el evangelio del traidor - introducción

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Introducción de la novela histórica "El Evangelio del Traidor".

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El Evangelio del Traidor

Book Force One

Colección Los Libros de Charrington

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Luis Hernanz Burrezo

El Evangelio delTraidor

Book Force One

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No se permite la reproducción total o parcial de este ejemplar, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, a través de fotocopia, de grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del autor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (artículo 270 y siguientes del Código Penal).

@ Luis Hernanz Burrezo, 2012.

@ Book Force One, 2012. C/ Nuzas 6, 29011 Málaga (España).

Cubierta: Billy Alexander

Primera Edición: febrero 2013

Depósito legal: MA-969-11

ISBN: 978-84-616-2497-3

El papel utilizado para la impresión de este libro carece de cloroy está calificado como papel ecológico.

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A los territorios de Mohria, siempre inexplorados

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A modo de epílogo

Obriénicus, en Judea.

Solamente con la verdad habían podido engañarlo. El eco de esa certeza rebotaba contra las grises paredes del sepulcro donde yacía enterrado en vida. Solo con la ver-dad habían podido derrotar a todo lo que representaba, al mundo que estaba por venir… aunque sería una victo-ria inútil, porque él no moriría allí.

Una leve rendija de luz se filtraba desde un techo que no podía alcanzar y lo liberaba, en parte, de una oscu-ridad a la que no podía vencer. El agua no era un pro-blema, podía lamer la que se filtraba por las húmedas rocas, con un espantoso sabor amargo que hacía arder las tripas. Quien hubiera construido aquel lugar se había cuidado de que sus huéspedes no murieran de sed en pocos días y carecieran de la lucidez necesaria para su propósito. La comida tampoco era, por el momento, una preocupación. En Britania, de niño, pudo ver en muchas ocasiones como los guerreros ordovices, asediados por sus enemigos romanos durante meses, enloquecidos por el hambre, devoraban a los caídos, a los ancianos o a los heridos que no podían defenderse, sin darles siquiera el consuelo de una muerte rápida antes de convertirse en el alimento de los más fuertes.

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Los restos del cadáver semidevorado de uno de los si-carios que le acompañaba era buena prueba de ello. Si algo era él, era un superviviente. Siempre había sido así, siempre había prevalecido y ahora no sería diferente. Ma-tar al duro asesino que le acompañaba no resultó dificil. Durante el tiempo que permanecieron juntos en la cue-va, esperando ayuda, ya se adivinaba en sus ojos el brillo de miedo que acompaña a las presas. Comenzó por las partes más musculosas de las piernas, destrozando hue-sos y tendones como haría un lobo hambriento. Cuando estuvo saciado, evisceró, troceó y enterró el resto para retrasar, en lo posible, su podredumbre.

En el tunel derrumbado que conducía a aquella máldita cámara, yacían otros dos de sus lacayos, reclutados entre lo peor de las cloacas de Roma. Sus gritos apagados se habían oído durante algún tiempo, pero hacía ya días que habían cesado. Esperaba que no estuvieran muy lejos; ello le permitiría remover aquella masa de rocas y tierra y disponer de más alimento con el que aumentar el tiempo del que disponía para escapar o que le rescataran. Tenía siempre el gladium en la mano, como un amuleto al que aferrarse, pero suicidarse no era para él una opción.

No, definitivamente la sed y el hambre no eran sus principales problemas. Lo era la ira. Una ira sorda, que le sofocaba e impedía concentrarse y pensar con claridad. Un sentimiento que explotaba en la garganta cada vez que recordaba cómo había terminado allí.

Sus relaciones en palacio y algunos sobornos nada cos-tosos le habían otorgado el puesto de segundo al mando del prefecto de Judea. Nadie pretendía aquel peligroso destino que poca gloria y triunfos podía aportar. Tras la devastación de las legiones y la destrucción de Jerusalén y del Templo, la provincia se encontraba relativamente

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tranquila pero exhausta; nada que tentara la avaricia de un patricio. Cualquier atisbo de rebeldía era castigado con las más severas penas y solo alguna banda de fora-jidos, liderada por el enésimo fanático mezcla de ladrón y mesías, candidato seguro a la cruz, alteraba el día a día de la pax romana.

Tuvo tiempo así, de aprender nociones de hebreo y, sobre todo, de alcanzar su principal propósito: desen-trañar los oscuros significados de aquellas columnas de caracteres, casi todos judíos, algunos griegos, grabados en un trozo de rojizo metal de cobre, que le contaba, en una antigua clave, la existencia de lugares ocultos donde se escondía más oro y plata del que nadie hubiera nunca podido imaginar. En apenas dos años, con la inestimable ayuda de sabios judíos que pagaron su erudición con la vida, había localizado los emplazamientos que narraba el documento. Especialmente el último, donde se encontra-ban las riquezas que le situarían entre las personas más poderosas e influyentes del imperio.

Partió al frente de una turma de caballería, con la rutina-ria excusa de perseguir a los responsables una nueva ma-sacre en una aldea que se había mostrado mas obsequiosa de lo razonable con sus amos romanos; pero no era ese su destino. En la distancia, aún podía ver cómo el centu-rión al mando de los jinetes movía negativamente la cabe-za mientras se alejaban. El veterano oficial desaprobaba que el tribuno marchara a una descubierta solo, sin destino conocido, sin la protección de la caballería, acompañado únicamente por los tres siniestros individuos de negras túnicas que nunca se separaban de él. Seguía de pie, mi-rándolos mientras se perdían en dirección al desierto.

Las señales y las pistas que proporcionaba el documen-to de metal eran claras para quien supiera leerlas. Caía el

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sol cuando encontraron la entrada, oculta en el fondo de una piscina vacía que recogía el agua de las escasas lluvias, entre complejos juegos de pesas y palancas que movían piedras de un peso colosal. Dos de sus sicarios quedaron de guardia, mientras el tercero le acompañaba por el os-curo y estrecho túnel a la vacilante luz de una antorcha. El corredor no era muy largo, apenas con la altura de una persona, y desembocaba en una espaciosa estancia excavada en la roca, con una alta bóveda que debía si-tuarse bajo el techo de la cisterna. Una polvorienta mesa con un escabel cubierto de telarañas y una estantería con varios papiros, cuidadosamente dispuestos, era el único mobiliario que se apreciaba en su interior. Ni rastro de oro, plata o joyas, ni de arcones o baúles que pudieran contener un tesoro de tamaño tan descomunal.

Pero su ambición se antepuso a su decepción y bajó la guardia. Su instinto, su eterna salvaguarda, gritaba deses-peradamente que salieran de allí, que había algo extraño en todo aquello, que el peligro acechaba. Pero el lugar de la prudencia lo ocupó la negación de lo evidente. Ante sí, se desintegraba su muy elaborado plan para convertir al Cristos, un vulgar rebelde zelote, en el referente del nuevo imperio romano que estaba por venir y a él mismo en su guía. No había alcanzado un control total de los cris-tianos de Roma para esto. Buscando una esperanza a la que aferrarse, centró su atención en los documentos que se alineaban en los anaqueles, extrañamente limpios en comparación con el resto de la estancia. Olían a aceite de lino, alguien los cuidaba con esmero. Entre los papiros, brillaba, a la luz del fuego, un rollo de metal, similar al de cobre pero de dimensiones más reducidas. Su color pla-teado arrancaba chispazos de luz a la antorcha. Fue ese brillo el que le inmovilizó en el momento decisivo. Lo

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observaba hipnotizado. Extendía su mano para cogerlo cuando un crujido sacudió toda la estancia y talentos de tierra y roca cayeron donde antes estaba la entrada. Al silencio siguieron los gritos de socorro y dolor de los hombres que había dejado de guardia.

La ira, en él estallaba la ira. El odio contra aquellos mi-serables esclavos alejandrinos que le habían conducido hasta allí y que pretendían que aquel absurdo Mesías y su evangelio de conocimiento triunfaran sobre el mundo de orden y poder que traería la nueva ecclesia, la nueva san-gre del imperio. Aunque lo enterraran en las entrañas de la tierra no podrían evitarlo. Cuando regresara a Roma, sufrirían una suerte similar a la que le habían destinado, les sepultaría tan profundo que ninguna memoria ten-dría recuerdos de su paso por el mundo. Ni sus familias, ni sus textos, ni la última de su sus ideas les sobreviviría. No necesitaba leer los papiros de la cueva para saber que nada encontraría en ellos que le interesara. Solo in-terminables sermones sobre Yahvé, la inutilidad de las riquezas de este mundo y la llegada de un Mesías que destruiría a los enemigos de Israel y gobernaría la Jeru-salén Celeste, capital del país de la leche y la miel. Todos fueron reducidos a ceniza, todos…. menos el rollo de plata.

Durante días no se atrevió a abrirlo, intuía que su desti-no estaba atrapado entre la fina lámina de metal. Cuando lo hizo, leyó grabada en letras relucientes su sentencia de muerte. Lo arrojo a un lado, con todo el desprecio del que fue capaz. Si quería salir de allí, no podía permitirse ni el más mínimo resquicio de duda en su determinación.

Pasaba el tiempo, denso, goteando las horas y la espe-ranza, llevándole próximo a los territorios de la locura, donde hablaba durante horas con su hermanastro muer-

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to mientras acariciaba con delicadeza la enorme cabeza de un león en una gélida isla de Britania.

El agua ferruginosa que manaba de la pared le provocó una disentería extrema. La humedad y el olor putrefacto de los despojos de su víctima hacían el aire irrespirable. Nada quedaba que comer y no había alcanzado los cadá-veres de los que habían caído en la entrada, aunque sus dedos, en carne viva, sus uñas arrancadas y su espada rota daban clara muestra de la ferocidad con la que lo había intentado.

Estaba muy débil. Apenas se movía para no consumir sus fuerzas. Oyó voces familiares en la superficie, eran de los jinetes de la turma que los buscaban. Gritó todo lo que pudo, pero su voz apenas se quebró contra las pare-des de la cueva. No importaba, era el tribuno, lo encontra-rían, no lo dejarían allí, no lo abandonarían a su suerte. El centurión al mando no regresaría a Jerusalén diciendo que había perdido a su comandante, al menos hasta que reventara el último de sus caballos; de lo contrario su ca-beza adornaría las almenas de la capital de David. Tenía que reunir fuerzas y gritar, gritar tan fuerte que un esca-lofrío de terror envolviera la mismísima Roma.

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Sofía, en Alejandría.

Recorrieron despacio los escasos metros que las sepa-raban del recinto de la Gran Biblioteca. Ningún sirviente guardaba las puertas pese a que los grupos de alborota-dores campaban sin freno. Buscaban sin distinción cris-tianos y judíos, incluso en el palaciego barrio del Bruchion, bajo la complaciente mirada de algunas patrullas de vigiles que se ocupaban, sobre todo, de que los saqueadores no se equivocasen de casa. Sentían cada paso como si tu-viesen plomo en la sandalias, querían volar, correr para ponerse a salvo, pero la prisa las habría delatado como fugitivas y eso habría resultado fatal. Aparentando calma, con la serenidad que da la costumbre, atravesaron el jar-dín y entraron por una pequeña puerta de acceso lateral, evitando la gran escalinata y el pórtico. El Museo ya no era un lugar seguro como antaño, en tiempos de Atená-goras, pero, al menos, contaban con la ventaja de cono-cer cada rincón y cada estancia. Llegado el momento, si ocurría lo peor, sabrían dónde esconderse.

Desde las estancias superiores podía verse el humo de los incendios en el otro extremo de la ciudad, y llegaba el clamor sordo de los gritos y las súplicas de la doliente urbe. El luto inundaría de nuevo las calles de Alejandría en cuanto la luz del sol permitiera distinguir la sangre de-rramada. Los huérfanos, las viudas, los inválidos… todos conformarían una inagotable fuente de odio en el que víctimas y verdugos se intercambiarían y que alimentaría futuras represalias, una y otra y otra vez.

Sofía se sentó en uno de los bancos donde antaño, en tiempos más felices, impartía sus clases. Se concentró en recuperar el ritmo de la respiración, dominar el temor. Sin duda, lo primero era más sencillo que lo segundo.

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Desde aquel día aciago en Roma sentía que el miedo la había destruido, había carcomido su interior, apartándo-la, de un manotazo, del gran espíritu universal. Recor-daba el olor agrio del sudor de los verdugos y el tacto dulzón de la grasa con la que le embadurnaron el cuerpo. Aún pasados los años, al recordarlo, la sensación de náu-sea le inundaba el estómago.

Su miedo no nacía del dolor a la tortura, ni del sufri-miento por ver padecer lo indecible a seres queridos; ve-nía del temor a estar equivocada, a que él tuviera razón, a que el mundo que llegaba fuera el suyo y no el de ellas o el de Markos, y todo lo que veía a su alrededor no hacía más que presagiarlo como un malhadado arúspice.

Habían pasado años desde que había vuelto con Ire-ne de Roma y sabía que él nunca regresaría. No volve-rían a encontrarse en esta tierra. Durante ese tiempo se movieron libremente por Alejandría. Nadie perturbó su magisterio en la Gran Biblioteca ni su culto en la comu-nidad cristiana, pero se sentían vigiladas. No albergaba duda alguna de que su mano podría alcanzarlas allí don-de estuvieran, por muy lejos que trataran de esconderse. Para que no lo olvidaran, a veces, un mensajero salido de la nada les entregaba cartas de los cautivos, cartas de Markos, escritas de su puño y letra. Las cubría de besos, las leía cientos de veces, podía recitarlas todas ellas de memoria, pero nunca se atrevió a contestar con sinceri-dad, a proporcionarle una clave con la que entender lo que estaba pasando. Su enemigo la descubriría y la utili-zaría contra él, sin ninguna duda.

Una fresca ráfaga de viento atravesó la habitación y le hizo entornar los ojos. Los pesados cortinajes que tapa-ban las ventanas se movieron a su ritmo y pudo intuir la fantasmal sombra de Atenágoras vagando por aquellos

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salones de los que, quizá, su espíritu no había querido alejarse. Entonces vio a Irene. Ajena a todo lo que pasa-ba, rebuscaba con su única mano en uno de los anaqueles que habitualmente le estaban vedados, aprovechando el caos reinante para caer sobre algún texto que deseaba ávidamente consultar. Sintió la mirada de su madre en la espalda y se volvió sonriendo, como una niña sorprendi-da en una travesura.

Si a ella todo lo ocurrido la había destruido, a Irene, a pesar del daño sufrido y de la pérdida, parecía haberla hecho aún más fuerte, más consciente. Sí, si habia espe-ranza estaba en ella y en todo lo que representaba. Solo necesitaría una mano para pasar las páginas de un libro. Solo necesitaría una mano para señalar el camino.

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Markos, en Roma.

Nada vi de lo que conté. Yo no estuve allí. No lo oí. Solo pasados largos años de desesperanza y oscuridad, solo en esta hora en la que Tánatos me reclama, he abrazado la verdad de corazón. He comprendido. Lo siento todo, lo percibo todo, lo creo todo. Obriénicus tenía razón.

Desde esta pequeña estancia en la que apenas alcanza a entrar algún rayo de sol, veo el rostro de Jairo, el jefe de la sinagoga de Cafarnaum, incrédulo al presenciar cómo la lividez azulada de la piel del cadáver de su hija mu-daba en el color de la vida que resucitaba en sus venas. Oigo el murmullo de la multitud, reclamando vehemen-te el milagro como prueba de la presencia del Hijo del Hombre. Que el ciego recobrara la vista; que el que no caminaba anduviera; que el que no pronunciaba palabra alguna volviera a hablar; que el endemoniado, poseído por espíritus inmundos, quedara libre. En mis dientes tengo el rechinar y en mi lengua el sabor del polvo de los caminos de Judea. Huelo el aroma del pan recién hecho y del pescado fresco multiplicado para una multitud tan expectante como hambrienta. Señalo las leves huellas de pisadas imposibles sobre las aguas del mar de Galilea y me atruena el eco de los cascos de un asno golpeando sobre las piedras de Jerusalén. Pero también siento las entrañas de piedra de doce hombres incapaces de enten-der el mensaje y ver más allá de la muerte; el descon-cierto y la ira de los mercaderes del templo; las señales de tragedia en el aire limpio de la noche de Getsemaní; los surcos que dejan las lágrimas en el rostro de María de Magdala cuando no encontró su cuerpo en el sepulcro… Cada momento está ante mí, como un limpio amanecer que ya no veré.

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Al final, he comprendido, he salido de mi error, de mi obcecación. La fe me ha salvado y da igual si ese Barra-bás, Bar Abbas, el hijo del padre, existió o no; o si el cen-turión romano que reconoció a Jesús como el verdadero hijo de Dios estuvo en aquella última hora a los pies de su cruz. No importa si rescribimos el final del evangelio o si transformamos lo que Pablo de Tarso quería llevar al corazón de los hombres, porque todo se ha hecho al servicio de la fe en Jesús, el Cristo Resucitado y de su ec-clesia romana. Los resquicios de vanidad y orgullo que me llevaron a cuestionar todo esto durante largos años, ator-mentándome, han cesado. Señales vacías de una razón enferma que necesita confiar en la ciencia para entender lo que solo la fe puede contener.

Tiempo de epílogo. Ecos postreros de un mundo que muere, aunque aún no lo sepa. La realidad que conoce-mos —su historia, su ciencia, su literatura— va a des-aparecer. Sócrates, Pitágoras o Platón no son ya más que cenizas que el viento del futuro esparcirá por la nada. Grecia, Persia, la propia Roma… la ecumene que constru-yó el Gran Alejandro cree que es fuerte y vigorosa, pero un pequeño tumor anida en su corazón. Crecerá y nada podrá salvarla.

Me llamo Marco Marcio, aunque durante mucho tiem-po fui solo Markos. Yo escribí el evanghelion, el anuncio, la historia del Jesús resucitado, la proclamación del Mesías que debía salvarnos a todos. Esta, inevitablemente, nun-ca será mi historia, sino la suya. Para escribirla, recorrí muchas ciudades y fui muchos hombres. Desde el es-truendo de la guerra, que llevó a la inevitable destruc-ción de Jerusalén, al silencio del alma vacía de la Biblio-teca de Alejandría; desde las vidas segadas en la busca del fabuloso tesoro que narraba un rollo de metal color

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rojo sangre, hasta la confusión provocada por los falsos cristianos; de la verdad de Obriénicus, al espejismo de Atenágoras; del amor de Sofía, al amor en Cristo. Sofía, Sofía… siempre… Su recuerdo era el único obstáculo para la victoria total de Obriénicus, pero ella era ya una sombra tan, tan lejana…

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