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Obra conmemorativa del La Constitución y el sistema penal: 75 años (1940-2015) Sergio García Ramírez

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Los cambios y las reformas a la Constitución Política de los Estados Unidos Mexi-canos son, por decirlo de alguna forma, un indicador de las tendencias en materia penal que se han presentado a lo largo de la segunda mitad del siglo XX y la pri-mera década del XXI. Todo esto siempre ha estado envuelto en una esperanza: un sistema de justicia penal justo, un sistema de justicia penal “humano” donde la víctima y el imputado no se vean sumidos en un doloroso camino.

Las expectativas que se han generado con las reformas constitucionales al sis-tema penal suelen ser muchas y sus resultados quedan lejos de la tan anhelada justicia. En este texto del Dr. Sergio García Ramírez se traza un “boceto” de lo que han sido las reformas al sistema penal en la Carta Magna desde 1940 hasta 2015. Aciertos y errores, progreso y retroceso, esperanzas, desilusiones, nuevas figuras penal —unas afortunadas otras contradictorias—.

La Constitución y el sistema penal: 75 años (1940-2015) es una obra que nos reve-la el itinerario que ha seguido el sistema penal en México. Nos regala una imagen de lo que ha sido la evolución o involución de la “idea” penal en la Constitución. Un libro que nos alienta a investigar y a imaginarnos que esa “idea” de poco sirve a la sociedad si en ella no está implícito el respeto a los derechos humanos.

La Constitución y el sistema penal:75 años (1940-2015)

Sergio García Ramírez

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La Constitución y el sistema penal: 75 años (1940-2015)

Sergio García Ramírez

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DIRECTORIO

Arely Gómez GonzálezProcuradora General de la República

y Presidenta de la H. Junta de Gobierno del Inacipe

Salvador Sandoval SilvaSubprocurador Jurídico y de Asuntos Internacionales de la pgr

y Secretario Técnico de la H. Junta de Gobierno del Inacipe

Rafael Estrada MichelDirector General

del Instituto Nacional de Ciencias Penales

Elisa Speckman GuerraSecretaria General Académica

Jorge Martínez IglesiasSecretario General de Extensión

Alfonso Jesús Mostalac CeciliaDirector de Publicaciones

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La Constitución y el sistema penal: 75 años (1940-2015)

Sergio García Ramírez

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La Constitución y el sistema penal: 75 años (1940-2015)

© Sergio García Ramírez

© Instituto Nacional de Ciencias Penales

Instituto Nacional de Ciencias Penales, Magisterio Nacional núm. 113, Col. Tlalpan, Del. Tlalpan, C.P. 14000, Ciudad de México.

Primera edición electrónica, diciembre de 2016

ISBN electrónico: 978-607-8447-77-0

Coordinadora de la Serie 40 Aniversario: Elisa Speckman Guerra

Se prohíbe la reproducción par cial o total, sin importar el medio, de cualquier capítulo o in formación de esta obra, sin previa y expresa autorización del Instituto Nacional de Ciencias Penales, titular de todos los derechos.

Esta obra es producto del esfuerzo de investigadores, profesores y especialistas en la materia, cuyos textos están dirigidos a estudiantes, expertos y público en general. Considere que fotocopiarla es una falta de respeto a los participantes en la misma y una violación a sus derechos.

Las opiniones expresadas en esta obra son responsabilidad exclusiva del autor y no necesariamente reflejan la postura del Instituto Nacional de Ciencias Penales.

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PublicacionesCapacitaciónPosgrado

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Contenido

Presentación | 1

Prólogo | 5

Preámbulo | 21

1 Academia e Instituto: la circunstancia | 25

2 Las reformas constitucionales: en general y en particular | 29

3 Función del sistema penal en el marco constitucional Las decisiones fundamentales | 35

4 Series de normas penales | 45

5 La norma y la vida | 49

6 Factores y perfil de las reformas | 53

7 Números | 57

VII

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La Constitución y el sistema penal:75 años (1940-2015)

VIII

8 Una larga etapa: escasas reformas | 61

9 La amplia reforma de 1993 | 65

10 Etapa intermedia: múltiples temas | 67

11 La reforma ambigua de 2008: ¿democracia o autoritarismo? | 75

12 Abundantes reformas posteriores: de 2008 a 2015 | 83

13 Colofón | 89

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Presentación

En el Constituyente de 1917 se planeó un sistema penal que respondiera a las necesidades penitenciarias de la

época. El país había vivido los años de la pax porfiriana y su escuela positivista. Ahí, como un feroz testigo de esa modernidad, se alzaba la idea benthamiana del Panóptico: obseso vi-gilante de quienes habían caído en prisión. Y qué decir de esa institución carcelaria cuyo

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nombre se ha convertido en parte del lengua-je común: el apando. La época posrevolucio-naria trajo algunos paradigmas en relación con el sistema penal que fueron plasmados en la Carta Magna, un sistema penal con arreglo a ciertos principios. Después de la promulgación de la Constitución, las refor-mas al ordenamiento han sido casi inconta-bles. En relación con el sistema penal no es la excepción.

Nuestra sociedad ha evolucionado y, en consonancia, hemos tratado de que el siste-ma penal se adapte a las nuevas realidades sociales y a la puesta al día en materia de derechos humanos. Muchísimas reformas se han llevado a cabo, algunas aplaudidas y otras no tanto, en lo relativo al sistema penal y son materia de estudio y análisis.

En La Constitución y el sistema penal: 75 años (1940-2015), Sergio García Ramírez vuelve a poner en el centro del debate un tema acerca del cual no hemos podido, como nación, “aprehender”: el ideal beccariano. Ningún sistema penal puede llamarse efec-tivo si en códigos, leyes y cárceles se repro-ducen modelos que no favorecen los gran-des ideales de los derechos humanos. En esta obra, el autor habla de las instituciones penales que nacen y luego desparecen, leyes de excepción, nuevos códigos y reglamen-tos, reformas, reinserción y readaptación social. En este sentido, acota algo que debe-ría llamarnos a reflexión en torno al sistema penal:

el sistema penal refleja con gran elocuencia las verdaderas convicciones y el comportamiento co-tidiano del poder, dotado de su máxima pujanza a menudo desbordante. Por ello es preciso advertir y señalar las tendencias de diverso signo —liber-tad o sumisión, democracia o autoritarismo— que florecen en la vida de una nación, y más aún, las tendencias que disputan el gobierno de la nación.

La Constitución y el sistema penal: 75 años (1940-2015) es un lúcido viaje con un guía a medio camino entre Virgilio y Tocqueville, que nos muestra las luces y sombras por las que discurre la justicia penal, y abre ese microcosmos en el que se refleja el uso del poder. Habla de tú a tú con los cancerberos y carontes del sistema penal; viajamos con él por una república de grandes hombres y, también, por una tierra de seres atados a una rara ergástula legislativa.

Sergio García Ramírez examina la maqui-naria penal de nuestro país a través de las re-formas constitucionales que, a lo largo de 75 años, han hecho del sistema penal, para bien y para mal, lo que hoy tenemos.

Nos resulta imposible terminar este breví-simo prólogo sin citar lo que consideramos el mensaje central de esta obra y quizá la síntesis de lo que debemos saber acerca del sistema penal:

Lo que más debiera inquietar al observador del sistema penal de nuestro tiempo […] es la tenta-ción de utilizar la herramienta punitiva más allá

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Presentación

de su oficio natural en una sociedad democrática […] Fortalecer el costado humanista y liberal del aparato penal y ahuyentar esa tentación autorita-

ria que pretende cumplir las tareas de justicia so-cial con justicia penal es el cometido primordial de una política criminal avanzada.

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Prólogo

El Inacipe a cuarenta años: un testimonio

Me valgo de la hospitalidad edi-torial del Instituto Nacional de Ciencias Penales —conocido na-

cional e internacionalmente por sus siglas: INACIPE— para formular un prólogo a esta obra, en cierto modo “heterodoxo”. Así lo ca-lifico por los motivos que menciono en las lí-neas siguientes.

Sergio García Ramírez

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El libro se refiere a las reformas constitu-cionales en materia penal que México adop-tó en el curso de tres cuartos de siglo (1940-2015), y utiliza como referencia el nacimiento y desarrollo de dos instituciones mexicanas en ese mismo periodo: la Academia Mexica-na de Ciencias Penales y el Instituto de In-vestigaciones Jurídicas —originalmente, de Derecho Comparado— de la Universidad Na-cional Autónoma de México, organismos a los que aludo con cierto detalle en el capítulo inicial del libro.

Pero este prólogo no se contraerá, como lo haría si fuese “ortodoxo”, a la reforma consti-tucional, a la Academia y al Instituto de Inves-tigaciones Jurídicas. Versará —con anuencia del doctor Rafael Estrada Michel, competen-te Director General del INACIPE— sobre el propio Instituto Nacional de Ciencias Penales y tratará de su vida y milagros en una etapa germinal: la época de preparación y arranque del Instituto, que a partir de entonces —pese a un receso deplorable que ya se encuentra en el arcón de los peores recuerdos— ha ga-nado terreno y prestigio, eficacia y capacidad de servicio, ampliamente reconocidos.

En este año —2016— el INACIPE celebra cuarenta años de vida. Lo hace trabajando, como lo ha hecho siempre, con ímpetu que impulsa su curso y excelentes rendimientos. Redobla el paso, no obstante los amagos que pretenderían detenerlo. Hasta ahora han prevalecido el nervio y el talento, factores de supervivencia y creatividad. Confío en que así será todo el tiempo por venir.

En la línea del que he llamado prólogo “heterodoxo” narraré algunos antecedentes, proyectos, tareas, vicisitudes, esperanzas, que determinaron el nacimiento del Institu-to desde antes de que se pusiera la primera piedra de su sede en Magisterio Nacional 113, donde sigue dando pruebas de eleva-do magisterio —haciendo honor al nombre de su calle tlalpeña — en las disciplinas de su incumbencia. Y me referiré también a la circunstancia que propició la fundación. Lo haré desde mi propia óptica, que es la de un asistente a las tareas previas y al estableci-miento del Instituto, el feliz advenimiento, se diría, con términos de “parto”.

Mencionaré algunos nombres y unas cuan-tas fechas, dichos y hechos. Ahorraré la ex-tensa historia de las propuestas —y acaso los sueños, bien informados y a la postre realiza-bles— de quienes supusieron que sería posi-ble, alguna vez y en alguna medida, contar con un verdadero sistema de justicia penal, en la vanguardia de las ideas y de la realidad, y dentro de éste, con un organismo de “clase mundial” —para emplear la socorrida expre-sión— que contribuyese al progreso del pena-lismo mexicano. Esos promotores pensaron, seguramente, en otros organismos que han dado lustre a la República, en sus ámbitos ge-nerosos: por ejemplo, el Instituto Nacional de Cardiología, el de Nutrición, el de Neurología, o el Colegio de México. No debían ser meno-res la dimensión y trascendencia del Institu-to Nacional de Ciencias Penales, en ciernes.

He señalado lo anterior para justificar, si me es posible, la orientación y el contenido

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Prólogo

de un prólogo que parece distanciarse del tema de la obra que anuncia, pero que en ri-gor se asocia a él, todo dentro del constante esfuerzo por avanzar en la construcción de la justicia penal. De esta forma correspondo a la invitación que se me hizo y concurro al cuadragésimo aniversario de la fundación del Instituto Nacional de Ciencias Penales, que abrió sus puertas el 25 de junio de 1976, en un tiempo de labor intensa y horizontes pro-misorios.

* * *

En el opúsculo al que acompaña este pró-logo analizo brevemente las reformas consti-tucionales en materia penal que aparecieron en los últimos tres cuartos de siglo. El libro se asocia a celebraciones importantes para nosotros. Como dije, en las primeras páginas aludo a la creación de la Academia Mexicana de Ciencias Penales, por una parte, y del Ins-tituto de Investigaciones Jurídicas de la Uni-versidad Nacional Autónoma de México, por la otra. Ambos fueron establecidos en 1940, en un México diferente del que ahora cono-cemos, disfrutamos o padecemos, que sigue siendo el país de nuestro amor y compromi-so. Por lo tanto, aquella Academia y ese Insti-tuto cumplieron en 2015 setenta y cinco años de labor fecunda y constante, que saludamos a través de varios programas conmemorati-vos. Entonces elaboré la mayor parte del tra-bajo al que sirve este prólogo, entregado al INACIPE en el inicio de 2016.

Tres cuartos de siglo en la obra penal cons-titucional de una República inquieta y ata-

reada, a menudo injusta y violenta, no son poca cosa. En ese período han aparecido no-vedades de primer orden: giro notable de la criminalidad desplegada en dos vertientes: delincuencia tradicional y delincuencia evo-lucionada, a la que solemos llamar “organiza-da”; inserción del país en el proceso de globa-lización que trae consigo la relación intensa, inevitable y ciertamente deseable —si corre por el cauce de la justicia y la racionalidad— entre naciones que se habían mantenido a distancia, escasamente comunicadas y fre-cuentemente recelosas; aparición de múlti-ples ordenamientos —en este “país de leyes”, en el puro sentido cuantitativo de la expre-sión— que cubren los más diversos espacios del quehacer penal del Estado y de las expec-tativas de seguridad y justicia de los ciuda-danos; proyectos, programas, lineamientos, discursos y promesas que colman, con profu-sión, el arsenal de los ofrecimientos políticos. En fin, cambios, advenimientos, novedades, tareas e ilusiones que pueblan setenta y cin-co años de vigoroso crecimiento.

Líneas arriba dije que no es mi propósito referirme en este prólogo a las instituciones que mencioné y al movedizo paisaje de la república de los delitos y los castigos, en su versión mexicana. Lo dedico a un tema dife-rente, aunque estrechamente comunicado y determinado por los que antes mencioné: el INACIPE. Esta dedicación tiene sentido si se toma en cuenta que también estamos ce-lebrando un aniversario del Instituto, y que mi libro sobre las reformas penales incorpo-radas en la ley suprema aparece gracias a la hospitalidad de quien me ha favorecido con

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ella a lo largo de cuatro décadas de vida útil, que también son décadas de mi propia vida como testigo y a veces protagonista de las an-danzas del INACIPE, mi actual editor hospi-talario.

* * *

Con frecuencia concentramos la invoca-ción del Instituto en la sonora concisión de sus siglas: INACIPE, así mencionado dentro y fuera del país, con respeto y aprecio. Y diría que también con afecto. Nació con vientos fa-vorables y ha sobrevivido entre corrientes de todo género, siempre luchando. Las de aho-ra permiten suponer que tendrá vida y ha-brá progreso. No puedo asegurarlo, pero me atrevo a esperarlo, sumando así mis buenos deseos a los de toda la comunidad jurídica, criminológica y criminalística de México y de otros países —en América y Europa— que se han beneficiado de las aportaciones, enseñan-zas, investigaciones y publicaciones de esta institución admirable. De ahí que aguarden su permanencia y fortaleza.

El INACIPE cumple y celebra cuarenta años contados desde su apertura formal en un acto solemne, en el cada vez más lejano 1976 —pero muy presente en nuestra memo-ria y en nuestro desvelo— con asistencia del Presidente de la República y de un nutrido grupo de funcionarios y académicos, que die-ron fe del establecimiento y compartieron las buenas esperanzas que suscitaba su funda-ción. Me propongo referir en estas páginas algunos recuerdos de aquellas horas y de los primeros pasos del Instituto, su yo y su cir-

cunstancia, que dice Ortega,1 y que decimos quienes nos reencontramos ahora, en una circunstancia muy distinta de la original, a la sombra del árbol bien plantado hace cua-renta años y de su fronda poderosa, que ha resistido con admirable constancia.

Vayamos al periodo político-administrativo 1970-1976. Utilizo esta referencia sexenal si-guiendo una práctica arraigada —y explica-ble— en la narración de nuestras historias y para identificar en el tiempo y en las decisio-nes la circunstancia del Instituto naciente. Surgió al cabo de una intensa etapa de refor-ma penal y penitenciaria, que siguió a otras que anunciaron la misma intención pero no lograron traducirla en hechos tan notables y alentadores como los que se sucedieron en aquel periodo. En el germen de esas reformas ha latido siempre la promesa de reformar las prisiones, con la que hemos caminado por dos siglos, sin llegar a la meta. Por ello es na-tural vincular la creación del Instituto con la reforma penitenciaria y a la inversa.

Sabemos que la idea de humanizar las cárceles de México —que han sido y siguen siendo, en gran medida, recintos inhumanos, círculos descendentes de un infierno dantes-co— nos ha acompañado desde las primeras horas de la independencia. Fernández de Li-zardi planteó el mejoramiento de las prisio-nes,2 y en la misma dirección actuaron esta-distas, juristas y filántropos en el escenario

1 José Ortega y Gasset, Meditaciones del Quijote. Ideas sobre la novela, 3a ed., Madrid, Revista de Occidente, 1956, p. 18.

2 Cfr. “Constitución imaginaria”, en Varios, El nacionalismo revoluciona-rio mexicano. Antología, México, PRI, 1987, p. 31.

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Prólogo

de nuestro turbulento siglo XIX. Hay nom-bres ilustres en esta procesión de buenos propósitos, entre ellos Mariano Otero,3 más conocido por sus luminosas páginas de políti-ca que por sus avanzados conceptos sobre el régimen carcelario. En la galería de los nom-bres memorables, se hallan también los ilus-trados constituyentes del 57 que asociaron la reforma penitenciaria a la abolición de la pena de muerte.4 Esta ya ocurrió; aquélla se halla en “transición”, a duras —muy duras— penas.

No voy más lejos en noticias históricas, que requerirían más espacio y mejor cronis-ta. Con el impulso realista que aportó la re-forma penitenciaria en el Estado de México, en los altos sesenta, el Gobierno Federal puso en marcha, entre 1970 y 1976, un intenso pro-yecto de reforma penal y penitenciaria, tra-ducido en leyes novedosas —así se forjó el Derecho penitenciario mexicano, iluminado por la pequeña gran ley: Normas Mínimas so-bre Readaptación Social de Sentenciados—; se emprendió la formación de profesionales del penitenciarismo y el tratamiento de los menores infractores —hoy designados como adolescentes en conflicto con la ley penal —; se erigieron numerosos establecimientos para procesados y sentenciados conforme a

3 De este autor, cfr., “Indicaciones sobre la importancia y necesidad de la reforma de las leyes penales”, “Iniciativa y ley para el establecimiento del sistema penitenciario en el Distrito y Territorios, con la convocatoria ex-pedida para la formación del plano de la cárcel para detenidos y presos”, “Mejora del pueblo (Casas de corrección)” y “Carta sobre penitenciarías”, en Mariano Otero, Obras, t. II, recopilación, selección, comentarios y estu-dio preliminar de Jesús Reyes Heroles, México, Porrúa, 1967, pp. 651 y ss.

4 Cfr. Sergio García Ramírez, El artículo 18 constitucional: prisión pre-ventiva, sistema penitenciario, menores infractores, México, unam, Coordi-nación de Humanidades, 1967, pp. 45 y ss.

un proyecto de reclusorio tipo preparado en la Secretaría de Gobernación, sin requerir la intervención aparatosa de despachos onero-sos ni certificaciones foráneas; se alentó un conjunto de investigaciones jurídicas, cri-minológicas y penitenciarias que formaron el primer grupo de trabajos de este género impulsados sistemáticamente y encomenda-dos a investigadores de diversas disciplinas; se apoyó la instalación bienhechora del Ins-tituto Latinoamericano de Naciones Unidas para la Prevención del Delito y el Tratamien-to del Delincuente (ILANUD); se incrementó la participación de México en foros interna-cionales, gubernamentales y académicos en torno a estos temas; se modernizó el desen-volvimiento de la criminalística, que apenas salía de antiguos conceptos y prácticas tradi-cionales. En suma, hubo animación en el De-recho penal, la criminología y la criminalísti-ca. Todo esto constituyó, en fin de cuentas, la circunstancia en la que apareció el Instituto Nacional de Ciencias Penales.

Si me he referido con cierto detalle a esa circunstancia y a esa etapa en la vida del país, es porque el INACIPE fue planeado, organi-zado y abierto como culminación, deliberada y formal, del trabajo de la República en este campo frecuentemente postergado, ignora-do, disminuido, pero entonces identificado y atendido. Así se menciona, subrayadamente, en las consideraciones del decreto de crea-ción al que me referiré infra. Sigo mi relato sobre hechos y personas en el nacimiento del Instituto, a reserva de que este mismo y su excelente equipo de historiadores registren y expongan, como lo están haciendo en 2016,

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los elementos sobresalientes del nacimien-to y el desarrollo de aquella institución. No hago referencias gobernadas por la nostalgia, enfermedad que no padezco y de la que siem-pre me he cuidado, sino por la conveniencia de poner en blanco y negro, una vez más, al-gunos datos de esta importante y ciertamen-te interesante biografía institucional, para beneficio de los jóvenes que ahora se inter-nan en las ciencias penales y no menos de los académicos y funcionarios que las impulsan y responden por ellas.

En la animada circunstancia a la que antes me referí, algunos profesores de las discipli-nas penales —funcionarios públicos o no— nos reuníamos frecuentemente con el pro-pósito de plantear las siguientes etapas de la renovación penal mexicana, y dentro de ella, el posible establecimiento de un organismo en el que culminaran aquellos esfuerzos y del que partieran nuevas vertientes del progreso. Aquí debo recordar que la idea de crear ese organismo —como también la apertura de planteles para la formación del personal des-tinado a la procuración y administración de la justicia penal y a la ejecución de penas y medi-das— había surgido y permanecido entre las iniciativas y los afanes de la Academia Mexi-cana de Ciencias Penales. Hace algún tiempo di cuenta sobre el nacimiento y el desarrollo de la Academia y de su revista Criminalia —que se adelantó a aquél: su primer número vio la luz en 1933—, y en esa cuenta referí lo que en seguida me permito reproducir.5

5 García Ramírez, “La Academia Mexicana de Ciencias Penales y Crimi-nalia. Medio siglo en el desarrollo del Derecho penal mexicano (Una apro-ximación)”, Criminogénesis, núm. 7, año 2, octubre de 2010, pp. 21 y ss.

Al cabo de una enérgica etapa de novedades penales y penitenciarias (1970-1976: el sexenio más activo en esta mate-ria),6 la Academia se había distinguido por su constante exigencia de una política criminal sustentada en el examen de las condiciones nacionales, la investigación correspondiente y la selección y prepara-ción de quienes tienen a su cargo funcio-nes de prevención y persecución del delito. Era natural que la Academia plantease el establecimiento del órgano de Estado que asumiera esa múltiple labor, con buen fun-damento y convergencia institucional. Da-taba de tiempo atrás, por ejemplo, la suge-rencia de (Mariano) Ruíz Funes a favor de un instituto de estudios penales.7 En esa misma dirección se habían pronunciado (Luis) Garrido y (Javier) Piña y Palacios al proponer la creación de una escuela para el personal penitenciario: “sería la base —di-jeron — para la fundación de un Instituto de Ciencias Penales al servicio del Gobier-no Federal y de los Estados, que serviría para estudiar y resolver las cuestiones pe-nales internas”.8

Este objetivo de la Academia se aten-dió desde varias instituciones, en forma relativamente circunstancial o en todo caso constreñida, específicamente, a que-

6 Cfr. Carmen Castañeda, Prevención y readaptación social en México, México, Inacipe, (Cuadernos del Instituto Nacional de Ciencias Penales), 1979, pp. 101 y ss.

7 Cit. Sergio Correa García, Historia de la Academia Mexicana de Cien-cias Penales, México, Porrúa, 2001, p. 137.

8 “La reorganización penitenciaria”, en Ensayos penales, México, Botas, 1952, p. 102; igualmente, en “Una escuela nueva” se afirmó: “En realidad, México necesita con urgencia un instituto criminológico”. Ibidem, p. 155.

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Prólogo

haceres públicos de procuración federal o local de justicia y reforma penitenciari.9 Pero no debía naufragar la política crimi-nal, fragmentada o disminuida. Era preciso reconocerle la dimensión que le correspon-de y enfilar el rumbo con la presencia de una entidad competente para asumir la empresa. Por supuesto, se requería ahín-co, comprensión, apoyo inteligente y firme, que confiriese al órgano la dimensión para la que se creaba, a fin de que no mengua-se su tarea ni se retrajera su proyección, como alguna vez ha temido Raúl Zaffaroni, observador de la vida y milagros del pena-lismo mexicano.10

En 1976 apareció en la escena el Ins-tituto Nacional de Ciencias Penales —INA-CIPE, por sus siglas—, resultado de aque-lla constructiva y reiterada pretensión. Promovido y fundado por miembros de la Academia, vinculado estrechamente a ésta —que participa en su cuerpo de gobierno —, dirigido en diversas etapas por inte-grantes de la misma corporación, el Insti-tuto ha sido un dato principal del penalis-mo mexicano auspiciado por la Academia. Su historia constituye, pues, un capítulo necesario en la crónica de las tareas asocia-das a esa corporación y a un buen número de académicos, que han sido funcionarios, docentes, investigadores y, en todo caso,

9 Al decir esto, me refería, solo por ejemplo, a las tareas de la Procura-duría General de Justicia del Distrito (y Territorios Federales). Cfr. García Ramírez, “Tarea de la Procuraduría del Distrito Federal (1970-1972)”, en Estudios penales, Saltillo, Universidad Autónoma de Coahuila, 1982, pp. 489-490.

10 Cfr. En busca de las penas perdidas. Deslegitimación y dogmática jurídico-penal, 2ª ed., Bogotá, Temis, 1990, pp. 3-4.

aliados de aquella entidad pública, estable-cida como organismo descentralizado del Estado federal.

Hasta aquí la transcripción de algunas lí-neas alusivas al INACIPE en el artículo que dediqué a la Academia y a Criminalia. Ya dije que hubo frecuentes reuniones de colegas para planear un Instituto que pudo ser de criminología, y finalmente sería de ciencias penales, integrando a todas las disciplinas de esta vocación. Era pertinente proceder de esta manera, depositando nuestras fuer-zas en un solo proyecto amplio, comprensi-vo, unitario. Entonces yo me desempeñaba como subsecretario de Gobernación —otra circunstancia favorable a la fundación del Instituto—, y en torno a la mesa de la sub-secretaría se reunieron varios maestros, co-legas y amigos que pusieron manos a la obra para crear una institución y diseñar su perfil y su programa: Francisco Núñez Chávez —entonces Director General de Prevención y Readaptación Social de la Secretaría de Go-bernación —, Alfonso Quiroz Cuarón, Javier Piña y Palacios, Rafael Moreno González, Luis Rodríguez Manzanera, Victoria Ada-to Green, Olga Islas de González Mariscal, Héctor Solís Quiroga, Gustavo Malo Cama-cho, Gustavo Barreto Rangel. En ocasiones nos acompañaron otros funcionarios y acadé-micos que aportaron ideas y sugerencias a la obra que nos propusimos acometer.

Nadie podría negar que en ese conjunto —y en el impulso estupendo que desembocó en la creación del organismo— destacaban nuestros recordados maestros Quiroz Cua-

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rón y Piña y Palacios. Además, aquél había cumplido un papel decisivo en la reforma penitenciaria del Estado de México, que se me encomendó en 1966 y en la que me acom-pañó Antonio Sánchez Galindo. Por varios conceptos, es muy justa la afirmación de Ser-gio Correa García, autor de una historia de la Academia, cuando señala que en los idea-les del Instituto “se reflejan los ideales de la Academia Mexicana de Ciencias Penales y de Criminalia”.11

Claro está que una cosa es concebir un organismo de docencia, investigación y di-fusión, y otra trasladar la idea a la realidad, sobre todo cuando la obra requiere lo que solemos llamar “voluntad política” y además recursos materiales, que en este caso solo po-drían provenir del presupuesto federal. Estos elementos —voluntad y recursos— llegaron merced a la buena disposición de quienes se hallaban en condiciones de aportar aquélla y autorizar éstos. Me refiero, por supuesto, al Presidente de la República, Luis Echeve-rría —que favoreció con determinación muy firme la reforma penitenciaria: díganlo, si no, la clausura de Lecumberri y su relevo por los nuevos centros de reclusión preventiva,12 cuyo penoso declive ocurrió años más tar-de —, y al Secretario de Gobernación Mario Moya Palencia.

11 Correa, Historia de la Academia…, op. cit., p. 479.12 Sobre la etapa de cierre de la antigua Cárcel Preventiva de la ciudad

de México, que primero fuera Penitenciaría del Distrito Federal, y estable-cimiento de los nuevos reclusorios preventivos, más el Centro Médico de Reclusorios, cfr. García Ramírez, El final de Lecumberri (Reflexiones sobre la prisión), México, Porrúa, 1979.

Algunos elementos favorables, no sé si de-cir providenciales, coincidieron en apoyo de la empresa que nos habíamos propuesto. La Secretaría de Gobernación había recibido re-cursos para llevar adelante la reforma penal y penitenciaria; no eran cuantiosos, pero sí importantes. Del buen manejo de esos recur-sos derivó la posibilidad de contar con una suma adecuada para emprender lo que sería la primera etapa de la construcción del Insti-tuto: una primera etapa suficiente para que el organismo alzara el vuelo. Obviamente, también se requería un solar donde elevar la construcción. Comprarlo no se hallaba dentro de nuestras posibilidades. Afortunadamente, la Secretaría disponía de un espacioso predio aledaño a la Escuela Hogar para Mujeres, en Tlalpan, a dos pasos del centro de esta dele-gación. El Instituto se instalaría en ese lugar, sin quebranto alguno de la escuela de niñas. La sede se hallaría en la calle de Magisterio Nacional 113, un domicilio que pronto memo-rizamos.

* * *

Lo que estoy refiriendo corresponde a me-ses finales de 1975 e iniciales de 1976, esto es, la última etapa del sexenio que construyó el INACIPE, sin perjuicio de las nuevas etapas —muy relevantes— que se llevarían adelante en años posteriores y que se hallan a la vista y al servicio de las ciencias penales. Tengo otro recuerdo en la memoria de aquellas horas, para compartirlo con quienes se interesen en las anécdotas atrás de las concepciones y las decisiones. Me refiero al momento en que apliqué toda la celeridad a mi alcance —que es

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Prólogo

una necesidad cuando se navega en las aguas de la burocracia— para obtener la autoriza-ción de recursos presupuestales, emprender la incorporación del predio de Tlalpan a su nuevo destino y salir al paso de cualquier ex-trañeza de funcionarios de la procuración y administración de justicia, por si acaso.

Ese momento se presentó una tarde en que don Javier Piña y Palacios y yo conver-sábamos sobre el proyecto en mi despacho de la Subsecretaría, como acostumbrábamos hacerlo, con la habitual bonhomía de don Javier. Sirvieron al fin que nos propusimos el entusiasmo del maestro, compartido por su todavía joven —pero no mucho— alumno subsecretario, y la disponibilidad de un telé-fono para activar las peticiones, las autoriza-ciones y el trámite entre aquéllas y estas: red interna y red del gobierno federal, la negra y la roja, que eran los colores de entonces. A partir de mi oficina, los timbres de ambos te-léfonos sonaron en varios despachos del Pa-lacio de Covián y de otros palacios, con inme-diatos y buenos resultados.

La obra física quedó encomendada al ar-quitecto Mario Sosa, que tenía a su cargo al-gunas tareas ordenadas por la Secretaría de Gobernación. Estuvo al tanto el competente y esforzado arquitecto penitenciarista de la misma Secretaría, David Sánchez Torres, con quien yo había trabajado en el proyecto del Reclusorio Tipo.13 Bajo nuestra mirada vigilante, que persistió a lo largo de varios meses, favorecida por frecuentes consultas y

13 Cfr. Reclusorio tipo, con David Sánchez Torres et al., México, Secre-taría de Gobernación, 1976.

constantes visitas, se abrieron las cepas, se puso el cimiento, se levantaron los muros, se acondicionaron el auditorio —que lleva-ría el nombre y la efigie de Alfonso Quiroz Cuarón— y las primeras aulas, se instalaron la biblioteca, el centro de documentación, el laboratorio de criminalística y la sala de se-minarios, en la que lucieron —como en otros espacios— fotomurales que reproducían es-cenas de películas famosas del género negro: testimonios del crimen y el criminal, el jui-cio y el castigo. Se acondicionó, inclusive, un antiguo edificio aledaño a la sede, para que sirviese como residencia de profesores y be-carios extranjeros. En suma, se trabajó con decisión, casi fervor, para dotar al Instituto de instalaciones físicas.

Bajo la batuta del arquitecto Sosa se prepa-ró igualmente un logotipo para el INACIPE —¿cómo podría subsistir un organismo de go-bierno sin logotipo que le diera presencia? —, que al cabo de algunas propuestas y contra-propuestas luciría en la fachada del Instituto y en algunas de sus dependencias. Se trata de un complicado logotipo, hay que reconocerlo, que ha suscitado y sigue provocando diversas interpretaciones, merced a su insólita figura en la que aparecen un eje circular y, a partir de éste, un desarrollo a base de elementos que se despliegan en busca de un punto de arribo.

Algunos intérpretes, entre ellos el autor o los autores de la idea, consideraron que estas figuras sugerían la complejidad de las discipli-nas penales, que nacen a propósito de un eje común —el delito y el delincuente— y luego

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se abren en un abanico de implicaciones, bien unidas entre sí. Otros sugirieron que se tra-taba de una representación plástica del ser humano —eje de la reflexión y de la conduc-ta— con su compleja naturaleza, dinámica y variada. Hay materia para la especulación.

Mientras esto sucedía en el mundo de los arquitectos, los ingenieros, los obreros de la construcción, albañiles, electricistas, plome-ros, también se laboraba en el otro mundo institucional, al que ya me referí: obra políti-ca y académica, que se traduciría en un decre-to de creación, indispensable para consagrar el carácter del Instituto como organismo des-centralizado de la Administración Pública Federal —condición que lo pondría a cubier-to, creímos entonces, de olvidos sexenales y tentaciones destructoras—; y en un conjunto de lineamientos y programas académicos. El denominado “Decreto por el que se crea el Instituto Nacional de Ciencias Penales” fue promulgado el 21 de junio de 1976.

En estos documentos habría de constar el objetivo del INACIPE como organismo del Es-tado Mexicano, concentrando dependencias de éste e instituciones universitarias —entre ellas, por supuesto, la UNAM, y también la Universidad Autónoma Metropolitana y la Unión Nacional de Universidades e Institu-ciones de Enseñanza Superior— al servicio de la docencia, la investigación y la difusión. De este centro de pensamiento y enseñanza partirían sugerencias para la definición y el desempeño de la política criminal, siempre al garete. Se contaba, pues, con un propósito necesario, bien estudiado y encaminado, que

podría rendir los frutos que anunciaba el de-creto de creación.

En los considerandos del decreto se relata-ron los pasos del Estado en materia de jus-ticia penal, a los que antes me referí, parti-cularmente los asociados a la circunstancia en la que se disponía el establecimiento del Instituto: ordenamientos para plantear “una nueva política en esta área”; aparición del De-recho penitenciario y edificación de “moder-nos centros de readaptación social”, así como “formación de personal calificado”; investiga-ciones científicas; creación y operación de un sistema de acopio y difusión de información. Todo lo que el Instituto abarcaría al cabo de muy poco tiempo.

El artículo 1º dispuso: “Se crea el Insti-tuto Nacional de Ciencias Penales como or-ganismo descentralizado con personalidad jurídica y patrimonio propios con sede en la ciudad de México”; y el artículo 2º indicó: “El Instituto tendrá por objeto la formación de investigadores, profesores y especialistas en ciencias penales, la realización de investi-gaciones científicas sobre estas materias, la información y difusión sobre conocimientos de su área y las demás tareas conducentes al estudio, al desarrollo y a la aplicación de las disciplinas penales”.

* * *

Había llegado el momento de poner en marcha el Instituto, previa designación de sus directivos: las mentes y las manos en las que se depositaría este nuevo “activo” del

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Prólogo

Estado, con la suma de expectativas que des-pertaba. Los nombramientos dispuestos por el Ejecutivo Federal —facultad que se ejerció por única vez; las designaciones posteriores corresponderían a la Junta de Gobierno14— recayeron en dos prestigiados maestros, au-tores de obras penales notables en la doble trinchera de la ciencia y de la práctica. El profesor Celestino Porte Petit, gran prota-gonista de una nueva hora de la ciencia ju-rídico penal en México, fue nombrado Di-rector General; y el doctor Rafael Moreno González, criminalista mayor, fue designado Director Adjunto. Me correspondió presidir, por acuerdo del Secretario de Gobernación, la Junta de Gobierno. No sobra referir que la coordinación sectorial —como le llama la técnica de la administración pública— del INACIPE quedó a cargo de la Secretaría de Gobernación, factor del nacimiento, entre 1976 y 1983; desde este año se confió a la Pro-curaduría General de la República, factor de continuidad y desarrollo.

La inauguración del INACIPE se hizo el 25 de junio de 1976. Formó parte de una se-rie de actos en los que la Secretaría de Go-bernación dio a conocer su informe sexenal bajo el título de “Seis años de esfuerzo”. Para la inauguración se contaba con la asis-tencia del Presidente Echeverría y se había previsto el recorrido de éste, una vez deve-lada la placa de inauguración, por diversas dependencias del Instituto, en las que reci-

14 El artículo 2º transitorio del Decreto de creación previno: “Por única vez, el Titular del Ejecutivo Federal hará directamente la designación de Director General, de Director Adjunto y de Coordinadores de área, por con-ducto de la Secretaría de Gobernación, sujetándose a los requisitos perso-nales y profesionales establecidos en este Decreto […]”.

biría las explicaciones de los funcionarios correspondientes.

Se cumplió con puntualidad el plan previs-to para la inauguración. Llegó el Presidente, acompañado —según el rito invariable— por numerosos funcionarios y periodistas, a los que se sumaron los juristas invitados por el Instituto. El recorrido inició a la entrada de la Dirección General, que ocupaba un local distinto del que hoy tiene. Hubo un solo ora-dor, don Celestino Porte Petit. El maestro se refirió al proceso de novedades que condujo a la creación del Instituto, sus motivos y sus razones, su desarrollo y su posible futuro, asociado al desenvolvimiento y al porvenir de la justicia penal en México. Observó que la apertura del INACIPE venía a “consolidar la obra reformista legislativa e institucional, dirigida a crear un nuevo clima en la respues-ta del Estado ante el lacerante problema de la criminalidad”; y que la fundación de este organismo obedecía “a la promoción de un programa orientado por los avances en las Ciencias Penales a dimensión nacional e in-ternacional”.

Por supuesto, la reflexión del profesor Por-te Petit extendió la mirada hacia adelante, a largo plazo. “El Instituto tiene ante sí un enorme reto al que debe responder en forma eficaz y generosa. Sólo una estricta selección de sus miembros —tanto alumnos como maestros— lo dotará de la necesaria riqueza intelectual y humana para cumplir en forma digna y relevante con su alta función. Por ello, es que la réplica de todos nosotros al vigoroso esfuerzo de poner en marcha este

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Instituto, se debe traducir en la creatividad de nuevos rumbos en las ciencias penales, tanto en el campo de la investigación como en el de la docencia y en el de la información.”15

En la publicación sobre la crónica inaugu-ral figuran mis propias palabras como Pre-sidente de la Junta de Gobierno: “Un largo camino de necesidades, proyectos y útiles experiencias fue necesario recorrer hasta la final creación del Instituto Nacional de Ciencias Penales […] El gobierno del país ha entregado el Instituto a la nobleza, a la inte-ligencia, al esfuerzo de los estudiosos de las ciencias penales”.16

* * *

De esta manera comenzaron los trabajos de un organismo que ha prestigiado a México y servido con largueza a los fines que animaron su creación y han determinado su desarrollo. En la primera etapa, la casi totalidad de los directivos del INACIPE eran miembros de la Academia Mexicana de Ciencias Penales, que conservó su presencia a lo largo de la vida de la institución, como se reconoce en una placa —pero también en cada capítulo, escrito o no escrito, de la historia institucional— coloca-da en el muro del Instituto.

Desde el primer momento, el INACIPE fue promotor y escenario de cursos, congresos,

15 “Discurso pronunciado por el Dr. Celestino Porte Petit en la inaugura-ción del Instituto Nacional de Ciencias Penales”, en Inauguración del Ins-tituto Nacional de Ciencias Penales, México, Secretaría de Gobernación, 1976, pp. 27-30.

16 “Presentación”, en ibidem, pp. 11 y 13.

conferencias, seminarios, mesas redondas. Entre los encuentros científicos del más alto nivel a los que el INACIPE brindó hospitali-dad —y que serían puntos de referencia para la comunidad académica internacional— se contaron, por lo que toca a la época del “arran-que”, el Primer Coloquio de Política Criminal en América Latina, el Coloquio Internacional “Setenta y cinco años de evolución jurídica en el mundo” (1976) —encuentro jurídico pluridisciplinario, esmeradamente conduci-do por el profesor Niceto Alcalá-Zamora — y las Terceras Jornadas Latinoamericanas de Defensa Social (1979), que tuve el honor de presidir. A estos encuentros seguirían mu-chos más, año tras año, lustro tras lustro, en un prolongado desempeño que ilumina la his-toria penal del país.

El INACIPE fue foro de múltiples reunio-nes multinacionales o binacionales de alto nivel, como la celebrada entre los Procurado-res Generales de México y Estados Unidos en 1985 —año difícil en la relación entre ambos países en materia de procuración de justi-cia—, y de congresos de Procuradores y otros responsables de áreas relacionadas con las disciplinas penales, a cuya reunión nacional en el Instituto asistió el Presidente Miguel de la Madrid el 24 de julio de 1986.

Sería imposible hacer aquí —en este pró-logo heterodoxo a un libro que tiene que ver con las reformas penales constitucionales, a cuya reseña dedicaré los capítulos que aguar-dan su turno— una relación siquiera ejem-plificativa de ese gran número de reuniones. Y en todo caso mi propósito —y mi posibili-

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Prólogo

dad— es aludir únicamente a los primeros años del Instituto, a través de una mirada re-trospectiva que no podría abarcar los perío-dos más recientes. Para ello hay que recurrir a otros ojos.

Creo importante añadir un comentario, así sea muy breve, sobre un importante renglón de los trabajos preparatorios del Instituto y de los años iniciales de este. Como se puede colegir de lo que llevo dicho, el patrocinio de la Secretaría de Gobernación fue indispensable para el establecimiento del Instituto, su pues-ta en marcha, su sustento en los años de fun-dación. De ahí que la Secretaría adelantase programas —bajo el doble signo de la vigorosa dependencia federal y del naciente organismo descentralizado— en una suerte de anuncio sobre el futuro Instituto, o bien, de acompa-ñamiento eficaz de los primeros pasos.

En este orden conviene recordar los nume-rosos trabajos de investigación de excelente factura que se formularon y publicaron en el curso de los años iniciales, comprendidos en series diversas que iban desde las cuestiones de legislación —histórica o actual— hasta los temas de sociología criminal, régimen de pri-siones, genética y delincuencia, por solo men-cionar unos cuantos de la extensa relación que abarca las investigaciones y las obras para la docencia publicadas con el doble pie de imprenta de la Secretaría y del Instituto, y a menudo como “Cuadernos del Instituto Na-cional de Ciencias Penales”.

Entre los autores de esas obras recuerdo a Elena Azaola, Lucy Reidl, Leticia Ruiz de

Chávez, José Barragán Barragán, Gustavo Malo Camacho, Javier Piña y Palacios, Héc-tor Solís Quiroga, Lourdes Schnaas de Garay, José Pedro Achard, Ramón Fernández Pérez, Luis Rodríguez Manzanera, Gustavo Barreto, Josefina Álvarez Gómez, Susana Muñoz Sán-chez, Abraham Nadelsticher Mitrani, Jennya Bojdiaeff, Alicia González Vidaurri, Augusto Sánchez Sandoval, Gustavo Cosacov Belaus, Klaus Dieter Gorenc, Noemí Clemente Men-doza, Marcia Bullen Navarro. También hubo, por cierto, bellas obras que asociaron el arte y el crimen a través de la literatura epistolar, la poesía o la cinematografía. Las debemos a Tita Valencia, Marco Antonio Montes de Oca y Francisco Rocha.

* * *

No omitiré destacar las tribulaciones del Instituto bajo la presión de los “ajustes” pre-supuestales que acordó el Gobierno Federal, acosado por un contexto económico desfavo-rable, en el sexenio 1982-1988, y en los difí-ciles días que siguieron a los terremotos de 1985 en la Ciudad de México. Cuando ese ajuste alcanzó a la Procuraduría General de la República —que lo hizo seriamente y a fondo, sin eludir medidas y consecuencias—, aquella dependencia contaba con una Direc-ción a cargo de la selección y la formación de personal, tanto ministerial como policial, y su titular presidía la Junta de Gobierno del Ins-tituto Nacional de Ciencias Penales.

La estrechez del presupuesto aconsejaba un ahorro máximo, concentrando, en la ma-yor medida posible, renglones de gasto que

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tenían objetivos similares. Por ello resolví trasladar al INACIPE la función que cumplía aquella Dirección de la PGR. La medida era necesaria —“dolorosa, pero necesaria”, se es-tila decir en la retórica oficial que acompaña los recortes presupuestales— para alcanzar el ahorro dispuesto por el Ejecutivo, y ade-más podría constituir condición de vida para el INACIPE, en el corto o el mediano plazo. Todo esto contribuye a explicar por qué se ocupó el Instituto de la preparación y capaci-tación de agentes del Ministerio Público, de la Policía Judicial y de los Servicios Pericia-les. Lo hizo en una etapa de necesidad apre-miante, sin el propósito —que nunca estuvo en sus fines originales— de asumir tareas que podrían desempeñarse en el espacio de otras instituciones.

En cuanto al papel del Instituto a raíz de los terremotos del 85, conviene recordar que en Magisterio Nacional nos reunimos los funcionarios de la Procuraduría General, desalojados de nuestras oficinas, que habían sido seriamente afectadas o de plano des-truidas por los sismos de septiembre. Ahí se planeó la siguiente etapa de la dependencia federal, y también ahí se brindó hospitali-dad, a costa de la comodidad del INACIPE, a diversas oficinas de la Procuraduría, mien-tras lográbamos reponer espacios adecuados para reinstalarlas en otros planteles, como luego ocurrió.

En una crónica de aquellos días referí: “Para resolver lo que haríamos inmediata-mente después de los temblores, me reuní con los funcionarios responsables de las áreas de

trabajo. Sesionamos en el que sería uno de los alojamientos de la Procuraduría: el Insti-tuto Nacional de Ciencias Penales. En torno a una larga mesa de trabajo en el comedor del Instituto, revisamos la situación y adop-tamos las primeras decisiones. Vimos, por te-levisión, el mensaje que dirigía el Presidente […] La estancia de la Procuraduría en el Ins-tituto se prolongó, a partir de esa noche, más de dos años”.17

* * *

La vida suele alternar momentos lumino-sos y horas sombrías, en que parece perder-se, sin motivo y sin razón, todo lo que se ha logrado. Así ocurrió también en la vida del INACIPE. Debo mencionarlo aquí, puesto que trato de reseñar los acontecimientos fun-dacionales del Instituto, tanto los gratos y estimulantes, creativos para la ciencia y para México, como las coyunturas amargas, entre las que figura la injustificable desaparición del organismo, que dejó de funcionar durante casi tres años: entre 1993 y 1996. Esta supre-sión de una entidad necesaria y exitosa care-ció de justificación. Es pertinente recordarlo, como también hemos evocado las horas de esforzada construcción.

El INACIPE desapareció por obra del artí-culo segundo transitorio del Reglamento del Instituto de Capacitación de la Procuraduría General de la República, del 17 de agosto de

17 García Ramírez, Moradas del poder, México, Seminario de Cultura Mexicana, 2000, pp. 60-61; y “Una casa para la justicia. Procuraduría Gene-ral de la República Mexicana”, Revista Mexicana de Justicia, México, núm. 2, vol. VI, abril-junio, 1988, p. 75.

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Prólogo

1993.18 Fue restablecido merced al decreto del 9 de abril de 1996,19 denominado “Decreto por el que se crea el Instituto Nacional de Ciencias Penales”, según señala, además, el artículo 1º: “Se crea el Instituto Nacional de Ciencias Pe-nales como organismo descentralizado, con personalidad jurídica y patrimonio propios, con domicilio en la Ciudad de México”.

El decreto de 1996 dijo literalmente, pues, lo mismo que había dicho, veinte años antes, el de 1976. Alguna vez se habló de “instau-ración” del INACIPE.20 Esa palabra, instau-ración, posee diversos significados: estable-cimiento, fundación, institución, o bien, en acepciones en desuso: renovación, restable-cimiento, restauración. En rigor, se trató, evidentemente, del restablecimiento del or-ganismo. Al cabo de este oscuro período, el INACIPE fue repuesto en su local y en su misión, de los que había sido despojado. De esta manera se rectificó el desacierto y cesó la acción “institucida”.

* * *

Deshecho el entuerto, el INACIPE ha se-guido un camino ascendente que se mantiene y es necesario conservar, sostener, engrande-cer. Alguna vez, a raíz del entuerto, el nuevo Procurador General y Presidente de la Junta de Gobierno, Antonio Lozano Gracia, me in-vitó a presidir el organismo. Fue generoso de

18 Diario Oficial de la Federación del 18 de agosto de 1993 (en adelante dof).19 dof del 11 de abril de 1996.20 Así, en Varios, Coloquio Internacional “La ciencia penal y la política

criminal en el umbral del siglo XXI” con motivo de la instauración del Institu-to Nacional de Ciencias Penales (INACIPE) del 22 al 26 de enero de 1996, México, Inacipe, 1998.

su parte, y por ello lo menciono. Agradecí y decliné la invitación. Habría —y hubo — per-sonas más adecuadas que yo para encabezar el Instituto. Mi propia trayectoria se hallaba —y se halla — más asociada a los pasos que he referido en este prólogo heterodoxo que a los que el INACIPE habría que dar en el fu-turo.

No pretendo referirme aquí al trabajo rea-lizado por quienes han tenido a su cargo la dirección del organismo. Creo que cada uno, en su tiempo y dentro del contexto en que le tocó actuar, procuró hacer lo que estuvo a su alcance para la buena marcha de la institu-ción. Su desempeño figurará, sin duda, en la revisión histórica que haga el INACIPE en 2016. Sin embargo, no podría ignorar la pre-sencia que tuvieron algunos juristas o crimi-nólogos que ya no se hallan entre nosotros, pero aportaron al Instituto buena parte de su vida y entusiasmo. No olvido, desde luego, a don Celestino, mencionado reiteradamen-te en este prólogo, ni a mis colegas Gustavo Malo Camacho y Gustavo Barreto Rangel, o al profesor Fernando Castellanos Tena y a Luis Fernández Doblado. Tampoco puedo omitir la referencia a los años más recientes, lo que me lleva a mencionar en estas páginas, con el mayor aprecio, a los directores Gerardo La-veaga y Rafael Estrada Michel, conductores de una etapa de trabajo intenso y excelente.

No desconozco la inquietud que apareció en horas recientes, una vez más, para pres-cindir del Instituto. Causa extrañeza —por decirlo con un eufemismo— esta intención destructora, cuando sería más practicable y

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desde luego más positivo para México rete-ner la construcción y engrandecerla. Cierto artículo transitorio de una iniciativa de ley prevé, de nueva cuenta, la supresión del Ins-tituto. No hago más comentarios, porque no tiene caso —en mi opinión— formularlos en este momento. Ya lo hicimos, con énfasis, a partir de la Academia de Ciencias Penales, que expuso con firmeza su rechazo y fundó con buenos argumentos sus puntos de vista.

Hoy veo una clara simpatía de la Procura-duría General de la República hacia el Ins-tituto. La saludo y celebro. Es una simpatía acertada y constructiva, justamente lo que nuestro país necesita: acierto y construcción. Finalmente, nos mantendremos en pie y avanzaremos con seguridad merced a la for-taleza de nuestras instituciones. En su pro-pio ámbito, el INACIPE es una de ellas. Lo es, fuera de dudas, cuarenta años después de su fundación.

Dicho todo lo que precede —en este pró-logo “heterodoxo”, que además ha resulta-

do extenso, pese a lo mucho que resta “en el tintero”— doy paso a la reflexión sobre los otros organismos que anteriormente mencioné, celebrantes de sus propios y coin-cidentes aniversarios de fundación, y prin-cipalmente acerca del prolongado proceso de reforma constitucional desarrollado a lo largo de setenta y cinco años. El lector se percatará de que no ha sido poca cosa, ni en el tiempo de vida ni en la entidad de las re-formas, que han impuesto giros mayores al sistema penal mexicano. Hoy —cuando ya tenemos una nueva Constitución, a gran dis-tancia de la que tuvimos en 1917, e incluso de la que formamos en el curso de las refor-mas del siglo XX— debemos analizar el esta-do que guarda la normativa constitucional sobre el sistema penal, de la que deriva una copiosa legislación secundaria. Y sobre todo habremos de revisar el estado que guarda la justicia penal, que es —podemos supo-nerlo, y ciertamente debemos exigirlo— el fin al que se dirige la exuberante normativa constitucional que me propongo estudiar en seguida.

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Preámbulo

La exposición que ahora presento sur-gió en el marco de la doble celebra-ción a la que me refiero en el siguiente

apartado. Se trataba entonces —como verá quien aborde su lectura— de examinar el desarrollo del sistema penal mexicano —es decir, de la “justicia penal”, o del anhelo de justicia que late en este concepto— en el cur-so de tres cuartos de siglo: 1940 a 2015. A esta

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tarea acudimos numerosos investigadores, catedráticos, abogados postulantes, defenso-res de derechos humanos; en suma, ciudada-nos interesados en el pasado, el presente y el futuro de lo que hemos dado en llamar la jus-ticia penal, convocados por el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la unam y por la Academia Mexicana de Ciencias Penales.

Por supuesto, no es fácil ni indispensable, como también señalaré adelante, ceñir es-trictamente el examen de este tema dentro de los límites temporales de la etapa corrida entre 1940 y 2015. En el Derecho de ese perio-do, asunto del que nos ocupamos los partici-pantes en la mencionada reflexión colectiva, late e influye el Derecho precedente, germen del que luego vendría —por admisión con-vencida o por enérgico rechazo— el orden jurídico vigente a partir de los años cuarenta del siglo xx. Y en el mismo ordenamiento de la etapa analizada se anuncia el orden jurídi-co posterior, a cuya formación asistimos en estos días, a veces con esperanza y en ocasio-nes con temor.

No es fácil seguir detalladamente el paso del sistema penal a través de las estipulacio-nes de la ley suprema, que aloja reformas nu-merosas. Y tampoco se puede deducir la ver-dadera operación de ese sistema sólo a partir de los mandamientos constitucionales. Bajo estas normas —cumplidas o eludidas— se encuentran otros conjuntos preceptivos de cotidiana aplicación: códigos y leyes, obra del Poder Legislativo, que desenvuelven directa o indirectamente las disposiciones constitu-cionales; prevenciones reglamentarias emi-

tidas por el Poder Ejecutivo que acogen los mandamientos de la Constitución y la ley, desplegados en múltiples direcciones, y sen-tencias del Poder Judicial —o mejor dicho, jurisdiccional— que zanjan controversias y declaran, en definitiva, cuál es la “voluntad del legislador”, no necesariamente la “volun-tad del pueblo”. Hoy se agregan las determi-naciones de un nuevo personaje de la escena constitucional, fruto de tensiones y decisio-nes que no me corresponde examinar en este momento: los órganos autónomos que se han multiplicado. Algunos de ellos —así, sólo por ejemplo, las comisiones de derechos huma-nos— generan actos que tienen cierta pro-yección sobre el espacio penal.

En el largo, complejo y accidentado itine-rario constitucional han aparecido y desa-parecido muchas instituciones, figuras ju-rídicas, personajes de la escena en la que se presenta y resuelve el drama penal. En ese curso se han agitado expectativas de jus-ticia y reclamaciones contra la injusticia, aciertos y errores, progresos y retrocesos. Todos ellos son particularmente relevantes en tanto que la escena penal implica, como también se verá adelante, el ámbito decisi-vo para el encuentro entre el ser humano —nosotros, en suma— y el poder político acompañado por otros poderes que deter-minan, cada vez más, la actuación de aquél.

Así las cosas, el sistema penal refleja con gran elocuencia las verdaderas convicciones y el comportamiento cotidiano del poder, do-tado de su máxima pujanza, a menudo des-bordante. Por ello es preciso advertir y seña-

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Preámbulo

lar las tendencias de diverso signo —libertad o sumisión, democracia o autoritarismo— que florecen en la vida de una nación, y más aún, las tendencias que disputan el gobierno de la nación.

Todo eso figura en el examen sobre tres cuartos de siglo en el desempeño político, so-cial, ético, del sistema penal mexicano. En él hay luces y sombras, las hay ahora mismo, en las líneas o entre las líneas de la ley y sobre todo en la práctica de la justicia, que inicia en las más elementales actuaciones de un mo-

desto servidor público y culmina en las deter-minaciones de la más encumbrada autoridad. Entre uno y otra discurre la justicia penal, por ese cauce corre la vida de muchos ciu-dadanos pendientes de la suerte que aquélla puede depararles. Nadie se halla enteramen-te a salvo: por intención, por imprudencia, o sólo por un desliz. Es verdad que a todos ampara la denominada presunción de inocen-cia, pero no hay presunción que sustraiga al sujeto de las inquietantes vicisitudes —por decir lo menos— que impone, llegado el caso, la maquinaria penal.

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1Academia e Instituto: la circunstancia

Este trabajo se inscribe en el marco de una doble celebración académica aso-ciada al desarrollo del sistema penal

mexicano, y sirve a un propósito vinculado con aquella circunstancia: el examen de esta ma-teria en las xvi Jornadas sobre Justicia Penal (Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México, del 3 al 6 de noviembre de 2015). La reflexión

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alojada en estas jornadas tiene sus fronteras formales en dos fechas relevantes: 1940 y 2015, cuyo significado mencionaré adelante.

En ese foro participó un amplio grupo de académicos y profesionales del Derecho y otras áreas del conocimiento vinculadas con aquél, catedráticos, investigadores y juzgadores, con el propósito de analizar la marcha de las disciplinas penales —ideas y prácticas que suelen marchar distanciadas— en el curso de tres cuartos de siglo. Éste ha sido un periodo fundamental en la evolución de la sociedad y el Estado en México, y del aparato normativo establecido para alentar-la y acompañarla,1 del que forma parte la nor-mativa penal, muy abundante y variada.

La selección del dies a quo (1940) y el dies ad quem (2015) —si se me permite la ex-presión— de nuestras reflexiones obedece a las fechas en que se encierra, por ahora, la vida fecunda de dos organismos que han

1 Las Jornadas sobre Justicia Penal constituyen un programa acadé-mico del área penal del Instituto de Investigaciones Jurídicas, cuya primera aparición en la escena ocurrió del 3 al 5 de octubre de 2000. A partir de entonces se han sucedido estos encuentros ininterrumpidamente, hasta la edición xvi, a la que me refiero en este trabajo, que se desarrolló del 3 al 6 de noviembre de 2015. Cfr. la memoria de las primeras Jornadas: García Ramírez, y Leticia Vargas Casillas, (coords.), Las reformas penales de los últimos años en México (1995-2000), México, unam, Instituto de Investiga-ciones Jurídicas, 2001. La Memoria de las xv Jornadas se puede consultar en la página del Instituto de Investigaciones Jurídicas [http://biblio.juridicas.unam.mx/libros/libro.htm?l=4032]: García Ramírez y Olga Islas de Gon-zález Mariscal (coords.), El Código Nacional de Procedimientos Penales. Estudios, México, unam, Instituto de Investigaciones Jurídicas/Instituto de Formación Profesional de la Procuraduría General de Justicia del Distri-to Federal, 2015. En las xvi Jornadas, conmemorativas del septuagésimo quinto aniversario de la Academia Mexicana de Ciencias Penales y del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la unam —como se informa en el presente texto—, y cuya memoria se halla en preparación, intervinieron 35 expositores. El programa se puede ver en: http://www.juridicas.unam.mx/inst/evacad/Eventos/2015/1103-2/

sumado sus fuerzas para concurrir a la cele-bración y al examen de los temas recogidos en las xvi Jornadas. El primer dies correspon-de al año de fundación —un año común— de la Academia Mexicana de Ciencias Penales y del Instituto de Derecho Comparado de la unam, que tiempo después se convertiría en Instituto de Investigaciones Jurídicas.

La Academia Mexicana de Ciencias Pena-les fue establecida por un selecto grupo de cultivadores de esas disciplinas, en el que fi-guraban los autores y tratadistas de la refor-ma penal mexicana de 1931. Ésta se concentró esencialmente en dos ordenamientos: el per-durable Código Penal de ese año —rector de la legislación sustantiva en todas las entida-des federativas, por imitación o acercamien-to—, que sustituyó al efímero ordenamiento filopositivista de 1929, a su vez sucesor del código clásico de 1871; y el Código de Pro-cedimientos Penales para el Distrito Fede- ral, de 1931, seguido por el Federal de la mis-ma especialidad, de 1934. Previamente, algu-nos de los fundadores de la Academia habían iniciado otra empresa de cultura penal que subsiste hasta hoy: la revista Criminalia.2

Los fundadores de la Academia, integran-tes de una primera generación de académi-cos, simiente de otras, fueron los juristas Francisco González de la Vega, José Ángel Ceniceros, Alfonso Teja Zabre, Raúl Carrancá y Trujillo, Luis Garrido, Emilio Pardo Aspe, Carlos Franco Sodi, José Ortiz Tirado, Fran-cisco Argüelles y Javier Piña y Palacios, así

2 Cfr. Correa García, Historia de la Academia Mexicana de Ciencias Penales, México, Porrúa, 2001, pp. 9 y ss. y 579 y ss.

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Academia e Instituto: la circunstancia

como los médicos José Gómez Robleda y José Torres Torija,3 todos ellos vinculados a que-haceres de educación superior y, a menudo, de gobierno. Acudieron más tarde nuevas ge-neraciones que fortalecieron sus respectivas disciplinas y ejercieron un respetado magis-terio sobre los estudiosos de temas penales. Mencionaré a dos, representativos del ímpe-tu que adquirieron, gracias a ellos, sus áreas de conocimiento: el criminólogo Alfonso Qui-roz Cuarón, generalmente reconocido como el “jefe de la Escuela Criminológica Mexica-na”, y el penalista Celestino Porte Petit.

Sobre las tareas de aquel tiempo y el in-tenso desenvolvimiento de la Academia en varias décadas, me remito al estudio que publiqué en la revista Criminogénesis,4 tam-bién aportado a la obra colectiva que reúne las intervenciones de juristas e historiadores en el coloquio sobre los abogados y la forma-ción del Estado de Derecho en México,5 orga-nizado por los Institutos de Investigaciones Jurídicas y de Investigaciones Históricas y el Ilustre y Nacional Colegio de Abogados. No omitiré mencionar que he tenido el privilegio de presidir la Academia en dos etapas muy

3 La escritura constitutiva y estatutos de la Academia fueron suscritos el 25 de enero de 1941, ante el notario público Luis Chávez Hayhoe.

4 García Ramírez, “La Academia Mexicana de Ciencias Penales y ‘Criminalia’. Medio siglo en el desarrollo del Derecho penal mexicano (una aproximación)”, Criminogénesis, año 2, núm. 7, octubre de 2010, pp. 21 y ss. Asimismo, cfr. “La Academia Mexicana de Ciencias Penales” en mi libro Temas de Derecho, México, unam, Instituto de Investigaciones Jurídicas/Universidad Autónoma del Estado de México/Seminario de Cultura Mexica-na, 2002, pp. 283 y ss.

5 Cfr. “La Academia Mexicana…”, Óscar Cruz Barney, Héctor Fix Fie-rro, y Elisa Speckman Guerra, (coords.), Los abogados en la formación del Estado Mexicano, México, unam, Instituto de Investigaciones Jurídicas/Ilus-tre y Nacional Colegio de Abogados de México/Instituto de Investigaciones Históricas, 2013, pp. 759 y ss.

separadas entre sí: una entre 1975 y 1977 y otra a partir de 2008, que concluyó en 2015.6

Por su parte, el Instituto de Investigacio-nes Jurídicas, nacido en el mismo 1940, bajo el nombre y con la intención de Instituto de Derecho Comparado —método que se abría paso vigorosamente y franqueaba para Méxi-co promisorios horizontes—, quedó estableci-do originalmente dentro de la Escuela Nacio-nal de Jurisprudencia, luego en la Facultad de Derecho de la unam.7 Ahí se mantuvo has-ta el momento de adquirir autonomía dentro del conjunto de institutos universitarios,8 rango que conserva hasta ahora y con el que ha adquirido, merecidamente, gran prestigio nacional e internacional. En este tiempo, el Instituto abarca el cultivo de un buen núme-ro de especialidades, entre las que figura, con notable pujanza, el Derecho constitucional.

Este Instituto fue obra de juristas españoles —migrados republicanos, o mejor todavía, “transterrados”, para emplear la expresión que acuñó el antiguo rector José Gaos,9 que entregó a México sus últimos años y murió en el cumplimiento académico10— y juristas

6 Doy cuenta de este desempeño en el “Informe que se presenta a la Academia Mexicana de Ciencias Penales. Octubre de 2015”, que aparece en Criminalia, nueva época, México, año lxxxii, núm.2, pp. 263 y ss.

7 El 7 de mayo de 1940, el rector Gustavo Baz inauguró el Instituto de Derecho Comparado; era director de la Escuela Nacional de Jurisprudencia don Manuel Gual Vidal. Cfr. Jorge Madrazo, “A manera de prólogo”, en Vari-os, Cincuenta Aniversario del Instituto de Investigaciones Jurídicas, México, unam, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1990, p. 8.

8 El Instituto adquirió autonomía el 15 de diciembre de 1948. Cfr. ibi-dem, p. 9.

9 Cfr. Varios, El exilio español en México. 1939-1982, México, Salvat/fce, 1982, p. 776.

10 La muerte alcanzó a Gaos cuando presidía, en unión de distinguidos profesores mexicanos, el examen doctoral del historiador José María Muriá.

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mexicanos. Unos y otros concurrieron en una vigorosa sociedad de esfuerzos, que ha sido fecunda. Al frente del naciente Instituto es-tuvo el notable civilista español Felipe Sán-chez Román,11 con quien colaboraron otros maestros de la misma procedencia, como Javier Elola. Con ellos actuaron varios con-nacionales nuestros, eminentes catedráticos universitarios, como Antonio Martínez Báez, Raúl Carrancá y Trujillo y Mario de la Cueva; asimismo, César Sepúlveda.

En la relación de investigadores y directo-res del Instituto figuran personajes de prime-ra línea, que han alentado con vigor y talento el desarrollo de este organismo a lo largo de tres cuartos de siglo. Mencionaré a uno de los anti-guos investigadores, promotor y baluarte del gran trabajo académico realizado en el curso de muchos años, fallecido en España: Niceto Alcalá-Zamora y Castillo —de origen y nacio-nalidad españoles, a quien suelo identificar como hispano mexicano—;12 y a uno de los eminentes directores, unánimamente reco-nocido, que sigue enriqueciendo la investiga-ción y la cátedra: Héctor Fix-Zamudio,13 autor

11 Cfr. Manuel Ferrer Muñoz, “Felipe Sánchez Román y Gallifa”, en Fer-nando Serrano Migallón, (coord.), Los maestros del exilio español en la Facultad de Derecho, México, Porrúa/unam, Facultad de Derecho, 2003, pp. 375, 382 y 387.

12 Cfr. García Ramírez, “Maestros españoles: Niceto Alcalá-Zamora y los penalistas”, Cincuenta años del exilio español en la unam, México, unam, Coordinación de Difusión Cultural, 1991, pp. 73 y ss. Mi intervención en el homenaje a Alcalá-Zamora en la Facultad de Derecho de la unam (24 de febrero de 2004) se denominó “Homenaje a un jurista hispanomexicano: Niceto Alcalá-Zamora”.

13 En múltiples oportunidades me he referido a la personalidad y la obra de Fix-Zamudio. Mencionaré ahora sólo una de aquéllas: “La obra de Fix-Zamudio y la institución del Ministerio Público”, en Héctor Fix-Zamudio, Función constitucional del Ministerio Público. Tres ensayos y un epílogo, México, unam, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2002, pp. 1 y ss., tra-bajo reproducido en mi libro Temas…, op. cit., pp. 471 y ss.

de una tesis de licenciatura sobre el control jurisdiccional, texto que fue parteaguas en el desarrollo científico del juicio de amparo.14

Para el análisis detallado de la historia del Instituto, me remito también a las numero-sas publicaciones que han aparecido en di-versas oportunidades, entre ellas las que con-memoran el quincuagésimo aniversario de la fundación, que ya he citado en este texto, y el septuagésimo quinto aniversario del mismo acontecimiento.15 En varias publicaciones se ha incluido mi visión sobre el Instituto, del que soy investigador.16

Dejo mucha tinta en el tintero —o mu-cha energía en la computadora—, que me gustaría invertir en la crónica sobre la Aca-demia y el Instituto, y acerca de los estupen-dos frutos de ambos, y paso a ocuparme del tema que anuncia el título de este texto y que me fue asignado dentro del programa de las referidas xvi Jornadas sobre Justicia Penal, coordinadas por mi respetada colega Olga Is-las de González Mariscal y por mí.

14 Data de 1955 y ha sido reeditada en 2015, en versión facsimilar: La garantía jurisdiccional de la Constitución mexicana. Ensayo de una estruc-turación procesal del amparo, México, edición facsimilar de Porrúa, 2015.

15 Hay numerosas obras alusivas al Instituto, publicadas periódica-mente, además de los informes de desempeño. Al respecto, véase: Varios, Cincuenta aniversario…, op. cit. Para una visión amplia y pormenorizada del Instituto, su origen, desarrollo y situación actual, en el concepto de quienes hemos formado filas en este organismo, cfr. Beatriz Bernal, Ricar-do Méndez Silva y Jorge Witker (coords.), Testimonios y remembranzas acerca del Instituto de Investigaciones Jurídicas, México, unam, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2015.

16 Así, en la correspondiente al septuagésimo quinto aniversario, “Re-cuerdos de un “institutense”, en Varios, Testimonios y remembranzas…, op. cit., pp. 23 y ss. Mi primer ingreso al iij, como investigador de medio tiempo, por concurso, ocurrió en 1966, un año después de que inicié la docencia sobre Derecho procesal penal en la Facultad de Derecho de la unam, por invitación del entonces director César Sepúlveda.

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2Las reformas constitucionales: en general y en particular

Debo anticipar, aunque acaso no sea necesario si se toma en cuenta el títu-lo de este trabajo, que en las siguien-

tes líneas intentaré proporcionar un panora-ma —que no puede detenerse en el estudio de cuestiones particulares— acerca del sistema penal conforme a las previsiones de la Consti-tución General de la República y sus frecuen-tes reformas en el curso de tres cuartos de

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siglo. No examinaré el gran conjunto de nor-mas y prácticas que podemos ubicar bajo el título de sistema penal mexicano. Aquél es el alcance del presente artículo y determina su contenido y sus linderos.

Quedan fuera de esta exposición, por lo tanto, los ordenamientos secundarios y la efi-cacia, aplicación y resultados de esas normas, que son tan variados y a los que sólo aludiré en la somera medida —siempre acotada— de lo estrictamente necesario para el examen del tema desde la perspectiva constitucio-nal. Empero, ofreceré algunas opiniones de analistas y observadores que se han ocupado de esta materia e incluiré algún comentario sobre el tema bajo el rubro de “La norma y la vida”.

No desconozco, ni la sociedad ignora, que muchas de esas reformas, proclamadas en sendos discursos alentadores, no han lo-grado, ni remotamente, contener la inseguri-dad —un tema de primer orden en la realidad y en la percepción pública sobre ésta (“desde mediados de los años noventa y en particu-lar en la última década” )1—, reducir la delin-cuencia y regenerar radicalmente el sistema penal construido para contenerla, que no para impedirla. Consta, pues, la intención de este trabajo, a la que me atengo, e igual-

1 Cfr. René Jiménez y Carlos Silva Forné, Percepción del desempeño de las instituciones de seguridad y justicia. Encuesta Nacional de Seguri-dad Pública, México, unam, Instituto de Investigaciones Jurídicas, pp. 25 y ss. y 135 y ss. Las personas que respondieron a la encuesta elaborada por este Instituto consideraron que los problemas más graves del país son el desempleo, la inseguridad, la corrupción y la violencia. Cfr. Julia Isabel Flores, Sentimientos y resentimientos de la Nación. Encuesta Nacional de Identidad y Valores, México, unam, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2015, p. 102.

mente el amplio espacio de consideraciones —de enorme importancia, obviamente— que se mantiene fuera de aquél.

Así, entraré en el examen de los 75 años de presencia —construcción, modificación, orientación— del sistema penal en la Cons-titución General de la República, asunto que también he examinado en otro trabajo, determinado por las celebraciones del ini-cio de la Independencia y de la Revolución mexicanas, ambas inconclusas. Ese texto fue incluido en la obra colectiva de la que fui coordinador, editada en 2010 por el Instituto de Investigaciones Jurídicas y por la casa Po-rrúa con el título El Derecho en México: dos siglos (1810-2010).2

Se debe mencionar desde ahora —como lo hice al exponer esta materia en las Jorna-das el 3 de noviembre de 2015— que nues-tra Constitución, ordenamiento supremo en el que me concentraré, ha sido modificada por un torrente de reformas incesante, cau-daloso, que continúa a tambor batiente. A diversos fines han atendido esas reformas, “tipología” ésta que han examinado algunos constitucionalistas y en la que figuran, por supuesto, los cambios realizados “para recti-ficar algunas de las reformas ya realizadas”, atenuando “un tanto las consecuencias de las que llegaron a resultar mal hechas y tra-tando de superar las contradicciones en las que inevitablemente ha tenido que caer un

2 García Ramírez, “El sistema penal constitucional”, en Olga Islas de González Mariscal (coordinadora del volumen de Derecho penal) y García Ramírez (coord.), El Derecho en México: dos siglos (1810-2010), viii vols. México, unam, Instituto de Investigaciones Jurídicas/Porrúa, 2010, vol. vii, pp. 1 y ss.

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Las reformas constitucionales: en general y en particular

sistema constitucional tan abierto como el nuestro”.3

Evidentemente, las reformas practicadas en la ley fundamental se han recogido en textos detallados y en adiciones y amplia-ciones que implican un cambio radical en la extensión de la normativa constitucional. El número de palabras de que consta la ley suprema ha crecido desmesuradamente; el incremento entre 1964 y 2015 fue de 38 400 palabras, lo que hizo subir el texto constitu-cional a 66 000 palabras.4

Hoy día se puede decir —y lo he manifes-tado en varias ocasiones— que los cambios incorporados al texto de la ley suprema for-man parte de lo que podríamos considerar un ensayo de “sustitución de (aquélla), incon-fesado y asistemático”,5 cuyo producto es la nueva Constitución, no apenas una Constitu-ción reformada, que rige en 2015.

A mi juicio, esas reformas han acabado por alterar tanto el contenido verbal de la Cons-titución —torrencial, desmesurado—, como

3 Jorge Sayeg Helú, Introducción a la historia constitucional de Méxi-co, México, unam, Escuela Nacional de Estudios Profesionales de Acatlán, 1983, p. 173.

4 Cfr. Diego Valadés, “Reescribir la Constitución”, Reforma, 31 de enero de 2016 [http://www.reforma.com/aplicacioneslibre/articulo/default.aspx?id=754045&md5=bf9608075798321cfedd0d38a685ec7&ta=0dfdbac-11765226904c16cb9ad1b2efeb]. El mismo autor observa que hemos aban-donado la extrema cautela en materia de reformas constitucionales, para ir al “extremo opuesto […] las reformas se hicieron tantas, tan frecuentes y tan barrocas, que la norma suprema se fue desfigurando”. Añade: “Una Constitución fugaz genera un poder inasible e impredecible, en el que no se puede confiar”. “¿Qué hacer con la Constitución?”, Reforma, 2 de febrero de 2016.

5 Cfr. García Ramírez, “Seguridad pública, proceso penal y derechos humanos”, Reforma Judicial. Revista Mexicana de Justicia, México, núm. 17, enero-junio 2011, p. 157.

lo pone de manifiesto el sugerente trabajo de “refundición” o “reorganización y consolida-ción” acometido por Diego Valadés y Héctor Fix-Fierro, con otros colegas en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la unam.6 A través de copiosas reformas se han revisado y reorientado varias decisiones políticas fun-damentales7 de la nación mexicana. Por ello cabe señalar que ya no existe la Constitución de 19178 y que ahora contamos, como dije, con una nueva y diferente ley fundamental, no con una solamente reformada.9

Convengo en que este asunto es por lo me-nos opinable, y no pretendo ir más lejos en la expresión de mis puntos de vista. Ahora bien, si la Constitución es, como sostuvo Fernando Lassalle en sus memorables conferencias berlinesas de 1862, “la suma de los factores

6 Cfr. Varios, Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. Texto reordenado y consolidado. Anteproyecto, México, unam, Instituto de Investigaciones Jurídicas/Cámara de Diputados, H. Congreso de la Unión, LXII Legislatura. En este trabajo participaron, asimismo, Daniel Barceló, Eduardo Ferrer Mac-Gregor, Pedro Salazar Ugarte y José María Serna de la Garza. La versión amplia y detallada de esta obra aparece bajo el mismo título y con el subtítulo Estudio académico (estudio que figura en las pp. 405 y ss.). Tiene fecha de 2015. Ofrece también una importante propuesta —esencial para la revisión que se plantea— sobre la “Ley de Desarrollo Constitucional” (pp. 511 y ss.). Hay nueva edición con sello editorial de la unam, Instituto de Investigaciones Jurídicas/Insti-tuto Iberoamericano de Derecho Constitucional/Senado de la República/Cámara de Diputados, LXIII Legislatura/Centro de Estudios e Investiga-ciones Parlamentarias, México, 2016.

7 Aludo a la expresión utilizada por Carl Schmitt, Teoría de la Constitución, trad. de Alfonso Gallego Anabitarte, Barcelona, Ariel, 1979, pp. 27-29.

8 Nuestra Constitución, sostiene Valadés, presenta “un alejamiento de su esencia original provocado por las constantes reformas”. “Reescribir la Constitución”, Reforma, 31 de enero de 2016.

9 Cfr. García Ramírez, “Algunos temas actuales en la Constitución mexicana: reforma y reformas”, en Patricia Galeana, (coord.), El consti-tucionalismo mexicano. Influencias continentales y trasatlánticas, México, Siglo XXI Editores/Senado de la República, LXI Legislatura, 2010, pp. 283 y ss.; reproducido en Jorge Carpizo y Carol B. Arriaga (coords.), Homenaje al doctor Emilio O. Rabasa, México, unam, Instituto de Investigaciones Jurí-dicas, 2010, pp. 179 y ss.

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reales de poder”10 que existen en un país, el estudioso de la política y del constituciona-lismo deberá preguntarse y responder cuá-les han sido y son esos factores a lo largo de la vida constitucional de México, a partir de 1917. Las respuestas son diversas; alguna de ellas, de fuente respetable, muy crítica.11

Por supuesto, estoy lejos de postular, en modo alguno, la “inmovilidad” de los textos constitucionales —dejando a salvo las lla-madas “cláusulas pétreas”, que es materia diferente de la que ahora comento—, lo que pretendo es llamar la atención acerca del cau-dal de cambios (¿necesarios, prescindibles?) que hemos incorporado en esos textos. En lí-nea general, acojo el parecer de Diego Valadés cuando se refiere a la necesidad de encontrar “un punto de equilibrio entre la preservación de los derechos existentes y las expectativas de nuevos derechos”.12

10 ¿Qué es una Constitución?, México, Colofón, pp. 10 y 11, 19, 51 y 104.11 Diego Valadés sostiene, en el diario Reforma del 31 de enero de

2016, que hemos pasado de tener una Constitución del pueblo, a tener una de la élite gobernante, y luego —ahora— de la élite económica inter-nacional.

12 Añade el profesor Valadés: “las tensiones que resultan de la intan-gibilidad constitucional pueden ocultar posiciones conservadoras que limi-ten al máximo los cambios constitucionales. Viceversa, las presiones que acompañan las exigencias de cambios pueden corresponder a actitudes que afectan la estabilidad de la norma suprema. En ambos casos, llevados al extremo, se puede lesionar la relación entre la norma y la normalidad, en perjuicio de la adhesión espontánea al orden jurídico y de las relaciones sociales”. “El orden constitucional: reformas y rupturas”, en José Reynoso Núñez, y Herminio Sánchez de la Barquera y Arroyo, (coords.), La demo-cracia en su contexto. Estudios en homenaje a Dieter Nohlen en su sep-tuagésimo aniversario, México, unam, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2009, pp. 538 y 539. Asimismo, cfr. en relación con el mismo autor “Rees-cribir la Constitución”, op. cit., y “¿Qué hacer con la Constitución?”, op. cit.

Dentro de este alud de cambios, algunos plausibles, otros no, han tenido una creciente manifestación los dedicados a asuntos pena-les, en forma directa y exclusiva, o de manera indirecta y circunstancial, aunque muy im-portante. Aunque en este artículo pondré el mayor énfasis en las reformas penales de los últimos setenta y cinco años, que es el com-promiso temporal anunciado en el título, también aludiré a los cambios en otros mo-mentos a partir de 1917, para proporcionar un marco más completo sobre esta materia.

En esta somera invocación de anteceden-tes, no ingresaré —como sería indispensable hacerlo en un examen más amplio y revela-dor— en la descripción de las circunstancias en que aparecieron la Carta de 1917 (elabo-rada por diputados que habían padecido en carne propia la inocuidad de la Constitución de 1857 frente a los rigores penales del Por-firiato)13 y sus reformas, y que ciertamente determinaron tanto el contenido como la pretensión de aquélla. Por lo que hace a las condiciones que tuvieron a la vista los di-putados del Congreso de 1916-1917, fue elo-cuente la reclamación de José Natividad Macías acerca de la conveniencia de demoler la penitenciaría de Lecumberri —insignia penal del Porfiriato— “aunque se pierdan los millones que se invirtieron en erigirla”.14

13 Diario de los Debates del Congreso Constituyente, México, 1922, t. i, p. 666.

14 Acerca del debate sobre el régimen penitenciario en el Constitu-yente de Querétaro, cfr. García Ramírez, Los personajes del cautiverio. Prisiones, prisioneros y custodios, México, Secretaría de Gobernación/cvs Publicaciones, 1996, pp. 131-133. Hay una segunda edición de Po-rrúa publicada en 2002.

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Las reformas constitucionales: en general y en particular

Entre 1917 y 1993, los cambios constitucio-nales en materia penal fueron relativamente escasos, pero no irrelevantes, y tuvieron signo humanista, progresista,15 bajo las ideas que imperaban en su tiempo. A partir de 1994,16 los cambios han sido muy abundantes, cons-

15 Cfr. García Ramírez, “El sistema penal constitucional”, en El Derecho en México…, op. cit., t. vii, p. 23.

16 Sobre la reforma de 1994, que tuvo importantes aspectos penales, cfr. García Ramírez, Poder Judicial y Ministerio Público, 3ª ed., México, Po-rrúa, 2006, pp. 123 y ss.

tantes, a veces obsesivos, con diversos signos: desde el característico del sistema penal de-mocrático hasta el vinculado con una orien-tación autoritaria. Ambos han dejado honda huella en la normativa constitucional y, por supuesto, en la regulación secundaria.

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3Función del sistema penal en el marco constitucional Las decisiones fundamentales

En un estudio de este carácter es preciso recordar el papel que juega el sistema penal, particularmente el

constitucional, rector del conjunto, fuente de la interpretación y de la creación normativa, en la formación y el destino del Estado de De-recho, que imprime rumbo a la vida colectiva. No se trata de un asunto menor. Tiene que ver con la paz y la seguridad, pero también

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La Constitución y el sistema penal:75 años (1940-2015)

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—y no menos— con la libertad y la justicia, que poseen rostros diferentes, aunque asu-man los mismos nombres, bajo ideologías y tendencias distintas y a menudo encontra-das. Esta referencia permite, finalmente, analizar y valorar las reformas realizadas en la ley suprema y en sus derivadas, pero también en la práctica que aquéllas deben gobernar.

Tomemos en cuenta, no sólo a título de no-ticia histórica, sino de prevención actual, la enseñanza de Luigi Ferrajoli sobre las ideas penales que prosperaron en los siglos xvii y xviii y que contribuyeron a la fragua del Estado de Derecho.1 Esas ideas, provenien-tes del territorio de los delitos, las penas y los procesos, se hallan en la raíz y en la intención del Estado de Derecho, y por lo tanto, se alojaron en la entraña de lo que, siguiendo a Häberle, podríamos denominar Estado constitucional antropocéntrico.2 Pero también es cierto que las ideas pena-les pudieran mellar, si pierden el rumbo de la democracia, o bien, si figuran en el dis-curso pero no desembarcan en la realidad, la estructura y el designio del Estado que pretendemos consolidar. De este riesgo se han ocupado muchos observadores contem-poráneos respecto a los ires y venires de la

1 Cfr. Derecho y razón. Teoría del garantismo penal, 3ª ed., trad. de Perfecto Andrés Ibáñez, Alfonso Ruiz Miguel, Juan Carlos Bayón Mohino, Juan Terradillos Basoco y Rocío Cantarero Bandrés, Madrid, Trotta, 1998, p. 24.

2 “Los textos clásicos, pero también los más recientes, sugieren una concepción antropocéntrica de Constitución”. Peter Häberle, El Estado Constitucional, trad. de Héctor Fix-Fierro, México, unam, Instituto de Inves-tigaciones Jurídicas, 2001, p. 115.

justicia penal en el mundo entero,3 y desde luego en nuestro país.

Tuvo razón el jurista mexicano Lardizá-bal —que reivindican con perseverancia los amigos españoles, porque buena parte de su vida y de su obra se desenvolvieron en España—,4 cuando aseguró que nada interesa más a la nación que tener buenas leyes penales, porque de ellas dependen la libertad, la constitución y la seguridad del Estado.5 Evidentemente, la referencia a la constitución tenía, en el libro de este au-tor, un sentido material, no formal, puesto que aún no se contaba con ordenamientos constitucionales en el sentido moderno de la expresión, que sólo llegarían al cabo del siglo xviii.

En su turno, el revolucionario Pablo Ma-rat resumió con una fórmula excelente, asen-tada en su Plan de Legislación Criminal, de 1789, lo que pudiéramos denominar el para-digma (palabra que se halla “de moda”) del sistema penal en una sociedad respetuosa del ser humano y del principio democrático. Difícilmente se podría expresar mejor el ob-jetivo de ese sistema y de la normativa y las

3 Mireille Delmas-Marty se refiere a dos problemas convergentes que han aparecido en países democráticos, extremando la adopción de medi-das preventivas o punitivas en aras de la seguridad: la “deshumanización” del Derecho penal (“Deshumanización del derecho penal”, en Varios, Secu-ritarismo y Derecho penal. Por un Derecho penal humanista, Cuenca, Ed. de la Universidad de Castilla-La Mancha, 2013, p. 17) y “radicalización”, que constituye “un verdadero cambio de cultura” que avanza a través de nuevos procedimientos de control social (“Radicalización en los procedi-mientos de control”, en ibidem, p. 29).

4 Cfr. García Ramírez, Moradas del poder, op. cit., pp. 93 y 94.5 Cfr. Manuel de Lardizábal, Discurso sobre las penas contraído a las

Leyes Criminales de España para facilitar su reforma, México, Porrúa, 1982, p. iii.

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Función del sistema penal en el marco constitucional. Las decisiones fundamentales

prácticas que lo alojen: “No lastimar ni la jus-ticia ni la libertad, y conciliar la benevolencia con la certeza de los castigos, y la humanidad con la seguridad de la sociedad civil”.6 Esta le-yenda podría figurar, con gran actualidad, en el pórtico de la política criminal: una política, por cierto, que no tenemos y que echamos de menos como hilo conductor del frenesí penal que se ha depositado en la Constitución y en numerosas leyes.

Veré en seguida el papel que juega la nor-mativa constitucional en el sistema penal. Aquélla es, en buena medida, una doble escri-tura política, ética y jurídica. Por una parte, es la escritura que orienta y legitima —o al menos legaliza, o más bien, constituciona-liza— el monopolio de la violencia al que se re-firió Max Weber;7 y por la otra, participa en la escritura de la libertad, o bien, dicho de otra manera, en el estatuto de aquélla: contribuye a establecer su contenido, su orientación, sus beneficios y también sus límites. Cumple así, mayúsculas tareas que vinculan al aparato público y orientan la vida social; protege la libertad y señala sus fronteras, ambas cosas con la mayor energía.

La Constitución, cuya médula reside en los derechos humanos, no en la organización del Estado —que se halla al servicio de aqué-llos, como sostuvo la Déclaration de 1789 al

6 Tal era el objetivo asignado a la reforma del procedimiento penal en ese documento publicado en Neuchâtel en 1789 y en París en 1790. Cit. Marc Ancel, La défense sociale nouvelle. Un mouvement de politique crimi-nelle humaniste, París, Cujas, 1971, pp. 63 y 64.

7 Economía y sociedad. Esbozo de sociología comprensiva, 2ª ed., trad. de José Medina Echavarría, Juan Roura Parella, Eduardo García Máynez, Eugenio Imaz y José Ferrater Mora, México, fce, 1969, p. 1056.

referirse al objeto de la sociedad política—, determina asimismo el espacio para que se desarrolle el encuentro más intenso entre el individuo y el poder público (alimentado o mediatizado por los otros poderes, informa-les, que asedian al poder formal y a menudo resuelven su desempeño, constituyéndose luego en testigos o en coro de sus actuacio-nes). Ese espacio es el escenario crítico de los derechos humanos; el foro para dirimir la más intensa pugna entre el Estado poderoso y el ciudadano desvalido.8

La ley fundamental es norma básica y pro-grama para el ejercicio de lo que llamamos la “justicia”, en general,9 y la “justicia penal”, en particular, que suele alojarse, esta última, en un apreciable número de normas, cantidad que refleja la natural preocupación del legis-lador y de la sociedad por la forma en que se despliegue esa expresión del poder. Así ha sucedido entre nosotros, incluso cuando el Constituyente omite la extensa relación de derechos individuales. No deja de llamar la atención, por ejemplo, aunque no sea tema de este trabajo, que los derechos básicos recogi-dos por la Constitución mexicana de 1824 no fueron todos los que debió incluir una norma constitucional (y que en efecto incluyó el De-creto de Apatzingán), sino sólo los concer-

8 A menudo me he referido a este encuentro, tema natural de los cons-titucionalistas y los penalistas; así en La prisión, México, fce/unam, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1975, p. 21, y en Proceso penal y derechos humanos, 2ª ed., México, Porrúa, 1993, pp. 17 y 18.

9 Cfr. García Ramírez, “El tema de la justicia de la Constitución”, De-rechos del pueblo mexicano. México a través de sus constituciones, 3ª ed., México, Cámara de Diputados del Congreso de la Unión, LII Legislatura, 1985, pp. 201 y ss.

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nientes a la administración de justicia, con un ingrediente fuertemente penal.10

La Constitución es, hoy día, como no lo fue anteriormente —ni pudo serlo en siglos pre-cedentes— el puente más o menos firme para el ingreso al Derecho interno del Derecho in-ternacional o supranacional, en sus múltiples materias, pero principalmente, en lo que nos atañe, en la vertiente de los derechos huma-nos, y dentro de éstos, en la penal.11

Por ese puente —que favorece el encuentro entre el Derecho interno y el internacional— transita el orden jurídico internacional o su-pranacional, que en general ha coincidido y fortalecido la tradición humanista del cons-titucionalismo propio. En México, lo hace a través del viejo artículo 133, que debiera ser reformado para ponerlo al día del siglo xxi,12 y del nuevo artículo 1º, al que tampoco le ven-dría mal una reforma que asegurase, de una vez por todas y sin reticencias, el primado del principio pro homine.

10 Algunos derechos del infractor figuraron en la Constitución de 1824 como restricciones a las facultades del Ejecutivo o como reglas de la ad-ministración de justicia. Cfr. José Ángel Ceniceros, Trayectoria del Derecho penal contemporáneo, México, Botas, 1943, p. 95. Emilio Rabasa observa que ni la Constitución de 1824 ni las centralistas que siguieron contenían “una declaración especial de los derechos del hombre; algunos se encuen-tran diseminados en ellas, escasos en número y pobres en amplitud y más bien como concesiones del poder que como base de la sociedad”. La Cons-titución y la dictadura. Estudio sobre la organización política de México, 3ª ed., México, Porrúa, 1956, p. 75.

11 Cfr. García Ramírez y Julieta Morales, La reforma constitucional so-bre derechos humanos. 2009-2011, 4ª ed., México, unam, Instituto de Inves-tigaciones Jurídicas/Porrúa, 2015, pp. 39 y 40.

12 Entre los temas ausentes en la reforma constitucional de 2011, “el más importante es el relativo a la definición clara, específica, sin ambages, acerca de la jerarquía de las normas internacionales sobre derechos hu-manos adoptadas por México como Estado Parte en una convención de esta materia”. Ibidem, pp. 200 y ss.

Asimismo, la Constitución es la norma re-ceptora —como he analizado en otros traba-jos— de las decisiones fundamentales de la nación en materia penal, no sólo en cuestio-nes políticas, que se proyectan en aquélla.13 Hoy día esa recepción opera a partir de las fuentes que mencioné en el párrafo anterior: la derivada de nuestra tradición constitucio-nal, generalmente liberal, social, popular, y la aportada por las corrientes internacionales de reconocimiento y garantía de los derechos humanos.14 Entre nosotros, la reforma consti-

13 Cfr. García Ramírez, “Panorama de la justicia penal”, en Varios, La ciencia del Derecho durante el siglo xx, México, unam, Instituto de In-vestigaciones Jurídicas, 1998, pp. 718 y ss., y “Los derechos humanos en la persecución penal”, en Temas y problemas de la justicia penal, México, Seminario de Cultura Mexicana, 1996, pp. 83 y ss. Asimismo, cfr. “Crimen y prisión en el nuevo milenio”, Boletín Mexicano de Derecho Comparado, nueva serie, año XXXVII, núm. 110, mayo-agosto de 2004, pp. 547-595; en César Barros Leal, Memoria electrónica en cd: II Congre-so Internacional de Prevención Criminal, Seguridad Pública, Procuración y Administración de Justicia. Una visión del Presente y del Futuro a la Luz de los Derechos Humanos, Brasil, 2004, pp. 393-412, y en la página electrónica del Departamento de Derecho Político, Panóptico. Observa-torio Penitenciario [http://www.uned.es/dpto-derecho-politico/rami.pdf], pp. 1-28.

14 Acerca de la recepción en el ordenamiento mexicano de los dere-chos humanos de fuente internacional, que ocurre por diversas vías que he descrito en otras ocasiones (constitucional, legal, jurisdiccional, política y cultural), cfr. mis estudios de esta materia en La Corte Interamericana de Derechos Humanos, 2ª ed., México, Porrúa, 2015, esp. pp. 685 y ss., 737 y ss. y 753 y ss., y “Recepción de la jurisprudencia interamericana sobre derechos humanos en el Derecho interno”, en Anuario de Derecho Consti-tucional Latinoamericano, Montevideo, Konrad Adenauer Stiftung, pp. 353 y ss., así como en García Ramírez y Mireya Castañeda (coords.), Recepción nacional del Derecho internacional de los derechos humanos y admisión de la competencia contenciosa de la Corte Interamericana, México, unam, Instituto de Investigaciones Jurídicas/Secretaría de Relaciones Exteriores/Corte Interamericana de Derechos Humanos, 2009; y Castañeda, El Dere-cho internacional de los derechos humanos y su recepción nacional, México, Comisión Nacional de los Derechos Humanos, 2012. Hay valiosos estudios en otros países, que dan cuenta de la recepción del didh en diversos ám-bitos del correspondiente orden jurídico interno. Al respecto, y por lo que toca a Argentina, cfr. Víctor Abramovich, Alberto Bovino y Christian Courtis (coords.), La aplicación de los tratados sobre derechos humanos en el ám-bito local. La experiencia de una década, Buenos Aires, cels/Editores del Puerto, 2007. En esta obra, Marcelo A. Sgro y María Fernanda López Puleio analizan la materia procesal penal, ibidem, pp. 527 y ss.

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tucional de 2011 franqueó con fuerte imperio el ingreso de criterios garantistas al ámbito del procedimiento penal, traídos por el Dere-cho internacional de los derechos humanos;15 ingreso que desde luego abarca los criterios y estándares aportados por la jurisprudencia supranacional, cada vez más penetrante e in-fluyente. Esta jurisprudencia ha tenido pro-yecciones penales de gran relevancia.16

En el ejercicio de esa función receptora de las decisiones penales fundamentales, la Constitución debe resolver —consultando la orientación democrática que le imponen su origen, su condición popular, su designio ideológico— diversas interrogantes decisi-vas. Ante todo, ha de resolver para qué sirve el sistema penal, aunque no lo haga con de-claraciones literales, sino con disposiciones claras, inequívocas, perfectamente compro-metidas, de las que se valdrán los intérpretes.

En este sentido, nos hemos pronunciado —pero la Constitución no lo ha hecho, inva-riablemente— en favor de un Derecho penal

15 Cfr. García Ramírez y Mauricio Del Toro Huerta, México ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Decisiones, transformacio-nes y nuevos desafíos, 2ª ed., México, unam, Instituto de Investigaciones Jurídicas/Porrúa, 2015, esp. pp. 86 y ss., y Mara Gómez Pérez, Jueces y derechos humanos. Hacia un sistema judicial transnacional, México, Po-rrúa-imdpc, 2014, pp. 356 y ss.

16 Cfr. mi trabajo “Recepción nacional del Derecho interamericano de los derechos humanos. Implicaciones penales”, en García Ramírez e Islas de González Mariscal, (coords.), Criterios y jurisprudencia intera-mericanos de derechos humanos. Influencia y repercusión en la justicia penal, México, unam, Instituto de Investigaciones Jurídicas, Instituto de Formación Profesional de la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal, 2014, pp. 3 y ss.; igualmente, J. Jesús Orozco Henríquez y Karla Quintana Osuna, “Criterios relevantes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos aplicables a la justicia penal”, en ibidem, pp. 19 y ss., y Ferrer Mac-Gregor, “La jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos aplicable a la justicia penal”, en ibidem, pp. 39 y ss.

mínimo. Recordemos la expresión de Ferra-joli: es inadmisible utilizar “la afilada espada del Derecho penal cuando otras medidas de política social puedan proteger igualmente o incluso con más eficacia un determinado bien jurídico”.17 No obstante esta filiación (o afiliación) constitucional a la mejor corriente penal, el Derecho punitivo máximo se ha des-lizado bajo el cimiento constitucional, pro-clamándose como necesario por motivos de seguridad pública y gobernabilidad.18 La cul-minación de esta tendencia produciría lo que se ha llamado, expresivamente, un sistema penal de “proporciones faraónicas”.19

Puesto que estamos examinando panorá-micamente las reformas constitucionales de las últimas décadas, es indispensable sub-rayar la aparición del concepto “seguridad pública” en el paisaje constitucional, regu-larmente asociado a ideas y tareas del orden penal,20 aunque también se ha rescatado en

17 Ferrajoli, Derecho y razón…, op. cit., p. 104.18 Cfr. Jiménez y Silva Forné, Percepción del desempeño…, op. cit.,

esp. pp. 29 y 135. Se observa que “el Estado democrático como estruc-tura de garantía está envejeciendo aceleradamente”, incapaz de adecuar las garantías tradicionales a las exigencias de los nuevos tiempos. Antonio Rovira, “Gobernanza y derechos humanos”, en Varios, Gobernanza demo-crática, Madrid, Cátedra de Estudios Iberoamericanos Jesús de Polanco, Universidad Autónoma de Madrid-Fundación Santillana-Marcial Pons, 2013, pp. 20 y 21.

19 Así califica Zaffaroni al sistema penal norteamericano, considerando el enorme número de presos y de individuos sujetos a parole o probation. En nombre de la eficacia se extiende el discurso del poder irracional. “Justi-cia penal y discriminación”, en Varios, El juez y la defensa de la democracia. Un enfoque a partir de los derechos humanos, Instituto Interamericano de Derechos Humanos-Comisión de las Comunidades Europeas, San José, 1993, p. 286.

20 Cfr. Pedro Peñaloza, “Seguridad pública: la crisis de un paradigma”, en Varios, Seguridad pública. Voces diversas en un enfoque multidisciplina-rio, México, Porrúa, pp. 561 y ss.

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la ley el carácter multifacético de aquélla.21 Suele plantearse —y este concepto se mira al trasluz de algunas disposiciones constitu-cionales, equívocas o ambiguas— una antino-mia inaceptable o un falso dilema: seguridad pública vs. derechos humanos,22 eficacia vs. legitimidad.23

En este caso —sobre el que volveré cuando examine algunas reformas constituciona-les—, se pierde de vista no sólo la compati-bilidad natural entre seguridad y derechos humanos, sino el hecho de que la seguridad es un derecho fundamental localizado, desde el alba del constitucionalismo, en la misma

21 Cfr. mi examen de estos asuntos en “Los derechos humanos en la persecución penal”, en Temas y problemas…, op. cit., pp. 83 y ss., y en La reforma penal constitucional (2007-2008). ¿Democracia o autoritarismo?, 4ª ed., México, Porrúa, 2010, pp. 203 y ss., y 563 y ss. Se afirma, con razón, que “las políticas de seguridad y justicia deben ser contextualizadas en las coordenadas de la seguridad humana, alineándolas al fin último de contribuir a garantizar las condiciones para el pleno desarrollo humano, basado a su vez en el pleno ejercicio de los derechos y las libertades, y el responsable cumplimiento de las obligaciones”. Elementos para la construcción de una política de Estado para la seguridad y la justicia en democracia. Conferencia Internacional sobre Seguridad y Justicia en De-mocracia, México, unam, Instituto Iberoamericano de Derecho Constitucio-nal, 2011, p. 10.

22 He señalado que “en el discurso y en el debate públicos frecuente-mente se enfrentan, como términos antitéticos, derechos humanos y segu-ridad pública. Esta antinomia, un falso dilema, ha llegado a muchos ciuda-danos de buena fe, que naufragan en las espesas explicaciones de algunos servidores públicos sobre la ineficacia de su desempeño”. La reforma penal constitucional…, op. cit., p. 206. Asimismo, cfr. Mario I. Álvarez Ledesma, “Seguridad pública y derechos humanos. ¿Vecinos distantes u obstáculos insalvables?”, en Varios, Seguridad pública…, op. cit., pp. 45 y 46.

23 “El Derecho penal nacional tardó siglos en integrar los derechos fundamentales, y el temor de muchos penalistas, hoy, es que la mundial-ización impone un Derecho penal regresivo y opresivo, que sacrificaría la legitimidad con el único objetivo de ser eficaz”. Delmas-Marty, “Discurso”, en Panorama internacional sobre justicia penal. Proceso penal y justicia penal internacional. Culturas y sistemas jurídicos comparados. Séptimas Jornadas sobre Justicia Penal, México, unam, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2007, p. xxiii.

relación en la que figuran los otros.24 Como factor de resistencia frente al extravío de la seguridad, actualmente avanzan en el plano mundial los conceptos de seguridad “hu-mana” y seguridad “ciudadana” (este último como dimensión de aquél); y a su amparo se afirman la necesidad y la exigencia de preser-var los derechos humanos.25 También se ha observado a menudo —y este es otro asunto que ha merecido constante reflexión, en nues-tra difícil circunstancia actual— la necesidad de planificar adecuadamente la seguridad ciudadana y deslindarla normativa y operati-vamente de otras tareas del Estado, como la del sistema de defensa nacional e inteligencia vinculada a ésta.26

En este orden de ideas, es preciso explo-rar la naturaleza y las aplicaciones de otro concepto socorrido: la “gobernabilidad”. Con frecuencia se olvida o soslaya que la goberna-bilidad no se asegura legítimamente con el ejercicio de la represión, sino con la perfecta ecuación entre la demanda social y la capa-cidad de respuesta del sistema político. La gobernabilidad supone respuestas idóneas, suficientes, oportunas para las demandas que plantea una gobernanza racional,27 y abarca

24 El artículo 2º de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano previene: “El fin de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Estos derechos son: la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión”.

25 Cfr. Guillermo Escobar (dir.), Federación Iberoamericana de Om-budsman, Seguridad Ciudadana. viii Informe sobre Derechos Humanos, Madrid, Trama Editorial, 2011, pp. 25 y 26.

26 Cfr. Alejandro E. Álvarez, “El estado de la seguridad en América Latina”, Reforma Judicial. Revista Mexicana de Justicia, núm. 12, julio-di-ciembre 2008, pp. 295 y ss.

27 Cfr. Roberto Garretón, “Justicia y gobernabilidad”, en Varios, ¿Cómo hacer justicia en democracia? Segundo Encuentro Internacional de Magis-

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elementos que van más allá de la legitimidad electiva de la autoridad.28

En la misma línea de las decisiones penales fundamentales, alojadas en la Constitución y atendidas por la ley criminal secundaria, se encuentran las orientaciones, explícitas o im-plícitas, acerca del contenido de ilicitud que justifica la adopción de tipos penales, que suelen proliferar indiscriminadamente,29 al empuje de circunstancias o acontecimientos que alarman a la sociedad. La formulación de tipos penales sólo debiera servir para la pro-tección de bienes jurídicos de la mayor jerar-quía cuando se les ataca gravemente o se les pone en verdadero y grande peligro.

Reviste la mayor importancia que la Cons-titución resuelva —también a través de re-gulaciones claras, que reflejen la intención democrática de la ley suprema y conduzcan su reglamentación y aplicación— a quién se considerará y tratará como delincuente, y por qué medios. No podrían serlo, en la actua-lidad, el pecador o el demente, pero tampoco el diferente, el discrepante, el disidente. En este punto surge el tema del “enemigo” en el Derecho penal.

trados y Juristas, Santiago de Chile, Comisión Chilena de Derechos Huma-nos, 1989, p. 78.

28 “Para justificar la actuación del poder político y económico o para calificar a un Estado como democrático es necesario y urgente exigir el cumplimiento de otros mínimos requisitos y estándares que hoy vienen con-tenidos en el término gobernanza, es decir, efectividad y legitimidad en el ejercicio del poder y de las correspondientes estructuras, legitimidad que exige dar razón de cada una de las actuaciones y no sólo razones jurídicas o de oportunidad”. Rovira, “Gobernanza y derechos…”, en Varios, Gober-nanza democrática, op. cit., p.16.

29 Cfr. Islas de González Mariscal, “El desarrollo del Derecho penal mexicano en el siglo xx”, en Varios, La ciencia del Derecho…, op. cit., p. 812.

El denominado Derecho penal del enemigo, que se encuentra en el escenario del debate y de las respuestas jurídicas y políticas a la delincuencia actual,30 ganó terreno en 1996, a través de la Ley Federal contra la Delin-cuencia Organizada, entre cuyos desaciertos figuró la fórmula original del tipo, contenida en el artículo 2º, que adelantó desmesurada-mente la intervención punitiva.31 Este ade-lanto constituye un rasgo característico del Derecho penal del enemigo.32 Confesando o

30 Cfr. una síntesis de los puntos de vista del más caracterizado soste-nedor actual de la teoría del Derecho penal del enemigo, Günther Jakobs, “Derecho penal del ciudadano y derecho penal del enemigo”, en Günther Jakobs y Miguel Polaino Navarrete, El Derecho penal ante las sociedades modernas (Dos estudios de dogmática penal y política criminal), México, Flores Editor y Distribuidor, 2006, pp. 41 y ss. Jakobs menciona los da-tos centrales de esta concepción, que deslinda el Derecho del ciudadano del Derecho del enemigo; éste —aclara— “sólo se puede legitimar como un Derecho penal de emergencia que rige excepcionalmente”; por ende, censura el desbordamiento en que incurren algunos ordenamientos. Mo-derna dogmática penal. Estudios compilados, ed. especial, México, Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal/Anales de Jurisprudencia/Porrúa, 2010, pp. 429 y 430 y 733 y 734.

31 Hice la crítica de ese precepto en mi libro Delincuencia organizada. Antecedentes y regulación penal en México, México, unam, Instituto de In-vestigaciones Jurídicas/Porrúa, pp. 107 y ss. Véase además, Noé Ramírez Mandujano, “La Ley Federal contra la Delincuencia Organizada a la luz del Derecho penal del enemigo”, en Mariano Herrán, José L. Santiago, Samuel González y Ernesto Mendieta (coords.), Análisis, técnicas y herramientas en el combate a la delincuencia organizada y corrupción, México, Ediciones Coyoacán, 2007, pp. 193 y ss. El autor concluye: “la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada reúne todas y cada una de las características típicas necesarias para calificarla como propia de un Derecho penal del enemigo”. Ibidem, p. 212. En sentido semejante, cfr. Miguel Ángel Mancera Espinosa, Derecho penal del enemigo, México, Ubijus/Procuraduría Gene-ral de Justicia del Distrito Federal, Instituto de Formación Profesional, 2011, pp. 32 y ss. Miguel Polaino-Orts cuestionó igualmente la fórmula original del artículo 2º, bajo el rubro “Un grave problema de legitimación: el adelan-tamiento del adelantamiento”, cuya desmesura planteó “graves problemas de legitimación democrática”. El Derecho penal del enemigo ante el Estado de Derecho, México, Flores, 2013, p. 301. El mismo autor observa que “en los ordenamientos jurídicos se ha substituido, desde hace un tiempo, el pa-radigma de la lesión consumada del bien individual por el de la anticipación a un momento anterior, con base en la necesidad de protección de un bien colectivo”. Ibidem, p. 477.

32 Aquí se plantea un “amplio adelantamiento de la punibilidad, es de-cir, el cambio de la perspectiva del hecho producido por la del hecho que se va a producir”. Jakobs, Moderna dogmática…, op. cit., p. 732. Se crimi-

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no su afiliación a esta corriente, recibiéndola y entendiéndola bien o mal, y respondiendo a los apremios de la seguridad pública —y acaso de la seguridad nacional— se han cons-truido categorías de infractores diferencia-das, a las que desde el peldaño constitucional se ha otorgado distinto trato por lo que toca a la entidad y la medida de los derechos y las garantías.33

Tomando en cuenta la extensión y las di-versas formas de aparición de esta corriente del sistema punitivo, no dejaré de recordar la observación de Polaino-Orts: “todos los Esta-dos democráticos actuales emplean normas de Derecho Penal del enemigo para comba-tir determinadas formas de criminalidad es-pecialmente peligrosas”. A este respecto, el mismo autor menciona —acompañando los argumentos en que sustenta su afirmación— que “el Derecho penal del enemigo es, visto desde [una] perspectiva funcionalista, en controladas dosis, una garantía necesaria del Estado de Derecho”.34

Sobre el Derecho penal del enemigo, que atrae la reflexión hacia el Derecho penal de autor,35 en contraste con el Derecho penal de conducta o de hecho —baluarte del orden penal de la sociedad democrática—, es elo-

naliza “por la lesión de bienes jurídicos situados delante de (otros bienes jurídicos que aún no han sido atacados) o en sus flancos”. Ibidem, p. 418.

33 Cfr. Eduardo Rojas Valdez, “El Derecho penal del enemigo: ¿condi-ción o negación del Estado constitucional?”, Criminalia, nueva época, Méxi-co, año lxxx, núm. 2, pp. 217 y ss.

34 Polaino-Orts, El Derecho penal del enemigo…, op. cit., pp. xxv y xxviii.35 Raúl Zaffaroni, que ha estudiado esta materia con notable autoridad,

denuncia la “identificación de los destinatarios (del Derecho penal) median-te un fuerte giro al Derecho penal de autor”. El enemigo en el Derecho penal, Madrid, Dykinson, 2006, p. 14.

cuente la expresión de Perfecto Andrés Ibá-ñez sobre la “terrible filosofía” que encarna en el Derecho penal de autor: “Las garantías son bienes escasos. El coste que representan pertenece a la categoría de los gastos sociales improductivos y, en consecuencia, deben ser administrados con sentido de la economía, sólo a quienes las merezcan, y, en todo caso, con tiento”.36

La reforma de 2008 hizo su propia aporta-ción a las ideas que hemos comentado y a los deslindes que provienen de ellas y que se re-flejan en el triple espacio sustantivo, proce-sal y ejecutivo, instituyendo por primera vez en el alto plano de la Constitución un doble sistema penal, en vez del único que teníamos. Éste ha sido uno de los peores deslices en la historia reciente del orden penal constitu-cional.37

En el catálogo de las decisiones penales fun-damentales figura, con particular relevancia, la reacción jurídico-política frente al infractor con motivo de la conducta realizada, es de-cir, la pena (y las medidas de seguridad). En este universo de sanciones queda expuesta la convicción del Estado: si redentora o re-cuperadora, por una parte, o meramente re-

36 “Las garantías del imputado en el proceso penal”, en Eugenio Raúl Zaffaroni y Elías Carranza (coords.), Los derechos fundamentales en la instrucción penal en los países de América Latina, México, Raoul Wallenberg Institute, Instituto Latinoamericano de las Naciones Unidas para la Prevención del Delito y el Tratamiento del Delincuente/Porrúa, 2007, pp. 176 y 177.

37 Adelante volveré sobre este tema. Al respecto, cfr. mi libro La refor-ma penal constitucional…, op. cit., pp. 525 y 526; igualmente, mi “Prólogo a la cuarta edición”, Delincuencia organizada…, op. cit., pp. 94 y ss., y el prólogo a Marco Antonio Díaz de León, Derecho penal mexicano. La reforma de 1996, México, Porrúa, 1997, pp. vii-xii.

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presiva, retributiva, eliminadora, por la otra. Esta antinomia resume, de alguna manera, la historia de las reacciones ante el delito38 y se localiza en los textos constitucionales, y re-cientemente en los internacionales.39

Sigamos con las decisiones capitales del sistema penal. Llega el turno al método, me-dio o procedimiento para determinar que se ha incurrido en un delito, identificar al autor y aplicar la reacción. Es así que se construye una de las porciones más detalladas y rele-vantes del orden penal constitucional, donde los derechos humanos tienen un crítico es-cenario y el autoritarismo puede operar a discreción: esa porción es el enjuiciamiento, para utilizar una expresión que en concepto de algunos tratadistas cubre investigación, instrucción, juicio y sentencia.40

La mejor doctrina destaca la condición del proceso como “método […] impuesto por la autoridad para llegar a la justicia”, hace notar que el proceso no es como lo prevé el legislador, en abstracto, sino como lo hacen vivir quienes participan en él; la necesidad de que la promesa de justicia contenida en las normas se materialice en la realidad, donde

38 Que se advierte cuando el texto original de la Constitución de 1917 se ha referido a la “regeneración” del reo; el incorporado en 1964-1965 a la “readaptación social”, y el establecido en 2008, a la “reinserción social”.

39 Así, por ejemplo, el artículo 5.6 de la Convención Americana so-bre Derechos Humanos previene que “las penas privativas de la libertad tendrán como finalidad esencial la reforma y la readaptación social de los condenados”.

40 Alcalá-Zamora ponderó las ventajas de la expresión “enjuiciamien-to”, que está “vinculad(a) en un sentido al juicio […] y […] refleja, además, el desarrollo de la actividad procesal necesaria para llegar a la obtención de ese juicio [por ello] representa, en cierto modo, un término que abarca a un tiempo el proceso y el procedimiento”. Cuestiones de terminología procesal, México, unam, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1972, pp. 94 y 95.

podría desfallecer el derecho de quienes ca-recen de recursos para ejercerlo, y las cargas de violencia que todavía entraña el proceso penal, inclusive en los países democráticos.41

Por lo que hace al régimen procesal como conjunto de principios y actos, los autores de textos constitucionales tienen a la vista op-ciones que suelen rotular con términos tra-dicionales: sistema inquisitivo, acusatorio o mixto. A la hora de ponderar la selección procesal —que despierta vivos debates—, no siempre se recuerda que la gran mayoría de los sistemas de los últimos siglos han sido mixtos, con presencia de elementos inquisiti-vos y acusatorios.

Los datos acusatorios predominaron en el texto original de 1917,42 malinterpretado por no pocos analistas de última hora, que incu-rren en la sorprendente afirmación de que nuestra ley fundamental, y con ella todo el sistema penal, transitó del sistema inquisi-tivo al acusatorio, apenas en 2008. A partir de este yerro se eleva el abundante panegí-rico de la reforma de 2008, que posee méritos indudables y no requiere instalarlos sobre ese desacierto.

Por último, la Constitución adopta una de-cisión fundamental con la que culmina la se-

41 Cfr. Piero Calamandrei, Proceso y democracia, trad. de Héctor Fix-Zamudio, Buenos Aires, ejea, 1960, pp. 29, 55, 176, 177 y 198.

42 Cfr. Islas de González Mariscal y Elpidio Ramírez, El sistema pro-cesal penal en la Constitución, México, Porrúa, 1979, pp. 39 y ss. Jesús Zamora Pierce señala que “el proceso penal mexicano ya era acusatorio antes de la reforma constitucional de 2008”, a lo que agrega que el proceso establecido por esta reforma es mixto con pronunciados rasgos inquisitivos. Juicio oral. Utopía y realidad, México, Porrúa, 2011, pp. 11 y 15.

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cuencia que he mencionado: forma, sentido, condiciones para la ejecución de la condena. Puede ser extremadamente rigurosa o ajus-tarse al signo del Derecho penal mínimo, estableciendo tanto el indispensable prin-cipio de legalidad en la ejecución como las características de ésta bajo conceptos —que he aludido y a los que adelante me referiré nuevamente— de readaptación o reinser-ción, con sus propias correspondencias eje-cutivas.

A la hora de regular, y sobre todo de llevar adelante la ejecución de las consecuencias ju-rídicas del delito, ordenadas en la sentencia de condena, debiéramos recuperar las expre-siones de Carnelutti cuando se refirió al sen-tenciado como el “pobre entre los pobres” y consideró que el proceso no concluye con la sentencia de condena; su “sede se transfiere del tribunal a la penitenciaría [que] está comprendida, con el tribunal, en el palacio de justicia”.43 No se entiende así por muchos ejecutores de la pena privativa de libertad, la cual lamentablemente domina el escenario de las sanciones.

43 Francesco Carnelutti, Las miserias del proceso penal, trad. de San-tiago Sentís Melendo, Bogotá, Temis, 1993, pp. 81 y 82.

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4Series de normas penales

Establecidas las decisiones fundamen-tales en la Constitución mexicana, la ley suprema recoge un vasto conteni-

do punitivo —o asociado a éste— en varias series de preceptos que mencionaré adelante. Antes de hacerlo, reiteraré que los documen-tos que abrieron la puerta al orden penal mo-derno alojaron las definiciones centrales de esas series normativas: lo hizo, primordial-

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mente, el revolucionario opúsculo de Becca-ria, a través de una minuciosa crítica y una enérgica reclamación.1

Por lo que toca a México, en los primeros años de la vida independiente los temas que ocuparon a los laboriosos legisladores tuvie-ron que ver, como era natural, con la organi-zación política de la nación —o de la Repú-blica, en su momento—, mucho más que con el sistema penal, que siguió instalado en la normativa colonial.2

En el alba de la República era necesario distanciar al Estado naciente de la metró-poli, y establecer las instituciones en las que se alojaría la independencia. De ahí que los legisladores se ocupasen en fraguar, con in-finitas dificultades, esas instituciones políti-cas y dejaran para otro momento la normati-va civil, penal y procesal, con las salvedades necesarias para establecer, en condiciones de verdadera emergencia, un orden público elemental en el campo y en la ciudad, para enfrentar el “desenfreno de las costumbres” y el “exceso de criminalidad”.3

1 Cfr. García Ramírez, Los reformadores. Beccaria, Howard y el Dere-cho penal ilustrado, México, Tirant lo Blanch/Inacipe/unam, Instituto de In-vestigaciones Jurídicas, 2014, pp. 25 y ss.

2 En 1860, Rafael Roa Bárcena señaló que se hallaban vigentes en gran parte de México los siguientes ordenamientos: Fuero Juzgo, Fuero Viejo de Castilla, Fuero Real, Leyes de Estilo, Siete Partidas, Ordenamien-to de Alcalá, Ordenamiento Real, Leyes de Toro, Nueva Recopilación, Novísima Recopilación, Recopilación de Indias, Ordenanzas de Intenden-tes, Autos Acordados y Providencias de Nueva España, Ordenanzas de Minería y Decretos de las Cortes de España. Cfr. Manual razonado de prác-tica criminal y médico-legal forense mexicana, México, Imp. de Andrade y Escalante, 1860, pp. 5-8.

3 José Ma. Marroqui, La Ciudad de México, México, Jesús Medina editor, 1969, t. I, pp. 104 y 105.

Algunos ensayos legislativos, aislados e in-suficientes, aparecieron en la primera mitad del siglo xix,4 sin que el conjunto alcanzara a perfilar un verdadero sistema penal mexica-no. El rezago en la codificación criminal cesó, hasta cierto punto, con la relevante obra del veracruzano Fernando J. Corona, en 1869,5 autor de proyectos de legislación civil, penal y procesal. El Código Penal para Veracruz su-primió la pena de muerte, paso civilizatorio que no siguieron otros ordenamientos, como el celebrado código de Martínez de Castro, un par de años después.

En nuestras constituciones históricas hay detallada normativa penal: así, en 1814, 1824 —como antes mencioné— y 1857. La prime-ra, de Apatzingán, dedicó seis artículos a la materia que ahora nos interesa. Destaca el 23, que puso énfasis en la legalidad y la racio-nalidad del sistema penal —heredando así el pensamiento beccariano, las ideas de Ben-tham y las orientaciones de la gran Décla-ration de 1789—, al decir: “La ley sólo debe decretar penas muy necesarias, proporciona-das a los delitos y útiles a la sociedad”.

Por su parte, los artículos 145 a 156 de la primera Constitución federal, de 1824, esta-

4 A este respecto, véase el panorama que proporciona Celestino Porte Petit, Evolución legislativa penal en México, México, Ed. Jurídica Mexica-na, 1965. A este panorama es preciso agregar la referencia al proyecto de Código Criminal de Jalisco, presentado al Congreso del Estado el 6 de abril de 1831 por el presbítero Francisco Delgadillo, que menciono en mi libro Derecho penal, 4ª ed., México, unam, Instituto de Investigaciones Ju-rídicas-Porrúa, 2015, p. 4. Debo la noticia de este ordenamiento al doctor Guillermo Zepeda Lecuona, como menciono en “El sistema penal constitu-cional”, en El Derecho en México…, op. cit., t. vii, p. 16, n. 79.

5 Sobre la obra legislativa de Corona, cfr. Porte Petit, Evolución legis-lativa…, op. cit., pp. 19-21.

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Series de normas penales

blecieron las reglas generales para la admi-nistración de justicia, que son un catálogo de derechos (principalmente) penales con parti-cular importancia en el cuerpo de una consti-tución que carece de la relación de derechos humanos característica de las leyes funda-mentales. En su hora, la Carta de 1857, que cargó el acento en los derechos fundamenta-les (acierto ponderado por Rabasa6), contuvo varias disposiciones sobre esta materia.

La Constitución de 1917, fruto de un Con-greso Constituyente popular en el que figu-raban muchos militantes de la Revolución de 1910 y de los procesos inmediatamente posteriores a ésta, recogió la materia penal, como señalé, en series de normas cuyo con-junto, que no es un “capítulo” de la Constitu-ción propiamente dicho, integra el “sistema penal” mexicano,7 profusamente modificado.

La primera serie normativa corresponde, en mi concepto, al principio de legalidad, que se analiza en varias dimensiones: tipos pena-les, órganos y autoridades, proceso y ejecu-ción de las consecuencias del delito.8 Una se-

6 Quizá “no haya en la legislación constitucional mexicana —escribió el ilustre constitucionalista— hecho más importante que la adopción de los derechos del hombre, ni evolución más completa ni más necesaria que la que ella debía producir en toda la obra legislativa”. La Constitución y la dictadura…, op. cit., p. 75.

7 Cfr. García Ramírez, Curso de Derecho procesal penal, México, 5ª ed., Porrúa, 1989, pp. 60 y 61; Los derechos humanos y el Derecho pe-nal, 2ª ed., México, Miguel Ángel Porrúa/Librero Editor, 1988, pp. 49 y ss., “La ‘cuestión penal’ en la Constitución”, en Francisco Fernández Segado, (coord.), La Constitución de 1978 y el Constitucionalismo Iberoamericano, Madrid, Ministerio de la Presidencia/Secretaría General Técnica/Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2003, pp. 591 y ss., y “El sistema penal constitucional”, en El Derecho en México…, op. cit., t. vii, p. 11.

8 Cfr. Raúl F. Cárdenas, El principio de legalidad penal, México, Porrúa, 2009, pp. 27 y ss.

gunda serie se integra con las disposiciones concernientes a la sanción jurídica, en las que se fija lo que podríamos llamar el “pro-yecto penal del Estado” —al que me referí al aludir a las decisiones penales fundamenta-les— reflejado en la orientación de la pena y, por lo tanto, en el trato al infractor a partir de la condena con la que cesa la presunción de inocencia.

Una tercera serie de normas corresponde al “cuerpo de la justicia”, que es parte del cuerpo del Estado. Se trata de las disposicio-nes orgánicas y funcionales incorporadas en la ley suprema a propósito de la policía, los órganos de persecución, juzgamiento y eje-cución. La cuarta serie —en esta sucesión que manejo convencionalmente, para fines expositivos— concierne al procedimiento: el debido proceso, las garantías esenciales del imputado y ahora del ofendido (que son guía de la justicia), el proceso justo.

Merece una referencia especial, y por ello constituye una serie normativa propia, la quinta en la relación que propongo, el régi-men cautelar, una suerte de justicia prelimi-nar o provisional que procura generar equi-librio entre intereses y requerimientos que entran en colisión y que se refieren a la jus-ticia misma, al imputado y a la víctima. En el orden penal, este régimen afecta severamen-te a la persona, aun cuando no son descono-cidas las medidas que se despliegan sobre ob-jetos o bienes de diversa naturaleza,9 sobre todo a propósito de la persecución de ciertos

9 Cfr. Alcalá-Zamora y Castillo y Ricardo Levene (h), Derecho procesal penal, Buenos Aires, Guillermo Kraft, t. ii, p. 272.

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supuestos de delincuencia organizada, como el lavado o blanqueo de capitales.

Podemos acoger en la sexta serie norma-tiva las disposiciones concernientes a los ór-denes punitivos especiales o especializados, que necesariamente tienen cimiento cons-titucional, por cuanto traen consigo salve-dades o novedades con respecto al sistema punitivo regular. A saber: el enjuiciamiento militar, la atención a los menores de edad (adolescentes) en conflicto con la ley penal —como se suele decir—, el régimen de los servidores públicos, el régimen de excepción sobre delincuencia organizada, la normativa de la extradición (nacional e) internacional.

Y aún es posible identificar una séptima y última serie, aunque su materia no sea exclu-

sivamente penal, pero cuenta con implicacio-nes relevantes en aquélla: las instituciones comunes a diversos ámbitos concernientes al control de los actos de autoridad y a la tutela de los derechos y garantías del individuo (así, el amparo y la actuación del ombudsman).

Todas estas series se han visto abarcadas por las reformas constitucionales que exami-no en este trabajo; lo han hecho con diversos signos y características. En este proceso de transformación, conversión o reorientación constitucional es posible distinguir entre la reforma moderada, que procura retener las determinaciones constitucionales origina-les; y la reforma caudalosa, que ha implicado la paulatina, pero diligente, formulación de una nueva ley suprema, como anteriormente mencioné.

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5La norma y la vida

Me he referido a las normas pena-les en la ley suprema y en seguida aludiré a la modificación, que he

llamado torrencial, de ese mismo ordena-miento, invariablemente sustentada en un discurso que promete mejores condiciones para el Estado de Derecho y los derechos de quienes se hallan bajo su jurisdicción. Cuan-do abordo este tema me parece indispensable

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recordar, siempre y con énfasis, las cuestio-nes que suscita la eficacia del ordenamiento jurídico: traslado cierto y regular a la vida social;1 o de otra manera: la distancia que suele mediar entre la norma y la vida, y por lo tanto el abismo que separa el sueño —o la esperanza— del legislador, incluso el mejor intencionado, y la práctica insumisa que no se disciplina al orden normativo. A menudo ha ocurrido entre nosotros, en el espacio pe-nal que ahora nos interesa. Ignorarlo ha sido factor de nerviosos, constantes, impetuosos cambios legislativos que no han transitado a la realidad.

Olvidamos la prudente reflexión de Des-cartes: más vale pocas leyes bien cumplidas, que muchas que no se observen.2 No siem-pre recordamos la observación de Maria-no Otero (constitucionalista y conocedor, como pocos, del desorden penal de su tiem-po) contenida en el voto particular sobre el Acta de Reformas, del 5 de abril de 1847: los “pueblos se gobiernan por los hábitos y las creencias, por la imaginación y las costum-bres”.3 No siempre hemos entendido —o asumido— correctamente la idea de ser un “país de leyes”, que no es por fuerza una re-

1 Midamos la eficacia del orden jurídico-penal mexicano, y particular-mente del contingente de reformas acogidas en los últimos tiempos, frente al concepto de eficacia de un sistema jurídico, que es “más o menos eficaz cuando sus normas son constantemente obedecidas por la mayoría, son constantemente aplicadas, producen sus efectos o cumplen sus fines o propósitos”. Leticia Bonifaz Alfonzo, El problema de la eficacia en el Dere-cho, México, Porrúa, 1993, p. 67.

2 La “exagerada multiplicidad de las leyes es con frecuencia excusa de las infracciones […] los Estados mejor organizados son los que dictan pocas leyes, pero de rigurosa observancia […]”. René Descartes, Discurso del método, 7ª ed., México, Porrúa, 1980, p. 15.

3 “Voto particular”, en Felipe Tena Ramírez, Leyes constitucionales de México. 1808-1973, 5ª ed., México, Porrúa, 1973, p. 447.

pública en la que proliferan esos documen-tos, sin atención verdadera a su eficacia y cumplimiento.4

Sigue viva la expresión de Emilio Rabasa: hemos esperado todo de la ley, y ésta ha mos-trado su incurable incompetencia.5 Traiga-mos aquí conceptos de Ignacio Vallarta en el Constituyente de 1857: “las instituciones no se importan en un país con la facilidad con que se hacen viajar las modas [...] el legisla-dor que cura añejos males debe ser como el médico que a la cabecera del enfermo, falta a su deber si se obstina en no ver el mal en toda su gravedad”.6 Y en lo que toca a la materia que ahora nos interesa, no hemos aprendido a desconfiar del automatismo que propone recurrir a la “ley penal como respuesta única frente al conflicto”.7

Mucho antes de ahora, nuestros dirigen-tes políticos mencionaron el espacio vacío entre la ley y la justicia práctica. En palabras de Obregón: “el clamor público ha señalado males profundos en la administración de jus-ticia que hoy en día está únicamente inscrita en nuestras leyes, pero carece en absoluto de efectividad”.8

4 Cfr. mi comentario en “Una reflexión sobre las reformas penales de 1966”, en Temas…, op. cit., pp. 233 y 234.

5 Cfr. La Constitución y la dictadura…, op. cit., p. 8.6 Derechos del pueblo mexicano…, op. cit., t. iii, pp. 894 y 897.7 Delmas-Marty, “Pour des principes directeurs de législation pénale”,

en Revue de Science Criminelle et de Droit Pénal Comparé, núm. 2, abril-junio de 1985, p. 226.

8 “El Gral. Álvaro Obregón, al abrir las sesiones extraordinarias del Con-greso, el 7 de febrero de 1921”, Los Presidentes de México ante la Nación, México, LII Legislatura de la Cámara de Diputados, 1985, t. iii, p. 447.

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La norma y la vida

Sólo añadiré una expresión: “la gran refor-ma indispensable, que sacuda antiguas defi-ciencias, no tiene que ver con las leyes, sino con las instituciones y con los hombres que en ellas trabajan o que a ellas recurren. Lo que se haga en este sentido pasará a la histo-ria. La reforma de la justicia no se satisface —y ni siquiera comienza— con otras leyes, más leyes, nuevas leyes. La verdadera refor-ma consiste en aplicar las que tenemos, con rigurosa puntualidad”.9

Los hechos, rebeldes a las reformas nor-mativas, apuntan en una dirección inquie-tante. Se han multiplicado los delitos de diverso género, así los crímenes tradiciona-les como los “evolucionados”, que solemos abarcar, al menos en parte, bajo el rubro de “delincuencia organizada”, un tema que ha dominado la escena de la criminalidad en los últimos tiempos y generado copiosa normativa y abundante bibliografía.10 Con

9 García Ramírez, “Justicia y seguridad”, Manual de prisiones (La pena y la prisión), 5ª ed., México, Porrúa, 2004, p. 142. Años más tarde sostuve, en la misma línea, que “la reforma integral, que abarca leyes e instituciones, es indispensable. Precave contra ilusiones. No hay variación normativa que valga si en nosotros nada cambia. Aquí cobra relevancia el conflicto entre lo que se dice y se hace. No es posible ni es debido tolerar este contraste”. Discursos de política y justicia, México, Instituto Mexicano de Cultura, 1988, p. 91.

10 Por lo que toca a trabajos aledaños a la reforma de 1993, cabe mencionar los aportados por un amplio número de participantes en una obra colectiva, precedida y nutrida por un importante coloquio, en la que destacan los estudios en torno a diversos aspectos de la delincuencia or-ganizada y a la necesidad de proveer reformas normativas. Autores de esos trabajos fueron: Manuel Alonso Lobato, Máximo Carvajal, Luis de la Barreda Solórzano, Fausto Rico Álvarez, Jorge Sánchez Cordero, Nés-tor de Buen, Álvaro Bunster, Ignacio Burgoa Orihuela, Fernando Gómez Mont, Jesús Zamora Pierce, Jorge Carrillo Olea, Gabriel García Márquez, Guadalupe González González, Jorge Tello Peón y Rafael Velasco Fer-nández. Cfr. Varios, La procuración de justicia. Problemas, retos y pers-pectivas, México, Procuraduría General de la República, 1993, pp. 345 y ss. En este amplio campo de reflexiones mencionaré mi libro Delincuencia organizada…, op. cit.; Luis Alonso Bruccet Anaya, El crimen organizado

frecuencia, los autores de esa variada crimi-nalidad se hallan a salvo, merced a la exten-dida impunidad,11 que frena, asociada a la corrupción, cualquier progreso que se pre-tenda alcanzar en materia de política crimi-nal, que es, a su turno, otro espacio general-mente desatendido. Ésta es la realidad12 que hemos querido enfrentar, empeñosamente, con las copiosas reformas constituciona-les y legales a las que me refiero en este artículo.

Hace algunos años, la unam y el Instituto Iberoamericano de Derecho Constitucional promovieron el reexamen de la seguridad y la justicia en democracia. Se hizo a través de una Conferencia Internacional, un docu-mento de diagnóstico y conclusiones y una serie de encuentros con dirigentes políticos y académicos. Los problemas de corrupción, impunidad y carencia de política criminal fueron examinados detalladamente en ese encuentro y en el documento derivado de él, ampliamente difundido y comentado en mu-chos foros,13 aunque escasamente atendido o totalmente desatendido. Hay analistas de

(origen, evolución, situación y configuración de la delincuencia organizada en México), 2ª ed., México, Porrúa, 2007 y Luis Felipe Guerrero Agripino, La delincuencia organizada. Algunos aspectos penales, criminológicos y político criminales, 2ª ed., México, Ubijus, 2012.

11 Rafael Moreno González destaca este severo problema, al que me referiré en otros puntos del presente estudio. Dice: “Los índices de impuni-dad se han incrementado en forma alarmante […]. En México la impunidad constituye uno de los factores (de la criminalidad) más extendidos y fre-cuentes”. “Violencia, inseguridad e impunidad”, Iter Criminis, cuarta época, núm. 7, enero-febrero de 2009, pp. 198 y 199.

12 Cfr. García Ramírez, “Seguridad pública, proceso penal…”, Reforma judicial…, op. cit., pp. 157 y ss.

13 Cfr. Elementos para la construcción…, op. cit., esp. pp. 3, 6 y 17. En la elaboración de ese documento participamos Jorge Carpizo (coord.), Luis Raúl González, Luis de la Barreda, Ernesto López Portillo, Guillermo Silva y García Ramírez.

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la situación que guarda el país en la materia que ahora nos interesa, que abordan aquélla,

críticamente, de cara al panorama y las con-clusiones derivadas de la Conferencia.14

14 Así, Fernando García Cordero, en una obra íntegramente dedicada a la Conferencia, en su diagnóstico, sus conclusiones y sus propuestas; el autor sostiene —como señalamiento personal— que durante la déca-da precedente fueron abandonadas las disposiciones constitucionales, se desvirtuó el Estado de Derecho, quebró la seguridad pública y quedó de manifiesto la descomposición del sistema de administración de justicia. Cfr. Seguridad, justicia y democracia. Una glosa crítica, México, Ed. Flores, 2014, p. 23.

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6Factores y perfil de las reformas

Las reformas constitucionales obede-cen a diversos factores o surgen a par-tir de varias fuentes. Las ha habido

oriundas de la presión sobre el sistema cons-titucional ejercida por hechos emergentes que reclaman atención: la nueva delincuen-cia —sobre todo en la modalidad de crimen organizado, cuyo mascarón de proa ha sido el narcotráfico, al que hoy se agregan otras

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conductas de lesión y peligro graves—,1 el debilitamiento de los controles sociales y de los jurídicos no punitivos, el desconcierto, re-basamiento o ineficacia de instituciones de prevención y justicia penal, la impunidad,2 la corrupción,3 la exasperación e incluso deses-peración de amplios sectores de la sociedad que plantean al legislador, no siempre prepa-rado para manejar este asedio, fórmulas pu-nitivas de extrema dureza.4

1 En relación con la política mexicana sobre el combate al narcotráfico, hay diversas opiniones. No las analizaré ahora, aun cuando se trata de un tema mayor de la política criminal del Estado. Cfr., en sentidos diversos, García Ramírez, Narcotráfico. Un punto de vista mexicano, México, Miguel Ángel Porrúa, Librero-Editor, 1989, y Jorge Chabat, “Las respuesta del go-bierno de Calderón al desafío del narcotráfico: entre lo malo y lo peor”, en Arturo Alvarado y Mónica Serrano (coords.), Los grandes problemas de México. Seguridad nacional y seguridad interior, México, El Colegio de Mé-xico, 2010, t. xv, pp. 21 y ss.

2 Guillermo Zepeda Lecuona ha observado: “la probabilidad de que un presunto responsable de un delito fuera puesto a disposición de la au-toridad judicial durante (el año) 2000 fue de 3.5%, esto es, una impunidad de 96.7 por ciento”. Crimen sin castigo. Procuración de justicia penal y Mi-nisterio Público en México, México, fce/Centro de Investigación para el Desarrollo, 2004, pp. 218-220. De días muy recientes son los muy preocu-pantes datos contenidos en el Índice General de Impunidad, que mide este fenómeno a escala internacional y nacional (igi-Mex). Nuestro país figura con un promedio de 75.70 puntos en una escala de 1 a 100. El Índice incluyó 59 países; entre éstos, el nuestro ocupa el lugar 58. Véase la información que suministra y comenta la Universidad de Las Américas-Puebla, en http://www.pueblaonline.com.mx/2015/portal/index.php/estado/item/34960-ud-lap-presente-indice-global-de-impunidad-mexico-2016#.VrPIG7f2Ydv

3 En una obra reciente y aleccionadora, Ricardo Raphael examina con agudeza los problemas generales de impunidad y corrupción en México. Invariablemente inciden en el ámbito penal. Cfr. Mirreynato. La otra des-igualdad, México, Planeta, 2014, pp. 69 y ss. En los análisis de fechas re-cientes, cfr. Hugo Concha Cantú y Pedro Salazar Ugarte, “La corrupción en el Poder Judicial en México. Un mapa de riesgos”, en Varios, La corrupción en México. Transamos y no avanzamos, México, Instituto Mexicano para la Competitividad, 2015, pp. 87 y ss., y María Amparo Casar, “Tapaos los unos a los otros”, en ibidem, pp. 91 y ss.

4 En las campañas electorales y en la gestión de los funcionarios se halla, constante, el tema de la seguridad con sus desembocaduras en seve-ridad punitiva. Cfr. Stefano Fumarulo, “Delincuencia organizada y seguridad: represión y prevención”, en Varios, Análisis, técnicas y herramientas…, op. cit., pp. 233 y ss.

Todo esto milita contra el Estado de Dere-cho, especialmente erosionado si campean la impunidad y la corrupción —particularmen-te lesiva cuando opera en instituciones vin-culadas con la seguridad pública y la justicia penal—,5 lo que ha llevado a considerar que en nuestro país “no existe un cabal Estado de Derecho”.6 Algunos analistas que aluden a esos factores de erosión de las instituciones y la seguridad destacan el incremento de aqué-llos en etapas que se suponían “depuradoras” de antiguos males hondamente arraigados.7

En el mismo ámbito de consideraciones se inscribe un tema difícil para este medio: la “cultura de la legalidad”,8 que más bien podríamos mencionar como “incultura de

5 Los estudiosos del tema se ocupan en establecer la caracteriza-ción de este fenómeno, que requiere el análisis de diversos elementos. La percepción acerca de los servidores públicos en estas instituciones es generalmente negativa. Cfr. María Marván Laborde, Fabiola Navarro Luna, Eduardo Bohórquez López y Hugo Alejandro Concha Cantú, La corrupción en México: percepción, prácticas y sentido ético. Encuesta Nacional de Corrupción y Cultura de la Legalidad, México, unam, Instituto de Investiga-ciones Jurídicas, 2015, esp. pp. 34 y ss., 94 y ss. y 176. Asimismo, cfr. Héctor Felipe Fix-Fierro, Alberto Abad Suárez Ávila y Edgar Corzo Sosa, Entre un buen arreglo y un mal pleito, Encuesta Nacional de Justicia, Mé-xico, unam, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2015, esp. pp. 135 y ss. y 187 y ss.

6 “Un primer ejemplo de la continua violación del Estado de Derecho, lo constituye la impunidad en la comisión de delitos penales. La ineficiencia, pero sobre todo la corrupción que existe en la procuración y administración de justicia, se traduce en que, de cada 100 delitos denunciados, sólo 11 terminan en una condena, y de cada 100 delitos, entre denunciados y no denunciados, sólo tres terminan en una condena”. Isaac Katz, “El costo de la impunidad”, en Varios, Derecho penal y economía. Memoria del Con-greso Internacional, México, Inacipe, 2009, pp. 76 y 77. El trabajo de este autor alude, primordialmente, a la protección del derecho a la propiedad.

7 Así, por ejemplo, en Jorge Carpizo, “Diversos aspectos personales y sociales en la procuración de justicia”, Reforma Judicial. Revista Mexicana de Justicia, México, núm. 12, julio-diciembre de 2008, p. 92.

8 Gerardo Laveaga instala la cultura de la legalidad sobre el consenso, que traslada al plano legal los valores políticos, y destaca la diversidad de valores acogidos en diversos sectores de la sociedad mexicana. Cfr. La cultura de la legalidad, 2ª ed., México, unam, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2006, pp. 35 y ss. y 75 y ss.

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Factores y perfil de las reformas

la…”, o bien, “cultura de la ilegalidad”. Ésta se observa, en una de sus manifestaciones más flagrantes, en la “toma de justicia por propia mano”9 o en la clara preferencia por negociar soluciones “adecuadas” por medios desvia-dos, mejor que recurrir a los cauces legales.10

Entre los factores de presión sobre el siste-ma penal, tanto en su proyección legislativa como en su materialización, cuentan igual-mente la renovada composición política, so-cial y económica de la nación, que incorpora nuevos actores en el poder público; los ava-tares del federalismo,11 la mundialización del crimen y de las respuestas nacionales e inter-nacionales, que han generado lo que algunos tratadistas denominan Derecho penal inter-nacional (un orden jurídico de colaboración, en contraste con el internacional penal, que contiene tipos y sanciones de alcance preten-didamente universal).12 Si el crimen trascien-de fronteras, como se anunció hace mucho tiempo13, también las trasciende —holgada-

9 De ello ha habido muchos casos en los últimos años, siempre bajo la “bandera” de la justicia que hacen los ciudadanos, en defecto de la justicia que debe hacer el Estado, o al menos ésta ha sido la explicación de noto-rias ejecuciones de aquella mano: “Respetamos lo que el pueblo decidiera —dice un participante en un homicidio colectivo de este género—. Si el pue-blo decide que se linche, que se linche”. Carlos Monsiváis, “Justicia por pro-pia mano”, en Varios, Justicia por propia mano, México, cndh, 2002, p. 11.

10 Cfr. Fix-Fierro, Abad y Corzo, Entre un buen arreglo…, op. cit., pp. 68, 87, 94 y 166.

11 A los que me he referido, desde la perspectiva mexicana, en “Iden-tidad y funciones actuales del federalismo mexicano”, en Temas…, op. cit., pp. 105 y ss.

12 Cfr. Cherif Bassiouni, Derecho penal internacional. Proyecto de Código Penal Internacional, trad. de José L. de la Cuesta Arzamendi, Ma-drid, Tecnos, 1983, pp. 50-54 y 80.

13 Cfr. mi comentario en Narcotráfico…, op. cit., p. 15, y en Delincuencia organizada…, op. cit., p. 101. La referencia al anuncio sobre el desarrollo de la criminalidad en el curso del siglo xx —aunque no necesariamente a la internacionalización del delito—, alude a la clásica obra de Alfredo Niceforo,

mente— la cooperación internacional para enfrentarlo.14

Si recapitulamos sobre los factores in-mediatos de una reforma,15 los arietes que la desencadenan en el Congreso y la conso-lidan en el texto constitucional, habrá que distinguir una serie de datos promotores o favorecedores, en determinadas circuns-tancias: la evolución natural de las figuras jurídicas, que propiciaría una reforma “fisio-lógica” natural; las crisis, en ocasiones pro-fundas, que reclaman respuestas prontas y en ocasiones espectaculares —en el amplio sentido de la palabra—; la moda; el simple reformismo; la expectativa real de cambio y progreso; la necesidad de tender elementos de distracción o cortinas de humo ante las miradas inquietas o recriminadoras de la sociedad, a la que se “alivia” con reformas penales —que forman parte de “la justicia

La transformación del delito en la sociedad moderna, trad. de Constancio Bernaldo de Quirós, Madrid, Lib. General de Victoriano Suárez, 1902.

14 De esto hay evidentes manifestaciones a escala mundial y regional. Un ejemplo notable es la creación del espacio penal europeo, que responde a necesidades y posibilidades de esa región. Dice John A. E. Vervaele: “La necesidad de reconceptualizar el Derecho penal en el espacio europeo es real”. Éste necesita “una protección penal de bienes jurídicos traspasando la noción de Estado-nación y su ius puniendi”. Cfr. El Derecho penal euro-peo. Del Derecho penal económico y financiero a un Derecho penal federal, trad. de Isidoro Blanco Cordero, Joxerramon Bengoetxea Caballero, Ana San Miguel, Jacobo López Barja de Quiroga, Alejandro González Gómez, Emmanuel Roa Ortiz y María Luisa Silva Castaño, Lima, Ubijus, 2006, p. 339. En torno a estas cuestiones me remito igualmente a lo que expon-go en mi artículo “Orden penal, globalización y gobernanza”, Revista de la Facultad de Derecho de México, t. lxiv, núm. 262, julio-diciembre de 2014, pp. 337 y ss.

15 Es interesante la exposición de un expresidente de la República so-bre el proceso de formación de leyes. Me refiero a las constancias que deja Miguel de la Madrid, activo iniciador de leyes o reformas, en su obra El ejer-cicio de las facultades presidenciales, México, Porrúa, 1998, que comento en una nota del mismo título en mi libro Temas de Derecho, México, unam, Instituto de Investigaciones Jurídicas/Universidad Autónoma del Estado de México/Seminario de Cultura Mexicana, 2002, p. 127.

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como espectáculo”— de la atención y solu-ción a problemas que reclaman respuesta en otros ámbitos del quehacer público.16

Por supuesto, las reformas navegan en aguas inciertas, sobre todo cuando no res-ponden a necesidades reales o lo hacen erró-nea o desproporcionadamente. Es obvio que la realidad no se transforma a partir de una reforma constitucional. Si ésta fracasa en el alcance de ciertos objetivos o determinadas promesas, será necesario, y así ha ocurrido recientemente, emprender otra reforma, mejor o peor que la precedente, en un deses-perado esfuerzo por aliviar el mal que perdu-ra o se agrava.

Las reformas pueden ser analizadas con-forme a su perfil o a su orientación genuina. En este sentido, y por lo que toca al régimen penal, las hay progresistas, consecuentes con el modelo apetecible en una sociedad demo-crática: pasos adelante; las hay regresivas, que hieren los derechos humanos, ignorantes

16 Cfr. mis comentarios a este respecto en “La reforma constitucional del Poder Judicial”, en Poder Judicial…, op. cit., pp. 25-27, y “Una reflexión sobre las reformas…”, en Temas…, op. cit., p. 234.

de que éstos no pueden sucumbir por sufra-gio popular —que desemboca en la tiranía de la mayoría—, y ni siquiera por decisión del poderoso Constituyente en un sistema democrático, como lo ha precisado la Corte Interamericana de Derechos Humanos;17 y las hay ambiguas, que navegan entre diver-sas aguas, como ha ocurrido, en mi concep-to, con la reforma penal constitucional más ambiciosa de los últimos años: la de 2008.

En general, las reformas constitucionales realizadas a partir de 1917 han cubierto con la mayor frecuencia los asuntos del poder —ciu-dadanía, sufragio, partidos políticos, integra-ción del Congreso, supervisión electoral, régi-men estatal, normativa municipal, etc.— y las garantías sociales propias del Estado social de Derecho, entendido como Estado de bien-estar, la injerencia del Estado en las relacio-nes sociales y económicas, tenencia de la tie-rra, derechos laborales, recursos naturales, atención a sectores vulnerables, etcétera.18

17 La Corte idh sostiene que la “protección de los derechos humanos constituye un límite infranqueable a la regla de las mayorías, es decir, a la esfera de lo ´susceptible de ser decidido´ por parte de las mayorías en in-stancias democráticas”. Caso Gelman vs. Uruguay. Fondo y reparaciones, Sentencia de 24 de febrero de 2011, párr. 239. A este respecto, cfr. igual-mente Luigi Ferrajoli, Principia juris. Teoría del Derecho y de la Democracia, trad. de Perfecto Andrés Ibáñez, Carlos Bayón y Marina Gascón, Madrid, Trotta, 2007, t. ii, p. 96.

18 Cfr. García Ramírez, “Las reformas a la Constitución vigente”, en Temas…, op. cit., pp. 62 y ss.

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7Números

La primera reforma de la Carta de 1917, que se presenta como rígida —técni-camente— pero ha probado ser su-

mamente flexible, se produjo el 8 de julio de 1921. Entre el 5 de febrero de 1917 y el 31 de enero de 2016, hubo 227 decretos de reforma constitucional; de ellos, 110 —nada menos— corresponden al periodo comprendido entre el 6 de abril de 1990 y el mencionado día úl-

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timo de enero: puesto en números redondos, digamos que en sólo tres lustros apareció la mitad de los decretos expedidos a lo largo de un siglo. Desde luego, cada decreto reforma-dor abarca uno o varios preceptos, que pue-den ser decenas, y lo han sido en varios casos.1

Veamos la materia penal constitucional, ámbito en el que la primera reforma se pro-movió en 1947.2 Entre el 31 de diciembre de 1994 y el 31 de enero de 2016, hubo 22 decre-tos reformadores en este ámbito, algunos atenidos exclusiva o destacadamente a cues-tiones penales; otros, relacionados en mayor o menor grado con éstas. Por vía de compa-ración, considérese que la Constitución de 1857 recibió sólo seis reformas de contenido penal entre la fecha de su promulgación —la primera reforma penal data de 1874— y 1908.3 El Porfiriato fue también cauteloso en revisiones al Código Penal de 1871, aunque en esa larga etapa de la vida del país se expidie-

1 Citemos, a manera de ejemplo, algunos casos relevantes: la reforma del 31 de diciembre de 1994 abarcó 27 artículos constitucionales; la del 2 de agosto de 1996 comprendió 19; la del 10 de febrero de 2014 se extendió a 31 preceptos, y la del 29 de enero de 2016, 51 artículos, lo cual no deja de ser una modificación masiva si se toma en cuenta que la Constitución está integrada por 136 preceptos. Claro está que habría que agregar un enorme número de artículos transitorios, algunos de los cuales ingresan de plano en disposiciones reglamentarias de los preceptos principales mo-dificados.

2 Esta reforma, promovida por el Ejecutivo el 11 de noviembre de 1947, se contrajo a la fracción i del artículo 20 y versó sobre la libertad provisio-nal bajo caución. Originalmente procedía la libertad caucional cuando el delito materia del proceso se hallaba sancionado con privación de libertad con límite máximo de cinco años; el cambio modificó la procedencia de la libertad: sólo delitos cuyo término medio aritmético no excediera de aquella duración. Cfr. García Ramírez, Curso…, op. cit., p. 587.

3 Sobre delitos comunes de funcionarios públicos (1874, artículo 104); delitos oficiales de funcionarios públicos (1874, artículo 105); amnistías (1882, artículo 72, fracción xxv); libertad de expresión y delitos de imprenta (1883, artículo 7); pena de muerte (1901, artículo 23); libertad de tránsito y restricciones correspondientes (1908, artículo 14).

ron tres códigos procesales: dos distritales en el siglo xix y uno federal en el xx,4 convencido de que semejante monumento jurídico, como algunos lo calificaron, no debía ser tocado con ligereza.5

Como dije, en el espacio de las fechas mencionadas (diciembre de 1994 y enero de 2016) aparecieron nada menos que veinti-dós decretos de reforma constitucional —en promedio, más de uno por año— que atañen directamente a la materia penal o la afectan indirectamente.6 Mencionémoslos: 1994, Poder Judicial y Ministerio Público;7 1996, normas de procedimiento y seguridad pú-blica;8 1999, más disposiciones procesales;9 2000, derechos de la víctima y el ofendido;10 2001, cumplimiento de pena;11 2004, seguri-dad nacional;12 2005, Corte Penal Internacio-nal;13 2005, conocimiento de delitos federales por autoridades comunes, tráfico de drogas

4 Al respecto, cfr. mi estudio sobre “El sistema penal en el Porfiriato (1877-1911). Delincuencia, proceso y sanción”, Revista de la Facultad de Derecho de México, t. lxv, núm. 264, julio-diciembre de 2015, esp. pp. 183 y ss. Una versión menos extensa de la misma materia: “El sistema penal y penitenciario en el Porfiriato”, en Raúl Ávila Ortiz, Eduardo de Jesús Cas-tellanos Hernández y María del Pilar Hernández (coords.), Porfirio Díaz y el Derecho. Balance crítico, México, unam, Instituto de Investigaciones Jurídicas/Cámara de Diputados del Congreso de la Unión, lxiii Legislatura, 2015, pp. 315 y ss.

5 Cfr. Informe del Presidente Porfirio Díaz, del 16 de septiembre de 1896, en Los Presidentes de México…, op. cit., t. i, p. 454.

6 Desde luego, dejo fuera de este cómputo la iniciativa sobre seguri-dad pública presentada por el Ejecutivo en noviembre de 2014, pendiente de decisión al tiempo de escribir estas líneas.

7 dof, 31 de diciembre de 1994.8 dof, 3 de julio de 1996.9 dof, 8 de marzo de 1999.

10 dof, 21 de septiembre de 2000.11 dof, 14 de agosto de 2001.12 dof, 5 de abril de 2004.13 dof, 20 de junio de 2005.

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Números

al menudeo;14 2005, abolición de la pena de muerte;15 2005, justicia para adolescentes;16 2008, amplia reforma procesal penal: bifur-cación del sistema penal: “democracia y au-toritarismo”;17 2009, ley general en materia de secuestro;18 2009, disposición transitoria sobre el régimen de los menores de edad en conflicto con la ley penal;19 2011, derechos humanos en general y reinserción social;20 2011, trata de personas;21 2012, delitos contra

14 dof, 28 de noviembre de 2005.15 dof, 9 de diciembre de 2005.16 dof, 12 de diciembre de 2005.17 dof, 18 de junio de 2008.18 dof, 4 de mayo de 2009.19 dof, 14 de agosto de 2009.20 dof, 10 de junio de 2011.21 dof, 14 de julio de 2011.

periodistas, derecho a la información y liber-tades de expresión y de imprenta;22 2013, legis-lación procesal y ejecutiva penal única;23 2014, Fiscalía General;24 2015, Sistema Nacional Anticorrupción;25 2015, legislación nacio-nal sobre justicia penal para adolescentes;26 2015, emisión de leyes generales para la per-secución de diversos delitos;27 y 2016, Ciudad de México;28 que tiene algunas implicaciones en el orden penal.

22 dof, 25 de junio de 2012.23 dof, 8 de octubre de 2013.24 dof, 10 de febrero de 2014.25 dof, 27 de mayo de 2015.26 dof, 2 de julio de 2015.27 dof, 10 de julio de 2015.28 dof, 29 de enero de 2016.

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Una larga etapa: escasas reformas

Para el propósito de esta revisión pa-norámica, dividiré la noticia de las reformas penales a la ley suprema en

diversas etapas: la primera, muy larga, corrió entre 1917 y 1992; las siguientes se sucedieron con mayor frecuencia, hasta llegar a la cos-tumbre de las reformas anuales —o casi—, que en ocasiones se insertaron en cambios de otro contenido —por ejemplo, político, como

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ha sido el caso de la creación de la Fiscalía General— que implican verdaderos “omnibu-ses” o “misceláneas” legislativas.

En esa primera etapa, de la que me ocuparé brevemente y que se halla dentro de las fron-teras temporales de este texto —cambios a partir de 1940— las modificaciones consti-tucionales se vieron influidas, en apreciable medida, por la herencia liberal decimonóni-ca y la corriente social que ingresó podero-samente en el constitucionalismo mexicano en 1917, con antecedentes notables en el pen-samiento y la normativa constitucional pre-via, que paulatinamente conduciría hacia ese destino1 y sin perjuicio, por supuesto, de los intentos adelantados en 1856-1857 por constituyentes visionarios como Arriaga y Ramírez.2 Aquéllos fueron escasos y distan-tes de la procuración y administración de la justicia penal, en sentido estricto. No fue al-terado el marco procesal acusatorio previsto por Carranza.

Como señalé supra, la primera reforma de la etapa que ahora comento, iniciada por el Ejecutivo en 1947 y vigente en 1948, se re-firió a la libertad provisional del inculpado, tema que ocupó de nuevo al Constituyen-te en 1984.3 En esta materia se ha reflejado

1 Como ha dicho y explicado uno de los más apreciables cultivadores de la doctrina del constitucionalismo social mexicano, Jorge Sayeg Helú. Cfr. Introducción a la historia…, op. cit., pp. 7 y 8.

2 Cfr. mi artículo “Raíz y horizonte de los derechos ‘sociales’ en la Constitución mexicana”, en Estudios Jurídicos, México, unam, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2000, pp. 25-27.

3 La enmienda fue publicada el 14 de enero de 1985. Cfr. García Ramírez, Curso…, op. cit., pp. 587-589, y “El sistema penal constitucio-nal”, en El Derecho en México…, op. cit., t. vii, p. 23, n. 114. Igualmente, véase Andrade Sánchez, “La nueva regulación constitucional de la liber-

siempre la tensión entre las orientaciones liberales —a la cabeza, la presunción de ino-cencia— y los requerimientos de la seguridad pública, que inducen restricciones a la libertad del procesado.

Las siguientes reformas de la misma eta-pa tuvieron que ver con lo que podríamos llamar “humanismo constitucional”.4 En ellas se fortaleció, con fórmulas enfáticas, el “finalismo ético-jurídico” de la ley suprema: ¿a qué objetivos debe atender la pena? He ahí el “problema más clásico de la filosofía del Derecho”.5 En 1965 y 1975 se llevaron a la Constitución (artículo 18) dos reformas notables asociadas a la idea de la readapta-ción social, que relevaron al concepto de re-generación incorporado en 1917. La de 1965 planteó el designio de readaptación y esta-bleció medios para procurar este destino,6 y la promovida en 1975, publicada el 4 de febrero de 1977, instituyó la “repatriación” de sentenciados —ejecución de penas en un territorio ajeno a la jurisdicción del Estado que condena—, figura que por primera vez apareció en el espacio latinoamericano.7

tad bajo caución”, en Varios, La reforma jurídica de 1984 en la adminis-tración de justicia, México, Procuraduría General de la República, 1985, pp. 43, y Fernando Barrita López, “Algunas consideraciones en torno a la reforma de la fracción I del artículo 20 constitucional”, ibidem, pp. 63 y ss.

4 Cfr. García Ramírez, “El sistema penal…”, en Varios, El Derecho en México…, op. cit., t. vii, p. 23.

5 Ferrajoli, Derecho y razón…, op. cit., p. 143.6 Cfr. García Ramírez, El artículo 18 constitucional. Prisión preventiva,

sistema penitenciario, menores infractores, México, unam, Coordinación de Humanidades, 1975, pp. 53 y ss.

7 Cfr. García Ramírez, Legislación penitenciaria y correccional comen-tada, México, Cárdenas Editor y Distribuidor, 1975, pp. 11 y ss., y “El siste-ma penal constitucional”, en El Derecho en México…, op. cit., t. vii, pp. 43 y 44.

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Asimismo, en 1965 se fijó la orientación general para la atención rehabilitadora de los menores infractores,8 tema que se-ría objeto de intensas controversias y nue-vos cambios —afortunados unos, otros desafortunados, y en todo caso ineficaces frente a la realidad prevaleciente— en los primeros años del siglo xxi. Y en 1982 se planteó una mayor benevolencia en la san-ción por faltas de policía y buen gobierno,9 previstas en el artículo 21 constitucional, cuya reforma se publicó el 3 de febrero de 1983, que permeó todo el horizonte de las sanciones administrativas en general.

En esta misma etapa, que concluye con la amplia reforma de 1993, debemos localizar la modificación del Título Cuarto de la Consti-tución, que cambió de denominación —no de materia— para referirse a las responsabilida-des de los servidores públicos, término que sustituyó en la ley suprema y en otros orde-namientos al tradicional de “funcionarios y empleados”. Otros preceptos fueron reforma-dos en el mismo rumbo. Se trató entonces de responder a una intención política expuesta

8 Cfr. García Ramírez, El artículo 18…, op. cit., pp. 95 y ss.9 Cfr. García Ramírez, Curso…, op. cit., pp. 849 y 850, y “El sistema

penal constitucional”, en El Derecho en México…, op. cit., t. vii, pp. 47 y 48. Sobre esta materia —el orden jurídico de faltas que involucra el tema de los llamados reglamentos autónomos—, cfr. los artículos de varios juris-tas, incluidos en la obra La reforma jurídica de 1983 en la administración de justicia (México, Procuraduría General de la República, 1984), a saber: Antonio Carrillo Flores, “Ley sobre justicia en materia de faltas de policía y buen gobierno”, ibidem, pp. 399 y ss.; Tena Ramírez, “Opinión respecto de la Ley de Faltas de Policía y Buen Gobierno”, ibidem, pp. 407 y ss.; Antonio Martínez Báez, “La aplicación por la autoridad administrativa de las sanciones establecidas por las infracciones a los reglamentos de Policía y Buen Gobierno”, ibidem, pp. 411 y ss.; Fernando Román Lugo, “La justicia de policía y buen gobierno”, ibidem, pp. 419 y ss., y Andrade Sánchez, “El régimen legal de la justicia de faltas. Comentario a la ley sobre justicia en materia de Faltas de Policía y Buen Gobierno”, ibidem, pp. 429 y ss.

como “renovación moral de la sociedad”, no apenas del aparato público.

En una comparecencia ante la Cámara de Senadores, el 27 de diciembre de 1982, hice notar que “el candidato cuyo programa pre-valeció en las urnas hizo de la renovación moral de la sociedad un capítulo fundamen-tal de sus ofertas electorales, y el Presidente de la República ha hecho de él, como consta al pleno de la Nación, un compromiso central de gobierno”.10 Bajo esta bandera se llevó a cabo la reforma constitucional, que abarcó disposiciones sobre responsabilidad políti-ca, penal y administrativa, e incluso prefijó un tipo penal a propósito del enriquecimien-to ilícito de servidores públicos, a través de una caracterización de esta figura, que re-levó a la de “enriquecimiento inexplicable”. No existía costumbre de que la ley supre-ma trazara con detalle los tipos delictivos.

La intención renovadora —mal interpre-tada como sistema de ajustes en el ejercicio público, sin correspondencia real en el ejerci-cio privado—no alcanzó los resultados apete-cidos. De nueva cuenta, la herramienta penal fue insuficiente para transformar “usos y cos-tumbres” de la sociedad en su conjunto. Ya ve-remos cómo el designio moralizador —ahora bajo la animada bandera de la lucha contra la corrupción— retornaría tres décadas más tar-de, esta vez como Sistema Nacional Antico-rrupción, concretado en cambios constitucio-nales y en proyectos de ley, creación de nuevos organismos y revisiones competenciales.

10 García Ramírez, Discursos de política y justicia, México, Instituto Mexicano de Cultura, 1988, pp. 53-54

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9La amplia reforma de 1993

El nuevo periodo de reformas penales se abre propiamente en 1993,1 con un intenso trabajo parlamentario impul-

sado por el Ejecutivo. Fue así que se hizo la modificación de varios preceptos de la ley su-

1 Cfr. García Ramírez, Delincuencia organizada…, op. cit., pp. 37 y ss., y “El sistema penal constitucional”, en El Derecho en México…, op. cit., t. vii, p. 24. Asimismo, “Temas del procedimiento penal federal”, en Temas…, op. cit., pp. 439 y ss.

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prema, de manera un tanto apresurada,2 con aportación de novedades virtuosas y apertu-ra de problemas que más tarde obligarían a nuevas reformas.3

A mi juicio, entre los aspectos positivos del giro de 1993, que en este sentido representó un “parteaguas” del procedimiento penal re-gulado constitucionalmente, figuran varios extremos, a saber: inmediata puesta a disposi-ción ante la autoridad del sujeto aprehendido, precisión del alcance de la urgencia menciona-da en el artículo 16, control de la detención en hipótesis de flagrancia y urgencia, plazos para la retención, mejora del régimen de libertad bajo caución, confesión ante el juez o el m.p. con asistencia del defensor, defensa adecuada, au-mento de garantías en la averiguación previa, establecimiento de garantías del ofendido o víc-tima (confusión terminológica y conceptual, con repercusiones normativas y prácticas,

2 Silva Meza hizo notar que “la reforma penal de 1993 fue apresurada pues de un ‘plumazo’ se adaptaron a nuestro orden jurídico instituciones que se antojaban ajenas a nuestra tradición jurídica; tal vez en [sic] la debida preparación y, sobre todo, sin el debido aquilatamiento de lo que ello implica”. “Las reformas penales de los últimos cinco años en México”, en Varios, Las reformas penales de los últimos años…, op. cit., p. 224.

3 Esa reforma no quedó al abrigo de críticas —y mereció, por otro lado, elogios fundados—, como expuse detalladamente en El nuevo pro-cedimiento penal mexicano. Las reformas de 1993-2000, 4ª ed., México, Porrúa, 2003, obra en la que paso revista a los diversos cambios aporta-dos por la reforma de 1993, que acogió dos iniciativas, ambas originadas en la Cámara de Diputados y finalmente consolidadas en un solo texto, tras la revisión y el debate correspondientes: la primera, de 30 de junio de 1993, planteó la reforma de los artículos 16, 20 y 119; la segunda, promovida el 8 de julio, solicitó la reforma de los artículos 19 y 107. Acerca de la repercusión de esta reforma, véase, igualmente, José Antonio Caballero Juárez y Carlos Natarén Nandayapa, “El malestar en el proceso. Análisis de los problemas en el procedimiento penal mexicano”, Criminalia, año lxx, núm. 3, septiembre-diciembre de 2004, pp. 149-151.

inaugurada en 1993): asesor, reparación, co-adyuvancia, atención médica y otras.

En lo que respecta a aspectos cuestiona-bles de la reforma de 1993, cabe mencionar, también en mi concepto, los siguientes: flexi-bilización en el ejercicio de la acción penal y, por lo tanto, en la injerencia en el ámbito de libertad de los ciudadanos, a partir de la re-forma al artículo 19 (que inició el cuestionable trasiego de conceptos: cuerpo del delito y ele-mentos del tipo),4 noción de delito grave para limitar la libertad provisional, restricciones a ésta a petición del Ministerio Público, incor-poración del concepto de delincuencia orga-nizada, sin certeza acerca de su caracteriza-ción,5 extradición interna sustraída a la ley y gobernada por convenios entre procuradu-rías, con flagrante menoscabo del principio de legalidad.

4 Cfr. Julio Antonio Hernández Pliego, El proceso penal mexicano, México, Porrúa, 2002, pp. 353 y ss.

5 De esta manera inició el recorrido constitucional y legal de la materia, sembrado de escollos y tropiezos. Cfr. mi crítica al dictamen de los diputados en lo que concierne a este asunto, en El nuevo procedimiento…, op. cit., pp. 38 y ss.

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10Etapa intermedia: múltiples temas

Me parece que la heterogénea refor-ma de 1993, con su caudal de figu-ras garantistas y su incorporación

de figuras problemáticas, integra por sí mis-ma una etapa de los cambios constituciona-les en materia penal. Luego vendrían otros, en una nueva etapa que culmina en 2008. En esa etapa intermedia —por llamarle de al-gún modo— se hallan la reforma de 1994 so-

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bre lo que he denominado “macrojusticia”,1 que también se refirió a la seguridad pública y puso fin al monopolio del m.p. en el ejerci-cio de la acción penal,2 y la reforma de 1996, con la que comienza una secuencia de modi-ficaciones al artículo 73 que caracterizan el abundante conjunto de novedades llevadas por el tema penal, impulsado por la grave in-seguridad pública, a la revisión de expresio-nes específicas del federalismo, que se halla en la fragua.

Digamos desde ahora que la primera re-forma de contenido penal al artículo 73, y directamente a su fracción xxi, se presentó en 1996, es decir, setenta y nueve años des-pués de la promulgación de la Carta en 1917. Ahora bien, entre 1996 y 2016 ha habido diez reformas al mismo precepto, abultado nú-mero que pone de manifiesto el zigzagueo en la política criminal —por así llamarla— del Estado mexicano con respecto a las nuevas manifestaciones de la criminalidad y a la re-distribución de tareas entre la Federación y las entidades federativas en este campo de preocupaciones y ocupaciones públicas, de-terminadas por “angustias sociales”.

Hace varios lustros ya se decía —y la ex-presión no ha perdido actualidad— que “para nadie es secreto que atravesamos por

1 A despecho de la “microjusticia”, cuya reforma apremiaba, a la que hoy día se denomina “justicia cotidiana”. Sobre aquella reforma, cfr. mi examen en Poder Judicial…, op. cit., pp. 27 y 28, y en “Las reformas a la Constitución vigente”, en Temas…, op. cit., pp. 66 y 67.

2 En tanto permitió la impugnación por particulares de la decisión del m.p. de no ejercitar la acción penal, decisión que anteriormente se hallaba exclusivamente bajo la competencia del Ministerio Público. A este respecto y sobre seguridad pública en la reforma de 1994-1995, cfr. García Ramírez, Poder Judicial…, op. cit., pp. 130 y ss., 143 y ss., 197 y ss. y 204 y ss.

una de las peores crisis en materia de seguri-dad pública. La sociedad mexicana entera se ha pronunciado en este sentido y demanda respuestas satisfactorias para enfrentarla”.3 Esa crisis se mantiene. Las cifras sobre delin-cuencia son diversas y, a menudo, zigzaguean-tes;4 con frecuencia es oscuro el “paisaje” de los problemas, expuestos con informaciones discutibles y no siempre fidedignas, en con-cepto de analistas calificados.5 No dejaré de observar que el problema de la violencia y la inseguridad asedia a muchos países, entre ellos —en lugar destacado— varios de nues-tra América Latina, y que en éstos ha consti-tuido un obstáculo para la consolidación de la gobernabilidad democrática.6

En la Conferencia Internacional sobre Se-guridad y Justicia en Democracia, que cité

3 Samuel A. González Ruíz, “Crisis de la seguridad pública y lucha contra el crimen organizado en el Estado de Derecho”, en Varios, La justi-cia mexicana hacia el siglo xxi, México, unam, Instituto de Investigaciones Jurídicas/Senado de la República, lvi Legislatura, 1997, p. 427.

4 Algunas versiones oficiales aseguran que hubo decremento en la comisión de delitos graves durante los últimos años. Sin embargo, otras informaciones, también de fuente oficial (Secretariado Ejecutivo del Siste-ma Nacional de Seguridad Pública), señalan lo contrario. Por ejemplo, se manifiesta que en los primeros 11 meses de 2015 los homicidios dolosos —que habían descendido en etapas anteriores— tuvieron un “repunte” de casi 8%, al pasar de 14 381 a 15 mil 544 en el periodo analizado. Cfr. El Universal, México, 24 de diciembre de 2015, sección “Nación”, p. 1. En el suplemento anual de este diario, relativo a 2015, el tema del incremento de homicidios dolosos se examina bajo un expresivo rubro: “Buenas cifras que se fueron por un hoyo”, Anuario 2015. Parteaguas, 26 de diciembre de 2015, p. 18.

5 Es así que Fernando Escalante Gonzalbo, que relaciona la informa-ción sobre crimen organizado con la “costumbre” del discurso político mexi-cano, señala: “nada puede saberse con seguridad, ninguna información es digna de crédito, detrás de lo que se puede saber hay siempre otra cosa, que no se sabe; tras lo aparente está siempre lo verdadero, que es impo-sible conocer. Por lo tanto, no hay fundamento sólido para discutir nada”. “Crimen organizado. La dimensión imaginaria”, Nexos, México, núm. 418, octubre de 2012, p. 34.

6 Cfr. Álvarez, “El estado de la seguridad en América Latina”, op. cit., pp. 277 y 278.

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supra, se hizo notar, como “artículo previo” para el análisis de los temas abordados en-tonces, que “en nuestro país, la convivencia en las familias, en las comunidades y en las ciudades atraviesa por una crisis. Entre sus más dolorosas y dramáticas manifestaciones figuran la multiplicación y diversificación de la delincuencia, la violencia y la inseguridad. El diagnóstico y las estrategias para conte-ner y acabar estos fenómenos han sido insu-ficientes. La información disponible muestra un acelerado crecimiento de la violencia”,7 que produjo cifras peores que alarmantes en ciertos periodos del pasado reciente.8

La reforma de 1996 a la que me estoy refi-riendo, dominada por la referida atención a la seguridad pública9 y el menor acento sobre los derechos humanos y el régimen tradicio-nal de competencias persecutorias y juris-diccionales (en el que anteriormente gravitó con fuerza decisiva el principio de territoria-

7 Elementos para la construcción de una política de Estado…, op. cit., p. 3.

8 En los estudios más interesantes sobre este incremento se procura establecer la relación entre el aumento de los homicidios dolosos y las ac-ciones del Estado, entre ellas las relativas a operativos militares y policia-les; asimismo, se comenta el papel que en el “control del crimen” asumen las policías locales, cuya tarea ha suscitado grandes reparos e iniciativas de reorganización, como la correspondiente a “mando único”, que se en-cuentra en estudio legislativo al tiempo de redactar estas notas. Cfr. sobre el mencionado incremento delictivo Fernando Escalante Gonzalbo, “Homi-cidios 2008-2009. La muerte tiene permiso”, Nexos, México, núm. 397, enero 2011, pp. 36 y ss. Véase igualmente, del mismo autor, “Territorio, cambio social y delincuencia”, en García Ramírez e Islas de González Mariscal (coords.), La situación actual del sistema penal en México, México, unam, Instituto de Investigaciones Jurídicas/Inacipe, 2011, p. 275, y “Panorama del homicidio en México. Esquema de análisis territorial 1990-2007”, en Va-rios, Seguridad nacional y seguridad interior, op. cit., pp. 301 y ss.

9 “Desesperación, es la palabra con que puede calificarse la reforma del año 1996 […]. Nadie puede negar que se trataba de un derecho penal de excepción”. Silva Meza, “Las reformas penales…,” op. cit., pp. 224 y 225.

lidad),10 ingresó en la ley suprema novedades sobre temas destacados —varios de los cua-les implican restricción o condicionamiento de la libertad o la intimidad—, como son: intervención de comunicaciones privadas, restricciones a la libertad provisional (que consideran antecedentes del sujeto y ries-gos que entraña su liberación, es decir, con diverso término: “peligrosidad”), ampliación de supuestos de decomiso.11

Añadamos el retiro de la denominación de “judicial” que había tenido desde 1917 la po-licía de investigación subordinada al m.p., y sobre todo la atribución de facultades a las autoridades federales —dentro de la mencio-nada línea de presiones penales sobre la nor-mativa federal constitucional— para conocer de delitos del fuero común conexos con los fe-derales. Esta atribución arraiga en diversos motivos: sea la conveniencia de encauzar por una sola vía, razonablemente, la actividad

10 Previamente, la ley procesal secundaria había modificado el régi-men de competencia. Cfr. García Ramírez, El nuevo procedimiento…, op. cit., pp. 254-258. Sobre este tema, cfr. también mi estudio “Temas del pro-cedimiento…”, en Temas…, op. cit., pp. 466 y ss. Desde luego, en otros sistemas no es desconocida la alteración de las reglas ordinarias de com-petencia a partir de supuestos particularmente delicados que bajo el orde-namiento italiano se identificaron como “graves motivos de orden público o de legítima sospecha”. Se trata, en todo caso, de modificar regulaciones que concurren a establecer el marco de garantías del individuo sujeto a la injerencia penal del Estado, que implica una cuestión mayor en la relación entre aquél y el justiciable. Por ello Giovanni Leone puntualiza, con toda razón, que “la configuración del instituto (de variación de competencia y consecuente remisión de procedimientos) y su clara función derogatoria de las normas sobre la competencia deben inducir a usar de ellas con mucha cautela y en vía excepcional”. Tratado de Derecho procesal penal, trad. de Santiago Sentís Melendo, Buenos Aires, Ejea, 1963, t. i, p. 364.

11 Cfr. García Ramírez, Delincuencia organizada…, op. cit., pp. 47 y ss., y “Consideraciones sobre la reforma procesal penal en los últimos años”, en Varios, Las reformas penales de los últimos años…, op. cit., pp. 57 y ss., y Jesús Zamora Pierce, “La reforma constitucional de 1996”, ibidem, pp. 69 y ss., así como el examen amplio que hace Marco Antonio Díaz de León en Derecho penal mexicano, op. cit.

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persecutoria del Estado mexicano, sea la es-casa competencia, no jurídica, sino material, de las instancias locales para llevar adelante esta función esencial del poder público.

En 1999 se incorporó una nueva reforma en el texto constitucional, atinente a cues-tiones penales, que provino de una iniciativa planteada por el Ejecutivo en 1997. Ésta tuvo un inequívoco talante autoritario, con fuerte reducción de garantías a partir del combate a la delincuencia organizada. Se pretendió, con enorme extravío, introducir el juicio pe-nal en ausencia y aludir solamente a los ele-mentos objetivos del tipo para sustentar (el ejercicio de la acción y) la orden de aprehen-sión y el auto de formal prisión. Fue notoria la intención de desviar la orientación liberal que campeaba en el sistema penal constitu-cional.12

Afortunadamente, el Senado de la Repú-blica actuó con cautela frente a esa tentación autoritaria del Ejecutivo. Tomó dos años la elaboración del dictamen senatorial, que fi-nalmente corrigió errores de la normativa vigente y de la iniciativa del Ejecutivo, pero acogió otros por su cuenta o derivados de aquella iniciativa. Un acierto —siempre en mi concepto— fue el retorno a la noción de

12 “Fue tan intensa, razonada y persuasiva la oposición que se alzó contra varias de las propuestas contenidas en la iniciativa, que ésta de-bió aguardar un largo tiempo —muy largo para nuestros usos y costum-bres legislativos— antes de que hubiese dictamen de las comisiones senatoriales. Y este dictamen, que desde luego mejoró algunos aspec-tos del proyecto, sin perjuicio de incurrir en sus propios errores, rechazó diversas fórmulas de la propuesta de cambios y aportó algunas modifi-caciones convenientes”: especialmente la reformulación de los artículos 16 y 19. García Ramírez, Delincuencia organizada…, op. cit., pp. 74 y 75. En esta obra se refieren a la reforma de 1996 las pp. 73 y ss.

cuerpo del delito en los artículos 16 y 19, cuya historia objetiva está por hacerse, en medio de las corrientes enfrentadas que desahucia-ron esa noción o la defendieron (débilmen-te).13 Agreguemos la prórroga del plazo para dictar auto de formal prisión a solicitud del imputado (prórroga originalmente prevista, con buen sustento, en el Código Federal de Procedimientos Penales).14 y 15

Me parece cuestionable, en cambio, la fle-xibilización de la acción penal confirmada en los artículos 16 y 19, que desanda el camino de las garantías procesales; es discutible el régimen de decomiso de bienes de proceden-cia ilícita presunta, bienes que “causen aban-dono” y bienes asegurados en procedimien-tos sobre delincuencia organizada cuando se ponga fin, sin condena penal, a la investiga-ción o al proceso.

Tampoco fue afortunada, desde la pers-pectiva de la congruencia entre principios jurídicos que debieran marchar al unísono y de las garantías elementales del servi-dor público, la inclusión en el artículo 123 constitucional de un régimen de libre re-moción de policías por deficiencias poste-

13 En su momento, Victoria Adato Green comentó: “La reforma penal de 1999 nos parece acertada, siempre y cuando se considere que por ‘cuerpo del delito’, se entiende la existencia de los elementos que integran la des-cripción de la conducta o hecho delictuoso según lo determina la ley penal”. “Las reformas de los últimos cinco años en materia de administración de justicia penal”, en Varios, Las reformas penales de los últimos años…, op. cit., p. 218.

14 Cfr. mi comentario en Curso…, op. cit., pp. 522 y 523.15 En concepto de Silva Meza, “la reforma de 1999 implicó un reen-

cuentro con las ideas tradicionales, a la vez que un inicio de racionalidad en cuanto a la dureza legislativa anterior”. “Las reformas penales de los últi-mos cinco años en México”, en Varios, Las reformas penales de los últimos años…, op. cit., p. 226.

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riores a su nombramiento, que entraña la aplicación de una inadmisible retroactivi-dad desfavorable. Se entiende, por supues-to, la motivación de esta reforma, atenta a los mayúsculos problemas existentes en la selección y supervisión de los integran-tes de corporaciones policiales, problemas generados por el abandono o la alteración de políticas saludables en este ámbito.16

En los años 2000, 2001 y 2004 llegaron más reformas, que incluyo dentro del periodo que ahora estoy examinando, posterior a 1993 y anterior a 2008. La primera de ellas, en 2000, se refiere al apartado B) del artículo 20 cons-titucional, que con acierto fortaleció la pre-sencia del ofendido en el marco de las garan-tías constitucionales a favor de participantes en el proceso penal.17 En general, el ofendido había permanecido a la sombra, oscurecidos sus derechos sustantivos y adjetivos.

El ofendido comenzó a salir de esa oscuri-dad —para bien de la justicia— en la refor-ma constitucional de 1993, aunque en esta emergencia se cometió el error al que antes me referí, que persiste con obstinación, de considerar idénticas las figuras del ofendido —titular del bien jurídico dañado o puesto en

16 En torno a la reforma de 1999, cfr. García Ramírez, Delincuencia organizada…, op. cit., pp. 73 y ss., así como El nuevo procedimiento pe-nal…, op. cit., en el que examino las reformas de varios años, inclusive 1999, analizando los preceptos constitucionales a las que se refirieron, pp. 7 y ss. Caballero Juárez y Natarén Nandayapa comentan: “Hoy en día en-contramos que el panorama del sistema penal mexicano no ha cambiado radicalmente. Parece ser que las previsiones sobre los efectos de la refor-ma de 1999 fueron mucho más optimistas que los resultados hasta ahora alcanzados”. “El malestar en el proceso…”, op. cit., p. 151.

17 Cfr. mis comentarios en Delincuencia organizada…, op. cit., pp. 87 y 88, y El nuevo procedimiento penal…, op. cit., pp. 132 y ss.

peligro— y de la víctima —sujeto que resien-te las consecuencias del delito, aunque no sea titular del bien afectado—. La confusión fue abonada por reformas posteriores e incluso por el Código Nacional de Procedimientos Penales, pese a que éste caracteriza correc-tamente —y por lo tanto deslinda— víctima y ofendido.18

En 2001 llegó una bondadosa reforma ga-rantista —diluida en la regulación constitu-cional posterior— sobre ejecución de la pena privativa de libertad en un lugar cercano al domicilio del sentenciado. Esta disposición, que abarcaría a todos los sentenciados, tuvo origen en el proyecto de reformas de aquel año sobre derechos de comunidades indíge-nas y de sus integrantes; en éste se pretendió contraer la garantía a los individuos pertene-cientes a esas comunidades; luego se amplió en los términos pertinentes que habría de recoger la Constitución en 2001, y se restrin-giría años después, como más adelante vere-mos.

Vayamos ahora a las reformas constitu-cionales de 2004 y 2005. No abundaré en la primera, que concierne a seguridad nacional y sólo indirectamente —pero no por ello irre-levante— podría generar repercusiones pe-nales. Tiene mayor significado para los fines de este repaso constitucional el conjunto de

18 Así, en una contradictoria regulación, el capítulo II del Título V del Libro Primero lleva el epígrafe “Víctima u ofendido” (expresión reiterada a lo largo del ordenamiento), pero en el primer párrafo del artículo 108, que es el precepto inicial de aquel capítulo se suministran las caracterizaciones del ofendido y de la víctima en forma separada. No omitiré mencionar que el segundo párrafo de ese precepto crea una curiosa categoría de ofendidos, a los que se podría denominar “equiparados, suplentes o sustitutos”.

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reformas (cuatro) que aparecieron en 2005, que corresponden a diversos temas de gran importancia. Se trata, en todos los casos, de modificaciones sugeridas tiempo atrás y sujetas a debates intensos, de los que final-mente surgió la solución que prevalecería en 2005, aunque su consagración no siempre fuese afortunada —el caso de la justicia pe-nal internacional— o no fuese perdurable a pesar de haber sido afortunada —el caso de los adolescentes en conflicto con la ley penal, en el que hubo notorio retroceso al cabo de pocos años—.

De las reformas de 2005 me ocuparé se-gún su orden de aparición en la escena. El 20 de junio fue publicada la modificación al artículo 21 que permite a México “reconocer, en cada caso, la jurisdicción de la Corte Pe-nal Internacional”, o bien, en otros términos —más claros— incorporarse al sistema pe-nal internacional mediante la adopción del Estatuto de Roma, que crea la Corte Penal y define sus atribuciones y procedimientos.

La discusión interna sobre este tema fue ardua y culminó en una reforma de “transac-ción”, singularmente defectuosa, que preten-de supeditar la participación mexicana en actividades persecutorias de la Corte Inter-nacional a los acuerdos que para ello emitan el Ejecutivo, primero, y el Senado, después.19 Esta modalidad —de “candados”, se suele

19 Cfr. mi comentario acerca de la reforma al artículo 21, en García Ramírez, La Corte Penal Internacional, 3ª ed. y 1ª de Novum, México, Novum/Inacipe, pp. 141 y ss. Acerca de la vinculación de México por el Derecho internacional de contenido penal y las tareas cumplidas o por cum-plir en la esfera legislativa, cfr. Javier Dondé Matute, Lineamientos interna-cionales en materia penal, México, Inacipe, 2009.

decir con una expresión de cerrajería que ha echado raíz— carece de asidero en el Estatu-to de Roma y en el propio Derecho interna-cional de los tratados,20 y pudiera arribar a la negativa de validez a semejante cláusula condicionante, como ya ha ocurrido a propósi-to de declaraciones o reservas mexicanas que quieren limitar el alcance de disposiciones internacionales cuya observancia ha compro-metido nuestro país como Estado parte del tratado respectivo.21

El 28 de noviembre de 2005 se publicó el decreto que contempla la emisión de una ley federal para el conocimiento de delitos de este fuero por autoridades comunes en ma-terias de jurisdicción concurrente. He aquí un nuevo paso para reorganizar el sistema de competencias penales —que es, en su base, un sistema de persecución de delitos y asun-ción de las pesadas cargas de la seguridad pública— depositando mayores y más claras atribuciones en las autoridades locales y mo-dalizando, en lo que toca a este sector, la or-ganización federal de la República.

20 Cfr. el análisis de esta cuestión en Raúl Armando Jiménez Vázquez, “La Corte Penal Internacional y la reforma al artículo 21 constitucional”, Re-vista de la Facultad de Derecho de México, t. lxv, núm. 264, julio-diciembre de 2013, esp. p. 221.

21 Por lo que hace al rechazo —y declaratoria de invalidez— de reser-vas formuladas por el Estado mexicano, conviene tomar en cuenta el pro-nunciamiento que a este respecto emitió la Corte Interamericana al conocer el Caso Radilla Pacheco y analizar, en este contexto, la reserva formulada por el Estado con respecto al fuero de guerra para el conocimiento de de-litos de desaparición forzada. Esta asignación de competencia —sostuvo el Tribunal Interamericano— contraviene la garantía de juez natural y es incompatible, por ello, con la Convención Americana sobre Derechos Hu-manos. Cfr. García Ramírez y Del Toro Huerta, México ante la Corte…, op. cit., pp. 97 y 98.

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También en 2005 —el 9 de diciembre— se publicó el decreto que extrae de la Constitu-ción la pena capital, un progreso pendiente desde el siglo xix. En algunos textos de esa centuria, y particularmente en la Consti-tución de 1857, se pretendió la abolición de la pena capital a partir del establecimiento del sistema penitenciario.22 Desde entonces hubo penitenciarías —algunas de ellas erigi-das conforme a los mejores patrones arqui-tectónicos de su hora—, pero no un genuino sistema penitenciario nacional. En 2005, el abolicionismo se impuso y fue desterrada la pena de muerte, sin mayores condiciones ni vinculación con la pena privativa de la liber-tad, abolición que nuestro país acentuó a tra-vés de la adopción del protocolo a la Conven-ción Americana sobre Derechos Humanos que suprime la pena de muerte.23

El 12 de diciembre de 2005 fue publicado un nuevo texto acerca de los menores de edad en conflicto con la ley penal, que puso térmi-no a la normativa sobre menores infractores basada en el texto constitucional precedente de 1965. Vale recordar los giros que ha tenido —y sigue teniendo— la “idea” acerca de estos sujetos de Derecho y de derechos, proyecta-dos en la legislación y la jurisprudencia.24

22 El Constituyente de 1856-1857 adoptó el artículo 23 de la ley funda-mental (vigente hasta la reforma de 1901) en los siguientes términos: “Para la abolición de la pena de muerte, queda a cargo del poder administrativo el establecer, a la mayor brevedad, el régimen penitenciario”. Acerca del debate sobre este punto en aquel Congreso, cfr. mi exposición en El artículo 18…, op. cit., pp. 45 y ss.

23 Protocolo a la Convención Americana sobre Derechos Humanos rel-ativo a la Abolición de la Pena de Muerte, aprobado en Asunción, Paraguay, el 8 de junio de 1990.

24 Además de otras obras y artículos de referencia mencionados en este trabajo, es informativa la revisión que hace Héctor Arturo Hermoso Larragoiti, La justicia de menores a la luz de los criterios del Poder Judicial

En el debate entre corrientes enfrentadas en este tema —que es un debate con altas y bajas a escala continental, proyectadas so-bre la deliberación acerca de este asunto en México— militaron las tendencias llamadas tutelares y las denominadas garantistas, de-signaciones que no siempre son apropiadas,25 y desde luego apareció en la escena el “punto terminológico”: ¿hablar de menores infracto-res, como lo ha hecho la Constitución desde 1965, o de niños y niñas, o de adolescentes, o de personas que aún no han alcanzado cierta edad?26

Antes, durante y después de la reforma de 2005 —diversamente desarrollada en los ordenamientos secundarios, dentro de las

de la Federación, México, Suprema Corte de Justicia de la Nación, 2009. Asimismo, cfr. García Ramírez y Laura Martínez Breña, El Poder Jurisdic-cional en México: dos siglos, México, Instituto Nacional de Administración Pública, 2014, pp. 175 y ss.

25 Cfr. mi exposición sobre este asunto en “Algunas cuestiones a pro-pósito de la jurisdicción y el enjuiciamiento de los menores infractores”, en Varios, Memoria del Coloquio Multidisciplinario sobre Menores Infractores. Diagnóstico y propuestas, unam, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1996, pp. 205 y 206; “Jurisdicción para menores de edad que infringen la ley pe-nal. Criterios de la jurisdicción interamericana y reforma constitucional”, en Varios, Derechos humanos de los niños, niñas y adolescentes. Memorias del Seminario Internacional, Juan Carlos Gutiérrez Contreras (coord. de la edición), México, Programa de Cooperación sobre Derechos Humanos México/Comisión Europea/Secretaría de Relaciones Exteriores, 2006, y Derechos humanos de los menores de edad. Perspectiva de la jurisdicción interamericana, México, unam, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2010, pp. 74-76 y 113-116. Asimismo, cfr. Ruth Villanueva Castilleja, Los meno-res infractores en México, México, Porrúa, 2005, pp. 214 y ss. Sobre esta cuestión, en general, la reforma constitucional de 2005 en torno a menores (o niños, niñas y adolescentes), cfr. igualmente, Islas de González Mariscal, “La reforma al artículo 18 constitucional”, en Olga Islas de González Maris-cal y Miguel Carbonell, Constitución y justicia para adolescentes, México, unam, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2007, p. 37.

26 Esta cuestión, que trae consigo una carga doctrinal y práctica, ha interesado más a los legisladores latinoamericanos que a los europeos. Cfr. Guillermo Escobar (dir.), Niñez y adolescencia. iii Informe sobre Derechos Humanos, Madrid, Federación Iberoamericana de Ombudsman, Trama Edi-torial, 2005, p. 17.

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respectivas competencias legislativas—,27 constantemente se ha mantenido en vela el intento por llevar al ordenamiento de los menores de edad “formas, actos y figuras propias del derecho represivo para adultos, dentro de una tendencia que se pudiera lla-mar ‘penalista’ o ‘autoritaria’”, tendencia que “acecha y pudiera tener éxito en algún futuro

27 Cfr. Rubén Vasconcelos Méndez, La justicia para adolescentes en México, México, unam, Instituto de Investigaciones Jurídicas/unicef, 2009, pp. 94 y ss.

cercano”.28 Así ocurrió. En fin de cuentas —y por lo pronto—, se alejó la idea de considerar a los adolescentes en un sistema penal y pre-valeció la de asignarles un sistema integral de justicia propia.29 Fue un acierto del Poder Revisor de la Constitución, que echaría por tierra la nueva revisión de este asunto diez años más tarde.

28 García Ramírez, “Las reformas procesales de 1990. Introducción”, en Varios, El Derecho mexicano hacia la modernidad, México, unam, Institu-to de Investigaciones Jurídicas/Porrúa, 1991, pp. 140 y 141.

29 Cfr. el examen de esta reforma en la revista Criminalia, que dedicó un número especial (año lxxiii, núm. 1, enero-abril de 2007) a la reforma de 2005 al artículo 18 constitucional en lo relativo a adolescentes en conflic-to con la ley penal. Dicho número cuenta con estudios de Correa García, García Ramírez, González Salas Campos, Rodríguez Manzanera, Sán-chez Galindo, Speckman Guerra, Villanueva Castilleja, F. Escalante de la Hidalga, A. Linares Carranza, A. López Martínez, S. López Tirado, R. Pérez Sánchez, Ma. del Carmen Rodríguez Moroleón y J. L. Sánchez Sandoval. Igualmente, cfr. Isabel Alvarado Martínez, Germán Guillén López y Lorena Oliva Becerra (coords.), La nueva justicia integral para adolescentes, Méxi-co, Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal/Federación Mexicana de Médicos y Peritos en Ciencias Forenses, A.C., 2009.

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11La reforma ambigua de 2008: ¿democracia o autoritarismo?

La reforma constitucional promovida en 2007 y consumada en 2008 —con antecedente en una iniciativa, que no

prosperó, de 2004—,1 en la que coincidieron finalmente, a través de una “transacción” más que opinable, las corrientes garantistas

1 Cfr. García Ramírez, “La iniciativa de reforma constitucional en ma-teria penal del 29 de marzo de 2004”, en Varios, Seguridad pública…, op. cit., p. 231.

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y las corrientes autoritarias —como ya men-cioné—, es la que reviste mayor alcance en materia procesal entre todas las realizadas a partir de 1917, y por supuesto figura entre las más frondosas del ordenamiento consti-tucional.2 Hay múltiples estudios en torno a esta materia.3 De las modificaciones de 2008 a la ley suprema se desprenderían otras re-formas también constitucionales: la relativa a competencia legislativa del Congreso de la Unión, de 2013,4 y la normativa secundaria que rige en la actualidad: Código Nacional de Procedimientos Penales5 y regulación de las soluciones alternas, a la que se agregó la ley de ejecución de sentencias.

2 Se comenta que “el artículo 20 constitucional, relativo a las garantías del proceso penal, se ha convertido en un verdadero Código de Procedi-mientos Penales, en lugar de mencionar y definir solamente los derechos de las personas acusadas o víctimas de un delito, así como los principios más importantes de la materia”. Varios, Constitución Política… Texto reor-denado y consolidado…, op. cit., p. 13.

3 En el conjunto figura un examen amplio desde diversas perspectivas (legislativa, del Ministerio Público, judicial, académica, de derechos hu-manos y de la defensa), que incluyen el parecer de quienes intervinieron, a título de legisladores, en la elaboración de la reforma. Cfr. García Ramírez e Islas de González Mariscal (coords.), La reforma constitucional en ma-teria penal, México, unam, Instituto de Investigaciones Jurídicas/Inacipe, 2009.

4 Cfr. García Ramírez, “La unificación legislativa en el enjuiciamiento y la ejecución penal: la reforma constitucional de 2013. Concentración y dispersión”, Boletín Mexicano de Derecho Comparado, año xlvii, núm. 139, enero-abril de 2014, pp. 297 y ss.

5 Las xv Jornadas sobre Justicia Penal, celebradas en 2014 en el Ins-tituto de Investigaciones Jurídicas de la unam, mediante convocatoria de aquél y de la Academia Mexicana de Ciencias Penales, se destinaron al examen del Código Nacional de Procedimientos Penales. El análisis de este ordenamiento corrió a cargo de numerosos expositores: Díaz Aranda, Villanueva Castilleja, Moreno González, De la Barreda, Nader Kuri, Díaz de León, Moreno Hernández, Islas de González Mariscal, Carmona Sánchez, Ontiveros Alonso, Zamora Pierce, Ochoa Romero, Dondé Matute, Fromow Rangel, Azzolini Bincaz, Gómez Pérez, Mirón Reyes, Leguízamo Ferrer, Ojeda Bohórquez, Adato Green, Hernández Pliego, Ojeda Velázquez, Gar-cía Ramírez y Correa García. Estos trabajos se reúnen en García Ramírez, e Islas de González Mariscal (coords.), El Código Nacional de Procedi-mientos Penales. Estudios, que se puede consultar en la página del iij: http://biblio.juridicas.unam.mx/libros/libro.htm?l=4032. Se halla en prensa la versión impresa.

Los favorecedores de la reforma de 2008 —cuyas expresiones públicas son numerosas, mucho más que las de los críticos,6 aunque las dudas y las críticas abunden en la prácti-ca— hablan del establecimiento de un “nue-vo paradigma” en la justicia penal mexicana, expresión probablemente sugerida por los términos utilizados para caracterizar a la re-forma de 2011 sobre derechos humanos.7

Las banderas desplegadas para instalar el “nuevo paradigma” aluden a los juicios orales —en realidad, se trata de juicios por audiencias— y al sistema acusatorio (que también se ha calificado, con desliz, como ad-versarial, voz grata a quienes pugnaron por la importación del adversary system), bajo la idea, que ya mencioné, de que la Consti-tución ha abandonado el sistema inquisitivo y asumido el acusatorio. Sobra insistir en el rechazo de este equivocado diagnóstico constitucional,8 aunque no se deba negar —sino aplaudir— los ingredientes liberales

6 En la abundante bibliografía que acoge ampliamente las bondades de la reforma, figura Diana Cristal González Obregón, Una nueva cara de la justicia en México: aplicación del Código Nacional de Procedimientos Pe-nales bajo un sistema acusatorio adversarial, México, unam, Instituto de Investigaciones Jurídicas/Instituto de Formación Profesional, de la Pro-curaduría General de Justicia del Distrito Federal, 2014, esp. pp. 1-30.

7 Así, Miguel Carbonell y Pedro Salazar (coords.), La reforma constitu-cional de derechos humanos: un nuevo paradigma, México, Suprema Corte de Justicia de la Nación/unam, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2012.

8 Cfr. Islas de González Mariscal y García Ramírez, El sistema pro-cesal penal…, op. cit., pp. 39 y ss. En el mismo sentido, con crítica a las desviaciones posteriores en la legislación y en la práctica, cfr. Raúl Guillén López, Breve estudio sobre los intentos por establecer en México juicios orales en materia penal, México, unam, Instituto de Investigaciones Jurí-dicas, Instituto de Formación Profesional de la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal, 2012, pp. xi y xii. Como anteriormente señalé, Zamora Pierce considera que el sistema adoptado en 1917 correspondía al modelo acusatorio, y el establecido por la reforma de 2008 introduce un sistema mixto con pronunciados rasgos inquisitivos. Cfr. Juicio oral..., op. cit., pp. 11 y 15.

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La reforma ambigua de 2008: ¿democracia o autoritarismo?

que la reforma aporta al conjunto de la justi-cia penal.

La reforma de 2008 y sus derivaciones secundarias recogen elementos de la Ley Federal contra la Delincuencia Organiza-da —un ordenamiento contaminante, con el que inicia la bifurcación del sistema penal mexicano, entre luz y sombra—, del impulso reformista sudamericano,9 principalmente el emprendido en Chile, más alguna lectura del excelente documento que es el Código Procesal Penal Modelo para Iberoamérica, elaborado al amparo del Instituto Iberoame-ricano de Derecho Procesal por un grupo de respetables juristas que actuaron en varias etapas hasta llegar a la más reciente, que ya implicó la redacción del modelo presentado en 1988: Niceto Alcalá-Zamora, quien “lanzó la idea”, Sebastián Soler, Alfredo Vélez Mari-conde, Jorge A. Clariá Olmedo, Víctor Fairén Guillén, Fernando de la Rúa, Julio B.J. Maier, Bernardo Gaitán Mahecha, Jaime Bernal Cuéllar, Ada Pellegrini Grinover y Alberto M. Binder.10

Sin perjuicio de esas influencias, las nada estimables (la Ley contra la Delincuencia Organizada) y las muy estimables, que tam-bién he mencionado, el ímpetu mayor para llevar a cabo la reforma provino de los Esta-

9 Cfr. Eduardo Ferrer Mac-Gregor y Alberto Saíd Ramírez (coords.), Juicios orales. La reforma judicial en Iberoamérica. Homenaje al maestro Cipriano Gómez Lara, México, unam, Instituto de Investigaciones Jurídicas, Instituto Iberoamericano de Derecho procesal, 2013.

10 Cfr. “Breve historia del Código Modelo”, Código procesal penal mo-delo para Iberoamérica. Historia. Antecedentes. Exposición de motivos y texto del proyecto, Buenos Aires, Hammurabi, 1989, pp. 7-9. Al respecto, cfr. igualmente Maier, Derecho procesal penal. Fundamentos, 2ª ed., Bue-nos Aires, Ed. del Puerto, 1996, t. I, pp. III y IV.

dos Unidos de América.11 Las instituciones norteamericanas, que ganan terreno en todo el horizonte de las reformas procesales, han aportado sugerencias prontamente acogidas en México, e incluso recursos económicos que han concurrido a la construcción de ins-trumentos para la reforma a través de forma-ción profesional y difusión académica, entre otros renglones.12

He dedicado un libro —varias veces invo-cado en este texto y que contiene el subtí-tulo de “¿Democracia o autoritarismo?”—13 a la reforma de 2008, y a él me remito para conocer el origen, el desarrollo y la adopción de la mencionada reforma, que también he calificado de “ambigua”14 por los elementos contradictorios que aloja.15 Los propios do-

11 Cfr. Juan Luis Gómez-Colomer, El sistema de enjuiciamiento crimi-nal propio de un Estado de Derecho, México, Universitat Jaume l/Inacipe, 2008, pp. 18, 22 y 187 y ss. Del mismo autor, cfr. “Prólogo” a Moisés More-no Hernández y Miguel Ontiveros Alonso (coords.), Comentarios al Código Nacional de Procedimientos Penales, México, Ubijus, 2014, pp. 18 y 19.

12 Cfr. a este respecto Moisés Moreno Hernández, “Fortalezas y debili-dades del Código Nacional de Procedimientos Penales (la lucha poco fructí-fera por un modelo procesal penal para México)”, en Varios, Comentarios al Código Nacional…, op. cit., pp. 60 y ss. Asimismo, Moreno Hernández cita en esta línea de favorecedores de la reforma, alentados desde el exterior, a los “expertos” (entre comillas en el texto citado) del Programa para el Forta-lecimiento del Estado de Derecho (Proderecho), Renace, la Red Nacional a favor de los Juicios Orales y el Debido Proceso. Ibidem, pp. 63 y 65.

13 La reforma penal constitucional (2007-2008), op. cit. Véase mi co-mentario concentrado, en torno a diversos puntos relevantes de la reforma de 2008, en “La reforma penal constitucional de 2007”, en Varios, La refor-ma constitucional en materia penal, op. cit., pp. 187 y ss.

14 Cfr. “La reforma penal constitucional de 2007: un proyecto ambiguo”, en ibidem pp. 537 y 538. Sobre el debate entre corrientes: garantismo y seguridad, que se refleja en el juicio en torno a las reformas normativas realizadas en México, cfr. Agripino Guerrero, La delincuencia…, op. cit., pp. 49 y ss.

15 La reforma que ahora menciono ha suscitado un gran número de comentarios que es preciso analizar y ponderar con objetividad. Es impo-sible recoger aquí la copiosa bibliografía que apareció en los últimos años, destinada a examinar los diversos e importantes cambios constitucionales realizados en ese año. Entre las obras relevantes acerca del sistema pro-

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cumentos generadores de la reforma, que ponderan el garantismo a voz en cuello —y lo saludo—, también hablan de la exclusión de “falsos garantismos”, que quizás no son tan falsos, y de reducción de garantías —revisión de estándares, dicen— para la injerencia del Estado en el ámbito de la libertad, como ocu-rre en la orden de aprehensión y en el auto de procesamiento, al que la nueva terminología denomina de “vinculación” a proceso.16

A estas alturas ya se cuenta con numero-sos estudios que ponen de manifiesto lo que se suelen llamar “retos” o “desafíos” de la re-forma de 2008, los obstáculos que han surgi-do sobre la marcha —derivados, muchos de ellos, de inercias y problemas con larga his-toria— y las medidas que es preciso adoptar para superar escollos y poner a salvo una re-forma que debe alcanzar plena aplicación en junio de 2016.17

cesal, cfr. Miguel Carbonell, y Enrique Ochoa Reza, ¿Qué son y para qué sirven los juicios orales?, México, Porrúa/unam/Renace, 2008. Carbonell afirma: “El procedimiento penal mexicano está en completa bancarrota”. “La reforma al sistema penal: elementos para un diagnóstico”, en José Jesús Borjón Nieto (coord.), La reforma penal constitucional 2007-2008, Xalapa, El Colegio de Veracruz, 2009, p. 37. Esta obra colectiva contiene varios artículos que examinan diversos aspectos de la reforma menciona-da. Asimismo, cfr. Everardo Moreno Cruz, El nuevo proceso penal mexica-no. Lineamientos generales, 2ª ed., México, Porrúa, 2011.

16 Miguel Ángel Mancera Espinosa hace notar cómo la reforma de 2008 plantea, por un lado, una “clara amplificación de garantías individuales de cara a la aplicación del sistema acusatorio en México”, y por la otra, “le-gitima la forma de proceder en contra de la delincuencia organizada, que contiene […] un gran número de limitantes y restricciones a las garantías individuales”. Derecho penal…, op. cit., pp. 58 y 59.

17 Cfr. a este respecto, por ejemplo, Guillermo Zepeda Lecuona, Desa-fíos de la implementación de la reforma penal en México, México, Centro de Investigación para el Desarrollo/Inacipe, 2010, esp. pp. 124 y ss.; María de los Ángeles Fromow, “Retos y desafíos de la instrumentación del Código Nacional de Procedimientos Penales”, en Varios, Foro. Código Nacional de Procedimientos Penales, México, Inacipe/Academia Mexicana de Ciencias Penales, 2014, pp. 173 y ss.; Álvaro Vizcaíno Zamora, “Diez pasos para implementar la reforma constitucional en materia penal en los Estados de

Ya me he referido a la infortunada escisión del sistema procesal en dos vertientes: ordi-naria, la primera, con mayores derechos y ga-rantías, y especial, la segunda, para la delin-cuencia organizada y “otros” supuestos que ameriten medidas restrictivas con respecto al procedimiento y la privación de libertad. Por este camino se puede internar el sistema penal en el rumbo de los extravíos autorita-rios. No rechazo variantes o particularidades en el procedimiento destinado a reaccionar frente a ciertos delitos, pero esto no podría conducir, en modo alguno, al menoscabo, desconocimiento o exclusión de principios, derechos y garantías conquistados y deposi-tados en el texto constitucional al cabo de un largo y arduo proceso histórico de reivindi-caciones liberales y democráticas.18

La reforma de 2008 pone fuerte acento en la solución consensual del litigio penal a través de mecanismos alternos, cuyo detalle consta en el Código Nacional de Procedimientos Pe-nales y en la Ley sobre Mecanismos Alternos. Este acento pudiera llevar hacia la justicia restaurativa, a la que nuestra ley suprema no menciona por su nombre, pero también plantea una colisión de “paradigmas”, para

la República”, Iter Criminis, Cuarta Época, núm. 7, enero-febrero de 2009, Bernardino Esparza Martínez y Alejandra Silva Carreras, Implementación del nuevo sistema de justicia penal. Análisis prospectivo de impacto, Mé-xico, Inacipe, 2013.

18 A esto se refiere Ramón de la Cruz Ochoa cuando examina el “con-senso entre los penalistas” sobre la necesidad de controlar eficazmente el crimen organizado, echando mano de “nuevas formas en el proceso penal”: El tratadista afirma: “El afán de lograr seguridad y una supuesta eficacia en el proceso penal no justifica que se violen estos principios esenciales”. “El proceso penal y la delincuencia organizada. Un examen comparado”, en Varios, El Derecho penal en los inicios del siglo xxi. En la encrucijada entre las garantías penales y el expansionismo irracional, La Habana, onbc, 2014, p. 163.

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utilizar el vocablo tan socorrido: de un lado, el paradigma de la justicia; del otro, el de la economía,19 alentado por acuerdos entre partes —una de ellas el poderoso Ministerio Público—, verdades pactadas, aplicación del principio de oportunidad, etcétera.

Muestra de esa colisión, resuelta por el Poder Revisor y por el legislador ordinario a favor de la economía, es la regulación del procedimiento abreviado o terminación anti-cipada, en la que son evidentes las huellas del plea bargaining norteamericano, tan diversa-mente considerado, en su propia tierra, por partidarios y adversarios.20 Por supuesto, es bien conocida la tendencia de diversos siste-mas, gobernados por la orientación acusato-ria, a prever “mecanismos de simplificación que reservan el procedimiento más garantis-ta sólo a los casos realmente controvertidos y a los crímenes graves”,21 observación que implica la reducción del garantismo para el conocimiento de la mayoría de los casos y la diversidad de opiniones acerca de lo que sig-nifica “realmente controvertidos”: ¿en fun-ción de la justicia o de la economía?

Es justo reconocer y subrayar que la re-forma de 2008 ofrece innovaciones relevan-tes, positivas, en la vertiente del progreso

19 Tema que he analizado en varias ocasiones; la más reciente en mi artículo “Criterios de oportunidad y economía en el nuevo sistema de justicia penal. ¿Nuevos paradigmas?”, Criminalia, nueva época, año lxxxii, núm. 2, pp. 65 y ss.

20 Hay abundantes exámenes del nuevo sistema mexicano de justicia penal en sus conexiones con el plea bargaining, sobre todo a través del “procedimiento abreviado”. A este respecto, cfr. Zamora Pierce, El procedi-miento abreviado, México, Inacipe, 2014.

21 Ottavio Sferlazza, Proceso acusatorio oral y delincuencia organiza-da, trad. de Salvatore La Barbera, México, Fontamara, 2006, p. 104.

procesal y el desarrollo de derechos y garan-tías, proclamadas bajo el rubro del proceso acusatorio. Mencionemos algunas, entre las más importantes: avanza en la relación y el desarrollo de principios del procedimiento y objeto del proceso, considera en mejor for-ma los derechos del ofendido y su acceso al proceso, crea los jueces de control —o jueces de garantía—, pone el acento en la defenso-ría pública, tiende a reducir los supuestos de prisión preventiva —cuya regulación ha me-jorado bajo el Código Nacional de Procedi-mientos Penales—, judicializa la ejecución y con ello abre la puerta al establecimiento de jueces de ejecución previamente acogidos por algunas entidades federativas,22 y regula las medidas cautelares y precautorias, pero deja subsistente, con regulación desacertada, la posibilidad del arraigo, constantemente cuestionada y celosamente preservada.

En lo que toca a la distribución de compe-tencias persecutorias, el giro constitucional del 2008 precisó, considerando la existencia de pareceres diversos que encaminaron dife-rentes acciones, que la materia de delincuen-cia organizada queda bajo la jurisdicción fe-deral. Compete al Congreso de la Unión, en exclusiva, legislar acerca de esta cuestión erizada de problemas, lo cual descarta los or-denamientos que algunas entidades —entre ellas el Distrito Federal— habían comenzado a expedir en relación con esta materia.

22 Cfr. Luis Rivera Montes de Oca, Juez de ejecución de penas. La reforma penitenciaria mexicana del siglo xxi, México, Porrúa, 2003, y mi reseña bibliográfica en el Boletín Mexicano de Derecho Comparado, nueva serie, año xxxviii, núm. 112, enero-abril de 2005, pp. 431 y ss.

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Supra me referí al proyecto ético del sis-tema penal alojado en el objetivo o fin de las penas, particularmente la más intensa y di-fundida —lo cual no es un acierto—: la priva-tiva de la libertad. A partir del texto de 1917, ese fin fue la regeneración del reo; en 1964 se acogió el concepto de readaptación, que bajo ese nombre u otros equivalentes existe en muchos ordenamientos nacionales y en el Derecho internacional de los derechos hu-manos;23 en 2008, aquel término fue sustitui-do por el de reinserción, sin razones suficien-tes para el cambio, más allá de algunas ideas demasiado vagas y prejuiciosas a propósito de lo que es —pero no es— la readaptación.24

En 2008 se indicó que la reinserción y la prevención de la reincidencia, expresamen-te planteada en la reforma constitucional, se buscarían a través del trabajo, la capaci-tación para éste, la educación, el cuidado de la salud y el deporte. Algunos de estos datos de readaptación o reinserción se hallaban en textos anteriores; otros son nuevos, como ocurre con la invocación explícita del cuidado de la salud y el deporte.

23 Ya he mencionado supra, en este orden de ideas, la estipulación contenida en la Convención Americana sobre Derechos Humanos, de la que México es Estado parte, cuyo artículo 5.6 se refiere a la reforma y la readaptación social de los condenados, finalidad esencial de la privación penal de la libertad.

24 En mi concepto, existe un erróneo entendimiento acerca de lo que verdaderamente significa la “readaptación social”, confundida con prácticas autoritarias o despersonalizadoras que ciertamente son extrañas al recto sentido de la readaptación y deben ser desechadas. Al respecto, cfr. mis comentarios en “Función de la pena y la readaptación social”, Estudios jurí-dicos, op. cit., pp. 782 y ss., y Los personajes del cautiverio…, op. cit., pp. 58 y ss. Acerca del cambio que en este punto introdujo la reforma constitu-cional de 2008, cfr. mi libro La reforma penal constitucional..., op. cit., pp. 181 y ss.

La reforma de 2008 dispuso plazos ad quem para la vigencia plena de las noveda-des constitucionales. En lo que respecta al sistema procesal acusatorio, ocho años que concluirán en junio de 2016; y en lo que atañe al sistema de ejecución penal —que supone revisión profunda del régimen penitenciario, normas y realidad, y judicialización de la eje-cución—, tres años que expiraron hace tiem-po sin que hubiese avances significativos.25

Por supuesto, la reforma penal constitu-cional —o, mejor aún, las reformas— se han proyectado con fuerza en la jurisprudencia, tanto federal como local. Aquélla se ha pro-nunciado en un elevado número de ocasiones, sobre el significado y alcance de numerosas fi-guras aportadas por la ley fundamental. Esta recepción jurisprudencial fue muy relevante, en su hora, bajo la reforma de 1993; hoy lo es al amparo de la reforma de 2008, que tocó un buen número de temas, como he menciona-do, con gran impacto en las determinaciones jurisdiccionales.26

25 Acerca de esta materia en la reforma de 2008 y las omisiones y “re-tos” que suscita en materia penitenciaria, cfr. Varios, Seminario. La reforma penitenciaria. Un eslabón clave de la reforma constitucional en materia pe-nal, México, Consejo de la Judicatura Federal, 2012. Mi comentario sobre ejecución de penas, en ibidem, pp. 44 y ss.

26 Comienza la aparición de compilaciones y estudios acerca de la re-cepción de las normas constitucionales de contenido penal –directamente o a través de disposiciones secundarias– en las decisiones de los tribunales. Sobre el particular, cfr. Javier Dondé Matute (coord.), Impacto de la reforma penal en la jurisprudencia, México, Inacipe, 2010; Esparza Martínez, Dere-chos fundamentales. Jurisprudencia constitucional penal, México, Inacipe, 2013, y María Elena Leguízamo Ferrer, “Breves reflexiones sobre el Código Nacional de Procedimientos Penales y el juicio de amparo”, en Varios, Co-mentarios al Código Nacional…, cit., pp. 27 y ss. En otras obras se brinda información sobre los extremos que ahora interesan, además de referirse a diversas cuestiones de materia penal que no se hallan directamente aso-ciadas a la reforma de 2008; así, Decisiones relevantes en materia penal (obra elaborada por el Comité de Publicaciones, Comunicación Social y Relaciones Institucionales de la Suprema Corte de Justicia de la Nación),

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Concluiré este apartado sobre la relevante reforma de 2008 con la conclusión que a este respecto apunta el multicitado documento de-rivado de la Conferencia Internacional sobre Seguridad y Justicia en Democracia, de 2011.

La necesidad de una reforma profun-da del sistema de justicia penal mexicano —señala dicho documento— ha sido am-pliamente discutida. La reforma constitu-cional en materia de seguridad pública y justicia penal iniciada en 2008, que en bue-na medida se motiva en dicha necesidad, ha suscitado muy diversos comentarios. En el conjunto figuran observaciones posi-tivas y cuestionamientos severos. Aquéllos destacan avances a propósito del enjuicia-miento acusatorio; los segundos subrayan retrocesos en garantías penales y proble-mas en la concepción y aplicación del sis-tema procesal.27

2ª ed., México, Inacipe, 2010. Igualmente, el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la unam, en coordinación con la Suprema Corte de Justicia cuenta con una serie de publicaciones –en la que figuran temas que atañen a la materia analizada en este artículo– denominada Decisiones relevantes de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.

27 Antes me referí al avance de conceptos inherentes al denominado Derecho penal del enemigo, que desembarcaron también en la reforma del 2008. A este respecto, se puede consultar, entre otros trabajos, a Eduar-do Salvador Rojas Valdez, “El Derecho penal del enemigo y la reforma de 2008. Su incompatibilidad con el Estado constitucional y los fines del Derecho penal”, tesis, México, Facultad de Derecho, unam, 2015. El autor revisa las características del Derecho penal del enemigo, analiza el régi-men “parapenal” traído por la reforma de 2008 y señala la incompatibilidad entre el Derecho penal del enemigo y el Estado constitucional. Propone “la eliminación del régimen parapenal contra la delincuencia organizada del sistema jurídico mexicano, tanto a nivel constitucional (artículos 16, 18, 19, 20 y 22) como legislativo (Ley Federal contra la Delincuencia Organizada)”. Ibidem, p. 321.

Sin perjuicio —menciona el mismo documento— de que prosiga, por lo pron-to, la instrumentación de la reforma según lo previsto en las nuevas reformas consti-tucionales, es preciso revisar esta materia en forma integral, objetiva y documentada, para establecer sus aciertos y sus deficien-cias. La revisión debe tomar en cuenta tanto la eficacia verdadera de las solucio-nes procesales planteadas —a la luz de las circunstancias y las experiencias reunidas hasta ahora—, como la inclusión de figuras regresivas, incompatibles con el marco de-mocrático, e incluso incompatibles con el Derecho internacional de los derechos hu-manos, adoptado claramente por la propia Constitución a través de las reformas de 2011.28

28 Elementos para la construcción de una política de Estado…, op. cit., p. 27.

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Después del decreto reformador de 2008 han sobrevenido numerosas reformas penales, diversas, heterogéneas, que

pudieran conformar, más en razón del tiempo en que se presentaron (siete años) que en fun-ción de sus temas, una nueva etapa del pro-ceso de reformas penales constitucionales. Se trata, desde luego, de cambios importantes, que reseñaré en los siguientes párrafos.

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El 4 de mayo de 2009 quedó establecida —en una nueva reforma al artículo 73 cons-titucional, para seguir distribuyendo cargas penales entre la Federación y las entidades federativas— la facultad del Congreso de la Unión para expedir la ley general en mate-ria de secuestro,1 delito cuya comisión se ha incrementado y que causa extrema alarma social.

A propósito de esta reforma, es importante observar el empleo de un concepto de recien-te ingreso al orden jurídico mexicano, con dudoso sustento constitucional —aunque lo tuviera jurisprudencial— hasta el haz de reformas de 2009 y posteriores: las “leyes generales”, que tienen a su cargo —definió inicialmente la jurisprudencia federal— la fijación de competencias específicas a cargo de la Federación y las entidades, en hipótesis en que se requiere la convergencia de ambos planos del Estado.

En la reforma de 2009 y en las subsecuen-tes de 2011, 2012, 2013, 2014 y 2015 (2 y 10 de julio), a las que adelante me referiré, se halla el perfil “mínimo” de esas leyes generales en materia penal: tienen por objeto “establecer, como mínimo, los tipos penales y sus san-ciones”, así como “la distribución de compe-tencias y las formas de coordinación entre la Federación, el Distrito Federal, los estados y los municipios”.2 Adviértase que la Constitu-

1 Sobre este delito en la legislación mexicana, cfr. Roberto Ochoa Romero, La privación ilegal de la libertad. Especial referencia a los tipos penales contenidos en la Ley General para prevenir y sancionar los delitos en materia de secuestro, México, Tirant lo Blanch, 2012.

2 Así lo ha previsto el inciso a) de la fracción xxi del artículo 73 cons-titucional. Ahora bien, con respecto a la última referencia contenida en el

ción habla del contenido mínimo, el indispen-sable, el inexcusable, de las leyes generales, pero no determina el otro lindero: hasta dón-de pueden llegar, y por ello, el analista podría poner en juego la imaginación y quizás con-vertir una ley general en un ordenamiento exhaustivo sobre determinada materia, que abarque inclusive todos —o casi todos— los temas generales del Derecho penal.

El 14 de julio de 2011 se avanzó un trecho más en el despliegue de la Federación sobre materias incluidas, total o parcialmente, en el ámbito de competencia estatal: la ley ge-neral abarcará la trata de personas, otro cri-men frecuente. Una nueva redistribución de competencias se hizo merced a la reforma constitucional del 25 de junio de 2012, pro-ducto del clamor levantado por la frecuente comisión de delitos muy graves (desde ame-nazas hasta homicidio calificado) en agravio de periodistas; ilícitos aparentemente moti-vados por el ejercicio de esta profesión, que puede provocar violencia por parte de autori-dades públicas o delincuentes.

Hechos de esta naturaleza han causado un severo deterioro a la imagen pública del país más allá de nuestras fronteras y susci-tado reclamaciones constantes por parte de comunicadores sociales y organizaciones promotoras de la libre expresión. De ahí que se hubiese querido brindar protección pe-

inciso citado, habrá que tomar en cuenta la nueva redacción aprobada en 2016 acerca de reforma política en el Distrito Federal, en cuyos términos “las leyes generales contemplarán también la distribución de competencias y las formas de coordinación entre la Federación, las entidades federativas y los municipios”. Ya no se alude al Distrito Federal, hoy abarcado bajo el concepto de entidad federativa.

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nal para la práctica segura de uno de los de-rechos básicos en el marco de una sociedad democrática: la libre expresión de noticias e ideas. En la especie —señala hoy la fracción xxi del artículo 73—, los órganos federales podrán conocer de delitos contra periodistas, personas e instalaciones que afecten el dere-cho a la información o las libertades de expre-sión e imprenta.

En 2011 se llevó a cabo una trascendental reforma sobre derechos humanos, que apa-rejó progresos notables en varios puntos del ordenamiento nacional. Ya me he ocupado de esta materia en una obra de la que soy coautor3 y no pretendo analizar ahora esa extraordinaria reforma. Me limitaré a men-cionar algunos extremos en los que ésta se halla fuertemente asociada a cuestiones pe-nales. Entre ellos destacan: asilo y refugio, restricción y suspensión de derechos y garan-tías, expulsión de extranjeros, investigación de violaciones graves de derechos humanos y reinserción social.4

Dos palabras acerca de la reinserción, con-cepto que proviene —ya lo vimos— de la re-forma de 2008. La reinserción se buscará por diversos medios; uno de éstos, agregado en 2011, son los derechos humanos. De ninguna manera es reprochable esta referencia, pero resulta extraña si se considera que todas las personas, no sólo los reclusos, son titulares de semejantes derechos y acreedores a su protección. Seguramente el Poder Revisor ha

3 Me refiero al libro citado, La reforma constitucional sobre derechos humanos (2009-2011), del que somos coautores Julieta Morales y yo.

4 Cfr. ibidem, pp. 124 y ss., 138 y ss., 160 y ss., 177 y ss. y 135 y ss.

querido enfrentar, con la expresa alusión a los derechos fundamentales, la situación que ha prevalecido y prevalece en los reclusorios: violación sistemática y masiva de aquéllos.

En 2012 y 2013, primero por la vía política y luego por la legislativa, llegó un alivio a lo que se ha denominado, con sobra de razón, “extremoso federalismo”5 en materia penal, que dispersó la legislación de esta especia-lidad entre la Federación, los estados de la República e incluso el Distrito Federal (ante-riormente sujeto al mismo código que regía para la Federación).

A partir de un pronunciamiento presiden-cial del 1º de diciembre de 20126 surgieron varias iniciativas de revisión del régimen constitucional de competencias. En este pun-to no sólo influyó la evidente necesidad de racionalizar la legislación punitiva para dis-poner de la herramienta que sustentase —o reflejara— una verdadera política nacional, sino también los patentes desaciertos de la aplicación dispersa, a veces caprichosa, de

5 Al referirse a la dispersión de la ley penal en México, Luis Jiménez de Asúa sostuvo que “esta multiplicidad legislativa en materia de delitos y pe-nas es por demás dañosa. Nosotros hemos señalado los perjuicios de este ‘extremoso federalismo’ y la conveniencia de unificar la ley penal”. Mencio-nó, como ejemplos del camino a seguir, los casos de Argentina y Suiza. Cfr. Tratado de Derecho penal, 3ª ed., Buenos Aires, Losada, 1964, p.1263.

6 “Habré de presentar al Honorable Congreso de la Unión, una ini-ciativa de reforma constitucional, que permita contar con un solo Código Penal, y otro de Procedimientos Penales, únicos y de aplicación nacional”. Véase en http://www.presidencia.gob.mx/decisiones-presidenciales-anun-ciadas-el-1o-de-diciembre/ El llamado “Pacto por México”, suscrito el 2 de diciembre de 2012 por los partidos políticos Acción Nacional, Revolu-cionario Institucional y de la Revolución Democrática, se pronunció en el mismo sentido unificador. Cfr. “Implantar en todo el país un Código Penal y un Código de Procedimientos Penales Únicos”, en http://www.presiden-cia.gob.mx/wp-content/uploads/2012/12/Pacto-Por-M%C3%A9xico-TO-DOS-los-acuerdos.pdf

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la normativa procesal constitucional estable-cida en 2008: aparecieron distintas interpre-taciones en diversos códigos locales, lo cual agravó los problemas que se pretendió resol-ver en 2008.7

Por lo dicho, se volvió a la carga sobre la fracción xxi del artículo 73, a fin de conferir al Congreso de la Unión competencia exclu-siva para legislar sobre diversas materias, con alcance para toda la República: procedi-miento penal, mecanismos alternativos de solución de controversias de este carácter y ejecución de penas, enmienda suscitada el 8 de octubre de 2013.

Lamentablemente quedó fuera de este giro competencial lo que más interesaba que quedase dentro: la ley penal sustantiva, cuya unificación ha sido requerida desde hace mu-chos años —constituye un planteamiento reiterado de la Academia Mexicana de Cien-cias Penales—, y cuenta en su favor con só-lidos argumentos.8 Como sea, los temas pe-

7 Sólo para ilustrar esta afirmación, recordaré que en la iniciativa senatorial del 30 de abril de 2013, conducente al nuevo Código Nacional de Procedimientos Penales, se hizo clara referencia a los insatisfactorios resultados de la reforma constitucional de 2008 por lo que respecta a la renovación de la legislación procesal en las entidades federativas: “Hasta el mes de abril de 2013 (esto es, a cinco años de la reforma de 2008, un lustro de afanes, poblado de expectativas) (énfasis agregado), 23 entidades federativas cuentan con un Código de Procedimientos Penales de corte acusatorio: (tres lo operan en todo su territorio, 10 aún sólo lo implemen-tan por regiones, uno lo tiene promulgado pero su vigencia depende de una declaratoria, siete entrarán en operación parcial durante el 2013, dos iniciarán su operación parcial en 2014 […] siete entidades federativas aún se encuentran discutiendo los proyectos en sus legislaturas locales, y […] Colima y el Distrito Federal son las entidades más atrasadas en el proceso de implementación”. Se pudo agregar que la Federación tampoco contaba con un código de la materia. Éste era el abigarrado paisaje de la normativa procesal penal en 2013, muy distante de los objetivos perseguidos en 2008.

8 Cfr. García Ramírez, La unidad de la legislación penal en México: antecedentes, iniciativas, obstáculos, razones, Aguascalientes, Poder Ju-

nales volvieron a localizarse en el centro de la escena donde se reconstruye el régimen federal mexicano. En este caso no se echó mano de los conceptos de ley general o ley reglamentaria, sino de una nueva categoría: Código Nacional, cuya naturaleza será preci-so explorar dentro del conjunto de leyes de diferente carácter y designación que han lle-gado a nuestro orden jurídico.

El 10 de febrero de 2014 recibimos una “miscelánea” político-electoral, nueva pre-sentación de una cauda de reformas de esta materia que han puesto en evidencia la pin-toresca expresión, utilizada en 1996, de que se había llegado a una reforma electoral “defi-nitiva”.9 La definitividad no ha caracterizado, en modo alguno, al sistema electoral, como tampoco al penal, según hemos podido ver a lo largo de esta exposición.

Dentro de esa miscelánea cobró presencia una nueva figura auspiciada por la necesidad de introducir cambios en la localización polí-tico-constitucional y en la gestión funcional del Ministerio Público, cuyo emplazamiento actual viene de 1900.10 La nueva figura fue la

dicial del Estado de Aguascalientes, 2013, y “Hacia la unidad de la legisla-ción penal mexicana. Tendencias, avances y rezagos”, op. cit., pp. 99 y ss. Véase, asimismo, el número monográfico de la revista Criminalia “Hacia la unificación de la legislación penal. Aportes de la Academia Mexicana de Ciencias Penales”, Speckman Guerra (coord.), año lxxix, no. 1, enero-abril de 2013.

9 Expresión del Presidente Ernesto Zedillo en su discurso de toma de posesión de la Presidencia de la República el 1º de diciembre de 1995. Cfr. el comentario sobre esta cuestión formulado por Emilio O. Rabasa, “La re-forma electoral definitiva”, Boletín Mexicano de Derecho Comparado, nueva serie, año xxviii, núm. 82, enero-abril de 1995.

10 Cfr. Varios, Apuntes y documentos para la historia de la Procuraduría General de la República, México, Procuraduría General de la República, 1987, pp. 27 y ss.

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Abundantes reformas posteriores: de 2008 a 2015

Fiscalía General de la República, que hasta la hora de redactar estas notas carece de la regulación secundaria requerida por la nor-ma constitucional. La Fiscalía General está concebida como órgano constitucional autó-nomo —uno más en el conjunto creciente y abigarrado de entes de la misma naturaleza que han proliferado en años recientes—. Con el mismo impulso político-electoral, la refor-ma de 2014 aportó a la cosecha de leyes ge-nerales, introduciendo en esta categoría la especialidad penal electoral.

El 27 de mayo de 2015 hubo nuevas refor-mas importantes. Por una parte, se modificó el artículo 22 constitucional para ampliar los supuestos de extinción de dominio —una fi-gura que también se halla pendiente de ex-ploración seria desde la perspectiva de los derechos fundamentales, puesto que incide en éstos—,11 a fin de incluir el supuesto de en-riquecimiento ilícito a los antes mencionados en el texto constitucional: delincuencia or-ganizada, delitos contra la salud, secuestro, robo de vehículos y trata de personas.

En la misma fecha últimamente citada, 27 de mayo de 2015, y a partir de una intensa preocupación social para la que abundan los

11 Se ha procurado justificar la extinción de dominio, que desde luego traspasa las fronteras del minimalismo penal acogido por las corrientes li-berales. La justificación reside en la necesidad de atraer instrumentos para enfrentar nuevas expresiones de la delincuencia. En este sentido, cfr. May-da Goyte Pierre (que se confiesa “aún asida a la utopía de un pensamiento criminológico de minimalismo penal”), “Las leyes de extinción de dominio, un instrumento para el enfrentamiento a la corrupción y a la criminalidad or-ganizada; la justificación entre la ‘necesidad político-criminal y el minimalis-mo penal’”, en Varios, El Derecho penal en los inicios…, op. cit., pp. 99 y ss.

motivos,12 se creó el Sistema Nacional Anti-corrupción, previsto en el artículo 113 cons-titucional, cuyo propósito y funcionamiento van más allá de los temas penales, pero indu-dablemente los implica. De nueva cuenta se reformó el artículo 73 constitucional —pero no la fracción xxi— para facultar al Congre-so de la Unión, en forma consecuente con el cambio constitucional, a expedir una ley de bases de coordinación (que no se denomina reglamentaria, nacional, general o única) del referido Sistema Nacional. Algunos es-tudiosos de esta reforma han hecho ver que “la aprobación (del Sistema Nacional Antico-rrupción) fue recibida con un alto grado de escepticismo por la opinión pública y aun por algunas comunidades académicas” que mani-festaron “desesperanza”.13

12 “No existe duda alguna de que en México estamos convencidos de que la corrupción es uno de los principales problemas que aquejan y preocupan al país. En los últimos años ha pasado de ser tema de con-versación para convertirse en material de las primeras planas de los perió-dicos”. Marván, Navarro Luna, Bohórquez y Concha Cantú, La corrupción en México…, op. cit., p. 17. Asimismo, véase, Julia Isabel Flores y Agus-tín Morales Mena (coords.), Inventario de México en 2015, México, unam, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2015, p. 277. En otra obra, Flores señala que “por primera vez aparece mencionada la corrupción como uno de los problemas más importantes, ello como consecuencia de recientes acusaciones de corrupción a altos funcionarios del gobierno”. Sentimientos y resentimientos…, op. cit., p. 103.

13 Marván, Navarro Luna, Bohórquez y Concha Cantú, La corrup-ción…, cit., p. 173. Los mexicanos “tenemos muy poca fe en las medidas tomadas hasta ahora y por ello creemos que el problema irá en aumento”. Ibidem, p. 286. En el índice de Percepción de la Corrupción 2015, publica-do el 27 de enero de 2016 por Transparencia Internacional y Transparen-cia Mexicana, nuestro país obtuvo una puntuación de 35 en una escala que va del cero (altos niveles de corrupción) a 100 (bajos niveles); es la misma puntuación alcanzada en la edición anterior del Índice. No hubo variación. Diversos “casos”, públicamente conocidos, “hicieron imposible que las reformas constitucionales (que crearon los Sistemas Nacionales de Transparencia y Anticorrupción) tuvieran un efecto positivo en el Índi-ce de Percepción de la Corrupción”. Véase Transparency International (www.transparency.org), y Transparencia Mexicana (www.tm.org.mx).

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El 2 de julio de 2015 reaparecieron en el plano constitucional los adolescentes en con-flicto con la ley penal, tema que ya menciona-mos al ocuparnos del grupo de reformas in-troducidas en 2005. En el cambio de 2015 a la fracción xxi del artículo 73 se hizo retroceder parcialmente las manecillas de la historia, que habían avanzado en 2005. El retroceso consiste en la adopción de una ley única —hasta aquí, un paso necesario, que no fue po-sible adelantar en 2005— en materia de justi-cia “penal” para adolescentes, “penalización” innecesaria y perturbadora.

El régimen de los adolescentes sigue aho-ra el patrón relativo a los adultos: procedi-miento acusatorio y oral, con derechos es-pecíficos y sin aludir, como antes se hacía, a la rehabilitación de aquellos sujetos. Se contempla el internamiento de los mayo-res de 14 años que incurran en hechos de-lictuosos, pero se ha omitido calificar esos hechos como graves, omisión que multiplica las posibilidades de internamiento, contra-riamente a la tendencia mundial sobre esta materia.

Además, el Poder Revisor adecuó la refor-ma sobre adolescentes a los lineamientos competenciales y materiales del régimen de adultos, en tanto dispuso que el Congreso de la Unión expidiese una ley única —no nacio-nal— procedimental “penal”, de mecanismos alternativos, de ejecución de penas y de “jus-ticia penal” (que por lo visto tiene un conteni-do diferente de la procedimental) destinada a adolescentes.

Pocos días más tarde, el 10 de julio de 2015, acudió la última reforma constitucional de contenido penal —última, hasta la fecha de elaboración de estas líneas—, también en relación con la fracción xxi del artículo 73. En un nuevo intento de amparar con efi-ciencia derechos humanos frecuentemente vulnerados, se atribuyó al Congreso de la Unión la potestad de expedir una ley gene-ral acerca de desaparición forzada —una cuestión que ha inquietado al país y deter-minado severos cuestionamientos por parte de órganos internacionales de defensa de los derechos humanos—,14 otras formas de pri-vación ilegal de la libertad y diversos tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes.15

14 La desaparición forzada se ha presentado en diversos países, al am-paro de regímenes autoritarios. Es interesante mencionar que las primeras sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, previas a los convenios mundial y americano sobre esta materia (el regional americano, ratificado por México, fue suscrito en Belém do Pará el 9 de junio de 1994) versaron precisamente sobre desaparición forzada. Se trató de los Casos Velásquez Rodríguez, Godínez Cruz, Fairén Garbi y Solís Corrales, todos ellos contra Honduras, sentencias dictadas el 29 de julio de 1988, el 20 de enero de 1989 y el 15 de marzo de 1989, respectivamente.

15 Conceptos vinculados a la tortura, todos ellos incluidos en tratados internacionales sobre derechos humanos, además de su recepción en ins-trumentos específicos. Por lo que toca al ámbito americano, el Pacto de San José señala enfáticamente: “Nadie debe ser sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes” (artículo 5.2).

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13Colofón

Hasta aquí, pues, el curso de las estipu-laciones penales en la Constitución General de la República, a partir del

texto aprobado en 1917 por un Constituyen-te en el que participaron muchos diputados que habían conocido el rigor del régimen pe-nal del Porfiriato. Esos legisladores no sólo leyeron las noticias o la doctrina en torno a la policía, el Ministerio Público, los tri-

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bunales, las prisiones. Algunos vivieron la experiencia de la letra de 1857 —una Cons-titución avanzada y liberal con la que, sin embargo, no parecía posible gobernar, como se dijo o se vivió entonces—1 en contraste con la práctica punitiva de la dictadura que muchos cronistas, víctimas, testigos, relata-ron puntualmente.2

En el camino constitucional recorrido des-de 1917, pero sobre todo en el andado desde 1940, dies a quo de este trabajo, han prolife-rado las buenas intenciones y han abundado los tropiezos en la materialización de lo que llamé, casi al inicio del recorrido, las decisio-nes fundamentales en materia penal, y entre ellas la mayor de todas, rectora del conjunto: ¿para qué sirve el sistema penal? ¿Qué que-remos hacer de él y con él?

1 Así lo expresó Comonfort, directamente; y por supuesto así lo vivieron Juárez y Díaz, según la penetrante exposición de Rabasa, que concluye: “La Ley de 57, en desacuerdo con el espíritu y condiciones orgánicas de la nación, no podía normar el Gobierno […]”. La Constitución y la dictadura…, op. cit., p. ej., pp. 89 y 241.

2 Sigue siendo aleccionadora la relación de John Kenneth Turner, que pone de manifiesto el verdadero sistema penal del Porfiriato: México bár-baro, México, Editores Mexicanos Unidos, 2002. Tampoco puede olvidarse la respuesta de Díaz a las preguntas de Creelman, en la víspera de la última “reelección” del dictador: “Empezamos —confesó Díaz— castigan-do el robo con pena de muerte y apresurando la ejecución de los culpa-bles en las horas siguientes de haber sido aprehendidos y condenados. Ordenamos que donde quiera que los cables telegráficos fueran corta-dos y el jefe del distrito no lograra capturar al criminal, él debería sufrir el castigo; y en el caso de que el corte ocurriera en una plantación, el propietario, por no haber tomado medidas preventivas, debería ser col-gado en el poste de telégrafo más cercano. No olvide usted que éstas eran órdenes militares”. Prosigue: “Éramos duros. Algunas veces, hasta la crueldad. Pero todo esto era necesario para la vida y el progreso de la nación. Si hubo crueldad, los resultados la han justificado con creces […]. Fue mejor derramar un poco de sangre, para que mucha sangre se salvara. La que se derramó era sangre mala, las que se salvó, buena”. Entrevista Díaz-Creelman, trad. de Mario Julio del Campo, México, unam, Instituto de Historia, 1963, p. 18.

Hoy contamos con muchas normas plau-sibles y algunos trabajos de buena voluntad para que las disposiciones hagan el viaje que va del discurso del legislador a la realidad de la justicia cotidiana, la que he llamado “mi-crojusticia”, la que se procura y administra en numerosos espacios del quehacer público, a gran distancia de la majestuosa escalinata de la Suprema Corte de Justicia en la que ve-lan los monumentos a Rejón, Otero y Vallarta.

Lo que más debiera inquietar al observa-dor del sistema penal de nuestro tiempo —aquí y fuera de nuestras fronteras— es la tentación de utilizar la herramienta punitiva más allá de su oficio natural en una sociedad democrática, alterando el desarrollo del pen-samiento beccariano y el progreso de la nor-mativa aplicable en todos los casos, tropiezo en el que incurrió, pese a todas sus bondades, la reforma constitucional de 2008. Fortalecer el costado humanista y liberal del aparato penal y ahuyentar esa tentación autoritaria que pretende cumplir las tareas de la justicia social con justicia penal es el cometido pri-mordial de la política criminal avanzada, que no cede en el esfuerzo por implantar una ver-dadera justicia.3

3 Véanse algunos ejemplos de los señalamientos de tratadistas que se han ocupado de las desviaciones que pudiera sufrir, o ya está padeciendo, el sistema penal en la tensión entre eficiencia y verdadera justicia, debido proceso y control del crimen, derechos humanos y seguridad, en el “Prólo-go” (bajo el rótulo: “Reforma histórica y transición penal”) a la cuarta edición de mi libro La reforma penal constitucional…, op. cit., pp. x y ss.

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Los cambios y las reformas a la Constitución Política de los Estados Unidos Mexi-canos son, por decirlo de alguna forma, un indicador de las tendencias en materia penal que se han presentado a lo largo de la segunda mitad del siglo XX y la pri-mera década del XXI. Todo esto siempre ha estado envuelto en una esperanza: un sistema de justicia penal justo, un sistema de justicia penal “humano” donde la víctima y el imputado no se vean sumidos en un doloroso camino.

Las expectativas que se han generado con las reformas constitucionales al sis-tema penal suelen ser muchas y sus resultados quedan lejos de la tan anhelada justicia. En este texto del Dr. Sergio García Ramírez se traza un “boceto” de lo que han sido las reformas al sistema penal en la Carta Magna desde 1940 hasta 2015. Aciertos y errores, progreso y retroceso, esperanzas, desilusiones, nuevas figuras penal —unas afortunadas otras contradictorias—.

La Constitución y el sistema penal: 75 años (1940-2015) es una obra que nos reve-la el itinerario que ha seguido el sistema penal en México. Nos regala una imagen de lo que ha sido la evolución o involución de la “idea” penal en la Constitución. Un libro que nos alienta a investigar y a imaginarnos que esa “idea” de poco sirve a la sociedad si en ella no está implícito el respeto a los derechos humanos.

La Constitución y el sistema penal:75 años (1940-2015)

Sergio García Ramírez

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