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ENCUENTROS TEOLÓGICOSFRATERNIDAD TEOLÓGICA LATINOAMERICANA CONO SUR

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ENCUENTROS TEOLÓGICOSFRATERNIDAD TEOLÓGICA LATINOAMERICANA CONO SURAÑO I / 01

ADVERTENCIA

ENCUENTROS TEOLÓGICOS es una revista digital gratuita, por lo tanto, se permite la copia y redistribución siempre y cuando ésta se distribuya de manera gratuita citando las fuentes y autores correspondientes.

Secretario Regional: Juan José Barreda Toscano

Consejo Editorial: Nicolás Panotto - Argentina [email protected]

Javier Ortega - Chile [email protected]

Edgardo Andrés Montecinos - Chile [email protected]

Diseño y diagramación: Edgardo Andrés Montecinos M. [email protected]

Fecha de edición: Marzo 2011

Contacto: [email protected]

encuentrosteologicos.wordpress.comfacebook.com/encuentrosteologicosftl-al.org

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ÍNDICE

PRESENTACIÓNJuan José Barreda Toscano 05

TEOLOGÍA LATINOAMERICANA: ACTUALIDAD Y FUTURONéstor O. Míguez 07

¿TEOLOGÍA O MISIÓN? DIOS EN LA VIDA COTIDIANANicolás Panotto 17

LA CONSTRUCCIÓN DE UNA RACIONALIDAD INTEGRADORA: EL MODELO JOÁNICOJavier Ortega 31

AVIVAMIENTOS, REFORMA SOCIAL Y EMANCIPACIÓN DE LA MUJER EN EL PROTESTANTISMO DEL SIGLO XIXNorman Rubén Amestoy 39

PREPARACIÓN CLADE V Fraternidad Teológica Latinoamericana 52

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PRESENTACIÓNJuan José Barreda Toscano

Amigos y amigas de la FTL, Este es el primer número de nuestra revista regional que será un lugar de

encuentro para quienes deseamos compartir nuestras reflexiones teológicas y her-manarnos por medio de las mismas. Hace unos meses, en el Encuentro Regional Zona Sur 2010, se eligieron los coordinadores de la revista: Javier Ortega, Nicolás Panotto y Edgardo Montecinos. Estamos muy agradecidos por su trabajo y les damos todo nuestro apoyo.

El sueño de una revista vino forjándose en varios miembros de la FTL de

la región. Observábamos que necesitamos generar nuevos “lugares” para cono-cernos, “oírnos” y entrar en diálogo. Es así que esta revista en su edición digital ofrece una buena oportunidad para que esto se haga realidad. La versatilidad y capacidad de circulación de los archivos digitales nos permitirán acceder a todo un grupo familiarizado con las lecturas desde las computadoras. El acceso a la revista es gratuito. Todos están invitados a reenviar esta revista a los contactos que estén interesados o puedan interesarse en leer - e inclusive en su momento reaccionar - a los artículos compartidos. Para quienes tuvieran dificultades para acceder a la lectura desde una computadora o que prefieren hacerlo desde el papel impreso, compartamos y difundamos nuestra revista imprimiendo copias en los núcleos locales o personalmente y repartamos la revista.

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La revista es también reflejo de nuestra voluntad de hermanarnos entre los núcleos locales en Argentina, Chile, Paraguay y Uruguay; sin embargo, los ani-mamos a compartirla a cuanto amigo y amiga interesados tengamos más allá de estos países. Con todo, queremos animar de forma especial a nuestras hermanas y hermanos de la FTL Cono Sur a comunicarse con nuestros coordinadores y suge-rir temáticas futuras, perspectivas de abordaje e inclusive sugerencias de artículos y articulistas. Lo vuelvo a decir: el espíritu de la revista es el de ser un espacio de diálogo regional, por lo que la participación de todos será su fundamento.

Estemos atentos y participemos de este “lugar”. Estoy lleno de ilusiones

por este comienzo. Un abrazo fraterno.

Juan José Barreda ToscanoSecretario Regional FTL para el Cono Sur

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* Néstor O. Míguez es doctor en teología y profesor titular en el De-partamento de Biblia del Instituto Universitario ISEDET. Miembro de la Fraternidad Teológica Latinoamericana.

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TEOLOGÍA LATINOAMERICANA: ACTUALIDAD Y FUTURONéstor O. Míguez*

LA DISPERSIÓN TEOLÓGICA

Hasta hace algún tiempo hablar de “la teología latinoamericana” era re-ferirse a la llamada Teología de la liberación (TL) y sus más difundidos autores, la mayoría de ellos en la iglesia Católica, aunque algunos reconocidos teólogos evangélicos eran identificados también bajo esta corriente. Creo que hoy sería injusto mantener esta mirada. Por un lado, porque la TL ya no es un núcleo uní-voco; no sólo un tronco ramificado, sino un pequeño bosque que ha crecido de las semillas que ésta lanzó al viento del Espíritu. Por el otro, porque han aparecido en nuestro continente otras aproximaciones teológicas que no tienen su origen en esta corriente (aunque algunas surgieron para confrontarla). No me refiero solo a teologías importadas, sino a matices y reelaboraciones propias que estas diversas corrientes han tomado en nuestro continente. Me refiero a las formas particulares que tomaron, por ejemplo, las experiencias pentecostales, con un perfil diferen-ciado, en muchos casos propios, o nuevas corrientes dentro de las iglesias con tra-dición misionera. Descalificarlas como teologías importadas sería injusto, como lo sería reducir todo a uno. Después de todo la TL también se nutrió de fuentes venidas de afuera, desde el tomismo hasta Moltmann.

Pero vayamos por partes. Sin pretender dar un panorama acabado ni mu-chos menos, uno tiene que hacer un pequeño inventario tentativo, porque no hay posibilidad de mirar hacia el futuro de la teología latinoamericana sino a partir

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de algunos elementos que hoy ya están formando parte del horizonte en el cual se mueve.

Comencemos por la más tradicional TL. Aquí, como dije, hay una gran dispersión. Uno de los factores que ha contribuido a ello es que desde mediados de los años ’80, el sujeto “pobre” en torno el cual giraba su concepción, que constituía su locus y perspectiva, comenzó a particularizarse a partir de examinar la complejidad de los sujetos y modos de explotación que se dan en nuestro con-tinente, así como la incidencia de otros factores, más allá del político-económico. Así aparecerán los sujetos “emergentes”, como fueron llamados: pueblos origi-narios, afrodescendientes, los migrantes y desplazados, las lecturas de género, la lectura campesina, etc. Cada uno aportó una perspectiva vinculada a su particular experiencia y lugar social, a su modo de construcción subjetiva, una hermenéutica y particularidad discursiva que fue complejizando la forma de leer las Escrituras, discutiendo, en algunos casos, el propio canon escriturístico, introduciendo ele-mentos de una “teología de las religiones”, modificando las formas de elaboración teológica. Otras perspectivas surgidas fuera del cristianismo, tanto de las tradi-ciones durante tanto tiempo postergadas, como nuevas comprensiones sociales y filosóficas, entraron en diálogo y propusieron nuevas síntesis teológicas.

Por otro lado aparecieron temáticas que diversificaron las propuestas: la preocupación ecológica, las cuestiones de la relación entre fe y cultura, la frag-mentación de los sujetos, etc. Esto, además en un cambiante escenario político, donde el horizonte socialista que había informado la TL en sus primeros pasos y el tipo de análisis social usado ya no podía sostenerse plenamente, y aunque no totalmente desechado, fue necesario incorporar otros elementos y utopías, otros aportes críticos diferenciados para buscar relevancia.

Así, la TL conoció otros caminos: Teología indígena (con distintas va-riantes), teología feminista latinoamericana (que en algunos puntos se distingue de similar empresa en otros contextos), otras expresiones de teología desde una perspectiva de género (de las nuevas masculinidades, teología gay o queer, etc.),

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teologías afro, campesina, de los pobres urbanos, y otras incipientes. Estas ponen de relieve los distintos escenarios y puntos de énfasis desde los que se leen las escrituras y tradiciones cristianas, la historia continental y las prácticas eclesiales. El tema del diálogo interreligioso, las llamadas “nuevas espiritualidades” y las cuestiones de medio ambiente han tomado significativa relevancia en algunos contextos. Otros siguen explorando los temas políticos y económicos, pero bajo nuevas perspectivas, en el horizonte que traen las nuevas prácticas democráticas, la globalización neoliberal y las teorías posmodernas y posmarxistas. Si hemos de hablar del futuro de la teología en América Latina una de las líneas a considerar es la expansión y desarrollo de estas nuevas líneas de trabajo. Hoy la producción teológica, en ese sentido, es más un jardín de pensamientos que un riel de una sola dirección.

Pero esto no agota, ni por lejos, el panorama. Si la teología se vincula con la Iglesia, o para mejor decir en nuestro contexto, con las iglesias, no puede igno-rarse la multiplicidad y diversidad que ésta tiene en el continente, reflejando la dispersión eclesial que hoy nos caracteriza. Hay teologías implícitas, y en algunos casos parcial o totalmente explícitas, en todas las “movidas” que hoy sacuden el mundo cristiano. ¿Quién puede ignorar el carismatismo católico y su fuerte incidencia continental? Se podría decir que doctrinalmente no aporta nada, ya que se ciñe (al menos formalmente) a la dogmática romana. Pero eso no alcanza para analizar lo que esto significa. Si bien la formalidad doctrinal se mantiene en los parámetros de la ortodoxia confesional, su práctica, su modo de vivencia religiosa, las dinámicas con que se organiza, de alguna manera muestran una teo-logía subyacente diversa, a duras penas contenida en las fórmulas tradicionales. La liturgia, que es una teología actuada, muestra este nomadismo, el deslizamiento pneumatológico que en ella se manifiesta. Y también cómo incide en un “ecu-menismo del Espíritu” que la acerca a las manifestaciones similares en el ámbito evangélico. El acto del Luna Park que el año anterior unió estas manifestaciones, y al cual concurrió el Cardenal primado argentino, no puede ser ignorado como “hecho teológico”. Se puede decir que esto tiene dimensión global, y es cierto. Pero ello no quita el particular sabor y modo, las dimensiones propias que ad-quiere en nuestro continente. Esto genera dos lecturas necesarias, que deberán

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ser parte de la tarea teológica a venir: un estudio serio de la teología subyacente (las teologías, porque el fenómeno no es tampoco unívoco), como también una crítica teológica sobre la naturaleza, condición y significado del movimiento.

Queda dicho, indirectamente, que también en ese sentido hay que tomar en cuenta el carismatismo evangélico, con sus múltiples variantes. La experiencia es, junto a otros componentes, uno de los elementos que informan el quehacer teológico. En la teología de América Latina hemos destacado justamente el valor de la experiencia, sea la experiencia objetiva de opresión y las luchas de liberación en sus múltiples dimensiones tanto como las experiencias espirituales y cosmo-visionales que se dan en las distintas culturas. No podemos, por tanto, ignorar la significación que tiene la experiencia del Espíritu que confiesan quienes han renovado su fe por ese camino. Por supuesto, la experiencia, tanto objetiva como subjetiva, no es el único parámetro de una construcción teológica, y debe ser sometida al testimonio de la Escritura, al escrutinio de su coherencia discursiva a la luz de la pluralidad de saberes humanos, a su lugar en la historia y tradición eclesial y social. Y debe ser “purificada” de su sesgo emocional, lo que no significa desconocer el lugar que lo emotivo tiene en toda posición de fe. Se trata, por tan-to, ya sea de una “teología carismática”, que quizás no tiene sus rasgos más salien-tes en su sistematización argumental pero que no puede ser ignorada como teo-logía “práctica” en un amplio sector del cristianismo, ya sea de una “teología del carisma”, que debe tener también su arista crítica y autocrítica. Esta tarea afecta no solo a quienes vivencian el fenómeno carismático, sino a todos a quienes nos conciernen las diversas manifestaciones de la fe cristiana en nuestro continente, no solo como fenómeno sociológico, sino también desde su pertinencia teológica.

El año pasado se celebraron los cien años del pentecostalismo en América Latina, con su impulso inicial en tierras chilenas. Sabemos que apenas un año después también había misioneros pentecostales en Argentina. En realidad, la experiencia pentecostal en Chile era anterior, pues ya en 1907 hay testimonios del tipo de manifestaciones asociadas al pentecostalismo en la Iglesia Metodista en Chile (Valparaíso), de la cual 2 años después se desprenderá la primera Iglesia

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Pentecostal del continente. Si cien años de historia, vigencia y testimonio no generaran una teología, o al menos matices teológicos propios, el fenóme-no hubiera muerto de inanición. De manera que cabe indagar sobre los matices propios, diferenciales, autónomos y autóctonos que han tomado los pentecosta-lismos vernáculos, pues sería también en este caso un reduccionismo inaceptable creer que es un movimiento sin variantes. No es lo mismo el pentecostalismo de las grandes misiones claramente dominadas y controladas teológicamente desde el exterior, desde los centros de poder religioso (que suelen coincidir con el poder político y económico), que las iglesias autónomas o las misiones internas auto-sostenidas, que han tenido que dar diferentes respuestas frente a las situaciones en que se han encontrado. Ni es lo mismo el creciente pentecostalismo popular que hoy se manifiesta en cientos y cientos de pequeñas comunidades barriales, generadas desde liderazgos locales, con lazos muy sueltos con los fenómenos ecle-siales mayores. Hay allí también una teología espontánea que se está haciendo, que por ser “teología práctica” no es menos teología, y de la cual toman más nota los antropólogos que estudian el fenómeno desde el punto de vista social que los teólogos sistemáticos.

En este campo hay que notar la producción teológica que se viene hacien-do desde las filas pentecostales. No hemos mencionado nombres en los otros es-pacios, sería injusto hacerlo en este, pero podemos decir que la “Red Latinoameri-cana de Estudios Pentecostales” (Relep) reúne los exponentes más reconocidos de la teología pentecostal latinoamericana, que ha editado varios libros que reúnen trabajos en el área de historia, teología y estudios sociales sobre el pentecostalis-mo, así como hay tesis doctorales y otros trabajos de investigación disponibles. Nuevamente, hay que distinguir lo que son estudios sobre el pentecostalismo de lo que es una “teología pentecostal”. Y ambas cosas existen, si bien la primera es más prolífica que la segunda.

Finalmente sería ofensivo en este ámbito si no se señalaran los estudios y producciones vinculadas con la Fraternidad. Con un tono más “evangelical”, si me permiten el uso de este ambiguo anglicismo, que los teólogos “ecuménicos”,

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no faltan las reflexiones teológicas sobre la realidad continental que surgen de este medio. No hace falta aquí mencionar los nombres porque Uds. los conocen mejor que yo. Los autores que han fundamentado y difundido la idea de “misión integral”, quienes han hecho aportes en reuniones del CLADE, los estudios dados a conocer en las mismas publicaciones de la FTL aportan también una rica veta a la teología latinoamericana. En algunos casos, si uno no conociera los nombres e historias personales, sería muy difícil distinguir, fuera de ciertos elementos de vocabulario y matices, algunos teólogos evangélicos de la TL de los de la FTL. En otros casos, fuerza es decirlo, sí se notan claras diferencias y hasta oposiciones. Estas se dan, más que nada, en las opciones políticas concretas y en la justificación de las mismas.

No podríamos cerrar este acápite sin mencionar otras teologías, las de la ortodoxia católico-romana y de los fundamentalismos evangélicos. Ambos, cada uno a su manera, aunque por carriles muy distintos, tratan de dar respuestas que clausuren estas discusiones, que reduzcan estas aperturas. El catolicismo oficial en el continente, véase Aparecida, se encuentra en una situación de defensiva al ver sucumbir su monopolio y hegemonía frente a esta floreciente primavera religiosa. Los fundamentalismos evangélicos se horrorizan frente a algunas de las expresio-nes salidas de sus propias filas, que ya no controlan.

Pero, con el paso del tiempo y los intercambios, allí donde el diálogo ha superado al prejuicio, muchas posiciones se han acercado, ha crecido un mutuo respeto. Por otro, las problemáticas comunes que afrontan nuestros pueblos han ayudado a reconocer la imposibilidad de reducir el diagnóstico de estas situacio-nes a un solo factor determinante, a un único esquema explicativo. La dinámica que ha tomado América Latina en su complejidad, cambios, novedades, ha hecho caer tanto los pronósticos exageradamente optimistas de los ’60 como los pesi-mistas de los ’90, de las estadísticas de crecimiento y de los autoritarismos deno-minacionales, y a esa caída de la dogmática del análisis corresponde una caída de la dogmática de las respuestas y construcciones teológicas.

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Y AHORA, ¿QUÉ QUEDA POR DELANTE?

En el sucinto panorama previo solo indiqué corrientes y espacios de pro-ducción teológica, sin entrar en una exposición y análisis de los contenidos, lo que excedería con mucho el tiempo disponible, y que es más bien un programa de investigación en equipo que un trabajo personal. Pero por el solo hecho de presentarlo, algunas cosas quedan dichas: distintas corrientes seguirán actuando con sus agendas y programas, con sus particularidades, y está bien que así sea. Esta dispersión y la pluralidad de productos que surge y aún surgirá de ellos será un rompedero de cabeza para los estudiosos que quieran abarcar todo en una panorámica, o para los que les cuesta aceptar la diversidad desde una dogmática consagrada, pero no van a poder evitarlo. Pero eso no elimina la responsabilidad de plantear lo que a mi entender es la tarea común que nos desafía.

“La revolución como pasado”, tituló Nicolás Casullo su primer capítulo del libro Las cuestiones. En resumen, plantea que, por múltiples razones, ya no es po-sible pensar la revolución como se pensaba en los siglos XIX y XX. Y sin embargo, desde otro lugar, ocurren en nuestro continente cambios significativos, que hasta podríamos llamar, en cierto sentido, revolucionarios. Sea en el área política, en la económica, como en la cultural y en la religiosa específicamente se muestra una nueva realidad dinámica, como hemos dicho. Estas nuevas experiencias tienen el signo de “lo popular” (algunos dirán de lo populista). Carismatismo –sea católico o evangélico – y pentecostalismo, nuevas espiritualidades, incluso el advenimien-to de nuevos santos y religiosidades populares y marginales (el “Frente” Vital, el gauchito Gil, la difunta Correa, etc.), o los “sujetos emergentes” de la nueva TL todos tienen el sabor propio de las formas de participación de la llamada “cultura popular”. El clima de expansión que ha tomado el espacio público, recuperado luego de la ola privatizadora del fin del siglo XX, y las discusiones que ello ha abierto, nos muestran que a través de estos diversos espacios y corrientes aparece un escenario compartido: el protagonismo de ciertos sectores subalternizados, no ya como mayorías impuestas, sino como minorías creativas que logran instalar sus demandas y experiencias, sus momentos y racionalidades alternativas como ejes

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en torno de los cuáles se generan otros discursos, incluso teológicos.

Ello obliga a revisar muchos conceptos, incluso sobre aquello que nos he-mos acostumbrado a llamar teología en el ámbito cristiano, o más restricto aún, en nuestras iglesias evangélicas. La “teología indígena”, por ejemplo, cuestiona el canon bíblico como lugar suficiente de la revelación, y reclama que la revelación cristiana se conjugue con las revelaciones de sus propios textos (escritos u orales) sagrados, con los aportes de sus cosmovisiones. Fácilmente podemos expulsar esta pretensión con el mismo argumento que desconocemos el Libro del Mormón. Pero, ¿es tan fácilmente? ¿No es ese sincretismo simplemente un sincretismo que se opone al otro sincretismo, el que ha asimilado el cristianismo a la racionalidad griega, al derecho romano, o a la cultura anglosajona, cuando no directamente al “american way of life”? Después de todo, para seguir con ese ejemplo, esas cosmo-visiones “revelan” experiencias humanas en las que el “logos” deberá encarnarse si ha de “acampar entre nosotros”. ¿Cómo han de tratarse estas sabidurías como espacios en los cuáles se manifiesta la otra sabiduría, la “sabiduría de Dios” de la cual habla Pablo (1Co 1 y 2) a la vez como espacio vital y como rasero crítico de toda cultura humana? Creo que por allí deberá pensarse un camino desafiante a la teología latinoamericana a futuro. Ninguna respuesta puede ser simple: la dife-rencia entre cultura humana y sabiduría divina, entre la revelación compartida y la especificidad cristiana, entre una apertura necesaria y el planteo de un sentido particular de nuestra fe entrarán en una tensión inescapable.

Esto obliga a replantear el tema de “pueblo/pueblo de Dios/lo popular” de una forma renovada. Ya no servirán esas visiones metafísicas del “pueblo”, al estilo de los ’70 del siglo pasado, esa línea llamada alguna vez “social-basista”, que igualaba vox populi vox Dei. Pero cómo hacer justicia a la vez a ese protagonismo popular que se ve en nuestro continente y al componente contrahegemónico que viene de las minorías dispersas. Creo que, desde un punto de vista sistemático, la incorporación de esa pluralidad de voces populares cuestionará y relanzará un modo de hacer teología que tendrá que tomar en cuenta la cotidianeidad y las historias de vida de los múltiples actores de lo teológico. Los quiebres que hay

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en la propia idea, experiencia y participación del pueblo no deben ser soslayadas. Esto implica pensar lo que significa “el Jesús del pueblo” (del pueblo combativo, del pueblo pentecostal, del pueblo evangélico, de los santuarios populares, los cristos sincréticos, etc.)

Pero así como hay quiebres del espacio popular y de los proyectos políti-cos, también hay quiebres del tiempo. Otro espacio a pensar será una “teología de los tiempos”. La idea de una sucesión lineal de acontecimientos, la propia idea de historia ha sido cuestionada, válidamente, por la comprobación de los saltos de proyectos, de las interrupciones de procesos que parecían inamovibles, por la crisis de las distintas ideologías del progreso. La simultaneidad de los tiempos, así como la formulación de nuevos tiempos comunicacionales (“en tiempo real”), etc. nos obligan a repensar el “ser en el tiempo”, el “ser entre los tiempos” y el “ser en la eternidad” del discurso teológico. La teología cristiana se ha concebido a si mismo como un dato del “tiempo mesiánico”, y eso nos obliga a buscar de qué manera se manifiestan esos tiempos mesiánicos. Esto implica otro problema, también explícito en algunas teologías del continente (p. ej., en algunas teologías feministas o en algunas teologías ecologistas) que es la relación entre inmanencia y trascendencia, y qué inmanencia y qué trascendencia. La negación de la trascen-dencia impone una condición de temporalidad y de totalidad en un solo espacio, pero la trascendencia duplica los tiempos y espacios. Este es otro dilema, que aunque parezca muy lejano de los discursos populares, sin embargo subyace en las prácticas religiosas de todas las distintas manifestaciones que hemos enumerado.

En fin, sin pretender establecer ningún programa teológico a futuro (en todo caso es el que yo mismo estoy tratando de dibujarme), creo que seguirá habiendo teología en América Latina a partir de las experiencias y creatividad de estos múltiples actores de la fe que el cristianismo continental nos regala.

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¿TEOLOGÍA O MISIÓN? DIOS EN LA VIDA COTIDIANA1

Nicolás Panotto*

NOTAS

1 Este artículo fue publicado con modificaciones y am-pliado como El teologado cristiano. Propuestas para una epistemología del ejerci-cio teologal, Ateneo Teológi-co, Barcelona, 2009.

2 Realicé un estudio más profundo del tema en “Teo-logía: ¿teoría o práctica? Reflexiones sobre la impor-tancia de la tarea teologal en la práctica social cristiana”. Teológica, Agosto de 2005, http://www.teologica.org/seguridad/articulos/panotto.html

Quisiera volver a un tema tal vez un poco trillado, pero no por eso sin pertinencia: el lugar de la tarea teológica en la iglesia local. En el imaginario cotidiano la teología es relacionada con libros, seminarios, instituciones, clases, especulación, teoría. En contraposición a esto la misión y la evangelización son relacionadas con la práctica, los proyectos, las actividades y la acción. Dichas imágenes no devienen de forma gratuita; por el contrario, remiten a toda una historia (eclesial y general) y a un complejo marco social que proyecta una carga significativa sobre el sentido de lo práctico y lo teórico. Son dos polos opuestos en una larga discusión que en el ámbito eclesial se trasluce en la lucha entre “misión” y “teología” como campos casi antagónicos y sólo en ocasiones complementarios2.

En este trabajo pretendo abordar esta problemática desde dos puntos de partida. Primero, intento desarmar el círculo vicioso que conforma las relacio-nes teología-teoría y misión-práctica. Quiero demostrar que dichos elementos no pueden dividirse de la forma que el silogismo pretende exponer. En este sentido, es mi opinión que tal división se debe más bien a factores históricos y cotidianos que a elementos objetivos. Por ello, hay que indagar sobre aquellas significacio-nes y prácticas subyacentes para encaminarse hacia una síntesis superadora. En segundo lugar, es necesario lograr una práctica y una noción que fusionen en una misma significación estos dos campos hasta ahora contrapuestos. En este caso, nos haremos eco de algunos lineamientos ya trabajados en estas últimas décadas en relación a lecturas teológicas de la misión.

* Nicolás Panotto es li-cenciado en teología por el IU ISEDET, Buenos Aires. Actualmente es-tudiante de maestría en Antropología Social en FLACSO. Director ge-neral del Grupo de Estu-dios Multidisciplinarios sobre Religión e Inciden-cia Pública (GEMRIP). Coordinador del Núcleo Buenos Aires de la FTL.

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Esta propuesta de trabajo nos lleva inevitablemente a hacer expresas dos cuestiones importantes a nivel epistemológico. Primero, que se hará necesario el abordaje y la redefinición de términos centrales de la teología dogmática con la intención de reubicarlos, no tanto en el sentido de cambiar su significado sino más bien de complementarlos desde nuevas miradas y usos. En segundo lugar, se requerirá de la utilización de las ciencias sociales, especialmente en lo que refiere al análisis discursivo y la construcción simbólico-comunitaria.

Dios pro-yecto

Un intento redireccionador en este tema fue la idea trabajada desde hace ya algunas décadas en ámbitos ecuménicos sobre la missio Dei. Dicha nomenclatura surge de la necesidad de deslindar el término “misión” de toda su negativa carga significativa, como por ejemplo su relación con la historia de las cruzadas, la em-presa proselitista, la idea de imposición religiosa y, principalmente, con la fuerte impronta socio-cultural anglosajona y la historia de las misiones de los siglos XIX y XX.

Para dicha empresa se emprendió una relectura teológica del término “mi-sión” que abriera su espectro significativo y práctico desde la comprensión del Dios de la historia que se da a conocer a través de ella. Como resultado se llegó a la conclusión de que para definir la práctica misional de la iglesia (missiones ecclesiae) se debía remitir a la comprensión de un Dios en continua misión, auto-enviado al mundo a través de diversas manifestaciones históricas. En este sentido, la iglesia no es ‒ o no debería ser ‒ un cuerpo “autónomo” de la misión sino, más bien, forma parte de la misión de Dios en la historia3.

Esta comprensión, aunque útil y superadora, a mi juicio contiene algunas falencias. En su intento de mostrarse como marco que “limpia” la idea de misión de ciertos determinismos, ella misma mantiene aún conceptos que pueden llevar a confusión. El simple hecho de remitir a la “acción histórica de Dios” no impli-ca necesariamente una comprensión de la realidad intrínsecamente histórica del

NOTAS

3 Quien mejor resume esta concepción misiológica es BOSCH, David J. Misión en transformación, Nueva Crea-ción, Buenos Aires, 2000, p.477

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significado de “Dios” en tanto definición. Menos aún una práctica comprometida con las penurias de la historia humana. En esta línea, José Duque da una vuelta más de tuerca redefiniendo esta idea desde la noción de “proyecto de Dios”, y remite así a las teologías de la liberación latinoamericanas4. Este autor afirma que la noción de missio Dei no tiene un uso muy difundido en los espacios eclesiales y teológicos, además de mantener la carga semántica del término “misión”, como ya hemos mencionado.

Pero creo aún que el genitivo de estas expresiones sigue produciendo algu-nas dificultades para el replanteo que se proponen. Por más que intentemos defi-nir la “naturaleza” histórica o misional de Dios, hablar de “misión” o “proyecto” de Dios sigue dividiendo las aguas, y crea una escisión entre la persona divina y su “misión” o “proyecto”. Por esta razón, siguiendo la idea de Bosch y Duque, propongo hablar de un Dios pro-yecto. Pro-yecto, desde una posible y libre inter-pretación de Heidegger, significa comprenderse eyectado en el mundo, en donde la comprensión del “ser”, de “lo que es”, se encuentra en ese “siendo eyectado” continuamente en lo existente. Por eso, en este sentido, no sólo debemos decir que Dios tiene un proyecto o una misión sino que la misma divinidad posee dicha naturaleza de “eyección” en la historia. Este “estar eyectado” comprende también la idea de “proceso”, de un camino nunca acabado y en continuo descubrirse, abierto a los cambios y a las circunstancias.

Desde esta propuesta, vale puntualizar los siguientes aspectos:

1. No podemos definir a Dios más allá de su pro-yección en la historia. Como ya lo han desarrollado ampliamente las teologías latinoamericanas, la historia forma parte del significado a partir del cual comprendemos y describimos a Dios. Es aquí que cobra relevancia un abordaje simbólico del quehacer teológico, enten-diendo éste como aquella “mediación” cuya carga significativa condensa nuestras experiencias de lo divino, como también los discursos y las palabras que le dan sentido, y las prácticas suscitadas por tales experiencias y discursos. Es así que comprendemos a Dios como Dios de amor, de justicia, de paz, de juicio, etc. Es

NOTAS

4 DUQUE, José. “La misión de la educación teológica” en: Encuentro y diálogo 2005, ASIT, Buenos Aires, pp.33-48

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de esta manera que se nos da a conocer y es a partir de dichas experiencias que le damos nombre5.

2. La naturaleza pro-yectiva de Dios implica un continuo proceso de definición teo-lógica. No podemos decir que Dios se presenta en una forma dada y única. Como dijimos anteriormente, la naturaleza pro-yectiva de Dios conlleva proceso, rup-tura, cambio, apertura. A Dios le vamos descubriendo constantemente ya que le describimos desde la complejidad de las experiencias que definen nuestra historia: experiencias de necesidad, de opresión, de alegría, de celebración, de esperanza6.

3. Dios es pro-yecto transformador de la historia. Con todo lo antedicho no pre-tendemos reducir exclusivamente la acción de Dios al azar de la historia. Por el contrario, aquellos símbolos que representan la persona divina no solo emergen desde la historia sino, en muchos casos, la redefinen y hasta la enfrentan. Es así que los discursos que describen a Dios impulsan prácticas que transforman la realidad de quien la enuncia o practica.

4. Participamos de la pro-yección de Dios desde el simple ejercicio de discursarle. Aquí retomamos lo ya dicho: nos hacemos parte del Dios pro-yecto (o sea, nos in-yectamos en la divinidad) al momento de describirle y enunciarle como tal. Cuando definimos la divinidad, es porque le percibimos, le reconocemos, le ex-perimentamos. Esta participación en la pro-yección divina nos hace partícipes de ella: como decíamos en el punto anterior, el símbolo que describe dicha pro-yec-ción nos invita e impele a pensar y accionar desde las intensiones y “proyecciones” que se propone. Remitiendo al maestro místico Eckhart, Jürgen Moltmann deja clara esta idea de la siguiente manera:

Dios se reconoce a sí mismo en su imagen. El que reconoce que él mismo es esa imagen, reconoce a Dios en sí mismo y a sí mismo en Dios, y Dios se reconoce en él. Su conocimiento de Dios en sí mismo es el co-nocimiento que Dios tiene de sí mismo en él. El conocimiento de Dios en sí mismo y el conocimiento del hombre de sí mismo son una misma cosa:

NOTAS

5 Cf. ver VILANOVA, Evangelista. “La fe en tiempo de incertidumbre” en AAVV, De la fe a la teología, Herder, Barcelona, 1977, pp.35-36

6 Las palabras de Evangelis-ta Vilanova son aclaratorias al respecto: “Si la inteligen-cia humana no es solamente lugar de la revelación, sino también una dimensión in-terna de la propia revelación, podemos decir que la signi-ficación de la revelación no acaba nunca, como sucede con la comprensión que el hombre tiene de sí mismo y de su relación con el mundo. En este sentido, la revelación no es solamente un pasado: es también un futuro. Y la tarea de una predicación viva es la de hacer hablar a la Pa-labra de Dios en función de las nuevas cuestiones de los hombres”. Ibíd., p.30

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NOTAS

7 MOLTMANN, Jürgen. Experiencias de Dios, Sí-gueme, Salamanca, 1983, pp.101-102

8 GELABERT, Martín. Valoración cristiana de la experiencia, Sígueme, Sala-manca, 1990, p.142.

“El ojo en el que veo a Dios, es el mismo ojo en el que me ve Dios: mi ojo y el ojo de Dios, son un solo ojo, una sola visión, un solo conocimiento y un solo amor”7.

TEOLOGÍA EN PRO-YECTO

Como remarcábamos al comienzo, la valoración de la teología está en-marcada en una serie de imágenes y presupuestos que, dependiendo el caso, son suficientemente negativas o al menos restrictivas. Teología, en el imaginario ge-neral, se relaciona con diversos elementos que se proyectan “ausentes” de la vida diaria de la comunidad de fe. Por ello, podríamos decir que, al menos desde esta óptica, la teología, en tanto práctica, está restringida a unos pocos y unas pocas, además de poseer una imagen restrictiva, inalcanzable y cerrada.

Estos imaginarios (que tienen sus razones de ser) son preocupantes ya que, siendo la teo-logía la ciencia que trata sobre la persona divina, entonces existe (o puede dar lugar a) una imagen restrictiva, inalcanzable y hasta cerrada de Dios mismo. Con esto queremos decir que la forma de hacer teología y la comprensión de lo divino se retroalimentan dialécticamente: nuestra imagen de Dios deter-minará tanto el discurso como el “método teológico” que utilicemos, así como también la forma de comprender y de hacer teología determinará la manera de ver a Dios.

Es así que nos hacemos el siguiente cuestionamiento junto a Martín Ge-labert: “Posiblemente hoy la cuestión no sea tanto: Dios sí; Dios no; cuando: ¿qué Dios? ¿ante qué Dios nos movemos, qué dios nos seduce?”8. En el apartado anterior hemos intentado definir una manera de comprender la divinidad, que precisamente se contrapone a una cosmovisión cerrada, estanca e inamovible: Dios es Dios pro-yecto, en movimiento, eyectado al y desde el mundo para manifes-tarse en la historia, descubrirle (y descubrirse) en ella y participar de su eyección.

Ahora nos preguntamos: ¿qué significa hacer logía del Dios pro-yecto?

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Creo que esta manera de comprender a Dios muestra que hacer teología va mu-cho más allá (o más acá) de lo que comúnmente se argumenta. Hacer teología tiene que ver con la vida, con las experiencias que tenemos cotidianamente y des-de las cuales armamos el sentido de lo que llamamos “realidad”. Al hacer logía del Dios eyectado en el mundo y su historia, y al ser parte de dicha eyección, como decíamos anteriormente, se agregan otras instancias en el quehacer teologal: las experiencias y las vivencias, las ideas, las prácticas; en fin, todo aquello que en-marca las historias y nuestra historia, ámbitos que son parte de la definición de lo divino ya que es allí y a través de ello por lo cual Dios se da a conocer y se define como es.

La teología pro-yectada en la experiencia cotidiana

Lo que afirmamos como realidad, e incluso como verdad, pertenecen al campo de aquellos sentidos que vamos construyendo día a día a través de las vi-vencias y las experiencias de la vida cotidiana. La noción de “experiencia” ha sido muy distinta a lo largo de la historia, hasta a veces opuesta. Podemos mencionar la contraposición entre la Edad Media y la Modernidad, en cuanto que en la prime-ra la experiencia se subsumía a la aprehensión de una serie de postulados a priori para cada individuo, mientras que en el segundo el sujeto es puesto como centro de la realidad, como constructor de su historia y dueño/a de aquellas experiencias que darán nombre a lo que percibe (esto, al menos, en teoría).

La realidad (y las experiencias que la construyen) se nos presenta lo suficientemente compleja como para definirla taxativamente (la existen-cia siempre fue compleja, pero en estos tiempos posmodernos las apreciacio-nes se encuentran mucho más explícitamente “a flor de piel”)9. Esto mismo nos lleva a la verdad de que no podemos escaparnos de la comprensión de que aquello en que nos apoyamos es siempre vivido, percibido, experimenta-do. La misma noción de trascendencia se da en estos marcos. Pero en esta realidad no estamos solos y solas, menos aún en condición de tabula rasa. Las

NOTAS

9 Sobre la tarea teológica en tiempos posmodernos, ver el artículo de BEDFORD, Nancy. “Balance teológico de la posmodernidad” en AAVV, Ética y religiosidad en tiem-pos posmodernos, Ediciones Kairos/FTL, Buenos Aires, 2001, pp.71-95.

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experiencias implican encuentros: con Dios, con otros y otras, con ideologías, con instituciones, con normas culturales, etc. La expe-riencia de estos encuentros crea el sentido que determina el andar de nuestra vida. “El sentido no es definición, es vida, es acto, es presencia”10.

Las experiencias humanas, históricas y concretas son parte esencial de nuestra fe. Y es aquí donde otro término densamen-te teológico también se redefine: la revelación. Sin entrar en una discusión ajena a este ensayo, el marco desde donde se discursa lo divino son las experiencias humanas que ofrecen el escenario de la revelación de Dios. De esta forma, entonces, la fe se construye des-de aquellos sentidos (símbolos) que definen la vida a partir de las experiencias y percepciones de la acción (pro-yecta) de Dios. Como lo afirma el teólogo Josef Schmitz, “en la Biblia la revelación no es primordialmente un mensaje sobrenatural que deba creerse, sino una experiencia que ha de atestiguarse y que, de esta manera, se convierte en mensaje, el cual, como mensaje proclamado, quiere ofrecer a los oyentes una nueva posibilidad de vida”11.

Esta comprensión de la experiencia redefine considerable-mente el método y el discurso teológicos. En primer lugar, todo discurso teológico es, en cierta en forma, falible y abierto a redefini-ción. La teología también puede circunscribirse como un “cono-cimiento”, en el sentido de ser un marco a partir del cual leer la vida y la realidad12. Y es por ello mismo que se encuentra suje-ta a las experiencias de los individuos y las comunidades que la discursan y practican. . Esto quita a la teología de aquel prejui-cio medieval (vigente aún no solo en los discursos sino también en las personalidades de algunos/as teólogos/as) que imprime en dicha tarea esa necesidad de dar respuesta a todo y la empresa de crear complejos mecanismos para vivir la fe. En segundo lugar,

NOTAS

10 VILANOVA, Evangelista. op. cit., p.38

11 SCHMITZ, Josef. La revelación, Herder, Barcelona, 1990, pp.24-25. Podemos agregar aquí la definición de Paul Ricoeur: “Revelar es descubrir lo que hasta ese momento per-manecía oculto. Ahora bien, los objetos de nuestra manipulación disimulan el mundo de nuestro arraigo originario. A pesar de la clausura de la experiencia ordinaria, y a través de la ruina de los objetos intra-mundanos de la realidad cotidiana y de la ciencia, las mo-dalidades de nuestra pertenencia al mundo se abren camino. Revelación, en tal sentido, de-signa la emergencia de otro concepto de ver-dad diverso de la verdad adecuación, regulada por los criterios de verificación y de falsifica-ción, un concepto de verdad-manifestación, en el sentido de dejar ser a lo que se muestra. Lo que se muestra, es, cada vez, la proposi-ción de un mundo, de un mundo tal que yo puedo proyectar en él mis posibilidades más propias”. Fe y filosofía, Docencia, Bs Aires, 1990, p.106

12 Para una redefinición del término “co-nocimiento” en relación a la vida cotidiana, ver MADURO, Otto. Mapas para la fiesta. Reflexiones latinoamericanas sobre la crisis y el conocimiento, Centro Nueva Tierra, Río de Janeiro-Nueva York, 1992, cap.1.

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la teología se abre a todos y todas aquellos/as que tienen una experiencia de fe13. To-dos y todas tenemos experiencias a partir de las cuales definimos nuestra visión de Dios y de la fe, como también vivencias que son transformadas por la manera en que comprendemos lo divino y la fe. De aquí que la teología debe transitar por ese camino dialéctico en donde es preguntada por los interrogantes de la realidad como también crea preguntas sobre lo existente.

IGLESIA PRO-YECTADA

Hasta aquí, entonces, dos conclusiones importantes. Primero, que Dios se encuentra (“es en sí”) eyectado al mundo, por lo cual las nociones de historia, transformación, dinamismo, confirman la descripción de su misma persona, sien-do nosotros y nosotras partícipes de dicha eyección al percibir estas características, y desde ellas cobrar la condición de eyectados en el mundo. Segundo, desde esta comprensión de lo divino, hacer teología refiere a la descripción de su eyección en la historia y nuestro lugar en ella, por lo cual las experiencias cotidianas y las descripciones simbólicas forman parte esencial de cualquier discurso teológico.

Ahora, ¿qué significa ser comunidad de fe desde este punto de partida teológico? Para responder esta pregunta hay que poner énfasis sobre dos aspectos en conexión a lo que venimos hablando. Primero, que la comunidad de fe se construye según su concepción de Dios y su acción en la historia. Segundo, que esta comprensión de la acción (pro-yección) de Dios es mediada por el discurso y por los símbolos teológicos que la comunidad de fe construye en su peregrinaje histórico.

Por todo lo dicho, podemos adelantar una conclusión esencial para este trabajo: historia-praxis-teología son tres aspectos de una misma realidad. La historia es el escenario de la vida de la comunidad de fe. Todo lo que la iglesia dice y hace lo desarrolla en respuesta u oposición a ella. La praxis refiere a las dinámicas a par-tir de las cuales la comunidad de fe “se hace cuerpo” a través de lo que hace, dice, experimenta, y desde donde se da a conocer al mundo (en un sentido dinámico

NOTAS

13 Para una propuesta de definición de “práctica cris-tiana” en su relación con el quehacer teologal, ver DYKSTRA, Craig y BASS, Dorothy C. “A theological understanding of Christian Practices” en: VOLF, Miros-lav y BASS, Dorothy C. eds.Practicing theology. Beliefs and Practices in Christian Life, Eerdmans, Grand Ra-pids, 2002, pp.13-32

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transformador, conciente de que parte del Dios de la vida que transforma lo dado). Todo esto forma parte de una realidad teologal donde dichas experiencias construyen una concepción/noción de Dios como también son determinadas desde un marco discursivo que define a Dios de una u otra manera.

Por todo lo dicho podemos afirmar que la iglesia es una comunidad teo-logal. Es aquella comunidad de creyentes que se siente invitada a formar parte de este descubrir cotidiano de Dios en la historia, descubrimiento que no puede hacerse en forma aislada sino solamente juntos y juntas, ya que así se crea y se vive la historia. La comunidad de fe dice y hace teología desde cada una de sus viven-cias y ministerios, donde el amor es el núcleo que caracteriza a cualquier grupo humano que desea crear historia y caminar juntos y juntas en un mismo sentir.

Por esta razón, la teología es, como afirma Leonardo Boff, theología cordis. “La opción por la teología como inteligencia de la fe supone la concepción (legí-tima de por sí) de la Iglesia como unidad de fieles (comunitas fidelium). La otra opción de la teología como theología cordis, presupone una visión de la Iglesia como comunidad de los que aman14. Es en la comunión de amor que se encarna en la historia tal cual se manifiesta, con sus grises, sus sufrimientos, sus fiestas y sus alegrías. “La teología –dice Valdir Steuernagel- se hace así, en la comunión de los elegidos y en la agonía de la experiencia de la vocación. En el compartir histo-rias y en la angustia de percibir y discernir todo muy bien. La teología es algo que se hace en comunidad y se experimenta como comunión”15. Son las “historias de las cotidianeidades” que se tejen y se destejen las que definen la persona de lo divino. Por eso

A la teología la hace la gente que se siente y se sabe “empujada” hacia el centro de la historia de Dios. La teología es cosa de personas que saben que están al servicio de esa historia, junto a su pueblo. La teología es cosa de personas que unen pasado, presente y futuro, y se abren bajo el cuidado de Dios, el Señor de la historia. La teología es histórica, dinámica, profética. Cumple el papel de ser memoria de la acción de Dios ayer, discierne su in-tervención hoy y se sabe al servicio de la germinación del mañana de Dios16.

NOTAS

14 BOFF, Leonardo. ¿Ma-gisterio o profecía? La misión eclesial del teólogo, Palabra Ediciones, México, 1991, p.36

15 STEUERNAGEL, Val-dir. Hacer teología junto a María, FTL, Ediciones Kai-rós, Buenos Aires, 2006, p.42

16 Ibíd., p.47

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Es a partir de aquí, desde una redefinición del ser de la comunidad de fe caminante en la historia y eyectada en ella por la inspiración divina, que su quehacer misional y teologal se amplían. La práctica eclesial, sea la pastoral, lo litúrgico o la comunión, no son aspectos exclusivamente misiológicos sino son también teológicos ya que representan experiencias que conforman la identidad de la comunidad de fe en su comprensión de lo divino, que a su vez se definen desde dichas experiencias y es a partir de ellas que se crean los símbolos que impelen al ser y al hacer. Separar estos dos ámbitos, lo teológico y lo misional, nos lleva al peligro de parcelar ciertas prácticas y nociones que son imposibles de comprender separadas de una misma trama existencial. Dicha trama corresponde al ser eclesial manifiesto en una gama de historias cotidianas en donde todo hombre y toda mujer se mueven, se hacen y construyen su identidad caminando con su prójimo y su prójima hacia un descubrimiento continuo de la vida.

HACIA UNA REDEFINICIÓN DE LA MISIÓN COMO PRO-YECCIÓN TEOLOGAL

¿Todo es misión? ¿Todo es teología? Estas han sido las preguntas contra-puestas de varios/as teólogos/as y misiólogos/as en estas últimas décadas. Creo que la discusión es mucho más profunda que una división maniquea de las aguas. Aquí no agotaremos la respuesta, pero permítanme arrojar algunas propuestas.

Hay muchas maneras de responder a esta disyuntiva. Podemos comprender la teología como resultado de la misión o a la misión como un subtema teológico. Todo depende de cómo definamos ambos términos. Desde una diferenciación de ámbitos de estudio podríamos decir que la misión se relaciona con la presencia histórica de la comunidad de fe, y la teología con la revisión de los discursos de la fe. Desde una comprensión histórica la teología podría circunscribirse a la “historia de los dogmas”, y la misión al estudio de las prácticas y la expansión geográfica de la iglesia. Desde una perspectiva exegética la misión comprendería la acción del “pueblo de Dios”, y la teología las formas de interpretar doctrinas y descripciones de la persona divina en las Escrituras.

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Como ya he sugerido en este ensayo, creo que diferenciar tajantemente cada campo tiene sus riesgos. Partiendo de las propuestas mencionadas en el pá-rrafo anterior se podría caer en el peligro de una visión pragmática de la misión y otra racionalista de la teología, dos extremos que, creo, se fundamentan en nume-rosos prejuicios y tienen su origen en una visión reduccionista de ambas discipli-nas. ¿Acaso nuestras prácticas y experiencias no nos llevan a contemplar y com-prender la persona divina de diferentes maneras? ¿Nuestra forma de ver y estudiar la persona divina no condiciona la forma de movernos en la historia? ¿Acaso los métodos no se fundamentan en y a la vez construyen discursos y cosmovisiones?

Mi propuesta es renombrar estos términos desde un “giro lingüístico”:

del sustantivo al adjetivo. En lugar de hablar de “teología” como objeto acabado y cerrado en sí mismo, propongo hablar de lo teologal como un campo abierto a diferenciaciones, prácticas, ambivalencias, entrecruces y contrastes. También podríamos hablar de lo misional desde la misma perspectiva. Lo importante es reconocer que aquellas prácticas que comúnmente dan significado a lo que se entiende por teología y misión en realidad están unidas y son parte de una misma realidad. Lo misional y lo teológico no están divididos. Me atrevería a decir que se puede llamar indistintamente de una u otra manera los discursos, las prácticas, las identidades eclesiales.

¿Cuáles son las implicancias de este “giro lingüístico” (y por ende signifi-cativo y resignificante) en la cotidianeidad de la comunidad de fe?

1. Asumir el “lugar teológico” de la comunidad de fe y de cada creyente. Esto nos lleva a revalorizar la “identidad teologal” de todas las prácticas eclesiales y de cada creyente. Cada área, cada persona, cada ministerio, cada práctica, es en sí teologal. Lo teológico no está ausente de las vivencias y de las prácticas eclesiales; son parte y resultado de ellas. Lo teológico no es tarea de unos pocos y unas pocas. Todos y todas, queramos o no, hacemos teología a cada momento. El rol de los teólogos y las teólogas, como personas dedicadas a dicha tarea, toma un lugar especial pero siempre dentro de esta dinámica17. También implica que todo y toda creyente es

NOTAS

17 Ver la propuesta de Ru-bem Alves de los teólogos y teólogas como “bufones” dentro del juego de hacer teología en La teología como juego, Ediciones Aurora, Buenos Aires, 1982, espe-cialmente pp. 115-143.

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responsable de su quehacer teologal. Por ello, la necesidad de analizar continua-mente los discursos y las doctrinas, estudiar y nutrirse de aquellos y aquellas dedicados/as específicamente al campo. En definitiva, a ser responsables de la importancia teológica que tiene lo que decimos y hacemos. En palabras de Nancy Bedford,

El teologado de todos los cristianos es un correlato del sacerdo-cio de todos los creyentes, pues todo cristiano, varón o mujer, anciano o joven, que cree y reflexiona sobre su fe, ya es teólogo o teóloga, y ela-bora además su teología no como individuo aislado, sino en el contexto de un teologado compartido y comunitario18.

2. Revalorizar los discursos, las metáforas y las narrativas de la cotidianeidad. Este es un espacio en donde se diluye la división teoría-práctica. Es a través de las experiencias de la cotidianeidad donde se construyen las narrativas, las metáforas, las imágenes, los símbolos y los discursos que fundamentan las aseveraciones, las verdades, las prácticas históricas. Revalorizar esta dimensión nos lleva a poner como centro de la vida de la iglesia las historias de cada cre-yente como una manera de ver y vivenciar la manifestación divina. Es a través de estas historias donde la fe en Jesucristo se reactualiza en la dinámica del Espíritu en toda su creación y en la originalidad que representa cada hombre y cada mujer19.

3. Abrir la comprensión de lo divino y sentirnos partícipes de su persona. Este punto implica ir más allá de “participar de su misión”. Contiene en sí una fuerte dimensión pastoral: todo hombre y toda mujer es parte de la historia de Dios, de la manifestación de su persona. Esto no se relaciona con una “divinización” de lo humano -¿o sí?-, sino con el innegable lugar que todos y todas tienen en su encuentro con Dios, donde esas mismas circunstancias son descritas y vividas de una manera particular según cada cual, y tienen un lugar único e innegable en lo teologal de la historia y en la vivencia de toda comunidad de fe.

NOTAS

18 BEDFORD, Nancy. “El fu-turo de la educación teológica” en: Encuentro y Diálogo 2002, ASIT, Buenos Aires, 2003, p.71

19 Aquí la importante propues-ta de Sallie McFague de una teo-logía metafórica. “Es aceptar que una de las tareas primarias que la teología debe abordar en nuestro tiempo es la remitologización: identificar y discernir las me-táforas y modelos básicos de la experiencia contemporánea que puedan expresar en la actualidad la fe cristiana de forma vigorosa e iluminadora”. Modelos de Dios, Sal Terrae, Santander, 1994, p.68 (la autora contrapone la tarea de “desmitologización” emprendida desde una impronta moderna y cuyo más importante represen-tante es Rudolf Bultmann, hacia una necesidad de revalorizar los mitos y las metáforas como sedi-mentos que construyen nuestra existencia cotidiana). Para una perspectiva sociológica del lugar de los relatos y las metáforas en el mundo globalizado actual, cf. ver GARCÍA CANCLINI, Nés-tor. La globalización imaginada, Paidós, Buenos Aires, 2005, es-pecialmente cap. 1.

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NOTAS

20 MOLTMANN, Jürgen. Experiencias de Dios, p.90. cf. ver también Bedford, Nancy. “Little moves against destructiveness: theology and the practice of dicernment” en: Volf, Miroslav y Bass, Dorothy C. op. cit., pp.157-181. De la misma autora y sobre el mismo tema, “La teología de la misión integral y el discernimiento cristiano” en: PADILLA, René y YA-MAMORI, Tetsunao eds., La iglesia local como agente de transformación, Ediciones Kairos, Buenos Aires, 2003, pp. 47-74.

Redescubrir las dimensiones pastorales de las prácticas eclesiales y las espiritualidades. Como decíamos anteriormente, las experiencias sólo se viven en la interacción con otros y otras, en los encuentros históricos y concretos con Dios, con las per-sonas, con los espacios. Aquí lo constructivo y lo relacional son dos aspectos esen-ciales del “contenido” de lo teologal. Todo esto se practica en el marco del amor cristiano que tiene su inyección en la entrega de Jesús de Nazaret por la creación.

4. La dimensión “metanoica” de la experiencia de lo divino. Todo encuentro es en sí mismo transformador. Nuestra conciencia, nuestra percepción, nuestras ideas, por más mínimas, nunca quedan de la misma manera luego de un encuentro o un diálogo. Aquí la dimensión metanoica, transformadora del encuentro con Dios y con los demás en la historia. No hablamos de una metanoia como la recepción de un discurso o de una creencia (aunque ello es también válido). Es la metanoia a la conciencia de que cada uno y cada una es sujeto de su propia historia, donde sus experiencias, percepciones y relatos son esenciales y únicos para la vida de la comunidad de fe, ¡y para la misma persona divina! Moltmann dice que “El acto de percepción transforma al que percibe, no a lo que se percibe o es percibido. El conocimiento establece comunidad o comunión. Se conoce para participar, no para dominar. Por eso conocemos sólo en la medida en que somos capaces de amar lo que se presenta ante nosotros”20.

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LA CONSTRUCCIÓN DE UNA RACIONALIDAD INTEGRADORA: EL MODELO JOÁNICO1

Javier Ortega*

* chileno, es pastor de la Iglesia Alianza Cristiana y Misionera chilena; Li-cenciado en Teología por la Facultad Evangélica de Teología, Santiago, Chi-le; y candidato al Doc-torado en Teología por ISEDET, Buenos Aires. Sus áreas de interés es-pecíficas son: Literatura Joánica, Segundo Tem-plo, Literatura Cristiana Primitiva, Lecturas Pos-testructuralistas de la Bi-blia, Pneumatología.

LA RACIONALIDAD ECLESIAL COMO CONSTRUCCIÓN

El título de esta disertación refleja tanto mis supuestos como mis aspi-raciones en lo que se refiere a la iglesia en tanto comunidad local. Debo partir diciendo que asumo que nuestra racionalidad, como capacidad humana que nos permite pensar, evaluar y actuar en orden a conseguir ciertos objetivos, es una construcción. Con esto quiero decir que aprendemos desde pequeños la manera de acercarnos a un objeto dado y valorarlo para luego actuar en función de alguna meta que nos hayamos propuesto. Por ejemplo, que un anillo de oro deba ser va-lorado distinto de una vasija de barro, responde a una racionalidad determinada que no necesariamente comparten todas las personas sobre el planeta. También el uso del agua es racionalizado de manera diferente por un habitante del desierto de Atacama, el más árido del mundo, que por otro que vive en el sur de Chile donde el problema parece, por el contrario, ser la abundancia de agua. Estas formas de racionalizar las situaciones que enfrentamos día a día nos son inculcadas y no pertenecen a alguna racionalidad esencial y universal con la que los seres humanos hayamos venido al mundo.

Un segundo supuesto es que existe una racionalidad eclesial (o racionali-dades eclesiales). Asumo que las iglesias locales consciente o inconscientemente construyen una forma de pensar, valorar y hacer iglesia, y que en base a esa cade-na valoran también a todas las demás iglesias. No tomar en consideración que

NOTAS

1 El presente artículo es una versión adaptada de una charla dada por el autor en la iglesia Alianza Cristiana y Misionera de Belgrado, Bue-nos Aires. Dicha exposición se presentó en el marco de la celebración de los cincuenta años de la iglesia.

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nuestra racionalidad eclesial es una construcción propia o adquirida, pero en de-finitiva construida, trae como consecuencia la fosilización de la misma y su con-siguiente incapacidad para valorar adecuadamente la práctica de la propia iglesia y también la de las otras. Esto sucede hasta en “las mejores familias”. Siguiendo la nomenclatura de Weber diríamos que muchos movimientos que surgen como proféticos, y por ende liberadores, una vez llegados al poder se transforman rá-pidamente en institución y en un fin en sí mismos2. No es difícil constatar que algunas de las racionalidades eclesiásticas más innovadoras de los años 60-80 del siglo XX terminaron convirtiendo sus ideales (revolucionarios en su tiempo) en un fin en sí mismo que ahora hay que justificar como sea.

La existencia de racionalidades diferentes no es algo nuevo. Lo que ha pasa-do es que con las múltiples globalizaciones de la cultura3 esas racionalidades aho-ra comparten espacios geográficos y culturales que antes pertenecían a grupos de racionalidad homogénea. Ahora, a una misma exposición de arte, por ejemplo, asisten personas que ven la naturaleza, la vida, el cosmos de formas diferentes, y que, por lo tanto, valorarán de distintas maneras dicha exposición4.

EL EVANGELIO DE JUAN COMO MODELO

Me parece que, sin ser el único, el evangelio de Juan nos puede servir en muchos sentidos como modelo de la construcción de una racionalidad eclesial integradora. Por razones de tiempo y espacio sólo quisiera proponer una reflexión sobre un punto específico de los estudios sobre el Cuarto Evangelio. Se trata de la cuestión de la composición de la comunidad en medio de la cual (y para la cual) se escribe el Evangelio, y la manera en que ésta composición se refleja en el texto mismo. O sea, lo leeré como lugar donde se plasmó la racionalidad eclesial propia de la comunidad que lo dio a luz, y que muestra la manera en que las iglesias joánicas se comprendieron a sí mismas por oposición a otras de racionalidades diferentes.

Es cierto que los evangelios nos hablan de Jesús y de sus acciones entre

NOTAS

2 Cf. Weber, Max. Econo-mía y Sociedad, FCE, Méxi-co, 1944

3 Respecto de la existencia de muchas globalizaciones en lugar de una sola: Cf. Berger, P. y Huntington, S. Globalizaciones Múltiples. La diversidad cultural en el mun-do contemporáneo, Paidós, Buenos Aires, 2002

4 Recuerdo haber participa-do en una reunión de la FTL donde, mientras los exposi-tores se esforzaban por pre-sentar sus disertaciones con el lenguaje más académico posible, alguien comentaba que en plena posmoderni-dad esperaba algo “más lúdi-co”. Como éste, pueden ha-ber muchos ejemplos en los que diferentes racionalidades convergen al mismo tiempo y en un mismo lugar geográ-fico para valorar de manera diferente una práctica desa-rrollada bajo determinados paradigmas, antes aceptados por todos.

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nosotros, pero también, y tal vez principalmente, de las concepciones que tenían sobre él las comunidades en las cuales surgieron estos escritos. Es por ello que el Evangelio se puede leer en diferentes niveles5. Aclaremos esto brevemente.

Los evangelios fueron escritos en épocas bien posteriores a la vida de Jesús. De hecho son posteriores a las cartas de Pablo, quien, como sabemos, no lo cono-ció personalmente. Los evangelistas recogieron tradiciones que las comunidades habían conservado sobre Jesús y su ministerio, y las insertaron en un proyecto histórico-teológico mayor al redactar sus escritos. Por eso decimos que los evan-gelios nos entregan información sobre Jesús, pero mayormente sobre las creencias que las comunidades creadoras de tales escritos tenían sobre él.

Del mismo modo, debemos suponer que cuando un evangelista narraba la composición de la primera comunidad de discípulos de Jesús, de alguna manera estaba tratando de dar cuenta de la conformación de su propia comunidad, tal como él la percibía en el momento en que ponía por escrito su obra.

Cuando leemos el evangelio de Juan de esta manera, aparecen muchos te-mas nuevos y da la impresión de que entramos en contacto con comunidades del cristianismo temprano que ni siquiera sabíamos que existían. El círculo joánico, como se le llama a este grupo de iglesias, compartían una forma de entender el mensaje y el sentido de Jesús muy diferente de la que tenían las otras comuni-dades del cristianismo de aquel entonces. Su discurso sobre Cristo, el Espíritu Santo, la Iglesia y sobre el fin también es diferente. Es tal la diferencia entre el Cuarto Evangelio y los otros tres, que algunos teólogos se han preguntado cómo fue posible que entrara en el canon semejante documento6.

La composición de las comunidades joánicas es uno de esos datos que surgen de una lectura que reconoce los diferentes niveles que mencionaba antes. La comunidad dentro de la cual surge el Cuarto Evangelio parece ser una co-munidad formada por diferentes grupos étnicos7 y por diferentes racionalidades eclesiales. Varios aspectos que se desprenden del evangelio parecen apuntar en esta

NOTAS

5 El especialista católico Ra-ymond Brown propone leer el evangelio en tres niveles: 1) éste nos dice algo de cómo un evangelista concebía y presentaba a Jesús a su co-munidad en el último tercio del siglo primero; 2) a partir de un estudio de las fuentes, el evangelio nos habla tam-bién de la comunidad y la situación pre-evangélica, 3) el evangelio ofrece medios limitados para reconstruir el ministerio de Jesús. Cf. Brown, R. La Comunidad del Discípulo Amado, Trad. Faustino Martínez, Sígueme, Salamanca, 2005, pp. 16-17 6 Cf, Käsemann, E. El Testa-mento de Jesús, Trad. Fausti-no Martínez Goñi, Sígueme, Salamanca, 1983.

7 Cf. Wengs, K. Interpreta-ción del Evangelio de Juan, Trad. Manuel Olasagasti, Sígueme, Salamanca, 1988 pp., 82-83.

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dirección: digamos, como ejemplo, que la preocupación por la expulsión de la sina-goga, que aparece en varias oportunidades en el evangelio, hablaría de la presencia de judíos en la comunidad, al mismo tiempo que mostraría que en el entorno de la misma habría también una comunidad judía con el poder de determinar tal expul-sión8. A la par de lo anterior, las reiteradas explicaciones que se hacen de costumbres judías o palabras en arameo (4:9; 19:40) mostraría la presencia de cristianos prove-nientes desde fuera del judaísmo que no conocían esas costumbres. Y finalmente agreguemos a esto, el hecho de que el texto fue escrito originalmente en griego9.

Sigamos brevemente cómo nos narra Juan la composición del cristianismo temprano.

1. Seguidores de Juan el Bautista (1:35-51)

De acuerdo a cómo el Cuarto Evangelio cuenta la historia, los primeros seguidores de Jesús habrían sido dos discípulos de Juan el Bautista, que oyeron hablar a Jesús y lo siguieron. Uno de los dos era Andrés; el otro no se menciona. Andrés encontró a su hermano Simón y lo presentó al Mesías. Después Jesús en-contró a Felipe y éste a Natanael.

En este punto el relato de Juan no se separa demasiado del de los otros tres evangelios. Se da testimonio de que los primeros seguidores de Jesús habrían sido judíos que aceptaron sin mayor dificultad el hecho de que el Mesías esperado hubiera aparecido. El judaísmo era muy diverso antes del año 70 y muchos es-peraban la venida de un Mesías cuyo carácter también era diverso, dependiendo del grupo que se tome como muestra. Así es que no debe extrañarnos que en el primer grupo de seguidores haya habido judíos que no tuvieron mayor dificultad en aceptar que había aparecido el Mesías.

2. Los samaritanos (4: 4-42; 8:48)

Pero a partir del capítulo 4, Juan se aparta de manera significativa de la

NOTAS

8 Cf. Ídem.

9 Wengst dice que ya se ha abandonado la idea de un es-crito original en arameo: Cf. Ibíd. p. 82

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NOTAS

10 Brown, R. op. cit. p.36

11 Excepto en en la LXX Zac 9:9 donde los LXX tra-ducen “salvador” en lugar de “victorioso”.

12 Ibíd. pp. 35-36

historia del ministerio de Jesús tal como la narran los sinópticos. Acá es donde se puede empezar a ver con más claridad la particularidad de la comunidad joánica cuando empezó a ser diferente10.

Lo que le interesa a Juan es contar que, además de los seguidores de Juan el Bautista que se convirtieron a la fe en Jesús, también creyeron algunos samarita-nos. Detrás de este relato que normalmente se lee sin tomar en cuenta el nivel de la comunidad que lo origina, está una iglesia que se comprende a sí misma como una comunidad heterogénea. En este nivel, el relato nos muestra que los samari-tanos tenían una esperanza mesiánica que el círculo joánico terminó integrando.

En el v. 42 se describe a Jesús como o` swth.r tou/ ko,smou (salvador del mundo). Esta manera es extraña, porque en todo el NT nunca se le aplica durante su ministerio público, aunque sí aparece como descripción luego de su resurrec-ción. Incluso se puede decir que es extraña a la idea de Mesías, porque en el AT la salvación se atribuye al Señor (YHWH) (Sal 24:5; Is 12:2) y no al Mesías11.

Estos samaritanos habrían aportado aspectos de su cristología, según la cual el Mesías no representaría una línea exclusivamente davídica y étnicamen-te condicionada, sino que tendría una característica salvífica12. Por eso Jesús es visto como salvador del mundo. Este segundo grupo actúa como catalizador de la cristología de la comunidad joánica, lo que origina conflictos con el resto del judaísmo ortodoxo dada la aceptación por parte de esta creciente comunidad de una concepción mesiánica más alta y menos limitada. Según Juan, el mismo Jesús es acusado por los judíos de ser samaritano (8:48).

3. Gentiles: aporte a una cristología más universal (12:20-23)

Un tercer grupo es reconocido por el Cuarto Evangelio como seguidores de Jesús. Se trata de un grupo definido sencillamente como “unos griegos”. La base de la comunidad estaba constituida por un judaísmo que no tuvo problemas en aceptar a Jesús como Mesías en los términos del AT, o sea, no divino. A esta

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base se integró un grupo samaritano que contribuyó a la racionalidad eclesial con la idea de un Mesías no davídico y salvador. La incorporación de estos samarita-nos ya le había significado a la comunidad joánica un cierto rechazo por parte de las autoridades judías, pero no tan fuerte como el rechazo que estaba por venir. En efecto, Jn 12:20-23 relata el momento de una ruptura mucho mayor cuando los griegos13, prosélitos de la religión judía, piden hablar con Jesús.

Lo novedoso aquí es la manera en que Jesús interpreta este encuentro: o` de. VIhsou/j avpokri,netai auvtoi/j le,gwn\ evlh,luqen h` w[ra i[na doxasqh/| o` ui`o.j tou/ avnqrw,pou (Jesús les responde [a Andrés y Felipe] diciendo: ha llegado la hora para que el hijo del hombre sea glorificado, 12:23) La hora en Juan se refiere a su muerte, también vista como el momento de la glorificación. Con la entrada de los griegos, entonces, la tarea del Mesías se comprende con tintes claramente univer-salistas. Así es que ahora tenemos una comunidad cristiana que cree en éste, no tanto como rey descendiente de David y sin centro ritual fijo (templo), sino como el Salvador, y ya no sólo de la etnia judía sino de todo el mundo14.

4. Resumiendo

Para la época en que el Cuarto Evangelio recibió sus últimas redacciones, a fines del siglo primero o comienzos del siglo segundo, la comunidad joánica estaba conformada tanto por judíos como por gentiles. La identidad de esta co-munidad, y por ende su racionalidad, o sea, su forma de entenderse como comu-nidad de discípulos, se había ido construyendo en la misma medida en que se integraron diversos grupos con diferentes racionalidades: los judíos palestinenses, los samaritanos y los griegos. Además de lo cual hay que considerar que estos grupos étnico-religiosos no eran completamente homogéneos (no es lo mismo el judaísmo de Natanael que el de José de Arimatea, por ejemplo).

Pero eso no es todo. Esta comunidad así de heterogénea no estaba sola, ni era la única que pretendía ser la heredera del mensaje de Jesús. Internamente vivía sus primeros conflictos bien tempranamente, tal como se refleja en las Epístolas

NOTAS

13 hellenés; gentiles proséli-tos y no hellenistai; judíos de habla griega)

14 Es cierto que otros secto-res del judaísmo de la época intertestamentaria (el tritoi-saías, los apocalípticos) ya no limitaban la salvación a la etnia judía, pero en el rela-to de Juan la incorporación de los griegos se narra como novedad.

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Joánicas. Pero también externamente debían dar razón de sus tan particulares concepciones de la fe en Jesús. En el evangelio hay antecedentes de una relación siempre polémica entre Pedro y el Discípulo Amado. Mientras que el primero probablemente es el campeón de las iglesias mayoritarias, el segundo, fundador de la comunidad joánica, es el que estuvo en el seno de Jesús como éste había estado con el Padre. La comunidad joánica se entendía a sí misma como la poseedora de la “verdadera” interpretación de las palabras y hechos de Jesús. Y esto, por opo-sición a lo que representaba la interpretación mayoritaria, tradicional y “oficial”.

LA INTEGRACIÓN DE LAS RACIONALIDADES DIFERENTES

La idea que nos queda por desarrollar es aquella que se pregunta qué tipo de racionalidades pasadas confluyeron en la construcción de aquella con la que hoy juzgamos nuestro actuar y el de otros. Y en segundo lugar, qué tipo de racio-nalidades están hoy a nuestra puerta pidiendo ser integradas.

Desde hace algún tiempo se le reconoce estatus de sujeto teológico a grupos que habían permanecido invisibles en la producción teológica clásica. El mundo de los pueblos aborígenes, los pobres, las mujeres, los afrodescendientes, los inmi-grantes, etc., generan sus propios análisis y valoraciones de todo lo que los rodea, incluidas la religión y Dios. La pregunta es: ¿qué hacemos como comunidad de fe con estas diferentes racionalidades que hoy se sientan a compartir con nosotros una reunión como esta?

Pero eso no es todo. Igual que en la configuración de la comunidad joá-nica, no sólo las nuevas racionalidades convergen en la comunidad de fe, sino también las antiguas. En Juan se percibe a lo largo de todo el libro esa suerte de disputa estructurada por el evangelista entre Pedro, representante de las iglesias apostólicas, y el discípulo amado, cuyo nombre se oculta muy bien, representante de las comunidades joánicas. Durante todo el evangelio Pedro ocupa el lugar del que no entiende o tiene miedo, lugar muy secundario en relación al discípulo amado. Pero al finalizar el libro, y se sabe que el capítulo 21, así como el 1, no

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pertenece a la misma mano del autor del resto del evangelio (aunque sí forma parte del mismo círculo joánico), se da una reivindicación de la figura de Pedro que, si bien aquí tampoco entiende la idea de que el discípulo amado quedaría hasta el fin, termina siendo encargado por Jesús de pastorear a sus ovejas (Jn 21).

En mi opinión, esto refleja el nivel de integración máxima de la racionali-dad eclesial joánica, un esfuerzo mayor en la tarea de incluir. La comunidad había integrado las racionalidades más extravagantes de la época, y lo había hecho con éxito. Pero ahora el desafío es aún mayor. Aquí se trata de incluir aquello que representaba el pasado, lo tradicional, lo “oficial”, lo superado.

Me parece que este es también un punto crucial en la construcción de nuestra racionalidad eclesial. Tengo la impresión, y esto lo puedo decir ahora que miro mi propio pastorado desde la distancia, de que siempre es más fácil avanzar integrando lo innovador, pero es más difícil hacerlo con aquello que percibimos como superado. El costo que pagan nuestras iglesias es el de la segregación de los que no pueden sostener la voz frente a la moda actual de ser y hacer iglesia. Y cuando no es la segregación, es la muerte por vegetación de quien no encaja en la frenética búsqueda o adopción del modelo de turno.

Yo creo que hay que partir por revisar de qué manera hemos construido nuestra racionalidad eclesial, de dónde nos viene o bajo qué circunstancias so-ciales las fuimos construyendo. Esto significa desacralizar dichas racionalidades, asumir que no cayeron del cielo sino que las construimos, las heredamos o las copiamos. Recién ahí, esas racionalidades ya superadas, aparentemente obsoletas e incómodas, encontrarán su posición en el esquema actual. Una comunidad ver-daderamente integradora es capaz de encontrar un espacio para judíos seguidores del bautista, samaritanos y griegos, pero también para Pedro.

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* Doctor en Teología por el Instituto Universitario ISEDET (Buenos Aires). Es profesor invitado en la cátedra de Historia de la Iglesia en el Instituto Bíblico Buenos Aires. Es-pecialista en Historia del protestantismo en el Río de la Plata. Es miembro de la Fraternidad Teoló-gica Latinoamericana

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AVIVAMIENTOS, REFORMA SOCIAL Y EMANCIPACIÓN DE LA MUJER EN EL PROTESTANTISMO DEL SIGLO XIXNorman Rubén Amestoy*

NOTAS

1 SPENER, Felipe Jacobo. Pia desideria, edición a cargo de René Kruger y Daniel Be-ros, Instituto Universitario ISEDET, Buenos Aires, Ar-gentina, 2007.

LOS AVIVAMIENTOS Y LA DEMOCRATIZACIÓN DE LO RELIGIOSO

Entre fines del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX, en el marco de los avivamientos espirituales del Second Great Awakening (1790-1840s), se produje-ron algunos de los desarrollos más interesantes, en cuanto a democratización de lo religioso y ciertos avances en la participación religiosa de las mujeres evangélicas como resultado de las modificaciones introducidas por las prácticas del revival. A nuestro entender, los movimientos de renovación religiosa en los EEUU no solo desembocaron en un nuevo celo por la evangelización y un ímpetu remozado por las misiones en el extranjero – y América latina en particular-, sino que además significaron una apertura del ministerio a los que “sentían el llamado” y nuevos roles para las mujeres protestantes.

De partida, cabe aclarar que los revival que recorrieron el oeste desde las postrimerías del siglo XVIII, no eran movimientos extremos en lo ideológico, ya que no procuraban subvertir con reformas radicales el orden social. Eran movimientos esencialmente religiosos que buscaban ejercer su influencia en la vida espiritual; dentro del ámbito eclesiástico, los revival tenían como finalidad prioritaria generar movimientos de renovación religiosa al interior de las iglesias establecidas. En esta dirección, los avivamientos continuaban la extensa tradi-ción iniciada por el pietismo con las eclesiolae in eclesia de Phillip Jacob Spener en Alemania1, o las sociedades metodistas de John Wesley dentro de la Iglesia

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Anglicana de Inglaterra2, pero en este caso buscando una renovación principal-mente en las iglesias congregacionalistas, presbiterianas y episcopales.

Ahora, si bien la predicación revivalista no tenía aristas que la identificaran con un discurso socialmente radical, por otra parte al defender la templanza y la moralidad; propiciar la ideas del crecimiento en la perfección y la noción del pro-greso; estimular las iniciativas filantrópicas y oponerse a la esclavitud, los lideres y predicadores revivalistas contribuyeron a preparar el terreno para iniciar nuevos procesos tendientes hacia una mayor democratización de la vida religiosa y social.

A nuestro entender, entre 1830 y 1840, la tradición del perfeccionismo junto a la idea de progreso contribuyó a reforzar el espíritu democrático que se estaba extendiendo cada vez más en la sociedad norteamericana. Fueron estas no-ciones las que introdujeron el convencimiento de que cada individuo disfrutaba de un derecho natural a la libertad, la igualdad, el conocimiento, la felicidad, y al mismo tiempo disponía de los recursos potenciales para adquirirlo. El hombre era un agente libre destinado a realizar el progreso moral y espiritual en su camino a la perfección3.

En la colonización de la frontera y, sobre todo, en las experiencias de los avivamientos, había quedado esbozado que los hombres comunes no se sentían atraídos por el calvinismo con su visión de la naturaleza humana, sus aparentes concepciones aristocráticas y el intelectualismo de sus ministros. Esta falta de atractivo, los impulsó a la búsqueda de nuevos horizontes denominacionales o directamente nuevas creencias fuera incluso del protestantismo. Por otro, las ideas perfeccionistas de la teología wesleyana se ajustaban mejor con el optimismo ge-nerado por la expansión hacia el oeste4.

El perfeccionismo era una doctrina con una extensa tradición dentro del pensamiento cristiano, pero hacia 1820 fue relanzada por Charles G. Finney (1792-1875), dentro del marco de su ascendente carrera como cabeza del se-gundo gran avivamiento. Finney enfatizaba la idea de que todo ser humano, por

NOTAS

2 AMESTOY, Norman Rubén. El Avivamiento Wes-leyano en Inglaterra; Una herencia de renovación espiri-tual, evangelización y reforma social, Centro de Estudio Teológicos “Martín Luther King”, Apuntes de Cátedra, Córdoba 2004. www.imja.org.br/documentos

3 cf. ver, AMESTOY, Nor-man Rubén. El reformismo social metodista en el Río de la Plata y sus raíces ideológicas, Cuadernos de Teología, ISE-DET, Buenos Aires, 2001.

4 DAYTON, Donald. Raíces teológicas del pentecostalismo, Nueva Creación, Grand Ra-pids, Michigan, 1991, p.37ss

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el ejercicio de la voluntad y el cultivo de la “intención justa”, podía llegar a un estado de perfección. Al individualismo propio de la teología del avivamiento, en Finney se le adosaba una gran participación al libre albedrío junto a un alto grado de subjetividad. Pero además, cuando se hablaba de un crecimiento en la perfec-ción a través de cultivo de la “intensión justa”, muchos entendían que era posible una completa santificación con la eliminación de la existencia del pecado. Como es entendible, esa prédica, con su elevada valoración de la capacidad y el poder del hombre, atrajo al hombre común en un período en que éste estaba emergiendo hacia una nueva conciencia acerca de su valor.

Entre la tercera y cuarta década del siglo XIX en los Estados Unidos se operó un importante desarrollo de la democracia social y política, que a su vez le debió mucho al desarrollo de las renovaciones religiosas operadas en el Oeste. El rápido desarrollo del Oeste, con sus oportunidades de progreso y el avance ge-neral en las cuestiones políticas, sociales y económicas, repercutieron para que se produjera cierta democratización de la esfera religiosa. Las instituciones eclesiásti-cas de algunas denominaciones comenzaron ceder a las presiones provenientes de los líderes movilizados por los revival, y fue entonces cuando las iglesias debieron conceder a los feligreses una participación mayor, incluidas las mujeres.

Por otra parte, si bien los revival no tenían ninguna intensión de crear cesuras o nuevas iglesias, a nuestro entender, quizás nada refleje con más claridad la democratización operada en el ámbito religioso y la emancipación del hombre común de las organizaciones eclesiásticas convencionales, que la efervescencia y movilidad experimentada en el campo religioso. Esta tendencia a la “salida” de las denominaciones por parte de hombres y mujeres que se consideraban inspirados –o “llamados”- para la iniciación de nuevos cultos fue, en parte, el resultado de una mayor búsqueda de expresión, y, en parte, un reflejo del igualitarismo al que se anhelaba y que muchas veces, se les negaba. Para algunos espíritus repri-midos o ignorados, llenos de fervor expresivo, la proclamación de un evangelio menos cerebral constituía un medio de encontrar salvación en nuevos caminos inexplorados. Los que seguían a los nuevos liderazgos revivalistas afirmaban su

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individualismo y su libertad en las cuestiones religiosas, al plantarse frente a las denominaciones establecidas, las autoridades y las antiguas tradiciones.

La multiplicación de las denominaciones prosiguió, aunque se realizaron esfuerzos por alcanzar la unidad entre ellas. Cuando Alexander (1788-1866) y Thomas Campbell (1763–1854), irlandeses y presbiterianos, se vieron converti-dos en los líderes de una nueva denominación, los Discípulos de Cristo, hicieron todo lo posible por promover la unidad entre sus partidarios y otro grupo llamado de los Cristianos. Los Cristianos se habían desgajado de los metodistas, los bautis-tas y los presbiterianos, bajo la dirección de James O’Kelley (1735-1826), Abner Jones (1772-1841) y Barton Warren Stone (1772-1844). El nombre de “cristia-nos” reflejaba el esfuerzo por dar fin al sectarismo; el alegato por el retorno a las Escrituras reflejaba una esperanza de que todas las querellas sectarias pudieran ser evitadas. Esta posición fue en parte una reacción contra un denominacionalismo encarnizado.

La teoría y la práctica democráticas tuvieron una conexión recíproca con las denominaciones que apoyaban el segundo avivamiento. Esta tendencia en el campo religioso era convergente con otras ideas reformistas que estaban difun-diéndose en el contexto histórico y muy especialmente en referencia a la emanci-pación femenina.

EL FUNDAMENTO CRISTIANO DEL REFORMISMO: EL EJEMPLO DE JESUCRISTO

Un aporte singular de las sociedades religiosas protestantes al reformis-mo decimonónico norteamericano fue la ejemplaridad de Jesucristo. Frente a los primeros efectos producidos por el mercantilismo y el desarrollo industrial, ministros de diversas extracciones denominacionales atacaron los privilegios y las prácticas de la empresa mercantil actuando a favor de las clases trabajadoras. En algunos casos las sociedades religiosas llegaron a declarar que la sociedad le debía proveer los medios de subsistencia razonable a todo individuo capaz y deseoso de trabajar por su sustento. Por otro lado, afirmaban que en la medida en que el

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NOTAS

5 Este fue el caso del Obispo episco-pal Hopkins de Vermont, un clérigo inscripto en la teología conservadora que sin embargo afirmaba que quie-nes ejercían la tiranía económica sa-caban ganancias éticamente repudia-bles y por lo tanto no podían ser ni cristianos ni verdaderos ciudadanos.

6 W. Ll. Garrison fue uno de los principales líderes del reformismo so-cial, en especial de la causa abolicio-nista emprendida desde las páginas del The Liberator (1831). Fue además impulsor de American Anti-Slavery Society y un decido defensor de mo-vimiento sufragista femenino.

7 Fue otro de los notables militantes de la National Anti-Slavery Standard junto a Lewis Tappan, Lydia Ma-ria Child, James Birney, Maria W. Chapman, Abby Kelley Foster, Ste-phen Foster Henry Garnet, Samuel Cornish James Forten , Charles Le-nox Remond, Lucy Sotne y Robert Purvis. Weld estudió en el Hamilton College, donde fue influenciado por el revivalismo de Charles Finney.

8 L. Mott militó en las filas de los cuáqueros, donde llegó a ocupar el púlpito para impulsar el reformismo social, en especial la causa abolicio-nista y la defensa de los derechos fe-meninos.

naciente industrialismo fracasaba en aquel cometido, debía ser considera-do un sistema inviable5.

En este sentido, el pensamiento teológico desempeñó un importan-te papel en la inspiración de los principales exponentes de los movimientos sociales reformistas. Incluso aquellos que como William Lloyd Garrison (1805-1879)6, denunciaban a las denominaciones religiosas establecidas por su silencio cómplice con el esclavismo o la aprobación de la esclavitud, eran hombres esencialmente religiosos y sus ideas encontraban en el cris-tianismo su sustento.

La literatura producida por los reformadores, sus folletos de pro-paganda, periódicos, conferencias y la correspondencia privada deja ver el entrecruzamiento de nociones religiosas e ideas de reforma. La bandera reformista que mayor inspiración recibió de la doctrina cristiana del amor y la fraternidad fue la lucha abolicionista de la esclavitud. En este sentido, la literatura antiesclavista reflejada por líderes de la envergadura de Arthur Tappan (1786-1865), Theodore D. Weld7, William Lloyd Garrison, Lu-cretia Moot8, o Lydia María Child, entre otros, condenaban la “esclavocra-cia” porque ésta se hallaba en evidente contradicción con la palabra literal, y sobre todo con el espíritu de las enseñanzas evangélicas.

Estos reformistas fueron influidos no sólo por la doctrina cristiana de una fraternidad universal, - en evidente consonancia con el pensamien-to romántico-, sino también por un motivo teológico no suficientemente percibido por los estudiosos como es el sentido, que puritanos y pietistas tenían de la responsabilidad de la comunidad por el pecado.

Este sentido de responsabilidad, fue el que movió a impor-tantes movimientos de reforma en ciudades como Boston y New York. Allí clérigos como Joseph Tuckerman o Edwin Chapin (1814-1880), fueron impulsados a causas humanitarias contra los slums y la

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pobreza que comenzaban a sufrir las clases asalariadas por los efectos del indus-trialismo. El reverendo presbiteriano John R. McDowall desde su imaginario puritano también sintió esta responsabilidad por el pecado, cuando en 1832, conmovido por la extensión del vicio en la ciudad de Nueva York, efectuó un enérgico llamado a los creyentes a que ayudaran a suprimirlo. Fue entonces cuan-do creó las sociedades para la reforma moral denominadas “Casas de Magdalenas” y el órgano periodístico para la difusión de las ideas reformistas, el McDowall´s Journal. La finalidad de ambos era ofrecer nuevas alternativas a las mujeres que se volcaban a una vida “relajada”, a la vez que se atacaba la participación de ciuda-danos reconocidos en la prostitución comercializada. Como podemos constatar según estos esfuerzos, la ética protestante y el fervor religioso ocuparon también un lugar destacado entre las causas promotoras y el sustento ideológico del refor-mismo.

DEMOCRATISMO Y DERECHOS DE LA MUJER

A nuestro entender donde mejor es posible mostrar la relación entre la fi-losofía democrática y los movimientos reformistas es en el análisis de la situación de la mujer. El reclamo de las mujeres, fue en gran parte una protesta realizada en nombre de la democracia y contra el papel subordinado. Cualquier argumento que los hombres hubieran empleado hasta entonces en defensa de sus derechos como ciudadanos, ahora comenzaron a ser esgrimidos por las mujeres consagra-das a dicha cruzada. A partir de entonces fue puesto sobre el tapete que las rela-ciones entre los sexos debían ser gobernadas por la doctrina de la igualdad y de la democracia. La igualdad y la democracia era de la filosofía de los derechos natu-rales, y su estructura era la convicción religiosa de que Dios había creado iguales a todos los seres humanos, y Él se había propuesto que todo individuo alcanzase la realización plena de todas sus potencialidades.

Para apreciar lo apropiado de la demanda, es menester representarse lo más posible el status inferior que vivían las mujeres por ese tiempo. A despe-cho del primitivo interés que un puñado de idealistas democráticos sintió por la

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Vindication of the Rights of Women (1792), de Mary Wollstonecraft (1759-1797), y a pesar del ejemplo de igualdad sexual entre los shakers, la opinión general con-tinuaba contemplando a las mujeres como naturalmente incapacitadas para el ejercicio del pensamiento y los desarrollos mentales complejos. En consecuencia, se las alejó de las oportunidades de cualquier educación que pasara de las materias elementales o, en el mejor de los casos, la formación de los liceos. Lo más corrien-te entre las muchachas campesinas y de la clase media baja era que adquirieran las destrezas prácticas en el hogar, y entre las pertenecientes a las familias acomoda-das, que aprendieran en escuelas internas las reglas sociales y las artes estéticas del bordado de fantasía y la pintura en terciopelo.

En general, no era bien visto que las mujeres discutieran de política ni de los problemas públicos y sociales. De acuerdo al derecho consuetudinario, los esposos y los padres no sólo controlaban las elecciones de sus esposas e hijos, sino que estaban autorizados a exigir la más completa sumisión. Las denominaciones protestantes en general - con la sola excepción de los cuáqueros- asignaban un papel subordinado a las mujeres al excluirlas no solamente del clero sino también de cualquier participación pública en las cuestiones eclesiásticas. Aun en la esfera esencialmente de la mujer, el hogar, estaba destinada a someterse a la voluntad de su esposo, en la teoría por lo menos si no en la práctica. Los artículos en las revistas populares de la época, reflejaban fielmente este punto de vista, tanto entre los hombres corrientes como entre la mayor parte de la intelectualidad.

La primera protesta significativa contra tales ideas se produjo cuando Fran-ces Wright (1795-1852) salió en defensa de los trabajadores, la educación públi-ca, la gradual emancipación de los esclavos y sacó a relucir los derechos de la mu-jer. Sin acobardarse ante el ridículo ni las amenazas de violencia física, continuó exigiendo una mayor libertad en las relaciones matrimoniales, el control de los nacimientos y la aparición de las mujeres en la tribuna pública.

Excepto en los círculos cuáqueros, donde las mujeres tradicionalmente habían participado en los “capítulos” y en el ministerio, su campaña sólo halló

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repulsas. Sin embargo, las campañas feministas posteriores encontraron en estas primeras manifestaciones los argumentos de probada eficacia donde se denun-ciaba la sumisión de las mujeres en las leyes y las costumbres y abogaban por su emancipación en lo económico, social y cultural.

Como sabemos, el rol y las condiciones de la mujer en el ámbito protes-tante han estado históricamente señaladas por la “ambivalencia”9, ya que si bien por un lado, desde siempre ha habido un interés pionero por la educación y la ilustración de las mujer, - incluso en los sectores socialmente menos favorecidos-, por otro lado, el protestantismo no se distanció de la matriz social tradicional - y patriarcal- imperante en cuanto al reparto de la funciones del hombre y la mujer. Si bien en el primer caso, esto es, la preocupación por instrucción femenina, co-locó a los países angloamericanos y protestantes a la cabeza en este sentido en el transcurso del siglo XIX, para este tiempo también, a partir de una concepción patriarcal se levantó un vallado contra el voto femenino que abría paso para el acceso al ministerio y la ordenación pastoral.

La resolución del conflicto se zanjó generalmente otorgando a la mujer el cometido de ser la “ayuda idónea”, y el auxilio del esposo en el ministerio. Por otro lado, se la comprometió con el desarrollo de la atmósfera afectiva del hogar, la educación de los hijos y por lo mismo, “del ascenso cultural y social de la pareja y de la familia”10.

Sin embargo, en el contexto de los revival se produjo una situación de apertura para las mujeres debido a las nuevas prácticas introducidas por los aviva-mientos y que redundaron en la ampliación de los espacios de intervención y re-conocimiento. De partida, las esposas y jóvenes, al participar de los “despertares”, generalmente lo hacían sin el respaldo de los maridos o padres incurriendo en un hecho de desobediencia y rebelión. Otro aspecto era que en iglesias surgidas del revival, las mujeres eran reconocidas como “hermanas” experimentando un igua-litarismo palpable con los “hermanos”, aumentando la desconfianza de maridos y de padres.

NOTAS

9 BAUBEROT, Jean. “La Mujer Protestante”, en: DUBY Georges – PERROT Michelle, Historia de las Mu-jeres, Tomo VII, Taurus, Es-paña, 1994, pp.219-233

10 Ibíd. p.220

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Además de estos actos de insubordinación, los revival propiciaron la posibilidad de una mayor autonomía, el ejercicio de liderazgo, influencia y la toma de responsabilidades inéditas. Las renovaciones religiosas de los siglos XVIII y XIX, en general se caracterizaron por su carácter movimientista y refractario a la institucionalidad de las denominaciones. En el marco del movimiento, el ejercicio del sacerdocio universal de los creyentes - incluidas las mujeres - fueron siempre en aumento, ya que esta nota era reforzada por el hecho de que el predominio del “entusiasmo” revivalista se posicionaba por sobre la autoridad eclesiástica. El tes-timonio público de la fe en las reuniones, en muchos casos dio paso a una mayor ingerencia de los feligreses, donde por ejemplo en los camp meeting, las reuniones además de prolongadas, marcadas por la improvisación y la espontaneidad en la música, la himnodia, las oraciones también alcanzó a la predicación. La evangeli-zación de la frontera y las reuniones de campamento planteó la necesidad de un mayor numero de predicadores, y ante la imposibilidad de contar con ministros ordenados, del testimonio público se pasó a la predicación del laicado y de esta manera las mujeres pudieron ingresar al vedado terreno del púlpito. Entre las más destacadas, hay que mencionar a Hannah Pearce Reeves, Lydia Sexton y entre las predicadoras negras a Jarena Lee y Catherine Livingston Garretson

Ahora si bien el revivalismo planteo un contexto mas favorable para el protagonismo femenino, la situación predominante siguió siendo la de la mujer como auxiliar del hombre. Jean Bauberot también ha señalado como algo carac-terístico del revivalismo norteamericano la tarea de las “anfitrionas”, por la cual se depositaba en ellas la responsabilidad de asegurar la llegada de los predicadores circuitales a los diferentes puntos del itinerario, y si bien era una función subor-dinada a la del evangelista, el éxito de las giras, los contingentes que moviliza y el reconocimiento obtenido además de la influencia que ejercita dependen en gran medida de la “irradiación religiosa de ‘la anfitriona’”. Entre las más destacadas anfitrionas es menester mencionar a Catherine Livingston Garretson.

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EL ABOLICIONISMO COMO DESENCADENANTE DEL FEMINISMO

Es significativo señalar que lo que puso en marcha la cruzada feminista fue el deseo de un pequeño grupo de mujeres de participar en el movimiento por la abolición de la esclavitud. La negativa a admitir a las mujeres dentro de las socie-dades antiesclavistas existentes o siquiera permitirles hablar en público en favor de la causa, determinó la actitud de desafío de mujeres tales como la cuáquera de Filadelfia, Lucretia Coffin Mott (1793- 1880) y Angelina Grimke (1805 -1879) y su hermana, escritora y sufragista, Sarah Grimke (1792-1873) de Carolina del Sur que se habían convertido al cuaquerismo y el abolicionismo. Excluidas de las organizaciones existentes, las mujeres abolicionistas formaron una organización nacional propia en 1834. En 1838, una chusma de Filadelfia quemó el local en que se hallaban reunidas. Durante el año siguiente, el problema de la admisión de las mujeres en las sociedades antiesclavistas nacionales masculinas que ya exis-tían, dividió la organización en dos movimientos, uno compuesto de hombres solamente, y otro en que las mujeres cooperaban con los hombres en igualdad de condiciones.

La negativa de la World Anti-Slavery Conference de Londres en 1841 a ad-mitir a las delegadas norteamericanas, impulsó a Lucretia Mott y Elizabeth Cady Stanton (1815-1902), a iniciar un movimiento por los derechos de las mujeres a su regreso a Estados Unidos. Su programa fue proclamado en la Declaración de Sentimientos emitida en 1848 en la Convención de Senecta Falls. Esta declaración parafraseaba la Declaración de la Independencia, pero acusaba a los hombres por su tiranía con las mujeres. No obstante la gran oposición, los difusores de los de-rechos de las mujeres continuaron celebrando convenciones, agitando en favor de una revisión de las leyes de los Estados relacionadas a sus derechos a la propiedad y exigiendo la plenitud de los derechos políticos, económicos y culturales.

A los promotores de los derechos femeninos les fue necesario cambiar los argumentos que esgrimían a partir del pensamiento religioso y la filosofía de los derechos naturales. A despecho de la firme aseveración de William Lloyd

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Garrison, de que “sabemos que los hombres y las mujeres son iguales ante la mi-rada de Dios”, la Biblia era empleada con mucha eficiencia por el protestantismo conservador. Según ellos, la Biblia hacía a Dios un varón y responsabilizaba a la mujer de los infortunios del hombre. Por otra parte, según su comprensión, mu-chos textos relegaban a las mujeres a una situación de inferioridad. Gradualmente entre los militantes de los derechos femeninos primaron los criterios racionales y comenzaron a atribuir una importancia mayor a los derechos naturales. Las mu-jeres -rezaba el alegato- eran seres humanos; todos los seres humanos poseían los mismos derechos inalienables a la vida, la libertad, la propiedad y la búsqueda de la felicidad. Fue entonces cuando, algunos conservadores se apresuraron a señalar que “naturaleza” significaba lo que había existido siempre; esto es, las mujeres ha-bían sido eternamente inferiores, ergo, lo eran por dictado de la naturaleza. Solo a fin de dejarlo indicado, estos dos argumentos – uno con base escritural, el otro con base en el derecho natural -serían utilizados a fines del siglo XIX en el Río de la Plata por gran parte de la dirigencia protestante, para impedir el voto femenino en las asambleas eclesiales y el ingreso al ministerio pastoral.

Para los defensores de la causa de la mujer, fue necesario insistir en que la naturaleza no incluía solamente lo que había sido sino también lo que podía devenir. A pesar de la situación de inferioridad y la degradación en que pudieran hallarse las mujeres como resultado de su inmemorial servidumbre, Dios y la naturaleza disponían por igual la necesidad del desarrollo.

Sin embargo los argumentos no se detuvieron en las reinterpretaciones del cristianismo y de la ley natural en un marco democrático sin exclusiones. Con el correr del tiempo se fue colocando un énfasis cada vez mayor en el argumento de la utilidad. La plena emancipación de la mujer, según Elizabeth Oakes Smith (1806-1893), no sólo capacitaba a las mujeres para alcanzar ese desarrollo indi-vidual que les correspondía, sino que además haría que “el mundo mejorara por este motivo”. Dado que no se tomaba en cuenta su personalidad se las fundía en un estereotipo de servidumbre, pero una vez libres de la esclavitud, las mujeres elevarían a nuevas alturas toda causa esgrimida por los mejores hombres, esto es:

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la justicia, la religión, la libertad, la democracia. La subordinación de las mujeres, concluía Mrs. Smith, había hecho de ellas una fuerza retardataria de la civiliza-ción; su emancipación las convertiría en un agente dinámico en pro del progreso civilizador.

Uno de los tratados mejor logrados sobre los derechos de las mujeres fue el de Margaret Fuller (1810-1850), Woman in the Nineteenth Century (1845). En este libro, la autora de Nueva Inglaterra reunió todo un compendio de argumen-tos en favor del desarrollo pleno de las mujeres como individuo, y a ellas sumó algunas ideas psicológicas y concepciones sociales originales. El sexo, alegaba, es una cuestión relativa, no absoluta. A mediados del siglo XIX se atrevía a afirmar que: “No existe el hombre enteramente masculino, ni la mujer puramente fe-menina.” Por ello, la naturaleza clamaba contra la barrera que la sociedad había levantado entre los dos. Un vez que esta verdad fuera reconocida, las mujeres de-jarían de vivir tan exclusivamente para los hombres y comenzarían a vivir también para sí mismas y al hacerlo, ayudarían, en verdad, a que los hombres se convirtie-ran en lo que les había sido prometido: hijos de Dios.

Los intereses de los hombres no eran opuestos a los de las mujeres, por el contrario, eran idénticos por la ley de su existencia común, una ley que, si se la observaba, los convertiría en los pilares de un solo pórtico, los sacerdotes de un solo culto, las diferentes voces de una sola canción. El hombre había educado a la mujer más como sirvienta que como hija, y se hallaba con que era un rey sin reina. Despojado de todo misticismo, Woman in the Nineteenth Century aparecía como una exigencia - fundada en el criterio racional, la reflexión teológica y la belleza-, de que se elevaran las relaciones sexuales hacia un nuevo nivel, más de-mocrático.

A fines de la década de 1840, la causa feminista no se limitó a dar batalla en el ámbito de las ideas. Gracias a la osadía de sus militantes pioneras algunas hicieron carreras que abrieron el camino a las sucesivas generaciones. Este fue el caso de Elizabeth Oakes Smith quien al parecer fue la primera que pronunció

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conferencias en la tribuna de un Liceo. En el periodismo y la literatura, se desta-caron Margaret Fuller, Sarah J. Hale (1788-1879), Jane Swisshelm (1815-1884), Lydia Maria Child, Harriet Beecher Stowe (1811-1896), Catharine Sedgwick (1789-1867), Alice (1820-1871) y Phoebe Cary (1824-1871). Si bien el Derecho siguió vedado para ellas, la medicina se convirtió en una profesión posible, por lo menos para unas pocas, después que Elizabeth Blackwell (1821-1910), la primera médica de los tiempos modernos, abrió una clínica para la salud de la mujer en Nueva York, en 1854, esto es seis años después de obtener su título de doctora en medicina. En 1852, la iglesia congregacional ordenó a Mrs. Antoinette Louisa Brown Blackwell (1825-1921) como ministro del evangelio.

No había llegado aún el momento de que algo más que unas pocas jóvenes pudieran disfrutar de las ventajas de la enseñanza de colegio en instituciones tales como Oberlin y Antioch; pero en las escuelas normales hallaban ya oportunida-des para adquirir la educación profesional necesaria en las escuelas que, en núme-ro cada vez mayor, se hallaban bajo la dirección femenina. Alexis Tocqueville pro-bablemente resumió de manera certera la situación cuando observó (1835) que mientras que los norteamericanos “habían permitido que la inferioridad social de la mujer subsistiera, habían hecho todo lo posible por elevarla moral e intelectual-mente al nivel del hombre; y, en este respecto, me parece que han comprendido excelentemente el verdadero principio del progreso democrático”11.

NOTAS

11 TOCQUEVILLE, Alexis de. Democracy in America, Londres, 1835-1840, Tomo II (IV), p.224

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PREPARACIÓN CLADE V

El V Congreso Latinoamericano de Evangelización se propone como un proceso de reflexión teológica, comunión, confesión y celebración de la misión de Dios en el contexto latinoamericano.Los tres ejes centrales, expresados en el lema son:

1. Sigamos a Jesús, porque como iglesia de Jesucristo necesitamos aprender a seguirle, a encarnar con compromiso un discipulado integral.

2. Reino de Vida, porque el Reino de Dios es reino de vida, aun en un contexto latinoamericano plagado por múltiples expresiones de muerte.

3. ¡Guíanos, Santo Espíritu! porque el nuestro es un ruego, un clamor, una con-fesión en un medio en el cual demasiados evangélicos se sienten triunfalistas por el crecimiento numérico y el acceso al poder.

Mediante CLADE V, la FTL procura:

1. Generar un movimiento de participación que involucre el mayor número po-sible de personas, iglesias, instituciones teológicas, organizaciones de servicio y otras instancias del pueblo evangélico de América Latina y El Caribe, alrededor de los ejes centrales.

2. Promover la reflexión en torno al Evangelio y a su significado para el ser hu-mano y la sociedad.

3. Contribuir a la vida y misión de las iglesias en América Latina y El Caribe en el siglo XXI con creciente conciencia de la realidad de nuestro contexto.

4. Servir de plataforma para el diálogo cristiano y entre iglesias, ministerios, redes y movimientos cristianos en América Latina, el Caribe y el mundo.

5. Propiciar oportunidades para que la Fraternidad Teológica Latinoamericana extienda su servicio como movimiento facilitador de la reflexión evangélica y como plataforma de diálogo cristiano en América Latina y El Caribe.

CLADE V está siendo concebida no como un evento sino como El Proce-so de CLADE V, que consta de tres momentos entrelazados.

1. MOVIMIENTO DE PARTICIPACIÓN CLADE V:De Agosto 09 hasta

mediados 2012

2. ENCUENTROCLADE V

Mediados del 2012 en Costa Rica

3. MOVIMIENTO DETRANSFORMACIÓN CLADE V

Mediados del 2012 enadelante

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ENCUENTROS TEOLÓGICOS

Este el primer número de nuestra revista regional que será un lugar de encuentro para quienes deseamos compartir nuestras reflexiones teoló-gicas y hermanarnos por medio de las mismas.

El sueño de una revista vino forjándose en las volunta-des de varios miembros de la FTL de la región. Observába-mos que necesitamos generar nuevos “lugares” para conocer-nos, “oírnos” y entrar en diálogo. Es así que esta revista en su edición digital ofrece una buena oportunidad para que esto se haga realidad.

La revista es también reflejo de nuestra voluntad de hermanarnos entre los núcleos locales en Argentina, Chile, Paraguay y Uruguay; sin embargo, los animamos a compar-tirla a cuanto amigo y amiga interesados tengamos más allá de estos países.

El espíritu de la revista es el de ser un espacio de diálogo regional, por lo que la participación de todos será su fundamento.