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GÉNERO Y AUTORES: EL GIRO EN LA CUESTIÓN DE LA POESÍA PEDRO RUIZ PÉREZ Universidad de Córdoba-Grupo PASO «Es de manera vintilada en el mundo esta cuestión del honor debido a la poesía, que no hay quien se atreva a dársele y muchos atrevidamente se le quitan» Lope de Vega, «A don Juan de Arguijo» (1602) «Aunque yo lo soy, querido Ramón, siento muy de veras verte alistado en el albo de los poetas». En tales términos se expresaba, aún a la altura de 1779, Jovellanos, el polifacético escritor que, ade- más de cultivarla, había defendido y recomendado el cultivo de la escritura poética 1 . Bien es cierto que lo hacía desde su menta- lidad ilustrada, y en su marco el ejercicio del verso se presentaba como una actividad complementaria a labores de más directa utili- dad y como aliento para esas empresas de renovación. Y sin duda desde esas posiciones el magistrado asturiano realizaba su comen- tario amistoso, pero el mismo revela la persistencia hasta el ocaso del siglo XVIII de una más o menos larvada actitud de recelo hacia la poesía, sobre todo cuando ésta ocupaba un papel de centralidad en la definición del individuo. La posición del ilustrado no se dis- tanciaba en su esencia de la mantenida por los herederos del hu- manismo, como éstos continuaban la mentalidad procedente de un 1 El pasaje citado es el arranque de la «Carta a Ramón Posada Soto» (Gas- par Melchor de Jovellanos, Antología, ed. de Ana Freire López, Barcelona, Plaza & Janés, 1984, pp. 75-78), fechada el mismo año de textos tan significativos como la «Epístola del Paular» o la que acompañaba la remisión a su hermano de las poe- sías del asturiano. Tres años antes había compuesto la «Carta de Jovino a sus ami- gos salmantinos», abierta con una cita de Horacio, Ad Pisones, y con el anhelo de las «musas españolas [de que] fuese el fruto/ de sus avisos dulces y amigables» la con- versión de la poética de sus antiguos compañeros.

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GÉNERO Y AUTORES: EL GIRO EN LA CUESTIÓN DE LA POESÍA

PEDRO RUIZ PÉREZUniversidad de Córdoba-Grupo PASO

«Es de manera vintilada en el mundo esta cuestión del honor debido a la poesía, que no hay quien se atreva a dársele y muchos atrevidamente se le quitan» Lope de Vega, «A don Juan de Arguijo» (1602)

«Aunque yo lo soy, querido Ramón, siento muy de veras verte alistado en el albo de los poetas». En tales términos se expresaba, aún a la altura de 1779, Jovellanos, el polifacético escritor que, ade-más de cultivarla, había defendido y recomendado el cultivo de la escritura poética1. Bien es cierto que lo hacía desde su menta-lidad ilustrada, y en su marco el ejercicio del verso se presentaba como una actividad complementaria a labores de más directa utili-dad y como aliento para esas empresas de renovación. Y sin duda desde esas posiciones el magistrado asturiano realizaba su comen-tario amistoso, pero el mismo revela la persistencia hasta el ocaso del siglo XVIII de una más o menos larvada actitud de recelo hacia la poesía, sobre todo cuando ésta ocupaba un papel de centralidad en la definición del individuo. La posición del ilustrado no se dis-tanciaba en su esencia de la mantenida por los herederos del hu-manismo, como éstos continuaban la mentalidad procedente de un

1 El pasaje citado es el arranque de la «Carta a Ramón Posada Soto» (Gas-par Melchor de Jovellanos, Antología, ed. de Ana Freire López, Barcelona, Plaza & Janés, 1984, pp. 75-78), fechada el mismo año de textos tan significativos como la «Epístola del Paular» o la que acompañaba la remisión a su hermano de las poe-sías del asturiano. Tres años antes había compuesto la «Carta de Jovino a sus ami-gos salmantinos», abierta con una cita de Horacio, Ad Pisones, y con el anhelo de las «musas españolas [de que] fuese el fruto/ de sus avisos dulces y amigables» la con-versión de la poética de sus antiguos compañeros.

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modelo sociocultural de clérigos y caballeros. Así pues, con tan sin-tomática declaración cabe concluir que no se había cerrado del todo la tensión entre reticencia y reivindicación de la poesía caracterís-tica del siglo XVI y vigente en la centuria posterior2. La perspectiva ofrecida por el episodio dieciochesco nos permite ir más allá de una simple consideración cronológica y percibir la re-lación entre las posiciones de menosprecio o valoración y el debate abierto, ya en el período renacentista, acerca del modelo pragmático y estilístico de la poesía. En la primera de estas dimensiones lo que se cuestiona es el lugar de la poesía en la sociedad y en la caracteri-zación de su paradigma humano, del caballero al cortesano y de éste al miembro de un estado llano pujando cada vez con más fuerza por ocupar el centro de la organización social. Muy en relación con ésta, la segunda dimensión afecta al lenguaje destinado a dar cauce a la poesía de una manera canónica, entre el ideal de transparencia y el peso del ornatus, cuando no se apuntan derivaciones hacia una inci-piente forma de lenguaje específicamente poético, marcado por su ar-tificio y su gratuidad estética. Así lo expresaba el mismo Jovellanos cuando recomendaba a sus amigos salmantinos el abandono de una poesía afectada y rococó en favor de una escritura al servicio de la patria, y ello con los correspondientes cambios estilísticos y forma-les, tan trascendentes o más que los directamente temáticos. Unos y otros se vinculaban a una concepción de la poesía y su función con preponderancia del utile sobre el dulce. La dicotomía horaciana reve-laba la continuidad de un discurso clasicista que constituye la clave y el campo de batalla en el que se dirime (o frente al que se abre) el debate sobre la poesía en los años en torno a la formalización del «arte nuevo» y la «nueva poesía». En ambos casos, y desde extremos opuestos, se plantea un cambio trascendental y de doble cara, pues afecta a la vez a la naturaleza del texto artístico y a la consideración

2 Realizo una aproximación al rechazo abierto y el asentamiento de la defensa de la lírica, respectivamente, en «La expulsión de los poetas. La ficción literaria en la educación humanista», Bulletin Hispanique, 97, 1 (1995), pp. 317-340; y en «La poe-sía vindicada: reconocimiento de la lírica en el siglo XVI», en Begoña López Bueno, ed., El canon poético en el siglo XVI (VIII Encuentros Internacionales sobre Poesía del Siglo de Oro), Sevilla, Secretariado de Publicaciones de la Universidad/Grupo PASO, 2008, pp. 177-213. En gran medida, las páginas que siguen son fruto y con-tinuación de las citadas.

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de su autor, ambos en estrecha relación con el nuevo marco social, un escenario urbano distinto de claustros y cortes palaciegas.

La formalización de un discurso

Con el teatro en el corral como punta de lanza, los inicios del siglo XVII asisten a la consolidación de los géneros «comerciales» en todas las modalidades discursivas, incluida la poesía lírica. Si en este campo no se llegaba a la completa asunción del papel del vulgo como en el caso de la comedia reivindicada por Lope3, no faltó un proceso similar, también con el Fénix como protagonista destacado. Desde las Rimas (1602) Lope asumió lo inevitable de la «di-vulga-ción» de los textos poéticos «en brazos de la estampa». Más allá de la modificación en los modelos de composición macroestructural de los poemarios y su dispositio editorial, ello supuso un cambio en los temas y en los tonos de los textos, pero también en su registro esti-lístico y en la configuración del poeta. El cambio afectaba a la voz lí-rica y al reconocimiento social del autor, entre la aceptación popular y las reticencias por parte de los letrados representantes del modelo dominante en las etapas precedentes. La misma reticencia manifes-taba una poética cultista reafirmada en su rechazo del vulgo (Aldana) y de la imprenta (Argensola)4. La perplejidad se torna en descalifica-ción de una propuesta ajena a los caminos trillados de lo vulgarizado y del adocenamiento académico, con una poética gongorina que, más que la acomodación de la lírica a la imprenta y a un consumo am-plio, venía a remover el cuestionamiento de la poesía como «inútil»

3 Véase Alberto Porqueras Mayo, «Sobre el concepto “vulgo” en la Edad de Oro», Temas y formas de la literatura española, Madrid, Gredos, 1972, pp. 114-127; y Donald Gilbert-Santamaría, Writers on the market: consuming literature in early seventeenth-century Spain, Lewisburg, Burcknell University, 2005.

4 Los poetas citados textualizan, respectivamente, ambas posiciones, en la In-vectiva contra el vulgo, de Cosme de Aldana (Madrid, por Luis Sánchez, 1591), y en las distintas epístolas poéticas de Bartolomé Leonardo, como la dirigida a un caba-llero estudiante («Don, Juan, ya se me ha puesto en el cerbelo»), a Hernando de Soria Galvarro («Yo quiero, mi Fernando, obedecerte») o, de manera más específica, la en-derezada a D. Fernando de Ávila y Sotomayor («¿El título me das de tu maestro,»), quien «le persuade que consientan que se impriman algunos versos suyos», según reza el epígrafe manuscrito.

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(Cascales) o como desvío heterodoxo en el que se reactualizaba el anatema platónico. Valga citar en este punto el pasaje de Suárez de Figueroa donde aparece la referencia a la «nueva poesía», en un ca-pítulo dedicado a la reivindicación del género en cuyos argumentos sólo aparecen, mencionados una sola vez, dos poetas en castellano, Garcilaso y Montemayor:

Los ingenios españoles merecen toda alabanza y estima, por la agudeza y erudición con que escriben varias poesías en diversos estilos. Algunos siguen de poco a esta parte un nuevo género de composición (al modo de Estacio en las silvas), fundado en escurecer concetos con interposiciones de palabras y ablativos absolutos, sin artículos, aunque cuidadoso en la elegancia de frases y elocuciones. Grandes son las con-tiendas que causó esta novedad entre los poetas de España, contradi-ciéndola, por una parte, muchos, como contraria a la calidad elegante, y, por otra, siguiéndola algunos como exquisita y adornada de poéticos resplandores. Allá se lo hayan [...]. Sólo no podré dejar de apuntar aquí lo que a este propósito escribe un autor moderno en esta forma: Deni-que dum a multis non intellegeris, nec te ipse intelligis. Nam altorum prostant opera multis ongenii & eruditionis luminibus illustrata, quae tamen intelliguntur5.

La referencia a las «grandes contiendas» nos sitúa en un hori-zonte bien teorizado por Bourdieu al definir el campo literario6. Fruto de la consolidación del mercado libresco, pero también de la diver-sidad de posiciones autoriales, el conflicto surge de las tensiones por ocupar el centro de un espacio horizontal sobrepuesto al eje vertical de la imagen del Parnaso, del mismo modo en que los enfrentamientos

5 Plaza universal de todas ciencias y artes, 1630, f. 370r (modernizo la grafía, como en todos los textos tomados de los originales, y remito al listado final para la referencia bibliográfica completa). Es de notar la aparición en la primera frase del párrafo de conceptos clave en el debate estético y su renovación en la primera mitad del XVII, incluyendo las referencias a la poética cultista de la erudición (Carrillo, Jáuregui) y a la agudeza (Gracián), sin olvidar la formalización editorial y poética de las «varias rimas» y su proyección en la diferencia de estilos, en una alternancia que Góngora convertiría en fusión, como signo «moderno». Respecto al autor cordo-bés sobresale la finura del análisis de su modelo estilístico y, sobre todo, el modo en que, lejos de desvincular su poética de la del concepto, señala su «oscurecimiento» por la dificultad verbal.

6 Pierre Bourdieu, Las reglas del arte. Génesis y estructura del campo literario, Barcelona, Anagrama, 1995.

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argumentados sobre diferencias estilísticas se confunden o vienen a sustituir el debate sobre la dignidad del género lírico. Si la consideración del plano más teórico en forma de conflicto tiene expresión destacada en el capítulo dedicado a los poetas en la dialéctica visión de Antonio López de Vega en el Heráclito y Demó-crito de nuestro siglo (Madrid, 1641)7, el mismo autor ya se había de-bido enfrentar a ello en el prólogo «A los lectores» en su Lírica poesía (1620):

La dignidad de la Poesía Lírica, lo mucho que se acerca a la He-roica, los precetos y primores della a los doctos no se esconden, y los que no lo son autores tienen donde los aprendan. Así ni la necesidad o la oca-sión piden que aquí se traten, ni la modestia lo consiente, pues la obra no necesita de declaraciones largas en declaración de su intento. Rimas son que, persuadido de propia curiosidad, no de importunación ajena, escribí con cuidado y doy a la estampa con temor [...], dividiendo estas poesías en tercios: doy el primero a los elevados en estilo moderno [...]; el se-gundo ofrezco a los amantes de la suavidad antigua (...); el tercero es de la patria, dando lugar a mi lengua, que por todas las calidades dignas de estimación le merece entre las mejores [...]. Agradar a todos en todos los siglos fue imposible. Agradar a algunos aun es dificultoso en éste, en que la Poesía Española está tan adelante, y la noticia del arte tan escrupulosa, que aun pueden temer censura los más finos rigores della.

La reticencia sobre la argumentación no se extiende a la apari-ción de tres loci destacados, que el poeta y prologuista aborda con un punto de originalidad: el parangone entre épica y lírica a cuenta de sus posibilidades de elevación, a lo que, siguiendo los pasos de Bos-cán, rehúsa contestar; la apelación a la obediencia, abiertamente re-chazada; y la dificultad de atender a un público heterogéneo, con una diversidad que exige una cuidada dispositio editorial, donde la canó-nica división tripartita se reorienta apartándose de la jerarquización habitual en el modelo quinientista8.

7 Salvo explicitación, remito para estas referencias y las siguientes al repertorio añadido como anexo, muchas de ellas editadas, como se indica, por Porqueras Mayo.

8 Puede encontrarse un actualizado panorama acerca de las distintas estrategias autoriales en el monográfico Del verso al libro, coordinado por Santiago Fernández Mosquera, Calíope, 13, 1 (2007); desde una perspectiva unificada, analizo el valor de esta práctica en la configura de la imagen autorial en La rúbrica del poeta. La ex-

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Algo de esta problemática quedaba ya reflejada en el volumen de Bernado de Balbuena (1604), cuando, tras su poema heroico-des-criptivo Grandeza mexicana, dispone en prosa su «Compendio apo-logético en alabanza de la poesía», abierto con una firme posición respecto al juicio ajeno y su discriminación de la poesía, apoyando su defensa en una variedad aún menos obligada por la demanda que por su relación con lo natural y lo bello:

Por sola la variedad, que es el dote de la hermosura, y algunos es-crúpulos de gentes que, llevadas quizá de la demasiada afición de mis cosas, les pareció se menoscababa el lugar y nombre que pudieran tener imprimiéndose éstas en el mío, por estar en su opinión el de Poeta tan disfamado en algunos sujetos, que apenas les ha quedado rastro de lo que otro tiempo fue; por satisfacer estos achaques y otros temores y sos-pechas de gustos demasiadamente melindrosos, digo que la Poesía, en cuanto es una obra y parto de la imaginación, es digna de grande cuenta, de grande estimación y precio y ser alabada de todos, y generalmente lo ha sido de hombres doctísimos (f. 120r).

Con mirada retrospectiva comprobamos que, hasta mediados del XVII, se proyecta un menosprecio de la poesía lírica que tiene en el síntoma de las defensas y reivindicaciones su constatación más só-lida. Su discurso alcanzó en la frontera entre siglos una intensidad relevante, con una importante intervención de Lope y una estrecha relación con dos procesos determinantes en el cambio de mentalidad: las defensas del carácter liberal de las artes (en estrecha vinculación de poesía y pintura) y los nuevos paradigmas en el modelo educativo y la figura humana resultante9. Sobre todo en esta última línea, el ars y la exercitatio adquieren una relevancia creciente, a la que apelan también los defensores de la dignidad de prácticas contaminadas por el mercado y la remuneración, y donde los artistas (poetas o pintores)

presión de la autoconciencia poética de Boscán al «Parnaso español», Valladolid, Publicaciones de la Universidad, 2009.

9 Véase P. Ruiz Pérez, «La poesía vindicada», cit. (n. 2). La participación de Lope se despliega en prólogos, pasajes novelescos y composiciones en verso. La ex-presa reivindicación de Gutiérrez de los Ríos encuentra una plasmación práctica en el Libro de retratos de Pacheco. El tratado de Céspedes, en fin, se sitúa en el camino de la ratio studiorum y el que lleva del cortesano y el escolástico a un nuevo modelo de hombre en el mundo, con las letras como instrumento, según la enseñanza jesuita, de cuyas aulas salieron tantos autores del período.

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procedentes de las clases menos privilegiadas podían alcanzar un re-conocimiento entre las figuras más respetadas de la sociedad. Pero en este discurso se abre también paso una línea opuesta, más platónica que aristotélica y que apela, con referencias a la musa, el furor y la inspiración, a un origen del impulso creador ajeno al individuo y su empeño, ya sea en las alturas divinas o en la predisposición del ori-gen. En este último caso las teorías oscilaban entre quienes vincula-ban el estro a la sangre, esto es, al linaje, y quienes los relacionaban con otro tipo de humores; de los primeros surgía el discurso que li-mitaba lo ilustre en la poesía a lo ilustre en la genealogía, conectando con el modelo de la cortesanía heredera de los principios caballe-rescos. Sin embargo, el ingenio no era ya considerado una categoría exclusiva de los aristócratas, para extenderse a un carácter nacional español y, más determinante aún en los cambios, a la raza judía, con su problemática imbricación en el imaginario hispano. Al lado de los prejuicios ideológicos, y en parte como respuesta a su determinismo radical, se perfila un discurso de carácter científico, basado en la ob-servación y en las teorías médicas vigentes, representado de manera paradigmática por Huarte de San Juan. Su esbozo de psicología di-ferencial orientada a la formación apunta una diversidad de destinos para los individuos, que pueden desarrollarla mediante el estudio y la dedicación sin la cadena de su origen social, y en su marco se destaca con nitidez lo relativo a la formación artística, dando una respuesta más orgánica que organicista a una inclinación y talento para la poe-sía que sigue vinculándose a otras manías o desequilibrios humora-les, de carácter pasional y lindando con lo sublime, ya sea la locura, ya sea el genio. En los años de apogeo de los tratados de preceptiva para ordenar la poesía mediante reglas precisas y trasladables, se desarrollaba una pro-fusa argumentación de defensa del género con base en el ingenio o la inspiración. Su retórica se confirma desde el XVI como alternativa o complemento a una precaria teoría del género, y la penetra cuando ésta comienza a formalizarse. La confluencia en este discurso de intereses dispares, cuando no abiertamente contrapuestos, contribuye a su den-sidad, pero también a una fosilización bajo la que late el conflicto, pa-tente cuando el foco de atención se desplaza desde los orígenes míticos

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o clásicos de la poesía10 a sus manifestaciones presentes, pues ya re-sulta imposible concebirlas con el mismo manto de homogeneidad y una concepción común. Así, resultan iluminadoras las tempranas obser-vaciones de Curtius sobre el desarrollo de unas teorías «teológicas» en defensa de la poesía en las primeras décadas del siglo XVII, particula-rizadas después por Porqueras en su acercamiento a la obra de Carva-llo11. Las consideraciones del filólogo alemán ofrecen una clara síntesis, en cuatro argumentos fundamentales. No obstante, conviene resaltar que no se trata en estos años de una novedad sustancial: la reivindicación de la poesía recoge los loci de una compleja tradición que aúna a los Padres de la Iglesia, con san Jerónimo y san Agustín como referentes destaca-dos, a los humanistas a la zaga del Boccaccio de la Genealogia deorum y a tratadistas y poetas del siglo XVI; estamos, pues, ante una continuidad que lo es también de una necesidad, derivada de una puesta en cuestión que tampoco cesó en la tradición medieval y renacentista. Lo pertinente en este punto de convergencia puede ser el proceso de formalización de una tópica sintetizada por Curtius y manifiesta en una abierta repetición de las fuentes directas, reveladora de la fosilización de un pensamiento enfrentado a la vez a su término y a sus contradicciones internas. Repasemos primero las cuatro vertientes recogidas como una de-rivación específicamente hispánica de la concepción sagrada de la palabra poética-profética: el origen divino de la poesía, su utilidad moral y política, su capacidad enciclopédica y el catálogo de ilustres cultivadores de este arte. Cada uno de ellos se enfrentó a lo largo de la primera mitad del siglo XVII español con un legado de la tradición precedente, más o menos actualizado, o con novedades en un campo

10 Cesc Esteve (La invenció dels orígens. La història literària en la poètica del Renaixement, Barcelona, Publicacions de l’Abadia de Montserrat, 2008) ana-liza cómo la mirada al origen se desliza por la apología, la teoría y la historiografía en el humanismo italiano, muy ligada a la conformación de un canon de modernos, al que se adapta la incipiente codificación del género; véase Gustavo Guerrero, Teo-rías de la lírica, México, Fondo de Cultura Económica, 1998; Mª José Vega y Cesc Esteve, eds., Idea de la lírica en el Renacimiento (entre Italia y España), Villagarcía de Arousa, Mirabel, 2004.

11 Ernst Robert Curtius, «La teoría teológica del arte en la literatura española del siglo XVII», en Literatura europea y Edad Media latina, México, Fondo de Cul-tura Económica, 19501, t. II, pp. 760-775; y Alberto Porqueras Mayo, «Una defensa manierista de la poesía por motivos religiosos: el Cisne de Apolo (1602) de L.A. de Carvallo», en La teoría poética en el Manierismo y Barroco españoles, Barcelona, Puvill, 1989, pp. 421-432.

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literario en profunda transformación. Así, la tesis sobre el origen di-vino de la poesía hubo de actualizar la imagen mítica del encuentro del poeta con la musa en recónditos parajes fuera de la ciudad, ubi-cándola en un discurso cristianizado y en los replanteamientos de la teoría de la inspiración12; pero tuvo también que luchar contra la per-sistencia de los prejuicios que situaban en la intervención diabólica el desarrollo de la poesía, un anatema de profundas raíces renovado en discursos moralistas como el de Lerín y García en El bien y el mal de las ciencias humanas (1625) o, medio siglo después, el de Lucio Es-pinosa y Malo, cuando escribe «Sobre el origen de la poesía en varias naciones» y lo incluye en sus Epístolas varias (1675). El papel de la poesía en la sociedad, articulado en la dicotomía horaciana de utile et dulce, venía siendo objeto de debate desde la an-tigüedad, como se refleja en el matizado discurso platónico, entre la condena de La República y el elogio del Fedro; en la España de los Austrias menores, marcada por un celo religioso derivado de las doc-trinas de Trento, y sacudida por la expansión de los géneros de con-sumo, tan sospechosos como la comedia y la novela, pero también la lírica amorosa, los moralistas mantienen el juicio de ésta como vana, falsa y perversora, para concluir en una condena que confluye con el argumento anterior sobre la intervención luciferina. Esto ronda en el rechazo de autores como Juan de Zabaleta, quien, tras mencionar las Rimas humanas, rehúsa para las obras de entretenimiento incluso la denominación de «libros», que entiende como sinónimo de «maes-tros», pues «bien veo que se permiten por la conservación de la ele-gancia de las lenguas, pero bien cierto que me espanta que, porque enseñen a hablar bien, se les sufra que den ocasión a obrar mal»13. En una dimensión más humana se mueve el debate sobre el papel de la poesía en la jerarquía de las disciplinas, siguiendo un modelo de estructura constante bajo actualizaciones de orden más

12 Tratan este tema Joaquín Roses, «El ingenio y la inspiración en la edad de Góngora», Criticón, 49 (1990), pp. 31; y Mª Isabel López Martínez, Los clásicos de los Siglos de Oro y la inspiración poética, Valencia, Pre-Textos, 2003.

13 «Los libros», en El día de fiesta por la tarde (Madrid, 1660), ed. de Cristó-bal Cuevas, Madrid, Castalia, 1983, p. 389. Nótese la pervivencia de la noción de la escritura literaria como impulso al desarrollo de la lengua y, en particular, la separa-ción entre forma y contenido.

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superficial14; no lo era tanto, sin embargo, el cambio de paradigma que lleva desde la consideración ancilar de la poesía a su lugar como corona de todas las artes: el primer modelo arranca de una estructu-ración de las artes liberales que mantienen los studia humanitatis; por ella las letras (gramática, dialéctica, retórica o poética) se sitúan en la base de la pirámide de saberes o el arranque de la vía de cono-cimiento, en un papel de janua scientiarum que, a través de la Tabla de Cebes, se mantiene en la topografía alegórica de la República li-teraria de Saavedra Fajardo. Aun sin llegar a las distintas propuestas de una poesía basada en la erudición, se generaliza una concepción que pudiéramos llamar «enciclopédica» de la poesía, como recep-táculo de todos los saberes o, de manera más específica, como un discurso exigente del dominio de todas las disciplinas para desa-rrollarse con dignidad. De este modo la poesía pasa de los rudimen-tos del conocimiento a situarse en el pináculo de una escala donde lo intelectual se proyecta en lo social. De un lado, el argumento se traba con el precedente, ofreciendo una imagen de la poesía donde la erudición puede ponerse al servicio del ornato, pero, recuperando la imagen de la «fermosa cobertura», se presenta sobre todo como portadora de un mensaje oculto, una materia doctrinal que sustenta su utilidad. Desde el argumento de la «carta en respuesta» elaborada por Góngora y/o su entorno hasta las explicaciones preliminares de Trillo al Paraíso cerrado de Soto de Rojas, el motivo aparece en el argumentario en defensa de una poesía donde la dificultad no debe confundirse con la oscuridad lindante con el vacío15. Finalmente, y nos situamos de lleno en la formación del canon, el argumento de la nómina de ilustres cultivadores conoce también un curioso desplazamiento al actualizarse en los discursos del XVII, re-sultando la ausencia o presencia de los poetas contemporáneos una de

14 Describe y analiza los avatares de la clasificación de los saberes Helmut Ja-cobs, Divisiones philosophiae: clasificaciones españolas de las artes y las ciencias en la Edad Media y el Siglo de Oro, Madrid, Iberoamericana, 2002.

15 En el libro XIV de la Genealogia deorum Boccaccio establece para la pos-teridad los argumentos en defensa de la poesía, ligados a la enseñanza que trasla-dan bajo la corteza de sus fábulas, en abierta exaltación de un carácter alegórico que justifica incluso la oscuridad, representada por el aislamiento del poeta en las sole-dades, desde donde cumplen su papel de utilidad para la sociedad de los hombres. Para él son los ignorantes los culpables de incapacidad para acceder a la verdad de los poetas.

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sus manifestaciones más evidentes, aunque no la única. La tendencia general a una progresiva incorporación al catálogo de autoridades de poetas romances y, en concreto, castellanos y casi contemporáneos, llega a su culminación en discursos más activos y beligerantes, menos sujetos al patrón genérico del «panegírico por la poesía»16. En sus for-mulaciones el giro no es tan expreso; más bien, se asienta el cambio de perspectiva necesario para la nueva actitud de los poetas. Todas las lí-neas de reivindicación de la poesía se basan en la afirmación de su ca-rácter privilegiado, ligado a su especial relación con lo divino. En ella se alternan dos perspectivas que, al confluir a finales del XVI, intervie-nen en la profunda renovación de la lírica que entonces se inicia. De un lado, por la vía de la cristianización, sin perder de vista la expresión lí-rica de Jehová en el texto bíblico, se refuerza el valor de la poesía para la celebración de lo celeste y el canto de las gracias y dones divinos; de otro, se recoge un tono de exaltación que se extiende a otras manifesta-ciones de virtud, incluso de carácter puramente humano, en conexión de materia y estilo con el modelo clásico de Píndaro. Como magistral-mente formula el verso de Herrera, lo levantado de la canción viene a superar el canon petrarquista con una lírica entre lo bíblico y lo pindá-rico, acompañando un doble movimiento de exaltación de la poesía y de cambio en el canon que la representaba, proponiendo una alterna-tiva a la hegemonía garcilasiana17.

16 La aparición de nóminas de autores en composiciones poéticas es reperto-riado y analizado en el volumen del Grupo PASO Pedro Ruiz Pérez, dir., El Parnaso versificado. La construcción de la república de los poetas en los Siglos de Oro, Ma-drid, Abada, 2010.

17 En relación con su manipulación de la Ode de Garcilaso para convertirla en canción V, caracterizó la poética herreriana del género B. López Bueno, «De poesía lírica y poesía mélica. Sobre el género “canción” en Fernando de Herrera», en Hom-mage à Robert Jammes, Toulouse, Presses Universitaires du Mirail, 1994, t. II, pp. 721-738, para enmarcarla en «Las Anotaciones y los géneros poéticos», en B. López Bueno, ed., Las «Anotaciones» de Fernando de Herrera. Doce estudios (IV Encuen-tros Internacionales sobre Poesía del Siglo de Oro), Sevilla, Publicaciones de la Uni-versidad/Grupo PASO, 1997, pp. 183-199, entre otras aproximaciones a la cuestión. En marco más amplio debe considerarse Ignacio Navarrete, Los huérfanos de Pe-trarca: teoría y poesía en la España renacentista, Madrid, Gredos, 1997, para las ope-raciones de alteración del canon a través del «descentramiento» del autor modelo.

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Razones para un cambio

La defensa de la poesía discurre así en paralelo a la relectura y descentramiento del modelo heredado de la generación anterior, con-jugando el impulso ascensional del furor inspirado y el ars elabo-rado y asimilado con reflexión y estudio. Por el portillo abierto en esta vía penetra una revalorización de la poesía y, a la vez, una afir-mación de la escritura del presente, es decir, la posibilidad de consi-derar un canon de la poesía, pero también de su movilidad a partir de los modelos grecolatinos. Volviendo a los panegíricos formalizados, en las nóminas de poetas puede apreciarse el espacio creciente conce-dido a los vernáculos. Si no aparece con la misma intensidad que en otras manifestaciones, lo hace culminando un giro aún más trascen-dente, por estar en su base como condición de posibilidad. En la ar-gumentación, el primer elemento fue el de la protección otorgada por los príncipes a los poetas, en una proyección de las relaciones de me-cenazgo buscadas por los partidarios de una consideración aristocrá-tica y clásica del ejercicio poético; más proyección tiene el argumento siguiente, el del cultivo del verso por ilustres varones en sangre, go-bierno o hechos de armas, lo que vincula de manera más directa la poesía con ese carácter ilustre, que puede llegar a ser heredado por los poetas del siglo18; finalmente, la enumeración de autoridades poéticas sensu stricto se impone en esta serie, para darle al número un valor de peso en la consideración del arte y su creciente autonomía, para esta-blecer una línea de continuidad entre antiguos y presentes, donde la jerarquía va paulatinamente invirtiéndose. El proceso está en relación directa con otro giro en la conside-ración de la poesía que refleja una tendencia con un punto de desa-cralización. Si no perdió del todo en las reivindicaciones formales la función de hablar con la divinidad o en su nombre, la poesía no mantuvo con consistencia en el discurso áureo un rasgo caracterís-tico en su consideración clásica. Sin duda la estructura de la monar-quía absoluta pesó más que el sentido de la utilidad de la poesía para que no mostrara muchas raíces la imagen del poeta como legislador

18 De la Defense et illustration de Du Bellay se pasa en menos de un siglo a la categorización del rasgo para definir a los poetas, tal como se presentan en la portada de la antología de Pedro Espinosa, Flores de poetas ilustres de España, aparecida en la corte vallisoletana en 1605.

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y fundador de ciudades; si bien la imagen de Orfeo alentó en muchas de las figuraciones líricas y, en particular, en característicos modelos de autorrepresentación del vate19, no se plasmó de manera consistente en un marco progresivamente urbano y donde el poeta se alejaba de las cortes y los espacios del mecenazgo20. Otras eran las facetas de la imagen órfica que podían resultar productivas para la configuración de la presencia poética en el nuevo marco: como amante, como des-consolado viudo, como músico o como audaz visitante del infierno, el cantor tracio ofrecía imágenes más propicias para la poesía del siglo XVII21, aunque una de sus caras conectaba de manera particular con el que acabará siendo uno de los elementos más determinantes en la reivindicación de la poesía, como muy bien mostrara Quevedo; en su soneto «Cerrar podrá mis ojos la postrera» se textualiza con pri-vilegiada brillantez un desplazamiento, sobre el eje de la poesía pe-trarquista, de la imagen del paso por el Averno hasta la voluntad de permanecer más allá del efecto de las «oscuras aguas del Leteo». La poesía es la que salva del olvido y, como en el caso de la celebración, su objeto pasará del héroe al mecenas, y de éste al poeta, en un giro que podemos seguir en dedicatorias y prólogos, cada vez más orien-tados al diálogo directo del autor con sus lectores, lectores propor-cionados por la masiva difusión de la imprenta, evocada también por Quevedo como «de injurias de los años [,] vengadora». Lo significativo (y lo que distingue el discurso panegírico de la lírica en este siglo) es que los cambios vienen aparejados a la emer-gencia de unos principios y realidades que modifican, cuando no los confrontan, los valores invocados en los discursos de defensa forma-lizados en los textos con un cierto valor genérico. Así, mientras la teoría del origen divino de la poesía acentúa su inclinación hacia una noción de inspiración con una base de creciente naturalismo, susten-tada científicamente y codificada como soporte de una poética, surge

19 Sirva de ejemplo lo recogido en P. Ruiz Pérez, «Imágenes simbólicas de la es-critura en Quevedo», Laurel, 7-8 (2003), pp. 5-44.

20 Véase Romolo Runcini, Il sigillo del poeta. La missione del letterato mo-derno dalle corte alla città nella Spagna del Siglo de Oro, Roma, Solfanello, 1991.

21 Su papel en la configuración elegiaca de la poesía queda analizado en P. Ruiz Pérez, «El discurso elegiaco y la lírica barroca: pérdida y melancolía», en B. López Bueno, ed., La elegía (III Encuentros Internacionales sobre Poesía del Siglo de Oro), Sevilla, Secretariado de Publicaciones de la Universidad/Grupo PASO, 1996, pp. 317-368

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junto a las estéticas de la dificultad docta una corriente que, apoyada más o menos en la concepción alegórica defendida por Boccaccio, apunta a un espacio de «oscuridad»22 o, dicho en términos más mo-dernos, de liberación en la poesía de las cadenas de la referencialidad; en camino de su definitiva autonomía, su primer paso es la separación de la regla de la utilidad: la erudición puede estar en la base y aun en la superficie del poema, conviviendo con el aliento de la inspiración, pero su función ya no es la de la enseñanza, sino la del deleite, emer-gente aún en el terreno de los discursos expresos de reivindicación, pero con evidencia en los debates específicos, como el desplegado en torno a Góngora. No es momento éste para entrar en el sentido de estos argumentos y en la relación entre mundo y lenguaje en la poé-tica gongorina, pero sí son la figura de su autor y la polémica sus-citada elementos centrales en la definición del cambio esbozado a principios de siglo, por más que fuera ahogado por el peso de la poé-tica clasicista dominante aún durante un par de centurias. Junto con Lope, Góngora representa la posibilidad de constitución de un canon en cuyo centro o cúspide se sitúa un autor vivo; aunque las actitudes expresas de ambos –entre la inquieta persistencia del Fénix23, con su diversidad de estrategias, y el aparente desdén del cordobés– mostra-ran diferencias aparentes, la evidencia se impone entre las polémicas suscitadas y el lugar de cabecera que los dos autores alcanzan en las nóminas conformadas en estos años, en prosa y verso. El hecho revela un cambio sustantivo en el panorama poético del nuevo siglo y en la sustitución de las estrategias de sus protagonistas para asentar su po-sición: mientras en el XVI predominan los argumentos de base cuan-titativa, donde la presencia de un número apreciable de poetas es aval de su valor, en el siglo siguiente emergen los planteamiento de orden cualitativo, que apuntan a la singularidad y la diferencia, para estrati-ficar el parnaso y avanzar, por la vía de la rivalidad, en una jerarquía donde el gran poeta se presenta como único en medio de la multitud

22 J. Roses Lozano, Una poética de la oscuridad: La recepción crítica de las «Soledades» en el siglo XVII, Madrid, Tamesis, 1994, muestra las raíces de un debate y su proyección en el contexto gongorino.

23 Antonio Sánchez Jiménez, Lope pintado por sí mismo. Mito e imagen del autor en la poesía de Lope de Vega Carpio, London, Tamesis, 2006, sigue las diferen-tes y continuadas estrategias del poeta, en tanto Enrique García Santo Tomás historia su exitosa recepción en el campo del teatro, La creación del Fénix: recepción crítica y formación canónica del teatro de Lope de Vega, Madrid, Gredos, 2000.

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de sus émulos o, sencillamente, de la «poetambre», porque «ya hay más poetas que estiércol»24. Y en este contexto la eficacia de la poesía no se considera sólo en el plano del tiempo, como una defensa contra el olvido, sino, en el marco del presente, en el terreno del espacio de-limitado por la ciudad y la república de los poetas, donde el prestigio se erige contra la ignorancia, y el poeta escribe en procura de nombra-día, de reconocimiento entre sus iguales y por los lectores: la voluntad de memoria es desplazada en favor de la lucha por la notoriedad, por encontrar un lugar de privilegio entre una cohorte de autores, en una escala donde más importante que su extensión, como en los clásicos panegíricos de la poesía, es la jerarquía, cada vez más pronunciada. Un ejemplo de contaminación de discursos es un significativo texto de Baltasar Elisio de Medinilla. En su breve vida el discípulo bienquisto de Lope pudo utilizar, con leves variantes, un panegírico a la poesía en tercetos en dos contextos tan diferentes como el diá-logo de aire académico que se conserva manuscrito con el rótulo de El Vega de la poética española (BNE, ms. 4266) y la recopila-ción de sus Obras divinas (códice autógrafo de la BNE, ms. 3954, ff. 1-95v)25. En ambos casos los textos comparten una referencia a su carácter de alabanza del género, «Elogio de la poesía» en uno y «En loor de la poesía» en otro. Los añadidos, sin embargo, matizan esta orientación, pues en el segundo leemos «Elogio. A la Virgen Nuestra Señora», mientras que en el anterior la apelación era mucho más humana: «A los ingenios de Toledo». En una u otra dirección se mueven los argumentos que vinculan poesía y divinidad y los que arraigan su defensa en la existencia de una verdadera «masa crítica» de cultivadores, convertidos en última instancia en los verdaderos objetos de defensa o exaltación. Es ilustrativa la conexión que pocos años después del poema de Medinilla establece Tamayo de Vargas en la exposición de su autoridad para comentar los versos de Garci-laso, apoyándose en su origen toledano y en la castiza pureza de len-gua y poesía en una tierra y entre unos ingenios invocados como la

24 La conocida afirmación de Fernández de Eslava para la situación novohispana tuvo numerosas equivalencias en la metrópoli, como recojo en el apartado «Las za-húrdas del Parnaso» en La rúbrica del poeta, ob. cit. (n. 8).

25 Véase Abrahán Madroñal Durán, Baltasar Elisio de Medinilla y la poesía to-ledana de principios del siglo XVII, Pamplona/Vervuert, Universidad de Navarra/Iberoamericana, 1999.

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representación corporativa de un «canon Garcilaso» puesto en cues-tión en esas fechas por el arrollador «canon Góngora». En la ilustración del nuevo marco de preceptistas y poetas la esti-lización del espacio pastoril se consolida como escenario privilegiado para la manifestación de ideas y actitudes, con su acentuada formali-zación académica. En ella los debates de poesía, ya apuntados en los inicios del género, se convierten en componente esencial, como aún se aprecia en la obra de Miguel de Botello, en cuyo título, Prosas y versos del pastor de Clenarda (Madrid, 1622), se apunta el carácter centáurico de un género donde conviven narración, lírica y reflexión poética; en la «Primera parte» encontramos un esbozo inicial de la re-elaboración de los argumentos del mecenazgo en torno a la diferencia entre antiguos y modernos:

— (...) será justo que os animéis con lo que escribís, interponiendo con eso algún reposo, para que con más esfuerzo resistáis a los golpes con que el disfavor pretende sujetaros, que los hombres disciplinados en el trabajo tal vez le alivian interponiendo algún pasatiempo, y el de los prudentes es de tal calidad, que siempre aprovecha (...).

— Que la poesía no se favorezca –prosiguió Fileno– es cosa in-justa, que bien esto sentía el famosísimo lusitano Camoens, a quien los más divinos ingenios de Italia rindieron el lauro cuando se quejaba que por esto no había en nuestra España Virgilios, ni Homeros. Antigua-mente la favorecían los príncipes [siguen los ejemplos] (ff. 37r-38r);

Ya en la «Cuarta parte» el traslado al tiempo presente se consuma, al tiempo que se añade la lista de autores, en la que el número no encu-bre una clara jerarquización:

— (...) Hanme dicho (...) que muchos príncipes de nuestra España escriben versos con tanta elegancia, que suspenden los ingenios más in-signes.

— Admiradas me han parecido –respondió Lisardo– algunas obras que en la Corte he visto del Homero español26, conde de Lemos. Las del

26 La reconocible apelación aparece en este contexto claramente relacionada con una posición canónica, al identificar al noble con el poeta por antonomasia: no es una referencia a la creación de una epopeya o a un estilo elevado, sino una consideración

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marqués de Alenquer, Virgilio Lusitano, con cuya presencia se alegra el Tajo, llorando nuestro Manzanares el haberle faltado, son tan divinas, que nadie puede mostrar lo que merecen. Las del príncipe de Esquila-che, del duque de Cea, del duque de Candía, del marqués de Montescla-ros, del marqués de Velada, del conde de Villamediana, del marqués de Albañizas, del conde del Basto, el alabarlas será ofenderlas (...).

— Mucho gustara –dijo Fileno– saber el nombre de los poetas que actualmente viven en la Corte, para celebrarlos por su fama.

— El de todos –respondió entonces– será imposible, cuando en ella residen hoy más que en todas las partes de España juntas, con que Madrid llega a ser un nuevo Parnaso. Por curiosidad he procurado co-nocer a algunos, que, demás de los nombrados, son los que siguen:

Lope de Vega Carpio. Don Luis de Góngora. El Doctor Miguel de Silve[i]ra. Antonio López de Vega. Francisco López de Zárate. Don Francisco de Quevedo. Don Antonio de Mendoza. Don Juan de Jáuri-gui. Don Fernando de Ludeña. Don Lorenzo Ramírez. El oidor Tejada. Josef de Valdivieso. Cristóbal de Mesa. Don Diego de Agreda. El doc-tor Figueroa. Agustín Collado. Vicente Espinel. Don Guillén de Cas-tro. El doctor Mira de Mescua. Luis Vélez de Guevara. Diego Vélez, su hermano. Gaspar de Ávila. Alonso de Salas Barbadillo. Don Juan de Alarcón. Fray Gabriel Téllez. El padre Ramón. Luis de Belmonte. Don Jacinto de Herrera. Manuel de Faría y Sosa. Pedro de Vargas Ma-chuca. Francisco de Francia. Don Andrés Riesco. Don Rodrigo de He-rrera. Don Julián Rabaschero. Don Cristóbal de Novoa. Tomas Sivori. Don Diego Jiménez. Juan de Piña. Don Miguel Venegas. Jacinto Cor-dero. Don Cristóbal de la Serna. Alonso Ribero Pegado. Jacinto Espi-nel. Don Diego de Villegas. Don Juan de Zuricaray. Don Baltasar de León. Don Rodrigo de Vega. Jerónimo de la Fuente. Don Pedro Calde-rón. Don Gonzalo de Céspedes. Don Francisco de la Cueva y Silva (ff. 151v-153r).

Si una década antes Cervantes cuestionaba el protagonismo de los nobles en el parnaso por una mera cuestión de prosapia, ahora el

del aludido como «príncipe de los poetas», denominación habitual del autor de La Ilíada. La recurrencia ilustra el sentido del rótulo de la edición gongorina de Vicuña y su propuesta de sustitución del «canon Garcilaso», proclamado con anterioridad «príncipe de los poetas castellanos».

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entorno académico y cortesano sostiene la prioridad de la nobleza de la sangre, pero dejando bien patente, con la legión de poetas que sigue a la mención de los aristócratas, que la práctica del verso no es sólo una actividad común, sino que más bien acerca a los poetas a la con-sideración de los nobles, pues, según el principio ciceroniano amplia-mente reactualizado en el siglo XVI, «la honra cría las artes»27. De nuevo el continuum argumental que enlaza a nobles y a poe-tas muestra una apreciable inclinación de uno a otro extremo. Si en principio los príncipes y poderosos se presentan como protectores de las artes y de sus cultivadores o se convierten ellos mismos en prac-ticantes de unas disciplinas, como el verso, dignificadas con ello, de manera progresiva y cada vez más explícita se suma a este parnaso de nobles la nómina de poetas «ennoblecidos» o «ilustrados», no por su sangre, sino por su arte, como ostentosamente muestra desde la por-tada de su antología Pedro Espinosa, en una empresa que marca el giro de la poesía a comienzos del siglo XVII. Tras sus pasos, la ironía de Cervantes, la ostentación lopesca o la orgullosa afirmación gongo-rina sobre la honra causada por su distancia del vulgo van a ofrecer distintas formulaciones del modo en que se manifiesta una autocon-ciencia poética con mucho que ver con la reivindicación de la lírica en el desplazamiento desde un parnaso con raíces en la antigüedad a un canon en disputa por los modernos.

En la conformación de un canon

El registro de hasta 42 testimonios reivindicativos desde el úl-timo lustro del XVI manifiesta, más que la generalización de un sen-tido positivo y asumido de la poesía, la resistencia a una definitiva incorporación de la práctica contemporánea a un horizonte definido por los modelos del pasado. Las piezas exentas con valor genérico, plasmado en Vera y Mendoza o Marqués de Careaga, apuntan a una codificación retórica, en tanto los vínculos directos entre estos textos los insertan en una línea academicista paralela al debate reflejado en el resto de los testimonios recogidos. En este punto es necesario pasar

27 Así cita el prólogo del Lazarillo, evocando el «honos alit artes» de Tuscula-nae, I, ii, 4. La cita había aparecido ya en los preliminares de los Adagia erasmianos y funciona como un verdadero tópico en las letras áureas.

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de una descripción paradigmática de las líneas de fuerza de su argu-mentario a un análisis del modo en que las formulaciones resultantes se articulan y despliegan en una diacronía integrada con el resto de cambios en el decurso de la poesía y su marco sociocultural. Así, de los umbrales del siglo XVII a su cierre, podemos distinguir con bas-tante nitidez las siguientes etapas: 1) Una fase previa, de transición entre dos siglos, que concen-tra una apretada serie de manifestaciones desde 1596, caracterizada por la intervención directa de los poetas como protagonistas de la rei-vindicación de su arte; por hacerlo en el marco de obras de creación o discursos poéticos, no en manifiestos autónomos; por recurrir con especial insistencia a la presentación de nóminas o repertorios más o menos canónicos, representados de manera singular por los elabo-rados por Lope y Pacheco. Entre las manifestaciones, destaca el ca-rácter metaliterario acentuado en el género pastoril, cuyos relatos se reorientan hacia la formación de marcos académicos28 en la que los disfraces bucólicos dejan paso a verdaderos catálogos de ingenios, ya no en discursos insertos como los cantos del Turia o de Calíope, sino en la trama misma de los diálogos eglógicos. 2) En el entorno de 1600 dos tratados dan cuerpo textual a las tensiones ideológicas y sociales alrededor de la poesía y otras artes donde se va borrando la distancia entre la privilegiada práctica aris-tocrática y su artesanal desarrollo utilitario. Tanto en el territorio de las letras (El humanista de Céspedes) como en el de las artes plásticas (Noticia general de Gutiérrez de los Ríos) la creciente profesionali-zación de sus practicantes los separa, sobre todo en sus pretensiones, del vulgo de los oficiales y reclama una respuesta, que puede ser de rechazo o de justificación. Aunque ninguno de los dos textos dedica una atención específica a la poesía, su problemática general la abarca a todas luces y ofrece un marco bien formalizado del debate entre el cuestionamiento y el panegírico. Así, cuando Suárez de Figueroa pre-sente su «Discurso universal en alabanza de las ciencias y artes libe-rales y mecánicas en común» (Plaza universal, 1630, ff. 1-5r) recoge la proyección de este debate, incorporando a la defensa de la ciencia

28 En paralelo al modo en que las academias adoptaban disfraces y convencio-nes pastoriles. Para las relaciones entre ambos mundos véase Willard F. King, Prosa novelística y academias literarias en el siglo XVII, Madrid, Real Academia Espa-ñola, 1963.

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en general los argumentos codificados en el panegírico a la poesía, re-cogidos también en el discurso CV de la misma obra, «De los poetas y humanistas»: las artes merecieron el aprecio y el cultivo de los prín-cipes, los sabios y artistas son semejantes a los profetas por su inspi-ración divina y su valor para la república, los sabios y los poderosos usan el verso en sus manifestaciones, el poeta reúne todos los saberes, y su número y calidad resultan reveladores; no obstante, aunque ya la poesía se ha situado entre las artes liberales, el discurso se extiende a las artes mecánicas, sobre todo por la última de las razones, ya que, más que convenientes, resultan necesarias para la república. 3) Hasta 1625 se extiende un período en el que se despliega la proyección del modelo quinientista recogido por Lope, aunque ahora con la inevitable adaptación generacional, representada de manera singular por Medinilla y Carrillo (nacidos ambos en 1585), en los dos extremos de las posibilidades estéticas. Los textos comprendidos en este marco ven asentarse las marcas de una creciente profesionaliza-ción y las primeras manifestaciones de las polémicas que caracteri-zarán el período, con la gongorina como referencia destacada. Una muestra relevante de la dinámica del período y los planos en que se mueve la defensa de la poesía es el paso apreciable entre la nómina de poetas mencionados por Lope en el discurso enderezado a Arguijo en la edición de 1602 de sus Rimas y la muy cercana que incluye Que-vedo en su España defendida (c. 1609); la de Lope es mucho más pro-fusa y, en un alarde de erudición, combina menciones a antiguos, a italianos y a españoles, alternando entre éstos los poetas quinientis-tas (Manrique, Mena, Garci Sánchez, Tapia y otros), los nobles ver-sificadores (el rey don Juan, el duque de Sessa, los condes de Lemos y Salinas y una amplia nómina) y los más cercanos (Boscán, Garci-laso, Hurtado de Mendoza, Castillejo, Pedro de Lerma, Almeida, Fi-gueroa, Láynez o Hernando de Acuña); la de Quevedo es mucho más selectiva, pero con evidentes relaciones: Garcilaso, Boscán, Torres Naharro, Sánchez de Badajoz, Manrique, Castillejo, Mena, Herrera, Figueroa y Lerma); no obstante, lo significativo son las diferencias en el marco pragmático: Quevedo retoma el argumento en un texto ma-nuscrito, donde la poesía aparece ancilarmente como modo de ilustra-ción de la lengua cuyo uso se reclama, y ello se hace en el marco de una proclama patriótica donde las letras se presentan como compañe-ras de las armas; en el extremo opuesto, Lope había dado su nómina

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a la imprenta, lo hacía en el marco de un discurso29 específicamente centrado en la poesía, y sus intenciones últimas no tienen nada de co-lectivo, sino una clara afirmación pro domo sua. En un caso la nómina de poetas conforma un parnaso en el que se refleja la gloria de la na-ción; en el otro el poeta lo manipula para presentarlo como un canon en el que puede inscribirse y no sin pretensiones de convertirse en su centro. 4) Hasta mediados de siglo aparecen los textos que convierten el panegírico por la poesía en un paradigma genérico, en forma de opús-culos exentos donde se recogen y formalizan los argumentos identifi-cados por Curtius. En Vera y Careaga encontramos las muestras más relevantes del género, pero los discursos se multiplican por igual en el orden de la pura reivindicación, insertos en distintos marcos, y en el del debate abierto, con exposición de las tesis contrapuestas, tal como aparecen en los textos de Lerín o de López de Vega, pertenecientes a la tradición del sic et non estudiada por Green30. Mientras la mayor parte de estos textos se mantienen en ámbito académico o de círculos cultos, Pérez de Montalbán, en cuyas honras fúnebres se inscribe el texto de Marqués de Careaga, lo extiende a un público más amplio, en su mis-celánea Para todos, como en un fusión de la tradición encarnada por su maestro Lope y un discurso crítico de dignificación en que inscri-bir una práctica cada vez más inmersa en la lógica de la profesionali-zación, donde la jerarquía se cuestiona continuamente y se impone la necesidad de una defensa con tintes personales. 5) La segunda mitad de siglo asiste a un declive de los discur-sos de reivindicación, que en la mayoría de los casos se despliegan en el espacio tipográfico, unidos a textos de otra naturaleza: poéticos, preceptivos, polémicos o celebrativos. En tal contexto, tienden a un grado más alto de particularización, vinculándose a argumentaciones de carácter jurídico, no exentas de tecnicismos especializados (López de Cuellar), y a afirmaciones de núcleos geográficos y/o académicos (el Clarín de la Fama), cuando no a muy singulares avatares indivi-duales, como se aprecia en Miguel de Barrios. Los dos últimos casos

29 El paratexto se revela en estos años como un marco privilegiado para la defensa de la práctica poética, como se aprecia en otras muestras del propio Lope, de Balbuena, de Diego Mexía o de López de Vega.

30 Otis H. Green, España y la tradición occidental: el espíritu castellano en la literatura desde «El Cid» hasta Calderón, Madrid, Gredos, 1969.

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presentan las relaciones más directas con la conformación del canon. En el texto valenciano se aprecia en su esbozo de historiografía de la poesía castellana y levantina, con raíces que, dentro de estos textos, se localizan en el discurso académico de Tomás Andrés Cebrián, en la Zaragoza de hacia 1636, aún insertos en un proceso de afirmación co-lectiva frente a la centralidad del canon castellano. En las propuestas del exiliado judío montillano la existencia y operatividad del canon se manifiestan en los límites de una marginalidad, incluida la de su escri-tura poética, que busca salvarse en esta misma práctica. Frente a ellos, el barroquismo manifiesto de Bances Candamo ofrece el contrapunto de una fosilización; a las puertas del cambio de siglo, denota una ins-titucionalización en la que, como ocurre en el teatro, se han borrado las líneas de distinción entre la escritura cortesana y la directamente vinculada a un mercado. Si comparamos el panorama de este siglo con el del anterior, en-contramos un menor protagonismo de los propios poetas en la rei-vindicación expresa de su arte, como si este asunto fuera ya menos una cuestión de supervivencia que de teorización y argumento para las composiciones en prosa y verso. En particular en el caso de las com-posiciones líricas, el tratamiento de la poesía se convierte en motivo recurrente en la celebración de odas de carácter metapoético, como las de Medinilla, Moncayo y Fonseca de Almeida, situadas cada vez más en un ámbito académico y muy ligadas a la exaltación de dicho en-torno y de sus miembros, como si el canon poético ya no constituyera una preocupación de carácter nacional, al modo humanista, sino un discurso de identidad particular y de reconocimiento dentro de un es-cenario en continua expansión y movilidad. La afirmación de la lengua vulgar como elemento nacional y su exaltación mediante el cultivo de la poesía permanece vigente en prácticas y actitudes heredadas del humanismo, como la reflexión gramatical de Aldrete o el beligerante nacionalismo de Quevedo; esta perspectiva, no obstante, va cediendo posiciones en favor de un debate más circunscrito en sus plantea-miento, pero de radio más amplio en el alcance de su objeto, pues afecta al conjunto de las artes y su caracterización en la corporativista distinción entre mecánicas y liberales, donde la poesía estrechó sus re-laciones (y no sólo estéticas) con la pintura. En este debate, además, entraron con razones y argumentos complementarios quienes mante-nían el verso como un adorno de su condición privilegiada y quienes lo

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practicaban profesionalmente con la aspiración de integrarse por esta vía en los círculos superiores de la sociedad. Con un sentido muy retardatario en todos los aspectos, los ecos de este debate se mantienen en la obra de Pérez de Cuéllar (1670), no exenta de confusión en sus argumentos, pero con un claro designio bajo la dualidad de su defensa de la poesía como ejercicio útil para adorno del jurista o instrumento para su práctica y de su rechazo de la deriva adoptada en sus tiempos por la lírica. En sus argumentos la crítica a la venalidad (la profesionalización y el mercado), la afirma-ción de que «el poeta nace» y el consiguiente rechazo a la exención de impuestos propia de un arte liberal se articulan en un discurso de carácter elitista y conservador: la defensa del natural lo es del origen, identificado con el linaje; la poesía se concibe como una actividad propia de nobles o de su entorno, donde el mecenazgo es una forma de reconocimiento, con la fama y el laurel poético como algo otor-gado por los grandes y no por el aplauso popular, según sucedía con los géneros más comerciales. El jurista defiende el ejercicio poético como ensayo para la adquisición de otras habilidades, pero no admite en su planteamiento el estudio y el ejercicio en la poesía como bases para su consideración como arte. Concebida la poesía como emana-ción y no como esfuerzo, Pérez de Cuéllar representa una defensa del natural que, sobre el plano estilístico, alcanza con mayor énfasis al orden pragmático, en un freno a las posibilidades de los poetas en su carrera por alcanzar el reconocimiento y una posición en el canon. Aunque en los años que siguen estas actitudes volvieron a alcanzar una notable vigencia, no eran en el período precedente las más carac-terísticas, al menos entre los poetas y los preceptistas más destacados (de Carvallo a Caramuel), en quienes la práctica y la reflexión sobre la poesía aparecían vinculadas a una expresa defensa de su valor y condición. En directa relación con este proceso y las razones de sus protago-nistas, se afianza y extiende una línea empeñada en la distinción entre los «versificadores» y los verdaderos poetas, separando a aquéllos en virtud de la calidad de sus resultados, por su acercamiento ocasional a la poesía o por la excesiva mercantilización a que la reducen. Cervan-tes insistió continuamente en ello, en el Quijote (II,16) o La Gitanilla (cuando el paje poeta le describe a la protagonista la poesía), hasta tema-tizarlo en la sátira del Viaje del Parnaso, pintura de un campo literario en conflicto, donde chocan por el espacio versificadores vergonzantes,

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aristócratas sin más valor que el de su linaje y oficiales metidos a poe-tas, si no se trataba de poetas con una actitud propia de oficiales, de practicantes de los oficios más bajos y venales31. Similares argumentos aparecen en Juan de la Cueva, víctima él mismo de esta distinción, apri-sionado entre el éxito de Lope y el selecto cultismo de sus homólogos sevillanos. En las polémicas subsiguientes los reproches se dirigirán a descalificar, más que el valor, el carácter poético de los contrincan-tes, ya sea por su excesiva llaneza (que aleja al verso de la inspiración y el carácter divino), ya sea por la oscuridad (donde se imposibilita la utilidad y se evita la verdadera erudición). En otras palabras, lo que se plantea es una auténtica exclusión del canon, una lucha que viene a ocupar el puesto de las tendencias a la expulsión de los poetas de la ciu-dad. Una vez reconocidos e incorporados al discurso sociocultural, los poetas sustituyen el carácter corporativo de sus actitudes, propio de la vindicación de su arte en el siglo XVI, y dan paso a relaciones más con-flictivas. Las representaciones dialécticas en el Heráclito y Demócrito de López de Vega o el Pusílipo de Suárez de Figueroa son las manifes-taciones teóricas en la tratadística de una multiplicación de polémicas y enfrentamientos32 que confieren al campo literario su dimensión de campo de batalla y de los que irá surgiendo un canon en continuo des-plazamiento o, más bien, sometido a tentativas contrarias de afianza-miento y modificación.

Del discurso nacional a la república de los poetas

No han faltado las llamadas de atención sobre el sentido político de las polémicas literarias33, estableciendo un estrecho entramado de

31 P. Ruiz Pérez, «El Parnaso se desplaza: entre el autor y el canon», en B. López Bueno, ed., En torno al canon: aproximaciones y estrategias (VII Encuentros Interna-cionales sobre Poesía del Siglo de Oro), Sevilla, Secretariado de Publicaciones de la Universidad/Grupo PASO, 2005, pp. 197-232; recogido con otros estudios sobre la ma-teria en La distinción cervantina. Poética e historia, Alcalá de Henares, Centro de Es-tudios Cervantinos, 2006.

32 Aunque podría encuadrarse en el amplio marco de desencuentros trazado por Fernando Rodríguez de la Flor en Misantropías. Políticas de la enemistad entre el Barroco y la Ilustración española, Salamanca, Delirio, 2008, estos conflictos respon-den a causas menos ideológicas o temperamentales que de estricta materialidad.

33 Así lo señala Marcella Trambaioli, «Una pre-Dorotea circunstancial de Lope de Vega: Los ramilletes de Madrid. II. Las polémicas literarias y la dimensión política», Criticón, 96 (2006), pp. 139-152.

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ideología y poética, con repercusiones en la constitución del canon. Así, la política de Olivares vinculada a una reformación y restauración del modelo imperial convivió con el apogeo de la estética gongorina, alentada por el impulsor de estas medidas, para dar a la corte un tono de elevación espiritual como contrapeso a otras restricciones suntuarias34. La dialéctica entre conservadores de un modelo de lengua poética he-redado de Garcilaso (defendido como príncipe de los poetas castella-nos y, por tanto, como cabeza del canon) y quienes propugnaban una innovación parecía vincularse a las posiciones de continuidad o renova-ción respecto al modelo de la España imperial y sus señas de identidad. Mientras la lengua vernácula se oponía en el Quinientos al latín como un modo de afirmación nacional y una reclamación del legado del im-perio, este enfrentamiento había perdido su razón de ser en el siglo si-guiente, cuando la revisión de las relaciones con la lengua vulgar se relacionaba con la consideración del lugar central alcanzado por la mo-narquía hispánica en el escenario europeo y atlántico. Uno de los nue-vos objetivos es rehuir el carácter vulgar de la lengua, al menos en sus manifestaciones más refinadas, como la poesía, reorientada, más que a una «lengua nacional», a una «lengua crítica», en la que la distinción actúa como un principio rector de primer orden. Tal como propone Ca-rrillo en su Libro de la erudición poética, la imitación debe ceder ante la emulación, como la lengua poética debe ganar en dificultad para di-ferenciarse de la lengua de uso. Alrededor de 1611 se asiste al momento culminante de la tratadística poética castellana, que representa una con-sideración de la poesía más basada en el arte, el estudio y la norma, que en la naturaleza, por más que no se pierda de vista el peso de ésta en la labor del poeta. Sin embargo, Cervantes dixit, éste puede suplir con afán y desvelo (con el estudio conducente a la dificultad docta o la eru-dición en sus formas más acentuadas) lo que el cielo no otorgó. Y ello es, a la vez que una apuesta por una poética nueva, una clara estrategia

34 No faltaran quienes argumentaran contra el nuevo lenguaje identificándolo con otros afeites y adornos a la moda e igualmente reprensibles, como Tomás Ramón (O.P.), Nueva prematica de reformacion contra los abusos de los afeytes, calçado, guedejas, guardainfantes, lenguaje critico, moños, trajes y excesos en el uso del ta-baco, Zaragoza, por Diego Dormer, 1635; es de notar cómo quedan reunidos en la revista satírica el nuevo estilo y algunos de los elementos de ostentación que intentó atajar la Junta de Reformación. Quedan apuntadas las líneas maestras del proyecto del valido en el capítulo «Programa de renovación» de John H. Elliott, El Conde-Du-que de Olivares, Barcelona, Crítica, 1990, pp. 182-212.

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de liberación por parte de los creadores de las ataduras y limitaciones del linaje, la posibilidad de alcanzar por la fuerza de su arte una posi-ción de ilustres, en un empeño de movilidad social que traería una in-mediata traducción en el terreno del canon. El afán de novedad de la transición entre siglos, en géneros liga-dos a un consumo amplio (comedia y novela) y en formas más ajenas el mercado (poesía cultista), halla un vínculo con la definitiva pos-tergación del parnaso de autoridades clásicas (ausente por completo en la batalla cervantina en torno al monte de Apolo), para pasar a la consideración de un canon de autores modernos, un cambio hecho de emulación y superioridad convertidas en el eje de las relaciones entre los poetas contemporáneos. Al tiempo que los estratos más bajos de la sociedad perciben la posibilidad del ascenso en una estructura no tan cerrada como se venía considerando35, los poetas se inscriben en esta dinámica en un doble plano, el que lleva a su triunfo social, tra-ducido en recompensa material, y el conducente a su paralelo recono-cimiento estético, un doble movimiento representado por los autores y protagonistas de la picaresca y frente al que se levantaron barreras como las que Quevedo extendió a la vez contra ambos y que están en la base de sus actitudes poéticas, en las polémicas sostenidas y en su estrategia autorial de canonización a la manera clásica36. Como vimos en el pasaje de Botello y se extiende a modo de un parnaso versificado, los catálogos de antiqui auctores son desplazados

35 En gran medida este movimiento o, mejor dicho, su pretensión constituye el núcleo argumental y temático de la narrativa picaresca, como han subrayado los acercamientos sociológicos (Maravall, Tierno Galván) o hermenéuticos en general (Molho), y habría que considerar el paralelismo en esta actitud entre protagonistas y autores, también empeñados (salvo en el caso de Quevedo) por encontrar un lugar en la sociedad a partir de la fabulación de su escritura. Como ha subrayado Enrique Soria Mesa (La nobleza en la España moderna: cambio y continuidad, Madrid, Mar-cial Pons, 2007), la impermeabilidad era más aparente que real, y las expectativas de los pícaros y autores se apoyaban en una cierta movilidad promovida por el dinero y representada, por ejemplo, en el conocido caso de los Coronel del Buscón.

36 Si bien se mira, no hay mucha distancia entre los dicterios contra Góngora y los anatemas insertos en su retrato de Pablos, en el que aparecen algunos de los ras-gos reprochados al canónigo cordobés y vinculados a lo bajo de su linaje: ni los en-gaños del pícaro ni los artificios lingüísticos del poeta pueden servir para romper la pretendida clausura de los estamentos, en los que origen y manifestaciones deben mantenerse en estrecha relación por un principio de decorum que es tan sociológico como estético.

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hasta casi su desaparición por las nóminas de poetas contemporáneos. «Vengamos a los vulgares» propugna Francisco de Sayas en su Dis-curso sobre la poesía aragonesa, justificado en sus posiciones por una situación sociocultural del reino que tenía más paralelismos con la Castilla del Quinientos que con la contemporánea37. El «nobilí-simo catálogo de nuestros poetas aragoneses» representa, como poco después el Aganipe de los cisnes aragoneses (c. 1650) del cronista Juan Andrés de Ustarroz, un empeño de reivindicación colectiva en el que la convivencia con los precedentes clásicos aún se presentaba como un argumento de autoridad y de identidad diferencial. A vene-ros bien distintos debía acudir el pocos años antes iniciado discurso criollo para la conformación de su «parnaso antártico»38; los suyos eran cimientos sin ilustres antecesores, que debían apoyarse en su propio empeño, en una comunidad no exenta de tensiones, para un reconocimiento a la vez de identidad y de diferencia con el canon metropolitano; así vuelve a revelarse en la presentación editorial de sor Juan Inés de la Cruz en territorio peninsular39. Entre ambos ex-tremos, tradición e innovación, se balancea la poesía castellana, con una perspectiva historiográfica de evolución y desarrollo, que sitúa en el presente una forma de culminación, pero abierta a nuevos cam-bios por su misma naturaleza. Así parece quedar formulado en el ex-tenso pero significativo pasaje en el que Caramuel da respuesta al enunciado que lo abre, «¿Por qué han florecido tan pocos poetas en el orbe literario?»40, con una argumentación que parece venir a des-mentir la premisa:

37 Sobre el significado de un texto como éste en un discurso más amplio trato en «“Vengamos a los vulgares”: clásicos y nacionales (1492-1648)», en Leonardo Ro-mero Tobar, ed., Literatura y nación. La emergencia de las literaturas nacionales, Zaragoza, Publicaciones de la Universidad, 2008, pp. 461-495.

38 El título escogido por Diego Mexía de Fernangil para imprimir su traducción de las Heroidas y recoger la alabanza de la anónima refleja la voluntad de afirmación de un canon entre las dos riberas del Atlántico, pero también entre la identidad y la di-ferencia; véase P. Ruiz Pérez, «Crónica y celebración de los ingenios novohispanos», en Guillermo Serés, Mercedes Serna, eds., Los límites del Oceáno. Estudios filológi-cos de crónica y época, Bellaterra, Centro para la Edición de los Clásicos Españoles/Universidad Autónoma de Barcelona, 2009, pp. 207-235.

39 En este mismo volumen se detiene en el valor de este sintomático hecho Ángel Estévez.

40 Cito por la traducción señalada en el repertorio de textos. La utilización del latín no es la menor de las singularidades del cisterciense madrileño entre los autores

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296 Pedro Ruiz Pérez

Que otros narren las historias de las demás ciencias y examinen sus progresos, yo me les uniré cuando trate de las otras facultades; por ahora hablo de la poética, pero no de cualquiera, sino de la española, y me propongo exponer brevemente los diversos pasos seguidos para al-canzar la perfección en que actualmente se encuentra. Hace más de dos mil años varones doctos e insignes ilustraron con sus ingenios las ciencias y las artes. Florecieron los astrólogos en Egipto; los caldeos (eran astronomianos) en Asiria; los magos en Per-sia; los gimnosofistas en India; los samaneos en Bactra; los esenios en Palestina; los sabios en Grecia; los salios en el Lacio; los druidas en Francia; y, finalmente, los seguidores de Pan en España. Su historia, sin embargo, está tan empañada de tinieblas, que no hay manera de indagar toda la verdad. Promovieron la gloria de las musas entre los griegos Homero, Apolonio de Rodas, Píndaro, Anacreonte, Aristófanes, Museo, Eurípi-des, Nicandro, Oppianos, Licofrón, Menandro y Alceo; entre los latinos Pacuvio, Lucrecio, Lucano, Ennodio, Estacio, Virgilio, Ovidio, Juve-nal, Persio y Horacio. Sobre ellos discurriré en otro lugar, pues por el momento examino el parnaso alzado a la suma perfección gracias al es-fuerzo y diligencia de los españoles. Tanto el origen como la meta final la pongo en Córdoba: esta muy noble ciudad dio al parnaso y a las musas en otro tiempo a Séneca y Lu-cano, y últimamente a Luis de Góngora, poeta fecundísimo y digno de todo encomio. Con Séneca y Lucano bien puede enumerarse a Sexti-lio Hena, pues ellos, según común parecer, fueron los primeros en pro-mover la erudición en España. Les siguieron Silio Itálico y Deciano Emeritense (...). Les sucedieron Cayo Canio, Valerio Marcial, Festo Avieno y otros. El océano avanza y retrocede; las legiones romanas de-bieron retraerse por completo cuando los godos descendieron desde una mayor altitud del polo para ascender a un mayor imperio y gloria; bajo su imperio florecieron Dámaso, Juvenco, Orencio, Prudencio y Dra-concio, poetas piadosos que produjeron muchos atildados escritos. So-brevinieron los árabes y ocuparon la generosa región, mal cubierta y desamparada por la perfidia del conde Julián; aun cuando aniquilaron todo magisterio, aun cuando profanaron las academias, poco dañaron a las musas y al parnaso, pues entre los bárbaros florecieron Nicandro y

aquí recogidos, e incluso en un panorama más general de las ideas poéticas en el XVII, como se pone de relieve en el reciente estudio de Juan J. García del Hoyo, José Antonio Camúñez Ruiz y Jesús Basulto Santos, Juan Caramuel, Huelva, Pu-blicaciones de la Universidad, 2008, donde se da cuenta de la diversidad de intere-ses de su obra.

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297Género y autores: el giro en la cuestión de la poesía

Juliano. Tan pronto como los moros comenzaron a ser abatidos y a ser-vir a los cristianos, las musas distinguieron con mayor gloria a los es-pañoles. En aquel tiempo fue tenida en aprecio la tosca cuanto erudita pluma de Juan de Mena. Promovieron el arte y lo ennoblecieron con in-geniosas obras Gómez Manrique, Íñigo López de Mendoza, Jorge Man-rique y otros, quienes a la adolescente poética la entregaron galana y hermosa; la decoraron Juan Boscán y Garcilaso de la Vega; le otorga-ron aun más lustre D. Bernardino de Mendoza y D. Alfonso de Erci-lla; finalmente, la consumaron en perfección Lope de Vega y Carpio, D. Francisco de Quevedo, D. Francisco de Borja Príncipe de Esquilache, Villayzán, Juan Pérez de Montalbán, D. Pedro Calderón, D. Jerónimo Cáncer y otros muchos. D. Luis de Góngora (...) alteró el idioma, pero con gracia e inge-nio. Parece haber escrito en un dialecto diverso; y, lo que es de extrañar, tuvo y continúa teniendo numerosos discípulos y seguidores, de quie-nes debiera decirse que en lugar de gongorizar más bien se entretienen en tonterías o en delirios. Fue un ingenio prodigioso y a la naturaleza no le place comunicar a otros su ingenio41.

Entre lo estrictamente localista o regional y la consideración de un proteico canon nacional, el ámbito cordobés le sirve al tratadista para trazar una línea de continuidad que conduce a la «perfección en que actualmente se encuentra», es más, a «la suma perfección». Reco-giendo un topos que ya aparecía en los textos quinientistas y mantiene Ustarroz en la nómina de ingenios aragoneses, no se contempla nin-guna fractura entre los escritores hispanorromanos (béticos o del con-ventus tarraconensis) y los presentes, para delimitar una tradición ya más regida por la emulatio que por la imitatio servil. En la línea anda-luza su coronación en la pluma de Góngora deja enfrentado el canon resultante a una tensión derivada de su innovación, pero también de la respuesta que puede suscitar, mostrando al trasluz los procesos de sustitución de un canon por otro y el papel que en ello juegan las figu-ras trascendentes. En su análisis de los discursos en defensa de la poesía en dis-tintos países europeos Ferguson insiste en el carácter agresivo y de

41 Epístola III, en Primus calamus...(1665); la traducción es de Héctor Hernán-dez Nieto en Ideas literarias de Caramuel, Barcelona, PPU, 1992, pp. 174-182.

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298 Pedro Ruiz Pérez

respuesta que adquirieron los textos de Du Bellay, Tasso y Sidney42. Sin llegar a este extremo, las composiciones hispanas sí reflejaron en su sostenimiento a lo largo de dos siglos una suerte de necesidad, pero el panorama cambió sustancialmente a lo largo de las décadas. La defensa genérica de la poesía respondió a una actitud de rechazo a sus nuevas formas en una sociedad que se alejaba del modelo ca-balleresco y cortesano, dando curso a una codificación que alcanzó en el panegírico de Vera y Mendoza sus últimos resplandores, justa-mente cuando moría Góngora y su poesía pasaba a correr impresa. Ya en esos años se apunta un cambio, cuando este tipo de discur-sos comienza su declive, convertidos en innecesarios y redundantes al cejar los ataques y anatemas. En su lugar se multiplican, a veces bajo una forma similar, las manifestaciones de una pugna abierta por alcanzar la cumbre del parnaso; la «defensa de la poesía» pasa más bien a ser la defensa de unos poetas o el ataque a otros, en otra de las formas inaugurales de una incipiente crítica literaria. Así se pronunciaba Suárez de Figueroa cuando en el discurso «De los poe-tas y humanistas» de su Plaza universal de todas las ciencias pre-senta una división tripartita de la gramática, distinguiendo, junto a las tradicionales dimensiones técnica e histórica, la crítica:

(...) la perfeción del Humanista. Los grandes caudillos, pues, de la misma [la Gramática] hacen su distinción y división en tres partes. A la primera llaman Técnica o artificial; a la segunda, Histórica, y a la tercera, Ideítera o especial. Técnica es la que sólo trata de las letras, su combinación y pronunciación, la concordancia entre los números de las voces hasta hablar concertadamente una lengua; en esta fueron excelen-tes entre antiguos Hordiano, Trifón, Apolonio Alexandrino, Iulio Polux, Donato Scauro, Iulio Cesar, Plinio, Elio Antonio, Sánchez el Brocense, Vergara, con otros casi infinitos. La Histórica trata de la[s] mitologías y alegorías de los Poetas, descripciones de los Oradores, exposiciones de lugares, montes, ríos y otras cosas concernientes a esto; escribieron desta con eminencia Higinio, Palefato, Estéfano, Harpocración, César y los españoles ya nombrados. La Idiétera o particular, que es la Crí-tica, no se contenta con los límites de los de arriba, sino pasa tan ade-lante, que se entra y se espacia en los sagrarios de la más alta sabiduría, censurando todo género de escritores, reconociendo lo que es legítimo

42 Margaret W. Ferguson, Trials of Desire. Renaissance Defenses of Poetry, Yale, University, 1983.

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299Género y autores: el giro en la cuestión de la poesía

de cada uno, reprobando lo espurio, emendando lo reprobado y restitu-yendo a los verdaderos autores lo que es suyo (f. 370v).

En cada distinción se incluye la correspondiente nómina, y, aun-que la separación parece diluirse, se mantiene la dualidad de «an-tiguos» y «españoles». La articulación metodológica, geográfica y cronológica da en una posición que ya nada parece tener de nove-doso a estas alturas de siglo. Como en el discurso de reivindicación de la poesía, la continuación de la filología humanista se abre a los re-pertorios de poetas y a una naciente historiografía, las cuales, unidas al juicio crítico, serán los elementos fundadores de un canon poético que, en sus grandes líneas, se nos aparece ya constituido a lo largo del siglo XVII.

DISCURSOS EN DEFENSA DE LA POESÍA

Al modo de lo presentado en la aproximación al tema en el siglo XVI, como cartografía diacrónica del panorama descrito y para comple-tar las referencias de los textos mencionados, se ofrece este repertorio, no sin señalar su continuidad respecto al trabajo de Alberto Porqueras Mayo (La teoría poética en el Renacimiento y el Manierismo españo-les, Barcelona, Puvill, 1986; y La teoría poética en el Manierismo y Barroco españoles, Barcelona, Puvill, 1989), que ofrece, además, una valiosa antología para el acceso a textos de difícil localización; remito a su edición cuando no contamos con otra más específica o completa.

1) Finales del XVI

c. 1596. Lupercio Leonardo de Argensola, «Discurso sobre el carácter de una Academia y el sentido de la poesía», ms., recogido en Ricardo del Arco y Garay, La erudición española del siglo XVII y el cronista de Aragón

Andrés de Ustarroz, Madrid, CSIC, 1950, t. I, pp. 65-69; PORQUERAS I

1598. Lope de Vega, discurso del libro III y panegírico en prosa y verso en libro V de La Arcadia (Madrid, 1598), ed. de E.S. Morby, Madrid, Castalia, 1975.

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300 Pedro Ruiz Pérez

1599. Lope de Vega, «Prólogo» a El Isidro (Madrid, 1599), ed. de J. de En-trambasaguas (Obras completas de Lope de Vega. I. Obras no dramá-

ticas), Madrid, CSIC, 1965.1599. Francisco Pacheco, Libro de descripción de verdaderos retratos de

ilustres y memorables varones (ms. 1599); ed. de P. M. Piñero y R. Reyes Cano, Diputación de Sevilla, 1985.

2) 1600

c. 1600. ms. de Baltasar de Céspedes, Discurso de las letras humanas lla-

mado El humanista, ed. de Gregorio de Andrés, El Escorial, La Ciu-dad de Dios, 1965.

1600. Gaspar Gutiérrez de los Ríos, Noticia general para la estimación de

las artes (Madrid, Pedro Madrigal, 1600).

3) 1601-1625

1602. Lope de Vega, texto conocido como «Cuestión del honor debido a la poesía», epístola a Juan de Arguijo en La hermosura de Angélica con

otras diversas rimas (Madrid, Pedro Madrigal, 1602); Rimas, ed. de Felipe B. Pedraza, Universidad de Castilla-La Mancha, 1993, t. I.

1602. Luis Alfonso de Carvallo, «A los discretos poetas el auctor» y «Diá-logo primero», XI «Que la verdadera Poesía es lícita, y aprobada por nuestra madre la Iglesia», en Cisne de Apolo (Medina del Campo, 1602); ed. de A. Porqueras Mayo, Kassel, Reichenberger, 1997.

1602. Diego Dávalos y Figueroa, Primera parte de la Miscelánea Austral (Lima, por Antonio Ricardo,1602)

1603. ms. Anónimo [«Clarinda»] «Discurso en loor de la poesía» en Diego Mexia, Primera parte del Parnaso Antártico de obras amatorias (Se-villa, Alonso de Gamarra, 1608); ed. de facsímil Trinidad Barrera, Roma, Bulzoni, 1990; Poesía colonial hispanoamericana (siglos XVI

y XVII), ed. de Mercedes Serna, Madrid, Cátedra, 2004, pp. 287-316.c. 1604. Juan de la Cueva, libro V del Viaje de Samnio, Biblioteca Capitular

de Sevilla, ms. 56-3-5, ff. 135r.-230 v; ed. de José Cebrián, Madrid, Miraguano, 1990.

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301Género y autores: el giro en la cuestión de la poesía

1604. Bernardo de Balbuena, «Compendio apologético en alabanza de la poesía», en Grandeza mexicana (México, 1604); ed. de Luis Adolfo Domínguez, México, Porrúa, 1971.

1605. Lope de Vega, en Relación de las fiestas que la imperial ciudad de To-

ledo hizo al nacimiento del Príncipe N.S. Felipe IIII (Madrid, por Luis Sánchez, 1605).

1609. Cristóbal Suárez de Figueroa, La constante Amarilis (Valencia [por Juan Crisóstomo Garriz], 1609).

1609. (ms.), Francisco de Quevedo, La España defendida y los tiempos de

ahora; en Obras completas, ed. de Felicidad Buendía, Madrid, Agui-lar, 19584.

1611. Luis Carrillo y Sotomayor, Libro de la erudición poética, en Obras (Madrid, 1611); ed. de Angelina Costa, Sevilla, Alfar, 1987.

c. 1613. Miguel de Cervantes, «La Gitanilla» en Novelas ejemplares (Ma-drid, 1613).

1615. Francisco Fernández de Córdoba, Didascalia multiplex (Lvgdvni, sumptibus Horatij Cardon, 1615).

a. 1620. Baltasar Elisio de Medinilla, «En loor de la poesía», en El Vega de

la poética española (ms. 4266, BNE), ed. de Luigi Giuliani y Victoria Pineda, Anuario Lope de Vega, 3 (1997), pp. 235-272.

1620. Antonio López de Vega, «A los lectores», Lírica poesía (Madrid, por Bernardino de Guzmán, 1620).

1621. Cristóbal Suárez de Figueroa, Varias noticias importantes a la condi-

ción humana (Madrid, 1621); PORQUERAS II1622. Miguel Botello, Prosas y versos del pastor de Clenarda (Madrid, por

la viuda de Fernando Correa Montenegro, 1622).1623. Lope de Vega, «Elogio de... al licenciado Pedro Soto de Rojas», en P.

Soto de Rojas, Desengaño de amor en rimas (Madrid, 1623); ed. fac-símil e introducción de Aurora Egido, Madrid, RAE, 1992.

1624. Lope de Vega, «A un señor destos reinos. Epístola séptima», en La

Circe (Madrid, 1624).

4) 1625-1650

1626. Juan Lerín y García, El bien y el mal de las ciencias humanas (París, 1626); PORQUERAS II

1627. [Fernando de Vera y Mendoza], Panegírico por la poesía (Montilla, 1627); PORQUERAS II

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302 Pedro Ruiz Pérez

1630. Cristóbal Suárez de Figueroa, Plaza universal de todas las ciencias (Perpiñán, por Luis Roure, 1630).

1632. Juan Pérez de Montalbán, «Discurso de todos los artes en común y particular», en Para todos (Madrid, 1632); Obras no dramáticas, ed. de José Enrique Laplana Gil, Madrid, Turner, 1999.

c. 1636. Juan Andrés de Ustarroz, Defensa de la poesía española respon-

diendo a un discurso de Francisco de Quevedo, ms. perdido. 1636-1637. Tomás Andrés Cebrián, «Panegírico por la poesía, y la doctrina

del doctor angélico santo Tomás de Aquino, patrón de la Academia de los Anhelantes de Zaragoza», ms. PORQUERAS II

1637-1644. Tomás Buesso de Arnal, «Colusión de letras humanas y divi-nas», ms. 10126 de la Biblioteca Nacional de Viena[Referencias en Titus Heydenreich, Culteranismo und Theologische

Poetik, Frankfurt, Vittorio Klostermann, 1977; y en Nicolás Marín López, «Nuevos datos sobre el gongorista Buesso de Arnal», Estudios

literarios sobre el Siglo de Oro, ed. de Agustín de la Granja, Granada, Publicaciones de la Universidad, 1985, pp. 133-142]

1639. Gutierre Marqués de Careaga, La poesía defendida y difinida, Mon-

talbán alabado, en Pedro Grande de Tena, Lágrimas panegíricas a la

temprana muerte del gran poeta y teólogo insigne Doctor Juan Pérez

de Montalbán (Madrid, 1639); PORQUERAS II1641. Antonio López de Vega, Heráclito y Demócrito de nuestro siglo (Ma-

drid, 1641); PORQUERAS IIc. 1644. Francisco de Sayas, Discurso sobre la poesía aragonesa (ms. 6685,

BNE), ed. de J.M. Blecua, Archivo de Filología Aragonesa, 1 (1945).

5) 1651-1700

1654. Juan de Moncayo, «En alabanza de la poesía y de los académicos», «En alabanza de la academia», en Rimas (Zaragoza, 1652), ed. de Au-rora Egido, Madrid, Espasa Calpe, 1976.

c. 1650-1680. Melchor Fonseca de Almeida. «Oración apologética en favor de la poesía», ms. B2381, Hispanic Society of New York; PORQUERAS II

c. 1660. Juan Caramuel de Lobkowitz, epístolas en Primus calamus ob ocu-

los popnes Rhythmicam (s.l., 1665); trad. Héctor Hernández Nieto, Ideas literarias de Caramuel, Barcelona, PPU, 1992; PORQUERAS II

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303Género y autores: el giro en la cuestión de la poesía

c. 1660. Juan Espinosa Medrano (el Lunarejo), Panegírica declaración por

las ciencias y estudios, ms.; ed. Apologético, ed. de Augusto Tamayo Vargas, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1982, pp. 111-126.

1670. Juan López de Cuéllar y Vega, Declamación histórica y jurídica en de-

fensa de la poesía (Madrid, 1670); PORQUERAS IIa. 1686. Antonio de Solís, «Oración muy devota para la agonía de la Acade-

mia», en Varias poesías sagradas y profanas (Madrid, 1692); ed. de Manuela Sánchez Reguera, Madrid, CSIC, 1968, pp. 106-112.

1683. Clarín de la Fama, que en divinas y humanas cláusulas se hace norte

vocal de las atenciones, desatando de sus prisiones al viento, que en

armonías acordes desde las cumbres del Parnaso llama a los cisnes

del Turia (Valencia, 1683).1686. Miguel de Barrios, Bello monte de Helicona (s.l., s.i., s.a., pero Bru-

selas, 1686).c. 1690. Francisco Bancés Candamo, Teatro de los teatros (ms.), ed. Duncan

W. Moir, London, Tamesis, 1970; PORQUERAS II