo, le dices una pequeña mentira. Y la próxima vez le aseguras: ‘No te inquietes. Tú eres el rey. Un día nadie se atreverá a hacer broma de ti.’ Y así, de pequeña mentira en pequeña mentira y de pequeña trampa en pequeña trampa, uno llega a las grandes mentiras y a las grandes estafas. La vida es como un gran caldero. Cada mentira y cada mala acción que caen en él aumentan el nivel del líquido hasta que el pote está lleno y rebosa. La vida de mi hijo se convirtió en un caldero de maldad porque nunca le puse freno: su pecado es el mío. Él ofreció sacrificios, sí, pero no conocía el significado del sacrificio. Los ofrecía con orgullo y ambición, pero sin la intención correcta, sin Dharma. Ahora ya no puede ponerse remedio. Sólo puedo hacer algo de acuerdo con los shastras.” Volvió sus ojos ciegos hacia el techo, como en búsqueda desesperada de alguna cosa. “Esto es vivir en el infierno. No hay un infierno mayor.” Quedó en silencio unos momentos, con la barbilla contra el pecho. Luego continuó: “Nunca te he dicho las cosas que tu padre hizo por mí. Cuando de niños yo lloraba porque no podía aprender a montar o a nadar, era él quien me sacaba de palacio y me enseñaba en secreto. Cuando partió al bosque, fue él quien le hizo prometer a mi hermano menor que me sostendría. Tomó la mano de tío Vidura, se la puso en la cabeza y le hizo jurar ofrecerme su completa lealtad. El mismo juramento exigió a Sanjaya y ambos han observado ese voto. ¡Ojalá no lo hubieran hecho!” Lágrimas le arrasaron las mejillas y, de pronto, golpeó con ambos puños los brazos de su asiento y levantó la cabeza como un perro a punto de aullar. “¡Ojalá que el rayo me hubiese golpeado y partido mi putrefacto corazón en dos antes de hacer las cosas que he hecho a los hijos de Pandu! ¿Cómo me encontraré con él? ¿Qué le diré entonces? ¿Cómo ocultaré mi rostro? ¡Oh, que cosa es el hombre cuando cae del camino del Dharma.”

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Durante todos los preparativos para la realización de sus últimas donaciones, tío Dhritarashtra fue incapaz de contener su dolor. Un día, en uno de los pocos momentos serenos que tuvo, dijo: “¿Sabes?, si mi primogénito hubiese vivido, habría mostrado su gratitud a Jayadratha. Para impedir que Jayadratha huyese de Arjuna, hizo voto de protegerlo y de salvarle la vida antes de que Arjuna acabase con él. Duryodhana no pudo cumplir su promesa y ello es un gran pecado.” Yudhisthira aceptó regalar, en nombre de Jayadratha, villas enteras a los brahmines. No le dijimos nada a Bhima al principio, pero el nombre de Jayadratha habría de ser públicamente declarado cuando llegase el momento de la donación, así que quizás daba lo mismo que se enterase antes del día señalado. No hubo forma de contener a Bhima. Irrumpió en la cámara del consejo privado y se golpeó la axilas en señal de desafío a Yudhisthira. En el extraño silencio que siguió, yo me levanté, lo agarré con el brazo y traté de llevármelo de allí, pero se me quitó de encima como a un pelele. Volví a intentarlo y le susurré el mantra de Dronacharya al oído. Dejó entonces de gritar en medio de la palabra, como un juguete cuyo mecanismo acaba de romperse. Yo había pronunciado el mantra para detener a un hombre desquiciado. Aturdido, se dejó sacar de allí y lo senté junto al estanque de los lotos. No supe si hablarle o qué decirle, hasta que vi una formación de gansos volar sobre nosotros, con sus cuellos y sus patas estirados al viento. “Mira esas aves allá arriba”, le dije. Se movían éstas hacia las nubes. “Mira qué rápidamente pasan. ¿No te das cuenta de que torturas a Yudhisthira por nada? Hoy parte tío Dhritarashtra para el bosque. Mañana, tan veloz como el vuelo de esos gansos, llegará nuestro tiempo. ¿De qué sirve inquietarse ahora? Hemos dado nuestras batallas, hemos ganado y perdido y ganado otra vez nuestros reinos. También nuestra madre se va. Déjala partir en paz.” Ya fuera a causa del mantra o de mis palabras, Bhima permaneció sentado en silencio. Tenía fruncido el ceño, pero no de ira sino en rictus de reflexión. Miraba el lugar que ocuparan los gansos en la altura. “Hoy el mundo es nuestro”, proseguí. “¿Qué importa si se dona oro y villas en nombre de Jayadratha? No tenemos enemigos que puedan dañarnos fuera de nosotros mismos.” Un hermano pequeño no da a los mayores consejo, así que no dije más. “No tenemos enemigos fuera de nosotros mismos”, ecoó lentamente. “Sé que esto es verdad. Acostumbraba a burlarme de Duryodhana. ¿Sabes, Arjuna, que dentro de mí yo veía que aquello conduciría a la matanza? Pero no podía refrenarme. ¿Qué es lo que nos hace actuar en contra de lo que sabemos? Incluso ahora, con todas las cosas que recuerdo de la guerra y nuestro exilio, mientras mi sirviente me quita de la cabeza cada cabello gris, pienso que, si fuese niño otra vez, volvería a hacer las mismas cosas. Somos lo que se nos hizo ser.” Su mirada se posó en mi rostro, totalmente perpleja. “Pero tienes razón, Arjuna, y no crearé más problemas. Voy a disculparme.” Caminamos en silencio de regreso a la cámara. Bhima tenía paso de león y nada podía hacer al respecto pero, cuando puso la cabeza a los pies de tío Dhritarashtra, era manso como un tigre domesticado. Tío Vidura susurró algo al oído de su hermano mayor y el anciano rey ciego se inclinó para levantar a Bhima, que puso la cabeza ahora en el regazo de nuestro tío para que se la acariciase. Fue después a tía Gandhari. Luego, sin una palabra, se dirigió a Yudhisthira y nuestra madre. Por último, se dejó abrazar por tío Vidura.

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Bhima mantuvo su promesa. No volvió a oírsele una palabra sobre el tema de los gastos. Incluso participó en la organización de las últimas donaciones. Nuestra madre partiría al bosque. ¿Qué tenían que expiar las personas como ella o tío Vidura? Desde la infancia había afrontado ella penalidades y había servido a un sabio temperamental, sólo para hallarse en el apuro que todas las doncellas temen. Sin embargo, lo que sentimos que debemos expiar es con frecuencia muy distinto de lo que otros consideran nuestro pecado. Ashwatthama pensaba que su culpa consistía en haber pedido leche y, en cuanto a mí, por más que me dijeran que Dronacharya habría exigido el pulgar de Ekalavya en cualquier caso, yo sabía qué había tenido entonces en el corazón. Ahora, justo cuando podríamos haber servido a nuestra madre con el debido honor, teníamos que resignarnos a perderla. Era la última aparición pública del anciano rey ciego; tanta gente se beneficiaría de la ocasión y tantos otros, simplemente, querían verlo que se sacaron los tronos a la plaza pública. De reyes que dejaban el palacio para irse al bosque, el pueblo había oído sólo hablar en las viejas historias. Durante muchas generaciones, aquello no había ocurrido en nuestra dinastía excepto por mi padre, que se escabulló cuando era muy joven, y nuestra abuela viuda. La muchedumbre estaba sobrecogida, así que el parloteo y los empujones eran menos que los habituales. La gente suspiró cuando dieron la mano a mi madre para que bajase del carro y cuando ésta se volvió para ayudar a tía Gandhari, que sabía exactamente dónde apoyarse; se cogió del hombro de mi madre con tanta firmeza que creí que le dejaría un agujero en él. Ambas aguardaron a que tío Vidura ayudase a Dhritarashtra a bajar del carro; su mano fue colocada luego en el hombro de su esposa. Fue así cómo subieron a la plataforma regia, que estaba orientada hacia el fuego sagrado. Yudhisthira los siguió, y después Draupadi, Bhima, yo mismo, Nakula y Sahadeva... por este orden. Un sacerdote llegó de palacio portando un largo cucharón con el fuego sagrado palacial. En el centro de la plaza había un montículo grande y fulgente de oro y gemas. A un lado había reses atadas, regalos para los brahmines a los que sirven de bien poco los caballos. Habría sido imposible dedicar cada presente de forma separada con mantras e hisopaduras de agua, así que el gran montículo fue rodeado y rociado mientras los mantras se elevaban al cielo. Los portadores de las ofrendas seguían llegando con sus cargas sobre las cabezas. La ceremonia consumió todo el día y, cuando el sol se puso, aún estábamos en ella. La comida se siguió donando durante diez días más. En cuanto éstos pasaron, tío Dhritarashtra anunció a Yudhisthira el día y la hora de su partida. Mi hermano cayó a sus pies y le imploró que considerase cuál sería nuestra desolación, privados de todos nuestros mayores. Algunos no estábamos completamente seguros de que no lograse disuadir al rey ciego pero, mientras crecía la luna durante el mes de Kartika, llegaron a palacio pieles de ciervo y ropas de corteza de árbol para Sanjaya y tío Vidura, así como para los tres regios personajes. Supe por fin que nada los retendría ya y, si bien nos lamentamos como si estuviesen a punto de dejar sus cuerpos, otra parte en nosotros exultó. Porque, en aquel desprenderse suyo de deberes y obligaciones, tuve un atisbo de mi propia libertad futura, algo que podía explicarle a Subhadra y a nadie más. Ahora bien, cuando le dije que también nosotros lo dejaríamos todo atrás algún día, no dijo nada, cerró los ojos y me ofreció la más gentil de sus sonrisas. En realidad, yo sólo creía a medias que acabaría mis días en el bosque. La idea de frecuentes visitas a Krishna, una vez que Parikshita estuviese

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firmemente sentado en el trono, era mucho más vívida para mí. Visitaríamos Indraprastha de nuevo, y esta vez con Subhadra, me dije a mí mismo... aunque sólo a medias lo creí.

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CAPÍTULO XV En las sombras de la antesala de palacio vimos figuras moverse en un ritual de partida. Delante de nosotros había un hoyo sacrificial en el que ardía ya fuego tomado del Homa de palacio. Contemplé sus llamas saltantes como desde otra orilla. Una figura vestida de pieles se acercó a la puerta. Era mi madre. Tras ella, la mano sobre su hombro, marchaba nuestra tía y, luego, entre Sanjaya y Vidura, caminaba tío Dhritarashtra. Era la primera vez que le veía la frente sin su diadema y su ausencia al mismo tiempo lo rebajaba y lo engrandecía. Noble era aquella frente, pero este hecho, por contraste, no servía sino para que el mentón pareciese más débil. Pausó en el umbral para ofrecer sus plegarias. Con la piel de ciervo sobre el hombro, podría haber sido un cazador ajado y debilitado por la edad. Lentamente, luego, todos descendieron los peldaños. Vi entonces que, en el bosque, tío Vidura sería el rey. Cuando a los hombres se les despoja de rango y riquezas, el mérito y la virtud ocupan su lugar y esto podía verse ya allí. Tía Gandhari le mostró deferencia. Le hizo una pregunta o una sugerencia y él meneó la cabeza. Yudhisthira estaba junto a mí, llorando quedamente. Perdía otra vez un padre en tío Vidura. Sahadeva, a mi izquierda, no podía ahogar sus sollozos. Hizo gesto de dirigirse a nuestra madre y tuve que ponerle la mano en el brazo. Bhima lloraba como un muchacho, con los nudillos en los ojos. Yo estaba determinado a permanecer sereno, pero sus emociones me anegaron y sentí lágrimas rezumar. Quizás no eran tanto ellos como la condición del hombre lo que me conmovía. Los amaba a todos pero, habiendo conocido el amor de Krishna, entendía como nunca la verdad de lo que él me dijera. Estos hombres y mujeres que habían sido reyes y reinas avanzaban ahora hacia sus últimos días, que no podían quedar muy lejos. Y sin embargo, no habría nunca un tiempo en el que ellos no existiesen. Aunque tenía lágrimas en los ojos, sentí como si Krishna estuviera a mi lado, sonriéndome. Habían llegado al escalón más bajo. Sanjaya y Vidura sostenían a tío Dhritarashtra, que se tambaleaba, ya fuera de debilidad -pues había estado ayunando- o de dolor. Ahora se detuvieron. Se volvieron atrás para mirar el palacio en el que habían vivido toda su vida sin verlo jamás. Incluso los sacerdotes lloraron cuando le pusieron en la mano al viejo rey el arroz con el que bendecir su morada. Guiado por Sanjaya, éste arrojó el arroz hacia la puerta de entrada. Mi madre ayudó a tía Gandhari a hacer lo mismo. Luego, todos tomamos puñados de arroz para bendecir su empresa. De pronto, el repicar del arroz terminó y tío Dhritarashtra se arrodilló solo ante el umbral. Se oyeron grandes lamentaciones de los sirvientes que los mantras trataron de sobrepujar, pero incluso las voces de los sacerdotes se quebraban. Oímos el murmullo de la multitud que se había congregado a las puertas de palacio. Cuando éstas se abrieron, la turba irrumpió en él y sirvientes y guardias reales tuvieron que formar una cadena de brazos para contenerla.

Mi madre condujo a nuestros tíos. Yo caminé detrás de Yudhisthira, entre Dhaumya y Yuyutsu. Subhadra marchó dando apoyo a Uttara, con Draupadi a su otro lado. A lo largo del camino, las damas Kaurava dejaron sus palacios para unírsenos, gimiendo como las águilas. Mientras avanzábamos hacia las plazas públicas gente de todas las castas llegó precitada para aumentar el número de los que aguardaban en las calles desde el alba.

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Algunas damas de alcurnia que nunca caminaban al sol se fundieron con la turba olvidando a sus doncellas, que intentaban protegerlas con sus parasoles de flocaduras.

Voces se elevaron pidiendo a la pareja real que no se fuese. La presión de la gente era tan intensa cuando nos acercamos a la plaza del mercado que Sanjaya y Vidura tuvieron que sostener de nuevo a tío Dhritarashtra, cuyas manos se alzaban juntas por encima de la cabeza en reconocimiento a los deseos de larga vida. Hasta las mismas puertas de la ciudad, Kripacharya imploró que le permitiesen ir con ellos al bosque, pero nuestros dos tíos le hicieron comprender que nadie más podía ocupar su lugar como tutor regio. De la misma forma, hubo que recordar una y otra vez a Yuyutsu que él, y nadie más, era el Regente en nuestra ausencia. Arrastrados por la marea de una inmensa añoranza, todo el mundo quería ahora seguir a nuestros mayores. Yudhisthira, olvidando cualquier decoro, no soltaba la mano de Dhritarashtra. Tras la partida de dados, yo había seguido este camino con mis hermanos y Draupadi, mientras la multitud se arremolinaba alrededor de nosotros. Habíamos perdido nuestro reino. Las gentes nos lloraron entonces y una vez más el hálito del tiempo soplaba en mi rostro. La nostalgia en los ojos de Yudhisthira mientras dirigía sus súplicas a nuestro tío revelaba que tampoco su tiempo tardaría mucho en llegar. Nunca habíamos visto a Yudhisthira dominado por semejante emoción. Había experimentado sin mostrar su corazón todos los aspectos del infierno, pero sólo ahora comprendía yo lo tirantes que sujetaba las riendas. Los reyes nacen para hacer justo esto, pero en aquel momento estábamos exentos de rango, desposeídos de parientes. Tío Dhritarashtra había dejado de responder al clamor de la multitud. Marchó ahora con paso entorpecido, sin mirar a nadie, concentrado sólo ya en su destino. Cuando alcanzamos el linde del bosque, gran parte de la muchedumbre se había dispersado. El viejo monarca se volvió y unió las manos suplicante: “Hasta aquí habéis llegado, pero no sigáis. Irse al bosque es el derecho de un rey. Y es, además, nuestro destino.” Era la última vez que usaría el ‘nos’ mayestático. “No debemos retrasarnos”, dijo. Dhaumya y los sacerdotes, tío Vidura y Sanjaya despidieron con amabilidad a la gente, urgiéndola a regresar y preparar la cena, porque el sol caminaba ya hacia el oeste. Nosotros los seguimos y, al llegar a un nudo de banianos, extendimos hierba kusa. Tío Vidura se alejó con Yudhisthira. Los contemplé desde la distancia, sentado uno junto al otro, y Yudhisthira lo escuchaba. Cuando regresó, madre le pidió una vez más que cuidase de Sahadeva. Yudhisthira unió ante ella las manos y, suplicante, le dijo: “¿Qué sabor tendrá nuestra soberanía, si tú no estás con nosotros?” Ella le sonrió y le puso un dedo en los labios, pero él siguió sin hacer caso: “Cuando estábamos en Virata antes de la guerra, nos enviaste a Krishna con el mensaje de que debíamos comportarnos como kshatriyas y luchar o no éramos tus hijos ni tú nuestra madre. Cumplimos con nuestro deber, pero ¿dónde está el tuyo, si nos abandonas ahora?” Nakula la tentó también: “Vuelve y ayúdanos con las oblaciones por Karna.”

“Sí, madre, las ofreceremos de nuevo por él. Tú deberías estar con nosotros cuando lo hagamos. ¿Por qué has de vivir de raíces y agua? Tú, que te has abstenido de causar daño a toda alma viviente, no tienes necesidad de penitencia”, dijo Bhima.

Ella se limitó a asentir con la cabeza. “Sí, haced ofrendas por vuestro hermano mayor, pero yo no estaré con vosotros. Yo quería ver a Draupadi vengada y eso ya está hecho. Ahora dejadme partir en paz, hijos míos.”

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Bajó al río con Subhadra y Yuyutsu y trajeron calabazas llenas de agua. Cuando el sol se puso, los sacerdotes cantaron la plegaria del atardecer, que nos infundió el consuelo de las cosas conocidas. Todos nos acostamos para dormir por fin. Durante largo rato contemplé las ramas que pendían sobre mí y escuché el ruido crujidero de los pasos de Bhima, nuestro centinela aquella noche... luego me precipité a los sueños. Al alba, todos bajamos al río y, después de las abluciones, adoramos juntos por última vez al Hacedor del Día y realizamos pradakshina en honor de aquellos que dejábamos atrás. Las últimas palabras que mi madre nos dirigió fueron: “Permaneced juntos. Ésa ha sido siempre vuestra fuerza. La mano necesita todos sus dedos.” Me miró y sonrió. Alzó después la mano derecha y, empujándose el dedo medio, formó un puño. Yo era el dedo medio. Para el tiempo en que llegamos a Hastina, los bardos habían empezado a cantar la devoción de madre Kunti al rey ciego y a la reina de grandes austeridades que los ojos se vendara para no ser más que su marido. El día siguiente nos trajo noticias: habían pasado la noche con ciertos ilustrados brahmines que aconsejaron a tío Dhritarashtra instalarse a orillas del Bhagirathi, que era lo bastante frío para satisfacer cualquier deseo ascético. Más tarde, oímos que habían vuelto al Kurukshetra, al retiro del sage real Satyayupa, antiguo rey de los Kekaya. Con él habían viajado al ashram del patriarca Vyasa y recibido formalmente la iniciación al modo de vida del bosque, tras lo cual todos regresaron al refugio de Satyayupa. Empezaron allí a practicar severas austeridades y, por las siguientes noticias que nos llegaron de ellos, supimos que tenían el cuerpo muy consumido, seca la carne y devastada. Yudhisthira escuchó todos estos informes con no disimulada añoranza. Después, las nuevas cesaron por un tiempo. Peregrinos ocasionales decían que se habían trasladado a mayores profundidades del bosque. Atormentaba a Yudhisthira, a Yuyutsu y a todos nosotros pensar que podían caer como avecillas o como las hojas de un árbol, sin nadie que incinerase sus cuerpos u observase los ritos debidos.

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CAPÍTULO XVI Kripacharya amaba a Parikshita con total devoción. Y a través de Parikshita fue cómo empecé a conocerlo yo. Kripa me había enseñado los Vedangas, excepto Jyotisha, que transmitió sólo a Sahadeva, pero en aquel tiempo yo sólo pensaba en Dronacharya. Apenas podía esperar que terminasen las lecciones de Kripacharya para correr a la clase de tiro con arco y llegar como una lanza arrojada con fuerza a los pies de Drona. Éste me frenaba, tratando de no mostrar su placer, recordándome el decoro. “Esa velocidad hay que reservarla para las flechas”, decía. Y, al cabo de un tiempo, aprendí a refrenarme yo mismo antes de que me viera y a llegar a él con la respiración serena. “Kripacharya es un guru para los años tiernos de uno y para pupilos como Parikshita”, dijo Subhadra una vez. “¿Tan diferente es él de Abhimanyu o de mí mismo?”, le pregunté sonriendo. Yo sabía que lo era, pero quería oírselo decir. “Él también es un guerrero. Mírale los brazos, mira el modo en que sumerge la mano en el carcaj.” “Parikshita es diferente”, era todo lo que estaba dispuesta a decir. “Es distinto de todos los que he conocido.” No dijo ‘de cualquier otro niño’. Lo veíamos como una persona desde su mismo día de nacimiento. Parikshita había amado a nuestra madre y pasado mucho tiempo con ella. Cuando partió, Uttara le dijo que su bisabuela volvería, pero él respondió sólo: “No lo hará. Quiere irse.” No lloró. Su sentido de la libertad era muy intenso. Tenía un cervatillo que encontró rígido y frío una mañana. Era la primera vez que veía un cuerpo muerto. Corrió llorando a mis brazos. Yo le dije que el alma del pequeño ciervo era libre ahora de recorrer todo el universo. Él escuchó y, con las lágrimas humedeciéndole aún la mejilla, dijo que debíamos realizar los ritos por él. Improvisé una ceremonia especial para el ciervo y encendimos fuego en un hoyo sacrificial con ascuas que trajimos del Homa de palacio. Era idea de Parikshita y muy inocente, por otra parte, y nosotros la aceptamos sin pensar, lo que provocó las protestas de los sacerdotes: nuestra frivolidad había profanado el ritual y el fuego sagrado. Hicieron todo un espectáculo de apagarlo e hisopar todas las cámaras vecinas con agua. “El viejo orden cambia”, gruñó Dhaumya. No había pecado en Parikshita porque aún no había cumplido cinco años, pero a todos los demás se nos impusieron penitencias menores para expiar nuestra travesura que cumplimos alegres. La muerte del cervatillo había supuesto en la vida de Parikshita el hálito de algo doloroso y finito, y nos alegramos de que su otros amores, los loros, fueran criaturas longevas. Cada día los contemplábamos un rato y nunca nos cansábamos de sus tonterías. Uno de los loros sonaba igual que Sakuni cuando decía: “Te apuesto mi collar de rubíes y mis tres sartas de perlas.” Inmediatamente, entonces, una voz surgía del segundo loro en su percha, que se balanceaba con violencia adelante y atrás: “¿Quién gana, quién gana?” Pensé que, tanto como cualquier otra cosa, esto limpiaba la partida de dados de amargura. Así que, cuando un día hallamos la gran jaula vacía excepto por el tablero de juego de oro y marfil en miniatura y las doradas perchas, lo sentimos tanto por nosotros mismos como por Parikshita. Pero era él quien los había liberado. Explicó sus razones tan

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bien como pudo y me preguntó si no creía que tenía que ser difícil para ellos hacer lo mismo cada día sólo para que nosotros nos riéramos. Con hombros encorvados y los ojos fijos, croó sus frases. “Igual que los sacerdotes”, dijo. Poco había que uno pudiera responderle, excepto que un rey tampoco es nunca libre. Con uno como Parikshita, el viejo orden cambiaría realmente.

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CAPÍTULO XVII Un día que necesitaba ver a Yudhisthira, pasé toda una infructuosa hora enviando servidores a buscarlo. No estaba en ninguno de los lugares acostumbrados y lo encontraron por fin en el palacio de tío Vidura. Hallé a Yudhisthira arrodillado al pie del lecho de nuestro tío con la cabeza sobre la cama. Me sobrevino un sentimiento de protección hacia él en una inmensa oleada, como si fuera mi hermano menor. Arrodillándome junto a él, toqué con los dedos el lecho y luego me los llevé a los ojos. “Hermano”, le dije, “vamos a buscarlos. Yo los echo de menos también.” No respondió y vi que no podía hacerlo. Estaba llorando. Sentí un nudo en la garganta. El cuarto estaba lleno de tío Vidura. Yo amaba su palacio. Había en él simplicidad y gracia y cada cosa estaba en su lugar preciso. El incienso ardía en un turíbulo de oro y auspiciosas caléndula y hojas de mango colmaban el aire de su bendición. En silencio, recorrimos juntos las habitaciones. Nuestra madre había vivido aquí durante nuestro exilio en el bosque. Visitamos la cámara que Krishna ocupara durante su embajada para detener la guerra. Era en esta estanza donde Kunti había amartillado aquel duro mensaje: debíamos luchar o dejar de considerarnos hijos suyos. “Vamos a buscarlos”, insistí. Yudhisthira se volvió hacia mí. Sólo en una ocasión, en silencio, nos habíamos entendido uno a otro de este modo, cuando hablamos de Karna tras la guerra. “Sahadeva añora a su madre también. Kunti ha estado sin él tantos años. Otórgale este último don.” No sólo Draupadi y Uttara y la mujer de Yuyutsu, sino todas las viudas de los hijos de tío Dhritarashtra querían venir con nosotros y no podía negárseles. Acudieron también los viejos servidores, ahora retirados, pidiendo que se les permitiera tocar los pies de sus amos una vez más. Al final, Yudhisthira invitó a todos los nobles de Hastina que quisiesen participar de un último darshan de la familia regia. Muchas de las damas que habrían de acompañarnos habían llevado unas vidas tan protegidas que sus pequeños pies pintados habían dejado los palacios de sus padres sólo para entrar en los de sus maridos. No sabíamos siquiera dónde estaban exactamente nuestra madre y nuestros tíos pero, una vez tomó la decisión Yudhisthira, aventamos todas las objeciones. Los preparativos eran numerosos. Tras una larga discusión con Sahadeva, Bhima le dijo a Yudhisthira que el viaje resultaría demasiado duro para la mayor parte de las mujeres, pero la respuesta fue que todas las damas de todas las grandes Casas habían levantado un pie ya en anticipación de la travesía. Las esperanzas y preparativos habían llenado las vidas de las viudas otra vez. No había vuelta atrás. Yo había intentado sugerir que se me enviase con una avanzadilla, pero para bien o para mal partimos todos juntos. Nuestra visita al bosque se había convertido en una importante expedición. Por fortuna, habíamos aprendido mucho sobre aprovisionamiento y logística durante la guerra. Ahora nos resultó útil en extremo. Se montaron pabellones a lo largo del camino y las casas de reposo de tío Dhritarashtra se llenaron de provisiones. Creo que, en realidad, sólo me di cuenta de lo que habíamos emprendido cuando vi los varandakas que los carpinteros estaban preparando para los elefantes de Uttara y su grupo. Tenían grandes estantes y otros más pequeños forrados de seda, y junto a los asientos había pequeños lechos. Uttara no

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sabía de dónde había salido la idea pero, al parecer, todas las damas estaban haciéndose preparar estos ‘varandakas de bosque’ en los que uno podía llevar cualquier cosa, desde ropas, aceites, cosméticos, perfumes, joyeros, abanicos, hasta hierbas medicinales y talismanes. Damas reales de las varshas vecinas, y la viuda del rey Bhagadatta entre ellas, se unieron a nuestra expedición equipadas con graneros, guardarropas y erarios móviles, cocineros, superintendentes de cocina y auténticos establecimientos culinarios dispuestos para su transporte en camellos o elefantes. No podía ni imaginarme lo que nuestro tío, inmerso en prácticas ascéticas, diría de todo esto.

Tenía, además, otra preocupación. No todo aquel que vaga por los bosques va en busca de su alma. Yudhisthira me

aseguró que había pensado en ello: un ejército había de acompañar la expedición y yo tenía que estar al mando. Esto significaba otro granero más y otro tesoro en que pensar.

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CAPÍTULO XVIII Exploraba el terreno por delante del grupo en busca de un lugar donde plantar las

tiendas, cuando tropecé con tío Dhritarashtra, que estaba sentado con los ojos cerrados, vestido con un taparrabos y cubierto el cuerpo de cenizas. Ante él había un hoyo poco profundo en el que, agitado por la brisa, crepitaba un fuego, encendido probablemente de la llama tomada de su Homa en el palacio de Hastina. No había oscurecido el sol su piel; ésta se había vuelto más clara y de textura más áspera. Podían vérsele las venas. La barba era blanca ahora y rala. Uno no se retira al bosque para andar acicalado.

Tenía los ojos cerrados y, al principio, no estuve del todo seguro de que se tratase de tío Dhritarashtra y no de otro asceta. Hice señal a mis hombres, que estaban justo a un tiro de arco, de que se fueran de allí y me quedé mirándolo. Había algo en su silencio que no quería yo romper y sentí erizárseme el vello de los brazos. Algo me prohibía acercarme más a él, un círculo invisible que me mantenía a distancia. Habría sido adhármico saludarlo desde lejos, así que esperé un signo. Tremores empezaron a recorrerme la espalda. Sentía la cabeza liviana y vacía. En su caverna interior, una voz dijo: “Bienvenido, hijo de Pandu.” Antes del Palacio del Deleite, tío Dhritarashtra nos había llamado siempre así, pero no después. Mis pies estaban como enraizados en el suelo. Los ojos se me pusieron en blanco. La brisa sopló más fuerte y levantó briznas de hierba seca que tocaron las llamas. Aquéllas se encendieron y portaron la chispa con ellas en su ascenso por el aire y su caída entre la hojarasca. Una lombriz de fuego serpenteó hacia la rodilla del asceta. Llameó y saltó hacia él, arrancándome de mi embelesamiento. Me quité el angavastra y sacudí el pequeño incendio hasta apagarlo, pensando que algún dios debía de haberme enviado aquí a tiempo. “Bien hecho, hijo de Indra. Esta vez estás del lado de tu padre.” Se refería a aquella ocasión en que Krishna y yo habíamos ayudado al dios del Fuego a devorar el bosque en contra de los deseos de Indra. Su voz resonó en mí. Hijo de Indra, había dicho. Fui a tocar sus pies y puse mi cabeza sobre ellos. Él me levantó. Tenía las manos secas y frías. Su toque era ligero, pero firme. “Tío, es peligroso sentarse tan cerca del fuego. La brisa porta la hierba y las hojas consigo. En tu trance, no te enterarás.” Él sonrió, luego dejó escapar una risilla. Se había alejado de sus antiguos miedos. “¿Qué sabes tú de lo que yo veo, hijo de Indra? Nunca he visto las cosas como ahora.” Habló despacio, dando peso a cada palabra. Su voz había perdido aquella vieja ansiedad y no me había recibido con frases rituales, como era su tendencia habitual. Ahora empezó a cantar un himno a Agni con voz anciana y ronca.

“Pienso en Agni como padre, como hermano, como familiar para siempre. Infinito es él entre los Devas.

Él es el huésped entre los hombres.”

Su voz intentó tonos muy agudos; luego se quebró, voz de viejo. Pero había una dulzura en ella.

“¿Tienes miedo del fuego, hijo de Indra?”

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“Una vez lo tuve”, dije, y me mordí la lengua... pero este asceta estaba más allá de la culpa.

“Intentamos quemaros en el Palacio de Deleite. Teníamos que haber sabido que uno no puede quemar al hijo de Indra.” Dejó escapar otra risilla, como hojas secas, y después asumió un semblante grave. “Vuestro tío os salvó y ello fue mi salvación también. Pronto tendré que encontrarme con tu padre.”

No había más lágrimas en él. Había viajado lejos, lejos del palacio en Hastina y de la persona que viviera allí.

“Tendré que pedirle perdón a Agni por lo que casi le hice hacer.” Asintió con la cabeza como si consultase con el dios. “Tendré que pedirle perdón para poder marcharme amigablemente con él. Pronto tendrá que hacerse conmigo y tú no estarás aquí para arrebatarme a él.”

“Tío, ¿por qué dices eso?” “Es algo entre el dios y mi alma. Agni me purificará. Me ha hecho una promesa. Me

limpiará de mis culpas. En parte está hecho ya, pero todavía queda mucho. Al final, todos somos pasto para Agni. Todos nosotros. ¿Por qué retener el sacrificio? Hijo de Indra, tú has alejado al dios Agni, lo que sólo significa que no estoy listo para que me cocine.”

Su boca se torció un poco hacia arriba y su mirada fija pasó a mis ojos. Con otros ojos me miraba. Poderes habían venido a él. Se había sometido.

“Sí, Arjuna, todos estos años he estado sentado en un trono y nunca he conocido lo que significaba la realeza. No es en palacios, sino en el bosque, donde uno la conoce.”

Miré alrededor y dije por fin: “Tío, ¿dónde está vuestra ermita?” Quedó en silencio por un rato, luego alzó las palmas de las manos y giró la cabeza

de un lado a otro. “Ésta es mi ermita.” No había nada sino el río y los árboles y este pequeño fuego

sagrado. Lo había dicho sin orgullo y ello me dio que pensar. “Encontrarás a tu madre y a tu tía allí, al otro lado.” Juntó las palmas en cortés gesto de despedida y me incliné ante él.

Dejando a mis oficiales a cargo de las tiendas y de todas las disposiciones, me uní al grupo. Poco después, con Draupadi y mis hermanos, cruzamos el pequeño río saltando de piedra en piedra.

Nuestra madre estaba sentada delante de un rústico refugio, apretando a tía Gandhari los pies. Lo primero que vi fue la cofia de nieve en su cabellera; pero por debajo de las orejas, el pelo era oscuro aún, como el de tía Gandhari, y se había vuelto crespo y enmarañado. Esta percepción llegó como un impacto físico.

Ni un solo día de sus regias vidas había pasado sin que sus doncellas les frotasen la piel con aceite de sándalo y les cuidasen el cabello y se lo tiñesen, cuando era necesario. Apenas empezaban a cerrárseme los ojos de vergüenza al verlas así, cuando oí un sollozo sofocado y alguien pasó corriendo hacia las ancianas. Sahadeva se arrojó de cuerpo entero ante nuestra madre. Con los brazos extendidos, le aferró los pies. Todos avanzamos entonces despacio para darle tiempo a ponerse a su hijo favorito en las rodillas. Kunti lo abrazó. No enderezó la espalda al levantar la cabeza. Las penurias de esta vida se la habían encorvado. Lenta ira comenzó a arder en mí pero, cuando vi la serenidad de su rostro, mi rabia se apagó enseguida. Suyo era el mirar de una deidad que se sienta solitaria en las cumbres de los montes. Fue Yudhisthira quien recordó el decoro y se dirigió primero a tía Gandhari para tocarle los pies.

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“Eres tú, Yudhisthira”, dijo ella palpándole la cabeza y los hombros. “Así que nos has encontrado.” Su voz sonaba aún con la autoridad que recordábamos. Una membranza de maldiciones se cernía en ella.

Una bandada de cuervos volitó sobre nuestras cabezas y cruzó el río con su kau... kau... kau..., como invocando la acción de sus hechizos.

“¿Está Yuyutsu aquí?”, preguntó. “Madre, está en la ciudad guardándola.” La boca de tía Gandhari se movió al oír esto, suprimiendo palabras. Tras unos

instantes éstas se abrieron camino de todos modos. “¿Lo has nombrado públicamente Regente, entonces?” “Madre, todavía no.” “Así pues, ¿cómo no lo has traído contigo? Oh, no para mí. Este cuerpo no lo trajo

al mundo. Pero ¿no podíais haber pensado en el pobre rey ciego?” No había renunciado a su tormento. En el bosque, lo había duplicado y era mi madre

quien lo soportaba. La miré de soslayo. Era como la montaña por la que se pasea y que no necesita sacudirse su carga. Era como la Tierra misma, que soporta el peso de la montaña.

Yudhisthira no respondió; tocó los pies de tía Gandhari otra vez y apretó las manos de la mujer contra su propia frente. Luego se volvió hacia nuestra madre. Sahadeva se hizo a un lado, pero con una mano nuestra madre lo mantuvo junto a sí mientras Yudhisthira realizaba su postración. Cuando se levantó, le acarició la cabeza y le pasó introvertida los dedos por el rostro, por las cejas y el mentón y luego por su nariz dominadora, como si se asombrase de haber hecho a este hombre. A Bhima lo abrazó y le acarició el afeitado labio. Después me tocó a mí; me pasó la palma de su mano por los pómulos como para despolvarme del deseo de errar. Les sonrió a mis ojos desde muy lejos. Pero era una mirada tan íntima y próxima que no recordaba otra igual. Debió de ser así, pensé, cuando me pusieron en sus brazos por primera vez y ella me contempló, exhausta tras el parto, pero tierna en su necesidad de dormir.

Ahora bien, nuestros rasgos eran hitos en un país que había dejado atrás. Señaló con el mentón a una arboleda junto al río. “Tío”, dijo. Pudimos ver una voluta de humo. Antes de que Nakula se hubiese levantado para dejar a Draupadi arrodillarse en su lugar, Yudhisthira rompió el decoro y se alejó de allí.

Caminando tan ligero como pude, lo seguí. Cuando llegué a la altura de Yudhisthira lo vi mirar fijamente hacia adelante. Miré

yo también, sin entender al principio, lo que parecía estar creciendo contra el árbol. La cosa ante nosotros tomó despacio la forma de un hombre, un hombre desnudo, flaco y cubierto de polvo. Una barba densa y una cabellera que le caía por delante, enmarañada y sucia de hojarasca, le oscurecían las facciones. El resto era esqueleto. Un siseo escapó a mis labios. Era tío Vidura. Ambos nos quedamos inmóviles, las manos juntas, en salutación. Mientras lo observábamos, la luz empezó a jugar sobre su cabeza, primero sobre su vértice, donde flotó incierta. Luego, lentamente, la luz se concentró, se intensificó, tomó su figura, resplandeciendo poderosa sobre él en tonos oro y blanco. Se movió hacia nosotros. Sentí una gran benevolencia. La emanación de tío Vidura se acumuló sobre Yudhisthira. Después, como una luz líquida que se vierte en una vasija, penetró en mi hermano mayor colmándolo miembro a miembro, pedazo a pedazo. Cuando la hubo absorbido toda, su cuerpo irradió energía. Nos quedamos transfijos, en un eterno mediodía. Un perfume como de flores de primavera nos envolvía, inundándome con toda la dulzura que nuestro tío había derramado sobre nosotros en nuestra infancia. No tenía

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necesidad ahora de cremación. Arder no es para los inmaculados. La penitencia de tío Vidura lo había purificado de ese mínimo adharma en el que todo mortal debe incurrir. Su consciencia se había agarrado a aquel hilo de cuerpo en espera de Yudhisthira. Esta partida final era el acto de un alma grande y el más humilde y más noble que yo hubiese visto jamás.

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CAPÍTULO XIX Mi madre no lloró. Nos sentamos en silencio mientras emergía la luna. Pasado un rato, llevó a tía Gandhari al río y realizaron sus abluciones por el difunto. Al ver que mi madre no había vertido una sola lágrima, pensé que nada podía tocarla ya. Quizás la muerte de Karna había abrasado la mayor parte de su dolor y lo que quedaba sus austeridades lo habían consumido. Verla transportar el agua en la cadera para tía Gandhari, mientras ésta se apoyaba con todo su peso en el hombro de nuestra madre, hizo a Sahadeva y a Bhima rabiar. Pero, aunque no me gustaba verla reducida a esto, ella, que tan cuidadosamente había sido criada en el palacio de Kuntibhoja, no mostraba insatisfacción alguna en el rostro. Era tía Gandhari la que gemía con las noticias de que el hermano de su marido no existía ya. “¿Qué hará mi señor sin su hermano y consejero? Estamos solos.” En efecto, ella nunca había dejado Hastina. Debía de haber gastado todo el punya de sus austeridades en la maldición que arrojó contra Krishna y Dwaraka porque aún hablaba de sus hijos con tormento y, cuando trajimos a sus viudas para que se postrasen ante la anciana reina, se dolió de forma apasionada con cada una de ellas. Pasamos parte de la noche en silencio bajo un cielo de auspiciosas constelaciones y por fin nos acostamos para dormir en el suelo desnudo, próximos a nuestra madre... todos menos Yudhisthira, que pasó la noche en meditación. Recordé una noche semejante en Panchala, cuando llevamos a Draupadi a nuestra madre, después de ganarla yo en el swayamvara. Los hijos nacidos de aquel matrimonio no estaban ya con nosotros. Aquellos que fueran para nosotros padres -Drupada, Virata y tío Vidura- habían dejado sus cuerpos. La vida que llevaba nuestra madre no podía durar mucho tiempo. El mundo reposaba en nosotros. No había llegado la hora todavía de unirse a ellos, pero nunca había estado yo tan cerca de quererlo. Sólo el recuerdo de Parikshita, y de Subhadra por supuesto, me llamaba de regreso a Hastina. Y siempre estaba Krishna. Él era la vida que invitaba a seguir. Mientras él estuviese en el mundo, yo sentiría el tirón hacia él. La vida de Krishna no estaba en las ermitas; él me había dado una ley de Vida y de acción. Por la mañana, después de las abluciones, Yudhisthira fue conducido por los sabios a honrar sus moradas forestales con su darshan. Incluso en el bosque un rey ungido es Rey. Así, seguido por sus sirvientes y nuestros sacerdotes y todas las damas y el séquito, aspiramos el humo de muchos altares sacrificiales donde fuegos llameaban y libaciones eran vertidas en honor de todas las deidades. Amé los altares provistos de frutos y raíces y montones de flores. Muchos de aquellos sages tenían una piel que brillaba desde dentro con una luz que todos nuestros aceites y ungüentos no podían producir. Los ciervos visitaban sus refugios sin miedo. El bosque resonaba con los gritos de los pavos reales y los trinos y los cantos de las aves. También aquí habían de entregarse los presentes del rey. Habíamos traído miles de platos de madera, de potes y cazos, de cucharas sacrificiales de cobre, de copas y vasijas de todos los tamaños, de pieles y mantas. Cada uno de los sabios del bosque se llevó tanto como necesitaba. Todo el mundo se había enterado de nuestra llegada y nosotros, que tuvimos dificultades para hallar a los que buscábamos, fuimos encontrados como si los pájaros hubiesen proclamado nuestra presencia.

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Arribó también el patriarca Vyasa. En honor suyo permitió tío Dhritarashtra que lo portasen adonde habíamos acampado, junto al refugio de nuestra tía y nuestra madre. Cuando el abuelo le comunicó gentilmente la muerte de Vidura, las lágrimas que yo creyera consumidas para siempre empezaron a manar. El patriarca, que era su padre, le acarició la cabeza. “Vidura es eterno. Por orden divina y por medio de la energía de mis austeridades fue llamado a la Tierra, una deidad entre deidades. Vidura es Dharma, como Yudhisthira. El Dharma es como fuego o como viento o agua o espacio o tierra. El Dharma satura el universo... pero puedes encender un fuego y dejar que te caliente.” Los ojos del patriarca Vyasa hallaron los míos. Su mirada decía: ¿Ves, Arjuna, como los apegos que forjamos nos atan al dolor? O así lo entendí yo. Era algo que Krishna había tratado de enseñarme en el Kurukshetra, algo que nunca llegué a entender tan bien como en aquel momento, cuando vi la calma anímica de mi tío, que con tanto esfuerzo había conquistado, destrozada de aquel modo. Nuestros amores mortales son como pegajosas trepadoras que emiten un millón de zarcillos. Las cortas por la raíz y las ves seguir creciendo todavía. Al comprender que el alma de su hermano había penetrado en Yudhisthira, tío Dhritarashtra tomó a nuestro hermano mayor en sus brazos y se aferró a él, acariciándole las mejillas, la cabeza, las manos. Una vez con nosotros el abuelo Vyasa, todo el bosque se congregó alrededor de él. Aquí él era el Rey. Se sentó sobre una piel negra de ciervo con hierba kusa encima, cubierto de finísima seda. Cada uno le trajo sus dudas y problemas. Los sabios se confesaron con él y buscaron su ayuda. ¿No había tomado todos los Vedas bajo el cuidado de su dedicación? En efecto, él radiaba con su luz y, al igual que Krishna, aseveraba: “No olvidéis que los Vedas moran ya en todos vuestros corazones.” Mientras uno tras otro los grandes sages del bosque portaban sus cuestiones al patriarca, yo me decía a mí mismo: Qué poco sabe en realidad cualquier ser terrenal. Al observar a mi madre día a día, creía que ella era ahora de las que ya no tenían preguntas que hacer, pero al final también ella acudió al patriarca y posó la cabeza a sus pies. Él sabía lo que Kunti quería decirle sin necesidad de palabras y le ahorró la confesión de sus dudas y dolor. Le tomó la mano y le dijo: “Kunti, mi niña, tres veces bendita por mí estás tú, pues tú has servido a tres hijos engendrados por mi energía. Queda en paz en lo que al nacimiento y la muerte de Karna se refiere. No hubo falta en ti. Tú tenías un destino. La energía de los dioses obra a través de la humanidad. Las grandes almas que deciden venir a la Tierra a petición de aquéllos aceptan asumir una porción del dolor humano antes de nacer. Tú eras virgen en el alma. No hubo falta en ti.” Mi madre levantó los ojos hacia él y yo vi, dentro de aquella mujer de blanca cabellera, a la muchacha que había dado a luz un hijo en secreto y lo había dejado flotar sobre las aguas del río. “Tú perteneces a la humanidad y tú eres grande”, prosiguió el abuelo Vyasa. “Porque para el grande todo es válido, para el grande no hay nada impuro. Al grande cada acción le trae mérito.” Mi madre lo miraba implorante aún. ¿Qué más podía decirle él? “Kunti, hija mía”, murmuró, “el grande lo siente todo como propio y no mira a derecha ni a izquierda para ver lo que hacen los demás, ni mide sus acciones por lo que los hombres piensan. Y tiene los Vedas dentro de sí. A través de tu propia vida, tu propia

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verdad se te revela. Tú, que tienes a Krishna por sobrino, deberías saber esto. Es esta verdad la que él ha venido a enseñarnos.” Delante de todos nosotros, estalló mi madre en violentos sollozos y las palabras que trataba de decir se le ahogaban en la garganta. Su voz surgía sincopada, como si alguien desde dentro le golpease el pecho. Por fin, sus palabras se hicieron audibles. “Cuando se hizo un hombre, me reconoció por madre suya.” De nuevo los sollozos tensaron su voz, pero no había terminado. “Yo no lo quería a mi lado. Eso lo quise sólo para que ayudase al resto de mis hijos.” Dicho esto se hundió tan totalmente que su cuerpo se retorcía hacia un lado y a otro, y se cubría con las manos el rostro. A través de los dedos, exclamó su pesar último: “Ahora no podré decírselo nunca. Nunca sabrá que lo quise más que a nadie.” Vyasa miró más allá de ella, sonriendo. Más tarde me vino la idea de que le había sonreído a Karna. El consuelo que mi madre necesitaba estaba más allá de las palabras. Quizás fue entonces cuando el patriarca decidió cómo dárselo. Pero ahora fue tía Gandhari la que se adelantó y habló por sí misma y por todas las viudas que había hecho el Kurukshetra. Mientras mi madre lloraba incapaz de contenerse, tía Gandhari se arrodilló junto a ella y le dijo al patriarca: “Sé que tienes el poder. Yo, que he hecho mal uso de mi poder oculto, sé sin embargo que puede hacerse gracias al mérito conseguido.” Su voz se hizo áspera. “¿Y quién tiene mayor mérito que tú, oh Inmaculado?” “Hija mía”, dijo él, “vosotros estáis todos en paz ya. ¿Por qué sois incapaces de verlo?” “¡En paz! Que el bien recaiga sobre ti, padre. ¿En paz?” Sus ojos debieron de mirarlo desafiantes detrás de la venda. En vano trató de ocultar la indignación de su voz. “¿Qué estás diciendo, padre? Tú acabas de decirle a tu hija Kunti que pertenecemos a la humanidad, que nada que sea humano es inapropiado. Padre, entonces mis sentimientos son mis Vedas. He practicado austeridades, pero aún me duelo por mis hijos. Y más que eso, me abrasa la idea de que fue mi hijo quien causó la guerra. Un cuchillo en mi corazón es pensar que di a luz un hijo que ha hecho viudas de todas estas mujeres. ¿Qué penitencias sirven para esto? No hay ninguna. No hay mente humana que haya medido jamás la profundidad y la anchura de mi error y sus consecuencias. La tierra está arrasada porque no pude impedir a mi hermano corromper a mi hijo mayor. Padre, tú dices que estamos en paz ya y que las almas de nuestros hijos están en paz... bien, muéstranoslo, padre. Si gracias a tu mérito puedes mostrarnos a nuestros hijos, mi alma quedará entonces verdaderamente en paz.” Otra vez, el patriarca Vyasa miró más allá de ella. Un largo rato pasó sin que respondiese. Por fin, mirando todavía más allá del río, murmuró: “Gandhari, hija mía, bendita eres tú. Esta misma noche contemplarás a tus hijos y hermanos y amigos y parientes. A algunos no los has visto nunca con tus ojos mortales. Tu rey también los verá y Kunti podrá abrazar a Karna. Draupadi volverá a ver a sus cinco hijos, a su padre y a sus hermanos. Tú, Arjuna”, y sus ojos me buscaron envueltos en una sonrisa, “tú abrazarás a aquel que está siempre en tus pensamientos. Él surgirá como de un sueño y tú irás directo hacia él. Y te recibirá el abrazo de Dronacharya. A Yudhisthira lo abrazarán Karna y Dronacharya. Dhritarashtra verá a sus hijos y hermanos. Veréis el alma radiante de Sakuni abrazada por todos. El gran Bhishma retornará con todos los Vasus. Madri se alzará también y verá a sus hijos una vez más.” “¿Qué de mi señor?”, surgió del semicírculo la voz angustiada de una mujer. “Verás a Bhurisravas. Verás a tu señor.”

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“¿Y el mío, oh Inmaculado?” “El valiente Bhagadatta te tomará en sus brazos esta noche.” Hubo sonido de sollozos. “¿Y mi padre?”, preguntó la voz infantil de una muchacha. “Tu padre te bendecirá.” “¿Y mi hermano?” “¿Y mi padre?” “¿Y mi señor?” El patriarca Vyasa alzó las manos en bendición para todos nosotros. “Os lo prometo. Se alzarán como de un sueño. Todos estarán allí, todos, todos, ni uno solo faltará.” Pasamos aquella mañana como niños escindidos entre la esperanza y la duda. ¿Cómo podíamos abrazar a los muertos? El abuelo Vyasa me había prometido que Abhimanyu se arrojaría a mis brazos. Me habían dicho que el cráneo le había quedado destrozado... Podía imaginarme a sombras alzarse, pero no a nuestros hijos en carne y sangre. Contemplé el sol al mediodía con esperanza, pero a medida que marchaba hacia el oeste mi expectación vaciló. ¿Cómo podía ser semejante cosa? ¿Cómo podía ser? Muchas veces había abrazado yo a Abhimanyu en sueños, pero ¿era el mérito que Vyasa había conseguido con sus austeridades tan grande como para que el alma tomase carne? Había detenido el deslizamiento de tierras, sí, pero una vez que el lazo de Yama había cazado un alma aquél no la devolvía jamás. Muchas de nuestras damas pasaron el día en silencio y plegaria; las que hablaban lo hacían sólo de reunión. Mucho antes de la hora habitual, nos bañamos para las oraciones de la tarde. Oí voces, apagadas por el sobrecogimiento o la ansiedad. “Este día pasa como un año.” “Como un siglo, dirás.” “El corazón me late más rápido a cada instante.” Me senté aparte y acaricié con las manos las piedras todavía calientes, mientras recordaba momentos con Abhimanyu. Vi el pie de Krishna alzado sobre el cuerpo diminuto de Parikshita que la maldición de Ashwatthama había asesinado. Recordé a Abhimanyu en Indraprastha un radiante día de invierno, cuando le regalé su primer arco y, en el Kurukshetra, su bandera tragada por el enemigo cuando galopaba contra sus akshauhinis... retazos de memoria que estiraban el tiempo hasta hacerlo eterno e invadían esta extraña e hinchada hora. Lo vi, aquel pequeño mozalbete, tocándome los pies la última vez que fui a las dependencias de los niños, tras la partida de dados. Esta espera era algo entre los momentos que preceden a la batalla y a la cita con la mujer que amas, pero un centenar de veces más grande, y en ninguno de aquéllos se percibía la esencia de este sentimiento. Penetraríamos en otro mundo, un mundo que sólo se encuentra cuando uno mismo emprende el viaje desconocido. Era como oír los pasos silenciosos de Yama. Las mujeres lo percibían. Algunas sentían peligro cernirse sobre ellas, pero ninguna se marchaba. Tras las abluciones siguió el ritual del atardecer. El sol se demoraba en el cielo como si quisiera montar guardia toda la noche. Pequeñas luces eran mecidas y plegarias cantadas, pero aún Surya pendía fiero, custodiando los horizontes. Por fin se sumergió en fuego como aquel decimocuarto día de batalla. El patriarca Vyasa nos ordenó situarnos a lo largo de la orilla del río. Pero había tiempo, dijo, antes de que cayera la noche. Yo creo que fue su inmensa shakti la que hizo

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que la hora siguiente se extendiese hasta la eternidad. Nos dio tiempo para mirar dentro de nosotros mismos. Mientras el cielo drenaba el día, las aves se reunieron y su trinar y chirriar se elevó a un tono que no había escuchado jamás. Me pregunté si podían ver las presencias espectrales que yo empezaba a sentir. Sabios de ermitas distantes, con la ropa aún mojada de su baño en el río, llegaron en silencio. El cielo se volvió una intensidad de rojos y púrpuras y, de pronto, la estridencia del gorjeo y cantar de los pájaros se elevó al frenesí. Un instante más y hubo silencio. Una rana, entonces, una simple rana entonó el clamor de su croar... croar... croar... Momentos después otras ranas se le unieron y el ruido se hizo atronador. Luego, todas callaron de golpe, como obedeciendo una orden del patriarca Vyasa. Fue quizás la primera vez desde que dejáramos Hastina que nadie en toda la asamblea habló. Toda nuestra energía estaba concentrada en la expectación. Mi mente empezó a recitar plegarias que eran al mismo tiempo miedo y esperanza. ¿Dónde estaba el abuelo Vyasa? Me sentí como un niño que busca la mano de su padre mientras cruza el umbral de las tinieblas. El único sonido era el del fluir del agua. El cielo se tornó de un rojo vaporoso y poco a poco se oscureció para dejar aparecer las primeras estrellas. Los árboles se atenebraron, las estrellas albearon. Forzando la vista escudriñé el aire sobre mí, de donde podía descender la forma de Abhimanyu. Un pequeño chapoteo y mi mirada voló al lugar por donde una figura había penetrado en el agua. Era el patriarca Vyasa. Posó las palmas de sus manos sobre la superficie. Los grillos empezaron a corear otra vez como soltados uno por uno; las ranas se les unieron. Instantes después, se dejó oír un abejoneo. La tierra empezó a suspirar y desde sus honduras brotó un gruñido, como si le hubiesen arrancado algo. Sin volver la cabeza, miré a derecha e izquierda. Todo estaba quieto. Al otro lado del río no había más que sólida tiniebla. Sentí reverberaciones. ¿Venían de mí o de la tierra en la que estada sentado? Si de mí, provenían de muy adentro; si de la tierra, de su núcleo más profundo. Posé mi palma en el suelo para calmarlo. El tiempo, que se había refrenado todo el día, nos lanzó ahora, más allá de la medianoche, a una negra eternidad y luego se invirtió. El flujo del río cambió de dirección. La amenaza de los dioses pendía en el aire. No pude seguir rezando. La figura en el agua suplicaba por nosotros: aun en medio del caos, sentí la fuerza de su compasión. Luchaba por nosotros con fuerzas afianzadas desde el principio de los tiempos. Alzó las manos juntas e inclinó la cabeza. Los ecos de sus mantras silenciosos podían sentirse a lo largo de todo el río. Hubo una tensión como cuando dos mazas se traban en la batalla. Luego algo cedió y se retiró. Y ahora llegó un murmullo, extraño en el aire, débil al principio, familiar después, reconocible al fin como el de las ruedas de los carros. Ruedas de carros y caballería, pero amortiguadas como si llantas y cascos estuviesen forrados de ropa, y luego la tierra quedó envuelta en bandas de sonido del crujir de los carros y, uno tras otro, del clamor de las caracolas y los gritos de guerra. Cuando el primer estandarte se elevó sobre las aguas, sonaron suspiros y gritos ahogados en toda nuestra orilla. Después no pudo oírse nada contra el tumulto de un millar de ruedas de carros retumbando contra las piedras del lecho del río. El primer carro, tirado por caballos de plata, corrió sobre el agua y fue seguido por otro y por otro. Kurukshetra estaba ante nosotros y yo sentí que me ponía en pie y que el movimiento me llevaba a aquel que me buscaba, al que debía buscar yo. Mi corazón empezó a cantar. Me hallé ante una forma oscura y bruñida. Los ojos le brillaban con la luz de uno que reza, introvertido. Alguien nos observaba mientras estábamos allí, frente a frente. El que nos miraba era

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Dronacharya. El que tenía delante era Ekalavya. Éste unió sus palmas en gesto de salutación y vi que tenía las manos enteras. Caímos uno en los brazos del otro entonces y en el largo abrazo que siguió supe que yo nunca había cometido injusticia con él y que estaba limpio de pecado. Su destino no era ser el mejor arquero porque era algo más grande aun... el verdadero discípulo. Nos separamos y caí a los pies de Dronacharya, que me alzó a su corazón antes de que cayese otra vez a los pies de Ekalavya. Cuando miré alrededor, el río se había transformado en una corriente de luz. Luz suave, poderosa pero no deslumbrante. Familias enteras se reunieron bajo aquellos árboles como llamas que orillaban el río. Draupadi estaba con su gemelo. Ofrecían la misma imagen que cuando los vi por primera vez en su swayamvara y él anunció la prueba que deberían afrontar los pretendientes. Pero ahora estaban sobre un altar en que las llamas jugaban, llamas que no los quemaban porque los gemelos habían nacido del altar, de la aspiración de su padre. Éste se hallaba tras ellos y los hermanos se volvieron y se arrodillaron ante él, que los levantó para abrazarlos. Los hijos de Draupadi -uno de ellos, mío- esperaban para postrarse a sus pies. Eran todos ellos formas de luz y, cuando Shrutakirti vino hacia mí, me pareció más real que el hijo que había conocido. Era su Sí mismo, su mismidad, el alma en él.

¿Cómo puedo hablar de lo que éramos, de lo que realmente somos? Éramos todos almas radiantes. Cuando intento recordarlos, sólo puedo hacerlo con una mente que los deforma y un corazón que los añora. No puedo conjurar palabras que los recreen. ¿Cómo podría? Yo no soy más que un guerrero. Aún miraba a Shrutakirti cuando sentí que el corazón se me expandía con una dicha que sólo llega a conocerse en otros mundos; en alguna parte, una puerta se había abierto de par en par. Aguardé. Karna se aproximó, fulgurando con la luz que era su generosidad, su lealtad, la luz que proviene de esa gran fuente que nos alimenta a todos, el Sol, Sri Surya. Nos contemplamos uno a otro hasta que sentí que me fundía totalmente con él. No era consciente de nada más que de esta bienaventuranza de inmortal unión. Por fin, me tomó por los hombros con sus fuertes manos y me giró hasta que me tuvo cara a cara con Abhimanyu. A mi hijo lo vestía el resplandor y portaba una guirnalda fúlgida alrededor del cuello. ¡Mi hijo! El hijo de Subhadra. El patriarca Vyasa nos había llevado adonde todos éramos hijos y hermanos, padres e hijos. Todos éramos parte unos de otros y fragmentos todos del Creador. Somos de ese otro mundo, pero no lo sabemos. Privados de conocimiento, un frío viento de ignorancia nos ata al modo de ver de la mente. Y la mente no ve la verdad. Ni siquiera los rishis pueden cantar la gloria de ese mundo. Aunque se vean impelidos a cantar, sus himnos no son siquiera voces de cuervo al lado de las más dulces notas de la flauta y la vina. Los mismos rishis lo dicen así en lo que se convirtió en uno de mis cánticos favoritos, Yata Vacho Nivartante... Donde las palabras retornan a la mente sin ser tocadas por ESO. Los que habían dejado sus cuerpos estaban en la otra orilla. Nos encontramos en el medio, en gran concurso... Pero, cuando digo ‘en medio’ o ‘la otra orilla’, esto son sólo palabras. Había un solo sitio. Todositio. Todo el mundo estaba en todas partes. Bhurisravas y Bhagadatta, Jayadratha y Sakuni, los diez hijos de Satyaki y Duryodhana y sus hermanos. Nadie faltaba. El aire estaba colmado de silencio, de música, de perfume, de un movimiento que era quietud. Tuve un atisbo del cielo de los guerreros. Tiempo después, era como un vaso vaciado del licor del Soma pero que conserva su fragancia y lo ansía para siempre jamás. Sabía, sin embargo, que el dominio al que el patriarca Vyasa nos había conducido no era el cielo más alto. Krishna me había llevado más

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lejos... tan lejos como mi forma mortal había podido soportarlo sin romperse a pedazos. He conocido kshatriyas que creían que el cielo de los guerreros era un lugar donde ganabas batallas y te cubrían de guirnaldas cada día. Quizás alguien fuese a parar a un lugar semejante, pero me gustaba pensar que para la mayoría el cielo guardaba sorpresas que era imposible soñar. ¿Cuánto tiempo pasamos con nuestros seres amados? ¿Cuánto dura la eternidad? En cuanto el patriarca Vyasa despidió el concurso, éste se hundió en el agua en un instante y desapareció, dejándonos a la orilla del río mientras intentábamos adaptar los ojos al primer destello del alba y al chirriar de las aves nuestros oídos. Ambos nos resultaban ásperos. No dejamos el bosque durante unos días. Las damas, nuestras damas viudas, habían descubierto que el amor que rendían a sus señores estaba tintado por algo mucho más sagrado de lo que soñaran nunca. Porque toda la revelación de Vyasa se centraba en el misterio de la vida y en el poder salutífero del amor. Luto y lamento se habían convertido entre nosotros en un dulce añorar. Apenas hablábamos. Nuestra conversación discurría con lo ahora invisible pero siempre presente. Poco a poco, la presión se desvaneció. La orilla del río, en la que pasábamos horas contemplando el agua y recordando, perdió gradualmente sus ecos y los murmurios se hicieron suspiro y se debilitaron, se hicieron suspiro y murieron. Sólo las palabras del abuelo Vyasa permanecieron. “¿No lo habéis entendido, queridísimos míos, inmaculados míos, mis almas gentiles? El que, llegada la hora de la separación, se entrega al dolor es vano e insensato. El que es incapaz de ver que no hay separación no debería tratar de formar unión nunca, porque ello significa sufrimiento. En verdad la separación no existe. Eso es lo que se os ha mostrado.” Palabras como éstas pueden hacerte reverberar el alma, pueden arrojar una piedra en la alberca de tu ser, pero con el tiempo las ondas desfallecen. Llega un clímax, un momento en que la vida se hace escuchar. Aunque por un tiempo creí que no querría nunca abandonar el bosque que me había mostrado a Ekalavya y Abhimanyu, a mi Gurudeva y al Gran Patriarca Bhishma, algo tiró de mí hacia Parikshita y Subhadra. El karma de la vida de mi madre se había agotado y su gran dolor, quedado en reposo. Karna la había dejado tomarlo en sus brazos y la había llamado ‘madre’. Ella había comprendido por fin que no tenía nada su primogénito que perdonarle. También tía Gandhari callaba. Sus hermanos y sus hijos estaban íntegros en ella otra vez y no eran ya cuerpos destrozados cuya sangre Bhima bebiera. Había visto a todos sus hijos abrazar a Bhima y, cuando éste se acercó a ella, tía Gandhari lo abrazó también. Y lo mismo había hecho tío Dhritarashtra con los ojos rebosantes de lágrimas, ojos que veían a sus hijos por primera vez. Otra extraña cosa aconteció: Sanjaya, que había visto toda la guerra con su ojo interior, perdió ahora su don especial de visión oculta. Yudhisthira no quería dejar a nuestra madre, tampoco Sahadeva. Así fue que el patriarca Vyasa se lanzó a uno de aquellos deliciosos relatos suyos, que serpeaban de fábula en fábula hasta llegar al punto que él quería transmitir. Se dirigió a tío Dhritarashtra y comentó: “Aunque tú no luchaste en el campo de batalla, has visto los cielos santificados por las armas. Eres uno de los pocos. Esos planos rara vez se muestran a los hombres mientras éstos ocupan todavía sus cuerpos terrestres, o dejarían de cumplir su deber en el mundo. Tu deber está cumplido, pero no el de Yudhisthira. Yudhisthira te ha pedido que le dejes quedarse aquí, sirviendo a los pies de su madre.”

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Tío Dhritarashtra dejó pasar unos instantes sin responder. Luego inclinó la cabeza. “Yudhisthira dice que, ahora que mi hermano menor ya no está y que Sanjaya ha perdido su visión oculta, le resultaría demasiado difícil a su madre ocuparse de Gandhari y de mí.” Amor y añoranza portaba su voz. Pero repuso Vyasa: “Has de ordenarle que se vaya, hijo mío. Será duro para Kunti, es verdad, pero ella ha tomado su decisión y no quiere que su hijo desatienda su deber. Tú que te has sentado en un trono sabes que la soberanía ha de ser siempre guardada y mantenida. Sin su gobernante, oh hijo de la raza Kuru, el reino que fue tuyo engendrará envidiosos y enemigos. A ti te corresponde llamar a Yudhisthira y enviarlo de regreso. Dile que su deber es volver al reino y gobernar.” Fui yo el enviado a llamarlo. Yudhisthira estaba sentado en círculo con un grupo de sabios del bosque. Desde la distancia, resultaba indistinguible ya del resto. Había en él la misma quietud y serenidad. Se había adaptado a sus maneras, vestía y comía como ellos, e incesantemente se pasaba las cuentas de mala entre los dedos. Sus labios se movían en un mantra, mientras escuchaba un discurso sobre la virtud de la renunciación. Vino conmigo tan presto como un chiquillo obediente, pero escuchó a nuestro tío en silencio tenaz. “El dolor ya no me afecta, Yudhisthira. Gracias a ti y a la bondad de nuestro noble padre, vivo aquí más dichosamente que nunca en Hastina”, dijo tío Dhritarashtra. “Pero hay una cosa que podría empañar mi paz: sentir que una vez más estoy faltando a mi deber a causa de un amor excesivo.” Esto era algo que Yudhisthira entendía. “Hemos recibido de ti, Yudhisthira, todo lo que unos padres amorosos pueden soñar de un hijo. Tu nombre, oh intachable, sobrevivirá las eras como leyenda de filial devoción; pero, si te quedas con nosotros ahora, antes de que tu propio tiempo haya llegado, te convertirás en un obstáculo a nuestros deseos y despertarás nuestros remordimientos. Además, en ti recae ahora la responsabilidad de nuestras exequias. Los logros de nuestra raza y de nuestros ancestros reposan sobre tus hombros. Es una carga, conocemos tu corazón; pero no te demores aquí, Señor de la Raza Bhárata. No necesito recordarte otra vez los deberes de un rey porque tú los has conocido siempre mejor que cualquier hombre.” Sin alzar la vista, Yudhisthira protestó: “Deja que se vayan mis hermanos y ordéname quedarme. Tengo dos madres y las serviré a ellas y a ti.” Yudhisthira, tras degustar los gozos y visiones, los frutos de la vida contemplativa que había soñado siempre, por primera vez en su vida pedía por sí mismo. “Quiero servir a mi madre”, repitió. Nosotros, los cinco Pandavas, estábamos sentados alrededor de nuestros tíos y nuestra madre, escuchando. Ahora, Sahadeva estalló: “Yudhisthira, te suplico que permitas que me quede yo. Yo no soy necesario en Hastina, pero tú sí.” Había tal pasión en su voz que Nakula vino y se sentó a junto a él en silenciosa solidaridad. Nakula no se iría sin su mellizo. Observé a Bhima. Aquí estábamos, habiendo ganado un imperio, deseosos sólo de la vida del bosque. Ni siquiera Bhima protestaba. Miraba el suelo, fruncido el ceño. Yudhisthira y Sahadeva contemplaban a nuestra madre, colmados sus rostros de dolor, esperando que algún decreto del cielo los librase de sus deberes reales. Al pasar la vista de ellos a mi madre, comprendí que de todos nosotros ella era la única libre, con su densa cabellera blanca sin arreglar y su arrugado rostro en calma. Quizás leyó ella mis pensamientos porque levantó la mano para apartarse el pelo enmarañado de la cara. Lo que vi me hirió el corazón. Tenía hinchados y arañados la quijada y el pómulo. Debía de haberse caído. No había nadie más que pudiese llevar nuestros tíos a bañarse, porque el viejo Sanjaya no podía asumir ya estas tareas. Eran tan

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frágiles, ellos tres. ¿Cómo podíamos abandonarla a su decisión... pues de su decisión se trataba? ¿Cómo osar contradecirla en ella? Las palabras de Krishna retornaron: Arjuna no ha matado su humana compasión. Ninguno de nosotros lo había hecho. Tras nuestro almuerzo de raíces y frutos del bosque decidimos acudir todos juntos a mi madre otra vez antes de su descanso del mediodía. Nos sentamos bajo un árbol junto al río. Yudhisthira era nuestro portavoz. De nuevo manifestó su súplica. Si no podía romper su voto de servir a sus mayores, había de quedarse con dos de nosotros. “Hijos míos”, repuso justo con esa voz, firme y tierna, que usara cuando regresamos con Draupadi de su swayamvara, “os amo a todos vosotros. Aunque Sahadeva es el más joven y mi cariño, tengo otras razones para el amor que siento por cada uno de vosotros. A través del primer hijo, una aprende de los gozos y peligros de la vida de una madre. Una aprende también que los niños son mucho más fuertes de lo que parecen. Así que con el segundo hijo y los que vienen después una sabe no tener miedo y puede disfrutarlos con menos ansiedad, a pesar de cada caída y de cada fiebre. Tras mi tercer hijo, Arjuna, pensé que era la última vez que tendría un hijo. Así fue en realidad, y lo saboreé como uno lo hace en las últimas ocasiones. Si bien sabía que Bhima sería siempre un niño, lo que constituye el deseo secreto de toda madre que no quiere perder a sus hijos, Arjuna no fue nunca realmente un niño... o, más bien, fue el niño de todo el mundo por su candor y nobleza. Pensar que era yo quien lo había traído al mundo me llenaba de un orgullo y una dicha incesantes.” Pausó y me dirigió una sonrisa, recordando. “La vida está repleta de enigmas. Cuando crees que nunca podrás amar de ningún otro modo, porque yo pensé que nunca se me darían más hijos, llegó Nakula con Sahadeva. De todos vosotros, Nakula fue siempre el que encontró la forma de hacerme las cosas fáciles. Ahora os hablo a todos del modo que le he hablado siempre a Nakula.”

Se había obligado a sí misma a asumir de nuevo el papel de madre y a dirigirse a nosotros como tal.

“Pero ahora he de hablaros de Karna. Toda mi vida, las madres me envidiaron por tener cinco hijos como vosotros. Tenía los mejores hijos del mundo. Nunca lo dudé. Ahora bien, la madre nacida en mí cuando era todavía una muchacha no podía calmar el hambre por el hijo que abandonara. Hice voto de que, si algún día llegaba a llamarme madre, sacrificaría en gratitud mi vida ayunando. Es el Señor quien nos alimenta. Ésta es la última cosa que podemos ofrendarle. Mi hambre es mi ofrenda.”

Así que ayunaría hasta la muerte. No podíamos decir nada: era su voto y no admitía injerencia. Le suplicamos que nos permitiese quedarnos con ella para realizar los últimos ritos. ¿Qué madre puede rechazar la presencia del hijo que le encienda la pira? Pero ella sacudió la cabeza.

“No haríais más que crearme sufrimiento y un sacrificio ha de ser gozoso y exento de dolor. ¿Qué hijo puede soportar ver a su madre consumirse sin urgirla a comer, aunque lo haga sólo en silencio? Es lo mismo que esperar que una madre no le insista a su hijo en que coma cuando se le quedan sin carne los huesos. No me arrastréis a eso de nuevo. Mi alimento viene ahora de otros mundos. Eso es lo que me sostiene. Dejarme seguir así es la única manera que tenéis ahora de nutrirme o sostenerme.”

Sahadeva había dejado de llorar y Bhima, casi del todo. No había nada que pudiésemos decir. Ella había ido mucho más allá de lo que ordenaban los shastras y no tenía necesidad de ritos. Era la tía de Krishna. Era ella quien había dicho ‘luchad’ y quien había comprendido, mucho antes que nosotros, por qué teníamos que hacerlo así. Ella era quien había entendido la atrocidad de la partida de dados tanto como Draupadi, aunque

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sería sacrilegio ahora traer aquel episodio a la memoria. Kunti volvía a ser lo que había sido siempre para nosotros: lo que nos mantenía juntos. Sentimos tensarse el lazo que había tejido en torno a nosotros mientras ella misma se retiraba. Ella era el lazo mismo.

“Seguid siempre con Draupadi”, dijo. “Siempre todos juntos.” Ésta fue su última conminación. Después no volvió a hablar. Draupadi, mi madre,

Subhadra... tuve atisbos de cómo me habían modelado. Los kshatriyas olvidan a veces que no los forja sólo su maestro de armas

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CAPÍTULO XX Ocasionalmente, recibimos noticias de nuestros familiares por medio de peregrinos que pausaban en Hastina. Oímos que tío Dhritarashtra se había puesto piedras en la boca para poder mantener su voto de silencio. Se había lanzado a practicar las austeridades de los cinco fuegos en un calvijar, con una hoguera prendida en cada punto cardinal mientras el sol le ardía en la cabeza desnuda, que siempre había portado la diadema protegida por la sombra del blanco parasol real. Tenía los ojos inyectados en sangre y lacrimosos del calor y del humo. Nuestras madres estaban consumidas más allá de toda posibilidad de reconocerlas. Tía Gandhari ya no llevaba la venda en los ojos; no necesitaba aquel retazo de seda ahora que sus ojos, después de vivir tanto tiempo en la oscuridad, se negaban a ver incluso sin él.

Mientras, habíamos recaído de nuevo en la rutina de palacio, una vida de sedajes, perfumes y decoro... y cámara del consejo. El modo en que pensábamos en ellos ahora no era muy diferente de la forma en que lo hacíamos de tío Vidura. Sin embargo, cuando meses más tarde Sanjaya nos trajo la noticia de que habían perecido en una conflagración del bosque, los lloramos como si hubiesen partido de palacio sólo ayer.

Mucho preocupaba a la gente, en especial a las viudas de sus hijos, que el fuego que los había abrasado no hubiese sido santificado. Algunos de los brahmines dijeron que, en aquellas circunstancias, les resultaría difícil llevar a cabo en Hastina los ritos en su integridad. Yudhisthira, cuyo respeto por los brahmines era el tema de incontables cantares bárdicos, les contradijo aseverando que cualquier fuego que los hubiese tocado habría quedado por ese mismo contacto santificado. Los sacerdotes parecieron recelosos al oírlo, pues cualquier fuego que toca un cadáver se vuelve impuro y debe ser apagado. Por Sanjaya nos enteramos de que tío Dhritarashtra había estado vagando por el bosque mientras él mismo y las dos reinas lo seguían. El último día, al alejarse de la orilla del río tras sus abluciones matutinas, se levantó un fuerte viento y llegó un murmullo y un recrujir de ramas como el sonido de algo que mascase huesos. “Los elefantes fueron los primeros en berrear y trompetear su agonía. Pasaron atronadores, intentando llegar al río, pero el fuego les cortaba el paso. Vimos a dos leones saltar sobre el muro de llamas para alcanzar el Bhagirathi. Toda una manada de antílopes consiguió saltarlo y se salvó. Pero las criaturas reptantes, las serpientes, también los jabalíes salvajes y las liebres podían huir sólo en dirección opuesta. Traté de arrastrar a mi señor y a mi reina a la salvación, pero estaban débiles y caminaban lentos por la falta de alimentos. Mi señora reina sólo era capaz de arrastrar poco a poco los pies, con pasos diminutos. Ya sabéis, sus pequeños pies, acostumbrados tantos años a los suelos pulidos, nunca habían llegado a endurecerse en el bosque. Todos ellos tenían los pies arañados y sucios de polvo, pero eran pies regios hasta el fin. Intenté salvarlos a todos. Era la primera vez que los desobedecía. Traté de levantarlos uno por uno, pero se resistieron con cuerpos de pronto pesados. Tenían decidido que la conflagración había sido enviada para ellos. El rey sujetaba aún el cucharón ritual con su fuego. ‘¿No te das cuenta de que esto es la Gracia de Agni?’, me dijo vuestra regia madre. ‘Ha venido a aceptarnos. Nosotros somos la ofrenda, Sanjaya.’ Aquel rey intachable me despidió con un gesto. Había tal majestad en él... Más que en cualquier otra ocasión de su vida, fue monarca esta última. ¿Cómo podía yo, yo que había

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sido sus ojos incluso en la gran batalla, yo, con quien había llorado a Duryodhana cuando murió, yo que lo había compartido todo con él, incluso en el bosque... cómo podía yo dejarlo ahora? ¿Cómo podía no acompañarlo en el viaje desconocido? ¿Cómo había de partir él sin su auriga? Imploré a las damas reales. ‘El carro de Indra vendrá a buscarlo’, dijo la reina Gandhari. Vuestra regia madre añadió: ‘¿Quién le dirá a nuestros hijos que marchamos contentos y que Agni nos purificó para el viaje? Recuérdales que el agua, el fuego, el viento y el ayuno confieren el mérito más grande como medios de la muerte. Que no haya duelo.’ Aún me negué a partir. Entonces, una vez más el rey me hizo el gesto que decía ‘¡ve!’ y vuestra reina madre dijo: ‘Sanjaya, has de irte porque, si te quedas, ¿cómo concentraremos nuestras mentes?’ Aquel gesto y estas palabras pusieron orden en el caos que era mi alma. El rey se sentó mirando al oriente. Las reinas tras él. Eran como postes de madera. Les dediqué una pradakshina y los honré con una completa postración. Después, apelando a todas mis energías, forcé mis débiles miembros a salvar este cuerpo en aras de la encomendada misión. Alcancé el río Bhagirathi donde unos ascetas me asistieron y me pusieron hierbas en las quemaduras. Fue allí donde decidí que, cuando mi tarea en Hastina terminase, partiría hacia la Morada de las Nieves. Si el viento, el fuego y el agua son medios meritorios de dejar el cuerpo, el fuego del hielo habrá de servir también” Habíamos abrigado la esperanza de que se quedase con nosotros, noble recuerdo de una era que había pasado; pero no hubo modo de convencerlo. En algún lugar del Himalaya se sentaría mirando al oriente y retornaría a sus señores. Yudhisthira dijo, reflexivo: “¿Quién puede prever el final de un hombre antes de que tenga lugar? Cuando éramos muchachos recién llegados del bosque, vimos a tío Dhritarashtra como un dios, abanicado por flabelos de pluma de pavo real que movían deliciosas muchachas y oímos los cantos de los sutas despertarlo cada día. Pensar que ahora sus huesos los abanican las alas de los buitres...” Tras una pausa, añadió: “¿Por qué pedí aquellas cinco ciudades? ¿Por qué combatimos?” Miró alrededor, meditativo. “¿De qué trataba todo esto? ¿Por qué no seguimos tras sus pasos?” Los sonidos de las lamentaciones empezaron a llegarnos desde el departamento de las mujeres.

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CAPÍTULO XXI Aún había muchas cosas por las que sentir gratitud y la principal de ellas era Parikshita. Éste crecía en rectitud y fuerza, fiel a su promesa. El abuelo Vyasa, que pasaba ahora a menudo por Hastina, observó un día que mi nieto tenía el don de curar. Al oír sus palabras, vi a Kalidasa y recordé cómo acostumbraba Parikshita a aliviarlo y de qué forma la fiebre del caballo remitió en cuanto lo tocó la mano del niño. Parikshita aprendía de todos. Yuyutsu y Kripacharya eran sus amigos, y yo podía ver en él la promesa de un arquero no menor que su padre. Pero el muchacho aprendía sobre todo de Shuka. Cuando Shuka no estaba, soñaba con él. Cuando Shuka estaba, pasaba los días vagando por los campos o trepando a los montes y hablándoles a las águilas y a los osos o jugando en las nubes y curando a los animales heridos. Una vez les vi llamar a una bandada de grullas migradoras que volaban hacia la Morada de las Nieves y éstas se dejaron caer del cielo para posarse alrededor de ellos. Era como ver un astra desviada de su destino. Parikshita me observaba con ojos divertidos que me decían que ellos no tenían mantras, simplemente mandaban mensajes de amor. Si el amor podía hacer esto, pensé yo, librémonos entonces de todos los astras. Contemplé los ojos de Shuka. Aquello que cautivaba aves podía cautivar corazones humanos. El mío se conmovió. Ni siquiera el gran desapego de Vyasa había resistido esta emanación de un dios anónimo. Shuka era el más querido de su corazón. Una día que Shuka estaba lejos, me dijo Parikshita: “Shuka no se ha ido. Está conmigo todo el tiempo. Estaremos juntos siempre. Así me lo ha prometido.” “El príncipe tiene razón”, dijo el abuelo Vyasa. “Algunas veces Shuka se irá a la Morada de las Nieves por muchos meses.” “¿No sientes tú nunca su ausencia, abuelo?”, le pregunté. El patriarca me dirigió aquella sonrisa suya que me hacía sentirme como un niño pequeño otra vez. “A veces sí. Y entonces lo llamo tal como lo llamé en una ocasión. Escucha: Shuka, Shuka, Shuka...” Las ardillas bajaron precipitadas de los árboles y se sentaron alrededor de Vyasa y los ciervos llegaron a saltos de las corrientes, aún húmedos los hocicos. Las nubes pausaron en lo alto como atrapadas en el cabello de Shuka. Fue entonces cuando lo vi y supe que tenían razón. Shuka estaba en todas las cosas, en todas partes. En los sacrificios, en los debates, había oído yo discutir a los sacerdotes sobre el Brahman indiferenciado. Nunca habían tenido mucho sentido para mí, aquellas controversias. Las palabras nunca atraparían el milagro que era Shuka.

Sin embargo, con Shuka en la caverna de las cumbres y Krishna al otro lado del desierto, me colmaba un presentimiento que no había tenido nunca.

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SEGUNDA PARTE

DWARAKA

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CAPÍTULO XXII Vientos soplaron del desierto, fuertes y secos, portadores de polvo. Apenas habían rociado los sirvientes de agua perfumada los abanicos de hierbas, se habían secado éstos otra vez. El aire era caliente. El polvo se nos pegaba a la garganta. La inquietud nos saturaba. Al amanecer, al mismo disco del sol lo velaba el polvo. Más tarde en el día, tanto el sol como la luna mostraban sorna: borrosos los bordes, negro y rojo ceniciento el color. El horizonte había sido devorado por la niebla y, cuando los pájaros volaron en círculos, con grita estridente, de derecha a izquierda, nuestros corazones no pudieron seguir ignorando los presagios. Empecé a soñar con Krishna, que siempre sonreía. Una y otra vez me decía: “Arjuna, nunca olvides que estamos juntos. Nara y Narayana. Nada puede separarnos.” Despertaba por la mañana con el corazón rebosante de dulzura. Una vez soñé con Samba disfrazado de mujer embarazada. Cuando le pregunté a Subhadra qué podía significar aquello, se puso una mano en la boca y posó otra en mi corazón. Antes de que pudiese disimular su desmayo, recordé la historia. Samba había hecho recaer sobre sí mismo una maldición del sabio Vishwamitra cuando, fingiendo ser una mujer embarazada, pidió al rishi que profetizase el sexo de la criatura. Se contaba que Vishwamitra había invocado una temible barra de hierro que con el tiempo destruiría a los Vrishnis y a los Andhakas. El Señor de Dwaraka, Ugrasena, había ordenado que se redujese a polvo y fuese arrojada al mar. “Amado mío”, me dijo Subhadra, “no sabemos si ha llegado el tiempo. Krishna aseguró que te llamaría cuando tuviese necesidad de ti. Incluso si ha llegado el tiempo, sólo hay una cosa que tener en mente: sumisión. Inmaculado, el destino de mi hermano está más allá de nuestro entendimiento. Fue salvado al nacer de la maldad de Kamsa; nadie puede alterar lo que le haya de ocurrir. ¿No dices que viene a ti sonriendo cada noche?” Pero, cuando le conté a Satyaki mi sueño, partió hacia Dwaraka al día siguiente. Tía Gandhari había maldecido a Krishna también, tras el Kurukshetra, por no haber evitado la masacre. Él y sus parientes, dijo la reina, se matarían uno a otro en una reyerta alcohólica. Oímos que, por orden de Krishna, se había prohibido a todo el mundo hacer vinos. Cualquiera hallado con alcohol sería ejecutado a la primera ofensa. Esto me dio cierta confianza. Enviamos mensajeros a través del desierto y llegó noticia de que todo estaba en paz y en orden, y que las tabernas estaban cerradas aún. Incluso Balarama había dejado los licores. Hubo mensajes de amor para Subhadra y para mí, y a Parikshita se le recordó tiernamente que un día sería rey y que debía comportarse siempre como tal. No hubo nuevos portentos y nuestros recelos se desvanecieron. No puedes vivir siempre con miedo de lo que ocurrirá y los mensajes de Krishna no portaban ni un indicio de perturbación. Lunas más tarde, noticias oficiosas cruzaron el desierto para hacer correr su historia en nuestras propias tabernas, que no estaban cerradas. No puede uno fiarse siempre de tales historias, pero por este conducto nos enteramos en su tiempo de los propósitos asesinos de Kanika hacia nosotros. ¿Qué eran aquellas historias? ¿La exageración de una familia asustada que había perdido a un pariente? Pensé en la ciudad deliciosa que Krishna construyera a la orilla del mar, los árboles en flor, los altos aleros de las casas llenos siempre de aves canoras, los palacios fulgurantes de sus reinas, mi primera imagen de Subhadra... Habría querido tomar

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a Subhadra y a Parikshita, que nunca había estado en Dwaraka, y cruzar el desierto otra vez, pero teníamos ritos fúnebres que realizar por nuestros parientes. Tuve que conformarme, así, con las visitas de Krishna en sueños. Krishna sonreía aún, sonreía siempre. A veces estábamos de vuelta en Indraprastha contemplando a los caballos salvajes venir del bosque, como si conociesen su destino. A veces nos sentábamos otra vez en la gran sabha, o caminábamos junto al río donde Agni se nos apareciera como un hambriento brahmín; pero lo más hermoso era cuando retornábamos al primer día del Kurukshetra y Krishna me elevaba a los mundos más allá de este mundo. Yo sabía que él me preparaba y fortalecía con estas vislumbres como diciéndome: Aférrate a esto en los tiempos por venir. Según una de las habladurías de nuestras tabernas, Kala, dios del Tiempo, había empezado a recorrer las calles de Dwaraka. A algunos se les aparecía calvo y negro de piel. Para otros, era un espíritu terrible y fiero, pero incorpóreo. Se asomaba a las casas y atemorizaba a las mujeres. Los niños nacían antes de tiempo. Críos caían al suelo presas de convulsiones. Los guerreros Vrishni le disparaban flechas que no servían de nada. Y decían así que, puesto que nada podía destruirlo, debía de ser el Destructor de las Criaturas. Los vientos habían cambiado y soplaban ahora hacia Dwaraka. Como nosotros habíamos sufrido el viento en Hastina y ningún gran desastre lo había seguido, concluimos que no había motivo de alarma. Sin embargo, yo recelaba. Las historias se volvieron de pronto más terribles y se propagaron más allá de las tabernas. Por las calles de Dwaraka, decían, pululaban ratas y otros roedores. Las vasijas de arcilla se resquebrajaban y rompían sin causa material. Los pájaros sarika, de mal agüero, cantaban desde las cimas de las casas de los Vrishnis. Las cabras aullaban como chacales. La gente vivía en pánico, olvidada de toda moralidad. Las esposas eran ignoradas por los maridos y éstos engañados por sus esposas. Los fuegos sacrificiales ardían con humosas llamaradas púrpuras, azules y rojas. A las horas sagradas de las plegarias matutinas y vespertinas, troncos humanos sin cabeza rodeaban el sol. Innumerables gusanos aparecían en la comida recién cocinada. Aunque los sacerdotes intentaban expulsar el mal, al cantar sus mantras o recitar sus slokas, el patullar de invisibles ejércitos ecoaba por las calles. Creí que no podían contarse ya más horrores, pero otro informe me heló el corazón: cuando los Vrishnis soplaban sus caracolas para dispersar el mal, las notas auspiciosas eran respondidas por el terrible orneo de los asnos. Krishna, entonces, convocó a su pueblo y les explicó que, coincidiendo con la decimocuarta lunación, había vuelto a aparecer la luna nueva y que ello era el portento de Rahu para su destrucción. Yo había visto estos presagios sólo una vez, cuando los ejércitos formaron en el Kurukshetra, y decidí viajar a Dwaraka, aunque quedaban importantes ritos por nuestra madre que celebrar. Entonces, llegó aun otra historia a través del desierto: bajo las mismas narices de Daruka, el auriga de Krishna, sus cuatro nobles corceles habían partido desbocados tirando del carro sobre la superficie del océano. El carro había cruzado varias yojanas de agua. El emblema del Garuda fue arrebatado por los aires y mucha gente vio a apsaras llevárselo. Un auriga que había estado al servicio de tío Dhritarashtra y que yo había enviado a Dwaraka confirmó este relato. Aunque nos hallábamos ahora en medio de los ritos por nuestra familia, decidí ir a Krishna y le pedí permiso a Yudhisthira, que dijo que mi viaje tendría que esperar: era impensable que me fuese en semejante momento. Todos me recordaron las últimas palabras de mi madre de que debíamos permanecer juntos. Pero mi mente no dejó por ello de titubear. Krishna había prometido que me llamaría y la imagen de su carro fuera de control se me antojaba como un aviso. Aunque sin entusiasmo, sólo Subhadra me dio permiso para partir. “Inmaculado, haz lo que tengas que hacer.”

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Me despedí de Yudhisthira. Al llevarme a los ojos el polvo de sus pies, me abrazó y aspiró repetidamente el perfume de mi cabeza. Estaba lleno de oscuros presagios y quizás pensó que no me vería vivo nunca más. Yo tenía que partir al amanecer del día siguiente. Aquella noche vi a Krishna en sueños. Me dijo que no me había llamado todavía. El tiempo no había llegado. Estábamos sentados en su carro y él me mostraba que tenía los corceles bajo control. Todos ellos se giraban para mirarme. Daruka no estaba. Krishna sujetaba las riendas y yo estaba sentado detrás de él, como durante toda la guerra. Entonces, sin hablar, ordenó avanzar a los caballos. Dedicamos una pradakshina a la ciudad. Era la Dwaraka que yo recordaba. Había guirnaldas en las calles y pequeñas lámparas brillaban por todas partes. No había signo de espíritus malignos. Los tenderetes vendían dulces y festivos pasteles. Los caballos iniciaron una amplia curva y atravesamos las mismas puertas de la fortaleza por las que yo escapara con Subhadra. Sabía que Krishna lo recordaba, aunque no cruzamos ninguna palabra al respecto. Rodeamos la montaña y lanzamos los caballos a un suave galope por la orilla del mar, levantando un fino roción que nos dejaba sabor a sal en los labios. Las crines de los corceles volaban. Su galope se hizo más rápido y los cascos dejaron de tocar la arena. Era como el carro de Indra una vez más. Las olas, las ondulaciones de los músculos de los caballos y los latidos de nuestros propios corazones eran un ritmo único. Krishna se giró otra vez y me dijo: “Ahora desciende, Arjuna.” Yo no quería hacerlo, al recordar que la primera vez que pronunció estas palabras mi carro quedó reducido a cenizas. Protesté, aún sin palabras; luego dije que lo haría, si él bajaba del carro también. Krishna sonrió y repuso que había prometido llamarme en su momento. ¿Había roto su promesa alguna vez? Yo debía obedecer, dijo, la orden de mi madre de que todos sus hijos permanecieran juntos hasta que él me llamara. Y no partí hacia Dwaraka. No había llegado el tiempo. Recibimos más tarde buenas noticias. Los Vrishnis y los Andhakas habían salido de la ciudad en una gran procesión hacia las aguas sagradas de Prabhasa, donde los malos espíritus serían rechazados. Todo el mundo, hombres, mujeres y niños, dejaron la ciudad en carros, a caballo o elefante. También los Yadavas marcharon hacia Prabhasa con provisiones suficientes para acampar allí durante algún tiempo. Uddhava, especial devoto de Krishna, le había pedido a este último permiso para dejar su cuerpo yóguicamente. El deseo le fue concedido. No supimos muy bien qué sentido atribuir a esta noticia. Krishna nos había dicho siempre que el nuestro era un yoga guerrero. Pero ésta fue la última noticia que tuvimos de Prabhasa antes de que Krishna me llamase en sueños. “Primo, tengo trabajo para ti”, dijo. “Prometí llamarte. Ha llegado la hora. Trae un ejército contigo para escoltar a nuestras mujeres.” Luego me abrazó. Desperté con el corazón rebosante del recuerdo de su contacto.

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CAPÍTULO XXIII La mañana siguiente, después de mis abluciones y de adorar al Hacedor del Día, me puse en marcha con mis hombres. Llena de interrogantes tenía la cabeza. ¿A dónde tendría que escoltar las damas? ¿Vendrían éstas a Hastina a visitar a Subhadra y a Draupadi? No importaba. Quisiera lo que quisiera Krishna así se haría. Siempre que me había dejado guiar por él, las cosas habían tomado la forma idónea. El tiempo en que podría haberlo cuestionado quedaba muy atrás, era otra vida. Y sin embargo, tenía la mente tan colmada del pasado como del futuro. Esta vez no sería Samba quien me recibiera a las puertas de Dwaraka. Sonreí al recordar mis expectativas de bienvenida durante mi campaña del Ashwamedha y que sólo mi tío Vasudeva, el padre de Krishna, me salvó de cierta ignominia. Esta vez, Krishna estaría allí para abrazarme, y también Satyaki. Los más jóvenes me pondrían las guirnaldas y me hisoparían con agua aromatizada de rosas. Dwaraka sería una vez más la Dwaraka de Krishna. Los espíritus malignos habrían volado a estas alturas, lavados por las aguas de Prabhasa. Pero al pensar en Satyaki, me pregunté si Kritavarman, que fuera amigo de Bhurisravas, y él habrían acabado por enterrar su enemistad. Bien, allí estaba Krishna para preocuparse de que así fuera. ¿Eran los espectros del Kurukshetra lo que de aquel modo habían perturbado la ciudad? ¿Quedaba todavía algún espíritu que propiciarse? ¿Había sido olvidado, pues, alguno de los ritos? ¿Era ésta la razón de que Krishna me llamase? Krishna no tenía necesidad de ritos. Yo había esperado su invitación una eternidad, pero siempre se cruzaba algo en el camino, siempre surgía alguna razón para que Krishna me recordase todo lo que habíamos hecho para sentar a Yudhisthira en el trono y hasta qué punto necesitaba mi hermano mayor mi apoyo. “Tú eres el principal de sus cuatro pilares”, decía Krishna. “Eres un dedo de la mano”... aunque ambos sabíamos que él era a quien yo me sentía atado.

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CAPÍTULO XXIV Tanto como el gozo ante la perspectiva de ver a Krishna, sentía la característica elevación de espíritu kshatriya. Nos contaríamos historias del Kurukshetra, recordaríamos riendo cómo bailamos con Bhima sobre los tambores en las afueras de la ciudad de Jarasandha tantos años atrás o, mejor incluso, hablaríamos de un futuro en el que no hubiese necesidad de la guerra y una nueva luz brillase en las mentes de los hombres. “¿Qué harás con tu compasión entonces, Jishnu?”, se burlaba Krishna de mí en estas ocasiones. Arjuna, yo no tengo el poder para cambiar ciertas cosas que están predestinadas. ¿Era un recuerdo esto? Parecía decir estas palabras en mi cabeza en aquel mismo momento, cuando mi carro tomó la carretera que bordeaba el mar. Los carros que venían hacia nosotros aminoraron la marcha y yo le ordené a mi auriga detener el nuestro. Momentos después reconocí a Daruka, en pie ante mí. Movía la boca pero no podía formar palabras. Las lágrimas le llenaban los ojos y estalló en sollozos cuando trató de hablar. La premonición era fría en mi vientre y gusanos treparon de él para instalarse en mi corazón. Pero mi mente era lenta en comprender. Yo sabía únicamente que ahora estaba solo. Me volví hacia el hombre que estaba junto a Daruka, un consejero del padre de Krishna. “Nuestro señor se ha ido”, dijo éste. Fue la compasión por mí en sus ojos lo que me hizo entender. Giré la cabeza a un lado y a otro. Halle el Gandiva en mis manos y traté de romperlo en la rodilla, como cuando partes el arco de un guerrero que ha muerto... pero no tenía fuerzas y una voz en la cabeza me dijo: ¿Qué haces? Éste es Gandiva. Al mismo tiempo, habló Daruka: “Hemos partido el arco de Sri Krishna y lo hemos puesto a su lado, príncipe Arjuna. Tendrás necesidad del Gandiva. Sri Krishna te ha ordenado proteger a las mujeres y los niños.” Sus palabras rebotaron en mi mente y luego retornaron. Mis manos habían tratado de quebrar el Gandiva, no por Krishna, sino por Arjuna, que estaba muerto. Mi cuerpo y mis manos lo supieron antes de que la idea me alcanzase la cabeza. Bajé la vista hacia el océano. Conocía bien este lugar de los días en que paseaba por la playa con Krishna. Había un afloramiento rocoso en el que yo había estado con él, pero que se veía casi sumergido ahora. El mar se agitaba de un modo que trataba de decirme algo. Había mucha menos playa de la que yo recordaba. Un rato después, ecoé: “...las mujeres y los niños.” Daruka cerró los ojos y se mordió el bigote para forzarse a sí mismo a hablar. “Príncipe Arjuna, todos los demás están muertos. Todos los guerreros.” Observé a las olas rizarse. Había algo protervo en aquellos rizos. En el fondo de mi desolación y entumecimiento, algo despertó. Comprendí lo que iba a suceder y no lo lamenté: sin Krishna, Dwaraka era algo que debía ser barrido de la faz de la Tierra. Y no había lugar para la tristeza en mí. Cuando estás muerto, no puedes llorar. “¿Satyaki?” “Está muerto.” “¿Kritavarman?” “Fue asesinado por Sri Satyaki. Hubo...” Daruka dudó. “...una batalla. Todos están muertos.”

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Si no había lágrimas en mí por la muerte de Krishna, también yo estaba muerto. Mis manos lo habían sabido cuando se tensaron sobre el arco. Pero ahora sentía una rabia atónita. Krishna lo había sabido y no me había dejado venir. Lo había sabido mucho antes de llamarme y no me había permitido morir junto a él como un guerrero con el rostro hacia el enemigo. Todo el mundo estaba muerto, excepto las mujeres y los Pandavas. Éramos la ofrenda naivaidya que el Señor ha rechazado. El sacrificio del que el fuego se aparta. Sacudí la cabeza para alejar estos pensamientos. Krishna no me habría hecho esto a mí, no me habría olvidado, no después de aquellos dieciocho días juntos en un carro compartiendo cada idea, cada movimiento, fundidos en un solo astra lanzado contra la falsedad que era Duryodhana. No podía ser. Nara y Narayana tenían que morir juntos. “Daruka”, grité de pronto, “¡dime la verdad! ¿Cuándo te envió Sri Krishna? ¿Por qué no has venido antes?” Noté unas manos en mis hombros desde detrás. De repente, algo me apartaba y supe que había estado zarandeando a Daruka. “Atended al príncipe”, decía éste con voz de quebranto, mientras manos ajenas empezaban a acariciarme la espalda y los hombros. Daruka se inclinó para recoger el Gandiva. No había notado yo que tenía el pie encima del arco. Podría haber sido una rama muerta lo que quitasen de debajo de mí. No me servía ya de nada. Cuando la cabeza comenzó a aclarárseme un poco, vi que aún le quedaba una tarea al Gandiva. Así que lo tomé y lo limpié con mi angavastra. Fuera cual fuese la omisión de Krishna, tenía que ofrecerle lo que un guerrero muerto exige. La vida de aquel que se la había quitado. “¿Por mano de quién cayó Sri Krishna?”, inquirí. “Fue un accidente”, respondió Daruka mientras me conducía a un carro. Me volví hacia él. “No hubo nunca accidentes en la vida de Sri Krishna.” “Siéntate, príncipe, por favor. Sri Krishna había visto morir a todos sus hijos y parientes. Fue a sentarse en meditación. La flecha de un cazador le alcanzó el pie.” La flecha de un cazador. No había entonces nadie en quien descargar mi ira. Esta idea me abrasaba la mente. Yo me había quedado a salvo en Hastina, tranquilizado por sueños en los que un Krishna risueño me aseguraba que todo iba bien. “¿Dónde está el cuerpo de Sri Krishna?” “En el palacio de su padre. El Señor Vasudeva me ordenó llevarte a él.” Mi tío estaba vivo, aunque demasiado viejo y frágil para haber asistido a los ritos fúnebres por nuestra madre, su única hermana. ¿Sobreviviría a la muerte de su hijo más querido? Yo estaba sentado en el carro, detrás de Daruka. El auriga se volvió para darme más instrucciones. “Puede que Sri Vasudeva no recuerde todo lo que su hijo quería que hicieras. Con tu permiso, príncipe, yo te informaré. El príncipe Vajra ha de ser llevado a Indraprastha con su madre.”

Habíamos discutido esto ya. Se había decidido durante el Ashwamedha, tras la muerte de Puru, que el nieto de Krishna reinaría en Indraprastha. Tenía, pues, cosas que hacer aún, aunque éstas no me proporcionasen la dulzura de vengar la muerte de Krishna. Así sea, me dije. Haría lo que se me pedía.

“Hardikyatanayam, el hijo de Sri Kritavarman, ha de ocupar el trono de Martikavarta y el hijo de Sri Satyaki debe regresar contigo a Hastina hasta que sea lo bastante mayor para gobernar. Las damas y los niños han de ser llevados a Hastina también, príncipe Arjuna.”

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Sabía que ni siquiera después de cumplir con estos deberes sería libre de unirme a Krishna. Estaba Parikshita para impedírmelo. Me hallaba tan firmemente encadenado como un rey cautivo en las mazmorras de Jarasandha. No podía ir a Krishna. Ni tan sólo lo sentía cerca de mí. Krishna había sido real sólo en mis sueños. El mar silbaba, arrojándose contra las rocas y mis sueños como para arrasarlos. El rostro sonriente de Krishna quedaba ahogado por las olas invasoras. Este cielo cada vez más bajo tenía una substancia más espesa que mi memoria de Krishna. El agua parecía plomo fundido en agitación. Tampoco les gustaba el mar a los caballos de nuestro carro. Arqueaban el cuello y barrían el suelo. Daruka me decía aún las cosas que quedaban por hacer. Estaban los cuerpos. Había que disponer de ellos, si las aguas del mar permitían al fuego fúnebre realizar su función. No me importaba a mí si Dwaraka era destruida por Indra o por Agni. Sin embargo, un mínimo propósito y un entumecido silencio empezaron a infiltrarse en mi rabia y mi dolor. Una vez le pregunté a Krishna acerca de la maldición que pendía sobre Dwaraka y él me respondió que, de una forma u otra, Dwaraka se acabaría cuando él se fuera. Terminó con una broma: “Así podremos dar salida también al punya de tía Gandhari.” Nadie quedaba que pudiera volver a decirme cosas como aquélla y me puse a llorar. Sin que se lo dijera, Daruka había chasqueado el látigo sobre los caballos, que habían alargado el paso. Su espuma volaba hacia nosotros. No traía la sensación de la batalla. Ahora nos aproximábamos a las puertas de Dwaraka, pero faltaba la dulzura y la bienvenida. Sólo amargura me llenaba el corazón. Llegamos a un recodo del camino y, al distanciarnos del agua, le dije que nos volveríamos a encontrar. Luego el sonido del océano se perdió bajo el tambor de los cascos galopantes de los caballos.

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CAPÍTULO XXV Al llegar a una corriente, nos detuvimos para abrevar los brutos. Aproveché la oportunidad para seguir indagando lo ocurrido. “Daruka, dime lo que pasó. ¿De quién fue la culpa?”, preguntó el guerrero en mí. Sin duda había algo aún que pudiera hacer. Daruka movió la cabeza. Debió de ver mis pensamientos. “Fue el mismo Kala”, dijo. “Incluso de día se le veía recorrer las calles. Era el Tiempo y la Muerte misma. Uno no puede matar a Kala, príncipe Arjuna. Era terrible su aspecto, fiero y tremendo. La piel la tenía negra. Se asomaba a las casas. Algunos de los arqueros Vrishni le arrojaron flechas. Todo en vano. Los vientos soplaban con fuerza, trayendo polvo y cosas malignas con ellos. Noche y día observaban los ritos los brahmines.”

Daruka se deslizaba a su vena de bardo y no se le podía detener o apurar con preguntas. Me sumergí otra vez en el horror de lo que oyera ya en Hastina.

“Los fuegos sacrificiales se inclinaban hacia la izquierda y brillaban con luz cenicienta. Los sacerdotes perdieron el ánimo. Por las noches, ratas y ratones mordisqueaban las uñas de los hombres dormidos. Los pájaros sarika entonaban sus misteriosos sonidos posados sobre las casas Vrishni. De día y de noche clamaban: Ven, vámonos, es hora ya.”

Escalofríos me recorrieron. “Los chacales aullaban día y noche y las cabras se dieron a imitarlos. Ningún pájaro

de mal agüero se quedaba fuera de las casas. Una vaca parió un asno en lugar de un ternero y de las elefantas nacían terneros con dos cabezas y ocho miembros. Luego, tres lunaciones producidas por Rahu fueron vistas en un único día solar. Tras este signo fatídico, Sri Arjuna, los corazones de las gentes quedaron emponzoñados. Las tabernas habían sido cerradas por orden de Sri Krishna, pero el vino se vendía en secreto. Los sacerdotes no eran respetados. Samba y Sarana, borrachos y beligerantes, arrastraron a dos ancianos brahmines a la calle y llamaron a la gente a gritos para que vieran qué inútiles eran sus incesantes cantos. Creo que, si Sri Krishna y Sri Balarama no llegan a detenerlos, habrían arrojado los sacerdotes a los hoyos sacrificiales. Tal era la vesania del momento. Esposas y maridos buscaban otras parejas y en toda la ciudad se había perdido la vergüenza. No había esperanza en los ojos de las gentes y las constelaciones eran tremendas. Sri Krishna supo que el tiempo había llegado. Envió mensajeros a fin de reunir a todos los Vrishnis para una peregrinación a las aguas sagradas de Prabhasa. Allí fue donde empezó...”

Al ver que el dolor no lo dejaba seguir hablando, le pedí que me llevase al padre de Krishna. La fortaleza se erguía sobre nosotros. Había resistido todo intento de violar sus muros. Pocos lo habían intentado. Ahora las puertas estaban desguardadas y ello me dijo todo lo que necesitaba saber sobre la ciudad. Las mujeres erraban por aquí y por allá como espectros, a menudo sin apartarse siquiera del camino de los carros. Parecían haber perdido los sentidos; muchas de ellas no vestían más que harapos, después de desgarrarse las ropas en su dolor. Algunas portaban niños o conducían a ancianos de la mano. Eran mujeres de todas las castas. Me

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incliné hacia Daruka, gritando para hacerme oír contra el sonido de sus lamentos y de los cascos de los caballos. “¿Dónde están sus hombres?” “Los kshatriyas, todos muertos. Todos, todos en verdad. Sólo quedan unos pocos de los niños para prolongar el linaje. Vajra, el nieto de Sri Krishna, los hijos de Satyaki y Kritavarman...” “¿Y los sudras?” “Muchos se unieron a la reyerta y murieron también defendiendo a sus señores. Príncipe Arjuna, hemos de hacer que las mujeres recojan sus pertenencias. Hay que llevarlas a Hastina por orden de Sri Krishna, después de haber instalado al Señor Vajra en Indraprastha.” Al acercarnos a palacio por barrios más pudientes, la misma escena nos recibió, aparte de que las vestiduras desgarradas de las mujeres eran de tejidos más finos. Ricas mujeres kshatriyas y vaishyas vagaban por las calles vestidas como mendigos. Ni una había realizado las abluciones rituales y cambiado sus ropas por las de viuda. Sólo las altas y hermosas mansiones resplandecían, recién pintadas del blanco de luto, como si se supieran desposeídas de sus amos. El palacio del padre de Krishna se alzó ante nosotros, con sus puertas en arco abiertas y guardadas por un muchacho que debía de ser el hijo del alfarero. Tenía arcilla en el pelo aún. Aposté a dos hombres en las puertas y mandé otros al interior del palacio. “Enviadme a cualquiera que pretenda entrar”, les dije. Nuestros carros repicaron en las piedras del patio, entre el estanque de los lotos y los parterres de lirios. Los árboles en flor llameaban todavía de amarillo, rojo y púrpura, pero había poco trinar de pájaros. Algunos kokilas escondían bajo el ala la cabeza como hacen las aves durante los eclipses.

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CAPÍTULO XXVI El cuerpo de Krishna había sido depositado en una gran cámara, mirando al oriente. Tras los gritos agudos, las estridencias enloquecidas de dolor de las mujeres en las calles y en los patios exteriores, llegó el repentino silencio del duelo regio. Una gran luz, también. Penetré en ella como en un país distinto, donde Krishna debía de estar esperándome. Era como cruzar el umbral hacia un mundo en el que respirar otro aire. Las damas reales sentadas alrededor de él me hicieron sitio. A través del humo arremolinado del incienso, su rostro, su radiante oscuridad apagada sólo un poco, sonreía como en la calma y la dicha de un sueño. Me acerqué al lecho y puse la cabeza sobre su mano. Toqué sus pies y luego mis ojos. Tenía una herida minúscula en la planta del pie derecho, pero casi se había cerrado. Una vez había llegado yo a él mientras dormía de este modo: cuando Duryodhana y yo competimos por alcanzarlo primero y pedirle su ayuda para la batalla. También entonces me detuve así ante él, pero ahora sus ojos se negaban a abrirse. Puse mi cabeza a sus pies. Fríos estaban ya contra mi mejilla. Vestía, como siempre, de oro. Su cabello, lleno aún de vida y brillo, le caía sobre el hombro y el angavastra. Le tomé la mano con las mías. También estaba fría ya. Mi rabia había pasado. Sólo sentía ahora pérdida y dolor grandes porque se había ido sin mí. Era como si hubiese partido en nuestro carro y me hubiera dejado de pie sobre el polvo tras la batalla. A través de una arcada podía divisar a sus hijos yacentes como él mismo. Incluso desde donde me halla sentado veía que estaban desfigurados, con grandes contusiones rojas y púrpuras en los brazos y los rostros. Sus esposas y algunos de sus hijos pequeños estaban sentados junto a los cadáveres. Tres mujeres yacían junto a los hombres. ¿Qué batalla había sido aquella? Miré alrededor, a las mujeres de Krishna. Rukmini y Satyabhama estaban sentadas contra la pared, las manos sobre el rostro. Mientras la observaba, Rukmini se levantó y cruzó la arcada para sentarse junto al cuerpo de Pradyumna, su primogénito. Una mujer tenía un emplasto de hojas en la frente. Daruka me condujo a mi tío Vasudeva, que yacía en su lecho de muerte. Apenas pude reconocerlo. Su dolencia era mucho más profunda que las heridas mortales de sus hijos. ¿Era este anciano de boca temblorosa mi tío Vasudeva, el padre de Krishna? Trató de incorporarse sobre el codo, pero cayó hacia atrás. Le toqué la frente y me senté junto a él. Él trató de incorporarse otra vez para aspirar el perfume de mi cabello y yo lo ayudé. “Arjuna”, gimió. Me incliné para dejarle tomar mi cabeza entre sus manos. Él se la acercó al cuerpo y lloró suavemente. “Este universo está vacío. Arjuna, hijo, he perdido a mis hijos y a los hijos de mis hijos y de mis hijas, a hermanos y amigos, incluso a esposas de mis hijos. Este universo está vacío y yo aún sigo vivo en él. ¿Es que estoy maldito?” Su mano se tensó en mi muñeca. “Arjuna, tengo que exonerar a esta Tierra de mí mismo.” Traté de hacerle hablar de lo ocurrido. Sus ojos, que eran como los de Krishna, se dilataron. Su voz surgía áspera de dolor. “Un residuo había de maldad, Kritavarman y Satyaki. ¡Satyaki! Tú eras su guru. Él era tu orgullo, igual que tú el de Dronacharya. Satyaki vivió una vida de valor. Pero perdió diez hijos y, tras esto, olvidó la moderación con el vino.”

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Su voz se hizo más fuerte. Tenía necesidad de hablar y alzó los brazos como un niño para que le levantase el cuerpo un poco más.

“¿Sabes, Arjuna?, la gran batalla nunca llegó a terminar. Quedaba una semilla maligna, un astra enterrado profundamente en el tiempo, que acabó por dar su pérfido fruto.”

Así que era Satyaki quien lo había empezado todo. Bien conocía yo su implacable ingenio cuando había bebido de más. Nunca tuvo su lengua la mesura de su ojo de arquero. ¡Satyaki, mi hijo Satyaki! Decía la gente que se parecía a Abhimanyu. Incliné la cabeza y dejé caer las lágrimas... pero el viejo Señor atesoraba tristeza de sobras sin que yo le añadiera la mía. Lo único que podía hacer era dejarle saber que todo se conduciría con los ritos debidos. Aun cuando tus hijos yacen muertos y no queda ningún guerrero vivo en palacio, necesitas saber que las cosas se harán como se han hecho siempre, como decreta el Dharma.

“A Satyaki nunca le gustó Kritavarman”, continuó aquél. “Tú sabes mejor que yo cuántos desafíos se arrojaron uno a otro durante la guerra. Después, se mantuvieron lejos uno de otro y sus amigos ayudaron a que así fuera. Pero cuando el vino los juntó. Pero cuando...” Cerró los ojos. “Había perfidia en ello. Krishna lo había comprendido y ordenado cerrar las tabernas.”

Quería decir más, pero no pudo seguir hablando. Miró detrás de mí y yo me giré para ver a Daruka con los brazos decorosamente cruzados. Mi tío le hizo señal de que se sentase y continuara. Como muchos sutas, Daruka había sido enseñado a cantar y hablar de las grandes gestas de los ancestros de su Señor. Ahora, retomó la historia donde Vasudeva la había dejado y yo pude ver todo lo sucedido. Se había celebrado una fiesta en Prabhasa, en la franja de tierra junto al mar. Daruka se limpió los ojos y el bigote mientras hablaba.

“Ved, mi señor, este acontecimiento se había proyectado como una peregrinación a las aguas sagradas de Prabhasa.”

Damas de palacio entraban y salían de la cámara para ver si el Señor Vasudeva necesitaba algo y para alzarle en ocasiones un vaso de agua a los labios. Cuando nos veían escuchando a Daruka retornaban a sus muertos.

“Pero muy pronto, delante del mismo Sri Krishna, Satyaki empezó a beber y otros lo imitaron. Aquella franja de arena estaba recorrida por las actuaciones de mimos y bailarines. Yo creo que fue sobre todo el fragor de las trompetas lo que calentó la sangre a todo el mundo. Esta vez, nadie pensó en separar a Sri Satyaki y al Señor Kritavarman. Yo tenía una sensación de pesantez, un oscuro presentimiento mientras servía a Sri Krishna. Éste estaba muy quieto. Contemplamos a algunos de los guerreros mezclar el vino con la comida preparada para los brahmines y dársela a los monos que siempre juegan en la playa aguardando cualquier bocado. Apenas pude contenerme. ‘Mi señor...’, dije, pero él ni siquiera me miró. Lo atisbaba todo con ojos entrecerrados. Dijo sólo: ‘Daruka, no hemos dejado atrás el mal del Kurukshetra. Quizás en la perversidad de esta hora no hay peregrinaje que pueda purificarnos.’

“Sri Krishna llamó al Señor Satyaki, que era la persona en la que siempre podía confiar que cumpliera sus mandatos. Pero en la oscuridad y vesania de la hora, Sri Satyaki lo ignoró.” Daruka prosiguió con más presteza. “Pudimos ver lo que ocurría. Estaban moviéndose hacia el borde del abismo. Cada uno reprochó a otro antiguas ofensas y viejas acciones adhármicas. Yo no oí lo que dijo Sri Kritavarman porque me distrajo el vuelo de unos cuervos inauspiciosos atraídos por la comida abandonada. Lo siguiente en que pude fijarme fue Sri Satyaki apuntando al Señor Kritavarman con su mano izquierda. Sri

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Kritavarman, entonces, levantó el pie izquierdo y le mostró la planta a Sri Satyaki con sorna. ‘Sí, Kritavarman’, dijo Sri Satyaki riendo como un kshatriya debe hacerlo cuando arroja un desafío. ‘Escucha estas palabras y responde’, lo provocó. ‘¿Qué clase de kshatriya asesina a sus parientes mientras duermen? Sólo los que son como tú y ese enfermo de Ashwatthama, el cementerio andante... Asesinar a un hombre dormido es como matar a una mujer. ¿No conoces los shastras o tenías tan espesa la calamorra que tu maestro de armas no pudo meterte el código en ella ni a golpes de tambor?’ Sri Kritavarman era lento y no podía compararse con la lengua de su rival. Los demás tuvieron que contenerlo. ‘Sólo los chacales se acercan furtivamente a los hombres dormidos. Venga, muéstranos cómo camináis tú y Ashwatthama a cuatro patas.’ Sri Pradyumna estalló en carcajadas. Siempre había admirado la lengua de Sri Satyaki. El Señor Pradyumna sujetaba con fuerza a Sri Kritavarman por los brazos y los hombros, pero éste volvió a mostrar la planta del pie. Cuando vi este insulto, príncipe Arjuna, supe lo que ocurriría. Un gran temor me sobrevino. Sri Kritavarman habló entonces. Su voz tajó como las garras de un águila. ‘Así que ahora nos instruirá Satyaki, ¡acharya de los shastras! ¿Y dónde en los shastras aprendiste a asesinar a un guerrero desarmado mientras intenta dejar el cuerpo yóguicamente? Bhurisravas, aquella alma noble, había dejado la batalla ya cuando caíste sobre él.’”

Bhurisravas era, en efecto, un alma noble, pero había matado a los hijos de Satyaki. Mientras permanecía allí sentado, junto a mi tío moribundo, era incapaz de pensar en el Dharma; podía revivir sólo esos momentos en los que el honor de un kshatriya cae por los suelos y algo hondo y primario, mucho más antiguo que los códigos de la guerra, se hace inapelable. Tristeza, inmensa revulsión y desespero penetraron en mí. Vi a los hombres arrojándose insultos uno a otro, mientras los monos borrachos se atiborraban y los cuervos volitaban alrededor. ¿Para qué habíamos hecho aquella guerra? ¿Cómo debió de sentirse Krishna? Y sin embargo, aquella angustia no era nada comparada con la pica hincada en mi corazón. Krishna estaba muerto. Daruka prosiguió.

“Entonces Sri Satyaki apeló a Sri Krishna volviendo a contar la historia de Kritavarman y las peleas sobre la gema Samantraka de Krishna. Satyabhama, ahora, había empezado a llorar y pidió a Sri Krishna que hiciera algo. Pero con gran cólera ya, el Señor Satyaki juraba que Sri Kritavarman seguiría a los cinco hijos de Draupadi, privados del cielo de los guerreros por haber sido asesinados mientras dormían. De pronto, hubo que soltar al Señor Kritavarman porque Sri Satyaki había desenvainado la espada. Aquél sacó asimismo el acero. Antes de que pudiera comprender qué ocurría, la cabeza de Sri Kritavarman rodaba entre las jarras de licor. Sri Krishna corrió a detener al Señor Satyaki, que en su rabia golpeaba a izquierda y derecha a los Bhojas y Andhakas. Era demasiado tarde. Éstos, impelidos por el Tiempo y la venganza kshatriya, rodeaban a su enemigo. Lo golpearon con cualquier cosa que les vino a las manos. Sri Pradyumna se precipitó también a ayudar, pero el Señor Satyaki había sido descerebrado por los Bhojas con sus potes de metal aún llenos de comida.

“Hay cosas que están más allá de las lágrimas, pero a mí me enfermó ver el fin del Señor Satyaki. La presión de los cuerpos a su alrededor era tan densa, que los brazos le quedaron atrapados contra los costados y su espada cayó al suelo.”

Había muerto, no como un guerrero entrenado por un maestro de armas, sino como un sudra a manos de una turba armada de porras. El relato de Daruka reservaba aún más horrores: el cerebro de Satyaki había corrido como el de Abhimanyu cuando Jayadratha y Kritavarman, Karna y el resto lo patearon hasta que yació en tierra. ¡Satyaki! Oculté entre las manos el rostro. ¡Abhimanyu, hijo de mi simiente! ¡Satyaki, hijo de mi espíritu!

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Daruka me puso la mano en el hombro y continuó. “Sri Krishna cogió una barra de hierro e hizo retroceder a los que habían rodeado a su hijo y al Señor Satyaki, pero no pudo detener el tumulto, así que se retiró y observó.”

Miré a Daruka. “¿Y entonces?” Pero no podía apurarlo. “A excepción de Sri Balarama, todos los demás, enloquecidos por la bebida e

impelidos por aquella hora de destrucción, cayeron uno sobre otro como insectos que se precipitan a la luz. Sri Krishna me mantuvo junto a él, o también habría corrido yo a la refriega. Allí estaba Shiva en su aspecto de Rudra, sembrando violencia y muerte. Los que habían servido la comida y el vino se unieron a la lucha, bramando insultos. Reviviendo penas olvidadas desde hacía mucho, hijos mataron a sus padres y padres a sus hijos. En llamas tenían mente y corazón, y en su sed de sangre no les importaba quién era quién.”

Por fin había rodado como una centella la maldición de tía Gandhari, soltando chispas aquí y allá hasta reventar en una llama letal. Los parientes de Krishna, había dicho ella, se matarían unos a otros en una refriega de borrachos. Oí el siseo de su maldición otra vez: Krissshna... Krissshna.

“No hubo ni honor ni gloria en la pelea y Sri Krishna se apartó de allí.” Daruka no pudo seguir y nos quedamos en silencio.

Un crujido repentino me hizo mirar por la ventana. Enormes olas galopaban contra la orilla para estrellarse contra el muro que protegía el camino de los carros. Más allá de la muralla, las barcas se encabritaban y parecían suspendidas en el aire. Las olas coleteaban aquí y allá como serpientes. Esto era algo que no había visto nunca. Yo había vivido siempre tierra adentro y sabía bien poco de los hábitos del mar, pero percibía la cólera de Varuna. De pronto, las aguas retrocedieron con sonidos de succión, como si se apartasen de esta ciudad maldita. Una nueva franja de playa quedó expuesta con barcas varadas esparcidas por todas partes. Alcé las cejas mirando a Daruka. “Tampoco yo he visto nunca una cosa así”, dijo él. Con una plegaria silente al dios Varuna para que me permitiese dar término a mi misión, invité a Daruka con un gesto a continuar. Él suspiró y se limpió el rostro con el angavastra, tratando de hablar y suspirando profundamente otra vez. Luego, cerró los ojos y dijo con voz lenta y pesada: “Fuimos en busca del Señor Balarama, que estaba solo, sentado con la espalda contra un árbol. Se hallaba en yóguica meditación. Debía de llevar allí algún tiempo, porque su silencio era como una barrera física que nuestros pies no pudieron superar. Justo entonces, le salió de la boca una poderosa sierpe de luz blanquecina y flotó despacio hacia el océano, donde el dios Varuna lo esperaba. Tras ver a su hermano dejar el cuerpo, Sri Krishna penetró en el bosque. Sabía que le había llegado la hora. Me abrazó una y otra vez y me dio las gracias por mi servicio. Largo rato permanecí postrado ante él con los brazos extendidos, mojando la tierra mis lágrimas. Él me acarició la cabeza y me ordenó levantarme y escuchar. Fue entonces cuando me dijo que fuese a recibirte hoy. Dijo que tú vendrías para llevarte de la ciudad a los refugiados antes de su fin. Me ordenó irme con premura. Yo nunca he desobedecido a mi señor, pero entonces me demoré. Él tenía los ojos cerrados. Príncipe Arjuna, he estado con él mucho, mucho tiempo y he visto a veces su gloria, pero sólo en aquel momento se desprendió él de su manto de humanidad. Pues entonces, un cazador confundió las vestiduras doradas de Sri Krishna con la piel de un ciervo. En aquel instante, yo, el más afortunado de los mortales por haber vivido junto a mi Señor, fui desposeído del mundo entero.”

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Yo había olvidado a mi tío, que yaciera hasta entonces tan quedamente como el resto de los muertos. Ahora, incorporándose sobre un codo, susurró: “Fue debido al amor que te tenía Satyaki, Arjuna.”

Observé a Daruka y vi que no me lo había contado todo. “Sri Satyaki recordó al Señor Kritavarman que lo había vencido, no una, sino muchas veces durante la gran batalla, a lo que el último no respondió pues era verdad, pero su rabia la descargó contra ti, príncipe. Dijo que si él no hubiese formado sus tropas para proteger a Sri Krishna, que la tan aventada maestría de Arjuna le habría valido de bien poco al mismo Arjuna. Fue entonces cuando Satyaki sacó la espada, gritando: ‘¡Tu lengua mendaz no volverá a pronunciar nunca el nombre de mi guru’. Y la cabeza de Sri Kritavarman cayó de sus hombros.” Mi tío suspiró. “Te amaba, Arjuna.” Me acarició la mejilla y una lágrima le corrió por la suya. Me miró como si quisiese encontrar a Krishna. “Te amaba más que a nadie en el mundo. Satyaki también. Satyaki te amaba. ¿Sabes, Arjuna?, la flecha del cazador le alcanzó el pie y su vida emanó por la coronilla.” Tío Vasudeva limpió la sábana débilmente como si una pesadilla acechase en ella. “Las cosas de Krishna no las hemos entendido nunca, ni su nacimiento ni las acciones de su juventud, ni tampoco esto. Fue Jara, uno de los cazadores más fieros, el que dejó volar esa flecha, pero al ver lo que había causado, se arrojó a los pies de Krishna lleno de miedo y remordimiento. Krishna lo bendijo, asegurándole que pocos le habían rendido un servicio tan noble y prometiéndole liberarlo de su karma de cazador.” Mi tío cayó hacia atrás sobre los almohadones. Pasados unos instantes, dormitaba. Toqué sus pies por última vez. Sus párpados se abrieron y clavó la vista en mí a través de un velo de soledades. Dejó su cuerpo aquel mismo día.

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CAPÍTULO XXVII Había sido la primera tarea de Yudhisthira tras el Kurukshetra ordenar que todos los carros rotos se apilasen juntos para los fuegos fúnebres y que se recogiesen las maderas sagradas que los ritos exigen. Ahora me dispuse a dar órdenes y a delegar responsabilidades para las mismas tareas.

Oh, Fuego, sacerdote evocador del rito peregrino, elévate bien alto para nosotros, fuerte para el sacrificio que da forma a los dioses: tú gobiernas cada pensamiento y tú impeles la mente de tu adorador. Viaja él, conocedor de las embajadas del sacrificio peregrino entre ambos firmamentos, enteramente despierto al conocimiento. Mensajero, dando siempre amplitud al anciano de días, mayor cada vez en conocimiento, viajas tú por las cuestas en ascenso al cielo. Si en nuestra humanidad, por nuestros movimientos de ignorancia, hemos cometido alguna falta contra ti, oh Fuego, haznos totalmente inmaculados ante la Madre indivisible. Oh Fuego, que puedas deshacer tú los lazos de nuestros pecados a cada lado.

No los contamos, pero en el campo crematorio había kshatriyas dispuestos en largas

hileras, y más hileras luego. Yacían como si estuviesen durmiendo, junto a arcos que yo había ayudado a romper, con brazos y rostros untados de pasta de sándalo y el cabello, ya no más atado para la guerra, cayéndoles sobre los hombros. Era aún un milagro para mí después de todas mis batallas que hombres que se habían precipitado contra ti con odio en sus ojos y ansia de matar pudieran, una vez muertos, retornar a aquella paz. Las sedas dispuestas alrededor de sus cinturas se movían ligeras con la brisa. Mientras caminaba entre dos hileras, ayudando a hijos y nietos que porfiaban con arcos demasiado grandes para poder doblarlos y romperlos, vi que todo era orden. La Paz de un inmenso sacrificio flotaba aquí. Debían de haber alcanzado su cielo de guerreros.

No había hijos crecidos que encendiesen las piras y tendríamos que guiar las manos de los pequeños. Muchos de los muertos yacían con la cabeza en el regazo de esposas que habían tomado la decisión de dejar la Tierra con ellos. Éstas se hallaban calladas y serenas. Para ellas, el duelo había terminado. Vestían sus brocados nupciales y chales que portaron, atados a los angavastras de sus maridos, cuando caminaron alrededor del fuego del himeneo, intercambiando votos:

Tú serás mi mayor amigo... Tú serás mi mejor amiga.

Bajo la cúpula clara del cielo sus joyas nupciales cintilaban... Ahora, los hombres de la casta que se cuida de tales menesteres, cubrieron los cuerpos con tortas de boñiga de vaca, madera de sándalo y paja. Aunque uno no espera dolor en los que realizan estas tareas, muchos tenían los ojos brillantes por Krishna. Me

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detuve a los pies de alguien. Me resultaba familiar, pero no lo reconocí. Después vi a la mujer en cuyo regazo reposaba la cabeza del cadáver: la esposa de Samba. Volví a mirar al difunto. Era Samba, pero no era el hombre que yo conociera. El surco de malicia había abandonado la comisura de su boca. Su rostro tenía paz, una paz semejante a la de todos los rostros, la del que reposa después de cumplida su misión. Si no hubiera sido por algunos morados y el arco roto junto a ellos, uno podría haber pensado que éste era un ejército dormido tras la batalla. El cuerpo descabezado de Kritavarman estaba cubierto por una sábana de seda blanca. Sus mujeres estaban sentadas junto a él. La cabeza, que Satyaki le había arrancado, no había sido hallada por más que la habíamos buscado. Debió de desaparecer bajo la arena, con los pisotones. Quizás era lo mejor, porque una cabeza cortada repentinamente en batalla a menudo conserva su ira belicosa. Traté de reconfortar a sus damas diciéndoles que éste era sólo el cuerpo de Kritavarman y que el alma, íntegra, habría ido a la morada de los guerreros. Yo había dispuesto las cosas de modo que las damas de la familia de Satyaki no estuviesen demasiado cerca de Kritavarman, pero vi ahora que una de las nueras de Satyaki venía a tocar los pies de una esposa de Kritavarman. Sentí lágrimas asomarme a los ojos. No pude verterlas, pero me hicieron bien. Era la primera vez que mi corazón trataba de abrirse. Había llegado al final de una hilera de cuerpos y, al volverme, vi el mar. Las olas eran más altas que la última vez que me fijara en ellas, pero no eran ya malignas, sino poderosas y lustrales, y galopaban como caballos de guerra cuando la espuma les vuela de las bocas. La marea subía. Varuna completaría el trabajo que estábamos realizando, llevándose los huesos y las cenizas que dejáramos atrás a las profundidades, el lugar de reposo último para todas las cosas. En los palacios, los brahmines que no podían contaminarse con los cadáveres, atendían los fuegos sagrados que ardían desde que Krishna erigiera Dwaraka. Podíamos oír el murmullo de sus cantos y a veces llegaba un fragmento de mantra, portado por el viento. De pronto, el canto de un pájaro rompió el aire: una alondra que trinaba al vuelo. Desde que yo llegara, no había habido más que cuervos y buitres inauspiciosos. Me volví hacia Daruka, que caminaba junto a mí. Nuestros ojos se encontraron. Sabíamos que era un signo de que los espíritus violentos habían partido. Su trabajo estaba hecho, cumplida su función. Nosotros encenderíamos la pira de algo cuyo tiempo había pasado. Algo nuevo tenía que llegar al mundo. Krishna lo había dicho muchas veces. Y el gorjeo del pájaro me lo recordaba. El jefe de la casta que atendía las piras se acercó a mí con las manos juntas y tocó el suelo ante mis pies. “Príncipe Arjuna”, dijo con la cabeza inclinada, “todos estos Señores de los Hombres están preparados para el fuego.”

Los ojos de las damas sati lo habían seguido y ahora nos miraban a los que pronto les llevaríamos la liberación. Rukmini estaba sentada con la cabeza de Krishna en su regazo, los ojos cerrados. Satyabhama estaba junto a ellos; ésta iría al bosque como asceta. Cuando me detuve a su lado, tiró de mi angavastra y me hizo una señal con la cabeza. Me incliné hacia ella.

“No es que tenga miedo”, murmuró. “No soy digna de partir con él. Toda mi vida he sido orgullosa y egoísta. Cuando me haya purificado lo seguiré.”

Asentí con la cabeza y le toqué los pies. “Arjuna”, dijo, “tú fuiste el más próximo a él. Yo sentía celos de ti, ¿sabes? Pero él

ha de estar contigo ahora. Dame tu bendición.”

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Se llevó mi mano a su cabeza y se puso mi palma sobre los ojos. Me arrodillé a su lado y contemplé la forma de Krishna. Las palabras eran inútiles hoy. Agni devoraría pronto los cuerpos de los que habíamos amado. Una vez más recorrieron las filas mis ojos. Desde detrás de mí llegó el sonido como de un sollozo de niño. Mi mirada se detuvo en una mujer en la flor de la edad, cubierta de sus galas nupciales. Era la nuera de Krishna, la esposa de Aniruddha. Vajra, llorando, aferraba la mano de su madre, que tenía la cabeza de su marido en el regazo y el rostro inmutable como piedra.

“¡Madre!”, repetía el niño suavemente. “No vayas al fuego.” Ella no volvía la faz ni a un lado ni a otro. Sólo sus párpados pestañeaban. Me acerqué a ella y me incliné para acariciarle la cabeza.

“Hija”, murmuré, “él no te necesita ya; es tu hijo quien tiene necesidad de ti.” No dio signo de haberme oído. “Es tu Señor quien te lo dice. Vajra ha de gobernar en Indraprastha. Tu hijo será rey y debe soportar una carga que será demasiado pesada sin ti. Él es quien ha de perdurar por todos nosotros y quien debe preparar un mundo en el que errores como éste no tengan lugar. No le prives de tu amor. Si yo pudiera, os mantendría a los dos en Hastina o iría con vosotros a Indraprastha, que es la ciudad de mi corazón. Fue Krishna quien nos ayudó a construirla y su Maya-sabha está llena de luz. Tu hijo se sentará pronto en ella y sacrificará por el pueblo. No hay nadie más para hacerlo. Él y Parikshita serán amigos y habrá paz mientras ellos vivan. Te necesita. ¿Has visto la Maya-sabha?”

La muchacha volvió la cabeza hacia mí y asintió, y el gesto dio curso a las lágrimas que ella contuviera. Momentos después, y sin que mediaran palabras, me hizo sostener la cabeza de su marido mientras retiraba las piernas de debajo de ella. Vajra se precipitó a su madre y ambos se abrazaron.

Mientras muchos los mirábamos, oímos ruido de corceles. Era el triple compás de los caballos de un tiro galopando por la playa. Aún portaban pedazos de jaeces en las crines y trenzadas las colas, cintas azules y desgarradas plumas escarlata. Eran magníficos corceles de Sindhu, de color castaño los tres con frentes fúlgidas y pies albos: los últimos que veríamos entrenados al impecable estilo Vrishni. La arena se levantó a su paso, los brutos giraron hacia nosotros y ascendieron la orilla hasta nuestro campo.

Daruka los contempló con la boca abierta. “Son los caballos de Sri Kritavarman.” También otros los reconocieron y hubo exhalaciones y gritos. Los animales pasaron

a un galope corto y luego trotaron unos pocos pasos antes de detenerse. Uno de ellos se acercó a nosotros mostrando sus grandes dientes blancos, que sujetaban algo: el cabello de la cabeza de Kritavarman. Fija la mirada, la testa se balanceaba delante del pecho del corcel. Con la cabeza en alto, el caballo pasó junto a nosotros y marchó hacia la sábana de seda bajo la que yacía Kritavarman. Su mujer no pudo reprimir un grito. Yo le agarré los hombros mientras Daruka acariciaba al bruto el cuello y le susurraba al oído: “Sadhu, sadhu, sadhu.” Luego tomó gentilmente la cabeza del difunto chasqueando con la lengua para tranquilizar al animal. El jefe de los encargados de las piras se hizo cargo de ella y, tras hundirla apresuradamente en agua, la untó de mantequilla aclarada y le roció las mejillas, la frente y la nariz con auspicioso polvo de sándalo. Después, la acopló al cuerpo de Kritavarman bajo la sábana.

Este episodio señaló el fin de los preparativos. El jefe de la casta mortuoria vino a mí con un bol de leche. Guié la mano de Vajra y

ambos hundimos las yemas de los dedos en él. Me dieron entonces el cucharón del fuego sacrificial. Lo tomé y observé una y otra vez el nido de paja que había sobre el pecho de Krishna. No miré el rostro de Krishna, que era ahora una máscara de pasta de sándalo

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embadurnada de bermellón. No era Krishna. Nada de esto era Krishna. Él había dicho siempre que el cuerpo no era más que un ropaje. Dentro de él moraba lo que ningún fuego terrestre podía abrasar. Así, cubrí con mis manos los dedos de Vajra, que sujetaban el mango de madera del instrumento ritual, y en silencio acercamos la llama a la paja. Amor y gratitud profundos brotaron de las profundidades de mi corazón. Una llama poderosa saltó como si el corazón de Krishna hubiese vuelto a la vida.

Un rato lo contemplamos y después fuimos a Aniruddha, el hijo de Satyabhama, cuya pira estaba junto a la de Pradyumna, el primogénito de Krishna y Rukmini.

Tras encender la pira de su padre, Vajra retornó a su madre. Yo me dirigí a tío Vasudeva, cuya cabeza reposaba en el regazo de mi tía Devaki, sentada junto a su correina, Rohini. Ambas serían cremadas con su señor. Vestían las ancianas reinas esplendorosos ropajes nupciales sobre la arrugada piel y los largos lóbulos de sus orejas cedían con el peso del oro deslumbrante. Consumida estaba en ellas la tristeza ya. En los ojos entrecerrados de tía Devaki vi que no habría para ella más que liberación en el toque de Agni. Kamsa había matado a siete de sus hijos al nacer. Krishna niño le había sido arrebatado en la noche para librarlo de un destino similar. Tras años de asedio habían llegado a Dwaraka como refugiados. Toda la historia estaba impresa en su rostro y los ojos los bañaba una serena expectación. Realicé una completa postración ante todo lo que aquella mujer había sufrido. Al levantarme y juntar las palmas de mis manos, ella miró más allá de mí. Quise pensar que lo que veía era Krishna.

Suavemente, comencé un himno de muerte, alargando la mano que portaba el fuego del palacio Homa.

“En la muerte hay inmortalidad.

En la muerte se basa la inmortalidad. La Muerte se viste de luz.

El Ser de la Muerte está en la luz.

“Yo soy la Muerte, devorador de todas las cosas, Pero origen de las cosas que han de ser.

“Ven de nuevo al hogar, dejando tus máculas;

Un cuerpo toma brillante de gloria. Vistiendo nueva vida, que se aproxime él a los que quedan atrás.

Deja que se reúna con un cuerpo, oh Omnisciente.” La paja ardió en un instante y una tenue brisa sopló las llamas contra las ropas de seda de tía Devaki. La espalda erecta, valiente, ella ignoró el fuego que trepaba hacia su mentón. Pronto el calor fue tan intenso que el cabello le voló recto hacia un lado del rostro. Cierto, pensé, todas estas mujeres de la familia han descendido de un mundo superior. El fuego jugó arriba y abajo de su cuerpo, estallando aquí y allá. Con un murmullo, cayó de lado. Yació junto al cuerpo de mi tío en un lecho de llamas. Contemplé a estos dos seres que Krishna había elegido para llegar al mundo. Por un momento, incluso los brahmines pausaron en sus cantos. El fuego alcanzó ahora a tía Rohini, que exhaló un débil grito y se desmayó. Quedaban tantas todavía. Daruka me trajo al hijo de Satyaki con la más joven de sus reinas, un niño engendrado justo antes de la guerra, no mayor de siete años. Lo alcé a mis brazos y

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lo apreté contra mi corazón. Oí la risa de Satyaki y lo sentí tocarme los pies. ¿Teníamos que haberlo retenido en Hastina? Los Dioses habían necesitado su espíritu implacable para culminar Su obra. Encendimos la pira de Satyaki, con mis manos sobre las del muchacho. Pasé todo el día encendiendo piras, consolando a viudas, hablando a las criaturas. Por fin, a la puesta del sol, todo había acabado. Cubierto por una fina capa de ceniza y oliendo fuertemente a humo y a sándalo, retorné a palacio.

“Eso que no está en el sonido...” se elevó una voz en serena imploración,

“ni en el contacto, ni en la forma, ni en la disminución...” se le unió el resto de los sacerdotes, infundiéndose fuerza unos a otros,

“...ni en el sabor, ni en el olor; Eso que es eterno, que carece de principio o de fin, superior al Gran Ser, lo estable;

habiendo visto Eso, de las fauces de la muerte hay liberación.”

Suspiros y gemidos y ahogados sollozos seguían al himno. Los sacerdotes apenas tomaron aliento.

“Om es el arco Y el alma es la flecha

Y a Eso, el mismo Brahman, Se le llama el blanco.”

Los himnos prosiguieron, descargas de flechas apuntadas a la compasión del Altísimo. Súplica, fe contra toda evidencia, la fuerza de los hombres enfrentada a la oscuridad, la Luz invocada contra la desesperación... tales eran nuestros himnos para elevarnos sobre la desolación. Los sacerdotes lo sabían. Sus voces se hacían más y más poderosas, como hinchadas por una invisible multitud. Poco a poco la tenebrura escampó.

Por esto honramos a los brahmines. Entonces lo comprendí.

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CAPÍTULO XXVIII Los fuegos ardieron toda la noche. Los contemplé desde el palacio de Krishna. La estancia estaba colmada de él. Krishna estaba junto a mí en la ventana, observando las profecías cumplidas. Me decía: No es la maldición de tía Gandhari la que ha provocado todo esto. Es mucho más grande. Es lo que el Gran Patriarca Bhishma y el abuelo Vyasa previeron, el desmantelamiento de algo que ha servido a su Yuga. Es como debe ser. Los gritos de las satis aún resonaban en mi mente. Algunas de ellas se habían aferrado a sus señores, clamando sus nombres y chillando como si éstos pudieran alzarse una vez más para guardarlas del mal y del dolor. Los caballos en sus establos y los elefantes, al oír los alaridos, habían empezado a relinchar y barritar. Pero ahora todo estaba en silencio, excepto una llama aquí y allá que crujía y crepitaba, y los golpes de las olas, que cada vez avanzaban más. Penumbrosas figuras podían verse moviéndose entre los montículos: la casta mortuoria, que protegía los fuegos de las alimañas salvajes. Al alba, todo Dwaraka salió a llevar las cenizas al mar, donde Varuna, Omnicompasivo Señor de las Aguas, esperaba para aceptarlas. Al inclinarme sobre la pira consumida de Krishna, un abismo de desolación me tragó. Lo había sentido ya cuando Daruka empezó a contar la historia de lo ocurrido. Ahora su irrevocabilidad me abrumó. ¿Era la ausencia de su forma y su peso en la Tierra? Tuve la poderosa sensación de que su figura y substancia se habían llevado consigo toda gloria y toda promesa. ¿Quién quedaba aquí para desafiar la tiranía? ¿Quién había para impedir que algún nuevo Jarasandha preparase sus mazmorras para recibir a sus humanos sacrificios? Aquellos que habían sido contenidos y avergonzados por la fuerza y la luz de Krishna retornarían ahora a la oscuridad apaciguando su culpa con ofrendas de vacas y caballos. Los rescoldos sisearon cuando se derramó agua sobre ellos. Nuevas Draupadis sufrirían mofa y serían desnudadas en las sabhas del mundo, mientras hombres sabios citaban los shastras y contemplaban la escena. Entre tanto, algún otro Kamsa mancharía muros de prisión con sangre de niños para que no creciesen con su promesa de traer al mundo luz. Más Duryodhanas surgirían, apoyados por otros Duhsasanas. ¿Quién se cuidaría, entonces, de que el Dharma ocupase el trono? En verdad, el esplendor de la vida se había desvanecido del mundo dejando sólo grisura en su lugar. ¡Que no se canten ya más himnos!, proclamaba mi corazón. Arjuna estaba condenado a vivir en un mundo aletargado y baldío, un pedazo de humanidad atormentado por el dolor, torturado por una vida a la que Krishna me tenía sujeto por un voto de honor. ¡Oh, Krishna! Tú dijiste siempre que habíamos venido a realizar juntos la tarea. ¿Cómo es, pues, que aquí estoy todavía? ¡Oh Krishna! Como un párpado enfermo, la miseria se cerró sobre el sol emergente y la oscuridad descendió, anegando el día.

“Cuando amanece el día, Todas las cosas manifiestas surgen de lo inmanifestado;

Cuando cae la noche, de nuevo vuelven allí. Emergen de nuevo al Señor de las Aguas,

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De quien proviene toda vida”,

cantaron los sacerdotes. ¿Qué nuevas auroras podía esperar yo? Entramos en las aguas con las cenizas. Por todas partes alrededor se oían los murmullos de las plegarias y los nombres de los difuntos mientras elevábamos el agua en las manos acopadas y ofrecíamos nuestras oblaciones. Observamos las vasijas selladas, adornadas de flores, mecerse sobre las aguas hacia el mar abierto con el reflujo de la marea. Yo nadé con las cenizas de Krishna para asegurarme de que se las llevaría el océano. La corriente era fuerte. Oí un cántico que brotaba de las profundidades, siseando: Krissshna, Krissshna, Krisssshhh-na. Las olas dieron la bienvenida a mi Amado. Venían para llevárselo a casa como muchachas bailando ante los elefantes cuando un héroe retorna de su campaña. “Padre Varuna, acéptame a mí también”, pedí. Estaba ahora más allá de las olas rompientes y una demente esperanza de que el dios me aceptara tomó posesión de mí, infundiendo una fuerza demoniaca a mis miembros. Me sentí propulsado. Así es como nadan los delfines, pensé justo antes de que una ola me tomara de costado. Sentí las cenizas arrancadas de mis manos y la cólera de Varuna cuando un golpe casi me arrancó la cabeza del cuerpo. Me volví, oyendo a mi corazón protestar, perdida ahora toda fuerza, toda esperanza, toda vida. Varuna, airado ante mi presunción, me castigó con otra ola. Una negrura cayó sobre mí y el mar se hizo frío de pronto. Las cenizas habían sido aceptadas, devuelto yo, escupido. Mi cuerpo flotó a la deriva, se hundió. Otro mensaje surgió de las profundidades. Enfermo de rabia y mortificación, no quise escucharlo hasta que alcancé el oleaje rompiente... pero aquél insistía: Sssumisión, ssssumisión, sssssumisiónnn. El siseo cesó y su estela muriente trajo el susurro de una risa. La de Krishna. Me arrastré fuera del agua, jadeando, y me arrodillé en la playa, con el pelo lleno de arena y los ojos irritados por la sal. Murmuré el mantra del Narayanastra, sin sentir mis lágrimas, sólo la agitación de mi pecho. “Padre Varuna”, dije al fin, “vinimos a realizar juntos la tarea. Somos Nara y Narayana y tú nos has separado. Así sea.” Le pedí entonces a Daruka que reuniese a toda la gente de la playa. Les dije que tenían sólo siete días para recoger todo lo que quisieran llevarse, pues Dwaraka desaparecería pronto. Krishna debió de infundirme su poder porque hablé sin tener que pensar. Lo que les conté fue la historia de cómo se salvó Krishna de la muerte y de los años de prisión de sus padres. Los de la generación de Aniruddha conocían la historia, pero no los más jóvenes. No había tiempo para los doce días de duelo ni para bárdicas recitaciones: lo que les dijese habría de servir a ambos propósitos. Les recordé cómo había acabado Krishna con los tiranos de este mundo, que era lo que él había venido a hacer. Les recordé a Jarasandha de Magadha y les hablé de la embajada de Krishna a Hastina antes de la batalla del Kurukshetra. Para los niños y niñas de la edad de Vajra, aquella guerra era sólo leyenda. Les dije que Krishna había venido para traer unidad y paz, pero que los hombres no estaban preparados para ellas y que por esta razón era grande el precio que todos habíamos tenido que pagar. El precio estaba pagado ya y ahora debíamos honrarlo viviendo de acuerdo con las esperanzas de Krishna para nosotros. Les dije que me llevaría a las mujeres y a los niños y a cualquiera que decidiese venir conmigo, primero a Indraprastha, donde Sri Vajra sería coronado; después a Martikavarta, donde Hardikyatanayam, el hijo de Kritavarman, reinaría; y por fin a Hastina, con el hijo de Satyaki. Cada uno podía elegir libremente la ciudad en la que volver a empezar... pero vi en los ojos de algunos de los viejos habitantes

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de la ciudad, de los llegados desde Mathura con Krishna, que no abandonarían Dwaraka. Intenté animarlos. “Así como este fin había sido previsto, se ha prometido un siglo de paz y prosperidad. A Krishna le debemos no dejar nunca que nuestro corazón desfallezca, porque lo que nos ha sobrevenido es obra de Prajapati, en cuya compasión debemos confiar.” Los ojos de algunos de los que escuchaban parecieron iluminarse y mirar hacia el futuro; otros habían acabado ya con esta vida y apartaron la vista de mí.

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CAPÍTULO XXIX De pronto, fue nuestra última noche en Dwaraka. Estaríamos en pie al amanecer y yo dormí de forma intermitente. Confusas escenas de batalla que creyera borradas tiempo atrás se representaron en mi mente otra vez. Vi a Bhurisravas, que había matado a los diez hijos de Satyaki, sentado en meditación. Vi a Satyaki saltar con hoja fulgurante para cortarle la cabeza. Vi a Satyaki desafiar a Kritavarman en medio del polvo arremolinado del Kurukshetra. Krishna fue arrebatado de nuestro carro por un torbellino y una vez más nuestro estandarte con el emblema del mono quedó reducido a cenizas. Después, Daruka me llevaba por un camino de tierra resquebrajada y el carro se inclinaba de lado a lado. Me incorporé de golpe agarrándome al asiento del carro, que se convirtió en mi lecho pero seguía balanceándose. Una pequeña lámpara había caído al suelo y la llama parpadeaba. Cuando logré recordar dónde estaba, la cámara ya no se movía, pero la advertencia de lo que nos amenazaba era clara. Sonaron dos gritos penetrantes y luego sollozos y silencio, salvo por el ruido sordo de pies corriendo. Era la Hora de los Dioses, cuando las energías se concentran. Sentí a la ciudad y al mar impacientes por librarse de nosotros antes de su encuentro. Me deslicé del lecho de Krishna y puse el incienso ardiente en la cabecera. No había tiempo para más ritual. Toqué con las puntas de mis dedos los pies de su cama antes de recoger mis armas. Corrí escaleras abajo, que retemblaron mientras las descendía. El Shankara Shiva de la gran destrucción saludaba con un golpe del pie en el suelo antes de danzar. Las escaleras se movieron a un lado y a otro, y mi práctica en el carro y en mantenerme de pie sobre caballos al galope me sirvió bien hasta el último peldaño, que me hizo resbalar. Bien hondo en el centro de la Tierra, el dios Varuna se agitaba, resquebrajando el suelo incrustado de gemas en el que yo me había desmoronado. Me forcé a levantarme. Una luz centelleó junto a mí y cayó. Una amatista de violeta profundo que quedara suelta había saltado al aire. Pronto quedó todo quieto otra vez, pero Shiva había dado su advertencia. Siguió un repentino silencio. La gente de palacio debía de haber contenido el aliento creyendo que el fin había llegado. Ahora desgarraron el aire con gritos y lamentaciones. Mi preocupación era Vajra y su madre y el resto de los niños, y corrí hacia los aposentos de las mujeres. Tropecé con ellos a medio camino, donde los hallé marchando aprisa de la mano, con los sirvientes detrás. “¡Todos fuera!”, grité. La tierra podía empezar a moverse en cualquier instante otra vez. Pasamos por delante de los brahmines en el Homa, que recitaban los primeros mantras del día. No había tiempo para ceremonias, pero solté la mano de Vajra y saludé conminándolos a apagar los fuegos y salir con nosotros. Seguimos corriendo hacia las grandes puertas centrales. Vi a dos sirvientes cavando el suelo en busca de las gemas sueltas. Les grité que harían pisar fuerte a Shiva otra vez. Quizás no me oyeron, porque un momento después la tierra volvió a temblar y una columna con forma de león cayó sobre uno de ellos. Nos precipitamos hacia el portal por un patio de árboles floridos que aún desprendían un fuerte perfume y pasamos junto al estanque de los lotos, en el que peces brillantes relampagueaban aquí y allá presas de agitación. Algunos saltaron a la superficie y yacieron boqueando en el borde de lapislázuli. Vajra quería detenerse para devolverlos al agua. Tiré con fuerza de él. Los caballerizos sacaban de los establos a los animales, que se detenían para piafar, agitar las cabezas, sacudirse o encabritarse. Desde todos los rincones se oían los gritos de

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los hombres y de los animales. Mis soldados habían alcanzado las puertas y algunos corrían hacia mí para conocer mis órdenes. Les dije que me trajeran a los hijos de Satyaki y de Kritavarman. Crucé las puertas de palacio, que estaban abiertas de par en par, y dejé al grupo con una guardia a cierta distancia. No me fiaba de que aquellos muros aguantaran. Entonces, alguien gritó mi nombre. “¡Príncipe Arjuna!” Alcé la mirada para ver un brazo haciéndome señas desde una ventana. Me abrí camino a través de la marea de fugitivos y crucé el gran salón de entrada que se inclinaba hacia arriba y luego hacia abajo como el balancín con que juegan los niños. Las escaleras estaban ladeadas; la barandilla, hundida. Había un enorme agujero en una pared. Seguí los gritos que llegaban del departamento de las mujeres: una columna pintada se había desplomado de través en uno de los cuartos, atrapando debajo a una mujer y aplastándole el pecho. Dos de sus sirvientas intentaban desesperadamente moverla. Era esposa de Kritavarman. Su hijo yacía a su lado, sollozando. Su chal de seda estaba rojo de sangre. “Arjuna”, exhaló, “tráeme fuego del Homa de palacio y luego llévate a este niño y a las doncellas. Rápido, mi señor me está esperando.”

Pasó las manos sobre la columna y después su aliento cesó. Cogí al niño, que pateó resistiéndose a abandonar a su madre y corrí escaleras abajo con las muchachas detrás de mí. Los fuegos del Homa habían sido apagados y, cuando me volví, las escaleras se hundieron en un montón de madera astillada y fragmentos de albañilería. La puerta se abrió de golpe y se cerró otra vez y cayó después de sus goznes a través del arco. Más allá de éste, otro arco daba forma a llamas que saltaban hacia nosotros. Un mantra les arrojé y atravesé veloz la puerta llevando al niño, que lloraba, con su cabeza contra mi cuello, dejándole hincar sus pequeñas uñas en mis hombros. Obviamente, los dioses tenían aún trabajo para mí, porque alcanzamos la salida ilesos. Un poco más allá esperaba el carro y Daruka había traído al hijo menor de Satyaki y su nodriza. La madre había muerto cuando el suelo cedió bajo ella. Di el niño a la madre de Vajra. “Mira, aquí están tu primo y tu tía”, le dije.

Subí a la mujer y al niño y tomé las riendas otra vez. Desde alguna parte llegó el olor del jazmín y recuerdo haberme preguntado cómo, en medio de aquel caos, sabían las flores emitir su perfume. Mis hombres habían reunido a la gente que, aturdida y desesperada, se quedara atrás y vagara sin rumbo por los palacios. Éstos, a pie, se mezclaron ahora con una multitud de carros, carretas de bueyes y elefantes que fluía apretujada hacia las puertas de la ciudad. Detrás, el dios Agni, atareado, se infiltraba por cada rincón, trepaba los muros, se asomaba a las ventanas y lamía sus molduras. Ahora, llegó un sonido distinto del recrujir de los carros y el constante barullo y gritar de las gentes. Era la voz del mar, un sonido de ingurgitación, de succión. Bajé la mirada hacia el océano. El Hacedor del Día acababa de encender el mar, del color del elefante, que corría hacia atrás, al horizonte, como la cuerda de arco tensada inmensamente antes del disparo, revelando barcos hundidos y otros despojos que se pudrían en el lecho del océano. Contemplé las aguas reptar a la distancia... y luego grité a Daruka que fustigase los caballos. Pasamos a otros carros gritándoles que el mar pronto retornaría con toda la fuerza de su oleaje. Dejé el carro, monté un caballo y cabalgué hacia la cola de la columna para recuperar a los rezagados.

Y aún retrocedieron las aguas hasta convertir la playa en desierto.

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Suplicando a Varuna misericordioso que nos diese tiempo, recorrí la procesión, animando a la gente y al mismo tiempo apremiándola. Los gajarohas tenían las cabezas inclinadas sobre las orejas de los elefantes, les gritaban sus nombres, les hablaban cariciosos, estimulándolos y ofreciendo plegarias. Los aurigas y jinetes luchaban por impedir que sus caballos se apartasen del camino. El tiro de uno de los carros conducido por una mujer Vrishni se desbocó y partió a toda velocidad por un bosque de camuesos. Yo estaba en medio de la columna cuando la última mitad de la muchedumbre empezó a pisar las puertas de la ciudad. Para entonces, los animales percibían lo que se avecinaba y estaban locos de pavor. Muchas de las damas Vrishni que pasé gobernaban los tiros de sus carros, que llevaban llenos de niños y de gente mayor, tan bien como Subhadra. Conseguí alcanzar mi propio carro y me uní a la procesión. Oímos el bramar del ganado. De pronto, dos ciervos domésticos llegaron saltando de algún inesperado lugar e hicieron que el nervioso tiro justo detrás de nosotros saliese disparado hacia un campo, trastornando a uno de los carros de las damas. Las cornadas criaturas saltaban hacia arriba frenéticas.

Pronto el camino empezó a descender. Nos movíamos tierra adentro. Una vez más el mantra que habíamos dicho el decimoquinto día de la guerra brotó en mí. Era un mantra de sumisión. En esta ocasión, lo pronuncié en voz alta, una y otra vez: “Om namo Bhagavate Narayana.” Otras voces, muchas voces se unieron enseguida a la mía en un poderoso clamor de sometimiento. En mi corazón, me postré totalmente tal como lo habíamos hecho en el Kurukshetra. De nuevo sentí una brisa fría, como el Narayanastra, pasar sobre nosotros. El mantra siguió y siguió dentro de mí mientras yo gritaba órdenes y la columna continuaba avanzando. La franja de playa que apareció ante nuestra vista estaba llena de peces; algunos se retorcían aún. Un sol mórbido se había elevado justo por encima de la línea del horizonte. Aún no había olas que retornasen. El mundo estaba quieto, salvo por los fuegos de Dwaraka, que teñían el cielo. No aminoré el paso. Lo oímos antes de verlo, un ruido precipitado al tiempo que el suelo bajo nosotros empezaba a moverse. Hubo un estruendo en la distancia: el dios Indra arrojaba el trueno. Grité a los aurigas que marchasen más rápido y mi grito soltó el terremoto. Shiva pateó el lecho marino y el agua corrió hacia la costa. Como un gran monstruo, el mar suspiró y se alzó y colmó el firmamento de olas. Sus crestas se unieron para elevarse en forma de inmensos montes y luego avanzaron arrasadoras como si la caracola de una akshauhini hubiera lanzado la orden de cargar. Volví la vista hacia Dwaraka. Las líneas de los palacios esplendorosos eran como dentadas rocas pintadas señalando al cielo. El fuego estaba por todas partes: tanto Agni como Varuna reclamaban la Dwaraka de Krishna. Aún miraba, cuando la gran vyuha cayó sobre ella. Saltó el alto talud de la orilla y cubrió las mansiones antes de refluir estrepitosamente. Nosotros subíamos por la carretera ahora, que estaba atravesada de árboles caídos y nos obligaba a frecuentes interrupciones mientras los elefantes apartaban los obstáculos. El trueno nos aturdía los oídos y reverberaba en nuestros huesos, como si todo el ganado de Bharatavarsha corriera en estampida. Al mirar atrás, vimos el agua avanzar de nuevo, elevándose esta vez hasta las copas de los árboles. Más tarde, supimos que Dwaraka se había perdido bajo el mar con todos sus árboles y edificios. Ni siquiera las ramas más altas o las torres más grandes llegaron a asomar. Sin embargo, el espíritu de Dwaraka y el coraje que la había hecho nacer, que en mi corazón era Krishna, sólo Krishna, ni el fuego ni el agua lo podían borrar.

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CAPÍTULO XXX Realizamos el camino a base de pequeñas marchas y, ciertamente, no podría haber sido de otro modo. Las damas de alcurnia portaban consigo la riqueza de sus casas en carromatos tirados por bueyes, mulas y camellos: arcas llenas de joyas y ropas de seda, otras repletas de vasijas de oro y plata. Muchos de sus servidores marchaban a pie, llevando en la cabeza o las espaldas aquellas de sus posesiones que habían considerado más dignas de ser salvadas. Y además estaban los niños. En carros de burros, o de bueyes, o a lomos de ponis, iban los niños, nuestra esperanza de futuro, las semillas de una gran floración. Aunque algunos no hacían más que pedir dulces, tenían todavía los ojos llenos de imágenes de destrucción.

No era ésta una brigada con la que intentar marchas forzadas. Había con nosotros brahmines y vaishyas y sudras. Dwaraka había conocido la prosperidad e incluso los refugiados más pobres constituían un gran y rico concurso. Los elefantes lucían aún sus pinturas de peregrinaje y sus caparazones. Muchos de los carros gozaban de la sombra de sus parasoles de seda. Cuando Krishna trajo a su pueblo desde Mathura, después de matar al tirano Kamsa, su columna debió de parecerse un poco a ésta. Entonces, era una orgullosa asamblea, alto el espíritu, marchando hacia un brillante futuro; ahora, desde luego, viajábamos con pompas del pasado. Cada día levantábamos el campo al amanecer, bajo un cielo zafiro, con algún río que centelleaba como plata en la distancia. A menudo pasábamos junto a lagunas que llenaban los lotos. Cada día rezaba la gente a Pusan, Señor de los Viajeros y los Caminos, para que nos condujese a nuestros destinos. Yo oraba a Krishna. Cuando alcanzamos el país de los cinco ríos, casi creí que mis plegarias serían respondidas. Al ver la ciudad de blancos pabellones de seda, al oír el sonido de las corrientes borbollantes y al mirar las primeras, titubeantes sonrisas de los niños, supe que algo de Krishna perduraba en ellos... y esta idea daba algún sentido a la vida. Los niños no saben sino vivir. Vajra extendía su pequeño puño hacia sus primos y éstos susurraban sus conjeturas. Jugaban al panchasanmaya.

“¿Cuál es mi meñique?” El hijo de Satyaki, con rápidos ojos fúlgidos, alargó los brazos, enterrando los dedos

en sendos puños. Cuando Vajra señaló el que no era, ahogaron sus primeras risillas detrás de las manos. Al comprobar que no se les reprendía por su frivolidad, empezaron pronto a dibujar sus diagramas para el juego del tejo. Algunos adultos les dirigieron miradas recelosas, pero yo impedí sus reproches ayudando a trazar sus recuadros con la punta de mi flecha, así que los niños me tomaron de la mano y me hicieron saltar con ellos. Lo hice hasta que aterricé en una línea y los críos rieron, me señalaron, y Vajra, encantado, giró sobre sus talones. El resto aplaudió y, antes de que pudiera darme cuenta, yo reía con ellos. Luego, al verme allí de pie, mirando al cielo, me apartaron del camino para seguir con el juego que estaba obstaculizándoles. Allí, en medio del cuadrado dibujado en la tierra, era un obstáculo para la vida, el juego que nunca se detiene. Llenos de aquella traviesa malicia Vrishni, empezaron a reírse de mí, imitando mi forma de mirar a las alturas.

Más tardaron las princesas en unírseles. Éstas se sentaban junto a sus madres para tejer guirnaldas o hacer dibujos en la arena; pero eran hijas de reinas que conducían carros de combate y que podían partir con sus flechas frutos arrojados al aire, así que cuando creí

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que había pasado tiempo suficiente les dije a sus madres que necesitaban ejercicio. Pronto las vi lanzar pelotas y jugar con sus hermanos.

En pocos años, deberíamos organizar sus swayamvaras. Yo había escogido ya a la preciosa hermana de Vajra para Parikshita. Tenía la risa alegre de Subhadra y los más burlones de los chavales no conseguían hacerle perder el control. Esto, como bien sabía yo, es lo que anhela conseguir cualquier hombre e inculcar a sus vástagos. Pero cuando la vi tejiendo flores de jazmín con Hardikya, tal como ahora llamábamos al hijo de Kritavarman, me pareció que tendría que empezar a buscar otra vez. Hacer planes para la nueva generación se había convertido en mi preocupación principal. Dwaraka había desaparecido, pero los Vrishnis y los Bhojas, los mejores de entre nosotros, tenían que sobrevivir. No se podía permitir que la semilla de Krishna y de Satyaki pereciese.

Marchábamos en dirección noroeste, hacia Indraprastha. Una vez hubiese instalado a Vajra allí y le hubiese asignado un regente respiraría con más tranquilidad. Desde allí no nos quedaría mucho hasta Martikavarta, justo al norte de aquella capital y donde debería dejar al hijo de Kritavarman. Después me llevaría al hijo de Satyaki a Hastina, en la que viviría un tiempo con Parikshita antes de ir a su reino a orillas del Saraswati.

Cuando emigramos de Hastina a Indraprastha antes de la partida de dados, cruzamos Panchala, el reino de Draupadi, donde yo la había ganado no mucho tiempo atrás. Era un país de bosques y cultivos. Esta vez, sin embargo, tendríamos que atravesar una franja de desierto. No había otro camino a Hastina, a menos que viajásemos muy lejos hacia el sudeste y luego nos volviésemos al norte a través de los dominios Chedi y de Mathura. Yo había escogido el camino más corto: no podía esperar más tiempo para volver a ver a Subhadra y Parikshita. Empezaríamos, no obstante, por seguir el río Narmada y luego un tributario del Yamuna. Esta ruta nos ahorraría parte del desierto a costa de dos semanas de travesía, lo que parecía establecer un adecuado equilibrio entre prisa y precaución. Por mí mismo, habría partido de inmediato, pero vi que las mujeres necesitaban más tiempo para recuperarse. Sus heridas eran todavía demasiado recientes para soportar más penalidades.

Contemplamos, pues, a los flamencos pintar la distancia con sus colores hacia horizontes de verdeantes tamariscos. Había grandes lagunas con flores acuáticas rosas, blancas, magentas y malvas, que palpitaban de luz y ofrecían su fragancia al dios Surya. Martines pescadores volaban sobre nosotros y quedaban unos instantes suspendidos sobre las aguas antes de alejarse veloces, como huyendo de perfumes demasiado empalagosos. A veces buceaban en busca de pequeños peces; una sacudida del pico y ya los tenían. Había belleza allí, una belleza curativa y, aunque era consciente de ella, estaba más allá de mi alcance. Mi alma rondaba mi cuerpo, pero no estaba dispuesta a penetrar en el mundo. Desde el momento en que intentara partir el Gandiva, mi alma había morado en una tierra de nadie. Las mujeres tenían terror al desierto y muchas habrían preferido quedarse atrás. Gran parte de los que acudieran a nuestros sacrificios estaban muertos ya y, tras el Kurukshetra, tantos de nosotros, kshatriyas, habían desaparecido, que corrían no pocas historias de anarquía. Daruka advirtió que el mero esplendor de nuestra columna podía atraer saqueadores. Ordené una reunión. Los brahmines la empezaron con un himno a Pusan, Señor de los Caminos, para que nos condujese a salvo al destino de nuestro viaje. Al mirar alrededor y ver la expectación de los rostros, pedí a Krishna que diese forma a mis palabras. La gente me observaba; si les fallaba, habría enseguida problemas. La falta de fe es tan contagiosa como las fiebres de verano. Cuando diriges ejércitos, aprendes que tu

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propia valentía refuerza la voluntad de tus soldados. Ocurre lo mismo con mujeres y civiles, así que invoqué mi coraje, que era Krishna. Y debió de ser él quien hablase a través de mí. Una vez los hube ganado para mi causa, me incliné hacia la opción contraria. “Y sin embargo, a nadie se le reprochará que quiera quedarse aquí. A éstos les daremos todo nuestro apoyo y los ayudaremos a establecerse antes de seguir nuestro camino.” Continué todavía un rato por esta vía hasta que me interrumpieron. “¡No, no, príncipe Arjuna!” “No, Señor. Iremos contigo. Te seguiremos a ti.” Un murmullo de aprobación recibió estas palabras y los gritos de: “¡Sadhu, sadhu!” Después, todo el mundo rompió en fuertes hurras y vítores. Habían pasado casi tres meses desde que escapáramos de Dwaraka y algunas de nuestras muchachas kshatriya habían sido cortejadas por los oficiales de la guarnición: tres viudas decidieron quedarse atrás con sus hijas. Otras dos pidieron piras fúnebres para entregarse al sati. El resto vino conmigo. Daruka había apoyado hábilmente todo lo que yo dijera y, tras decirlo, me sentía en cierto modo restablecido ante mis propios ojos, porque la naturaleza kshatriya reside en sostener el Dharma Ario y, aunque nuestro mundo yaciera bajo el polvo o hundido bajo el mar, no podíamos cambiar o suprimir cosas tales como la protección de las mujeres, que tan profundamente se nos habían inculcado. Así, durante la mitad luminosa de la lunación, hice ofrendas con un fuego que habíamos portado del Homa de Krishna. Algunos de los brahmines, que eran demasiado viejos para la travesía, se quedarían atrás con aquellas mujeres. Más tarde, el día de nuestra partida, aquellos mismos sacerdotes, con los ojos brillantes de lágrimas, nos despidieron con el himno a la Aurora.

“Para nosotros se ha levantado la Aurora. Asegurado está nuestro bien.

Avanzan las Auroras Como clanes formados para la batalla,

Tiñendo sus rayos fulgurantes Los distantes horizontes del cielo.

“Extiende el sol sus brazos; Las nubes rosáceas del alba

Brillan con lustre.

“Convence a cada dios de que nos dé su presente; Ahora que apareces, otórganos

El encanto de gratas voces Y de pensamientos que nos eleven.

“Presérvanos eternamente, oh Diosa,

Con tu bendición.” Nos abrimos camino entre una muchedumbre que elevaba sus lamentos al vernos partir. Los brahmines nos arrojaron arroz, flores y bermellón al pasar y cantaron un último himno a Pusan por nosotros.

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“Él conoce y atraviesa todo reino celestial.

Que os guíe por caminos totalmente seguros. Cuidando de vuestro bienestar, protegiéndoos de todo daño,

Que él, que conoce, dirija la marcha vigilante.” Fue en la estación Vasanta, el tiempo de los cuclillos y de la floración de los mangos, cuando partimos. Campos de flores púrpura y magenta, junto a franjas de color zafiro, amarillo y amatista, se mecían en la brisa de la primavera. Las alas irisadas de las libélulas eran tan finas como los más exquisitos ropajes de nuestras damas y los saltamontes parecían esmeraldas vivas. Ciervos dorados surgieron como por encanto para beber del río. Si algo podía proporcionarme un mínimo de serenidad, era esta renovación de la tierra. Marchamos y descansamos al son de los himnos. Eran nuestra fuerza en un mundo en permanente mutación, el ritmo de nuestra esperanza.

“Que el viento sople dulzura, Que por los ríos fluya la dulzura, Que la hierba crezca con dulzura,

Para el Hombre de la Verdad.

“Dulce sea la noche. Dulce sea la aurora,

Dulce la fragancia de la tierra, Dulce Padre de los Cielos.”

Sentí la savia elevarse lentamente por mi cuerpo, pero mi alma permanecía todavía detrás. Por el camino había varias aldeas, todas ellas amistosas y hospitalarias. En una se nos unieron dos artesanos, un ebanista y un orífice. No podían llevar ya lo mejor de sus trabajos a Dwaraka y habían oído hablar de Indraprastha y la Maya-sabha. Éstos arrastraron a otros diestros artífices consigo. Desaparecida Dwaraka, esta región resultaba un páramo para ellos. Me preocupé de conocer a estos hombres y me cuidé de que ellos conocieran a su príncipe Vajra. Los ligué a él con historias de Krishna y del Kurukshetra. Cuando estás de viaje, las convenciones de la ciudad se olvidan. A medida que los atardeceres se hicieron más largos, otros de castas inferiores vinieron a escuchar mis historias y a oír algunos de los himnos de los brahmines por primera vez.

“Aquel que es llamado Amigo Divino Une a los Hombres.

El amigo Divino sostiene El cielo y la tierra,

Cuidando de las gentes, Sin cerrar nunca el ojo.

Al Amigo Divino ofreced Una oblación de grasa.”

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También para mí eran nuevos algunos de los himnos. Incluso los antiguos los escuchaba ahora con un oído más agudo. El anhelo de prosperidad, paz y dicha con el que nacemos había remitido en mí y me preguntaba si esto era la ecuanimidad de la que siempre hablaban Yudhisthira y los sabios. Me maravillaba poder cumplir con mis deberes, y parecía que eficazmente, en tal estado; aunque, cuando miraba a Vajra o pensaba en Subhadra y Parikshita sabía que ni el amor ni el apego se habían consumido en mí. Sin embargo, algo se resistía a renacer a la vida. El viejo Arjuna había sido como un águila en las alturas. Este Arjuna era como una sombra arrojada por el ave mientras volaba sobre montes y llanuras. Todo lo que en realidad sabía era que yo ya no era el que había partido hacia Dwaraka. Quizás el cambio sobreviene cuando todas las certezas han sido barridas y sabes que tu única esperanza es la renuncia, la sumisión, no sólo al ver aproximarse el Narayanastra, sino en toda tu vida, de día en día. Mis plegarias se dirigían ahora a Pusan también.

Somos siempre peregrinos en una senda desconocida. Daruka, que lo percibía todo, vio el cambio en mí. Cuando el tiempo se hizo más cálido, los niños empezaron a nadar. Sentado en una roca, yo los miraba chapotear y reír en el agua bajo la mirada vigilante de Girika, uno de mis capitanes. Vajra y el hijo de Satyaki eran temerarios y a veces parecía que fueran a lanzarse hacia la otra orilla. Y Girika sabía lo que hacía, pero fue Daruka quien vino a mí. “Príncipe Arjuna, los jóvenes príncipes son demasiado atrevidos. No les gusta la orilla y no faltan cocodrilos en la corriente.” “Encárgate de que haya arqueros apostados mientras nadan.” No pude reprimirme añadir: “Pero no son los arqueros los que los protegen, ni ninguno de nosotros.”

Daruka me observó mientras un cuclillo elevaba una y otra vez sus notas crecientes. “¿Qué ocurre, Daruka?”, pregunté por fin. Siguió mirándome y dijo después: “El príncipe Arjuna no habría dicho esto antes

de...” “¿Antes de Dwaraka?” Asintió. Yo asentí también. “Quizás he llegado a mi vanaprastha, Daruka.” “La estación no está aún madura para ti, príncipe Arjuna.” “Quizás dos estaciones se solapan. Es la Kaliyuga y los tiempos se tuercen. ¿No te

dijo nunca Sri Krishna estas cosas? “Oh, muchas veces. Muchas, muchas veces. Dijo que el bien surgiría del mal.” “Y yo lo creo. Pero creer es una cosa y sentarse aquí, en esta roca, esperando lo que

no llegamos a entender, es otra muy distinta.” Nos quedamos en silencio mientras yo rascaba un parche de musgo con una punta

de flecha. Los cuclillos llamaron otra vez y un pájaro carpintero les cantó en contrapunto, coreado enseguida por un trinar de gorriones. Las flores radiaban. Daruka, al igual que todos los aurigas, sabía cómo hacer emerger tus pensamientos. Ashwatthama me había dicho una vez que Bhishma se enteró de la pasión de su padre por Satyavati gracias a su auriga. Conocen estos hombres tus pensamientos y necesidades como los de los caballos del tiro que gobiernan.

Los niños salían ahora del agua que lamía la orilla. Tenían azules los labios y arrugadas las puntas de los dedos. Permanecimos en cordial silencio. Un muchacho estornudaba y oímos a una mujer reprenderlo y a una sirvienta decir que el tiempo era demasiado fresco todavía para baños. El sol se había deslizado hacia el oeste. El fuego

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Homa, portado en un brasero de metal, nuestro vínculo entre esta tierra y los cielos, ganó fuerza. Era hora de quietud. Pronto se elevarían los himnos. Muchas de las personas mayores que dejaron Dwaraka con nosotros habían muerto por el camino. Aquella noche otras dos mujeres sucumbieron de debilidad y dolor. Eran antiguos miembros de la familia de mi tío. Yo no las había llegado a conocer bien, pero lo sentí como si hubiera perdido gente cercana a mí. Varios parientes a los que yo no había tratado en absoluto anteriormente estaban con nosotros y yo cuidaba de sus necesidades como si fueran madres y padres míos. Cada día hacía la ronda de las tiendas para mostrar mi apoyo y dar coraje a los que estaban demasiado débiles o enfermos o tristes para acudir al culto. Una vez más realizábamos los ritos, ofrecíamos libaciones y escuchábamos los himnos de los brahmines a la muerte. Daruka me dijo que recordaba a una de estas damas de sus tiempos de juventud, de los días anteriores incluso a la migración de los Yadavas desde Mathura hasta Dwaraka que dirigió Krishna. Había sido una de las grandes bellezas en el palacio de Kamsa, cortejada por muchos de los principales guerreros, pero al final escogió a uno de sus primos en contra de los deseos del tirano. Kamsa, que la quería para sí mismo, hizo matar al hombre y a ella la convirtió en criada de su esposa. Krishna y Balarama entraron en palacio disfrazados de dhobis y la rescataron. “Has de recordar, príncipe Arjuna, que aunque Sri Krishna había crecido como un rústico, su coraje y su amor por la justicia eran tan intensos que nunca tenía en cuenta el peligro.” “Y su sentido de la libertad...”, añadí. “¿Qué le ocurrió a la mujer?” “Tiempo después se casó con un príncipe Bhoja de su elección. Le dio muchos hijos, pero secretamente estaba enamorada de Krishna.” “Todas las mujeres estaban enamoradas de Krishna, Daruka.” “Era porque él las trataba con cariño y respeto. Sri Krishna las amaba también. Has de haber oído que tiempo después, cuando hubo llegado al poder, cruzó el país para libertar a muchas damas Arias que habían caído en poder de Narakasura. Cuando Sri Krishna les dijo que no tenían nada ya que temer y que serían escoltadas a casa, aquéllas se negaron a seguirlo alegando que ya nadie las aceptaría. Sri Krishna las trajo todas a Dwaraka. ¿Quién, aparte de él, habría dado refugio a tantas mujeres que valían lo que las viudas, o menos, y que tan poco útiles eran para la comunidad?”

Dejamos pasar unos instantes en silencio. “Habían sido tratadas cruelmente y muchas sucumbieron por el camino. Yo estaba

allí. Sri Krishna acostumbraba a asistir a las enfermas y moribundas con sus propias manos, levantándoles la cabeza para ayudarlas a beber, reconfortándolas con sus palabras y su encanto. Aprendí tanto de él...” “Y yo, Daruka, y yo.” Después de esta conversación, nos buscamos uno a otro mucho más a menudo que antes. Día tras día, cuando él había terminado su trabajo y el mío yo, lo llamaba a mi tienda y lo invitaba a sentarse conmigo y a compartir mi vino. Krishna nunca se había preocupado por la estricta observancia de casta. Como un niño, le pedía a Daruka que me relatase acontecimientos de los que yo sólo había oído hablar. Me hacía darme cuenta de que las cosas que yo sabía de Krishna y había compartido con él no lo agotaban. Krishna había hecho tantas cosas en una sola vida, corregido tantas injusticias, castigado a tantos tiranos,

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protegido a tantos animales del sacrificio, rescatado y amado a tantas mujeres, soportado los insultos y las mofas de tantos hombres de mucha menos valía... Una tarde, Daruka empezó a contar que tras la muerte de Kamsa, Jarasandha, el de los sacrificios humanos, a cuyas hijas había desposado Kamsa, puso sitio a Mathura. “Sri Krishna era noble, príncipe Arjuna. Cuando hubo matado a Kamsa, la gente quería desgarrar el cuerpo del tirano miembro a miembro, pero Sri Krishna protegió el cuerpo y presidió el funeral. El rey Kamsa era en verdad muy odiado. No sólo había matado a los hermanos de Krishna, sino a toda criatura que pudiera acabar convirtiéndose en una amenaza para él. Y no sólo era odiado Kamsa, sino que los jefes Yadava se odiaban a sí mismos por haberle dejado llevar a cabo todas aquellas atrocidades. Se negaron a asistir al funeral, pero ¿sabes, príncipe, lo que Krishna les dijo?” Meneé la cabeza. “Que tras la muerte no hay enemistad.” Ninguno de los dos pudimos hablar. Luego le conté a Daruka que después de matar a Jarasandha, Krishna, con gran gentileza, sentó a su hijo en el trono.

El momento era intenso y portaba consigo la voz del joven Krishna, un muchacho recién llegado de la campiña, con la flauta a la cintura.

“Podía haberse hecho con la corona”, prosiguió Daruka. “El mismo padre de Kamsa, el Señor Ugrasena, a quien Kamsa le había arrebatado el trono, lo propuso. Pero Sri Krishna tomó la corona y se la colocó al Señor Ugrasena en la cabeza. Éstos son los momentos que han hecho mi vida. Él nunca quiso el poder para sí mismo. La gente se olvidó de esto y no lo comprendió. Él quería la libertad de los pueblos y el fin de la tiranía, para que Bharatavarsha se uniese bajo una única Ley Dhármica. Ya entonces me dijo que el primogénito de su tía Kunti, el príncipe Yudhisthira, era el rey dhármico que debía sentarse en el trono.” “Sí, Daruka. Sí, lo sé. Incluso antes de conocerlo, cuando Sri Balarama vino a Hastina para enseñarnos lucha libre, nos habló de la visión de Krishna.” Pero Daruka estaba reviviendo todavía la muerte de Kamsa y empezó a hablar de sus viudas, las reinas Asti y Prapti, y de cómo Krishna las honró y consoló. El Hacedor del Día se retiraba y pronto llegaría el momento de su reposo. Era costumbre mía unirme a la gente para las plegarias del atardecer, pero ahora envié a buscar a los niños. Quería que Vajra oyera las historias del más grande de los miembros de su linaje. Los bardos de Indraprastha no tardarían en despertarlo cada mañana con los cantares de las gestas de sus ancestros, pero nadie podía encender la llama del espíritu de Krishna como Daruka. “El hermano de Kamsa descendió sobre Mathura con un ejército. Yo llevé a Sri Krishna a enfrentarlo. Todo el mundo quiso unirse a nosotros. Bajo Sri Krishna nuestro espíritu era como un viento poderoso.” Los niños, con el cabello mojado aún de nadar y pegado a sus mejillas, entraron en el pabellón. “¿Por qué no se puso la corona en la cabeza, después de matar a Kamsa y a su hermano?”, preguntó Vajra. Daruka le sonrió, le acarició el pelo y le habló del coraje y de la ausencia de ambición. Los muchachos escucharon con ojos como platos el relato que Daruka les hizo de los asedios a Mathura. Cada año después del monzón, Jarasandha enviaba su ejército a atacar Mathura a pesar de la resistencia de aquel pueblo que se había librado de la tiranía por fin. Los

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Yadavas que huyeran de Kamsa habían retornado y la ley se había restablecido. Las tierras y riquezas robadas por Kamsa retornaron a sus legítimos dueños. Para impedir luchas intestinas entre los clanes reales, se organizó la boda del jefe Vrishni Akrura con la hija de Ugrasena. Algunas de estas cosas yo las había conocido y otras no. Viniendo de Daruka resultaban frescas, novedosas. Pregunté a Daruka algo que siempre me había inquietado: ¿habrían sido distintas las cosas, si Krishna hubiera aceptado la corona? Nadie se la habría disputado, eso al menos lo sabía. ¿Hubiese frenado la rivalidad entre los clanes, soldándolos de una vez? Ugrasena, el padre de Kamsa, había sido débil; de otro modo, Kamsa, para empezar, no le habría arrebatado nunca el poder. “Príncipe Arjuna, todos nosotros descendimos de aldeas Gokula cuando muchachos. Krishna era nuestro líder y estaba lleno de ardor y coraje, y todo el mundo podía ver que era noble pero, extrañamente, nada ambicioso. Siempre decía que su trabajo era de otra naturaleza. Esto era antes, desde luego, de que él y Sri Balarama fuesen a estudiar con el guru Sandiyani y Ghora Angirasa. Cuando regresaron, Sri Krishna comenzó a organizar a la gente y a inspirarlos. Cuando hablaba, a todos nos llenaba la energía de los dioses. Fue entonces cuando Jarasandha empezó a atacar. ‘Ese vaquerizo’, decía, como siempre al referirse a Sri Krishna simulando ignorar su origen noble, ‘ha de recibir una lección’. Lo que lo encolerizaba era que ningún Yadava hubiera pensado en castigar al ‘advenedizo’. Además, el ejército estaba con Krishna y Kamsa, yerno de Jarasandha, no había muerto siquiera en batalla, sino en una palestra.” Recordé entonces y vi el sentido de las palabras de Jarasandha a su hijo, tan a menudo citadas, que quería saber por qué su padre necesitaba a Sisupala de los Chedis y a Rukmin de Vidharbha y a Dantavaktra de Karusha y al rey de Paundra para derrotar a Mathura, cuyas huestes estaban llenas de boyeros. Jarasandha le respondía que cada Yadava luchaba por su libertad y no por la paga del soldado. Y de libertad hablábamos aquí a los niños que nos escuchaban. Así fue que los ataques llegaron cada año hasta que el consejo Yadava pidió a Krishna y a Balarama dejar Mathura, para poder vivir sin el miedo de aquella agresión anual. “Y así ocurrió, príncipe Arjuna, que unos años después toda una población de dieciocho clanes emigró del norte al sudoeste. Ahora, como la marea, retornamos. Cuando dejamos Mathura quemamos la ciudad. Esta vez Agni y Varuna han hecho el trabajo por nosotros. Dwaraka era inexpugnable desde el exterior. Sólo la locura de los hombres y de los elementos podía haber destruido la ciudad de Sri Krishna, la de las hermosas puertas y majestuosas mansiones. Nada queda ahora, pero cuando llegamos nada había tampoco, aparte de la ciudad en ruinas de Kushasthali. Mathura quedaba arrasada detrás de nosotros y, aunque no lo hubiera estado, ¿quién hubiera cruzado este inmenso desierto para volver allí? Nos sentíamos triunfantes. Había una fuerza imponente con nosotros. Y era Sri Krishna.” Daruka se volvió hacia los niños y dijo: “Ya veis, mis pequeños señores, la fuerza y el coraje son superiores a cualquier arma.” Y prosiguió: “No habría ya asedios que perturbasen nuestras vidas. Guru Parashurama había escogido bien cuando, muchos años atrás, convirtió en su fortaleza este lugar. Al gran fuerte de roca, a medias erigido por la naturaleza, nosotros le añadimos nuestras construcciones y defensas hasta que nos ofreció tanta protección que las mujeres solas habrían podido guardarlo contra cualquier ataque. Edificamos tantas puertas con arcos hermosos que un día la dama Subhadra, una niña pequeña aún, dijo que el lugar tenía que ser llamado Dwaraka, La Ciudad de las Puertas.

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“Gran parte de nuestro ganado había muerto durante el viaje, pero quedaba suficiente para que los gopas empezaran las cabañas otra vez y a cada uno se le dieron pastos generosos. Otros se dedicaron a la construcción de barcos y al comercio. La ciudad floreció. Tú mismo, príncipe, viste las anchas carreteras y sus panoramas, los árboles en flor y los jardines siempre en aumento. Donde Sri Krishna estaba, la vida y la belleza prosperaban. Los mejores de los artesanos y artistas acudían a él.” Y así había ocurrido, en efecto, en Indraprastha. “Nuestras puertas se abrían a los caminos del mar y los campesinos se hicieron mercadantes cubiertos de oro y de joyas. Yo mismo poseía riquezas.” Extendió las manos para hacer centellear sus anillos bajo la llama de la lámpara de manteca y dilató los ojos con rictus de dolor al cantar con su dulce voz de bardo:

“...Pero Krishna era nuestra única riqueza. Él nos la ha robado

Y se la lleva Por el camino desconocido.”

Suspiró y reinició su relato. “Fue entonces cuando se eligió a tu tío Vasudeva como Señor de Dwaraka.” “Krishna aún evitaba la corona.” “Eso lo haría toda su vida.” Los niños se habían dormido. El hijo de Satyaki apoyaba la cabeza en mi hombro. Me inundó un fiero sentido protector y le presioné gentilmente la cabeza contra mi corazón. Cuando por fin alcanzamos las puertas de Indraprastha, nuestras sombrillas de seda estaban cubiertas de polvo y desgarradas. Éramos una andrajosa caravana. Aunque acampamos a algunas yojanas de la ciudad para darnos tiempo de ofrecer una imagen brava y acicalada, portábamos las huellas del desierto, en el que habíamos dejado parte de la substancia de nuestra propia carne. No tenía ni idea de si encontraríamos oposición en Indraprastha, pero había enviado con antelación mensajes de nuestro arribo. Llegado el momento, se nos dio la bienvenida. Los consejeros dejaron las puertas de la ciudad para recibirnos. El bosque Khandava, que quemáramos en otro tiempo, una vez más invadía el territorio con nuevos peligros de animales salvajes y tribus forajidas. Ladrones de ganado, sobre todo, descendían del noroeste. Estos peligros nos pusieron las cosas fáciles. El Regente, un primo lejano del joven Puru, que había muerto en una carrera de carros, era un hombre débil aunque cordial, a todas luces falto de madera de gobernante, y se alegró de poder desprenderse de aquella carga ingrata. Tras las primeras escaramuzas llegamos a un acuerdo con las tribus y establecimos una línea fronteriza. Conocían el arco y la flecha, pero no eran rivales para hombres entrenados por Satyaki y por mí mismo. El ganado de la región se había reducido mucho por los ataques de los lobos, los tigres y los incursores. Cuando hice entrada en Indraprastha después de limpiar parte del bosque al otro lado del Yamuna, fui saludado no sólo con mis nombres de Dhananjaya y Jishnu, sino también con el apelativo de Krishna, Govinda. Junto a mí en el carro, Krishna sonrió. La bienvenida que nos ofreció Indraprastha no era muy distinta de la que nos recibió cuando Krishna y yo vinimos a la ciudad tras el Kurukshetra: ansiaban un príncipe y alguien querido por Krishna respondía de modo especial a sus anhelos. La capital estaba

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vieja y ruinosa y desértica cuando llegamos a ella por primera vez, después de que nuestro tío Dhritarashtra nos la endosase. Vinimos justo a tiempo para salvarla del bosque, que la invadía por todos lados. Una ciudad no puede estar más tiempo sin gobernante; luego, muere. Ahora que bullía de preparativos para las festividades, era como si los gandharvas hubiesen descendido de nuevo para limpiarla y restaurarla. El espíritu de Maya inspiraba a albañiles y pintores y jardineros. Daruka se había convertido en mi confidente y sostén pero, si la obra había de continuar, debería dejarlo aquí como regente oficioso hasta que Vajra se hiciese mayor. Daruka era el oro que nada puede corromper y yo lo echaría de menos. Una vez más, Indraprastha vibraba de vida dichosa. Hojas de mango y caléndula adornaban las puertas. Auspiciosos motivos se trazaban con polvo de arroz y bermellón en las calles ante cada umbral. Los sacerdotes atendían el Homa e instruían a Vajra. Calor efundían las cocinas de palacio, donde había grandes cantidades de comida en constante preparación. E incienso ardía junto al lecho en la que fuera la habitación de mi madre y que una anciana dama había cuidado como un santuario. Al principio me resistí a visitar la Maya-sabha. Sin Krishna, ¿no me traería más dolor que dicha? Más tarde, un día sagrado de la mitad luminosa de la lunación, ordené a los sacerdotes observar todas las ceremonias que apaciguan el hado e hice que Daruka me llevase a la sabha. Una vez más dejé, en el umbral, que obrase su magia sobre mí. Una luz blanca purísima que avergonzaba al sol brillaba a través del edificio. “Construidla”, había dicho Krishna, “para que se desvanezcan la tristeza y el desánimo de todo el que entre aquí.” Era imposible decir si era la luz o la perfecta simetría de su forma lo que daba aquella paz, pues el corazón se elevaba para encontrar la luz y la mente se serenaba. Antes de cruzar el umbral, observé la ceremonia de entrada. Fui a sentarme donde siempre lo hiciera, a la derecha de Bhima, e intenté traer a la memoria aquellos días de gloria. Al menos la sabha había sido conservada a la perfección. El estanque de lotos resplandecía como el día de la inauguración, con flores blancas y magenta en tallos de esmeralda. Tortugas doradas se movían entre ellos y peces atigrados, de color naranja y oro y plata, relampagueaban... descendientes de los que Sahadeva trajera muchos años atrás, junto con perlas y corales, de sus conquistas en el sur y de la isla de la forma de las lágrimas. La brisa ondulaba el agua sobre el mármol, lavándonos de amargura. Alrededor de nosotros había árboles floridos y maderas de dulce fragancia, lagos en los que cisnes blancos se deslizaban con cuellos doblados como tallos de loto y patos que revolotearon al vernos llegar. Una brisa libre de corrupción me oreó una vez más, trayéndome recuerdos de Krishna. Reviví el día del fuego en el Khandava y vi de nuevo a Maya implorando por su vida cuando esta sabha no era más que un sueño de otro plano. “Construye algo para mi amigo”, le dijo Krishna. Amigo, primo, hermano... También éste fue un regalo suyo. ¿Había algo de valor en mi vida que no lo fuese? Desde aquí partió para Dwaraka. Aquí nos abrazamos una vez hubo tomado el polvo de los pies de Yudhisthira y Draupadi, y recogido los mensajes de Subhadra para sus padres. Sí, a mí me guardó para el último instante. Daruka debió de seguir el curso de mis pensamientos, porque dijo: “Después de dejaros aquel día, camino de Dwaraka, me hizo girar el carro y pidió: ‘Daruka, llévame otra vez al príncipe Arjuna.’ Quería volver a despedirse de ti, a abrazarte. Sólo a ti.” Lo recordaba. No pude ni siquiera asentir con la cabeza. Tan próximas estaban las lágrimas que eran mitad desespero, mitad dulzura. Cuando vi su Vishwarupa, dentro de mí, en todas partes, me incliné ante él. Me incliné ahora ante él. Ante él me incliné...

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Recorrí con Daruka jardines y salones. En cada uno había un episodio de Krishna: lo que le dijera a Maya, un chiste que me contó sobre las tortugas, su reverencia por su tía, nuestra madre Kunti, a la que siempre hizo sentirse joven y hermosa... Visitamos la cámara de Draupadi. Nuestra reina había sido arrancada del sereno esplendor de estas habitaciones para ser apostada, enviada al exilio y a la servidumbre después; y más tarde, en el curso de diecinueve días, había sufrido la pérdida de toda su familia. Nuestras membranzas se hicieron silencio aquí. Su vieja sirviente nos enseñó el rodillo con el que molía y mezclaba las hierbas para los baños de Draupadi. Jarras de perfumes y espejos, con gemas incrustadas, brillaban bien bruñidos. La anciana captó la mirada dolorosa que cruzamos Daruka y yo, y con la audacia de alguien que ha sobrevivido a los desastres saltó: “Ay, bien podéis miraros. Nadie la entendió, más que Krishna. Si no hubiera sido por él, la habríais dejado morir de vergüenza.” Había esperado todos estos años para decir lo que pensaba, guardando los aposentos de su señora tan fieramente como una tigresa sus cachorros. “Tenía la lengua afilada, quizás”, murmuró la mujer, “y acaso razones para que así fuera, pero en su interior era gentil. Los que la servíamos lo sabíamos, igual que Krishna, y su tía, vuestra madre, también.” Y siguió con más dulzura: “Que todos sus sufrimientos consuman los pecados de otra vidas y prevengan los percances de las futuras. Ninguna señora ha sufrido como la mía. Que el mal de este mundo mengüe por sus ordalías.” Tales pensamientos de compensación la serenaron, tocó mis pies, invocó una bendición sobre nosotros y se retiró.

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CAPÍTULO XXXI Invitaciones se mandaron para el abhisheka real. Al haber sido en tiempos la capital imperial de Yudhisthira, Indraprastha era aún un enclave de poder y gozaba de un aire de la gracia de Krishna. ¿Cómo decirlo? Había una ligereza en la atmósfera y el corazón, una desenfadada sensación de la risa de Krishna que Hastina, a pesar de toda su opulencia, no podía igualar. A la espera de coronar a aquel rey niño, los caminos de Indraprastha estaban llenos de guirnaldas y las calles, rociadas de agua aromada, lucían la evidencia permanente de las joyas y finas vestiduras de sus habitantes. Cada día nos llevaba Daruka a Vajra y a mí, protegidos bajo la sombrilla real, por la ciudad. Vajra, con sus sedas doradas, a todos nos recordaba a Krishna. Tenía la sonrisa y el encanto Vrishni, y se comportaba en público con natural dignidad. Cuando la gente nos saludaba y él alzaba sus manos juntas en respuesta, todo el mundo clamaba: “¡Victoria a la simiente de Krishna! ¡Victoria a Dhananjaya!” Al llegar a palacio, veíamos el suelo del carruaje cubierto de flores y de grano auspicioso. En las calles más estrechas, la gente se asomaba a los balcones y descolgaban sartas de flores que nos rozaban las mejillas. La madre de Vajra y su tía, con los hijos de Kritavarman y Satyaki, sentadas detrás de nosotros en esas ocasiones, recibían su porción de flores también. Por fin volvían a gozar aquellas viudas de algunas de las dichas de la maternidad. Daruka y yo, recordando a Jhillin, que había tratado de envenenarnos a Krishna y a mí, hubiésemos preferido no apartarnos de las calles más abiertas. Pero un día Vajra, diciendo que necesitaba ver a todo su pueblo, insistió en pasar por los barrios más modestos también. Estaba a punto de reprenderlo cuando capté la mirada de Daruka; observé a Vajra y pensé: Su camino pertenece a los dioses. No hay escudos contra el hado ni se puede escapar a una flecha predestinada. Al girar por un recodo de la vía nos encontramos en un callejón sin salida entre árboles kadamba y muros ruinosos. Vajra y yo vimos aquella cosa al mismo tiempo: un montón de harapos yaciendo en la cuneta. Un hombre viejo, muy viejo, con el pelo enmarañado y extraños ojos claros, emergió de ellos. Oí a Daruka contener el aliento. Yo tenía una mano en el Gandiva y la otra lista para hundirse en el carcaj. Daruka giraba ya las cabezas de los caballos. El lugar era perfecto para una emboscada y, sin embargo, nadie había podido saber que vendríamos por este camino. Daruka levantó el brazo del látigo. La faz del anciano resplandeció con una sonrisa que lo señalaba como sabio o como lunático. “¿Qué haces aquí?”, le pregunté ásperamente. Vajra me dirigió de inmediato una mirada de reproche. “Lo mismo que tú, mi señor”, repuso con voz fuerte y resonante. Tenía que estar loco. “Palabras de esas les han costado la cabeza a hombres mejores que tú...” El kshatriya en mí no podía hablarle de otro modo, pero algo me hizo añadir: “... abuelo.” “Mi señor, que pequeño precio, pues...”, y sonrió a Vajra, “...por ver otra vez a mi Señor Krishna.” Daruka bajó el brazo. Otro callejón sin salida era éste y yo no sabía cómo retirarme. A los kshatriyas no se nos enseña a ceder ni a disculparnos. Quizás no fuera insolencia, pero al atardecer la historia estaría en todas partes. “Krishna no existe ya, ¿sabes?”, dijo Vajra con gentileza.

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“No. Él vive.” Se me erizó el vello de la nuca. ¿Qué dios había puesto este mensajero ante nosotros? Tras una pausa, dije: “¿Es eso farfullar o sabes lo que estás diciendo, padre?” “Lo sé”, dijo el hombre, “y tú lo sabes también.” Había ignorado ahora el ‘mi señor’, pero yo estaba más allá de darle importancia. “Sri Krishna vive... y no sólo en la memoria de un anciano que os vio a él y a ti construir esta ciudad y honrar el Rajasuya. Mientras los hombres pisen esta Madre Tierra, él vivirá.” Ecos de la profecía del Gran Patriarca Bhishma antes de la muerte de Sisupala pulsaban en sus palabras. ¿Y de quién eran tales palabras? En este momento, yo era el rey aquí y poner en orden el reino, mi misión. Pero, por la Gracia de los dioses, este anciano había puesto orden en mi mente y corazón. Inclinándose ante nosotros y elevando sus manos juntas, sonrió a Vajra otra vez y se dio la vuelta, se apoyó en su bastón y partió trastabillando. Algunos de nuestros escoltas habían tomado el recodo. Le hice señal a Daruka de que los despidiese. Sabía quién había hablado por aquella boca desdentada y ahora lo veía en todas partes. No sólo en los ojos de Vajra sino en Daruka y su mano del látigo, en los caballos y en los árboles kadamba. Estaba vivo.

LA CORONACIÓN Esperamos el día en que los astros fuesen favorables para el baño de coronación de Vajra. Los sacerdotes habían pospuesto dos veces ya la ceremonia y yo tuve que recordarles que un trono vacío engendra ambición. Daruka dijo que sus vacilaciones radicaban sobre todo en su deseo de que me quedase en Indraprastha el mayor tiempo posible. Creí que acaso era él quien daba voz a su propio afán; pero, en efecto, una delegación de consejeros y preeminentes ciudadanos vino a preguntarme si me quedaría como Regente. Que alguien llegase a sugerir que pudiese separarme de mis hermanos era para mí una novedad. Cuando así lo dije, un anciano brahmín, alzando las manos juntas y sonriendo, replicó con picardía: “Pero a ti te gusta más esto, príncipe Arjuna.”

Toda la asamblea estalló en carcajadas. Una vez tomado y bien saboreado el primer bocado de esta verdad, otros metieron los dedos en el plato. “¿Qué fue lo primero que hiciste después del Kurukshetra, príncipe Arjuna?” “No fuiste a una peregrinación sagrada, príncipe. Viniste aquí.” “Y eso fue la peregrinación del príncipe.” Y mientras se lo oía decir, yo sabía que tenían razón. El trato había sido siempre menos formal aquí que en Hastina. Ello era obra de Krishna, de los tiempos en que construyó la ciudad con nosotros; ahora, con Yudhisthira en la capital, la gente de este lugar no podía seguir reprimiendo su afecto por mí. Sentí lágrimas acudirme a los ojos y vi ojos brillantes por todas partes alrededor. Sin palabras me decían que, aunque Krishna ya no estaba con nosotros, ellos me daban todo el amor que aquél habría querido para mí. Era estar en casa, y en familia. Si hubiera podido traerme a Subhadra y a Parikshita, quizás mi corazón hubiera clamado por aceptar su proposición... pero a pesar de ello, y por mucho que quisiera negarlo, yo era todavía un dedo de la mano Pandava, el hijo medio, el tercero de madre Kunti, y les había dado a ella y a Krishna mi palabra de kshatriya que de los cinco seríamos siempre uno.

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Daruka trabajaba sin descanso en los preparativos con los sacerdotes y en la ornamentación de la sabha. Empezaron a llegar los reyes de la región circundante con finos presentes para el joven rey: corceles y ponis, ganado, gemas, pieles y carros de juguete tirados por entrenadas tortugas. Pero lo que más le gustaba a Vajra eran las cacatúas y loros parlantes. Había una cacatúa que decía: “¡Larga vida al príncipe Vajra!” Y otras replicaban: “¡Él es el príncipe Vajra!” Otra repetía: “¡Victoria a la simiente de Krishna!” Y aun otra: “¿Has adorado al Hacedor del Día?” Cuando los nobles entraban en la cámara de los loros, las aves decían: “Por favor, tomad asiento.” Y cuando lo hacían los sirvientes: “Traed refrescos.” El tiempo de duelo había pasado. Había sabido que Vajra se vería esplendoroso con las sedas doradas que siempre vestía, pero no estaba preparado para el fulgor de su rostro. Desde la alta y alhajada plataforma que se usó para el Rajasuya de Yudhisthira, escuchó los cánticos con los ojos cerrados, introvertido durante toda la ceremonia. Yo me hallaba a su derecha, mientras que Daruka sostenía la sombrilla regia desde detrás. Habíamos nombrado a los hijos de Kritavarman y Satyaki protectores de la ceremonia y allí estaban, orgullosos, de pie y con las espadas desenvainadas, henchido el pecho desnudo y mozo, enjoyado. Pronto nos marcharíamos y llegaría su turno entonces. Después, el de Parikshita. Una vez sentado este último en el trono, mi tarea quedaría, por fin, terminada. Lágrimas cayeron lentas por el rostro sereno de Vajra. Había un auténtico rey aquí en cierne que todo el mundo podía ver. Los cubos de oro del Rajasuya de Yudhisthira derramaron sobre su cabeza y sus hombros el agua de los ríos sagrados. Aquel cabello mojado lo hizo parecer otra vez el niño que había trepado por la orilla del río bajo la reprimenda de su nodriza. Pero éste no era un niño ya. Cuando abrió los párpados un monarca miró desde aquellos ojos al mundo. Los consejeros y todos los principales de la ciudad realizaron pradakshina y se inclinaron ante él, mientras Vajra permanecía sentado con una pierna doblada en el trono y la otra estirada hacia el escabel de oro, en la postura ritual de la realeza. Para terminar, le ceñí a la cintura una espada que nuestro maestro armero había forjado para él con el Garuda, el emblema de Krishna, en la hoja y otro de gemas en la empuñadura. Yo había encargado la fabricación de un carro de madera de acacia, de los árboles que taláramos a nuestra llegada. tenía leones en los cubos de las ruedas y cisnes de ojos que eran joyas corrían por los postes que sostenían la cubierta dorada. Elefantes labrados lo miraban desde el techo del vehículo. Al día siguiente de la coronación, le pregunté a Vajra si había pensado en escoger su propio emblema. Dijo que sí lo había hecho: un sol con muchos rayos. Dijo que quería ser una ayuda para todo el mundo y brillar sobre su pueblo como el sol. Hicimos, pues, un estandarte para su carro y otro para el palacio. Ahora, empezó a soñar con Krishna y con su padre. En sus sueños, éstos prometían guiarlo; los mantras estaban otorgándole su gracia ya. El patriarca Vyasa había dicho siempre que los mantras del abhisheka, en los reyes como Duryodhana y Jarasandha, resbalaban como agua por el dorso de un cisne, pero que en un alma elegida obraban una transformación. Cuando estaba con Daruka y conmigo, Vajra podía ser travieso aún, pero también hablar con acertada gravedad. Gravedad era lo que había en sus ojos al realizar los ritos previos a mi partida. Habría querido llorar, pero nos condujo a las puertas de la ciudad con la sonrisa de un guerrero, bien alta la cabeza, los hombros erguidos y su bandera del sol radiante tremolando ligera en la brisa.

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Tal como yo lo hiciera por Krishna, Vajra condujo mi carro hasta las afueras de la ciudad. Tenía un tacto seguro y ligero con los caballos y sujetaba con confianza las riendas. No hallé palabras cuando las puso en mis manos y bajó del carruaje. Para no lastrar nuestros últimos momentos juntos con innecesarios consejos, me limité a asentir con la cabeza mientras señalaba el estandarte. El se mordió el labio, respondió con un gesto de cabeza similar y, alzando hacia mí sus ojos brillantes de lágrimas, logró dibujar una sonrisa ancha y trémula. Vajra se me había vuelto muy querido y prescindir de Daruka y de él me traía soledad. Sin embargo, nuestra caravana se había reducido mucho y ello me tranquilizaba. Aún seguían conmigo algunos miles de ancianos, mujeres y niños, así como gran número de animales de carga que portaban sus posesiones. Pronto me perdí a mí mismo organizando largas sartas de animales y carros entre el gruñido de los camellos y relinchos de caballos. Una vez más, nuestros días se colmaron de los gritos de los gajarohas a sus elefantes y de los aurigas a los corceles de sus carruajes. Los varandakas de las damas tenían cortinas de seda nuevas que corrían contra el sol y otras de cuero para las noches frías. También las sombrillas de seda habían sido restauradas y alegres se mecían mientras marchábamos al norte, a Martikavarta, donde el hijo de Kritavarman había de ser coronado. No tenía éste la calidad de Parikshita o de Vajra, pues era manso y hasta cierto punto timorato. Después de todo, había presenciado cosas terribles, pero no había en él maldad y sí muchas cosas buenas. Quizás los mantras del abhisheka le dieran la fuerza que necesitaba, porque su reino junto al Saraswati tenía bosques a cada lado: el Kamyaka hacia el noreste y, al oeste, la parte septentrional del Khandava. Al norte tenía a los Vahlikas, los Madras y los Kekayas, y necesitaría buen consejo y hábil diplomacia para conservar su reino. Vajra, esto lo sabía yo, sería su más poderoso aliado; pero aun así, mucho dependería de él. Era también deber de un rey extender sus fronteras: sin un gobernante fuerte, Martikavarta resultaría un exquisito bocado para cualquiera con el ojo puesto en la conquista. Vajra y Parikshita podrían ser fácilmente arrastrados a un ciclo interminable de guerras por su deber social de vengar a los parientes. Si Krishna no hubiese prometido un reinado pacífico para estos jóvenes monarcas, tales circunstancias me habrían causado gran preocupación, o desespero. Fuese como fuese, tenía una sensación de misión cumplida. Daruka y Vajra estaban a salvo en Indraprastha y pronto el resto se hallaría instalado también. No hacía dos días que partiéramos de Indraprastha cuando, a primeras horas de la tarde, uno de mis capitanes cabalgó hasta mí. Detrás de nosotros, la caravana se había detenido. Una de las damas de la Casa de Kritavarman estaba dando a luz. Las sombrillas blancas se balancearon y los estandartes desfallecieron al detenernos con aquel recrujir de carromatos y gritar de cocheros. Di orden de levantar el campo para la noche. Conocía a la mujer. Era la prima de Satyaki, una joven viuda. Estuvo de parto toda la noche y, cuando el niño nació por fin al amanecer, mandó pedirme que fuese a darle un nombre. Cabalgué a su pabellón con una bolsa de oro envuelta en seda. Pusieron el niño en mis brazos. Contempló mi rostro con los ojos inteligentes de su clan, que tan familiares me eran, y en mi corazón brotó la esperanza. “Todo lo que estamos haciendo es por ti, ¿sabes?”, le dije al pequeño. Cerró los dedos alrededor de mi pulgar. Por primera vez desde Dwaraka, sentí a mi alma descender para bendecir mi cuerpo y ligarlo de nuevo a la humanidad. Sentí el movimiento recreador de la Naturaleza. Sentí el dolor de la madre a través del que había llegado aquella criatura, el miedo que el alma debe sufrir al emerger a la oscuridad de esta

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vida nuestra que es caos. Permanecí sobrecogido ante aquel pequeño bulto. Sobrecogido por el coraje del alma... y tan profundo gozo y esperanza brotaron en mí que pensé que debían de estar penetrando en la pequeña criatura que tenía en los brazos. “Tú eres el futuro. Has venido para abrirnos camino al nuevo mundo de Krishna, así que no nos defraudes. Te llamaremos Vijaya.” Los hombres alrededor murmuraron: “¡Sadhu!” El sol salía ya. “Tú has hecho ya tus abluciones”, le dije a Vijaya. “Ahora debo ir a las mías yo.” Se lo entregué a su tía radiante, que se deslizó de nuevo al interior de la tienda con el niño abrazado contra su corazón. Yo me volví y caminé hacia el río. He amado siempre el agua y los juegos acuáticos, y el pequeño me había levantado el espíritu. El agua es la gran purificadora. Cura de todo mal. El mismo Hacedor del Día es hijo de las aguas. El patriarca Vyasa decía siempre que ambos eran inseparables. Cuando el río empezó a resplandecer con el Hacedor del Día, una plegaria surgió de mí, algo que le oyera al patriarca.

“Oh Aguas colmadas de bálsamo reparador De las que mi cuerpo a salvo estará,

Venid, que por mucho tiempo pueda ver el sol.” Agua vertí sobre mi cabeza con manos acopadas.

“Cualquiera que sea el pecado hallado en mí, Cualquiera mi falta cometida,

Ya haya mentido o jurado en falso, Agua, aléjalo de mí.”

Elevé agua en mis palmas y di gracias al Hacedor del Día por toda la vida, y por Vijaya en particular. De nuevo tomé un poco más para verter una bendición sobre mi propia cabeza. Ya me había tornado para salir del río, cuando algo me hizo girarme otra vez hacia el este. Era un himno que manaba de mí en gratitud a este dador de la vida, a este dador de Vijaya:

“Todo radiante del seno del Alba, Surya, dicha de los cantores, asciende ahora

Brillante, presciente, a los cielos. Lejos está su meta, se apresura él, luz derramando. Inspirados por él, los hombres acuden a sus tareas,

Cumpliendo sus funciones, sean las que sean.” Las últimas palabras surgieron en un chorro de esperanza que la mirada de Vijaya había despertado en mí. El campo bullía de actividad con los preparativos para reemprender la marcha. Arriba y abajo corrían sirvientes con bandejas de pan y miel y grandes jarras de leche en la cabeza, mientras los mozos ponían el arnés a los caballos y se subían los varandakas a los elefantes arrodillados. Cabalgué hacia uno y otro extremo de nuestra columna para mantener alertas a los hombres pero, en realidad, mi estímulo era innecesario: una energía

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especial parecía inflamar el aire. Noticias del nacimiento de Vijaya habían recorrido toda nuestra caravana y su efecto era el de los buenos presagios: un nuevo comienzo, una esperanza que se nos daba, la promesa de que la vida continuaría. Vijaya era el futuro en el que la vida conquistaría a la muerte. Vijaya era todas las promesas de Krishna. Pronto fueron los camellos los que absorbieron casi toda mi atención. No hay nada más seguro que una recua de camellos para cruzar el desierto o un terreno rocoso. Mientras mordisqueen las plantas jugosas que necesitan para sobrevivir, pueden prescindir del agua durante nueve o diez lunas, el tiempo que había tardado Vijaya en convertirse de semilla en criatura. Cabalgué a lo largo de la línea impartiendo consejo a los mozos. Un inmenso camello dilataba inquieto sus anchas fosas nasales cuando intentaban ponerle las riendas. Tenía allí una pequeña herida e hice que le aplicaran un poco de bálsamo. Estiró su largo cuello hacia mí y me acarició la mano con el hocico. Sus hermanos entonaron su protesta peculiar cuando sus lomos masivos fueron cargados de alforjas y de nuestras calabazas de agua. Éstas serían nuestra vida en los próximos días. Satisfecho de cómo iban las cosas, me fui a almorzar. Entonces lo percibí. Salté de mi montura, que tenía tiesas las orejas y vueltas hacia adelante. Ahora, podía sentirlo bajo mis pies. Me arrojé a tierra para poner el oído en el suelo y vi a dos de mis capitanes hacer lo mismo. No había posibilidad de error: el tambor de un millar de cascos de caballo y el estrépito de las ruedas de los carros cayendo veloces sobre nosotros desde el noroeste.

Soplé mi Devadatta, un desesperado gemido. Dos de mis capitanes respondieron con sus caracolas. Los hombres corrían por todas

partes. Algunos de los animales empezaron a corcovear y encabritarse. Un camello coceó un fardo que había tras él y lo rompió, esparciendo sedas y collares. Un rollo de ropa multicolor rodó delante de mí. Salté sobre él gritando órdenes a mis hombres. Sabía lo que nos amenazaba. Había tropezado ya con tribus de saqueadores del desierto, cuando el caballo sacrificial me guió hasta ellas. En aquella ocasión compartieron conmigo su comida y me ofrecieron una mujer, pero esta vez venían a por nosotros. Si su hospitalidad era bien conocida, no lo era menos su ferocidad.

Ordené a parte de mis hombres proteger a las mujeres y a los niños. A algunas de las mujeres Vrishni y Bhoja entrenadas al arco las puse de guardia alrededor del recién nacido. Después, invoqué a Pusan, Señor de los Caminos.

“Viajeros somos y en tus manos estamos, Que del desvalido cuidan y del cansado

Y los guían al fuego de sus hogares. Tú eres el amigo de todo necesitado.”

No hubo tiempo para más invocaciones antes de ver tremolar el horizonte. Rápido, exhorté a mis hombres: “Cuando les veamos el blanco de los ojos y sople a

Devadatta, disparad vuestras flechas con el rostro hacia el enemigo. Que ninguna espalda se convierta en blanco. El Patala aguarda al cobarde. Que nadie se deshonre. Que Madre Durga, protectora de los ejércitos de causa justa, ponga sus pechos no arios bajo nuestros pies y haga que nuestras flechas les colmen la carne.”

Los hombres lanzaron sus vítores y gritaron: “¡Madre Durga!”

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Desafíos inflamaron el aire antes de que el enemigo estuviera a la vista. Estos son los sonidos que te remueven la sangre para la batalla. Las cuerdas fueron tañidas, luego tensadas, después tañidas otra vez, dando lugar a la música que yo amo. Las espadas vibraron y el suelo retumbó con las carreras de los hombres. El cielo estaba azul, despejado. Una jubilosa furia de combate ascendió por el suelo hasta mi cuerpo, pero no me alcanzó la cabeza... Me sacudí un momentáneo recelo... Estaba en una misión de Krishna. Soplé Devadatta y cargamos.

El horizonte se oscureció y se movió despacio para recibirnos. Mi furia de batalla creció e hice sonar a Devadatta otra vez. Nos acercamos a todo galope y el tronar de los cascos conmovía la tierra bajo nosotros. Vi sus capacetes hechos de piel animal. Nos superaban, al menos, a razón de diez contra uno; pero yo sabía que, aunque eran los jinetes más veloces, estos guerreros del desierto tenían escasa destreza con el arco. Eran tribus salvajes, no tropas instruidas, y no tenían nada comparable al código Ario de protección de los débiles, las mujeres y los niños.

Estábamos al alcance de los arcos ya. De pronto, las manchas borrosas partidas por crecientes de blancas dentaduras tomaron forma de rostros con sus muecas de odio, insolencia, maldad... Grité a mi auriga y penetramos en la marea hostil, que fluyó por cada uno de nuestros lados. Había escogido mi blanco, un hombre enorme de barba salvaje, uno de los líderes que urgía a sus jinetes a avanzar. Mi mano se hundió en la aljaba y puso la flecha en la cuerda del arco, pero mis dedos eran torpes. Me faltaba la fuerza o la destreza. Busqué en mí mismo el miedo. A los hombres los hace torpes el miedo, pero yo no podía encontrarlo en mí; sólo hallaba esa impotencia como cuando sueñas que quieres correr y las piernas no te obedecen. Quizá soñaba esto también; soñaba que esta tribu nomádica de malos augurios se precipitaba contra nosotros. Quizá había soñado a Krishna muerto y a Dwaraka bajo el mar. Seguro que ahora despertaría para descubrir mi mano entumecida de dormir sobre ella. Pero no despertaba. Pasé el arco a mi otra mano. Aún titubeaban mis dedos intentado flechar el arco. Pero lo hice al fin.

Creció en mí la sensación de extrañeza. El enemigo estaba por todas partes, distorsionados los rostros por el ansia de saqueo y de sangre. Yo era un blanco fácil. El hombre ante mí tenía la boca abierta, preparada para rugir su insulto. Yo le arrojé mi desafío kshatriya, aunque él no lo era. Mi brazo no lograba hacer retroceder la cuerda del arco más allá de mi pecho. Tuve que dejar volar aquella flecha débil que, aunque el rufián estaba casi sobre mí, cayó al suelo, delante de los cascos de su caballo. Justo entonces, el proyectil de uno de mis capitanes le halló la garganta y me salvó. Pero todo lo que sabía yo era que allí en el polvo, con mi floja saeta, pisoteado por los caballos yacía mi orgullo. Escogí a otro forajido, ancho y tremebundo, que azuzaba a los que cabalgaban detrás con el arco en alto sobre la cabeza. Capté su mirada y le grité mi desafío. Sus ojos saltones, desafiantes, permanecieron clavados en los míos mientras se precipitaba sobre mí, bramando. Cambié vacilante el arco a mi mano derecha; él, mofándose, pasó a todo galope junto a mí y me gritó: “¡Fuera de mi camino, eunuco!” Traté de pronunciar el mantra de un astra... pero no acudía a mi mente.

Alrededor, todos mis soldados disparaban al enemigo en incesantes descargas, pero ninguna flecha era mía.

La vergüenza ahogó mi furia de batalla. Rostros de matanza y violación pasaron junto a mí burlándose, riendo, arrojando sus insultos. Me había hecho indigno de sus flechas, de sus espadas. Habían roto nuestras líneas y galopaban hacia la caravana, dejando tras ellos su hedor tribal. Todo lo que pudimos hacer fue dar la vuelta y seguirlos.

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Cuando vi que no podía hacer nada mejor que dispararle una flecha a la grupa de un caballo, mi mente se convirtió en un caos y mis últimas fuerzas se desjugaron como la sangre que escapa de una herida mortal. Tan torpemente manipulé mi nueva saeta que cayó a mis pies y, aunque pude armar la siguiente en el arco, mi brazo se negó a obedecerme. El enemigo podía haberme matado, pero en lugar de ello pasaba por delante de mí, abucheándome. No era yo para ellos peligro. No era Arjuna.

Nuestras mujeres gritaban ahora de terror, con los forajidos sobre ellas. Vi a una muchacha tomada al galope y puesta de través sobre el caballo. El jinete tenía entre los dientes el cuchillo y sus ojos centellearon burlescos cuando pasó frente a mí y partió cabalgando. A estas alturas, estaban por todas partes, acuchillando las cortinas de cuero de las tiendas y literas, y fustigando a los sirvientes que intentaban proteger a sus señoras. Viéndome incapaz y desvalido, también mis hombres perdieron el ánimo. Aunque muchos de los atacantes habían caído, una vez dentro del campamento, apenas se atrevieron mis soldados a disparar por miedo de herir a las mujeres. Yo solté a uno de los brutos de mi carro, lo monté y cargué golpeando con los cuernos del Gandiva, mientras gritaba a las mujeres que se dispersaran; pero el pánico las tenía apiñadas, gimiendo como aves desvalidas.

Los saqueadores habían traído carros tirados por sus rápidos caballos de Sindh. A ellos arrojaron las mujeres junto con los fardos de sedas y los sacos de grano y oro. Vi un cubo del precioso metal destinado a la coronación del hijo de Kritavarman usado para aporrear a una mujer que gritaba al ser arrastrada por el pelo.

Cuando hubieron cogido todo lo que querían, lentos y torpes bajo el peso del botín, se convirtieron en fáciles blancos. Envié a la mitad de mis hombres tras ellos. Muchas mujeres fueron rescatadas, una de las cuales se suicidó tirándose al río nada más regresar.

Ni el recién nacido Vijaya ni su madre sobrevivieron y su valiente hermana, que los había protegido con el arco, yacía ahora moribunda con una flecha hincada en el pecho. Sus manos se movían inquietas alrededor del dardo. Al arrodillarme junto a ella, sus ojos suplicaron por la liberación de su alma. Si le extraía la flecha, su vida surgiría con ella. Busqué una última palabra que decir, pero no encontré ninguna y, meneando la cabeza, murmuré una plegaria a Pusan, que conoce los estrechos y los anchos caminos entre la tierra y el cielo. Aún sus ojos me imploraban y comprendí que quería que le dijese que Vijaya estaba vivo aún. Me esforcé en pergeñar una mentira, que los shastras permiten decir a una mujer; pero nunca me ha resultado más fácil mentir a una mujer que a un hombre y ahora, aunque deseaba hacerlo, las palabras se me hincaban en la garganta tan enconadamente como la flecha en el pecho de la muchacha. Ella comprendió. La boca se le torció en un rictus de amargura y sus manos se tensaron con fuerza y rabia repentinas en el asta del proyectil. Sus ojos se clavaron desesperados en los míos.

“Pusan está aquí”, le dije. “Él nunca deja a nadie en los espacios desconocidos. Él os protegerá a Vijaya y a ti.”

Apartó los ojos y luego los fijó de nuevo en mí. “¿Quieres que sea ahora?” Sus ojos me miraron salvajes. Le acaricié la frente y sus párpados se cerraron.

Cuando volvió a mirarme, vi que estaba preparada. Rápidamente le arranqué la flecha y su vida, con un suspiro grande, escapó con ella. Por fin la paz le compuso el rostro.

No pudimos proseguir la marcha porque había ceremonias por los muertos que observar. No creí que los atacantes volviesen, pero tampoco en movimiento nuestra seguridad habría sido mayor. Llevando a niños y ancianos, no puedes abrigar la esperanza

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de escapar de una fuerza de combate. En cualquier caso, habría sido impensable dejar el lugar sin realizar los últimos ritos por nuestros muertos. Y así, una vez más, me hallé disponiendo piras fúnebres. Una vez más acostamos en hileras a guerreros junto a sus arcos partidos, a mujeres segadas en la flor de su vida y su belleza, a sirvientes asesinados. Los brahmines acortaron algo los rituales y los himnos, aunque las lamentaciones de las mujeres continuaron todo el día. A los enemigos muertos hice que se los llevaran de allí. No eran Arios: las aves de rapiña y los chacales darían cuenta de ellos.

Aquella noche hice que las mujeres se armaran con arcos, flechas y cuchillos porque podían oírse los animales rondando el campamento. Nadie durmió, aunque por la mañana necesitaríamos la fuerza para ponernos en marcha otra vez hacia la ciudad en la que el hijo de Kritavarman debía reinar.

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CAPÍTULO XXXII Enfermo estaba yo en el cuerpo y la mente y, tras la coronación de Hardikya en

Martikavarta, dejé allí al resto de los Vrishnis, los Bhojas y los Andhakas, en aquella ciudad hermosa a orillas del Saraswati. Estaban terriblemente asustados aún y necesitaban reposo y yo no tenía corazón para arrancarlos a su dolor y lanzarlos a la aventura de un nuevo viaje. Pedí, así, a los que querían acompañarme a Hastina que aguardasen mi retorno. Había únicamente un sitio al que necesitaba ir yo ahora y tenía que hacerlo solo, aunque no tuviera allí tampoco esperanza de solaz. Como un animal herido, busqué mi único refugio. ¿Quién era yo? ¿Cuál mi sentido? Yo había sido el arquero de Krishna. Había hecho siempre lo que él me pidiera. Pero si el poder de Krishna había dejado este mundo con su cuerpo, no había lugar en la Tierra para el mío. Tenía que librarla de mi peso. Arjuna sin su brazo para el arco no era nada más que una carga en la Tierra. ¿Cómo pasaría mis días y mis noches? ¿Comiendo y durmiendo? Incluso los sudras tienen su vocación. Tienen amos a los que servir. Desaparecido Krishna, yo no tenía ninguno. Todo lo que yo había hecho desde que me encontré con Krishna por primera vez era por él. Krishna quería a las naciones unidas bajo Yudhisthira: luché por ello, porque él así lo quería. Después de conocerlo, nunca disparé una flecha, goberné el tiro de un carro, escuché o interpreté música, o dancé sin que él estuviera en todo ello. Su visión era la mía. El mundo, el universo que yo veía era el universo que él me mostrara diciendo: “Tú eres mi chakra.”

¿Dónde estaba aquel universo? El cielo era una pátera invertida que me pesaba sobre la cabeza. Gandiva era un arma sin vida. Yo portaba un cadáver cruzado sobre el hombro. Apenas podía pensar en Parikshita y Subhadra. Me causaba demasiado dolor. ¿Quién los protegería ahora, si los incursores caían sobre ellos? El mundo estaba lleno de saqueadores, catástrofes, calamidades y muerte. Perdóname, Krishna, si puedes oírme. Incluso después de que partieras, luché por tener esperanza y seguir adelante. Llamé Vijaya al recién nacido porque dijiste tú que un día el mundo cambiaría, que dejaría de ser un mundo de guerras y que Vajra y Parikshita reinarían en paz. Pero el mundo sabrá ahora que el brazo y el ojo de Arjuna han perdido su astucia y destreza. ¿Qué sentido tiene que recibiera armas del cielo? ¿Fue una burla cruel de los dioses? Antes de alcanzar el ashram del abuelo Vyasa, me detuve para dejar a los caballos pacer. Me senté bajo un árbol junto al camino y escuché el tambor de mi corazón... me sentía como un niño culpable, avergonzado de tener que enfrentarse a sus mayores. Había fallado a Krishna. Había perdido mi única habilidad. No tenía nada más que dar. Me asusté de pronto, al empezar a oscurecerse el cielo. Una bandada de grullas gritaba en las alturas y a Jishnu, el destemido, lo espantaba una sombra. Observé la formación de las aves. El líder parecía gritar órdenes a la disciplinada tropa que lo seguía en perfecta vyuha, con patas y cuellos estirados. Como movidas por una sola voluntad, las aves sobrevolaron bajas una laguna, inclinando las cabezas hacia sus propios reflejos. El líder, ahora, se deslizó hacia atrás, a la vyuha, y otro ocupó su lugar. Era como si Krishna me dijese que me pasase al frente, que siguiera adelante. Y lloré como un niño pequeño... ¿Por qué tenía yo que llevarle esta carga de dolor al abuelo Vyasa? ¿Qué podía hacer él, o cualquier otro, por mí? El mundo era un quebranto... El mundo estaba perdido. Con Krishna había perecido. Vyasa

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decía que Krishna gozaba de un poder y un conocimiento que eran suyos solamente. Yo siempre lo había sabido, pero ahora experimentaba el sentido de su pérdida. Las grullas son auspiciosas, pero buenos presagios no podía haber ya para mí. Incluso en aquel último año de nuestro exilio, en la capital de Virata, cuando salí corriendo de palacio vestido de mujer y salté al carro con Uttarakumara... incluso entonces fui Arjuna. En cuanto toqué el Gandiva, el arma palpitó reconociéndome y, cuando tañí la cuerda, me vibraron todos los nervios y Uttarakumara se encogió de temor. Gandiva no había sido sólo una parte de mí mismo. Había sido la totalidad de mi ser. Con este recuerdo fresco en mi mente, me golpeé las axilas en desafío a los cielos. La respuesta fue una burlona agitación de alas. ¡Si sólo una calamidad removiese la laguna hasta que cubriera todo el país, al Gandiva y Arjuna y toda su vergüenza! Exhausto me recosté de nuevo contra el árbol. Era el ocaso y alguien murmuraba una plegaria del atardecer junto a mi oído.

“En el glorioso esplendor meditamos del Vivificador divino.

Que ilumine él nuestras mentes.” Me incorporé sobre el codo y giré la cabeza. Un joven con el pelo recogido en un moño, un brahmachari del ashram, estaba arrodillado junto a mí. Vyasa me lo había enviado con fruta y leche. Yo había creído que nunca volvería a comer, pero la plegaria y la mano en mi hombro me despertaron a mi hambre. Me lavé el rostro y las manos y rompí mi ayuno con las dulces bayas que me ofreció. Sorbí un poco de leche en silencio, pensando que en efecto el guerrero en mí estaba muerto. Este muchacho se me había acercado como nadie lo hiciera desde que Dronacharya nos enseñó el sueño del guerrero. “¿No te gusta la comida, príncipe Arjuna?” Me sobresalté. Sin darme cuenta, había estado meneando la cabeza. ¿Cómo podía explicarle que era Arjuna el que no me gustaba, y no la leche? Acabé el vaso y se lo devolví vacío. Habría de bastarle como respuesta. Yo estaba más allá de cortesías. La noche se cerró sobre nosotros. Otro brahmachari llegó con una lámpara y un tercero dijo suavemente: “Príncipe Arjuna, yo me ocuparé de los caballos.” Me hablaban como a un hombre enfermo. Cantaban himnos para expulsar a los malos humores, cuando alcanzamos el ashram. El abuelo Vyasa estaba sentado en su cabaña entre tres lámparas parpadeantes. Entré y aguardé, y sus ojos se abrieron. Entonces me llamó. Me acerqué, me estiré en el suelo en completa postración y sentí sus manos acunarme la cabeza. No quería moverme. Yací largo rato con la frente sobre la tierra batida. Vyasa no me ordenó levantarme. Por fin, oí su voz llena de dulzura. “Ven, hijo mío, déjame verte el rostro.” Puse la frente a sus pies, me levanté y me senté delante de él. Busqué entonces su faz. “Abuelo, dime qué hacer.” Tenía los ojos llenos de compasión, pero una tenue sonrisa trataba de poseerle las comisuras de los párpados. “Krishna estaba siempre ahí para decírmelo”, farfullé. Y de nuevo fluyeron densas mis lágrimas. “Hijo, tú mismo te has dado la respuesta”, respondió él cuando me entregué a un hondo suspiro. “Krishna estaba siempre ahí para decírtelo. Si él no recorre la Tierra ya, quizás no tengas nada más que hacer en ella tú tampoco.”

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Necesitaba aire. Vyasa prosiguió: “Tú me dirás que Krishna afirmaba que la acción es siempre mejor que la inacción. Pero, Arjuna, tu viniste para culminar su acción y lo has hecho bien.” “Abuelo... abuelo...” Alzó la mano para contener mis palabras tartamudeantes. “Dirás que no pudiste salvar a aquellas mujeres. Dirás que bajo tus órdenes cayeron más kshatriyas asesinados. Muchas cosas son las que dirás. Eso es lo que hacen los hombres. Pero, Arjuna, ¿olvidas lo que Krishna te mostró? Cuando los saqueadores cayeron sobre vosotros, cada hombre y cada mujer estaba exactamente donde debía estar. Puede que tú seas el más grande de los guerreros, pero eres un hombre también. Una energía más grande que la nuestra existe. Los vientos, el fuego y el agua se mueven bajo su dirección. Krishna vino para barrer la arrogancia y la violencia. Pero la gente simple que él se llevara de Mathura a Dwaraka se había vuelto soberbia y violenta. Ni siquiera a su propio pueblo pudo salvar. Kala había venido a por ellos.” Supe lo que Vyasa diría a continuación. Suponía un gran dolor... y una gran liberación. “No se salvó a sí mismo tampoco. Su trabajo estaba hecho. Kala había venido a buscarlo y disparó una flecha al pie de Krishna. Tu tarea ha terminado, Arjuna. Ha terminado. Tiempo atrás, cuando fuimos en busca de las riquezas para el sacrificio y deseaste poder quedarte en las montañas, te prometí que te avisaría cuando llegase el momento de dejar Hastina y partir hacia ellas. ¿Te acuerdas? El tiempo ha llegado. Vete a las montañas. Vete a las altas cumbres que amas. Allí estarás entero otra vez. Íntegro, porque vivirás cada día como si fuese el último. Y no habrá fingimiento. Cada día será el último. En las cimas, uno vive en el ahora.” Me dedicó una risa alegre que vagó como brisa sobre los altos prados de flores de sus amados montes del norte. “La vida fluirá otra vez para ti. La vida fluirá. Kala vendrá a buscarte. Tu tarea está hecha y la has hecho bien.” Sus palabras eran un perdón que me lavó de mis pecados. Había errado desposeído, despojado de todo. Esto me conduciría de nuevo a Krishna. “Krishna”, decía aún el abuelo Vyasa, “tras aliviar la carga de la Tierra y deshacerse de su propio cuerpo, ha alcanzado su alto trono. Su obra ha sido realizada por ti, oh exterminador de enemigos, con la ayuda de Bhima y los mellizos. La gran obra de los dioses está culminada. No hables de fracaso. Ni siquiera pienses en ello. A los ojos de los dioses, tú y tus hermanos portáis las coronas de la victoria. Olvidas el himno: ‘Om es el arco y el alma es la flecha, y a Eso’”, señaló hacia arriba, “‘el mismo Brahman, se le llama el blanco.’” Y continuó: “Arjuna, lo estás olvidando. Has olvidado que el blanco nunca fue el enemigo. El único blanco ha sido siempre y es todavía Eso. ‘Quien conoce la dicha de lo Eterno no temerá nada ahora ni más adelante.’” ¿Dicha? ¿Había lugar aún en el universo para esta palabra? “¿Has olvidado lo que Krishna te mostró el primer día de la guerra? ¿No estaba inalcanzablemente por encima de todo honor y toda gloria y toda fama y toda hazaña, tal como las conocemos aquí? No me mires, Arjuna: respóndeme. ¿No experimentaste entonces que el Universo es dicha?” Al cabo de un instante, siguió: “Los Pandavas habéis cumplido el gran propósito de vuestras vidas. Ha llegado la hora de que partáis. También vosotros habéis de librar a la Tierra de vuestra carga.” Yo no sonreía, pero sentí menos contraídos los músculos del rostro. No tenía ya las mandíbulas apretadas. Vi nuestras sombras proyectadas contra la pared por las llamas parpadeantes de las lámparas de manteca. La mía era todavía la figura de un guerrero. No

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puedes cambiar la forma en que Dronacharya te enseñó a sentarte ni la postura de tu cabeza aun en el dolor, el desespero. Pero sentado allí, delante del anciano sabio, padre de mi padre, recibía iniciación. No para la vanaprastha, sino para algo más inmediato. Sin saber qué era, empecé a desearlo. En la pared, la imagen del patriarca se inclinó hacia adelante. “¿Cómo hay que hacerlo, abuelo?” La sombra de su mano se movió por la pared, la sombra de su índice cruzó el techo. Torné la vista hacia la substancia de la sombra. Tenía la mano en alto sobre la cabeza y apuntaba al noreste. Alzó las cejas con la expresión del adulto que sabe que ha dado a un niño exactamente lo que éste quería. Me atreví a exhalar: “La Morada de las Nieves.” Asintió. Yo no había conocido mi deseo hasta que él me reveló su naturaleza. “Todos vosotros”, dijo el patriarca abriendo los brazos. Su sombra en la pared era como la de un gran pájaro con alas protectoras. Toda su vida nuestro hermano mayor había estado enyugado al Dharma y nosotros habíamos tirado del carro con él. ¿Qué, si ahora volvía yo a Hastina y Yudhisthira decía que quedaba trabajo por hacer? “No lo hará, Arjuna. Hay un tiempo para la acción. Hay un tiempo para la inacción. Cuando los guerreros vertieron su sangre como una gran libación en la batalla, era tiempo de acción. Hay tiempos en que el Dharma consiste en administrar y juzgar, defender tus fronteras e incluso extenderlas, aniquilar al enemigo y vengar la muerte de tus parientes. Pero hay un tiempo también para dejar esto.” Y su voz empezó a cantar. “De nuevo te lo digo, como Krishna te lo dijera, hay acción en la inacción y también inacción en tu acto. Cuando reposas, todo en ti labora todavía y, cuando trabajas, hay en ti un lugar que reposa y que está en calma perfecta. Ahí está ahora y nunca ha sido de otro modo, ni siquiera en los momentos de tu más profunda miseria. Hay un tiempo para nacer y hay un tiempo para morir, y un tiempo hay para volver a nacer.” Pausó y cerró los ojos. “Hay un tiempo para tomar, un tiempo para devolver.” Percibí un pequeño temblor en su voz y... ¿podía ser rocío eso en las pestañas del patriarca, el mejor de los munis? Empezó a hablar de Shuka, pero en esta iniciación para la gran despedida mi corazón se tornó hacia Abhimanyu. Habíamos dejado de ser el patriarca sabio y el guerrero niño. Las dos sombras en la pared eran padres en igual medida. Nada podría haberme hecho comprender con mayor claridad que el tiempo era en verdad la semilla del universo y que la sumisión era el astra supremo. “El labriego”, continuó Vyasa, “te dirá que hay una estación para sembrar el grano que no es la misma que la de la cosecha... ¿Y quiénes somos nosotros para escoger? Podemos verter un centenar de cubos de agua en aquel árbol, pero sólo si le ha llegado el tiempo dará flores y frutos.” Abrió los ojos mucho. Había en ellos un mero indicio del antiguo destello. “Es tu hora de sabiduría y comprensión. Llega cuando los días de triunfo han sido superados. Te lo aseguro, Arjuna, así como hay acción en la inacción y quietud en la acción, hay fracaso en el éxito y éxito en el fracaso. ¿Crees que existió alguna vez un hombre que no fracasase nunca? Ten cuidado, ésos son los Sakunis de este mundo. Krishna mismo fue vencido nada más nacer y no pudo continuar bajo el amor de su madre.” Nunca había visto yo así las cosas. “Se le obligó a huir de Mathura y ése fue el principio del triunfo que supuso Dwaraka. Y tú, Arjuna... oh, veo la luz acudir a tus ojos. ¿Es porque hablo de Krishna? Uno debería estar lleno de vida cuando parte por el camino desconocido porque, de este modo,

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tiene algo que ofrecer. Tu espíritu seguirá vivo y lo cantarán los bardos por miles de millares de años.” Sonreí atribulado. “No quedan kshatriyas, abuelo.” Y pensé: Y no habrá bardos que canten sus hazañas o mi vergüenza. “Estoy yo”, dijo Vyasa, que entendía mis pensamientos. Fingió indignación, cruzando los brazos delante del pecho y arrugando los párpados. Al contemplarlo, percibí el núcleo de algo que nos sobreviviría a todos. El asombro me inundó. “Abuelo, ¿de verdad dejarías de lado la clasificación de los Vedas para cantar las gestas de tus nietos?” “Puedo conquistar fama y gloria agarrándome a vuestros angavastras.” “Al angavastra de Yudhisthira. Él es el Dharmaraj. Los bardos han de cantar de los reyes, las grandes gestas de los reyes.” “Arjuna, no me des lecciones en lo que a mi profesión respecta; ni siquiera antes de haber sido llamado.” Me habría gustado preguntarle qué diría. Siempre había querido que la gloria del amor de Krishna por mí y del mío por él fuese conocida antes que mis hazañas como guerrero. Inspirado, el patriarca inclinó hacia atrás la cabeza. “Hablaré de los Pandavas y de Krishna. Los cinco hijos de mi segundo hijo, que murió en el bosque a causa de la maldición de un rishi. Hablaré de Yudhisthira y de su amor por el Dharma, y de Bhima y su apetito, tan grande casi como su fuerza y su corazón infantil, y de aquellos hermosos mellizos, dotados y rápidos como los Ashwins. Hablaré de todos, abuelos y abuelas, padres y madres, hasta la generación de los biznietos pero, sobre todo...”, pausó, “...será la historia de Krishna y Arjuna. Esto es lo que la gente recordará. Esto, lo que conmoverá sus corazones. ¿Qué diré de Arjuna? Que era quien empuñaba el Gandiva. El protector de débiles y desvalidos. Arjuna era el noble. Krishna lo llamaba el destemido, el invicto, el exterminador de enemigos, el noble y misericordioso.” Me dirigió una mirada traviesa. “Y era el favorito de todas las damas y el más querido de Draupadi, la nacida del fuego.” “¿Y no tenía defectos?” “A eso iba, a eso iba... haces bien en preguntarlo. Cierto, nadie debería aliviar de su peso a la Tierra sin probar esa amargura. En una comida completa, en la que degustas todos los sabores, el último, el amargor de la calabaza, es el más importante para la digestión. Arjuna, Arjuna, ¿de verdad no lo comprendes? Arjuna era un arquero de talla tal que era su propia habilidad con el arco la que al final tenía que fallarle. Invicto hasta entonces, era preciso que degustase la derrota... pero todo esto carece en realidad de importancia. La historia de Arjuna es algo más. Trata de lo que significa ser amigo de Krishna, Arjuna el Noble, el compasivo. Su fracaso no merece ser tenido en cuenta. Quizás sólo se puede confiar de verdad en aquellos que han fallado alguna vez. Después de todo, fueron los Pandavas los que ganaron la guerra. Tú la ganaste. Tú y Krishna.” Comprendí que las palabras de Vyasa eran un consejo para mi nueva vida. Ya podía verme a mí mismo en mi última peregrinación. Cuando escalé las montañas en busca de mis armas celestiales, vi a las sabhas brillar muy abajo en la distancia como juguetes, vi las contiendas de los reyes como en un tablero de ajedrez y como sueños el amor de las mujeres. Ahora veía de nuevo los pinos y olía el aire fresco de las cumbres. Estaba ya en camino, dejando atrás muertes, cadáveres y cremaciones, tanto como ceremonias de coronación; despojándome de recuerdos de derrota mientras -así me imaginaba yo- contemplaba muy abajo un valle con un río entre peñas; despojándome de recuerdos de

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victoria y escuchando la queda respiración de los árboles, de las piedras. Que el patriarca cantase la historia a nuestros biznietos. Tal como había dicho, era todo de escasa consecuencia. Habíamos venido a hacer algo y lo habíamos hecho. Mi brazo había fallado al final, pero yo seguía siendo el amigo más amado de Krishna. El patriarca Vyasa me trajo de vuelta. Había estado observándome y sabía sin lugar a dudas de que yo trepaba ya a nuestras cumbres queridas.

“Arjuna, hay pocos que puedan entender lo que Krishna hizo. Antes de que te despida con mis últimas bendiciones...” Pausó. “He de decírtelo.” También él miraba ahora nuestras sombras en la pared. “Sin ti no habría podido hacer nada de ello. Aquel primer día de batalla, la Tierra y la misión de Krishna pendieron en la balanza. Él había matado a dos tiranos y a su aliado Sisupala, pero el demonio que había en ellos aún se cernía sobre el mundo en la figura de Duryodhana. El demonio se había disfrazado ahora y adoptado una forma más sutil. Duryodhana no ofrecía sacrificios humanos. No encarceló a su padre ni asesinó sobrinos recién nacidos que pudiesen amenazarlo algún día, aunque intentó envenenar a Bhima y quemaros en el Palacio del Deleite. Duryodhana tenía tras él a aquel hijo de las tinieblas, Sakuni. Era el espíritu de Sakuni el que gobernaba el país disfrazado de Dharma. Y este Dharma podrido fue lo que combatisteis. Su sutil maldad arrastraba la Tierra hacia un abismo oscuro. Si un Dharma huero te hubiese convencido de que no debías disparar contra tus parientes y matarlos, la misión de Krishna habría fallado. El otro bando tenía las akshauhinis. Krishna te tenía a ti. Yo vi entonces cómo se tambaleaba el mundo. No puedes figurarte el horror que eso supone. Ni siquiera todos los mantras de los sabios lo habrían impedido sin tu arco, guerrero. Sólo Krishna sabía eso. Lo que es más, tú luchaste caballerosamente. Los poderes de las tinieblas necesitaban sus armas humanas en esta Tierra, los Sakunis y Duryodhanas, pero también los poderes de la Luz las requerían. Krishna y tú, durante dieciocho días, abristeis paso a la Luz. ¿No te dijo nunca Krishna estas cosas?” Lo que Krishna me dijera retornó a mí. Sí me las había dicho. Los oídos de mi comprensión habían estado sellados entonces. Ahora lo veía. Podía ver incluso por qué Dwaraka tenía que desaparecer bajo el mar. Ésta era la bendición del patriarca para mí. Cerré los ojos. Él hablaba otra vez. Lo oí desde muy lejos, como si estuviese en las cumbres ya. Mis oídos fallaban, mis miembros estaban entumecidos, pero aun así lograba oírlo. “Me preguntas qué diré, Arjuna. Hablaré de todo lo que condujo a la guerra, a la partida de dados, incluso a cosas más lejanas; hablaré del servicio de Kunti a Durvasa y del nacimiento de Karna. Contaré cada uno de los dieciocho días de guerra, cantaré el heroísmo de los guerreros, y de cómo, por amor a ti, Uttarakumara dio su vida el primer día. Porque tú inspiras amor, Arjuna. Es tu don especial.” El abuelo quedó en silencio. Creí que no diría más. Abrí los ojos y lo vi contemplando mi rostro fijamente, con un enorme amor que penetraba mi tristeza y que despacio, muy despacio, fundió algo que había endurecido mi corazón. “Es el don que los dioses te han dado, Arjuna, hijo mío. Y ahora te revelaré qué ganó la guerra. Tú creíste que era tu arco y los astras que, por su amor y su confianza en ti, Dronacharya te diera. Tuvieron su importancia, sí. Pero ¿de dónde surgió todo ello, Arjuna?”

Alzó las cejas, provocándose profundas arrugas en la frente y esperando mi respuesta. Movió la cabeza un poco, estimulándome a inquirir, como un tutor que aguarda que la luz de la comprensión aparezca en los ojos de su pupilo.

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“Tú no lo sabes, Arjuna. Y eso es Gracia también. Pero yo voy a decírtelo ahora: tú enciendes la lámpara del amor en los que te conocen.” Asintió con la cabeza. “Sí, a causa de quién eres, a causa de lo que eres.” Su voz potente se suavizó y vi cuánto me amaba él también. “¿A quién le pidió el Gran Patriarca Bhishma que le diese agua cuando yacía en su lecho de dardos? Venga, respóndeme a esto, Arjuna. Hay cinco Pandavas, pero todo el mundo sabe de quién es el corazón de Draupadi. Ni siquiera Duryodhana pudo odiarte.”

Mi pensamiento voló ahora a Karna, como preparándose para lo que diría Vyasa a continuación.

“Entre Karna y tú había el amor más grande de todos. Cada uno de vosotros dos quería ser el otro.”

Sí, eso era algo que yo había sabido en mi corazón sin dejar que llegara a mi mente. El patriarca Vyasa retiraba ahora los velos uno por uno. Mío había sido el amor de Dronacharya, de Bhishma, de Draupadi y de este anciano sage que me mostraba por dónde discurría mi vida.

“Y de Ashwatthama”, añadió. “Eras el favorito de su padre, pero él sólo podía quererte y sentirse honrado por tu amistad.” Y continuó: “Hablaré de todas las cosas, de vuestro exilio en el bosque y de aquella vez que Duryodhana y Karna fueron a burlarse de vosotros, de las historias que los sabios contaron para reconfortaros, del año que pasasteis disfrazados en la corte de Matsya y del modo en que te ganaste el corazón del rey Virata, que te ofreció a su hija favorita. Cinco erais los Pandavas, pero él no se la ofreció a Yudhisthira, que pronto habría de gobernar el país.”

Yo nunca había pensado en ello. “Ya ves, Arjuna, tú creíste que el más grande de tus dones era la destreza con el

arco, cuando en realidad era el amor. No hay don más grande que ser capaz de encender el amor, en especial si lo haces involuntariamente. Sé que la mayor parte de las cosas que estoy diciéndote las olvidarás. En los días por venir, la gente no hablará de tus grandes batallas, de tus victorias en el Kurukshetra, de cómo mataste a Supratika. Sólo este halo único que te envuelve sobrevivirá y se expandirá como un gran sol sobre las naciones de la humanidad, calentando los corazones de los hombres, elevando sus espíritus, conduciéndolos hacia una vida superior y más noble. El futuro apenas recordará a Yudhisthira, ese monarca justo y virtuoso, ni a Bhima el de buen corazón, capaz de blandir troncos de árboles, ni mucho menos la gracia, belleza y conocimiento de los mellizos. Recordarán lo que es más grande que la virtud y más poderoso que la fuerza, lo que anega la gracia y la belleza y es la misma médula de todo conocimiento: el amor. Y el amor que tú prendiste en tu primo Krishna ha acercado todos los mundos superiores a la Tierra. Aquel primer día de batalla, algo tocó el corazón y la mente del hombre que cambió su destino. No hay vuelta atrás desde entonces. Así que no lamentes el sacrificio. La vida de Satyaki e incluso de Krishna, las de Abhimanyu y Uttarakumara, y Dwaraka, la ciudad de muchas puertas, eran todas parte de él. El hombre no ha acabado con las guerras, pero lo que se le dio a la Tierra aquel día no se le quitará ya más. Su luz crecerá y crecerá hasta que el hombre vaya más allá de sí mismo. Todo lo demás podrá ser olvidado y pasar, pero no lo que ocurrió entre Krishna y tú aquella primera mañana antes de que el polvo de batalla se alzara.” Lágrimas me corrieron por el rostro, llevándose mi vergüenza, llevándoselo todo excepto aquellos dos ojos del color del humo que me tenían en su mirar. “Duerme en paz, Arjuna, y vete en paz mañana con los sobrevivientes a Hastina. Estáte siempre en paz y descubrirás que la paz está en todas partes.”

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CAPÍTULO XXXIII De camino a Hastina, yo ascendía ya en mi mente las primeras estribaciones de la Morada de las Nieves, donde deidades menores juegan en los húmedos prados de ranúnculos, gencianas y brillantes amapolas. Recordaba el gélido mordisco del aire que te aclara la cabeza y te da sueño apacible, aquellos cielos grises de lluvias repentinas que luego escampan para ofrecer ocasos como un millar de floraciones y noches cristalinas. Podía oler los pinares y ver las pequeñas corrientes orilladas de helechales, y caléndula a veces, cuyas hojas estrujas para curar una rodilla rasguñada. Y luego, ocultos tras vapores, aquellos picos que aparecen de pronto robándote el aliento. Era como estar en alguna parte con Krishna aguardándote justo un poco más allá. Después, por encima de la línea de los árboles, te sometes a la montaña tan colmada de su propia vida y de esos himnos suyos silenciosos que te vacían la mente y te liberan incluso de su ansia de humana felicidad. Allí, la mente se escabulle de su propia prisión y escucha el eterno adagio de que este mundo está hecho por Él, que está tan a salvo en Sus manos como lo estoy yo.

Un día todos los hombres lo sabrán. Con cosas tales en la cabeza y el corazón, marché hacia Hastina, este fin de viaje.

Los caballos debieron de percibirlo, tal como estos animales lo hacen, porque avanzaron fluidamente, bien altas las cabezas. No había necesidad de espolearlos con chasquidos del látigo ni de la lengua. Esta vez portaba conmigo a mis seres amados el presente de nuestra liberación. Tras una vida de lucha, de victorias y derrotas, de injusticia y compensación, de gozo y dolor, quedábamos libres al fin de esta ilusión y se abría la puerta para nosotros de la gran realidad, la verdad que Krishna me mostrara y que mi mente no supiera cómo retener. Vería a Krishna. Viviría en su Unidad. Los grandes sufrimientos de nuestra reina Draupadi habían acabado. Subhadra no tendría que vivir en duelo por su hermano y poderosa era mi certeza de que Parikshita viviría en paz en el mundo que le dejábamos, bajo la protección de Shuka y el patriarca Vyasa, que podría explicarle el universo.

Así, la promesa de Vyasa y la llamada de la Morada de las Nieves me llevaron por última vez hasta las puertas de Hastina, sin querer en esta sola ocasión que fuesen las de Indraprastha o las de Dwaraka. Era tal como lo había dicho el patriarca: cada uno estaba donde tenía que estar.

Y la paz que él me infundiera me acompañó hasta que hablé con Subhadra. “Yo he de quedarme”, dijo. Estábamos sentados en su habitación, apoyados en los

almohadones de seda de su cama. Lentamente, me incorporé. Miré el cuarto alrededor, despejado, tal como los shastras dicen que debe ser. Había una mesa y una silla, la lámpara sobre la mesa y la varilla de incienso, y su arco y aljaba colgados de la pared junto a su fusta de montar. Los muros arrojaban una luz tenue. La miré como si aquellas palabras hubieran llegado de cualquier otro lugar y no de boca de mi Subhadra.

“Amada mía, ¿qué estás diciendo?” Habíamos hecho proyecto a veces de envejecer juntos, de dejar este mundo al

mismo tiempo, de morir en batalla si era necesario, hombro con hombro, mirando al enemigo. Ella sería mi auriga. En efecto, desde que Subhadra llegara a mi vida, las inquietudes, el deseo de errancias, aquellos indomables corceles míos, se habían calmado. Era ella quien me había permitido hacer las paces con Hastina.

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Me sentía demasiado aturdido incluso para decir aquellas dos únicas palabra: “¿Por qué?”

Ella me contempló con sus ojos firmes llenos de compasión. Fue esto lo que me hizo comprender que estaba decidida.

“Mi amada, ¿cómo será tu vida, si te quedas sola?” Aún no dijo nada. Vi que no podía hablar. Su dolor no era más pequeño que el mío.

La magia de la nieve y las montañas se disolvió. Sin Subhadra, no encontraría nada más que vacío allí. Me enderecé, mirándola, y ella me tomó las manos. Tenía calientes y secas las palmas. Éstas eran las manos que sujetaron las riendas cuando huimos de Dwaraka. Al acariciarlas con mis pulgares, sentí el leve callo del arquero y volví a desear que hubiésemos podido morir juntos en batalla con el rostro vuelto hacia el enemigo. Pero su fuerza fluyó hasta mí a través de sus manos.

“Si es por Parikshita”, le dije, “tiene a su madre. Yuyutsu es un padre para él, y lo será aun más cuando partamos. Está Kripacharya y nuestro viejo Dhaumya, en buenas condiciones para un centenar de años. Pero sobre todo, está Shuka, que ha prometido quedarse aquí hasta que Parikshita crezca.”

Mis palabras golpearon una roca. En mi desesperación, intenté conmoverla por medios adhármicos.

“Nos encontraremos con Abhimanyu”, le aseguré. Me dirigió entonces una mirada distinta. Bajó la vista a su falda, donde sus dedos

tironearon de la ropa, y una sola lágrima le recorrió la mejilla. Nunca fue persona dada al llanto y aquella lágrima única me impresionó más que un diluvio entero en cualquier otra mujer.

“Si no es por Parikshita, ¿de qué se trata, auriga mío?”, inquirí. Alzó los ojos y meneó la cabeza como si yo no fuese a entenderlo nunca. “¿No

puedes fiarte de que comprenda estas cosas?” Trató de hablar entonces, pero las palabras no surgían. Me llevé su lágrima con una caricia. “Crees que no lo entenderé. Quizás no, pero tú

me has hecho siempre ver las cosas. ¿Qué auriga es el que se niega a dar un consejo?” Empezó a hablar entonces, en voz baja. “No son sólo Uttara y Parikshita, aunque

ellos me necesitan también. Todos estos años...” Pausó y de su silencio brotó un silencio mayor. ¿Qué era lo que yo no había

percibido en todos estos años? De pronto, continuó: “Todos estos años, Draupadi, la nacida del fuego, ha sido el

sacrificio.” “¡Draupadi! ¿Qué estás diciendo? Draupadi es nuestra reina... la yajnapatni de

Yudhisthira. Por supuesto que vendrá con nosotros. ¿Imaginas que pudiéramos dejarla atrás? Es nuestra reina y emperatriz. Ha sufrido bastante ya.” Su silencio me dijo que yo no había entendido nada. “¿Es, pues, que quiere quedarse aquí?”, persistí. “¿Vosotras dos juntas?”

Empezó a tener un poco de sentido. De todos los que habían sufrido, nadie había soportado la vergüenza y el tormento de Draupadi. Si cansada de cuerpo y espíritu prefería quedarse en la capital con mi compasiva Subhadra antes que afrontar los crueles riscos, ¿por qué había de asombrarme? ¿Qué había recibido de nosotros en aquella sabha aparte de huero Dharma?, ¿o en el palacio de Virata, cuando Kichaka la pateó y nosotros protegimos nuestro anonimato? ¿Qué habíamos hecho por ella, a qué nos habíamos atrevido? Todos sus hijos habían sido exterminados. A Parikshita lo amaba ahora con amor de madre. A

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Subhadra la tenía por una hermana. ¿Por qué habría de querer venir con nosotros? Busqué razones, pero no hallé ninguna. Y sin embargo, no podía imaginarme partir sin Subhadra.

No quería que tomase mi silencio por aceptación. Mis ojos le suplicaron. Ella cerró los suyos y trató de hablar de nuevo, pero aún se lo impedía algo que yo no había comprendido, algo que se interponía entre los dos. Aunque nos agarrábamos las manos intentando permanecer juntos, un abismo se abría entre nosotros.

“Draupadi irá contigo.” La voz de Subhadra era queda y desesperada. “Concédele esto, Arjuna. El amor de Draupadi por ti es más profundo que cualquier cosa.”

Por fin comprendí sus razones y dejamos de cogernos las manos como si nuestra vida estuviera en ellas. Nos miramos sin cesar. Mis argumentos silenciosos importaban poco. Nos habría degradado que les hubiese dado voz. Así que ella habló por mí.

“Sé que no habrías podido darle a ella lo que a mí me has dado. No hay adharma en eso. Tampoco ella habría podido darle a nadie lo que ha sentido por ti. Las cosas son como son.”

“Así es, amada mía. Vida o karma... llámalo como quieras... es así. ¿Quiénes somos nosotros para poner en cuestión lo que el Señor otorga? Tú y yo hemos sido los afortunados en esto. Nadie sale de la batalla sin heridas. Nosotros somos kshatriyas. ¡Cuántas veces he vertido libaciones en gratitud por lo que tú y yo tenemos...! Draupadi ha sufrido amargamente. Nadie lo sabe mejor que yo. Pero ella ha aceptado su destino como nosotros hemos de aceptar el nuestro.” Era todo cierto, pero resonó como una espada rota.

Subhadra arrugó la frente. “¿Sabes...?” Su voz era lenta y reflexiva. Un gorrión entró en la estanza volando, se posó en la lámpara primero, en la mesa

después, miró alrededor y gorjeando voló de allí. Ella lo tomó como un presagio. “Eso significa que lo que digo es verdad. Dices que nadie sabe mejor que tú cómo

ha sufrido Draupadi y es verdad, quizás, por lo que respecta a vosotros cinco. Siempre he pensado que Arjuna es el único que comprende el corazón de una mujer; tal es la razón de que ocupe el mío. Quizás ningún otro hombre pueda entenderlo como él. Creo que tu madre comprendió esto también, aunque siempre decía que era un infortunio haber nacido una reina kshatriya. Antes de la guerra, cuando envió a través de Krishna mensaje de que os repudiaría si no luchabais, no pensaba en su reino ni en el vuestro. Pensaba en cómo arrastraron a Draupadi a la sabha. Draupadi ha sido el sacrificio. Sin ella, vosotros nunca habríais luchado. Krishna siempre lo dijo así. Draupadi ha sido todo el tiempo el sacrificio, nacida del fuego y arrojada a las llamas... Y hay además otra herida. Abhimanyu y Ghatotkacha eran el cariño de todo el mundo, pero no sus propios hijos. Ni siquiera fueron llorados como el nuestro...”

“Sus hijos se convirtieron en los de Dhrishtadyumna durante los años de exilio. Apenas los conocíamos”, murmuré.

“Lo sé, lo sé...” cerró los ojos y repitió, “...lo sé”, como alzando un muro contra cualquier razón en contra que yo pudiera aducir.

“Subhadra, el sacrificio es el centro de nuestras vidas. Todos somos ofrecidos. Krishna mismo se convirtió en sacrificio cuando Dwaraka tuvo que desaparecer. Siempre dijo que asumir un cuerpo humano era en sí mismo sacrificio. En este sentido, hay un héroe kshatriya en cada ser humano. Saber esto es lo que nos hace Arios. Hacemos lo que debemos y se lo ofrecemos a los dioses.”

Algo empezó a ceder en mí. Tenía el sabor del consentimiento, pero era amargo. Y entonces, ella dijo: “Krishna quería que me quedase.” “¿Krishna? ¿Krishna sabía esto?”

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“Sí.” Quedó en silencio. Me ofreció una sonrisa trémula. “Esta vez somos nosotros la oblación. A nosotros nos toca ser vertidos en el fuego. No lo lamentes. Hemos tenido tanto...”

“¿Krishna lo sabía?” “Me pidió que me quedase.” Sus ojos decían: ¿Cómo podía Krishna no saberlo? Un sol pálido empezó a brillar en un paisaje helado. Era como si hubiese estado

sujetando un cuchillo con la punta hacia mí y ahora lo tuviese clavado. “Nosotros somos la libación.” Su voz se elevó y cantó, casi. Recordé una vez más la Narayanastra. El arma

última... la sumisión.

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CAPÍTULO XXXIV Una coronación más. Sería nuestra última. Parikshita viviría en amistad con otros

reyes. Vajra era de la sangre y de la línea regia de Krishna y ello lo hacía sagrado para Shuka y Parikshita. No había tampoco razón para dudar que la confederación de estados que Krishna quería se realizaría bajo Parikshita. Si enviaba el caballo del Ashwamedha, pocos, quizás ninguno, lo desafiarían. Y por otra parte, más fuerte que todo esto era el sentido de lo que todos habíamos experimentado, la gran purificación, cuyo acto final sería nuestra peregrinación a la Morada de las Nieves. Esplendoroso, y un poco vencido bajo todas aquellas joyas, Parikshita fue ayudado por Yudhisthira a subir a aquella misma plataforma en la que nuestro hermano mayor mismo recibiera su primer abhisheka real, tantos años atrás. Ignorábamos, entonces, los vientos ciclónicos que rodean a un rey. Pero ahora, al contemplar la ceremonia, sentíamos la calma profunda que llega tras la batalla. Parikshita me lanzó una mirada traviesa. Había pasado el tiempo haciendo bromas sobre los mil y un cubos de agua que deberían verter sobre él los sacerdotes con cada sarta de mantras. No era excesivamente piadoso y se reía de nosotros preguntándonos si quinientos cubos no servirían igual. Quizás esto era la penetración de la Kaliyuga. Con su humor natural, halló motivo de chiste en todos los preparativos, pero no era sino una dicha que pudiera conservar aquel desenfado que lo caracterizaba y seguir siendo respetuoso con los brahmines. Era un don de todos los dioses el que, siendo capaz de profunda seriedad, no llegase a abatirlo el dolor. Uno no podía sino sonreír cuando caricaturizaba los gestos rituales de los brahmines, farfullando, murmujeando y terminando con un ¡swaha!. Parikshita protestaba diciendo que se hundiría bajo el peso de las perlas y que cogería fiebres y un resfriado con tanta agua sagrada. Esto era en parte nerviosismo y en parte una reacción contra las permanentes explicaciones y admoniciones de Kripacharya, que se hacía viejo y no recordaba cuántas veces se repetía al instruir a Parikshita. El primer Om se elevó a los cielos. Mientras crecía el ritmo de los mantras, el semblante de Parikshita se compuso. Sus ojos no revoloteaban ya ni buscaban nuestra mirada. Parecía madurar bajo las bendiciones como bajo igual número de soles. Hoy pasaba de nuestra custodia y de la suya propia a la de los dioses, que cuidan del destino de los reyes. Un peso caía de mis hombros: justo entonces podría haber partido yo sin más preocupación que Subhadra. Contemplé a las damas de la tribuna y allí la vi, mirando a Parikshita con una media sonrisa en los labios. Uttara lloraba y, más abajo, el patriarca Vyasa estaba sentado en su postura habitual, firme como sus montes amados. Una pausa en los mantras me hizo regresar a la ceremonia. Ahora vertían sobre la cabeza de Parikshita los cubos de agua traída de los ríos sagrados. Los Om brotaron como una descarga de flechas. Parikshita era Rey. Siguió entonces la entrega de presentes, la parte jubilosa de los festejos. Los mantras habían otorgado el poder de la realeza a Parikshita. El nuevo rey bendijo con sus manos las bandejas de regalos antes de su distribución. Los ministros recogieron monedas con una gran pala áurea de medir y las metieron en bolsas. Sahadeva y Nakula, entonces, pusieron las bolsas de seda en manos de Parikshita para su reparto. El oro fluyó en corriente centelleante. Los brahmines estaban contentos no sólo con sus presentes, sino también con su rey. Podías verlo en sus sonrisas. Parikshita era alguien a quien no escatimarían sus

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bendiciones. Para ellos, Dwaraka era un país distante. Aquí todo era celebración. Parikshita les dio pendientes de diamante y ajorcas incrustadas de gemas. Dar de este modo es el gozo de los reyes y Yudhisthira había conocido su verdadero valor. Hoy, miraba. Su tarea había terminado y se había librado de su carga. Era como un héroe conquistador después de una dura campaña, cuando la procesión y las aclamaciones han pasado. La ecuanimidad que tanto anhelara era su derecho ahora. Bhima, apagado pero con total dedicación, supervisó el banquete, casi sin comer él mismo. Su estómago apenas le hacía exigencias en los últimos tiempos y ello le resultaría útil allá donde íbamos. Una luna después de la coronación, los brahmines y los ascetas del bosque circundante, los kshatriyas sobrevivientes, los vaishyas y sudras, se apiñaron en el patio principal de palacio en una multitud que rebosaba más allá de las puertas. Esperaron con manos unidas que Yudhisthira se dirigiera a ellos una última vez, tal como lo hicieran para escuchar las últimas palabras de tío Dhritarashtra. Desde un balcón en el primer piso, contemplamos abajo la asamblea. Éste era el pueblo para el que Yudhisthira había hecho leyes, emitido sentencias, resuelto disputas, construido albercas y casas de reposo, distribuido grano y ganado. Eran sus hijos, todos ellos. Había sido generoso y virtuoso. Sobre todo, los había representado ante los dioses y ofrecido sacrificio por ellos, asegurando las lluvias y la prosperidad, y haciéndoles sentirse orgullosos de ser los súbditos de un Emperador. ‘El silencioso’, lo llamaban a veces. Ahora esperaban sus palabras. “Pueblo mío, mis hijos, vuestros padres y mis padres han pasado juntos mucho tiempo, partes de una misma familia.” Un sollozo ahogado se escuchó abajo. Algunos de los congregados se arrojaron ya con dolor los chales por la cabeza. “Conocéis el destino que ha determinado el final de Dwaraka y de nuestro Señor y consejero Sri Krishna, hijo de nuestro tío Vasudeva. Sri Krishna, hijo de Devaki, no era como los demás reyes de los hombres. Vino para hacer con nosotros un trabajo. Si su tarea ha terminado, así la nuestra. Vino para arrancar el adharma y cambiar la costumbre, para abrir un camino a la Luz de los Dioses Superiores. Nosotros no éramos más que sus instrumentos. Y ésa es, al fin y al cabo, la razón de ser del hombre Ario: guiar a la Tierra la Luz y todo lo que de ella depende. Digo que Sri Krishna era nuestro consejero pero, como era el corazón viviente de nuestra existencia tanto como nuestro guía, ahora que él ha partido nos corresponde a nosotros librar de nuestro peso a esta Tierra.” Un sonido gemicoso se alzó. “Rezamos por vuestra lealtad a nuestro nieto el rey Parikshita de alma virtuosa. Ha sido predicho un reinado de paz. Que el bien recaiga sobre todos vosotros.” Los congregados se silenciaron unos a otros para no perderse lo que su rey decía. “Nuestro abuelo Vyasa, hijo de Satyavati, ese asceta de alma justa que ha sido siempre una fuente de Veda y de Dharma, nos ha dado su permiso para emprender una última peregrinación a la Morada de las Nieves.” Poco a poco, los ¡hai, hai! se elevaron como un lamento. Yudhisthira levantó la mano. “Así que pido vuestra bendición para este viaje. ¿Qué necesidad hay de dolor? Hoy, al igual que mi tío Dhritarashtra, estoy aquí ante vosotros con las manos unidas y pido vuestro perdón por el gran carnaje que tuvo lugar en el Kurukshetra.”

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El silencio se hizo más profundo. “Todos nuestros parientes cayeron allí y eso ha sido causa de tormento para nosotros.” “¡Dharmaraj, tú eres el Dharmaraj!” “¡Fue en defensa del Dharma! ¡Tú cumpliste con tu deber, Dharmaraj!” “¡El Ashwamedha lava de todo pecado!” La multitud insistió en el grito de ¡Dharmaraj! y de nuevo Yudhisthira levantó la mano. Esta vez, no la tuvieron en cuenta. “¡El Dharmaraj luchó por la justicia!” “¡Te habían quitado el reino, Dharmaraj!” “¡Te habían estafado!” Todos nosotros alzamos las palmas pidiendo silencio. “Benditos seáis todos vosotros”, dijo Yudhisthira. “Pedimos vuestra lealtad a vuestro nuevo rey Parikshita. Mirad, al final el monarca se convierte en suplicante. En verdad un rey es enviado a servir. Cuando el tiempo de servir termina, es llamado otra vez, como ahora se nos llama a nosotros. La gloria de la muerte kshatriya, con el rostro hacia el enemigo, no había de ser la nuestra. El enemigo que debemos confrontar está en nuestro interior. Éste es el enemigo que todos debemos buscar en nuestra última peregrinación. “Como Regente os dejamos al intachable Yuyutsu, un hijo de la realeza y un bravo luchador contra el adharma. Como guru de vuestro rey, os damos al hijo de nuestro abuelo Vyasa, Shukadeva.” El silencio se adensó. Muchos habían estado mirándolo. Ahora, todos los ojos se volvieron hacia él. “Ahora, con nuestra reina Draupadi y nuestros cuatro heroicos hermanos, os pedimos perdón por todas nuestras omisiones.” “¡Hai! ¡Hai! ¡Hai!”, estallaron los lamentos y sollozos. “No, no, hijos míos, exultad con nosotros. Uno no debe sobrevivir a su propósito. Hay un tiempo para el discipulado, hay un tiempo para la soberanía, hay un tiempo para seguir adelante, hay un tiempo de preparación para el último viaje. El hombre en su arrogancia olvida las estaciones que le corresponden. Dadnos vuestra bendición.” La gente lloraba. Samva, el noble brahmín que hablara cuando tío Dhritarashtra dijo adiós a su pueblo, fue el encargado de responder. Estaba en pie sobre la alta plataforma especial. “Oh rey Yudhisthira, oh héroe del trono Kuru, que vivas cien otoños y que tu simiente no muera nunca. Que nunca sufras necesidad, ni tú ni tu vamsha de meritorias gestas, esa línea magnifica que cuenta con Kuru y Bhárata y Shantanu de la gran inteligencia.” Tras el comienzo convencional, Samva se llevó la mano al rostro y se limpió las lágrimas. “Oh monarca, con justicia se te ha dado el nombre de Dharmaraj. Nos hemos apoyado en ti tan confiadamente como si fuéramos tus propios hijos y tú has cuidado de nosotros como un padre. Todos los reyes celebran sacrificios según el Dharma prescribe, pero tus sacrificios, rey Yudhisthira, no han sido como los de los demás. No sólo han traído lluvia y cosechas, han contrarrestado el pecado. En dieciocho días, dieciocho akshauhinis completas de guerreros armados se arrojaron unas contra otras. El príncipe Arjuna tuvo la oportunidad de elegir entre una akshauhini de más, tan tremendamente necesitada, o Sri Krishna como auriga. Tras la partida de dados...” El murmullo era apenas audible. La partida de dados nunca se mencionaba en nuestra presencia, pero este día no era como los demás. El brahmín prosiguió.

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“Tú, rey Yudhisthira, hubieras podido conservar tu reino por la fuerza de las armas, pero observaste el Dharma hasta el último día de los años de exilio. Oh monarca, pagaste una deuda al príncipe Sakuni, hijo de Subala, que ningún otro rey habría pagado.” La convención prohibía epítetos despectivos, pero su voz tenía el filo de una punta de flecha con forma de hoz. “Eso es algo que podemos contar a nuestros hijos. Tu espíritu queda con nosotros. Siempre que se narren historias de virtud, resplandecerán tus hechos sobre todos los demás. La voz que habla hoy a través de mí predice que el espíritu de Sri Krishna y de los Pandavas perfumará a la Madre Tierra para siempre. ¡Aunque retiréis de ella vuestro peso! Nuestros corazones pueden sufrir, pero para seres como los Pandavas no existe la muerte.” Y entonces, derramó bálsamo sobre la herida más profunda de Yudhisthira. “No hubo pecado en la guerra. También la batalla fue Dharma, surgida de una hora de honda adversidad y por un destino tan inescapable que el único pecado hubiera sido no afrontarla. De nada sirve el esfuerzo humano cuando una Yuga lucha por nacer. Acepta la gratitud de los hijos de esta Yuga y déjanos las bendiciones del noble y grande Dharmaraj.” Samva se inclinó profundamente. Yudhisthira y Draupadi elevaron sus manos juntas y un océano de sonido entonces rodó sobre nosotros.

“¡Om Shanti! En paz lo hecho y deshecho.

En paz para nosotros los signos del futuro. En paz lo que es y lo que será.

Misericordiosos sean todos con nosotros.

Misericordioso sea Mitra, misericordioso Varuna. Misericordiosos sean Vivaswat y la Muerte.

Misericordiosas las calamidades de la tierra y atmósfera, Misericordioso el errar de los planetas. Misericordiosa sea la Tierra temblorosa

Cuando el bólido la golpea.

Misericordiosas sean las vacas de leche roja. Misericordiosa la Tierra que se hunde.”

Los cánticos derramaron paz sobre el recuerdo de Dwaraka. Habría otras Dwarakas. La Tierra las requería. Los rishis habían previsto todo esto cuando los himnos brotaron de sus labios. Así sea. Así sea. Mientras nos retirábamos caminando hacia atrás a las cámaras interiores, llegaron hasta nosotros las salutaciones y los versos postreros.

“¡Paz a la tierra y los espacios del aire! ¡Paz a los cielos, paz a las aguas!

¡Paz a las plantas y paz a los árboles! ¡Que todos los dioses me concedan la paz!

¡Por esta invocación de paz que la paz se difunda! ¡Por esta invocación de paz que la paz traiga paz!

Con esta paz lo tremendo ahora apaciguo, Con esta paz lo cruel ahora apaciguo, Con esta paz todo mal ahora apaciguo,

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¡Para que prevalezca la paz, la dicha prevalezca! ¡Que todo nos traiga paz!”

Paz también para mí... Pudimos oír el cántico mucho después de haber accedido al interior. Siguió uno a Pusan pidiéndole que hiciese fácil nuestro viaje y nos iluminase el camino. La muchedumbre no se dispersó. Aún estaba en el patio cuando el sol se puso. Más de la mitad del gentío se quedó hasta la mañana siguiente y fue con nosotros a adorar al dios Surya en el Saraswati. Cuando volvimos a palacio, nos siguieron todavía. No podían detenernos, pero no soportaban dejarnos marchar.

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CAPÍTULO XXXV El mismo patriarca Vyasa dirigió los ritos menores de la partida. Se sacó de nuestros palacios a los fuegos que adorábamos diariamente, excepto el del mío, que Parikshita seguiría adorando. Parte de él la llevé al río en un brasero de arcilla mecido en un contenedor de madera y la tiré a las aguas. Se balanceó un poco y luego la corriente se lo llevó veloz. De vuelta en mi palacio, me cambié de ropas. El fino angavastra de seda, que me pidió Subhadra, dio lugar a pieles de ciervo que ella misma me ayudó a sujetarme a la cintura. Yo sabía que en el resto de los palacios las mujeres gemían en su dolor, pero Subhadra permanecía introvertida, con los ojos secos, aunque un temblor le recorría los dedos. Cuando acabó de vestirme, me acarició el rostro y trazó mis facciones. Por último, me quitó los brazaletes y pendientes. Éstos serían para Parikshita. Antes de dejar nuestra cámara unimos las manos en mutua salutación. Una última mirada. Mientras, alguien aguardaba en la puerta con flores y arroz para que adorase el palacio en el que habíamos vivido juntos.

“Así como al sol, el ojo del universo, no lo afectan Las imperfecciones externas que ve el ojo mortal,

Al Uno, el Atman dentro de todos los seres, no lo afectan Los sufrimientos del mundo. Aparte está.”

Desparramé los granos de arroz y el bermellón por los peldaños y el contorno de la puerta frontal. Marqué los pilares y los muros con signos auspiciosos. Al saludar el umbral con una entera postración, se oyó una erupción de dolor y de sollozos ahogados. Me levanté y vi que era Uttara. Tenía el mismo aspecto que cuando era mi pupila de danza en el palacio de Virata. La tomé en mis brazos y le acaricié el cabello. “Tienes que ser fuerte o Brihannala no lo podrá ser”, le dije usando mi nombre de los tiempos de Virata. “Hazlo por Parikshita...” Los sirvientes que habían contenido hasta ahora sus lamentos no pudieron seguir dominándose. Uttara apoyó la cabeza en el hombro de Subhadra y Parikshita, llorando, se detuvo ante ellas. Cogí al niño en brazos y le dije: “Dame la sonrisa de un guerrero. Tú eres nuestro rey.” “Lo sé. El rey ha de quedarse atrás”, repuso y trató de sonreír a través del velo de las lágrimas mientras se pellizcaba la mejilla para infundirse coraje. Ahora dedicamos una pradakshina a toda la casa, teniéndola a nuestra derecha y esparciendo granos de arroz al caminar. Fuimos después al palacio de Yudhisthira, donde nos unimos a los miembros de su Casa. También ellos rodearon la mansión. Bhima estaba allí ya y, cuando empezamos a circunvalar el patio exterior, llegó Nakula con sus reinas y toda su Casa; y Sahadeva después, seguido de un pequeño perro blanco y negro. Era hora de marchar hacia las puertas de la ciudad. A cada paso, más gente se nos unía. Cuando llegamos a los portales decorados de hojas auspiciosas, Yudhisthira se volvió hacia mí. “¿Dejarás aquí el Gandiva?” “No, hermano, lo llevaré conmigo. Gandiva es un arma sagrada.”

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Yudhisthira pausó, luego se tornó, dejando que Bhima se colocase tras él. Nada podría haber expresado más claramente su abdicación que esta aquiescencia. Marché detrás de Bhima. Todos acabamos formando una línea de la que Draupadi era la última, aparte del pequeño can. Era un tipo diferente de dolor el que las multitudes nos manifestaban hoy. No había indignación en él, sólo pérdida y súplica. Hombres y mujeres se arrodillaban al vernos pasar y clamaban: “¡Desposeídos quedamos!” “¡No nos dejéis!” “¡Hoy somos huérfanos!” Otros rostros nos contemplaban callados, con miradas absortas o con ojos rebosantes de orgullo. Algunos trataban de sonreírnos con labios temblorosos. Flores esparcieron a nuestros pies. Ninguno de nosotros miró atrás. No es bueno hacerlo una vez has realizado los ritos. Yo mantuve los ojos fijos en la espalda de Bhima. Aún tenía aquel paso de león. Sus músculos se movían como olas. Tanta vida había aún en él... No era un fuego fácil de extinguir. Le haría falta la cumbre más alta. Esperé que su fuerza no le hiciera sobrevivirnos a todos. No era alguien para quedarse solo. Refrené mis pensamientos. En una peregrinación como la que emprendíamos debes dejar toda preferencia atrás o te hará tropezar a cada paso. Sumisión, sumisión, sumisión. La Muerte es un astra que no puede producirte daño ni pena... si te sometes. Era el ocaso cuando nos adentramos en el bosque. Yudhisthira permitió a la muchedumbre decir las plegarias del atardecer con nosotros; después, se volvió hacia ellos. “Ya no soy rey. No tengo el poder de ordenar. Pero esto es lo último que os pido: volved a vuestras casas y a vuestros hijos. Hay viajes que deben hacerse en soledad, como este nuestro. Vuestro deber es ahora la serenidad y la dicha. Sed dichosos. Quedad en paz. Todos estamos en las manos del Divino.” La multitud empezó a alejarse lanzando miradas sobre el hombro. Cuando el sonido de los pasos y los murmullos de la gente cesaron por fin, oímos el canto de los grillos y los gritos de los chotacabras después. Al acostarme en mi lecho de hojas secas, me poseyó la sensación de mi propia solitud. Un sentimiento entumecedor, una escalofriante comprensión. En nuestro palacio, aquellas pequeñas, fuertes manos que sujetaran las riendas de mi carro estarían consolando a Uttara y Parikshita. La sombra de su figura empezó a desvanecerse. Dormí y soñé con Subhadra. Caminábamos por el monte Raivataka, contemplando Dwaraka abajo, donde un millar de lámparas diminutas pendían de los árboles. Era la noche del festival y buscábamos a Krishna. Queríamos que se uniera a nosotros para compartir una jarra de vino, pero Daruka nos trajo su mensaje: el vino estaba prohibido. Todas las tabernas habían sido cerradas bajo pena de muerte. Entonces, de pronto, desde un alto risco observamos abajo una masacre. Satyaki apuntaba su palma izquierda a Kritavarman. Por todas partes alrededor, los Vrishnis y los Bhojas saltaron arrojándose jarras de vino unos a otros. Salieron las espadas. Las bocas se abrieron de un modo grotesco, lanzando insultos que no podíamos oír. Al cabo de un rato, dejó de haber movimiento en la playa, aparte de las olas que lamían algunos de los cuerpos caídos mientras las aves carroñeras se cernían aún sobre ellos. Krishna estaba a nuestro lado, sonriendo. No llores, Arjuna. Acuérdate... antes de encarnarnos, asumimos esto. En la adversidad de los tiempos, sólo los héroes renacen. Muchas almas no retornarán antes de la renovación del mundo. No te apene este sufrimiento. Desperté llorando. Pero ya incluso mientras mis lágrimas fluían y el resplandor de Krishna remitía, mi dolor se tornó dulzura y consuelo. No volvería a llorar por Dwaraka nunca más.

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Por la mañana, fue deseo de Yudhisthira rezar por el mundo que dejábamos atrás.

“Que a tiempo lleguen las lluvias. Que reverdezca la tierra de vegetación.

Que esté libre el país del toda pena y dolor. Que la paz esté en todo y en todas partes.”

Con ello empezó nuestro viaje a través de una jungla que se haría más y más densa cada día. Allí, en aquellos alrededores, el sol jugaba todavía veteando nuestra piel. Estábamos dispuestos a ofrecer una pradakshina a nuestro sagrado país. En mi campaña del Ashwamedha, el corcel me había guiado. Ahora, un perro desconocido nos seguía pegado a nuestros talones. Sólo un perro fiel. Me pregunté qué dios nos lo había enviado. Esta vez, nuestra travesía sería una marcha de victoria sobre nosotros mismos. Ni siquiera durante nuestro exilio en el bosque habían quedado nuestras vidas tan despojadas de todo. En aquel entonces, habitamos agradables refugios junto a los ríos y tuvimos la amistad de los sabios y animales, cazamos y cocinamos nuestros alimentos. Ahora éramos peregrinos con poco más que un arco sobre mi hombro. Su tarea estaba terminada también. Yo aún lo adoraba con flores cada día, esperando que se me dijese qué fin darle, pues en él moraba un dios y el arma no podía quedar desprotegida cuando Arjuna no existiese. Emergimos de la región de bosques a la costa de Kamarupa y nos tornamos algo hacia el sur, a las tierras de eternas lluvias y de extrañas plantas trepadoras con raíces aéreas que se ensortijaban alrededor de los árboles y colgaban entre ellos encortinando las sendas. Bhima tuvo que abrirnos camino con su puñal. Nos asediaron aquí las sanguijuelas, que hubimos de arrancarnos con emplastos de hojas astringentes. Esto drenó nuestra energía y nos costó mucho tiempo. Pero tiempo era algo que teníamos de sobras, aunque pronto empecé a sentir, y sé que los demás lo pensaron también, que no saldríamos vivos del bosque de Kamarupa. Más de una vez nos salvó el perro de las serpientes avisándonos con sus ladridos y, en una ocasión, justo cuando un ofidio venenoso estaba a punto de morder a Draupadi, el can saltó, lo agarró por el cuello y lo zarandeó hasta que consiguió matarlo. ¿Quién era esta criatura que tan fielmente nos seguía? Le miré los ojos. Eran lagos de amor y de lealtad. Lo llamé Dharma. Draupadi sufrió unas fiebres y nos detuvimos durante dos días; después reemprendimos nuestro viaje y Bhima la portó. Fue Bhima quien cogió la fiebre entonces. Era evidente que, si no alcanzábamos pronto el mar, dejaríamos nuestros cuerpos antes de culminar nuestra sagrada pradakshina, antes incluso de alcanzar las montañas. Así que tan pronto como pudieron volver a caminar, giramos de nuevo hacia el sur, hacia Angadesh, el reino que Duryodhana diera a Karna. Un día un leñador vino por nuestro camino. Nadie lo vio aparte de mí mismo, pero Dharma le ladró y supe que el hombre estaba realmente allí, moviendo el hacha. “Llama a tu perro, Arjuna”, me dijo con gran autoridad. Por un instante me pregunté cómo podía saber quiénes éramos. Estábamos reducidos más allá de toda posibilidad de reconocimiento. Teníamos endurecidos y agrietados los pies, y sucias y callosas las manos de desenterrar raíces. Mi mano se sumergió en la aljaba, pero la detuve con un pensamiento: Para esto hemos partido. No era aquél un hombre mortal. Debía de ser Yama sin su lazo, sin su búfalo. El Señor del Tiempo puede mostrarse con cualquier disfraz. Los perros lo sienten acercarse. Dharma empezó a

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gañir. Le acaricié la cabeza y, aunque me batía el pecho el corazón, estaba dispuesto. Me puse en pie de un salto, incliné la cabeza, uní las palmas y le dije con silentes palabras: “Señor del Tiempo, te doy la bienvenida, pero perdona a esta criatura, que protegerá a los demás hasta que tú llegues a por ellos.” “Arjuna, ¿no me reconoces?” “Sí, mi Señor”, respondí respetuosamente alzando hacia él las palmas juntas. “Eres el Señor del Tiempo y yo estoy preparado ya.” El leñador rió. “¿Qué haría yo contigo, Arjuna?”

Rió aun más y con cada estallido de su risa silenciosa su piel se hizo más brillante hasta que resplandeció como el cobre. Ante mis ojos se hallaba el brahmín que nos pidiera comida a Krishna y a mí en el bosque Khandava. Di un paso atrás y volví a inclinarme. “Arjuna, sí, quiero tu vida.” ¿Incendiaría el bosque y nos iríamos con el fuego como mi madre y mis tíos? Aguardé. Agni es un dios grande y me honraba que hubiera venido a por mí, aunque sentía que Krishna no estuviera conmigo como cuando nos lo encontramos en el Khandava. “¡Despójate de tu vida!”, dijo el dios Agni. Observé a mis cuatro hermanos sentados en círculo. Draupadi dormía. ¿Tenía que irme sin una palabra? Sea. Uno no regatea con los dioses. Torné mi mente al Yoga. “Abre los ojos, Arjuna. Hay algo que vale más que tu piel y tus huesos.” Vi, no al brahmín sino a Agni, la deidad de las siete llamas, una única columna con cuernos de fuego hacia lo alto. “Ya no tienes necesidad del Gandiva, destructor de enemigos. Esa arma excelsa ha servido ya a la obra de Krishna. Debe retornar a Varuna, Señor de las Aguas.” Incliné el torso, pero mi corazón se encogió. Lo único que me quedaba de la vida con Krishna era el arco. Vi de nuevo a Uttarakumara bajando nuestras armas ocultas en la copa del árbol sami. Contemplar el Gandiva le hizo temblar. Pude oír mi voz diciéndole: ‘Éste es el Gandiva, el arma de Arjuna, el arco de Indra durante cinco mil años, después de Varuna.’ Me arrojé al suelo en completa postración. Con Krishna había viajado a las regiones superiores y visto las serpientes danzar sobre las aguas... las sierpes que se transformaron en Gandiva. Todo el significado de mi existencia estaba entre los cuernos de este arco, su música aguardaba ser tañida. El Gandiva era la Realidad y la Verdad, el sostén del Dharma, la razón de mi vida. Comprendí que en alguna parte de mi ser había esperado el día, en esta peregrinación, en que Gandiva volviera a la vida una vez más, como cuando lo bajé del sami. El rostro de Agni brilló mirándome bajo un ramaje de llamas. “Haz sitio, Arjuna. Haz sitio, quema el Dharma dentro de ti, ve luego al mar oriental y devuelve el Gandiva a Varuna. Cuando llegue el tiempo, cuando haya necesidad, Gandiva volverá otra vez a tus manos, aunque con otra figura. Gandiva no es sino una energía de los Cielos y toma forma según la necesidad del momento.” Sentí mi corazón latir contra el suelo. Me alcé sobre las rodillas. Cualquier resistencia me reduciría a cenizas y a mis hermanos también. Haría lo que había que hacer. El rostro del brahmín me miró una vez más. Las siete llamas empezaron a devorar sus rasgos y reabsorbieron luego el cuello y los hombros. La gran columna de fuego flotó unos instantes antes de partir como el rayo a las alturas. Con las manos unidas, me senté sobre los talones para contemplarlo. A mi lado se sentó Dharma también, con la cabeza ladeada, observando la estela fogosa.

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CAPÍTULO XXXVI Marchamos a través de Angadesh, encontramos un tributario del Ganga y lo seguimos hasta donde éste se vaciaba en el río. Era éste un lugar en extremo auspicioso al oriente de Magadha, otro de los hitos en la vida de Bhima y en la mía propia, pues a estos dominios vinimos con Krishna para matar a Jarasandha en lo que ahora nos parecía una vida atrás. Ofrecimos oblaciones de agua por nuestro hermano Karna y nuestra madre. Después, cada uno de nosotros ofreció por todos los seres queridos para él que estaban en la otra orilla. Estos ritos harían nuestro ánimo más ligero para el viaje que teníamos por delante. Tejimos guirnaldas de las flores trepadoras que crecen por los árboles, con las raíces en el aire, y las arrojamos al agua. “Krishna, Abhimanyu, madre Kunti, Satyaki, Karna, Uttarakumara, Dronacharya, Gran Bhishma...” El viento y las olas elevaron y dispersaron las flores; las seguimos, con el rostro al este, hacia el mar. Madre Ganga baja rugiendo de la Morada de las Nieves pero, llegada a Angadesh, es dócil y amigable y avanza sin prisas hacia la vasta morada del dios Varuna. Aunque estaba ansioso por acabar con aquello -nunca he sido persona para largas despedidas- no estaba dispuesto a confiar el Gandiva al río. Y por otra parte, Agni había dicho ‘el mar’. Los llanos estaban secos y, si bien habíamos llegado a aborrecer las sanguijuelas y el goteo constante del bosque de Kamarupa, ahora teníamos que tomar refugio bajo los pipal de hojas circulares antes del mediodía. El cielo, que apenas vislumbráramos de un día para otro en la jungla, no mostraba ahora ni una nube y era de un azul intenso, como si ya rivalizase con el mar. “Gandiva, te llevo a casa por fin”, le dije al arco. Por primera vez desde que los saqueadores cayeran sobre nosotros, sentí en la madera un temblor. Gandiva no estaba muerto. La vibración resonó en mí. Agni había dicho la verdad: Gandiva retornaría a mis manos cuando la necesidad surgiese. Ahora, había un constante abejoneo entre él y yo. Mis pasos se hicieron ligeros, más libre mi respiración. Draupadi levantó la cabeza una vez más y Yudhisthira halló su voz entonando un himno a Durga, el que había cantado cuando dejamos nuestras armas en la copa del sami y marchamos caminando hacia la capital de Virata.

“Te saludamos. Derrama sobre nosotros tus dones,

oh diosa doncella.

Tú rescatas a los afligidos y eres el único refugio de los caídos en la desgracia.

Tú eres el Destino, el Éxito y la Prosperidad.

La esposa eres, y los hijos que desean los hombres,

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y tú eres conocimiento;

el sueño de la noche y los dos crepúsculos eres;

Compasión, Perdón y Amor.

No hay nada que tú no seas. Oh, diosa, busco tu protección.”

Ahora como entonces, nadie nos habría tomado por los Pandavas, aunque esta vez no había necesidad de disfraces. El cielo y el mar nos reconocerían por lo que éramos. El Hacedor del Día brillaría sobre nosotros, fuese cual fuese nuestro aspecto. Olimos la sal antes de llegar a ella y, desde la distancia, oímos la voz del dios Varuna. Aguardaba para recuperar a su vástago y me llamaba con el romper de sus olas. Arjuna, Arjuna. Me detuve a escuchar. A Gandiva guardaré para ti, pero tuyo es por razón de tu nobleza. No habrá separación. Así como una espada duerme en su vaina, Gandiva reposará en su lecho, recibiendo culto permanente, esperando su hora junto a sus aljabas. Ponlos bajo mi custodia. Los dioses sabrán que están aquí y liberarán tus hombros de la carga de su protección. No te protejas a ti mismo, Arjuna, no hay necesidad. Con sonido vaneciente, las olas distantes hablaron otra vez como un eco subacuático: No te protejasss a ti misssmo. La única arma superior al Gandiva: sumisión. Una pequeña mancha azul. Nuestra primera vista del mar. Cantando ahora el himno con voz más fuerte, Yudhisthira nos guió directamente a él.

“Tú eres conocimiento; el sueño de la noche y los dos crepúsculos eres;

Compasión, Perdón y Amor.

No hay nada que tú no seas. Oh, diosa, busco tu protección.”

Habíamos hablado poco durante todo el camino, ahorrando el aliento para marchar. Cuando nuestros pies se hundieron en la arena, incluso nuestro cántico cesó. Alcanzamos la orilla y permanecimos allí, desplegados frente a la vastedad. Dejamos que los rizos del agua jugasen con nuestros pies y les limpiasen la arena. El agua era aquí clara y brillante, y se oscurecía poco a poco hacia el interior del mar hasta que una línea fina de azul profundo nos decía dónde añadía el cielo a las aguas color.

Era la primera vez que Draupadi veía el océano. Debido a nuestras campañas, Sahadeva y yo éramos quienes lo conocíamos mejor. Dharma se lanzó al agua, nadó un poco y luego volvió para trepar por la arena delante de mí. Se sacudió y esperó a mis pies. Era la primera vez que se apartaba del lado de Draupadi. Acababa de mostrarme justo lo que debía hacer. ¿Quién era este cuzco? Caminé hacia adelante y él movió la cola.

Con Gandiva cruzado sobre el pecho, penetré en el agua y nadé a la distancia. Sentí al principio el frío impacto de las aguas del océano. Después, una corriente cálida me envolvió como un brazo amistoso y nadé más y más lejos, hacia el mar abierto, atraído por

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aquella fina línea azul en el filo del mundo. No sabía, sin embargo, cómo hacer mi ofrenda. El sacrificio se entrega siempre por medio de Agni, que porta todas las oblaciones salvo las cenizas de los muertos.

Me dirigí a las aguas:

“Salve, divinas, insondables, purificantes aguas. Aguas que sois las madres purificándome.

Vosotras, que sois el fundamento del mundo. Vosotras, que surgisteis primero y que sois la inmortalidad.

Vosotras, que sois la simiente y la matriz.” Una ola me lamió el rostro: la sal sabía como el vino. Seguí nadando hasta que estuve mucho más allá de las olas rompientes. Aquí había sólo el aroma que hacía mis movimientos fluidos. Me giré sobre la espalda. Disfrutar del cielo y el mar era como perecear sobre un elefante de paso espacioso. Olvidé por unos momentos a qué había venido. De pronto, recibí un golpe y me revolví bajo el agua. Aquí, más allá de los cachones, una ola había roto sobre mí y supe por qué antes de que Varuna hablara. Aquí, dijo. Me descolgué el Gandiva y punteé el arco, que emitió un húmedo clic submarino. Me puse el arma en la frente y la ofrecí; sentí entonces que me la arrebataban. La ofrenda había sido aceptada. Me desprendí de las aljabas y me las llevé al corazón y a los labios. También éstas me fueron retiradas por manos que no podía ver. Luego, un remolino se formó en torno a mí y me sentí succionado. Justo cuando pensé que había sido llamado con mis armas, fui impulsado al exterior. Mi cabeza rompió la superficie. Tenía los ojos llenos de sal y había perdido la idea de dónde me esperaban los demás. Al mirar alrededor, parpadeando contra la luz repentina, otra ola poderosa me tomó y, como un gran monstruo marino, me portó veloz a la orilla. A través de un velo de sal, vi a Draupadi y a mis hermanos allí de pie, con las palmas unidas a la altura de la frente. No pude decir al principio si eran ellos quienes cantaban o era en mis oídos el sonido del mar.

“Cualquiera que sea el pecado hallado en mí, Cualquiera mi falta cometida,

Ya haya mentido o jurado en falso, Agua, aléjalo de mí.”

Luché por salir del agua y, jadeando todavía, me uní a ellos en el cántico.

“Ahora he venido a buscar las aguas, Ahora confluimos, mezclándonos con la savia,

Ven a mí, Agni, rico en leche... Ven y otórgame tu esplendor.”

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CAPÍTULO XXXVII No era la Magadha que Bhima y yo recordábamos. Esta vez no éramos príncipes que venían con Krishna disfrazados para acabar con el tirano Jarasandha. No había reyes cautivos que esperaran ser sacrificados a Shankara Shiva. Parecíamos exactamente lo que éramos: renunciantes en peregrinación. “Hermano”, dijo Bhima gruñendo y riendo, “este disfraz es mejor que cuando vinimos como brahmines. Que pena que no traigamos una misión.” Nuestra única misión ahora era cantar himnos y repartir nuestras bendiciones por las tierras que atravesásemos. En cada una, nos manteníamos tan apartados como fuera posible de las ciudades y pausábamos sólo en minúsculas aldeas para comer lo que se nos ofreciera. Cruzamos el Mahanadi en una balsa de juncos que nosotros mismos fabricamos y en la que Bhima singó. Aquel día fue júbilo. Todos habíamos trabajado juntos con nuestras manos, trenzando las cañas después de romper el ayuno con bayas del bosque y agua de manantial, y nuestra era una paz que en los palacios es difícil conocer. Al tirar de nuestra balsa hacia la orilla agarrándonos a ramas de sauces que pendían sobre nosotros, una nidada de pájaros crestados de rojo voló chirriando. Trepamos por la orilla riendo y nos volvimos para contemplar a los martines pescadores suspendidos sobre la superficie o arrojándose al agua como relámpagos. “En la próxima vida”, dijo Nakula, “quiero dedicarme a fabricar barcos.” Era tan raro oírle expresar un deseo que todos nos tornamos para mirarlo. “Hacer algo en lugar de romperlo”, añadió encogiéndose de hombros con su sonrisa encantadora. Sus palabras contenían una verdad mayor para nosotros que los discursos de los pandits. Nuestra primera edad había transcurrido en bosques donde la serenidad nos resultaba algo espontáneo. Durante los doce años de exilio en la jungla, la impaciencia de Bhima y el fuego de Draupadi habían consumido aquella paz. Sólo ahora lográbamos recuperar ese tranquilo hálito de la vida. Defender fronteras, expandir territorios, satisfacer las necesidades de los brahmines, juzgar disputas territoriales... todo esto quedaba atrás. Los Rajasuyas y los Ashwamedhas, las coronaciones, las caracolas y los tambores de guerra y los vistosos atavíos... Todo atrás. Y ahora, incluso Gandiva había vuelto a su morada. Nos sentamos a la orilla del río, mascando juncos, y supimos que habíamos representado nuestro papel. Las diminutas flores amarillas y malvas, aquellas blancas acampanuladas, tímidas entre las piedras y la hierba... éstas eran ahora nuestras riquezas. El movimiento repentino de un ala fúlgida, la canción borbollante de una alondra suspendida en el aire, la danza flotante de un ciervo... “¿Qué haremos con esto?”, dijo Bhima señalando la balsa con un gesto de cabeza. “¿Nos lo llevamos?” “No hay que llevar nada”, repuso Draupadi atándose en un moño el cabello. “Éste es el lugar que le corresponde.” Numerosos refugios de ascetas hallamos tras cruzar el río, de modo que no carecimos de refugio o alimento. En cuanto a caminar, hacía nuestros cuerpos fuertes y duros ahora que no recorríamos tierras empapadas por las lluvias. Un día, cuando el sol estaba en lo alto y nuestros estómagos nos dijeron que era la hora de nuestra primera comida, volutas de humo en ascenso nos guiaron a un pequeño ashram. No conocíamos la lengua de la región, pero el sabio, que había hecho pradakshina

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a todas las provincias, sabía algo de nuestro idioma norteño. Con sus propias manos nos sirvió frutas y nueces y cuajadas y leche de su vaca rojiza, a la que nos presentó como su única compañía. “¿Cuál fue el propósito de tu peregrinaje?”, preguntó Yudhisthira. El sage puso los ojos en blanco y elevó las palmas al cielo. Sonriendo, respondió: “El propósito era que no había propósito.” Al cabo de un instante, añadió: “Era mi gratitud a nuestra generosa madre Bharatavarsha y aprendí a tomar de ella con parquedad. Eso es la riqueza, tomar lo imprescindible. De esta forma, no te lastran ni la pobreza, ni las riquezas.” Pausó y, con ojos que nos sonreían: “Ni siquiera el punya. Lo que estáis haciendo ahora es mejor que todos vuestros Ashwamedhas.” Nos miramos unos a otros en busca de indicios que hubieran podido revelarle quiénes éramos. Ninguno de nosotros estaba sentado en la postura regia. El cabello de nuestra reina estaba descuidado de nuevo, sin aceites ni adornos. Había en ella dignidad, pero no los signos de una reina. El sabio rió quedamente ante nuestro asombro. Nos habíamos enorgullecido de haber perdido incluso las maneras de los reyes; si aún acarreábamos restos que tan obvios resultaban para él, yo estaba contento de no saberlo. Aunque lejos aún de la Morada de las Nieves, algo de su atmósfera había penetrado en nosotros. Nuestros pasos terrenales nos llevaron al país de Kishkinda, donde la gente es oscura y hermosa y el suelo te mancha los pies de rojo. Había allí árboles cargados de mangos, y camuesos con manzanas silvestres a las que Rama y Sita dieron nombre, y la sombra fresca y serena de los tamarindos bajo la que reposar. No nos faltó en estas tierras abrigo ni refresco, ni tampoco prestas sonrisas. Seguimos caminos a través de vastos arrozales que nos calmaban los ojos. Al atardecer, después de haber caminado todo el día, el agua de los cocos tiernos que Bhima hacía caer de los árboles sacudiéndolos era mejor que cualquier vino melado. Fue allí, creo, donde empezamos a vivir fuera del tiempo. Cierto, habríamos podido seguir vagando por aquel generoso país sin volver a pensar en nuestro destino, si no hubiéramos alcanzado las fuentes del Godavari, que nos condujo a la frontera de los dominios de Vidharbha. Sahadeva estaba por seguir más al sur, pues tenía recuerdos felices de su campaña del Rajasuya, pero había que pensar en Draupadi. Su cuerpo no estaba entrenado como el nuestro. Nos tornamos al norte y, ahora, con una mezcla de aprensión y anhelo, nuestras mentes se volvieron hacia las aguas que cubrían Dwaraka. Recordé la última vez que miré las altas mansiones vacías antes de que las aguas las reclamasen. Mi corazón reposó sólo cuando Nakula dijo que, por supuesto, debíamos hacer allí una última oblación por nuestros tíos, por Krishna y Satyaki y los suyos. Encontramos al capitán de un pequeño barco que estaba lleno de historias de Dwaraka y decía que, después de la inundación, uno podía hacer una auténtica fortuna de lo que el mar arrojaba al interior: partes de columnas con gemas incrustadas, joyas, mobiliario de mármol y el oro de las lámparas y las cucharas y las bridas de caballo, ruedas de carro repujadas, cuchillos y espadas y otras riquezas de las grandes casas. Era una miseria escucharlo. El único consuelo con él fue que no llegó a reconocernos. “Si vais allí en busca de fortuna, es tarde para eso. El mar arroja aún pequeños chismes para los tardones, pero por cada pedazo de mármol hay un centenar de personas aguardando.”

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Su habla robusta y llana lo evidenciaba como un Yadu que debió de haber sido en tiempos boyero; de hecho, aún usaba términos propios de los vaquerizos de tanto en tanto. Demasiado bien nos ofreció su historia la pintura de una turba de raqueros buscando a la orilla del mar los restos perdidos de Dwaraka. Al menos, nos impidió pensar en los peligros del océano. Con un mero cruce de miradas, supimos que nos mantendríamos alejados de la nueva línea del mar y ofreceríamos nuestras oblaciones al llegar al Narmada. El agua es sagrada en todas partes: es la aspiración del corazón y de la mente la que hace la ofrenda digna de los dioses. Fue así que miramos desde la distancia el mar que cubría Dwaraka. Parecía cualquier otro mar. Quizás en los tiempos por venir nadie conozca la belleza y esplendor que Krishna obró aquí hasta que la demencia salvaje de los hombres los destruyó. Quizás Varuna se revuelva encolerizado algún día otra vez y se alejase de aquí para caer sobre otra ciudad, dejando que el mundo se maravillase ante la grandeza submarina revelada entonces. Pero, lo supiesen los hombres o no, la luz de Krishna había tocado aquí la Tierra. Esto yo lo sabía con certeza y era algo que ningún mar podía llevarse. Tuvimos luego que cruzar una franja de desierto, perspectiva que a ninguno de nosotros entusiasmaba a pesar de que era la estación de las flores de las arenas. Una caravana de mercaderes de aspecto feroz, pero amigables, se ofreció a llevarnos consigo. Iban de camino a cierto centro del río Lavana, con los camellos cargados sólo ligeramente. Bhima portaba a Draupadi aún y aquella gente sintió compasión por nuestra mujer. En otros tiempos hubiéramos podido tomarlos por saqueadores, pero tales temores ya no tenían lugar en nosotros. Aquellos hombres no eran Arios. Hacía mucho ya que habíamos tenido que desprendernos de las sutilezas de nuestra casta, pero vi a Draupadi encogerse la primera vez que nuestros anfitriones nos invitaron a comer con ellos de un solo plato compartido de grasiento arroz. Aunque tan hambrienta como todo el resto de nosotros, alegó no tener apetito. Yudhisthira le acarició la frente y la alimentó con su propia mano. El desierto te cambia. Draupadi acabó cogiendo a Dharma en brazos. Para el tiempo en que alcanzásemos los pies de los grandes Dioses, el sol nos habría amollentado y estaríamos listos para el prasad como fruta madura. Antes de ello, sin embargo, mi hombro tendría que olvidar que había portado el Gandiva. Gandiva había quedado reducido a un surco en la carne más que en el alma. Pero una noche que dormía en la tienda de los mercadantes y una brisa levantó la cortina, me incorporé antes de poder darme cuenta siquiera de que lo hacía y mi mano buscó el Gandiva. Supe entonces que todavía quedaba algo que hacer. La voz dentro de mí dijo: El tiempo para eso ha acabado, Arjuna. Si tú te proteges a ti mismo, ¿cómo puedo protegerte yo? Mi Dharma había cambiado. Ahora, yo tenía que ser el protegido, no el protector. Escuché la respiración de las formas durmientes que me rodeaban y me pregunté quién era yo y, por un instante, al igual que cuando una estrella fugaz absorbe toda tu atención, no fui nadie. Me quedé sentado allí, absorto en el milagro, rebosante el corazón de amor y gratitud. Un momento después, salí reptando de la tienda a la noche del desierto. Era clara y fría y el cielo estaba colmado de estrellas. El débil tintineo de los cascabeles de los camellos, el murmullo de la arena, el chasquido sordo de la cortina de la tienda, me transportaron a un lugar que conocía. Era el desierto donde me había encontrado conmigo mismo tras la campaña del Ashwamedha. Había comprendido entonces que sea lo que sea lo que nos cause apego, mujeres, armas o el mero polvo del desierto, nos encadena a una vida crepuscular que es la gemela de la muerte. Y había aprendido entonces lo que es estar libre, a salvo, carecer de necesidad y de armas, no tener

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a nadie con quién luchar o por quién hacerlo. El mismo pulso despertó en mí ahora, la música de las estrellas y las arenas, el núcleo de mi palpitar. Esta vez no tenía que regresar a Hastina y no podía retornar al Gandiva. ¿Era posible dejar ahora todo apego atrás? El rostro de Parikshita surgió ante mí, radiante tras la coronación... y el de Subhadra, quedo y sereno. El amor que sentía por las personas de la tienda creció y creció, pero yo no era ya el protector de nadie. Una noche, Parikshita se sentaría así en su lecho, comprendiendo por vez primera que de esto precisamente hablaban las palabras de Kripacharya y los himnos de los brahmines. Subhadra lo sabía. Creo que ella lo supo siempre.

Esta noche, yo comprendía por qué me había dejado partir y en esta comprensión mi corazón halló paz.

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CAPÍTULO XXXVIII Penetramos en el país de Matsya y empezamos a llamarnos uno a otro por los nombres que usáramos durante nuestro año de incógnitos aquí. Esto siempre nos elevaba los ánimos y disipaba el silencio. Resulta difícil resignarse a un tono de gravedad cuando te llaman Kanka el jugador o Brihannala el bailarín. Nunca dejaba de provocar una lenta sonrisa en los ojos de Yudhisthira que a veces le alcanzaba los labios. La idea de disfrazarse era ahora un chiste en sí misma. El sol había realizado su obra en nosotros: Bhima, Yudhisthira y Nakula no tenían ya la tez del brillo y color del oro y, por lo que al resto se refería, lo mismo podríamos haber sido Nishadas. Estábamos todos flacos, tirantes teníamos las carnes como cuerdas de arco y a Dharma se le había puesto un abdomen lobuno. Nuestros pies se veían agrietados y encallecidos, y las uñas de Draupadi, en otro tiempo de la forma de las tortugas, estaban partidas. Era un alivio dejar el desierto atrás y recorrer de nuevo tierras bordeadas de altos árboles, que se volvían más y más densos a medida que nos acercábamos al bosque Khandava. Gozábamos ahora de ocasionales vislumbres de los blancos turbantes de las cumbres. Nuestros silencios se prolongaron, nuestras palabras se hicieron parcas. Lentamente, marchamos hacia el norte hasta tocar el Khandava. Aquí, apoyados en nuestros bordones de peregrinos, reposamos. Habíamos pasado Indraprastha sin visitar a Vajra ni la Maya-sabha. Cuando alcanzamos el Khandava no nos separaban tampoco muchas yojanas de Hastina... pero nadie lo mencionó. Este silencio sellaba nuestro futuro escindiéndolo del pasado... este silencio y los picos de las montañas que nos aguardaban. Una nueva intensidad tomó posesión de nosotros. Ésta era la última parte de nuestro viaje. El viaje de la vida. Todo preparativo para futuros nacimientos debía hacerse ahora. El abuelo Vyasa había dicho que puedes cambiar todas las acciones de tu vida en un instante del presente, en el último momento... que puedes barrerlo todo como la arena que porta el trazado de un yantra. Seguimos avanzando y avanzando, viviendo de nueces y frutas, hasta que llegamos al Saraswati. Había sido en el Khandava, durante nuestro exilio en el bosque, donde un ciervo se le apareció a Yudhisthira en sueños para pedirle que no cazásemos más, que la manada estaba en peligro de extinción. Nos trasladamos en aquella ocasión al Kamyaka, al norte, y luego seguimos el curso del Saraswati. Éste era el camino que recorreríamos otra vez. Me hacía pensar que pronto estaríamos en casa, lo que provocaba en mí sonrisas de repentino contento. Porque era a ‘casa’ adonde íbamos. No a palacios, ni a bosques, ni siquiera a montañas. Regresábamos a nuestro comienzo, al lugar del que habíamos venido. Esta idea estalló tan jubilosamente en mí que exclamé: “Volvemos a casa.” Yudhisthira y Bhima se detuvieron y tornaron la vista hacia mí, sonriendo. “Bhima, Jishnu, volvemos a casa”, gritó Yudhisthira. Todos los demás entonaron aquel clamor. Me giré para mirar a los mellizos y a Draupadi. Ésta sonreía. Sus dientes destellaban, blancos en su enjuto rostro oscuro, y era hermosa. Sahadeva y Nakula reían. Por la noche nos sentamos en círculo y hablamos de lo que haríamos en nuestras próximas vidas. De camino a la capital de Virata, cuando cada uno de nosotros escogió casta y disfraz para el año de incógnito en la corte, ninguno quiso pasar por guerrero. Les comenté

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este hecho, mientras nos sentábamos alrededor del fuego que Bhima había encendido. Las noches eran tranquilas y frescas, y había lobos y leones alrededor. Todos mirábamos las llamas. Aquello podría haber sido un yajna. Draupadi, con el gesto ritual de los brahmines, arrojaba hojas a las llamas, con la palma abierta hacia el cielo. El único himno era el canto de las aves nocturnas y las voces de los insectos... y nuestro silencio, que nos ataba uno a otro como una soga poderosa. Aquí, nuestro destino era estar juntos. En la próxima vida, ¿seríamos dispersados por los tres mundos y las diez direcciones? Fuera cual fuera mi misión, tendría que ver con Krishna. Krishna había elegido a Yudhisthira para el trono. Draupadi era la sakhi de Krishna. Nuestro destino era estar juntos. Agni había dicho que, cuando llegara el tiempo, Gandiva retornaría a mí. Krishna y Subhadra, nuestro hijo y el hijo de nuestro hijo... éramos como una cadena. Mi mente se arrastraba hacia algo y de pronto lo vi, como cuando das la vuelta a un recodo y algo nuevo se te ofrece a la vista. Fue Draupadi la que lo expresó en voz alta. “Ha habido tanto sufrimiento, tanto, tanto, tanto... pero ya ha acabado y así tenía que ser. Ha sido útil para el mundo...” Arrojó más hojas al fuego. “Krishna dice que lo ha sido y yo quisiera que siguiéramos juntos de nuevo sea lo que sea lo que la vida nos depare.” Lloraba quedamente. Ninguno de nosotros podía hablar. Draupadi estaba a mi lado y me volví hacia ella. Las llamas jugaron en sus facciones surcadas por el dolor de su vida. De la amargura, sin embargo, se había desprendido. Su boca se hallaba en reposo. No hubiera podido reprimirme ni siquiera aunque los dioses me lo hubieran pedido. Le limpié las lágrimas. Nuestros ojos se encontraron y yo asentí con la cabeza. A su otro lado, Yudhisthira le tomó la mano entre las suyas. De pronto, todos estábamos cogidos de las manos. Los seis, sin faltar uno. Hubo murmullos de sadhu y frases incompletas. Todos decíamos lo mismo de una forma o de otra. Dharma se acercó a Draupadi y, con la cabeza sobre su regazo, miró las llamas. Draupadi estaba exhausta, pero tenía los ojos serenos. Sería su espíritu el que la sostendría hasta que alcanzásemos las cumbres. Ella, nuestra emperatriz, la nacida del altar, la que nos había salvado de la servidumbre, sería la primera en partir. Yo no quería un mundo sin ella. Bhima sollozaba y nos decía algo a los demás, pero no conseguía que lo entendiéramos. Nadie podía hablar. Ella lo hizo otra vez... “Hace falta vivir mucho para comprender. Tenía que ser así.” Fue el modo en que lo dijo, como un rishi que ve mucho más allá... Tras una pausa larga, suspiró. “Cuando Draupadi, la nacida del altar, tenía diecisiete y dieciocho años, era el orgullo de su padre. Era su arma de venganza.” Sentí el vello del cuerpo erizárseme. “Tenía que casarse con un kshatriya que nunca fuera derrotado y que habría de reducir el orgullo de Dronacharya a polvo. Y entonces, toda Bharatavarsha la reconocería a ella y a su padre. Les rendiría homenaje... Pobre padre mío. Pobre rey Drupada. Tantas austeridades había realizado para esto, día y noche delante del altar...” Otro suspiro brotó de sus profundidades. “Entonces, todos los reyes de Bharatavarsha acudieron a su swayamvara para ganar el excelso trofeo. Oh maridos míos...” Nunca se había dirigido a nosotros de este modo. La noche estaba colmada de revelación. “La vida es una ironía. Jishnu, el príncipe Arjuna, el que fuera el instrumento de Dronacharya en la humillación de mi padre, se convirtió en mi esposo. Oh... las semillas de la arrogancia y la venganza estaban en mi nacimiento y el de mis hermanos. De ellas brotó la codicia y la envidia y engendraron la partida de dados. Los kshatriyas tenían que ser aniquilados. Sakuni no era sino un falso astra y la partida de dados fue la victoria de Draupadi. Sólo Krishna lo comprendió. Sólo él sabía que, si no se trataba de

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aquel modo tan repugnante a una princesa de Panchala en la sabha, la autodestrucción de los kshatriyas nunca se encendería. Así que Draupadi, la nacida del fuego, fue ofrecida al fuego otra vez.” Abrió las palmas hacia arriba en gesto de aceptación. “Me han hecho falta todos estos años para entenderlo.”

Había llegado a la sumisión, se había convertido realmente en el sacrificio voluntario. La ofrenda de sí que realizaba nos liberaba a todos, pero sobre todo a Yudhisthira, de remordimientos.

El bosque Kamyaka se halla en la ladera de una montaña y ahora ascendíamos por

ella. Apoyada en su bastón, Draupadi insistía en caminar y aseguraba que no era necesario que Bhima la portase. De vez en cuando, se arrodillaba para oler y tocar las flores o contemplar maravillada unos huevos verdiazules o moteados bajo la prominencia de una roca. A lo largo de las corrientes o de las cornisas rocosas crecían prímulas de color malva y magenta y rosa, como fragmentos de un gran arco iris esparcidos por la flecha de un gandharva. Había extensos lechos de pequeños capullos púrpura y de amacigados ranúnculos. Bhima ardía por conseguirle las flores de las cumbres Gandhamadana que tan apasionadamente ansiara ella durante nuestro exilio, pero Draupadi no estaba dispuesta a dejarlo ir.

“No Bhima, ¿para qué arrancarlas? Déjalas donde están. Déjalas a su destino. Si es el mío, a ellas llegaré. Ahora hemos de estar juntos.”

Escalar montañas se parece mucho a la vida. Ves el alto lugar que anhelas pero no puedes alcanzarlo en un solo ascenso. Has de subir y bajar tanto a veces que apenas puedes saber si estás haciendo algún progreso.

Hallamos un camino usado por los peregrinos. Las estribaciones de los montes se erguían como centinelas o como los guerreros de una vyuha. En batalla, cuando has abatido al hombre que tienes delante, otro ocupa su lugar y luego otro y a veces dos, y así ocurre con las montañas. Un día, muy abajo, junto a un pequeño río atorrentado sobre un lecho de piedras con sus cien voces que apagaban las nuestras, reposamos y bañamos nuestras muchas ampollas. Draupadi no tenía fuerzas ni siquiera para esto. Yacía con Dharma tumbado dentro del círculo de su brazo. Sus labios se movían. Bhima y yo nos acercamos a ella, pero sus ojos estaban lejos y sólo decía que la dejáramos allí.

Un poco más lejos había un puente y, muy por encima de él, unos toscos refugios se encaramaban a las rocas. Más allá, el sendero se escindía de pronto en escarpados caminos en cualquier dirección. Bhima y yo hicimos turnos para portarla. Podría haberlo hecho él solo, pero compartirla constituía un tácito reconocimiento de mi privilegio y el de ella. Draupadi abrió los ojos y me sonrió con ellos de una forma que, más amorosamente que cualquier palabra, me decía: Éste es el mejor de los amores. Estamos libres de pasión. Dharma se mantuvo pegado a nuestros talones mientras la portábamos. En ocasiones, ella señalaba el terreno en que las prímulas anidaban entre las rocas y yo me arrodillaba para permitir que las tocase. Trinos de pájaros, obligados a cantar por la luz límpida, le hacían levantar la mano en deleite quedo. Entonces, cuando me parecía sentir que se le escapaba el alma, habló. “Quiero alcanzar esa altura con todos vosotros.” Incliné la cabeza para escucharla pero esto fue todo lo que dijo. El sendero se había estrechado otra vez y bordeaba un precipicio. Un árbol joven surgía cruzado del costado de la montaña y Bhima lo arrancó para que pudiéramos pasar. Más arriba, oí las esquilas de los rebaños. Tres o cuatro borregos vinieron hacia nosotros,

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mientras su pastor los llamaba con gruñidos y rites. Dharma los condujo de vuelta, como si hubiese sido entrenado para ello. El pastor nos señaló su refugio, haciendo señas de que allí recibiríamos comida y abrigo; después nos hizo sitio para pasar antes de continuar con su rebaño hacia abajo, hacia los precarios pastos. La cabaña en la que nos encontramos metidos era humosa y oscura. Dos criaturas, envueltas en harapos, yacían junto a una hermana mayor. Ésta y su madre contemplaron a Draupadi temerosas. Con manos ajadas, la madre la asistió e hizo una pasta de hojas molidas con la que untó la piel de nuestra mujer. No creíamos que esta anciana arrugada de los montes pudiese devolvérnosla y me resistí a apartarme del lado de Draupadi cuando la mujer insistió en que la siguiese al exterior, pero ella tiró de mi mano. Draupadi dormía, así que la seguí, aunque mi mente quedó sujeta a la cabaña. Habríamos caminado una yojana y yo estaba decidido a retornar, cuando la mujer se inclinó sobre una profusión de flores anaranjadas: árnica. Estaban por todas partes alrededor. Cavando en el suelo con un palo y con sus propias manos desnudas, consiguió una planta entera, provista de sus raíces y todo. La sacudió por el velludo tallo y libró las raíces de tierra. Su aroma me llamó la atención. Tiempo atrás, cuando caí exhausto durante mi ascenso en busca de las armas, un peregrino logró que me repusiera con esta flor. Su efecto era como el toque de un dios. Sin pensar, tomé una de las flores de pequeño tallo y la masqué. Al instante, mi respiración se hizo más ligera. La presión en la cabeza, a la que apenas estaba acostumbrándome, se aclaró. Las cumbres alrededor brillaron con más intensidad y las flores me parecieron más resplandecientes. No podía esperar a llevarle este don a Draupadi. Pero la mujer sabía lo que hacía y, tomándose su tiempo, la molió con su piedra, raíces y todo. Yo no podía apresurarla, aunque las mejillas de Draupadi se habían vuelto grises como ceniza. Por fin terminó la anciana y puso una pequeña montañita de miel sobre la pasta. Casi se la arrebaté, pero ella se dedicó todavía a meter el mejunje en una diminuta taza de niño con un poco de leche. El olor era tan nauseabundo que temí que, si aún quedaba algo de vida en Draupadi, escupiese la medicina. Con ternura, la mujer meció la cabeza de Draupadi apoyada en la sangradura de su brazo y le introdujo unas pocas gotas en la boca que regurgitaron de inmediato. Draupadi tenía apretados los dientes. La mujer me indicó que se los abriera. Aunque estaba seguro de que su alma había iniciado el viaje, le separé las mandíbulas. Las gotas le humedecieron la lengua. Pareció pasar mucho rato antes de que llegase a tragárselas pero, al hacerlo, casi enseguida se levantó el velo ceniciento de la muerte y sus ojos pestañearon. Bhima y Sahadeva lloraban, y Yudhisthira, allí sentado, estaba inmóvil como una montaña. Nakula se acercó y tocó los pies de la mujer. Draupadi abrió los ojos. Elevó la vista a la mujer y le acarició la mejilla. Draupadi era como una llama de amor. Sonrió asombrada y se incorporó. Su voz era lenta, pero firme. Sus ojos miraban a todas partes alrededor. “Pusan de los Caminos ha venido. No es como dicen, ni monta una cabra. Es el sol, pero mucho más grande que el astro, con una luz pura y blanca.”

Su propio rostro estaba iluminado. Tratamos de que callase. Había estado tan cerca de la otra orilla... Pausó y le dimos unas pocas gotas más.

“Me preguntó si quería ir con él o a la montaña.” Al cabo de un momento, con los ojos cerrados, empezó a cantar suavemente.

“Eso que no está en el sonido, ni en el contacto, ni en la forma,

Ni en la disminución, ni en el sabor, ni en el olor;

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Eso que es eterno, que carece de principio o de fin, Superior al Gran Ser, lo estable;

Habiendo visto Eso, de las fauces de la muerte Hay liberación.

“Pusan es muy grande”, dijo. “Debía de saber que teníamos que alcanzar esa montaña y me mandó de vuelta.” Pronto pudimos sentarnos a una comida de pan, cuajadas de leche de cabra y vegetales. Draupadi se veía vibrante e hicimos broma sobre la flor anaranjada. ¿Cómo nos desprenderíamos de nuestros cuerpos? Aquella peregrinación duraría para siempre. Nuestra anfitriona había ido a recoger para nosotros unas cuantas flores de árnica que yacían secándose bajo el sol radiante. Entonces, sin previo aviso, empezó a orvallar, como ocurre en las montañas, y la anciana esparció las plantas junto al fuego. La choza estaba colmada de simple amor; los niños se colgaban de ella y la hija mayor, sonriendo tímidamente, peinaba el cabello de Draupadi, aunque el suyo era una imponente maraña. Nos dimos cuenta otra vez de lo dura que era la vida de palacio. El desasosiego estaba en las joyas y los lechos níveos. Con los bolsillos llenos de pan, requesón y árnica, nos pusimos en marcha otra vez, inclinándonos ante la mujer. Ante el sol nos inclinamos, ante las montañas, y dedicamos una pradakshina a la choza. De inmediato, penetramos en algo nuevo. El espíritu de la cumbre empezó a hablarnos. Era la voz de lo Inmutable. Era Prajapati. Las montañas no eran ya centinelas que sobrepujar, sino amigas que nos ofrecían flores curativas. No eran ya cúmulos de roca y hielo. Eran vida y canto. Nuestras mentes se remontaron como cometas. Aquel atardecer contemplamos al sol barnizar los montes. Había uno que ardía contra el cielo oscureciente como una espada recién forjada. Luego nos sentamos alrededor del fuego que Bhima encendió con la leña que había recogido. Aunque el árnica resultaba de gran ayuda, escalar no era cosa fácil. Cada día medíamos nuestras fuerzas contra la altura de los picos y el reposo nocturno era dulce como después de fuertes entrenos en la Yuddhashala, sólo que ahora no preparábamos los músculos y los ojos para la batalla. Noches pacíficas y pacíficos amaneceres eran nuestros. Al dejar la choza, habíamos descendido para cruzar el puente en el fondo del valle y tomar el camino otra vez. Descansábamos ahora junto al río, escuchando la música de la cascada que nutría su corriente. Por la postura de cada cabeza, me daba cuenta de que el agua nos hablaba a cada uno de nosotros. Dharma tenía muy tiesas las orejas y, aunque dicen que los perros no pueden sonreír, de vez en cuando se giraba para mirar a uno u otro de nosotros con inconfundible deleite. Después del siguiente ascenso, bajamos a un valle que yacía entre grandes muros de roca; uno de ellos se elevaba justo sobre nosotros, mientras que el otro era tan alto y vertical que ningún sol podía penetrar la penumbra del valle. Nos alegramos de retornar al espacio abierto cuando la garganta se abrió. Luz. ¿Qué sabemos realmente de ella? Draupadi había hablado de la luz de Pusan. He oído a soldados heridos decir que, al dejar sus cuerpos, fueron absorbidos por una gran luz radiante sólo para ser devueltos a la vida como pequeños peces arrojados al agua en espera de que crezcan más. Aquí no faltaba la luz, la suave luz de la mañana que cintilaba en la nieve de los altos picos y se hacía más y más intensa a medida que el sol se elevaba y resplandecía en las laderas de doradas

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namacharis, que mecía la suave brisa trayéndonos el perfume de los pinares y las flores salvajes. La idea de que nuestro destino era aquella alta montaña blanca empezó a desvanecerse. Simplemente, poníamos un pie delante del otro. Cuando miraba a Draupadi me parecía que de niña en Panchala, antes de comprender lo que el rey Drupada le decía sobre el propósito de su encarnación con insistencia machacadora, debía de haber tenido aquella misma expresión. Y cada vez más, ahora que el mundo de locura y de venganzas no parecía sino una ficción, otro cuento inventado por alguien para que mimos y titiriteros lo llevasen de pueblo en pueblo, creía que, si hubiese traído a estas montañas a Satyaki y a todos los jóvenes que vinieron a mi academia militar de Indraprastha, habrían medido sus energías contra estos riscos en lugar de uno contra otro. Eran los hijos de Prajapati; ellos y sus vástagos podrían haber vivido en armonía con él. Un día, un día... Ésta era la promesa que oía en el desierto cuando regresaba con el corcel sacrificial. Era la promesa que Krishna me hiciera. Ahora la oía con claridad. En una ocasión, tras ascender una cuesta y detenernos, doloridos pero triunfantes, en una cornisa de roca, mirando al valle y gloriándonos en el fragante céfiro, vi un fragmento de nieve y hielo del tamaño de un lecho deslizarse suavemente hacia abajo. El sol derretía la escarpada ladera por la que acabábamos de trepar. Siguió un estrépito, un sonido desgarrador y una porción del risco más grande que un palacio se movió, se soltó y crujió para caer rebotando a las honduras. El trueno nos colmó los oídos. La reverberación ascendió a través de nuestros cuerpos. Por fin, al morir el sonido, Bhima empezó a reírse. Todo reímos. Por primera vez, estábamos más allá de toda precaución. Aquel pedazo de monte podía haberse desprendido mientras aún escalábamos por él: estábamos dispuestos. Quizás aquello era una advertencia, o una promesa de que ya no nos quedaba mucho que andar. A veces, sin previo aviso, el cielo se oscurecía de pronto y la brisa se convertía en vendaval. A veces lloviznaba, a veces una lluvia torrencial nos obligaba a buscar una grieta en la roca. A veces era el sol el que nos ponía de rodillas y teníamos que descansar y lavarnos la cara en la nieve fresca. Más y más ascendimos, sin una meta. Justo cuando creíamos que el agotamiento no nos dejaría seguir, el dios Surya nos sonreía amable, mascábamos algo de árnica y veíamos a las nubes fulgurar sobre el sol poniente con una belleza que debía de ser un anticipo de lo que el alma experimenta en sus dominios. Al beber agua un día de una corriente alpina, Nakula, con el rostro en éxtasis vuelto hacia arriba, exclamó: “Espero que el agua en el otro lado sepa la mitad de buena que ésta.” “Si no”, repuso Bhima, “siempre puedes quejarte.” “Lo que echaré de menos serán las nubes”, dijo Nakula. “Espero que haya montañas. Tiene que haber algo que podamos escalar”, caviló Bhima. No entendió por qué nos reímos todos. “¿Y tú, Yudhisthira?”, preguntó a continuación. Yudhisthira respondió muy quedo: “Yo añoraré a Dharma.” Su mano reposaba en el lomo de Dharma, pero ¿se refería realmente al perro o a una vida arraigada en los shastras? “¿Qué dicen los shastras y las estrellas, Sahadeva?”, inquirió Nakula. “Los shastras son para los pandits allá abajo”, dijo Yudhisthira. Todos lo miramos. Bhima pasó la vista de uno a otro. Nuestro hermano mayor sonreía. “El Dharma está por encima de los shastras.”

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Arqueamos las cejas cruzando miradas. “Ahora lo entiendo”, intervino Bhima. “Los shastras se han ido abajo con la avalancha.” No habíamos reído con tanta inocencia desde los días de la academia de Dronacharya. “Creo que aquella anciana”, dijo Draupadi cuando pausamos, “mezcló vino de Soma con el árnica”. Y ello nos hizo estallar otra vez. Algo ocurrió después de la risa. Retornaron recuerdos de nuestra infancia en el bosque antes de Hastina. Jugamos otra vez al tejo que Vajra jugara, a las adivinanzas, al tirar y coger, al panchasanmaya. Yudhisthira, después de observarnos hacerlo algunas veces, se nos unió. “No hay ritos que puedan llevarte a la meta de la ecuanimidad”, dijo. Sus palabras cayeron en un silencio y lo aprofundaron. Contuvimos el aliento, temerosos de que pudiera decir más. Pero calló. Habíamos deseado alcanzar nuestra inmensa montaña blanca antes de que la nieve cayese y borrase el sendero, que ya era poco perceptible de por sí, pero ahora incluso este anhelo se desvaneció. Nuestro mundo carecía de propósitos. Dormíamos y nos despertábamos y nos lavábamos en las corrientes y adorábamos al Hacedor del Día mientras él brillaba aún en los picos. Comíamos. Escalábamos. Descendíamos otra vez. Era el ritmo de la eternidad. Yo me preguntaba a veces si no habíamos pasado ya al otro lado. Todos teníamos heridas y arañazos de las rocas y los arbustos... y estaba el frío... el frío y lapsos de hambre. Pero habíamos encontrado una pequeña flor azul que usualmente podía engañar el estómago hasta que encontrábamos un peregrino que nos daba algo, o el siguiente matorral de bayas, o la choza de un cabrero. A veces, incluso las bayas nos pesaban como piedras en la barriga. A veces, nuestros oídos cantaban y entonces parecía, en efecto, que hubiésemos entrado en otro mundo, pero no en uno bienaventurado. Sólo Bhima y Dharma seguían como siempre, jugueteando como liebres de montaña y correteando por cuestas escarpadas. Dharma a menudo mascaba unas pocas hojas. Fue Sahadeva quien las probó primero; luego lo hicimos todos. Era como si de pronto hubiéramos descendido a un valle. El timbre en nuestros oídos cesó y también la presión de la cabeza. Con el árnica y esta pequeña hoja, la montaña ofrecía todo aquello de lo que teníamos necesidad.

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CAPÍTULO XXXIX Somos mendigos, somos vagabundos, somos parte de la montaña como las rocas o las hierbas o los árboles, aunque caminamos en lugar de estar enraizados. No estamos en parte alguna y no vamos a ninguna parte. Cuando siento esto con más intensidad, miro alrededor y veo que Draupadi o Sahadeva están conmigo. A veces, en silencio, todos lo sentimos juntos. En cierto modo, ya hemos alcanzado nuestra destinación. Pero entonces la montaña juega con nosotros y dice: Todavía no. Una piedra floja acecha emboscada nuestros pies... un tobillo torcido te recuerda que tienes un lugar adonde ir y un cuerpo del que ocuparte. Descubrimos que el árnica es buena para torceduras también. Esto nos hace reír como si hubiéramos hallado el espíritu de la montaña. Es un juego que juega con nosotros. Justo cuando llegamos demasiado alto y ni siquiera las hojas de Dharma pueden serenarnos el estómago, el sendero da la vuelta a la montaña, nos encontramos descendiendo y nuestros estómagos se recuperan. Bhima se pone de un salto a la cabeza del grupo y se gira para mirarnos. Nos muestra qué imagen damos cuando el mareo nos toma. Pone los ojos en blanco, deja flácida la boca y se lleva una mano a la barriga. Tenemos que reír. Peleo con él, pero no tengo fuerzas ni para hacerlo en broma. Sólo cuando aterrizamos en una mancha de flores amarillas y me descubro a horcajadas sobre su pecho recuerdo que Bhima es uno de mis hermanos mayores... protocolo de una previa vida. Él mira un pájaro que pasa junto a nosotros como un relámpago. “Así es como quiero moverme en mi próxima vida”, dice. En el valle, antes de que el sendero ascienda otra vez, hay campesinos que nos dan hogazas de pan, algo de guiso y bayas. Podemos oler los bosques una vez más... un aroma que nos hace cosquillas en la nariz después del aire sutil de las alturas. Hay muchos pájaros, esos pequeños del pecho rojo que tremolan incansables la cola mientras lanzan su aguda llamada y esos otros de cuello azul que llamamos aves de Shiva y que silban con suavidad. Las flores son un desenfreno. ¿Quién pudo inventarlas todas? Y los picos de los montes también... ¿quién?, ¿cómo?

La respuesta es una sonrisa. En nuestro siguiente descenso, la senda nos lleva más abajo aun, a una aldea en un terreno escalonado. La gente cultiva el alimento y adquiere mérito ofreciéndonoslo a nosotros, peregrinos. Nuestro mérito está en comerlo como ofrenda a los dioses en nosotros. Hay calabazas y otras cosas que nos gustan, y que comemos en los cuartos oscuros de pequeñas casas. Donan a Draupadi un chal de lana. Está más feliz con él que con todo el oro y las ropas de seda que ha tenido nunca. Hemos perdido el sentido de lo que debería o no debería hacerse. Es cierto que los shastras se fueron abajo con la avalancha. Pero, a pesar de todo el gozo en las modestas comodidades del valle, somos como animales de trémulos hocicos que no se fían del todo de este mundo de hombres donde el aire es más denso. En cuanto a Dharma, los perros de la aldea lo rodean a distancia. Algunos son salvajes canes de guarda, otros son medio lobos que obedecen sólo a sus amos y tienen que estar sujetos. Tiran de las cadenas y dedican feroces gruñidos al que pasa por delante, pero Dharma los confunde y los silencia. Vemos como se le eriza el pelo a uno de ellos. Otro mete el rabo entre las patas. Los faisanes corretean por todas partes con su estirado porte, picoteando lo que encuentran. Estamos ansiosos por retomar el camino de ascenso.

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“Ya no somos pasto de hombres. La montaña nos ha tomado”, dice Yudhisthira. “Nos ha poseído”, dice Sahadeva. “Nos ha cocinado”, dice Bhima. Al amanecer nos ponemos en marcha y empezamos a subir la ladera. “Caminar por superficies planas no tiene encanto”, exclama Bhima volviéndose para mirarme, iluminadas las facciones por un júbilo expansivo Reverbera su voz difundiéndose hacia los montes vecinos. Son grandes, pardos, esos monos en los bosques con rostros que parecen como pintados de nieve. Hay una corriente de plata que se precipita hacia abajo y, al cruzarla, hacemos el chiste de que corre a pagar tributo a un emperador. Una mariposa viene a reposar sobre el nuevo chal de Draupadi. Estamos riendo otra vez. Estamos de vuelta en el ahora. El ahora es escalar. No sabemos por qué reímos. No sabemos por qué escalamos. Somos otra vez como niños que juegan tras sus lecciones. Las montañas, que a veces parecen tan severas, son como madres ahora para nosotros. Cada ladera que viene a encontrarnos en el camino hacia la gran montaña es diferente. Esta vez nos ofrece matorrales espinosos y árboles. Las alturas se han convertido en nuestro elemento. Nuestros pasos son ligeros y elásticos. Es como montar un caballo o un elefante o un camello. Con el tiempo llegas a sentirlo con todo el cuerpo. Los pies recorren la montaña como al ritmo de un tambor. El bordón es parte de ti. Recuerdo que el abuelo Vyasa fue llamado de los montes por su madre Satyavati, para que engendrase a nuestro padre. Quizás hay en nosotros algo de aquella parte de su vida. Siento que nací para pisar estos senderos alpinos. Hemos estado cantando los himnos de Vyasa, himnos a las cumbres, pero a veces tarareamos también los aires que oímos entonar a los pastores. Las piedras son muy hermosas, de todas las formas y colores. Algunas son conglomerados de friables y argénteos estratos. Todos estamos de acuerdo en que es una maya de la falsa mente la que confiere especial valor al oro o la plata. Tropezamos con un pastor que viste una zamarra sucia. Su rebaño es parco. Nos apretujamos contra el muro de roca para dejarlo pasar. Nos sonríe. La voz de Yudhisthira entona un himno.

“Uno solo es Dios, no puede haber segundo. Sólo Él gobierna estos mundos con sus poderes.

Está de cara a todos los seres, Él, el pastor de todos los mundos.” La tarareamos con él y nos unimos al canto allí donde conocemos las palabras.

“De cara está a todos los seres. Es el pastor de todos los mundos.”

De pronto, Bhima deja de caminar. Yo, detrás de él, me veo forzado a parar. Los mellizos y Draupadi se detienen justo detrás de mí. Sólo Dharma viene a ver qué ocurre. Bhima ha estado cantando sonoramente y ahora mira arriba en silencio. Dos martines pescadores pasan veloces junto a un nogal. Oímos el murmullo del arroyo al que sin duda se proponen llegar. Hay otro destello, de verde y azul. La brisa es fresca, placentera y, más

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allá, acuna a los picos un inmenso cielo. Bhima inclina hacia atrás la cabeza. Así desafió al Narayanastra en el Kurukshetra... pero hoy abre bien la boca y, usando sus propias palabras, canta:

“Él es el Pastor de cara a sí mismo. Yo, Bhima, soy yo mismo el Pastor que lo mira. Todos los mundos son míos por medio de Él.”

Ahora nos observa a los demás. Alguien hay detrás del Bhima que conocemos.

“¿Quién más que yo para conocer a Dios, Incluso Aquel que es rapto y la trascendencia del rapto?”

Sobrecogidos, callamos. Ahí está Bhima, un rishi que ve y canta lo que ha visto. Bhima, nuestro hermano Bhima. Me avergüenza y me provoca un temor reverente haberlo juzgado alguna vez. Yudhisthira lo ha sabido siempre. Sentimos el palpitar del corazón de Bhima cuando la irrupción de energía celeste amenaza destrozar incluso esta vasta estructura humana. Aquí en la montaña, queda claro para mí: si Yudhisthira es nuestra cabeza, Bhima es nuestro corazón. Estoy transfijo de amor y de orgullo al pensar que soy de su sangre. Es mucho más tarde y mucho más arriba cuando, desde la boca de una caverna, contemplo las estrellas prender los cielos hacia el sur. Sólo ahora se me ocurre, al recordar a Bhima allí de pie: Cabeza, Corazón... entonces, ¿qué soy yo, Arjuna? La respuesta es algo que las cumbres no han cambiado. Nara y Narayana, el compañero de Krishna y su brazo, el que empuña el arco. Con los astros arracimados a la entrada de nuestra cueva, me duermo. Me despierta un gruñido. Me incorporo con los ojos bien abiertos. Ni siquiera ahora está del todo perdido el entrenamiento de Dronacharya. Los otros no se han movido. Dharma está junto a mí, refunfuñando. Miro la abertura esperando ver un par de ojos animales. En lugar de ello, veo mil ojos que me observan desde el cielo. Me arrastro hacia la boca de la gruta, donde Bhima reposa, agudizando el oído, pero los sonidos apagados que me llegan no son más que el murmullo del río. Dharma se estira para dormir, lo que me dice que, si había algún peligro, ya se ha ido. Intento dormirme de nuevo, pero todos esos astros desde la entrada me contemplan y el mundo, lentamente, se hace inmenso. Podría salir y desafiarlo. El peligro está en nosotros, afirman los shastras, y lo dice el abuelo Vyasa también. Lo dijo Dronacharya. Hay verdades que la mente no puede disputar. No es el animal en la boca de la cueva lo que tememos, a la larga. Es un viento que no puedes atrapar. Pronuncio unos mantras que al mal no le gustan pues, como un oso, se escabulle de aquí. Me sonrío a mí mismo, irónicamente. Puede que hayamos tirado abajo los shastras con el alud, pero hay veces en que ese viento te asola sin ellos y, a menos que te hayas convertido en un rishi como Bhima, con ellos caes. Ahora que la inmensidad se ha vuelto amigable, me siento con las piernas recogidas contra el pecho y el mentón en las rodillas para engañar al frío. Quizás no falte tanto para la hora de los dioses, al fin y al cabo. Después, cuando lleguen las primeras luces, reiré y les hablaré a los demás de mis miedos nocturnos para que, si les ocurre a ellos, si de repente se

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hallan una noche angustiados y solos en el país del miedo, se acuerden de decir un mantra y de que el Hacedor del Día pronto dorará los riscos. A veces, cuando estamos en los valles, parece empezar a oscurecer poco después del mediodía y nos apresuramos por las laderas, tratando de mantenernos a la vista del sol y de encontrar un abrigo en la roca, si no una cueva, para pasar la noche. Raramente es un pequeño grupo de casas de piedra, un rudo villorrio. En uno de ellos, un anciano intemporal cuyo rostro parece estar siempre riendo nos pregunta por qué no queremos volver. Nos asombra que lo sepa. Cuando la gente nos urge a descender antes de que las tormentas de nieve borren los caminos, sonreímos. En tales ocasiones, abrazamos celosos nuestro secreto. El camino sube y baja aún. Encontramos un oso en un árbol, atiborrándose de bayas. Nos quedamos atrás para no perturbarlo; después de mirarnos a cada uno detenidamente, no halla peligro y tira de las ramas para seguir comiendo. No somos más peligrosos que la nieve de la montaña. A veces vemos el antílope alpino en algún risco elevado y, si estamos en dirección al viento o lo bastante lejos de ellos, permanecen erguidos contra el cielo y la mirada fija en el horizonte. ¿Qué ven? Están colmados de majestad y silenciosa belleza. ¿Era el ciervo que mi padre mató, ganándose su maldición, tan hermoso? Si yo fuera un rishi, ésta sería la forma que elegiría como disfraz. Bhima sería un león. Los mellizos, corceles celestiales. Yudhisthira sería sólo Yudhisthira.

El antílope parte de un salto; sus cuernos desgarran el cielo. Draupadi está sola con Dharma. Estamos recogiendo leña y bayas y Sahadeva, que la está mirando, ha bajado a la pequeña corriente de montaña para lavar unos frutos que quiere darle. Draupadi oye los furiosos ladridos de Dharma y se gira para ver a un viejo lobo que se desliza furtivo hacia ella con los colmillos desnudos. Algo se arroja sobre él, un relámpago de enfangado blanco. Dharma y el lobo se encuentran en el aire. El pequeño can ha hundido sus dientes en el cuello de la fiera y cuelga de él mientras el gran animal gris sacude la cabeza de lado a lado. Sahadeva los alcanza, pero el lobo ha tenido ya bastante y se da la vuelta con Dharma hincado aún en la garganta, dejando un rastro de sangre. Frotamos a Draupadi los pies y las manos. Todo lo que dice es: “Traedme a Dharma.” Bhima sigue el rastro de sangre y encuentra a Dharma, que vuelve cojeando. Cuando alcanza a Draupadi, salta a sus brazos. “Dharma”, le dice ella acariciándolo y abrazándolo, “has retrasado mi destino.” Y ahora se vuelve hacia nosotros, no enfadada, pero sí reprobadora: “De Dharma se comprende, pero ¿a qué viene en los demás semejante alboroto? A esto hemos venido. Sean lobos o el invierno, osos o ventiscas, Yama ha de encontrar un medio para llegar hasta nosotros. ¿Por qué nos comportamos como si estuviéramos en peligro? Pusan, el guardián de las sendas, nos espera.” Bhima ha vuelto. Tiene sangre en la mano. Se la muestra a Draupadi haciendo el gesto de agarrar al lobo y tirarlo por el precipicio. “No quedaba mucho por hacer”, dice. “Dharma lo había condenado ya.” Nos sentamos ahora alrededor de Draupadi; por un momento hemos vislumbrado la vida sin ella. Cinco mortales sin su shakti. ¿Qué había pensado yo? Debimos de creer que nos iríamos todos juntos. Los rostros de mis hermanos están apagados. Llevamos a Draupadi a un lugar densamente rodeado de pequeñas flores. Hay una corriente no lejos de

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aquí que desciende en cascada por declives de los que más flores brotan. Sobre nosotros hay un gran saliente de roca que nos da cobijo. Draupadi sonríe encantada con este refugio. “Éste es el sitio”, dice. “Lo vi en mi sueño.” Se torna hacia mí. “¿No hay flores doradas?” Miramos alrededor. Las señalo y le alzo la cabeza para que pueda ver la catarata de brillantes caléndulas más arriba. El sol se mueve hacia un pico occidental, pero estamos a suficiente altura para gozar de los rayos del ocaso un poco más. Más abajo, sombras profundas sumergen las laderas. Draupadi ve mi ansiedad. Cuando esas sombras nos alcancen hará frío, aunque el saliente de roca a un lado nos ofrece una suerte de protección. Ella está dentro de mis pensamientos y me asegura: “Hay Luz más allá de nuestra luz y yo la he visto.” No hay nada sombrío en su voz o su mirada. Bhima llora quedamente, pero sin dolor. “Arjuna.” La sonrisa está en su voz. “Fue de ti de quien el Gran Patriarca Bhishma quiso agua cuando estaba en su lecho de dardos.” Le traigo agua en el bol que improviso con una hoja. Después de sorberla, dice: “Ésta es la mejor agua que he probado nunca.” Sé que lo dice en su compasión. Me ha dado la oportunidad de servirla al fin, para que no tenga remordimientos. A Bhima, que es quien la ha servido mejor, lo saluda con las palmas unidas. A Yudhisthira lo hace sentar detrás de su cabeza; a cada uno de los mellizos le da una mano. “Esta noche”, dice, “llevaré vuestros mensajes a nuestros hijos.” Al principio, no nos deja ponerle el árnica en la boca; después, para complacernos, masca una pequeña hoja. El atardecer es dorado y sereno. Un águila vuela en círculo muy por encima de nosotros. La corriente hace un dulce sonido sobre las piedras. No hay nada más que hacer, aparte de esperar. De pronto, nubes grises se deslizan rápidas sobre nosotros sumiendo al mundo en sombras y la lluvia lapida el saliente de roca. Nos movemos más al interior. Al modo de las lluvias de montaña, tan pronto como ha empezado termina. “Esto ha sido Gracia”, dice Draupadi. “Todo es Gracia. Todas nuestras vidas han sido Gracia. Uno lo ve sólo al final. No sólo la lluvia es Gracia; la nieve es Gracia, los vientos son Gracia.” Mientras habla, el sol se funde, dejando su memoria en el cielo de muchos colores. “Las mejores puestas son las de después de la lluvia.” La contemplamos en silencio hasta que sale la primera estrella. A medida que el ocaso se hace más hondo, un pico arde en la distancia como una llama sacrificial, firme y apuntando directo hacia lo alto, tal como es auspicioso. Más estrellas aparecen y la montaña se convierte en un rescoldo brillante. “Deberíais dormir. No me iré antes del alba.” Un sollozo quedo se le escapa a Bhima. Ella abre mucho los ojos y exclama: “Bhima, ¿has olvidado cómo invocó Vyasa a las almas en el río Bhagirathi? ¡Qué festival cuando nos rencontremos así!” Se vuelve hacia mí y dice una sola palabra: “Krishna.” Tira de mi alma. Ahora emerge la luna, un primer destello pálido en el filo del mundo. “No arranquéis flores por mí. Ni tratéis de ofrecer con fuego este cuerpo que albergó a Draupadi. Ella nació del altar. Hizo lo que tenía que hacer. Dejad que el viento, el agua y el cielo se ocupen de esta envoltura exterior. Yo encontraré el camino con mi Señor Pusan Ekarishi, el único y gran Vidente.”

Cierra los ojos. Entre hondos jadeos, su voz, ahora un susurro, murmura fragmentos de un himno que dice:

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Oh tú que alimentas, Vidente único, Ordenador,

Oh Sol que iluminas, oh poder del Padre de las criaturas, Reúne tus rayos, concentra tu luz;

El Lustre que es la más bendita de tus formas, Eso en Ti contemplo yo.

El Purusha allí y allá, Él soy yo.

Draupadi está de camino ya. El hilo que la sujetaba a su mortalidad se rompe poco a poco. Cuando salte la llama que hay en ella, se habrá ido. La noche avanza y el espíritu de la montaña se cierra sobre nosotros. Todavía está serena como bajo la luz dorada del atardecer y abre sus ojos de cuando en cuando para sonreírnos. Me siento poco predispuesto a dejarla marchar. No tengo miedo. Ella no tiene miedo. Para esto hemos venido, pero bajo esta fría luz de luna algo en mí se apega. “¿Está mi bordón ahí?”, pregunta. “Sí, está aquí.” Pongo su mano sobre él. Ella sonríe. “Rómpelo cuando me haya ido.” Draupadi ha sido un guerrero. Su batalla ha terminado. Hay silencio una vez más. Con nuestras mentes realizamos un yajna por ella. Un lagarto solitario cloquea. Un guijarro rebota en el saliente y cae, chacharero, por la ladera. Llega ahora la Hora de los Dioses. Las energías que empiezan a bullir en las montañas y los ríos y toda la tierra despiertan en nosotros también. El cielo está lleno aún de los astros de la noche profunda, pero hay un destello y un alzar de velos. Las sombras se vierten a sí mismas en sus hureras, como las serpientes. Nuestras almas responden. Yudhisthira, muy suavemente, entona un himno.

“Despertando todo lo que vive de su letargo, Poniendo en movimiento al hombre, la bestia y el pájaro,”

Nos unimos a él:

“Usha llega cuidadosa, nutriendo a todos los seres, Despertando a la vida toda criatura alada o reptante.

Ahora, Aurora, Amada del Cielo, Resplandece más y más vasta,

Superando a toda aurora pasada.” Draupadi abre los ojos. Sonríen su gratitud. Aunque quería alcanzar la alta montaña con nosotros y no lo hará, todo está bien: dentro de sí, ella ha llegado ya a su pico. Sabemos que espera al sol y yo pido que no haya nubes, aunque en realidad ahora nada puede arrojar sobre ella sombras. Su paz cae sobre todos nosotros. Aves que no vemos anuncian el amanecer y una luz púrpura responde a nuestros himnos. Hemos llamado a la aurora. Ahora es tiempo de silencio. Es demasiado pronto para el sol. El universo no puede ser dirigido por nuestros himnos. Es el universo el que nos impone sus órdenes.

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“Sostén del Firmamento, Señor del Cosmos,

Este sabio se viste su áurea cota de malla, Lúcido de visión, extendiéndose lejos, colmando los cielos,

Savitri nos trae una bendición Que nuestros labios han de alabar.”

Un resplandor abrasa las cimas de los montes y luego la frente del Hacedor del Día aparece presionando contra el cielo. Fantaseo que Karna ha llegado con la luz. Mi mirada retorna a Draupadi. Está muy quieta, respirando apenas. Contempla fijamente el sol. Su cuerpo lo sacude un único estremecimiento. Sigue una irradiación repentina, como cuando el día se instala. Yama, Señor del Tiempo, ha venido como luz, ha venido como Sol.

“¡Homenaje a la Muerte, final de la vida! ¡Descanse aquí tu aliento, interno y externo!

Que la vida de este ser se prolongue En el reino del Sol, el mundo de la inmortalidad.”

Meditamos y la acompañamos tan lejos como podemos en su viaje con Pusan. Sólo cuando la siento más allá de mi alcance y el sol está alto, le ofrecemos la hisopadura ritual. Al portarla al frescor de la cueva, su largo cabello nudoso, listado de plata, que le rozaba los tobillos, cae en cascada por encima de nuestras manos y barre el suelo. La dejamos en un rincón de la oquedad y la cubrimos con su chal de lana bastamente tejida. Dharma se sienta junto a ella. La nacida del fuego, la Emperatriz de Bharatavarsha al final está sola con un perro fiel y sus cinco maridos. Éstos son los únicos que se postran a sus pies. TATHASTU, TATHASTU, TATHASTU. ASÍ SEA. Hemos perdido el sentido de intemporalidad. Estamos ansiosos de alcanzar nuestra montaña nevada. Sin embargo, avanzamos más pesadamente, más lentamente que antes, entonando nuestro mantra de paz.

“En paz estén los cielos, la tierra en paz, En paz el amplio espacio entre los dos.

Paz nos traigan las aguas corrientes, Paz las plantas y las hierbas.”

¿Qué es lo que hemos dejado atrás con Draupadi? Como nuestra madre, Draupadi ha sido el nexo de nuestra unión y con todo lo que representábamos. En los momentos fatídicos de nuestras vidas, ella ha sido nuestro Dharma. No hay Dharmaraj sin ella. Pero una vez pensado todo esto, percibo que hay algo aún que se me escapa. A pesar de todos los himnos, a pesar de todos los Vedas, a pesar de todo el conocimiento, ya no me siento a mí mismo. Trato de encarnar al peregrino que espera a Yama, pero soy como una espada que repiquetea en una vaina demasiado grande. No hay más propósito, no hay más batallas que ganar, no hay nada por lo que luchar. Quizás sea eso. Ella era el emblema de nuestras batallas. Ella me ha amado de una forma a la que no he podido responder y a la que ya nunca podré. Eso es todo pasado, sin embargo.

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Marchamos por el camino abajo con piernas afirmadas contra el declive, pero mi mente se ha quedado atrás, como Dharma, que no dejará a Draupadi. Ésta no es la manera. Arrepentirse del pasado te hace denso en la próxima vida. Todo lo que no dejas atrás, te lastra. Hemos aprendido que cualquier pequeño peso de más en el bolsillo se vuelve diez veces más pesado en las cumbres que en el valle. Esto y todo lo que te dicen las montañas está ahí para enseñarte algo. Ni siquiera ahora he aprendido a dejar las cosas ir, a desprenderme de ellas. Y así me esfuerzo por entender. Hay más humedad en el aire. Hay un olor de hojas que han empezado a enmohecerse. Estamos cerca de los bosques y hay nueces bajo nuestros pies. Algunas las han cascado las ardillas. Algunas las cogemos y las cascamos con los dientes. Hay un cierto absurdo en el otoño que no abre paso al invierno, pues el invierno es la culminación de un ciclo antes de que la vida empiece otra vez. Nosotros no empezaremos otra vez y eso me alegra; sin embargo, aquello que nos ligaba se ha derretido. Lucho por seguir. Y ello tensa los músculos de mi cuello y de mis piernas. Mis pies son pesados y los arrastra sólo mi voluntad. Aunque estamos en un valle, el terreno parece al borde de un precipicio. Un águila grita. Los árboles empiezan a girar alrededor de mí. Tengo seca la garganta como el primer día de la guerra. Una voz brota del pasado y me habla. Pero no es Krishna diciendo Levántate y lucha. Dice: Déjalo ir, Arjuna. Estás muy tenso. Me tambaleo. ¿Qué ves, Arjuna? Los árboles dejan de girar. Mi mente, poco a poco, se concentra. Estoy alerta en cada partícula de mi ser y, aun así, distendido. Me oigo a mí mismo responder: El ojo. Veo ‘el ojo’. La voz de Dronacharya, como hendiendo madera: Dispara entonces. El ojo se hace más grande. Me veo a mí mismo navegar hacia él. Ahora lo atravieso hacia la vacuidad. Libertad. De vuelta en el ahora. Un paso tras otro. Un paso y luego otro y eso es todo. Me muevo en la plenitud y el gozo. Estamos a medio camino de la ladera cuando Dharma, jadeando, nos alcanza y ocupa su sitio detrás del grupo. “¿Qué ves Arjuna?” “Veo sólo la montaña.”

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CAPÍTULO XL Queremos llegar a un paso antes de que caiga la noche y las rocas bajo el campo de nieve están esparcidas por nuestro camino como peldaños que quisieran facilitarnos el tránsito. “Bhima querrá medir sus fuerzas con la montaña”, dice Sahadeva, “pero yo desearía que todo el camino al cielo fuese así.” “Nos presentaríamos ante el dios Indra con los músculos flácidos por falta de uso y nos negarían el cielo del guerrero”, dice Nakula. “Confía en la ternura del corazón y no en la dureza de los músculos para que te abran esa puerta”, dice Yudhisthira. “Eso es verdad. Llegaremos sin músculos, duros o blandos”, añado. “¡Qué kshatriyas!”, dice Sahadeva. Nuestra risa rebota en las rocas y ecoa por todo el valle. Vuelve como una sorpresa. Es la primera vez que hemos reído desde que Draupadi nos dejó. Nos sentamos para descansar y para clamar al otro lado: “¡OM, OM!” Desde las grutas entre las peñas y desde la roca misma, la respuesta retorna a nosotros. Seguimos gritando. Los Oms se multiplican y decrecen, luego se desvanecen. Nos situamos en distintos lugares. ¡OOOMMMM! ¡OOOMMMM! ¡OOOMMMM! resuenan y desplazan a un grupo de pájaros que sale revoloteando de una fisura. Esto hace retumbar la risa de Bhima. Hay un misterio y un algo temible en la forma que su risa retorna percutiendo a nosotros. “¡Bhima!”

Bhima grita su nombre. Sahadeva grita el suyo. Bhima abocina las manos y brama a través de ellas.

“¡Bhima... Bhima... ma... ma... ma...!” “¡Sahadeva... Sahadeva... deva... deva... va... va... va...!” “¡Bhima... Bhima... ma... ma... ma...!”, responde la roca. Él se gira hacia nosotros y grita: “¡Si sólo tuviese mi caracola aquí!” “Caracolaquí... colaquí... quí... quí...” “¡Bhima... ma... ma... ma...!” Bhima y Sahadeva han descendido a una cornisa que sobresale hacia el vacío.

Bhima agita el puño contra su propio eco burlón. Es mediodía y el sol cae sobre él. Tiene colorado el rostro del calor y de gritar, como cuando desafió el Narayanastra golpeándose las axilas. Así es como entrará en el cielo, agitando el puño y danzando.

“¡Paundra!”, grita. “¡Paundra... aundra... dra... dra... dra...!” Suena como un repiqueteo de pequeñas piedras. “Wou, wou, wou.” Dharma corre arriba y abajo de la cornisa en visible agitación. “Wou, wou, wou”, retorna su voz, pero suavemente, y él ladea la cabeza

sorprendido. “¡Manipushpaka!”, grita Sahadeva. “¡Manipushpaka... pushpaka... pushpaka... pakaaa... pakaaa... aa... aa...!” Los ecos de los nombres de las caracolas se cruzan entre sí y se hacen más fuertes

antes de desvanecerse. El traqueteo de pequeñas piedras aumenta. Guijarros rebotan en el

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saliente. Mayores, los pedruscos descienden ahora. El espíritu de la montaña ha despertado. Dharma atiesa las orejas y aúlla. Bhima abocina las manos, frunce la boca y sopla un clamor de caracola que rompe los tímpanos.

Sonido de victoria desgarra el aire. “¡Cesad!”, grito, “¡el Dios está despertando!”

Mi voz sólo aumenta los ecos y el clamor estalla y rebota otra vez perdiendo su significado. Sahadeva ahora frunce los labios y, con las manos acopadas, lanza el grito de Manipushpaka. Yudhisthira salta hacia la cornisa para cogerlo. Mi brazo se mueve para detenerlo, cuando las piedras más grandes empiezan a desprenderse. Intentamos no gritar y, sin embargo, llamar a los otros de vuelta. No pueden oírnos pero han percibido el peligro y se apartan ya del pétreo diluvio. Sahadeva se tambalea. Un pedrusco lo ha derribado. El retumbo y los ecos mueren mientras contemplamos a Sahadeva, que yace con brazos y piernas extendidos. Sangre le mana de la cabeza. Tiene los labios fruncidos aún. Un águila grita en las alturas; su sombra pasa sobre Sahadeva. Llevamos a nuestro hermano pequeño a la umbría sin una palabra. Siento como si una espada me hubiese tajado las piernas. Sin embargo es Nakula, desde luego, quien se sienta junto a él en trance. Bhima lo abraza. “Ha tenido la muerte de un guerrero, hijo de Madri, desafiando a los montes”, le dice. Nakula asiente. “Sí, es una buena muerte”, dice. Pasamos sentados la tarde. A la luz púrpura del crepúsculo, Nakula vuelve a hablar: “Es una muerte de héroe. Pero ¿qué hago yo aquí, Yudhisthira? Yo quiero estar con él. No queda altura que yo haya de escalar.” Ninguno de nosotros puede responderle. Ellos son energías divinas, estos Ashwins, corceles parejos que vinieron para tirar de un mismo carro de guerra. La prestancia, la rapidez que era Sahadeva ha abandonado igualmente a Nakula. Me pregunto si la roca que ha golpeado a su mellizo no le habrá acertado a la vida de Nakula también. Cuando la primera estrella emerge, Yudhisthira dice: “Nakula, somos guerreros. Cuando un héroe cae en batalla, sea un hijo o un padre, seguimos luchando. No te rindas. Ven con nosotros. Pasaremos aquí la noche y partiremos al alba.” Con suave gruñido, muestra Bhima su acuerdo. Nakula me mira y asiento. Pasamos otra noche, cantando himnos a los hermanos celestiales.

“Como cisnes, los corceles celestes forman una línea Cuando ellos, los potros, alcanzan la arena celestial...

Tu cuerpo, oh Potro, vuela como con alas, Veloz se mueve tu espíritu como el viento...

El corcel de pies veloces, concentrada la mente Y su pensar puesto en Dios, avanza...”

En este punto de nuestro viaje, uno no debería quizás mirar al pasado. Sin embargo, cuando Nakula comienza el himno a los Ashwins,

“El corcel ha alcanzado la morada suprema. Al palacio ha ido de su padre y de su madre.

Que halle una cálida bienvenida hoy entre los dioses...”

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me inundan los recuerdos. Veo a Sahadeva saltar al carro de Krishna, cuando éste y Satyaki emprendieron el viaje desde Kampila a Hastina como embajadores nuestros de paz. Sahadeva grita que queremos guerra. Bhima al final quiere paz, pero Sahadeva se ha convertido en un león y no titubea. Nos quedamos dos días con Nakula y Sahadeva. En las tierras bajas, el cuerpo de Sahadeva habría empezado ya a mostrar la corrupción de Kala. Pero aquí, con el frío de las noches y la brevedad del sol, que nunca alcanza este refugio, los rasgos de Sahadeva no revelan sombra de descomposición. Su nariz es más afilada, sus pómulos se elevan y la sangre declina.

Cuando vemos las primeras pequeñas máculas en la piel, Yudhisthira dice a Nakula con gran cariño: “Hijo de Madri, tú y tu mellizo sois los más perfectos en miembro y facción de los Pandavas. Tenéis la gracia de vuestra madre y una armonía de forma que es una leyenda en toda Bharatavarsha. Así es como él quiere que se le recuerde. ¿Quién querría que su forma corrupta fuese vista por los seres que ama? Su sabiduría era su mayor adorno y sin embargo...”

“Iré con vosotros”, dice Nakula. “Que el dios de la montaña busque mi vida. Moriré con el rostro hacia el enemigo.”

Nakula está airado con la montaña, ahora su enemigo. El que era entre nosotros el pacificador tiene ahora líneas en la frente que rara vez le hemos visto. Está herido. Está acumulando su rabia para arrojar sus insultos de guerrero a las cumbres. Sabemos que el monte no lo sufrirá mucho tiempo.

Cuando cruzamos el siguiente helero, oigo los golpes rabiosos de su bordón detrás de mí y luego un crujido seco. Una línea negra corre junto a mi pie. Me giro para ver el hielo alrededor de Nakula abrirse. Al caer en la sima, su pelo se eleva como una crin al vuelo. El corcel celestial. Mucho antes de que podamos acercarnos al borde de la grieta, Nakula ha desaparecido en el charco oscuro del fondo. Quizás el cuerpo de Nakula quede preservado en el hielo. Quizás éste sea el reconocimiento que la montaña tributa a su belleza.

Ahora que él se ha ido, tengo la cabeza ligera y clara como en un día de batalla victoriosa y seguimos el ascenso. Le rezo a Durga, Madre de las Batallas, como Krishna me ordenó una vez que hiciera.

Luego le rezo a Krishna y, entre unas oraciones y otras, pienso que pronto habrá dos Pandavas en lugar de tres. Con la clarividencia de aquellos que Yama ha llamado ya, sé que Bhima se irá después de mí; Yudhisthira, el último. Asciendo en trance, sabiendo que no puedo fallar ni caer hasta que llegue el momento de mi partida. Estamos cerca del último puerto y sé que ninguno de nosotros alcanzará la cima de esta noble montaña. No importa. La última lección de la vida es que el punya reside en escalar, no en llegar.

Esta noche, al acostarnos para dormir vigilados por la gélida luna, me pregunto si mi cuerpo, como el de Nakula, estará helado antes del amanecer. Dicen que cuando cae la nieve, has de luchar contra el deseo de dormir o no volverás a despertarte nunca. Trato de entregarme a elevados pensamientos, pero me posee la dulzura con la que el Dios del Sueño rocía mi cuerpo y que vierte en mis venas.

Estoy frente al dios Shiva, sentado sobre pieles en su alta morada. No viste su disfraz de cazador o mendigo con el pelo enmarañado. Está inmerso en su trance excelso. El universo está en él. No es Rudra Shankara. Es algo que los hombres no pueden ver hasta que no les llega la hora. Así que la mía ha llegado.

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Arjuna, hijo de Pandu, y vuelve su mirada hacia abajo, tú no has venido a por armas esta vez.

Me inclino y respondo: Mi Señor, no tengo necesidad de ellas. ¿De qué la tienes, hijo mío? Lo miro en silencio, aturdido. Krishna no está aquí para alentarme. ¿Qué he de

decir? ¿Qué quiere el gran Dios? Tiene que haber una respuesta correcta. Yo siempre he querido armas. ¿Qué otro don hay que pueda pedirse? Ahora ignoro mi necesidad. Yudhisthira, en el bosque, pidió la vida de Sahadeva en lugar de la de aquellos nacidos de su misma madre. Panchali pidió la libertad de sus maridos en lugar de la propia. Éstas son las plegarias altruistas que obtienen respuesta. Lo que quiero es algo que está más allá de mí mismo y de mis seres amados, pero yo no he sido un hombre desprendido y éste es ahora mi dolor. Busco una respuesta. No se puede hacer esperar al Dios. Estoy de pie y solo en un gran globo de hielo. ¿Debería decir el cielo del guerrero? Pero a mí no me importa eso. Ya no soy un guerrero y vivir como lo hago ahora es mejor que todas las batallas en que he luchado. Estoy en armonía con los árboles y las flores y los pájaros que cantan en las altas regiones. Pero eso no es cosa que pedir.

Algo viene a turbarme y es esto: en nuestro ascenso a la montaña hemos hallado la unidad con nosotros mismos y el mundo... pero yo sé y siempre he sabido que, si regresamos a través de aquel primer valle a Hastina y al mundo de los hombres y los estados y sacrificios, caeremos al suelo como águilas con las alas rotas. Y sin embargo, ese mundo está ahí. Nosotros éramos parte de él, quizá aún lo somos y, desde luego, puede que nazcamos a su caos en vidas futuras. Somos kshatriyas para siempre y no debemos volver la espalda, sino luchar con el rostro hacia el enemigo.

Veo las sabhas esplendorosas, el palacio de las mil columnas de cristal, nuestra Yuddhashala en Indraprastha y mi corazón se enfría y aparta la vista. Estoy en un lugar en el que los rostros más amados no pueden ofrecer solaz ninguno. Entonces, ¿qué debería pedir?, ¿una dicha que nunca decline, ni en el valle ni en las cumbres? De nuevo, mi corazón me niega su consentimiento. ¿Qué, entonces? Recorro los espacios de mi infancia, recorro mis batallas, mis recuerdos de la corte. Examino sacrificios y campañas. Me veo a mí mismo junto a Krishna. Sostengo a Abhimanyu, que acaba de nacer. Veo el pájaro de madera y el blanco en forma de pez, oigo en el suelo su estridor al deseo de mi flecha. Me veo como héroe entrando en la ciudad tras mis victorias y mi corazón enferma en mis adentros porque no hay ningún don que pedir.

Shiva me ha llamado ‘hijo’, una broma cruel. Uno ha oído que el corazón de Shiva se ha consumido por su largo tapasya... y mi

propio mundo es desolación, ahora que Draupadi y dos de mis hermanos han muerto y otros dos están a punto de morir.

¿Quién soy yo, entonces? ¿Qué soy yo? Alguna cumbre fría que ningún peregrino alcanza jamás. Algún desierto que se extiende más allá del infinito. El desierto. Un pequeño dardo penetra en mi corazón. Creo que los párpados de Shiva pestañean como si me dijese ¿Sí?... y empiezo a ver. Es el desierto el que me ha enseñado que, mientras te apegues a un grano de arena, eres un prisionero. Ahora lo veo: un prisionero de la desolación. Antes o después, el golpe caerá.

El astra más letal del arsenal de la vida. Al fin digo: Señor, no quiero nada. No necesito nada. Mientras las palabras se desprenden de mi boca y las lágrimas llueven por mi rostro,

los ojos del dios Shiva se enfocan en mí y los mundos explotan en serpientes de llama.

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Bailan y se entrelazan y forman un círculo. Dentro de él, Shiva comienza su danza. Despacio se mece y su cabello se expande. Una brisa sopla a través de él que no viene de dirección ninguna. Su mano se alza en un gesto que llama mi atención. Los dedos apenas se mueven, pero me hablan en una lengua sutil. Sus hombros se balancean. Su otra mano entra en movimiento, mientras sus ojos miran los míos. Se eleva y gira sobre sí mismo. De sus dedos vibrantes emana un poder que toca mi piel con pequeños chicotazos de energía y me balanceo también. Sin esfuerzo, fluimos por los universos. Cada gesto nos lleva a una nueva creación y, sin embargo, sólo giramos alrededor de nosotros mismos mientras Shiva sigue sentado en meditación. Ahora veo que yo soy tanto el Shiva meditante como el danzante. No nos mueve nuestra creación y aguardamos que todos esos seres que sufren y laboran y luchan por la felicidad se vuelvan y nos encuentren. Sentados estamos en bienaventuranza. Es un juego del escondite y los que nos hallan se desvanecen en nosotros. Todas las carencias y necesidades están esparcidas como flores marchitas que devolver a la vida terrestre otra vez. No conozco mi nombre ni tengo género; con Shiva estoy sentado en la alta cumbre que he alcanzado por fin. Yudhisthira me dice que he pasado en trance toda la noche. Sujeta mi mano izquierda y Bhima la otra. Deben de haberme traído de vuelta. Siento las manos como si ardieran. Bhima fricciona mis pies, Yudhisthira las mejillas. Por fin me dan el bordón y me ponen en pie. Escalamos una cuesta escarpada una vez más. De pronto, se cubre el sol. No hay aliento para hablar. Empieza a caer la nieve. Un viento se levanta que me arroja la nieve al rostro. Hace mucho frío otra vez, está muy oscuro. Nos hallamos en una cornisa estrecha y mis ojos se niegan a abrirse contra la nieve. Sigo marchando. El hombro derecho roza el lado de la montaña, la mano izquierda me guarda del viento y el vacío. Abro la boca. Antes de que pueda llamar a Bhima, mi boca se llena de nieve helada. Tengo los pies entumecidos y pesados. La nieve reposa como una carga sobre mis hombros. El frío, amargo, me ha alcanzado la médula de los huesos y la blancura gira alrededor de mí en la oscuridad. Esta vez mi voz muere antes de que pueda separar los labios. Estoy solo, caminando como por un filo, el borde del precipicio, el borde de las tinieblas, y el viento me estremece. Estoy cayendo, cayendo. Es el momento para el que se preparan los kshatriyas. ¡Krishna! El vendaval sopla aún a través de mi cerebro, pero se lleva mi dolor. Y donde estoy no hay límites. La Luz me ha atrapado en su red de Luz. Formas se mueven en una suave niebla y siento una repentina ligereza, como con el primer tirón de una cometa. La montaña se aleja de mí. Una espada ha partido algo en dos. Mi corazón gira arremolinado como un copo de nieve y cambia de dentro afuera. Hay una fisura donde dos mundos se encuentran y me está abriendo camino para dejarme salir, para dejarme entrar. Éste es el filo del tiempo y, suavemente, cariciosamente, me deslizo a través del velo hacia una Luz dorada que no tiene oscuridad que la preceda, oscuridad que la siga. Una exhalación es arrancada a un lugar profundo y floto hacia el exterior, inspirando ahora fácilmente, soltando el aliento una vez más, la última, sin regreso. Consiento en irme a la luz de Amor y miro abajo la forma en la que durante toda una vida he morado. Mi corazón guarda silencio en la dulzura de la música de grandes cadenas de Oms que me llevan hacia las formas que vienen en mi busca. Los Oms dicen todo lo que hay que conocer y eso no puede ser expresado. Emergiendo de las formas brumosas, Uno viene hacia mí derramando luz y extendiendo una mano de luz. Mi propia mano, hecha también de luz, se funde con la mano de Krishna. Él me guía a una Luz Mayor, que es Pusan aguardando a Nara y Narayana.

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De la Dicha han nacido estos seres. En dicha son sostenidos

Y a la Dicha van otra vez a fundirse

¡Om Shanti, Shanti Shanti!

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BIBLIOGRAFÍA *Bhattacharya, Pradip -The Secret of the Mahabharata, Calcuta *Bose, Buddhadeva -The Book of Yudhisthir (a story of the Mahabharata of Vyasa) *Davenport, David W. & Vicenti, Ettore -2000 A.C. Distruzione Atomica *Dutt, Manmatha (traductor) -The Mahabharata, Elysium Press, Calcuta 1895-1905 *Dutt, Romesh Chunder -The Ramayana and Mahabharata (condensed into English Verse), Dent’s Everyman’s Library 1910 *Ganguli, Kisari Mohan (traductor) -The Mahabharata, Bharata Karalaya Press, Calcuta 1883-1996 *Karve, Irawati -Yuganta, Deshmuk Prakashan, Puna 1969; Sangam Paperback, Orient Longman 1974 *Lal, P. -The Mahabharata of Vyasa (condensed edition), Vikas, Delhi 1981 *Lal, P. (transcreador, 144 volúmenes) -The Mahabharata of Vyasa, Writers Workshop, Calcuta 1968- *Müller, F. Max (editor) -The Sacred Books of the East *Noel, Sheth S. J. -The Divinity of Krishna, Munshiram Manoharlal Publishers, New Delhi 1914 *Panikkar, Raimundo -The Vedic Experience, All India Press, Pondicherry 1977 *Rajagopalachari, C. -Mahabharata, Bharatiya Vidya Bhavan, Bombay 1951 *Rapson, E. J. -Ancient India, from the Earliest Times to the First Century a. D., Cambridge University Press 1916 *Sensarma, P. -Kurukshetra War: a Military Study, Munshiram Manoharlal Publishers, New Delhi 1975 *Sorensen, S. -Index to the Names in the Mahabharata, Motilal Banarsidass, Delhi **Sri Aurobindo -S.A.B.C.L. volúmenes 8, 10, 11, 12 & 14, Sri Aurobindo Ashram Trust, Pondicherry 1972. *Subramaniam, Kamala -Mahabharata, Bharatiya Vidya Bhavan, Bombay 1965

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GLOSARIO Abhimanyu: Hijo de Arjuna con Subhadra. Abhisheka: Hisopar con agua sagrada en adoración de un rey o ídolo. Baño sagrado o ritual. Acharya: Literalmente, ‘maestro’. Título de Drona y de Kripa, preceptores de los príncipes Kurus. Adharma: Contra la ley moral. Como el hinduismo carece de una palabra para pecado o mal (pãpa sugiere crimen, daño, mal comportamiento), adharma sirve de término común a cualquier forma de injusticia o violación de la ley moral. Adhármico: Perteneciente o relativo al adharma. Adhvaryu: Sacerdote védico encargado de las operaciones manuales del sacrificio y que debía recitar las fórmulas sagradas durante el mismo. Aditi: La Madre de los dioses. Aditya: Un tipo de dioses, los hijos de Aditi. Manifestaciones del Sol. Agama: ‘Tradición’, término general dado a numerosos textos religiosos. Agastya: Literalmente, ‘aquel que hace moverse las montañas’, sabio de la India védica a quien la tradición atribuye numerosos cantos del Rig Veda. Agni: Fuego. El dios del fuego en los Vedas, una de las tres deidades védicas mayores. Airavata: Lit. ‘el nacido de las aguas’. Nombre de un elefante de tres cabezas y seis colmillos del que Indra se apropió para hacer su montura. Ajatshatru: Lit. ‘el que carece de enemigos’. Un nombre de Yudhisthira. Akrura: Jefe Vrishni casado con una hija de Ugrasena. Era un tío de Krishna de la misma línea lunar de los Yadavas. Akshauhini: Ejército, división. Alambusha: Un rakshasa gigante aliado de los Kauravas y que mató a Iravat, hijo de Arjuna y Ulupi. Amaravati: Morada de la Inmortalidad. Capital celestial de Indra emplazada, según la leyenda, cerca del monte Meru, el pico del Cielo. Se conoce también por Devapura, la ciudad de los dioses. Amba: Hija mayor del Rey de Kasi, es decir, de Varanasi o Benarés. Ambalika: Hija menor del Rey de Kasi, viuda de Vichitravirya y madre de Pandu a través de Vyasa. Ambika: Segunda hija del Rey de Kasi, viuda de Vichitravirya y madre de Dhritarashtra a través de Vyasa. Andhakas: Los reyes pertenecientes a la dinastía Yadu y el clan sobre el que gobernaban. Andhra: El territorio de Andhra Pradesh en la India moderna. A los guerreros de Andhra se les llamaba Andhras. Anga: Probablemente los territorios de Bhagalpur en Bengala. Su capital era Champa. Angada: Adorno portado en el brazo a modo de brazalete. Angavastra: Parte superior de las vestimentas, normalmente un largo pañuelo o chal sobre el pecho desnudo. Aniruddha: Hijo de Krishna y Satyabhama, padre de Vajra. Anjali: La cavidad formada al doblar y unir las manos, el hueco de las manos; de aquí el saludo de respeto o namaskara. Anjalikavedha: Golpear a un elefante desde debajo de él. Anuvinda: Un príncipe de Avanti, hermano de Vinda.

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Apsara: Ninfa del cielo de Indra. Las más celebradas son Urvasi, Menaka y Rambha. Ario: Leal, noble, señor. Nombre de la raza invasora que se instaló en el norte de la India, según la teoría más generalizada. Arjuna: El tercero de los hermanos Pandavas. Arvan: ‘Caballo de guerra’; uno de los nombres del caballo cósmico. Aryaman: Divinidad védica que representa la nobleza de los Arios y las leyes superiores que rigen la sociedad. Aryavarta: Una parte del norte de la India dominada por los arios en el segundo milenio antes de la Era Común. Posteriormente se extendió, de acuerdo con Manu, del océano occidental al oriental. Ashok: Nombre de un árbol (saraca indica o jonesia ashoka) que da bellas flores rojas. Las mujeres rezan a este árbol para obtener descendencia. Ashram: Refugio. Término popular para denotar la ermita de un Rishi u hombre santo. Ashvasena: Serpiente que vivía en el bosque de Khandava. Era hija de Takshaka. Ashwa: ‘Caballo’; un símbolo del prana, la fuerza dinámica de la Vida. Uno de los nombres del caballo cósmico Ashwamedha: Sacrificio del caballo. El máximo sacrificio imperial en la India antigua. Ashwatthama: Literalmente, ‘de voz de caballo’. Nombre del hijo de Drona y Kripi, llamado así porque su primer grito al nacer se pareció al relincho del corcel celestial Uchchaihshravas. Ashwins: Los dioses gemelos con forma de caballo de la mitología hindú. Son protectores de los trabajos agrícolas y médicos de los dioses. Asti: Una de las esposas de Kamsa, tía de Krishna. Astra: Cualquier arma o proyectil. Asura: Antidiós. Es la forma por excelencia del enemigo de los dioses. Los asuras incluyen a los daityas y los danavas; son descendientes de Kashyapa. Atharva Veda: Una de las cuatro colecciones de himnos védicos junto con el Rig Veda, Sama Veda y Yayur Veda. Atman: El sí mismo, el ser esencial, el núcleo más íntimo del hombre. Avanti: Una ciudad, Ujjayini. Babhruvahana: Hijo de Arjuna y Chitrangada. Bahlika: Abuelo de Bhurisravas, el guerrero de más edad en el campo del Kurukshetra. Es también el nombre de uno de los caballos del carro de Krishna. Balarama. Rama el Fuerte. Hermano mayor de Krishna, llamado también Madhupriya, es decir, Amante del Vino. Bhagadatta: Rey de Pragjyotishapura, nacido del miembro de un asura. Bhagirathi: Antiguo nombre del Ganges y nombre actual que este río toma en uno de sus tramos cerca de su fuente y otro en su curso inferior cerca de su confluencia con el Brahmaputra. Bharadwaja: Un gran yogui del clan Angiras a quien se atribuyen muchos himnos védicos. Era hijo ilegítimo del sabio Brihaspati y de Mamata, esposa del sabio Utathya. Bhárata: Hijo de Dushyanta y de Shakuntala. Es el ancestro de los héroes del Mahabharata y rey de la tribu védica de los Kurus. Conquistó el país y dio su nombre a la India (Bhárata y Bharatavarsha), confinada entonces a la zona norte ocupada por los pueblos indoeuropeos.

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Bhargava: Descendiente de Bhrigu y gran maestro de artes marciales que despreciaba a los kshatriyas. Bhishma, Drona y Karna fueron discípulos suyos. Bhima: El Temible. El segundogénito de los Pandavas. Bhishma: Hijo del Emperador Shantanu y de la diosa Ganga, es decir, de la personalidad divina del río Ganges. Gran Patriarca de la Casa Kuru, llamado originalmente Devavrata y luego Bhishma a causa de su voto de castidad. Bhojas: Un clan de Dwaraka. Bhurisravas: Un rey de la dinastía Kuru, hijo de Somadatta. Brahmacharya: Autocontrol, a menudo en el sentido del celibato. Un brahmachari es alguien que ha renunciado a los placeres de los sentidos. Brahmaloka: El paraíso de Brahma. Brahmasira-astra: Un nombre del arma favorita de Shiva, la lanza Pasupata, con la que mató a los daityas y con la que destruirá el universo al final del ciclo cósmico. Brahmastra: Un arma celestial adquirida por Drona y empleada por Arjuna. Brihannala: Nombre de Arjuna durante su último año de exilio, cuando se disfrazó de maestro de danza hermafrodita en la corte del rey Virata de Matsya. Brihaspati: Señor de la palabra sagrada. Íntimamente relacionado con Indra como su sacerdote doméstico. Chaitra: El último mes del año hindú (marzo-abril), de acuerdo con el calendario lunar. Chaityaka: Una montaña situada cerca de Girivraja, la capital de Magadha. Chakora: La perdiz india de patas rojas que, según la leyenda, se enamoró de la luz de la luna y bebe gotas de esencia lunar. Chakra: Círculo, disco, centro de consciencia en el cuerpo sutil. Chakravarti: Emperador. Chamara: Espantamoscas hecho de crin de caballo o de yak y símbolo regio por excelencia. Champak: Flor perfumada de pétalos color crema. Charvaka: Rakshasa afecto a Duryodhana. Chedi: Nombre de Sisupala, hijo de Damaghosha y Rey de los Chedis. Nombre, también, de un país y de sus gentes. Ocupaban las orillas del Narmada. Chekitana: Un Vrishni, primo hermano y aliado de los Pandavas. Fue muerto por Duryodhana. Chitrangada: Hija del Rey Chitravahana, esposa de Arjuna y madre de Babhruvahana. Chitrasena: Un jefe de los yaksas. Chitravahana: Rey de Manipura durante los tiempos puránicos. Dakshina: Recompensa a un brahmín que dirige un sacrificio o yajna; tributo a un maestro por sus enseñanzas. Dantavaktra: Rey de Karusha. Renació como el asura Krodhavasa. Darshan: Demostración, punto de vista; visión; acto, ritual o no, de ver a alguien. Daruka: Nombre del auriga de Krishna. Deva: Dios, poder celestial, deificación o personificación de fuerzas y fenómenos naturales. Literalmente, ‘luminoso’. Devadatta: Nombre de la caracola de Arjuna, que provenía de un lago al norte del Kailasa. Devadatta había pertenecido originalmente a Varuna, dios de las aguas. Devaki: Mujer de Vasudeva y madre de Krishna.

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Devavrata: Nombre original de Bhishma. Dhananjaya: Uno de los títulos de Arjuna. Dharma: De la raíz dhri, ‘ser estable, firme’. Código de buena conducta, patrón de la vida noble, reglas y observancias religiosas. Es también el nombre del perro que acompaña a los Pandavas en su último viaje. Dharmaraj: Rey dhármico, rey de justicia. Uno de los sobrenombres de Yudhisthira. Dhármico: Perteneciente o relativo al Dharma. Dhaumya: Sacerdote familiar de los Pandavas. Dhobi: Lavandero Dhrishtadyumna: Hermano de Draupadi. Como líder de las huestes Pandavas y en cumplimiento de su destino, mató a Drona, el maestro de los príncipes Kurus en las artes marciales. Dhristaketu: Nombre de un hijo de Dhrishtadyumna. Nombre también del hijo de Sisupala y aliado de los Pandavas a la muerte de su padre. Nombre, por último, de un Rey de los Kekayas y aliado de los Pandavas. Dhritarashtra: Literalmente, el que gobierna con estabilidad. Hermano de Pandu y gobernante ciego de Hastinapura. Dhruva: En la mitología hindú, un devoto de Vishnu que llega a simbolizar la fuerza de la voluntad y se convierte en la estrella polar. Draupadi: La morena hija del Rey Drupada de Panchala y esposa de los cinco hermanos Pandavas. Drona: Literalmente, ‘cubo’. El maestro brahmín de los príncipes Kurus en las artes marciales, llamado así porque según la leyenda nació en un cubo; referido a veces como Dronacharya. Drupada: Padre de Draupadi y Rey de Panchala. Tras la derrota a manos de los Kurus, se vio forzado a compartir su reino con Drona. Duhsasana: Literalmente, ‘difícil de dominar’. El segundo de los cien hijos de Dhritarashtra. Durga: La diosa del universo. Durga posee diferentes formas y aspectos. Parvati, esposa de Shiva, es un aspecto de Durga. Durvasa: Literalmente, ‘mal vestido’. Un sabio fácilmente irritable, hijo de Atri y de Anasuya. Duryodhana: Literalmente, ‘difícil de conquistar’. Primogénito de Dhritarashtra a través de Gandhari. Dusala: Única hija de Dhritarashtra; esposa de Jayadratha. Dwaitavana: Bosque en que los Pandavas pasaron parte de su exilio. Dwaraka: Literalmente, ‘la de las muchas puertas’. Nombre de la capital del reino de Krishna. Dwarpanya: Lago junto al cual murió Duryodhana. Ekalavya: Hermano de Shatrughna. Fue abandonado en la infancia pero hallado y educado por los miembros de una tribu Nishada. Se cortó el pulgar de la mano derecha cuando Drona se lo exigió como dakshina. Posteriormente fue rey. Gada: Nombre de un demonio matado por Hari. Nombre de la maza hecha por Vishvakarman de los huesos del demonio y ofrecida a Vishnu. Nombre de un arma de Bhima.

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Gajaroha: El naire o cornaca. Gandhamadana: Literalmente, ‘fragancia embriagadora’. Nombre de una de las cuatro montañas que cercaban la región central del mundo. Gandhara: Una franja de tierra de la antigua Bhárata. Se cree que se extendía desde las orillas del río Sindhu hasta Kabul. La Gandharistis de Herodoto, un reino al oeste de los Indus. Gandhari: La princesa de Gandhara, esposa del rey ciego Dhritarashtra, hermana de Sakuni y madre de Duryodhana. Gandiva: Nombre del arco de Arjuna. Según la leyenda, el dios Soma se lo había entregado a Varuna, éste a Agni, y Agni se lo regaló a Arjuna. Ganga: El río más sagrado del hinduismo, el Ganges, personificado a menudo como una diosa, hija mayor de Himavat (los Himalayas) y Menaka. En el Mahabharata, Ganga es la madre de Bhishma y esposa del Emperador Shantanu. Garuda: El ave divina y vehículo de Vishnu. Gayatri Mantra: La estrofa más sagrada de los Vedas. Ghat: Campo crematorio o cementerio. Ghatotkacha: Hijo de Bhima y la rakshasa Hidimbi. Ghi: Mantequilla purificada, hecha de la nata de la leche de búfalo o de otro tipo de leche. Ghora Angirasa: El guru de Krishna. Girika: Uno de los capitanes de Arjuna. Gokula: El distrito pastoral sobre el río Yamuna donde Krishna pasó su infancia. Gopa: Vaquerizo. Govardhana: Montaña de Gokula, la tierra en la que se crió Krishna. Éste cambió allí las costumbres sacrificiales. Gurudeva: Lit. ‘maestro-dios’. Fórmula de respeto para dirigirse al Guru. Hanuman: El dios simio del Ramayana. Es hijo de Vayu, dios del viento; por ello es capaz de volar. En el Mahabharata es hermano de Bhima, que es míticamente hijo de Vayu. Hardikya o Hardikyatanayam: El hijo de Kritavarman. Hastinapura: Literalmente, ‘ciudad de elefantes’. Capital del reino Kuru. Sus ruinas han sido identificadas sesenta millas al nordeste de Delhi. Haya: ‘Caballo’; uno de los nombres del caballo cósmico. Hidimba: Un rakshasa con el que los Pandavas se enfrentaron tras huir del palacio de cera. Hidimbi: Hermana de Hidimba y madre de Ghatotkacha a través de Bhima. Hiranyadhanusha: Rey de una tribu forestal y padre de Ekalavya. Hiranyagarbha: El feto de oro, esto es, Brahman. La semilla dorada, el huevo o semilla primordial nacido de las aguas de las que se originó Brahma, el creador. Un concepto importante en la cosmogonía védica. Homa: Antiguo sacrificio védico en el que se hacía uso del Soma. Se realizaba sobre todo en las ceremonias de matrimonio y es la forma más antigua de puja hindú. Es también la ofrenda consumida y la cámara donde se guardaba el fuego sacrificial. Hotravahana: Un rey piadoso, abuelo de Amba. Hotri: Un tipo de brahmín real encargado de los ritos y ceremonias oficiales, especializado en la recitación de los himnos del Rig Veda. Indra: El dios de los Cielos, Señor del panteón hindú. Indragopa: Un insecto.

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Indraloka: El mundo o la esfera de Indra, adonde van los kshatriyas heroicos después de la muerte. Indraprastha: La capital de los Pandavas. Este nombre se usa todavía para una sección de Delhi. Iravat: Hijo de Arjuna y la ninfa Ulupi. Jala-samadhi: Trance yóguico en el agua que permite pasar mucho tiempo bajo la superficie sin respirar. Jambhavati: Hija de Jambavat, Rey de los Osos; probablemente, una tribu aborigen. Janaka: Antiguo rey de Mithila, famoso por poseerlo todo sin estar apegado a nada. Jara: Cazador que disparó la flecha que causó la muerte de Krishna. Jarasandha: Literalmente, ‘unido por Jara’. Un rey de Magadha, llamado así porque nació en dos mitades de las dos esposas de Brihadratha. Jatasurya: Un rakshasa muerto por Bhima. Jaya: Nombre de uno de los porteros del palacio de Vishnu. Nombre también de uno de los cien hijos de Dhritarashtra. Jayadratha: Rey de Sindhu y esposo de Dusala, la única hermana de Duryodhana. Jayatsena: Rey de Magadha e hijo de Jarasandha. Nombre también de un hijo de Dhritarashtra. Jhillin: Consejero del joven príncipe Puru en Indraprastha que pretendió asesinar a Krishna y Arjuna cuando éstos visitaron la capital después del Kurukshetra. Jimuta: Nombre de un luchador famoso matado por Bhima. Jishnu: Victorioso, triunfante. Un epíteto de Indra, del hijo de Indra, Arjuna, y de Vishnu. Jyotisha: Astrología. El Jyotishashastra, ‘enseñanza de las estrellas’, es el nombre general atribuido a los tratados de astronomía y astrología. Kadamba: Un arbusto (convolvulus repens, nauclea cadamba) de flores anaranjadas y olor muy dulce. Kailasa: Una montaña sagrada de los Himalayas, morada de Shiva y, en algunos mitos, también de Kubera, dios de las riquezas. Kala: El Señor del Tiempo. Kalakuta: Un violento veneno que, según el mito, emergió mientras dioses y asuras cuajaban el Océano de Leche primordial. Kalasa: Vaso sagrado utilizado en el culto hindú que contiene el amrita. Kalidasa: Lit. ‘servidor de Kali’. Nombre que Arjuna da al caballo sacrificial del Ashwamedha. No aparece en Vyasa. Kalinga: País al sur de Odra u Orissa que se extiende hasta las bocas del Godavari. Kaliyuga: Era de Kali. En el juego de dados, Kali es el uno, un signo de mala suerte. Kaliyuga es la cuarta, y presente, era del mundo. Empezó en el 3102 a.E.C. y durará 432.000 años. Después de ella, el ciclo universal recomenzará. Kamandalu: Vasija de agua. Los eremitas y peregrinos no portan nada más que un bordón y el kamandalu. Kamarupa: Antiguo nombre de Assam, actual estado nororiental de la India. Kamboja: La región próxima a las montañas del Hindu-Kush, famosa por sus caballos y sus mantas. Kampila: Una antigua ciudad en el sur de Panchala y capital del Rey Drupada.

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Kamsa: Un rey tirano de Mathura, hijo de Ugrasena y tío de Krishna. Según una profecía, moriría a manos de un sobrino suyo y trató de acabar con todos ellos. La profecía, sin embargo, se cumplió y Krishna mató a su tío Kamsa. Kamyaka: Uno de los bosques en que habitaron los Pandavas durante su exilio en el bosque. Kanika: Un brahmín ministro de Dhritarashtra. Kanka: Nombre usado por Yudhisthira durante el año de incógnito en la corte del rey Virata. Karma: Concepción hindú de la retribución moral. Filosóficamente, el Karma crea la urdimbre fundamental del destino y las reencarnaciones manteniendo el equilibrio de la justicia universal. Karna: Hijo de Kunti y el Sol antes del matrimonio de aquélla con Pandu. Fue abandonado por Kunti y criado por Adhiratha, el auriga, y su mujer Radha. Fue coronado rey de Anga por Duryodhana y luchó al lado de éste contra sus hermanos en el Kurukshetra. Kartavirya: Rey de los Haihaya, en el valle de Narmada; gran guerrero de mil brazos que fue hecho prisionero por el demonio Rávana. Kartika: Mes lunar del calendario indio correspondiente a octubre-noviembre. Kashyapa: Literalmente, ‘tortuga’. Un sabio védico del Mahabharata, que desposó a Aditi y a otras doce hijas de Daksha. Kasi: Una de las siete ciudades sagradas de la India, actualmente Varanasi o Benarés. Kaustubha: Una joya mágica surgida al batir el Océano Primordial. Keraladesh: Una región en la mitad occidental del cono sur indio, el actual estado de Kerala. Ketuvarman: Uno de los príncipes Trigarta. Khandava: Bosque de Indra en el Kurukshetra quemado por Agni con ayuda de Krishna y Arjuna. Khandavaprastha: Un bosque en el que vivieron los Pandavas durante su exilio. Kichaka: Cuñado del Rey de Virata; fue violentamente destruido por Bhima a causa de sus insinuaciones lascivas a Draupadi. Kishkinda: Una región montañosa en el sur de la India. Kokila: El cuco indio. Kosala: Uno de los reinos no arios del este de la India. Krauncha: Lit. ‘garza’. Formación militar que la imita. Kravyada: ‘El que come carne’, uno de los nombres de Agni en tanto que consumidor de las ofrendas sacrificiales. Kripa: Hijo del Rishi Saradvat y la ninfa Urvasi; hermano de Kripi y, por tanto, tío de Ashwatthama. Kripa fue uno de los dos grandes instructores militares de los príncipes Kurus. Referido a veces como Kripacharya. Kripi: Esposa de Drona, el maestro de los príncipes Kurus, y madre de Ashwatthama. Krishna: Literalmente, ‘negro’. Según el Mahabharata, el dios Vishnu se arrancó un pelo blanco y otro negro de la cabeza; el blanco entró en el seno de Rohini como Balarama, el negro fue destinado a Devaki para ser Krishna; de ahí que a Krishna se le llame también Keshava, es decir, de cabello negro. Su padre Vasudeva era hermano de Kunti, esposa de Pandu; Krishna era, por tanto, primo hermano de los Pandavas. Kritavarman: Uno de los tres guerreros Kauravas que masacraron a los Pandavas mientras estos dormían en una razia nocturna. Fue asesinado más tarde en Dwaraka, en una reyerta ebria.

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Kshatriya: La segunda casta del hinduismo después de los brahmines; es la casta guerrera y gobernante. El Diccionario de la Real Academia da la forma chatria, que fonéticamente es muy deficiente con respecto a la original. Kuki: Grupo de pueblos de origen tibeto-birmano. Kumkum: Punto rojo en el entrecejo que forma parte del maquillaje femenino indio. Kunti: Madre de los Pandavas y de Karna, esposa de Pandu. Kuntibhoja: Rey de Kuntiraja y padre adoptivo de Kunti. Kuru: Príncipe de la raza lunar; ancestro de Dhritarashtra y Pandu de quien surge la raza de los Kurus o Kauravas. En esta narración, se usa preferentemente la palabra Kuru para designar la línea general a la que pertenecen los hijos de los dos reyes y Kauravas para nombrar a los hijos de Dhritarashtra por oposición a los Pandavas. Kurujangala: Reino de la India antigua cuya capital era Hastinapura; recibió su nombre de Kuru, el príncipe fundador. Kurukshetra: Literalmente, ‘campo de los Kurus’. Área al sur del río Saraswati y al norte del Drisadwati donde tuvo lugar la batalla entre Kauravas y Pandavas. Kusa: Una clase especial de hierba, la poa cynosuroides, usada en los rituales hindúes. Kushasthali: El antiguo nombre de Dwarakapuri, una isla. El primero en construir una ciudad en Kushasthali fue el emperador Revata. Kuta: El tipo de guerra adhármico que incumple los códigos de batalla. Lakshmana: Un hijo de Duryodhana. Lalitthas: Un pueblo de la India antigua. Latavesta: Montaña al sur de Dwaraka. Lila: Juego cósmico. El proceso cósmico entendido como juego divino. Limgam: Lit. ‘falo’, ‘símbolo’. Madra: Antigua área de Bhárata situada cerca del río Jhelum. Madri, esposa de Pandu, era princesa de Madra. Madrakas: El pueblo de Madra. Madri: Mujer de Pandu y coesposa de Kunti, madre de los Pandavas mellizos Sahadeva y Nakula. Magadha: Una ciudad famosa en la antigua India llamada hoy Rajagriha. Magha: Mes luni-solar del calendario hindú correspondiente a enero-febrero. Mahanadi: Un río celebrado en los Puranas y localizado en la región de Utkala (Orissa). Mahapapa: Literalmente, ‘gran pecado’. Maharatha: Maestro en el arte del auriga. Mahartwija: ‘Gran ritwik’. Mahatma: Literalmente, ‘alma grande’. Epíteto atribuido a las grandes personalidades espirituales y sabios. Maheshwara: Literalmente, ‘gran Ishwara, gran Divinidad’, uno de los epítetos de Shiva. Maitreya: Sabio de gran esplendor y cortesano de Yudhisthira. Makara: Cocodrilo. Mala: Guirnalda, rosario. Los hindúes utilizan un rosario para sus plegarias o mantras de 108 cuentas de maderas sagradas. Malavas: Pueblo de un territorio en la India central, probablemente la moderna región de Malwa.

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Manasarovara: El lago más sagrado de los hindúes. Se halla ahora en el Tíbet, cerca del monte Kailasha. Mandala: Círculo. Libro. Formación militar circular. Manipur: Reino de la princesa Chitrangada en las montañas. Manipushpaka: La caracola de Sahadeva. Manmatha: Nombre de Kama, dios del amor. Mantra: Una fórmula verbal cargada de poder mágico o místico. El mantra puede consistir en una sola sílaba o bija, o una palabra o grupo de palabras extraídas de los tres Samhitas o Escrituras: el Rig, el Yajur y el Sama Veda, que son las partes originales de los Vedas. Manu: Literalmente, ‘ser pensante’. Nombre genérico atribuido a los catorce progenitores de la humanidad. Markandeya: Un sabio brahmín que asistió a los Pandavas en el bosque, en tiempos de su exilio. Martikavarta: Antiguo país de la India. Durante el tiempo de los Pandavas, fue regido por el rey Salya. Parashurama mató a todos sus kshatriyas. Arjuna dio a estas tierras el hijo de Kritavarman como rey. Matali: El auriga de Indra. Mathura: Lugar de nacimiento de Krishna. Mavellakas: Pueblo de un territorio cerca de la cabecera del río Narmada. Maya: Un arquitecto asura de gran destreza. Maya es, también, la ilusión cósmica, el engaño por el que el Supremo aparece como la multiplicidad fenomenológica y el mundo físico parece real. Maya-sabha: El Salón de la Asamblea construido para Yudhisthira en Indraprastha por el demonio Maya. Meghapushpa: Uno de los caballos del carro de Krishna. Mitra: Lit. ‘amigo’. Divinidad védica, una de las formas del sol, preside el día. Mleccha: Literalmente, ‘extranjero, bárbaro’. Alguien no perteneciente a la nación aria y epíteto aplicado también a los indoarios que hablaban sólo un dialecto regional. Mridangam: Tambor de dos caras utilizado en el sur de la India. Mudra: Gesto místico y ritual que expresa o evoca una actitud mental o un poder divino. Muni: Sabio. Naga: Pueblos de origen tibeto-birmanos de Assam, instalados en las colinas de la frontera birmana. Nagas son también una categoría de divinidades ctónicas representadas con cuerpo de serpiente y espíritus de las aguas en todo el folclore asiático. Nagaloka: El submundo o esfera de las serpientes, es decir, nagas, llamado Patala también. Nagara: Un tipo de tambor. Nakula: Uno de los mellizos Pandavas, hijo de Pandu y Madri. Se casó con Karenumati, princesa de Chedi, y su hijo fue Niramitra. Nanda: El vaquerizo que, con Yashoda, se convirtió en el padre adoptivo de Krishna. Nombre también de una dinastía que sucedió a Ajatsatru y su linaje en el trono de Magadha. Nara: Literalmente, ‘hombre’. Apodo de Arjuna, que se le aplica en conjunción con el de Krishna: Narayana. Narada: Uno de los siete grandes Rishis. De acuerdo con una leyenda, nació de la frente de Brahma y, de acuerdo con otra, era hijo de Kashyapa.

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Narakasura: Se habla de esta figura en el Mahabharata y los Puranas. Cautivó a dieciséis mil princesas que habían sido sus hijas en una vida previa y a las que había maldecido. Asedió el mundo de los dioses y robó insignias reales a Indra y Aditi, su madre. A petición de Indra, Krishna lo mató en una batalla asistido por su esposa Satyabhama y su ave Garuda. Narayana: Literalmente, ‘el que se mueve sobre las aguas’; también, ‘morada de hombres’. Brahma fue llamado así porque reposó primero en las aguas cósmicas. Es, además, el nombre que Krishna recibe en conjunción con el equivalente de Arjuna: Nara. Narayanastra: El astra de Vishnu. Nim: Un árbol indio, el azadirachta indica (melia azadirachta). Nishada: Una tribu de las montañas de Vindhya. Nitishastra: Una clase de escritos éticos y didácticos de todo género, que incluye colecciones de fábulas y preceptos morales. Niyoga: Concepción de un hijo por un hombre distinto del marido, cuando éste no puede fecundar a su esposa. En este caso, a una esposa hindú se le permite pedir al hermano del marido o a un santo que la fecunde. Hay siete previsiones diferentes en el Dharma para el niyoga. Om: Sílaba sagrada de la tradición hindú y mantra por excelencia. Om, bhur, bhuva, svar: Fórmulas iniciáticas: bhur evoca el plano terrestre o material; bhuva, el plano intermedio o sutil; svar, la región suprema de la luz y el conocimiento. Om Namo Bhagavate Narayanaya: Fórmula religiosa de salutación a Vishnu. Om Tat Sat: ‘Así sea’ Panchajanya: Caracola de Krishna, formada por la concha del demonio marino Panchajanya. Panchala: Probablemente territorio septentrional en el moderno Punjab; nombre del reino del padre de Draupadi. Panchali: Otro de los nombres de Draupadi, esposa de los Pandavas e hija de Drupada. Pandavas: Nombre genérico de los hijos de Pandu. Pandit: ‘Experto, entendido’. Pandu: Literalmente, ‘pálido’. Hermano de Dhritarashtra y Vidura, Rey de Hastinapura y padre terrenal de los cinco héroes Pandavas. Pandya: Rey de Vidharbha; un gran devoto de Shiva. Parashara: Nieto de Vasishtha. De su relación con Satyavati nació Vyasa, autor y compilador del Mahabharata. Parashurama: Una de las encarnaciones de Vishnu, hijo de Jamadagni y Renuka. Parikshita: Hijo de Uttara y Abhimanyu. Nieto, por tanto, del rey Virata y de Arjuna. Pasupata: El arma llamada también Brahmasira. Se tenía por arma favorita de Shiva, con la que destruye a los Daityas. Patala: Una región infernal bajo la tierra, morada de los Asuras en el mundo de los Nagas. Una zona de tinieblas. El subconsciente bajo la tierra. Paundra: Una de las tribus bárbaras de la India antigua. Paundra es el nombre también de la caracola de Bhima. Phalguna: El undécimo mes del calendario hindú, es decir, febrero-marzo. Pinaka: El arco de Shiva.

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Pipal: Árbol sagrado (ficus religiosa), consagrado a la divinidad hindú. Su madera se utiliza para encender el fuego sagrado. Pitamaha: Lit. ‘gran padre’, ‘gran patriarca’. Título otorgado a Bhishma. Usado también para denotar a Dios. Pitambara: Tela amarilla portada por Vishnu alrededor de las caderas como vestido principal. Simboliza los Vedas y es también un nombre de Krishna por las ropas ocre que éste llevaba. Pitri: Los ancestros de la raza humana, en las mitologías brahmánicas. Prabhasa o Prabhasatirtha: Un lugar sagrado situado en Saurashtra. Pradakshina: Circunvalación. El prefijo pra- indica un proceso natural; dakshina es, literalmente, ‘el sur’; en este contexto denota un movimiento circunvalatorio en relación al sol. El objeto rodeado queda siempre a la derecha. Pradyumna: Un hijo de Krishna con su esposa Rukmini que casó con Prabhavati. Pragjyotisha: El palacio de Narakasura y fortaleza invencible de los asuras. Prajapati: Señor de las criaturas, identificado usualmente con Brahman. Pranam: Fórmula respetuosa de salutación. Pranayama: Control o suspensión de la respiración; de prana, ‘hálito vital’ y ayama, ‘contención’. Prapti: Una de las esposas del tirano Kamsa, tía de Krishna. Prasad: Presente, don. Alimento que se dona muchas veces al final de una ceremonia religiosa. Prativindhya: Hijo de Draupadi con Yudhisthira. Pritha: Nombre original de Kunti, madre de los Pandavas. Puja: Adoración, culto, homenaje. Punya: Mérito religioso. El punya acumulado puede usarse como energía espiritual o poder mágico. Purochana: Espía de Duryodhana que debía quemar a los Pandavas en la Morada de Deleite. Purohita: Un tipo de sacerdote védico. Puru: Lit. ‘múltiple’. El hijo menor de Yayati y Sharmistha. Ancestro de los Pandavas perteneciente a la línea lunar. Nombre de un príncipe de Indraprastha (no aparece en Vyasa) hijo de Duhsasana. Purumitra: Uno de los hijos de Dhritarashtra. Purusha: Espíritu, alma. Purushottama: Espíritu superior, que representa al alma suprema y al espíritu global del universo. Pusan: Otro de los nombres del Sol. Putana: Una diablesa del orden vampírico que trató de envenenar a Krishna de pequeño dándole a beber de sus pechos ponzoñosos, pero que éste mató. Putra: Hijo. Raga: El término deriva de la raíz ranj, ‘dar color’, pero figurativamente significa ‘teñir de emoción’. Es una composición musical, nota o melodía. Rahu: Literalmente, ‘el que atrapa’. Es el nombre postvédico del demonio responsable de los eclipses de Sol y Luna. Raivataka: Una montaña de Gujarat. Un festival de Dwaraka. Raja: Rey, soberano, príncipe o jefe. Nombre también del perro de Yudhisthira.

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Rajanya: Designación védica de la clase kshatriya. Rajasuya: Literalmente, ‘sacrificio real’. Un gran sacrificio realizado al coronar un rey, de naturaleza religiosa pero consecuencias políticas porque el que lo instituía era un Señor del sacrificio, un rey de reyes, y sus príncipes vasallos tenían que acudir al rito. Rakshasa: Probablemente, gente no aria tratada por la clase gobernante de los arios como demonios capaces de cambiar de forma a voluntad. Rama: El héroe regio de la épica de Valmiki conocida como Ramayana. Rávana: Un rakshasa de diez cabezas y veinte brazos que gobernaba Lanka o Ceilán, el actual Sri Lanka. Rik: Canto, himno. Rishabha: Una nota de la escala musical india. Rishi: Hombre santo, vidente. Ritwik: El que sacrifica en el orden y la estación adecuados. Rohini: La parte femenina de Rohita, el Sol naciente personificado. Es también una divinidad estelar concebida como hija de Daksha y esposa de Soma, la Luna. Rohini, una de las estrellas rojas de la constelación de Tauro, sería así una de las veintisiete esposas de Soma que representan los veintisiete asterismos lunares. Finalmente, Rohini es el nombre de una de las esposas de Vasudeva y madre de Balarama. Rohitaka: Montaña famosa en los Puranas y nombre de los lugares que la rodean. El nombre actual del área es Rohtak (Haryana). Rudra: Dios védico de la tempestad, asimilado posteriormente a Shiva. Rukmin: Nombre del hijo mayor de Bhishmaka, Rey de Vidharbha. Rukmini: Hija de Bhishmaka, Rey de Vidharbha, y esposa de Krishna. Sabha: Asamblea o Salón de la Asamblea. Sadhu: ‘Excelente’, exclamación de aprobación. Sahadeva: El más joven de los hermanos Pandavas, segundo de los mellizos e hijo de Madri. Saibya: Uno de los caballos del carro de Krishna. Sairandhri: Una casta de mujeres que se empleaban como hábiles trabajadoras independientes. Sakata: Formación militar de la aguja. Sakhi: Amiga. Sakuni: Hermano de Gandhari y tío de los Pandavas. Sala: Uno de los cien hijos de Dhritarashtra. Nombre, también, de uno de los tres luchadores enviados por Kamsa para atacar a Krishna en Mathura. Salwa: Un rey kshatriya enamorado de Amba, la hija del Rey de Kasi. Salya: Rey de Madra y hermano de Madri, segunda esposa de Pandu; tío, por tanto, de los Pandavas por el lado materno. Samadhi: Trance yóguico en el que cesan los procesos mentales y emocionales, se mantienen en suspenso los vitales y se experimenta el estado de unidad con el Ser Esencial. Samba: Un hijo cínico y disoluto de Krishna y Jambhavati. Llevó en Dwaraka una vida disoluta con Balarama. Contrajo la lepra y fue curado por el Sol, al que rendía culto. Fue la causa indirecta de la destrucción de los Yadavas y la muerte de Krishna. Sami: Árbol en el que los Pandavas ocultaron sus armas antes de presentarse a la corte del rey Virata como suplicantes.

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Samkhya: Una de las seis vías filosóficas ortodoxas del hinduismo o darshanas. Se trata de una doctrina dualista atribuida al sabio Kapila. Samrat: Emperador. Samsaptakas: Guerreros de las fuerzas Trigarta y aliados de Duryodhana. Samva: Un brahmín de Hastina. Sandiyani: Preceptor de Krishna y Balarama, de quien éstos estudiaron los Vedas, dibujo, astronomía, Gandharva Veda, medicina, doma de caballos y elefantes, y tiro con arco. Sanjaya: Auriga y consejero de Dhritarashtra. Sankha: Uno de los hijos del Rey Virata. Sarana: Un kshatriya del clan Yadu, hijo de Vasudeva y Devaki, y hermano de Krishna, Subhadra y Balarama. Sarasa: Un hijo de Yadu. Fundó la ciudad de Kraunchapura a las orillas del río Vena, en el sur de la India. Saraswati. Literalmente, ‘fluyente, melifluo’. Un río importante de la India, pero también personificación del mismo como diosa, consorte de Brahma y deidad del habla y del conocimiento. Sarvamedha: Otra de las formas de referirse al Ashwamedha, el sacrificio del caballo. Sarvatobhadra: Una formación militar que está protegida por todas partes. Sarvatomukha: Una formación militar que permitía la visibilidad por todas partes. Satanika: Un hermano de Virata. Satasringa: Una montaña donde Pandu pasó su tiempo de austeridad. Sati: Esposa pura y fiel; en sentido derivado, la costumbre y rito de arder la esposa en la pira del marido muerto. Satyabhama: Literalmente, ‘que posee verdadero esplendor’. Nombre de una hija del príncipe Yadava Satragita y esposa de Krishna. Satyajit: Uno de los hijos de Drupada, hermano de Draupadi y cuñado, por tanto, de los Pandavas. Tomó parte en la batalla cuando Drona y otros asaltaron a su padre. Satyaki: Un primo de Krishna. Era el auriga de Krishna y fue asesinado por Kritavarman en una reyerta de borrachos en Dwaraka. Satyavan: Esposo de Savitri y rescatado de la muerte por ella. El relato de este acontecimiento está incluido en la presente versión del Mahabharata. Satyavati: Hija de un pescador de la que se enamoró el Emperador Shantanu. Madre de Vyasa por su relación con el sabio Parashara, y madre de Vichitravirya y Chitrangada por su matrimonio con el emperador. Satyayupa: Asceta regio con quien moraron Dhritarashtra, Gandhari, Vidura y Kunti tras dejar Hastina. Savitra: Uno de los nombres del sol. También, el hijo del sol, esto es, Karna. Savitri: La hermosa y virtuosa hija de Ashwapati, Rey de Madra, y esposa de Satyavan, al que rescató de la muerte. Es también, uno de los nombres del Sol. Shakti: Lit. ‘poder’; también arma mística de poder. Shanka: Hijo mayor de Virata y príncipe de Matsya. Shankara: ‘Dador de felicidad’, uno de los epítetos de Shiva. Shantanu: Uno de los hijos del rey Pratipa, de la línea lunar; marido de Ganga y padre de Bhishma. Shanti: Paz, tranquilidad, ausencia de pasión. Shastra: Designación de los textos sagrados del hinduismo, principio o precepto escrito. Shiva: El aspecto destructivo de la trinidad divina del hinduismo.

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Shuka: Hijo de Vyasa y amigo íntimo de Parikshita. Shrutakirti: Hijo de Arjuna y Draupadi. Shweta: Un príncipe de Matsya, hijo de Virata y hermano de Uttara y Uttarakumara. Sikhandin: Hijo de Drupada y encarnación posterior de Amba, la princesa raptada por Bhishma que hizo voto de vengarse de él en otra vida. Sindhu: Reino famoso en los Puranas. Jayadratha, el Rey de Sindhu, acudió al swayamvara de Draupadi. Sini: Abuelo de Satyaki. Primo de Sura, el padre de Vasudeva. Sisupala: Un hijo de la hermana de Vasudeva, el padre de Krishna. Sisupala es, por tanto, primo hermano de Krishna. Sita: Literalmente, ‘surco’. Heroína del Ramayana, llamada así porque apareció en un surco arado por su padre Janaka durante un rito sacrificial para obtener progenie. Sloka: Estrofa. Principal forma métrica épica sánscrita. Soma: El jugo de una planta lechosa, trepadora, la asclepias acidu, cuya fermentación se bebía durante los oficios rituales. Soma significa también la Luna. Somadatta: Literalmente, ‘dado por el dios Soma’. Nombre de un rey de la dinastía Iksvaku. Nombre también de un monarca de Panchala, biznieto de Sanjaya y nieto de Sahadeva. Somakas: Un pueblo de la India antigua. Sraddha: Lit. ‘fe’. Sri: Lit. ‘Señor’. Fórmula respetuosa al dirigirse a alguien. Subala: Señor de Gandhara, padre de Gandhari y Sakuni. Subhadra: Hija de Vasudeva, hermana de Krishna, esposa de Arjuna y madre de Abhimanyu. Sudarshana: El disco de Krishna. Sudeshna: Esposa de Virata, el Rey de Matsya durante el exilio de los Pandavas. Sudhakshina: Un príncipe de Kamboja presente en el swayamvara de Draupadi y aliado después de los Kauravas. Sudharman: Sumo sacerdote de los Kauravas Sudra: La cuarta casta del sistema social hindú o casta servil. Sughosha: La caracola de Nakula. Sugriva: Uno de los caballos del carro de Krishna. Sumitra: El auriga de Abhimanyu desde los días de Dwaraka. Sunama: Un hijo del Rey Suketu. Nombre, también, de un hijo del Rey Ugrasena, hermano de Kamsa; este Sunama murió a manos de Krishna y Balarama. Sundara: Un gandharva hijo de Virabahu. Debido a la maldición de Vasishtha, renació como rakshasa; Vishnu lo salvó más tarde de su caída condición. Supratika: Nombre del elefante de Bhagadatta. Suratha: Un rey Trigarta, seguidor de Jayadratha. Nombre, también, del hijo de Jayadratha. Surya: el dios Sol. Suryavarman: Uno de los príncipes Trigarta. Susaman: Brahmín que participó en el Rajasuya de Yudhisthira. Susarma: Uno de los Trigartas. Suta: Cochero, auriga. Sutaputra: Mote de Karna; literalmente, ‘hijo de cochero o auriga’. Sutasoma: Hijo de Bhima y Draupadi. Swaha: Una exclamación de salutación usada en las oblaciones.

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Swayamvara: De swayam, ‘uno mismo, propio’, y vara, ‘elección’. El derecho ejercido en tiempos antiguos por las muchachas nobles para escoger marido. Tabla: Tambor. Takshaka: Una feroz serpiente del bosque de Khandava. Tapas: Literalmente, ‘calor’; cualquier forma de energía, ascesis, austeridad de la fuerza consciente, principio esencial de energía. Tapasya: Austeridad espiritual, esfuerzo o ascesis. Tathastu: ‘Así sea’. Tilak: ‘Sésamo’; marca que se pone en la frente a los devotos y que simboliza el tercer ojo. Trigarta: Literalmente, ‘triplemente guardado’. Un territorio en el norte de la India identificado con una parte del moderno Punjab. Truti: Una medida de tiempo más corta que el parpadeo de un ojo. Tundikeras: Un pueblo de la India antigua. Uchchaihshravas: El corcel celestial de Indra. Udana Kridana: Literalmente, ‘jardín de placer’. Uddhava: Un Yadava, amigo y ministro de Krishna. Udgatri: Sacerdote védico especializado en los cánticos. Ugrasena: Padre del tirano Kamsa y rey de Mathura desposeído y encarcelado por su hijo. Krishna, tras matar al tirano, le devolvió la corona. Uluka: Un hijo de Sakuni. Ulupi: Una hija de Kauravya, Rey de los Nagas. Arjuna tuvo con ella relación marital y Ulupi actuó de nodriza para su hijastro Babhruvahana. Uma: Esposa de Shiva, hija de Himavat y la apsara Menaka. Upapandavas: Los hijos de los Pandavas por Draupadi, que son Panchalas también, al ser Draupadi una princesa Panchala. Upasunda: Nombre de un asura hijo de Nikumbha y hermano menor de Sunda. Urmi: Formación militar del Océano. Urmila: Hija del Rey Janaka, hermana de Sita y esposa de Lakshmana. Urvasi: Ninfa celestial que fue condenada a vivir en la Tierra como esposa de Pururavas. Usha: Personificación divina de la aurora. Uttamaujas: Un príncipe Panchala, que protegía una de las ruedas del carro de Arjuna. Uttara: Hija del Rey Virata dada en matrimonio a Abhimanyu, el hijo de Arjuna y Subhadra. Uttarakumara: Hijo menor del Rey Virata que actuó como auriga de Arjuna cuando éste se enfrentó a los Kauravas en el norte de Matsya. Uttarayan: Solsticio septentrional. Vahlika: Uno de los reyes participantes en la guerra entre Pandavas y Kauravas. Una región del noroeste indio. Vaishnava: El culto a Vishnu y designación de los seguidores de este culto. Vaishya: Tercera casta del sistema social hindú; es la formada por mercaderes, comerciantes y artesanos. Vajin: ‘Caballo’; uno de los nombres del caballo cósmico.

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Vajra: Lit. ‘rayo’. Arma mágica de Indra semejante al rayo. Formación militar que emula el rayo. Nombre, también, del nieto de Krishna, hijo de Aniruddha, que fuera coronado rey de Indraprastha. Vajradatta: Lit. ‘don del rayo’. Hijo de Bhagadatta. Vamsha: Genealogía, dinastía. Vanaprastha: La tercera de las cuatro ashramas o periodos vitales, el periodo de reclusión en el bosque. Vanga: Un estado importante de la India antigua; actualmente, Bengala. Varanasi: Nombre moderno de la antigua ciudad de Kasi, Benarés, uno de los grandes centros religiosos de peregrinaje. Varanavata: Pequeña ciudad cerca de Hastinapura con un lago al borde del cual los Pandavas fueron atacados por sus enemigos. Varandaka: Castillo del elefante. El cornaca. Varsha: ‘Región’. Varuna: La más antigua divinidad védica, creador del cielo y de la tierra. En la mitología posterior hindú es concebido como Señor de las Aguas. Vasanta: Estación de primavera, correspondiente a los meses luni-solares de Chaitra y Vaishaka. Vasishtha: Literalmente, ‘el más rico’. Uno de los siete grandes sabios o saptarishis a los que se atribuyen algunos de los himnos védicos. Vasu: Un tipo de dios. En la leyenda brahmánica, nombre de un rishi que, habiendo sostenido a los brahmines en su guerra contra los kshatriyas, fue tragado por la tierra. Vasudeva: Hermano de Kunti y padre de Krishna a través de Devaki, la más joven de sus siete esposas. La misma palabra acentuada en la primera sílaba es uno de los nombres de Krishna, que significa ‘hijo de Vasudeva’. Vasuki: La serpiente mítica engendrada por Kadru. Como Sesa y Takshaka, era uno de los reyes Nagas. Veda: ‘Sabiduría’. Nombre aplicado a las cuatro colecciones de himnos religiosos canónicos del hinduismo. Vedangas: Miembros -angas- de los Vedas, que incluyen seis tratados. Su propósito original era asegurar que cada parte de las ceremonias sacrificiales se oficiase correctamente. Vibhishana: Hermano de Rávana, el Rey de Lanka. Vibhuti: Encarnación de una fuerza divina. Vichitravirya: Literalmente, ‘muy bravo’. El hijo menor del Emperador Shantanu con Satyavati. Vidharbha: Antiguo nombre de la provincia de Berar, al norte de Ajanta en el Maharashtra. Vidura: Hijo de Vyasa con una criada de Satyavati. De los tres hermanos Kurus, es quien posee la sabiduría imparcial. Vijaya: Uno de los cien hijos de Dhritarashtra. Es también el nombre de un niño nacido en el desierto a una prima de Satyaki, durante el éxodo de Dwaraka. Vikarna: Uno de los cien hijos de Dhritarashtra. Vina: El laúd indio. Vinaganaga: Un tipo de sacerdotes. Vinda: Un príncipe de Avanti, hermano de Anuvinda y vencido por Arjuna. Virata: Rey de Matsya, cerca de la moderna Jaipur. Capital de Matsya. Vishoka: El auriga de Bhima.

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Vishvakarman: Literalmente, ‘el que todo lo consigue’. En el Rig Veda, personificación del poder omnicreador y arquitecto del universo. Vishwamitra: Uno de los siete rishis a los que se atribuyen numerosos himnos védicos. Vishwarupa: Forma cósmica en la que Krishna se revela a Arjuna el primer día de batalla. El Vishwarupa darshan es el acto de verla o hacerla ver. Vivaswat: Lit. ‘el resplandeciente’. En los Vedas, uno de los nombres del Sol. Viveka: Discriminación. Vrishadarbha: Rey legendario que salvó un pichón de un halcón y dio al ave rapaz, a cambio de su presa, la carne de su propio cuerpo. Vrishasena: Uno de los hijos de Karna. Vrishni: Un famoso rey de la dinastía Yadu. Fue el hijo menor de Bhimasatvata, gobernante del reino Yadava en el noroeste de la India. Vyasa: Compositor legendario del Mahabharata. Vyuha: Formación militar. Yadava: Nombre de la tribu de Krishna. Eran nómadas, pero posteriormente gobernaron Dwaraka, en Gujarat, en la India occidental. Yajna: Sacrificio ritual en el culto védico. Yajna Shala: Recinto sacrificial. Yaksa: Un orden de seres divinos, seguidores del dios de las riquezas, Kubera. Yama: Dios de la Muerte; de acuerdo con la leyenda, es hijo del Sol. Yamuna: Un río tributario del Ganges, personificado como hija del Sol. Yantra: Un diagrama místico, geométrico, que representa simbólicamente el universo divino con sus deidades y mantras; se supone dotado de poderes ocultos. Yántrico: Perteneciente o relativo al yantra. Yashoda: Madre adoptiva de Krishna y esposa del vaquerizo Nanda. Yati: Nombre de un rey que era el hijo mayor de Nahusa y hermano de Yayati. Nombre también de una comunidad mítica de ascetas asociados a los Bhrigus en la adoración de Indra. Yavanas: Extranjeros, bárbaros, griegos. Yoga: ‘Unión’. Conjunto de prácticas psicofísicas que sirven a la unión con la Consciencia Suprema. Yojana: Medida métrica india equivalente a una jornada de marcha, entre 14,7 y 16 km. según épocas y lugares. Yuddhashala: Academia militar. Yudhamanyu: Un príncipe Panchala, que protegía una de las ruedas del carro de Arjuna. Yudhisthira: El mayor de los hermanos Pandavas. Yuga: Era cósmica. Yuvaraj: Príncipe heredero. Yuyutsu: Hijo de Dhritarashtra con una esposa vaishya.

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