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REFLEXIÓN TEÓRICA SOBRE LA VIOLENCIA (A PARTIR DE LA EXPERIENCIA COLOMBIANA) Leopoldo Múnera Ruiz El carácter instrumental y destructivo que se le ha asignado a la violencia en Occidente, después de la denominada Segunda Guerra Mundial, condena a los hechos sociales agrupados bajo tal concepto a vivir en un limbo analítico, como la causa o el efecto de una anomia que desestabiliza el orden social o erosiona el sistema político. Al mismo tiempo, y por tal razón, en un país como Colombia dificulta su comprensión como un elemento o factor estructurante, es decir, como parte sustancial de las relaciones de producción de la vida social. En este texto reflexionaremos sobre este aspecto de la violencia, a partir de la problematización del paradigma negativo que fundamenta Hannah Arendt, cuando construye el concepto de poder político desde una perspectiva normativa. Con tal propósito, tendremos como referencia los análisis de Orlando Fals Borda y Walter Benjamin. La pretensión comprensiva de esta reflexión exige que nos aproximemos a la “cara oculta” de la violencia, con respecto a la mirada normativa, es decir, al rostro que expresa la producción o conformación de subjetividades, relaciones sociales, formas de poder político, instituciones, sistemas o roles. De esta Profesor Asociado de la Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional, coordinador del Grupo de investigación en Teoría Política Contemporánea (TEOPOCO) de la misma institución y miembro internacional del CriDis (Centre de recherches interdisciplinaires. Développement, Institutions, Subjectivité) de la Universidad Católica de Louvain. 1

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Lectura profesor Leopoldo Munera de la Universidad Nacional de Colombia

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Page 1: L MUNERA - Abreviado - Enero 2013 (1)

REFLEXIÓN TEÓRICA SOBRE LA VIOLENCIA (A PARTIR DE LA EXPERIENCIA COLOMBIANA)

Leopoldo Múnera Ruiz

El carácter instrumental y destructivo que se le ha asignado a la violencia en

Occidente, después de la denominada Segunda Guerra Mundial, condena a los hechos

sociales agrupados bajo tal concepto a vivir en un limbo analítico, como la causa o el

efecto de una anomia que desestabiliza el orden social o erosiona el sistema político.

Al mismo tiempo, y por tal razón, en un país como Colombia dificulta su comprensión

como un elemento o factor estructurante, es decir, como parte sustancial de las

relaciones de producción de la vida social. En este texto reflexionaremos sobre este

aspecto de la violencia, a partir de la problematización del paradigma negativo que

fundamenta Hannah Arendt, cuando construye el concepto de poder político desde

una perspectiva normativa. Con tal propósito, tendremos como referencia los análisis

de Orlando Fals Borda y Walter Benjamin. La pretensión comprensiva de esta

reflexión exige que nos aproximemos a la “cara oculta” de la violencia, con respecto a

la mirada normativa, es decir, al rostro que expresa la producción o conformación de

subjetividades, relaciones sociales, formas de poder político, instituciones, sistemas o

roles. De esta manera, evitaremos quedar atrapados por el impacto moral que

ocasiona su “cara visible”, la de los asesinatos, los destierros internos y externos, las

violaciones, las torturas, las víctimas, la destrucción de la solidaridad social o el estado

de excepción.

El paradigma negativo de la violencia.

En 1970, Hannah Arendt configura paradigmáticamente este rasgo negativo de la

violencia, al diferenciarla del poder y convertirla en su opuesto. Sin definirla con

exactitud, la caracteriza a partir de su perfil instrumental, como una técnica coactiva

destinada a imponer la dominación sobre los otros, mediante la obtención forzada de

la obediencia. En un claro contraste conceptual, distingue a la violencia del poder

político, que concibe como “la capacidad humana (…) para actuar concertadamente.”

Profesor Asociado de la Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional, coordinador del Grupo de investigación en Teoría Política Contemporánea (TEOPOCO) de la misma institución y miembro internacional del CriDis (Centre de recherches interdisciplinaires. Développement, Institutions, Subjectivité) de la Universidad Católica de Louvain.

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(Arendt, 2005: 60)1. Aunque acepta que ambos fenómenos, a pesar de ser distintos,

“normalmente aparecen juntos”, concluye que su relación es contradictoria y que aun

cuando la violencia surja al estar en peligro el poder, puede llegar a destruirlo y es

“absolutamente incapaz de crearlo” (Ibídem: 77). No puede estructurarlo. El análisis

de Arendt tenía como objetivo contrarrestar la importancia que, de acuerdo con su

interpretación, le otorgaban el Movimiento Estudiantil del 68 y la Nueva Izquierda en

Europa a la violencia como instrumento revolucionario. Sin embargo, también

pretendía desvirtuar la función que en el mundo contemporáneo se le asignaba como

generadora del poder político, al equiparar a este último con la violencia organizada,

como lo hizo Weber cuando definió el Estado. Frente a tal función y a su naturaleza

técnica, rescataba normativamente la noción de poder basada en el consenso, propia

de la Ciudad-Estado ateniense o de la civitas romana (Ibídem: 55-56).

La crítica de Arendt abría la posibilidad para pensar de otra manera el cambio social e

incluso la revolución, con base en un poder político que se fundamentaba en la

construcción concertada de un sentido colectivo y no en la imposición de un mandato

mediante la fuerza o el engaño; sin embargo, en forma simultánea, condenaba

analíticamente a la violencia a vivir en el mismo limbo de disfuncionalidad o

instrumentalidad que le había asignado el estructural-funcionalismo. La violencia

quedaba limitada a ser el efecto de la disminución o reducción del poder, una

anomalía con respecto al ideal clásico de la política2, o la causa de nuevas anomias3.

Convertida así en una simple desviación frente a una norma práctica perdía gran parte

de su pertinencia para el análisis social.

La forma bajo la cual Arendt configuró el paradigma negativo de la violencia para

criticar su carácter técnico en la sociedad contemporánea, refleja con claridad las

ambivalencias que tal concepto tiene dentro de la modernidad política en Occidente.

En la trastienda de un consenso ideal, representado por la acción colectiva y

concertada, constitutiva del poder político, Arendt oculta la violencia que lo estructura

en el seno de la sociedad esclavista griega, la cual, además, le sirve como referente

1 También la diferencia de otros términos, menos relevantes para su análisis, como la potencia, la fuerza y la autoridad (Ibídem: 61-62).2. “…sabemos, o deberíamos saber, que cada reducción de poder es una abierta invitación a la violencia; aunque sólo sea por el hecho de que quienes tienen el poder y sienten que se desliza de sus manos, sean el Gobierno o los gobernados, siempre les ha sido difícil resistir a la tentación de sustituirlo por la violencia.” (Ibídem: 118).3 “La práctica de la violencia, como toda acción, cambia el mundo, pero el cambio más probable originará un mundo más violento.” (Ibídem: 110).

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normativo de la política. Así enmascarada, la violencia, o más precisamente, su

utilización instrumental, emerge como una desviación práctica que a partir de una

suerte de patología social debe ser explicada en función de las causas mórbidas que la

generan o de los efectos nocivos que produce. Su carácter estructurante con respecto

al poder político y al Estado moderno, señalado en forma recurrente por los estudios

históricos y sociológicos, particularmente por Weber (1997), Elías (1994), Skocpol

(1984) y Tilly (1992), queda de esta manera parcialmente desvirtuado. Sin embargo,

en otro sentido, es reforzado, pues la idea de que el consenso libre, con respecto a

cualquier tipo de coerción, es el fundamento último del poder político, constituye un

elemento esencial para establecer la frontera entre la violencia legítima y la ilegítima.

El paradigma negativo de Arendt exacerba la idea moderna de que el poder político se

legitima a sí mismo mediante la acción colectiva concertada, la cual es comprendida

como ajena y opuesta a la violencia, a pesar de que la experiencia histórica de

Occidente demuestra que esta última participa en la creación de las condiciones

sociales necesarias para la formación de los consensos políticos.

La perspectiva normativa contenida en el paradigma negativo oscurece la histórico-

sociológica, bien resumida por Luhmann cuando afirma que “la violencia del Estado se

utiliza para apaciguar la violencia que viene de otros lados” (Torres Nafarrete, 2004:

213), y que la distinción entre la violencia legítima y la ilegítima, basada en el

consenso, se convierte en la condición necesaria de posibilidad de la política (Ibídem:

215). Arendt, en contra de uno de los propósitos explícitos de su ensayo, que consiste

en diferenciar conceptualmente el poder político de la violencia, contribuye a velar el

fundamento violento del poder político en la sociedad contemporánea, al idealizar

normativamente la acción concertada y el consenso que se deriva de ella. De esta

manera, le da la forma definitiva al paradigma negativo, dentro del cual la violencia

ilegítima o ilegal es analizada como el efecto de una causa que denota una

disfuncionalidad social y la causa de una serie de efectos que desestructuran la

sociedad. La violencia legitima, por el contrario, es comprendida como un instrumento

necesario e inevitable para garantizar la eficacia del poder político, derivado del

consenso libre.

El paradigma negativo, sin la referencia explícita a Arendt, ha sido el dominante

dentro de la literatura sobre la violencia en Colombia y ha arrastrado tras de sí

consecuencias prácticas en los diferentes procesos de paz entre las guerrillas y el

gobierno. Sin duda, los efectos desestructurantes de la violencia resultan evidentes en

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las estadísticas sobre la violación de los derechos humanos y el derecho internacional

humanitario en el país. Las explicaciones causales que se derivan de este tipo de

interpretaciones han sido sistematizados por diferentes estudios, entre los que vale la

pena destacar los realizados por González, Bolívar y Vásquez (2003: 25-40) y por

Valencia Agudelo y Cuartas Celis (2009). En términos generales, el conflicto armado y

la violencia son entendidos como el efecto de causas subjetivas y objetivas que los

determinan. Por consiguiente, la paz es vista como el resultado de la transformación

de dichas causas.

La causas objetivas han sido clasificadas en cuatro tipos: socioeconómicas, políticas,

institucionales y culturales. No obstante, también se ha resaltado que el conflicto

armado y la violencia son el efecto de estas causas consideradas en su conjunto y no

de forma separada. Las causas socioeconómicas harían relación a la evidente

desigualdad social que existe en Colombia y se manifestarían en la pobreza, la

inequidad en la distribución de los ingresos, la ausencia histórica de una reforma

agraria o de una reforma rural, la precarización e informalización del empleo o la

debilidad de la seguridad social. Las causas políticas se configurarían alrededor de la

forma como se caracteriza la democracia en Colombia, antes y después de la

Constitución de 1991 (formal, limitada, restringida, simbólica…), y del sistema

oligárquico de poder que sigue existiendo a nivel regional y nacional. Las causas

institucionales radicarían en la ambigüedad de la institucionalidad existente en el

país, la cual ha permitido la coexistencia de principios políticos, sociales y económicos

contradictorios y excluyentes, por ejemplo, los del Estado Social de Derecho y los de

las políticas públicas neoliberales, de tal manera que los segundos se legitiman en

función de los primeros, al tiempo que en la práctica los anulan. Las causas culturales

harían relación a una brumosa e indefinida “cultura de la violencia”, en virtud de la

cual la sociedad colombiana se habría resistido históricamente a aceptar el monopolio

del uso de la violencia por parte del Estado y, por consiguiente, habría dado lugar a la

emergencia de ejércitos guerrilleros, grupos paramilitares y bandas armadas

vinculadas a la delincuencia organizada y el narcotráfico.

Las causas subjetivas, por otra parte, se originarían en la creencia en los beneficios

individuales y colectivos derivados de la utilización de la violencia con el propósito de

alcanzar fines políticos o personales, fundamentada en la racionalidad instrumental

de los actores políticos (cálculo de medios y fines y de costo y beneficio) o en

prejuicios ideológicos inherentes a concepciones revolucionarias maximalistas o a

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doctrinas como la de la seguridad nacional o el antiterrorismo. Las causas subjetivas

podrían ser clasificadas en dos tipos: instrumentales e ideológicas. Las instrumentales

residirían en la utilización sistemática de la violencia con fines individuales por parte

de actores armados que han perdido los proyectos políticos, como sería el caso de los

miembros de la guerrilla, o de actores institucionales o parainsitucionales que no

respetan o no tienen los referentes éticos y legales a los cuales deberían ajustar sus

prácticas, como sería el caso de los paramilitares y los miembros de las fuerzas

armadas que actúan por fuera de la ley. Las ideológicas implicarían la justificación

metadiscursiva del conflicto armado y la utilización sistemática de la violencia,

independientemente de las secuelas que impliquen, en función de la transformación

radical de la sociedad o de la conservación del orden existente.

El causalismo presupone que la desaparición progresiva de los factores determinantes

de la violencia y el conflicto armado normaliza la vida social y genera las condiciones

para la formación de un consenso libre. Por ende, la paz es entendida como un efecto

de la eliminación de las causas objetivas y subjetivas de la violencia y de la adopción

plena de la democracia política. No obstante, desde el primer estudio sistemático

sobre la violencia en Colombia, publicado en la década del sesenta del Siglo XX,

Orlando Fals Borda había elaborado los primeros elementos analíticos para

comprender el carácter estructurante de la violencia considerada como ilegal o

ilegítima. Es decir, para entenderla como una práctica social, dotada de sentido propio

e irreductible a la naturaleza técnica del instrumento, productora de ordenes alternos

y complementarios al estatal, que no puede ser comprendida como una simple

anomalía o desviación de la sociedad colombiana, sino como el resultado de las formas

históricas de su ejercicio, dentro de las relaciones de poder que la enmarcan.

Los órdenes alternos de la violencia

Ocho años antes de la publicación del libro de Arendt, Orlando Fals Borda, en

compañía de Germán Guzmán y Eduardo Umaña Luna, empezaba a explorar una

relación más compleja entre la violencia y el poder, a partir del análisis sociológico del

conflicto social y político de los años cincuenta del siglo pasado en Colombia y de la

llamada Violencia, escrita con “v” mayúscula, que le otorgó su signo distintivo

(Guzmán Campos, Fals Borda y Umaña Luna: 1962). Fals Borda problematizó la

disfuncionalidad de la violencia como una anomalía excepcional con respecto a los

sistemas sociales y, desde luego, al poder político. Por el contrario, consideró que,

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debido a su constancia debía ser interpretada como un atributo normal de dichos

sistemas o de tal concepto (Guzmán Campos, Fals Borda y Umaña Luna, 2005: 436)4.

En el origen de esta suerte de disfuncionalidad-funcional, estaría la coexistencia en la

sociedad colombiana, y probablemente en cualquier sociedad contemporánea, de los

“fines formales” y las “normas ideales”, propios del poder jurídico-político, con los

“fines derivados” y las “normas reales”, generados por la violencia. Los roles

institucionales adquirirían así una faz doble: por un lado regular y por la otra

deformada (Ibídem: 434)5. Fals caracterizó el resultado de esta dualidad entre lo

formal-ideal y lo derivado-real como un “agrietamiento estructural”, producido por la

saturación de violencia en las relaciones sociales, mediante un movimiento de ida y

vuelta entre lo nacional, lo regional, lo comunal, lo vecinal, lo familiar y lo diádico. De

acuerdo con su interpretación, las grietas (cleavages) que se formaron con ocasión de

este sismo social dejaron al descubierto “puntos débiles de la estructura social

colombiana” como “la impunidad (en las instituciones jurídicas), la falta de tierras y la

pobreza (en las instituciones económicas), y la ignorancia (en las instituciones

educativas)…” (Ibídem: 438).

Más allá del lenguaje estructuralista utilizado por Fals, con el propósito de demostrar

desde su semántica las limitaciones analíticas que le eran inherentes, es conveniente

subrayar la relación que establece entre la violencia ilegal o ilegítima, definida en

relación con los “fines formales” y las “normas ideales”, y la transformación del poder

político y del sistema social en Colombia. Incluso llega a sostener una tesis que califica

de extraña desde la lógica estructural–funcionalista, pero probable socialmente: las

disfunciones pueden llegar a ser institucionalizadas (Ibídem: 435). Podríamos afirmar

que en este sentido, para Fals, la anomia en relación con el orden formal, puede mutar

4. Utilizamos para las citas la edición corregida del 2005, que no altera el contenido del análisis. Fals Borda aclara que el concepto de disfunción solo podría se utilizado si se dan la cuatro condiciones siguientes: “1º Si se relaciona con un grupo social específico o de referencia en un determinado nivel de integración; 2º Si se condiciona a la disparidad entro los fines formales y los derivados de un sistema social; 3º si se relaciona especialmente con normas sociales y con deformaciones de status-roles reconocidos; y 4º Si toda esta combinación de elementos queda aún dentro del marco institucional o del sistema social básico.” (Guzmán Campos, Fals Borda y Umaña Luna, 2005: 437).5. Fals ilustra esta doble faz con el ejemplo de la policía: “Implícita se encuentra aquí también una deformación de roles dentro de las instituciones. El policía ya no es guarda del orden sino un agente del desorden y del crimen. Mas no puede argumentarse que esta conducta no vaya involucrada en el nuevo rol del agente de Policía, puesto que ésta en realidad se ha amoldado a las normas impartidas por su grupo y por los grupos a él vinculados en otros niveles de integración, que exigen el desorden y el crimen. Estos grupos (al nivel estatal, de los partidos nacionales y de la máquina política vecinal) han legitimado en el agente de Policía un nuevo rol, un rol violento, distinto al contemplado en los códigos” (Ibídem, 434).

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hacia los órdenes reales de la violencia. Sin embargo, en su ensayo todavía perdura el

paradigma negativo que tiende a fragmentar el análisis en términos de legitimidad e

ilegitimidad, de tal forma que la violencia aparece estructurando básicamente el

espacio de lo ilegal y solo subsidiariamente el de lo estatal, bajo la formación de

órdenes alternos y complementarios.

El contraste analítico entre Arendt y Fals es evidente: para Arendt, la violencia es un

instrumento social que no puede crear poder político, mientras que para Fals, es uno

de los elementos que lo estructuran. No se trata aquí simplemente de enfoques

disciplinares diversos, debido a los campos de conocimiento de referencia, en un caso

la filosofía y en el otro la sociología, sino que las diferencias reflejan la brecha enorme

entre la pretensión normativa del texto Sobre la Violencia y la comprensiva del

capítulo sobre “El conflicto, la violencia y la estructura social colombiana”, incluido en

la Violencia en Colombia. Además, resaltan un aspecto relevante en el debate

contemporáneo sobre la violencia, su carácter estructurante, que es necesario aclarar,

pues en la propuesta de Fals la relación entre violencia y poder no permite

comprender la interrelación entre los diferentes órdenes producidos por la violencia,

la cual traspasa las fronteras demarcadas por lo legal y lo legítimo. Empero, abre un

horizonte mucho más amplio para interpretar el sentido social de la paz en un país

como Colombia, la cual exigiría desmontar los ordenes sociales y políticos alternos

construidos fundamentalmente alrededor del ejercicio sistemático de los diferentes

tipo de violencia social, simbólica y política.

La violencia estructurante

En 1921, entre las dos guerras europeas y ante la crisis de la democracia

representativa, Walter Benjamin esboza su crítica de la violencia, la cual gira

alrededor de la fundación o la conservación del derecho6. La violencia aparece así

como estructuradora de un poder político que es legitimado bajo la forma jurídica. No

es un simple instrumento que debe ser justificado con respecto a un fin determinado,

como en Arendt7, sino la fuerza coactiva que se legitima como poder reconocido y 6. “La tarea de una crítica de la violencia puede circunscribirse a la descripción de la relación de ésta respecto al derecho y a la justicia. Es que, en lo que concierne a la violencia en su sentido más conciso, sólo se llega a una razón efectiva, siempre y cuando se inscriba dentro de un contexto ético. Y la esfera de este concepto está indicada por los conceptos de derecho y justicia. En lo que se refiere al primero, no cabe duda de que constituye el medio y el fin de todo orden de derecho…” (Benjamin, 2001: 21)7. Para Arendt, la violencia, como todo instrumento, se justifica en relación con un fin futuro, mientras el poder se legitima con respecto a un origen colectivo pasado. Por eso afirma que “la violencia puede ser justificable pero nunca será legítima.” (Arendt, 2005: 71-72). En Benjamin, la violencia se legitima

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aceptado socialmente. Para Arendt, la violencia, como todo instrumento, se justifica en

relación con un fin futuro, mientras que el poder se legitima con respecto a un origen

colectivo pasado. Por eso afirma que “la violencia puede ser justificable pero nunca

será legítima.” (Arendt, 2005: 71-72). En Benjamin, la violencia se legitima

socialmente cuando convierte el fin que justifica su uso pasado, en el fundamento del

poder presente y futuro; cuando los sentidos colectivos concertados son construidos

socialmente, en virtud de su utilización pretérita y de la amenaza de su utilización

venidera, como sucede en el Estado moderno. No obstante, la reflexión de Benjamin

tiene otro objetivo menos visible: aportar los elementos para analizar y cuestionar el

carácter meramente instrumental de la violencia y los criterios para establecer si

puede ser considerada como ética, con independencia de los fines, justos o injustos,

que se pretenden alcanzar mediante su utilización8.

Para realizar el análisis crítico del perfil instrumental de la violencia, la clasifica en

tres tipos: la instrumental, la mítica y la divina. Las dos primeras fundan y conservan

el derecho. La última lo destruye. De acuerdo con Benjamin (2001: 24), mediante la

violencia instrumental, los teóricos del derecho natural pretenden “«justificar» los

medios por la justicia de sus fines”, mientras los teóricos del derecho positivo buscan

“«garantizar» la justicia de los fines a través de la legitimación de los medios”. En

ambos casos, la violencia es vista, al igual que en Arendt, como un instrumento para

alcanzar un propósito que la condiciona. Sin embargo, Benjamin destaca que en las

dos corrientes, la violencia también es estructurante: funda el derecho y crea el poder

político. Por ende, si las instancias jurídicamente competentes no son las encargadas

de aplicarla se convierte en una amenaza para el orden jurídico, al estar por fuera de

su ámbito y atentar contra su estructura, la cual está basada en su uso exclusivo y

excluyente (Ibídem: 26-27). Las limitaciones del enfoque que pretende restringir la

violencia a la condición de un medio subordinado al fin que lo determina, surgen a la

vista, cuando resulta claro dentro del ensayo que esta no puede ser escindida del

cuando convierte el fin futuro del pasado, que la justifica, en el fundamento colectivo y pasado del presente y el futuro. Cuando en virtud de su utilización pretérita y de la amenaza de su utilización presente o futura se construyen socialmente sentidos colectivos concertados, como sucede con el Estado y el derecho.8 “Porque de ser la violencia un medio, un criterio crítico de ella podría parecernos fácilmente dado. Bastaría considerar si la violencia, en caso preciso, sirve a fines justos o injustos. Pero no es así. Aún asumiendo que tal sistema está por encima de toda duda, lo que contiene no es un criterio propio de la violencia como principio, sino un criterio para los casos de su utilización. La cuestión de si la violencia es en general ética como medio para alcanzar un fin seguiría sin resolverse. Para llegar a una decisión al respecto, es necesario un criterio más fino, una distinción dentro de la esfera de los medios, independientemente de los fines que sirva.” (Ibídem)

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derecho, de los órdenes sociales modernos, pues los constituye como uno de sus

elementos esenciales9.

La disgresión sobre los medios no-violentos que no fundan ni conservan el derecho,

como la esfera del «mutuo entendimiento» (del lenguaje) o la huelga general

soreliana, lleva a Benjamin a concluir que los medios legítimos no están orientados

necesariamente por fines justos o que existen violencias que no sirven de medio para

un fin predeterminado (Ibídem: 38). En este contexto, introduce la diferencia entre la

violencia instrumental y la mítica, que no sería medio para sus fines, sino pura

manifestación de los dioses, de su voluntad y de su existencia (Ibídem: 39). Las

leyendas de Níobe y Prometeo, humanos arrogantes que provocan la ira de los

habitantes del Olimpo, permiten caracterizar este tipo de violencia que, según

Benjamin, no es ejercida “por ultrajar el derecho, sino por desafiar al destino a una

lucha que éste va a ganar, y cuya victoria necesariamente requiere el seguimiento de

un derecho” (Ibídem). La referencia mítica sirve para representar la violencia que

funda el derecho como la manifestación de la voluntad y la existencia de un sujeto que

domina y no como un fin buscado intencionalmente. En tal medida, garantiza el poder

estableciendo los límites de lo permitido, “aun en aquellos casos en que el vencedor

dispone de una superioridad absoluta de medios violentos” (Ibídem: 40). Impone la

igualdad de lo que no es equivalente o institucionaliza las jerarquías derivadas de la

de la guerra bajo la forma de la igualdad de los derechos10. No tiene un propósito,

materializa la voluntad de quien domina y establece las condiciones de la

subordinación. Por haber desafiado a seres superiores, Níobe debe vivir petrificada, y

9. “La violencia como medio es siempre, o bien fundadora de derecho o conservadora de derecho. En caso de no reivindicar alguno de estos predicados renuncia a toda validez. De ellos se desprende que, en el mejor de los casos, toda violencia empleada como medio participa en la problemática del derecho en general.” (Benjamin, 2001: 33). Derrida (1997) y Esposito (2002) insisten en la superación de la dicotomía entre medios y fines, aplicable al poder político, que se da en el ensayo de Benjamin: “La violencia no se limita a preceder al derecho ni a seguirlo, sino que lo acompaña –o mejor dicho, lo constituye- a lo largo de toda su trayectoria con un movimiento pendular que va de la fuerza al poder y del poder a la fuerza. Dentro de este circuito se pueden distinguir tres pasajes distintos y concatenados: 1) al comienzo siempre es un hecho de violencia –jurídicamente infundado- el que funda el derecho; 2) este último, una vez instituido, tiende a excluir toda otra violencia por fuera de él; 3) pero dicha exclusión no puede ser realizada más que a través de una violencia ulterior, ya no instituyente, sino conservadora del poder establecido: En última instancia el derecho consiste en esto: una violencia a la violencia por el control de la violencia.” (Esposito, 2002: 46).10 “Aquí asoma con terrible ingenuidad la mítica ambigüedad de las leyes que no deben ser «transgredidas», y de las que hace mención satírica Anatole France cuando dice: la ley prohíbe de igual manera a ricos y a pobres pernoctar bajo puente. Asimismo, cuando Sorel sugiere que el privilegio (o derecho prerrogativo) de reyes y poderosos está en el origen de todo derecho, más que una conclusión de índole histórico-cultural, está rozando una verdad metafísica.” (Benjamin, 2001: 40)

9

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llorar con lágrimas de mármol la culpa por la muerte de sus hijos e hijas. Ese es el

nuevo derecho de los dioses que responde con la violencia de su supremacía a la

“arrogancia” de los seres humanos.

El tercer tipo de violencia, la divina, no tiene finalidad y su principio es la justicia.

Destruye o revoca el derecho, el fin por excelencia, no lo funda, no lo conserva. Arrasa

fronteras, es redentora, letal, pero incruenta. Acepta sacrificios, no los exige, y es

ejercida “sobre todo lo viviente y por amor a lo vivo” (ibídem, 42). Las características

de esta violencia que Benjamin considera pura e inmediata son mas herméticas en su

texto y permiten diferentes formas de interpretación alrededor de la revolución o del

estado de excepción como lo ilustran Žižek (2009), y Agamben (2003) e incluso, en

forma equívoca, Derrida (1997), en la línea del nazismo. A pesar del pluralismo

hermenéutico que posibilita, es Bojanić (2010), al estudiar el único ejemplo que utiliza

Benjamin para ilustrar este tipo de violencia, el de Korah11, quien ofrece pistas

convincentes para su comprensión. La violencia divina, pura o absoluta, sería la

ejercida como un acto de justicia (un acto de Dios) contra todas las injusticias, incluida

la de los falsos mesías y los pseudorevolucionarios, quienes se rebelan contra el

derecho para fundar un nuevo derecho. Pero además, sería la última violencia, la que

anticiparía la no-violencia. Por tal razón, la violencia divina no crearía ni conservaría

derecho, sino que lo destruiría (Benjamin, 2001: 41). Representa la ilusión de una

violencia redentora que hace innecesaria la utilización posterior de la violencia

misma, pues crea una condición social postpolítica. Arrasa el poder constituido para

mantener vivo el poder constituyente. Es un acto mesiánico y fundacional que intenta

crear el reino divino de la justicia en medio de los seres humanos12. Sintetiza la

pretensión de Benjamin de congelar la violencia revolucionaria en el momento mismo

de la revolución. Sin embargo, a pesar de él, en el mundo de los seres humanos

configura un nuevo orden y un nuevo derecho que desvirtúa su sentido. No es

instrumento, no es la manifestación de la voluntad de dominio, es la expresión de una

emancipación o una liberación que abre a la sociedad hacia la estructuración de 11 Según la Bilblia. Korah es un líder del pueblo hebreo que en nombre de la igualdad se rebela contra Moisés, Aaron e indirectamente contra su Dios, el cual lo castiga en forma violenta. 12. “Para que la violencia cometida sea imputada, ya sea al Mesías o a Dios —esta sería al parecer la consecuencia de la sugestión de Benjamin—, sería necesario que el hecho mismo de la violencia borrara y conservara simultáneamente (protegiera, aplazara, conservara y reservara) el momento revolucionario y negativo de una comunidad. La supresión revolucionaria de Korah y de su tribu exige una nueva reparación de la comunidad, pero según una nueva medida. Esta medida solo es posible a la sombra de un mundo por venir, cuando el Mesías levante “a toda la comunidad” de la tierra, incluidos los malos y los rebeldes (Sanhedrín, 108a). “Sí, todos ellos son santos [kedoshim] y en medio de ellos”. (Bojanić, 2010: 158-159).

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nuevos órdenes o desordenes ajenos a la intención de los actores que la utilizan. Sus

efectos son, por ende, consecuenciales, no buscados.

Más allá de las connotaciones metafísicas implícitas en el análisis realizado por

Benjamin, su crítica aclara las tres formas en que la violencia estructura el poder

político y los órdenes sociales: como medio para alcanzar un fin institucionalizado,

como expresión institucionalizada de un dominio y como consecuencia de una lucha

redentora (emancipadora) contra las injusticias. Como medio estructurante no es un

simple instrumento, pues moldea el ejercicio mismo del derecho y del poder político y

establece las condiciones para la formación de los consensos sociales. Como expresión

institucionalizada de un dominio delimita el ámbito de su legalidad o legitimidad, o las

pautas para su aceptación social, en virtud de las creencias y los referentes culturales

que hacen políticamente tolerable la práctica de una determinada violencia. Como

consecuencia de una lucha redentora, revoluciona o trastoca las fronteras entre lo

legítimo y lo ilegítimo, lo legal y lo ilegal. Bajo las tres formas, la violencia resulta

inseparable del poder político en la modernidad política en Occidente; pues en ella, la

política y lo político se estructuran como administración de la violencia o, más

precisamente, de las violencias: físicas, simbólicas o sociales. Aunque el poder no es

violencia e incluso la violencia puede constituir su negación, al ser una imposición que

impide el gobierno de los otros y la economía de las energías sociales en la búsqueda

de propósitos colectivos13, el poder político, independientemente de la distinción

entre lo legítimo y lo ilegítimo, lo legal y lo ilegal, implica administrar la violencia

pasada y la eventualidad de la violencia futura en función del presente 14. Por tal razón,

la violencia lo estructura, aunque su ejercicio permanente lo destruya, como bien

anotaba Hannah Arendt.

13. Al hablar de la legitimidad en la modernidad occidental, Guglielmo Ferrero explica con candidez y claridad el desgobierno y el despilfarro social que en términos del poder político puede implicar el uso indiscriminado y permanente de la violencia (asimilada a la “fuerza”): “Hemos visto que los instrumentos de la fuerza aterrorizan a la vez a quienes los sufren y a quienes los emplean. Como también hemos visto que el miedo al Poder se exaspera hasta el paroxismo por la acción y reacción recíproca entre Poder y súbditos; que el miedo de los súbditos aterroriza al Poder porque engendra el odio y el espíritu de revuelta también aumentan: cuanto más miedo despierta el poder, más miedo siente; cuanto más miedo tiene, mayor es su necesidad de hacer sentir miedo.” (Ferrero, 1998: 312).14. Así lo entiende Luhmann al hablar de la relación entre poder y violencia física en el Estado moderno: “La violencia se establece como el comienzo del sistema que conduce a la selección de las reglas, cuya función, racionalidad y legitimidad las hace independientes de las condiciones iniciales para la acción. Al mismo tiempo, la violencia se describe como un evento futuro, cuyo inicio se puede evitar en el presente, es decir, en la codificación dual del poder por medio de la ley. Reemplazan la mera omnipresencia de la violencia con la presencia de un tiempo presente regulado, que es compatible con los límites temporales de un pasado o futuro diferente, pero no activo.” (Luhmann, 1995: 93).

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La sociedad colombiana ha vivido los tres tipos de violencia simultáneamente, de tal

forma que es imposible comprender la estructuración del poder político sin tener en

cuenta la interrelación entre la violencia instrumental, la mítica y la divina, y la

conformación en este entramado de diferentes órdenes de la violencia, desde el

estatal hasta el guerrillero, pasando por el paramilitar y el de los traficantes de drogas,

o por los órdenes que son moldeados al mismo tiempo por diferentes tipos de

violencias, aun cuando estas sean contradictorias desde el punto de vista bélico. Pero,

la intersección entre los tres tipos de violencia también ha abierto en el país un

espacio de indeterminación en donde todo orden es suspendido, una tierra de nadie y

de todos en la cual reina la violencia desnuda, que, en palabras de Giorgio Agamben,

da lugar a una zona de anomia caracterizada por la ausencia del derecho: el estado de

excepción15. Dentro de él, la vida de los seres humanos está absolutamente

desprotegida: cualquiera puede acabar con ella sin necesidad de seguir rituales y

procedimientos, al haber sido reducida a la nuda vida del homo sacer (Agamben,

2003: 106-112). Las estadísticas sobre asesinatos políticos, secuestros, desapariciones

forzadas, ejecuciones extrajudiciales, violaciones, detenciones arbitrarias o destierros

internos y externos son elocuentes al respecto; es innecesario repetirlas, ya que

reflejan la cara visible de la violencia colombiana. Basta recordar que cada uno de los

actores políticos en el país es responsable de violaciones sistemáticas a los derechos

humanos o al derecho internacional humanitario: fuerzas armadas, policía, guerrillas,

paramilitares, traficantes de drogas o bandas criminales, y que para ejecutar tales

crímenes han contado con la complicidad tácita o expresa de miembros de diferentes

gobiernos (nacionales, regionales o locales), partidos y movimientos políticos

reconocidos legalmente. Esta violencia desnuda en Colombia no es simplemente el

resultado de la violencia divina que destruye el derecho, como lo interpreta Agamben

(2003: 86-87) cuando analiza el ensayo de Benjamin, sino de la liberación en el

ejercicio de cualquier tipo de violencia de las ataduras que le impone el derecho o la

ética. De allí su desnudez.

La crítica de Benjamin nos invita a estudiar el carácter estructurante que tiene la

violencia en la sociedad contemporánea. En Colombia, después de la pausa causalista

y del olvido relativo de las tesis de Fals Borda, desde finales de la década del siglo

pasado, investigaciones representativas de la literatura nacional retoman la pregunta

15. “El estado de excepción no es una dictadura (constitucional o inconstitucional, comisarial o soberana), sino un espacio vacío de derecho, una zona de anomia en que todas las determinaciones jurídicas –y, sobre todo, la distinción misma entre lo público y lo privado-son desactivadas.” (Agamben, 2004: 75)

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sobre la relación estructurante entre la violencia y el orden social y político, a partir

del libro de Daniel Pécaut (1987), o entre la violencia y la formación y el

funcionamiento del Estado-nación, en textos como los escritos por González, Bolívar y

Vásquez (2003), fundamentados en un análisis historiográfico y teórico riguroso, o

por Marco Palacios, bajo la forma de un ensayo fragmentario sobre la violencia

pública entre 1958 y 2010. No obstante, en estos trabajos predomina una visión

fragmentaria de la violencia, comprendida fundamentalmente a través de la dicotomía

entre lo legal y lo ilegal, y no una perspectiva que permita dar cuenta de la

interrelación entre los diferentes tipos de violencia, de la complementariedad entre la

normalidad y la excepcionalidad, y de la producción simultánea de los órdenes y

desórdenes en los que se ejerce el poder político en el país. Así, por ejemplo, en los

últimos años, los territorios, las subjetividades, el conflicto social, la política o las

relaciones de producción se han reestructurado a partir de esta interrelación, como

puede ilustrarlo un breve descripción:

Los territorios: Tanto desde el punto de vista político como económico, el

campo y las ciudades colombianas han sufrido mutaciones ocasionadas por el

conflicto armado. Los desplazados han transformado las ciudades, la

parapolítica ha cambiado el mapa electoral o las violaciones de los derechos

humanos y del derecho humanitario han favorecido la concentración de la

tierra y alterado los ecosistemas.

Las subjetividades: En más de cincuenta años el país ha asistido a la

formación de nuevas subjetividades que han alterado profundamente el

mundo de las organizaciones populares y el de las elites. Al lado de los viejos y

los nuevos movimientos, han surgido las organizaciones de víctimas, al tiempo

que las elites emergentes han asumido el control de diferentes regiones y

relegado a un segundo lugar a las elites tradicionales. En otro sentido, los

militares se convirtieron en policías y los policías en militares o, a la sombra de

la mixtura entre las violencia, diferentes actores políticomilitares transitaron

hacia el tráfico de drogas ilegales.

El conflicto social: Los conflictos entre los actores y los movimientos

populares y las elites y los gobiernos de los partidos tradicionales o derivados

de ellos pasaron del antagonismo social al antagonismo bélico, hasta tal punto

que los luchadores populares han sido asimilados a terroristas dentro de la

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lógica del derecho penal del enemigo o los adversarios políticos han sido

tratados en forma indiscriminada como “enemigos ónticos de clase” que deben

ser eliminados física o simbólicamente.

La política: La imposición de una lógica bélica en la política, propia de la

distinción entre los amigos y los enemigos públicos, ha impedido el desarrollo

de movimientos sociales y políticos alternativos sin que corran el riesgo de ser

estigmatizados y exterminados como adversarios a los cuales, en la práctica, no

se les reconocen los más mínimos derechos o la condición de ciudadanos o de

subjetividades alternas.

Lo productivo: La implantación del extractivismo y la reprimarización de la

economía en el país han ido de la mano con la degradación del conflicto

armado y ha estado acompañada de los ciclos de violación sistemática de los

derechos humanos en vastos territorios que son esenciales para implementar

políticas de soberanía y seguridad alimentarias o para apoyar las alternativas

productivas del campesinado, sin las cuales leyes como la de tierras se pueden

convertir en la formalización de la propiedad adquirida gracias a las violencias.

Frente a las características estructurantes del entramado de violencias, las cuales son

apuntaladas por las violencias simbólicas y sociales, la propuesta de Arendt adquiere

otro sentido cuando la despojamos de su pretensión analítica y la reafirmamos en su

propósito normativo. Si reconocemos la tensión maquiavélica entre violencia y

consenso libre como constitutiva del poder político en la modernidad occidental, la

paz y la democracia dependerían de reducir el ámbito de las violencias y ampliar el de

la acción colectiva y concertada en todas las esferas de la vida social. Más allá de la

modernidad podemos aspirar a una política que no sea la continuación de la guerra

por otros medios, como en la inversión del aforismo de Clausewitz realizada por

Foucault (2001: 29), sino la antiviolencia sugerida por Balibar (2010). Tal vez ninguna

práctica política que renuncie a ser atrapada por la tensión moderna puede ser

pensada si “no se fija simultáneamente como objetivo hacer recular en todas partes,

bajo cualquier de sus formas, la violencia subjetiva-objetiva que suprime

incesantemente la posibilidad de la política. Entonces, la política ya no puede ser

pensada simplemente ni como relevo de la violencia (superación hacia lo no-

violencia) ni como transformación de sus condiciones determinadas (lo cual puede

requerir la aplicación de una contraviolencia). La política no sería más un medio, un

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instrumento para otra cosa, tampoco un fin en si misma. Más bien sería una apuesta

incierta de la confrontación con el elemento irreductible de la alteridad que ella lleva

en sí misma.” (Ibídem: 38)16. La paz y la democracia implicarían el desmonte y la

asfixia de los órdenes de las violencias y de las causas que en función de ellos las

generan.

Bogotá, 22 de diciembre 2012.

16. Traducción libre del autor.

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