literatura infantil(cuentos,poemas y fabulas)
TRANSCRIPT
LITERATUTA
INFANTIL EL LIBRO VIAJERO DE MI NIÑEZ
Jenny Villabona
Gema Martínez
Tamara Lardies
Isabel Montalbán
CUENTOS…
CUENTOS DE ANIMALES O
FÁBULAS
LOS MÚSICOS DE BREMEN
Cuando el burro se hizo viejo, su amo
decidió deshacerse de él. Pero el burro
descubrió sus planes y escapó de la granja.
-¡Qué injusticia! He gastado toda mi vida y
mis fuerzas al servicio del amo... ¡y mira
cómo me lo agradece! -murmuraba el burro.
Entonces, pensó ir a la ciudad de Bremen
para hacerse músico de la banda municipal.
Por el camino encontró a un perro de caza
y le preguntó:
-Amigo, ¿por qué corres con la lengua fuera? -Porque soy viejo y mi
amo quiere matarme...
El burro escuchó todas las desgracias del perro y dijo:
-Compañero, vente conmigo a Bremen y nos haremos músicos de la
banda municipal. Yo tocaré la guitarra y tú el tambor.
Al cabo de un rato, el burro y el perro se encontraron con un gato.
-Compañero, ¿por qué estás triste? -le preguntaron. -Como ya soy
viejo, mi ama quería ahogarme. Por eso he escapado y ahora no sé
cómo voy a ganarme la vida...
-No te preocupes -le dijeron-; tu historia es igual que la nuestra. Ven
con nosotros, nos haremos músicos.
Un poco más adelante, el burro, el perro y el gato oyeron a
un gallo que cantaba, parecía que se iba a romper la garganta. El gallo
les dijo:
-¡Qué injusticia! Toda la vida he trabajado de despertador y mañana
piensan echarme a la sopa... Ahora, canto hasta desgañitarme mientras
puedo.
Entonces, el burro le dijo:
-¿No tienes cerebro debajo de esa cresta? Vente con nosotros a
Bremen. Vamos a ser músicos de la banda municipal.
Pero la ciudad de Bremen estaba lejos y la noche se les echó encima a
medio camino. Los cuatro músicos decidieron pasar la noche junto a
un árbol grueso. El burro y el perro se quedaron bajo el árbol, el
gato trepó a una rama y el gallo se encaramó a la rama más alta.
Desde aquella altura, el gallo gritó:
-¡Se ve una luz a lo lejos...! -Vamos allá, compañeros -dijo el burro-;
seguro que es mejor posada que ésta.
Cuando llegaron a la casa, el burro se asomó a una ventana y dijo:
-Hay un grupo de bandidos sentados a la mesa. Tienen preparada una
cena fastuosa.
Los animales, después de alguna discusión, prepararon un plan para
echar a los bandidos. El burro apoyó las patas delanteras en la ventana;
el perro se puso encima del burro; el gato se encaramó sobre el
perro y el gallo, sobre la cabeza del gato. A una señal, todos
comenzaron su música: el burro rebuznaba, el perro ladraba, el gato
maullaba y el gallo cantaba. Y, a una señal, todos se echaron sobre la
ventana. El cristal se rompió en mil pedazos y los bandidos gritaron
asustados:
-¡Fantasmas! ¡La casa está embrujada!
Y todos huyeron aterrorizados al bosque. Entonces, los cuatro
músicos de Bremen se sentaron a la mesa y dieron buena cuenta de
todos los alimentos. Cuando terminaron de cenar, apagaron la luz y se
acostaron.
Cuando los bandidos se tranquilizaron, el capitán mandó a uno que
fuera a la casa para espiar. El bandido entró sin hacer ruido; al fondo
de la habitación brillaban los ojos del gato. El bandido pensó que era
fuego y acercó una cerilla para encender una vela. Entonces, el gato
se lanzó sobre él y le arañó la cara; en su huida tropezó con el perro
y éste le mordió en una pierna; finalmente, el burro le atizó una coz
tremenda.
Cuando escapaba aterrorizado oyó cantar al gallo:
-¡Quiquiriquí! El ladrón volvió junto a sus compañeros y les dijo:
-En la casa hay una bruja horrible. Nada más entrar me arañó la cara.
Luego, me agarró la pierna con unas tenazas y un monstruo negro y
peludo me golpeó con una porra. Cuando escapaba, un fantasma gritó:
«¡Traédmelo aquí!»
A partir de aquel día, los bandidos no se atrevieron a volver a la casa
y los cuatro músicos de Bremen se quedaron en ella para siempre.
EL PATITO FEO En una hermosa mañana de verano, los
huevos que habían empollado la mamá Pata
empezaban a romperse, uno a uno. Los
patitos fueron saliendo poquito a poco,
llenando de felicidad a los papás y a sus
amigos. Estaban tan contentos que casi no se
dieron cuenta de que un huevo, el más
grande de todos, aún permanecía intacto.
Todos, incluso los patitos recién nacidos,
concentraron su atención en el huevo, a ver
cuando se rompería. Al cabo de algunos minutos, el huevo empezó a
moverse, y luego se pudo ver el pico, luego el cuerpo, y las patas del
sonriente pato. Era el más grande, y para sorpresa de todos, muy
distinto de los demás. Y como era diferente, todos empezaron a
llamarle el Patito Feo.
La mamá Pata, avergonzada por haber tenido un patito tan feo, le
apartó con el ala mientras daba atención a los otros patitos. El patito
feo empezó a darse cuenta de que allí no le querían. Y a medida que
crecía, se quedaba aún más feo, y tenía que soportar las burlas de
todos. Entonces, en la mañana siguiente, muy temprano, el patito
decidió irse de la granja.
Triste y solo, el patito siguió un camino por el bosque hasta llegar a
otra granja. Allí, una vieja granjera le recogió, le dio de comer y
beber, y el patito creyó que había encontrado a alguien que le quería.
Pero, al cabo de algunos días, él se dio cuenta de que la vieja era mala
y sólo quería engordarle para transformarlo en un segundo plato. El
patito salió corriendo como pudo de allí.
El invierno había llegado, y con él, el frío, el hambre y la persecución
de los cazadores para el patito feo. Lo pasó muy mal. Pero sobrevivió
hasta la llegada de la primavera. Los días pasaron a ser más calurosos y
llenos de colores. Y el patito empezó a animarse otra vez. Un día, al
pasar por un estanque, vio las aves más hermosas que jamás había
visto. Eran elegantes, delicadas, y se movían como verdaderas
bailarinas, por el agua. El patito, aún acomplejado por la figura y la
torpeza que tenía, se acercó a una de ellas y le preguntó si podía
bañarse también en el estanque.
Y uno de los cisnes le contestó:
- Pues, ¡claro que sí! Eres uno de los nuestros.
Y le dijo el patito:
- ¿Cómo que soy uno de los vuestros?
Yo soy feo y torpe, todo lo contrario de vosotros.
Y ellos le dijeron:
- Entonces, mira tú reflejo en el agua del estanque y verás cómo no
te engañamos.
El patito se miró y lo que vio le dejó sin habla. ¡Había crecido y se
transformado en un precioso cisne! Y en este momento, él supo que
jamás había sido feo. Él no era un pato sino un cisne. Y así, el nuevo
cisne se unió a los demás y vivió feliz para siempre.
FIN
EL REY RANA Hace muchos años, cuando el desear aún le
ayudaba a uno, vivía un rey cuyas hijas eran
todas buenas doncellas, pero la más joven era
tan bondadosa, que el mismo sol, que ha visto
tanto, se detenía cada vez que iluminaba su
camino. Cerca del castillo del rey, había una
inmensa y oscura selva, y bajo un viejo árbol de
lima había un pozo, y cuando el día está muy
caliente, la hija menor del rey iba a la selva a
sentarse junto a la fresca fuente, y cuando se aburría, tomaba una bola
de oro y la tiraba alto para capturarla. Y esta bola era su juguete
favorito.
Pero sucedió que en una ocasión la bola no llegó a las manos que la
esperaban, sino que cayó al suelo y rodó hasta caer en el pozo. La hija
del rey la siguió con sus ojos, hasta que desapareció. Y el pozo era
profundo, tan profundo que no se alcanzaba a ver el fondo. Ella
empezó a llorar, y a llorar más alto y más alto sin llegar a sentir
consuelo. Y mientras se lamentaba oyó que alguien le decía:
-"¿Que te sucede, hija del rey?, te lamentas tanto que hasta las piedras
te mostrarían piedad"-
Ella miró alrededor buscando hacia donde venía la voz, y vio a una
rana sacando del agua su gran cabeza.
-"¡Ah!, vieja corredora de aguas, ¿eres tú?"- preguntó.- "Estoy llorando
por mi bola de oro, que cayó dentro del pozo"- concluyó diciendo.
-"Quédate tranquila y no llores más"- contestó la rana. "Yo te puedo
ayudar, pero ¿que me darás a cambio si te regreso ese juguete de
nuevo?"-
-"Lo que tú quieras, querida rana"- dijo ella. -"Mis vestidos, mis perlas y
joyas, y hasta la corona de oro que llevo puesta"-
La rana respondió: -"No me interesan tus vestidos, tus perlas o joyas,
ni la corona de oro, pero si me amaras y me dejaras ser tu compañera
y socia de juegos, y sentarme contigo en tu mesa, y comer de tu plato
de oro, y beber de tu vaso, y dormir en tu cama junto a tí. Si tú me
prometes cumplir todo eso, yo bajaré y traeré acá de regreso tu bola
de oro."-
-"Oh, claro" - dijo ella, -"yo te prometo cumplir tus deseos, si me
regresas la bola"-
Ella sin embargo pensaba: -"¡Cómo habla esa tonta rana! ¡Ella vive en
el agua junto a las otras ranas y sapos y no podría ser compañera de
ningún ser humano!"-
Pero la rana, una vez recibida la promesa, metió su cabeza en el agua
y se sumergió profundamente, y momentos después subía nadando
trayendo en su boca la bola, y la tiró en el zacate. La hija del rey
quedó encantada de ver una vez más de nuevo a su juguete, y
recogiéndola corrió con ella.
-"¡Espera, espera!"- gritaba la rana. -"¡Llévame contigo, que no
puedo correr como lo haces tú!-
Pero ¿de qué le serviría gritar, aún con su croak, croak, tan fuerte
como podía? Ella no la escuchaba, y corrió a su aposento y pronto
olvidó a la pobre rana, que se vio obligada a regresar al pozo de
nuevo.
Al día siguiente, cuando se sentó a la mesa con el rey y los cortesanos,
y había empezado a comer en su plato de oro, algo llegó brincando y
sonando splash, splash, a las gradas de mármol, y cuando llegó arriba,
tocó a la puerta y gritó:
-"Princesa, la más joven de las princesas, ábreme la puerta a mí."-
Ella corrió a ver que había afuera, pero cuando abrió la puerta,
encontró a la rana sentada al frente. Entonces ella tiró la puerta a
toda prisa, y regresó a sentarse a la mesa y quedó muy asustada. El rey
vio que estaba sumamente alterada y que su corazón latía fuertemente
y le preguntó:
-"Mi muchachita, ¿qué es lo que te asustó tanto?, ¿está por casualidad
un gigante afuera que quiere raptarte y llevarte lejos?"-
-"Oh, no"- replicó ella. -"No es un gigante, sino una horrible rana"-
-"¿Y qué hace una rana contigo?"-
-"Ah, mi querido padre, ayer yo estaba en la foresta, sentada junto al
pozo, jugando con mi bola de oro, cuándo ésta cayó a lo profundo del
pozo. Y como yo lloraba mucho, la rana me la regresó, y como ella
insistía, yo le prometí que podía ser mi compañera, ¡pero nunca pensé
que sería capaz de alejarse de sus aguas! Y ahora está ahí afuera,
esperando que la ingrese conmigo."Mientras tanto la rana tocó a la
puerta por segunda vez, y gritaba:
-¡Princesa! ¡La más joven de las princesas! ¡Ábreme a mi la puerta!
¿Recuerdas lo que me dijiste ayer en las frescas aguas de la fuente?
¡Princesa ¡Ábreme a mí la puerta!
Entonces dijo el rey:
-"Lo que tú has prometido, debes cumplirlo. Ve y déjala entrar"
Ella fue y abrió la puerta, y la rana saltó y la siguió a ella, paso a paso,
hasta su silla. Entonces, cuando la princesa se sentó, la rana gritó:
-"Levántame para estar a tu lado."
Ella no actuaba, hasta que el rey le ordenó hacerlo. Cuando la rana ya
estaba en la silla, le pidió estar en la mesa, y una vez en la mesa dijo:
-"Ahora, empuja tu plato de oro más cerca de mí de modo que
podamos comer juntos."-
Ella lo hizo, pero fue fácil ver que lo hacía sin su voluntad. La rana
disfrutó de la comida, pero casi todos los bocados que la princesa
tomaba, la estremecían. Al final dijo la rana:
-"Ya he comido y estoy satisfecha; ahora estoy cansada, llévame a tu
dormitorio, alista tu sedosa cama, y ambos iremos a dormir."-
La hija del rey empezó a llorar, porque tenía miedo de la fría rana
que ella no quería tocar, y que iba ahora a dormir en su preciosa y
limpia cama. Pero el rey se molestó y dijo:
-"Aquel que te ayudó cuando estuviste en apuros, no debe ser
decepcionado por ti."-
Así que ella tomó a la rana con sólo dos dedos, la llevó arriba y la
puso en una esquina. Pero cuando ella se metió a su cama, la rana
sigilosamente se le acercó y le dijo:
-"Estoy cansada, quiero dormir tan bien como tú, levántame o se lo
diré a tu padre."-
Entonces ella se enojó terriblemente, la tomó en sus manos y la lanzó
con todas sus fuerzas contra la pared.
-"Ahora te estarás quieta, odiosa rana."- dijo ella.
Pero cuando cayó al suelo ya no era una rana, sino un encantador
príncipe de bellos modales.
Ahora, él, por decisión de ella y de su padre, es su compañero y
esposo. Entonces él le contó cómo había sido hechizado por un
malvado brujo, y cómo nadie lo había sacado nunca del pozo, excepto
ella, y que mañana podrían ir juntos a su reino. Ambos fueron a
dormir, y a la mañana siguiente, al levantar el sol, llegó un
carruaje con ocho caballos blancos, con plumas blancas de avestruz en
sus cabezas, y con arreos con cadenas de oro, y atrás venía el fiel
sirviente Henry. El fiel sirviente Henry había quedado tan infeliz
cuando su patrón fue convertido en rana, que se había atado tres
bandas de hierro alrededor de su corazón para que no reventara de
pena y tristeza. El carruaje condujo al príncipe a su reino. El fiel
Henry les ayudó a ambos, y se puso a sus órdenes de nuevo, y estaba
lleno de dicha por su rescate. Y cuando iban de camino, el hijo del
rey escuchó que algo se quebraba atrás de él. Se volvió y gritó:
-"Hey, Henry, el carruaje se está quebrando."-
-"No, patrón, no es el carruaje. Es una banda que está sobre mi
corazón, que me había puesto por mi gran dolor por su
encantamiento como rana dentro del pozo. Otra y otra vez volvieron
aquellos sonidos, y el hijo del rey pensaba que el carruaje se estaba
quebrando, pero sólo eran las bandas que se reventaban de alrededor
del corazón del fiel Henry porque su patrón era ahora libre y feliz.
FIN
LOS TRES CERDITOS En el corazón del bosque vivían tres
cerditos. El lobo siempre andaba
persiguiéndolos para comérselos. Para
escapar del lobo, los cerditos decidieron
hacerse una casa. El pequeño la hizo de
paja, para acabar antes y poder irse a
jugar. El mediano construyó una casita
de madera. Al ver que su hermano
pequeño había terminado ya, se dio prisa para irse a jugar con él. El
mayor trabajaba en su casa de ladrillo. - Ya veréis lo que hace el lobo
con vuestras casas- riñó a sus hermanos mientras éstos se lo pasaban
en grande. El lobo salió detrás del cerdito pequeño y él corrió hasta
su casita de paja, pero el lobo sopló y sopló y la casita de paja
derrumbó. El lobo persiguió también al cerdito por el bosque, que
corrió a refugiarse en casa de su hermano mediano. Pero el lobo
sopló y sopló y la casita de madera derribó. Los dos cerditos salieron
volando de allí. Casi sin aliento, con el lobo pegado a sus talones,
llegaron a la casa del hermano mayor. Los tres se metieron dentro y
cerraron bien todas las puertas y ventanas. El lobo se puso a dar
vueltas a la casa, buscando algún sitio por el que entrar. Con una
escalera larguísima trepó hasta el tejado, para colarse por la chimenea.
Pero el cerdito mayor puso al fuego una olla con agua. El lobo
comilón descendió por el interior de la chimenea, pero cayó sobre el
agua hirviendo y se escaldó. Escapó de allí dando unos terribles
aullidos que se oyeron en todo el bosque. Se cuenta que nunca jamás
quiso comer cerditos!
LA LIEBRE Y LA TORTUGA En el mundo de los animales
vivía una liebre muy orgullosa,
porque ante todos decía que era
la más veloz. Por eso,
constantemente se reía de la
lenta tortuga.
-¡Miren la tortuga! ¡Eh, tortuga,
no corras tanto que te vas a
cansar de ir tan de prisa! -decía la liebre riéndose de la tortuga.
Un día, conversando entre ellas, a la tortuga se le ocurrió de
pronto hacerle una rara apuesta a la liebre.
-Estoy segura de poder ganarte una carrera -le dijo.
-¿A mí? -preguntó, asombrada, la liebre.
-Pues sí, a ti. Pongamos nuestra apuesta en aquella piedra y
veamos quién gana la carrera.
La liebre, muy divertida, aceptó.
Todos los animales se reunieron para presenciar la carrera. Se
señaló cuál iba a ser el camino y la llegada. Una vez estuvo listo,
comenzó la carrera entre grandes aplausos.
Confiada en su ligereza, la liebre dejó partir a la tortuga y se
quedó remoloneando. ¡Vaya si le sobraba el tiempo para ganarle a
tan lerda criatura!
Luego, empezó a correr, corría veloz como el viento mientras la
tortuga iba despacio, pero, eso sí, sin parar. Enseguida, la liebre se
adelantó muchísimo. Se detuvo al lado del camino y se sentó a
descansar.
Cuando la tortuga pasó por su lado, la liebre aprovechó para
burlarse de ella una vez más. Le dejó ventaja y nuevamente
emprendió su veloz marcha.
Varias veces repitió lo mismo, pero, a pesar de sus risas, la tortuga
siguió caminando sin detenerse. Confiada en su velocidad, la liebre
se tumbó bajo un árbol y ahí se quedó dormida.
Mientras tanto, pasito a pasito, y tan ligero como pudo, la tortuga
siguió su camino hasta llegar a la meta. Cuando la liebre se
despertó, corrió con todas sus fuerzas pero ya era demasiado
tarde, la tortuga había ganado la carrera.
Aquel día fue muy triste para la liebre y aprendió una lección
que no olvidaría jamás: No hay que burlarse jamás de los demás.
También de esto debemos aprender que la pereza y el exceso de
confianza pueden hacernos no alcanzar nuestros objetivos.
LA CIGARRA Y LA HORMIGA
Que feliz era la cigarra en verano!
El sol brillaba, las flores
desprendían su aroma embriagador
y la cigarra cantaba y cantaba. El
futuro no le preocupaba lo más
mínimo: el cielo era tan azul sobre
su cabeza y sus canciones tan
alegres... Pero el verano no es eterno.
Una triste mañana, la señora cigarra fue despertada por un frio
intenso; las hojas de los árboles se habían puesto amarillas, una lluvia
helada caía del cielo gris y la bruma le entumecía las patas.
¿Que va a ser de mí? Este invierno cruel durará mucho tiempo y
moriré de hambre y frio, se decía.
¿Por qué no pedirle ayuda a mi vecina la hormiga?
Y luego pensó:
¿Acaso tuve tiempo durante el verano de almacenar provisiones y
construirme un refugio? Claro que no, tenía que cantar. Pero mi
canto no me alimentará.
Y con el corazón latiéndole a toda velocidad, llamó a la puerta de la
hormiga.
¿Que quieres? preguntó ésta cuando vio a la cigarra ante su puerta.
El Campo estaba cubierto por un espeso manto de nieve y la cigarra
contemplaba con envidia el confortable hogar de su vecina;
sacudiendo con dolor la nieve que helaba su pobre cuerpo, dijo
lastimosamente:
Tengo hambre y estoy aterida de frío.
La hormiga respondió maliciosamente:
¿Que me cuentas? ¿Que hacías durante el verano cuando se
encuentran alimentos por todas partes y es posible construir una
casa?
Cantaba y cantaba todo el día, respondió la cigarra.
¿Y qué? interrogó la hormiga.
Pues... nada, murmuró la cigarra.
¿Cantabas? Pues, ¿por qué no bailas ahora?
Y con esta dura respuesta, la hormiga cerró la puerta, negando a la
desdichada cigarra su refugio de calor y bienestar.
LA GALLINA DE LOS HUEVOS DE ORO
Había una vez un granjero muy pobre
llamado Eduardo, que se pasaba todo el día
soñando con hacerse muy rico. Una mañana
estaba en el establo -soñando que tenía un
gran rebaño de vacas- cuando oyó que su
mujer lo llamaba.
-¡Eduardo, ven a ver lo que he encontrado!
¡Oh, éste es el día más maravilloso de nuestras
vidas!
Al volverse a mirar a su mujer, Eduardo se frotó los ojos, sin creer lo
que veía. Allí estaba su esposa, con una gallina bajo el brazo y un
huevo de oro perfecto en la otra mano. La buena mujer reía contenta
mientras le decía:
-No, no estás soñando. Es verdad que tenemos una gallina que pone
huevos de oro. ¡Piensa en lo ricos que seremos si pone un huevo
como éste todos los días! Debemos tratarla muy bien.
Durante las semanas siguientes, cumplieron estos propósitos al pie de
la letra. La llevaban todos los días hasta la hierba verde que crecía
junto al estanque del pueblo, y todas las noches la acostaban en una
cama de paja, en un rincón caliente de la cocina. No pasaba mañana
sin que apareciera un huevo de oro.
Eduardo compró más tierras y más vacas. Pero sabía que tenía que
esperar mucho tiempo antes de llegar a ser muy rico.
-Es demasiado tiempo -anunció una mañana-,Estoy cansado de esperar.
Está claro que nuestra gallina tiene dentro muchos huevos de oro.
¡Creo que tendríamos que sacarlos ahora!
Su mujer estuvo de acuerdo. Ya no se acordaba de lo contenta que se
había puesto el día en que había descubierto el primer huevo de oro.
Le dio un cuchillo y en pocos segundos Eduardo mató a la gallina y la
abrió.
Se frotó otra vez los ojos, sin creer lo que estaba viendo. Pero esta
vez, su mujer no se rió, porque la gallina muerta no tenía ni un solo
huevo.$
-¡Oh, Eduardo! -gimió- ¿Por qué habremos sido tan avariciosos? Ahora
nunca llegaremos a ser ricos, por mucho que esperemos.
Y desde aquel día, Eduardo ya no volvió a soñar con hacerse rico.
FIN
LOS SIETE CABRITILLOS Era una cabra que tenía siete cabritos.
Un día llamó a sus hijos y les dijo:
- Voy al bosque a buscar comida para
vosotros. No abráis la puerta a nadie.
Tened cuidado con el lobo; tiene la voz
ronca y las patas negras. Es malo y querrá engañaros.
Los cabritos prometieron no abrir a nadie y la cabra salió.
Al poco rato llamaron:
¡Tan! ¡Tan! Abrid, hijos míos, que soy vuestra madre.
- No. No queremos abrirte. Tienes la voz muy ronca. Tú no eres
nuestra madre, eres el lobo.
El lobo se marchó enfadado, pero no dijo nada. Fue a un corral y se
comió una docena de huevos crudos para que se le afinara la voz.
Volvió a casa de los cabritos y llamó.
¡Tan! ¡Tan! Abrid, hijos míos, que soy vuestra madre - dijo con una
voz muy fina.
- Enséñanos la pata.
El lobo levantó la pata y los cabritos al verla dijeron:
-No. No queremos abrirte. Tienes la pata negra. Nuestra madre la
tiene blanca. Eres el lobo.
El lobo se marchó furioso, pero tampoco dijo nada, fue al molino
metió la pata en un saco de harina y volvió a casa de los cabritos.
¡Tan! ¡Tan¡ Abrid hijos míos, que soy vuestra madre.
Los cabritos gritaron:
- Enséñanos primero la pata.
El lobo levantó la pata y cuando vieron que era blanca, como la de su
madre, abrieron la puerta.
Al ver al lobo corrieron a esconderse, muy asustados. Pero el lobo,
que era más fuerte, se abalanzó sobre ellos y se los fue tragando a
todos de un bocado. A todos, menos al más chiquitín que se metió en
la caja del reloj y no lo encontró.
Cuando la cabra llegó a casa vio la puerta abierta. Entró y todas las
cosas estaban revueltas y tiradas por el suelo. Empezó a llamar a sus
hijos y a buscarlos, pero no los encontró por ninguna parte.
De pronto salió el chiquitín de su escondite y le contó a su madre
que el lobo había engañado a sus hermanos y se los había comido.
La cabra cogió unas tijeras, hilo y aguja, y salió de casa llorando. El
cabrito chiquitín la seguía. Cuando llegaron al prado vieron al lobo
tumbado a la orilla del río. Estaba dormido y roncaba. La cabra se
acercó despacio y vio que tenía la barriga muy abultada. Sacó las
tijeras y se la abrió de arriba abajo. Los cabritos salieron saltando.
En seguida, la cabra cogió piedras y volvió a llenar la barriga del lobo.
Después la cosió con la aguja y el hilo.
Y cogiendo a sus hijos marchó a casa con ellos, muy de prisa, para
llegar antes de que se despertase el lobo.
Cuando el lobo se despertó tenía mucha sed y se levantó para beber
agua. Pero las piedras le pesaban tanto que rodó y, cayéndose al río, se
ahogó.
FIN
CUENTOS DE COSTUMBRES
LA NIÑA DE LOS FOSFOROS ¡Qué frío hacía! Nevaba y comenzaba a
oscurecer; era la última noche del año, la
noche de San Silvestre. Bajo aquel frío y en
aquella oscuridad, pasaba por la calle una
pobre niña, descalza y con la cabeza
descubierta. Verdad es que al salir de su casa
llevaba zapatillas, pero, ¡de qué le sirvieron!
Eran unas zapatillas que su madre había
llevado últimamente, y a la pequeña le venían tan grandes que las
perdió al cruzar corriendo la calle para librarse de dos coches que
venían a toda velocidad. Una de las zapatillas no hubo medio de
encontrarla, y la otra se la había puesto un mozalbete, que dijo
que la haría servir de cuna el día que tuviese hijos.
Y así la pobrecilla andaba descalza con los desnudos piececitos
completamente amoratados por el frío. En un viejo delantal
llevaba un puñado de fósforos, y un paquete en una mano. En
todo el santo día nadie le había comprado nada, ni le había dado
un mísero centavo; volvíase a su casa hambrienta y medio helada,
¡y parecía tan abatida, la pobrecilla! Los copos de nieve caían
sobre su largo cabello rubio, cuyos hermosos rizos le cubrían el
cuello; pero no estaba ella para presumir.
En un ángulo que formaban dos casas -una más saliente que la
otra-, se sentó en el suelo y se acurrucó hecha un ovillo. Encogía
los piececitos todo lo posible, pero el frío la iba invadiendo, y, por
otra parte, no se atrevía a volver a casa, pues no había vendido ni
un fósforo, ni recogido un triste céntimo. Su padre le pegaría,
además de que en casa hacía frío también; solo los cobijaba el
tejado, y el viento entraba por todas partes, pese a la paja y los
trapos con que habían procurado tapar las rendijas. Tenía las
manitas casi ateridas de frío. ¡Ay, un fósforo la aliviaría
seguramente! ¡Si se atreviese a sacar uno solo del manojo, frotarlo
contra la pared y calentarse los dedos! Y sacó uno: «¡ritch!».
¡Cómo chispeó y cómo quemaba! Dio una llama clara, cálida, como
una lucecita, cuando la resguardó con la mano; una luz
maravillosa. Le pareció a la pequeñuela que estaba sentada junto a
una gran estufa de hierro, con pies y campana de latón; el fuego
ardía magníficamente en su interior, ¡y calentaba tan bien! La niña
alargó los pies para calentárselos a su vez, pero se extinguió la
llama, se esfumó la estufa, y ella se quedó sentada, con el resto de
la consumida cerilla en la mano.
Encendió otra, que, al arder y proyectar su luz sobre la pared,
volvió a esta transparente como si fuese de gasa, y la niña pudo
ver el interior de una habitación donde estaba la mesa puesta,
cubierta con un blanquísimo mantel y fina porcelana. Un pato
asado humeaba deliciosamente, relleno de ciruelas y manzanas. Y
lo mejor del caso fue que el pato saltó fuera de la fuente y,
anadeando por el suelo con un tenedor y un cuchillo a la espalda,
se dirigió hacia la pobre muchachita. Pero en aquel momento se
apagó el fósforo, dejando visible tan solo la gruesa y fría pared.
Encendió la niña una tercera cerilla, y se encontró sentada debajo
de un hermosísimo árbol de Navidad. Era aún más alto y más
bonito que el que viera la última Nochebuena, a través de la
puerta de cristales, en casa del rico comerciante. Millares de
velitas ardían en las ramas verdes, y de estas colgaban pintadas
estampas, semejantes a las que adornaban los escaparates. La
pequeña levantó los dos bracitos... y entonces se apagó el fósforo.
Todas las lucecitas se remontaron a lo alto, y ella se dio cuenta de
que eran las rutilantes estrellas del cielo; una de ellas se
desprendió y trazó en el firmamento una larga estela de fuego.
«Alguien se está muriendo» -pensó la niña, pues su abuela, la
única persona que la había querido, pero que estaba muerta ya, le
había dicho:
-Cuando una estrella cae, un alma se eleva hacia Dios.
Frotó una nueva cerilla contra la pared; se iluminó el espacio
inmediato, y apareció la anciana abuelita, radiante, dulce y
cariñosa.
-¡Abuelita! -exclamó la pequeña-. ¡Llévame, contigo! Sé que te irás
también cuando se apague el fósforo, del mismo modo que se
fueron la estufa, el asado y el árbol de Navidad.
Se apresuró a encender los fósforos que le quedaban, afanosa de
no perder a su abuela; y los fósforos brillaron con luz más clara
que la del pleno día. Nunca la abuelita había sido tan alta y tan
hermosa; tomó a la niña en el brazo y, envueltas las dos en un
gran resplandor, henchidas de gozo, emprendieron el vuelo hacia
las alturas, sin que la pequeña sintiera ya frío, hambre ni miedo.
Estaban en la mansión de Dios Nuestro Señor.
Pero en el ángulo de la casa, la fría madrugada descubrió a la
chiquilla, rojas las mejillas y la boca sonriente... Muerta, muerta de
frío en la última noche del Año Viejo. La primera mañana del
Nuevo Año iluminó el pequeño cadáver sentado con sus
fósforos: un paquetito que parecía consumido casi del todo.
«¡Quiso calentarse!», dijo la gente. Pero nadie supo las maravillas
que había visto, ni el esplendor con que, en compañía de su
anciana abuelita, había subido a la gloria del Año Nuevo.
FIN
EL TRAJE NUEVO DEL EMPERADOR Hace muchos años había un
Emperador tan aficionado a los
trajes nuevos, que gastaba todas sus
rentas en vestir con la máxima
elegancia.
No se interesaba por sus soldados
ni por el teatro, ni le gustaba salir
de paseo por el campo, a menos
que fuera para lucir sus trajes nuevos. Tenía un vestido distinto para
cada hora del día, y de la misma manera que se dice de un rey: “Está
en el Consejo”, de nuestro hombre se decía: “El Emperador está en el
vestuario”.
La ciudad en que vivía el Emperador era muy alegre y bulliciosa.
Todos los días llegaban a ella muchísimos extranjeros, y una vez se
presentaron dos truhanes que se hacían pasar por tejedores,
asegurando que sabían tejer las más maravillosas telas. No solamente
los colores y los dibujos eran hermosísimos, sino que las prendas con
ellas confeccionadas poseían la milagrosa virtud de ser invisibles a toda
persona que no fuera apta para su cargo o que fuera
irremediablemente estúpida.
-¡Deben ser vestidos magníficos! -pensó el Emperador-. Si los tuviese,
podría averiguar qué funcionarios del reino son ineptos para el cargo
que ocupan. Podría distinguir entre los inteligentes y los tontos.
Nada, que se pongan enseguida a tejer la tela-. Y mandó abonar a los
dos pícaros un buen adelanto en metálico, para que pusieran manos a
la obra cuanto antes.
Ellos montaron un telar y simularon que trabajaban; pero no tenían
nada en la máquina. A pesar de ello, se hicieron suministrar las sedas
más finas y el oro de mejor calidad, que se embolsaron bonitamente,
mientras seguían haciendo como que trabajaban en los telares vacíos
hasta muy entrada la noche.
«Me gustaría saber si avanzan con la tela»-, pensó el Emperador. Pero
había una cuestión que lo tenía un tanto cohibido, a saber, que un
hombre que fuera estúpido o inepto para su cargo no podría ver lo
que estaban tejiendo. No es que temiera por sí mismo; sobre este
punto estaba tranquilo; pero, por si acaso, prefería enviar primero a
otro, para cerciorarse de cómo andaban las cosas. Todos los habitantes
de la ciudad estaban informados de la particular virtud de aquella tela,
y todos estaban impacientes por ver hasta qué punto su vecino era
estúpido o incapaz.
«Enviaré a mi viejo ministro a que visite a los tejedores -pensó el
Emperador-. Es un hombre honrado y el más indicado para juzgar de
las cualidades de la tela, pues tiene talento, y no hay quien
desempeñe el cargo como él».
El viejo y digno ministro se presentó, pues, en la sala ocupada por los
dos embaucadores, los cuales seguían trabajando en los telares vacíos.
«¡Dios nos ampare! -pensó el ministro para sus adentros, abriendo
unos ojos como naranjas-. ¡Pero si no veo nada!». Sin embargo, no
soltó palabra.
Los dos fulleros le rogaron que se acercase y le preguntaron si no
encontraba magníficos el color y el dibujo. Le señalaban el telar vacío,
y el pobre hombre seguía con los ojos desencajados, pero sin ver
nada, puesto que nada había. «¡Dios santo! -pensó-. ¿Seré tonto acaso?
Jamás lo hubiera creído, y nadie tiene que saberlo. ¿Es posible que sea
inútil para el cargo? No, desde luego no puedo decir que no he visto
la tela».
-¿Qué? ¿No dice Vuecencia nada del tejido? -preguntó uno de los
tejedores.
-¡Oh, precioso, maravilloso! -respondió el viejo ministro mirando a
través de los lentes-. ¡Qué dibujo y qué colores! Desde luego, diré al
Emperador que me ha gustado extraordinariamente.
-Nos da una buena alegría -respondieron los dos tejedores, dándole
los nombres de los colores y describiéndole el raro dibujo. El viejo
tuvo buen cuidado de quedarse las explicaciones en la memoria para
poder repetirlas al Emperador; y así lo hizo.
Los estafadores pidieron entonces más dinero, seda y oro, ya que lo
necesitaban para seguir tejiendo. Todo fue a parar a sus bolsillos, pues
ni una hebra se empleó en el telar, y ellos continuaron, como antes,
trabajando en las máquinas vacías
Poco después el Emperador envió a otro funcionario de su confianza
a inspeccionar el estado de la tela e informarse de si quedaría pronto
lista. Al segundo le ocurrió lo que al primero; miró y miró, pero
como en el telar no había nada, nada pudo ver.
-¿Verdad que es una tela bonita? -preguntaron los dos tramposos,
señalando y explicando el precioso dibujo que no existía.
«Yo no soy tonto -pensó el hombre-, y el empleo que tengo no lo
suelto.
Sería muy fastidioso. Es preciso que nadie se dé cuenta». Y se deshizo
en alabanzas de la tela que no veía, y ponderó su entusiasmo por
aquellos hermosos colores y aquel soberbio dibujo.
-¡Es digno de admiración! -dijo al Emperador.
Todos los moradores de la capital hablaban de la magnífica tela, tanto,
que el Emperador quiso verla con sus propios ojos antes de que la
sacasen del telar. Seguido de una multitud de personajes escogidos,
entre los cuales figuraban los dos probos funcionarios de marras, se
encaminó a la casa donde paraban los pícaros, los cuales continuaban
tejiendo con todas sus fuerzas, aunque sin hebras ni hilados.
-¿Verdad que es admirable? -preguntaron los dos honrados
dignatarios-.
Fíjese Vuestra Majestad en estos colores y estos dibujos -y señalaban
el telar vacío, creyendo que los demás veían la tela.
«¡Cómo! -pensó el Emperador-. ¡Yo no veo nada! ¡Esto es terrible!
¿Seré tan tonto? ¿Acaso no sirvo para emperador? Sería espantoso».
-¡Oh, sí, es muy bonita! -dijo-. Me gusta, la apruebo-. Y con un gesto
de agrado miraba el telar vacío; no quería confesar que no veía nada.
Todos los componentes de su séquito miraban y remiraban, pero
ninguno sacaba nada en limpio; no obstante, todo era exclamar, como
el Emperador:
-¡Oh, qué bonito!-, y le aconsejaron que estrenase los vestidos
confeccionados con aquella tela en la procesión que debía celebrarse
próximamente. -¡Es preciosa, elegantísima, estupenda!- corría de boca
en boca, y todo el mundo parecía extasiado con ella.
El Emperador concedió una condecoración a cada uno de los dos
bribones para que se las prendieran en el ojal, y los nombró tejedores
imperiales.
Durante toda la noche que precedió al día de la fiesta, los dos
embaucadores estuvieron levantados, con dieciséis lámparas
encendidas, para que la gente viese que trabajaban activamente en la
confección de los nuevos vestidos del Soberano. Simularon quitar la
tela del telar, cortarla con grandes tijeras y coserla con agujas sin
hebra; finalmente, dijeron: -¡Por fin, el vestido está listo!
Llegó el Emperador en compañía de sus caballeros principales, y los
dos truhanes, levantando los brazos como si sostuviesen algo, dijeron:
-Esto son los pantalones. Ahí está la casaca. -Aquí tienen el manto...
Las prendas son ligeras como si fuesen de telaraña; uno creería no
llevar nada sobre el cuerpo, más precisamente esto es lo bueno de la
tela.
-¡Sí! -asintieron todos los cortesanos, a pesar de que no veían nada,
pues nada había.
-¿Quiere dignarse Vuestra Majestad quitarse el traje que lleva -
dijeron los dos bribones- para que podamos vestirle el nuevo delante
del espejo?
Quitose el Emperador sus prendas, y los dos simularon ponerle las
diversas piezas del vestido nuevo, que pretendían haber terminado
poco antes. Y cogiendo al Emperador por la cintura, hicieron como si
le atasen algo, la cola seguramente; y el Monarca todo era dar vueltas
ante el espejo.
-¡Dios, y qué bien le sienta, le va estupendamente! -exclamaban todos-.
¡Vaya dibujo y vaya colores! ¡Es un traje precioso!
-El palio bajo el cual irá Vuestra Majestad durante la procesión,
aguarda ya en la calle - anunció el maestro de Ceremonias.
-Muy bien, estoy a punto -dijo el Emperador-. ¿Verdad que me sienta
bien? -
y volviose una vez más de cara al espejo, para que todos creyeran que
veía el vestido.
Los ayudas de cámara encargados de sostener la cola bajaron las manos
al suelo como para levantarla, y avanzaron con ademán de sostener
algo en el aire; por nada del mundo hubieran confesado que no veían
nada. Y de este modo echó a andar el Emperador bajo el magnífico
palio, mientras el gentío, desde la calle y las ventanas, decía:
-¡Qué preciosos son los vestidos nuevos del Emperador! ¡Qué
magnífica cola! ¡Qué hermoso es todo!
Nadie permitía que los demás se diesen cuenta de que nada veía, para
no ser tenido por incapaz en su cargo o por estúpido. Ningún traje
del Monarca había tenido tanto éxito como aquél.
-¡Pero si no lleva nada! -exclamó de pronto un niño.
-¡Dios bendito, escuchen la voz de la inocencia! -dijo su padre; y todo
el mundo se fue repitiendo al oído lo que acababa de decir el
pequeño.
-¡No lleva nada; es un chiquillo el que dice que no lleva nada!
-¡Pero si no lleva nada! -gritó, al fin, el pueblo entero.
Aquello inquietó al Emperador, pues barruntaba que el pueblo tenía
razón; mas pensó: «Hay que aguantar hasta el fin». Y siguió más altivo
que antes; y las ayudas de cámara continuaron sosteniendo la
inexistente cola.
Los siete cuervos
Un hombre tenía siete hijos, todos
varones, y ninguna hija, a pesar de que lo
deseaba mucho. Al fin, un día, su mujer
volvió a darle buenas esperanzas y al cabo
de unos meses nació una niña. La alegría
de los padres fue muy grande, pero la
criatura era pequeñita y muy débil, por lo
que sus padres decidieron bautizarla
enseguida por miedo a que se muriera. El padre envió a uno de sus
hijos a la fuente, a buscar agua para el bautismo; los otros quisieron ir
a acompañarle y, corriendo cada uno para llegar antes que los demás,
se les cayó el jarro al fondo de la fuente. No sabían qué hacer, ni se
atrevían a volver a casa. Al ver lo que tardaban, su padre se
impacientó y dijo:
-Seguro que estos diablejos estarán jugando sin acordarse del agua.
Cada vez más angustiado por el temor de que la niña muriese sin
bautismo, gritó por fin en un arrebato de cólera:
-¡Ojalá se volviesen cuervos!
Apenas habían salido estas palabras de sus labios cuando oyó un
zumbido en el aire, y al levantar los ojos vio que siete cuervos negros
como la noche revoloteaban en el cielo.
Los padres no pudieron reparar ya los efectos de la maldición y
quedaron muy tristes por la pérdida de sus siete hijos. Sólo logró
consolarles la compañía de su hijita, que, pasado el peligro de sus
primeros días, fue haciéndose cada vez más hermosa.
Durante muchos años no supo que había tenido siete hermanos, pues
los padres se guardaron bien de mencionarlos. Hasta que un día oyó
por casualidad cómo unas personas decían de ella que era muy bonita,
pero que tenía la culpa de las desgracias de sus hermanos. Muy
disgustada, la niña fue a preguntar a sus padres si había tenido
hermanos y qué había sido de ellos. Los padres no pudieron ya seguir
guardando el secreto, pero le aseguraron que también ellos estaban
muy afligidos desde entonces y que les gustaría volver a ver sus hijos.
De todos modos la niña se sentía culpable y pensó que era su deber ir
a buscarlos. No tuvo un momento de reposo ni de tranquilidad hasta
que, un buen día, sin decir nada a nadie, se fue por el mundo en
busca de sus hermanos, dispuesta a libertarlos costase lo que costase.
Sólo se llevó una sortija de sus padres como recuerdo, una hogaza de
pan para matar el hambre, una jarrita de agua para apagar la sed y una
sillita para sentarse cuando estuviese cansada.
Anduvo mucho, hasta muy lejos, casi hasta el fin del universo. Y llegó
al sol. El sol era terrible y ardoroso, y se comía a los niños pequeños.
Salió corriendo de allí y llegó a la luna, que era fría, cruel y malvada,
y cuando descubrió a la niña, dijo:
-¡Huele a carne humana!
Escapó de allí a toda velocidad y se fue a las estrellas, que, muy
cariñosas sentadas cada una en su sillita, la acogieron amablemente. El
lucero del alba se levantó y dijo mientras le daba una patita de pollo:
-Con esto podrás abrir la montaña de cristal.
Como encontró la puerta cerrada, buscó en su pañuelo la patita; pero
al desenvolverlo, vio que estaba vacío: ¡había perdido el regalo de la
estrella! ¿Qué hacer ahora? Quería salvar a sus hermanos, pero no
tenía la llave de la montaña. Entonces, se le ocurrió una idea:
introdujo el dedo meñique en la cerradura y la puerta se abrió.
Cuando estuvo dentro, un enanito le preguntó:
-Hija mía, ¿qué vienes a buscar aquí?
-Busco a mis hermanitos, los siete cuervos, respondió ella.
El enano añadió:
-Los señores cuervos no están en casa, pero si quieres aguardar a que
regresen, entra.
Sirvió entonces el enanito la comida de los cuervos en siete platos
muy pequeños y la bebida en otras tantas copas del mismo tamaño. Y
de cada plato la hermana probó un bocado y de cada copa bebió un
sorbo. , y en la última dejó caer la sortija que se había llevado de su
casa. De pronto sintió en el aire un rumor de aleteo y el enanito le
explicó:
-Ahí llegan los señores cuervos.
Así fue; los cuervos entraron hambrientos y sedientos, buscando sus
platos y sus vasos. Y exclamaron uno tras otro:
-¿Quién ha comido de mi plato? ¿Quién ha bebido de mi vaso? Ha
sido una boca humana.
Cuando el séptimo vio el fondo de su copa, descubrió la sortija. La
reconoció inmediatamente y dijo:
-¡Ojalá haya sido nuestra hermanita quien ha venido pues quedaríamos
desencantados!
Cuando la niña, que escuchaba detrás de la puerta oyó este deseo,
entró en la sala y en un instante todos recuperaron su figura humana.
Y después de abrazarse unos a otros regresaron muy felices a su casa.
LA OCA DE ORO
Un buen hombre tenía tres hijos,
al tercero de los cuales llamaban
"El zoquete," que era
menospreciado y blanco de las
burlas de todos. Un día quiso el
mayor ir al bosque a cortar leña; su madre le dio una torta de huevos
muy buena y sabrosa y una botella de vino, para que no pasara
hambre ni sed. Al llegar al bosque encontróse con un hombrecillo de
pelo gris y muy viejo, que lo saludó cortésmente y le dijo:
- Dame un pedacito de tu torta y un sorbo de tu vino. Tengo hambre
y sed.
El listo mozo respondió
- Si te doy de mi torta y de mi vino apenas me quedará para mí; sigue
tu camino y déjame -y el viejo quedó plantado y siguió adelante. Se
puso a cortar un árbol, y al poco rato pegó un hachazo en falso y el
hacha se le clavó en el brazo, por lo que tuvo que regresar a su casa a
que lo vendasen. Con esta herida pagó su conducta con el
hombrecillo.
Partió luego el segundo para el bosque, y, como al mayor, su madre lo
proveyó de una torta y una botella de vino. También le salió al paso el
viejecito gris, y le pidió un pedazo de torta y un trago de vino. Pero
también el hijo segundo le replicó con displicencia:
- Lo que te diese me lo quitaría a mí; ¡sigue tu mí; ¡sigue tu camino! y
dejando plantado al anciano, se alejó. No se hizo esperar el castigo.
Apenas había asestado un par de hachazos a un tronco cuando se hirió
en una pierna, y hubo que conducirlo a su casa.
Dijo entonces "El zoquete":
- Padre, déjame ir al bosque a buscar leña.
- Tus hermanos se han lastimado -contestóle el padre-; no te metas tú
en esto, pues no entiendes nada.
Pero el chico insistió tanto, que, al fin, le dijo su padre: -Vete, pues, si
te empeñas; a fuerza de golpes ganarás experiencia.
Diole la madre una torta amasada con agua y cocida en las cenizas. y
una botella de cerveza agria. Cuando llegó al bosque se encontró
igualmente con el hombrecillo gris, el cual lo saludó y dijo:
- Dame un poco de tu torta, y un trago de lo que llevas en la botella,
pues tengo hambre y sed.
- No llevo sino una torta cocida en la ceniza y cerveza agria -le
respondió "El zoquete"-; si te conformas, sentémonos y comeremos.
Y se sentaron. Y he aquí que cuando el mozo sacó la torta, resultó
ser un magnífico pastel de huevos, y la cerveza agria se había
convertido en un vino excelente.
- Puesto que tienes buen corazón y eres generoso, te daré suerte.
¿Ves aquel viejo árbol de allí? Pues córtalo; encontrarás algo en la
raíz -. Y con estas palabras, el hombrecillo se despidió.
"El zoquete" se encaminó al árbol y lo árbol y lo derribó a hachazos, y
al caer apareció en la raíz una oca de plumas de oro puro. Se la llevó
consigo y entró en una posada para pasar la noche. El dueño tenía
tres hijas, que, al ver la oca, sintieron por ella una gran curiosidad, y
el deseo de poseer una de sus plumas de oro. La mayor pensó: "Será
mucho que no encuentre una oportunidad para arrancarle una
pluma," y, un momento en que el muchacho salió de su cuarto, sujetó
la oca por un ala; pero los dedos y la mano se le quedaron pegados a
ella. Pronto acudió la segunda, con la idea de llevarse también una
pluma de oro; pero no bien tocó a su hermana quedó pegada a ella.
Finalmente, fue la tercera con idéntico propósito, y las otras le
gritaron:
- ¡Apártate, por Dios Santo, apártate!
Pero ella, no comprendiendo por qué debía apartarse y pensando que
si sus hermanas estaban allí, también ella podía estar, se acercó y,
apenas hubo tocado a la segunda, quedó asimismo aprisionada sin
poder soltarse. Y así tuvieron que pasarse la noche pegadas a la oca.
A la mañana, "El zoquete," cogiendo el animal bajo el brazo,
emprendió el camino de su casa, sin preocuparse de las tres
muchachas, que lo seguían quieras o no, haciendo eses, según le
llevaban a él las piernas. En medio del campo se encontraron con el
señor cura, quien, al ver la al ver la comitiva, dijo:
- ¿No os da vergüenza, descaradas, correr de este modo tras este
joven en despoblado? ¿Os parece decente?
Y sujetó a la menor por la mano con intención de separarla; pero no
bien la tocó, quedó a su vez enganchado y hubo de participar también
en la carrera. Al poco rato acertó a pasar el sacristán, y, al ver al
señor cura que seguía a las muchachas, sorprendido dijo:
- ¿Y pues, señor cura, adónde va tan de prisa? ¿Se ha olvidado de que
hoy tenemos un bautizo? -y corriendo hacia él, lo cogió de la manga,
quedando asimismo sujeto. Trotando así los cinco, topáronse con dos
labradores que, con sus azadones al hombro, regresaban del campo.
Llamólos el cura, pidiéndoles que lo desenganchasen, a él y al
sacristán; pero no bien hubieron tocado los hombres a este último,
¡helos también aprisionados! Y ya eran siete los que corrían en pos de
"El zoquete" y su oca.
Poco después llegaron a una ciudad, cuyo rey era padre de una hija
tan seria y adusta, que nadie, había logrado hacerla reír. Por eso el Rey
había hecho pregonar que daría la mano de la princesa al hombre que
fuese capaz de provocar su risa. Al enterarse de ello, "El zoquete,"
arrastrando todo su séquito, se presentó a la hija del Rey, y al ver ella
aquella hilera de siete personas corriendo sin parar una tras otra, se
echó a reír tan a reír tan fuerte y tan a gusto, que no podía cesar en
sus carcajadas. Entonces "El zoquete" la pidió por esposa. Pero el Rey,
al que no gustaba aquel yerno, opuso toda clase de objeciones, y, al
fin, le dijo que antes debía traerle a un hombre capaz de beberse todo
el vino que cabía en la bodega de palacio. Pensó el joven en su
hombrecillo del bosque y fue a pedirle ayuda. Y he aquí que en el
mismo lugar donde cortara el árbol vio sentado a un individuo en
cuyo rostro se pintaba la aflicción. Preguntóle "El zoquete" el motivo
de su pesar, y el otro le contestó:
- Sufro de una sed terrible, que no puedo calmar de ningún modo.
No puedo con el agua fría, y aunque me he bebido todo un tonel de
vino, ¿qué es una gota sobre una piedra ardiente?
- Yo puedo remediar esto -díjole el joven-. Vente conmigo y te
prometo que beberás hasta reventar.
Y así diciendo, lo condujo a la bodega real, donde el hombre la
emprendió, bebe que te bebe, con las voluminosas cubas, hasta que ya
le dolían las caderas, y antes de que se hubiese terminado el día, había
vaciado toda la bodega.
"El zoquete" acudió nuevamente a reclamar su novia; pero el Rey,
irritado al pensar que un mozalbete que todo el mundo tenía por
tonto se hubiese de llevar a su hija, púsole una nueva condición.
Antes debía condición. Antes debía encontrar a un hombre capaz de
comerse una montaña de pan. No se lo pensó mucho el mozo, sino
que se dirigió inmediatamente al bosque, y en el mismo lugar que
antes, encontró a un hombre ocupado en apretarse el cinturón y que,
con cara compungida, le dijo:
- Me he comido toda una hornada de pan. Pero, ¿qué es esto para un
hambre como la que yo tengo? Mi estómago sigue vacío, y no me
queda más recurso que apretarme el cinturón para no morirme de
hambre.
Díjole "El zoquete" muy contento:
- Vente conmigo y te vas a hartar.
Y lo llevó a la corte del Rey, el cual había mandado reunir toda la
harina del reino y cocer con ella una enorme montaña de pan. El
hombre del bosque se situó enfrente de ella, empezó a comer, y, al
ponerse el sol, aquella enorme mole había desaparecido. Por tercera
vez reclamó "El zoquete" a la princesa; pero el Rey, buscando todavía
dilaciones, le exigió que le trajera un barco capaz de ir por tierra y
por agua.
-En cuanto llegues navegando en él -díjole-, mi hija será tu esposa.
Nuevamente se encaminó el muchacho al bosque, donde lo aguardaba
el viejo hombrecillo gris con quien repartiera su torta, y que le dijo:
- Para ti he comido y bebido, y ahora te daré el barco. Todo eso lo
hago porque fuiste compasivo conmigo.
Y le dio el barco que iba barco que iba por tierra y por agua; y
cuando el Rey lo vio, ya no pudo seguir negándose a entregarle a su
hija. Celebróse la boda; a la muerte del Rey, "El zoquete" heredó la
corona, y durante largos años vivió feliz con su esposa.
¡MESA, CÚBRETE!
Érase una vez un sastre que tenía tres hijos y una
sola cabra. Como la cabra alimentaba con su leche a
toda la familia, necesitaba buen pienso, y todos los
días había que llevarla a pacer. De esto se encargaban
los hijos, por turno. Un día, el mayor la condujo al
cementerio, donde la hierba crecía muy lozana, y la
dejó hartarse y saltar a sus anchas. Al anochecer,
cuando fue la hora de volverse, le preguntó: "Cabra,
¿estás satisfecha?" a lo que respondió el animal:
"Tan harta me encuentro,
que otra hoja no me cabe dentro. ¡Beee, beee!"
"Entonces vámonos a casita," dijo el muchacho, y, cogiéndola por la
soga, la llevó al establo, donde la dejó bien amarrada. "¿Qué," preguntó
el viejo sastre, "ha comido bien la cabra?" - "¡Ya lo creo!" respondió el
chico. "Tan harta está, qué no le cabe ni una hoja más." Pero el padre,
queriendo cerciorarse, bajó al establo y acariciando al animalito, le
preguntó: "Cabrita, ¿estás ahíta?" A lo que replicó la cabra:
"¿Cómo voy a estar ahíta?
Sólo estuve en la zanjita
sin encontrar ni una hojita. ¡Beee, beee!"
"¡Qué me dices!" exclamó el sastre, y, volviendo arriba
precipitadamente, puso a su hijo de vuelta y media: "¡Embustero! Me
dijiste que la cabra estaba harta, cuando le has hecho pasar hambre." Y,
encolerizado, midióle la espalda con la vara, y a palos lo echó de casa.
Al día siguiente le tocó al hijo segundo, el cual buscó un buen
lugarcito, en un rincón del huerto, lleno de jugosa hierba, donde la
cabra se hinchó de comer, dejándolo todo pelado.
Al anochecer, a la hora de regresar le preguntó: "Cabrita, ¿estás harta?"
A lo que replicó la cabra:
"Tan harta me encuentro,
que otra hoja no me cabe dentro. ¡Beee, beee!"
"¡Vámonos, pues!" dijo el muchacho, y, llegados a casa, la ató al establo.
"¿Qué," dijo el viejo sastre, "ha comido bien la cabra?" - "¡Ya lo creo!"-
respondió el chico.
Tan harta está, que no le cabe una hoja más." Pero el sastre, no
fiándose de las palabras del mozo, bajó al establo y preguntó: "Cabrita,
¿estás ahíta?" Y contestó la cabra:
"¿Cómo voy a estar ahíta?
Sólo estuve en la zanjita
sin encontrar ni una hojita. ¡Beee, beee!"
"¡Truhán! ¡Desalmado!" exclamó el sastre. "¡Mira que hacer pasar
hambre a un animal tan manso!" Y, subiendo las escaleras de dos en
dos, echó a palos al segundo hijo.
Tocóle luego el turno al tercero, el cual, queriendo hacer bien las
cosas, buscó un sitio de maleza espesa y frondosa y dejó a la cabra
pacer a sus anchas. Al atardecer, a la hora de volverse, preguntó:
"Cabrita, ¿estás ahíta?" A lo que respondió la cabra:
"Tan harta me encuentro,
que otra hoja no me cabe dentro. ¡Beee, beee!"
"¡Pues andando, a casa!" Dijo el mocito, y, conduciéndola al establo, la
ató sólidamente. "¿Qué," dijo el viejo sastre, "ha comido bien la cabra?"
- "¡Ya lo creo!" respondió el muchacho. "Tan harta está que no le cabe
una hoja." Pero el hombre, desconfiado, bajó a preguntar: "Cabrita,
¿estás ahíta?" Y el bellaco animal respondió:
"¿Cómo voy a estar ahíta?
Sólo estuve en la zanjita
sin encontrar ni una hojita. ¡Beee, beee!"
"¡Pandilla de embusteros!" gritó el sastre. "¡Tan mala pieza y tan
desagradecido es el uno como los otros! ¡Lo que es de mí, no
volveréis a burlaros!" Y, fuera de sí por la ira, subió y le dio al
pequeño una paliza tal, que el pobre chico escapó de casa como alma
que lleva el diablo.
Y el viejo sastre se quedó solo con su cabra. A la mañana siguiente
bajó al establo y, acariciándola, le dijo: "Vamos, animalito mío, yo te
llevaré a pacer." Y, cogiéndola de la cuerda, condújola a unos setos
verdes donde abundaba el llantén y otras hierbas muy del gusto de las
cabras-. Aquí podrás llenarte la tripa hasta reventar -le dijo, y la dejó
pacer hasta la puesta del sol. Entonces le preguntó: "Cabrita, ¿estás
ahíta?" Y ella respondió:
"Tan harta me encuentro,
que otra hoja no me cabe dentro. ¡Beee, beee!"
"Pues vámonos a casa," dijo el sastre, y, llevándola al establo, la dejó
bien sujeta. Pero, al marcharse, volvióse aún para preguntarle: "¿Has
quedado ahíta esta vez?" La cabra, empero, repitió, incorregible:
"¿Cómo voy a estar ahíta?
Sólo estuve en la zanjita
sin encontrar ni una hojita. ¡Beee, beee!"
Al oír esto, el sastre quedóse turulato, dándose entonces cuenta de
que había echado de casa a sus tres hijos sin motivo. "¡Aguarda un
poco," vociferó, "ingrata criatura! Echarte es poco. ¡Voy a señalarte de
modo que jamás puedas volver a presentarte en casa de un sastre
honrado!" Y, subiendo al piso alto, cogió su navaja de afeitar y,
después de enjabonar la cabeza a la cabra, se la afeitó hasta dejársela
lisa como la palma de la mano. Y pensando que la vara de medir sería
un instrumento demasiado honroso, acudió al látigo y le propinó tal
vapuleo que, no bien pudo soltarse, la bestia echó a correr como alma
que lleva el diablo.
El sastre, ya completamente solo en su casa, sintió una gran tristeza.
Echaba de menos a sus hijos; pero nadie sabía su paradero. El mayor
había entrado de aprendiz en casa de un ebanista, y trabajó con tanta
aplicación y diligencia que, al terminar el aprendizaje y sonar la hora
de irse por el mundo, su maestro le regaló una mesita, de aspecto
ordinario y de madera común, pero que poseía una propiedad muy
singular y ventajosa. Cuando la ponían en el suelo y le decían:
"¡Mesita, cúbrete!," inmediatamente quedaba cubierta con un mantel
blanco y limpio, y, sobre él, un plato, cuchillo y tenedor; además, con
tantas fuentes como en ella cabían, llenas de manjares cocidos y
asados, y con un gran vaso, de vino tinto, que alegraba el corazón. El
joven oficial pensó: "Con esto me basta para comer bien durante toda
mi vida." Y emprendió su camino, muy animado y contento, sin
inquietarse jamás por si las posadas estaban o no bien provistas. Si así
se le antojaba, quedábase en un descampado, en un bosque o en un
prado, donde mejor le parecía, descolgábase la mesita de la espalda y,
colocándola delante de sí, decía: "¡Mesita, cúbrete!," y en un momento
tenía a su alcance cuanto pudiera apetecer. Al fin, pensó en volver a
casa de su padre; seguramente se le habría aplacado la cólera, y lo
acogería de buen grado al presentarle él la prodigiosa mesita. Y he
aquí que una noche, de camino hacia su pueblo, entró en una posada
que estaba llena de huéspedes. Lo recibieron muy bien y lo invitaron a
cenar con ellos, diciéndole que de otro modo sería difícil que el
posadero le sirviese de comer. - No -respondió el ebanista-, no quiero
privaros de vuestra escasa cena; antes, al contrario, soy yo quien os
invita. Los demás se echaron a reír, pensando que quería gastarles una
broma; pero él instaló su mesita de madera en el centro de la sala, y
dijo: "¡Mesita, cúbrete!," e inmediatamente quedó llena de manjares,
tan apetitosos, que jamás el fondista hubiera sido capaz de prepararlos,
y despidiendo un olorcillo capaz de deleitar el olfato más reacio. - ¡A
servirse, amigos! -exclamó el ebanista, y los invitados, al ver que la
cosa iba en serio, sin hacérselo repetir, acercáronse y, armados de sus
respectivos cuchillos, arremetieron a las viandas. Lo que más les
admiraba era que, en cuanto se vaciaba una fuente, inmediatamente
era sustituida por otra igual y repleta. El posadero lo contemplaba
todo desde un rincón, sin saber qué decir, aunque para sus adentros
pensaba: "¡Un cocinero así te haría buen servicio en la posada!" El
carpintero y sus invitados prolongaron su jolgorio hasta muy avanzada
la noche, hasta que, al fin se fueron a dormir, y el joven artesano se
retiró también, dejando la mesa prodigiosa contra la pared. Pero el
posadero seguía en sus cavilaciones, que no le dejaban un momento
de reposo, hasta que recordó que tenía en el desván una mesita vieja
muy parecida a la mágica, y así, bonitamente, fue callandito a buscarla
y la trocó por la otra. A la mañana siguiente, el carpintero pagó el
importe del hospedaje y, cargándose a cuestas la mesita sin reparar en
que no era la auténtica, reemprendió su camino. A mediodía llegó a
casa de su padre, quien lo recibió con los brazos abiertos. - Y bien,
hijo, ¿qué has aprendido? -preguntóle. - Padre, me hice ebanista. -
Buen oficio -respondió el viejo-. ¿Y qué has traído de tus andanzas
por el mundo? - Padre, lo mejor que traigo es esta mesita. El sastre la
miró por todos lados, y luego dijo: - Pues no parece ninguna cosa del
otro jueves; es una vulgar mesita, vieja y mala. - Pero es una mesita
encantada -replicó el hijo-. Cuando la coloco en el suelo y le mando
que se cubra, inmediatamente se llena de unos manjares tan sabrosos,
con el correspondiente vino, que el corazón salta de gozo. Invitad a
todos los parientes y amigos, que vengan a sacar el vientre de penas;
veréis cuán satisfechos los dejará la mesa. Reunida que estuvo la
concurrencia, el mozo instaló la mesa en la habitación y dijo: " ¡Mesita,
cúbrete!." Pero la mesa no hizo caso y quedó tan vacía como una
vulgar mesa de las que no atienden a razones. Entonces se dio cuenta
el pobre muchacho de que le habían cambiado la mesa, y sintióse
avergonzado de tener que pasar por embustero. Los parientes se
rieron en su cara, regresando tan hambrientos y sedientos como
habían venido. El padre acudió de nuevo a sus retazos y a sus agujas, y
el hijo colocóse como oficial en casa de un maestro ebanista.
El segundo hijo había ido a parar a un molino, donde aprendió la
profesión de molinero. Terminado su aprendizaje, díjole su amo: -
Como te has portado bien, te regalo un asno muy especial, que ni tira
de carros ni soporta cargas. - ¿Para qué sirve entonces? -preguntó el
joven oficial. - Escupe oro -respondióle el maestro-. No tienes más
que extender un lienzo en el suelo y decir: "¡Briclebrit!," y el animal
empezará a echar piezas de oro por delante y por detrás. - ¡He aquí
un animal maravilloso! -exclamó el joven, y, dando las gracias al
molinero, se marchó a correr mundo. Cuando necesitaba dinero no
tenía más que decir a su asno. "¡Briclebrit!," y enseguida llovían las
monedas de oro, sin que él tuviese otra molestia que la de recogerlas
del suelo. Dondequiera que fuese no se daba por satisfecho sino con
lo mejor. ¡Qué importaba el precio, si tenía siempre el bolso lleno!
Cuando ya estuvo cansado de ver mundo, pensó: "Debo volver a casa
de mi padre; cuando me presente con el asno de oro, se le pasará el
enfado y me recibirá bien." Sucedió que fue a parar a la misma
hospedería donde su hermano había perdido la mesita encantada.
Conducía él mismo el asno del cabestro; el posadero quiso cogerlo
para ir a atarlo; pero no lo consintió el joven: - No os molestéis, yo
mismo llevaré mi rucio al establo y lo ataré, pues quiero saber dónde
lo tengo. Al posadero parecióle aquello algo raro, y pensó que un
individuo que se cuidaba personalmente de su asno no sería un
cliente muy rumboso; pero cuando vio que el forastero metía mano
en el bolsillo y, sacando dos monedas de oro, le encargaba que le
preparase lo mejor que hubiera, el hombre abrió unos ojos como
naranjas y se apresuró a complacerlo. Después de comer, al preguntar
el joven cuánto debía, creyó el hostelero que podía cargar la mano y
pidióle dos monedas más de oro. El viajero rebuscó en el bolsillo,
pero estaba vacío. - Aguardad un momento, señor fondista -dijo-, voy
a buscar oro. Y salió, llevándose el mantel. El otro, intrigado y
curioso, escurrióse tras él, y como el forastero se encerrara en el
establo y echara el cerrojo, miró por un agujero. El forastero
extendió el paño debajo del asno y exclamó: "¡Briclebrit!," e
inmediatamente el animal se puso a soltar monedas de oro por
delante y por detrás, que no parecía sino que lloviesen. - ¡Caramba! -
dijo el posadero-, ¡pronto se acuñan así los ducados! ¡No está mal un
bolso como éste! El huésped pagó la cuenta y se retiró a dormir,
mientras el posadero bajaba al establo sigilosamente y se llevaba el
asno monedero, para sustituirlo por otro. A la madrugada siguiente
partió el mozo con el jumento, creyendo que era el "del oro." Al
llegar, a mediodía, a casa de su padre, recibiólo éste con gran alegría. -
¿Qué ha sido de ti, hijo mío? - Pues que soy molinero, padre -
respondió el muchacho. - ¿Y qué traes de tus andanzas por el
mundo? - Nada más que un asno. - Asnos no faltan aquí; mejor
hubiera sido una cabra -replicó el padre. - Sí -observó el hijo-, pero es
que mi asno no es como los demás, sino un "asno de oro," basta con
decirle: "¡Brielebrit!," y enseguida os suelta todo un talego de monedas
de oro. Llamad a los parientes, voy a hacerlos ricos a todos. - Esto ya
me gusta más -dijo el sastre-; así no necesitaré seguir dándole a la
aguja -y apresuróse a ir en busca de los parientes. En cuanto se
hallaron todos reunidos, el molinero los dispuso en círculo y,
extendiendo un lienzo en el suelo, fue a buscar el asno. - Ahora,
atención -dijo primero, y luego: "¡Briclebrit!"-; pero lo que cayeron no
eran precisamente ducados, con lo que quedó demostrado que el
animal no sabía ni pizca en acuñar monedas, arte que no todos los
asnos dominan. El pobre molinero puso una cara de tres palmos;
comprendió que le habían engañado y pidió perdón a los parientes,
los cuales hubieron de marcharse tan pobres como habían venido. Al
viejo no le quedó otro remedio que seguir manejando la aguja, y el
muchacho se colocó de mozo en un molino.
El tercer hermano había entrado de aprendiz en el taller de un
tornero, y, como es oficio difícil, el aprendizaje fue mucho más largo.
Sus hermanos le dieron cuenta, en una carta, de lo que les había
sucedido y de cómo el posadero les había robado sus mágicos tesoros
la víspera de su llegada a casa. Cuando el muchacho hubo aprendido el
oficio, el maestro, en recompensa por su buen comportamiento, le
regaló un saco, diciéndole: - Ahí dentro hay una estaca. - El saco
puedo colgármelo al hombro y me servirá -dijo el mozo-, pero, ¿qué
voy a hacer con el bastón? No es sino un peso más. - Voy a
explicártelo -respondióle el maestro-. Si alguien te maltrata o te busca
camorra, no tienes más que decir: "¡Bastón, fuera del saco!," y
enseguida lo verás saltar y brincar sobre las espaldas de la gente, con
tanto vigor y entusiasmo, que en ocho días no podrán moverse. Y no
cesará el vapuleo hasta que le grites: "¡Bastón, al saco!." Diole las
gracias el joven y se marchó con el saco al hombro; y cada vez que
alguien le buscaba el cuerpo, con decir él: "¡Bastón, fuera del saco!," ya
estaba éste danzando y cascando las liendres al ofensor o a los
ofensores, y no paraba hasta que no les quedaba casaca o jubón en la
espalda, y con tal ligereza, que pasaba de uno a otro sin darles tiempo
de apercibirse. Un anochecer, el joven tornero entró en la hospedería
donde sus hermanos habían sido víctimas del consabido engaño.
Dejando el saco sobre la mesa, el joven se puso a explicar todas las
maravillas que había visto en sus correrías. - Sí -dijo-, ya sé que hay
mesas encantadas, asnos de oro y otras cosas por el estilo, muy buenas
todas ellas y que me guardaré muy bien de despreciar, pero nada son
en comparación con el tesoro que yo me gané y que llevo en el saco.
El hostelero aguzó el oído. "¿Qué diablos podrá ser?," pensó. "De
seguro que el saco estará lleno de piedras preciosas. Tendré que
pensar en la manera de hacerme con él, pues las cosas buenas van
siempre de tres en tres." Cuando le vino el sueño, el forastero se
tendió sobre el banco, poniéndose el saco por almohada. El mesonero,
en cuanto lo creyó dormido, se le acercó con sigilo y se puso a tirar
cauta y suavemente del saco, con la idea de sacarlo y sustituirlo por
otro. Pero aquello era lo que estaba esperando el tornero, y cuando
el fondista tiró un poco más fuerte, gritó: "¡Bastón, fuera del saco!."
Inmediatamente salió la estaca y se puso a medir las costillas al
posadero con tanto vigor que daba gusto verlo. El hombre pedía
compasión, pero cuanto más gritaba, más recios y frecuentes caían los
palos, hasta que, al fin, dieron con él en tierra, extenuado. Dijo
entonces el tornero: - Si no me entregas ahora la mesita mágica y el
asno de oro, empezaremos de nuevo la danza. - ¡Enseguida, enseguida!
-exclamó el posadero con voz débil-; todo os lo daré, con tal que
encerréis este duende. - Me portaré con clemencia -dijo el joven-;
pero que te sirva de lección-. Y gritando: "¡Bastón, al saco!," lo dejó
en paz.
El tornero se marchó a la mañana siguiente, en posesión de la mesita
encantada y del asno de oro, y tomó la ruta de la casa paterna.
Alegróse el sastre al verlo, y le preguntó qué había aprendido por el
mundo. - Padre -respondióle el muchacho-, he aprendido el oficio de
tornero. - Un oficio de mucho ingenio -declaró el padre-. Pero, ¿qué
traes de tus andanzas? - Algo de gran valor, padre -respondió el
mozo-; una estaca en un saco. - ¡Qué! -exclamó el viejo-. ¡Una estaca!
¡Pues sí que valía la pena! Aquí puedes cortar una en cada árbol. -
Pero no como ésta, padre. Si le digo: "¡Bastón, fuera del saco!," salta de
él y arma con el malintencionado una danza tal, que lo pone como
nuevo, y no cesa hasta que el otro pide misericordia. Mirad, con esta
estaca he recuperado la mesa encantada y el asno de oro que aquel
ladrón de posadero robó a mis hermanos. Llamadlos a los dos e invitad
a todos los parientes; les daré de comer y beber y les llenaré los
bolsillos de ducados. El viejo sastre convocó a los parientes, aunque
no sentía gran confianza. Entonces, el tornero tendió una tela en el
suelo de la habitación y, trayendo el asno de oro, dijo a su hermano
segundo: - Anda, hermano, entiéndete con él. Dijo el molinero:
"¡Briclebrit!," e inmediatamente empezó a caer un verdadero
chaparrón de ducados, y el asno no cesó de soltarlos hasta que todos
hubieron recogido tantos que ya no podían con ellos. (¡Ah, pillín, lo
que te habría gustado estar allí!). Después, el tornero instaló la mesa y
dijo al carpintero: - Hermano, ahora es tu turno -. Y no bien dijo el
otro hermano: "¡Mesita, cúbrete!," cuando ésta viose llena de fuentes y
platos magníficos. Celebraron entonces un banquete tal como el buen
sastre jamás viera en su casa, y toda la parentela permaneció reunida
hasta la noche, en plena fiesta y regocijo. El sastre guardó en un
armario agujas e hilos, varas y planchas, y vivió en adelante en
compañía de sus hijos en paz y felicidad.
Pero, a todo esto, ¿qué se había hecho de la cabra que tuvo la culpa
de que el sastre expulsara de casa a sus tres hijos? Pues voy a
contároslo. Avergonzada de su afeitada cabeza, fue a ocultarse en la
madriguera de una zorra. Al regresar ésta a su casa vio que desde la
oscuridad del cubil la miraban dos grandes ojos centelleantes, y huyó
la mar de asustada. Se topó con ella el oso, que, al verla tan azorada,
le preguntó: - ¿Qué te pasa, hermana zorra, que pones esta cara de
susto? - ¡Ay! -respondió la zorra-, en mi madriguera se ha metido un
monstruo y me ha asustado con sus ojos como ascuas. - ¡Bah!, pronto
lo echaremos -dijo el oso, y acompañó a la zorra hasta su guarida; al
llegar, miró al interior; pero al ver aquellos ojos de fuego, entróle a
su vez el miedo y, no queriendo habérselas con el fiero animal, puso
pies en polvorosa. Topóse con la abeja, la cual, observando que no las
tenía todas consigo, dijo: - Oso, pareces cariacontecido. ¿Dónde has
dejado tu buen humor? - Es muy fácil hablar -replicó el oso-. El caso
es que en la cueva de la pelirroja hay un animal feroz, de ojos de
fuego, y no sabemos cómo echarlo. Dijo la abeja: - Me das lástima, oso.
Yo soy un pobre ser débil al que ni consideráis digno de vuestras
miradas, y, sin embargo, creo que podré ayudaros. Y, volando a la
madriguera de la zorra, posóse en la cabeza pelada de la cabra, y le
clavó el aguijón con tanta furia, que ésta salió de un brinco, gritando:
"¡beee, beee!," y echando a correr como loca. Y ésta es la hora en que
nadie ha oído hablar más de ella.
EL REY “PICO DE TORDO”
Había una vez un rey que tenía una hija cuya
belleza física excedía cualquier comparación,
pero era tan horrible en su espíritu, tan
orgullosa y tan arrogante, que ningún
pretendiente lo consideraba adecuado para
ella. Los rechazaba uno tras otro, y los
ridiculizaba lo más que podía.
En una ocasión el rey hizo una gran fiesta y
repartió muchas invitaciones para los jóvenes
que estuvieran en condición de casarse, ya fuera vecinos cercanos o
visitantes de lejos. El día de la fiesta, los jóvenes fueron colocados en
filas de acuerdo a su rango y posición. Primero iban los reyes, luego
los grandes duques, después los príncipes, los condes, los barones y
por último la clase alta pero no cortesana.
Y la hija del rey fue llevada a través de las filas, y para cada joven ella
tenía alguna objeción que hacer: que muy gordo y parece un cerdo,
que muy flaco y parece una caña, que muy blanco y parece de cal,
que muy alto y parece una varilla, que calvo y parece una bola, que
muy... , que...y que...., y siempre inventaba algo para criticar y humillar.
Así que siempre tenía algo que decir en contra de cada uno, pero a
ella le simpatizó especialmente un buen rey que sobresalía alto en la
fila, pero cuya mandíbula le había crecido un poco en demasía.
-"¡Bien."- gritaba y reía, -"ese tiene una barbilla como la de un tordo!"-
Y desde entonces le dejaron el sobrenombre de Rey Pico de Tordo.
Pero el viejo rey, al ver que su hija no hacía más que mofarse de la
gente, y ofender a los pretendientes que allí se habían reunido, se
puso furioso, y prometió que ella tendría por esposo al primer
mendigo que llegara a sus puertas.
Pocos días después, un músico llegó y cantó bajo las ventanas,
tratando de ganar alguito. Cuando el rey lo oyó, ordenó a su criado:
-"Déjalo entrar."-
Así el músico entró, con su sucio y roto vestido, y cantó delante del
rey y de su hija, y cuando terminó pidió por algún pequeño regalo. El
rey dijo:
-"Tu canción me ha complacido muchísimo, y por lo tanto te daré a
mi hija para que sea tu esposa."
La hija del rey se estremeció, pero el rey dijo:
-"Yo hice un juramento de darte en matrimonio al primer mendigo, y
lo mantengo."-
Todo lo que ella dijo fue en vano. El obispo fue traído y ella tuvo que
dejarse casar con el músico en el acto. Cuando todo terminó, el rey
dijo:
-"Ya no es correcto para ti, esposa de músico, permanecer de ahora
en adelante dentro de mi palacio. Debes de irte junto con tu marido."-
El mendigo la tomó de la mano, y ella se vio obligada a caminar a pie
con él. Cuando ya habían caminado un largo trecho llegaron a un
bosque, y ella preguntó:
-"¿De quién será tan lindo bosque?"
-"Pertenece al rey Pico de Tordo. Si lo hubieras aceptado, todo eso
sería tuyo."- respondió el músico mendigo.
-"¡Ay, que muchacha más infeliz soy, si sólo hubiera aceptado al rey
Pico de Tordo!"
Más adelante llegaron a una pradera, y ella preguntó de nuevo:
-"¿De quién serán estas hermosas y verdes praderas?"-
-"Pertenecen al rey Pico de Tordo. Si lo hubieras aceptado, todo eso
sería tuyo."- respondió otra vez el músico mendigo.
-"¡Ay, que muchacha más infeliz soy, si sólo hubiera aceptado al rey
Pico de Tordo!"
Y luego llegaron a un gran pueblo, y ella volvió a preguntar:
-"¿A quién pertenecerá este lindo y gran pueblo?"-
-"Pertenece al rey Pico de Tordo. Si lo hubieras aceptado, todo eso
sería tuyo."- respondió el músico mendigo.
-"¡Ay, que muchacha más infeliz soy, si sólo hubiera aceptado al rey
Pico de Tordo!"
-"Eso no me agrada."- dijo el músico, oírte siempre deseando otro
marido. ¿No soy suficiente para ti?"
Al fin llegaron a una pequeña choza, y ella exclamó:
-"¡Ay Dios!, que casita tan pequeña. ¿De quién será este miserable
tugurio?"
El músico contestó:
-"Esta es mi casa y la tuya, donde viviremos juntos."-
Ella tuvo que agacharse para poder pasar por la pequeña puerta.
-"¿Dónde están los sirvientes?"- dijo la hija del rey.
-"¿Cuáles sirvientes?"- contestó el mendigo.
-"Tú debes hacer por ti misma lo que quieras que se haga. Para
empezar enciende el fuego ahora mismo y pon agua a hervir para
hacer la cena. Estoy muy cansado."
Pero la hija del rey no sabía nada de cómo encender fuegos o cocinar,
y el mendigo tuvo que darle una mano para que medio pudiera hacer
las cosas. Cuando terminaron su raquítica comida fueron a su cama, y
él la obligó a que en la mañana debería levantarse temprano para
poner en orden la pequeña casa.
Por unos días ellos vivieron de esa manera lo mejor que podían, y
gastaron todas sus provisiones. Entonces el hombre dijo:
-"Esposa, no podemos seguir comiendo y viviendo aquí, sin ganar nada.
Tienes que confeccionar canastas."-
Él salió, cortó algunas tiras de mimbre y las llevó adentro. Entonces
ella comenzó a tejer, pero las fuertes tiras herían sus delicadas manos.
-"Ya veo que esto no funciona."- dijo el hombre.
-"Más bien ponte a hilar, tal vez lo hagas mejor."-
Ella se sentó y trató de hilar, pero el duro hilo pronto cortó sus
suaves dedos que hasta sangraron.
-"Ves"- dijo el hombre, -"no calzas con ningún trabajo. Veo que hice
un mal negocio contigo. Ahora yo trataré de hacer comercio con
ollas y utensilios de barro. Tú te sentarás en la plaza del mercado y
venderás los artículos."-
-"¡Caray!"- pensó ella, -"si alguien del reino de mi padre viene a ese
mercado y me ve sentada allí, vendiendo, cómo se burlará de mí."-
Pero no había alternativa. Ella tenía que estar allá, a menos que
escogiera morir de hambre.
La primera vez le fue muy bien, ya que la gente estaba complacida de
comprar los utensilios de la mujer porque ella tenía bonita apariencia,
y todos pagaban lo que ella pedía. Y algunos hasta le daban el dinero
y le dejaban allí la mercancía. De modo que ellos vivieron de lo que
ella ganaba mientras ese dinero durara. Entonces el esposo compró
un montón de vajillas nuevas.
Con todo eso, ella se sentó en la esquina de la plaza del mercado, y las
colocó a su alrededor, listas para la venta. Pero repentinamente
apareció galopando un jinete aparentemente borracho, y pasó sobre
las vajillas de manera que todas se quebraron en mil pedazos. Ella
comenzó a llorar y no sabía que hacer por miedo.
-"¡Ay no!, ¿Qué será de mí?"-, gritaba, -"¿Qué dirá mi esposo de esto?"-
Ella corrió a la casa y le contó a él todo su infortunio.
-"¿A quién se le ocurre sentarse en la esquina de la plaza del mercado
con vajillas?"- dijo él.
-"Deja de llorar, ya veo muy bien que no puedes hacer un trabajo
ordinario, de modo que fui al palacio de nuestro rey y le pedí si no
podría encontrar un campo de criada en la cocina, y me prometieron
que te tomarían, y así tendrás la comida de gratis."-
La hija del rey era ahora criada de la cocina, y tenía que estar en el
fregadero y hacer los mandados, y realizar los trabajos más sucios. En
ambas bolsas de su ropa ella siempre llevaba una pequeña jarra, en las
cuales echaba lo que le correspondía de su comida para llevarla a casa,
y así se mantuvieron.
Sucedió que anunciaron que se iba a celebrar la boda del hijo mayor
del rey, así que la pobre mujer subió y se colocó cerca de la puerta
del salón para poder ver. Cuando se encendieron todas las candelas, y
la gente, cada una más elegante que la otra, entró, y todo se llenó de
pompa y esplendor, ella pensó en su destino, con un corazón triste, y
maldijo el orgullo y arrogancia que la dominaron y la llevaron a tanta
pobreza.
El olor de los deliciosos platos que se servían adentro y afuera
llegaron a ella, y ahora y entonces, los sirvientes le daban a ella
algunos de esos bocadillos que guardaba en sus jarras para llevar a
casa.
En un momento dado entró el hijo del rey, vestido en terciopelo y
seda, con cadenas de oro en su garganta. Y cuando él vio a la bella
criada parada por la puerta, la tomó de la mano y hubiera bailado con
ella. Pero ella rehusó y se atemorizó mucho, ya que vio que era el rey
Pico de Tordo, el pretendiente que ella había echado con burla. Su
resistencia era indescriptible. Él la llevó al salón, pero los hilos que
sostenían sus jarras se rompieron, las jarras cayeron, la sopa se regó, y
los bocadillos se esparcieron por todo lado. Y cuando la gente vio
aquello, se soltó una risa generalizada y burla por doquier, y ella se
sentía tan avergonzada que desearía estar kilómetros bajo tierra en ese
momento. Ella se soltó y corrió hacia la puerta y se hubiera ido, pero
en las gradas un hombre la sostuvo y la llevó de regreso. Se fijó de
nuevo en el rey y confirmó que era el rey Pico de Tordo. Entonces
él le dijo cariñosamente:
-"No tengas temor. Yo y el músico que ha estado viviendo contigo en
aquel tugurio, somos la misma persona. Por amor a ti, yo me disfracé,
y también yo fui el jinete loco que quebró tu vajilla. Todo eso lo hice
para abatir al espíritu de orgullo que te poseía, y castigarte por la
insolencia con que te burlaste de mí."-
Entonces ella lloró amargamente y dijo:
-"He cometido un grave error, y no valgo nada para ser tu esposa."-
Pero él respondió:
-"Confórtate, los días terribles ya pasaron, ahora celebremos nuestra
boda."-
Entonces llegaron cortesanas y la vistieron con los más espléndidos
vestidos, y su padre y la corte entera llegó, y le desearon a ella la
mayor felicidad en su matrimonio con el rey Pico de Tordo.
EL INTRÉPIDO SOLDADITO DE PLOMO
Erase una vez veinticinco soldados de plomo, todos
hermanos, pues los habían fundido de una misma
cuchara vieja. Llevaban el fusil al hombro y miraban
de frente; el uniforme era precioso, rojo y azul. La
primera palabra que escucharon en cuanto se levantó
la tapa de la caja que los contenía fue: «¡Soldados de
plomo!». La pronunció un chiquillo, dando una gran
palmada. Eran el regalo de su cumpleaños, y los alineó
sobre la mesa. Todos eran exactamente iguales,
excepto uno, que se distinguía un poquito de los demás: le faltaba una
pierna, pues había sido fundido el último, y el plomo no bastaba. Pero
con una pierna, se sostenía tan firme como los otros con dos, y de él
precisamente vamos a hablar aquí.
En la mesa donde los colocaron había otros muchos juguetes, y entre
ellos destacaba un bonito castillo de papel, por cuyas ventanas se veían
las salas interiores. Enfrente, unos arbolitos rodeaban un espejo que
semejaba un lago, en el cual flotaban y se reflejaban unos cisnes de
cera. Todo era en extremo primoroso, pero lo más lindo era una
muchachita que estaba en la puerta del castillo. De papel también ella,
llevaba un hermoso vestido y una estrecha banda azul en los hombros,
a modo de fajín, con una reluciente estrella de oropel en el centro,
tan grande como su cara. La chiquilla tenía los brazos extendidos, pues
era una bailarina, y una pierna levantada, tanto, qué el soldado de
plomo, no alcanzando a descubrirla, acabó por creer que sólo tenía
una, como él.
«He aquí la mujer que necesito -pensó-. Pero está muy alta para mí:
vive en un palacio, y yo por toda vivienda sólo tengo una caja, y
además somos veinticinco los que vivimos en ella; no es lugar para
una princesa. Sin embargo, intentaré establecer relaciones».
Y se situó detrás de una tabaquera que había sobre la mesa, desde la
cual pudo contemplar a sus anchas a la distinguida damita, que
continuaba sosteniéndose sobre un pie sin caerse.
Al anochecer, los soldados de plomo fueron guardados en su caja, y los
habitantes de la casa se retiraron a dormir. Éste era el momento que
los juguetes aprovechaban para jugar por su cuenta, a "visitas", a
"guerra", a "baile"; los soldados de plomo alborotaban en su caja, pues
querían participar en las diversiones; mas no podían levantar la tapa.
El cascanueces todo era dar volteretas, y el pizarrín venga divertirse
en la pizarra. Con el ruido se despertó el canario, el cual intervino
también en el jolgorio, recitando versos. Los únicos que no se
movieron de su sitio fueron el soldado de plomo y la bailarina; ésta
seguía sosteniéndose sobre la punta del pie, y él sobre su única pierna;
pero sin desviar ni por un momento los ojos de ella.
El reloj dio las doce y, ¡pum!, saltó la tapa de la tabaquera; pero lo que
había dentro no era rapé, sino un duendecillo negro. Era un juguete
sorpresa.
-Soldado de plomo -dijo el duende-, ¡no mires así!
Pero el soldado se hizo el sordo.
-¡Espera a que llegue la mañana, ya verás! -añadió el duende.
Cuando los niños se levantaron, pusieron el soldado en la ventana, y,
sea por obra del duende o del viento, se abrió ésta de repente, y el
soldadito se precipitó de cabeza, cayendo desde una altura de tres
pisos. Fue una caída terrible. Quedó clavado de cabeza entre los
adoquines, con la pierna estirada y la bayoneta hacia abajo.
La criada y el chiquillo bajaron corriendo a buscarlo; mas, a pesar de
que casi lo pisaron, no pudieron encontrarlo. Si el soldado hubiese
gritado: «¡Estoy aquí!», indudablemente habrían dado con él, pero le
pareció indecoroso gritar, yendo de uniforme.
He aquí que comenzó a llover; las gotas caían cada vez más espesas,
hasta convertirse en un verdadero aguacero. Cuando aclaró, pasaron
por allí dos mozalbetes callejeros.
-¡Mira! -exclamó uno-. ¡Un soldado de plomo! ¡Vamos a hacerle
navegar! Con un papel de periódico hicieron un barquito, y,
embarcando en él. al soldado, lo pusieron en el arroyo; el
barquichuelo fue arrastrado por la corriente, y los chiquillos seguían
detrás de él dando palmadas de contento. ¡Dios nos proteja! ¡y qué
olas, y qué corriente! No podía ser de otro modo, con el diluvio que
había caído. El bote de papel no cesaba de tropezar y tambalearse,
girando a veces tan bruscamente, que el soldado por poco se marea;
sin embargo, continuaba impertérrito, sin pestañear, mirando siempre
de frente y siempre arma al hombro.
De pronto, el bote entró bajo un puente del arroyo; aquello estaba
oscuro como en su caja.
-«¿Dónde iré a parar? -pensaba-. De todo esto tiene la culpa el
duende. ¡Ay, si al menos aquella muchachita estuviese conmigo en el
bote! ¡Poco me importaría esta oscuridad!».
De repente salió una gran rata de agua que vivía debajo el puente.
-¡Alto! -gritó-. ¡A ver, tu pasaporte!
Pero el soldado de plomo no respondió; únicamente oprimió con más
fuerza el fusil.
La barquilla siguió su camino, y la rata tras ella. ¡Uf! ¡Cómo rechinaba
los dientes y gritaba a las virutas y las pajas:
-¡Detenedlo, detenedlo! ¡No ha pagado peaje! ¡No ha mostrado el
pasaporte!
La corriente se volvía cada vez más impetuosa. El soldado veía ya la luz
del sol al extremo del túnel. Pero entonces percibió un estruendo
capaz de infundir terror al más valiente. Imaginad que, en el punto
donde terminaba el puente, el arroyo se precipitaba en un gran canal.
Para él, aquello resultaba tan peligroso como lo sería para nosotros el
caer por una alta catarata.
Estaba ya tan cerca de ella, que era imposible evitarla. El barquito salió
disparado, pero nuestro pobre soldadito seguía tan firme como le era
posible. ¡Nadie podía decir que había pestañeado siquiera! La barquita
describió dos o tres vueltas sobre sí misma con un ruido sordo,
inundándose hasta el borde; iba a zozobrar. Al soldado le llegaba el
agua al cuello. La barca se hundía por momentos, y el papel se
deshacía; el agua cubría ya la cabeza del soldado, que, en aquel
momento supremo, se acordó de la linda bailarina, cuyo rostro nunca
volvería a contemplar. Le pareció que le decían al oído:
«¡Adiós, adiós, guerrero! ¡Tienes que sufrir la muerte!».
Se desgarró entonces el papel, y el soldado se fue al fondo, pero en el
mismo momento se lo tragó un gran pez.
¡Allí sí se estaba oscuro! Peor aún que bajo el puente del arroyo; y,
además, ¡tan estrecho! Pero el soldado seguía firme, tendido cuan largo
era, sin soltar el fusil.
El pez continuó sus evoluciones y horribles movimientos, hasta que,
por fin, se quedó quieto, y en su interior penetró un rayo de luz. Se
hizo una gran claridad, y alguien exclamó:
-¡El soldado de plomo!
El pez había sido pescado, llevado al mercado y vendido; y, ahora estaba
en la cocina, donde la cocinera lo abría con un gran cuchillo.
Cogiendo por el cuerpo con dos dedos el soldadito, lo llevó a la sala,
pues todos querían ver aquel personaje extraño salido del estómago
del pez; pero el soldado de plomo no se sentía nada orgulloso. Lo
pusieron de pie sobre la mesa y -¡qué cosas más raras ocurren a veces
en el mundo!- se encontró en el mismo cuarto de antes, con los
mismos niños y los mismos juguetes sobre la mesa, sin que faltase el
soberbio palacio y la linda bailarina, siempre sosteniéndose sobre la
punta del pie y con la otra pierna al aire. Aquello conmovió a nuestro
soldado, y estuvo a punto de llorar lágrimas de plomo. Pero habría
sido poco digno de él. La miró sin decir palabra.
En éstas, uno de los chiquillos, cogiendo al soldado, lo tiró a la
chimenea, sin motivo alguno; seguramente la culpa la tuvo el duende
de la tabaquera.
El soldado de plomo quedó todo iluminado y sintió un calor
espantoso, aunque no sabía si era debido al fuego o al amor. Sus
colores se habían borrado también, a consecuencia del viaje o por la
pena que sentía; nadie habría podido decirlo. Miró de nuevo a la
muchacha, se encontraron las miradas de los dos, y él sintió que se
derretía, pero siguió firme, arma al hombro. Se abrió la puerta, y una
ráfaga de viento se llevó a la bailarina, que, cual una sílfide, se levantó
volando para posarse también en la chimenea, junto al soldado; se
inflamó y desapareció en un instante. A su vez, el soldadito se fundió,
quedando reducido a una pequeña masa informe. Cuando, al día
siguiente, la criada sacó las cenizas de la estufa, no quedaba de él más
que un trocito de plomo en forma de corazón; de la bailarina, en
cambio, había quedado la estrella de oropel, carbonizada y negra.
LA HIJA DEL MOLINERO Había una vez un pobre molinero
que tenía una bellísima hija. Y
sucedió que en cierta ocasión se
encontró con el rey, y, como le
gustaba darse importancia sin
medir las consecuencias de sus
mentiras, le dijo:
-Mi hija es tan hábil y sabe hilar tan bien, que convierte la hierba seca
en oro.
-Eso es admirable, es un arte que me agrada -dijo el rey-. Si realmente
tu hija puede hacer lo que dices, llévala mañana a palacio y la
pondremos a prueba.
Y en cuanto llegó la muchacha ante la presencia del rey, éste la
condujo a una habitación que estaba llena de hierba seca, le entregó
una rueca y un carrete y le dijo:
-Ahora ponte a trabajar, y si mañana temprano toda esta hierba seca
no ha sido convertida en oro, morirás.
Y dichas estas palabras, cerró él mismo la puerta y la dejó sola.
Allí quedó sentada la pobre hija del molinero, y aunque le iba en ello
la vida, no se le ocurría cómo hilar la hierba seca para convertirla en
oro. Cuanto más tiempo pasaba, más miedo tenía, y por fin no pudo
más y se echó a llorar.
De repente, se abrió la puerta y entró un hombrecito. -¡Buenas tardes,
señorita molinera! -le dijo-. ¿Por qué está llorando?
-¡Ay de mí! -respondió la muchacha.- Tengo que hilar toda esta hierba
seca de modo que se convierta en oro, y no sé cómo hacerlo.
-¿Qué me darás -dijo el hombrecito- si lo hago por ti?
-Mi collar -dijo la muchacha.
El hombrecito tomó el collar, se sentó frente a la rueca y... ¡zas, zas,
zas! , dio varias vueltas a la rueda y se llenó el carrete. Enseguida
tomó otro y... ¡zas, zas, zas! Con varias vueltas estuvo el segundo lleno.
Y así continuó sin parar hasta la mañana, en que toda la hierba seca
quedó hilada y todos los carreteles llenos de oro.
Al amanecer se presentó el rey. Y cuando vio todo aquel oro. Sintió
un gran asombro y se alegró muchísimo: pero su corazón rebosó de
codicia. Hizo que llevasen a la hija del molinero a una habitación
mucho mayor que la primera y también atestada de hierba seca, y le
ordenó que la hilase en una noche si en algo estimaba su vida. La
muchacha no sabía cómo arreglárselas, y ya se había echado a llorar,
cuando se abrió la puerta y apareció el hombrecito.
-¿Qué me darás -preguntó- si te convierto la hierba seca en oro?
-Mi sortija -contestó la muchacha.
El hombrecito tomó la sortija, volvió a sentarse a la rueca, y, al llegar
la madrugada, toda la hierba seca estaba convertida en reluciente oro.
Se alegró el rey a más no poder cuando lo vio, pero aún no tenía
bastante; y mandó que llevasen a la hija del molinero a una habitación
mucho mayor que las anteriores y también atestada de hierba seca.
-Hilarás todo esto durante la noche -le dijo-, y si logras hacerlo, serás
mi esposa.
Tan pronto quedó sola, apareció el hombrecito por tercera vez y le
dijo:
-¿Qué me darás si nuevamente esta noche te convierto la hierba seca
en oro?
-No me queda nada para darte -contestó la muchacha.
-Prométeme entonces -dijo el hombrecito- que, si llegas a ser reina,
me entregarás tu primer hijo.
La muchacha dudó un momento. « ¿Quién sabe si llegaré a tener un
hijo algún día, y esta noche debo hilar este heno seco?» se dijo. Y no
sabiendo cómo salir del paso, prometió al hombrecito lo que quería y
éste convirtió una vez más la hierba seca en oro.
Cuando el rey llegó por la mañana y lo encontró todo tal como lo
había deseado, se casó enseguida con la muchacha, y así fue como se
convirtió en reina la linda hija del molinero.
Un año más tarde le nació un hermoso niño, sin que se hubiera
acordado más del hombrecito. Pero. De repente, lo vio entrar en su
cámara:
-Vine a buscar lo que me prometiste -dijo.
La reina se quedó horrorizada, y le ofreció cuantas riquezas había en
el reino con tal de que le dejara al niño. Pero el hombrecito dijo:
-No. Una criatura viviente es más preciosa para mí que los mayores
tesoros de este mundo.
Comenzó entonces la reina a llorar, a rogarle y a lamentarse de tal
modo, que el hombrecito se compadeció de ella.
-Te daré tres días de plazo -le dijo-. Si en ese tiempo consigues
adivinar mi nombre, te quedarás con el niño.
La reina se pasó la noche tratando de recordar todos los nombres que
oyera en su vida, y como le parecieron pocos envió un mensajero a
recoger, de un extremo a otro del país, los demás nombres que
hubiese. Cuando el hombrecito llegó al día siguiente, empezó por
Gaspar, Melchor y Baltasar, y fue luego recitando uno tras otro los
nombres que sabía; pero el hombrecito repetía invariablemente:
-¡No! Así no me llamo yo.
Al segundo día la reina mandó averiguar los nombres de las personas
que vivían en los alrededores del palacio y repitió al hombrecito los
más curiosos y poco comunes.
-¿Te llamarás Arbilino, o Patizueco, o quizá Trinoboba?
Pero él contestaba invariablemente:
-¡No! Así no me llamo yo.
Al tercer día regresó el mensajero de la reina y le dijo:
-No he podido encontrar un sólo nombre nuevo; pero al subir a una
altísima montaña, más allá de lo más profundo del bosque, allá donde
el zorro y la liebre se dan las buenas noches, vi una casita diminuta.
Delante de la puerta ardía una hoguera y, alrededor de ella un
hombrecito ridículo brincaba sobre una sola pierna y cantaba:
Hoy tomo vino y mañana cerveza, después al niño sin falta traerán.
Nunca, se rompan o no la cabeza, el nombre Rumpelstikin
adivinarán.
¡Imagínense lo contenta que se puso la reina cuando oyó este
nombre!
Poco después entró el hombrecito y dijo:
-Y bien, señora reina, ¿cómo me llamo yo?
-¿Te llamarás Conrado? -empezó ella.
-¡No! Así no me llamo yo.
-¿Y Enrique?
-¡No! ¡Así no me llamo yo! -replicó el hombrecito con expresión
triunfante.
Sonrió la reina y le dijo:
-Pues... ¿quizás te llamas... Rumpelstikin?
-¡Te lo dijo una bruja! ¡Te lo dijo una bruja! -gritó el hombrecito, y,
furioso, dio en el suelo una patada tan fuerte, que se hundió hasta la
cintura.
Luego, sujetándose al otro pie con ambas manos, tiró y tiró hasta que
pudo salir; y entonces, sin dejar de protestar, se marchó corriendo y
saltando sobre una sola pierna, mientras en palacio todos se reían de
él por haber pasado en vano tantos trabajos.
FIN
LAS TRES HILANDERAS Erase una niña muy holgazana que no quería
hilar. Ya podía desgañitarse su madre, no había
modo de obligarla. Hasta que la buena mujer
perdió la paciencia de tal forma, que la
emprendió a bofetadas, y la chica se puso a
llorar a voz en grito. Acertaba a pasar en aquel
momento la Reina, y, al oír los lamentos, hizo
parar la carroza, entró en la casa y preguntó a la madre por qué
pegaba a su hija de aquella manera, pues sus gritos se oían desde la
calle. Avergonzada la mujer de tener que pregonar la holgazanería de
su hija, respondió a la Reina:
- No puedo sacarla de la rueca; todo el tiempo se estaría hilando; pero
soy pobre y no puedo comprar tanto lino.
Dijo entonces la Reina:
- No hay nada que me guste tanto como oír hilar; me encanta el
zumbar de los tornos. Dejad venir a vuestra hija a palacio conmigo.
Tengo lino en abundancia y podrá hilar cuanto guste.
La madre asintió a ello muy contenta, y la Reina se llevó a la
muchacha. Llegadas a palacio, condújola a tres aposentos del piso alto,
que estaban llenos hasta el techo de magnífico lino.
- Vas a hilarme este lino -le dijo-, y cuando hayas terminado te daré
por esposo a mi hijo mayor. Nada me importa que seas pobre; una
joven hacendosa lleva consigo su propia dote.
La muchacha sintió en su interior una gran congoja, pues aquel lino
no había quien lo hilara, aunque viviera trescientos años y no hiciera
otra cosa desde la mañana a la noche.
Al quedarse sola, se echó a llorar y así se estuvo tres días sin mover
una mano. Al tercer día presentóse la Reina, y extrañóse al ver que
nada tenía hecho aún; pero la moza se excusó diciendo que no había
podido empezar todavía por la mucha pena que le daba el estar
separada de su madre. Contentóse la Reina con esta excusa, pero le
dijo:
- Mañana tienes que empezar el trabajo.
Nuevamente sola, la muchacha, sin saber qué hacer ni cómo salir de
apuros, asomóse en su desazón, a la ventana y vio que se acercaban
tres mujeres: la primera tenía uno de los pies muy ancho y plano; la
segunda un labio inferior enorme, que le caía sobre la barbilla; y la
tercera, un dedo pulgar abultadísimo. Las tres se detuvieron ante la
ventana y, levantando la mirada, preguntaron a la niña qué le ocurría.
Contóles ella su cuita, y las mujeres le brindaron su ayuda:
- Si te avienes a invitarnos a la boda, sin avergonzarte de nosotras,
nos llamas primas y nos sientas a tu mesa, hilaremos para ti todo este
lino en un santiamén.
- Con toda el alma os lo prometo -respondió la muchacha-. Entrad y
podéis empezar ahora mismo.
Hizo entrar, pues, a las tres extrañas mujeres, y en la primera
habitación desalojó un espacio donde pudieran instalarse.
Inmediatamente pusieron manos a la obra. La primera tiraba de la
hebra y hacía girar la rueda con el pie; la segunda, humedecía el hilo,
la tercera lo retorcía, aplicándolo contra la mesa con el dedo, y a cada
golpe de pulgar caía al suelo un montón de hilo de lo más fino. Cada
vez que venía la Reina, la muchacha escondía a las hilanderas y le
mostraba el lino hilado; la Reina se admiraba, deshaciéndose en
alabanzas de la moza. Cuando estuvo terminado el lino de la primera
habitación, pasaron a la segunda, y después a la tercera, y no tardó en
quedar lista toda la labor. Despidiéronse entonces las tres mujeres,
diciendo a la muchacha:
- No olvides tu promesa; es por tu bien.
Cuando la doncella mostró a la Reina los cuartos vacíos y la
grandísima cantidad de lino hilado, se fijó enseguida el día para la boda.
El novio estaba encantado de tener una esposa tan hábil y laboriosa, y
no cesaba de ponderarla.
- Tengo tres primas -dijo la muchacha-, a quienes debo grandes
favores, y no quiero olvidarme de ellas en la hora de mi dicha.
Permitidme, pues, que las invite a la boda y las siente a nuestra mesa.
A lo cual respondieron la Reina y su hijo:
- ¿Y por qué no habríamos de invitarlas?
Así, el día de la fiesta se presentaron las tres mujeres, magníficamente
ataviadas, y la novia salió a recibirlas diciéndoles:
- ¡Bienvenidas, queridas primas!
- ¡Uf! -exclamó el novio-. ¡Cuidado que son feas tus parientas!
Y, dirigiéndose a la del enorme pie plano, le preguntó:
- ¿Cómo tenéis este pie tan grande?
- De hacer girar eL torno -dijo ella-, de hacer girar el torno.
Pasó entonces el príncipe a la segunda:
- ¿Y por qué os cuelga tanto este labio?
- De tanto lamer la hebra -contestó la mujer-, de tanto lamer la hebra.
Y a la tercera
- ¿Y cómo tenéis este pulgar tan achatado?
- De tanto torcer el hilo -replicó ella-, de tanto torcer el hilo.
Asustado, exclamó el hijo de la Reina:
- Jamás mi linda esposa tocará una rueca.
Y con esto se terminó la pesadilla del hilado.
EL GATO CON BOTAS Erase una vez un viejo molinero que tenía tres
hijos. Acercándose la hora de su muerte hizo
llamar a sus tres hijos. "Mirad, quiero repartiros
lo poco que tengo antes de morirme". Al
mayor le dejó el molino, al mediano le dejó el
burro y al más pequeñito le dejó lo último que
le quedaba, el gato. Dicho esto, el padre murió.
Mientras los dos hermanos mayores se
dedicaron a explotar su herencia, el más pequeño cogió unas de las
botas que tenía su padre, se las puso al gato y ambos se fueron a
recorrer el mundo. En el camino se sentaron a descansar bajo la
sombra de un árbol. Mientras el amo dormía, el gato le quitó una de
las bolsas que tenía el amo, la llenó de hierba y dejó la bolsa abierta.
En ese momento se acercó un conejo impresionado por el color
verde de esa hierba y se metió dentro de la bolsa. El gato tiró de la
cuerda que le rodeaba y el conejo quedó atrapado en la bolsa. Se
hecho la bolsa a cuestas y se dirigió hacia palacio para entregársela al
rey. Vengo de parte de mi amo, el marqués Carrabás, que le manda
este obsequio. El rey muy agradecido aceptó la ofrenda.
Pasaron los días y el gato seguía mandándole regalos al rey de parte
de su amo. Un día, el rey decidió hacer una fiesta en palacio y el gato
con botas se enteró de ella y pronto se le ocurrió una idea. "¡Amo,
Amo! Sé cómo podemos mejorar nuestras vidas. Tú solo sigue mis
instrucciones." El amo no entendía muy bien lo que el gato le pedía,
pero no tenía nada que perder, así que aceptó. "¡Rápido, Amo! Quítese
la ropa y métase en el río." Se acercaban carruajes reales, era el rey y
su hija. En el momento que se acercaban el gato chilló: "¡Socorro!
¡Socorro! ¡El marqués Carrabás se ahoga! ¡Ayuda!". El rey atraído por
los chillidos del gato se acercó a ver lo que pasaba. La princesa se
quedó asombrada de la belleza del marqués. Se vistió el marqués y se
subió a la carroza. El gato con botas, adelantándose siempre a las cosas,
corrió a los campos del pueblo y pidió a los del pueblo que dijeran al
rey que las campos eran del marqués y así ocurrió. Lo único que le
falta a mi amo -dijo el gato- es un castillo, así que se acordó del
castillo del ogro y decidió acercarse a hablar con él. "¡Señor Ogro!, me
he enterado de los poderes que usted tiene, pero yo no me lo creo
así que he venido a ver si es verdad."
El ogro enfurecido de la incredulidad del gato, cogió aire y ¡zás! se
convirtió en un feroz león. "Muy bien, -dijo el gato- pero eso era
fácil, porque tú eres un ogro, casi tan grande como un león. Pero, ¿a
que no puedes convertirte en algo pequeño? En una mosca, no,
mejor en un ratón, ¿puedes? El ogro sopló y se convirtió en un
pequeño ratón y antes de que se diera cuenta ¡zás! el gato se abalanzó
sobre él y se lo comió. En ese instante sintió pasar las carrozas y salió
a la puerta chillando: "¡Amo, Amo! Vamos, entrad." El rey quedó
maravillado de todas las posesiones del marqués y le propuso que se
casara con su hija y compartieran reinos. Él aceptó y desde entonces
tanto el gato como el marqués vivieron felices y comieron perdices.
LA PRINCESA Y EL GUISANTE Había una vez un príncipe que quería casarse
con una princesa, pero con una verdadera
princesa de sangre real. Viajó por todo el
mundo buscando una, pero era muy difícil
encontrarla, mucho más difícil de lo que había
supuesto.
Las princesas abundaban, pero no era sencillo
averiguar si eran de sangre real. Siempre
acababa descubriendo en ellas algo que le
demostraba que en realidad no lo eran, y el príncipe volvió a su país
muy triste por no haber encontrado una verdadera princesa real.
Una noche, estando en su castillo, se desencadenó una terrible
tormenta: llovía muchísimo, los relámpagos iluminaban el cielo y los
truenos sonaban muy fuerte. De pronto, se oyó que alguien llamaba a
la puerta: toc toc toc toc toc toc.
La familia no entendía quién podía estar a la intemperie en semejante
noche de tormenta y fueron a abrir la puerta.
-¿Quién es?.Preguntó el padre del príncipe.
- Soy la princesa del reino de Safi - contestó una voz débil y cansada.
- Me he perdido en la oscuridad y no sé regresar a donde estaba.
Le abrieron la puerta y se encontraron con una hermosa joven: -
Pero ¡Dios mío! ¡Qué aspecto tienes!
La lluvia chorreaba por sus ropas y cabellos. El agua salía de sus
zapatos como si de una fuente se tratase. Tenía frío y tiritaba.
En el castillo le dieron ropa seca y la invitaron a cenar. Poco a
poco entró en calor al lado de la chimenea.
La reina quería averiguar si la joven era una princesa de verdad.
"Ya sé lo que haré - pensó -. Colocaré un guisante debajo de los
muchos edredones y colchones que hay en la cama para ver si lo nota.
Si no se da cuenta no será una verdadera princesa. Así podremos
demostrar su sensibilidad".
Al llegar la noche, la reina colocó un guisante bajo los colchones y
después se fue a dormir. A la mañana siguiente, el príncipe preguntó:
-¿Qué tal has dormido, joven princesa?
- ¡Oh! Terriblemente mal - contestó -. No he dormido en toda la
noche. No comprendo qué tenía la cama; Dios sabe lo que sería.
Tengo el cuerpo lleno de cardenales. ¡Ha sido horrible!
- Entonces, ¡eres una verdadera princesa! Porque a pesar de los
muchos colchones y edredones, has sentido la molestia del guisante.
¡Sólo una verdadera princesa podía ser tan sensible!
El príncipe se casó con ella porque estaba seguro de que era una
verdadera princesa. Después de tanto tiempo, al final encontró lo que
quería.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
CUENTOS MARAVILLOSOS
LOS DUENDES ZAPATEROS
Un zapatero, sin que fuera su culpa, había
llegado a tal pobreza que al final no le
quedaba más que el cuero necesario para
un par de zapatos. Así que al anochecer,
hizo los cortes para los zapatos que haría a
la mañana siguiente, y como tenía limpia su
conciencia, se acostó tranquilamente en su
cama, se encomendó a Dios, y se quedó
dormido.
En la mañana, después de decir sus oraciones, fue a sentarse a su
banquillo para trabajar, y encontró los zapatos finamente terminados
sobre la mesa. Él quedó atónito y no sabía que pensar de aquello.
Tomó los zapatos en sus manos para observarlos más de cerca, y
estaban tan perfectamente confeccionados que no encontró una sola
mala puntada, eran toda una obra maestra. Poco después un
comprador llegó, y como le gustaron tanto los zapatos, pagó más que
lo de costumbre por ellos, y con ese dinero el zapatero pudo comprar
material para dos pares de zapatos. Hizo los cortes en la noche, y a la
mañana siguiente se preparó con fresco coraje para empezar su
trabajo. Pero no tuvo necesidad de eso, porque cuando se levantó ya
los encontró hechos, y no tubo que esperar nada por compradores
que le pagaron suficiente dinero como para comprar cuero para otros
cuatro pares de zapatos.
Y a la mañana siguiente todo se repitió, encontrando los cuatro pares
ya hechos. Todo fue tan constante, que lo que preparaba en la noche
amanecía confeccionado al otro día, de modo que pronto tuvo su
propia independencia y llegó a ser un hombre rico. Y ocurrió que
una noche poco antes de Navidad, cuando el hombre había hecho los
cortes de los próximos zapatos, le dijo a su esposa, antes de ir a
dormir:
-" ¿Qué te parece si nos quedamos levantados para ver quien es el
que nos da esta mano de ayuda?"-
A la mujer le gustó la idea, encendió una candela, y se escondieron en
una esquina del cuarto entre algunos vestidos que colgaban allí, y
esperaron. Cuando fue medianoche, dos lindos y pequeños
hombrecillos desnudos llegaron, se sentaron sobre la mesa del
zapatero, cogieron todos los cortes que estaban listos y comenzaron a
coser y a martillar con tal habilidad y rapidez con sus pequeños dedos
que el zapatero no podía quitar la vista del asombro. Ellos no pararon
hasta tener todo hecho, y al finalizar se levantaron y corriendo
rápidamente se alejaron.
A la mañana siguiente la mujer dijo:
-"Esos hombrecitos nos han hecho ricos, y realmente debemos de
mostrarles que les estamos muy agradecidos por ello. Ellos andan así,
sin nada encima, y deben sentir frío. Te diré que haré: Coseré para
ellos pequeñas camisas, y abrigos, y vestidos, y pantalones, y les tejeré
a ambos un par de medias, y tú, hazle un par de zapatitos para cada
uno."-
El hombre dijo:
-"Me encantará hacérselos."-
Y una noche, cuando todo estuvo listo, les dejaron los regalos en la
mesa en lugar de los cortes usuales de los zapatos, y se escondieron
para ver que harían los hombrecitos. A medianoche llegaron ellos
resueltos a trabajar como de costumbre, pero como no encontraron
los cueros cortados, sino solamente los lindos artículos de vestimenta,
al principio se sorprendieron, y luego más bien mostraron gran
complacencia. Se vistieron con gran rapidez, poniéndose encima los
regalos y cantando:
-"Ahora somos muchachos lindos para ver,
¿Por qué zapateros hemos de ser?"-
Ellos bailaron y brincaron, y saltaron sobre sillas y bancos. Al final
bailaron fuera de la puerta y se alejaron. Desde ese entonces no
volvieron, pero en el tanto que vivieron el zapatero y su esposa, todo
siguió bien con ellos, y todo lo que manejaron prosperó.
HANSEL Y GRETEL Una noche, afligido por sus pensamientos y
dando vueltas en la cama, suspiró y dijo a su
mujer:−¿Qué va a ser de nosotros? ¿Cómo
podemos alimentar a los niños, si no tenemos
siquiera un centavo?−¿Sabes qué? −respondió
la mujer−. Mañana, muy temprano, los
llevaremos al bosque, les encenderemos allí
un fuego y, dándole un pedacito de pan a
cada uno, los dejaremos solos.
Como no podrán encontrar el camino de vuelta, quedaremos libres de
ellos.
−No, yo no haré tal cosa −replicó el hombre−. Mi corazón no podrá
soportar el remordimiento de abandonar a mis hijos solos en el
bosque; pronto vendrían las fieras y los harían pedazos.
−Está bien −dijo ella−, entonces tendremos que morir de hambre los
cuatro. Dejándolos en el bosque es posible que alguien se apiade de
ellos y los recoja.
Y no lo dejó en paz hasta que accedió.−¡Me da pena por los pobres
niños! −dijo él en voz baja.
Los pequeños escucharon lo que la madrastra había dicho al padre.
Gretel derramó amargas lágrimas y dijo a Hansel:
−Estamos perdidos.−¡No tengas miedo! A mi lado nada te pasará
−respondió
Hansel.
Y así, mientras los mayores dormían, Hansel se levantó, se puso su
chaqueta, abrió la puerta y salió sigilosamente. La luna lucía muy clara
y los guijarros que había delante de la casa resplandecían como
monedas.
Agachándose, recogió tantos como cabían en sus bolsillos. Al regresar,
dijo a Gretel:
−Ten confianza, hermanita, y duerme tranquila.
Y volvió a la cama.
Al amanecer, antes de que subiera el sol, vino la mujer y despertó a
ambos niños.−¡Arriba perezosos! −dijo−, iremos al bosque a buscar
leña.
Y dando a cada uno un pedacito de pan, agregó:
−Aquí tienen algo para almorzar. Les advierto: no lo coman antes de
la hora del almuerzo porque más no recibirán.
Gretel guardó todo el pan bajo su delantal porque Hansel tenía los
bolsillos llenos de piedras. Enseguida todos se encaminaron hacia el
bosque.
Mientras caminaban, Hansel se detenía para mirar hacia la casa una y
otra vez.
El padre le dijo:
−Hansel, ¿qué es lo que miras y por qué te quedas atrás?
Apura el paso.
−Ay, padre –respondió Hansel−, estoy mirando a mi gatito blanco, que
está sobre el tejado y quiere decirme adiós.
−Tonto −le dijo la mujer−, ese no es tu gatito sino el sol de la
mañana que ilumina la chimenea.
Sin embargo, Hansel no se había vuelto cada vez para mirar a su
gatito sino para echar en el camino los brillantes guijarros que llevaba
en los bolsillos.
Cuando llegaron a lo más profundo del bosque, dijo el padre:
−Ahora, hijos míos, recojan unas ramas. Encenderé una hoguera para
que no sientan frío.
Hansel y Gretel juntaron leña y formaron un montoncito.
Cuando lo encendieron y las llamas tuvieron cierta altura, habló la
mujer:
−Quédense junto al fuego mientras nosotros vamos por el bosque a
cortar leña. Cuando terminemos, regresaremos a buscarlos.
Hansel y Gretel se sentaron junto al fuego y cuando llegó el mediodía
comieron cada uno su pedacito de pan. Creían escuchar los golpes del
hacha de su padre. Pero no era el hacha lo que sonaba, sino una
gruesa rama que el viento agitaba contra un árbol seco.
Después de estar largo tiempo sin moverse, como los ojos se les
cerraban de cansancio, se durmieron profundamente. Cuando se
despertaron, ya era entrada la noche.− ¿Cómo vamos a salir ahora de
este bosque? −dijo Gretel, echándose a llorar.
−Espera hasta que salga la luna, ya encontraremos entonces el camino
−la consoló su hermano.
Y cuando salió la luna llena, Hansel tomó a la pequeña de la mano y
siguió el camino marcado por los guijarros, que resplandecían a la luz
de la luna como monedas recién acuñadas, mostrándoles el camino.
Caminaron durante toda la noche y al amanecer llegaron a la casa de
su padre.
La mujer dijo:− ¡Malcriados! ¿Cómo pudieron dormir tanto tiempo?
Creímos que nunca más iban a volver.
El padre, al verlos, sintió verdadera alegría, pues su corazón le pesaba
por haberlos abandonado.
Poco después, volvió a reinar la miseria en todas partes. Una noche,
los niños escucharon cómo la mujer hablaba nuevamente el padre.
−Ya no tenemos qué comer; sólo nos queda la mitad de un pan.
¡Tenemos que librarnos de los niños! Los conduciremos aún más
adentro del bosque para que no puedan encontrar de nuevo la salida.
De otro modo, no habrá salvación para nosotros.
Al hombre se le contrajo el corazón y pensó: “Mejor sería repartir el
último bocado con tus hijos.” Pero la mujer no quiso oír ninguna de
sus razones. Por el contrario, riñéndole y haciéndole reproches, le
dijo que debía ser consecuente y que, puesto que había cedido la
primera vez, tenía que ceder la segunda.
Los niños, que habían permanecido despiertos, escucharon esta
conversación.
Cuando los padres dormían, Hansel se levantó y quiso salir a recoger
guijarros como la vez anterior, pero la mujer había cerrado la puerta
con llave y no pudo hacerlo.
Afligido, volvió a la cama y consoló a su hermanita:
−No llores, Gretel −le dijo−, y duerme tranquila.
Por la mañana temprano, la mujer sacó a los niños de la cama y les
dio sus pedacitos de pan, que esta vez eran aún más pequeños.
En el camino hacia el bosque, Hansel desmenuzó el suyo dentro de su
bolsillo y de vez en cuando se detuvo para echar migas al suelo.−
¿Por qué te detienes y vuelves la cabeza? −le preguntó el
padre−. Sigue tu camino.
−Miro mi palomita que está en el techo y quiere decirme adiós
−contestó Hansel.
−Tonto −le dijo la mujer−, esa no es tu palomita sino el sol de la
mañana que ilumina la chimenea.
Sin embargo, Hansel logró echar todas las migas en el camino antes
de llegar hasta lo más profundo del bosque.
Nuevamente, la mujer encendió una fogata y dijo:
−Quédense aquí y, si tienen sueño, pueden dormir un poco.
Nosotros iremos a cortar leña. Por la tarde, vendremos a buscarlos.
Cuando llegó el mediodía, Gretel repartió su pan con Hansel, que
había esparcido el suyo por el camino.
Pasó la tarde... Cayó la noche y nadie vino a buscarlos. Hansel volvió a
consolar a su pequeña hermana:−Espera, Gretel –le dijo−, a que salga
la luna; entonces veremos las migas de pan y ellas nos mostrarán el
camino hacia casa.
Al salir la luna se pusieron en marcha. Buscaron las migas, más no
hallaron ninguna pues las bandadas de pájaros se las habían comido.
−Ya encontraremos el camino −dijo Hansel.
Pero no lo encontraron. Caminaron toda la noche y aún todo el día
siguiente sin poder salir del bosque. Al caer el sol del segundo día,
estaban tan cansados y hambrientos que se echaron bajo un árbol y se
durmieron.
A la tercera mañana el bosque se fue haciendo cada vez más espeso.
Los niños sentían que estaban muy cerca de la muerte.
Hacia el mediodía, vieron un hermoso pajarito, blanco como la nieve,
posado en una rama. Cantaba tan melodiosamente que se pararon a
escucharlo.
Cuando el pájaro terminó su trino, agitó las alas y voló hacia ellos;
siguiéndole, llegaron a una casita.
El pajarito se posó en el techo y cuando ellos se aproximaron, vieron
que la casita estaba construida con galletitas y que su techo era de
tarta. Las ventanas eran de resplandeciente caramelo.
Hansel extendió la mano y quebró un trocito del techo y Gretel,
acercándose a los cristales, dio un mordisco. Entonces, se oyó una
débil voz desde el interior:
− ¿Quién roe mi casita como una ardillita?
Los niños respondieron:− La brisa, la brisa, que del cielo es la hija.
Y siguieron comiendo sin inquietarse. Hansel, a quien el techo le
había gustado mucho, desprendió un gran pedazo, y Gretel, que había
sacado todo un panel redondo de la ventana, se sentó y dio buena
cuenta de él.
De pronto, se abrió la puerta y una mujer vieja como el tiempo,
apoyándose en una muleta, salió lenta y penosamente.
Hansel y Gretel tuvieron tal susto que dejaron caer lo que tenían en
las manos.
Sin embargo, la bondad de la vieja era fingida. Era, en realidad, una
malvada bruja que tendía emboscadas a los niños y había construido la
maravillosa casa con el único objeto de atraerlos.
Cuando se apoderaba de alguno, lo cocinaba y después se lo comía,
celebrando como un día de fiesta.
Las brujas tienen los ojos rojos y son cortas de vista pero, como los
animales del bosque, tienen buen olfato. Cuando Hansel y Gretel se
aproximaron a la casita, la vieja olió su bocado y riéndose
socarronamente, pensó: “Ya están en mis manos; no podrán
escaparse”.
Muy temprano por la mañana se levantó y al ver que los niños
dormían plácidamente con sus rosadas mejillas redondas, murmuró:
“¡Qué rico bocado será éste!”
Entonces tomó a Hansel con su huesuda mano y, llevándoselo a un
pequeño corral, lo encerró tras una puerta de reja.
Por mucho que el pequeño gritó, no le sirvió de nada.
Después, fue a despertar a Gretel, y sacudiéndola, gritó:− ¡Levántate,
perezosa! Busca agua y cocina algo rico para tu hermano. Está en el
corral y debe engordar. Cuando esté bien gordo me lo comeré.
Gretel se puso a llorar amargamente, pero tuvo que hacer lo que la
malvada bruja le exigía.
A partir de entonces, se preparaban los mejores platos para
Hansel mientras Gretel sólo recibía las sobras.
Cada mañana, la vieja iba al corral y llamaba:
−Hansel, muéstrame tu dedito, quiero comprobar si estás gordito.
Hansel le pasaba un huesecillo de pollo a través de la reja y la vieja,
con sus ojos opacos, incapaz de distinguirlo, creía que era el dedo de
Hansel y se asombraba de que el niño no engordara.
Después de cuatro semanas, como Hansel continuaba flaco, presa ya
de impaciencia, la bruja no quiso esperar más.− ¡Eh, Gretel! −llamó−.
Rápido, trae agua. Gordo o flaco, mañana cocinaré a Hansel y me lo
devoraré.
¡Ah, cuánto se lamentó la pobre hermanita y cómo corrían las
lágrimas por sus mejillas!
−Ahorra tantos lloriqueos −la increpó la vieja−; ya he encendido el
fuego del horno. Primero vamos a hacer el pan que ya tengo la masa
lista.
Y empujando a la pobre Gretel hacia el horno, agregó:
−Métete dentro y mira si está lo bastante caliente.
Apenas estuviera adentro, la malvada bruja cerraría el horno para que
Gretel se asara y entonces se la comería a ella también.
Por fortuna, la niña advirtió sus intenciones y dijo:
−No sé cómo hacerlo ¿Cómo podría entrar allí?− ¡Niña tonta!
−exclamó la vieja−. La abertura es bastante grande. Mira, hasta yo
misma podría entrar.
Y, aproximándose, metió su cabeza dentro de la boca del horno.
Entonces, Gretel, dándole un empujón, la lanzó muy al fondo, cerró
la puerta de hierro, echó el pestillo y se alejó corriendo.
La niña corrió en busca de su hermano y, abriendo el corral,
exclamó:− ¡Hansel, estamos salvados! ¡La vieja bruja ha muerto!
El pequeño salió de un salto como un pájaro al que se le abre la jaula.
¡De qué manera se alegraron! ¡Y cómo se abrazaron!
Y puesto que ya nada tenían que temer, entraron en la casa de la
bruja y hallaron en todos los rincones cofres llenos de perlas y
piedras preciosas. Hansel metió en sus bolsillos todo lo que cabía.
−Yo también quiero llevar algo a casa −dijo Gretel, y formando con
su delantal una bolsa, la llenó.
−Ahora marchémonos de aquí −propuso Hansel−, salgamos de este
bosque embrujado.
PULGARCITA
Erase una mujer que anhelaba tener un niño,
pero no sabía dónde irlo a buscar. Al fin se
decidió a acudir a una vieja bruja y le dijo:
-Me gustaría mucho tener un niño; dime cómo
lo he de hacer.
-Sí, será muy fácil -respondió la bruja-. Ahí
tienes un grano de cebada; no es como la que crece en el campo del
labriego, ni la que comen los pollos. Plántalo en una maceta y verás
maravillas.
-Muchas gracias -dijo la mujer; dio doce sueldos a la vieja y se volvió a
casa; sembró el grano de cebada, y brotó enseguida una flor grande y
espléndida, parecida a un tulipán, sólo que tenía los pétalos
apretadamente cerrados, cual si fuese todavía un capullo.
-¡Qué flor tan bonita! –exclamó la mujer, y besó aquellos pétalos
rojos y amarillos; y en el mismo momento en que los tocaron sus
labios, se abrió la flor con un chasquido. Era en efecto, un tulipán, a
juzgar por su aspecto, pero en el centro del cáliz, sentada sobre los
verdes estambres, se veía una niña pequeñísima, linda y gentil, no más
larga que un dedo pulgar; por eso la llamaron Pulgarcita.
Le dio por cuna una preciosa cáscara de nuez, muy bien barnizada;
azules hojuelas de violeta fueron su colchón, y un pétalo de rosa, el
cubrecama. Allí dormía de noche, y de día jugaba sobre la mesa, en la
cual la mujer había puesto un plato ceñido con una gran corona de
flores, cuyos peciolos estaban sumergidos en agua; una hoja de tulipán
flotaba a modo de barquilla, en la que Pulgarcita podía navegar de un
borde al otro del plato, usando como remos dos blancas crines de
caballo. Era una maravilla. Y sabía cantar, además, con voz tan dulce y
delicada como jamás se haya oído.
Una noche, mientras la pequeñuela dormía en su camita, se presentó
un sapo, que saltó por un cristal roto de la ventana. Era feo, gordote
y viscoso; y vino a saltar sobre la mesa donde Pulgarcita dormía bajo
su rojo pétalo de rosa.
« ¡Sería una bonita mujer para mi hijo!», se dijo el sapo, y, cargando
con la cáscara de nuez en que dormía la niña, saltó al jardín por el
mismo cristal roto.
Cruzaba el jardín un arroyo, ancho y de orillas pantanosas; un
verdadero cenagal, y allí vivía el sapo con su hijo. ¡Uf!, ¡y qué feo y
asqueroso era el bicho! ¡ igual que su padre! «Croak, croak,
brekkerekekex!», fue todo lo que supo decir cuando vio a la niñita en
la cáscara de nuez.
-Habla más quedo, no vayas a despertarla -le advirtió el viejo sapo-.
Aún se nos podría escapar, pues es ligera como un plumón de cisne.
La pondremos sobre un pétalo de nenúfar en medio del arroyo; allí
estará como en una isla, ligera y menudita como es, y no podrá huir
mientras nosotros arreglamos la sala que ha de ser su habitación
debajo del cenagal.
Crecían en medio del río muchos nenúfares, de anchas hojas verdes,
que parecían nadar en la superficie del agua; el más grande de todos
era también el más alejado, y éste eligió el viejo sapo para depositar
encima la cáscara de nuez con Pulgarcita.
Cuando se hizo de día despertó la pequeña, y al ver donde se
encontraba prorrumpió a llorar amargamente, pues por todas partes
el agua rodeaba la gran hoja verde y no había modo de ganar tierra
firme.
Mientras tanto, el viejo sapo, allá en el fondo del pantano, arreglaba
su habitación con juncos y flores amarillas; había que adornarla muy
bien para la nuera. Cuando hubo terminado nadó con su feo hijo hacia
la hoja en que se hallaba Pulgarcita. Querían trasladar su lindo lecho a
la cámara nupcial, antes de que la novia entrara en ella. El viejo sapo,
inclinándose profundamente en el agua, dijo:
-Aquí te presento a mi hijo; será tu marido, y vivirán muy felices en
el cenagal.
-¡Coax, coax, brekkerekekex! -fue todo lo que supo añadir el hijo.
Cogieron la graciosa camita y echaron a nadar con ella; Pulgarcita se
quedó sola en la hoja, llorando, pues no podía avenirse a vivir con
aquel repugnante sapo ni a aceptar por marido a su hijo, tan feo.
Los pececillos que nadaban por allí habían visto al sapo y oído sus
palabras, y asomaban las cabezas, llenos de curiosidad por conocer a la
pequeña. Al verla tan hermosa, les dio lástima y les dolió que hubiese
de vivir entre el lodo, en compañía del horrible sapo. ¡Había que
impedirlo a toda costa! Se reunieron todos en el agua, alrededor del
verde tallo que sostenía la hoja, lo cortaron con los dientes y la hoja
salió flotando río abajo, llevándose a Pulgarcita fuera del alcance del
sapo.
En su barquilla, Pulgarcita pasó por delante de muchas ciudades, y los
pajaritos, al verla desde sus zarzas, cantaban: «¡Qué niña más preciosa!».
Y la hoja seguía su rumbo sin detenerse, y así salió Pulgarcita de las
fronteras del país.
Una bonita mariposa blanca, que andaba revoloteando por aquellos
contornos, vino a pararse sobre la hoja, pues le había gustado
Pulgarcita. Ésta se sentía ahora muy contenta, libre ya del sapo; por
otra parte, ¡era tan bello el paisaje! El sol enviaba sus rayos al río,
cuyas aguas refulgían como oro purísimo. La niña se desató el
cinturón, ató un extremo en torno a la mariposa y el otro a la hoja; y
así la barquilla avanzaba mucho más rápida.
Más he aquí que pasó volando un gran abejorro, y, al verla, rodeó con
sus garras su esbelto cuerpecito y fue a depositarlo en un árbol,
mientras la hoja de nenúfar seguía flotando a merced de la corriente,
remolcada por la mariposa, que no podía soltarse.
¡Qué susto el de la pobre Pulgarcita, cuando el abejorro se la llevó
volando hacia el árbol! Lo que más la apenaba era la linda mariposa
blanca atada al pétalo, pues si no lograba soltarse moriría de hambre.
Al abejorro, en cambio, le tenía aquello sin cuidado. Se posó con su
carga en la hoja más grande y verde del árbol, regaló a la niña con el
dulce néctar de las flores y le dijo que era muy bonita, aunque en
nada se parecía a un abejorro. Más tarde llegaron los demás
compañeros que habitaban en el árbol; todos querían verla. Y la
estuvieron contemplando, y las damitas abejorras exclamaron,
arrugando las antenas:
-¡Sólo tiene dos piernas; qué miseria!
-¡No tiene antenas! -observó otra.
-¡Qué talla más delgada, parece un hombre! ¡Uf, que fea! -decían todas
las abejorras.
Y, sin embargo, Pulgarcita era lindísima. Así lo pensaba también el
abejorro que la había raptado; pero viendo que todos los demás decían
que era fea, acabó por creérselo y ya no la quiso. Podía marcharse
adonde le apeteciera. La bajó, pues, al pie del árbol, y la depositó sobre
una margarita. La pobre se quedó llorando, pues era tan fea que ni los
abejorros querían saber nada de ella. Y la verdad es que no se ha
visto cosa más bonita, exquisita y límpida, tanto como el más bello
pétalo de rosa.
Todo el verano se pasó la pobre Pulgarcita completamente sola en el
inmenso bosque. Se trenzó una cama con tallos de hierbas, que
suspendió de una hoja de acedera, para resguardarse de la lluvia; para
comer recogía néctar de las flores y bebía del rocío que todas las
mañanas se depositaba en las hojas. Así transcurrieron el verano y el
otoño; pero luego vino el invierno, el frío y largo invierno. Los
pájaros, que tan armoniosamente habían cantado, se marcharon; los
árboles y las flores se secaron; la hoja de acedera que le había servido
de cobijo se arrugó y contrajo, y sólo quedó un tallo amarillo y
marchito. Pulgarcita pasaba un frío horrible, pues tenía todos los
vestidos rotos; estaba condenada a helarse, frágil y pequeña como era.
Comenzó a nevar, y cada copo de nieve que le caía encima era como
si a nosotros nos echaran toda una palada, pues nosotros somos
grandes, y ella apenas medía una pulgada. Se envolvió en una hoja
seca, pero no conseguía entrar en calor; tiritaba de frío.
Junto al bosque se extendía un gran campo de trigo; lo habían segado
hacía tiempo, y sólo asomaban de la tierra helada los rastrojos
desnudos y secos. Para la pequeña era como un nuevo bosque, por el
que se adentró, y ¡cómo tiritaba! Llegó frente a la puerta del ratón de
campo, que tenía un agujerito debajo de los rastrojos. Allí vivía el
ratón, bien calentito y confortable, con una habitación llena de grano,
una magnífica cocina y un comedor. La pobre Pulgarcita llamó a la
puerta como una pordiosera y pidió un trocito de grano de cebada,
pues llevaba dos días sin probar bocado. .
-¡Pobre pequeña! -exclamó el ratón, que era ya viejo, y bueno en el
fondo-, entra en mi casa, que está bien caldeada y comerás conmigo-.
Y como le fuese simpática Pulgarcita, le dijo: - Puedes pasar el
invierno aquí, si quieres cuidar de la limpieza de mi casa, y me explicas
cuentos, que me gustan mucho.
Pulgarcita hizo lo que el viejo ratón le pedía y lo pasó la mar de bien.
-Hoy tendremos visita -dijo un día el ratón-. Mi vecino suele venir
todas las semanas a verme. Es aún más rico que yo; tiene grandes
salones y lleva una hermosa casaca de terciopelo negro. Si lo quisieras
por marido nada te faltaría. Sólo que es ciego; habrás de explicarle las
historias más bonitas que sepas.
Pero a Pulgarcita le interesaba muy poco el vecino, pues era un topo.
Éste vino, en efecto, de visita, con su negra casaca de terciopelo. Era
rico e instruido, dijo el ratón de campo; tenía una casa veinte veces
mayor que la suya. Ciencia poseía mucha, mas no podía sufrir el sol ni
las bellas flores, de las que hablaba con desprecio, pues no, las había
visto nunca.
Pulgarcita hubo de cantar, y entonó «El abejorro echó a volar» y «El
fraile descalzo va campo a través». El topo se enamoró de la niña por
su hermosa voz, pero nada dijo, pues era circunspecto.
Poco antes había excavado una larga galería subterránea desde su casa
a la del vecino e invitó al ratón y a Pulgarcita a pasear por ella
siempre que les viniese en gana. Les advirtió que no debían asustarse
del pájaro muerto que yacía en el corredor; era un pájaro entero, con
plumas y pico, que seguramente había fallecido poco antes y estaba
enterrado justamente en el lugar donde habla abierto su galería.
El topo cogió con la boca un pedazo de madera podrida, pues en la
oscuridad reluce como fuego, y, tomando la delantera, les alumbró
por el largo y oscuro pasillo. Al llegar al sitio donde yacía el pájaro
muerto, el topo apretó el ancho hocico contra el techo y, empujando
la tierra, abrió un orificio para que entrara luz. En el suelo había una
golondrina muerta, las hermosas alas comprimidas contra el cuerpo,
las patas y la cabeza encogidas bajo el ala. La infeliz avecilla había
muerto de frío. A Pulgarcita se le encogió el corazón, pues quería
mucho a los pajarillos, que durante todo el verano habían estado
cantando y gorjeando a su alrededor. Pero el topo, con su corta pata,
dio un empujón a la golondrina y dijo:
-Ésta ya no volverá a chillar. ¡Qué pena, nacer pájaro! A Dios gracias,
ninguno de mis hijos lo será. ¿Qué tienen estos desgraciados, fuera de
su quivit, quivit? ¡Vaya hambre la que pasan en invierno!
-Habla como un hombre sensato -asintió el ratón-. ¿De qué le sirve al
pájaro su canto cuando llega el invierno? Para morir de hambre y de
frío, ésta es la verdad; pero hay quien lo considera una gran cosa.
Pulgarcita no dijo esta boca es mía, pero cuando los otros dos
hubieron vuelto la espalda, se inclinó sobre la golondrina y, apartando
las plumas que le cubrían la cabeza, besó sus ojos cerrados.
«¡Quién sabe si es aquélla que tan alegremente cantaba en verano!»,
pensó. «¡Cuántos buenos ratos te debo, mi pobre pajarillo!».
El topo volvió, a tapar el agujero por el que entraba la luz del día y
acompañó a casa a sus vecinos. Aquella noche Pulgarcita no pudo
pegar un ojo; saltó, pues, de la cama y trenzó con heno una grande y
bonita manta, que fue a extender sobre el avecilla muerta; luego la
arropó bien, con blanco algodón que encontró en el cuarto de la
rata, para que no tuviera frío en la dura tierra.
-¡Adiós, mi pajarito! -dijo-. Adiós y gracias por las canciones con que
me alegrabas en verano, cuando todos los árboles estaban verdes y el
sol nos calentaba con sus rayos.
Aplicó entonces la cabeza contra el pecho del pájaro y tuvo un
estremecimiento; le pareció como si algo latiera en él. Y, en efecto,
era el corazón, pues la golondrina no estaba muerta, y sí sólo
entumecida. El calor la volvía a la vida.
En otoño, todas las golondrinas se marchan a otras tierras más cálidas;
pero si alguna se retrasa, se enfría y cae como muerta. Allí se queda
en el lugar donde ha caído, y la helada nieve la cubre.
Pulgarcita estaba toda temblorosa del susto, pues el pájaro era enorme
en comparación con ella, que no medía sino una pulgada. Pero cobró
ánimos, puso más algodón alrededor de la golondrina, corrió a buscar
una hoja de menta que le servía de cubrecama, y la extendió sobre la
cabeza del ave.
A la noche siguiente volvió a verla y la encontró viva, pero
extenuada; sólo tuvo fuerzas para abrir los ojos y mirar a Pulgarcita,
quien, sosteniendo en la mano un trocito de madera podrida a falta de
linterna, la estaba contemplando.
-¡Gracias, mi linda pequeñuela! -murmuró la golondrina enferma-. Ya
he entrado en calor; pronto habré recobrado las fuerzas y podré salir
de nuevo a volar bajo los rayos del sol.
-¡Ay! -respondió Pulgarcita-, hace mucho frío allá fuera; nieva y hiela.
Quédate en tu lecho calentito y yo te cuidaré.
Le trajo agua en una hoja de flor para que bebiese. Entonces la
golondrina le contó que se había lastimado un ala en una mata
espinosa, y por eso no pudo seguir volando con la ligereza de sus
compañeras, las cuales habían emigrado a las tierras cálidas. Cayó al
suelo, y ya no recordaba nada más, ni sabía cómo había ido a parar allí.
El pájaro se quedó todo el invierno en el subterráneo, bajo los
amorosos cuidados de Pulgarcita, sin que lo supieran el topo ni el
ratón, pues ni uno ni otro podían sufrir a la golondrina.
No bien llegó la primavera y el sol comenzó a calentar la tierra, la
golondrina se despidió de Pulgarcita, la cual abrió el agujero que había
hecho el topo en el techo de la galería. Entró por él un hermoso rayo
de sol, y la golondrina preguntó a la niñita si quería marcharse con
ella; podría montarse sobre su espalda, y las dos se irían lejos, al verde
bosque. Mas Pulgarcita sabía que si abandonaba al ratón le causaría
mucha pena.
-No, no puedo -dijo.
-¡Entonces adiós, adiós, mi linda pequeña! -exclamó la golondrina,
remontando el vuelo hacia la luz del sol. Pulgarcita la miró partir, y
las lágrimas le vinieron a los ojos; pues le había tomado mucho afecto.
-¡Quivit, quivit! -chilló la golondrina, emprendiendo el vuelo hacia el
bosque. Pulgarcita se quedó sumida en honda tristeza. No le
permitieron ya salir a tomar el sol. El trigo que habían sembrado en el
campo de encima creció a su vez, convirtiéndose en un verdadero
bosque para la pobre criatura, que no medía más de una pulgada.
-En verano tendrás que coserte tu ajuar de novia -le dijo un día el
ratón. Era el caso que su vecino, el fastidioso topo de la negra pelliza,
había pedido su mano-. Necesitas ropas de lana y de hilo; has de tener
prendas de vestido y de cama, para cuando seas la mujer del topo.
FIN
CAPERUCITA ROJA Un buen día le dijo su madre:
– Mira, Caperucita Roja, aquí tienes un
trozo de tarta y una botella de leche para
llevarle a tu abuela; pues está enferma y
débil, y esto la reanimará. Anda con
cuidado y no te apartes del camino; no te
vayas a caer, se rompa la botella y la
abuela se quede sin nada. Cuando llegues a
su casa no te olvides de darle los buenos
días y no te pongas a juguetear primero
por todas partes.
– Lo haré todo bien –dijo Caperucita Roja, dando un abrazo a su
madre.
Pero la abuela vivía fuera, en el bosque, a media hora del camino del
pueblo. Cuando Caperucita Roja llegó al bosque, salió a su encuentro
un lobo. Como la niña no sabía lo peligroso que es ese animal, no se
asustó.
– ¡Buenos días, dulce pequeña!
¿Cómo te llamas? –preguntó el lobo.
– Buenos días, me llaman Caperucita Roja.
– ¿A dónde vas tan temprano?
– A ver a mi abuelita.
– ¿Qué llevas en tu bella canasta?
– Tarta y leche, la abuela está enferma y débil y necesita algo bueno
para fortalecerse.
– Dime, Caperucita Roja, ¿dónde vive tu abuela?
– Hay que caminar aún un buen cuarto de hora por el bosque,
porque su casa se encuentra bajo las tres grandes encinas; debajo
están también los avellanos; pero eso ya lo sabrás.
El lobo pensó: “Esa joven y delicada cosita será un suculento bocado;
sabrá mucho mejor que la vieja. Haz de comportarte con astucia si
quieres pescar a las dos”.
Entonces acompañó un rato a la niña y luego le dijo:
– Caperucita Roja, mira esas hermosas flores que te rodean, ¿por qué
no miras a tu alrededor?
Me parece que no escuchas el canto de los pajarillos, ¡es tan divertido
corretear por el bosque!
Caperucita Roja abrió grande sus ojos y vio cómo los rayos del sol
atravesaban las ramas de los árboles y tocaban las preciosas flores que
había.
Admirada, pensó: “Si llevo a la abuela un ramo de flores frescas se
alegrará; y como es tan temprano llegaré a tiempo”.
Entonces, apartándose del camino se metió en lo profundo del
bosque en busca de flores.
Mientras Caperucita Roja recogía flores, el lobo se marchó
precipitadamente a la casa de la anciana y tocó la puerta.
TOC, TOC.
– ¿Quién es? –preguntó la abuela con voz fatigada.
– Soy Caperucita Roja, que te trae tarta y leche; ábreme –dijo el lobo
con afinada voz.
– No tienes más que girar el picaporte –dijo la abuela–; yo estoy muy
débil y no puedo levantarme.
El lobo giró el picaporte, la puerta se abrió y, sin pronunciar más
palabras, fue directamente a la cama donde yacía la abuela y se la tragó
de un solo bocado. Entonces se puso sus ropas, se colocó su cofia, se
metió en la cama y cerró las cortinas.
Caperucita Roja se había dedicado entretanto a buscar flores, y escogió
tantas que ya no podía llevar ni una más; entonces se acordó de
nuevo de la abuela y se encaminó a su casa.
Se asombró al encontrar la puerta abierta y, al entrar en el cuarto,
todo le pareció tan extraño que pensó:
“¡Oh, qué miedo siento hoy y cuánto me alegraba siempre que veía a
la abuela!”
Y dijo:
– ¡Buenos días, abuelita!
Pero no obtuvo respuesta.
Entonces se acercó a la cama y corrió las cortinas; allí estaba la abuela,
con la cofia bien calzada en la cabeza y un aspecto extraño.
La pequeña se acercó a la cama y preguntó:
—¡Oh, abuela, qué orejas tan grandes tienes!
– ¡PARA OÍRTE MEJOR!
—¡Oh, abuela, qué ojos tan grandes tienes!
– ¡PARA VERTE MEJOR!
—¡Oh, abuela, qué manos tan grandes tienes!
– ¡PARA ABRAZARTE MEJOR!
—¡Oh, abuela, qué boca tan grande y horrible tienes!
– ¡PARA COMERTE MEJOR!
Y diciendo esto, saltó el lobo de la cama y se tragó a la pobre
Caperucita Roja.
El lobo después de haber saciado su apetito, se metió de nuevo en la
cama y comenzó a dar grandes ronquidos.
Un tiempo más tarde, al pasar un cazador por delante de la casa
pensó: “¡Cómo ronca la anciana!; miraré, no sea que le pase algo”.
Y entró en la alcoba.
Al acercarse el cazador a la cama vio tumbado en ella al lobo.
– Mira dónde vengo a encontrarte, viejo lobo –dijo–; tanto tiempo
ando buscándote...
Entonces le apuntó con su escopeta, pero pensó que el lobo podía
haberse comido a la anciana y que tal vez podría salvarla todavía.
Así que no disparó, sino que tomó unas tijeras y comenzó a abrir la
barriga del lobo.
Apenas había dado el cazador un par de cortes vio relucir la roja
caperucita; dio otros cortes más y saltó la niña diciendo:
– ¡Ay, qué susto he pasado, qué oscuro estaba en el cuerpo del lobo!
Después, con mucho esfuerzo, salió la anciana.
Caperucita Roja trajo inmediatamente grandes piedras y llenó la
barriga del lobo con ellas.
Un momento más tarde, cuando el lobo se despertó quiso dar un
salto para salir corriendo, pero el peso de las piedras lo hizo caer, se
estrelló contra el suelo y se mató.
En la casa de la abuela estaban todos juntos compartiendo la tarta y el
tarro de leche.
Caperucita Roja pensó: “En toda tu vida volverás a apartarte del
camino para meterte en el bosque cuando tu madre te lo haya
prohibido.”
Fin
LA CENICIENTA
Un hombre rico tenía a su mujer muy
enferma, y cuando vio que se acercaba su fin,
llamó a su hija única y le dijo:
-Querida hija, sé piadosa y buena, Dios te
protegerá desde el cielo y yo no me apartaré
de tu lado y te bendeciré.
Poco después cerró los ojos y espiró. La niña
iba todos los días a llorar al sepulcro de su madre y continuó siendo
siempre piadosa y buena. Llegó el invierno y la nieve cubrió el
sepulcro con su blanco manto, llegó la primavera y el sol doró las
flores del campo y el padre de la niña se casó de nuevo.
La esposa trajo dos niñas que tenían un rostro muy hermoso, pero un
corazón muy duro y cruel; entonces comenzaron muy malos tiempos
para la pobre huérfana.
-No queremos que esté ese pedazo de ganso sentada a nuestro lado,
que gane el pan que coma, váyase a la cocina con la criada.
Le quitaron sus vestidos buenos, le pusieron una basquiña remendada
y vieja y le dieron unos zuecos.
-¡Qué sucia está la orgullosa princesa! -decían riéndose, y la mandaron
ir a la cocina: tenía que trabajar allí desde por la mañana hasta la
noche, levantarse temprano, traer agua, encender lumbre, coser y
lavar; sus hermanas le hacían además todo el daño posible, se burlaban
de ella y le vertían la comida en la lumbre, de manera que tenía que
bajarse a recogerla. Por la noche, cuando estaba cansada de tanto
trabajar, no podía acostarse, pues no tenía cama, y la pasaba recostada
al lado del fuego, y como siempre estaba llena de polvo y ceniza, le
llamaban la Cenicienta.
Sucedió que su padre fue en una ocasión a una feria y preguntó a sus
hijastras lo que querían que les trajese.
-Un bonito vestido -dijo la una.
-Una buena sortija, -añadió la segunda.
-Y tú, Cenicienta, ¿qué quieres? -le dijo.
-Padre, tráeme la primera rama que encuentres en el camino.
Compró a sus dos hijastras hermosos vestidos y sortijas adornadas de
perlas y piedras preciosas, y a su regreso, al pasar por un bosque
cubierto de verdor, tropezó con su sombrero en una rama de zarza, y
la cortó. Cuando volvió a su casa dio a sus hijastras lo que le habían
pedido y la rama a la Cenicienta, la cual se lo agradeció; corrió al
sepulcro de su madre, plantó la rama en él y lloró tanto que, regada
por sus lágrimas, no tardó la rama en crecer y convertirse en un
hermoso árbol. La Cenicienta iba tres veces todos los días a ver el
árbol, lloraba y oraba y siempre iba a descansar en él un pajarillo, y
cuando sentía algún deseo, en el acto le concedía el pajarillo lo que
deseaba.
Celebró por entonces el rey unas grandes fiestas, que debían durar
tres días, e invitó a ellas a todas las jóvenes del país para que su hijo
eligiera la que más le agradase por esposa. Cuando supieron las dos
hermanastras que debían asistir a aquellas fiestas, llamaron a la
Cenicienta y la dijeron.
-Péinanos, límpianos los zapatos y ponles bien las hebillas, pues vamos
a una boda al palacio del Rey.
La Cenicienta las escuchó llorando, pues las hubiera acompañado con
mucho gusto al baile, y suplicó a su madrastra que se lo permitiese.
-Cenicienta -le dijo-: estás llena de polvo y ceniza y ¿quieres ir a una
boda? ¿No tienes vestidos ni zapatos y quieres bailar?
Pero como insistiese en sus súplicas, le dijo por último:
-Se ha caído un plato de lentejas en la ceniza, si las recoges antes de
dos horas, vendrás con nosotras:
-La joven salió al jardín por la puerta trasera y dijo:
-Tiernas palomas, amables tórtolas, pájaros del cielo, vengan todos y
ayúdenme a recoger. Las buenas en el puchero,
las malas en el caldero.
Entraron por la ventana de la cocina dos palomas blancas, y después
dos tórtolas y por último comenzaron a revolotear alrededor del
hogar todos los pájaros del cielo, que acabaron por bajarse a la ceniza,
y las palomas picoteaban con sus piquitos diciendo pi, pi, y los
restantes pájaros comenzaron también a decir pi, pi, y pusieron todos
los granos buenos en el plato. Aun no había trascurrido una hora, y ya
estaba todo concluido y se marcharon volando. Llevó entonces la niña
llena de alegría el plato a su madrastra, creyendo que le permitiría ir a
la boda, pero ésta le dijo:
-No, Cenicienta, no tienes vestido y no sabes bailar, se reirían de
nosotras.
Mas viendo que lloraba, añadió:
-Si puedes recoger de entre la ceniza dos platos llenos de lentejas en
una hora, irás con nosotras.
Creyendo en su interior que no podría hacerlo, vertió los dos platos
de lentejas en la ceniza y se marchó, pero la joven salió entonces al
jardín por la puerta trasera y volvió a decir:
-Tiernas palomas, amables tórtolas, pájaros del cielo, vengan todos y
ayúdenme a recoger. Las buenas en el puchero,
las malas en el caldero.
Entraron por la ventana de la cocina dos palomas blancas, después dos
tórtolas, y por último comenzaron a revolotear alrededor del hogar
todos los pájaros del cielo que acabaron por bajarse a la ceniza y las
palomas picoteaban con sus piquitos diciendo pi, pi, y los demás
pájaros comenzaron a decir también pi, pi, y pusieron todas las
lentejas buenas en el plato, y aun no había trascurrido media hora,
cuando ya estaba todo concluido y se marcharon volando. Llevó la
niña llena de alegría el plato a su madrastra, creyendo que le
permitiría ir a la boda, pero ésta le dijo:
-Todo es inútil, no puedes venir, porque no tienes vestido y no sabes
bailar; se reirían de nosotras.
Le volvió entonces la espalda y se marchó con sus orgullosas hijas.
En cuanto quedó sola en casa, fue la Cenicienta al sepulcro de su
madre, debajo del árbol, y comenzó a decir:
Arbolito pequeño,
dame un vestido;
que sea, de oro y plata,
muy bien tejido.
El pájaro le dio entonces un vestido de oro y plata y unos zapatos
bordados de plata y seda; en seguida se puso el vestido y se marchó a
la boda; sus hermanas y madrastra no la conocieron, creyendo que
sería alguna princesa extranjera, pues les pareció muy hermosa con su
vestido de oro, y ni aun se acordaban de la Cenicienta, creyendo que
estaría mondando lentejas sentada en el hogar. Salió a su encuentro el
hijo del Rey, la tomó de la mano y bailó con ella, no permitiéndole
bailar con nadie, pues no la soltó de la mano, y si se acercaba algún
otro a invitarla, le decía:
-Es mi pareja.
Bailó hasta el amanecer y entonces decidió marcharse; el príncipe le
dijo:
-Iré contigo y te acompañaré -pues deseaba saber quién era aquella
joven, pero ella se despidió y saltó al palomar.
Entonces aguardó el hijo del Rey a que fuera su padre y le dijo que la
doncella extranjera había saltado al palomar. El anciano creyó que
debía ser la Cenicienta; trajeron una piqueta y un martillo para
derribar el palomar, pero no había nadie dentro, y cuando llegaron a
la casa de la Cenicienta, la encontraron sentada en el hogar con sus
sucios vestidos y un turbio candil ardía en la chimenea, pues la
Cenicienta había entrado y salido muy ligera en el palomar y corrido
hacia el sepulcro de su madre, donde se quitó los hermosos vestidos
que se llevó el pájaro y después se fue a sentar con su basquiña gris a
la cocina.
Al día siguiente, cuando llegó la hora en que iba a principiar la fiesta y
se marcharon sus padres y hermanas, corrió la Cenicienta junto al
arbolito y dijo:
Arbolito pequeño,
dame un vestido;
que sea, de oro y plata,
muy bien tejido.
Entonces el pájaro le dio un vestido mucho más hermoso que el del
día anterior y cuando se presentó en la boda con aquel traje, dejó a
todos admirados de su extraordinaria belleza; el príncipe que la estaba
aguardando le cogió la mano y bailó toda la noche con ella; cuando
iba algún otro a invitarla, decía:
-Es mi pareja.
Al amanecer manifestó deseos de marcharse, pero el hijo del Rey la
siguió para ver la casa en que entraba, más de pronto se metió en el
jardín de detrás de la casa. Había en él un hermoso árbol muy grande,
del cual colgaban hermosas peras; la Cenicienta trepó hasta sus ramas y
el príncipe no pudo saber por dónde había ido, pero aguardó hasta
que vino su padre y le dijo:
-La doncella extranjera se me ha escapado; me parece que ha saltado
el peral. El padre creyó que debía ser la Cenicienta; mandó traer una
hacha y derribó el árbol, pero no había nadie en él, y cuando llegaron
a la casa, estaba la Cenicienta sentada en el hogar, como la noche
anterior, pues había saltado por el otro lado el árbol y fue corriendo
al sepulcro de su madre, donde dejó al pájaro sus hermosos vestidos y
tomó su basquiña gris.
Al día siguiente, cuando se marcharon sus padres y hermanas, fue
también la Cenicienta al sepulcro de su madre y dijo al arbolito:
Arbolito pequeño,
dame un vestido;
que sea, de oro y plata,
muy bien tejido.
Entonces el pájaro le dio un vestido que era mucho más hermoso y
magnífico que ninguno de los anteriores, y los zapatos eran todos de
oro, y cuando se presentó en la boda con aquel vestido, nadie tenía
palabras para expresar su asombro. El príncipe bailó toda la noche con
ella y cuando se acercaba alguno a invitarla, le decía:
-Es mi pareja.
Al amanecer se empeñó en marcharse la Cenicienta, y el príncipe en
acompañarla, mas se escapó con tal ligereza que no pudo seguirla,
pero el hijo del Rey había mandado untar toda la escalera de pega y se
quedó pegado en ella el zapato izquierdo de la joven; lo levantó el
príncipe y vio que era muy pequeño, bonito y todo de oro. Al día
siguiente fue a ver al padre de la Cenicienta y le dijo:
-He decidido que sea mi esposa a la que venga bien este zapato de
oro.
Alegráronse mucho las dos hermanas porque tenían los pies muy
bonitos; la mayor entró con el zapato en su cuarto para probárselo, su
madre estaba a su lado, pero no se lo podía meter, porque sus dedos
eran demasiado largos y el zapato muy pequeño. Al verlo le dijo su
madre, alargándole un cuchillo:
-Córtate los dedos, pues cuando seas reina no irás nunca a pie.
La joven se cortó los dedos; metió el zapato en el pie, ocultó su dolor
y salió a reunirse con el hijo del rey, que la subió a su caballo como si
fuera su novia, y se marchó con ella, pero tenía que pasar por el lado
del sepulcro de la primera mujer de su padrastro, en cuyo árbol había
dos palomas, que comenzaron a decir.
No sigas más adelante,
detente a ver un instante,
que el zapato es muy pequeño
y esa novia no es su dueño.
Se detuvo, le miró los pies y vio correr la sangre; volvió su caballo,
condujo a su casa a la novia fingida y dijo que no era la que había
pedido, que se probase el zapato la otra hermana. Entró ésta en su
cuarto y se le metió bien por delante, pero el talón era demasiado
grueso; entonces su madre le alargó un cuchillo y le dijo:
-Córtate un pedazo del talón, pues cuando seas reina, no irás nunca a
pie.
La joven se cortó un pedazo de talón, metió un pie en el zapato, y
ocultando el dolor, salió a ver al hijo del rey, que la subió en su
caballo como si fuera su novia y se marchó con ella; cuando pasaron
delante del árbol había dos palomas que comenzaron a decir:
No sigas más adelante,
detente a ver un instante,
que el zapato es muy pequeño
y esa novia no es su dueño.
Se detuvo, le miró los pies, y vio correr la sangre, volvió su caballo y
condujo a su casa a la novia fingida:
-Tampoco es esta la que busco -dijo-. ¿Tienen otra hija?
-No -contestó el marido- de mi primera mujer tuve una pobre chica,
a la que llamamos la Cenicienta, porque está siempre en la cocina,
pero esa no puede ser la novia que buscas.
El hijo del rey insistió en verla, pero la madre le replicó:
-No, no, está demasiado sucia para atreverme a enseñarla.
Se empeñó sin embargo en que saliera y hubo que llamar a la
Cenicienta. Se lavó primero la cara y las manos, y salió después a
presencia del príncipe que le alargó el zapato de oro; se sentó en su
banco, sacó de su pie el pesado zueco y se puso el zapato que le venía
perfectamente, y cuando se levantó y le vio el príncipe la cara,
reconoció a la hermosa doncella que había bailado con él, y dijo:
-Esta es mi verdadera novia.
La madrastra y las dos hermanas se pusieron pálidas de ira, pero él
subió a la Cenicienta en su caballo y se marchó con ella, y cuando
pasaban por delante del árbol, dijeron las dos palomas blancas:
Sigue, príncipe, sigue adelante
sin parar un solo instante,
pues ya encontraste el dueño
del zapatito pequeño.
Después de decir esto, echaron a volar y se pusieron en los hombros
de la Cenicienta, una en el derecho y otra en el izquierdo.
Cuando se verificó la boda, fueron las falsas hermanas a acompañarla y
tomar parte en su felicidad, y al dirigirse los novios a la iglesia, iba la
mayor a la derecha y la menor a la izquierda, y las palomas que llevaba
la Cenicienta en sus hombros picaron a la mayor en el ojo derecho y
a la menor en el izquierdo, de modo que picaron a cada una un ojo; a
su regreso se puso la mayor a la izquierda y la menor a la derecha, y
las palomas picaron a cada una en el otro ojo, quedando ciegas toda
su vida por su falsedad y envidia.
FIN
LA BELLA DURMIENTE Hace muchos años vivían un rey y una reina
quienes cada día decían: "¡Ah, si al menos
tuviéramos un hijo!" Pero el hijo no llegaba.
Sin embargo, una vez que la reina tomaba un
baño, una rana saltó del agua a la tierra, y le
dijo: "Tu deseo será realizado y antes de un
año, tendrás una hija."
Lo que dijo la rana se hizo realidad, y la reina
tuvo una niña tan preciosa que el rey no podía ocultar su gran dicha,
y ordenó una fiesta. Él no solamente invitó a sus familiares, amigos y
conocidos, sino también a un grupo de hadas, para que ellas fueran
amables y generosas con la niña. Eran trece estas hadas en su reino,
pero solamente tenía doce platos de oro para servir en la cena, así
que tuvo que prescindir de una de ellas.
La fiesta se llevó a cabo con el máximo esplendor, y cuando llegó a su
fin, las hadas fueron obsequiando a la niña con los mejores y más
portentosos regalos que pudieron: una le regaló la Virtud, otra la
Belleza, la siguiente Riquezas, y así todas las demás, con todo lo que
alguien pudiera desear en el mundo.
Cuando la decimoprimera de ellas había dado sus obsequios, entró de
pronto la decimotercera. Ella quería vengarse por no haber sido
invitada, y sin ningún aviso, y sin mirar a nadie, gritó con voz bien
fuerte: "¡La hija del rey, cuando cumpla sus quince años, se punzará
con un huso de hilar, y caerá muerta inmediatamente!" Y sin más
decir, dio media vuelta y abandono el salón.
Todos quedaron atónitos, pero la duodécima, que aún no había
anunciado su obsequio, se puso al frente, y aunque no podía evitar la
malvada sentencia, sí podía disminuirla, y dijo:
"¡Ella no morirá, pero entrará en un profundo sueño por cien años!"
El rey trataba por todos los medios de evitar aquella desdicha para la
joven. Dio órdenes para que toda máquina hilandera o huso en el
reino fuera destruido. Mientras tanto, los regalos de las otras doce
hadas, se cumplían plenamente en aquella joven. Así ella era hermosa,
modesta, de buena naturaleza y sabia, y cuanta persona la conocía, la
llegaba a querer profundamente.
Sucedió que en el mismo día en que cumplía sus quince años, el rey y
la reina no se encontraban en casa, y la doncella estaba sola en
palacio. Así que ella fue recorriendo todo sitio que pudo, miraba las
habitaciones y los dormitorios como ella quiso, y al final llegó a una
vieja torre. Ella subió por las angostas escaleras de caracol hasta llegar
a una pequeña puerta. Una vieja llave estaba en la cerradura, y cuando
la giró, la puerta súbitamente se abrió. En el cuarto estaba una anciana
sentada frente a un huso, muy ocupada hilando su lino.
"Buen día, señora," dijo la hija del rey,
"¿Qué haces con eso?" - "Estoy hilando," dijo la anciana, y movió su
cabeza.
"¿Qué es esa cosa que da vueltas sonando tan lindo?" dijo la joven.
Y ella tomó el huso y quiso hilar también. Pero nada más había tocado
el huso, cuando el mágico decreto se cumplió, y ella se punzó el dedo
con él.
En cuanto sintió el pinchazo, cayó sobre una cama que estaba allí, y
entró en un profundo sueño. Y ese sueño se hizo extensivo para
todo el territorio del palacio. El rey y la reina quienes estaban justo
llegando a casa, y habían entrado al gran salón, quedaron dormidos, y
toda la corte con ellos. Los caballos también se durmieron en el
establo, los perros en el césped, las palomas en los aleros del techo, las
moscas en las paredes, incluso el fuego del hogar que bien flameaba,
quedó sin calor, la carne que se estaba asando paró de asarse, y el
cocinero que en ese momento iba a jalarle el pelo al joven ayudante
por haber olvidado algo, lo dejó y quedó dormido. El viento se
detuvo, y en los árboles cercanos al castillo, ni una hoja se movía.
Pero alrededor del castillo comenzó a crecer una red de espinos, que
cada año se hacían más y más grandes, tanto que lo rodearon y
cubrieron totalmente, de modo que nada de él se veía, ni siquiera una
bandera que estaba sobre el techo. Pero la historia de la bella
durmiente "Preciosa Rosa," que así la habían llamado, se corrió por
toda la región, de modo que de tiempo en tiempo hijos de reyes
llegaban y trataban de atravesar el muro de espinos queriendo
alcanzar el castillo. Pero era imposible, pues los espinos se unían tan
fuertemente como si tuvieran manos, y los jóvenes eran atrapados
por ellos, y sin poderse liberar, obtenían una miserable muerte.
Y pasados cien años, otro príncipe llegó también al lugar, y oyó a un
anciano hablando sobre la cortina de espinos, y que se decía que
detrás de los espinos se escondía una bellísima princesa, llamada
Preciosa Rosa, quien ha estado dormida por cien años, y que también
el rey, la reina y toda la corte se durmieron por igual. Y además había
oído de su abuelo, que muchos hijos de reyes habían venido y tratado
de atravesar el muro de espinos, pero quedaban pegados en ellos y
tenían una muerte sin piedad. Entonces el joven príncipe dijo:
-"No tengo miedo, iré y veré a la bella Preciosa Rosa."-
El buen anciano trató de disuadirlo lo más que pudo, pero el joven
no hizo caso a sus advertencias.
Pero en esa fecha los cien años ya se habían cumplido, y el día en que
Preciosa Rosa debía despertar había llegado. Cuando el príncipe se
acercó a donde estaba el muro de espinas, no había otra cosa más que
bellísimas flores, que se apartaban unas de otras de común acuerdo, y
dejaban pasar al príncipe sin herirlo, y luego se juntaban de nuevo
detrás de él como formando una cerca.
En el establo del castillo él vio a los caballos y en los céspedes a los
perros de caza con pintas yaciendo dormidos, en los aleros del techo
estaban las palomas con sus cabezas bajo sus alas. Y cuando entró al
palacio, las moscas estaban dormidas sobre las paredes, el cocinero en
la cocina aún tenía extendida su mano para regañar al ayudante, y la
criada estaba sentada con la gallina negra que tenía lista para
desplumar.
Él siguió avanzando, y en el gran salón vio a toda la corte yaciendo
dormida, y por el trono estaban el rey y la reina.
Entonces avanzó aún más, y todo estaba tan silencioso que un respiro
podía oírse, y por fin llegó hasta la torre y abrió la puerta del
pequeño cuarto donde Preciosa Rosa estaba dormida. Ahí yacía, tan
hermosa que él no podía mirar para otro lado, entonces se detuvo y
la besó. Pero tan pronto la besó, Preciosa Rosa abrió sus ojos y
despertó, y lo miró muy dulcemente.
Entonces ambos bajaron juntos, y el rey y la reina despertaron, y toda
la corte, y se miraban unos a otros con gran asombro. Y los caballos
en el establo se levantaron y se sacudieron. Los perros cazadores
saltaron y menearon sus colas, las palomas en los aleros del techo
sacaron sus cabezas de debajo de las alas, miraron alrededor y volaron
al cielo abierto. Las moscas de la pared revolotearon de nuevo. El
fuego del hogar alzó sus llamas y cocinó la carne, y el cocinero le jaló
los pelos al ayudante de tal manera que hasta gritó, y la criada
desplumó la gallina dejándola lista para el cocido.
Días después se celebró la boda del príncipe y Preciosa Rosa con todo
esplendor, y vivieron muy felices hasta el fin de sus vidas.
POEMAS
EL TREN Un tren de juguete
Me han regalado
La maquinita roja, los vagones morados.
Por la vía corre, muy contento va,
Y a todos nos dice
Chaca chaca cha.
OTOÑO Con hojas doradas de color amarillo
Estaba en otoño el triste arbolillo.
La lluvia caía, el viento soplo
Y el arbolillo sin hojas quedo.
VENTANAS AZULES Ventanas azules
Verdes escaleras
Muros amarillos con enredaderas
Y en el tejado, palomas caseras.
EL SEMAFORO Es un semáforo.
Su luz verde indica pasar
Y la roja parar.
Tienes que ceder el paso a los demás.
Si no viene nadie puedes continuar.
Prohibido estacionar,
Donde la veas no debes aparcar.
Mucho cuidado cuando la encuentres.
No se te ocurra adelantar pues te podrías estrellar.
Luz roja como un tomate
¡Andar es un disparate!
Luz verde como un melón
¡Adelante peatón!
LOS BOMBEROS Somos los bomberos, Vamos a apagar
Todos los incendios
De esta gran ciudad.
Yo soy el bombero,
Yo soy oficial,
Yo soy el sargento
Y yo el capitán.
Tú no te asustes y no llores más.
Somos los bomberos y te vamos
a ayudar.
ARRIBA Y ABAJO El sol arriba, las nubes abajo,
Y en medio del trigo un espantapájaros.
El sol arriba, El mar abajo,
Y en medio del mar un barco.
El tejado arriba, el sótano abajo
Y en la chimenea un gato.
La luna arriba, el bosque abajo,
Y en medio del bosque un escarabajo.
Las nubes arriba, el lago abajo,
Y en medio del lago, un pato.
La antena arriba, la calle abajo,
Y en medio de la calle, un semáforo.
EL DISFRAZ Me voy a hacer un disfraz.
¿Un disfraz? ¿Y de qué?
¿De una bruja? No lo sé.
¿De un ratón? A lo mejor.
¿De enanito? ¡Qué bonito!
¿Y de que quedara mejor?
Ya lo sé, ya lo pensé
Yo de mama y tu de bebe.