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Los carismas de la vida espiritual 1. El espíritu de discernimiento, la impasibilidad, el silencio, la vigilancia, el arrepentimiento y la humildad San Juan Clímaco describe la vida espiritual usando la tranquilizante metáfora de la scala paradisi. Las potencias celestes llevan sobre sí el esfuerzo humano. Los ángeles, que suben y bajan la «escala de Jacob», acompañan al hombre en este camino y él recibe los carismas. San Cirilo de Jerusalén enumera algunos de ellos: «Para uno, el Espíritu refuerza la temperancia; a otro le enseña lo que es la misericordia; a un tercero, a ayunar y, finalmente, a practicar los ejercicios de la vida espiritual»'. Lo importante de estas palabras es que la vida espiritual es, toda ella y de entrada, carismática. Ahora bien, ante todo se habrá de ejercer el espíritu de discernimiento para no confundir el fin y los medios; Evagrio señala espiritualmente que el peor error sería convertir la lucha contra la pasión en una pasión. «La oración, el ayuno, las vigilias y cualquier otra práctica ... no son más que medios indispensables para alcanzar la adquisición del Espíritu santo»,

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Los carismas de la vida espiritual

1. El espíritu de discernimiento, la impasibilidad, el silencio, la vigilancia, el arrepentimiento y la humildad

San Juan Clímaco describe la vida espiritual usando la tran-quilizante metáfora de la scala paradisi. Las potencias celestes llevan sobre sí el esfuerzo humano. Los ángeles, que suben y ba-jan la «escala de Jacob», acompañan al hombre en este camino y él recibe los carismas. San Cirilo de Jerusalén enumera algunos de ellos: «Para uno, el Espíritu refuerza la temperancia; a otro le enseña lo que es la misericordia; a un tercero, a ayunar y, final-mente, a practicar los ejercicios de la vida espiritual»'.Lo importante de estas palabras es que la vida espiritual es, toda ella y de entrada, carismática. Ahora bien, ante todo se habrá de ejercer el espíritu de discernimiento para no confundir el fin y los medios; Evagrio señala espiritualmente que el peor error sería convertir la lucha contra la pasión en una pasión. «La oración, el ayuno, las vigilias y cualquier otra práctica ... no son más que medios indispensables para alcanzar la adquisición del Espíritu santo», enseña san Serafín2. Aquí aparece, por tanto, bien preci-sada esa finalidad. San Isaac3 añade una llamada fundamental: la simplicidad de Dios une, la complejidad del mal dispersa.El sexto Concilio ecuménico constata esta dispersión y afirma que «el pecado es la enfermedad del alma»; lo cual hace referencia claramente a la ascesis terapéutica. Por esta razón, san Pablo (Flp 1, 10), al pedir de manera muy especial el espíritu de discernimiento, tiene justamente ante la vista la función axiológica de apreciación, profilaxis espiritual que capacita para discernir y hacer opciones decisivas. Ahora bien, aquí es donde surge el obstáculo. Este consiste en que todo imperativo consciente suscita la resistencia sorda del subcons-ciente que paraliza la voluntad. San Pablo lo constata: «No acabo de comprender mi conducta ..., pues no hago el bien que quiero, sino el mal». Descubre la ley interior que «lucha contra el dictado

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de mi mente» y formula así la ley de la resistencia irracional que procede del subconsciente (Rom 7, 15-23).La Biblia conoce bien el impenetrable subsuelo del ser humano: «El corazón es muy profundo, ¿quién puede penetrar en él? Solamente Dios escruta el corazón y las entrañas» (Jr 17, 9-10), lo que quiere decir: el yo humano y la esfera oscura que lo rodea. El evangelio define al hombre por el contenido de su corazón, por el objeto de sus deseos, por su eros. «Del corazón saca el hombre lo bueno y lo malo», las posibilidades son infinitas tanto en un sentido como en el otro.Los grandes maestros de la ascesis tenían perfectamente claro el papel del subconsciente. Evagrio enseña esto: «Muchas pasiones permanecen ocultas en nuestra alma, pero escapan a la atención. Lo que las revela es la tentación cuando se presenta»'.La psicología profunda, afortunadamente, viene a enriquecer científicamente el arte ascético y a ayudar al hombre a compren-derse a sí mismo. Analiza el dinamismo de la afectividad, zona oscura del inconsciente, raíz irracional del alma, donde actúan los instintos del «querer vivir». Afectado por la realidad, sometido a una censura social, este mundo interior se remodela; una parte de su vitalidad se siente rechazada y se elaboran reflejos inhibitorios y de compensación. Una vida misteriosa, oculta, se desarrolla bajo el umbral de la consciencia, ejerciendo su presión sin cesar. Del equilibrio entre el consciente y el inconsciente, de la capacidad del espíritu para proyectar ahí su luz, de la integración de su «sombra», depende la salud del sujeto.Poderes oscuros, maléficos, utilizan los elementos psíquicos. En este sentido, precisamente menciona Jung una similitud entre los complejos y los demonios. Los ascetas aconsejan ejercer la atención y discernir, dentro del caos interior de un alma, la natu-raleza de los elementos que están en juego: animal, racional o afectiva, igual que entre la causa agente exterior o interior, sim-plemente biológica o más compleja y moral. De este modo, Eva-grio (en el Antirrheticos) precisa el origen somático de la gula y de la lujuria, que representan una perversión de los instintos de vivir y sobrevivir. Para san Gregorio Palamas, las pasiones que proceden de la naturaleza son menos graves y sólo expresan la pesantez de la materia debida al fracaso de su espiritualización.

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Antes de Freud, en el siglo XIV, habla de manifestaciones sexua-les en el mundo de los niños muy pequeños, como de manifesta-ciones naturales. El pecado, las pasiones peligrosas, en otro sen-tido, proceden del espíritu.La voluntad pervertida modifica la intencionalidad original del corazón para encaminarse a buscar el absoluto en los ídolos (vicios capitales, pasiones hipostasiadas) y para volcarse en el culto a sí mismo, a su amor propio, a su voluntad de poder, con-virtiéndose en un infernal autoídolo. La transvaloración de los valores (Umwertung), método utilizado por la Escuela de Viena, se ejerce para desenmascarar estos ídolos con el fin de liberar el verdadero absoluto.La psicología concuerda con la ascesis y observa que los re-cuerdos demasiado detallados del pasado, el fijar la atención pro-longadamente en ellos, implica el riesgo de hacer más mal que bien. El método freudiano de mera introspección y de reducción del presente al pasado, aliena al hombre. Este método se completa y queda superado por el de Jung, conocido como prospección, que tiene el fin de construir el futuro. Jung muestra esta superación, que se encuentra en la fórmula de san Pablo: «Olvidando lo que tengo detrás, me lanzo hacia el futuro y voy derecho hacia el fin» (Flp 3, 14).Lo que importa son las inclinaciones actuales que permiten tomar conciencia y obtener la justa medida de uno mismo. La vigilancia del espíritu, la salvaguarda del corazón, la invocación del nombre de Jesús, son los carismas que frenan y acaban con todo coloquio interior que se lleva a cabo con la sugestión maléfica, antes de que esta se convierta en consentimiento tácito, pasión y cautividad del alma. Es menester descender hasta las raíces irracionales del alma, hasta la fuente, pura o turbia, de la imaginación, captando su verdadera naturaleza.El psicoanálisis y la ascesis lo han comprendido perfectamente y ambos buscan caminos convergentes para introducir la luz en el espíritu. Esto no se puede hacer en el subconsciente por medio de imperativos, pues este se opone a toda orden directa, sino que mediante la imaginación nos introducimos en él con mayor efi-cacia y descubrimos el enorme poder de las imágenes'.

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En efecto, ante la impotencia natural del hombre para cumplir la ley del Antiguo Testamento y para someterse a las prohibiciones del decálogo, el Nuevo Testamento ofrece la gracia de las bienaventuranzas; más todavía, para suscitar y realizar los actos humanos, la gracia actúa a través de sugerencias positivas bajo la forma de invitaciones y llamadas. Estas sugerencias se ven reforzadas por las «bellas imágenes», por la «absolutamente deseable» nueva Jerusalén que presenta ante nuestros ojos la descripción grandiosa del Apocalipsis.Se trata ante todo de reconstruir la imago Dei, la forma inicial orientada hacia Dios, como en el caso de una copia respecto a su Original. Se puede percibir toda la importancia de la noción bíblica de «la imagen». Dada su naturaleza de imagen, esta forma estructural sólo puede ser captada por la imaginación y, por consiguiente, sólo la imaginación puede penetrar en el subconsciente y estructurarlo «a imagen de Dios».La imaginación siempre está orientada hacia la encarnación de sus imágenes. Al poder sugestivo del arte, se añade el lenguaje vivo de los símbolos del arte sagrado. Según Jung: «Sólo el símbolo religioso sublima de una manera total»; diríamos: el «símbolo de la fe», porque el credo, confesado litúrgicamente, nos conduce más allá de las imágenes e incluso de los símbolos, y nos sitúa en presencia de las personas invocadas, allá donde se unen concretamente las relaciones entre el yo humano y el tú divino. Si el imperativo categórico de Kant es impotente, en la medida en que es abstracto e impersonal, los evangelios, por el contrario, revelan a la persona viviente de Cristo, fuente de imperativos carismáticos.Ya Orígenes se detiene en la palabra de san Pablo: «Hasta que Cristo llegue a tomar forma definitiva en vosotros» (Ga14, 19), y ve ahí el acto «de imaginar» al Cristo en el corazón de sus discí-pulos. La palabra alemana ein-bilden resulta aquí muy expresiva y designa lo esencial de la operación. Una vez imaginada, formada en el alma, la persona de Cristo a su vez forma el alma, la transforma a imagen de sí mismo: «No soy yo el que vive, sino que es Cristo quien vive en mí»; al final, el alma se presenta realmente cristificada.

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La ascesis, de este modo, constituye un inmenso proyecto de sublimaciónb, que es necesario comprender en el sentido de una tensión hacia lo más sublime, hacia lo alto, hacia el Altísimo. Forma una cultura sumamente refinada de la imaginación, ejerce el ayuno de los ojos y del oído espiritual. El hombre capta sin cesar imágenes innumerables que le rodean o le invaden interior-mente. Sufre una sugestión permanente, que procede de discursos, de fórmulas científicas, de eslóganes políticos, de formas ar-tísticas', de rostros humanos, de paisajes. Si todo en la existencia concurre para sugerir, para ejercer una presión sobre el alma, para impresionarla, los «enseñados por Dios», los «teodidactas»8 reciben la sugestión más fuerte, porque quien sugiere a través de las imágenes creadoras de su sabiduría es Dios. Aquí es donde se requiere la atención del espíritu; nos lo dice aba Filemón: «Mira dentro de tu corazón mediante tu imaginación», porque «el cora-zón puro ve a Dios como en un espejo» 9.La purificación del corazón y de la imaginación procede ante todo de la liturgia, en la que el rito, el dogma y el arte están es-trechamente ligados. Sus imágenes son símbolos que elevan la mirada al nivel de la invisible presencia. Según san Juan Damas-ceno, el icono no es una representación de lo visible, sino una apocalipsis, una revelación de lo oculto. Su poder es máximo, gracias a su apertura sobre lo que trasciende la propia imagen. La mirada así purificada y transformada en vigilante puede ahora descender y escrutar el interior del alma, manifestándola: «Quien manifiesta sus pensamientos queda inmediatamente curado; quien los oculta, enferma»; «este es el signo evidente de que un pensamiento procede del demonio: cuando nos ruborizamos al descubrírselo a nuestro hermano»10.Juan de Licópolis expresa la tradición volviendo una y otra vez sobre la atención vigilante: «Discierne tus pensamientos piadosamente, según Dios; si no puedes, pregunta al que sea capaz de discernirlos»".Paredida apertura del alma y una atención carismática a todo lo que en ella ocurre impiden la formación de complejos; las heridas descubiertas o declaradas no empeoran.El comportamiento exterior es siempre sintomático con respecto al estado interior, su correspondencia íntima condiciona y justifica

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la ascesis corporal. Pero esta correspondencia se limita a lo estrictamente necesario desde el punto de vista instrumental: para evitar el confort blandengue y la tiranía de las costumbres. El estado ideal toma el nombre, sumamente paradójico, de apatheia, que significa «pasión impasible» y designa un estado apasionado en grado máximo, porque se trata de rescatar al espíritu de su entumecimiento y convertir al hombre en un ser despierto, neptikos. Se necesita toda una vida para poder vivir lo que la fe afirma una vez por todas, y en función de esto el espíritu vigila. Santa Teresa de Ávila afirma enérgicamente que no se trata «ni de arrastrarse, ni de hacer el sapo, ni de caminar a paso de tortuga». «¿Qué es lo que hay que ser? Hay que ser un incendio», afirma Saint-Exupéry1z.La impasibilidad ascética, por tanto, no tiene nada que ver con la insensibilidad. Ni buscar un parecido con aquellos a los que Bernanos llamaba «los estoicos de ojos secos», ni cultivar la embriaguez de las mortificaciones sangrantes y de la carne en constante gemido: por exceso o por defecto, ambas rompen el equilibrio y se lanzan a una ascesis ilusoria y «sin fruto»". Para los ascetas, la capacidad de apasionarse pone de relieve su dinamismo interior y que no se trata en absoluto de suprimir, sino de orientar. Recibe su valor del fin que se pretende alcanzar, lo cual suprime el arte por el arte, la ciencia por la ciencia y, sobre todo, la ascesis por la ascesis. «El alma perfecta es aquella cuyas pasiones están enfocadas en la dirección de Dios», cuyas energías se orientan hacia la filantropía divina, y esto porque «maldito el conocimiento que no se dirige al amor» (Diádoco). El estado pasional se centra en la única pasión por excelencia: la caridad evangélica, «ternura ontológica» hacia toda criatura de Dios; y este es el carisma fundamental. «¿En qué consiste el corazón caritativo? -pregunta san Isaac el Sirio-; se trata de un corazón inflamado de caridad por la totalidad de la creación, por los hombres, por los pájaros, por las bestias, por los demonios, por todas las criaturas ... Movido por una piedad infinita que surge en el corazón de aquellos que se asimilan a Dios»". Semejante apasionado «no condena ya ni a los pecadores ni a los hijos de este siglo ... Desea amar y venerar sin distinción alguna», porque «apreciará después de Dios a todos los hombres como lo hace el

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mismo Dios»". Y san Simeón, siguiendo al Apóstol, habla ciertamente de sí mismo, y confiesa: «Conozco a un hombre que deseaba la salvación de sus hermanos con tal ardor ... que incluso no habría querido entrar en el reino de los cielos si para ello hubiera tenido que ser separado de ellos»16.En un cierto nivel, la oración vocal cede su puesto a la oración contemplativa, en la que el corazón se abre en silencio ante Dios. «Cuando el Espíritu viene, hay que dejar de orar», enseña san Serafin. Este es el «silencio del espíritu», el hesykio. Cuanto más despierta está el alma, más apaciguada resulta. En el consejo que da san Serafín para buscar ante todo la paz interior, esta designa el hesykio, donde el hombre se convierte en el lugar de Dios. Si «el Verbo procedió del silencio»", entre los hombres el silencio despoja al hombre de sus habladurías desconsideradas y entonces el silencioso se convierte en «fuente de gracia para el que escucha»".La oposición habitual entre la adhesión al mundo y la salida del mundo es espacial. El fondo del problema reside en la dimensión vertical: «Cuando ores, entra en tu habitación y cierra la puerta». El acento no se pone en absoluto en el lugar, sino en la puerta ce-rrada. Así es como el Greco iba a buscar los colores al fondo de su alma y, para inspirarse, sacaba todos los matices de su taller y de su alma. Es preciso saber hacer sitio al silencio, al recogimiento; sin esos momentos, cargados de densidad interior, la vida espiritual corre el riesgo de disolverse en una agitación estéril. Con una cierta madurez, la oración de Jesús enseña a tener esos momentos, incluso en lugares públicos, y a ser eficaz para los otros gracias al silencio.En esas pausas de recogimiento, los maestros desaconsejan vivamente los estados estáticos, que sólo son propios de princi-piantes sin experiencia. En sus progresos, el alma debe aspirar a una constante consciencia de la presencia divina invisible, y des-cartar sin contemplaciones todo fenómeno visual o sensitivo, toda curiosidad, toda búsqueda de lo «misterioso». Evagrio insiste en ello con fuerza: «No te esfuerces en absoluto en discernir durante la oración cualquier imagen o figura ... De otra forma, corres el riesgo de caer en la demencia»`. Gregorio el Sinaíta (siglo XIV) aconseja por su parte: «Sé vigilante, amigo de Dios. Si ves una

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luz o un fuego o cualquier imagen o un ángel, rechaza por completo aceptarlos ... Cuando te parezca que tu espíritu es con-ducido hacia las alturas por una fuerza invencible, no lo permitas y oblígate a trabajar»20. En la medida en que se puede resistir y es posible oponerse a una aparición, tenemos el signo de que el fenómeno no procede de Dios. Lo que viene de Dios lo hace de una forma irresistible. Todos los maestros insisten con gran vigor en la extrema sobriedad de lo espiritual y en su desprendimiento de toda materialización.«Si ves a un joven novicio subir al cielo por su propia voluntad, agárralo por los pies y arrójalo a la tierra, porque eso no le sirve de nada» 21. «Satanás, convertido en ángel de luz, llega a casa de un eremita para asegurarle sus progresos espirituales; el eremita se contenta con decirle, no sin humor: `Debes estar equivocándote; te han enviado a otro, yo no he hecho ningún progreso espiritual'»22. Los fenómenos insólitos vienen a perturbar a los novicios, pero no tienen relación alguna con la vida espiritual. Esta se orienta siempre al interior: «Si eres puro, el cielo está en ti y dentro de ti es donde verás la luz, a los ángeles y al Señor de losángeles»23.Esta vuelta del alma sobre ella misma se opone siempre a cual-quier pasividad quietista. San Juan Clímaco insiste en el dinamis-mo último del espíritu: «Quien ha guardado su ardor hasta el final, no cesa de añadir hasta el fin de su vida un fuego a otro fuego, un ardor a otro ardor, un celo a otro celo, un deseo a otro deseo» 24. «El Señor triunfa siempre cuando combate con los atletas cristianos. Pero, si estos últimos resultan vencidos, está claro que son despojados de Dios por su voluntad irracional»25. Se requiere claramente el dinamismo de la voluntad, porque «Dios no hace nada en solitario» 26, insiste san Macario. A un monje que había pedido que se orara por él, aba Antonio respondió: «Yo no tendré piedad de ti ni Dios tampoco, si tú no te pones a ello seriamente, y de modo particular en la oración»27.La vida espiritual, por tanto, no tiene nada de inconsciente ni de pasivo. La atención desarrolla la sensibilidad a los signos y a los anuncios. El espíritu entumecido deja pasar las constantes lla-

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madas. La vigilancia, por el contrario, cultiva el arrepentimiento, que es una forma activa de escuchar sin cesar la palabra: «Sed perfectos, como vuestro Padre celestial».El abandono del arrepentimiento marca el fin de la vida espiritual y va acompañado del temible estado llamado «insensibilidad de un corazón petrificado». Es menester distinguirlo de la pedagogía divina conocida como la «retirada de Dios», la «desolación» pedagógica que pretende hacer al alma más humilde. El abandono es medicinal, señala Orígenes, y san Macario dice: «La gracia se retira para que en adelante la busquemos»28. El ámbito de la prueba ¿no es acaso el campo mismo de la libertad? Una vez que san Antonio hubo superado su pereza, preguntó: «Señor, ¿dónde estabas tú durante ese tiempo?», y le fue dada esta respuesta: «Más cerca de ti que nunca»29.«No seremos criticados -dice san Juan Clímaco- por no haber hecho milagros ... pero ciertamente tendremos que dar explicaciones a Dios por no haber tenido siempre dolor de los pecados»'o El arrepentimiento medita sin cesar el rechazo humano del Amor crucificado. Se trata aquí de lágrimas, no del alma, sino del espíritu. Se consideran como un don carismático, se mezclan con las lágrimas de alegría y son continuación de las aguas purificadoras del bautismo: «Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados». Semejante arrepentimiento, según san Juan Damasceno, es «el camino desde la cautividad hacia Dios»", y también: «El temblor saludable del alma ante la puerta del Reino».Es evidente que el arrepentimiento es una forma de humildad. Ambos no son en absoluto «virtudes», sino el estado permanente del alma; solamente su poder cura de la idolatría egocéntrica, del amor propio, de reivindicaciones o de complejos de inferioridad. La humildad enseña a «ser como si uno no fuera y a no saber aquello que se es». «Inclinarse ante la majestad divina constituye la más alta victoria», señala profundamente san Bernardo 32. El amor de Dios excluye toda complacencia en uno mismo. Cuando san Antonio pidió que se le mostrara un modelo de piedad, un ángel le condujo hasta un hombre que todo él era humildad. Este hombre, en su oración, presentaba ante el rostro de Dios a toda la humanidad y pensaba que no existía nadie que fuera un pecador

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tan grande como él. Aba Sisoes, en su lecho de muerte, ya iluminado, rodeado de ángeles, deja escapar el suspiro de su espíritu: «Yo ni siquiera he comenzado a arrepentirme» 33. «La perfección -precisa san Isaac- es la profundidad de la humildad» 34En sus Cartas desde el «ashram», Ghandi opone muy acerta-damente la humildad a la inercia: «La verdadera humildad exige ... el esfuerzo más arduo y más constante». Para el psicólogo Baudouin, la humildad juega un papel biológico y tiene una función de adaptación: nos pone en nuestro sitio3sLa humildad vive «la comunión de los pecadores», el otro aspecto inseparable de «la comunión de los santos». Un loco de Cristo pronunció al morir esta única palabra: «Que todos sean salvados, que toda la tierra sea salvada» 36. Otro, en el colmo del menosprecio y de las persecuciones, afirma no haber encontrado nunca a un hombre verdaderamente malvado.Hoy día, en los países en los que la vida se encuentra puesta bajo el signo de la cruz y del silencio, la humildad da paso a la espiritualidad de los mártires. Su grandeza brilla en doxologías admirables. Dan gracias a Dios incluso por el sufrimiento y la persecución, y ponen a los demonios en las manos de Dios. En el colmo de lo soportable, el hombre sólo puede decir «gloria a Dios» e intensificar su oración en favor de los vivos y de los muertos, en favor de la víctima y del verdugo. Entonces es cuando se desposa con el corazón de Dios y comprende lo indecible.Cristo ha venido para «despertar a los vivos y transformar la muerte en un sueño expectante», en vigilias del espíritu. Los vi-vos están más allá de la muerte y los muertos están vivos, tal es la revelación gozosa de la fe cristiana, su carisma real. 2. El carisma de «morir feliz»

Si es verdad, como dice Platón, que «de la muerte no se sabe nada», si es probable que el porvenir nos reserve tristeza y alegría, acontecimientos imprevistos o problemáticos, lo único absolutamente seguro que nos espera es la muerte, su realidad es universal e indiscutible.

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Heidegger tiene el valor de situarla en el centro de su reflexión. Ella es la única capaz de limitar radicalmente la libertad humana; por consiguiente, el hombre debe comprenderse a sí mismo con este telón de fondo.Pero la pedagogía moderna -y esto es muy sintomático de su mentalidad- ya no habla de la muerte, parece dirigirse a niños «inmortales», tiene miedo de tocar el misterio de la muerte, a no ser dorando la píldora de una u otra forma.El olvido de la muerte caracteriza al mundo: con gran arte y habilidad, todo se ordena en este sentido; como si el hombre moderno no pudiera soportar su idea presentada demasiado brutalmente; como si detrás de la afirmación «todos los hombres son mortales», se escondiera un pensamiento inconfesable, insensato, el deseo oscuro de que puedan darse excepciones, de que el fin no me concierna de forma inmediata y de que, en todo caso, este no es el momento adecuado para pensar en ella. Se entierra a los muertos con mala conciencia, casi a escondidas, rápidamente, discretamente. Los muertos son aguafiestas, molestan a los que gozan de la vida. Algunos cementerios, en su monotonía casi repugnante, ofrecen el horrible aspecto de una muerte industrializada, del olvido dentro del anonimato de la suerte común. Aquellos que se acuerdan, sus recuerdos se refieren a lo que ya no existe, la poesía de su tristeza alude a un pasado muerto. La memoria, por el contrario, afecta a la vida, guarda el pasado enteramente presente. Cada muerto es un ser singular e irreemplazable, que vive eternamente en la memoria de Dios. La Iglesia, en sus oraciones a favor de los muertos, se lo pide a Dios, como pide también la gracia de la memoria permanente de la muerte; la regla de san Benito prescribe que se la tenga presente todos los días ante la mirada. En el existencialismo, la muerte condiciona la famosa «trascendencia», pero esta se manifiesta impotente, no puede trascender la muerte; es el ser vivo el que es trascendido hacia la muerte («Sein zum Tode» ). Es cierto que semejante dialéctica pone de relieve valientemente el problema, pero al mismo tiempo muestra su insuficiencia: el final y la nada son reconocidos, pero no se aporta la más mínima luz sobre el sentido de la muerte. Tal obturación o anorexia reflexiva conduce todo lo más a decir: el que quiera la nada, la tendrá. Simone de

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Beauvoir fracasa cuando trata de «conjurar la muerte con palabras»`. Ahora bien, la verdadera trascendencia debe afirmar lo contrario: no es la vida la que es un fenómeno de la muerte, sino que es la muerte la que no es más que un fenómeno episódico y pasajero de la vida. Únicamente dentro de esta óptica recibe la muerte un significado lleno de sentido y particularmente luminoso.El profundo pesimismo de Freud o de Heidegger se forma con toda naturalidad desde el momento en que se reflexiona sobre la vida en función de su término. Reconocer y aceptar este fin es ya una actitud filosófica profunda y auténtica, porque «nadie habla de la vida tan bien como la muerte», señala Julien Green. En efec-to, una duración infinita en las condiciones de la vida terrestre, con el tiempo privado simplemente de su final, convertiría la existencia en algo carente de sentido. Simone de Beauvoir, en Todos los hombres son mortales, se une a Berdiaeff y expresa una intuición correcta: la duración indefinida de la existencia bioló-gica culminaría en una tristeza infinita. Puede añadirse que el horror del destino infernal procede justamente de una tristeza semejante eternizada. Para los padres de la Iglesia, la vida sin término en las condiciones terrestres no puede ser más que una pesadilla demoníaca, y es el amor de Dios hacia su criatura el que impide la inmortalización de este estado de vida, que no sería más que la muerte suspendida.El sentido de la historia, su misma posibilidad, está en función directa de su fin, de su balance, de su trascendencia, más ineluctable que la misma muerte, hacia el «totalmente otro». «El último enemigo que destruir será la muerte», declara san Pablo enérgicamente (1 Cor 15, 26). El último mal se revela preñado de la última solución de la condición humana. El «rey de los espantos», según Job, la muerte, suscita una angustia muy legítima, detiene la habitual profanación creada por los olvidos y sitúa inmediatamente en ese nivel de profundidad que sacude en todos los casos gracias a la grandeza de su misterio. San Agustín, al comienzo de su vida, llora la marcha de su amigo y confiesa: «Habiéndome convertido en una gran cuestión para mí mismo, yo interrogaba a mi alma»".

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El valor del ser humano se mide por su actitud hacia la muerte. Platón enseñaba la filosofía como el arte del bien morir. Ahora bien, la filosofia no sabe nada de una victoria sobre la muerte; la puede postular, pero no puede enseñar cómo es necesario morir para resucitar. Solamente afirma -y en eso se resume toda su grandeza- que el tiempo no puede contener la eternidad, que sin su final resulta más absurdo que la muerte, que este mundo que mata a Sócrates, el justo, no es el verdadero mundo. Es más, sus crímenes ponen de relieve la existencia de otro mundo en el que reine la justicia y en el que Sócrates viva eternamente joven y be-llo. Para Justino, el destino de Sócrates prefigura el destino de Cristo, que muere y resucita, y en el cual Sócrates renace para la eternidad.La muerte no es un instante, coexiste y acompaña al hombre a lo largo de todo el camino de su vida. Está presente en todas las cosas como su límite evidente. El tiempo y el espacio, los instan-tes que se evaporan y las distancias que separan son otras tantas rupturas, otras tantas muertes parciales. Todo adiós, olvido, cam-bio, el hecho de que nada se pueda reproducir jamás exactamente, traducen el soplo de la muerte en el corazón mismo de la vida y nos introducen en el tormento. Toda partida de un ser amado, el fin de toda pasión, los rasgos del tiempo sobre un rostro, la última mirada sobre una ciudad o sobre un paisaje que ya nunca más se verán, o simplemente una flor marchita, suscitan una profunda melancolía, una experiencia inmediata de la muerte anticipada.La naturaleza no conoce la inmortalidad personal, lo único que conoce es la supervivencia de la especie. Los no creyentes no pueden soñar más que con la supervivencia dentro de sus obras, o con el recuerdo de las generaciones que vendrán; se trata todo lo más de una melancólica inmortalidad de diccionario.La virulencia de la muerte no se puede neutralizar si no es con su propia negación. Por esta razón, en el centro de la tierra se hunde la cruz, y la vida acepta libremente pasar a través de la muerte, a fin de hacerla explotar y de aniquilarla: «Gracias a la muerte, tú has vencido a la muerte», canta la Iglesia la noche de Pascua. Orí-genes aduce una tradición según la cual el cuerpo de Adán habría sido enterrado allí donde Cristo fue crucificado39. Otra tradición dice que la madera de la cruz tiene su origen en el árbol del Edén.

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La cruz de Cristo se ha convertido así en árbol de vida. La Biblia ignora la inmortalidad natural y revela la resurrección que proce-de del más allá: de la muerte y de la resurrección del Dios-hom-bre. De este modo, sólo el cristianismo acepta la tragedia de la muerte, la contempla cara a cara, porque Dios pasa por este cami-no y todos le siguen.Si la filosofía aporta el conocimiento de la muerte, la aseesis cristiana ofrece el arte de superarla, anticipando así la resu-rrección. En efecto, la muerte está enteramente dentro del tiempo. Tiene día y hora para los que rodean al moribundo, pero para aquel que acaba de morir, su muerte no tiene fecha, porque se encuentra ya en otra dimensión. Del mismo modo que el fin del mundo no tiene un mañana terreno, la muerte no es para nadie un día del calendario; y por esta razón, la muerte de cada uno, como el fin del mundo, es para hoy; igual que no es mañana, sino el mismo día de la cena eucarística cuando se entra en el Reino. Para el espíritu que se ha vuelto inmortal, la inexistencia de la muerte es una evidencia, porque ella está más acá y él más allá. Elemento del tiempo, la muerte está detrás de nosotros; delante se encuentra lo que ya se ha vivido en el bautismo: la «pequeña resurrección», y en la eucaristía: la vida eterna. El que sigue a Cristo «no es llamado a juicio, sino que ha pasado ya de la muerte a la vida», «el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna». La última realidad de cada uno de nosotros vive en el umbral de este paso-pascua, el acto de fe lo descubre y «ve las cosas que no se ven», según san Pablo.«Si alguien viene a mí y no odia ... incluso a su propia vida, no puede ser discípulo mío» (Le 14, 26). «Odiar» significa aquí oponerse al obstáculo, al excesivo apego a la vida de aquí abajo o al miedo a la muerte que esclavizan el espíritu. Para el hombre atento, la muerte, liberada de angustia, le manifiesta su propia grandeza y su nobleza. Purifica y despoja al ser de un muerto de lo accesorio, invita a guardar de él un «buen recuerdo», rehace la escala de valores, lo aprecia de una manera desinteresada, más allá del tiempo y de cara a la eternidad. El rostro de un muerto, durante algunos instantes, expresa una belleza espiritual, apacible y majestuosa: «Esa sonrisa impenetrable de los muertos, que concuerda tan bien con su maravilloso silencio»4°. La presencia

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de la muerte tiene un algo de augusto, ennoblece los sentimientos, durante un breve instante convierte a cada uno en más verdadero y más grande. La muerte de otra persona es una prueba y el que la experimenta recibe la dignidad de sobrevivir y de prepararse al misterio de su propio juicio.Normalmente, la muerte debe ser el tiempo de la siega, de una vida «cargada de días», madura para la eternidad. Según las her-mosas palabras de los antiguos martirologios, la muerte es el dies natalis, el día del nacimiento y sólo Dios «conoce el día y la ho-ra». La palabra de Pascal: «Uno se morirá solo»41, o esa otra de ). Kierkegaard: «Que yo muera para mí no es una generalidad»`, significan que cada uno asume totalmente su propia muerte; el hombre es sacerdote de su muerte, es lo que él hace de su muerte. La extremaunción introduce admirablemente en ese sacerdocio final y ofrece «un óleo de alegría» y la exaltación del corazón por encima del cuerpo en agonía.Diádoco43 señala que las enfermedades graves ocupan el lugar del martirio. Es más, a cada uno se le da la gracia, el carisma de mártir, cuando ante el verdugo que supone la muerte, el hombre puede llamarla «nuestra hermana muerte» y confesar en el credo esa evidencia de haber pasado ya de la muerte a la vida (Col 2, 12; Jn 5, 24). Los grandes espirituales se acuestan frecuentemente en su propio ataúd como en un lecho nupcial y manifiestan una fraternal familiaridad, una intimidad con la muerte, que no es más que un tránsito y el punto de partida definitivo. Erasmo observa esta intimidad en los santos y piensa que constituye una segunda naturaleza y que desaloja la antigua.San Serafín de Sarov enseñaba el «morir feliz»: «Para nosotros, morir será un gozo», les decía a sus discípulos. Por esta razón, dirigía a todos los que encontraba este saludo pascual: «Mi alegría, Cristo ha resucitado», la muerte es inexistente y reina la vida.En su Carta a los corintios (1 Cor 3, 21-22), san Pablo alcanza una -visión impresionante: «Todo es vuestro: ... la vida, la muerte...», ambas, al mismo nivel, son dones de Dios, carismas.

3. La oración

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a) El estado de oración«Orad en todo momento» (1 Tes 5, 17), insiste san Pablo, porque la oración es la fuente y al mismo tiempo, la forma más íntima de nuestra vida. «Entra en tu habitación, cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto» (Mt 6, 6), quiere decir entrar en uno mismo y hacer ahí un santuario; el «lugar secreto» es el corazón humano. La vida de oración, su densidad, su profundidad, su ritmo miden nuestra salud espiritual y nos revelan a nosotros mismos.Jesús, «muy de madrugada, antes del amanecer, se levantó, salió, fue a un lugar solitario y ahí se puso a orar» (Mc 1, 35). El «desierto», entre los ascetas, se considera algo interior y significa la concentración de un espíritu recogido y silencioso. En este nivel, en el que el hombre sabe callarse, se sitúa la verdadera oración y el ser resulta misteriosamente visitado. Paul Claudel ob-serva que el Verbo es el hijo adoptivo del silencio, porque san Jo-sé recorre las páginas del evangelio sin pronunciar una sola palabra. Para oír la voz del Verbo es menester saber escuchar su silencio, aprenderlo por encima de todo. La experiencia de los maestros es categórica: si no se sabe abrir en la vida un lugar para el recogimiento, para el silencio, es imposible llegar a un grado más elevado y poder orar en los lugares públicos. Este grado nos hace conscientes de que una parte de nuestro ser está sumergida en lo inmediato, se encuentra constantemente preocupada o dispersa, y que otra parte de nosotros la observa con admiración y compasión. «El hombre agitado hace que los ángeles se carca-jeen», observa Shakespeareaa.El agua que apaga la sed se destila en ese silencio que ofrece la perspectiva indispensable para comprenderse.El recogimiento abre el alma hacia lo alto, pero también hacia el otro. San Serafín lo señala admirablemente: ¿la vida contemplativa o la vida activa?, esta pregunta tiene algo de artificial; la cuestión no está ahí, la verdadera cuestión hace referencia al corazón, a su dimensión; es ese joyero inmenso del que habla Orígenes, capaz de contener a Dios y a todos los hombres y en este caso, dice san Serafin: «Adquieres la paz interior y una multitud de hombres encontrarán su salvación junto a ti»45

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Existen en el mundo realidades evidentes, por ejemplo, el Reino, después los símbolos materiales: «El reino de los cielos se parece...» , e inmediatamente su idea, la teoría, que es un empo-brecimiento indudable. Por esta razón, la poesía está más cerca de la verdad que la prosa y todavía más la oración. Lao-Tsé decía que si tuviera el poder absoluto, restablecería ante todo el sentido poético inicial de las palabras. Pero, en un tiempo de inflación verbal que no hace más que agravar la soledad maligna, únicamente el hombre de la paz orante puede todavía hablar a los demás, mostrar la palabra convertida en rostro, el rostro convertido en presencia. Su silencio hablará allí donde la predicación no funciona, su misterio permitirá atender a una revelación que se ha hecho próxima, accesible, e incluso cuando el que conoce el silencio habla, encuentra fácilmente el frescor virginal de toda palabra. Su respuesta a las preguntas de vida o muerte surgen como el amén de su plegaria perpetua.Santa Teresa decía: «Orar quiere decir tratar con Dios como con un amigo». Pero, «el amigo del Esposo está junto a él y lo escucha» (Jn 3, 29). Lo esencial del estado de oración consiste precisamente en «estar ahí»: escuchar la presencia de otra persona, la de Cristo, también la de la persona con la que me encuentro, desde la que Cristo me interroga. Su voz me llega a través de toda voz humana, su rostro es múltiple: el del peregrino de Emaús, el del jardinero de, María Magdalena, el de mi vecino. Dios se ha encarnado para que el hombre contemple su rostro a través de cualquier rostro. La oración perfecta busca la presencia de Cristo y la reconoce en todo ser humano. La única imagen de Cristo es el icono, pero ellas son innumerables, lo que quiere decir que todo rostro humano es también el icono de Cristo. La actitud orante lo descubre.

b) Los grados de la oraciónEn sus comienzos, la oración resulta agitada y el silencio es interiormente parlanchín. Según la palabra de Péguy, ¡no hay que orar como ocas que esperan la comida! Como ser emotivo que es, el hombre derrama todo el contenido psíquico de su ser; antes de

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que experimente la laxitud de este monólogo, los maestros aconsejan ocupar el tiempo de oración con la salmodia y la lectura.San Juan Clímaco condena la prolijidad: «Para orar no necesitas decir palabras ampulosas. Simples y espontáneos balbuceos de los niños es lo que ordinariamente ha ganado el corazón del Padre celestial. Procura no hablar demasiado en tu oración; no se distraiga tu alma buscando palabras. Una sola palabra del publicano bastó para aplacar a Dios, y una sola palabra salvó al ladrón. La locuacidad en la oración a menudo disipa la mente y la embauca llenándola de imágenes. Al contrario, la brevedad favorece la concentración»46. «No es necesario usar muchas palabras, es suficiente con mantener las manos elevadas»47, decía san Macario. En el capítulo XX de su Regla, san Benito afirma: «No es en absoluto la abundancia de palabras lo que hará que seamos escuchados, sino la compunción de las lágrimas».La oración dominical es muy breve. Un eremita del monte Athos comenzaba la oración dominical a la puesta del sol y la terminaba, diciendo «Amén», cuando nacían los primeros rayos del sol. No se trata de discursos, se trata de vivir plenamente los mundos enteros que suscita cada palabra de la oración. Los grandes espirituales se contentaban con pronunciar el nombre de Jesús, ahora bien, en ese nombre contemplaban el Reino.Si el hombre ha comprendido bien la lección, rectifica su actitud y la hace concordar con su aspiración litúrgica: «Convierte mi oración en un sacramento de tu presencia». El hombre presta oído a la voz de Dios: «Debemos orar hasta que el Espíritu santo descienda sobre nosotros ... Cuando él venga a visitarnos, hay que dejar de orar», aconseja san Serafin.En el hombre moderno, la dificultad procede de la separación entre la inteligencia y el corazón, entre el conocimiento y los juicios de valor. Sin embargo, la antigua tradición sugiere: «Por la mañana, pon tu inteligencia en tu corazón y permanece todo el día en compañía de Dios», da coherencia a los elementos frag46. Juan Clímaco, Escala espiritual, escalón 28, Salamanca 19mentados de tu ser, recupera la integridad del espíritu. Una vieja oración pide: «A través de tu amor, une mi alma»: de la unión de los estados del alma brota una sola alma.

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Una grave deformación convierte a la oración en la repetición mecánica de fórmulas, de textos aprendidos. Sin embargo, la ver-dadera oración consiste en la actitud constante, en el estado de espíritu que estructura y modela litúrgicamente todo nuestro ser. Aquí es donde se afirma esa profunda verdad de que el tener es todavía un símbolo, la realidad es el ser. Según los espirituales, no es suficiente tener oración, reglas, costumbres; es menester convertirse en, ser la oración encarnada". Es en su propia estructura donde el hombre se descubre a sí mismo como un ser litúrgico, como el hombre del sanctus, aquel que durante toda su vida y con todo su ser se prosterna y adora, aquel que puede decir: «Cantaré al Señor toda mi vida» (Sal 104, 33). Hacer de la propia vida una liturgia, una oración, una doxología es convertirla en un sacramento de perpetua comunión: «Dios desciende al alma en oración y el espíritu emigra hacia Dios»49.La elevación del hombre corresponde al abajamiento de Dios. Léon Bloy hablaba de un anciano que andaba siempre con la cabeza desnuda porque se sentía permanentemente en presencia de Dios. Imagen sumamente expresiva de la actitud orante cuando se ha hecho vida. San Pablo la relaciona con el acto de fe: «Examinaos a vosotros mismos a ver si vivís según la fe. Poneos a prueba a vosotros mismos. ¿No os dais cuenta de que Jesucristo está en vosotros?» (2 Cor 13, 5).Ahora bien, para ser acto, la fe rechaza todo formalismo que se instala rápidamente en las oraciones externas, en las obligaciones de las que el hombre está ausente, igual que en toda complacencia tácita de los juegos místicos en los que el hombre está excesiva-mente presente. «La oración no es perfecta si el hombre tiene conciencia de sí mismo y se da cuenta de que está orando»so La fe invita a seguir al Cristo desnudo hasta en su oración sacerdotal, que es una liturgia de intercesión universal.

c) Las formas de oraciónEn el sermón del monte el Señor enseña la oración auténtica. Los discípulos le piden: «Enséñanos a orar», y Cristo les regala el padrenuestro.Toda oración adopta una de estas tres formas: la petición, la ofrenda la alabanza; las encontramos 'en la oración dominical:

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«Danos nuestro pan de cada día, perdona nuestras ofensas, líbra-nos del mal»; después: «Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo, venga a nosotros tu Reino», significa: Acepta la ofrenda de nuestras vidas para este fin, acepta nuestro perdón de los de-más y conviértenos en tus testigos y tus servidores; y finalmente: «Santificado sea tu nombre, porque tuyo es el Reino, el poder y la gloria».San Basilio, en sus Constituciones monásticas, aconseja: «Comienza a decir humildemente: Soy un pecador; te doy gracias, Señor, por haberme soportado con paciencia ... Inmediatamente pide el reino de Dios y después cosas respetables, y no ceses aunque no las hayas obtenido».Se pueden reconocer estas tres formas en las respuestas a las letanías litúrgicas. En la historia de un obrero curtidor que enseña humildad a san Antonio, cuando describe su oración las sigue exactamente, y muestra cómo esas tres formas llegan a ser el estado de oración y pueden santificar todos los momentos, incluso de aquel que no dispone de tiempo particular para la oración. Por la mañana, presenta a todos los habitantes de Alejandría ante el rostro de Dios y dice: «Ten piedad de nosotros, pecadores». A lo largo de la jornada, durante su trabajo, su alma no cesa de considerar todo lo que hace como ofrenda: «Para ti, Señor»; y por la tarde, con toda la alegría de encontrarse todavía vivo, el alma no puede sino decir: «¡Gloria a ti!».Entre los judíos, la ley está grabada en el corazón, siempre presente ante los ojos, escrita en las manos; el ser interior está de ste modo estructurado por la ley; la mirada reconoce la ley en la vida del mundo, creación de la sabiduría divina; y, por último, la ley se cumple mediante las manos por los actos de cada día.La oración posee idéntico universalismo; todo está santificado y bendecido por ella, todo se convierte en una de sus formas. Gracias a la concepción orante de la vida, el trabajo más modesto de un obrero y la creación de un genio se llevan a cabo con la misma calidad de ofrenda ante el rostro de Dios y son recibidos como un quehacer confiado por el Padre.Y es también el paso decisivo para la vida espiritual, desde el «Jesús ante los ojos» al «Jesús dentro del corazón», según la tradición hesicasta de la oración de Jesús.

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d) La oración de Jesús`La llamada oración de Jesús, o también oración del corazón, se desarrolla en el Sinaí y en el monte Athos. Unida a los nombres de san Macario, de Diádoco de Fótice, de Juan Clímaco, de san Simeón y de todos los grandes espirituales, tiene su origen en la concepción bíblica del nombre.Según la Biblia, el nombre de Dios es uno de sus atributos, el lugar teofánico, el lugar de su presencia. Muy particularmente, la invocación del nombre de Jesús universaliza la gracia de su en-carnación, permite a todo hombre su apropiación personal; su corazón recibe al Señor. La fuerza de la presencia divina en su nombre se revela llena de grandeza en sí misma: «Yo enviaré mi ángel delante de ti ... Mantente en vela ante su presencia ... Porque mi nombre está en él» (Ex 23, 20).El nombre queda depositado en el ángel; desde entonces, él es el temible portador de la presencia divina. Cuando el nombre divino se pronuncia sobre un país o sobre una persona, estos entran en relación íntima con Dios. La invocación del nombre de Dios va acompañada de su manifestación inmediata, porque el nombre es una forma de su presencia. Por esta razón, el nombre de Dios sólo podía ser pronunciado por el sumo sacerdote el día de Yom-Kippur, en el «Santo de los santos» del templo de Jerusalén. La encarnación convierte a todo ser humano en un sacerdote parecido, pero el ser humano es depositario del nombre en todo momento. El nombre de Jesús-Jeshuah quiere decir Salvador. «Nomen est Omen», contiene en potencia y de manera cifrada la energía de la salvación: «El nombre del Hijo de Dios sostiene el mundo entero», dice Hermas52, porque él está presente ahí y nosotros le adoramos en su nombre.La «oración del corazón» libera sus espacios y sitúa a Jesús en él gracias a la invocación incesante: «Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador».En esta oración, que es la del publicano del evangelio, está toda la Biblia, todo su mensaje reducido a su esencial simplicidad: confesión del señorío de Jesús, de su filiación divina y, por tanto, de la Trinidad; después el abismo de la caída que invoca el abismo de la misericordia divina. El comienzo y el fin reunidos

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aquí en una sola palabra, cargada de la presencia sacramental de Cristo en su nombre. Esta oración resuena sin cesar en el fondo del alma, incluso al margen de la voluntad y de la conciencia; al final, el nombre de Jesús resuena por sí mismo y asume el ritmo de la respiración, de alguna forma es «adherido» al aliento; hasta durante el sueño: «Durmiendo yo, mi corazón velaba» (Cant 5, 2).Jesús, instalado en el corazón, se convierte en la liturgia inte-riorizada y en el Reino en el interior del alma apaciguada. El nombre desempeña para el ser humano la función del templo, lo transforma en lugar de la presencia divina, le cristifica. La experiencia de san Pablo puede comprenderse mejor a la luz de esta oración: «Ya no soy yo, es Cristo quien vive en mí».Actualmente, un gran número de creyentes de todas las con-fesiones encuentra una ayuda eficaz en esta práctica, esencialmente bíblica, que se revela como un lugar ecuménico privilegiado para la unidad y el encuentro en el nombre de Jesús: «Existen potencias parecidas a san Miguel; pero para nosotros, los débiles, lo único que nos queda es refugiarnos en el nombre de Jesús», confiesa san Barsanufio53. San Juan Clímaco añade: «Golpea a tu adversario con el nombre de Jesús, no hay en la tierra ni en el cielo un arma más poderosa» 54La invocación del nombre de Jesús está al alcance de cualquier persona y en todas las circunstancias de su vida. Esta invocación pone el nombre como un sello divino sobre cualquier cosa, convierte al mundo en su morada. Gracias a esta oración, toda la valiosísima tradición del hesicasmo se adapta al hombre, permite que palpiten en él las experiencias milenarias de los más grandes maestros, hace de él «hombre-árbol», «hombre-fuente» , testigo vigilante y unido a todos: «Orad por aquellos que no saben, por los que no quieren y especialmente por los que nunca han orado», ha dicho el patriarca Justiniano en 1953 en Rumania y su exhortación se sitúa en el plano de la oración de Jesús.

e) La oración litúrgicaLa distinción entre la oración mental y vocal es básicamente teórica. Para los antiguos, la salmodia era la expresión natural de la oración interior, la «salmodia del alma».

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La oración de la Iglesia se ha formado en los conventos. Daba ritmo de manera admirable al día y a la noche de una comunidad monástica. El pueblo sólo participaba en ella parcialmente, el domingo y los días de fiesta, lo que imponía a los laicos un esfuerzo de interiorización para adaptarse al mismo ritmo orante a través de su tiempo de trabajo en el mundo.Al principio, la eucaristía sólo de celebraba el domingo, el día del Señor; los días de la semana incluían los maitines, las vísperas y las horas, siguiendo el orden de la oración sinagogal. Era esta la oración de alabanza, extendida a todos los días de la semana, acción de gracias inspirada en la contemplación de las mirabilia Dei.La bendición del día significa que el hombre cada mañana de-vuelve a todas las cosas su sentido bíblico: ser criaturas de Dios destinadas a alabarlo: «Bendecid, pues habéis sido llamados a heredar la bendición» (1 Pe 3, 9).Y al atardecer, la bendición de la noche expresa la admiración maravillada del hombre: a pesar de sus desfallecimientos, todavía está vivo y puede dar gracias a Dios, porque Dios le ha socorrido. La jornada vivida se presenta así, de golpe, como una parcela de la historia santa, de la economía divina de la salvación en la que el hombre ha realizado la obligación que le ha sido confiada por Dios. Recibe un acento de eternidad y, como una espiga de trigo, lleva consigo el sol en cada uno de sus granos y se pliega bajo el peso de su propia medida.Tercia, sexta y nona marcan las horas novena, duodécima y decimoquinta de la jornada (las nueve, las doce y las tres), y realizan la triple vuelta a Dios en medio de las ocupaciones de los hombres, una pausa que abre el tiempo a su dimensión litúrgica y celeste. Los oficios de prima y completas, que comienzan y ter-minan la jornada, encontrarán su último sentido en los maitines, que son las vigilias del espíritu, la espera de las vírgenes sabias: no olvidar al Esposo que ya viene y que está a la puerta.San Juan Crisóstomo habla profundamente del hogar cristiano como de un lugar de oración al que convierte en una ecclesia domestica: «Que tu casa sea una Iglesia; levántate en medio de la noche. Durante la noche, el alma es más pura, más ligera. Admira a tu Maestro. Si tienes hijos, despiértalos y que se unan a ti en una

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oración común»". Incluso aquel que desperdicia su tiempo y lo mata, es mencionado y recordado en estas vigilias de los orantes. Llevan en su memorial, ante el rostro del Padre, las preocu-paciones de los hombres y su indolencia, su sufrimiento, su tris-teza y sus alegrías. Todo instante de nuestro tiempo se alimenta y se recupera con este contacto de fuego con los espíritus en ora-ción. El alocado curso de las águilas se para sobre el mediodía inmóvil del Amor, la esfera de los misterios litúrgicos recompone el tiempo y lo rescata. El tiempo se dirige hacia su consumación. Cada una de sus parcelas, llenas de este ritmo, aparece dotada de sentido y creadora de lo absolutamente nuevo, predica y canta el Reino.

f) La oración litúrgica, regla de toda oraciónLa oración de la Iglesia lleva consigo el estremecimiento de la revelación bíblica, procede de la totalidad de la verdad y en ella culmina. Por este motivo, toda regla de oración comienza por una invocación trinitaria e incluye la confesión del credo.Si las necesidades del momento inspiran naturalmente la oración individual, la oración litúrgica, por el contrario, quita particularismo e introduce de golpe en la conciencia colectiva, según el sentido de la palabra liturgia, que significa «obra común». Ella enseña la verdadera relación entre el yo y los otros, permite que se comprenda esta sentencia: «Ama a tu prójimo como a ti mismo», ayuda a desprendernos de nosotros mismos y a hacer nuestra la oración de la humanidad. Gracias a ella, se hace presente el destino de cada uno de nosotros.Las letanías conducen al fiel más allá de sí mismo, hacia la asamblea, después hacia los ausentes, hacia los que sufren y, finalmente, hacia los que agonizan. La oración abarca a la ciudad, a las naciones, a la humanidad, y pide la paz y la unión de todos. Todo aislamiento, toda separación individualista desentona en esta sinfonía perfecta: formado litúrgicamente, todo espíritu sabe por experiencia que no puede mantenerse solo delante de Dios y que se salva gracias a los demás, con los demás, litúrgicamente. El pronombre litúrgico nunca es singular.De este modo, la liturgia filtra toda tendencia subjetiva, emocional y pasajera; llena de una emoción sana y de una vida

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afectiva pujante, ofrece su forma acabada, llevada a la perfección a través de largos siglos y de todas las generaciones que han oradode la misma manera. Igual que los muros de un templo muestran las improntas de todas las oraciones, ofrendas e intercesiones, las palabras de las oraciones litúrgicas, a través de los milenios, respiran innumerables vidas humanas. Yo oigo la voz de san Juan Crisóstomo, de san Basilio, de san Simeón y de tantos otros que han rezado las mismas oraciones, han dejado en ellas la huella de su espíritu adorante y me ayudan a encontrar su ardor, a asociarme a su oración.De cualquier forma, si la oración litúrgica marca la medida y la regla de toda oración, también exige la oración espontánea, per-sonal, en la que el alma canta y habla libremente a su Señor. La liturgia lo enseña y se dirige a cada uno de forma especial, como ser único que es, y cada uno es llamado a confesar credo, «yo creo». Incluso en el marco litúrgico, esta confesión pone el acento en el acto más personal que pueda darse, nadie lo puede hacer en mi lugar. Los textos de oración unifican el alma y la empujan hacia una conversación directa e íntima que mantiene totalmente su propio valor.

g) Las dificultades y los obstáculosLa dificultad más frecuente, y que todos conocen por experiencia, es el arte sumamente delicado de acompasar nuestro mundo psíquico, con su contenido siempre en movimiento, agitado, cargado de las preocupaciones del momento presente, con el contenido de la oración litúrgica o de nuestra regla personal. Pero detrás de esta tensión tan real de la búsqueda de un dificil acuerdo, se esconde con frecuencia una resistencia sorda, una especie de tentación tremendamente refinada. Habitualmente, esta aduce el argumento de la sinceridad: no se encuentra en este momento en un estado de oración, al forzarse a sí mismo correría el riesgo de profanar lo sagrado, porque, en cualquier caso, uno permanecería disperso, ausente, disipado ¡y terminaría triunfando la tristeza y la pesadez del alma!¿Es verdaderamente necesario en este caso esperar el momento de inspiración, a riesgo de no encontrarlo jamás? Para suprimir de

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raíz esta forma de tentación y descartar todo malentendido, es imprescindible captar que la oración lleva consigo un estado preliminar, un aspecto ascético de esfuerzo.Véase la experiencia de un eremita: «Yo creo que no hay nada más penoso que la oración. Cuando el hombre quiere ponerse a orar, es entonces cuando sus enemigos, los demonios, tratan de impedirlo ... La oración exige que se luche hasta el último suspiro»sbSe da también la resistencia natural que procede de la pereza y de la pesadez del alma. Toda esta zona tenebrosa del ser humano hace comprender, según Orígenes, «que un solo santo, gracias a su oración, es más fuerte en su lucha que una multitud de pecadores»". Por otra parte, el mismo autor abunda en el tema constatando que la subida de una montaña elevada resulta fatigoso".La oración posee, pues, su propia lucha; no es extraña a esa «violencia» propia del Reino, violencia sobre el hombre que le arroja a tierra en estado de adoración, violencia sobre Dios que le hace inclinarse hacia la tierra y hacia el hombre en oracións9«A través de la muerte, él ha vencido la muerte», del mismo modo, toda oración lleva consigo su propia cruz, a través del esfuerzo vence al esfuerzo para brotar, al fin, libre y alegremente. La parte corporal condiciona el esfuerzo: el ayuno, las genufle-xiones, las prosternaciones ayudan a la concentración del espíritu y lo afinan como un instrumento musical.Los maestros dicen que es menester superar el primer momento dificil mediante la lectura atenta de los salmos. Hacer «como si» la inspiración no faltara y se opera el milagro de la gracia. El starets Ambrosio de Optino decía: «Leed todos los días un capítulo de los evangelios; y cuando os llegue la angustia, leed de nuevo hasta que se pase; si vuelve, leed una vez más el evangelio»`. Los padres enseñan que el Espíritu es un don, y que pedirlo es lo único que nunca carece de respuesta inmediata. Es la epíclesis de la oración, la invocación que alcanza la naturaleza misma de Aquel que se entrega y le incita a manifestarse.Pero, una vez más: «¿Por qué orar? ¿Es que no sabe Dios lo que necesitamos?». La objeción atañe a la oración de petición, a la

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intercesión. Pero el evangelio no hace ninguna distinción entre las formas de oración y afirma con toda claridad: «El Padre os dará todo lo que le pidáis en mi nombre» (Jn 15, 16), y aún más: «Si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir cualquier cosa, la obtendrán de mi Padre celestial» (Mt 18, 19).Sólo se pueden unir verdaderamente en un tercer elemento, en la voluntad de Dios que desea la unidad, y entonces, según el evangelio, tal concesión apunta a la voluntad del Padre. Dios escucha nuestra oración, la rectifica y la convierte en un elemento que se añade a su decisión. La violenta insistencia de la viuda del evangelio arranca una respuesta que pone de relieve el poder de la fe. San Pablo suplica tres veces al Señor que tenga a bien quitarle el aguijón de la carne. La vida de san Serafín contiene el relato de la oración del santo a favor del alma de un pecador condenado. Día y noche el santo estaba en oración, luchaba con la justicia divina y, aunque golpeado por un rayo, su oración de fuego, gracias a su audacia, hizo triunfar la misericordia de Dios y el pecador recibió el perdón. Es posible que el infierno dependa también de la violencia de la caridad de los santos y que la apokatástasis (restauración universal) la espere Dios de nuestra plegaria...¿Tenemos tiempo suficiente para orar? Ciertamente, y además mucho más de lo que pensamos. «Cuántos momentos de torpeza, de distracción, pueden convertirse en instantes de oración, de forma que nos volvamos vigilantes, presentes a los seres y a las cosas. Incluso la preocupación, si se abre al diálogo con Dios, en protesta y en abandono. Se puede ofrecer incluso el agotamiento que impide orar, y aún más: la incapacidad para orar»`. Precisamente en estos estados frecuentes de soledad, de laxitud, el nombre de Jesús puede convertirse en un grito de llamada interior en el curso de un encuentro, la luz que ilumina un trabajo monótono, el sonido de lo real para rechazar el ensueño; en fin, simple bendición sobre los seres y las cosasbz. «La memoria de Dios, incluso sin haber formulado una sola palabra, es ya oración y ayuda», dice san Barsanufioó3De cualquier modo, «en las horas en las que el espíritu vagabundea, es preferible dedicarse con preferencia a la lectura que a la oración», hasta el momento en que: «El Espíritu se

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manifieste, él mismo, al corazón»64. Por esta razón, explica san Isaac, «la oración es la llave que abre la comprensión de las Escrituras»

1. Cirilo de Jerusalén, Catech. Myst., 16, 12. 2. S afín de Sarov, Entrenen sur le but de la vie chrétienne. 3. Wensinck, Mystic Treatises by Isaac of Ninive, 202.4. Evagrio Póntico, Centuries VI, 52 (versión cast.: Obras espirituales, Madrid 1995). Cf. C. G. Jung, Types Psichologiques, 111 (versión cast.: Tipos psicológicos, Barcelona 1994): Jung cita a Cinesio, obispo de Tolemais, para quien la imaginación es el medio entre lo eterno y lo temporal, y gracias a ella podemos vivir más.5. La ascesis purifica la imaginación y la dirige inmediatamente hacia lo que está más allá de la imagen. Este es el sentido último del icono ortodoxo, que eleva la mirada espiritual hacia su propio límite apofático.12. A. de Saint-Exupéry, Pilote de guerre, ed. Pléiade, 366 (versión cast.: Piloto de guerra, Barcelona 1996).13. Macario el Grande, en PG 34, 761; Doroteo, en PG 88, 1780.14. Wensinck, Mystic Treatises by Isaac of Ninive, 341.15. Evagrio Póntico, en PG 79, 193 C.16. Simeón el Nuevo Teólogo, Catéchéses VIII, 56, 64; Sources chrétiennes104, 90.17. Ignacio de Antioquía, Carta a los magnesios VIII, 2, en T. H. Martín, Textos cristianos primitivos, Salamanca 1991, 95. 18. Basilio de Cesarea, Régle Bréve CCVIII. 19. Evagrio Póntico, De oratione, 114-116.20. Gregorio el Sinaíta, De la vie contemplative, 10. 21. Vitae patrum, PL 73, 932 BC. 22. PL 73, 965 C.

23. Macario el Grande, en PG 34, 776.24. PG 88, 634 C.25. Isaac el Sirio, citado por Wensinck, Mystic Treatises by Isaac of Ninive,340, 187.26. PG 34, 757 A. 27. PG 65, 80 C.28. Macario el Grande, Homélies spirituelles XXVII; PG 34, 701.29. Apophtegmata patrum.30. Juan Clímaco, Escala espiritual, escalón 7, 79, Salamanca 1998, 105;PG 88, 916 D.31. PG 94, 976 A.32. Bernardo de Claraval, Carta 185, en Obras completas, Madrid 1983

33. PG 65, 396.34. Isaac el Sirio, Homélie 81, ed. d'Aténes, 306. 35. Études carm. (1947) 183.36. Citado por O. Clément, L'Église orthodoxe, Paris 1961, 122 (versión cast.: La Iglesia ortodoxa, Madrid 1990).

38. Agustín de Hipona, Confesiones, Madrid 2002.37. S. de Beauvoir, La Force de l'age, 617.

6239. PG 13, 1777. El icono de la crucifixión muestra el cráneo de Adán al pie de la cruz. La capilla de Adán en la iglesia del Santo Sepulcro en Jerusalén lleva esta inscripción: «El lugar del cráneo se ha convertido en paraíso».. 40. G. Bernanos, Journal d'un curé de campagne, ed. Pléiade, 1 167 (versión casi.: Diario de un cura rural, Madrid 1999).41. B. Pascal, Pensées, Ed. Br., 211 (versión cast.: Pensamientos, Barcelona 2001).42. S. Kierkegaard, Post-scriptum II, 110. 43. Diádoco de Fótice, Chap. 94.Los carismas de la vida espiritual 209

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48. Orígenes, en PG 11, 352 CD; Basilio de Cesarea, en PG 31, 244 A. 49. Juan Damasceno, en PG 94, 1089. 50. Juan Casiano, Colaciones IX, 31, Madrid 21998.51. C£ Un monje de la Iglesia de Oriente, La priére de Jésus, Chevetogne 1951 (versión cast.: La oración de Jesús, Tangel 1991). También, Relatos de un peregrino ruso, Salamanca °2003.53. Correspondencia entre Barsanufio y Juan. Cf. La priére de Jésus, 26, 27. 54. Juan Clímaco, Escala espiritual, escalón 20, Salamanca 1998.55. Juan Crisóstomo, Homilías sobre los Hechos XXVI, 3-4.Ibid. 56. Apophtegmata patrum. Cf. Stolz, L'ascése chrétienne, 159. 57. Orígenes, Hom. in Num., 25, 2. 58. PG 12, 743 B.59. «El Maestro se ha inclinado hacia la tierra y ha encontrado su imagen». N. Cabasilas, La vie en Jésus-Christ, 28 (versión casi.: La vida en Cristo, Madrid 1999).60. E Tchetverikov, Optino, Paris 1926 (en ruso).61. O. Clément, Témoignage de la foi: Contacts 35-36 (1961) 24663. Filocalia II, 584 (en ruso).64. Isaac el Sirio, citado por Wensinck, Mystic Treatises by Isaac of Ninive, 299, 62.65. Ibid., 220.23

Lectio divina, la lectura de la Biblia

«Que la salida del sol te encuentre con la Biblia en la mano»'. Esta exclamación de Evagrio, expresa bien la tradición patrística. El canon 19 del concilio «in Trullo» prescribe a los sacerdotes que inicien a los fieles en la mayor intimidad posible con la Biblia. San Juan Crisóstomo insiste muy enérgicamente: «'Yo no soy monje', dicen algunos de vosotros ... Pero vuestro error está en eso, en creer que la lectura de las Escrituras sólo concierne a los monjes, cuando es mucho más necesario todavía para vosotros, que estáis en medio del mundo. Hay algo peor que no leer la Es-critura y es considerar esta lectura inútil» («práctica satánica»', escribe él).

«Al volver de la iglesia, el marido deberá repetir lo que ha leído; y así se le preparará, además de la mesa material, la mesa espiritual»3. Y el santo aconseja estudiar en casa el pasaje que ha de ser leído en la iglesia y tener la preocupación de acostumbrar a los niños a la lectura atenta y diaria de la sagrada Escritura4.

Para Orígenes', la lectura no se añade a la vida como si se tratara de un simple ejercicio, sino que forma una parte orgánica de la vida espiritual y transforma la vida cotidiana en una lectura viviente de la Palabra, en el lugar donde el Verbo habla sin cesar. Dirige el combate y el progreso del alma, y en virtud de esta lec

1. PG 40,1283 A.2. Juan Crisóstomo, Hom. in Mat., 2, 5. 3. Id., In Gen. serm., 6, 2. 4. Id., In Ephes., 21, 2-3. 5. PG 13, 166.