estrada, juan a. la ambigüedad de las imágenes de dios en el judeo-cristianismo

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Imágenes de Dios Juan Antonio Estrada. La ambigüedad de las imágenes de Dios en el judeo- cristianismo 1. La ambigüedad de la experiencia bíblica 2. El nivel ontológico: la creación y la creaturidad 3. Los problemas de la trascendencia inmanente Otros artículos Las imágenes de Dios y su repercusión en el camino de fe de los jóvenes No te harás imágenes de Dios Imágenes distorsionadas de Dios Falsas imágenes de Dios Imágenes de Dios y sus implicaciones en el mundo de los jóvenes Juan Antonio Estrada La ambigüedad de las imágenes de Dios en el judeo-cristianismo (1) Presentamos este texto de un joven teólogo cristiano en el que se cuestiona el mito de la divinidad de Jesús y las consecuencias que su aceptación implica: una hermenéutica de la culpa que ha ensombrecido por igual la imagen de Dios y la vida humana, una teología incompatible con cualquier otra tradición o forma de espiritualidad (pues la falta de cristología es rechazo de Dios mismo), etc, hasta la idea de la resurrección de los muertos como devaluación de la vida: “clave de bóveda de tantas pretensiones de poder clerical”. http://www.webislam.com/numeros/2001/05_01/Articulos%2005_01/Ambig %C3%BCedad_im%C3%A1genes.htm La experiencia religiosa de la humanidad se caracteriza por una enorme ambivalencia. Si atendemos a los datos de la fenomenología religiosa, la religión no ha de comprenderse tanto como ordo ad Deum sino como ordo ad sanctum, o a «lo sagrado». Se trata, en primer lugar, de una

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Presentamos este texto de un joven teólogo cristiano en el que se cuestiona el mito de la divinidad de Jesús y las consecuencias que su aceptación implica: una hermenéutica de la culpa que ha ensombrecido por igual la imagen de Dios y la vida humana, una teología incompatible con cualquier otra tradición o forma de espiritualidad (pues la falta de cristología es rechazo de Dios mismo), etc, hasta la idea de la resurrección de los muertos como devaluación de la vida: “clave de bóveda de tantas pretensiones de poder clerical

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Page 1: Estrada, Juan A. La ambigüedad de las imágenes de Dios en el judeo-cristianismo

Imágenes de Dios

Juan Antonio Estrada.La ambigüedad de las imágenes de Dios en el judeo-cristianismo

1. La ambigüedad de la experiencia bíblica 2. El nivel ontológico: la creación y la creaturidad 3. Los problemas de la trascendencia inmanente

Otros artículosLas imágenes de Dios y su repercusión en el camino de fe de los jóvenesNo te harás imágenes de DiosImágenes distorsionadas de DiosFalsas imágenes de DiosImágenes de Dios y sus implicaciones en el mundo de los jóvenes

Juan Antonio Estrada

La ambigüedad de las imágenes de Dios en el judeo-cristianismo (1)

Presentamos este texto de un joven teólogo cristiano en el que se cuestiona el mito de la divinidad de Jesús y las consecuencias que su aceptación implica: una hermenéutica de la culpa que ha ensombrecido por igual la imagen de Dios y la vida humana, una teología incompatible con cualquier otra tradición o forma de espiritualidad (pues la falta de cristología es rechazo de Dios mismo), etc, hasta la idea de la resurrección de los muertos como devaluación de la vida: “clave de bóveda de tantas pretensiones de poder clerical”.

http://www.webislam.com/numeros/2001/05_01/Articulos%2005_01/Ambig%C3%BCedad_im%C3%A1genes.htm

La experiencia religiosa de la humanidad se caracteriza por una enorme ambivalencia. Si atendemos a los datos de la fenomenología religiosa, la religión no ha de comprenderse tanto como ordo ad Deum sino como ordo ad sanctum, o a «lo sagrado». Se trata, en primer lugar, de una experiencia individual, en la que el hombre entra en relación con lo numinoso, con lo totalmente otro, con la realidad radical, primera y última, que inspira en el hombre simultáneamente temor y fascinación. Esta realidad misteriosa, a la que llamamos Dios, se revela como un «misterio fascinante y tremendo» que se manifiesta al hombre.

Se trata de hierofanías, de manifestaciones que hacen patente una realidad sobrenatural y supramundana. Esa experiencia de lo santo o de lo sagrado lleva consigo una diferenciación entre el ámbito de lo profano o natural y el de lo sobrenatural o trascendente, así como una jerarquización y estructuración de ambos (1). Las aspiraciones y búsquedas se orientan en la línea de un principio o entidad desde el cual se fundamenta la realidad, se da un sentido y una significación a la vida e historia humanas, y se produce una ordenación y orientación del comportamiento (2). Se busca la realidad primigenia y original y a ella se dirigen los esfuerzos, oraciones, lamentos y expectativas. Una vez que se ha alcanzado aquella, hay una ordenación

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y jerarquización del mundo a partir de ese fundamento sagrado. Es como un sistema arquitectónico que parte de lo sagrado como fundamento sobre el que se construye la realidad y se establecen jerarquías y normas graduales en función de su relación de proximidad con lo sagrado. La relación entre ambos es determinante. Según y como se entienda, pueden darse comportamientos profanos, motivados religiosamente, o también la falsa conciencia de una cercanía a Dios en el ámbito sagrado que es compatible con conductas aberrantes en lo profano. Ambas maneras de entender la relación son frecuentes en las religiones.

Lo sagrado es el fundamento de la realidad, ya que es lo primero y lo último, desde lo que se explica cuanto hay; la clave para la epistemología, ya que todo el esfuerzo humano se orienta a conocerlo; y el sumo valor desde el que establecer las reglas de conducta humana. Sin embargo, la unidad convergente entre ser y bien en una entidad superior con la que se relaciona el hombre es cuestionable. Por un lado, porque no conocemos hasta qué punto eso es una construcción humana, fruto de nuestras proyecciones y deseos, que es lo que ha resaltado la tradición crítica de la filosofía. Por otro lado, porque ese numen santo y divino está cargado de ambigüedad en la historia de las religiones. A lo largo de la historia, la experiencia religiosa ha estado impregnada del miedo, del terror y la angustia ante un Dios que podía convertirse en una maldición para el hombre y, por tanto, en una fuente de mal (3). El miedo a Dios ha sido determinante, quizás tanto como el amor, y sobre ese sentimiento se han establecido distintas prácticas religiosas, sacrificios, normas, creencias, tabúes y costumbres sociales. El miedo a la divinidad es indisociable de muchas creaciones socio-culturales humanas, tanto individuales como colectivas, y sus huellas pueden encontrarse en todas las religiones. La religión no solo se funda en el amor sino también en el miedo. Esta oscuridad y equivocidad es la que vamos a analizar en el cristianismo.

1. La ambigüedad de la experiencia bíblica

La revelación judeo-cristiana se inscribe dentro de esa experiencia natural. El concepto de revelación no hay que entenderlo desde la exterioridad de un presunto agente divino que entrara directamente en relación con el hombre, como si fuera una segunda causa más que interviniera en el curso de la historia. La experiencia humana constituye el lugar en el que se da la inspiración divina, que lleva a los gurús o maestros espirituales, a los profetas y a los testigos, a proclamar una determinada experiencia como divina, sin dejar de ser humana. La presunta revelación de una religión articula el carácter divino de un determinado credo, mensaje o vivencia con el inevitable factor humano en el que se inscribe. No toda experiencia religiosa es revelación divina, pero toda posible teofanía se da siempre como experiencia humana. La revelación solo es posible entenderla como inspiración que autentifica una experiencia religiosa, sin verla como algo externo al agente humano (4).

La lectura creyente de la realidad se simplifica y unifica a partir de una comprensión de sus textos fundacionales. La revelación actúa desde dentro, genera mayor clarificación personal al afrontar la vida, capacidad para descubrir la acción de Dios en los acontecimientos, y mociones e impulsos para comprometerse y afrontar las dificultades. El sentido totalizante de la religión conecta con el carácter biográfico de la experiencia religiosa, cuya particularidad está en tensión con las pretensiones universalistas de la religión y, en último extremo, no puede ser convalidado intersubjetivamente. No es posible entender la relación Dios-hombre como bipolar y externa, so pena de mundanizar a Dios, que desde fuera entraría en relación con el mundo. De esta forma sería posible integrarlo en un sistema superior, que abarcaría al hombre receptor y al sujeto revelante.

La dificultad está siempre en determinar cuáles son las experiencias divinas y cuáles proceden de mera autosugestión, proyección o extrapolación subjetiva. La ambigüedad de la experiencia religiosa, tanto respecto a su origen histórico como en lo referente a su estatuto epistemológico (su pretensión cognitiva) y a su referencia ontológica (Dios como sujeto y objeto al que se quiere llegar), ha constituido el objeto central de la crítica filosófica. La ambigüedad de origen es constitutiva para toda experiencia religiosa y establecer criterios dirimentes constituye uno de los problemas cruciales para cualquier confesión. Esto ocurre también con las imágenes o conceptos de Dios. Cada experiencia religiosa genera una determinada

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comprensión de Dios. Hay una comunicación en la que se utilizan imágenes, símbolos, conceptos y credos. A partir de ellos no solo se afirma la existencia del numen divino, sino que se define su esencia tal y como se ha comunicado y comprendido por el receptor.

Se puede siempre recurrir a la teología negativa para establecer una clara demarcación entre quién es Dios y cómo lo percibimos, para rechazar que Dios sea tal y como nos lo representamos y para realzar su trascendencia, que impide que sea conceptualizado o imaginado por el hombre. Sin embargo, aunque Dios sea inconceptualizble e irrepresentable, tal y como pretenden las grandes religiones monoteístas bíblicas, no queda más remedio que establecer una imagen o concepto de él a partir de la revelación. Dios siempre se comunica, caso de que lo haga, de forma humana, con palabras, símbolos y conceptos capaces de ser captados por la contingencia y finitud humana. La racionalidad articula e interpreta la experiencia, condicionada a su vez, socio-culturalmente. De ahí que las experiencias y los lenguajes sobre Dios no son ahistóricos, ni inmutables, como las formas que tenemos de invocarle. Las mismas condiciones de posibilidad de la experiencia religiosa son históricas y desde ellas inferimos a Dios (lo designamos como el referente y agente de ellas). De ahí su inevitable ambigüedad y la sospecha que suscita, así como el elemento de opción que subyace a esa apelación.

La misma experiencia mística se da siempre culturalmente, como también la religiosidad natural. Si no es así, no habría posibilidad de revelación ni sería necesaria una reflexión sobre la interpretación que se ofrece. El principio de analogía, sistematizado por Tomás de Aquino, se inscribe dentro de este planteamiento (5). Por el contrario ha fracasado el intento de la teología dialéctica de separar tajantemente revelación y religión, o fe y construcción humana, como si fueran lenguajes absolutamente heterogéneos. Para bien y para mal, el cristianismo forma parte de las religiones de la humanidad, es decir, es siempre construcción humana aunque haya en él una comunicación divina. No es posible separar el polo divino del humano, sitio que hay que encontrar el primero en el segundo.

En este sentido, se puede afirmar que la revelación bíblica intenta replantear, modificar y renovar la experiencia religiosa de la humanidad desde la revelación del Dios bíblico. Si Dios se ha comunicado realmente a Abrahán, Moisés y los profetas, entonces es Dios mismo el que ha intentado desplazar la concepción natural que el hombre se hace de Dios, lo que llamamos «el misterio fascinante y tremendo», por una nueva visión más acorde con lo que realmente es Dios. Es decir, la religión positiva se apoya en la experiencia natural (que es el punto de partida para la teología natural filosófica) y al mismo tiempo la critica y la transforma. Por eso cada religión arroja un «plus», el contenido específico de su pretendida revelación, a la experiencia religiosa común de todos los hombres. El problema está en si esa revelación positiva supone un avance sustancial respecto de la ambivalencia de amor y temor que observamos en la vivencia natural de Dios, superándola. O si, por el contrario, la ambigüedad pervive, al menos en parte, en la misma comprensión bíblica. Hay que analizar también en qué consiste ese avance, caso que se dé, de la revelación judeo-cristiana y cómo se superan las ambigüedades que detectamos en la experiencia humana de la divinidad.

Vamos a esbozar aquí esta compleja problemática centrándonos en la experiencia cristiana. En realidad, habría que establecer cómo se plantea esta temática en la integridad de la revelación bíblica. Primero en la concepción judía, tal y como se expresa en el Antiguo Testamento, para luego estudiar qué cambios aporta el cristianismo a la experiencia religiosa del judaísmo y a la revelación divina que éste pretende. Sin embargo, no podemos entrar aquí en esta compleja y exigente problemática (6). Vamos a abordar el problema directamente desde el cristianismo y aludiremos al Antiguo Testamento de forma muy esquemática, solo como sustrato para, abordar lo específico de la temática cristiana.

La experiencia religiosa israelita parte de dos comprensiones convergentes de Dios. Yahvé es el señor de la historia y el creador del mundo y del hombre. Desde el primer momento hay una comprensión de la divinidad como alguien que libera y que interviene activamente en la historia para guiar a un pueblo, a un conjunto de tribus representadas por sus patriarcas. El paradigma del éxodo como liberación de la esclavitud de Egipto es el contexto referencial desde el que hay que comprender la promesa salvífica de la tierra, para un pueblo nómada,

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que sueña con la cultura sedentaria posibilitada por la revolución agrícola. Esta promesa luego se convierte en el anuncio de un mesías, siempre esperado, portador de salvación en las distintas experiencias de sufrimiento y opresión del pueblo. Israel experimenta la divinidad como la que le abre un futuro histórico, como la que interviene para salvar al pueblo, como la de la alianza con ella y, por ampliación, con toda la humanidad. Ese itinerario histórico y colectivo se expresa en la ley de Dios, que es el sello de su alianza y condensa su propuesta para el hombre.

Al mismo tiempo, se universaliza esa experiencia de salvación y se pasa del henoteísmo (superioridad de Yahvé sobre los otros dioses de los pueblos vecinos) al monoteísmo universalista, que se va haciendo cada vez más estricto y que lleva consigo una acentuación de la espiritualidad y trascendencia de Yahvé (innombrable, inconceptualizable e irrepresentable) (7). La teología del Dios hacedor del mundo es bien conocida en el Oriente próximo y se incorpora a la fe judía, transformándola y adaptándola a la experiencia del Dios liberador/salvador. Esto es incompatible con la idea de un materia prima primera y eterna, de la que el demiurgo divino saca un mundo ordenado. Los grandes relatos de la creación entran tardíamente a formar parte del credo israelita, aunque la fe en el Dios creador se remonta a estratos más arcaicos y se encuentra ya, de forma no sistemática, en alusiones de los salmos y del Pentateuco. Más allá de las formas simbólicas en que se expresa, indica la contingencia y dependencia ontológica del universo material respecto de Dios.

No es éste el marco adecuado para analizar los problemas históricos y las dificultades teológicas que plantean los contenidos del Dios salvador, que guía la historia israelita, y del Dios creador, que se revela como universal. Tampoco podemos estudiar aquí las enormes ambigüedades que se detectan en el Antiguo Testamento a la hora de hablar de Dios a partir de las realidades históricas. No cabe duda de que en el Antiguo Testamento hay imágenes contradictorias de la divinidad, y que ésta puede constituirse tanto en una fuente de bendiciones como en una maldición. La ambivalencia del numen divino, fascinante y terrible, persiste en el Antiguo Testamento desde los inicios. Las escenas del Dios misericordioso y perdonador contrastan con las del Dios de los ejércitos que ordena masacres, castiga los pecados de los padres en los hijos y desata su cólera sobre los pecadores. Esta ambigüedad recorre todo el Antiguo Testamento y ni siquiera es totalmente superada en sus documentos más maduros, es decir, el libro de Job (Job 12,14-25; 13,11.24-27; 14,113.19-22) y los cantos del Siervo de Yahvé del Deuteroisaías (Is 53,10). La ambigüedad del fascinante y tremendo persiste a lo largo del Antiguo Testamento, aunque haya una evolución en la línea de purificar a Dios de los rasgos violentos y coléricos, que, sin embargo, nunca son totalmente eliminados. Pero lo más importante para la posterior tradición cristiana es la doble concepción del Dios creador y señor de la historia, que constituye el trasfondo en el cual se desarrollan las imágenes cristianas de Dios, que es lo que pretendemos analizar.

2. El nivel ontológico: la creación y la creaturidad

La ontología de la creación, propia del judaísmo, es confirmada y al mismo tiempo transformada por el cristianismo. Lo que existe no se explica por sí mismo, sino que remite a un ser personal y, espiritual al que llamamos creador. No lo conocemos, ya que está más allá de las realidades que encontramos, aunque racionalmente podamos preguntar por él, buscarlo e inferir su existencia. A esto se añade la experiencia de los grandes fundadores de la religión judía, que pretenden haber tenido comunicaciones divinas, de las que se ha suscitado una praxis liberadora. La creaturidad del hombre indica su infundamentación, su finitud y su heteronomía radical. El ser (ahí) humano no se encuentra arrojado en la existencia, sino gratuitamente puesto en ella, afirma la tradición bíblica.

El hombre es el resultado del amor divino y sabe que Dios es su origen y su término. Le queda, sin embargo, su autonomía histórica, la razón y la libertad que le constituyen en el agente único de la inmanencia histórica. Ahí está la sacralidad del hombre, fuente de su dignidad y derechos, ya que es imagen y semejanza divina. Al acentuar la trascendencia divina y desmundanizar a Dios, la revelación bíblica pone las bases para la dignidad intramundana del hombre, hace de él el hermeneuta y ejecutor de la voluntad divina, que se le revela personalmente. Es el que busca las huellas de Dios en la historia y el que capta su providencia

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en los acontecimientos. La absoluta trascendencia permite la radical inmanencia de lo humano, ya que Dios nunca se identifica con ninguna realidad histórica o cósmica. Todo ha quedado desacralizado y se produce el desencantamiento del mundo (8).

El protagonismo humano es absoluto en la Biblia. Dios guía la historia por la mediación humana, inspira y revela, motiva y guía al hombre, pero éste sigue siendo sujeto de su propia historia. Paga, sin embargo, un precio: la dependencia ontológica respecto a Dios, subrayada en los orígenes, se complementa en el Antiguo Testamento desde una ley heterónoma que se constituye en código de conducta normativo. El hombre puede elegir entre el bien y el mal, el camino de la ley y el de su perdición, pero el Dios creador se revela como señor de la historia a partir de una revelación que cristaliza en un código extrínseco y normativo. No se trata de un pacto social entre ciudadanos iguales fundador de la sociedad, como pretende parte de la tradición ilustrada, sino de un pacto con Dios, del que dependen su vida y su prosperidad. La dependencia ontológica se complementa así con la heteronomía ética, siempre respetando el protagonismo libre del sujeto humano, que es el único agente de la inmanencia histórica.

No todo está permitido, ya que el bien y el mal residen en un código externo y objetivo que se presenta como legislación divina. La misma idea de Alianza y de Providencia se establece desde la bipolaridad Dios-humanidad, que permite una concepción extrínseca de la divinidad y la posibilidad de que ésta intervenga en la historia como una causa segunda modificadora del curso histórico y de las mismas leyes de la naturaleza. Muchos de los milagros bíblicos son descritos desde esta óptica, así como eventos históricos en que Dios aparece como el líder guerrero que dirige a sus caudillos en las guerras santas de Israel. Hay una tendencia universalista, la de los profetas, que rebasa el marco israelita y desborda a la misma ley. Pero la tendencia hegemónica es la sacerdotal y rabínica, según la cual la ley es la mediación esencial para relacionarse con Dios. Se impone el convencionalismo de la ley transmitida al pueblo como criterio último de conducta.

El ateísmo humanista rechaza el intervencionismo divino, tiende al dios ocioso e innecesario y por tanto superfluo. O, a lo sumo, al deísmo de la Primera Causa, que deja a la naturaleza abandonada a sus propias leyes inmanentes y a la historia con el agente humano como protagonista. El rechazo de la normatividad absoluta y extrínseca, es decir, de un orden pre-dado al hombre, en torno al cual se juega la racionalidad y la libertad, es la afirmación constante de este ateísmo humanista. El hecho de que Dios exista impide la absolutización o divinización del hombre, y un bien o mal prefijados por la divinidad se oponen a su libertad creadoras (9). El ateísmo rechaza esa concepción de la divinidad como creadora y señora de la historia desde la premisa de una auto-afirmación del hombre, que se puede interpretar en claves de autonomía e independencia, aunque la religión tienda a verla como absolutización indebida, como divinización. Se subraya la actividad del demiurgo humano, ya que no podemos esperar nada de un Dios que no existe, y se absolutiza su libertad, que no admite un bien y mal ordenados al hombre. De ahí «la muerte de Dios», el intento de que la humanidad llene el hueco dejado por esa muerte (colectivismos de la izquierda hegeliana) y el intento desesperado de Nietzsche de un salto adelante que haga posible al «superhombre» y a una época post-religiosa.

Las imágenes bíblicas suscitan un ateísmo reactivo que busca negar toda dependencia humana de la divinidad. Sin embargo, las tradiciones judeo-cristianas pueden mantener la validez de una naturaleza humana dada, a la que inevitablemente tiene que supeditarse la razón y adaptarse la libertad. No todo está permitido para el hombre, sin necesidad de apelar a un código externo. Es el hombre el que discierne el bien y el mal en cada momento histórico y en un contexto socio-cultural, pero el hombre no es tabla rasa, y lo bueno y lo malo están en correlación con la misma naturaleza humana, aunque su concreción sea socio-cultural. Ésta es la verdad del derecho natural, aunque no sea la naturaleza la que de normas sino el sujeto que la interpreta culturalmente. El punto de partida es siempre el reconocimiento de la dignidad humana, como experiencia previa a cualquier tematización filosófica, desde la cual cobra significado la afirmación de Kant de que la moral es un factum rationis, y la de Apel y Habermas de que ya estamos ubicados en unos principios éticos como seres hablantes y comunicativos. Lo que subyace a esos planteamientos es la dignidad humana, CO 111 dato previo reconocible y testimoniable, y la validez del discernimiento personal como fuente del hacer moral, exista Dios o no (10).

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Dios es el que salva y hay dependencia, por tanto, en el orden de la creación y en el de la salvación, pero es el hombre el que opta o no por Dios. La Alianza y la Ley colocan al hombre ante su responsabilidad histórica y le sirven como criterios orientadores y principios regulativos. Por una parte, se afirma la autonomía de la razón y de la libertad humana; por otra, se establece una radical dependencia ontológica e histórica respecto de Dios, que es el que crea y salva, y que además ofrece al hombre un código extrínseco determinante de su comportamiento. Buena parte de la tradición del humanismo ateo se basa precisamente en el rechazo de un Dios contrapuesto al hombre y que le mantiene en la minoría de edad. El rechazo de la autodivinización del hombre es, por su parte, el contenido esencial de la tradición bíblica.

La dependencia ontológica se refuerza al combinarse con la ley autoritaria a la que tiene que someterse el hombre. Surge así la jerarquización entre el Dios superior y el hombre subordinado, que encuentra en el islam (que significa entrega a la voluntad de Dios) su expresión máxima, pero que también se da en el judeo-cristianismo de forma más mitigada. El sometimiento es la plataforma de una religión autoritaria, base de las hierocracias y cesaropapismos que han impregnado la historia judía y cristiana. Los fanatismos religiosos tienen que ver con una verdad que se revela y que culmina en el rechazo de la libertad de conciencia y de religión. La sacralización de personas y cosas, sobre todo leyes, es fuente de poder para los que controlan ese ámbito sacralizado, es decir, para las autoridades religiosas.

El desnivel entre Dios y el hombre se absolutiza de tal manera que el hombre fácilmente queda reducido a una nada creatural ante el sumo Hacedor del mundo y de la historia. La creaturidad confrontada a la plenitud ontológica del ser fácilmente aniquila la consistencia humana. Contra esto, válidamente, reacciona la crítica filosófica y, a veces, también la teológica. La dependencia absoluta es un don y una carga: abre un espacio de protección de un Dios padre amoroso, pero también se convierte en una amenaza desde una divinidad maligna. Los providencialismos y las historias santas han generado no solo la politización de la religión, sino también la sumisión y el «opio para el pueblo». Agradecemos al Dios que nos salva y nos olvidamos de los que perecen, como si Dios prescindiera de ellos, aunque no son peores que los otros. La ontología judeo-cristiana es tan ambigua como la imagen de Dios con la que se relaciona. Los rasgos del numen fascinante y tremendo vuelven a resurgir en unas religiones que se han caracterizado tanto por su capacidad constructiva como destructiva, por generar grandes heroísmos en favor del ser humano y por la inhumanidad e indiferencia más atroces ante situaciones de sufrimiento.

El cristianismo, por su parte, asume la idea de la creación. Con ella acepta la diferenciación estricta entre el mundo creado y la divinidad trascendente. Pero, al misillo tiempo, establece un nuevo principio desde el cual se radicaliza la visión positiva de la creación «y vio Dios que todo era bueno»: Gén 1,31): el (le la encarnación de Dios. No se trata simplemente de que la creación sea buena, sino que ahora se añade que Dios se ha hecho presente en una criatura humana, el hombre-Dios que es también el Dios-hombre. En realidad, hay aquí una modificación y al mismo tiempo una tensión añadida respecto al trascendentalismo judío. Se acepta la trascendencia de Dios, pero ahora se afirma simultáneamente que es inmanente a la historia y que forma parte de ella a partir de un acto libre, que se inscribe dentro del orden de la creación que él mismo ha originado.

Esta modificación cristiana de la concepción judía permite darle un nuevo sentido a la historia. Ya no se trata simplemente de una alianza entre la divinidad y un pueblo, que se expresa en una ley divina extrínseca, sino que ahora la Alianza y la Ley se comprenden desde la vida de una persona que, desde dentro de la historia continúa la dinámica salvadora y liberadora divina. Se trata de algo nuevo respecto a lo judío y se caracteriza por un antropocentrismo radical, así como por una sacralización nueva del hombre, la del judío Jesús. Dios se ha decidido a no ser Dios sin ser hombre; por tanto, es el hombre el protagonista de la salvación y liberación de una manera distinta a la judía. La identificación de la trascendencia con una experiencia humana inmanente permite superar la heteronomía, así como el contraste entre Dios y el hombre. Es la vida misma de Jesús, sus palabras y hechos, lo que permite orientarse. Jesús testimonia la verdad, ofrece un camino y nos abre a la existencia plena. Ya no se trata de una ley extrínseca que determina la heteronomía ética. Ahora se reafirma el valor de una biografía singular desde la que se inspira, motiva, testimonia y ofrece una salvación. El

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hombre se salva desde la inmanencia de una experiencia humana, la de Jesús, que se ofrece a la imitación y el seguimiento.

Ya no es el cumplimiento de la ley externa, revelada por Dios y no humana, la que determina el comportamiento humano, sino que éste se apoya en un modelo que sirve para que otros recreen este itinerario existencial. Pasamos así de la ley al testimonio jesuano, de la conciencia tradicional guiada por un código externo a la maduración de la conciencia que se deja llevar por una interpelación que ella misma tiene que descubrir. Del comportamiento legalista, que es el prevalente en la época anterior, a pesar de la crítica profética, se pasa al seguimiento. Éste se inspira en un personaje singular y busca recrear y actualizar su historia, a partir de la experiencia del Dios Espíritu, que mora y vive en el hombre. La conversión y la misión son el resultado de la experiencia del Dios interior, al que san Agustín designa como fundamento último de la intimidad y existencia de cada persona.

Al ser esta inspiración y moción inmanente al hombre y no algo externo, en la forma de un mandamiento, se supera potencialmente el extricentismo heterónomo del judaísmo. Ya no es la sumisión receptiva de una autoridad, encarnada en un código o en una persona ajena lo determinante, sino la colaboración con el Dios creador/salvador en la construcción del reino de Dios en la tierra, a partir de la propia creatividad personal carismática. Ésta tiene la primacía, aunque el hombre tiene que aprender a sospechar de su propia subjetividad, abrirse a la evaluación crítica de la comunidad a la que pertenece y escuchar con respeto y atención las indicaciones de la autoridad. Pero ya no es una ley la mediación divina por excelencia, sino la vivencia del Espíritu y la referencia a la historia del judío Jesús en el marco de una comunidad.

Se trata de pasar de Cristo a los «cristianos». La dependencia humana de Dios se mantiene desde la afirmación de que es Dios como Espíritu el que se hace presente en Jesús desde los orígenes (anunciación/encarnación, bautismo, tentaciones) hasta el final (la oración del huerto). Por otro lado, el silencio de Dios y su ausencia en la cruz (el «Dios mío por qué me has abandonado») realzan de nuevo el protagonismo de Jesús-hombre como sujeto de una historia que es suya, aunque esté inspirado y movido por Dios. La consistencia de la inmanencia histórica se realza desde el silencio del Dios que no interviene. Ya no hay interrupciones divinas de la historia, ni extricentismos intervencionistas, ni desplazamientos del protagonismo humano desde la providencia divina. Dios no es tanto el omnipotente referencial que nos limita, cuanto quien posibilita la vocación y autonomía a partir de Jesús y del Espíritu. La identificación de la inmanencia humana, la jesuana, con la trascendencia divina impide también la devaluación mística del mundo y de lo humano. Es el peligro potencial de la búsqueda de un Dios totalmente trascendente, mientras que ahora solo en la experiencia histórica de Jesús se puede encontrar a Dios. La construcción del reinado de Dios llama a la participación y a la transformación social, y no a la fuga mundi.

3. Los problemas de la trascendencia inmanente

Pero aquí comienzan también los problemas del cristianismo histórico a la hora de evaluar racionalmente esta concepción de la divinidad. Ante el Dios de los orígenes, el hombre sólo podía recibir y dar gracias. La radical dependencia del hombre establece el marco ontológico para la heteronomía absoluta respecto de Dios en el campo de la ética, que, sin embargo, no quita necesariamente el protagonismo de la libertad y de la razón. El hombre se relaciona con Dios desde un «sentimiento de dependencia» (Schleiermacher) ante su infundamentación ontológica (creaturidad). Además, por su finitud y limitación, estaba condenado a la mera pasividad y receptividad en lo que concierne a los orígenes. Esto no quitaba el protagonismo humano en la historia, en cuanto se mantenía la libertad vinculada a la inspiración divina. Lo primero era la asimetría y la derivación, lo segundo, la libertad y la creatividad.

Pero ahora el problema de la dependencia respecto del origen se intensifica. El nuevo protagonismo recae en el hombre-Dios y el Dios-hombre de la dogmática cristológica que se desarrolló en la cultura greco-romana. Dios no se conforma con crear al hombre, es decir, hacerlo depender de él respecto del origen, sino que ahora asume el protagonismo de la historia, se erige en el actor por antonomasia y no solo en el inspirador del camino. Desplaza al hombre en su trascendencia inmanente e intrahistórica desde el Verbo que es el sujeto real, la

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persona divina, que asumir una naturaleza humana. Es verdad que el hombre sigue siendo libre o no de responder al Dios encarnado, pero el sentido de la historia ya está dado de una vez para siempre y tiene como protagonista y sujeto al mismo Dios, que se ha posesionado de la inmanencia histórica desde el Dios-hombre.

El hombre le debe a Dios no solo su existencia, sino también su actuación en el marco de la historia inmanente. Dios es el creado y el redentor, pero a costa de la participación humana, que ha quedado devaluada, en cuanto se parte de un Dios preexistente que su hace hombre y actúa. El ámbito intramundano e intrahistórico que dejaba la concepción judía al protagonismo humano queda ahora recortado por un Dios que toma posesión de lo que hasta ahora era exclusivamente humano, aunque hubiera inspiración divina. Ahora, por el contrario, esto queda desplazado por un nuevo agente divino, aunque sea también humano. La personalidad humana queda desplazada por el sujeto divino, de la misma forma que el judío Jesús es sustituido por el Cristo de la fe, entendido desde la doctrina helenista de las dos naturalezas en una persona, sin que, por otra parte, haya una explicación satisfactoria y coherente de esta fórmula que ofrece una reconciliación más formal que de contenidos.

La dependencia y la gratitud, y con ella la heteronomía, se han alargado desde los orígenes al curso histórico posterior, desde el momento que Jesús es más que un hombre, es Dios mismo, persona divina preexistente que se hace presente en el sujeto humano contingente. Si, por un lado, se enaltece lo humano (ya que Dios decide no ser Dios sin ser hombre), por otro se desplaza el protagonismo del mero hombre en favor del Dios-hombre (en realidad, una suerte de superhombre). La deuda del hombre respecto a Dios es total y sin resquicios, y los últimos restos de autonomía histórica se han perdido ante el protagonismo absoluto del Dios-hombre. Sencillamente, Dios no se ha fiado de la actividad humana, inspirada y motivada por él, y se ha hecho hombre para dejárnoslo todo hecho, ya que es del Dios-hombre de donde proviene toda salvación, reduciendo el papel humano a la aceptación/recepción. Inevitablemente, estamos en deuda y en desventaja, porque la identificación de la trascendencia con la inmanencia se ha hecho a costa de que la primera absorba a la segunda, la persona divina a la humana, y la unión hipostática desplaza el sujeto histórico finito.

Esta ambigüedad se da no tanto en lo que respecta al protagonismo histórico del Jesús de los evangelios, sino en la interpretación posterior, que es el resultado de la helenización del cristianismo y su recepción de la filosofía griega. Otra es la historia de Jesús contada en el Nuevo Testamento. Los evangelios describen la progresiva radicalización de la relación de Jesús con Dios a partir del bautismo, que es el momento de su «conversión», no en un sentido moral sino existencial: el instante en el que cambia su vida. Lo muestran como quien posee plenamente el Espíritu divino, que lo nueve y lo inspira, sin anular su libertad. Ésta culmina en la donación de la cruz, en la que muere confiando en Dios, perdonando y asumiendo su silencio, desde una relación que es ya mera donación y gratuidad ante un Dios que no interviene y del que no se espera utilitariamente nada. Es el culmen del hombre, cuya libertad y capacidad de amor se asemejan a las del mismo Dios. El sufrimiento, que es una inexorable ley humana para el crecimiento y la hondura personal, culmina en el judío que se hace todo él don en las manos de Dios y en los demás. Se realiza así de forma paradójica y sorprendente el deseo de divinización inherente al hombre. Nunca el ser humano ha sido tan parecido a Dios como ahora, ya que Dios se revela plenamente en el Crucificado. Ésta es la escandalosa novedad del cristianismo, inadmisible para la tradición judía, que se encuentra confrontada a una revelación divina en el lugar más inconcebible.

A partir de ahí podemos comprender el significado del anuncio de la resurrección. Dios lo ha confirmado, el Dios de la vida se ha hecho presente en el momento de la aniquilación última y ha generado vida desde la muerte, sea cual sea el contenido último de esa obra creadora. Dios resucita a Jesús, en pasivo, como afirman las fórmulas más antiguas de la resurrección. Es el «Emmanuel», Dios con nosotros, que culmina el deseo humano de «ser como Dios» (Gén 3,5) y que se transforma todo él en palabra de Dios para nosotros. Por eso Jesús es el alfa y la omega de la historia. Es constituido como Hijo de Dios a partir de la resurrección de los muertos (Rom 1,4) y su vida y muerte es un testimonio, un ejemplo y una invitación constante. Jesús es la revelación plena de Dios, ya que tan humanamente como él sólo Dios podía hablarnos. Por eso es el Cristo, es decir, el ungido por antonomasia. El Espíritu de Dios es el

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que reside en él y a lo largo de los evangelios encontramos un proceso de progresiva reflexión y profundización en su relación con Dios. El Espíritu se hace presente en él desde el bautismo, el nacimiento y la encarnación, porque en él se actualiza de forma especial la divinidad. El proceso de desarrollo de la cristología en el Nuevo Testamento ha consistido en poner en los orígenes lo que se mostró como consumación de su vida, en la resurrección. Ésta implica también la divinización gratuita, como un don al hombre, sin que ésta elimine su protagonismo como sujeto histórico. (11)

Pero sigue siendo plenamente hombre y desde su experiencia eleva el protagonismo humano en el orden de la salvación y redención. Es Dios quien inspira y salva, pero el hombre es llamado a ser co-redentor y co-salvador por Dios mismo. Por eso, la otra cara del evento de la resurrección es Pentecostés, que en cuanto experiencia histórica no tiene por qué distinguirse de la misma resurrección (111 20,22-23). El Espíritu marca la humanidad de Jesús y de sus seguidores, articula la trascendencia con la inmanencia, y hace de la historia de Jesús el punto de partida. De esta forma las cristologías de la fe comunitaria, su comprensión del significado de Cristo resucitado, se proyectan sobre la vida de Jesús e impregnan los acontecimientos que se narran. Los evangelios no nos transmiten al Jesús real, sino al Jesús visto desde la comprensión posterior de fe de las comunidades, en el que se mezcla la fe comunitaria con el relato de los eventos del Jesús terreno.

La hermenéutica cristológica, que ofrece el significado y la identidad divina de Jesús, se mezcla con la narración de los acontecimientos históricos. Por eso los mismos evangelios son cristología, obras que nos muestran el Jesús de la fe de las comunidades, aunque en ellos haya tradiciones históricas, que, con fidelidad relativa, nos narran lo que realmente aconteció. Pero no hay un Jesús independiente de la fe, sino que la significación cristológica marca la identidad histórica que se nos presenta. Hay que distinguir, sin embargo, entre el personaje real histórico, el judío Jesús, y las confesiones posteriores de fe de las comunidades. Captan que esa historia marca la mayor cercanía posible entre Dios y la humanidad, confirmada por la resurrección, en la que lo humano se integra en la vida divina. A partir de ahí, se recurre a la tradición hebrea y griega para explicitar la absolutez y la significación divina de Jesús. De ahí los títulos cristológicos, especialmente los que recurren a figuras divinas tradicionales (sabiduría, logos, preexistencia creadora, etc.) que ahora se identifican con Cristo triunfante, sentado a la derecha del Padre, alfa y omega de la historia. Son formas culturales religiosas para expresar el significado divino de la historia de Jesús, la revelación absoluta que hay en ella, que en él residía el Espíritu divino y que él mostraba lo que significa ser Hijo de Dios como modelo de filiación para todos los hombres.

La hermenéutica de la ortodoxia posterior parte, sin embargo, de la encarnación del Verbo, y rechaza las verdades del adopcionismo, del nestorianismo y del pelagianismo, es decir, precisamente las instancias heterodoxas que quieren compaginar la acción de Dios en Jesús con la defensa de la dimensión humana. Más allá de las desviaciones y consecuencias peligrosas que se puedan encontrar en estas herejías cristológicas, hay un intento válido de distinguir la trascendencia divina y la inmanencia humana para que ninguna absorba a la otra. Pero esta hermenéutica es la que se rechazó globalmente desde el postulado de la encarnación del Dios preexistente en una naturaleza humana, cuyo sujeto es Dios mismo. El personaje histórico fue revestido de los títulos divinos pero esto generó una hermenéutica cristológica en la que la divinidad acaba siendo la protagonista (el sujeto es el Verbo divino), aunque asuma una naturaleza humana. 

El monofisimo pasa así a ser la herejía latente de este planteamiento, que lleva consigo un tri-teísmo larvado que se ha impuesto, mayoritariamente en la conciencia de los cristianos. Se mantienen fórmulas oficiales que la mayoría de la gente no entiende, para, en realidad, afirmar contenidos incompatibles con el monoteísmo (que en Dios hay tres sujetos de acción distintos, que es lo que entendemos como personas) y con las cristologías del Nuevo Testamento El Crucificado es el Resucitado, la clave de la que hay que partir es el sujeto histórico real para llegar a las cristologías, que son confesiones sobre su identidad y significado, expresadas con las categorías simbólicas de la propia cultura religiosa, sin que con esto se pensara romper con el monoteísmo judío, aunque sí se le daba una nueva interpretación desde la identificación y revelación de Dios en el Crucificado.

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Esto no ocurre cuando se comienza a reflexionar desde la persona divina del Verbo, para integrar en ese marco la historia jesuana, a costa de una devaluación inevitable. Se afirma la humanidad de Jesús, pero no se puede pensar esa humanidad porque se plantea desde la divinidad misma como sujeto personal. No se afirma al Dios encarnado desde la personalidad humana: siendo indiscutiblemente hombre, en él nos encontramos con la plenitud de Dios. De hecho la hermenéutica cristológica, tal y como la entendió la gente, acaba desplazando la persona humana en favor de la divina. Por eso ha habido siempre un foso entre las afirmaciones dogmáticas oficiales y la comprensión de los cristianos, comenzando por los mismos eclesiásticos. Las formulaciones cristológicas podían ser formalmente válidas, equilibradas y aceptables, pero en cuanto que se les daba contenidos concretos se pasaba a planteamientos que llevaban al triteísmo trinitario y al monofisisino cristologico. Y es que las categorías estáticas, esencialistas y naturalistas de la filosofía griega no eran aptas para expresar el dinamismo histórico que implica el paso de Jesús al Cristo de la fe.

El respeto de la singularidad de Jesús está limitado por el hecho de que no se parte de él, sino del Dios encarnado. Es decir, no es la historia sino la teología el punto de partida. Como se busca asegurar la identidad y significación divina de Jesús, que es lo que negaban judíos y griegos, a partir de una concepción filosófica que parte del sujeto y de dos naturalezas, se impone el sujeto divino a costa del humano. La naturaleza divina, que es la forma inadecuada pero inevitable de las categorías filosóficas helenistas para hablar de Dios, desplaza a la contingencia histórica, que es lo propio de la antropología hebrea. Esto, que se hace con múltiples distinciones y diferencias en las complejas formulaciones dogmáticas, cobra un significado claro y preciso en la religiosidad vivida y en las formulaciones populares. Jesús es Dios, sin más, y su clave la da la encarnación y la resurrección, no su vida histórica, ni sus hechos y actitudes que pierden importancia.

La ambigüedad de las categorías griegas aplicadas a Jesús no solo generó una helenización del cristianismo sino que plantea hoy una imagen ambigua de Dios a partir de la concepción predominante en la teología cristiana. Es verdad que las formulaciones oficiales del dogma, a pesar de la naturalización, estaticidad y sustancialismo que llevan consigo, intentan mantener la doble dimensión humano-divina de Cristo, no mezclar la humanidad del personaje con su identidad divina, y distinguir entre el sujeto histórico y lo que se dice acerca de él, es decir, su significado cristológico. Pero lo inadecuado y parcial de esas formulaciones se imponen. Hoy no vivimos en la cultura greco-romana que las vio nacer ni captamos su sutileza filosófico-teológica, que también se escapaba a la mayoría de los coetáneos de esas fórmulas. Se mantienen como fórmulas vacías de contenido, incomprensibles para la gente, o como imágenes de Dios que tienen consecuencias antropológicas, sociales y eclesiales negativas.

El problema está en la metafísica de las naturalezas, no en el significado humano y divino que el cristianismo achaca a la persona de Jesús. Se podría elaborar la cristología de manera que la humanidad fuera el pivote fundamental, una persona humana con significación divina. Es lo que ocurre también en relación con la eucaristía, en la que hay que tomar distancia del realismo material físico en favor del significado sinibólico. La transustanciación eucaristica pertinte el carribio de su realidad personal última (transignificación, transfinalización) aunque se mantenga inalterable la física. Desde esta perspectiva se podría afirmar el significado divino de Jesús, sin alterar su naturaleza y personalidad humana. La trascendencia se haría presente en la inmanencia humana sin alterarla inaterialmente. Los escritos del Nuevo Testamento ofrecen una identidad y un significado, nunca quieren explicar cómo lo divino se hace presente en la historia de Jesús, y no tienen una perspectiva naturalista (centrada en la esencia de la naturaleza humana o en su realidad física y material), sino simbólica e histórica. No solo hay que desmitificar el Nuevo Testamento atendiendo a su contexto histórico y cultural, sino también a la tradición dogmática del periodo greco-romano. Las definiciones no canonizan una antropología, sino que la presuponen y parten de ella para explicar en términos filosófico-teológicos la filiación divina de Jesús.

Esto es lo que se expresaría al hablar del Espíritu como respuesta no solo a la contingencia de los seguidores de Jesús, a los que cristianiza, sino también del mismo Jesús. No se puede comprender la encarnación desde la contraposición entre Dios y persona o sujeto humano, en la que el primero desplaza al segundo. Esto supondría una concepción de la divinidad en la que ésta entra en concurrencia con el hombre, lo cual ha sido objeto de la crítica

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filosófica en los dos últimos siglos. En el cristianismo tradicional, por el contrario, el sujeto al que se refiere tanto la religión del pueblo como muchas afirmaciones teológicas es el Verbo que ha desplazado al sujeto humano (sin que nunca se pueda explicar esa sustitución y desplazamiento). Desde una perspectiva meramente racional se ha dado una mitificación del personaje histórico, en la que se identifica lo humano con lo divino a costa de vaciar de protagonismo la acción histórica salvífica y de negativizar la misma experiencia humana.

 

Notas

(1). Ésta es la postura clásica defendida por R. Otto, Lo santo. Lo racional y lo irracional en la idea de Dios, Madrid, 1980. Una introducción y evaluación de su, concepción puede encontrarse en el excelente estudio de J. M. Mardones, Para comprender las nuevas formas de la religión, Estella, 1994. También, cf. J. Martín Velasco, Introducción a la fenomenología de la religión, Madrid, 1978. La fenomenología religiosa rechaza utilizar la concepción occidental de lo divino, un Dios personal, como criterio de lo religioso. Dios es sustituido por lo sagrado o numinoso, que es un concepto mucho más amplio y sin las connotaciones personales de la divinidad.   (2). Esta estructura se encuentra ya presente en los mitos de las cosmovisiones más arcaicas. La búsqueda de sentido y de ordenación para el cosmos y el hombre encuentra un referente en los dioses, que filosóficamente se transforman en principios divinos. Cf. J. A. Estrada, «Religión y mito: una relación ambigua»: Pensamiento 190 (1992), pp. 155-173; íd., Dios en las tradiciones filosóficas, Madrid, 1994, pp. 29-48.   (3). La ambigüedad está fuertemente enraizada en la psique humana. Freud analiza la cercanía entre el amor y el odio, entre la alabanza y la blasfemia, entre el Dios bueno y el Dios malo. Cf. C. Domínguez, El psicoanálisis freudiano de la religión, Madrid, 1990, pp. 213-220, pp. 353-358; íd., Psicoanálisis y religión: diálogo interminable. Sigmund Freud y Oskar Pfister, Madrid, 2000.   (4). En este sentido hay que comprender el esfuerzo de interpretación que ofrece A. Torres Queiruga, La revelación de Dios en la realización del hombre, Madrid, 1987, pp. 117-160. Utiliza la categoría de «mayéutica» para aplicarla a la experiencia religiosa.   (5). El principio de analogía ha sido desarrollado modernamente desde el símbolo más que el concepto por D. Tracy, The analogical Imagination, New York, 1991, pp. 405-445.   (6). La ambigüedad y peligrosidad de la imagen de Dios en el Antiguo Testamento fue objeto de análisis en J. A. Estrada, La imposible teodicea. La crisis de la fe en Dios, Madrid, 1997, pp. 57-90, 165-172.   (7). B. Lang, «Sólo Yahvé: origen y configuración del monoteísmo bíblico»: Concilium 197 (1985), pp. 57-66.   (8). Esta dialéctica de trascendencia divina y radical inmanencia humana, así como el proceso de desencantamiento del mundo que gencra, han sido expuestas de forma sistenlática en el excelente estudio de M. Gauchet, Le désenchantement du monde, Paris, 1985. En lo que concierne a la articulación de trascendencia e inmanencia, me apoyo en él.   (9). Este rechazo de un Dios que establece un orden, en torno al cual tiene que desenvolverse el hombre, es una clave del rechazo de Nietzsche. La creatividad del artista es la que se opone a un mundo predeterminado por Dios, de ahí la identidad trágica del que sustituye las seguridades religiosas por un esfuerzo creador. Remito al sugerente estudio de R. Ávila, Identidad y tragedia. Nietzsche y la fragmentación del sujeto, Barcelona, 1999, gp. 214-265.   (10). J. A. Estrada, «La utopía de la dignidad y el reconocimiento de los derechos humanos»: Diálogo Filosófico 44 (1999), pp. 211-228; P. Valadier, Éloge de la conscience, Paris, 1994.   (11). R. E. Brown, The Birth of the Messiah, London, 1977, pp. 29-38; trad. cast., El nacimiento del Mesías, Madrid, 1982.

* Capítulo 3º de Razones y sinrazones de la creencia religiosa, editori al Trotta, pp. 65-102

4. Las consecuencias antropológicas del monofisismo

El hombre hijo de Dios no es «en todo igual a los hombres menos en el pecado» (Heb 2,18; 4,15), ya que su diferencia está marcada a priori como Dios encarnado, a costa de introducir en la cristología una idea de la divinidad que tiene más de la teología natural griega que de la concepción dinámica e histórica de las Escrituras. Desde ahí la idea del «superhombre» ha marcado la teología cristiana. Las mismas «tentaciones» de Jesús pierden consistencia y valor, ya que ¿cómo podría ser tentado si la tentación es un desviarse y apartarse de Dios, y Jesús es el mismo Dios desde la unión hipostática? Cuanto más vaciamos de fragilidad y limitación al

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sujeto humano, porque tiene las propiedades divinas, más pierde en valor testimonial y ejemplar. Una divinización de Jesús a costa de su humanidad redunda en un alejamiento de nosotros. La idea de seguimiento e imitación ya no se refiere al que nos ha precedido con el ejemplo, sino a la idea general de imitación de los dioses, muy extendida en la cultura greco-romana. La divinización literal de Jesús, como la de María, se paga con pérdida de ejemplaridad y testimonio a nivel humano. El Dios encarnado y humanizado es, paradójicamente, el menos humano de los hombres.

Así surge también la idea de un plan preconcebido por Dios, del que el Hijo de Dios es plenamente consciente, que le lleva a asumir de manera plena la muerte desde el primer momento, ya que para esto se ha encarnado. No entran en esta cristología la contingencia humana, la búsqueda y la inseguridad ante el futuro. Todo es desplazado por un plan configurado desde la eternidad y que se realiza históricaniente por el mismo Dios. La libertad humana ha perdido aquí significado y consistencia, ya que tiene que acomodarse a un plan predispuesto desde la preexistencia divina. El precio a pagar es deshistorizarlo y mutilar planteamientos del mismo Nuevo Testamento, como la queja en la cruz ante un Dios que lo ha abandonado y ante un silencio que es incomprensible. La vieja problemática de gracia y libertad, discutida en la controversia De auxiliis, se complica por el protagonismo del sujeto divino encarnado. La idea del fato o del destino de la mitología religiosa resurge así en la cristología del Dios encarnado que, paradójicamente, elimina la libertad del hombre Jesús en favor del Dios preexistente. Ese saberlo todo no está lejano de los «poderes extraordinarios» de las cristologías de los evangelios apócrifos. Es el sujeto o yo divino el que actúa, exento de la contingencia y del no saber.

En la misma línea se podrían poner la exaltación de los sufrimientos de la cruz y su dimensión universal. Los méritos del sujeto divino sufriente se contrapesan con la pérdida de valor testimonial del sujeto humano. La historia de Jesús deja de ser la de las víctimas de la injusticia humana, con las que se identifica el mismo Dios. Al contrario, ahora es Dios el que decidió encarnarse para morir en la cruz, con lo cual es el responsable último de esa muerte, ya que las figuras históricas son meras marionetas utilizadas para una representación decidida de antemano. Por otra parte, el Cristo triunfante y exaltado facilita una religión cultual, de sacrificios y ofrendas en honor de la divinidad, sin pasar por la mediación de Jesús, sin que lmya que plaritarse qué significan sus luchas, sus críticas a los ricos v lioderosos, sus denuncias de las autoridades religiosas. Con una divinidad abstracta es posible repetir el esquema de división entre lo sitgrado y lo profano, que permite dar culto a Dios sin que eso implique comportamientos solidarios con los débiles en la vida diaria.

La crítica hermenéutica de los mitos, que nos dan que pensar (Ricoeur), resurge dentro de la teología cristiana. ¿No implica esta teología una mitificación del personaje histórico en línea inversa a la historificación del mito adámico? ¿No habría que replantear la concepción cristiana del Dios encarnado a partir de la desmitificación de los textos bíblicos, que en este caso habría que ampliar a la dogmática tradicional posterior? John Hick, desde otras premisas y con un análisis distinto, saca consecuencias drásticas a la hora de replantear el problema de la humanidad y divinidad en jesucristo (12). Las decisiones salvíficas de Dios son eternas, anteriores a la historia, sin perder la alteridad diferencial de Jesús respecto a Dios. Pero la especulación filosófica, a partir de los conceptos griegos de la divinidad, se desarrolló a costa de deshistorizar el significado y el título de hijo de Dios (13). El peligro es que el mito venza a la historia y con ello se elimine al mismo Jesús.

¿Se puede mantener la filiación divina de Jesús en el sentido ontológico tradicional a la luz de la comprensión veterotestamentaria de lo que significa hijo de Dios? ¿Puede aceptarse como cristiano a aquel que afirma que Cristo es la plenitud de la revelación de Dios al hombre, que ha sido resucitado de entre los muertos e integrado en la vida divina, que es el alfa y la omega de la historia, que nos ha enseñado con su vida la forma humana de ser Dios, sin recurrir a las formulaciones del dogma griego? ¿Es posible asumir un esquema en que se parte de la persona humana de Jesús para, desde ahí, asumir su naturaleza divina a partir de la resurrección y no a la inversa, partiendo del sujeto divino y hablando de su naturaleza humana en Jesús (14)?

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Si además aceptamos que el cristianismo contiene un saber sobre el hombre que debe ser asumido como una hipotesis iluminadora de la existencia y que puede ser falseado al ponerlo en contraste con la realidad, ¿no obligaría esto a replantear nuestra forma de hablar de Dios, nuestra manera de concebirlo y nuestra manera de entender la cristología? O, por el contrario, ¿hay que mantener la verdad literal tradicional de estos símbolos? Entonces ¿cómo se podrían reformular los viejos dogmas cristianos de forma que fueran comprensibles para la mentalidad moderna y que no llevaran implícita la imagen ambigua del numen divino, fascinante y terrible, que, por un lado, enaltece al hombre y, por otro, le quita su entidad y protagonismo histórico?, ¿no es la devaluación de lo humano precisamente lo que se intenta reformular y reestructurar en la tradicion cristiana?

El proceso de demistificación de la Biblia plantea al cristianismo graves problemas de interpretación. La pluralidad de cristologías neotestamentarias apunta a una relación de Jesús con Dios que es superior a la de los demás hombres, en la línea del profeta escatológico esperado, del inesías prometido, y del hijo de Dios revelador último. Nunca se dice directamente que Jesús es Dios en el Nuevo Testamento, aunque indirectarmente sí se le diviniza al destacar su especial relación con Dios (15). El problema está en la interpretación simbólica o literal de esas afirmaciones, en la referencia ontológica naturalista desde la qlue se explica su pensar, querer y hacer, y su relación filial. Las mayores dificultades surgen en el paso de la significación a la identiéllad personal de Jesús, de una comprensión teológica a otra cintohógica, de la significación relacional a la afirmación sobre la identidad de persona y naturalezas, que culmina en el concilio de Nicea. Hay que reinterpretar la cristología desde el camino de Jesús al Cristo resucitado: recuperando la historia y la contingencia del primero, revalorizando el Espíritu de Dios, que se da a toda la humanidad y a Jesús en forma y distinguiendo entre cristología, que revela a Dios, y el camino histórico del cristianismo (16).

La imibigüedad es, sin embargo, inevitable mientras que no se replantee la hermenéutica oficial de los títulos cristológicos —muy especialmente el de «hijo de Dios»— el significado simbólico de los pasajes bíblicos en que se apoya (l7) y los condicionamientos históricos, culturales y religiosos desde los que hay que entenderlos. La hermenéutica de los textos cristianos tiene que asumir el replanteamiento y las consecuencias del método histórico-crítico, y la necesidad de sospecha y crítica a la misma tradición, a la que apunta «el conflicto de las hermenéuticas» entre Gadamer y Habermas. Es también la postura de Ricoeur acerca de mitos y símbolos que dan que pensar, pero que no pueden traducirse literalmente. La recepción de la tradición no excluye, sino que exige su crítica.

El protagonismo humano es un don, algo gratuito, es el resultado del Dios trascendente y creador que, al encarnarse, diviniza lo humano y humaniza lo divino. Aquí está el potencial de la concepción cristiana de Dios. Por un lado, se, afirma su trascendencia y espiritualidad, que le hace inaccesible al esfuerzo humano, irrepresentable e incomprensible para el hombre. Por otro, ya tiene un nombre, se le puede representar humanamente, es alcanzable directamente a partir de la relación interpersonal primero entre Jesús y sus discípulos, luego a partir del seguimiento de los que se identifican con su historia. Es posible mantener una dimensión mística y profética, como en el judaísmo, pero ambas se han radicalizado y humanizado.

Pero también aquí se lesiona fácilmente la trascendeucia, la no representación de Dios. Dios es definido y marcado por una historia, que es la suya misma, queda humanamente objetivado en el Dios-hombre. No se ve cómo es posible mantener la trascendencia y, al mismo tiempo, hablar de la radical inmanencia de la encarnación (que no es la de la inspiración, ni la revelación por el Espíritu). Lo infinito queda definido por la finitud de una experiencia humana, lo trascendente por lo inmanente, lo eterno por lo temporal. ¿No se está identificando una imagen de Dios con Dios mismo? ¿Hasta qué punto la infinitud no ha quedado finitizada, y la trascendencia, mundanizada? ¿Qué lugar tiene aquí la teología negativa, una vez que se ha inmanentizado e historificado al que está más allá de lo inmanente e histórico? Desde la perspectiva de la mera razón, ¿no es superior en su trascendencia el judaísmo, y en parte el mismo islam, a la afirmación cristiana del Dios encarnado? El misterio de Dios ¿no ha quedado definido y objetivado totalmente en un personaje histórico? De nuevo volvemos a la contraposición entre el que afirma que el judío Jesús es palabra de Dios, en él se hace presente el logos divino de forma tan plena como puede expresarse en un ser humano

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concreto y singular, y el que propone que el Verbo preexistente, Hijo de Dios antes de todos los tiempos, se encarna y es el sujeto de la vida histórica de Jesús.

Desde la experiencia humana de Jesús se puede mantener la pluralidad de caminos y experiencias humanas para encontrar a Dios. Esto no obsta para mantener la plenitud de la revelación de Cristo, aunque siempre será fragmentaria porque es inevitablemente mediación humana para hablar del Dios trascendente. En cambio, desde la identificación entre Jesús y Dios a partir del modelo del Dios-hombre, resulta difícil valorar otras religiones (que serían solo humanas, a diferencia de la cristiana, que es la divina). Prácticamente es imposible aceptar el carácter fragmentario del cristianismo y su posibilidad de enriquecerse con otras experiencias religiosas. Se trataría de la idea blasfema de que el Dios encarnado puede ser complementado con otras concepciones sobre Dios, que son el resultado de meras experiencias humanas (aunque estuvieran inspiradas por él) que no son parangonables en absoluto a la revelación de Dios mismo.

Desde este postulado el camino histórico seguido fácticamente por el cristianismo resulta el más lógico y consecuente, y se hacen difíciles los postulados renovadores actuales: absolutez del cristianismo respecto de las otras religiones (a costa del socio-centrismo religioso y de una repotenciación del peligro judío de un racismo fundamentado refigiosaniente); diferencia dialéctica entre cristianismo y religión (porque las religiones buscan a Dios y tienen experiencia de encuentro con la divinidad, pero el cristianismo es la religión del mismo Dios revelante y revelado); postulación de la Iglesia como camino obligatorio de salvación («Fuera de la Iglesia no hay salvación ... ») e imposición de las verdades cristianas (que son las de Dios) respecto a los errores de los hombres (fuente de los fanatismos e intolerancias cristianos a lo largo de la historia).

La religión del Dios encarnado no puede ponerse a la misma altura que los caminos religiosos de la humanidad, no permite la relativización (ya que es una verdad absoluta) y hace inviable toda concepción plural de la verdad. Un individuo histórico particular Absorbe la universalidad de la relación entre Dios y la humanidad.

En el fondo, el literalismo del islam (para el que fue el mismo ángel Gabriel el que dictó el Libro sagrado, que por ello es intrínsecamente divino, literalmente comprensible e irreformable) resurje en el nuevo fundamentalismo del Dios encarnado, que, aunque permite distintas interpretaciones, desplaza todas las otras revelakiones o tradiciones. Ese fundamentalismo religioso resulta difícil de asumir para una razón crítica que se pregunta por la relatividad e historicidad de la verdad a partir de la contingencia humana. Otra alternativa diferente es la de partir de Jesús, como un camino particular de encuentro con Dios. Éste, en principio, no es incompatible con el de otras personalidades religiosas fundadoras de grandes religiones, aunque luego se mantenga que la pluralidad de caminos no equivale a la afirmación de que todos son igualmente válidos. Se puede y debe mantener el carácter fragmentario y condicionado de la historia de Jesús, contra una universalidad abstracta, y solo desde la concreción del Jesús histórico y del anuncio de su resurrección se pueden plantear sus pretensiones de universalidad y absolutez (18).

5. El nivel relacional: el problema de las mediaciones

Si la figura del Dios creador y señor de la historia es constitutiva de la ontología de inspiración bíblica, la figura de Abrahán es deterininante no solo en el ámbito judío sino también en el cristiano. La hermenéutica paulina eleva a Abrahán a la categoría de prototipo del creyente. De esta forma se asegura la continuidad con el Antiguo Testamento y, al mismo tiempo, se «transfigura» la significación del «padre» por antonomasia del judaísmo, para convertirlo en el representante de la concepción cristiana.

En esta doble hermenéutica teológica del judaísmo y del cristianismo hay un elemento que cobra un valor primordial: el del sacrificio de Isaac (Gén 22,1-19). El problema aquí no está en el hecha mismo. Muy probablemente el trasfondo histórico del sacrificio de Isaac es el de los cultos sacrificiales humanos que se practicaban en el Oriente Próximo (19). Dentro de esas

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prácticas se integraría el gesto puntual de Abrahán, cuya tribu participaba de las costumbres de los pueblos vecinos que le rodeaban, antes de comenzar un itinerario autónomo guiado por Yahvé. Este sacrificio se inscribiría a su vez en la práctica sacrificial de la Antigüedad en la que los pueblo buscaban aplacar la cólera de la divinidad o congraciarse su favor con toda clase de ofrendas, donaciones y plegarias. En buena parte la instauración del culto está en relación con este reconocimiento de la soberanía y superioridad de la divinidad que exige tributos y ofrendas. Precisamente, la revelación de Yahvé estaría en el hecho de que interviene para parar el sacrificio del hijo. Desde esta perspectiva, lo nuevo de la revelación bíblica estaría en que Dios no quiere sacrificios humanos. Al contrario, se podría hablar de una progresiva toma de conciencia en la Biblia de que Dios no quiere sacrificios, sino misericordia. La constante evolución hacia una religión ética y profética, que no niega el culto pero lo relativiza, refrendaría esta dinámica de la experiencia religiosa israelita.

En Jesús se da una relativización esencial del culto, la abolición de los sacrificios y el sacerdocio levíticos, que implica una constante repetición de sacrificios y ofrendas, en favor de una vida entregada a los demás para anunciar el Dios de la misericordia. La identificación de Jesús con el prójimo, el hacer de la misericordia y la justicia el criterio dirimente del juicio divino, es lo que hace que el mensaje jesuano constituya el culmen de la tradición profética. El sacrificio de Jesús es el de una vida entregada a los demás, siguiendo la inspiración de Dios. Es un sacrificio existencial en el que se ofrece a Dios el orden del ser y no el del tener. Por eso es un sacrificio que acaba con todos los sacrificios y un sacerdocio que implica la desaparición de pontífices y acciones mediadoras como expresa la carta a los Hebreos.

La trágica paradoja de esta hermenéutica teológica está en el hecho de que el mismo Jesús que viene a liberar al hombre de los sacrificios es sacrificado por éstos para salvar la vieja concepción religiosa del culto y del sacerdocio. El asesinato de Jesús se presenta como una obra que supuestamente da gloria a Dios y salva al pueblo. No es Dios el que exige el sacrificio cruento de Jesús, sino que, al contrario, el hombre produce sacrificios humanos. Es la muerte del blasfemo Jesús, a mayor gloria de Yahvé. Desde esta interpretación teológica es el hombre el que se aferra al culto y la ley, rechazando un culto en espíritu y en verdad que pasa por el amor al prójimo, la confianza en Dios, la capacidad del perdón y la aceptación de un Dios que es de todos y de forma especial de los pobres y pecadores (20).

En resumen, en la revelación bíblica encontramos la base de una nueva concepción de Dios, que desplaza la ambivalencia del numen divino fascinante y tremendo en favor del Dios del amor y la misericordia. Desde aquí se hace posible una religión laica, ética y profética, que no niega el culto, pero sí lo subordina y relativiza. Al mismo tiempo el sacrificio se desplaza del ámbito sagrado y cultual al existencial y profano. La relación con el otro se convierte en mediación privilegiada para el encuentro con Dios. Éste no quiere que el hombre se sacrifique ni sacrifique a los otros en favor de Dios, sino que, al contrario, viene para ponerse de parte de las víctimas, asume que su enviado forme parte de la historia de los sacrificados y exige, desde la cruz, que pongamos fin a los sacrificios humanos, porque todo homicidio es intencionalmente un deicidio.

Pero esta hermenéutica teológica no es la que se ha impuesto en el cristianismo histórico, porque en los mismos escritos del Antiguo y, sobre todo, del Nuevo Testamento hay una ambivalencia sacrificial que permite lecturas contrapuestas. De hecho, lo que se subraya tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo es la obediencia. El acento se pone en la disponibilidad humana ante los sacrificios exigidos por Dios, que hace de la obediencia el sacrificio por antonomasia (1 Sam 5,22; Heb 5,8-10; 10,5-10). La potencial arbitrariedad del numen divino e incluso su posible malignidad (fácticamente realzada en innumerables pasajes del Antiguo Testamento) no encuentran aquí el contrapeso de la razón autónoma que presenta su «objeción de conciencia» a un mandato irrazonable y éticamente sin sentido, sino que precisamente se alaba la fe que se fía de Dios (contra el peso de la razón, a la que Lutero no duda en calificar de «puta razón»).

El mismo Kant revindica las «razones» de la conciencia aludiendo al mandato divino. El hombre no sabe si es Dios quien le manda el sacrificio del hijo, pero sí conoce las razones de la conciencia moral que rechaza ese asesinato. Kant defiende la absolutez de la propia

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conciencia contra toda obediencia debida a la presunta voz de la divinidad. Por el contrario, hay una larga tradición cristiana en la que se asume el mandamiento divino (el mismo Voltaire ve ahí una metáfora de la resignación humana ante Dios), mostrando, por tanto, la pervivencia de las ambigüedades del numen divino en el Dios cristiano (21). El fideísmo cristiano se impone en la tradición posterior, apoyado en citas neoitestamentarias. Es Dios mismo el que prepara el sacrificio y el que pone la víctima. La cruz constituye el culmen del sacrificio de Isaac, pero esta vez sin que nadie pare la mano homicida legitimada por el designo divino. Más aún, se establece una correlación entre pecado y sacrificio, entre la cólera de Dios y la sangre derramada de su hijo (2 Cor 5,21; Gál 3,13). Dios no vaciló en sacrificar a su hijo por nosotros.

Ya no se plantea el hecho histórico del asesinato de Jesús a manos de las autoridades religiosas y políticas, sino que se pone el acento en un Dios que es el agente del sacrificio. Tampoco son los protagonistas históricos los verdaderos agentes de su muerte, sino que muere por los pecados de todos y todos somos culpables. La culpabilidad se universaliza y la estrecha correlación entre moralización y religión (precisamente lo que más critica Nietzsche) encuentra así una base legítima. Es verdad que el significado soteriológico de esa muerte ejemplar es universal. Se busca eliminar teológicamente el antisemitismo sin realizarlo históricamente, porque se le acaba calificando como «pueblo deicida». Pero el precio teológico es aumentar la deuda y la culpabilidad ante un deicidio del que todos somos responsables. De nuevo la hermenéutica teológica del hecho histórico ofrece un sentido en el que es inevitable la ambigüedad. ¿No habría que separar aquí el sentido de una vida que se ofrece en sacrificio por todos los hombres de una mera culpabilización?

Se desplaza el peso de la muerte de Jesús: los hombres siguen siendo culpables, son homicidas. El cristianismo aumenta la conciencia de culpa del hombre desde una concepción de la salvación que revela la ambigüedad de las imágenes cristianas de Dios (22). Pero también Dios está involucrado en esa muerte. La teología posterior, sobre todo en el segundo milenio, refuerza esa hermenéutica que tiene su base en afirmaciones de la Escritura, aunque sean expresiones aisladas susceptibles de una hermenéutica plural. La muerte como expiación por el pecado, como satisfacción a la divinidad a la que se paga el rescate, como sacrificio redentor en que se iniputa la gracia adquirida, como objetivación sustitutoria sobre la que Dios descarga su cólera ante los pecados, etc. (23).

Son teologías, es decir, interpretaciones, que dan un significado plural y diverso de la muerte de Cristo. De la misma forma que a nivel ontológico se acaba mitificando, desplazando al judío Jesús por una entidad especulativa divina, así también en la dimensión existencial se pone en primer plano el «Dios misterioso y tremendo» que genera la angustia. Un Dios al que hay que satisfacer y aplacar porque su santidad es peligrosa para el pecador; su justicia, generadora de angustia ante la culpa; y su misericordia, limitada por una venganza judiciaria que pone al «infierno» (el sinsentido, el mal absoluto) en el centro mismo de la relación. El lado sombrío de la divinidad, presente en la experiencia natural de Dios y en muchos pasajes del Antiguo Testamento, resurge ante un Dios que no vacila en acabar con su propio hijo consumando el sacrificio del nuevo lsaac. El Dios cristiano, tal y como lo presentan estas teologías, es más ambiguo y cruel que el de Abrahán. El deicidio aumenta no solo la culpa humana, sino también el temor ante un Dios cruel y exigente para con su hijo. Además, el círculo se cierra desde el binomio de la culpa universal, ante el deicidio del Dios encarnado, y desde una redención universal que nos hace todavía más deudores y pasivos ante un Dios que crea, condena, sacrifica y redime.

Desde ahí, ha sido fácil desarrollar una hermenéutica de la culpa que ha ensombrecido por igual la imagen de Dios y la vida humana (24). El sacrificio de Jesús se convierte en el reverso de su obediencia al sangriento plan divino. Obediencia y sacrificio se convierten en claves esenciales respecto a la relación con Dios e inspiran a muchas teologías, desde la eucaristía a la espiritualidad, pasando por la eclesiología. La obediencia se desarrolla marginando el hecho histórico de la desobediencia de Jesús respecto a las autoridades religiosas, el culto y la ley oficial de Dios. La desobediencia histórica jesuana respecto a las personas y mediaciones representativas de lo divino se transforma y se desplaza desde la hermenéutica teológica del Jesús obediente hasta la muerte y muerte de cruz.

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A partir de ahí, es la obediencia la que constituye la clave de bóveda de las relaciones con Dios y sus representantes, es el sacrificio por antonomasia. La exaltación de la obediencia como el sacrificio por excelencia culmina en el sacrificium intellecti cuando se subordina la propia conciencia al imperativo de la autoridad renunciando al discernimiento personal y a la propia responsabilidad. De esta forma se instaura un orden asimétrico de relación con Dios, el de autoridad/obediencia, a partir de una concepción sacrificial que magnifica la voluntad de la autoridad mediadora (como voluntad de Dios) y demoniza la voluntad de los fieles como una potencial desobediencia a Dios mismo. La asimetría Dios/criatura se prolongaría así desde las mediaciones jerárquicas, generando una divinización de la voluntad del superior, que se identificarían con la de Dios, y una demonización de la del otro. El carácter ideológico de esta asimetría ha sido objeto de las críticas ilustradas al cristianismo.

La Iglesia en la que unos mandan y otros obedecen (Pío X) escenifica la asimetría de una humanidad desplazada por la divinidad y la exigencia de sacrificio/obediencia a los súbditos. El Dios que exige obediencia y sacrificios se refleja en el santo temor de Dios que ha marcado la espiritualidad moderna y ha inspirado la teología de la obediencia. Este lado sombrío ha sido analizado y rechazado de forma radical por Nietzsche. El dominio sobre las conciencias se convierte para él en la expresión máxima de la alienación cristiana, que, a su vez, es la instauradora de las diversas formas de dominio sobre el «rebaño humano» en la civilización occidental. Nietzsche prepara así la crítica al Dios cristiano y hace de la muerte de Dios, mejor dicho, de su asesinato, la condición necesaria para un nuevo tipo de relaciones. (Otro problema distinto es que su superhombre se convierta también en un sustituto del Dios tirano (25).)

A su vez, el sacrificio es la clave para la progresiva ascetización del cristianismo. En lugar de la acción de gracias se impone la renuncia. El dinero, la sexualidad, el gozo y el placer, la alegría de la vida se convierten en peligros y obstáculos decisivos en la relación con Dios. No porque dañen al hombre o generen insolidaridad, sino porque suponen una valoración positiva de las realidades creadas y se convierten en obstáculos para la relación desmundanizada con Dios. Ya no se trata de encontrarse con Dios en lo humano y de valorar positivamente la creación porque es su obra buena. Ahora la realidad mundana se convierte en un peligro, con lo que resurge el supranaturalismo espiritualista propio de la teología de la creación desde la dinámica de la renuncia y la expiación a partir de la exaltación del sacrificio de la cruz.

Se establece así una oposición entre Dios y las realidades mundanas, con lo que se desarrolla una mística del «solo Dios», de la fuga de lo humano. Se acaba contraponiendo la opción por Dios a la realización humana en los distintos ámbitos de la sexualidad, del dinero y del poder. La rentincia y el sacrificio es la contrapartida de la magnificación del protagonisino del Dios-hombre, por un lado, y de la maximalización de la cruz, por otro. Hay que vivir para Dios y morir (renunciar) al mundo como máximo ideal cristiano. Se cae en la ilusión de que Dios lo es todo para el hombre, cuando en realidad ni el hombre lo es todo para Dios ni a la inversa, ya que esto supone negar el orden ontológico de la creación y la relación interpersonal en la que se inscribe la vida humana (26).

Se impone el mal de la renuncia, que lleva a que todo lo que el hombre encuentra placentero haya que ofrecerlo constanteniente a Dios. Es también el dios vampiro denunciado por Nietzsche que crece progresivamente en relación con los sacrificios humanos (27). Cuanto más se sacrifica, más crece la hostilidad secreta contra un Dios que lo quiere todo, que no deja crecer, que es una fuente incesante de culpa, de escrúpulos y de angustia. La mediación del tener se impone a la del ser, la religación pragmática (do ut des) se convierte en la mediación por excelencia, la contraposición entre Dios y el hombre se salda con el sacrificio del segundo. Las mismas críticas marxistas al fatalismo y la resignación cristiana ante el sufrimiento encuentran aquí una referencia histórica y teológica.

No hay salida de este círculo compulsivo del sacrificio y la obediencia como las claves de la relación con Dios, en el que continúa la ambivalencia del ser divino fascinante y tremendo. Desde esta hermenéutica, que se puede documentar ampliamente en la historia, el cristianismo fracasa en su intento de redefinir la experiencia natural de Dios y de anunciar una buena noticia que libera al hombre. Pero es el Nuevo Testamento mismo el que ofrece el, mentos que permiten esta vieja dinámica, ya que el proceso de rejudaización del cristianismo ha dejado sus

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huellas en el mismo Nuevo Testamento, aunque sea de forma aislada y fragmentaria y en contra de la dinámica global de sus mismos escritos.

6. El sentido de la esperanza

El gran problema de la vida humana es el del sentido. El porque hay algo y no nada, propio de la reflexión filosófica, hay que retrotraerlo a la vivencia humana del sinsentido, que hace del suicidio el problema humano por excelencia. De hecho, las religiones y los mitos son cosmovisiones que generan un orden, un cosmos ordenado, asignando un lugar a los dioses, a los hombres y al mundo. La grandes tradiciones mitológicas no son simplemente el fruto de la curiosidad, sino que se inscriben en una dinámica sotericilógica. El problema por excelencia es el del valor de la vida, el sentido de la historia y el del significado del mundo. La pregunta por los orígenes (cosmogonías, antropogonías y teogonías) no se debe simplemente a una especulación generada por el afán de saber, sino que se inscribe dentro de la búsqueda de significación y sentido. El origen ilumina el significado, no solo en la tradición mitológica sino en la misma reflexión filosófica, como muestra el mistrio Nietzsche.

En este contexto el problema por antonomasia es el caos como expresión sinibólica de la ausencia de orden, el azar come indeterminación que amenaza al sentido, y el ciclo repetitivo wino negaclon de progreso y de futuro. Todas las religiones se inscriben en está dialéctica como instauradoras de sentido. Intentan explicar el porqué y el para qué de lo que existe, para desde ahí ordenar los valores y servir de marcos de orientación para el hombre. La soteriología es el ámbito desde el que se generan las teologías. Esto ya se encuentra presente en el Antiguo Testamento, que combina la idea del caos informe antes de la actuación divina y la palabra ordenadora de Yahvé (Gén 1,1-31). El sinsentido está ahí: desde los orígenes la acción de Dios es salvadora en cuanto creadora y ordenadora. Todo lo hecho por Dios es bueno y la acción divina aparece inserta en lucha con las tinieblas y el caos, que significan el sinsentido original.

Al mismo tiempo se asigna una tarea al hombre, al que se somete el mundo y se le hace sujeto de la historia. En el marco de una creación inacabada se habla del papel del hombre, representante de Dios en el mundo, que tiene que ordenarlo según la ley divina. La tarea humana consiste en la administración y el usufructo de la creación. Al mismo tiempo, Dios promete un futuro, la nueva creación de la era mesiánica en la que pacerán juntos el cordero y el león, las armas se harán herramientas y los hombres vivirán en la paz mesiánica. Esta promesa es la que guía a Israel y la que constituye el trasfondo de la escatología cristiana. El Dios bíblico ofrece así sentido, abre la perspectiva de futuro y asigna al hombre un puesto singular en el cosmos por él creado. También esta tradición sirve de trasfondo al cristianisimo. Con la instatiración del reinado de Dios en el mundo, a cargo de Jesús, con la promesa de la plenitud escatológica de ese reinado, y con idea de que es el reinado de Dios el que se hace presente en la historia, se ponen las luses a la esperanza y a la dimensión de futuro humano.

La proclamación de que Dios ha resucitado a Jesús de entre los muertos realza todavía más esa escatologia mesiánica. El hecho mismo de la resurrección se escapa a la inmediatez de la historia. Lo que históricamente queda es la fe de los discípulos que afirman que han tenido experiencia de Cristo resucitado. De esta forma, la creencia y no el hecho mismo es la que pertenece a la historia, y la oferta de sentido es indisociable de la adhesión libre del hombre en el testimonio de los discípulos. La historia tras la venida del mesías sigue siendo como antes, pero ha cambiado el sujeto humano a partir del camino recorrido por Jesús. Ahora se sabe cómo hay que construir el reinado de Dios, que da sentido y esperanza a los pobres y los pecadores. La dimensión utópica y escatológica no desplaza del presente histórico. Al mismo tiempo no hay una fuga idealista ante el dolor y el sufrimiento, ya que el Resucitado es el Crucificado, y lo que se anuncia no es la inmortalidad del alma sino la resurrección de los muertos.

No se niega la muerte pero se le da un sentido: aquel que viva como Jesús no morirá eternamente, aunque inevitablemente morirá, porque la muerte pertenece a la condición creatural humana y nadie puede desprenderse de ella. Los hechos no cambian: la contingencia y finitud humanas a partir de la experiencia del nacimiento y de la muerte; la frustración que

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supone la muerte para las aspiraciones y deseos de inmortalidad del hombre, que, a su vez, remiten al instinto humano de supervivencia; la conciencia del fracaso histórico y del sinsentido de pueblos enteros a partir del Crucificado que fracasa en su intento de convertir a su pueblo. Esta hermenéutica está indisociablemente asociada al cristianismo. Desde ella es posible ofrecer la hipótesis de Dios como respuesta de sentido a la pro blemática de la contingencia, infundamentación y finitud humanas. El ser para la muerte de Heidegger ya no es el ser arrojado, angustiado ante su carencia ontológica, sino el que se sabe puesto en el mundo desde la fe en un Dios de vida, que es origen y fin para el hombre mismo. La historia permanece con su ambigüedad constitutiva, abierta a la pluralidad de interpretaciones.

Desde esta perspecriva, la imagen cristiana de Dios responde sin idealismos a la problemática humana. No se niega el mal y el sufrimiento, tampoco se cae en la proyección generada por el deseo de un Dios que libere de la muerte y evite el dolor y el sufrimiento, como intentaron algunos cristianos (2 Cor 4,7-14; 5,1-8; 2 Tes 2,1 -12). El Crucificado se opone a esta proyección ilusoria, ya que la cruz se anuncia como una mediación indispensable, precisamente para los seguidores del Resucitado. Sin embargo, se busca dar un sentido a la muerte y al sufrimiento para que el hombre no caiga en el fatalismo, en la resignación o en la desesperación. El sufrimiento y la muerte no son negados en cuanto amenaza a todo sentido, pero se hace posible que el hombre se reconcilie con ellos sin perder la esperanza. La aspiración kantiana de vincular felicidad y moral, esperanza y compromiso para cambiar el mundo encuentra aquí un refrendo a partir de una determinada hermenéutica del mundo que articula al Crucificado con el anuncio del Resucitado.

Esta oferta de sentido se puede ofrecer a la crítica racional como una hipótesis que da una respuesta integral a las preguntas lírnites del hombre, que no puede ser demostrada, y que, sin embargo, puede ser inantenida. Queda a la interpretación y evaluación de cada imo determinar la plausibilidad, credibilidad y validez de esta hipótesis. Ésta puede perder fuerza y resultar cada vez menos cmisistente y convincente a partir de las experiencias humanas. En un sentido ainplio puede ser falsada, en cuanto que puede haber acoinecimicutos que hagan dudar o que hagan cada vez menos creíble la hipótesis cristiana. Pero la invalidación del sentido es siempre personal y no se sigue mecánicamente del contraste entre la hipótesis del teísmo cristiano y los hechos a los que se busca iluminar. No hay ningún dato que, en principio, excluya el principlo teísta de una forma conclusiva, ya que entonces el cristianismo entraría en contradicción con los hechos. Pero, sin embargo, los hechos sí pueden falsar una hipótesis global, una inevitable extrapolación que ofrece sentido universal a todas las pretensiones humanas. Entonces se pierde fe en una hipótesis que resulta cada vez menos creíble y aceptable (28). Éste es el sentido, a mi juicio, de la diversidad de posturas entre las parábolas propuestas por Flew y otros comentaristas que buscan la falsación de las creencias religiosas (29). Esta hermenéutica cristiana no pierde su carácter de oferta de sentido propia de una religión y al mismo tiempo puede ser compatible con los hechos científicos e históricos, sin que, en principio, se pueda criticar como una evasión.

Pero la misma idea cristiana de la resurrección tiene una carga de ambigüedad en correlacióri con la permanente paradoja del mal. Por un lado, implica la aceptación realista de la muerte (de la que no se escapa ni el mismo Cristo, amique hay una tradición católica que paradójicamente exime de ella a su madre) y la afirmación de la contingencia. El hombre no es Dios y no se escapa de la finitud. Por otro lado, la idea de la resurrección encierra un elemento ideal, la muerte es un mero paso, un tránsito que, en última instancia, no tiene cabida absoluta en el plan de Dios. Fácilmente se da el paso de la muerte —el hecho— a la resurrección, lo que se proclama y desde lo que se interpreta la muerte, como si ambos fueran hechos equiparables. En realidad, la facilidad con la que se da el paso del hecho a lo que se ofrece como postulado y clave de interpretación revela la facilidad de muchos cristianos para huir de la realidad. Hay celebraciones de la muerte que no solo están marcadas por el idealismo, sino por la negación de su verdad. No se deja lugar al luto, al dolor, a la aceptación de la contingencia y de la finitud, con todo lo que tiene de despojamiento e impugnación de los deseos humanos. En seguida se acepta el marco resurreccionista, sin interpelaciones ni interrogantes, con la misma facilidad con que se huye de la humanidad del Crucificado, que acabó mal, para afirmar un Cristo triunfante, clave de bóveda de tantas pretensiones de poder clerical.

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Con esto se pone en cuestión el principio de la creación. ¿No sería posible una creación sin muerte? La misma tradición cristiana habla de la resurrección como una nueva creación. ¿No equivale esto a aceptar indirectamente que la primera creación no fue tilil positiva ni tan lograda como se pensaba? Por otra parte, la idea cristiana de la resurrección lleva consigo implícitamente la idea de la muerte de Dios y de la divinización del hombre. Es decir, el cristianismo tiene en su propio seno la alternativa del ateísmo en su dinámica de equiparar divinidad y humanidad, como bien apuntó Hegel. La duda es inherente al doble postulado de que todos hemos de morir y de que es posible esperar la resurrección basándose en la experlencia y el testinionio de los primeros discípulos y las sucesivas afirmaciones y confirmaciones de los testigos cristianos a lo largo de la historia. Resulta difícil, sin embargo, evadirse de la sospecha acerca de una muerte en la que reaparece el malestar del hombre ante el ambiguo ser divino. Y es que de la alabanza a la blasfemia hay menos distancia de la que parece. Hay experiencias religiosas que están marcadas por la ambigüedad, con un secreto rechazo de Dios, precisamente porque no ha eliminado la muerte. La contrapartida está en el elemento ético y antropocéntrico, ya que, desde la cruz, el cristianismo afirma que todo homicidio es un deicidio y que esa muerte tiene un significado universal al servicio del hombre.

Queda, sin embargo, un interrogante decisivo: ¿qué queremos decir los cristianos cuando hablamos de la resurrección de los muertos?, ¿qué ocurre con el pasado de los masacrados y de los que no encontraron sentido?, ¿se puede rehacer la historia del pasado o permanece la memoria de lo que sucedió, y ya no se puede cambiar?, ¿en qué consiste el contenido material de la teología de la redención? El cristianismo se fía del Dios de la resurrección de los muertos y lo proclama a las víctimas de la historia. Se trata de un amincio y (le Liri testimonio, no de una doctrina ni una mera creencia. No se iiicga la historia, sino que ésta permanece (como la misina cruz de Jesús), pero permanece abierta y se le da un sentido. Ese sentido surge de la fe, no de la objetividad de la historia, que es irreforniable. Está abierto a la duda y a la pregunta, porque mantiene siempre el luto y la tristeza ante tanta injusticia y sinsentido de la historia vivida (30).

Pero es que el mismo postulado de la resurrección de los muertos es ambiguo. Se ha logrado dar sentido a lo que no lo tiene en sí mismo, a costa de devaluarlo. La muerte es simplemente un tránsito hacia la otra vida, la verdadera, mientras que la vida terrena (la única de la que tiene constatación el hombre) se convierte en «una mala noche en una mala posada». Es inevitable que se produzca la protesta contra este cristianismo platonizante que se evade en el más allá y vive con disgusto en el más acá. Desde Marx, que denuncia esta actitud espiritualista como opio religioso, hasta el mismo Nietzsche. El supranaturalismo triunfa en toda la línea, y la mística y la fuga mundi se ponen en primer plano. El problema de las víctimas de la historia ha dejado de ser problemático, ya que la historia real ha quedado devaluada y la supramundana (¿ilusoria?) es la única verdadera y la única que importa. La resurrección fácilmente se convierte en una forma de evadir la facticidad de la muerte, en una afirmación que no se hace desde la realidad (la crueldad y el sinsentido de la historia), sino que se convierte en una seguridad absoluta, que permite negar lo fáctico, que seguimos muriendo y que no sabemos si es posible la vida más all´s de la muerte. No hay dudas ni interrogantes y entonces tamipoco hay verdad y utopías de sentido, que se perciben como tales, sino ilusiones.

Se afirma sin dudar la resurrección de los muertos, que, por otra parte, se interpreta frecuentemente desde el postulado griego de la inmortalidad del alma y desde la eternización de la lógica de la retribución, que consagra el castigo por el pecado como infierno, como una realidad del más allá que eterniza el mal. Es una teología del más allá. Fácilmente pasamos de la pretensión teológica al saber de Dios, a la revelación misma. Ya no se trata de una interpretación humana aquejada de los problemas de toda representación, mucho más cuando responde a las carencias y necesidades más vitales. La ideología religiosa se convierte en la sustentadora de seguridades y la gran traición es la increencia, es decir, el cuestionar y relativizar la verdad compartida social y eclesialmente. La duda es aquí no un signo de madurez y de racionalidad crítica, sino un pecado en contra de la fe. De nuevo la racionalidad deja paso a la creencia, que puede ser solo ilusión.

En suma, el cristianismo se encuentra en una encrucijada histórica que, al mismo tiempo, implica nuevas oportunidades y desafíos. El conflicto de las interpretaciones amenaza no solo a la unidad y cohesión del cuerpo social eclesial, sino que constituye hoy un lugar decisivo para replantear las imágenes cristianas de Dios. Hay que tomar postura crítica ante una tradición

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plural y redefinir el carácter doctrinal y práctico del mismo cristianismo. En última instancia no parece que el cristianismo en su curso histórico haya superado de forma definitiva la ambigüedad del ser divino. Ciertamente, se indica un camino desde el que es posible superar Ias aporías y problemas que plantean las imágenes tradicionales de Dios. Sin embargo, éstas permanecen como hermenéutica válida, y en ocasiones como la única oficial, de la concepción cristiana de Dios. De esta forma se mantiene la ambigüedad del Dios amado y temido, del misterio fascinante y tremendo. Ahí es donde se juega el futuro del cristianismo como instancia de futuro cuando se prepara para celebrar el tercer milenio.

 

Notas

(12). J. Hick, «Jesus and the World Religions», en The Myth of God incarnate, Philadelphia, 1977, pp. 167-185. Otros estudios de este volumen plantean la misma problemática.

(13). En esta línea, G. Morel, Questions d’homme III. Jésus dans la théorie chrétienne, Paris, 1977; J. Moingt, El hombre que

venía de Dios, Bilbao, 1995; P. Schoorinenberg, Der Geist, das Wort und der Sohn, Regensburg, 1992.

(14). «Si alguien mirando a Jesús, a su cruz y a su muerte, cree realmente que el Dios vivo le ha dicho allí la palabra última, definitiva y universal, y si realiza el hecho de la redención de la esclavitud y de la tiranía entre los existenciales de su existencia cerrada [ ... ], ése cree, lo sepa o no de manera refleja, en la encarnación de la palabra de Dios. Si decimos que un hombre así en el fondo cree en la encarnación de la palabra de Dios, aunque rechace las rectas fórmulas ortodoxas del cristianismo, con ello no disminuimos la importancia de las fórmulas que son objetivamente rectas y constituyen la base eclesiológica del pensamiento común y la fe de los cristianos» (K. Rahrier, Curso fundamental sobre la fe, Barcelona, 1979, pp. 269-270).

(15). Éste es el planteamiento de R. Brown, Jesus, God and Man, Milwaukee, 1967, pp. 1-39; trad. española, Jesús, dios y hombre, Santander, 1973.

(16). R. Pannikar, «A Christophany for our Times»: Theology Digest 39 (1992), pp. 3-22.

(17). Remito al excelente estudio de K. J. Kuschel, Geboren vor aller Zeit? Der Streit um Christi Ursprung, München, 1990. Una presentación breve y sencilla del título «Hijo de Dios» puede encontrarse en J. -J. Tamayo-Acosta, Hacia la comunidad de Dios y Jesús, Madrid, 2000, pp. 113-144.

(18). No es posible desarrollar aquí toda esta problemática. Remito a mi estudio El monoteísmo ante el reto de las religiones, Santander, 1997.

(19).G. ven Rad, Teología del Antiguo Testamento I, Salamanca, 1969, pp. 220-223.

(20). Remito al desarrollo de la teología de la cruz en J. M. Castillo y J. A. Estrada, El proyecto de Jesús, Salamanca, 41994, pp. 6 1-8 0. También, J. A. Estrada, La imposible teodicea, cit., pp. 165-182.

(21) I. Kant, La religión dentro de los límites de la mera razón, Madrid, 1981, P. 89 (Kants Werke, Akademie-Ausgabe VI, 86). El planteamiento de Kant contrasta con los razonamientos de Tomás de Aquino: si se mata por mandato de Dios no se peca, ya que Dios es dueño de la vida y de la muerte. Tampoco e trata de algo contra natura o contra la virtud, ya que el ser de las cosas depende de Dios y la virtud consiste en ajustarse a su voluntad santa. En la misma línea, Kierkegaard antepone la obediencia al mandato divino que suspende la ética y la misma racionalidad. Cf. F. Torralba Rosello, « Santo Tomás y Kierkegaard ante el dilema abrahárnico»: Pensamiento 50 (1994), pp. 75-94.

(22). Un buen exponente de esa tradición y de la culpabilidad generada por el cristianismo a lo largo de su historia es la que ofrece C. Domínguez Morano, Creer después de Freud, Madrid, 1991, pp. 140-172.

(23). B. Sesboüé, Jesucristo el único mediador I, Salamanca, 1990.

(24). En este sentido hay que remitir a los excelentes estudios de J. Delumeau, El miedo en Occidente (siglos xiv-xviii), Madrid, 1989; La confesión y el perdón, Madrid, 1992. Ofrezco abundante bibliografía sobre el tema en J. A. Estrada, La espiritualidad de los laicos, Madrid, 1992, pp. 120-147.

(25). Una buena síntesis y evaluación del intento de superación del cristianismo es la que ofrece K. Weilmer, « Nietzsches Stanolpunkt Jenseits von und Gut und Böse»: Concordia 26 (1994), pp. 41-71. También, R. Ávila, Identidad y tragedia. Nietzsche y la fragmentación del sujeto, Barcelona, 1999, pp. 290-3 10.

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(26). Las desastrosas consecuencias que ha tenido esto para la espiritualidad laical las he analizado en J. A. Estrada, La espiritualidad de los laicos, cit., pp. 158-192.

(27). Quizás el mejor estudio sobre el tema sea el de P. Valadier, Jésus-Christ ou Dyomisos, Paris, 1979.

(28). Éste es el sentido de las diversas propuestas que he hecho acerca del significado de la hipótesis teísta: J. A. Estrada, «Crítica materialista del cristianismo»: Iglesia Viva 172 (1994), pp. 319-334; «Racionalidad humana y conocimiento religioso»: Iglesia Viva 180 (1995), pp. 541-556, y «Racionalismo materialista y teología»: Iglesia Viva 201 (2000), pp. 85-106.

(29). A. Flew, R. M. Hare y B. Mitchell, «Teología y falsación», en E. Romerales (ed.), Creencia y racionalidad, Barcelona, 1992, pp. 47-60; J. L. Velázquez, «Las parábolas de Oxford», en M. Fraijó (ed.), Filosofía de la religión. Estudios y textos, Madrid, 1994, pp. 535-558. También, Convicción de fe y crítica racional, Salamanca, 1973, pp. 261-275, 369-392.

(30). Véase M. Horkheimer, Anhelo de justicia. Teoría crítica y religión, Madrid, 2000.

  * Capítulo 3º de Razones y sinrazones de la creencia religiosa, editorial Trotta, pp. 65-102

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Imágenes de Dios

Otros artículos

Las imágenes de Dios y su repercusión en el camino de fe de los jóvenesNo te harás imágenes de DiosImágenes distorsionadas de DiosFalsas imágenes de DiosImágenes de Dios y sus implicaciones en el mundo de los jóvenes

JOSEPH MASCARÓ

LAS IMÁGENES DE DIOS Y SU REPERCUSIÓN EN EL CAMINO DE FE DE LOS JÓVENES

BARCELONA, ECLESALIA, 16 de enero de 2004

http://www.ciberiglesia.net/eclesalia/27-04enero.htm#_Toc68674098

“Tenemos que confesar que con frecuencia no hemos encontrado los mecanismo de transmisión de la imagen del Dios relacionado con la vida de cada día de los jóvenes”.

ECLESALIA.- Francesc Torralba, profesor de la Universitat Ramon Llull, de Barcelona, ha presentado una nueva ponencia en el Fórum “Jóvenes, religiosidad y Evangelio” que ofrece el Centro Teológico Salesiano Martí-Codolar y el Instituto Superior de Ciencias Religiosa Don Bosco, de Barcelona.

Esta vez la conferencia ha estado centrada en la presentación de las imágenes más habituales que los jóvenes tienen de Dios en nuestros días. La propia experiencia universitaria del conferenciante y su relación con el mundo juvenil le sugieren algunas imágenes, no son todas, pero sí las más habituales entre ellos.

En la conferencia se ha centrado, de manera especial, en las que cree más frecuentes y que no son las únicas imágenes de Dios. Se podrían resumir en estas:

- La imagen del Dios cristiano, que ha sido hegemónica durante mucho tiempo, que subsiste aún en el mundo de los jóvenes, pero que ya no ocupa una centralidad en su experiencia religiosa. Esta imagen la unen al descrédito de las

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instituciones que la presentan. Si no tiene credibilidad el agente transmisor, la imagen de Dios la perciben deformada. En muchos de ellos, la imagen del “Dios legal” ya ha quedado postergada, dando paso al “Dios del Amor”. Pero, con frecuencia, este Dios lo perciben como un “Dios a la carta”, es decir, seleccionan su rostro amable pero que no pone en tensión su vida, ni les crea conflictos. Y, además, es un Dios sin mediaciones: “Dios sí; la iglesia, como mediadora, no”

- La imagen del Dios como Principio Cósmico, como Energía. Una imagen que fue hegemónica en otros tiempos pero que subsiste aún entre los jóvenes. Es la imagen de un Dios amoral, sin ley, irrelevante en la vida personal. Un Dios que no siendo “persona” no hace que cambie la vida del joven ni crea una relación con él. Por eso toda clase de oración resulta absurda. Es un Dios discutido por la ciencia que podría ser también una “hipótesis inútil”, pero que deja abiertos algunos resquicios hacia el más allá. Viene a ser como el “Dios-relojero” que crea el mundo como quien hace un reloj y que funciona mientras Dios quiere, pero desentendiéndose del reloj. Así, viene a ser un Dios impersonal, apático, sin deseos, que ni ama ni condena. Resulta absurdo hablar del Dios-Amor.

- Otra imagen que los jóvenes se forman de Dios tiene relación con un Dios-panteísta o como el Dios-Tierra. Una imagen que va extendiéndose de forma notable. Dios es el conjunto de lo real, lo es todo. De manera especial es el “Dios de la Naturaleza”. Por eso crea en los jóvenes una sensibilidad ecológica, de manera especial entre los que viven en las grandes urbes. Un Dios con dimensión impersonal, pero con apariencia femenina. El amor a ese Dios se traduce en amor a la Tierra y lleva al joven a la huida de la ciudad, a una ecosensibilidad, a una ecolatría y a toda clase de reivindicaciones ecológicas.

- Otra imagen queda marcada por el politeísmo mediático, con la divinización de figuras humanas del mundo del deporte, del cine, de la música... etc. que tiene fuerte presencia en los medios de comunicación. Son los nuevo dioses que se deben imitar, a los que se adora con devoción y provocan un fetichismo, roles de comportamiento y formas sociales para los que no se escatima ninguna clase de “sacrificio personal” con tal de conseguir su imitación. Pero en el fondo son dioses que destruyen la persona, que provocan una falta de criticismo, inducen a un seguidismo gregario que no admite disensión. Y al fin, esos ídolos acaban devorando a sus víctimas, produciendo un sentimiento de gran frustración.

- No se puede olvidar una imagen que viene de otros tiempos pero que en la actualidad es cada vez más emergente, y más desde el “11S”. Es la imagen del Dios del Islam. Una imagen prejuzgada negativamente por intereses occidentales y que se va extendiendo con el gran flujo migratorio a partir de la gente proveniente de la inmigración de países que profesan esta religión. Un Dios que se presenta con una imagen intolerante, belicista, el de los terroristas y de los ignorantes.

- Otra imagen que viven los jóvenes es la imagen negativa de Dios: el Dios como obstáculo a la libertad humana, el Dios obstáculo a mis deseos, el que frustra mi felicidad y mi crecimiento, y quiere amargar mi vida, el Dios obstáculo para la paz. Ha recordado en este momento la frase de Hans Kung: “no habrá paz en el mundo si no hay paz entre las religiones”. Es por tanto, un Dios irrelevante que, en todo caso, lleva a un antiteismo. Y, con una frase que resume esta vivencia de Dios, afirman: “¡Jesús, sí; Buda, sí; pero Dios, no; la Iglesia, nunca!

- Acaba la ponencia presentando la situación juvenil de la ausencia de una imagen de Dios, en función de un pragmatismo, una inmediatez, en un ambiente materialista. Es el “adiós a Dios”. En bastantes casos es fruto de una educación religiosa, sobre todo en la infancia, en la que la imagen de Dios era empírica y no se relacionaba con la vida. En más de un caso, no obstante, se constata una nostalgia de

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Dios en los jóvenes, aunque sea de forma inconsciente. También es cierto que esta situación juvenil posibilita extraordinariamente una nueva experiencia de Dios.

Hoy resultan imprescindibles las actitudes de silencio, de escucha y de coherencia.

Una vez acabada la ponencia, en el dialogo se entró en actitudes prácticas de cara a una acción pastoral a fin de que este Dios de los cristianos seduzca a los jóvenes. De manera especial se destacó que frecuentemente no hemos sabido encontrar los mecanismos de transmisión de la imagen del Dios de los cristianos, con la necesidad de relacionarlo con la vida. En muchos de los jóvenes hay una nostalgia de Dios, aunque la imagen presentada no les satisfaga. Esto ofrece muchas posibilidades para una pastoral juvenil.

Conviene recordar que en la presentación que Jesús hace de su Dios tampoco fue comprendido. Sólo por unos pocos y que eran personas irrelevantes en un gran imperio romano. Y que por la presentación de esta imagen de Dios, el mismo Jesús tuvo que padecer la cruz.

¿Qué hará creíble la imagen del Dios de los cristianos – se preguntaba-? Para una minoría, la coherencia personal e institucional. Pero para una mayoría el “proceso de escucha”. No hay experiencia de Dios si no hay actitud de silencio y de vaciamiento personal. Esto debe tenerse muy en cuenta en un proceso de iniciación. No se trata de decir muchas palabras sino de provocar actitudes de silencio, de escucha y de coherencia personal.

La riqueza de esta ponencia quedará recogida íntegramente en la publicación trimestral que edita el Instituto Superior de Ciencias Religiosas.

NO TE HARÁS IMÁGENES DE DIOS

http://www.mercaba.org/FICHAS/CRISTIANO/no_te_haras_imagenes_de_dios.htm

Tenemos que convertirnos de Dios. Más exactamente: de nuestras imágenes de Dios. A Dios nunca acabaremos de conocerlo y siempre tendremos que estar revisando y mejorando nuestra relación con El; una relación que pasa por la imagen que nosotros nos hacemos de Dios.

Por otra parte, no vale decir que da igual una imagen que otra, o que podamos prescindir de nuestras imágenes de Dios para acercarnos a El. Nuestras imágenes sobre El nos son necesarias, pero siempre las debemos tomar como imágenes; Dios siempre estará más allá de lo que nosotros nos imaginemos de El. Y en esa dialéctica nos tenemos que mover: necesidad

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de esas imágenes al mismo tiempo que necesidad de relativizarlas y trascenderlas. "La idea que una persona tiene de Dios es el compendio de su propia vida". Esta sencilla pero importante afirmación la hace Carlos G. Vallés en "Dejar a Dios ser Dios", libro sencillo, breve y clarificador, cuya lectura no está reservada a privilegiados y entendidos.

-"NO TE HARÁS IMÁGENES DE DIOS".

"No te harás escultura ni imagen alguna de lo que hay arriba en los cielos..." (Ex/20/04-05). Este mandamiento prohíbe y prescribe para siempre imágenes de Yahvéh. Nosotros nos hemos fabricado imágenes de Dios mucho más peligrosas que el oro y la plata, porque son imágenes sutiles, conceptos mentales, definiciones escolásticas, jaculatorias encendidas que atesoramos y usamos, ideas necesarias y expresiones inevitables sin las cuales no podemos gobernar nuestra conducta ni dirigir nuestro pensar, pero que, al ser limitadas, desdicen de su objeto y estrechan nuestras miras.

No se trata de perder confianza en la inteligencia humana, y menos aún de evitar el dogma que define la verdad necesaria; pero sí de ser conscientes de la limitación inherente a la palabra, para saber usarla con delicadeza y trascenderla con abnegación. Hay que concebir el concepto y vivir la realidad de Dios de la manera que nos sea dada; y hay que estar dispuestos también a ir más allá de ella, por grata que nos sea y por familiar que se nos haya hecho para ampliar vivencias y ensanchar miras sobre lo que nunca acabaremos de abordar" (o c., págs. 31-35).

Es una seria llamada, basada en un mandato bíblico, a renunciar a aferrarnos a nuestras imágenes de Dios, incluso aunque éstas sean válidas.

-DIOS ES DIOS DE VIDA Y DE VIVOS.

"Las memorias están muertas, mientras que Dios no es Dios de muertos, sino un Dios de vivos. Dios es eternamente nuevo. Convéncete de que no lo conoces y de que puede traer hoy un rostro distinto del que tú te imaginas. No pongas en lugar de Dios la imagen de Dios que tú te has elaborado en el pasado: eso es idolatría espiritual. Repite la oración: "Señor, líbrame de todos los conceptos pasados que he formado de ti". Lo que hemos de hacer al acercarnos a Dios es recoger todos los conceptos pasados que de él tenemos, almacenarlos en la bodega de nuestra mente, y luego acercarnos a Dios, conscientes de que estamos cara a cara con un Dios cercano y a la vez desconocido, infinitamente sencillo e infinitamente complejo. ¿Cómo podría repetirse el Infinito? Todo el espacio y todo el tiempo del mundo no le bastan para expresarse a sí mismo una sola vez, ¿y queremos que se repita? Dios no se repite. Dios no responde nunca a un procedimiento fijo, no se ata a tiempo y lugar, no acata pronósticos, no repite caminos.

Dios nunca "vuelve"; Dios siempre "viene". Cada vez es un camino nuevo, un rostro nuevo... Dios no copia... , ni siquiera se copia a sí mismo. Puede permitirse el lujo infinito de ser perpetuamente diferente, y en eso está precisamente su ser" (o, c., págs. 39-43).

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-"NO TOMARAS EL NOMBRE DE DIOS EN FALSO"

"El Dios cercano da lugar a un concepto y una familiaridad que nos pueden llevar a la tentación de manipularlo. El Dios "amigo" puede pasar a ser el Dios "camarada", y la confianza puede llegar a ser abuso. Si manipular a un hombre es el último ultraje contra la dignidad de la persona, intentar manipular a Dios es blasfemia en acción. A Jesús, la gente quiso manipularlo en su vida una y otra vez. Le pedían signos, milagros. La reacción de Jesús fue llamar "generación perversa y adúltera"(/Mt/12/39. /Mt/16/04./Lc/11/29) a los que eso pedían. La promesa inaudita de Jesús, "pedid y recibiréis", pone en nuestras manos un instrumento privilegiado de fe y de abundancia en todos los órdenes para obtener cualquier cosa que deseemos, y en su misma generosidad abre el peligro de la manipulación, que más tarde o más temprano queramos forzar la mano de Dios valiéndonos de su promesa para conseguir que nos dé algo que él sencillamente no quiere darnos. El peligro no es que Dios sea de hecho manipulado, que nunca lo será ni puede serlo, sino que nosotros lo pretendamos y, al hacerlo, rebajemos otra vez el concepto de Dios a niveles humanos" (o.c., págs. 53-55).

-"EL QUE NO ADELANTA, RETROCEDE"

"Cuesta vaciar la mente. Cuesta silenciar el pensamiento. Cuesta despedir la imagen. La imagen no muere. Asentimos a la trascendencia, reconocemos el misterio, apreciamos el silencio. Pero la imagen persiste y el concepto se agarra y la idea no cede. Hay en nosotros, bien en el fondo del alma y de la conciencia, una mezcla de rutina, miedo, superstición, resistencia al cambio y comodidad en lo aprendido, que repite valores iniciales y proyecta imágenes de infancia a lo largo de toda la vida. El peligro es que la continuidad se haga estancamiento. Me atrevo a decir que una de las causas de la desorientación religiosa que se observa hoy en España en familias tradicionales en materia de creencia y práctica religiosa es precisamente ésta: la generación adulta de hoy no ha desarrollado un entendimiento inteligente del catolicismo paralelamente al conocimiento de su especialidad y al ejercicio de su profesión. Hemos dado a luz una generación de excelentes técnicos, grandes médicos e ingenieros, economistas y empresarios que eran autoridades en su terreno... y carboneros en religión. Hay que negociar con el tesoro mayor que tenemos: el concepto de Dios. Hay que avanzar en su conocimiento. Cuando digo "concepto", digo "experiencia". No se trata de conceptos abstractos, sino de experiencia vivida. O más bien de todo junto, ya que la idea influye en la conducta, y la conducta moldea la idea" (o. c., págs. 99-109).

-LA CONVERSIÓN DE LOS "BUENOS"

No hemos pretendido hacer publicidad más o menos encubierta del libro citado; nos ha parecido interesante escoger unos fragmentos en los que se expone con claridad y autoridad la necesidad que tenemos de convertirnos de Dios; los creyentes, claro, los que nos sentimos demasiado seguros de nuestra condición, los que pensamos que a Dios ya lo tenemos "controlado". Porque las dificultades aquí comentadas son dificultades de quienes creen, no de quienes no creen; es claro que no basta con confesarse creyente. Creyente, ¿en qué Dios? ¿En el de la Biblia?; pero, ¿cómo entendemos e imaginamos al Dios de la Biblia? Que esta Cuaresma

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nos traiga una sincera conversión; de nuestras imágenes de Dios, sobre todo. Entonces, probablemente, muchas otras cosas cambiarán por sí solas. Y si no, hagamos la prueba.

LUIS GRACIELA DABAR 1988, 16

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Lic. Viviana Endelman Zapata

Imágenes distorsionadas de Dios

http://www.monografias.com/trabajos16/imagen-de-dios/imagen-de-dios.shtml

Partamos de algunos hechos que demuestran la existencia de imágenes distorsionadas en gran parte de los cristianos.

La vida, las actitudes, las opciones de muchos cristianos son reflejo claro de una imagen impersonal y lejana de Dios, un Dios castigador o que premia según las conductas, un Dios reducido a recurso de solución ante determinados problemas o situaciones difíciles. Un Dios con el que se tiene una "relación utilitaria", al que sólo se le pide lo necesario y del cual se prescinde si se cree que se tiene todo, o un Dios al que se asocia con la buena suerte y que se abandona cuando algo no va bien. Un Dios a quien se le atribuye el mal que sucede en el mundo, con evasión de la propia responsabilidad y libertad y aún de los límites de la existencia humana. Un Dios al que el hombre puede acercarse más por su esfuerzo racional, o un Dios adaptado al sentir, al cumplimiento perfeccionista sin amor, a una idea fría no hecha vida que lleva al ateísmo práctico y a la hipocresía. Un Dios inventado al que se le rinde culto y llega a motivar en otros el ateísmo. Muchas falsas imágenes de Dios han despertado en el hombre la angustia o la rebelión.

Otro hecho que demuestra la existencia de imágenes distorsionadas es el positivismo eclesiástico en el que se cae con frecuencia, que tiene sus raíces en una teología abstracta y cosificante de Dios y que no muestra una profunda orientación y búsqueda de Dios detrás de tantos planes de pastoral y reorganizaciones administrativas o del apostolado en diversas áreas humanas.

Se observa a veces un cierto desplazamiento y ocultamiento de Dios, o un darlo "por supuesto" en la reflexión teológica y en el compromiso cristiano, recayendo el acento (pero con un Dios ausente) sobre las dimensiones humanas públicas y sociales, tales como la promoción del hombre o la liberación de los oprimidos.

En este desplazamiento de lo teocéntrico por lo eclesiocéntrico o por lo antropocéntrico vacíos de Dios, el rostro de la Iglesia llega -con frecuencia- a ocultar el rostro real de Dios.

Falta a veces en los cristianos el descubrir a Dios en medio de la realidad que nos rodea, el tener una experiencia unificante entre la ciudad terrena y la ciudad celestial; por lo cual lejos se está del Dios que habla y actúa en la historia, del "Dios entre nosotros".

También muchas expresiones sobre Dios responden a una religiosidad natural, anterior a la revelación bíblica, como por ejemplo "esa energía", o ese "algo superior que tiene que haber", esa "mano poderosa que está por encima de nosotros".

Veamos algunas causas que hay detrás de las imágenes distorsionadas

Como primera idea general, podemos decir que las imágenes distorsionadas de Dios que tienen los creyentes tienen causas históricas, sociales-culturales, personales y pastorales.

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Las versiones de Dios provienen de la doctrina teológica que inspira la cultura religiosa vigente, de la influencia de tradiciones, mitos, costumbres heredadas de épocas anteriores y de factores de índole socioeconómico. En cuanto a los factores personales, también contribuyen a formar una imagen de Dios el nivel de formación religiosa, o el grado de madurez afectivo e intelectual, las historias de vida, los procesos psicológicos, los estados interiores.

Nos proponemos profundizar sobre todo en los condicionantes estrictamente teológicos:

En la configuración de la imagen distorsionada de Dios tiene que ver la formación desde una visión metafísica y esencialista de Dios (imagen predominante en los manuales de teología), y una teología abstracta y cosificante de Dios, recogida en gran parte por la presentación pastoral de Dios en los catecismos con los que han sido adoctrinados los fieles.

-En los manuales tradicionales se encuentra una imagen de Dios identificada con una verdad absoluta, fría y lejana, apoyada en el tratado clásico que divide el Dios uno del Dios trino, en el que la existencia de Dios aparece como algo distinto de su presencia histórica y de su revelación, de su presencia trinitaria manifestada en el NT.

-Los pensadores del medioevo también dejaron sus huellas en los catecismos populares. Y nos encontramos con una catequesis sobre Dios donde hay falta del mensaje salvador y sobresale una exposición racionalista de la fe. Nos encontramos con una catequesis como transmisión de conceptos y abstracciones (aunque el motivo de fondo haya sido preservar la fe tradicional frente a determinadas corrientes y herejías). Una catequesis donde la fe es presentada como deber (carácter moralizante), como verdades que debemos creer más allá de la respuesta libre y dialogante de quien recibe y acepta la Palabra, descubriendo en ella el sentido más profundo de su existencia. ¿No es lógico que los creyentes tengan una imagen natural de Dios si sus guías les hablaron más de un Dios metafísico que de un Dios histórico, de un Dios presentado de manera abstracta e impersonal?

Lejos de desarrollar la actitud de fe en cuanto adhesión personal y comunitaria del hombre con Dios, esta imagen de Dios presentada ha engendrado muchas veces en el creyente actitudes como el miedo o la sumisión por sobre la del amor.

El proceso de despersonalización de la imagen de Dios es también fruto de considerar a Dios no como persona que actúa en la historia de la salvación, al que sólo nos aproximamos desde la experiencia existencial y dinámica, sino como alguien que posee ciertos atributos metafísicos esenciales y que se deben reconocer con la razón, alguien inaccesible para la experiencia, incomunicable, que está al margen de toda aspiración humana (un Dios en sí, no un Dios para nosotros).

Especialmente la concepción teológica aristotélica-tomista ha producido una laicización y racionalización de la imagen de Dios, determinada sobre todo por

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la ausencia explícita de la persona y obra de Jesús en cuanto a los contenidos y por un proceso racional de acercamiento a Dios ajeno al dato revelado como metodología, donde ha estado ausente el carácter antropológico y pastoral.

Junto con la exposición del en sí de Dios de carácter abstracto y filosófico (con relación casi exclusiva a su trascendencia: misterio inescrutable, omnipotente, justo juez, señor de los ejércitos, luz inaccesible, etc.), se observa la ausencia de la Escritura y de los ecos salvadores.

Por otro lado, podemos señalar que el Dios bíblico ha recibido numerosas añadiduras culturales. Y el Dios anunciado muchas veces no es sólo el Dios de la fe, sino una imagen de Dios en la que han entrado otros elementos culturales que pudieron ser en otro tiempo útiles a la interpretación del mensaje bíblico, pero que han sido desplazados por otra cultura. Por ejemplo, si nos situamos en la Edad Media, observamos que el ambiente cultural y social era muy distinto al presente: nos encontramos ante una aceptada situación sociológica de cristiandad –una cultura estática que no siente el estímulo de la historia- y ante una estructura social rígida y vertical, en que el feudalismo presenta un tipo de relaciones sociales basadas en la dialéctica autoridad-súbditos; todo lo cual contribuye a modelar una imagen de Dios autocrática y lejana. Más adelante, mientras la cultura es racionalista, iluminista, intelectualista, un Dios anunciado desde la razón no provocaba un rechazo especial. Pero, en una cultura interesada por la historia, por la existencia, la libertad y el futuro, y también antisobrenaturalista, surge un "lógico" rechazo de un Dios así presentado.

En relación a esto, se hace evidente una falta de diálogo entre la fe revelada y nuestra cultura actual, o más bien un enfrentamiento de la cultura teológica medieval y la actual cultura técnica.

Muchos de nuestros contemporáneos viven declarando: "¡O Dios o yo!". Para convertirse en adultos estiman que han de eliminar a Dios del pensamiento, de la cultura, y de la sociedad.

Tanto la imagen metafísica de Dios que aparece en la reflexión teológica de los manuales como la presentación de Dios en los catecismos tradicionales ya no son válidas, no sólo en relación a la imagen bíblica de Dios sino también por la misma transformación cultural que se ha producido.

Destacamos, por último, que la falta de experiencia personal y comunitaria del Dios vivo ha causado el predominio de una imagen natural de Dios en muchos cristianos.

¿Cómo madurar hacia una imagen bíblica de Dios?

Primero creo que es importante descubrir qué imagen tengo de Dios, sobre todo revisando mis vivencias con Dios y mis actitudes de vida.

Y puesto que en la imagen se mezclan la formación, estados interiores, situaciones psicológicas, me parece necesario abrirse a un proceso de evangelización integral, a una experiencia del amor de Dios hecha proceso de conversión desde una vida orante y fraterna. "Nadie ha visto nunca a Dios: si nos amamos los unos a los otros, Dios permanece en nosotros y el amor de Dios ha llegado a su plenitud en nosotros" (1 Jn. 4,12) Así, en la experiencia del amor, conocemos auténticamente a Dios. Además, el amor con que nos amemos es el signo para que otros crean (cf Jn. 17,21)

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También me parece clave hacer un análisis crítico del pensamiento y la catequesis tradicionales sobre Dios y un análisis del ateísmo contemporáneo, que nos advierten sobre determinadas imágenes de Dios que son equivocadas. Pero sin dejar de abrirse a la enseñanza conciliar y la revelación del rostro real de Dios que se nos acerca. Junto con esto, la actitud que no debe faltar, a mi entender, es superar la distancia entre la reflexión y la vida, para poder encarnar lo verdadero y rechazar las imágenes falsas de Dios que vayamos descubriendo. Es necesaria una fe crítica, pero sobre todo una fe viva que transforme la existencia y que esta existencia hable de Dios.

El Dios vivo de la revelación es el Dios que se manifiesta en la historia o sea que está íntimamente unido al hombre en Cristo; se revela a través de sus obras. Por tanto, la experiencia de Dios necesita de un discernimiento, una capacidad crítica para descubrirlo en medio de la realidad que vivimos, una sensibilidad para captar e interpretar los signos de los tiempos. Esto requiere docilidad al Espíritu Santo, gracias al cual podemos tener experiencia de Dios y anunciar al Dios que escuchamos, vemos, experimentamos, tocamos y compartimos, del cual nos sentimos hijos.

La experiencia de Dios nos defiende de confundir la fe con ideas, conceptualizaciones, activismos, normas.

Además de la conversión personal, que va unida a una experiencia de fraternidad, a la práctica del amor mutuo, creo que es necesario avanzar hacia una renovación de las estructuras eclesiales para que estén orientadas totalmente hacia Dios, y que hagan transparente el rostro del Dios vivo desde una fe que obra por el amor.

En esta renovación, y si estamos hablando de dar un paso hacia la imagen bíblica de Dios, me parece fundamental el darle un lugar central a la Palabra. La Biblia nos presenta a Dios como el que habló al corazón del primer hombre y la primera mujer; hizo alianza en Noé y los compañeros del Arca; escogió un pueblo en Abraham, Isaac, Jacob y los doce Patriarcas; se reveló a Moisés en la zarza ardiente y concluyó una alianza en el monte Sinaí; y habló por los profetas. El Evangelio nos revela que se hizo hombre en Jesús, en quien nos ha manifestado su verdadero rostro de Padre, que tiene un proyecto salvador para cada persona.

Desde el Dios bíblico entendemos nuestra vida como un proyecto amoroso: somos creados por amor, no fruto de la casualidad ni del azar, y destinados a un futuro de amor en el encuentro con el mismo Dios que nos ha creado. Él es nuestro Alfa y Omega. En este sentido, es bueno, antes que reconocer a Dios como todopoderoso, descubrirlo como Padre. No somos esclavos sino hijos. A quienes le abren libremente su vida, Dios se muestra todopoderoso especialmente cambiándoles el corazón. El poder de Dios aparece en las obras de Jesús al servicio de la debilidad humana y se expresa en la misericordia y el perdón. Su omnipotencia no fuerza nuestra libertad.

No podemos los cristianos volcarnos prioritariamente a la acción y al obrar sin preocuparnos de ser comunidad con una unidad de vida manifestada en el amor fraterno. La comunidad es parte del ser cristiano y de este ser comunidad sigue la acción pastoral bajo la guía del Espíritu Santo.

"Toda una generación de creyentes ha aprendido un concepto legítimo pero limitado de Dios (todos los conceptos humanos de Dios son limitados); se

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encuentran, por educación o por carácter, sin posibilidad de alternativa o voluntad de ampliación de su rígida catequesis y, al encontrar situaciones en la vida que no encajan con ese concepto, dejan el concepto y dejan a Dios. Es decir, dejan al Dios que conocían. Si lo hubieran conocido mejor, no lo habrían dejado. Hay que ampliar la catequesis, hay que abrirle ventanas al alma, hay que dejar a Dios ser Dios. La mejor manera de contrarrestar el ateísmo –misión de misiones en el mundo de hoy (y quizá de siempre)- es entender mejor a Dios. (...)

Yo tampoco creo en el Dios en que los ateos no creen", declaró certeramente el patriarca Máximo IV en el Vaticano II. "

[email protected]

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Antonio Galera Gracia

Falsas imágenes de Dios

http://www.agalera.net/falsas.htm

No puedo comenzar este tema sin agradeceros a todos el apoyo y las continuas muestras de amor y amistad que habéis mostrado hacia mí con motivo de la dolorosa muerte de mi madre. Vosotros habéis sido los samaritanos que curaron mis heridas, habéis sido los cirineos que me ayudaron a soportar el peso de la cruz y habéis sido, ante todo, el motivo de mi pronta aceptación de lo inevitable.

Es muy doloroso cuidar de una madre cuando sabes que ya no se puede hacer nada por ella, cuando sabes que va a morir... Pero mucho más doloroso es cuando, para evitar sufrimiento, tienes que fingir naturalidad y contento; es decir: reír por fuera y llorar por dentro.

Mientras velaba su sedado sueño, envuelto en la penumbra que casi siempre nos envolvía porque la luz le molestaba mucho, pensaba en lo efímera que es la existencia del hombre. Pensaba en que mi madre se moría y en que era todavía joven y necesaria para sus hijos y para su marido que ahora no sabe qué hacer sin ella. Veía cómo la muerte se hacía cada vez más presente en la habitación y cómo fuera de ella brotaba generosamente la vida: la hierba reverdecía por todas partes, la juventud se arrullaba en los parques y jardines y los pájaros, concretamente los gorriones, hacían el amor sobre los aleros de los tejados. Fue entonces cuando me asaltó aquella extraña pregunta: ¿por qué Dios le dio tan poca importancia a la vida individual y tanta a la perpetuación de la especia? Millones de espermatozoides mueren para que uno de ellos viva, los árboles se cubren generosamente de frutos, nacen arbustos entre los muros pétreos de los castillos y entre las losas que cubren las aceras de las ciudades... Entonces fue cuando me di cuenta que estaba cuestionando el proceder del Padre. Yo que siempre había defendido y había dicho a todo el mundo que todo lo creado por Dios es bueno, estaba cuestionando el proceder del Padre. Cerré los ojos y vi al Padre ante mí, lo vi como Job lo ve en el Antiguo Testamento, y me dijo las mismas cosas que le dice a él, las mismas cosas que mi padre me hubiera dicho a mí, las mismas cosas que yo le hubiera dicho a mis hijos: <<¿Quién eres tú para cuestionarme? -dijo- ¿Quién eres tú para pedirme cuentas? ¿Dónde estabas tú cuando yo cree la tierra? Tú que siempre has defendido el principio de que todo lo creado por Dios es bueno, ¿por qué crees que la vida es buena y la muerte mala; si ambas cosas, vida y muerte, fueron creadas por mí?

Dudé entonces de mis propios argumentos, y fui reprendido por ello. Pero lo hice cuando todavía no había aceptado lo inevitable, cuando el dolor era del cuerpo y también del alma, cuando no podía evitar las lágrimas, cuando no quería hablar cara a cara con quienes de vosotros me manifestasteis querer hacerlo, cuando creí firmemente que Dios me había abandonado, cuando, en definitiva, comencé a tener una imagen falseada de Dios...

TEMA

Una imagen falseada de Dios ha tenido muchas veces como consecuencia una reacción de rebeldía contra nosotros mismos y contra Dios. Eso fue lo que me ocurrió a mí. Me di cuenta de que cuando falseamos la verdadera imagen de Dios, surge como consecuencia una reacción de autodestrucción contra nosotros mismos y de rebeldía contra el proceder de Dios.

La imagen falsa de Dios se debe a la desviada figura que, como en mi caso, aparece muchas veces en nuestro modo de actuar y de pensar, y sobre todo, cuando nos negamos a aceptar lo inevitable.

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Yo siempre he dicho que de Dios no hay que hacer un ídolo personal. Siempre he dicho que tenemos que ponernos en guardia para no hacer de Dios un Dios personal y supeditado a una clase determinada de hombres. Siempre he dicho que tenemos que ser muy modestos a la hora de conocer a Dios y a la hora de mostrarlo. Siempre mantuve que de Dios no se puede hablar como de algo que se ha visto y al verlo se posee, sino como de alguien por quien uno se deja poseer sin cuestionarlo. Por ello siempre defendí que en la revelación que Dios hace en cada uno de nosotros hay que dejarse sorprender por Él, abrirse, acogerlo, escucharle, asombrarse..., dejarse llevar como las hojas secas de los árboles se dejan llevar por las corrientes murmurantes de los ríos...

EXPOSICIÓN DEL TEMA

1. Falsas imágenes de Dios.

a) Un Dios adversario o rival del hombre.

Un Dios que con su acción o su presentación hace inútil la decisión libre del hombre. Por ejemplo, presentar la oración como una especie de “técnica” para curar enfermedades. Un Dios que respalda ciertos tabúes morales, que nos impone caprichosamente lo que es molesto, y nos manda sistemáticamente lo que es desagradable. Un Dios de cuyo capricho dependen las catástrofes y las guerras.

b) Un Dios subordinado al hombre.

En este caso Dios debe de estar pendiente del capricho del hombre, reparar los errores que éste comete en su vida cotidiana, sustituirle siempre que no tome las decisiones que debe tomar. Si este Dios no cumple con el oficio que el hombre le ha señalado, el hombre reaccionará con ira contra este Dios-servidor-inútil.

c) Un Dios guardián del orden público.

El Dios que sirve para justificar las injusticias del orden constituido, que vigila con severidad las normas de una moralidad oprimente, que se caracteriza por una actitud de amenaza, de castigo vengador. El Dios que protege siempre a los de nuestro país, a los de mi partido, a los de mi religión y mira con ira a los enemigos de mi Patria, de mi partido, de mi iglesia... El Dios que ha hecho que unos pocos privilegiados posean la mayor parte de los bienes de la tierra y prohíbe a los pobres organizarse para reclamar con eficacia sus derechos.

d) Un Dios pueril.

El Dios relojero del universo que maneja como un técnico muy hábil la máquina de todas las cosas creadas. El Dios objeto de todas las ñoñerías sentimentales de ciertas formas de piedad y beatería.

e) Un Dios lejano.

Un Dios que está en el cielo y que nos observa desde allí con ojos policiales y actitud amenazante.

f) Un Dios tapa-agujeros.

Como alguien que viene sola y exclusivamente a cubrir nuestras deficiencias, sobre todo si esto se entiende en el sentido de disminuir la vocación que el hombre tiene de alcanzar plenamente su autonomía personal y de construir por sí mismo su proyecto de llegar a ser plenamente hombre.

2. La verdadera imagen de Dios.

La verdadera imagen de Dios la hemos de ir descubriendo a través de la revelación que el mismo Dios hace en cada uno de nosotros y a través de la presentación que Jesús nos hace del Padre. Cristo nos presenta un Dios más humano, más cercano... Jesús comienza su predicación anunciando esta buena nueva: "El Reino de Dios está cerca de vosotros. ---¿Dónde está? -le pregunta un hombre andrajoso y hambriento.

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---El Reino de Dios -le contesta Jesús- dentro de vosotros está.

---Si las escrituras dicen que el Reino de Dios está en el cielo, ¿cómo es que tú dices que está dentro de nosotros? -vuelve a preguntar el hombre.

---Si el Reino de Dios estuviera en el cielo - le contesta Jesús- las aves nos tomarían la delantera, y si estuviera en el mar, los peces nos tomarían la delantera. El Reino de Dios está dentro de vosotros en forma de grano de mostaza. De vosotros depende hacerla germinar o ahogar su crecimiento. Quien quiera conocer a Dios lo encontrará, porque conociéndole a Él os conoceréis a vosotros mismos y entenderéis que sois hijos del Padre, y, a la vez, os daréis cuenta que sois hijos de Dios. Vosotros sois la ciudad de Dios.

El Dios que anuncia Jesús es el Padre que acoge, sale al encuentro, perdona... Toda la vida de Jesús fue eso: hacer visible la proximidad de Dios al hombre. Ser samaritano próximo a cualquier hombre en necesidad. Y a mayor necesidad mayor cercanía.

Jesús no fue un teólogo, ni habló mucho sobre Dios, pero ciertamente se expresó y vivió de tal manera que los que le veían se preguntaban quién era ese hombre, y de dónde le brotaba aquel amor y aquella libertad.

Las actitudes de Jesús resultaron escandalosas. La gente que lo oía estaba desconcertada. Y este desconcierto atañó por igual a cercanos y lejanos:

su familia cree que ha perdido la cabeza (Mc 3, 22-21) Juan el Bautista duda de su misión (Mt 11,4-6) Los escribas y fariseos le tienen por endemoniado (Mc 3,22) Le acusan como “amigo de malas compañías” (Mt 11,19)

El Dios que Jesús anuncia y hace visibles es un Dios que hace salir el sol sobre justos e injustos, que no acepta nuestras clasificaciones, diferencias y anatemas.

Creer en este Dios que Jesús nos muestra no es negar sino afirmar una predilección que la tradición judeo-cristiana ha puesto repetidas veces de relieve. Un Dios que se caracteriza por una clara solidaridad y predilección por los pobres, pequeños y marginados. El Dios cristiano es un Dios de los hombres, de todos los hombres. Pero es un Dios que no puede evitar su constante predilección por los más necesitados, los pobres, los desheredados, los sin ley, las víctimas del egoísmo... No necesita médico el sano sino el enfermo.

La soberana libertad de Jesús en su lucha por liberar al hombre de la esclavitud de una ley que había sido escrita por los hombres, del sábado, del culto, de los prejuicios sociales, ha llegado a ser nota definitiva en su persona: Jesús fue un hombre libre que nada dejó escrito, que predicó con su propio ejemplo, que dijo que la ley había sido escrita por los hombres, y que la verdadera Ley estaba escrita en el corazón del hombre...

Jesús mostró con su acción que el Dios a quien invocó como Padre no es un Dios que oprime, sino un Dios que libera. Eso es lo que Jesús reprochó a los escribas y fariseos: encadenar a Dios a sus propios intereses y hacer de la acción liberadora de Dios una razón para oprimir a los demás. Para ellos el sábado era el día del honor de Dios, no el de la libertad del hombre. Por consiguiente, si el día consagrado a Dios es aquel en que precisamente resulta imposible trabajar para dar de comer a los que padecen hambre o para curar a los enfermos, el Dios al que se honra de esta forma no es Dios, es un ser despiadado.

Jesús puso de relieve que optar por un Dios liberador, creer en un Dios libre y generador de libertad es arriesgado y costoso. Muchos de vosotros lo sabéis perfectamente porque lo habéis sufrido en vuestras propias carnes. El mismo Jesús selló con su vida esa opción. Opción que no es fundamentalmente una decisión de la voluntad, ni algo que se adquiere a fuerza de puños, sino que es algo que brota de lo más profundo de uno mismo cuando, gratuitamente, uno se encuentra cogido, seducido por Dios y su Reino. Es lo que decíamos antes acerca del conocer a Dios. Es fruto de la experiencia del dejarse poseer, no del querer poseerlo.

Creer en un Dios así no es sinónimo de despreocuparse y olvidarse de que la fe es llamada y respuesta. Pero es muy importante saber que la fe no es: un yo te doy para que tú me des, porque el amor está, no en que nosotros amemos o hayamos amado a Dios, sino en

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que Él nos amó primero (Jn 4, 10). Aunque con la misma claridad dirá después Juan que <<quien no ama al prójimo no conoce a Dios>>.

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Imágenes de Dios y sus implicaciones en el mundo de los jóvenes

Francisco Reyes Archila

http://www.planpasperu.org.pe/xoops/modules/articles/article.php?id=11

"...quiero expresar, desde lo hondo de mi corazón, mi agradecimiento a Dios por el don de la juventud,

que a través de ustedes permanece en la Iglesia y en el mundo"

Juan Pablo II

Si nos preguntan si la juventud es un don o una carencia, indudablemente optamos por responder que la juventud es un don. Sin embargo, consideramos como "incoherente" que seamos nosotros, personas ya instaladas en el mundo adulto, quienes hablemos u opinemos sobre los jóvenes directamente, sin cuestionar primero los parámetros adulto-céntricos desde donde tradicionalmente hemos visto a los jóvenes. No se trata, como se acostumbraba a decir en una época reciente, de "ser voz de los sin voz". Ellos y ellas son los que tienen la responsabilidad de hacer oír su voz y de nosotros la de promover y dejar que ellos y ellas hablen, así como la de escucharlos. Es necesario, que nosotros los adultos, hagamos primeramente un análisis crítico de los imaginarios sociales predominantes sobre nuestro mundo. Nos interesa, por tanto, ver la cuestión de los jóvenes desde el punto de vista de los adultos y específicamente desde el punto de vista que nos corresponde, es decir, como teólogos. No en el sentido tradicional de querer seguir viendo a los jóvenes a partir de los parámetros adulto - céntricos, sino en el sentido de revisar nuestros propios imaginarios sobre el mundo adulto. A pesar de lo anterior, necesaria e inevitablemente tenemos que referirnos a los jóvenes, aunque sea de forma indirecta, por ser una realidad correlativa a los "adultos".

1. Algunas consideraciones previas

Lo primero que hay que dejar claro es, que tanto las imágenes del joven como del adulto son construcciones socio culturales. Igual ocurre con el calificativo de juventud que se utiliza para hablar de un momento determinado en la vida del ser humano. Por tanto, estas imágenes no hacen referencia a una condición natural o "esencial", sino a las características, funciones, competencias o roles que social y culturalmente se asignan a ciertas etapas o momentos de la vida. Ya este presupuesto nos llama la atención, para hablar siempre en plural (juventudes y no juventud), cuidando de distinguir entre aquellas imágenes predominantes o hegemónicas en determinada sociedad y en determinado tiempo, y aquellas que no lo son (muchas de ellas visiones alternativas, que se van abriendo camino a paso lento). Cuando hablamos acá de juventud y del mundo adulto, nos referimos primeramente a aquellas imágenes o imaginarios sociales predominantes y hegemónicos.

La segunda cosa que queremos dejar claro es que no hay otra manera de imaginarnos a Dios (o hablar de Dios) sino a través de metáforas o símbolos de nuestra realidad humana (social o cultural). Aunque manejemos un lenguaje que puede ser común, como "Dios Padre", las imágenes que empleamos adquieren un significado muy particular, que resulta de una interacción con la cultura en la que estamos inmersos y del lugar que ocupamos dentro de ella. En nuestro caso, nos interesa resaltar el origen adulto de muchas de estas metáforas o símbolos.

El tercer asunto que hay que dejar bien claro, es que no es posible llegar al fondo del papel que lo religioso ha jugado en la conformación de los imaginarios sobre la juventud, si no tenemos en cuenta, por una parte, que la teología y la iglesia hacen parte de un todo más amplio, como son los paradigmas y estructuras sociales de tipo patriarcal, que han predominado y caracterizado principalmente a Occidente. Por otra, que estamos en época de grandes cambios, de grandes crisis, pero también de grandes posibilidades y

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responsabilidades. Una y otra realidad condicionan los significados que le damos a la imagen de Dios.

Nos interesa, en particular, ver en un primer momento la manera cómo las imágenes hegemónicas que tenemos sobre el mundo adulto en las sociedades patriarcales han influenciado en la manera como nos "imaginamos" a Dios en la teología y en las iglesias. Para confirmar lo que decimos, basta analizar las predicaciones, la catequesis, el testimonio, las leyes, las normas, etc.. Estas imágenes de Dios, a su vez, han influido directa o indirectamente en la conformación de ciertos imaginarios predominantes sobre la juventud y la adultez, las cuales repercuten dialécticamente en la condición y situación de los y las jóvenes hoy. Pero nos motiva también trabajar a la inversa, es decir, a partir de los nuevos imaginarios emergentes sobre la juventud, rediseñar nuevas imágenes rejuvenecidas de Dios y, por tanto, nuevas imágenes de los adultos.

2. La imagen del mundo adulto

Las imágenes que utilizamos para "hablar" de Dios normalmente son adultas (sea Dios Padre o Dios Madre) o provienen del mundo adulto. Ese es un fenómeno común a todas las religiones. Pero para comprender estas imágenes es necesario, antes que nada, que nos preguntemos por la carga de significación que le damos a la palabra adulto o lo que comprendemos por mundo adulto.

El adulto en una sociedad patriarcal es el ideal o el prototipo que el joven debe alcanzar. Por algo, ser adulto es sinónimo de madurez. Sin embargo, podemos ver de una manera más crítica esta imagen, la cual la podemos caracterizar de la siguiente manera: "Es el nuevo hombre, el dueño individual de la sociedad productora de mercancías, separado de su familia, independiente, libre, pero atrapado por un poder sobrehumano ineludible, en una red de relaciones sociales en su crecimiento y enteramente más allá del control de sus actores". En otras palabras, el adulto es el retrato de la soledad, como escribe Drewermann a propósito de la figura del adulto como es presentada en el libro de "El principito". "Su soledad, su aislamiento, su egocentrismo, su capacidad fantástica de perseguir como posesos la felicidad de la vida de un modo que sólo puede acarrear infelicidad, su permanente monología y monomanía, su completa incapacidad de escuchar a los otros y menos de aprender de ellos, todo esto sin duda imposibilita humanizar a las personas mayores".

El mundo adulto se le revela al principito "como una galería de la ostentación, la vanidad y la incapacidad absoluta para amar algo que no sea uno mismo, como un calidoscopio de ampulosos egoísmos, cada cual habitante de su propio planeta, años luz alejados de los hombres y de toda humanidad, seres que se tienen por importantes, por el sólo hecho de que saben transformarlo todo en números, mientras que ellos mismos no son más que "esponjas" que lo absorben todo, sin transformarlo interiormente con el mero propósito de hacerse "serios" y "gordos" ante los demás".

Debemos insistir que esta imagen del adulto corresponde más al varón. En las grandes sociedades patriarcales el adulto está simbolizado en figuras masculinas, y concretamente en las metáforas ideales o arquetipos del rey (detentador del poder, la fuerza y la autoridad), del juez (tiene el poder de la ley, las normas y el orden), del rico (el poder de la riqueza), del guerrero (tiene el poder de la fuerza, la agresividad, la valentía) y del mago (Tiene el poder del saber: "todo lo sabe, todo lo resuelve, y si no lo inventa). Lo que agrega algunas características propias. Es por esto que tenemos que hablar del patriarcalismo que caracteriza a las actuales sociedades, las cuales se estructuran social y simbólicamente a partir de las relaciones verticales, donde el varón-padre-adulto es considerado como importante, en términos de grandeza, poder, prestigio y honor, dándole el monopolio de Palabra y la ley.

A esta imagen del adulto hay que agregar entonces otros valores como el poder y la autoridad, basados en unas relaciones más de tipo legalista. La autoridad del padre sobredetermina, como una ley fundamental, las relaciones con los demás. Aparece la imagen del adulto como juez severo, drástico, que impone su voluntad, su ley, a como dé derecho. Cuando se agotan las vías de "derecho" para imponer la autoridad, aparecen las vías de "hecho". Aparece entonces la imagen de un adulto violento, que plantea la guerra y la violencia como las únicas formas de solucionar los conflictos. Hay poco lugar o nada, para el diálogo, la comprensión, la compasión, la misericordia, el reconocimiento de los errores, las cuales se miran como una debilidad en la autoridad del adulto. Es importante tener esto en cuenta, por los conflictos que caracterizan la relación de los jóvenes con los adultos (sea el padre, el

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maestro, las autoridades, el sacerdote, etc.), tanto en la sociedad, la iglesia como en la familia. O incluso, los conflictos entre los adultos mismos.

Contrasta con esta imagen del adulto la del joven. Esta última es definida en términos de transición (una etapa de preparación para ingresar al mundo de los adultos), negativos (no ser adulto) o carentes (lo que le falta para ser adulto) y desde el poder del orden y la ley. Esta imagen del joven es concebida en términos de futuro inmediato. Pero aún más, la imagen del joven se define en conflicto y en oposición con esta imagen del adulto. Conflicto que se resuelve "sacrificando", en todo el sentido de la palabra, a la juventud. Las comprensiones de la juventud como una etapa o como un estado de transición, confirma lo que estamos diciendo.

Esta imagen del "adulto", construida en oposición a la juventud, ha condicionado también la "imagen" que hemos construido de Dios en la cultura occidental. Aparece entonces como predominante la imagen de un Dios padre adulto: ausente, lejano, envuelto en una especie de soledad divina, celoso de la realidad humana, dominador, poderoso, legalista, etc. Lo que podemos decir del adulto, lo podemos afirmar también de Dios, con el añadido de que la imagen se torna "sagrada".

Y lo más grave de todo esto es la absolutización que hemos hecho de esta imagen, distorsionando la imagen bíblica de Dios Padre, convirtiéndola en un "ídolo", ante el cual no se puede decir nada o no se puede cuestionar. Un ídolo que en su afán de "tener" a Dios niega paradójicamente toda posibilidad de encontrarlo. Un ídolo que no nos permite dialogar con otras imágenes femeninas, juveniles o infantiles de Dios. Desafortunadamente algunos de los mitos, ritos y doctrinas sobre Dios tienden a expresar y a reforzar inconscientemente esta imagen.

Como iglesias hemos presentado esta imagen de Dios a los jóvenes. Por esto es comprensible que la mayoría de ellos y ellas entren en conflicto con esta imagen, pero también con la teología o la doctrina, con la pastoral, con las normas y leyes que rigen a las iglesias y especialmente con la liturgia (con los tiempos y espacios tradicionalmente considerados como sagrados). Esto imposibilita ver a Dios con un rostro juvenil o jovial. A un Dios lejano y ausente, le corresponde un joven ausente de los asuntos religiosos "oficiales". Por eso, no es que los jóvenes se encuentren "alejados" de Dios, sino de ciertas imágenes de Dios. En muchos casos, para bien o para mal, crea sus propias imágenes.

3. Un cambio necesario

El camino que emprendamos puede y debe ser ahora en vía contraria. Es decir, ver a grandes rasgos lo que significa ser joven y a partir de ahí, recrear nuevas imágenes de Dios. La idea es plantear metáforas o símbolos para hablar de Dios, a partir de la experiencia de los jóvenes.

Una imagen muy diciente para caracterizar a la juventud es la del "camino", por no estar satisfecho con el lugar actual, porque está en búsqueda permanente. Pero, visto desde nuestra realidad conflictiva, podemos afirmar que la imagen de la "encrucijada" nos puede decir un poco más. Esta imagen hace referencia a "la diversidad de caminos" a la que se ve enfrentada la juventud, un momento especial en que se toman las opciones y las decisiones de la vida (profesión, estilos de vida, vivienda, etc.), en el que busca de manera más insistente los sentidos de la vida, la autonomía frente a los demás grupos etarios. Es una época de cambios (biológicos, psicológicos, sociales), de nuevos descubrimientos o donde se viven ciertos aspectos de vida de una manera más intensa y con mayor energía (la sexualidad, el desarrollo físico, el deporte, la sociabilidad, etc.). Esto implica cierta "inestabilidad", rebeldía y conflictos con relación a los símbolos y a las realidades propias del mundo que "dejan" y del que "viene". Estas implicaciones o reacciones normales de los jóvenes suelen ser vistas con malos ojos por los adultos. Por eso, de alguna manera, la sociedad adulto - céntrica plantea como única salida válida para los jóvenes, la "domesticación", que no es otra cosa que la exigencia implícita de adoptar y adaptarse al mundo de los adultos, tal como lo describimos anteriormente.

Pero también hay que considerar que estos caminos y encrucijadas están condicionados por una serie de factores "objetivos" que no dependen de la voluntad de los jóvenes (su sexo, cultura, grupo social, etc.), entre las que hay que tener en cuenta, las ofertas, imposiciones sociales, imaginarios simbólicos deseados, etc. Aparece entonces la imagen del "callejón sin salida", como la que mejor refleja la realidad de muchos de los jóvenes en los sectores populares.

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Aunque la imagen del camino simbolice una característica del ser humano desde que nace hasta que muere, la juventud es el momento donde se vive de manera especial ese dramatismo del "camino", de la encrucijada o del callejón sin salida.

De lo anterior podemos sacar algunas conclusiones: La primera, la necesidad de ver la juventud como un don, como momento privilegiado, muy rico y muy profundo en la vida del ser humano, como persona y como colectividad, superando las visiones adulto – céntricas de la juventud. Pero al mismo tiempo como una realidad compleja, heterogénea, discontinua y diversa, lo que nos lleva a hablar mejor en plural: juventudes.

La segunda, el "paso" al mundo de los adultos se puede dar en continuidad y sin mayores rupturas, o como una ruptura radical. En el primer caso, los valores de la juventud, aunque de manera diferente, continúan como elementos que pueden definir y enriquecer el mundo de los adultos. En el segundo caso, el adulto, se define como una negación de la niñez y de la juventud. En el caso de los adultos varones, también como una negación de lo social y culturalmente definido como femenino.

La tercera, la dificultad de precisar en términos de tiempo la duración de la juventud, pues ella depende de muchos factores. Sin embargo, tienen algunos elementos comunes, por ejemplo, como ser un momento de cambios, de opciones, de mucha energía, pero también de necesidades (como en todos los momentos de la vida) de apoyo, solidaridad y de acompañamiento. Un momento donde se afirma la continuidad o la ruptura con los lazos familiares, comunitarios, culturales, sociales y religiosos (procesos igualmente diversos).

Frente a la encrucijada o "callejón sin salida", el o la joven permanece como un rebelde aparentemente "sin causa" frente a los valores y a símbolos que identifican al mundo adulto o se vuelve prematuramente un adulto más. Aunque en medio de estos extremos, se da una gama amplia de posibilidades. Esta es una tensión que se manifiesta en la forma de hablar, de vestir, de actuar, de organizarse, etc. Pero es en esta tensión en la que se juega la identidad y el presente/ futuro de los jóvenes. El problema para muchos se agrava, al no tener en la sociedad buenos referentes, las posibilidades, las condiciones mínimas (culturales, institucionales, familiares, pastorales, etc.) o la solidaridad de las otras generaciones para tomar la mejor decisión. Normalmente termina adaptándose y adoptando el mundo de los adultos, volviéndose uno más, como la única forma que tiene para sobrevivir en una sociedad adulta. Y lo religioso no se excluye de esta lógica.

Si queremos ser coherentes con estos nuevos imaginarios simbólicos sobre la juventud, tenemos que buscar metáforas nuevas, frescas y juveniles que cuestionen y enriquezcan las imágenes que tenemos de Dios. Pero esto no es posible sino cambiamos radicalmente las imágenes predominantes que tenemos de los adultos, especialmente la del padre, y la actitud que tenemos frente a aquello que se considera juvenil. Imaginarnos un Dios menos "adulto", solo es posible si recuperamos y resignificamos los valores propios de la juventud. Valores que enriquecen la vida en todas sus etapas.

Proponemos algunas pistas, que no son más que símbolos, que nos ayuden a construir una imagen diferente de Dios, que nos permita acercarnos y dialogar con los jóvenes:

La imagen de un Dios alegre, festivo, lúdico, que también canta, que baila, que juega. Frente a la imagen de un Dios demasiado serio e insensible. Debe ser un Dios que sea "buena noticia" (agradable, atractiva, cautivamente) para los jóvenes.

Dios que se incultura. "Dios con nosotros". Es un Dios más que cercano, con el cual se puede hablar de tú a tú, con confianza, con el mismo lenguaje de los jóvenes. Un Dios como un amigo. Por tanto, un Dios que sabe escuchar, y que sabe aprender, que tiene tiempo para estar con ellos, que cree en ellos, en sus valores y cualidades, que perdona. Un Dios que les aconseja, que no ordena ni condena de antemano. Al cual le importan los jóvenes, que se preocupa por sus problemas, por sus necesidades. Los jóvenes para él son importantes, no sólo en cuanto al futuro, sino como presente. Un Dios que sea realmente amor (ágape), y amor como ternura, como entrega.

Un Dios comunitario. No es un Dios que vive en la soledad de los cielos, sino en la vida cotidiana de los jóvenes. Es la imagen de un Dios padre o madre que se preocupa por estar con la familia.

Un Dios apacible y bueno. Para quien la resolución de los conflictos pasa por el dialogo,

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la comprensión y la justicia. Su autoridad no está en el hecho de imponer por la ley una orden, sino en su capacidad de amar y de servir, de hacerse como "los otros" o "las otras".

Un Dios que camina con los jóvenes, que sueña con ellos.

Esta imagen de Dios debe ayudarnos a recuperar una dimensión más humana, pero también más rejuvenecida de lo religioso. Pero para no quedar en sólo buenos deseos, esta imagen se debe materializar en al vida y en el testimonio de las iglesias. Esta es la única manera de anunciar y testimoniar a un Dios joven y jovial.

4. Algunas implicaciones pastorales

El único camino posible para mostrar esta imagen rejuvenecida de Dios a los jóvenes, es nuestro testimonio como iglesia. Sólo es posible anunciar a este Dios, a través de nuestras palabras, pero especialmente a través de nuestra forma de ser y de hacer como iglesia.

Esto supone especialmente un cambio en la espiritualidad de quienes están al frente de la labor pastoral en las iglesias. Sólo podemos anunciar el rostro de un Dios joven y hacerlo realmente creíble, si realmente nos hacemos "como" ellos y ellas. Y eso implica recrear y vivir aquellos valores propios de la juventud como la alegría, la rebeldía, etc. Hacernos solidarios con ellos en todo sentido. Entablar un verdadero y sincero diálogo intergeneracional, sin presiones ni autoritarismos, que lleve a crear las condiciones para que sean los mismos jóvenes quienes asuman como mucho criterio las riendas de sus propias vidas, y contribuyan a rejuvenecer a la iglesia y a la sociedad.

Necesitamos de una pastoral que valore e integre de una manera pedagógica los lenguajes de los jóvenes, sus formas vestir, de actuar, de organizarse, sus ritos, sus manifestaciones artísticas, pero también sus propios imaginarios (la propia manera como comprende la vida y se sitúa frente a ella), valores, etc. Que asuma como propia la realidad, los problemas, las necesidades, los valores y la inmensa riqueza de los mundos juveniles. Necesitamos de una pastoral que ayude a los jóvenes a iniciarse en esta nueva experiencia de Dios. Una experiencia que realmente los ayude a crecer sin necesidad de renunciar a las cosas bonitas propias de este momento de la vida. Una pastoral que realmente reconozca y promueva el protagonismo de los jóvenes que los y las ayude a sentirse como sujetos activos, dinamizadores y transformadores, tanto en el ámbito eclesial como social.

Debe corresponder esta imagen nueva de Dios a una imagen rejuvenecida de la iglesia. Esto supone también una nueva teología, nuevos mitos y nuevos ritos, que lleguen realmente a ser una propuesta atractiva para la mayoría de los jóvenes, sin que ellos ni ellas tengan que sacrificar lo mejor de su juventud. Incluso, muchas de las leyes y normas dentro de las iglesias se deben adaptar a esta nueva imagen de Dios y a los nuevos imaginarios sobre la juventud.

En pocas palabras, tenemos que hacer realidad en la pastoral aquella idea de que la juventud sea realmente un don que puede rejuvenecer la iglesia y a la sociedad.