la voz de la conciencia | robert louis stevenson · personaje que obligará al protagonista a...
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Robert Louis Stevenson
Robert Louis Stevenson
Markheim (Christina Zagia), es un buscavidas que en vísperas de Navidad ingresa a una tienda de antigüedades con la intención de cometer un crimen. Luego de un acalorado intercambio de palabras con Anticuario (Gerardo Rojas) se genera una situación de violencia que termina con la vida de este último. Markheim comienza a luchar
contra sus propios demonios tratando de sobreponerse a la situación. En ese momento ingresa el visitante (Fiorella Bomio), un enigmático personaje que obligará al protagonista a plantearse su vida y enfrentar
una elección que imprima un sentido en ella.
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algo le sobresaltó, haciéndole ponerse en pie.-Sí -dijo el anti-
cuario-, nuestras buenas oportunidades son de varias clases.
Algunos clientes no saben lo que me traen, y en ese caso
percibo un dividendo en razón de mis mayores conocimien-
tos. Otros no son honrados -y aquí levantó la vela, de ma-
nera que su luz iluminó con más fuerza las facciones del
visitante-, y en ese caso -continuó- recojo el beneficio debido
a mi integridad.
Markheim acababa de entrar, procedente de las calles solea-
das, y sus ojos no se habían acostumbrado aún a la mezcla
de brillos y oscuridades del interior de la tienda. Aquellas
palabras mordaces y la proximidad de la llama le obliga-
ron a cerrar los ojos y a torcer la cabeza.
El anticuario rió entre dientes.
-Viene usted a verme el día de Navidad -continuó-, cuan-
do sabe que estoy solo en mi casa, con los cierres echados
y que tengo por norma no hacer negocios en esas circuns-
tr ello; también tendría que pagar por el tiempo que pierda,
puesto que yo debería estar cuadrando mis libros; y tendrá que
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Robert Louis Stevenson
Título Original, Markheim
Edición de Lujo
Publicado, Editorial Real
Impreso, Grá�cas Esmeralda
Medellín – Colombia | 2011
Diseño e ilustración, Julian Ospina Guarin
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pagar, además, por la extraña manera de comportarse que tiene
usted hoy. Soy un modelo de discreción y no hago preguntas em-
barazosas; pero cuando un cliente no es capaz de mirarme a los
ojos, tiene que pagar por ello.
El anticuario rió una vez más entre dientes; y luego, vol-
viendo a su voz habitual para tratar de negocios, pero todavía
con entonación irónica, continuó:
-¿Puede usted explicar, como de costumbre, de qué manera
ha llegado a su poder el objeto en cuestión? ¿Procede también
del gabinete de su tío? ¡Un coleccionista excepcional, desde
luego!Y el anticuario, un hombrecillo pequeño y de hombros
caídos, se le quedó mirando, casi de puntillas, por encima
de sus lentes de montura dorada, moviendo la cabeza con
expresión de total incredulidad. Markheim le devolvió la mi-
rada con otra de infinita compasión en la que no faltaba una
sombra de horror.
-Esta vez -dijo- está usted equivocado. No vengo a vender sino
a comprar. Ya no dispongo de ningún objeto: del gabinete de
mi tío sólo queda el revestimiento de las paredes; pero aunque
estuviera intacto, mi buena fortuna en la Bolsa me empujaría
más bien a ampliarlo. El motivo de mi visita es bien sencillo.
Busco un regalo de Navidad para una dama -continuó, cre-
ciendo en elocuencia al enlazar con la justificación que traía
preparada-; y tengo que presentar mis
excusas por molestarle para una cosa de
tan poca importancia. Pero ayer me des-
cuidé y esta noche debo hacer entrega
de mi pequeño obsequio; y, como sabe
usted perfectamente, el matrimonio con
una mujer rica es algo que no debe des-
preciarse.
A esto siguió una pausa, durante la
cual el anticuario pareció sopesar incré-
dulamente aquella afirmación. El tic-tac
de muchos relojes entre los curiosos
muebles de la tienda, y el rumor de los
cabriolés en la cercana calle principal,
llenaron el silencioso intervalo.
-De acuerdo, señor -dijo el anticua-
rio-, como usted diga. Después de todo
es usted un viejo cliente; y si, como dice,
tiene la oportunidad de hacer un buen
matrimonio, no seré yo quien le ponga
obstáculos. Aquí hay algo muy adecuado
para una dama -continuó-; este espejo de
mano, del siglo XV, garantizado; también
procede de una buena colección, pero me reservo el nombre por discreción hacia mi cliente, que como usted, mi querido
señor, era el sobrino y único heredero de un notable coleccionista.
El anticuario, mientras seguía hablando con voz fría y sarcástica, se detuvo para
coger un objeto; y, mientras lo hacia, Markheim sufrió un sobresalto, una repentina
crispación de muchas pasiones tumultuosas que se abrieron camino hasta su rostro.
Pero su turbación desapareció tan rápidamente como se había producido, sin dejar
otro rastro que un leve temblor en la mano que recibía el espejo.
-Un espejo -dijo con voz ronca; luego hizo una pausa y repitió la palabra con más
claridad-. ¿Un espejo? ¿Para Navidad? Usted bromea.
-¿Y por qué no? -exclamó el anticuario-.
¿Por qué un espejo no?
Markheim lo contemplaba con una ex-
presión indefinible.
-¿Y usted me pregunta por qué no? -dijo-
. Basta con que mire aquí..., mírese en
él... ¡Véase usted mismo! ¿Le gusta lo
que ve? ¡No! A mí tampoco me gusta...
ni a ningún hombre.
El hombrecillo se había echado para
atrás cuando Markheim le puso el espejo delante de ma-
nera tan repentina; pero al descubrir que no había ningún
otro motivo de alarma, rió de nuevo entre dientes.
-La madre naturaleza no debe de haber sido muy liberal con
su futura esposa, señor -dijo el anticuario.
-Le pido -replicó Markheim- un regalo de Navidad y me da
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…un maldito recordatorio de años, de pecados, de locuras...usted esto: un maldito recorda-
torio de años, de pecados, de lo-
curas... ¡una conciencia de mano!
¿Era ésa su intención? ¿Pensaba
usted en algo concreto? Dígamelo.
Será mejor que lo haga. Vamos, há-
bleme de usted. Voy a arriesgarme a
hacer la suposición de que en secreto
es usted un hombre muy caritativo.
El anticuario examinó detenida-
mente a su interlocutor. Resultaba muy
extraño, porque Markheim no daba la im-
presión de estar riéndose; había en su rostro
algo así como un ansioso chispazo de espe-
ranza, pero ni el menor asomo de hilaridad.
-¿A qué se refiere? -preguntó el anticuario.
-¿No es caritativo? -replicó el otro sombría-
mente-. Sin caridad; impío; sin escrúpulos; no
quiere a nadie y nadie le quiere; una mano para
coger el dinero y una caja fuerte para guardarlo.
¿Es eso todo? ¡Santo cielo, buen hombre!
-Voy a decirle lo que es en realidad -empezó
el anticuario, con voz cortante, que acabó de
nuevo con una risa entre dientes-. Ya
veo que se trata de un matrimonio de
amor, y que ha estado usted bebiendo a la sa-
lud de su dama.
-¡Ah! -exclamó Markheim, con extraña cu-
riosidad-. ¿Ha estado usted enamorado?
Hábleme de ello.
-Yo -exclamó el anticuario-, ¿enamora-
do? Nunca he tenido tiempo ni lo tengo
ahora para oír todas estas tonterías. ¿Va
usted a llevarse el espejo?
-¿Por qué tanta prisa? -replicó
Markheim-. Es muy agradable estar
aquí hablando; y la vida es tan breve
y tan insegura que no quisiera apre-
surarme a agotar ningún placer;
no, ni siquiera uno con tan poca
entidad como éste. Es mejor aga-
rrarse, agarrarse a lo poco que
esté a nuestro alcance, como un
hombre al borde de un precipi-
cio. Cada segundo es un pre-
cipicio, si se piensa en ello;
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repugnancia
El tiempo hablaba por un sinfín de vo-
ces apenas audibles en aquella tienda;
había otras solemnes y lentas como co-
rrespondía a sus muchos años, y aun
algunas parlanchinas y apresuradas.
terror y decisión, fascinación y repulsión
Todas marcaban los segundos en un intrincado coro de tic-
tacs. Luego, el ruido de los pies de un muchacho, corrien-
do pesadamente sobre la acera, irrumpió entre el conjunto
de voces, devolviendo a Markheim la conciencia de lo que
tenía alrededor. Contempló la tienda lleno de pavor. La vela
seguía sobre el mostrador, y su llama se agitaba solemnemente
debido a una corriente de aire; y por aquel movimiento insig-
nificante, la habitación entera se llenaba de silenciosa agita-
ción, subiendo y bajando como las olas del mar; las sombras
alargadas cabeceaban, las densas manchas de oscuridad se
dilataban y contraían como si respirasen, los rostros de los re-
tratos y los dioses de porcelana cambiaban y ondulaban como
imágenes sobre el agua. La puerta interior seguía entreabierta
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y escudriñaba el confuso montón de sombras con una larga rendija de
luz semejante a un índice extendido.
De aquellas aterrorizadas ondulaciones los ojos de
Markheim se volvieron hacia el cuerpo de la vícti-
ma, que yacía encogido y desparramado al mis-
mo tiempo; increíblemente pequeño y, cosa
extraña, más mezquino aún que en vida.
Con aquellas pobres ropas de avaro, en
aquella desgarbada actitud, el anticuario
yacía como si no fuera más que un mon-
tón de aserrín. Markheim había temido
mirarlo y he aquí que no era nada. Y
sin embargo mientras lo contemplaba,
aquel montón de ropa vieja y aquel
charco de sangre empezaron a expre-
sarse con voces elocuentes. Allí tenía
que quedarse; no había nadie que hi-
ciera funcionar aquellas articulacio-
nes o que pudiera dirigir el milagro de
su locomoción: allí tenía que seguir
hasta que lo encontraran. Y ¿cuando lo
encontraran? Entonces, su carne muerta
lanzaría un grito que resonaría por toda
Inglaterra y llenaría el mundo con los ecos
de la persecución. Muerto o vivo aquello
seguía siendo el enemigo. «El tiempo era el
enemigo cuando faltaba la inteligencia», pensó; y
la primera palabra se quedó grabada en su mente. El
tiempo, ahora que el crimen había sido cometido; el tiempo,
que había terminado para la víctima, se
había convertido en perentorio y tras-
cendental para el asesino.
Aún seguía pensando en esto cuan-
do, primero uno y luego otro, con los
ritmos y las voces más variadas -una
tan profunda como la campana de una
catedral, otra esbozando con sus notas
agudas el preludio de un vals-, los relo-
jes empezaron a dar las tres.
El repentino desatarse de tantas
lenguas en aquella cámara silenciosa
le desconcertó. Empezó a ir de un lado
para otro con la vela, acosado por som-
bras en movimiento, sobresaltado en lo
más vivo por reflejos casuales. En mu-
chos lujosos espejos, algunos de estilo
inglés, otros de Venecia o Ámsterdam,
vio su cara repetida una y otra vez,
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sus ocupantes inmóviles, al acecho de cualquier rumor: personas solitarias, condenadas a pasar la Navidad sin otra compañía que los recuerdos del pa-sado, y ahora forzadas a abandonar tan melancólica tarea; alegres grupos de familiares, repentinamente silenciosos alrededor de la mesa, la madre aún con un dedo levantado; personas de distintas categorías, edades y estados de ánimo, pero todos, dentro de su corazón, curioseando y prestando atención y tejiendo la soga que habría de ahorcarle. A veces le parecía que no era capaz de moverse con la suficiente suavidad; el tintineo de las altas copas de Bohemia parecía un redoblar de campanas; y, alarmado por la intensidad de los tic-tac, sentía la tentación de parar todos los relojes. Luego, con una rá-pida transformación de sus terrores, el mismo silencio de la tienda le parecía
…una porción de su mente seguía alerta y haciendo planes, otra temblaba
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y repentina debilidad en las articulaciones
una fuente de peligro, algo capaz de sorprender y asustar a los que pasaran por
la calle; y entonces andaba con más energía y se movía entre los objetos de la
tienda imitando, jactanciosamente, los movimientos de un hombre ocupado, en
el sosiego de su propia casa.
Pero estaba tan dividido entre sus diferentes miedos que, mientras una por-
ción de su mente seguía alerta y haciendo planes, otra temblaba al borde de la
locura. Una particular alucinación había conseguido tomar fuerte arraigo. El
vecino escuchando con rostro lívido junto a la ventana, el viandante deteni-
do en la acera por una horrible conjetura, podían sospechar pero no saber; a
través de las paredes de ladrillo y de las ventanas cerradas sólo pasaban los
sonidos. Pero allí, dentro de la casa, ¿estaba solo? Sabía que sí; había visto
salir a la criada en busca de su novio, humildemente engalanada
y con un «voy a pasar el día fuera» escrito en cada lazo y en cada
sonrisa. Sí, estaba solo, por supuesto; y, sin embargo, en la casa
vacía que se alzaba por encima de él, oía con toda claridad un leve
ruido de pasos..., era consciente, inexplicablemente consciente de
una presencia. Efectivamente; su imaginación era capaz de seguirla
por cada habitación y cada rincón de la casa; a veces era una cosa
sin rostro que tenía, sin embargo, ojos para ver; otras, una sombra de sí
mismo; luego la presencia cambiaba, convirtiéndose en la imagen del
anticuario muerto, revivificada por la astucia y el odio.
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A veces, haciendo un gran esfuerzo, miraba hacia la puerta
entreabierta que aún conservaba un extraño poder de repul-
sión. La casa era alta, la claraboya pequeña y cubierta de pol-
vo, el día casi inexistente en razón de la niebla; y la luz que
se filtraba hasta el piso bajo débil en extremo, capaz apenas
de iluminar el umbral de la tienda. Y, sin embargo, en aquella
franja de dudosa claridad, ¿no temblaba una sombra?
Repentinamente, desde la calle, un caballero muy jovial
empezó a llamar con su bastón a la puerta de la tienda, acom-
pañando los golpes con gritos y bromas en las que se hacían
continuas referencias al anticuario llamándolo por su nom-
bre de pila. Markheim, convertido en estatua de hielo, lanzó
una mirada al muerto. Pero no había nada que temer: seguía
tumbado, completamente inmóvil; había huido a un sitio don-
de ya no podía escuchar aquellos golpes y aquellos gritos; se
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22 23
La voz de la conciencia Robert Louis Stevenson
24 25
La voz de la conciencia Robert Louis Stevenson
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24 25
Robert Louis Stevenson
26 27
La voz de la conciencia Robert Louis Stevenson
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26 27
La voz de la conciencia
28 29
La voz de la conciencia Robert Louis Stevenson
a su cauteloso caminar, los pasos de otros pies que se retira-
ban escaleras arriba. La sombra todavía palpitaba en el um-
bral. Markheim hizo un esfuerzo supremo para dar confianza
a sus músculos y abrió la puerta de par en par. La débil y
neblinosa luz del día iluminaba apenas el suelo desnudo, las
escaleras, la brillante armadura colocada, alabarda en mano,
en un extremo del descansillo, y los relieves en madera os-
cura y los cuadros que colgaban de los paneles amarillos del
La frente de Markheim empezó a llenarse de
gotas de sudor.
revestimiento. Era tan fuerte el golpear
de la lluvia por toda la casa que, en los
oídos de Markheim, empezó a diferen-
ciarse en muchos sonidos diversos. Pa-
sos y suspiros, el ruido de un regimiento
marchando a lo lejos, el tintineo de mo-
nedas al contarlas, el chirriar de puertas
cautelosamente entreabiertas, parecía
mezclarse con el repiqueteo de las gotas
sobre la cúpula y con el gorgoteo de los
desagües. La sensación de que no esta-
ba solo creció dentro de él hasta llevarlo
al borde de la locura. Por todos lados se
veía acechado y cercado por aquellas
presencias. Las oía moverse en las habi-
taciones altas; oía levantarse en la tienda
al anticuario; y cuando empezó, hacien-
do un gran esfuerzo, a subir las escaleras,
sintió pasos que huían silenciosamente
28 29
La voz de la conciencia
30 31
La voz de la conciencia Robert Louis Stevenson
…he matado a su señor
30
La voz de la conciencia
delante de él y otros que le seguían cautelosamente. Si es-
tuviera sordo, pensó Markheim, ¡qué fácil le sería conservar
la calma! Y en seguida, y escuchando con atención siempre
renovada, se felicitó a sí mismo por aquel sentido infatigable
que mantenía alerta a las avanzadillas y era un fiel centinela en-
cargado de proteger su vida.
En el primer piso las puertas estaban entor-
nadas; tres puertas como tres emboscadas,
haciéndole estremecerse como si fueran bocas
de cañón. Nunca más, pensó podría sentirse sufi-
cientemente protegido contra los observadores ojos
de los hombres; anhelaba estar en su casa, rodeado de paredes,
hundido entre las ropas de la cama, e invisible a todos menos a
Dios. Y ante aquel pensamiento se sorprendió un poco, recordando
historias de otros criminales y del miedo que, según contaban, sen-
tían ante la idea de un vengador celestial. No sucedía así, al menos,
con él. Markheim temía las leyes de la naturaleza, no fuera que
en su indiferente e inmutable proceder, conservaran alguna prueba
concluyente de su crimen. Temía diez veces más, con un terror
supersticioso y abyecto, algún corte en la continuidad de la ex-
periencia humana, alguna caprichosa ilegalidad de la naturaleza.
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La voz de la conciencia Robert Louis Stevenson
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La voz de la conciencia Robert Louis Stevenson
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La voz de la conciencia
Robert Louis Stevenson
Markheim (Christina Zagia), es un buscavidas que en vísperas de Navidad ingresa a una tienda de antigüedades con la intención de cometer un crimen. Luego de un acalorado intercambio de palabras con Anticuario (Gerardo Rojas) se genera una situación de violencia que termina con la vida de este último. Markheim comienza a luchar
contra sus propios demonios tratando de sobreponerse a la situación. En ese momento ingresa el visitante (Fiorella Bomio), un enigmático personaje que obligará al protagonista a plantearse su vida y enfrentar
una elección que imprima un sentido en ella.
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