epílogo maternal

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EPÍLOGO MATERNAL Sucesos del 12, 13 y 14 de Abril La historia de mis premoniciones -cifradas en adverbios de lugar- estaban por volver a repetirse cuando el sábado pasado -brumoso y húmedo- crucé temprano y sin percatarme por la puerta del cementerio EL Parque del Recuerdo en Lurín rumbo a un tranquilo sábado de playa en casa de la exiliada del Sur y en compañía del llanero solitario que pedaleaba en sus sudores los sesenta kilómetros para llegar a juntarnos entre los tres, a orillas de la serena ensenada de Pucusana. Allí retozamos serenos los tres chanchitos sin que ningún lobo amenace tumbarnos la casa que se nos amoldó a nuestras tallas y nos meció en la hamaca de su calma. Al caer la tarde nos despedimos y la dejamos al borde del canto de sus olas cristalinas; desarmamos a Maya, la amarramos por el timón y nos sentamos en el bus a bajar libros por internet durante todo el retorno a Lima. El domingo por la tarde me acurruqué en mi cama espacial a terminar de leer el volumen ya iniciado de García Márquez, mientras en la hilera de los pendientes estaban sentados esperando su turno: Ernesto Sábato con su Túnel, Alejo Carpentier con su Reino de este Mundo, Alejandro Dimas y su Conde de Montecristo, Julio Verne y sus Veinte mil leguas de viaje submarino, Ernest Hemingway y su Viejo y el mar, La Chica

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EPÍLOGO MATERNAL

Sucesos del 12, 13 y 14 de Abril

La historia de mis premoniciones -cifradas en adverbios de lugar- estaban por volver a repetirse cuando el sábado pasado -brumoso y húmedo- crucé temprano y sin percatarme por la puerta del cementerio EL Parque del Recuerdo en Lurín rumbo a un tranquilo sábado de playa en casa de la exiliada del Sur y en compañía del llanero solitario que pedaleaba en sus sudores los sesenta kilómetros para llegar a juntarnos entre los tres, a orillas de la serena ensenada de Pucusana.

Allí retozamos serenos los tres chanchitos sin que ningún lobo amenace tumbarnos la casa que se nos amoldó a nuestras tallas y nos meció en la hamaca de su calma.

Al caer la tarde nos despedimos y la dejamos al borde del canto de sus olas cristalinas; desarmamos a Maya, la amarramos por el timón y nos sentamos en el bus a bajar libros por internet durante todo el retorno a Lima.

El domingo por la tarde me acurruqué en mi cama espacial a terminar de leer el volumen ya iniciado de García Márquez, mientras en la hilera de los pendientes estaban sentados esperando su turno: Ernesto Sábato con su Túnel, Alejo Carpentier con su Reino de este Mundo, Alejandro Dimas y su Conde de Montecristo, Julio Verne y sus Veinte mil leguas de viaje submarino, Ernest Hemingway y su Viejo y el mar, La Chica más guapa de la Ciudad de Bukowski, El Señor de las moscas de W. Golding y La muerta enamorada de T. Gautier; además

del segundo tomo de Cuentos Completos de don Julio Cortázar del cual ya había leído una buena parte. Sumergido en el ingenioso cacumen de los encajes literarios de Gabo andaba cuando de ponto sonó el teléfono, mi hermana Martha desesperada me dijo que mamá se había puesto mal que corra a verla, me vestí como un rayo y con el tomo de Gabo en mano (tratando de disimular mis apremio de mis vaticinios), tomé el primer taxi, pero fue inútil, la luz dentro del auto no prendía y nada pude leer, comencé a entender lo que me estaba notificando la vida, llamé a mi hermano Hernán para avisarle y en su tono de voz

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confirmé -sin que él me lo diga- que mi madre ya había muerto y se me desató un callado y copioso llanto capitular.

Entré en casa y confirmé en la blanca transparencia de su rostro que ya había partido, ese cuerpecito al borde de sus cien años no le dio para más, salí de su cuarto a desahogar otras porciones de lágrimas mansas y luego me senté a su lado a darle al oído las indicaciones pertinentes para su recién iniciado viaje; al rato llegó mi hermana Carmen Rosa con 3 velas blancas y un incienso que encendimos de inmediato y le apagamos la luz eléctrica, momentos de mudo agobio y honda congoja envolvieron la llegada de los demás familiares cercanos y del médico que vino a certificar el deceso, luego partió la comitiva rumbo a los trámites de rigor y la casa quedó suspendida de en estoicismo impasible que ni la avalancha de llamadas a los celulares y al fijo lograron alterar. Al rato los familiares ortodoxos -biblia en mano- rodearon su lecho en el sopor entonado de sus versículos y oraciones. La casa volvió a quedar pendulada en sus cuitas hasta el retorno de la comitiva con las noticias y procedimientos a abordar. En esa espera le pusimos en su cama una tablet con su canción favorita de los años 70: “La Inmensidad” cantada por Lalo Bisbal.

Un par de hombres enguantados con maletín en mano llegaron a “preparar” el cuerpo; yo alcancé antes a prevenirle al oído de mamá tales acciones y toda la familia se retiró quedándome yo solo con ellos a los pies de su cama. Lo que hicieron fue un poco brutal pero lo hicieron con cuidado y respeto, aplicaron la dosis de formol respectiva luego de introducir varios metros de algodón y la habitación quedó cerrada el resto de la noche mientras Toffy -el incondicional compañerito debajo de su cama- calmó sus ladridos y persistió en voltear a mirar a todos como pidiendo una explicación de lo que estaba pasando.

Al día siguiente llegaron con una hermosa caja que parecía de mármol y la pusieron allí para llevarla al velatorio, yo me trepé con ella en ese carromato y mi Brendy me secundó para acompasar mis sollozos. Instalada la Capilla ardiente, varios tomamos distintos rumbos para traer lo que era necesario tener a la mano durante todas esas horas. Pusimos música de cuencos tibetanos, aroma de inciensos y la rodeamos de siete cirios blancos que poco a poco fueron alumbrando la cantidad de coronas de flores en nombre de familiares y amigos, muchos de los cuales desfilaron ante ella estrechando a sus hijos huérfanos en sentidos y solidarios abrazos.

Como a las 2:30 de la tarde conversaba con Mónica en medio del salón y de improviso sentí una caricia de arriba abajo en mi espalda, giré de inmediato para ver quién era y no había nadie tras mío; agradecí la caricia de mí mami y pude mitigar así mi asombro. Al lento paso de las horas y conforme la noche desplegaba su manto, se hicieron presentes una oleada de familiares y de amigos de los 4 hijos y de los 11 nietos, algunos de sus

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bisnietos llegaron en brazos. Me abrumó un poco el no poder sentarme a atender y a charlar con todos y sentía que mi gratitud no se daba abasto con todos. Entrada la noche me sentí mareado con leves muecas de desvanecimiento, la hermosa y querida comitiva de mi Logia La Cantera 79 me sugirió ingerir algo y después de 45 años me aventé una taza de café con unas galletas dulces. Al bordear la media noche llegué a casa a sacarme de encima ese raro cansancio y pesadez somnolienta pero no pude dormir y me enfrasqué a avanzar las letras de mi tomo pendiente hasta las dos de la mañana.

Al día siguiente, temprano madrugó la madrugada y la encontré solita en su caja de nácar, en el silencio de sus velas y en el pigmentado aroma de sus flores; en su rostro se había ido fijando una expresión cada vez más honda de paz y de luz; el Sol por arriba apuró sus ardores y la mañana se esparció rápido en un correveydile de palabras, reencuentros y apretones solidarios. La carroza se sentó amenazante en la puerta y yo sentí su jaque mate en el alma, a partir de ahí hasta diez kilómetros al sur no pude ni quise contener la tromba de llanto que me estremeció los huesos. Lao –mi querido hermano de Logia- por segunda vez en mi vida me transportó al cementerio (lo mismo hizo hacen 5 años con la partida de mi hermano Carlos), y supo ir calmando mi llanto pues sabía que en el entierro me iba a hacer buena falta, me introdujo sabiamente en la serenidad de su charla amena y durante todo el cortejo viajamos al Sur detrás del carromato que portaba las coronas de flores que con la velocidad y el viento iban dejando su camuflado rastro de hojas y pétalos cual despedida hasta llegar a la puerta del cementerio por el que había cruzado el sábado pasado rumbo a Pucusana sin imaginar siquiera que al tercer día iba a estar yo allí en tales avatares.

El responso estuvo a cargo de un monaguillo entubado de blanco que oró sereno y asperjó sus aguas benditas sobre la caja de nácar que empezó a descender hacia el oriente eterno. Ahí nos quedamos un rato solazando cariños y afectos, enjuagando lágrimas y luego cada uno tomó su rumbo a la cuidad a continuar con su vida con esa sensación que le viene a uno después de retomar sus rutinas luego de un largo viaje por el extranjero.

Con la venia de mis hermanos mayores y de la melliza de mí edad, me permito aquí, agradecer los malabares efectivos que tuvieron que realizar todos los que se hicieron presentes el lunes y martes en horarios de trabajo, de estudios, de descanso y de alimentos, agradecer también la tierna fragancia de los arreglos florales de los nietos y bisnietos, de mis hermanas Yolanda y Narda, de mis amigos de Gerens, de mi querido Puente Dorado, de Rivelsa, de las compañeras de colegio de mi hermana Martha, de mis rescatados compañeros de mi Colegio Bertello, de los Hermanos Masones y su Comitiva de Damas de La Cantera 79, de los vecinos del Block 5, de los muy queridos Estanislao e Irma, de los Hermanos de la GFU, de Chichi Cafferata, de la puntual familia Aguinaga Condezo, del grupo de amigas más allegadas de mi sobrina Laurita. Así mismo nuestra

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reconocida e inmensa gratitud por las llamadas telefónicas y la afluencia de mensajes fraternos y amorosos a nuestros Facebook y mails desde Los Ángeles, Cali, Paris, Estocolmo, México, Buenos Aires, Quito, Miami, Santiago, Reggio Calabria, Bruselas, Madrid, Valencia, Palencia, Bogotá, Río de Janeiro, Turín, San Salvador, Connecticut, Colbun, Granada, Medellín, Menorca, Managua, Popayán y Londres; y del interior del país desde Tumbes, Chiclayo, Trujillo, Arequipa, Huancayo, Cajamarca y desde muchos lugares de esta Lima que acunó a mí madre por más de 70 años.

Ayer miércoles amanecimos Hernán y yo hermanados en un dolor de cabeza que nos llegaba hasta las plantillas, Hernán desistió por ello de ir a su oficina y se vino a mi casa, nos sentamos a dialogar poniendo al día el largo kilometraje de nuestras ausencias y la cosa devino en que además se animó a iniciar conmigo su proceso Coaching Personalizado en Diseño de Interiores Humanos que yo le había ofrecido 82 días antes, en el fragor del tema estábamos cuando me llegó el flash sorpresivo que me asombró y le dije: oye! Ya no me duele la cabeza, a mí tampoco, me contestó. Me invitó a almorzar y caminamos a un Chifa vegetariano cercano a casa, estábamos almorzando la continuidad de nuestras pláticas y mi móvil sonó, lo saqué y no había registrada ni llamada, ni mensaje ni Whatsapp alguno; seguimos conversando y al instante timbró su móvil y tampoco había registrada ni llamada, ni mensaje ni Whatsapp alguno…ay Carmela, entendimos que se trataba de tu mensaje de conformidad por lo que hacíamos; de ahí salimos a miraflorearnos el resto del día bajo una bruma fantasmal e inescrutable que le puso su toque apacible a la tarde y mi hermano se fue a su casa y yo a mi clase de canto.

Juntoñus 16 de Abril 2015