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Biblioteca del Colegio Notarial de Madrid - 1 - EN TORNO A LOS ADMINISTRADORES DE HECHO EN LA SOCIEDAD ANÓNIMA CONFERENCIA Pronunciada en la Academia Matritense del Notariado el día 17 de noviembre de 1975 POR D. JOSÉ MARÍA OLIVARES JAMES Notario I INTRODUCCIÓN La simple expresión administración de hecho, nos reconduce a un fenómeno muy frecuente en la vida jurídica, la disociación entre la normativa legal, a cuyo amparo nacen y se desenvuelven las relaciones de derecho y la existencia, de otra parte, de situaciones de hecho surgidas extramuros del sistema legal y que, no obstante, en aras del acercamiento del derecho a la vida, no pueden ser totalmente desconocidas por aquél. Si la relación jurídica no es otra cosa que una relación de hecho que adquiere significado jurídico al ser reconocida por el derecho objetivo, es indudable que el simple hecho en sí, o elemento material de la relación como desde SAVIGNY se le viene llamando, puede existir aun inexistente el elemento fomal. Las distintas relaciones jurídicas colocan a las personas en situaciones diversas de preponderancia o sometimiento, titularidades, poderes, facultades, etc. El elemento material de la relación, aun sin forma jurídica, puede crear situaciones, cualidades y titularidades que serán de hecho y por tanto carentes de determinación jurídica, pero ante las cuales no siempre el ordenamiento puede mantener una postura de simple rechazo o cómodo desconocimiento, mucho más si estas situaciones crean apariencias que han despertado legítimas espectativas. En derecho son numerosísimas estas situaciones, desde la debatida figura de la posesión, hasta el concubinato, la separación de hecho, la posesión de estado, la sociedad de hecho, las situaciones «de facto» en derecho político y administrativo, etc., etc. En general, cualquiera de las situaciones en que la relación jurídica coloca a las personas, puede tener su correspondiente contrafigura de hecho cuando falta alguno de los presupuestos a los que el derecho objetivo une su reconocimiento. No obstante esta falta, el elemento material de la relación, aun desprovisto de forma jurídica, puede ser soporte suficiente para crear situaciones que, por lo menos aparentemente, en nada se diferencian de la relación regular. Estas situaciones «de facto» no son sólo posibles en materia de gobierno y administración de sociedades, sino también frecuentes. Naturalmente el derecho en casos de disociación entre los que de hecho gobiernan y los que aparecen como titulares legales de la función administrativa, no puede siempre mostrar una postura de indiferencia, refugiándose estrictamente en la normativa legal. Existen intereses de terceros e incluso de socios, desligados de los que controlan el gobierno de la sociedad, que merecen una postura más realista por parte de los órganos jurisdiccionales. II GOBIERNO DE HECHO Y ADMINISTRACIÓN DE HECHO EN LA S. A. La importancia de los problemas ligados al gobierno de las sociedades anónimas es obvia. Es una constante histórica, dentro del derecho de sociedades, la primacía, de hecho siempre, y en muchos casos de derecho, de los órganos ejecutivos sobre los deliberantes y ello aun a despecho de declaraciones más o menos utópicas sobre el carácter de órgano soberano de lajunta general o asamblea de socios.

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EN TORNO A LOS ADMINISTRADORES DE HECHO EN LA SOCIEDAD ANÓNIMA

CONFERENCIA Pronunciada en la Academia Matritense del Notariado el día 17 de noviembre de 1975

POR D. JOSÉ MARÍA OLIVARES JAMES

Notario

I INTRODUCCIÓN

La simple expresión administración de hecho, nos reconduce a un fenómeno muy frecuente en la vida jurídica, la disociación entre la normativa legal, a cuyo amparo nacen y se desenvuelven las relaciones de derecho y la existencia, de otra parte, de situaciones de hecho surgidas extramuros del sistema legal y que, no obstante, en aras del acercamiento del derecho a la vida, no pueden ser totalmente desconocidas por aquél.

Si la relación jurídica no es otra cosa que una relación de hecho que adquiere significado jurídico al ser reconocida por el derecho objetivo, es indudable que el simple hecho en sí, o elemento material de la relación como desde SAVIGNY se le viene llamando, puede existir aun inexistente el elemento fomal.

Las distintas relaciones jurídicas colocan a las personas en situaciones diversas de preponderancia o sometimiento, titularidades, poderes, facultades, etc. El elemento material de la relación, aun sin forma jurídica, puede crear situaciones, cualidades y titularidades que serán de hecho y por tanto carentes de determinación jurídica, pero ante las cuales no siempre el ordenamiento puede mantener una postura de simple rechazo o cómodo desconocimiento, mucho más si estas situaciones crean apariencias que han despertado legítimas espectativas.

En derecho son numerosísimas estas situaciones, desde la debatida figura de la posesión, hasta el concubinato, la separación de hecho, la posesión de estado, la sociedad de hecho, las situaciones «de facto» en derecho político y administrativo, etc., etc.

En general, cualquiera de las situaciones en que la relación jurídica coloca a las personas, puede tener su correspondiente contrafigura de hecho cuando falta alguno de los presupuestos a los que el derecho objetivo une su reconocimiento. No obstante esta falta, el elemento material de la relación, aun desprovisto de forma jurídica, puede ser soporte suficiente para crear situaciones que, por lo menos aparentemente, en nada se diferencian de la relación regular.

Estas situaciones «de facto» no son sólo posibles en materia de gobierno y administración de sociedades, sino también frecuentes.

Naturalmente el derecho en casos de disociación entre los que de hecho gobiernan y los que aparecen como titulares legales de la función administrativa, no puede siempre mostrar una postura de indiferencia, refugiándose estrictamente en la normativa legal. Existen intereses de terceros e incluso de socios, desligados de los que controlan el gobierno de la sociedad, que merecen una postura más realista por parte de los órganos jurisdiccionales.

II GOBIERNO DE HECHO Y ADMINISTRACIÓN DE HECHO EN LA S. A.

La importancia de los problemas ligados al gobierno de las sociedades anónimas es obvia.

Es una constante histórica, dentro del derecho de sociedades, la primacía, de hecho siempre, y en muchos casos de derecho, de los órganos ejecutivos sobre los deliberantes y ello aun a despecho de declaraciones más o menos utópicas sobre el carácter de órgano soberano de lajunta general o asamblea de socios.

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Ya en los albores de la sociedad anónima, que casi unánimemente se acepta tuvo su origen en las compañías coloniales del siglo XVII, el centro de gravedad de estas entidades no estaba en la asamblea de socios, por otra parte inexistente en muchas de ellas, por lo menos con la significación que ahora le damos, sino en un reducido círculo directivo en el que, en unión de los poderes públicos, no podemos olvidar que estamos en un sistema de «octroi» o concesión en virtud de una «lex especialis», se concentraban todas las facultades de control y gestión de la compañía.

Como señala RUBIO, característica peculiar de estas sociedades era la contraposición, curiosamente existente en la actualidad, entre dos tipos de socios: los partícipes principales y los secundarios, que a su vez implicaba separación entre propiedad en sentido amplio y control.

Esta diferenciación entre una gran masa de socios, carentes prácticamente de derechos políticos, sin facultades de gestión, y una minoría interesada en la marcha de los negocios sociales, con poderes casi omnipotentes, la vemos repetida en toda la evolución histórica de la sociedad anónima. Es más, podría afirmarse que los distintos sistemas de organización histórica y actuales de estas compañías giran principalmente en torno al criterio de relación entre ambos tipos de accionistas.

Es cierto que la evolución posterior aportó algunas importantes novedades en orden a la privatización de estas entidades, acentuando su carácter democrático, con un papel más relevante de la junta general, y liberando de travas públicas sus requisitos constitutivos, pasando del rígido sistema de la concesión estatal, que las teñía de cierto color público, al de la regulación normativa actual.

No obstante, esta progresiva democratización se hace más a costa de la influencia estatal que en beneficio de la asamblea de socios. Es cierto que la privatización toma por bandera la independencia frente a la presión del Estado y la dependencia de la junta general de accionistas, como expresión de la voluntad general, concepto tan grato a la mentalidad roussoniana de la época.

En la práctica, sin embargo, esto no fue así, ni en el sistema decimonónico de la autorización, que sustituyó al de la «lex especialis», ni lo es tampoco actualmente.

En el primero porque la ausencia de normas imperativas que regularan detalladamente ciertos aspectos concretos de la competencia respectiva de los órganos ejecutivos y deliberantes, permitía que el control del grupo dominante existiese a través de la reglamentación estatutaria, que regulaba libremente y ya podemos imaginar en qué sentido, el ejercicio del derecho al voto. En la práctica era, pues, el grupo directivo que controlaba el mayor poder económico social, el que manejaba los asuntos sociales con muy poco juego para las marginadas minorías.

En el sistema actual de libertad de creación y regulación normativa, del que es claro ejemplo nuestra Ley de 1951, en términos generales se pretende potenciar la importancia de lajunta general de una parte, calificándola como órgano soberano de la sociedad, portadora del máximo poder, y de otra su eficacia, mediante una minuciosa regulación del voto que pretende acabar, suprimiendo desigualdades privilegiadas, asi las acciones de voto plural, con pasados abusos. Establecida una rigurosa proporcionalidad entre la acción y el derecho al voto se piensa que por fin el acercamiento entre los propietarios del capital y los detentadores efectivos del poder estaba cerca. La práctica, sin embargo, no ha confirmado estas predicciones. Por el contrario, causas de diversa índole perfectamente conocidas, dispersión del voto no organizado, absentismo del accionista, depósito de las acciones con delegación en blanco para votar, etc., etc., han convertido las bien intencionadas declaraciones legales, en eso, meras declaraciones de principios o exposición de anhelos. Fuera de ello la sociedad anónima, por lo menos la gran sociedad anónima, soporte subjetivo de la ingente concentración económica y de poder impuesta por las necesidades de la empresa capitalista, sigue su rumbo sobre la base de la distinción,históricamente constatada, entre los que no sin falta de razón han sido

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llamados «socios obligacionistas» y el pequeño grupo detentador del poder de decisión que maneja la sociedad a través del control de sus órganos ejecutivos.

Las consecuencias del reconocimiento de esta realidad se han hecho notar, como no podía ser menos, en los propios textos legales más recientes e innovadores en los que se da ya especial preponderancia a los órganos de administración en detrimento de la soberanía de la junta general. Así el sistema alemán, el más representativo e influyente, en su versión de 1965, separa tajantemente las funciones y competencias de la junta general y del Vorstand o dirección «que rige la sociedad bajo su exclusiva responsabilidad».

Esto sin embargo, no significa desconocer que el capital mayoritario puede, y de hecho así lo hace la mayor parte de las veces, gobernar los asuntos sociales a través del lógico control del consejo de administración. Lo que en definitiva se niega es que este poder se plasme en la junta general como expresión de la voluntad social. De esta forma el órgano administrativo adquiere una especial preponderancia, francamente confesada en el propio proyecto del gobierno de la República Federal Alemana, que más tarde se convirtió en la ley de 6 de septiembre de 1965, en el que se dice: «la gestión no puede ser encomendada a una mayoría compuesta en parte por accionistas mutables, sino sólo a unas pocas personas capacitadas y profesionales; la pretensión de ampliar las facultades de la junta alegando exigencias democráticas carece de fundamento por que la sociedad anónima no es un estado ni el Vorstand un gobierno».

Por este camino van todos los intentos de reforma del moderno derecho de sociedades anónimas, tanto los ya cristalizados, así el francés o el italiano, como aquellos que, como el nuestro, están todavía en la etapa de aspiraciones.

Es interesante comprobar cómo un reciente ensayo sobre la evolución actual de la sociedad anónima, debido a la prestigiosa figura de AURELIO MENÉNDEZ, está prácticamente todo él dirigido a poner de manifiesto el desfase existente entre el ordenamiento positivo que regula estas entidades y lo que realmente acontece en la práctica. El desplazamiento de poder hacia los órganos de administración parece ya un fenómeno irreversible.

La institucionalización de esta tendencia se manifiesta ya en algunas legislaciones recientes, aceptando francamente la distinción entre los accionistas de control y los accionistas inversores de fondos o de ahorro, mediante la creación de las llamadas acciones de ahorro o acciones sin voto, admitidas en el derecho alemán, tanto en la ley de 1937 como en la vigente de 1965, en el proyecto de estatuto de la sociedad anónima europea y objeto de una larga polémica en el derecho italiano, no obstante la cual han sido reguladas en el proyecto de 1973.

El reconocimiento franco de esta realidad es bueno en cuanto que clarifica la situación, desvaneciendo infundadas ilusiones de control democrático de la sociedad por los propietarios del capital. Pero la aceptación de esta realidad compromete al legislador a encontrar mecanismos de control que sustituyan al de la asamblea o junta general, históricamente inoperante, y que protejan al accionista inversor frente a los que de hecho gobiernan y ostentan todo el poder social.

Con razón ha podido decir Buttaro, al que cita MENÉNDEZ, que «el problema de fondo del derecho de sociedades de nuestro tiempo es el de la tutela de los accionistas extraños al grupo de control».

Pero otra circunstancia digna de destacar en la actual evolución de la sociedad anónima, de especial interés para nuestro estudio, es la tajante separación en el plano económico, político y social, con trascendencia lógicamente en lo jurídico, entre la sociedad anónima abierta, base de la gran empresa capitalista y la sociedad anónima creada, no para recoger y canalizar el ahorro privado, sino para dar forma jurídica, con finalidades muy dispares y algunas no confesables, a medianas o pequeñas empresas familiares o cerradas que se acogen a su régimen para aprovechar los privilegios de la responsabilidad limitada y las ventajas que se derivan de la despersonalización de su actuación y de la agilidad en el movimiento de capital.

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De ahí se deriva que si el problema actual en la gran sociedad abierta es descubrir el grupo que dirige y de hecho gobierna, para aplicarle los correctivos o mecanismos de control necesario en beneficio de los accionistas de ahorro, el de la sociedad familiar o cerrada es parecido en cierto modo, aunque con distinta finalidad. Aquí se trata más bien de investigar en qué casos es posible apartar la forma de persona jurídica para saber quién está detrás de la sociedad, que pretende y en muchos casos despojarlo de los privilegios del tipo social escogido.

De todo lo dicho hasta aquí se deduce que en un sentido muy amplio, cuando nos referimos a situaciones de facto en materia de administración de sociedades, éstas tienen una muy distinta entidad jurídica e incluso práctica, según que nos planteemos problemas relativos a los que de hecho controlan o gobiernan la entidad, independientemente de que sean o no los que integran los órganos ejecutivos encargados de la administración, o por el contrario nos enfrentemos con anomalías administrativas derivadas del ejercicio de funciones gestoras por personas que de iure no ostentan dichos cargos.

Al primer grupo de problemas quizás podríamos llamarlo de gobierno o control de hecho de la sociedad, dejando la denominación de administración de facto para las anomalías en el órgano ejecutivo.

La problemática ligada a la distinción entre accionistas de control y accionistas de ahorro exige a su vez replantearse el problema de la responsabilidad de los que detentan el capital de mando como medida de protección a los simples inversionistas que vienen a equipararse a los acreedores extraños a la sociedad. Se trata ya, como dice AURELIO MENÉNDEZ, no simplemente de perfeccionar el régimen de responsabilidad de los administradores de la sociedad, que normalmente constituyen el grupo de control, sino de la afirmación de la responsabilidad ilimitada como corolario del poder, volviendo a la inspiración originaria de la responsabilidad ilimitada unida a la gestión, produciendo lo que ha venido en llamarse comanditarización de la sociedad anónima, que preconizan aquellas doctrinas que tratan de imponer responsabilidad ilimitada a los socios de control, frente a la limitada de los socios de ahorro.

Esta es sin duda la problemática a resolver más urgente, de mayor trascendencia y de metas más ambiciosas. Pero empecemos por aclarar que nuestro examen tiene objetivos más modestos.

Nos vamos a detener exclusivamente en los problemas derivados de anomalías e irregularidades en el nacimiento y vigencia del órgano administrativo.

Es más, aparte de centrar el estudio en la sociedad anónima, aunque algunas consideraciones tengan valor general, nos fijaremos especialmente en las consecuendias de estas anomalías en el aspecto externo o representativo de la función administrativa. Naturalmente su conexión con la institución del Registro Mercantil es obligada, por el carácter y finalidad de dicho Instituto.

III TRES RESOLUCIONES DE LA DIRECCIÓN GENERAL DE LOS REGISTROS Y DEL NOTARIADO Y UNA SENTENCIA DEL TRIBUNAL SUPREMO

Tres Resoluciones de la Dirección General de los Registros y del Notariado y una Sentencia del Tribunal Supremo, todas referidas a sociedades anónimas, han motivado fundamentalmente este estudio.

La Resolución de 24 de junio de 1968, conocida y ampliamente comentada, afirmó, en contra de la nota de calificación del Registrador mercantil, la validez de una convocatoria y de la subsiguiente junta general celebrada, a pesar de que fue convocada por el Presidente del Consejo de Administración, resultando del examen del Registro que tanto el que ostentaba dicho cargo como los restantes miembros del Consejo, tenían caducado su cometido por transcurso de los plazos legales y estatutarios.

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Los argumentos empleados por la dirección para fundamentar su postura, pueden, a mi entender, clasificarse en dos grupos. Clasificación naturalmente no arbitraria, sino basada en la distinta entidad jurídica de ambos tipos de argumentos.

De una parte, los que, desde una perspectiva más propia de la función o alcance de la calificación registral, que es también el ámbito del recurso gubernativo correspondiente, se enfrentan, sino de una forma directa, como hubiese sido muy conveniente, sí rozando tangencialmente la materia, con problemas relativos al valor y alcance de la inscripción de los administradores en el Registro Mercantil, en torno a su papel legitimador. Así, cuando dice que la falta de inscripción una vez aceptado el cargo «provoca una discordancia entre lo que el Registro publica y la realidad extrarregistral, que, según la resolución de 17 de julio de 1956, impide la inscripción de los actos realizados por los administradores nombrados». Igual cuando sobre el mismo hilo argumental afirma «que una vez que para dar cumplimiento alo dispuesto en el art. 72 (de la Ley de S.A.) se haga constar en el Registro Mercantil la reelección ya habida en la realidad de los administradores nombrados, resulta inscribible la escritura calificada. También cuando fuera ya del tema legitimador del Registro, pero todavía dentro del ámbito de la calificación registral roza, aunque sea sin profundizar, el interesante tema de la naturaleza del plazo de vigencia de los administradores, sentando la progresiva doctrina «de que la necesidad de la existencia permanente de un órgano que esté al frente de la vida social impone su continuidad (pues de otra manera la sociedad quedaría paralizada), razonamiento que confirma en el último considerando al señalar que «de llevarse a sus últimas consecuencias la teoría del cese automático de los administradores se llegaría... a la situación... de que al tener de una parte, que ser designados aquéllos por la Junta General, no podría convocarse ésta válidamente, al no haber persona alguna que ostentase el cargo de Administrador, ...por lo que nunca podría realizarse tal nombramiento y se produciría una paralización de la vida social».

Pero de otra parte, la misma resolución, en el plausible intento de acumular argumentos que den mayor consistencia a una solución a todas luces razonable, se introduce en un terreno peligroso y sumamente inseguro, cual el del examen en un recurso gubernativo, de cuestiones substantivas basadas en hechos de muy difícil prueba, por no decir imposible, dentro de los cauces limitados que caracterizan la calificación registral. Así, cuando especula, en línea con el razonamiento del recurrente, sobre el hecho de tratarse de una sociedad con un corto número de accionistas, que se encuentran todos representados en el Consejo de Administración, que modernas orientaciones tienden a separar de la gran sociedad, dado que, por el contacto y la íntima conexión de los socios, no es necesario adoptar rigurosamente ciertas prevenciones y cautelas indispensables en esta última». Igualmente en la misma dirección, deduce de diversas circunstancias, tales como acuerdos de la Junta General Universal con posterioridad a la caducidad de los administradores, del cese y nombramiento de algún administrador y de alguna otra conjetura más, que la sociedad había prorrogado de hecho el mandato de sus administradores, con afirmaciones tales como la de que «la conducta continuada de los socios está sancionando la reelección de los mismos».

En la Sentencia del Tribunal Supremo de 22 de octubre de 1974 se discutía la validez de la constitución y celebración de Junta General en la que concurrían determinadas anomalías. El Tribunal aceptó algunas y en consecuencia declaró nula la Junta General celebrada, pero expresamente rechaza la que se pretendía basar en tener caducados sus cargos los administradores que convocaron la Junta. Se trataba en este caso de administradores solidarios.

Afirma en primer lugar algo que, si no de una forma directa sí indirectamente, roza nuestro tema «la designación de los administradores en la misma escritura fundacional, pero a continuación del acto fundacional mediante la fórmula y los señores comparecientes dando a este acto el carácter de Junta General Universal designan administradores, etc., etc., sobradamente conocida por su frecuente empleo en nuestros documentos notariales, no es propiamente designación en acto fundacional» y excluye por tanto a dichos nombramientos de la rígida aplicación del plazo legal limitativo de cinco años. Pero, y esto es lo más importante desde la perspectiva de nuestro estudio, seguidamente añade que aunque así no fuera, y aquí cito ya textualmente tomándolo del considerando «en los supuestos en que se estimara existía una continuidad en el ejercicio de sus funciones por los referidos administradores, sin haber

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mediado reelección, cualquiera que fueren las consecuencias que de ello puedan derivarse, es lo cierto que no puede determinar que el cese haya de producirse automáticamente al cumplirse aquel plazo, sino que deberá llevarse a cabo la celebración de la oportuna Junta General, convocada por los mismos, para nombramiento de nuevos administradores, pues si se sentara otro criterio llevándolo a sus últimas consecuencias, la sociedad quedaría sin representación legal... dando origen a una complicada situación, ya que no pudiendo ser designados nuevos administradores sino a través de una Junta General, ésta no podría convocarse válidamente por persona alguna a salvo el supuesto del art. 57 de la Ley de S.A., al no existir quien ostentara el cargo de administrador que es el llamado a convocarla conforme al art. 49 de la misma Ley lo que sería contrario a la lógica y a los principios que inspiran aquélla».

La similitud entre la argumentación del Tribunal Supremo y la de la Dirección General, es palmaria. Ambos hacen hincapié en las consecuencias desfavorables para la vida social, de la rígida aplicación de un automatismo total en el cese de los administradores designados temporalmente.

La Resolución de 24 de mayo de 1974 cobra un especial interés, ya que las circunstancias del supuesto parecían similares a las de la Resolución de 1968. También aquí se encontró el Registrador, en este caso de la Propiedad, y posteriormente la Dirección, ante unos administradores que tenían todos los cargos caducados y que pretendían, esta es la diferencia con el caso anterior, actuar en nombre de la sociedad en un contrato de compraventa en la que dicha entidad era parte vendedora. La situación era realmente interesante. La célebre Resolución del 68 iba a sufrir su prueba de fuego.

Es casi innecesario decir que el Notario recurrente contra la nota denegatoria de inscripción, se apoyó en argumentos que habían sido ya tocados en la anterior resolución. Rozó el problema de la caducidad automática de los nombramientos con una ingeniosa afirmación de que mientras el cese no se inscriba, aun transcurrido el plazo para el que fueron designados, el nombramiento seguirá vigente. E insiste sobre la línea de la Resolución del 68 en el posible trato diferencial más benigno de las sociedades familiares, volviendo sobre el tema del consentimiento tácito de los socios en la actuación de los administradores.

No obstante, la resolución confirma la nota del Registrador, con una orientación diametralmente opuesta a la de la resolución anterior. Pero, y esto es lo decepcionante, no encontramos en sus considerandos ningún criterio de valor general que pueda servir de fundamento al trato diferencial en uno y otro caso.

Sólo aparecen referencias al carácter temporal del cargo de administrador, lo que nada aclara sobre el problema planteado, así como especulaciones en torno al hecho de que caducado el plazo de vigencia para todos, hasta que no se proceda a su confirmación como tales administradores, o ratifique la Junta General, y se haya dado así cumplimiento a lo preceptuado en el art. 86 del Reglamento del Registro Mercantil, no puede tener acceso al Registro la compraventa realizada. Como vemos, el problema queda soslayado, ya que precisamente lo que se trata de concretar es si estos administradores que de hecho continúan en el ejercicio de sus funciones, pueden actuar como órgano social y si no es así por qué.

Es más, en la resolución comentada, la referencia a la del 68 es superficial y como de pasada. Sólo en uno de sus considerandos, al enfrentar el principio de temporalidad del cargo de administrador con el que llama superior principio de conservación de la empresa, recoge aquella resolución que justifica en la necesidad de evitar la paralización de la sociedad, dulcificando de esta manera el riguroso automatismo derivado de una caducidad «ope legis».

TIRSO CARRETERO justifica la doctrina de la dirección general en base a los peligros que para la seguridad de terceros y, en definitiva, para la seguridad del tráfico mercantil representaría una aplicación extensiva de la figura del Administrador de hecho. Ahora bien, me pregunto, qué es lo que gana la seguridad del tráfico y qué ganamos los juristas, acuyo servicio estamos, careciendo, como de momento carecemos, de criterios firmes que determinen el alcance y efectos de los posibles actos realizados por estos que han venido en llamarse

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administradores «de facto». Ante la solicitud de consejo al jurista en general, o requerimiento al notario para su intervención en actos o negocios protagonizados por estos administradores con situación jurídica anómala, es necesario contar con fundamentos rigurosamente jurídicos que justifiquen la calificación y no asentar ésta sobre especulaciones orientadas a tratar de adivinar lo que los Órganos Jurisdiccionales resolverían ante semajante situación, postura esta última, por otra parte, que estaría muy en línea con una cierta corriente doctrinal, no exenta de cinismo, conocida en Norteamérica con el nombre de «legal realism» (realismo jurídico o de la realidad del derecho y que en algunas de sus más extremadas formulaciones preconiza que el derecho es... las profecías de lo que en un caso concreto harán efectivamente los Tribunales.

Una nueva Resolución, la de 30 de mayo de 1974, viene a incidir en el mismo problema con alguna variante. Aquí el recurso se da contra la nota del Registrador Mercantil que califica de radicalmente nulos, inexistentes, no sanables por confirmación y por prescripción, los acuerdos tomados por un Consejo de Administración, dentro del plazo de cuatro años de vigencia de los cargos, pero en el que no había tenido lugar la renovación parcial de los Consejeros, a los dos años, tal como exigían los Estatutos sociales.

Prescindiendo de otras cuestiones planteadas que no interesan a nuestro objeto, la Dirección General revocó la nota del Registrador y aceptó la validez de la reunión, sobre la base, ya enunciada en la Resolución del 68, a la que cita expresamente, de que al tratarse de una sociedad de «reducido número de accionistas» prácticamente el problema se reduce a un «mandato prorrogado de hecho de unos cargos de Administradores cuyo cese o caducidad no podía ser automático, ya que la fijación de las personas afectadas dependían de votación en Junta General».

Como es fácil apreciar, esta resolución vuelve a enfrentarse con los dos tipos de argumento que sirvieron de base a la del 68:

De una parte razona en torno al carácter automático o no del cese de los Administradores temporales. Problema de exégesis en definitiva.

De otra especula nuevamente sobre el pretendido carácter cerrado de la sociedad concreta objeto de examen.

El primer tipo de argumentos pone en tela de juicio el pretendido carácter automático del cese de los Administradores temporales, mucho más en este caso, en el que dicho cese y la subsiguiente designación que exige la renovación, dependía de votación en Junta General.

Pero también vuelve aquí la Dirección General a insistir en la resbaladiza problemática de las sociedades familiares, acentuado en ésta, ya que en ella se hacen referencias a la menor transcendencia de los acuerdos tomados por el Consejo debatido (se trataba de la revocación de unos poderes a un Consejero-Delegado y designación de otro) sobre los afectados por el supuesto que contempló la Resolución del 68. Esta orientación, de generalizarse, podría dar origen a torcidas interpretaciones, en las que se pretendiese aplicar o no la doctrina «de facto» según la transcendencia intrínseca de los actos o negocios realizados por el pretendido Administrador. No hay ni que decir que, de prosperar esta tesis, la inseguridad en el tráfico, de una parte, y la dificultad en la función calificadora del Jurista, y muy especialmente de Notarios y Registradores, se vería notablemente incremetada.

IV LA SOCIEDAD FAMILIAR O CERRADA

Creemos necesario, antes de seguir adelante y dado que repetidamente ha sido traído a colación para defender ciertas soluciones, hacer alguna referencia al debatido problema de la sociedad cerrada o familiar y a su posible trato diferencial, naturalmente enfocado desde el aspecto parcial que nos interesa.

Es innecesario decir que en su nacimiento histórico la sociedad anónima, entidad de carácter semipúblico, se aproximó más a la gran corporación que a la que ha venido en llamarse

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sociedad cerrada. La primacía del interés social supraindividual sobre los vínculos contractuales que ligan a los socios, es evidente. Es más, el propio contrato de sociedad como acto generador, queda muy desdibujado frente al valor decisivo de la «lex especialis» que le da vida jurídica. La posterior privatización y democratización de la sociedad anónima, con el criterio flexible y liberal que caracteriza al sistema de la regulación normativa, no significa, como ya hemos dicho, un cambio decisivo en cuanto a la postura de los socios frente a la sociedad, pero, no obstante, la liberalización operada permite que, junto a la sociedad abierta que caracteriza el «corporate sistem», la forma jurídica de sociedad anónima se emplee para dar cobertura a una empresa común entre personas ligadas con vínculos contractuales y estrecha y personal relación de colaboración, que acuden, sin embargo, a esta vestidura para gozar de determinados privilegios, principalmente, como ya se dijo, el de la responsabilidad limitada, pero sin que en el fuero interno de los socios, esta forma escogida signifique menoscabo alguno a las relaciones personales que los ligan sobre la base del contrato social. Lo que ocurre es que la forma jurídica de sociedad anónima impone en el moderno sistema normativo, como medida de protección en sustitución del control estatal, una serie de rigurosos requisitos formales en cuanto al desarrollo de la vida corporativa, que vienen a resultar excesivos cuando se aplican indiferenciadamente a todo tipo de sociedades.

No obstante la certeza de lo expuesto, las dificultades comienzan cuando queremos traducir a términos jurídicos esta distinción y por tanto las consecuencias que deberían teóricamente derivarse de la pretendida distinta naturaleza de ambos tipos de sociedad, normalmente el intento de aplicar más flexiblemente la normativa legal.

La problemática surge en un doble campo.

Desde el punto de vista conceptual en la dificultad de encontrar criterios certeros para definir ambos tipos. Descartados en general los de carácter formal, inseguros por arbitrarios, así cuantía del capital, número de socios, negociabilidad en Bolsa de las acciones, que como mucho podrían ser simplemente orientadores, la doctrina se inclina por el criterio de fondo del «intuitu personae» que caracteriza a la sociedad colectiva frente al «intuitu pecuniae» de la Sociedad Anónima, y consecuencia de ello en la primacía, en la sociedad cerrada, de los vínculos contractuales entre los socios sobre el interés social de la entidad. Con razón se ha dicho que la sociedad familiar es una sociedad anónima «de iure» y una sociedad colectiva «de facto». Naturalmente estas relaciones a nivel contractual sólo son posibles en sociedades con pocos socios, ligados por vínculos personales y en las que además de la aportación de capital, existe una directa intervención de los socios en el manejo de los asuntos sociales, como consecuencia de la coincidencia entre propiedad y control que tiene su traducción formal en la identidad entre las personas que integran los órganos deliberante y ejecutivo.

No obstante, la dificultad de distinción persiste, ya que, aun aceptado este criterio, necesariamente hay que acudir a elementos adjetivos o instrumentales que serán los que probablemente exterioricen ese «intuitu personae». La inseguridad en la materia es por tanto indudable. Así, por ejemplo, nuestra ley de sociedad de responsabilidad limitada, que pretendiendo crear la vestidura formal de este tipo de sociedades cerradas, al acudir a criterios formales o instrumentales para su caracterización (número máximo de socios, cuantía del capital, restricción en cuanto a la transmisión de participaciones)no ha podido impedir que en el ancho y unitario marco de las sociedades anónimas continúen cobijándose las entidades para las cuales probablemente fue pensada la sociedad de responsabilidad limitada.

Si del plano conceptual pasamos al del derecho positivo es indudable que ningún precepto avala esta posible distinción. Es cierto que, dentro de los límites acotados por el tipo legal, los socios pueden impregnar de cierto color personalista a la sociedad anónima, mediante recursos tales como limitaciones al tráfico de las acciones, exigencia de que los administradores sean accionistas e incluso imponiendo prestaciones personales a semejanza de las que prevé el art. 10 de la ley de sociedades limitadas y que creemos no hay obstáculos serios para excluirlas en la sociedad anónima dentro del amplio marco de libertad contractual que permite el número 5 del art. 11 de su Ley. Pero también es cierto que esta personalización no implica, en nuestra ley, trato diferencial alguno en la aplicación de las normas imperativas

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que regulan el desenvolvimiento de la sociedad y de sus órganos y que constituyen el rígido marco que impide un desenvolvimiento flexible de este otro tipo de sociedad.

Parece más que dudoso, por tanto, a pesar de las repetidas referencias, que el carácter familiar de las sociedades en tema tuviere realmente valor decisivo en las resoluciones examinadas, como por otra parte se confirma en el distinto resultado a que se llega en la del 68 y en la de 24 de mayo de 1974, a pesar de que tanto en uno como en otro supuesto se trataba de sociedades de análogas características. La naturaleza de la sociedad debatida no fue la «ratio decidendi» en ninguna de las resoluciones examinadas, o por lo menos no fue la decisiva. Esto en cierto modo tranquiliza, porque aceptada, conforme antes vimos, la grave dificultad que entraña el encontrar, no ya un criterio de derecho positivo, sino uno meramente conceptual para distinguir ambos tipos de entidades, la seguridad del tráfico no ganaría nada si prosperase jurisprudencialmente este criterio diferenciador. Sinceramente creemos que las soluciones de ambas resoluciones hubieran sido idénticas aun tratándose de sociedades anónimas abiertas. La «ratio iuris» del distinto tratamiento, si es que la hay, y amijuicio sí que la hay, habrá que buscarla por otro camino.

No obstante, hay un aspecto, que luego examinaremos más detenidamente, y respecto al cual la distinción entre ambos tipos pueden ser fructífera.

Concretamente me estoy refiriendo a la posibilidad de la designación informal de los administradores por los accionistas, lo que a su vez implicaría aceptar que un órgano con actuación colegiada y reglada, cual es la asamblea o Junta general, pueda tomaren determinadas circunstancias acuerdos eficaces aun sin cumplirlas exigencias formales de la del iteración en Junta; y aun más, que esta voluntad general pueda conjeturarse a través de ciertos comportamientos inequívocos. En una palabra, aplicar a los órganos de las personas jurídicas la doctrina de las manifestaciones tácitas de voluntad. A este resultado puede llegarse por dos caminos.

- Reconociendo que la Asamblea es imprescindible, admitir que a ésta pueden imputársele, en base a ciertos comportamientos, acuerdos con el mismo valor que si hubiesen sido expresos. Esto y soslayados ciertos aspectos formales, no parece del todo insostenible, como luego tendremos ocasión de comprobar.

- El otro camino, ya en un grado mayor, exige aceptar que un determinado comportamiento de los socios, de carácter inequívoco y concluyente, sobre todo si es unánime y continuado, produzca los mismos efectos que una deliberación en Asamblea. Indudablemente aquí el impacto sobre la normativa legal es más llamativo. Pero tampoco puede totalmente descartarse por infundado.

Ahora bien, y aquí viene a cuento la posible transcendencia de la distinción entre ambos tipos de sociedad, la cerrada o familiar y la abierta, el esfuerzo interpretativo que exige pasar sobre ciertas normas imperativas que reglamentan la deliberación de la Asamblea y la propia forma de persona jurídica, si es posible aceptarlo en cuanto al primer camino (o sea, manifestaciones tácitas en una Asamblea regularmente constituida) en cualquier tipo de sociedad, parece indudable que respecto al segundo camino (comportamientos tácitos fuera de la asamblea) sólo es concebible su posible admisión en sociedades pequeñas, de reducido número de socios y en las que se da una total coincidencia entre propiedad y control. Tendremos ocasión de examinar esto después.

No obstante, y aunque esto signifique adelantar acontecimientos, es casi innecesario señalar que estos hipotéticos acuerdos tácitos y mucho más, el traspasar la vestidura social para, desvirtuando el concepto orgánico que va implícito en la persona jurídica, configurar como voluntad social la no manifestada así expresa y formalmente por los órganos competentes, exige por parte del juzgador o intérprete que se encuentra ante semejante situación, una labor de exégesis y al mismo tiempo de manipulación y valoración de medios de prueba que choca abiertamente con las necesidades derivadas de la seguridad del tráfico jurídico, segundad acuyo servicio están todos los mecanismos formales previstos por el legislador, así como los Institutos, tal el Registro Mercantil, creados con el fin de dotar de una fuerte presunción de

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veracidad, en ocasiones inatacable, a situaciones y cualidades jurídicas con trascendencia hacia afuera. En una palabra, el principio de legitimación es inadecuado por su propia naturaleza y por la naturaleza de los títulos de que deriva, para amparar situaciones dudosas o controvertidas, y los órganos que está a su servicio, entre ellos notarios y registradores, carecen de competencia, por la misma índole de su función, para, ya en el campo propio de los derechos potencialmente controvertidos, ejercitar funciones declarativas. Creemos que peligrosamente y por ahí, se introdujeron las resoluciones comentadas.

V LOS ADMINISTRADORES SOCIALES

Recayendo este estudio sobre los administradores sociales, debemos examinar, aunque sea brevemente en lo que nos interesa, el órgano encargado de la administración de la sociedad y el significado respecto al mismo de la inscripción en el Registro Mercantil.

Es clásico en el derecho de las personas jurídicas calificar como órganos a los que actúan por ellas. La decisiva influencia de la teoría orgánica, sobre todo a partir de su formulación por GlERKE, acuñó para siempre un término y un concepto que incluso sobrevivió a la propia teoría orgánica, objeto posteriormente de severas críticas que pusieron de manifiesto las contradicciones y excesos en que habían incurrido sus seguidores.

El éxito del concepto va ligado a los graves inconvenientes que se derivarían de calificar desde un plano estrictamente contractual, como vínculo que une a dos personas diferentes, la relación entre el administrador y la persona jurídica. En este aspecto es indudable que el poder del administrador y la imputación de sus actos a la sociedad se explica mejor a través de la teoría orgánica que por la del mandato o de la representación.

Aceptado esto, es innegable, sin embargo, que la teoría orgánica no delinea y define suficientemente la relación que liga al administrador con la sociedad, ya que, como expone certeramente FERRARA, si los que actúan por la sociedad fuesen verdaderamente órganos, como la mano y la boca son órganos del hombre, deberían derivarse consecuencias tales como la completa absorción de la personalidad del órgano por la personajurídica y la imposibilidad de relaciones entre ellos dos, lo que es contrario al derecho vigente en el que se nos muestran múltiples relaciones jurídicas entre el órgano y la personajurídica. Pero hay más. Ya en el campo de los órganos administrativos, como señala acertadamente GRECO, la función administrativa constituye siempre un deber conexo al ejercicio de aquellos especiales poderes propios de toda actividad jurídica idónea para determinar efectos en una esfera de intereses extraños, en todo o en parte, a la del agente. Esto significa que la función administrativa no agota su contenido en la existencia de aquellos poderes, con influencia en esfera no propia, sino que se caracteriza y quizás sea esta su nota más diferencial, por el deber de actuar, respecto al cual los poderes cobran sólo valor instrumental. En definitiva la esencia última de la administración de intereses extraños a la propia esfera del agente, en su aspecto estructural, está en el deber y no en el poder. Lo que define el administrador no es tanto el que puede actuar si no el que debe actuar.

De ahí que calificar al administrador como órgano no resuelve el problema fundamental, que es el del origen y naturaleza de ese deber, y ello porque cuando hablamos de órgano estamos en sede de legitimación o poder, tratamos de decantar el concepto, pero sólo para diferencar la especialidad del poder del órgano frente al que se derivade la representación. Mientras que la problemática que va ligada al concepto del deber queda fuera de esta calificación, incidiendo en el campo de las relaciones entre el administrador, con su propia personalidad y la sociedad con la suya.

La superación de esta aparente contradicción puede venir por el camino iniciado fundamentalmente en el derecho público, pero perfectamente adecuado para las entidades privadas, de distinguir de una parte entre órgano y titular del órgano y de otra, respecto a este último, la diversa naturaleza de las relaciones que le ligan al ente.

El órgano se confunde con el ente y carece, por tanto, de personalidad separada de éste. Es, como se ha dicho por la teoría organicista, una esfera abstracta de poderes y facultades en que

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se distribuye idealmente la actividad de la persona jurídica. Ente colectivo y órgano forman una unidad, ya que aquél sólo puede manifestarse a través de éste. La relación orgánica es, pues, de naturaleza esencialmente diferente, por ello, a la relación de representación en la que existen dos personalidades independientes.

La posición del titular del órgano, por el contrario, es diferente. Conserva su personalidad independiente, si bien queda ligado a la personajurídica por una doble relación. Una la relación orgánica, que le incrusta idealmente en el órgano y le hace portavoz eficaz de ese centro de poder o competencias que es su esencia. Al decir portavoz eficaz queremos señalar que su actividad se imputa a la personajurídica en base precisamente a la relación orgánica.

De otro lado la relación que se ha llamado de servicio, en la que se conserva la dualidad y posible enfrentamiento entre la sociedad y el titular del órgano, y ello porque en la relación de servicio el titular conserva su propia personalidad.

De la relación orgánica surgen competencias, facultades, poderes, no propiamente derechos y obligaciones, éstos nacen de la relación de servicio. Así, cuando un Administrador reclama sus emolumentos o la sociedad ejercita la acción de responsabilidad, uno y otro no actúan en base a la relación orgánica sino en base a la relación de servicio. Cuál sea la naturaleza de esta última es controvertida. En el derecho público se ha rechazado generalmente la tesis contractualista sobre la línea del mandato o arrendamiento de servicio, para caracterizarla como relación unilateral estatutaria o reglamentaria y podemos afirmar que los mismos derroteros se siguen en el derecho privado. En consecuencia cuando se afirma que el administrador no es un mandatario, esta afirmación nada prejuzga en ordena su calificación como órgano, sino que simplemente se quiere constatar que la relación de servicio, que además de la orgánica, liga al titular con el ente, no tiene naturaleza contractual, sino que su génesis está en un acto unilateral de designación cuyo contenido viene reglamentado estatutariamente y respecto al cual la aceptación del nombrado integra un negocio independiente, no único con el primero, de menor transcendencia que éste, aunque eso sí es condición de eficacia de la relación instaurada. Consecuencia de ello es la facultad del ente, en nuestro caso la sociedad, para modificar unilateralmente dicha relación e incluso para hacerla cesar arbitrariamente, lo que resultaría totalmente anómalo en una relación contractual. Piénsese en la distinta normativa que rige la posible revocación «ad nutum» de los administradores sociales, frente a la permanencia de los ligados a la empresa por un contrato de trabajo. E incluso la subsistencia de los contratos laborales en el caso de traspaso de la empresa, en los que se subroga el nuevo empresario o sociedad, frente a la permanencia en la antigua sociedad de los que recubrían órganos de la misma y estaban ligados por tanto a ella no por relaciones contractuales sino de servicio y por tanto de carácter unilateral.

Aceptada esta doble relación que, al igual que en cualquier otra persona jurídica, liga al administrador con la sociedad, parece indudable que tienen muy diversa transcendencia las consecuencias que se derivan de una y otra.

La primacía de la relación orgánica en todo lo que afecta a las relaciones externas de la sociedad, es incuestionable. Sin perjuicio de que determinadas competencias o esferas de poder no transciendan al exterior, por ejemplo muchas deliberaciones de la asamblea, la función de los órganos es poner en comunicación a la sociedad con el mundo exterior, sirviendo de portavoz y ejecutor de la voluntad social. La relación de servicio queda en este aspecto desdibujada y relegada al puro plano interno social sin transcendencia al exterior. Tal es así que la teoría orgánica pura, llevando a sus últimas consecuencias la tesis, afirma la ilimitabilidad de los poderes de los órganos dentro de sus respectivas esferas de competencia, en base a que al ser los vehículos naturales y únicos de exteriorización de su voluntad, la voluntad del titular del órgano, como tal, se equipara y confunde con la voluntad social. Cualquier limitación es por tanto extraña a su caracterización como órgano y queda relegada al campo de la relación interna de servicio sin transcendencia extra-social.

Todo ello justifica sobradamente la preocupación histórica constante por habilitar instrumentos adecuados de publicidad que exterioricen suficientemente cuáles sean, en las distintas entidades abstractas, esos centros de poder cara al exterior y cuáles las personas que en cada

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momento encarnan la titularidad de los mismos, puesto que sólo la voluntad de los órganos, debidamente constituidos, se equiparan y valdrá como voluntad social. Naturalmente queda entendido que la propia finalidad del instrumento técnico creado al servicio de la publicidad del órgano será límite del alcance de sus efectos, que nunca deberán transcender al contenido de la relación de servicio, por su carácter puramente interno, e incluso a ciertos aspectos de la relación orgánica que no implican exteriorización de la voluntad social.

En tema de los llamados administradores de hecho, figura cuya concreción intentaremos hacer después, es indudable que la problemática en torno a ellos se plantea tanto respecto a la relación de servicio, como respecto a la relación orgánica, aunque una y otra lo sean sólo «de facto». Pero es también innecesario señalar que cobra especial valor e importancia en relación con los problemas de representación social frente a terceros, o quizá con una expresión más técnica los de expresión de la voluntad orgánica, que es precisamente el campo de influencia y eficacia del instrumento técnico de publicidad de dichas relaciones. Nos estamos refiriendo naturalmente al Registro Mercantil, cuya significación respecto a los administradores pasamos a examinar seguidamente.

VI SIGNIFICADO DE LA INSCRIPCIÓN DE LOS ADMINISTRADORES EN EL REGISTRO MERCANTIL

La inscripción de los Administradores en el Registro Mercantil no es constitutiva, aunque sea obligada e incluso necesaria. En esto la doctrina es unánime, sobre los textos legales.

La calidad de Administrador se adquiere en base a la relación de servicio y ésta nace en virtud del acto de designación por parte del órgano competente, concretamente la Junta General.

'Qué significado tiene la inscripción? Nada mejor para ello que examinar los textos legales. Por supuesto prescindimos de la Ley de Sociedades Anónimas que nada nos aclara. Sólo dice en su párrafo segundo del art. 72 que el nombramiento «deberá ser presentado a inscripción en el Registro Mercantil dentro de los diez días siguientes a la fecha de aquélla» (o sea, de la aceptación) lo que, por cierto, en pocas ocasiones se cumple.

El C. de c. en su art. 26 con carácter general y en los arts. 24 y 29 en aplicación especial a las sociedades y a los Poderes y el Reglamento del Registro Mercantil en sus artículos 2, 3 y 4 principalmente, recogen el principio de publicidad material en su comúnmente aceptada doble formulación positiva y negativa. Sobradamente conocidos y comentados, mucho más cuando su génesis estáen principios ya elaborados por el derecho hipotecario, voy a prescindir de momento de ellos, y en lugar de centrar mi atención sobre la protección a terceros, finalidad esencial de la publicidad material negativa, perfectamente expresada por el artículo segundo del Reglamento «los documentos sujetos a inscripción y no inscritos no producirán efectos respecto de terceros», traeré a colación y trataré de profundizar, dentro de los límites que impone la índole de este estudio, en un importante aspecto de los efectos de la inscripción de decisiva importancia en el tema. Concretamente me estoy refiriendo a la legitimación derivada del asiento de inscripción y que aparece formulada en el art. 3.° del Reglamento al decir que «el contenido de los libros del Registro se presume exacto y válido». También hace referencia a la legitimación y muy expresivamente por cierto la Exposición de Motivos del Reglamento del Registro Mercantil, con referencia concreta a los Administradores, cuando, al justificar la reforma, dice: «La necesidad de que los Administradores... tengan legitimadas sus facultades dispositivas y contractuales mediante la inscripción».

'Pero qué es la legitimación? Es un término con el que se indican muchas cosas, tantas y tan variadas que, con razón, ha podido decir RESCIGNO que «la variedad de significados de la noción de legitimación hace muy difícil y de dudosa conveniencia todo intento de sistematización».

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No obstante, podemos, dentro de una vaga formulación como conformidad con el ordenamiento jurídico, legalidad, distinguir fundamentalmente dos acepciones. Una que llamaremos, por llamarla de alguna forma, subjetiva o dinámica, de especial relevancia dentro de la teoría del negocio jurídico, que CARNELUTTI define como concreta idoneidad a desarrollar actos o actividades o también hacer valer intereses o derechos de otros, «a priori» no expresa en la titularidad del derecho y distinta también de la abstracta capacidad del sujeto. Pero hay otra acepción, más objetiva y estática, que hace referencia a la especial relevancia que ciertos hechos, actos o situaciones, en último grado incide en relaciones jurídicas, alcanzan por un especial refrendo de la autoridad estatal, que las dota de un sello de alta credibilidad que hace inatacable a la situación protegida o por lo menos de muy difícil ataque. La legitimación, en este sentido no lejano por otra parte del que vimos primero, añade algo nuevo a la situación o relación existente. No la crea por supuesto, pero la imprime una marca de autenticidad. La relación nace en virtud del hecho o acto idóneo para ello, la legitimación la dota de credencial visible, el título legitimador. Este concepto de legitimación (que hemos llamado objetivo estático) no está lejos, decíamos antes, de su significación subjetiva, como idoneidad o aptitud concreta. Realmente son aspectos de un mismo fenómeno. La legitimación como aptitud, implica poder concreto para actuar en virtud de la situación adquirida. La legitimación, como título, dota a esta situación y por tanto al poder que comporta, de una credencial. La legitimación es una exigencia de seguridad en el tráfico jurídico, que impone que determinadas situaciones (cualidades jurídicas de la persona) no sean puestas en tela de juicio y por tanto objeto necesario de prueba, cada vez que sean traídas a colación. La situación jurídica, potencialmente controvertible en principio, al ser calificada y adverada por funcionarios públicos competentes, es legitimada, y por tanto protegida con una presunción de autenticidad que la reviste de un fuerte sello de credibilidad y la coloca bajo la salvaguardia de la Autoridad Estatal. Esta presunción de veracidad favorable a la relación legitimada sólo puede destruirse en virtud de una declaración formal del propio Estado, sobre la base de una prueba cierta de la falsedad de la misma. El amparado por la legitimación nada tiene que probar. Este es el efecto típico del título legitimador. Y este es el significado de cualquier tipo de legitimación, incluida naturalmente, y a ello íbamos, la derivada de la inscripción de los administradores sociales en el Registro Mercantil. Después de lo dicho creo que hay que dar por descontado que el título legitimador no sólo no crea la situación o relación, sino que tampoco la declara. Queremos decir con ello que la situación o relación ya nacida, a través de la intervención del órgano competente es legitimada, pero puede ser impugnada y sólo la sentencia favorable declara ésta con efectos de cosa juzgada y eficacia permanente. Con esto quedan deslindados los campos de actuación de la jurisdicción contenciosa, cuando la relación aún legitimada es controvertida, y de lajurisdicción autenticadora cuya función es dotar de título legitimador a la relación no controvertida. Esto explica igualmente la posible concurrencia entre ambas clases de órganos y entre tipos de jurisprudencia aparentemente incompatibles. Así, Tribunal Supremo, Dirección General. Este es también, sin duda, el prisma (y perdónese este pequeño inciso )bajo el que hay que enfocar el discutido párrafo primero del art. 20.° del Reglamento Notarial en su famosa y para algunos desacertada afirmación, al tratar del objeto de las actas de notoriedad, que dice: «comprobación y fijación de hechos notorios sobre los cuales pueden ser fundados y declarados derechos» y que, aparte de la inoportunidad técnica del término «declarar», no debe separarse del más expresivo párrafo siguiente en el que se habla de «legitimación de situaciones personales o patrimoniales con transcendencia jurídica». Leído así el precepto nos conduce al campo de la legitimación y no al de la declaración de derechos controvertidos, con lo que naturalmente desaparece cualquier sospecha de invasión de jurisdicción o lo que sería casi tan grave, de pura conversión de la norma en declaración programática o exposición de anhelos. Y no es pura casualidad que esta aplicación de la teoría legitimadora venga recogida precisamente por el Reglamento Notarial al tratar de las actas de notoriedad, ya que la finalidad de éstas es precisamente dotar de título legitimador a ciertas situaciones con notoriedad atenuada (frente a la notoriedad plena de los hechos divulgados que al no necesitar prueba tampoco necesitan de título legitimador). La legitimación que se deriva de la institución registral sea cual fuere el tipo de Registro Público, nace directamente de la inscripción, pero sus fuentes lejanas entroncan con principios jurídicos existentes antes y coetáneamente a la publicidad registral. Concretamente en el principio de protección a la apariencia en beneficio de tráfico jurídico. Que en definitiva no es más que aceptar, sobre la base de que la situación de hecho suelen coincidir con la de

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derecho, que aquel que aparece como sujeto de una relación es normalmente legítimo titular de ella y debe ser protegido y mantenido como tal mientras no se pruebe la inexactitud de la apariencia. Son numerosas sus expresiones, siempre en sede de legitimación para el tráfico, así, la protección posesoria en base a la apariencia de señorío o al señorío de hecho y cuyo fundamento hay que verlo precisamente en la fuerte presunción derivada de la pacífica y públ ica posesión. Esta legitimación derivada de la apariencia tiene distintas manifestaciones o vertientes, según venga puesta en situación respecto a la relación en su aspecto estático, o sea, frente al titular aparente, o por el contrario cuando la relación viene desarrollada en un acto o negocio para cuya efiicacia final es relevante la titularidad de derecho y no sólo de hecho. Me explicaré, frente al titular aparente la protección jurídica juega con el carácter de provisional, y supeditada a la posible prueba de la inexactitud. En cambio, cuando un tercero entra en contacto con dicha relación en virtud de un acto o negocio jurídico, las necesidades del tráfico pueden imponer la equiparación a todos los efectos de la titularidad aparente con lajurídica, aun demostrada la inexactitud. En este caso, como ya sabemos y hemos tenido ocasión de comprobar antes, hay algo más que una simple legitimación, estamos ante una auténtica suplantación, amparada por el derecho, de la titularidad jurídica por la de hecho. Ahora bien, este esfuerzo que exige la protección a tercero frente a la simple legitimación, no sólo tiene su punto de apoyo en la apariencia, sino también en otros dos principios que han sido denominados de responsabilidad y de confianza. Así el principio germánico de «La mano guarde la mano» base de las adquisiciones mobiliarias «a nom domino» se apoya en el centro en la apariencia de titularidad jurídica derivada de la posesión pública y pacífica, y en sus dos extremos, de una parte en la responsabilidad del que con su conducta permitió surgiera esa situación aparente y de otra en la confianza que la apariencia crea en el tercero. Estos principios (apariencia, responsabilidad, confianza) están expresa e implícita mente en todas las manifestaciones de la publicidad material, incluso, cómo no, en la derivada de los Registros Públicos. Tan es así que no le ha sido difícil a AURELIO MENÉNDEZ demostrar la exigencia de buena fe (entendida como desconocimiento de la inexactitud registral) como requisito de protección al tercero protegido por la publicidad derivada del Registro Mercantil, a pesar de su omisión tanto en el Código como en el Reglamento del Registro Mercantil. Volviendo a la legitimación y de acuerdo con lo expuesto, a mi modo de ver, ésta tiene exclusivamente una formulación de signo positivo, o sea, establece una presunción de concordancia entre el Registro y la realidad extrarregistral (si de este tipo de legitimación de trata), pero tal presunción tiene sólo carácter positivo. Es más, me atrevería a decir que ello deriva de la propia naturaleza de la institución registral. Veamos, la inscripción de un Administrador en el Registro Mercantil, o de un Apoderado, establece una presunción a favor de la existencia y subsistencia del nombramiento. Presunción «iuris tantum», naturalmente. Pero esta presunción no cabe formularla con carácter negativo y afirmar que lo no inscrito se presume que no existe. Es cierto que el resultado final es éste, pero no en base a los principios derivados de la institución registral, sino a los del puro derecho substantivo. La inscripción, al establecer una presunción, produce, como toda presunción, un desplazamiento de la carga de la prueba. La falta de inscripción deja dicha carga donde debe estar, en el que afirma la existencia del poder o la designación para el cargo, sin influencia alguna de la institución registral. Se dirá que el aspecto negativo de la legitimación estáen que la prueba del poder, o en general del hecho no inscrito, no puede oponerse a terceros. Ello es cierto, pero ya no estamos en sede de legitimación, sino de inoponibilidad a terceros de lo no inscrito, o sea, de fe pública registral, principio este, si, en cambio, que sólo tiene formulación negativa. Ello me hace dudar de algo generalmente aceptado y es que la publicidad material tiene una doble formulación positiva y negativa y que de unaforma plástica se ha descrito por GARRIGUES diciendo que lo inscrito perjudica al tercero (publicidad material positiva )y lo no inscrito le favorece (publicidad material negativa). No obstante, veamos... realmente, lo inscrito no perjudica nunca al tercero, por lo menos en virtud de la inscripción, ya que el hipotético perjuicio que se derivaría, por ejemplo, de la revocación de un poder, de todos modos lo sufriría el tercero en puro derecho substantivo y sin necesidad de inscripción. En cambio, la no inscripción sí que favorece al tercero porque respecto a éste se producen unos efectos, posibilidad de desconocer la revocación no inscrita, que en puro derecho sustantivo no se darían. Es preferible, pues, hablar de principio de fe pública registral en lugar de publicidad material negativa y llamar principio de legitimación al resto de los efectos derivados de la inscripción. Volviendo a los administradores, si la inscripción de éstos no tiene otra finalidad que la de que tengan legitimadas sus facultades dispositivas y contractuales, como dice muy bien la

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Exposición de Motivos, o sea, que estén pro.vistos de la credencial visible que es el título legitimador, parece indudable que se desenvuelve fuera del Registro Mercantil y de sus principios, todo el contenido que integra la relación de servicio que liga al Administrador con la sociedad. Pero hay más, la propia relación orgánica no agota su contenido en funciones puramente representativas o de exteriorización de la voluntad social, aunque sean las más llamativas, sinoque, por el contrario, se manifiesta en una variadísima gama de funciones, que incluso más que la representativa absorben el quehacer normal del Administrador como órgano y que afectan exclusivamente a la gestión interna de la sociedad. Así como una serie de competencias de orden material y formal encomendadas por la ley o por los estatutos; como convócateria de Junta, confección de balances, información, revisión de aportaciones no dineradas, etc., etc. Funciones todas que igualmente se desenvuelven sin conexión ninguna con el Registro Mercantil. Es indudable por tanto que, sin negar la decisiva importancia del instituto registral, en su ámbito, toda la problemática ligada a las posibles anomalías en la administración de sociedades anónimas, y concretamente a las situaciones «de facto» que aquí nos interesan, debe plantearse y resolverse sin ingerencias de los principios regístrales, salvo en el campo propio de su actuación, que es exclusivamente el de protección a terceros y el de creación del título legitimador. VII INEXISTENCIA Y PARALIZACIÓN DEL ÓRGANO ADMINISTRATIVO Que cualquier sociedad y naturalmente la anónima, como más característica y vulgarizada, necesita un órgano permanente de administración, creo que no va a ser rebatido por nadie. Las personas jurídicas, por el hecho de ser entes abstractos, sólo pueden actuar a través de personas físicas. La continuidad de esa actuación es problema de vida o muerte para la sociedad. Aunque la Junta general sea, teóricamente, el más importante órgano social, no debe olvidarse, sin embargo, que su actuación no es permanente y ello porque su competencia se circunscribe a parcelas, decisivas, sí, para la vida social, pero que no exigen una actividad continuada. Por el contrario, el órgano administrativo, sea el propio Consejo que actúe directamente, sea como es más frecuente un comité más reducido o un consejero delegado, no admite intermitencias. Aquí vuelve a manifestarse algo que ya afirmábamos antes y que ahora confirmamos. No es la labor representativa la que más caracteriza y define al administrador, si así fuese incluso podrían aceptarse ciertos períodos de paralización de la función, sino la gestión y diario cuidado de los asuntos sociales que además de ser, como ya vimos, los que absorben el quehacer normal de un administrador, exigen continuidad, permanencia. Tan es así que la paralización del órgano administrativo cuando a su vez es reflejo, como normalmente lo es, de graves disensiones en el seno de la Junta General, produce una paralización tal en la vida social que puede incluso provocar la disolución de la sociedad. En nuestro Derecho esta causa, no especialmente recogida, no obstante se ha introducido por la vía del número dos del art. 150 de la ley «imposibilidad manifiesta de realizar el fin social». De ahí que el principio de continuidad de la empresa exija agotar soluciones para corregir las posibles anomalías o irregularidades en el seno del órgano administrativo, antes de acudir a tan drástica y antieconómica medida como la de la disolución, mucho más si interfieren, como lógicamente lo harán, problemas de protección del tráfico jurídico. La paralización del órgano administrativo proviene siempre de anomalías en su designación o en su ejercicio, que pueden ser de hecho o de derecho. En no ejercicio de hecho por el administrador de las funciones que le compiten, implica una grave violación de la relación de servicio, que desata la responsabilidad del titular por incumplimiento del contenido de aquélla, que le obliga a actuar y a actuar diligentemente, art. 79 de la Ley. Cabe incluso la posibilidad paradójica del no ejercicio de hecho de sus funciones por un Administrador de hecho. El fundamento de su responsabilidad podría venir aquí por la vía del art. 1.888 del C. c, sobre todo si aceptamos que en los supuestos verdaderamente auténticos de administración «de facto», las relaciones del Administrador con la sociedad, luego lo comprobaremos, deben regularse por las normas que rigen la gestión de negocios ajenos sin mandato o por lo menos por principios extraídos de esta figura jurídica. Las anomalías de derecho pueden venir originadas por muy diversas causas. Atendiendo a sus efectos vamos a distinguir dos supuestos. - Inexistencia de órgano administrativo. Naturalmente aquí nos referimos a órgano como titular físico del mismo, ya que éste, como centro o esfera de competencia, por su propia naturaleza no puede faltar. Esta ausencia de titular físico puede ser originaria no se designó en el

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momento de constituirse la sociedad )o puede ser sobrevenida, lo que será más frecuente (así fallecimiento, abandono, revocación, expiración del plazo de nombramiento). - Segundo supuesto. Falta una designación formal de los titulares físicos del órgano, pero no obstante éste, bien que mal, funciona, ya por la actuación de personas que recubren dichos cargos en base a una relación de servicio, sino «de iure», sí «de facto», ya porque es posible imputar la activ idad de ciertos gestores a la sociedad por cauces que son los que nos corresponde examinar. En el primer supuesto, si la ausencia de titular físico es irreparable, se producirá una paralización en la vida social de graves consecuencias, pero cuyo examen no es objeto específico de nuestro tema. Es en el segundo supuesto donde surge la figura del que, por influencia de la doctrina administrativa en torno al funcionario de hecho, ha sido llamado, por analogía, Administrador de hecho. Esto no significa que en todos los casos de imputación a la sociedad de la actividad de estas personas, estemos estrictamente en el campo de la administración «de facto». Por lo pronto hay que afirmar que no todas las irregularidades en el nombramiento o vigencia de los administradores sociales provocan las mismas consecuencias. La doctrina del funcionario de hecho, en torno a cuya figura se ha debatido bastante, puede proporcionarnos alguna ayuda, más en su planteamiento o punto de partida que en las soluciones a que llega, dada la índole distinta de la materia y las imposiciones derivadas del derecho positivo, que naturalmente no se pueden eludir. VIII IRREGULARIDADES DE ORDEN FORMAL EN LA ADMINISTRACIÓN DE SOCIEDADES Trataremos de separar diversas hipótesis dentro de la que llamaremos, para no adquirir compromisos, administración irregular. A) Ejercicio de actividades administrativas por un gestor oficioso, concurriendo o no con Administradores regulares. B) Ejercicio de actividades administrativas por Administradores con designación informal. Admite diversos grados, desde el asentimiento tácito a las funciones administrativas de los que de hecho las ejercen, a la designación verbal o escrita informal, difícilmente imaginable en la gran sociedad abierta, pero posible en una sociedad cerrada o familiar, y que plantea problemas no sólo de orden adjetivo o formal, o sea, atenientes a la necesaria prueba del acto de designación (al faltar el título legitimador), sino también de orden substantivo, derivados de la probable invalidez de la investidura, por defecto de forma siempre y posiblemente también de fondo. C) Administradores con designación inválida. Tiene entidad propia, respecto al caso anterior, por dos razones. Primero porque en el supuesto antes reseñado no es posible afirmar, por lo menos en todos los casos, que el acto de nombramiento sea nulo, según tendremos ocasión de comprobar. Aquí, por el contrario, por hipótesis el nombramiento es inválidobien pordefectos deforma, bien pordefectos de fondo. Segundo, porque así como en el caso antes contemplado, no existía título legitimador, aquí sí lo hay o puede haberlo, ya que los requisitos formales, al menos externamente se han cumplido e incluso se ha obtenido la inscripción del nombramiento en el Registro Mercantil, sin perjuicio de que posteriormente se declare la invalidez del título. D) Continuación de hecho en el ejercicio de sus funciones por Administradores con cargo caducado. Sin duda el supuesto más frecuente. E) Designación material y formalmente válida pero no inscrita. Plantea sólo problemas derivados de la ausencia de título legitimador y los derivados de la protección de terceros en base a la publicidad material. Por supuesto, no estamos en estos casos ante ninguna situación «de facto». La simple enunciación de los casos señalados pone de manifiesto la variedad de los mismos y su muy distinta trascendencia. No en todos ellos cabe hablar de administración «de facto» aunque ésta presente en determinadas anomalías. En real idad para un enfoque adecuado de la materia es necesario proceder a perfilar la figura del administrador de hecho frente al de derecho, en base a su diversa conexión con los aspectos substantivos y formales que concurren en su designación. En una palabra, la decantación del concepto ha de hacerse necesariamente o sobre criterios substantivos o sobre criterios formales, pero nunca conjuntamente sobre principios de uno u otro carácter. Lo que quiero decir es lo siguiente. Sobre un criterio formal, la eficacia plena de los actos del Administrador, frente a la sociedad y frente a terceros, sólo se despliega una vez inscrito el nombramiento en el Registro Mercantil. En esta línea podríamos intentar llamar administrador de hecho a aquel que no ha completado totalmente su proceso formativo o que

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lo ha visto interrumpido por causas que el mismo Registro refleja. Conforme a este criterio todos los casos contemplados serían de administración «de facto». Por el contrario, sobre un criterio substantivo los aspectos adjetivos quedarían relegados a su auténtico significado, acentuándose por el contrario el criterio de validez de fondo, lo que nos llevaría a considerar como Administradores de hecho sólo a aquellos que están en ejercicio sin haber sido designados, con designación viciosa o con cargo extinguido. Si como luego veremos el problema fundamental en tema de situaciones «de facto» es el de la posibilidad de imputar la actividad de ciertas personas a la sociedad por la que actúan, a pesar de faltar la relación de servicio, parece claro que es en base a estos criterios substantivos, como deben ser resueltos los problemas ligados a ella. Sólo cuando éstos incidan sobre cuestiones relacionadas con el título legitimador o con la protección dispensada por la fe pública registral, primarán los criterios formales. IX EL FUNCIONARIO DE HECHO En materia de personas jurídicas la influencia del derecho público ha sido decisiva. Es lógico porque el mismo concepto de personajurídica y de órgano ha sido fundamentalmente una elaboración del derecho público. En el campo de las situaciones «de facto» existe una institución paralela, a la que es objeto de nuestro examen, dentro del derecho administrativo, la del llamado funcionario de hecho, cuya denominación ha tenido decisiva influencia en análoga calificación dentro del campo de las sociedades y a la que incluso se ha hecho referencia en alguna jurisprudencia. Por plantear problemas similares a los aquí examinados parece conveniente una referencia a la situación de la figura en el derecho administrativo y conclusiones a que ha llegado la doctrina. La figura del funcionario de hecho dista mucho de ser clara y unívoca. En primer lugar dentro del derecho público la que llaman los tratadistas doctrina o teoría «de facto» se plantea con diverso enfoque en el derecho político y en el administrativo. En el derecho político la doctrina «de facto», como indica MARTÍNEZ USEROS, va asociada al estudio del hecho revolucionario, siendo indicadora de una situación anormal con relación al Status jurídico de la sociedad. Implica, sigue el mismo autor, la resolución de una irregularidad de hecho (la cesación de un poder legítimo) que se logra mediante la comisión de una irregularidad jurídica (la elección de otro según un procedimiento no previsto por el ordenamiento jurídico). Su propio nombre lo indica, falta la legitimación positiva normativa de una situación, sólo amparada por la realidad fáctica. Hasta aquí Martínez useros. Naturalmente es innecesario añadir que este planteamiento de la situación «de facto» como gobierno de hecho no puede llevarse al campo de las sociedades y ello porque si bien en el derecho político lo que muchas veces separa a una situación «de facto» de otra «de iure» no es más que la vitalidad que con el transcurso del tiempo aquélla consigue alcanzar, en el derecho de sociedades no caben rupturas violentas de la legalidad constituida, simplemente porque existe una instancia superior, la del Estado, que a través de sus órganos jurisdiccionales puede reparar la legalidad violada. En el gobierno de las sociedades no caben, pues, pronunciamientos. Pero dentro del derecho público, el planteamiento de la situación «defacto» a nivel de derecho administrativo, nos depara la figura del funcionario de hecho. Comencemos por decir que la doctrina no es unánime en su configuración. Y al decir esto me refiero a que determinados supuestos que para un autor son claros e incluso únicos de funcionario de hecho, para otro quedan excluidos. Así, MARTÍNEZ USEROS dice que el funcionario de hecho es aquél que aunque no sea legalmente funcionario está, sin embargo, en posesión y ejercicio de su cargo. Y considera dos hipótesis fundamentales de aplicación de la doctrina «de facto». La primera resulta de la actuación como funcionario en circunstancias normales, de un sujeto al que no se ha atribuido válidamente esa designación. O sea, el acto de designación existe y el sujeto está en posesión y ejercicio del cargo, pero la designación es inválida. La segunda resulta de la actuación de funciones públicas en casos excepcionales, guerra, abandono, catástrofe, etc., por un sujeto que no ha sido promovido al desempeño de dichas funciones. No existe, por tanto, acto de designación. Según MARTÍNEZ USEROS sólo en el primer supuesto cabe hablar de funcionario de hecho. En el segundo, al faltar la relación de servicio que caracteriza al funcionario, existe sólo un órgano de hecho, que no obstante y en base al estado de necesidad, puede en ciertos casos imputar su actividad al Estado. Es precisamente el estado de necesidad el que justifica la asunción de funciones públicas por quien no es funcionario y lo distingue del usurpador.

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En esta línea hay una observación de positiva influencia para el objeto de nuestro estudio y es la de que sin relación de servicio, y ésta sólo surge del acto de designación, no hay funcionario, sino sólo un órgano de hecho. En esta afirmación está latente una idea que expresa con más claridad en el derecho italiano SALVATORE TERRANOVA, al decir que las cuestiones inherentes al ejercicio de hecho de una actividad pública deben ser estudiadas, no considerando al sujeto, sino objetivamente la actividad, y en este caso el problema fundamental es en qué condiciones esa actividad puede ser imputada a un oficio público u órgano. En forma análoga a MARTÍNEZ USEROS, dice que dicha actividad desenvuelta de hecho por el privado, puede ser legítima y equiparada a la actividad de la pública administración, cuando se demuestre su carácter esencial e indeferible. Centrada así la cuestión, TERRANOVA y con él la mayor parte de la doctrina moderna, excluyen como hipótesis extrañas a la problemática de los funcionarios de hecho, situaciones que paralelamente en el campo de las sociedades, nuestra jurisprudencia, en las escasas resoluciones ya citadas, ha querido resolver sobre criterios de la teoría «de facto», e incluso con apoyatura en el derecho público. Así, prescindiendo de los casos de ocupación bélica, conmoción popular, o revolución política, sin posible contrapartida en materia de entidades privadas, considera que no son supuesto de funcionario de hecho: - La asunción espontanea de públicas funciones hecha con fines de fraude. Porque en tal caso se da una violación del orden jurídico y se trata de una usurpación de poder penada por la ley. - El funcionario, en origen legítimamente propuesto para un oficio público que continúa ejerciendo sus funciones después de caducado el plazo por el cual ha sido nombrado. En estos casos se aplica la doctrina romana de la «prorrogatio» y el funcionario temporal continúa en el cargo hasta tanto que es designado el sucesor. Durante la prórroga, el funcionario actúa en base a una legitimación derivada de un título válido y eficaz, también en el período de prórroga, mientras que en el caso del funcionario de hecho no es titular del oficio ni está legitimado. Durante el período de la prórroga es común opinión que debe limitarse a cumplir los actos de ordinaria administración. - El funcionario investido en virtud de un acto inválido o que deviene seguidamente inválido por haber surgido hechos nuevos que impongan la suspensión o la revocación. Este supuesto es más discutido. MARTÍNEZ USEROS, como vimos, considera que es el caso tipo de funcionario de hecho. Es más, lo considera el único. En el derecho italiano AGOSTINELLI sigue idéntica orientación. TERRANOVA, por el contrario, lo excluye decididamente. La actividad de la pública administración dice, también si es viciada, comprendido el vicio de incompetencia, es siempre actividad «de iure», porque se trata siempre de actividad formalmente referida a la administración, la cual no puede sustraerse a la responsabilidad derivada del acto de su funcionario. No se plantean por tanto problemas de imputación al ente de los actos realizados por el funcionario, que son los problemas típicos ligados a la doctrina del funcionario de hecho. Consecuencia de todo ello es que para esta orientación no hay más supuesto de funcionario de hecho que el de la persona privada que sin acto alguno de designación e investidura, desenvuelve una función pública la cual no puede ser referida a la administración. El problema a resolver por dicha doctrina es precisamente cuando esa actividad del no funcionario puede ser imputada a la administración pública. Ya en el campo del derecho de sociedades es también éste el problema al que se enfrenta el jurista ante situaciones análogas a las planteadas en el derecho público. X EL ADMINISTRADOR DE HECHO De los distintos supuestos que provisionalmente englobamos bajo el epígrafe de «Irregularidades de orden formal en la Administración de sociedades», empecemos por adelantar que excluimos de nuestro examen los siguientes: En primer lugar el del administrador no inscrito. Ni de lejos estamos aquí ante un supuesto de administración de hecho. Me remito a los criterios ya expuestos para delinear el concepto y la figura. Tienta quizás el llamarlo Administrador irregular sobre el paralelismo de la sociedad de idéntica denominación. No obstante, no cabe olvidar la mayor trascendencia de la inscripción en el campo de la constitución de sociedades y muy especialmente en el de la sociedad anónima. Realmente el Administrador válidamente designado y no inscrito es tan administador «de iure» como el inscrito y con análogo estatuto, sin más diferencias que las derivadas de la ausencia de título legitimador y de los efectos de la publicidad material. Tampoco nos vamos a detener en la figura del administrador inscrito, pero con designación inválida. Esta situación presupone naturalmente que el acuerdo de nombramiento es nulo. Los problemas que plantea atañen a la posible invalidez de los actos realizados por estos administradores «medio tempore», o sea, entre su designación y la declaración de invalidez.

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Sin embargo, la imputación de su actividad a la sociedad parece clara. Tratándose de órganos colegiados debe distinguirse entre el acuerdo o deliberación y su ejecución o realización. Salvando la distancia existente entre la persona moral y la física, podríamos, a semejanza de ésta última, decir que la deliberación se corresponde con el proceso de razonamiento que impulsa al hombre a negociar, pero que no negocia hasta tanto que no exterioriza esa voluntad. La deliberación es, por tanto, un proceso social puramente interno, de especial complejidad en las personas jurídicas y que necesariamente ha de exteriorizarse por personas físicas, sus órganos. La nulidad de las deliberaciones que provocan actividad de esos órganos, bien sea en su designación, bien en su funcionamiento, si transcienden a terceros, deben ser irrevelantes frente a los que desconocen esa posible nulidad. En caso contrario la teoría orgánica y la propia persona moral, como instrumento técnico caerían por su base. No otro significado tienen en nuestro derecho positivo el párrafo segundo del art. 3.° del Reglamento del Registro Mercantil y el párrafo 2.° del art. 67 de la Ley de Sociedades Anónimas. Apartados, pues, estos supuestos, vamos a detenernos en el análisis de las otras tres hipótesis. A) Ejercicio de funciones administrativas sin previo nombramiento. La figura asépticamente pura sólo surge cuando no sólo no ha existido acto de designación expreso, investidura formal, sino que además no es posible imputar a la sociedad la actividad de estas personas en base a un hipotético comportamiento previo. Por lo pronto comencemos por afirmar que sin acto previo de designación, aunque sea informal o inválido, no existe el administradorcomo órgano. En todo caso y sobre la base de una actividad reiterada, no aislada u ocasional, podría surgir una apariencia de órgano que nos permitiese, aplicándola terminología de MARTÍNEZ USEROS al tratar del funcionario de hecho, llamarlo órgano de hecho. Pero de la misma forma que en derecho administrativo sin relación de servicio no hay funcionario, en el derecho de sociedades si falta ésta tampoco hay administrador. En consecuencia y en forma análoga al derecho administrativo, las cuestiones ligadas al ejercicio de una actividad administrativa por quien no es administrador de la sociedad, deben ser estudiadas considerando objetivamente dicha actividad y su posible imputación a la sociedad, sin preocuparnos de la calificación subjetiva del agente, cuya más o menos impropia nominación como tal administrador de hecho es simplemente un reflejo de la posible eficacia de sus actos. En una palabra, es la posibilidad de imputar a la sociedad actos de quien no está ligado a ella por una previa relación la que nos depara la figura del administrador de hecho y no a la inversa. El ejercicio de funciones administrativas por quien no es Administrador puede contemplarse en dos momentos distintos de la vida social. En circunstancias normales, cuando la sociedad tiene en activo y vigentes sus propios órganos de administración, la actividad de estos gestores oficiosos sólo podrá imputarse a la sociedad en base a la doctrina de la gestión de negocios ajenos sin mandato, ya que por hipótesis falta toda relación previa. Será preciso, pues, la ratificación o la concurrencia de la «utilter gestum» tal como aparece regulada en nuestro C. c, que la sociedad aproveche las ventajas de la gestión. Excluimos de los supuestos de normalidad, aparte del ya examinado de designación inválida del administrador, la hipótesis que contempla el art. 7.° de la Ley de Sociedades Anónimas que trata de la validez de los contratos concluidos en nombre de la sociedad antes de su inscripción.en el Registro Mercantil, y ello porque aunque en algún supuesto puedan plantearse situaciones análogas y la eficacia de sus actos se decida con criterios muy próximos a los de nuestro supuesto, su problemática es, sin embargo, distinta, ya que en este caso incide la circunstancia, decisiva para su regulación, de que la sociedad no está inscrita y, lo que es más grave, no se sabe si se inscribirá. En nuestro examen partimos por el contrario de la base de una sociedad anónima regularmente constituida. En circunstancias anormales cuando falta o no actúan sus propios órganos de gestión, por las causas que sean, abandono, calamidades, guerras, imposibilidad, la actuación de determinadas personas sin previa relación de servicio, como gestores oficiosos, puede ser eficaz en base al estado de necesidad. Como indica MARTÍNEZ USEROS respecto al derecho administrativo, el primario postulado de lanecesidad, vinculado a lafuerza constituyente del propio organismo y al principio natural de la potencial aptitud de todo miembro de una colectividad para actuar como órgano de ella, puede ser causa legitimadora de dicha actuación. Así, decimos nosotros, si un determinado miembro de la sociedad ve en peligro de paralización las funciones vitales de la actividad empresarial, en virtud de la inexistencia o abandono de las personas que regularmente debían de actuar, y ante esa situación de vacío de poder, temporal

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o permanente, actúa las competencias típicas del órgano administrativo, indudablemente no adquiere por ello la calidad de Administrador, para lo que no es suficiente la voluntariedad de su actuación y la referencia a la entidad por quien actúa (la «contemplatio domini»), pero su actividad podrá ser eficaz e imputarse a la sociedad en base a la necesidad imperiosa de actuar. Y será precisamente ese estado de necesidad el que legitimará sus actos y lo distinguirá de un simple supuesto de usurpación de funciones, por su propia naturaleza intranscendente para la sociedad y fuente de responsabilidad para el agente. La legitimación de estas situaciones en nuestro Derecho positivo, viene también por el camino de la gestión de negocios ajenos sin mandato en su modalidad, contemplada por el C. c, de evitar un perjuicio inminente y manifiesto. La calificación de esa inminencia, tratándose de sociedades, no puede separarse del carácter de continuidad, sin intermitencias, que viene exigida por la actividad administrativa, circunstancia que probablemente flexibilizará el significado puramente civilista del concepto. B) Ejercicio defunciones administrativas por administradores con designación informal. El administrador, en cuanto titular del órgano, nace en virtud de un acto de designación reglado. Sin nombramiento no hay administrador, según hemos repetidamente afirmado. Pero si, en la línea ya expuesta, referimos los problemas ligados a este examen, a la posible imputación de ciertas actividades al órgano social competente por razón de la materia (entendido órgano como centro de competencias), esta imputación quizás sea posible hacerla también en base a una designación más o menos informal. El fundamento en este caso, al faltar por hipótesis la investidura formal, sólo puede estar en la legítima confianza que en los terceros haya podido despertar una relación notoria. La notoriedad de una relación, cuando ésta deba nacer de una manifestación de voluntad, tiene lugar independientemente de la existencia o exteriorización de dicha manifestación, en base exclusivamente a una apariencia que a su vez se asienta en un cierto comportamiento de las personas a quienes la situación notoria afecta. La eficacia del comportamiento con valor negocial es incuestionable y aparte las mayores dificultades que pueda llevar, no hay por qué excluirla en el campo de las personas jurídicas. Sin ir más lejos y dentro del ámbito de la administración de intereses ajenos, en el que se inserta, en base a la relación de servicio, la actividad de los administradores sociales, nuestro C. de c, en su art. 286, recoge y regula la figura del gestor notorio: «Los contratos celebrados por el factor de un establecimiento o empresa fabril o comercial, cuando notoriamente pertenezca a una empresa o sociedad conocida, se consideran hechos por dicha empresa o sociedad... etc., etc». El empresario social viene expresamente mencionado. Ello es lógico porque la «ratio iuris» del precepto es idéntica para todos los casos. Los arts. 284 y 286 del mismo Cuerpo legal está claro que no se refieren expresamente a los administradores sociales en cuanto a órganos, sino al factor que es un apoderado y por tanto extraño a la sociedad. Intentar aplicar esta misma doctrina a los administradores sociales plantea sus problemas. Aurelio Menendez excluye del concepto del factor en sentido riguroso a las personas que ejercen funciones administrativas en calidad de órganos de una sociedad, pues en este caso no se estáen presencia de un auxiliar del empresario, sino ante unos órganos necesarios para la actuación de la persona jurídica y cuya voluntad vale como voluntad de dicha persona. Tropezamos en consecuencia con los obstáculos derivados de la aplicación rigurosa de la teoría orgánica pura. No obstante, el mismo autor reconoce a continuación que la representación orgánica atribuida a los órganos sociales, en algunos aspectos recibe un tratamiento paralelo a la representación voluntaria que ostenta el factor. No nos explica el por qué de ello, pero parece claro. Es así porque, sobre ladistinción ya apuntada entre órgano y titular de órgano, si bien el órgano social como tal se identifica con la sociedad, el titular del órgano, necesariamente persona física, ligado a la sociedad por una relación de servicio y tercero frente a ella en base a esa relación, cuando actúa lo hace emitiendo una voluntad propia que, por mecanismos jurídico formales que no vienen al caso, se imputa a la sociedad, pudiendo surgir respecto a los administradores sociales, como de hecho surgen, problemas de trasgresión de facultades, abuso de confianza, apropiación de las cosas objeto del contrato, o sea, los mismos que plantea el C. de c. sobre la figura del factor notorio. Y, sin embargo, no es fácil adaptar la figura a los órganos sociales de administración. El factor notorio, como todas las instituciones que cobran eficacia sobre una cierta apariencia, se basa no sólo en el carácter ostensible de la representación, o sea, en el aspecto externo de la relación, sino que es también decisivo que en la especial situación del gestor respecto al patrimonio administrativo, haya colaborado el principal con su comportamiento. Si no es así,

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por muy expresiva que resulte la apariencia, no estamos en el campo del factor notorio, sino en el de la gestión de negocios ajenos sin mandato, o sea, en el supuesto antes contemplado. Hevia BOLAÑOS, cuya influencia en la regulación de la materia, a través del Código de 1829 y sobre la figura romana del «institor», es generalmente aceptada, distingue entre el factor nombrado expresamente por palabras y el nombrado tácitamente que administra el negocio «a ciencia y paciencia del señor sin el contradecir», «esta ciencia y paciencia se prueba por la notoriedad o fama pública». Es por cierto un aspecto del art. 286 muy abandonado por la doctrina, más preocupada por el estudio de la extensión tipificada de las facultades del factor y de la posibilidad o no de su limitación. Los negocios representativos (y vamos a considerar como tales los realizados por los administradores sociales aunque para ello, como dijo un ilustre autor, tengan que padecer los conceptos) involucran necesariamente a tres personas, el principal, el representante que actúa y el tercero que soporta los efectos del negocio. El fenómeno de imputación del negocio al principal se produce en virtud de una relación previa que le liga con el representante y que puede derivarse de un negocio de apoderamiento, de un acto de designación, de una atribución legal, etc., etc. Cuando esa relación, sea cual sea, no se expresa en virtud del título material y formal idóneo para ello, sino que simplemente se exterioriza por su apariencia, la confianza que el tercero deposite en ella puede estar tutelada por el ordenamiento jurídico, pero sólo dentro de ciertos límites. 'Cuáles son éstos? En definitiva los mismos que se imponen en cualquier manifestación de voluntad sobre la base de hechos concluyentes. Es necesario examinar tanto el comportamiento del gestor como el del principal. El comportamiento del gestor no ofrece mayores reparos. Naturalmente debe ser concluyeme y la «contemplatio domini» puede no ser expresa sino deducida de las circunstancias del caso «contemplatio domini ex facti circunstantiis» aceptada por el art. 286 del C. de c. Lo concluyeme del comportamiento exige, por otra parte, que su actuación no sobrepase la esfera de facultades que cabe suponerle ha sido conferida. Tratándose de los administradores de la sociedad anónima el párrafo segundo del art. 76 de la ley concreta el contenido y límite inderogable por abajo «en todo caso la representación de la sociedad se extenderá a todos los asuntos pertenecientes al giro o tráfico de la empresa». El comportamiento del principal es, por lo dicho, decisivo. Ha de ser igualmente concluyeme y por lo tanto unívoco. No podemos entrar en el examen de las teorías formuladas en torno a la univocidad del comportamiento, bástenos, siguiendo a Coviello y a Cariotta Ferrara, decir que ha de ser incompatible con una voluntad contraria a la que del mismo se deduce. Naturalmente si nos referimos a un hipotético administrador social, la voluntad que debe deducirse del comportamiento es la voluntad social de aceptar como administrador al que aparece como tal. Aquí es donde surgen las dificultades. Cuando hablamos del comportamiento de una sociedad, necesariamente debemos referirnos al comportamiento de las personas físicas que recubren órganos competentes para la imputación del resultado que se pretende obtener sobre dicha conducta. Si se tratara de un auténtico apoderado o factor, el comportamiento social habría que referirlo al órgano competente para dicho nombramiento, los administradores de la sociedad. Pero si se trata de los propios administradores sociales, el comportamiento habrá que referirlo al órgano competente para su designación. El único órgano competente para la designación de los administradores en nuestra legislación es la Junta General. Luego es a la Junta General a la que habrá que hacer la referencia, lo que no deja de ofrecer graves dificultades dado el carácter colegiado de dicho órgano y la rígida normativa legal en orden a la formación y expresión de la voluntad social en la asamblea. En esta materia se interfieren muy diversas influencias. Algunas estrictamente de carácter jurídico, otras trasunto de delirios democráticos llevados fuera de su propio marco y en muchos casos prejuicios dogmáticos, con más o menos arraigo histórico, pero en todo caso con el denominador común de haber llevado a sus últimas consencuencias, pasando incluso sobre la realidad de los hechos, las más exaltadas construcciones que en torno a la persona jurídica elaboró la ya desacreditada y superada teoría orgánica pura. En esta línea dogmática se ha pretendido ver en la asamblea o Junta General, no ya una simple reunión de socios que deliberan en común sobre los asuntos de su competencia, sino algo más, un órgano en el sentido más gramatical de la palabra, que auna las voluntades indiv iduale en la voluntad general con mayúscula. Algo más que una adición, una fusión integral e integradora. Sobre estas ideas se ha negado por algún autor, así SCIALOGA, no ya la validez de un pacto dirigido a eliminar la Junta General, sino incluso de los que tienden a formar la voluntad de un grupo de socios fuera de la Junta, rechazando en consecuencia no sólo la

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eficacia de dichos pactos frente a la sociedad (lo que es indudable), sino hasta la validez.de los llamados sindicatos de mando. Por este camino se ha tratado, cómo no, de encontrar un interés social que en unas orientaciones viene identificado con el interés de la empresa como institución y en otras tipificado por el objeto, entendiendo que existe un interés social diferente no sólo del de cada uno de los socios, sino de la suma de los intereses de todos ellos. Parece que por razones mágicas, no muy claras, ese interés social se expresa precisamente cuando la deliberación y votación tiene lugar en Junta General y nada más que en Junta General. Sin embargo, la realidad parece más bien inclinarse en el sentido de que los socios son portadores de muy diversos intereses, muchos de carácter personal y no siempre en línea con el hipotético interés social tipificado a través del objeto. En la Junta General se delibera y los dispares intereses de los socios se conforman sobre el principio de mayoría, alcanzando una solución de compromiso, que la ley configura como voluntad social. Es más, es muy dudoso que a la formación del acto de voluntad complejo que es el acuerdo, concurran los que no votaron a su favor. No surge, pues, una mágica voluntad general, sino la voluntad de la mayoría que impone su criterio protegida por la ley. Todo lo demás, o sea, el tinglado jurídico formal montado en torno a la asamblea, no es más que un conjunto de normas históricamente decantadas como eficientes para que libremente y con garantías de autenticidad y conocimiento, se emita el voto. No hay, pues, razones dogmáticas para que la voluntad de los socios sólo pueda expresarse en la asamblea. Para desmitificar la Junta y relegar el valor instrumental de la deliberación a su justo límite basta pensar en la sociedad de un solo socio o en la posibilidad doctrinalmente aceptada, aunque negada por nuestro Tribunal Supremo en Sentencia aislada, de la Junta con asistencia de un solo socio. Ahora bien, rechazados los argumentos fundados exclusivamente en prejuicios dogmáticos, no por ello deja de haber razones estrictamente jurídicas para no aceptar fácilmente que la voluntad de los socios, fuera de su cauce normal, pueda imputarse a la sociedad. Las exigencias se derivan del propio valor instrumental del concepto de persona jurídica. Al ser una abstracción creada por la mente humana y actuar por personas físicas, se impone necesariamente una rígida disciplina formal, de una parte con el fin de que la voluntad del órgano se exteriorice claramente y con precisión, y de otra para evitar que la persona jurídica, como instrumento jurídico de una empresa colectiva, se desnaturalice y los que estén más cerca, más en contacto con las fuentes del poder, suplanten con su propia voluntad la auténtica voluntad de los socios, que es la voluntad social y acuyo servicio están precisamente las garantías formales, con el resultado antijurídico de imputar a la sociedad actividades de un gestor no regularmente designado y sobre la base de una apariencia ligada al ejercicio de funciones gestoras, consentidas o toleradas por un grupo, quizás incluso minoritario, pero que por su cohexión detenta de hecho el mayor poder. Sería un medio cómodo de eludir, sobre una política de hechos consumados y so pretexto de la protección a los terceros que confiaron en la apariencia, todas las normas imperativas sobre designación y cese de administradores. La protección de la confianza que el tercero haya podido depositar en una apariencia, como ya dijimos, tiene ciertos límites, más allá de los cuales adquiere primacía el deber del que contrata de asegurarse de la existencia y vigencia de la relación, con mucha más razón existiendo una institución cual el Registro Mercantil, cuya finalidad es precisamente dar publicidad a estas relaciones. Si el comportamiento lo referimos a la asamblea debidamente constituida, la imputación se facilita, ya que el carácter concluyente de una actuación es también posible en un órgano colegiado. Frente a la manifestación expresa que es la real izada con el fin de exteriorizar precisamente una determinada voluntad, se ha dicho que la tácita es la que se realiza para perseguir otros fines, pero permite deducir la voluntad negociada. El comportamiento puede ser positivo o negativo, basta con que sea unívoco. Podemos referirnos a todas las actuaciones de la Junta que presupongan claramente la voluntad de aceptar a determinadas personas como Administradores o por lo menos su actividad como tales. La casuística es muy variada y no es posible su enunciación ni siquiera parcial. Si el comportamiento es equívoco y admite por tanto diversos significados, la confianza depositada por el tercero es injustificada, la responsabilidad no es imputable a la sociedad, sino a su negligencia. Si por el contrario el comportamiento pretendemos referirlo no ya a la asamblea, sino a los socios como tales, el problema se agudiza, porque el esfuerzo exigido para pasar sobre los preceptos formales e imputar a la sociedad un resultado, enbase al comportamiento de los

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socios fuera de la Junta general, es importante. No obstante, rechazados los argumentos de tipo dogmático, queda abierto el camino para investigar en qué casos dicho comportamiento puede tener valor especial. ANTONIO POLO, aunque no con referencia exacta a este problema, con palabras que indudablemente tienen un valor general, pone de manifiesto (en su prólogo a la obra de SERICK, «Apariencia y realidad en las Sociedades Mercantiles») la extraordinaria dificultad que entraña la formulación de un criterio recto, firme, que indique en qué casos puede prescindirse o no de la forma de la persona jurídica para aprehender la realidad que bajo la misma se oculta. Es necesario insistir en que toda prudencia será poca, porque cuando el ordenamiento jurídico crea la persona jurídica, como sujeto de derecho, con propia autonomía y voluntad distinta, formada dentro del marco legal previsto para la institución, no se puede ni se debe pasar sobre los conceptos con ligereza y apartar la forma de persona jurídica. Quedan a salpo y ello es justo, los casos en que evidentemente estemos ante un auténtico supuesto de los que desde la aparición de la famosa obra de SERICK, se engloban en la denominación de abuso de la persona jurídica, y que no es más que una aplicación a esta materia de la teoría general del abuso del derecho. Sinceramente esta evidencia sólo parece factible en sociedades cerradas, con pocos socios, con un fuerte «intuitu personae» y un contacto directo de los socios con la marcha de la empresa social. Aún más, dentro de este campo muchas veces interferirán problemas de protección de minorías que no permitan su aplicación, por lo que en líneas generales sólo se me ocurren dos hipótesis claras en las que es posible imputar a la sociedad el comportamiento de los socios fuera de la asamblea: - De una parte la sociedad de un solo socio. - De otra, el que al parecer contempló la Resolución de 24 de junio de 1968, que todos los socios estén representados en el Consejo de Administración. O sea, identidad entre los socios y los hipotéticos administradores informales, o no existiendo esta identidad aquéllos actúen por personas designadas por ellos para representarlos en el Consejo. Y en un paso más, posiblemente pudiera ampliarse a alguna hipótesis de grave negligencia de los socios minoritarios en el ejercicio de sus derechos. Mucho más si el voto se configurase, como pretende algún sector, como un deber. Un total desentendimiento, aun teniendo oportunidad para ello, en la marcha de la sociedad, pudiera justificar, en sociedades pequeñas, con fuerte vinculación personal entre los socios, un tratamiento análogo y en base al principio de responsabilidad, al que se hubiere aplicado de haber colaborado positivamente en el comportamiento. C) Administradores que continúan en el cargo una vez expirado el plazo de duración. Es quizás dentro de nuestro Derecho la fuente más frecuente de situaciones «de facto». Aunque muy conectado con la problemática anterior, tiene propia autonomía y merece especial examen. La situación surge, de una parte por el carácter esencialmente temporal del cargo de Administrador, por lo menos para los designados en el acto constitutivo. De otra, por el rígido automatismo que normalmente se asigna al plazo de vigencia del nombramiento. En efecto, el plazo puede actuar con carácter perentorio. Esto significa que llegada la fecha del vencimiento, el derecho se extingue sin más. El transcurso del plazo se configura así como un hecho jurídico que, por disposición legal o estatutaria, provoca los efectos extintivos. Es el automatismo típico de la caducidad. Pero es posible que el tiempo, como hecho jurídico, no actúe directamente sobre la relación, extinguiéndola, sino que la extinción se produzca por un acto de voluntad intencionada dirigido a provocar dicho resultado, negocial por tanto, y respecto al cual el transcurso del plazo actúe como determinante de la obligación de emitir la declaración negocial. En este caso, la declaración de voluntad, que produce la extinción del cargo, no es discrecional, como lo es la revocación, sino obligada. Pero mientras no se emita dicha declaración, la relación subsiste. En el Derecho administrativo, como vimos, se excluye de la doctrina del funcionario «de facto», la hipótesis de continuación en el cargo después de caducado el nombramiento y ello por aplicación de la doctrina de la «prorrogatio», de especial importancia y plenamente justificada en la administración pública, donde es inaceptable cualquier vacío de poder. 'Cómo actúa el plazo en nuestra Ley de sociedades anónimas? Comencemos por señalar que los preceptos legales que regulan la materia, no son ni completos ni precisos. No son completos porque dejan sin regular dos cuestiones vitales.

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Primera. Forma de computar el plazo de nombramiento, si es de fecha a fecha o de Junta a Junta y en este último caso las previsiones necesarias sobre la Junta que debe renovar. Segunda, e íntimamente ligada con la anterior, cual es la situación del administrador cesante hasta tanto es sustituido. No son tampoco precisos, porque de ellos no resulta claro, si el plazo es o no perentorio y por tanto si el cese es o no automático. La renovación periódica y parcial impuesta, en base a los Estatutos, por exigencias del art. 73, como luego veremos no puede por su propia naturaleza tener carácter automático. El plazo de cinco años, para los administradores designados en el acto constitutivo, tampoco viene definido inequívocamente en el art. 72 de la Ley. Tendremos ocasión de examinar esto más detenidamente, pero antes haremos un pequeño inciso. La cesación del administrador en su cargo se produce por rnuy diversas causas que, sin ánimo de sistematización, se caracterizan y diferencian por estar, unas previstas, por ejemplo el plazo, otras imprevistas, e incluso imprevisibles en cuanto al momento del acaecimiento, así la renuncia. Unas dependen de la voluntad social, como la revocación, otras son independientes de dicha voluntad, así el plazo legal. Algunas producen el cese sin más, por ejemplo el fallecimiento. Otras, por el contrario, exigen una declaración social, tal es el caso de la destitución del art. 83 de la Ley cuando incurre el administrador en algunos de los supuestos de incapacidad o incompatibilidad del art. 82 de la misma. No podemos examinar aquí todas las consecuencias que en la actividad del órgano administrativo, provocan las distintas causas del cese y los medios instrumentados por la Ley para cubrir las vacantes producidas. Sólo sí diré, y esto es importante resaltarlo, que en términos generales la regulación legal de la materia es notoriamente insuficiente. Pero lo que desde la perspectiva de nuestro estudio nos interesa poner de manifiesto, es que, aunque en un sentido amplio puede hablarse de renovación siempre que un administradores reemplazado o sustituido por otro, es conveniente distinguir los siguientes supuestos: - Revocación necesaria o reconstitución. Tiene lugar cuando el puesto queda vacante por un hecho imprevisto. La designación del nuevo administrador, como en todos los casos, corresponde a la Junta General, pero en base a lo inesperado del cese, la Ley permite que, hasta tanto se reúna la Junta, el Consejo proceda a sustituirlo. Es el llamado derecho de cooptación regulado en el art. 73 de la Ley. - Renovación obligada o relevo, por mandato legal o estatutario. Así la renovación parcial del consejo, cuando venga impuesta por los Estatutos, o los supuestos de destitución del art. 83 de la Ley. No hay derecho de cooptación por la propia naturaleza de la figura. - Renovación por sustitución necesaria cuando expira el plazo de nombramiento. Expresamente excluye la ley el derecho de cooptación (art. 73), dado lo previsible del acontecimiento que provócala vacante y que hace innecesaria, por lo menos en teoría, toda actuación provisional del Consejo. Sentado esto y volviendo a nuestro tema, a diferencia de la parquedad normativa de la ley española de sociedad anónimas, el derecho italiano en su C. c, según el cual los administradores no pueden ser designados por un plazo superior a tres años, prevee detalladamente en los distintos supuestos la subsistencia del nombramiento. Concretamente, en los casos de cesación en el cargo por decadencia del plazo, en los que se excluye expresamente la facultad de cooptación, tal cese tiene efecto sólo desde que el Consejo ha sido reconstituido. Con ello quedan perfectamente solventadas las dos cuestiones que nos hemos planteado, ya que de una parte es indudable que el cómputo del tiempo se hace, no día a día, sino de asamblea que designa a asamblea que sustituye, y de otra si la asamblea no llega a constituirse, la redacción del art. 2.386 del Código permite afirmar, y así lo afirma la doctrina, que el administrador continúa en el cargo mientras no sea sustituido. Claro es que el Código italiano contempla esta reconstitución en un plano de normalidad, ya que serála asamblea ordinaria más próxima la que deberá proceder al nombramiento del nuevo administrador. No obstante, la redacción del precepto provoca el resultado de que las facultades de los consejeros cesantes subsisten hasta la efectiva reconstitución del órgano, efecto que, en caso de negligencia continuada en la convocatoria de la asamblea, origina una situación de prórroga indefinida que en cierto modo desnaturaliza el carácter temporal que la norma legal asigna a los administradores. Ello es así porque la ley prefiere, y parece razonable, la irregularidad de esta prórroga anómala, a la irregularidad más grave de la desaparición o paralización del órgano de administración. Hay que advertir, sin embargo, que la generalidad de la doctrina italiana entiende que los administradores que gozan de prórroga en base a dicho precepto, sólo están facultados para los actos de ordinaria administración.

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Nuestra ley de sociedades anónimas, por el contrario, parece enfocar el problema partiendo de la premisa optimista de que la Junta General se reunirá siempre con la necesaria antelación para proceder a la renovación del Consejo. O por lo menos, si se acepta el cómputo de Junta a Junta, que la primera ordinaria regulará la situación. La realidad, como todos los profesionales sabemos y padecemos, desmiente este optimismo. No sé si la reciente Ley de 31 de octubre de 1975, sobre existencia obligatoria de Letrado Asesor del órgano de administración para cierto tipo de sociedades, paliará el problema. De todas formas éste subsistirá en muchos casos, aunque sólo sea y será en algunos más, respecto a las sociedades que no necesitan obligatoriamente tal Letrado. Por lo pronto es de ley reconocer que muchas veces somos los propios profesionales los que ayudamos a crear el problema, configurando en los Estatutos el plazo como un supuesto de caducidad con su rígido automatismo. Parece mucho más razonable, por el contrario, de acuerdo con lo que sugiere CÁMARA, que se haga constar expresamente, al regular el plazo de vigencia del cargo, que no obstante el vencimiento del plazo, los administradores continuarán en el ejercicio de sus funciones hasta que se reúna la primera Junta General. Es un medio práctico, y en el campo de las medidas preventivas, siempre mejor que las ? correctivas, de evitarlas más frecuentes de las situaciones de irregularidad, que desembocan necesariamente en titularidades ejercitadas de hecho y que luego hay que resolver apresuradamente y con más derroche de ingenio que de técnica jurídica, bien en base a hipotéticas manifestaciones tácitas de voluntad social, como hemos tenido ocasión de comprobar, bien acudiendo a la doctrina «de facto», que en los casos en que auténticamente es tal, proporciona soluciones necesariamente muy limitadas. TIRSO CARRETERO, comentando la Resolución de 24 de mayo de 1974, apunta una probable nulidad de una cláusula en tal sentido, si la pervivienciade facultades se pensase aun para el caso de que la Junta General se retrasare durante años. No dice el por qué, ni se me alcanza claramente cuál puede ser la causa de esta nulidad. El fraude a la ley no creo pueda jugar aquí, desde el momento en que el resultado final que provocaría tal cláusula, prórroga más o menos indefinida del nombramiento, no viene prohibido por ningún precepto, por lo menos para los administradores designados después del acto de constitución de la sociedad. Tampoco veo atentado a los derechos de los accionistas minoritarios, posiblemente disconformes con esta prórroga, ya que pueden hacer salir a la sociedad de esta situación, sin más que solicitar la convocatoria de Junta General, que tratándose de la ordinaria puede hacerlo cualquier accionista sin límite de capital. En todo caso parece más lógico aceptar esta prórroga indefinida pero fácilmente definible, que mantener a la sociedad en una indefinida situación de irregularidad administrativa. No obstante, y aun admitida su validez, el problema subsistirá cuando tal cláusula no se prevea, sea equívoca en su redacción y siempre respecto a los administradores designados en el acto constitutivo de la sociedad. En estos casos parece necesario distinguir dos hipótesis distintas. De una parte, la que hemos llamado antes renovación obligada o relevo, que, en el aspecto que aquí nos interesa, se produce cuando los estatutos, conforme a la pauta marcada por el art. 73 de la Ley, preveen un sistema de renovación parcial, respecto a la cual no es premisa indispensable que los Consejeros tengan sus cargos limitados por un plazo de vigencia legal o estatutaria. O sea, una cosa es que un Administrador concreto y determinado tenga su cargo caducado por haber expirado el plazo de su nombramiento, bien por voluntad de la ley, bien por voluntad de la sociedad y otra es la renovación periódica por la Junta General de indeterminados miembros del Consejo, en base a un mandato estatutario. Por supuesto es posible que esta renovación obligada o relevo venga impuesta por la necesidad de sustituir al Administrador caducado. En este caso, aunque los efectos finales sean los mismos, estamos más bien ante un supuesto de sustitución necesaria (no simplemente obligada) por vacante del cargo. La renovación o relevo, por el contrario, sólo se da auténticamente cuando éste se produce, vigentes los plazos legales o estatutarios por un acto de voluntad de la sociedad, concretamente de su órgano competente, la Junta General, no de carácter discrecional (como es la revocación), sino normado. En nuestro caso impuesto por los Estatutos. La otra hipótesis es la del transcurso del plazo legal de cinco años o el establecido en los Estatutos, en su caso. La renovación parcial del Consejo no puede, por su propia naturaleza, ser automática. Y ello porque al tratarse de un supuesto de hecho complejo, integrado por varios actos jurídicos interdependientes, destitución, designación, el plazo no puede actuar perentoriamente dado

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que uno de los actos que integran el supuesto, nombramiento del sustituto, no está previsto inicialmente y por tanto no puede operar con la rigidez que caracteri za al automatismo. La tesis contraria nos obligaría a aceptar la escisión de la operación total en su distintos componentes, configurando el plazo como caducidad sólo respecto al cese, con lo que habríamos frustrado al fin mismo de la renovación. Aparte de la imposibilidad de determinar que Administradores son los afectados por dicha hipotética caducidad, cuando, como es lo normal y recomendable los Estatutos, sólo prevean la renovación temporal pero sin indicar concretamente cuáles sean los Consejeros a relevar. Por tanto, mientras la Junta General no proceda a renovar, los administradores no relevados siguen siendo administradores «de iure» independientemente de que por la sociedad se haya incumplido el mandato estatutario que la obliga a renovar periódicamente. Es la doctrina que acertadamente sentó la Resolución de 30 de mayo de 1974, que revocó la nota del Registrador que se había inclinado, por la tesis de la escisión, considerando que el Consejo había perdido su vigencia mientras no se renovara. Naturalmente después de lo expuesto queda claro que las referencias de la Dirección General al hecho de tratarse de una sociedad de reducido número de accionistas, nada añaden a la lógica afirmación de que el cese o caducidad no podía ser automático. En todo caso puede crear algún confusionismo si se pretendiera deducir de este razonamiento que la solución hubiese sido distinta si la sociedad hubiese tenido carácter abierto. La cesación de los Administradores por expiración del plazo, legal o estatutario de vigencia de sus cargos, es otra cuestión. Caben dos posibilidades. Aplicarle el mismo criterio de la renovación periódica o relevo y excluir por tanto el automatismo en el cese. Tratarlo, por el contrario, como un supuesto de caducidad con sus rigurosas consecuencias, así, cesación fulminante del Administrador y extinción de todas sus facultades, tanto las representativas como las de orden puramente interno. Esta situación puede provocar la paralización total del órgano administrativo, sobre todo si se excluye en estos casos la facultad de cooptación o ésta no puede operar (así administrador único o caducidad de todos los administradores), quedando la sociedad huérfana de gestores y forzándose a resolver los problemas de imputación de la actividad de estos administradores si de hecho continúan al frente de la sociedad, sobre la doctrina «de facto». Aunque como decíamos antes, la regulación de la materia en nuestra ley no se hace con absoluta precisión, no resulta fácil aplicar la doctrina de la «prorrogatio». Todavía, si el plazo no es el quinquenal de la ley, podríase, en un esfuerzo interpretativo de la presumible voluntad social, intentar configurarlo como integrante de un supuesto complejo a la manera de la renovación parcial y periódica y excluir el cese si simultáneamente no se procede a la sustitución. En cierto modo avalaría esta solución la probable exclusión del derecho de cooptación en estos casos. En efecto, veamos. El fundamento del derecho de cooptación está en el carácter imprevisible de la fecha en que puede producirse el acontecimiento que provoca la vacante. Para superar dicha situación accidental la ley permite que el propio Consejo se autorreconstituya provisionalmente, designando los sustitutos. Si esta facultad se excluye cuando el cargo se extingue por expiración del plazo de designación, es porque en estos casos, el hecho que produce la extinción y el momento en que se va a producir, está expresamente previsto en la ley o en los Estatutos. Ahora bien, para que este razonamiento puede llevarse a sus últimas consecuencias es necesario que la ley o los estatutos prevean el mecanismo de sustitución del administrador cesado y su posible subsistencia hasta tanto. Sino es así y simplistamente se configura el plazo como un supuesto de caducidad automático, la llegada del día del cese, aún prevista, provocará la vacante del cargo si la Junta no ha procedido a la designación del sustituto, produciéndose, por otro camino, una situación idéntica a la que justifica la facultad de cooptación. Ello me hace pensar, que, o se admite el derecho de cooptación en estos casos, lo que parece chocar con la letra del art. 73 de la ley «si durante el plazo para el que fueron nombrados los administradores se produjeren vacantes...», o se acepta que, cuando los estatutos no lo impidan, el plazo de vigencia del cargo debe interpretarse como un supuesto de relevo obligado pero con subsistencia del nombramiento hasta que se proceda a la sustitución. Esta última solución parece más indefectible, dado los graves trastornos en otro caso, cuando se trata de administrador único o el vencimiento del plazo afecta a todos los administradores, o a alguno de ellos si deben actuar mancomunadamente. El problema es más grave respecto a los administradores designados en el acto constitutivo. Aquí la caducidad parece imponerla, tanto el texto de la ley «no podrán ejercer su cargo por un

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plazo mayor de cinco años», como porque entendido de otra forma el precepto, se fructraría el fin pretendido por el legislador, sea éste acertado o no. Con no renovar se eludiría el mandato legal. Aceptado el plazo con este significado, si además el cómputo se hace de día a día y antes del vencimiento no se ha convocado Junta para proceder a la sustitución o reelección, habrá necesariamente un período en que la sociedad estará sin Administradores «de iure». Si los antiguos continúan de hecho en el ejercicio del cargo, lo que es más que frecuente, nos encontraremos ante una situación de administración «de facto» en sentido estricto. Si se admite el cómputo de asamblea a asamblea, tesis de GARRIGUES en sus comentarios y que sigue CÁMARA aun reconociendo que no tiene apoyo en el texto de la ley, no hay problema si la nueva asamblea procede a la regularización del órgano. Pero si no lo hace así, 'cómo interpretar esta omisión? Ajuicio de CÁMARA y también de GARRIGUES, de hecho ha reelegido a los antiguos. El primero concretamente argumenta que «sería absolutamente arbitrario que la sociedad pudiere desconocer la validez y eficacia de los actos realizados por los Administradores cuyo mandato ha caducado a pesar de que sigan ejerciendo el cargo con la equiescencia tácita de la Junta, lo que dejaría a los terceros sin otro recurso que las normas de C. c. reguladoras de la gestión de negocios». El argumento es razonable e incide de lleno en la alternativa planteada. O se admite la reelección de hecho, en cuyo caso el administrador sigue siendo «de iure», o se niega aquélla, surgiendo la situación «de facto» que nos lleva de la mano a la gestión de negocios sin mandato. Sin duda pone el dedo en la llaga. La voluntad de reelección de la Junta General puede por supuesto manifestarse tácitamente. Esto ya lo hemos admitido. No obstante hay que hacer algunas observaciones: - Que así como la separación puede acordarse en cualquier momento, sin necesidad de que conste en el orden del día, no es el mismo el criterio, por lo menos legal respecto a la elección. Esta posible objeción no es, sin embargo, fundamental, ya que acertadamente el Tribunal Supremo admitió en Sentencia de 30 de abril de 1971 y en base a que no es necesario que la separación figure en la orden del día, la validez de la constitución del nuevo Consejo aunque no se incluyó en el anuncio de convocatoria, ya que, cito textualmente «como los administradores constituyen un órgano necesario, no ya para el funcionamiento de la sociedad sino para su existencia y subsistencia, forzoso es que la Junta Ordinaria o Extraordinaria que acuerde su separación, tenga facultad para constituir el nuevo Consejo de Administración que reemplace al separado». Es cierto que esta sentencia se dictó respecto a un caso de revocación, pero la «ratio iuris» de su doctrina permite su ampliación a otros supuestos. - Más grave es la objeción derivada de cómo valorar el carácter concluyeme de la actuación de la Junta General, ya que de no haber un comportamiento positivo, el simple silencio no es unívoco. Me remito a la doctrina sobre la materia que no puedo aquí exponer. La univocidad del comportamiento exige, de otra parte, que la asamblea sea posterior a la fecha de la caducidad (contada día a día). Si es anterior, el comportamiento, aun positivo, es equívoco, ya que no tiene por qué expresar una voluntad de reelección, no siendo, como no es todavía, necesaria. Pero la situación realmente difícil y la más frecuente surge cuando la Junta General no llega a reunirse. Por otra parte, como nuestra Ley no señala qué Junta debe sustituir, parece razonable poner como límite el del plazo para convocar la primera Junta General Ordinaria. Y es que, realmente, el cómputo de Junta a Junta sólo es factible si paralelamente se acepta, como lo hace el sistema italiano que el administrador continúa sin necesidad de reelección, ni expresa ni tácita, mientras no sea sustituido. Si no hay tal prórroga legal ni se convoca Junta, al no poderse imputar a ésta la reelección, sólo cabe admitirla valorando como voluntad social, en base a lo antes dicho, el comportamiento de los socios fuera de la asamblea, lo que, como vimos, entraña graves dificultades. En sociedad de muchos socios, insalvables. En estos casos no quedará otro recurso que acudir a la doctrina pura «de facto» que indefectiblemente nos llevará a considerar más que al sujeto, hipotético administrador, objetivamente a la actividad desplegada por el mismo y su posible imputación a la sociedad, sobre la regulación positiva de la gestión de negocios sin mandato, que es precisamente lo que CÁMARA quería evitar. Pero sea cual fuere el resultado a que se llegue y aun rechazada toda posibilidad de subsistencia en el cargo una vez cumplido el plazo, es necesario, no obstante, admitir que la relación que liga al administrador con la sociedad es susceptible de producir ciertos efectos aun para después de su extinción. Los administradores cesados tienen ciertas obligaciones con posterioridad a su cese, así, de custodia, información, rendición de cuentas, etc., respecto a las cuales determinadas actividades pueden tener valor puramente accesorio pero, al mismo tiempo, necesario. Tal, la convocatoria de la Junta General para poner el cargo a su

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disposición, rendir cuentas, y dar oportunidad a la sustitución. Todas ellas son consecuencia derivada de la relación de servicio, que permiten la pervivencia, en ciertos aspectos limitados, de la función administrativa, aun después de extinguida aquélla. Por supuesto sin transcendencia alguna en la relación orgánica que es la sede de las funciones representativas. En consecuencia, en el administrador cesante se han extinguido los poderes que integraban el contenido típico de su función, pero subsisten deberes y derechos. No todos, pero sí aquellos que van estrechamente ligados a la extinción de su cualidad. Concretamente la convocatoria de la Junta General, origen de alguna de las resoluciones citadas, creo que es un típico ejemplo de uno de los deberes que persisten, por su carácter necesario y accesorio, y respecto al cual la facultad de convocarla tiene sólo valor instrumental. La jurisprudencia del Tribunal Supremo que se ha enfrentado con problemas de convocatoria de Junta es muy numerosa y en términos generales no desvirtúa lo que se acaba de afirmar. En distintas sentencias, no vamos aquí a pormenorizar, lo que ha exigido es que la convocatoria proceda de los Administradores sociales y si éstos constituyen Colegio, responda a un acuerdo adoptado por el Consejo y no a decisión unilateral de cualquiera de ellos. Es más la única sentencia, que conozco, la ya citada de 22 de octubre de 1974 expresamente rechaza como causa de invalidez de la convocatoria, el hecho de que los administradores tuvieren sus cargos caducados. Es cierto que su argumentación parece más bien fundar el resultado a que llega, sobre labase de negar que el cese deba producirse automáticamente, pero dudo que este razonamiento tenga valor general, hasta el punto de llegar a idéntica solución si el supuesto a contemplar implicase aceptar la subsistencia en el cargo, ante la pretensión de los administradores de ejercitar funciones representativas después de expirado el plazo de designación. Es por ello que prefiero insistir en los efectos que, para el futuro, potencialmente es suceptible de producir la relación de servicio, circunstancia que provoca la aparente paradoja de extinción del cargo para ciertos efectos y subsistencia para otros, o la más llamativa de legitimación para unos actos y falta de legitimación para otros. A la ley de estas consideraciones no resultan ya contradictorias las respectivas Resoluciones de 24 de junio de 1968 y 24 de mayo de 1974, ni cabe afirmar que esta última dio marcha atrás. Simplemente, eran muy distintos supuestos, aunque, a primera vista, parecieren similares. En efecto, en la primera de las resoluciones los administradores sólo pretendían convocar Junta General. En la segunda, querían nada menos que actuar la relación orgánica en sede representativa. La diferencia era abismal y las resoluciones, con argumentos no del todo convincentes, llegaron a resultados correctos, mucho más si se tiene en cuenta el campo en el que se movían, el de la legitimación registral. XI LOS ADMINISTRADORES DE HECHO Y EL REGISTRO MERCANTIL. Vamos seguidamente a examinar las situaciones de facto en sus relaciones con el Registro Mercantil. Nos interesa el principio de legitimación, ya que la protección que la publicidad material negativa proporciona al tercero, por hipótesis falta al no estar inscrito el administrador o publicar el propio Registro la caducidad del nombramiento. Sólo en el único supuesto, teóricamente posible, de administrador de hecho inscrito, el designado inválidamente, cabría hablar de protección de la publicidad material negativa. Pero como ya vimos, es muy dudoso que este supuesto encaje propiamente en las llamadas situaciones de facto. Decíamos que nos interesa el principio de legitimación y ello porque el administrador no inscrito de lo único que carece, en este aspecto, es de título legitimador. Por tanto su calidad, al no estar revestida del fuerte sello de credibilidad que le da el refrendo de la autoridad estatal, en nuestro caso la inscripción, tampoco está protegida por ninguna presunción de autenticidad. Por tanto, si el nombramiento es controvertido o se pretende hacerlo valer, a falta de credencial visible, será necesario probarlo. Prueba que naturalmente consistirá en demostrar que se ha producido el acto idóneo para la adquisición del cargo y en la que para nada interferirá el Registro Mercantil cuya misión es precisamente crear el título o credencial visible que hace innecesaria la prueba. Al servicio del principio de legitimación e íntimamente ligado a él, estáel de previa inscripción que viene recogido en el párrafo segundo del artículo cuarto del Reglamento, quizás no muy felizmente, en la siguiente forma: «También será necesaria la previa inscripción de las facultades de los gerentes o administradores para inscribir los actos o contratos otorgados por los mismos». Y digo no muy felizmente porque el adverbio «también» y su colocación en el mismo artículo donde, respecto a la titularidad de los derechos de socio y de buques y de aeronaves, se recoge el principio del tracto sucesivo, falsea un tanto el significado del mismo. Como muy acertadamente ha señalado OLIVENCIA RUIZ («El principio del tracto sucesivo en

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el Registro Mercantil»), aquí no hay problema de tracto sucesivo, pues no estamos en tema de modificaciones jurídico reales, sino simplemente de inscripción previa necesaria para la función calificadora del Registrador. La Exposición de Motivos del Reglamento lo expresa con mayor precisión «la necesidad de que los administradores... tengan legitimadas sus facultades dispositivas y contractuales». Saltan a la vista dos consideraciones. Primera, que la legitimación registral no se extiende a todo el contenido de la relación que liga al Administrador con la sociedad. Sólo necesita tener legitimadas sus facultades dispositivas y contractuales. En una palabra las que a.ctúan la relación orgánica en sede representativa. Es ahí y precisamente porque la sociedad sólo puede actuar a través de sus órganos, personas físicas, donde se hace necesaria e insustituible la credencial visible. Segunda, que como señala acertadamente OLIVENCIA el requisito de la previa inscripción no es de carácter substantivo, sino de tipo formal, para que puedan inscribirse los actos y contratos otorgados por los administradores. Enfocado el problema así, la distinción entre Administradores «de iure» y administradores «de facto», aunque deba hacerse, como se ha hecho, sobre criterios substantivos y no regístrales, sin embargo, trasciende al Registro. Si el administrador no ha inscrito su nombramiento en el Registro, hay un aspecto en el que se equipara al administrador de hecho, y es en el de la ausencia del título legitimado, pero en todo lo demás difiere. Así el administrador «de iure» no inscrito puede actuar sus facultades dispositivas y aparte los efectos de la publicidad material, su actividad se imputa a la sociedad en base a su calidad de tal, una vez probado el acto de designación. Por el contrario el administrador «de facto», si es tal, no puede imputar su actividad a la sociedad en base a su calidad, sino considerando objetivamente dicha actividad y su posible repercusión en la sociedad. En el campo del Registro Mercantil su situación es también diversa. Así el administrador «de iure» no inscrito, carece de título legitimador y al faltar éste no se pueden inscribir los actos por él otorgados, pero esta falta es perfectamente subsanable, pues bastará su inscripción para que seguidamente surja el título, esté legitimado y puedan ser inscritos dichos actos o contratos. Por el contrario, el administrador «defacto» ni está inscrito por hipótesis (si excluimos el supuesto de designación inválida) ni puede ser inscrito al faltar el acto formal de designación. Llegados a este punto es conveniente hacer algunas precisiones, en relación con los distintos supuestos que antes examinábamos. En los casos de administración «de facto» en sentido estricto, la que hemos llamado químicamente pura, en los que al faltar el acto de designación la imputación de su actividad a la sociedad viene por el camino de la gestión oficiosa y en los supuestos de designación informal, la hipotética imputación de su actividad o el comportamiento concluyeme de la sociedad, como substitutivos del título formal, exige una previa valoración de conductas y actitudes, surgidas fuera del Registro Mercantil y para la que el Registrador no es competente, que no tiene más medios a su alcance que los libros del Registro y los documentos presentados. La inscripción de estos actos exige previamente un juicio sobre su posible referencia a la sociedad, que corresponde a la misma sociedad o a los Tribunales de Justicia. La inscripción es por tanto imposible. En los casos, más frecuentes, de falta de renovación del Consejo, distinguiremos los dos supuestos ya examinados. Si no ha tenido lugar la renovación parcial y periódica, pero los administradores están dentro del plazo legal o estatutario, al no poder tener aquélla carácter automático por ser necesario un acuerdo en Junta General en el que se proceda al relevo, mientras dicha Junta no se celebre y acuerde la renovación, el Registro sigue publicando como vigentes los antiguos nombramientos. El título legitimador no se ha extinguido. Es la solución correcta a que llega la Resolución de 30 de mayo de 1974. En el supuesto de caducidad del nombramiento por transcurso del plazo para el que fue designado y aceptando, por las razones vistas que ésta tenga carácter automático, el propio Registro publica el vencimiento del plazo, desposeyendo a la relación de título legitimador. La posible prórroga tácita en base al comportamiento social, exige una valoración de prueba que como ya dijimos está fuera del alcance de la calificación registral. Es una función declarativa de derechos que no le incumbe. De ahí que extrañen algunos de los argumentos de las resoluciones reseñadas.

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Aceptado lo anterior hay que hacer una observación que surge con naturalidad de todo lo expuesto y es la de que lo que necesitan tener legitimados los administradores porla inscripción, son sus facultades dispositivas y contractuales, o sea, como repetidamente se ha dicho, las que actúan la relación orgánica en sede representativa. La relación de servicio e incluso la relación orgánica en sede no representativa quedan fuera de su ámbito. En definitiva en las relaciones sociales internas priva la realidad extrarregistral sobre la registral. Lo que es lógico, ya que el Registro es órgano de publicidad y de legitimación, principios que cobran su valor sólo cuando el administrador aparece como órgano en las relaciones entre la sociedad y terceros, no en las relaciones entre el administrador y la sociedad. El hecho de que las facultades representativas sean las más espectaculares, no puede hacer olvidar múltiples facetas de su actuación sin transcendencia hacia afuera en las que el administrador no actúa como órgano de expresión de la voluntad social. Así y por vía de ejemplo: - La facultad de convocar Junta General. - La obligación de revisarla valoración de las aportaciones no dinerarias. - La confección del balance, cuenta de pérdidas y ganancias, memoria. - Los deberes ligados al derecho de información del accionista, etc., etc. Son todas ellas relaciones en las que la legitimación registral, por su propia naturaleza no juega y ello aunque ocasionalmente algunas de ellas puedan indirectamente entrar en contacto con la institución registral. Así, por ejemplo, la convocatoria de una Junta General en la que se va a proceder a designar administradores y que naturalmente desembocará en una inscripción registral. La Resolución de la Dirección General de 26 de febrero de 1953, concretamente y en relación con una convocatoria de Junta General, afirmó acertadamente que dicha facultad corresponde a los efectivos administradores de la sociedad, sin que la inscripción tenga virtualidad suficiente para oponerse a una realidad extrarregistral conocida por los socios. Resumiendo, por el hecho de que los administradores no estén inscritos no puede establecerse una presunción negativa a la vigencia de sus nombramientos, salvo que pretendan actuar en sede representativa que es el ámbito del principio de legitimación. Y con esto termino. Me temo que ha habido más sugerencias que soluciones concretas. Apuntes que precisión. No obstante, si esta conferencia estimula a otros más capaces y preparados a estudiar y profundizar sobre la materia, no habrá sido inútil del todo. Muchas gracias.